2ªparte
Hocus Pocus
Kurt Vonnegut
Título original en inglés: Hocus Pocus
20
Después de que Robert Moellenkamp, arruinado-pero-aún-sin-saberlo, dijera con grandiosidad "que la peste devore ambas casas", Jason Wilder comentó que no consideraba que, en el caso en cuestión, hubiera 2 casas involucradas.
—No creo que estén implicadas 2 casas de ningún tipo —afirmó—. Me aventuro a sostener que incluso el Sr. Hartke está de acuerdo ahora en que esta Junta no puede concebir otra opción que aquélla de aceptar su renuncia. ¿Estoy en lo cierto, Sr. Hartke?
Me puse de pie.
—Éste es el segundo peor día de mi vida —señalé—. El primero tuvo lugar el día en que fuimos echados a patadas de Vietnam. Shakespeare ha sido citado aquí en 2 ocasiones. Sucede que yo también quiero hacerlo. Siempre he tenido una mala memoria, pero mi maestra de inglés de la escuela de segunda enseñanza insistió en que sus alumnos aprendieran de memoria las frases más célebres del poeta y dramaturgo británico. Nunca esperé que adquirieran tanto significado en la vida real, pero ha llegado el momento de aplicarlas:
"Ser o no ser: tal es la cuestión. ¿Cuál es más noble acción del ánimo: sufrir los tiros y dardos de la cruel Fortuna, o empuñar las armas contra el océano de los males y acabar con ellos haciéndoles frente? Morir: dormir, no más. Y pensar que con un sueño damos fin a la pena y a los mil naturales reveses que forman el patrimonio de la carne. Es un final deseable y tentador. Morir. Dormir... Dormir... ¡Tal vez soñar! Sí, ahí está el obstáculo; pues considerar qué sueños nos podrán invadir al abandonar este cuerpo perecedero y dormirnos en la muerte es bastante para detenernos."
Desde luego, la reflexión de Hamlet no concluye en ese punto, pero eso fue todo lo que la profesora, cuyo nombre era Mary Pratt, nos pidió que memorizáramos. ¿Para qué exagerar? Sin duda, ello bastaba para la ocasión, pues evocó el espectro de otro veterano de Vietnam y miembro del cuerpo docente que se podía suicidar dentro de las instalaciones del colegio.
Tomé de mi bolsillo la llave del campanario y la arrojé hasta el centro de la mesa circular. Como la mesa era tan grande, alguien tendría que treparse a ella o, tal vez, utilizar una vara larga, para recuperar la llave.
—Buena suerte con las campanas —dije, admitiendo mi exclusión.
Abandoné el Salón Samoza siguiendo la misma ruta que Tex Johnson había tomado. Me senté en una banca situada a la orilla del Patio, frente a la biblioteca, junto al Paseo Principal. Resultaba agradable el haber dejado de formar parte de todo ello.
Damon Stern, mi mejor amigo del cuerpo docente, se aproximó y me preguntó qué estaba haciendo ahí.
Le contesté que me estaba asoleando. No le confesaría a nadie que había sido despedido sino después de que me encontrara sentado en la barra del Café del Gato Negro. En consecuencia, el Profesor Stern se sintió en libertad de hablar animadamente de un montón de tonterías. Era dueño de un monociclo y sabía conducirlo. Me informó que estaba considerando la posibilidad de asistir en monociclo a la procesión académica por efectuarse con motivo de la ceremonia de graduación, que tendría lugar una hora más tarde.
—Estoy seguro de que existen importantes pros y contras a ese respecto —le comenté.
Damon había crecido en Shelby, Wisconsin, donde casi todos, hasta las abuelas, sabían montar monociclos. Un circo había quebrado, 60 años atrás, cuando presentaba su espectáculo en Shelby y, por tal motivo, abandonó en esa ciudad gran parte de su equipo, incluyendo varios monociclos. Muchas personas aprendieron a montarlos y adquirieron monociclos nuevos para sus familiares. De manera que Shelby se convirtió, y lo es todavía, en la Capital Mundial del Monociclo.
—¡Hazlo! —agregué.
—Me has convencido —repuso.
Damon estaba feliz. Se marchó y mis pensamientos se remontaron a través de la brisa y los rayos solares, hasta el momento en que, luciendo uniforme militar —a pesar de que la guerra ya había concluido—, me ofrecieron empleo en el Tarkington. Eso sucedió en un restaurante chino de la Plaza Harvard, en Cambridge, Massachusetts, donde me encontraba comiendo en compañía de mi esposa y mi suegra, ambas aún cuerdas, y de mis 2 hijos legítimos: Melanie, de 11 años, y Eugene Jr., de 8. Mi hijo ilegítimo, Rob Roy, recién concebido en Manila 2 semanas antes, debía medir en ese entonces lo mismo que una bala de pequeño calibre.
Me había trasladado a Cambridge, con objeto de presentar el examen de admisión para realizar estudios de posgrado en el Departamento de Física del Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT). Deseaba obtener el Grado de Maestría y regresar después a West Point en calidad de profesor, pero sin dejar de ser soldado, soldado hasta el final.
Mi familia, exceptuando al recién concebido, me esperaba en el restaurante chino, hacia donde me dirigí luciendo mi uniforme completo, con todo y condecoraciones. En cuanto al arreglo de mi cabello, lo llevaba muy corto en la coronilla, y afeitado en la parte posterior y a ambos lados de la cabeza. La gente me miraba como si hubiese sido un fenómeno de circo, o como si hubiera andado desnudo y con el solo adorno de un liguero negro.
Así de ridículos se veían los hombres uniformados en el seno de las comunidades académicas, a pesar de que gran parte de los ingresos de Harvard y del MIT provenían de la investigación y el desarrollo en materia de armamento. Yo habría muerto, si no hubiera sido por el importante regalo que le ofreció a la civilización el Departamento de Química de Harvard, a saber, el napalm o gasolina gelatinosa.
Casi al final de esa humillante caminata, escuché un comentario relacionado con mi persona: "¡Cielos! ¿Se ha organizado acaso una fiesta de disfraces?"
No respondí a tal insulto. No cogí del pescuezo ni reventé los tímpanos de algún estudiante desertor del servicio militar, a fin de que pensara bien las cosas antes de hablar. Seguí mi camino, porque me abrumaban razones mucho más profundas de infelicidad. Mi esposa y mis hijos se habían mudado de Fort Bragg a Baltimore, donde ella iba a estudiar Fisioterapia en la Universidad de Johns Hopkins. Su recién enviudada madre se había ido a vivir con ellos. Margaret y Mildred habían comprado una casa en Baltimore con el dinero que les dejó mi suegro. Era su casa, no la mía. Y no conocía a nadie en Baltimore.
¿Qué diablos se suponía que yo podía hacer en Baltimore? Parecía que me habían matado en Vietnam y que Margaret estaba precisada a iniciar por su cuenta una nueva vida. Además, incluso para mis hijos, yo era un fenómeno de circo. Ellos también me miraban como si no usara otra cosa que un liguero negro.
¿Y se sentirían orgullosos de mí, Margaret y los niños, cuando les contara que no había sido capaz de contestar más que una cuarta parte de las preguntas contenidas en el examen de admisión del posgrado de Física en el MIT?
¡Bienvenido a casa!
Cuando estaba por entrar en el restaurante chino, 2 hermosas muchachas salían de ese lugar. Ellas también mostraron desprecio por mi corte de pelo y mi uniforme. Entonces, les dije: "¿Qué pasa? ¿Nunca antes han visto a un hombre ataviado únicamente con un liguero negro?"
Supongo que la imagen de los ligueros negros rondaba mi cabeza, porque extrañaba mucho a Jack Patton. Yo había sobrevivido a la guerra, pero él no. El regalo que me envió unos cuantos días antes de morir, como ya lo dije, fue una revista pornográfica llamada Liguero Negro.
Así pues, nos hallábamos en aquel restaurante chino, donde ingería mi tercer Rob Roy. Margaret y su madre, quienes actuaban como si yo me encontrara a 2 metros bajo tierra en el Cementerio Nacional de Arlington, habían ordenado todos los platillos. Nadie me preguntó cómo me había ido en el examen. Nadie me preguntó qué se sentía estar en casa al cabo de la guerra.
Parloteaban entre sí sobre todas las visitas turísticas que habían efectuado durante el día. No habían venido a Cambridge para acompañarme y otorgarme apoyo moral. Lo habían hecho con objeto de conocer diversos monumentos históricos, incluyendo el campanario donde Paul Reveré agitó una linterna para avisar que los británicos se aproximaban.
Por cierto, hablando de campanarios, durante esa misma tarde encantadora, fui informado de que mi esposa, la madre de mis hijos, tenía un montón de parientes maternos con murciélagos en el campanario. Ese dato era nuevo para mí y también para Margaret. Sabíamos que Mildred había crecido en Perú, Indiana. Sin embargo, todo lo que nos había contado sobre ese lugar era que Cole Porter también había nacido ahí, y que estaba muy contenta de haberse marchado a otro lado.
En cierta ocasión Mildred nos señaló que su infancia había sido infeliz, pero eso estaba muy lejos de significar que ella, al igual que mi mujer y mis hijos, provenía de una familia de lunáticos.
Sucede que mi suegra se topó con un viajero amigo de su natal Perú, durante el recorrido turístico realizado esa mañana. Ahora, el viejo amigo y su esposa se encontraban en la mesa contigua a la nuestra. Cuando fui a orinar, el viejo amigo se dirigió también a los mingitorios, donde me contó la difícil experiencia vivida por Mildred en la escuela de segunda enseñanza, cuando su madre y su abuela estaban internadas en el Hospital Estatal para Enfermos Mentales de Indianápolis.
—El hermano de su madre, a quien Mildred quería mucho, también se volvió loco cuando ella cursaba el último año de la segunda enseñanza —me narró, mientras sacudía las últimas gotas de la punta de su pito—. Además, el tío prendió fuego a todo el pueblo. En el lugar de ella, yo también me habría largado como un gato escaldado a Wyoming.
Como ya lo mencioné, toda esa historia era nueva para mí.
—Es divertido... —continuó—. En apariencia, la locura se presentaba cuando llegaban a la edad madura.
—Si no me río, es porque hoy me levanté con el pie izquierdo —aclaré.
No acababa de regresar a mi mesa, cuando un hombre joven que pasaba detrás de mí no pudo resistir el impulso de tocar mi erizado pelo. ¡Perdí por completo los estribos! Era delgado, traía el cabello largo y utilizaba un símbolo pacifista alrededor del cuello. Se parecía al cantante Bob Dylan. No supe ni me importó si en realidad era Bob Dylan. Quienquiera que haya sido le di un puñetazo que lo hizo retroceder y chocar contra una mesera que traía una charola muy cargada.
¡La comida china voló por todas partes!
¡Pandemónium!
Salí corriendo. Todos, individuos y objetos, eran enemigos. ¡Había regresado a Vietnam!
Sin embargo, una figura, parecida a la de Cristo, surgió delante de mí. Vestía traje y corbata, llevaba una barba muy larga y sus ojos estaban llenos de amor y piedad. Parecía saber todo sobre mí, y en realidad lo sabía. Era Sam Wakefield, quien había renunciado a su grado de General, se había unido al Movimiento Pacifista y se había convertido en Director del Colegio Tarkington.
Me dijo las mismas palabras que me había expresado mucho tiempo atrás en Cleveland, en la Feria de la Ciencia:
—¿Cuál es la prisa, Hijo?
21
El recordar mi regreso a casa al cabo de la Guerra de Vietnam siempre me trae a la memoria a Bruce Bergeron, uno de mis alumnos en el Tarkington. Ya he mencionado a Bruce. Se unió a Los Casquetes Polares, después de haber obtenido su Grado de Bachiller en Artes y Ciencias. Fue asesinado en Dubuque. Su padre era Presidente de la Federación de Rescate de la Vida Agreste.
Cuando Bruce asistía a mi clase de Apreciación Musical, hice que los estudiantes oyeran la Obertura 1812 de Tchaikovski. Les expliqué que esa composición aludía a un suceso histórico real: la derrota de Napoleón en Rusia. Les pedí que pensaran en algún acontecimiento importante de su vida e imaginaran qué tipo de música lo describiría mejor. Iban a reflexionar al respecto durante una semana, sin contarle a nadie el suceso elegido ni la música seleccionada. Deseaba que sus cerebros cocinaran y cocinaran con música, teniendo bien tapada la olla.
El suceso musicalizado mentalmente por Bruce Bergeron fue aquél en que quedó atrapado dentro de un elevador. Tenía unos 6 años de edad y había ido con su nana haitiana a la venta posnavideña de blancos de la enorme tienda neoyorquina Bloomingdale's. Se suponía que iban a visitar el Museo de Historia Natural, pero la nana, sin el permiso de sus patrones, quería comprar primero ropa de cama, ofrecida a bajos precios, para enviarla a sus parientes de Haití.
El ascensor se quedó atascado justo debajo del piso donde tenía lugar la barata de blancos. Era un elevador automático, carente de operador. Se encontraba atestado. Cuando resultó obvio que el ascensor iba a permanecer en el entrepiso, alguien presionó el botón de alarma, que produjo un sonido metálico apenas perceptible para las personas atrapadas. Según Bruce, ésa fue la primera vez en su vida en que experimentó un problema que los adultos no pudieron solucionar de inmediato.
A través del interfono del elevador se escuchó una voz femenina que pedía a la gente que mantuviera la calma. En particular, Bruce recordaba la recomendación siguiente: "Que nadie intente salir por la puerta de ventilación que se halla en el techo de la cabina. En caso contrario, Bloomingdale's no se hace responsable de lo que pueda sucederle a esa persona."
El tiempo transcurrió. Más tiempo transcurrió. Al pequeño Bruce le parecía que habían estado atrapados durante un siglo. Quizá, sólo llevaban ahí dentro unos 20 minutos.
El pequeño Bruce pensaba que se encontraba en el centro de un evento importante de la historia estadounidense. Imaginaba que no sólo sus padres, sino también el Presidente de Estados Unidos, estaban siendo informados por la TV del magno acontecimiento. Suponía que al ser rescatados, habría bandas de música y multitudes dándoles la bienvenida.
El pequeño Bruce esperaba ser invitado a un banquete y recibir una medalla, por no haberse asustado y por no haber dicho que quería ir al baño.
De repente, el elevador se sacudió y subió unos cuantos centímetros. Se detuvo, volvió a sacudirse y subió un metro. Las puertas se abrieron. Al fondo, se apreciaba el ajetreo relacionado con la barata de blancos. En el primer plano, se hallaban los clientes que simplemente esperaban el arribo del siguiente ascensor, sin tener idea de que ése había estado descompuesto por un buen rato.
Lo único que querían esos clientes era que los recién llegados salieran, para poder entrar ellos.
Ni siquiera los aguardaba un representante de la tienda que les ofreciera una disculpa y se cerciorara de que todos estuviesen bien. Las acciones encaminadas a liberar a los cautivos habían tenido lugar muy lejos, dondequiera que se encontrara la maquinaria, el sonido metálico de la alarma, y la mujer que les había pedido que mantuvieran la calma y no treparan a la puerta de ventilación.
Así fue la cosa.
La nana compró algo de ropa de cama y, después, ella y el pequeño Bruce fueron al Museo de Historia Natural. La nana le hizo prometer que no contaría a sus padres que habían estado en Bloomingdale's, cosa que no hizo.
Aún no les había mencionado el incidente, cuando reveló el secreto en la clase de Apreciación Musical.
—¿Sabes qué acabas de describir con toda precisión? —le pregunté.
—No —respondió.
—Lo que se siente al regresar a casa al cabo de la Guerra de Vietnam —le expliqué.
22
Leí sobre la Segunda Guerra Mundial. Civiles y soldados por igual, e incluso los niños, estaban orgullosos de haber participado en ella. En apariencia, todo mundo sentía que había formado parte de esa guerra. Sí, y las dolencias y la muerte de soldados, marineros e Infantes de Marina fueron sentidas al menos un poco por la población en su conjunto.
Pero la Guerra de Vietnam pertenece exclusivamente a aquellos de nosotros que peleamos en ella. Supuestamente, nadie más tiene nada que ver con ella. Todos los otros son tan puros como la nieve. Sólo nosotros somos estúpidos y sucios, por haber luchado en dicha guerra. Cuando perdimos, lo tuvimos bien merecido por haberla iniciado. La tarde en que enloquecí temporalmente en un restaurante chino de la Plaza Harvard, todo el mundo era exitoso excepto yo.
Antes de que me encolerizara, el viejo amigo de Mildred, oriundo de Perú, Indiana, me habló como si yo hubiese sido un pedicuro o un contratista de láminas metálicas, y no como un individuo que había arriesgado su vida, y sacrificado el sentido común y la decencia en nombre de los demás.
Según decía, él participaba en el juego de la eliminación de los desechos médicos en Indianápolis. Ése es un agradable negocio sobre el cual charlar en un restaurante chino, en donde todo el mundo manipula palillos de los que cuelga vaya a saber qué.
Me contó que sus problemas cotidianos en materia laboral tenían mucho que ver tanto con la estética como con la toxicidad. Tales fueron sus palabras "estética" y "toxicidad".
—A nadie le gustaría encontrar un pie, un dedo o algo por el estilo en el recipiente donde se deposita la basura o en un muladar, a pesar de que dichos trozos de cadáveres no sean más peligrosos para la salud pública que los restos de una costilla asada —explicó.
Me preguntó si había algún platillo en su mesa que yo quisiera probar, puesto que había ordenado demasiado.
—No, gracias, señor —le contesté.
—En realidad, mi propuesta equivale a llevar hierro a Vizcaya —afirmó.
—¿Perdón? —indagué.
Intentaba no escucharle y dirigí la mirada al sitio menos indicado para distraerme, esto es, el rostro de mi suegra. En apariencia, esa lunática potencial no tenía ningún lugar adonde ir y se había convertido en miembro permanente de nuestro hogar. Se trataba de un hecho consumado.
—Bueno, usted ha participado en la guerra —me dijo, utilizando un tono tal que daba a entender que la guerra había sido exclusivamente mía—. Quiero decir que ustedes tuvieron que llevar a cabo cierta cantidad de limpieza a fondo.
Entonces fue cuando el muchacho acarició con palmaditas mis cabellos. Mi cerebro explotó como una cantimplora llena de nitroglicerina.
Mi abogado, mucho más animado por las 2 listas que estoy preparando, y por el hecho de que nunca me he masturbado y de que me gusta el quehacer doméstico, me preguntó ayer por qué nunca utilizo palabrotas. Me encontró lavando las ventanas de esta biblioteca, aunque nadie me había ordenado que lo hiciera.
De manera que le expliqué la idea de mi abuelo materno a ese respecto: que las obscenidades autorizan a la mayoría de los individuos a no escuchar respetuosamente cualquier cosa que se les diga.
Le narré una vieja historia que el Abuelo Wills me había contado y que versa sobre un pueblo donde todos los días se disparaba un cañonazo al mediodía. En cierta ocasión, el artillero se enfermó súbitamente y no pudo accionar el cañón.
En consecuencia, ese mediodía fue silencioso.
Cuando el sol llegó al cenit, todos los moradores del pueblo estaban intrigados. Entonces, se preguntaron entre sí con gran asombro: "¡Santo Cielo! ¿Qué fue eso?"
Mi abogado deseaba saber qué relación había entre esa historia y el hecho de que yo no dijera groserías.
Le contesté que en una era tan malhablada como la presente, la expresión "¡Santo Cielo!" tenía la misma capacidad de estremecer que un cañonazo.
Allí en la Plaza Harvard, cuando transcurría 1975, Sam Wakefield se convirtió de nueva cuenta en el timonel de mi destino. Me pidió que permaneciera en la acera, donde me sentiría a salvo. Temblaba como una hoja. Quería ladrar como un perro.
Entró en el restaurante, calmó a empleados y comensales, y ofreció pagar todos los daños en ese preciso instante. Tenía una esposa muy rica, Andrea, quien se convertiría en Decano de las Mujeres del Tarkington al cabo del suicidio de su marido. Andrea murió 2 años antes que se verificara la fuga de la prisión, motivo por el cual no fue sepultada al lado de muchos otros, junto al establo, a la sombra de la Montaña Mosquete, al ponerse el Sol.
Ella está enterrada junto a su esposo en Bryn Mawr, Pennsylvania. De cualquier forma, el glaciar podría arrastrarlos también hasta Virginia Occidental o hasta Maryland. ¡Bon Voyage!
Andrea Wakefield fue la 2a. persona con la que hablé después de haber sido despedido del Tarkington; Damon Stern fue la 1a. Estoy retomando los sucesos de 1991. Prácticamente todos los demás se encontraban comiendo langosta. Andrea llegó hasta mí después de haberse topado con Stern en otro punto del Paseo Principal.
—Pensé que te hallabas en el Pabellón comiendo langosta —me dijo.
—No tengo hambre —repuse.
—No tolero que tengan que hervirlas vivas. ¿Sabes qué me acaba de contar Damon Stern?
—Estoy seguro de que algo interesante.
—Que durante el reinado de Enrique 8°. de Inglaterra, los falsificadores eran hervidos vivos.
—La farándula. ¿Los hervían vivos en un sitio público?
—No me lo dijo. Y tú, ¿qué estás haciendo aquí?
—Tomando el sol.
Me creyó. Se sentó junto a mí. Ya traía puesta la toga para la procesión académica previa a la graduación. Su birrete la identificaba como una egresada de la Sorbona de París, Francia. Además de sus obligaciones de Decano, relacionadas con la solución de problemas tales como embarazos no deseados, drogadicción, etcétera, daba clases de francés, italiano y pintura al óleo. Provenía de una antigua familia auténticamente distinguida de Filadelfia, que había brindado a la civilización gran número de maestros, abogados, médicos y artistas. En realidad, ella pudo haber sido lo que Jason Wilder y varios Directivos del Tarkington se jactaban de ser: las criaturas más evolucionadas del planeta.
Ella era mucho más inteligente que su esposo.
Siempre quise preguntarle cómo fue que una cuáquera llegó a casarse con un soldado profesional, pero nunca lo hice.
Ahora es demasiado tarde.
A pesar de la edad que tenía en ese entonces, que era alrededor de 60, 10 años mayor que yo, Andrea era la mejor patinadora artística del cuerpo docente. Creo que el patinaje artístico, cuando Andrea Wakefield podía encontrar al compañero adecuado, era puro erotismo para ella. El General Wakefield no sabía ni siquiera patinar. La mejor pareja que ella encontró en la pista de hielo del Tarkington fue, quizá, Bruce Bergeron: el niño que se quedó atrapado en un elevador de Bloomingdale's; el joven que no pudo ingresar a ningún colegio salvo el Tarkington; el egresado que participó en un espectáculo sobre hielo; el hombre que fue asesinado por alguien que parecía odiar a los homosexuales, o que había amado demasiado a uno de ellos.
Andrea y yo nunca fuimos amantes. Estaba muy satisfecha y era demasiado vieja para mí.
—Quiero que sepas que creo que eres un Santo —me dijo Andrea.
—¿Cómo es eso? —le pregunté.
—Eres muy amable con tu esposa y tu suegra.
—Bueno, ser amable con ellas es más sencillo que lo que hice por los Presidentes, Generales y Henry Kissinger.
—Pero esto es voluntario.
—También aquello lo fue. Fui un soldado entusiasta y fervoroso.
—Cuando reflexiono sobre cuántos hombres deshacen hoy día su matrimonio a causa de la más mínima inconveniencia o incomodidad, todo lo que se me ocurre pensar es que tú eres un Santo.
—Ellas no querían venir acá, ¿sabes? Eran muy felices en Baltimore, donde Margaret se hubiera convertido en una fisioterapeuta.
—¿No es este valle lo que las enfermó, verdad? ¿No es este valle el que enfermó a mi marido?
—Es un reloj lo que las enfermó. Y ese reloj las habría alcanzado a ambas, no importa en donde hubieran estado.
—Lo mismo pienso de Sam. No puedo sentirme culpable.
—No deberías.
—Cuando renunció al Ejército y se unió al movimiento pacifista, creí que estaba intentando detener el reloj. No funcionó.
—Lo extraño.
—No dejes que la guerra también te mate a ti.
—No te preocupes.
—¿Aún no has encontrado el dinero? —me preguntó.
Se refería al dinero que Mildred había obtenido por la venta de la casa de Baltimore. Cuando Mildred todavía estaba perfectamente cuerda, lo depositó en la sucursal de Scipio del First National Bank de Rochester. Pero después lo retiró, cuando el banco fue adquirido por el Sultán de Brunei, sin decirnos nada ni a Margaret ni a mí. Escondió los billetes en algún lugar, pero no podía recordar dónde.
—Ya ni siquiera pienso en él —repuse—. Lo más probable es que alguien lo haya encontrado. Pudo haber sido una pandilla de muchachos. Pudo haber sido alguien que trabajaba en la casa. Quienquiera que haya sido, no abrirá la boca.
Hablábamos de más de 45 000 dólares.
—Sé que me debería importar, pero sucede que no me importa en absoluto —comenté.
—La guerra te hizo eso —exclamó.
—¿Quién sabe? —concluí.
Mientras charlábamos bajo los rayos solares, el rugido de una poderosa motocicleta retumbó por todo el valle. Al parecer, el estruendo provenía de la zona donde se localizaba el Café del Gato Negro. Después, se escuchó otro rugido y, luego, otro más.
—¿Los Ángeles del Infierno? —preguntó—. ¿Quieres decir que en realidad va a suceder?
Andrea se refería a una anécdota relacionada con Tex Johnson, el Director del Colegio, quien había visto tantas películas de motocicletas, que había llegado a la conclusión de que el campus podría ser asaltado algún día por los Ángeles del Infierno. Como esa fantasía se volvió tan real para él, compró un rifle israelí de francotirador, equipado con mira telescópica y municiones, en una botica de Portland, Oregón. El y Zuzu habían ido a esa ciudad para visitar a la media hermana de Zuzu. El arma en cuestión fue el objeto que provocó la posterior crucifixión de Tex.
Sin embargo, en ese momento, el temor de Tex no parecía tan cómico. Un coro vigoroso y apocalíptico, integrado por bajos profundos o rugidos de vehículos de 2 ruedas, se hacía cada vez más sonoro y cercano. ¡No había duda de ello! ¡Quienquiera que fuese, su destino no podía ser otro que el Tarkington!
23
No fueron los Ángeles del Infierno.
No fueron individuos pertenecientes a la clase baja.
Se trataba de una caravana de automotores en poder de estadounidenses muy exitosos integrados en su mayoría por motocicletas, aunque también había limosinas. El desfile era encabezado por Arthur Clarke, el multimillonario amante de la diversión. Él mismo montaba una motocicleta, en cuyo sillín trasero viajaba, sujetándose para salvar la vida y con la falda encaramada hasta la entrepierna, Gloria White, ¡la vitalicia estrella del cine de 60 años de edad!
Cerraba la caravana un camión equipado con altoparlantes y un remolque, donde transportaba un globo aerostático desinflado. Cuando el globo fue hinchado con aire caliente en el centro del Patio, ¡resultó que tenía la forma del castillo irlandés poseído por Clarke!
Cof, cof. Silencio. Dos más: cof, cof. Sí, ya estoy bien. Cof. Eso es. De veras, ya estoy bien. Paz.
No se trataba de Arthur C. Clarke, el autor de ciencia ficción que escribió obras relacionadas con el destino de la humanidad en otras partes del Universo. Éste era Arthur K. Clarke, el multimillonario especulador y editor de publicaciones en materia de finanzas.
Cof. Perdón. Un poco de sangre brotó en esta ocasión. Para decirlo con las palabras inmortales del Bardo de Stratford-Upon-Avon:
"¡Lejos de mí esta horrible mancha!... Ya es la una... Las dos... Ya es hora... Qué triste está el infierno... ¡Vergüenza para ti, señor mío!... ¡Guerrero y cobarde!... ¿Y qué importa que se sepa, si nadie puede juzgarnos?... Pero, ¿cómo tenía aquel viejo tanta sangre?"
Amén. Y un agradecimiento especial a Familiar Quotations de Bartlett.
Cuando estuve en el Ejército, leí muchos libros de ciencia ficción, incluyendo El fin de la infancia de Arthur C. Clarke, que considero su obra maestra. Este autor era mejor conocido por la versión cinematográfica de su obra 2001: una odisea del espacio. Por cierto, 2001 es el año en que me encuentro ahora escribiendo y tosiendo.
En Vietnam, tuve en 2 ocasiones la oportunidad de ver 2001. Recuerdo a 2 soldados heridos, sentados en silla de ruedas, en la primera fila del auditorio donde proyectaron ese filme. De hecho, toda la primera fila estaba formada con sillas de ruedas. A los 2 soldados en cuestión les habían destrozado los pies, pero parecían estar bien de las rodillas para arriba y no sentir ningún dolor. Supongo que estaban esperando ser transportados de regreso a Estados Unidos, donde podrían someterlos a alguna prótesis. No creo que ninguno de los 2 fuera mayor de 18 años. Uno era negro y el otro blanco.
Cuando las luces se encendieron, intercambiaron impresiones.
—A ver, explícame: ¿qué fue todo eso? —preguntó el negro.
—No lo sé, no lo sé. Sería feliz con tan sólo poder regresar al Cairo, Illinois —respondió el blanco, pronunciando "queiro" en lugar de "cairo".
Mi suegra acostumbraba decir que había nacido en "Pirú", Indiana, en lugar de "Perú", Indiana.
En cuanto al nombre de otro pueblo de Indiana, Brasil, la vieja Mildred lo pronunciaba así: "bresil".
Arthur K. Clarke se dirigía al Tarkington, con objeto de recibir el título honorario de Gran Contribuyente al Bachillerato de Artes y Ciencias.
Por ley, el colegio no podía conferir ningún tipo de rango académico que se prestara a la interpretación de que el recibidor había trabajado arduamente para obtenerlo. Recuerdo que Paul Slazinger, el ex-Escritor Residente, se oponía a que las verdaderas instituciones de educación superior otorgaran grados honorarios donde se hallara incluido el término "Doctor". Quería que en su lugar se utilizaran las palabras "Funcionario Engreído".
A pesar del matiz planteado por Slazinger, cuando se estaba desarrollando la Guerra de Vietnam, un muchacho pudo evitar el alistamiento matriculándose en el Tarkington. Para la Junta de Reclutamiento, el Tarkington era un verdadero plantel de educación superior, como el mit. Esto muy bien pudo ser resultado de una maniobra política.
Tuvo que haber sido una maniobra política.
Todo el mundo estaba enterado de que Arthur Clarke iba a recibir un certificado carente de valor. Pero solamente Tex Johnson, los policías del campus y el Administrador sabían cuan espectacular sería su llegada al colegio. Se trataba de un operativo militar ordinario. Las motocicletas, alrededor de unas 30, y el globo habían sido apostados, desde el amanecer, en el establecimiento localizado a espaldas del Café del Gato Negro.
Clarke, Gloria White y todos los demás, incluyendo a Henry Kissinger, habían sido trasladados desde el aeropuerto de Rochester hasta ese sitio en limosinas, seguidas por el camión equipado con altoparlantes. Kissinger no conduciría una motocicleta. Ni tampoco lo harían algunos otros, quienes preferían efectuar el recorrido completo a bordo de limosinas.
Al igual que los motociclistas, los pasajeros de las limosinas lucían cascos protectores áureos, decorados con signos de dólares.
Afortunadamente, Tex Johnson sabía que Clarke arribaría en motocicleta; en caso contrario, hubiese sido capaz de dispararle con el rifle israelí que había comprado en Oregón.
La gran llegada de Clarke bien pudo constituir un ensayo general del Día del Juicio Final. Sólo San Juan Evangelista podría haber imaginado un espectáculo tan absolutamente apabullante, compuesto de ruido, humo, oro, leones, águilas, tronos, celebridades, maravillas ascendiendo al cielo, etcétera. Arthur K. Clarke creó un apocalipsis de verdad, echando mano de la tecnología moderna y de toneladas de billetes.
Los motociclistas de los cascos áureos se alinearon formando un cuadrado en el Patio; sus poderosos corceles daban hacia fuera del cuadrado y no se cansaban de rugir.
Los operarios ataviados con monos de trabajo blancos comenzaron a inflar el globo.
El camión equipado con altoparlantes desgarró el aire al reproducir el estruendo de una banda de gaitas.
Arthur Clarke, montando a horcajadas su moto, miraba en mi dirección. Eso se debía a que sus entrañables amigos de la Junta Directiva le saludaban desde el edificio ubicado justo detrás de mí. Me sentía profundamente ultrajado ante la demostración de que muchos billetes podían comprar mucha felicidad.
Me esmeré en bostezar. Le di la espalda a él y a su espectáculo. Me alejé del lugar como si hubiese tenido cosas mucho más interesantes por hacer que mirar boquiabierto a un imbécil.
En consecuencia, no me di cuenta de la rotura del cable del globo ni de que éste, libre como yo, flotaba sobre la prisión ubicada al otro lado del lago.
Todo lo que los prisioneros podían mirar del mundo exterior era el cielo. Algunos de ellos se hallaban en el patio de ejercicios y vieron, por unos instantes, un castillo que se deslizaba en las alturas. ¿Qué diantres podían explicar aquello?
"Hay más cosas en el cielo y en la tierra, Horacio, de las que sueña tu filosofía": Familiar Quotations, de Bartlett.
Ese castillo vacío y carente de amarras, un juguete a merced del viento, se parecía mucho a mí. De hecho, éramos tan parecidos que yo mismo realizaría una visita sorpresiva a la prisión antes de ponerse el Sol.
Si el globo hubiera estado tan cerca como yo del suelo, habría volado de un lugar a otro antes de alcanzar la altura suficiente para que el viento lo condujera a través del lago. Sin embargo, lo que provocó que yo cambiara el curso, no fueron las ráfagas azarosas, sino la posibilidad de toparme con ciertas personas que tenían el poder de hacerme sentir aún más incómodo. En particular, no deseaba encontrarme con Zuzu Johnson, ni con la Artista Residente, Pamela Ford Hall, que estaba a punto de partir.
Empero, siendo como es la vida, me topé desde luego con las 2.
En todo caso, hubiera preferido encontrarme con Zuzu y no con Pamela, porque ésta estaba desmoralizada por completo y aquélla no. Pero, como ya lo dije, me topé con ambas.
No fui yo quien empujó a Pamela al borde del precipicio, sino su exhibición individual en Búfalo, verificada un par de meses atrás. Lo que salió mal en la citada exposición le pareció divertido a todo el mundo salvo a ella, y apareció en los periódicos y en la TV. Durante un par de días, ella constituyó el lado amable de las noticias, un aligeramiento cómico con respecto a los informes que versaban sobre el rápido crecimiento de los glaciares en los polos y la desertificación del área donde alguna vez había estado el bosque tropical de la Amazonia. Y estoy seguro de que había tenido lugar otro derrame de petróleo. Siempre había algún derrame de petróleo.
Si Denver, Santa Fe y El Havre, Francia, aún no habían sido evacuadas debido a la contaminación de sus suministros de agua con desechos atómicos, pronto tendrían que hacerlo.
Lo que sucedió en la exhibición individual de Pamela le dio a muchas personas la oportunidad de burlarse del arte moderno, el cual sólo gustaba, supuestamente, a la gente rica.
Ya mencioné que Pamela trabajaba con poliuretano, un material moldeable y ligero, y que huele a orines cuando está caliente. Sus esculturas eran de formato pequeño: mujeres ataviadas con faldas largas, sentadas y con el tronco encorvado de tal manera que no se les veía la cara. Una caja de zapatos podría haber contenido a 1 de ellas.
Las figuras fueron exhibidas en pedestales, pero cabe destacar que no estaban adheridas a ellos. No se consideró que el viento resultara problemático, puesto que mediaban 3 pares de puertas entre las esculturas y la entrada principal al museo, ubicada frente al Lago Erie.
El museo, el Centro Hanson para las Artes, era completamente nuevo, un regalo ofrecido a la ciudad por una heredera de Rockefeller, quien habitaba en Búfalo y había obtenido gran cantidad de dinero con la venta del Rockefeller Center de Manhattan a los japoneses. Se trataba de una anciana que se desplazaba en silla de ruedas. No había pisado una mina en Vietnam. En mi opinión, la edad avanzada le había inutilizado sus piernas, así como la prolongada espera a que se vendieran las propiedades de Rockefeller, lo cual finalmente le proporcionó un poco de plata para variar.
La prensa se encontraba presente, porque se trataba de la gran inauguración del Centro. La primera exhibición individual de Pamela Ford Hall, denominada "Mujeres Pepenadoras", era un acto secundario, excepto por el hecho de que se había montado en la galería, donde tocaba un cuarteto de cuerdas, y se servían canapés y champaña. Era una reunión de etiqueta.
La donante, la Srita. Hanson, fue la última en llegar. Ella y su silla de ruedas fueron depositadas a la entrada del vestíbulo. En ese momento, los 3 pares de puertas que se interponían entre las mujeres pepenadoras de Pam y el Polo Norte se abrieron de par en par. Todas las mujeres desamparadas se cayeron de su pedestal. Volaron por el piso, y se amontonaron en los frisos, los cuales ocultaban los ardientes tubos de la calefacción.
Las cámaras de TV captaron todo, salvo el olor del poliuretano caliente. ¡Qué alivio contra las preocupaciones mundanas! ¿Quién dice que las noticias siempre son desagradables?
24
Pamela estaba malhumorada cerca del establo. Éste no se hallaba aún bajo la sombra de la Montaña Mosquete: faltaban unas 7 horas para que el Sol se pusiera.
Esto ocurrió varios años antes de la fuga de la prisión, pero ya se habían sepultado 2 cadáveres y una cabeza humana en esa zona. Todo el mundo estaba al tanto del entierro de los 2 cuerpos, que habían sido inhumados con honores y cubiertos con una lápida. En cambio, la cabeza fue descubierta durante las labores llevadas a cabo con retroexcavadora, dirigidas a dar sepultura a los reos muertos como resultado de la huida carcelaria.
¿De quién era esa cabeza?
Los 2 cuerpos inhumados, de los que todo el mundo estaba al corriente, pertenecían al primer profesor de Botánica, Alemán y ejecución de flauta del Tarkington, el maestro cervecero Hermann Shultz, y a su esposa Sophia. Murieron con un día de diferencia, durante la epidemia de difteria verificada en 1893. Se encontraban descansando en tumbas prácticamente nuevas el día en que fui despedido, aunque su entierro había tenido lugar 98 años atrás. Sus restos y la lápida fueron cambiados de lugar, a fin de ganar espacio para la construcción del Pabellón Pahlavi.
El enterrador del pueblo que se encargó de trasladar los cadáveres en 1987, informó que estaban notablemente bien conservados. Me invitó a verlos, pero le respondí que estaba dispuesto a creer en su palabra.
¿Pueden imaginárselo? Después de todos los cadáveres que vi en Vietnam, muchos de los cuales eran obra mía, me aterrorizó la idea de tener que mirar otros 2, faltos de vinculación alguna conmigo. Carezco de una explicación al respecto. Quizá me había convertido de nuevo en un inocente muchachito.
He hojeado la Biblia Atea, las Familiar Quotations de Bartlett, en busca de alguna noción sobre el miedo súbito. Y no encontré algo mejor que el comentario de Lady Macbeth en relación con su pusilánime esposo:
"¡Vergüenza para ti, señor mío!... ¡Guerrero y cobarde!"
A propósito del Ateísmo, recuerdo la ocasión en que Jack Patton y yo escuchamos un sermón en Vietnam, pronunciado por el Capellán de más alto rango en el Ejército. Se trataba de un General.
El sermón se fundamentó en lo que él afirmaba que era un hecho bien conocido: la inexistencia de Ateos en las trincheras.
Más tarde, le pregunté a Jack su opinión sobre el sermón en cuestión.
—Es un Capellán que nunca ha visitado el frente —me respondió.
El enterrador, quien fuera sepultado en una zanja cercana al establo, era Norman Updike, un descendiente de los primeros colonos holandeses establecidos en el valle. En 1987, me contó con singular alegría que, en general, la gente está equivocada en materia de la rapidez con que las cosas se descomponen, convirtiéndose en tierra fértil, abono, polvo o lo que sea. Sostuvo que los científicos han descubierto carne y vegetales bien conservados en las partes más profundas de los muladares de las ciudades, a pesar de haber sido desechados muchos años atrás. Al igual que Hermann y Sophia Shultz, esas obras de la Naturaleza, supuestamente biodegradables, no se habían descompuesto por acción de la humedad, que constituye el caldo de cultivo ideal de gusanos, hongos y bacterias.
—Aun sin utilizar las modernas técnicas de embalsamamiento, el proceso consistente en que "polvo eres y en polvo te convertirás" implica mucho más tiempo de lo que las personas se imaginan —explicó.
—Me has animado —repuse.
No vi que Pamela Ford Hall se hallaba cerca del establo, sino después de que ya era muy tarde para cambiar de dirección. Mi decisión de no toparme con ella ni con Zuzu fue contrariada por la aparición de un padre de familia, quien había huido del estruendo de las gaitas. Este señor me dijo que me veía muy deprimido.
Aún no le contaba a nadie que había sido despedido y, desde luego, no deseaba compartir la noticia con un extraño. De modo que le argumenté que no podía sentirme feliz, debido a los mantos de hielo, la desertificación, la crisis económica, los disturbios raciales, etcétera.
Me dijo que me alegrara, que 1 000 000 000 de chinos estaban a punto de deshacerse del yugo comunista y que, cuando lo lograran, todos desearían adquirir automóviles, neumáticos, gasolina y cosas por el estilo.
Le señalé que casi todas las industrias estadunidenses relacionadas con los coches habían sido compradas o quebradas por los japoneses.
—¿Y qué le impide hacer lo que yo he hecho? —preguntó—. Vivimos en un país libre.
Afirmó que su cartera estaba llena de acciones de empresas japonesas.
¿Puede imaginar lo que 1 000 000 000 de automovilistas chinos se harían entre sí, y lo que quedaría de la atmósfera?
Estaba tan interesado en alejarme de este típico estúpido de la Clase Gobernante que no vi a Pamela sino cuando ya había llegado justo a su lado. Estaba sentada en el suelo bebiendo licor de zarzamora, con la espalda apoyada en la lápida de los Shultz. Miraba en dirección a la Montaña Mosquete. Tenía un grave problema de alcoholismo. No me culpo por ello. El peor problema en la vida de un alcohólico es el alcohol.
El epitafio me quedaba enfrente.
La epidemia de difteria que mató a tantos habitantes de este valle tuvo lugar cuando casi todos los estudiantes del Tarkington estaban de vacaciones.
Desde luego, los estudiantes tuvieron muy buena suerte. Si hubieran asistido a clases durante la epidemia, muchos de ellos habrían sido enterrados junto con los Shultz, primero en el sitio donde ahora se levanta el Pabellón y, luego, a la sombra de la Montaña Mosquete, al ponerse el Sol.
Dos años más tarde, el alumbrado tuvo otra vez muy buena suerte. Gozaba de un breve receso intersemestral, cuando los criminales empedernidos asaltaron este insignificante pueblecito campirano.
Milagros.
Busqué información sobre los Librepensadores. Pertenecían a una secta efímera, compuesta en su mayoría por descendientes de alemanes que creían, al igual que el Abuelo Wills, que ninguna otra cosa, excepto el sueño, les espera tanto a los individuos buenos como a los malos en el Más Allá; que la ciencia había probado que todas las religiones organizadas son puro cuento; que Dios es incognoscible, y que la mayor aportación del ser humano consiste en mejorar la calidad de vida de todos los miembros de su comunidad.
Hermann y Sophia Shultz no fueron las únicas víctimas de la epidemia de difteria. ¡Ni mucho menos! Pero fueron los únicos que pidieron ser enterrados en el campus, que constituía para ellos, según dijeron en su lecho de muerte, tierra sagrada.
Pamela no se sorprendió de verme. El alcohol la prevenía contra cualquier sorpresa. La primera cosa que me dijo fue: "No." Yo todavía no le había hablado. Pensó que había ido a hacer el amor con ella. Pude entender por qué discurrió eso.
Yo mismo había empezado a considerar semejante opción.
—-Sin duda, éste ha sido el mejor año de mi vida, y quiero agradecerte el hecho de que hayas formado parte de él —me dijo irónicamente. Estaba actuando con gran hipocresía.
—¿Cuándo te vas? —le pregunté.
—Nunca —contestó—. Mi caja de velocidades está descompuesta.
Se refería a su Buick de 4 puertas y 12 años de antigüedad, que había obtenido de acuerdo con el convenio de divorcio. Su exmarido acostumbraba burlarse de sus esfuerzos dirigidos a convertirse en una artista seria, incluso la había abofeteado y pateado en ciertas ocasiones. Así que seguramente él fue quien más se rió del resultado de su exhibición individual en Búfalo.
Me contó que una caja nueva de cambios le iba a costar 850 dólares en el pueblo; que el mecánico quería que le pagara en yenes, y que ese sujeto le había insinuado que la reparación le costaría mucho menos si accedía a ir a la cama con él.
—Supongo que nunca hallaste el sitio donde tu suegra escondió el dinero —aseveró.
—No —repuse.
—Tal vez debería ir a buscarlo.
—Estoy seguro de que alguien lo encontró y que nunca revelará el hallazgo.
—Jamás te pedí que me compraras nada. Pero, ahora, ¿qué tal si me regalas una caja de velocidades? Así, cuando alguien me pregunte: "¿Dónde conseguiste esa maravillosa caja de cambios?", yo le podré contestar: "Un antiguo amante me la obsequió. Es un héroe de guerra muy famoso, pero me es imposible dar a conocer su nombre."
—¿Quién es el mecánico?
—El Príncipe de Gales. Si voy a la cama con él, no sólo arreglará mi caja de velocidades, sino que también me convertirá en la Reina de Inglaterra. Tú nunca me hiciste Reina de Inglaterra.
—¿No es Whitey VanArsdale?
Se trataba de un mecánico del pueblo que solía decir a todos los clientes que se había averiado la caja de cambios. Me lo hizo con el coche que tuve antes del Mercedes, a saber, una camioneta Chevy 1979. Busqué una segunda opinión, que me fue brindada por un estudiante. La caja de velocidades estaba bien. Todo lo que necesitaba era un trabajo de engrasado. En la actualidad, Whitey VanArsdale se halla sepultado, también, junto al establo. Tendió una emboscada a algunos prófugos, pero fue él quien terminó emboscado. En todo caso, su victoria duró 10 minutos. Se escuchó un "pum" y luego, unos cuantos minutos más tarde, un "pum" "pum" a modo de respuesta.
Pamela, sentada en el suelo con la espalda apoyada en la lápida no me hizo lo que Zuzu Johnson me haría poco tiempo después, a saber, identificarme como la causa principal de su desgracia. Lo más que se aproximó Pamela en esa dirección fue cuando me acusó de que yo nunca la había convertido en Reina de Inglaterra. La queja de Zuzu consistía en que yo jamás intenté seriamente casarme con ella, a pesar de todo lo que habíamos platicado en la cama acerca de escaparnos a Venecia, donde ninguno de los 2 habíamos estado. Le había prometido que ahí abriría una florería, puesto que ella estaba muy bien dotada para la jardinería. Le había dicho que yo enseñaría inglés, como segunda lengua, que ayudaría a los sopladores de vidrio locales a colocar sus mercancías en tiendas estadunidenses, etcétera.
Como Zuzu era también una excelente fotógrafa, le había asegurado que pronto rondaría por los embarcaderos de las góndolas, donde podría retratar a los turistas a bordo de tales barcos chatos y venderles las fotografías.
En esas ocasiones en que soñábamos e inventábamos un futuro para ambos, sepultábamos a GRIOTMR.
Consideraba aquellos sueños venecianos como parte del acto amoroso, mi réplica erótica al perfume de Zuzu. Pero ella los tomó muy en serio. Estaba lista para partir. Yo no podía convertirlos en realidad, debido a mis responsabilidades familiares.
Pamela estaba al corriente de mi relación con Zuzu, así como de todas las palabras mágicas u hocus pocus sobre Venecia. Zuzu le había contado.
—¿Sabes qué deberías decirle a cualquier mujer lo suficientemente tonta para enamorarse de ti? —me preguntó Pamela, mirando en dirección a la Montaña Mosquete y no a mí.
—No —contesté.
—¡Bienvenida a Vietnam! —enfatizó.
Ella estaba sentada sobre los ataúdes de los Shultz. Yo me hallaba de pie sobre una cabeza cercenada que sería desenterrada por una retroexcavadora 8 años más tarde. La cabeza había permanecido sepultada tanto tiempo que sólo quedaba de ella el cráneo.
Un especialista en Medicina Forense de la Policía del Estado se encontraba en el lugar de los hechos, cuando el cráneo apareció en la pala mecánica de la excavadora. El sujeto examinó el objeto desenterrado y nos dio su opinión. No creía que hubiese pertenecido a un indio, que fue lo primero que a mí se me ocurrió. Dijo que había pertenecido a una mujer blanca, de unos 20 años de edad. Como no había sido golpeada ni le habían disparado en la cabeza, tenía que ver el resto del esqueleto, a fin de plantear una hipótesis sobre la causa del deceso.
Sin embargo, la retroexcavadora nunca desenterró otro hueso.
Desde luego, la decapitación en sí misma pudo haber bastado.
No obstante, el especialista mostró poco interés al respecto. Llegó a la conclusión, con base en el estudio de la pátina del cráneo, que su dueña había muerto mucho antes de que nosotros naciéramos. Su labor consistía en examinar los cuerpos de las personas que habían sido asesinadas después de la fuga de la prisión, y en formular teorías sobre el modo en que habían sido aniquiladas, por la acción de armas de fuego o lo que haya sido.
En especial, centró su atención en el cadáver de Tex Johnson. Me contó que había visto de todo en su ocupación, pero nunca un hombre que hubiera sido crucificado, con clavos atravesados en manos y pies, y todo lo demás.
Yo deseaba que hablara más del cráneo, pero sólo charló sobre el tema de la crucifixión. Sin duda, tenía muchos conocimientos en la materia.
Me narró un episodio que jamás había considerado: que los judíos, y no exclusivamente los romanos, también crucificaban de vez en cuando a los que encajaban en su idea de criminales. ¡Vivir para ver!
¿Cómo es que nunca antes había escuchado nada al respecto?
Me contó que Darío, Rey de Persia, crucificó a 3 000 individuos considerados enemigos de Babilonia. Asimismo, me refirió que, cuando los romanos sofocaron la revuelta de los esclavos encabezada por Espartaco, ¡crucificaron a 6 000 rebeldes a ambos lados de la Vía Apia!
Afirmó que la crucifixión de Tex Johnson no había sido convencional por varias razones, además del hecho de que el sujeto en cuestión ya estaba muerto o agonizante cuando lo clavaron en las vigas dentro del establo. No lo azotaron. No le proporcionaron una cruz, con objeto de que la cargara hasta el lugar de su ejecución. No colocaron un letrero que indicara cuál había sido su crimen. Y no fijaron en el madero vertical un clavo cuya cabeza escoriara la entrepierna y el trasero del crucificado, cuando éste hubiese intentado moverse en búsqueda de una posición más cómoda.
Tal como lo mencioné al principio del libro, si yo hubiera sido un soldado profesional en épocas remotas, habría crucificado sin ningún problema a mucha gente, siempre que se me hubiese ordenado hacerlo.
O bien, les habría ordenado a mis subordinados que lo hicieran, y les habría explicado cómo hacerlo, en el caso de que hubiera sido un oficial de alto rango.
Les habría enseñado a los reclutas que no hubiesen sabido nada en materia de crucifixiones y que nunca hubieran presenciado alguna, un nuevo término del vocabulario de la ciencia militar de aquel tiempo. He aquí el vocablo: crurifragium. Yo lo aprendí del Médico Forense, y lo encontré tan interesante que corrí por papel y lápiz para anotarlo.
Es una voz latina que alude al acto de "romper las piernas del crucificado con una barra de hierro, a fin de abreviar su sufrimiento". Empero, ese gesto piadoso no convertía a la crucifixión en un club campestre.
¿Qué clase de animal habría sido capaz de ejecutar algo semejante? Mi antiguo yo, creo.
El ahora difunto profesor y monociclista Damon Stern me preguntó, en cierta ocasión, si yo consideraba viable el establecimiento de un mercado donde se comerciara con figuras de Cristo montado en monociclo, en lugar de clavado en la cruz. Se trataba de una broma. No pretendía que le contestara y no le respondí. Algún otro tema de conversación surgió en ese momento.
Pero, en la actualidad, le aclararía, si no lo hubieran asesinado porque intentó salvar a los caballos, que el mensaje más importante implícito en un crucifijo, al menos en mi opinión, consiste en la abominable crueldad con que pueden actuar los seres humanos supuestamente sensatos cuando se hallan bajo las órdenes de una autoridad superior.
Ahora, escuchen esto: cuando me encontraba hojeando ociosamente algunos diarios locales conservados en esta biblioteca, creo que descubrí a quién perteneció el cráneo que, según el especialista, correspondía a una mujer joven de raza caucásica. Quise salir corriendo al patio de la prisión, antiguamente el Patio del colegio, a gritar: ¡Eureka! ¡Eureka!
Mi hipótesis es que ese cráneo perteneció a Letitia Smiley, una estudiante que cursaba el último año de estudios en el Tarkington, supuestamente hermosa y disléxica, que desapareció del campus en 1922, después de haber ganado la tradicional Carrera de Mujeres Descalzas, cuyo recorrido era el siguiente: del campanario a la Casa del Director y de vuelta al punto de partida. Como premio, Letitia Smiley fue coronada Reina de las Lilas. Una vez coronada, se deshizo en lágrimas por razones que nadie pudo entender. Desde luego, algo le inquietaba. Supe por uno de los periódicos de la época, que la gente estaba de acuerdo en que el llanto de Letitia Smiley no era de felicidad.
Una de las sospechas existentes, aunque nadie autorizó su publicación, era que la Srita. Smiley estaba embarazada, como resultado de su relación con algún miembro del estudiantado o con alguno del cuerpo docente. Ahora le hago al detective, disponiendo tan sólo de un cráneo y algunos diarios amarillentos. Pero, al menos, he encontrado lo que la policía fue incapaz de descubrir en ese entonces: lo que pudo constituir una prueba convincente, en manos de un forense experto en cráneos, de que Letitia Smiley ya no se hallaba en el mundo de los vivos. La mañana posterior al día en que fue coronada Reina de las Lilas, apareció en su cama un muñeco hecho con toallas de baño enrolladas y cuya cabeza era un balón de fútbol. Se lo había regalado un admirador del Union College, sito en Schenectady. El muñeco tenía pintada la leyenda siguiente: "Union 31-Hobart 3." Aparte de eso, sólo una espesa capa de humo.
Un dentista no habría sido útil en la identificación del cráneo, ya que quienquiera que haya sido su dueño nunca tuvo sino una simple cavidad para ser llenada. Quienquiera que haya sido disponía de una dentadura perfecta. ¿Quién podría decirnos en la actualidad, en el año 2001, si Letitia Smiley, que ahora tendría 100 años, contaba con una dentadura perfecta?
Ésa era la manera con base en la cual se identificaban muchos de los cadáveres más mutilados en Vietnam, a saber, por su dentadura imperfecta.
No existe una ley de prescripción en relación con el homicidio, el crimen más terrible de todos, según dicen. ¿Pero qué edad tendría ahora su asesino? Si fue quien sospecho, habría cumplido 135 años. Me parece que no fue nadie más que Kensington Barber, el Administrador del Colegio Tarkington en esa época. Este sujeto pasó sus últimos días en el Hospital Estatal para Enfermos Mentales de Batavia. Estoy seguro de que fue él, habiendo estado autorizado para verificar las camas en los dormitorios de hombres y mujeres, quien confeccionó el muñeco cuya cabeza era un balón de fútbol.
Creo que Letitia Smiley ya había fallecido para entonces.
Y consta en los registros públicos que fue el Administrador quien encontró el muñeco.
El médico forense de la Policía Estatal mencionó que era extraño que no se hubiesen hallado cabellos unidos al cráneo. Opinaba que se había arrancado o hervido el cuero cabelludo antes del entierro, para dificultar la identificación de los restos. ¿Y qué descubrí? Que Letitia fue famosa en su corta vida por su larga cabellera dorada. La descripción periodística de la carrera en que participó y ganó alude repetidamente a su pelo rubio.
Sí, y el mismo artículo noticioso nos presenta a Kensington Barber como la única fuente de la afirmación siguiente: que Letitia estaba profundamente angustiada por su romance tormentoso con un hombre de Scipio mucho mayor que ella. El Administrador habría deseado que él o alguien de Scipio supiera el nombre del sujeto, a fin de que la policía lo interrogara.
En otra nota, Barber le dijo al reportero que había planeado llevar a su familia a Europa ese verano, pero que permanecería en Scipio con objeto de hacer todo lo posible por clarificar el misterio en que se había convertido Letitia Smiley. ¡Cuánta aplicación al deber!
Envió a su esposa y a sus 2 hijos a Europa. Como el campus se encontraba casi desierto durante el verano, salvo por la presencia del personal de mantenimiento, que por cierto trabajaba bajo sus órdenes, pudo haberse asegurado fácilmente su aislamiento mandando a los empleados a laborar en otra parte del campus mientras él enterraba pequeñas porciones de Letitia, utilizando quizá un azadón.
Asimismo, debo preguntarme, a la luz de mis propias experiencias en materia de relaciones públicas hocus pocus y de la historia reciente de mi Gobierno, si había en 1922 mucha gente que pudiera atar cabos tan fácilmente como yo lo acabo de hacer. Si se considera cuál había llegado a ser el principal negocio de Scipio, el colegio, se puede concluir que hubo un encubrimiento masivo.
Kensington Barber sufrió un ataque nervioso al final del verano y fue enviado, como ya dije, a Batavia. El Director del Tarkington en ese entonces, Herbert VanArsdale, quien no tenía ninguna relación con Whitey VanArsdale, el mecánico deshonesto, atribuyó el colapso mental del Administrador al agotamiento resultante de sus incansables esfuerzos dirigidos a resolver el misterio de la desaparición de la Reina de las Lilas de rubios cabellos.
25
Mi abogado sólo encontró un aspecto realmente interesante en mi teoría sobre la Reina de las Lilas, a saber, los amplios listones púrpuras para sujetar el cabello utilizados por las muchachas que participaban cada año en la carrera, incluyendo aquélla celebrada antes de la fuga carcelaria. Los reos prófugos descubrieron carretes y carretes de ese listón en un armario de la oficina de la Decano de las Mujeres. Alton Darwin ordenó a sus hombres que se anudaran un trozo de listón alrededor del brazo. El listón se convirtió en una especie de uniforme, en un medio para diferenciar a los amigos de los enemigos. Por supuesto, el color de la piel ya constituía, por sí solo, un buen distintivo.
La importancia de los listones púrpuras, según mi abogado, reside en que yo nunca me puse 1. Esto contribuye a probar que yo siempre fui neutral.
Los condenados no fabricaron una nueva bandera. Ondearon aquélla de las Barras y las Estrellas desde lo alto del campanario. Alton Darwin no dijo que hubiesen estado en contra de Estados Unidos, sino: "Nosotros somos Estados Unidos."
Así que me despedí de Pamela Ford Hall la tarde en que me echaron del Tarkington. Nunca más la volví a ver. Supongo que el único favor verdadero que le hice fue decirle que buscara una segunda opinión, antes de admitir que Whitey VanArsdale le vendiera una caja nueva de velocidades. Según supe, pidió esa segunda opinión y resultó que su antigua caja de cambios estaba en perfecto estado.
La caja de velocidades y el resto del coche la transportaron hasta Key West, donde el ex Escritor Residente Paul Slazinger se había establecido, gozando de bienestar con base en la Beca para Genios que le había otorgado la Fundación McArthur. Nunca me di cuenta de que él y ella habían congeniado durante su estancia en el Tarkington, pero supongo que lo hicieron. Desde luego, ella nunca me habló del asunto. En todo caso, cuando trabajaba en Athena, me enteré de su boda inminente, planeada desde su permanencia en Scipio.
No obstante, resultaba evidente que iban a fracasar. Me imagino a Pamela bebiendo e insistiendo en seguir la carrera artística, aunque no fuera talentosa. Eso debió asustar al viejo novelista.
Claro que Slazinger tampoco constituía ningún galardón.
Después de la fuga penitenciaria, le conté a GRIOTMR todo lo que sabía sobre Pamela y le pedí que adivinara qué sería de ella al cabo de su ruptura con Paul Slazinger. GRIOTMR diagnosticó su fallecimiento por cirrosis hepática. Reintroduje en la máquina la misma información y, esta segunda ocasión, GRIOTMR predijo que se moriría de frío en un portal de Chicago.
Los pronósticos no eran buenos.
Después de dejar a Pamela, cuyo problema básico no era yo sino el alcohol, comencé a escalar la Montaña Mosquete, intentando reflexionar un poco bajo el depósito de agua. Pero me topé con Zuzu Johnson, quien caminaba cuesta abajo. Me dijo que había permanecido durante varias horas en ese lugar, tratando de construir sueños que sustituyeran a aquéllos relacionados con nuestra huida a Venecia.
Sostuvo que tal vez se iría sola a Venecia, donde tomaría fotos de los turistas que suben y bajan de las góndolas.
El pronóstico para ella era mucho mejor que el de Pamela, por lo menos a corto plazo. Ella no era una adicta y no estaba completamente sola en el mundo, aunque todo lo que tuviera se redujera a Tex. Además, no había hecho el ridículo ante los telespectadores de todo el país.
Por otra parte, Zuzu podía ver la parte humorística de las cosas. Recuerdo que me dijo que la no realización del sueño veneciano la había convertido en un cadáver viviente, pero que una zombie era la compañera ideal del Director de un Colegio.
Continuó expresándose de esa forma durante un rato y, sin llorar, se alejó con gran rapidez. Lo último que me dijo fue que no me culpaba.
—Asumo toda la responsabilidad de haberme enamorado de semejante idiota —afirmó con vehemencia.
¡Harto legítimo!
Cambié de opinión: no trepé a la cima de la Montaña Mosquete. En su lugar, fui a casa, pues consideré que sería más sabio reflexionar en la cochera, donde era improbable que otras balas perdidas de mi pasado me interrumpieran. Cuando llegué, encontré a un empleado del Servicio Unido de Paquetería (SUP), quien tocaba a la puerta. No lo conocía. Era nuevo en el pueblo porque, en caso contrario, no habría preguntado el motivo por el cual estaban cerradas las persianas. Cualquiera que hubiese permanecido en Scipio durante cierto tiempo sabía la causa de que las persianas estuvieran siempre cerradas:
Ahí adentro habitaban personas dementes.
Le expliqué que había un enfermo en casa y le pregunté qué quería.
Me respondió que traía una enorme caja para mí, proveniente de Saint Louis. Missouri.
Le comenté que no conocía a nadie en Saint Louis, Missouri y que no esperaba recibir ninguna caja proveniente de ningún sitio. Pero, me mostró que yo era el destinatario del paquete, de modo que repuse: "Está bien, vamos a ver su contenido." Resultó ser el pequeño baúl que se hallaba al pie de mi cama en Vietnam, el cual abandoné cuando el excremento llegó al aire acondicionado, esto es, cuando me ordenaron que me hiciera cargo de la evacuación desde la azotea de la embajada.
Su arribo no constituyó del todo una sorpresa. Varios meses antes, había sido informado de que el baúl se encontraba en un inmenso depósito del Ejército, situado en las afueras de Saint Louis, donde estaban almacenados los objetos personales de los soldados que nadie había reclamado, se trataba de pertenencias abandonadas en los campos de batalla o en otros lugares. Algún idiota debió colocar mi baúl en 1 de los últimos aviones estadunidenses que salieron de Vietnam, privando así al enemigo de mi rasuradora, mi cepillo de dientes, mis calcetines, mi ropa interior, y del último regalo de cumpleaños que me obsequió Jack Patton, a saber, un ejemplar de la revista Liguero Negro. Exactamente 14 años más tarde, el Ejército me notificó que tenía en su poder el baúl y me preguntó si quería recuperarlo. Contesté que sí. Y tuvieron que transcurrir otros 2 años para que, de repente, lo depositaran frente a mi puerta. Algunos glaciares se mueven más aprisa.
Le pedí al empleado del SUP que me ayudara a arrastrarlo hasta la cochera. No era muy pesado. Sólo voluminoso.
El Mercedes estaba estacionado enfrente. Aún no me había dado cuenta de que los muchachos del pueblo lo habían vuelto a descorchar. Los 4 neumáticos no tenían aire.
Cof. Cof.
El empleado del SUP era en realidad muy joven. Se veía tan niño y era tan novato en su trabajo, que me preguntó qué había dentro del baúl.
—Si la Guerra de Vietnam aún se estuviera escenificando, podrías ser tú su contenido —dije, dando a entender que quizá él habría regresado a casa dentro de un ataúd.
—No comprendo —señaló.
—¡Olvídalo! —repuse. Rompí el cerrojo con un martillo. Levanté la tapa de lo que de hecho era una especie de ataúd para mí, pues contenía los restos del soldado que alguna vez fui. Encima de todo, con la portada hacia arriba, se hallaba aquel ejemplar de Liguero Negro.
—¡Cáspita! —exclamó el muchacho. La mujer de la portada lo había asombrado. Parecía un Astronauta que realizaba su primer viaje al espacio.
—¿Has considerado alguna vez convertirte en soldado? —le pregunté—. Creo que serías bueno.
Nunca lo volví a ver. Quizá lo despidieron poco tiempo después y se marchó a buscar trabajo a otra parte. Sin duda, no iba a durar mucho como empleado del SUP, si persistía en la actitud de merodear, como un niño en la víspera de Navidad, hasta conocer el contenido de los distintos paquetes que entregaba.
Permanecí en la cochera. No quería entrar en la casa. Tampoco quería volver a salir. En consecuencia, me senté en el baúl y leí "Los Protocolos de los Sabios de Tralfamadore", artículo incluido en la revista Liguero Negro. Versaba sobre cierto tipo de rayos inteligentes de energía, ubicados a una distancia de billones de años luz. Estos seres buscaban formas de vida mortales y autorreproducibles, para poder expandirlas en el Universo. De modo que varios de ellos, los Sabios del título, se reunieron o cruzaron cerca de un planeta llamado Tralfamadore. El autor nunca menciona por qué los Sabios consideraban que la propagación de la vida es una buena idea. No lo culpo, pues es difícil encontrar un argumento sólido que apoye dicho planteamiento. En mi opinión, querer que cada planeta habitable esté habitado es como querer que todo el mundo tenga pie de atleta.
Los Sabios llegaron a la conclusión de que la única opción práctica de que una forma de vida pudiera viajar grandes distancias a través del espacio, residía en la transportación de plantas y animales extremadamente pequeños y durables, a bordo de los meteoritos que rebotaban en los planetas.
Sin embargo, aún no había evolucionado ningún germen lo suficientemente resistente para sobrevivir a un viaje semejante. La vida era demasiado fácil para los gérmenes. No eran sino un puñado de bollos rellenos de crema. Cualquier criatura por ellos infectada, en términos químicos, se volvía tan desafiante como un caldo de pollo.
Cuando se verificó la reunión, ya había seres humanos en la Tierra, pero éstos no constituían sino un fango caliente donde nadaban los gérmenes. Ahora bien, los hombres tenían cerebros muy grandes y algunos de ellos sabían hablar. ¡Incluso, unos cuantos leían y escribían! Por tal motivo, los Sabios centraron su atención en ellos y se preguntaron si los cerebros de los humanos no podrían inventar pruebas de supervivencia verdaderamente horribles para los gérmenes.
Vieron en nosotros el potencial para convertirnos en químicos perversos a escala cósmica. Y no los desilusionamos.
¡Qué historia!
De acuerdo con el cuento, la leyenda de Adán y Eva apenas estaba siendo redactada. Una mujer llevaba a cabo la labor de escritura. Antes, esas encantadoras palabras insinceras habían pasado de generación a generación en forma oral.
Los Sabios permitieron que transcribiera la mayor parte del mito de la creación justo de la manera en que ella lo había escuchado, del modo en que todo el mundo lo narraba. Al aproximarse al final del texto, se apoderaron del cerebro de la mujer y le ordenaron que incluyera algo que nunca había formado parte del mito.
Supuestamente, se trataba del discurso que Dios había pronunciado ante Adán y Eva. A continuación, cito el discurso en cuestión, destacando que la vida se convirtió después en un infierno para los microorganismos: "Llenad la Tierra y sojuzgadla, y señoread en los peces del mar, en las aves de los cielos, y en todas las bestias que se mueven sobre la Tierra."
Cof.
26
Así que los habitantes de la Tierra creyeron que tenían instrucciones directas del Creador del Universo. Aunque se pusieron a trabajar para satisfacer a los Sabios, lo hicieron tan lentamente que éstos introdujeron en la cabeza de los terrícolas la idea de que los humanos constituían la forma de vida que supuestamente debía expandirse por el Universo. Desde luego, éste era un planteamiento absurdo. Dicho sea con los propios términos empleados por el autor anónimo: "¿Cómo podría toda esa carne, dependiente de tanta comida, agua y oxígeno, y con evacuaciones de vientre tan abundantes, sobrevivir a un viaje a través del vacío ilimitado del espacio exterior? Era un milagro que esos gigantes voraces y pesados pudieran desplazarse a la tienda más cercana para comprar un paquete de 6 cervezas."
Por cierto, los Sabios habían desistido de influir en los humanoides de Tralfamadore, quienes habitaban justo debajo del punto donde aquéllos celebraban su reunión. Los tralfamadorianos estaban siempre de buen humor y se reconocían a sí mismos como unos zoquetes, por no decir unos zoquetes lunáticos. Eran inmunes a los kilovoltios de orgullo con que los Ancianos les habían rellenado la cabeza. Se rieron cuando apareció inesperadamente en su mente la idea de que ellos eran la gloria del Universo y que se suponía que estaban destinados a colonizar otros planetas con su incomparable magnificencia. Sabían con exactitud cuan torpes y tontos eran, a pesar de que podían hablar y de que, incluso, algunos de ellos sabían leer y escribir un poco de matemáticas. Un autor elaboró una serie de sátiras para desternillarse de risa sobre la llegada de los tralfamadorianos a otros planetas con la intención de diseminar las luces.
En cambio, como los habitantes de la Tierra carecían del sentido del humor, les pareció que esa idea era bastante aceptable.
Los Sabios juzgaron que los seres humanos creerían cualquier cosa sobre sí mismos, sin importar cuan absurda resultara, siempre y cuando fuese halagadora. Para asegurarse de ello, llevaron a cabo un experimento. Introdujeron en la cabeza de los terrícolas la noción de que el Universo entero había sido creado por un enorme ser masculino muy parecido a ellos. Se hallaba sentado en un trono espléndido y rodeado por muchos otros tronos menos elegantes. Cuando el humano moría, ocupaba para siempre uno de tales tronos, porque era un pariente muy cercano del Creador.
¡Y los terrícolas se tragaron ese cuento!
Otra característica de los humanos que agradaba a los Sabios era que temían y odiaban a los demás terrícolas que no tuvieran exactamente la misma apariencia o el mismo modo de hablar. Habían convertido la vida en un infierno no sólo para el prójimo, sino también para aquellos que consideraban "animales inferiores". En realidad, clasificaban a los extranjeros como animales inferiores. Por consiguiente, todo lo que los Sabios tenían que hacer para asegurarse de que los gérmenes pasaran un mal rato, era enseñarnos cómo fabricar armas más efectivas mediante el estudio de la Física y la Química. Los Sabios no perdieron el tiempo para consagrarse a dicha labor de enseñanza.
Provocaron que una manzana cayera sobre la cabeza de Isaac Newton.
Hicieron que el joven James Watt aguzara los oídos cuando silbaba la tetera de su madre.
Los Sabios nos hicieron pensar que el Creador entronizado odiaba a los extranjeros tanto como nosotros, y que le haríamos un gran favor si intentábamos exterminarlos por todos los medios posibles.
Ese ensayo se llevó a la práctica a gran escala aquí en la Tierra.
En consecuencia, no transcurrió mucho tiempo para que elaboráramos los venenos más mortíferos del Universo, y emponzoñáramos el aire, el agua y la tierra. En palabras del autor, cuyo nombre hubiese querido conocer: "Los gérmenes murieron por billones o no fueron capaces de reproducirse porque ya no pudieron seguir satisfaciendo las expectativas."
No obstante, algunos sobrevivieron e incluso florecieron, a pesar de que casi todas las demás formas de vida sobre la Tierra perecieron. Y cuando todas las demás formas de vida desaparecieron y este planeta se volvió tan estéril como la Luna, invernaron como esporas prácticamente indestructibles, capaces de esperar de modo indefinido la siguiente colisión afortunada de un meteorito. Así, por fin, los viajes espaciales se hicieron en verdad factibles.
Si nos detenemos a reflexionar al respecto, descubriremos que los Sabios echaron mano de una especie de teoría del escurrimiento. En general, la teoría del escurrimiento se relaciona con la economía. Supuestamente, cuanto más acaudalados sean los individuos que se hallan en la cima de la sociedad, mayor será la riqueza que se escurra hacia los sujetos en la base o parte inferior de ella. Desde luego, nunca ha sucedido eso en los hechos, porque hay 2 cosas que los de arriba no soportan, a saber, las fugas y los derrames.
No obstante, el esquema de los Sabios consistente en escurrir la miseria de los animales superiores hacia los microorganismos funcionó perfectamente.
El cuento contenía muchos más aspectos que aquéllos que he referido. Por ejemplo, el autor me enseñó un nuevo término: "Tormento Final." En apariencia, esta expresión proviene del vocabulario de la pirotecnia, el arte de fabricar los fuegos artificiales, brillantes y estruendosos, pero inofensivos, que presenciamos en el momento culminante de los festejos patrióticos. El Tormento Final es una pieza de madera pulida que mide unos 3 metros de largo, 20 centímetros de ancho y 5 de grueso, a la que se clava toda clase de morteros y lanzacohetes, unidos en serie por una sola mecha.
Cuando el espectáculo de los fuegos artificiales parece haber terminado, el Maestro Pirotécnico enciende la mecha del Tormento Final.
De ese modo caracterizó el autor a la Segunda Guerra Mundial y al breve periodo subsecuente, a lo cual denominó "el Tormento Final del así llamado Progreso Humano".
Si el autor hubiese estado en lo correcto al plantear que todo el meollo de la vida en la Tierra se reducía a producir gérmenes que estuviesen preparados para viajar en el momento en que surgiese la posibilidad de hacerlo, entonces incluso los seres humanos más importantes de la historia, como Shakespeare, Mozart, Lincoln, Voltaire, etcétera, no habrían sido sino la cápsula de Petri, el caldo de cultivo de microorganismos con fines de investigación, en el Gran Esquema de las Cosas.
Según el cuento, los Sabios de Tralfamadore eran indiferentes con respecto al sufrimiento. En el año 71 a. C, cuando 6 000 esclavos rebeldes fueron crucificados a ambos lados de la Vía Apia, a los Ancianos les hubiera encantado que uno de los crucificados hubiese lanzado un escupitajo al rostro de un Centurión, contagiándolo de neumonía o TC.
Si tuviera que adivinar cuándo se escribió el cuento denominado "Los Protocolos de los Sabios de Tralfamadore", señalaría lo siguiente: "Hace mucho, mucho tiempo, después de la Segunda Guerra Mundial pero antes de la Guerra de Corea, la cual estalló en 1950, cuando yo tenía 10 años." No se menciona a Corea como parte del Tormento Final. En cambio, se habla mucho de la posibilidad de convertir al planeta en un paraíso, mediante el aniquilamiento de todos los insectos y gérmenes; la generación de electricidad a base de energía atómica, que reduciría tan drásticamente las tarifas eléctricas que se volvería innecesaria la medición de su consumo; la factibilidad de que cualquier persona adquiriera un coche, acto que la volvería un ser más vigoroso que 200 caballos y 3 veces más veloz que un guepardo; y la incineración de la otra mitad del planeta, en el caso de que los terrícolas ahí residentes llegaran a considerar que su tipo de inteligencia era la adecuada para exportar al resto del Universo.
Como es muy probable que el cuento haya sido plagiado de alguna otra publicación, se omitió intencionalmente el nombre del autor. Después de todo, ¿qué clase de escritor presentaría un trabajo de ficción para su posible publicación en Liguero Negro?
En ese entonces, no tuve conciencia de cuan profundamente me había afectado ese cuento. Lo leí con el único objetivo de retrasar un poco mi búsqueda de otro empleo y de otro lugar donde vivir, búsqueda que debía llevar a cabo a la edad de 51 años y con 2 lunáticas a cuestas. Empero, de modo inadvertido para mí, el cuento había comenzado a funcionar como un analgésico. Representó un alivio el saber que alguien más coincidía con lo que yo había sospechado hacia el final de la Guerra de Vietnam y, en particular, después de haber visto la cabeza de un ser humano que descansaba sobre las vísceras de un carabao destripado en los alrededores de una aldea camboyana. He aquí la sospecha confirmada: que la afirmación de que la humanidad tiene un destino agradable constituye un mito para niños menores de 6 años, similar al del Ratoncito Pérez, los Reyes Magos y Santa Claus.
Cof.
Hago de su conocimiento que ya existe, en algún punto de la Tierra, un germen listo para viajar de inmediato hacia el cinturón de Orion, el carro de la Osa Mayor o hacia cualquier otro sitio, y que se trata del gonococo que pesqué en Tegucigalpa, Honduras, allá en 1967. Durante un tiempo, estuve seguro de que continuaría enfermo de gonorrea el resto de mi vida. A estas alturas, es probable que ese microorganismo pueda devorar vidrios rotos y navajas de rasurar.
Los gérmenes de la TC que tanto me hacen toser hoy día son, en comparación, unos mininos. Existen varios medicamentos en el mercado con los cuales nunca han aprendido a negociar los gatitos. Ordené el más potente de éstos hace unas semanas, y en cualquier momento me lo harán llegar desde Rochester. Si alguno de mis gérmenes está pensando en volverse un cadete del espacio, ya puede desechar esa opción. No va a llegar a ningún lado salvo al excusado.
¡Bon Voyage!
Ahora escuchen esto: ¿Se acuerdan de las 2 listas que estoy elaborando, la 1a. con los nombres de las mujeres con las que hice el amor, y la 2a. con los datos de los hombres, mujeres y niños que maté? ¡Cada vez se hace más evidente que la longitud de ambos catálogos será casi idéntica! ¡Qué coincidencia! Cuando comencé a preparar la lista de mis amantes, creí que el número de ellas podría convertirse en mi epitafio, formado de una sola cifra enigmática. ¡Pero apuesto a que el mismo número podría representar a la gente que aniquilé!
Se trata de otro milagro, como aquel relacionado con el hecho de que los estudiantes hayan estado de vacaciones durante la epidemia de difteria y, de nuevo, durante la fuga de la prisión. ¿Cuánto tiempo más seguiré siendo Ateo?
"Hay más cosas en el Cielo y en la Tierra..."
27
He aquí cómo conseguí empleo el mismo día en que fui despedido del Colegio Tarkington, en la prisión ubicada al otro lado del lago:
Abandoné la cochera cuando acabé de leer que los gérmenes y no los humanos eran los consentidos del Universo. Abordé mi Mercedes, con la intención de dirigirme al Café del Gato Negro, donde podría preguntar si alguien conocía a alguna persona que estuviera contratando gente para desempeñar cualquier tipo de trabajo en cualquier parte de este valle. Pero, los 4 neumáticos hicieron blop, blop, blop.
Los 4 habían sido descorchados por los lugareños la noche anterior. Bajé del Mercedes y me di cuenta de que tenía que orinar. Pero no quería hacerlo en mi propia casa. No deseaba charlar con las lunáticas que estaban dentro. ¿Qué les parece tanta agitación? ¿Qué germen ha experimentado una vida tan llena de retos y oportunidades?
Por lo menos, nadie me estaba disparando y no me perseguía la policía.
En consecuencia, me interné en la maleza de un lote baldío situado enfrente de mi casa, la cual estaba construida sobre una ladera. Saqué mi talán-talán y apunté en dirección a una hermosa bicicleta italiana de carreras abandonada en el suelo. Allí, escondida, la bicicleta estaba imbuida de magia e inocencia. Parecía un unicornio.
Después de haber orinado, con la puntería afinada en otra dirección, levanté a ese perfecto animal artificial.
Era nuevecito. Su sillín semejaba un plátano. ¿Por qué lo arrojaron en ese sitio? Nunca lo supe. A pesar de nuestros enormes cerebros y de nuestras atestadas bibliotecas nosotros —los posaderos de gérmenes— no podemos aspirar a comprender absolutamente nada de nada. Mi suposición era que algún joven perteneciente a una de las familias pobres del pueblo se lo había encontrado mientras vagaba por el campus. Pensó, como yo, que el dueño de la bicicleta era 1 de los estudiantes multimillonarios del Tarkington, quien probablemente poseía un coche de lujo y muchas más prendas de vestir que aquéllas que tendría la oportunidad de lucir. Así que se la llevó, tal como yo lo haría después. Pero, transcurrido un rato, se amilanó, cosa que a mí no me ocurrió, y la escondió entre la maleza, para no sufrir un arresto por robo de gran cuantía. Tal como lo averiguaría rápida y penosamente, la bicicleta pertenecía en realidad a una persona pobre, a un adolescente que trabajaba en el establo al cabo de la jornada escolar, y que había ahorrado hasta el último centavo para poder comprar la mejor bicicleta que se haya visto en el campus del Tarkington.
Para jugar un poco con mi idea errónea de que la bicicleta pertenecía a un muchacho acaudalado: me parecía factible que algún niño rico fuese dueño de tantos juguetes caros que no se tomara la molestia de cuidar éste. Quizá, la bici no había cabido en la cajuela de su Ferrari Gran Turismo.
Es increíble la gran cantidad de tesoros, tales como aretes de diamantes, relojes Rolex, etcétera, que permanecían almacenados y sin ser reclamados en el Departamento de Objetos Perdidos del colegio.
¿Estoy resentido con las personas opulentas? No. Lo mejor o peor que puedo hacer es fijarme en ellas. Estoy de acuerdo con el gran escritor Socialista George Orwell, quien afirmaba que los ricos son pobres con dinero. Descubriría que ésta era también la opinión mayoritaria en la prisión ubicada al otro lado del lago, a pesar de que sus huéspedes nunca habían escuchado hablar de George Orwell. No eran pocos los reos que habían sido pobres con dinero antes de su captura; habían poseído los más lujosos automóviles, joyas, relojes muy caros y ropa elegante. Muchos de ellos, narcotraficantes adolescentes, habían sido dueños de bicicletas tan apetecibles como la que encontré escondida en la maleza en Scipio.
Cuando los reclusos se enteraron de que mi coche no era sino un Mercedes de 4 puertas y 6 cilindros, me miraron con desprecio y compasión. Me sucedió lo mismo con muchos estudiantes del Tarkington. ¡Como si hubiese sido el propietario de un abollado camión de reparto!
Así que saqué la bicicleta del lote baldío y la coloqué sobre el asfalto de la empinada pendiente de la Calle Clinton. No tendría que pedalear o doblar esquinas para llegar a la puerta principal del Café del Gato Negro. Sin embargo, como sí me vería precisado a utilizar los frenos, los probé. En el caso de que no funcionaran, seguiría derecho hasta el antiguo embarcadero de barcazas y, sin escalas, al fondo del Lago Mohiga.
Me monté sobre el sillín en forma de plátano, que resultó ser sorprendentemente considerado con mi hiper-sensible entrepierna. Deslizarse cuesta abajo a bordo de esa bicicleta y bajo los rayos solares constituye una experiencia completamente diferente de aquélla de la crucifixión.
Dejé la bici completamente a la vista de todo el mundo, esto es, la aparqué enfrente del Café del Gato Negro. Noté que había varios corchos de botellas de champaña en la acera y la cuneta. En Vietnam, podrían haber sido cartuchos de balas. En este lugar, Arthur K. Clarke había organizado a su pandilla de motociclistas para tomar por asalto, sin encontrar ninguna oposición, el Tarkington. Antes que nada, los pandilleros y sus acompañantes femeninas bebieron champaña. Había también restos de bocadillos, uno de los cuales pisé y creo que estaba relleno de pepinos o de berros. Lo removí de mi zapato raspándolo contra el borde de la acera y abandonándolo a merced de los gérmenes. Sin embargo, les aclaro lo siguiente: ningún germen podrá salir del Sistema Solar con base en una alimentación tan poco viril.
¡Plutonio! Ése es el comestible que provoca el brote de pelo en el pecho de los microbios.
Entré en el Café del Gato Negro como si lo hubiera hecho por primera vez en mi vida. Ahora, éste era mi club, porque había sido degradado a la condición de lugareño. Después de ingerir algunos tragos, regresaría quizá a la colina, para sacar el aire de los neumáticos de algunas motocicletas y limosinas de Clarke.
Recargué mi vientre en la barra y dije: "Sírvame una bachicha." Así llamaba la gente del pueblo a la cerveza Budweiser, desde que los italianos habían comprado la empresa Anheuser-Busch, la cual fabricaba la cerveza Budweiser. Los italianos adquirieron también, como parte del trato, a los Cardenales de Saint Louis.
"Sale una bachicha", gritó la cantinera. Era justo la clase de mujer que buscaría en la actualidad, si no tuviese TC. Había llegado al final de sus años 30s, y tenido tan mala suerte que ya no sabía hacia dónde voltear. Yo conocía su historia. Al igual que todos los habitantes del pueblo. Ella y su marido habían restaurado una fuente de sodas de antaño, ubicada 2 puertas más arriba del Café del Gato Negro, sobre la calle Clinton. Pero su esposo murió a causa de la prolongada inhalación del removedor de pintura. Los gérmenes que se hallaban dentro de él tampoco debieron pasarla bien.
Sin embargo, ¿quién sabe? Los Sabios de Tralfamadore pudieron haber provocado que su marido restaurara la antigua fuente de sodas, con el único objetivo de obtener una nueva especie de gérmenes, capaces de sobrevivir al viaje a través de una nube de removedor de pintura en el espacio exterior.
Se llamaba Muriel Peck. Su esposo, Jerry Peck, era un descendiente directo del primer Director del Colegio Tarkington. Su padre creció en este valle, pero Jerry se crió en San Diego, California, de donde salió para ir a trabajar a una compañía productora de helados. Esa empresa fue comprada más tarde por el Presidente Mobutu de Zaire, y Jerry fue despedido. Entonces, vino a Scipio con Muriel y sus 2 hijos a buscar sus raíces.
Puesto que conocía el negocio de los helados, se le hizo perfectamente sensato comprar la antigua fuente de sodas. Habría sido mejor para todos los involucrados que hubiese sabido un poco menos de helados y un poco más de removedores de pintura.
Más adelante, Muriel y yo nos convertiríamos en amantes, pero eso sucedió cuando yo había completado 2 semanas de prestación de servicios en la Prisión de Athena. Por fin, me atreví a preguntarle, puesto que ella y Jerry se habían especializado en Literatura en el Colegio Swarthmore, si alguno de los 2 se había tomado la molestia de leer la etiqueta adherida a las latas de removedor de pintura.
—No, hasta que ya fue demasiado tarde —me contestó.
En la prisión, me topé con una cantidad sorprendente de reclusos que habían resultado perjudicados, no por los removedores de pintura sino por la propia pintura Durante su infancia, se habían llevado a la boca objetos cuya pintura estaba hecha a base de plomo. La intoxicación con plomo los había vuelto muy estúpidos. Se encontraban en la cárcel por haber cometido los delitos más tontos imaginables, y nunca logré que ninguno de ellos aprendiera a leer y escribir.
Gracias a ellos, ¿contamos con gérmenes que se alimentan de plomo?
Sé que tenemos gérmenes que ingieren petróleo; pero, desconozco su historia.
Quizá se trate de los gonococos hondurenos.
28
Jerry Peck se desplazaba en silla de ruedas y cargaba un tanque de oxígeno en su regazo, cuando tuvo lugar la gran inauguración del Emporio de Helados de Mohiga. Él y Muriel experimentaron una pequeña pero agradable victoria. Tanto los tarkingtonianos como los lugareños estaban encantados con la decoración de la fuente de sodas y el delicioso sabor de los helados.
Sin embargo, cuando el establecimiento apenas llevaba 6 meses de haber abierto sus puertas, apareció un individuo que fotografió todo. Además desenrolló una cinta, hizo mediciones y anotó los datos en una libreta. Los Peck se sentían halagados y le preguntaron en qué revista de arquitectura se publicaría su artículo. Él les contestó que trabajaba para el arquitecto encargado de diseñar el nuevo centro de recreo estudiantil, el Pabellón Pahlavi, por edificarse en lo alto de la colina. Los Pahlavis deseaban que dicho centro incluyera una fuente de sodas idéntica, hasta el último detalle, a la suya.
En consecuencia, quizá no haya sido el removedor de pintura lo que mató a Jerry Peck.
Del mismo modo, el Pabellón sacó de la circulación al único boliche del valle. No pudo sobrevivir con base en los ingresos generados exclusivamente por los lugareños. De modo que cualquier habitante del área que quisiera jugar boliche y careciera de alguna relación con el Tarkington, se veía precisado a trasladarse 30 kilómetros, a fin de poder practicar su deporte favorito en 1 de los boliches situados junto al Complejo de Cines Meadowdale, localizado frente al Arsenal de la Guardia Nacional.
Era el momento del día en que había poco movimiento en el Café del Gato Negro. Es probable que algunas prostitutas hayan permanecido dentro de las camionetas estacionadas a espaldas del establecimiento, pero ninguna se hallaba en el interior del mismo.
El dueño, Lyle Hooper, quien era también Notario y Jefe del Departamento de Bomberos Voluntarios, se encontraba en 1 de los extremos de la barra, haciendo algún tipo de cuentas. Hasta el final de su vida, nunca admitiría que la disponibilidad de prostitutas en el estacionamiento del café se relacionaba en gran medida con las ganancias provenientes de la venta de bebidas alcohólicas y alimentos, así como con aquéllas generadas por la máquina despachadora de condones ubicada en el baño de caballeros.
Para los Sabios de Tralfamadore esa máquina de condones representaría sin duda alguna una amenaza contra su programa espacial.
Desde luego, Lyle Hooper estaba al corriente de mis hazañas sexuales, ya que había certificado los testimonios que versaban sobre tales proezas. Pero nunca mencionó nada al respecto, ni a mí ni tampoco, que yo sepa, a nadie. Era la personificación de la discreción.
Quizá Lyle haya sido el hombre más querido de este valle. Los lugareños, hombres y mujeres por igual, le tenían tanto cariño que nunca llamaban prostíbulo al Café del Gato Negro. En cambio, allá arriba, en la colina, todos denominaban de esa forma al Café.
Los lugareños protegían la imajen que él tenía de sí mismo, a pesar de los allanamientos de la Policía del Estado y de las visitas del Departamento de Salud del Condado. Dicha imagen era la siguiente: la de un jefe de familia que manejaba un negocio cuyo éxito dependía enteramente de la calidad de las bebidas y los alimentos que ahí se servían. Esta amable conspiración protegía también al hijo de Lyle, Charlton. Este joven medía 2 metros de alto, era 1 de los ases del equipo de baloncesto de la escuela de segunda enseñanza del Estado de Nueva York, cursaba el último año de estudios en el colegio de Scipio, y todo lo que podía decir acerca de su padre era que administraba un restaurante.
Charlton era un jugador de baloncesto tan fenomenal que había sido invitado a formar parte de los Knicker-bockers de Nueva York, equipo que en ese entonces pertenecía todavía a los estadunidenses, y cuyo nombre designa a los descendientes de los primeros colonizadores holandeses del área. En lugar de eso, Charlton obtuvo una beca para estudiar en el MIT y se convirtió en un científico de altos vuelos, puesto que era el responsable del funcionamiento del enorme acelerador de partículas subatómicas llamado "Superhostigador", instalado en las afueras de Waxahachie, Texas.
Tal como yo entiendo las cosas, los científicos de allá del sur obligan a las partículas invisibles a revelar sus secretos despachurrándolas sobre placas fotográficas. No es un trato muy diferente de aquél que a veces otorgábamos en Vietnam a los presuntos agentes del enemigo.
¿Ya comenté que en cierta ocasión lancé a 1 de ellos fuera de un helicóptero en vuelo?
Los lugareños no tenían que proteger la sensibilidad de la esposa de Lyle omitiendo la causa de la prosperidad del Café del Gato Negro. Ella lo había abandonado. A la mitad de su vida, descubrió que era lesbiana y huyó con la entrenadora de gimnasia femenil a las Bermudas, donde ofrecían, y quizá lo sigan haciendo, clases de navegación.
Una vez le hice proposiciones amorosas en la Reunión Anual de Gente del Pueblo y Miembros de la Universidad. Supe que era lesbiana antes de que ella lo supiera.
Hace 2 años, cuando se aproximaba al final de su vida, Lyle Hooper fue recluido en lo alto del campanario por los reos prófugos. En contraste con la actitud de los lugareños, ellos lo llamaban "Chulo". Le decían: "¡En!, Chulo, ¿te gusta la vista?", o bien "¿Qué crees que debemos hacer contigo, Chulo?", etcétera. Allá en la torre, había frío y humedad. La nieve y la lluvia se introducían al campanario a través de las innumerables perforaciones de bala producidas en el techo. Éstas eran resultado de los disparos hechos por los fugados, cuando se dieron cuenta de que un francotirador se hallaba arriba, esto es, entre las campanas.
No había electricidad. Los servicios eléctrico y telefónico habían sido cortados por completo. Cuando subí a visitar a Lyle, él ya sabía el origen de aquellas perforaciones, y que el francotirador había sido crucificado en el establo. Estaba al corriente de que los reos prófugos aún no habían decidido qué hacer con él. Estaba consciente de que había cometido lo que ellos consideraban un claro asesinato. El y Whitey VanArsdale habían emboscado y matado a 3 de los presos fugados que se encaminaban por el antiguo camino de sirga en dirección al nacimiento del lago, a fin de entablar negociaciones con los policías, políticos y soldados que se encontraban en la barricada. Estos reclusos ondeaban banderas de tregua, fundas blancas de almohada amarradas a palos de escoba, cuando Lyle Hooper y Whitey VanArsdale los aniquilaron.
Entonces Whitey recibió impactos de bala que provocaron su muerte casi instantánea, y Lyle fue hecho prisionero.
Con todo, lo que más le molestaba a Hooper, según me informó cuando hablé con él en el campanario, era que sus captores le llamaran Chulo.
En este punto, debo aclarar que, con fines de simplificación, del todo ajenos a consideraciones políticas, habré de referirme en adelante a los reos prófugos que se internaron en Scipio con la denominación que ellos mismos se autodesignaron: "Luchadores de la Libertad."
En consecuencia, Lyle Hooper era, sin lugar a dudas, responsable de la muerte de 3 Luchadores de la Libertad que portaban banderas de tregua. Además, el Luchador de la Libertad que lo custodiaba en la torre era medio hermano y exsocio en el tráfico de crack, junto con la abuela de ambos, de 1 de los Luchadores de la Libertad que él o Whitey habían asesinado.
No obstante, lo único que preocupaba a Lyle era que le llamaran Chulo. Desde luego, para la mayoría, o quizá para la totalidad de los Luchadores de la Libertad, no constituía un insulto dirigirse a alguien con el término de Chulo.
Lyle me dijo que había sido criado por su abuela paterna, quien le hizo prometer que, una vez llegado el momento de abandonar el mundo, éste sería un sitio mejor que aquél con el cual se topó al nacer.
—¿Cumplí con mi promesa, Gene?
Le contesté que sí. Como se encontraba a punto de ser ejecutado, no le podía responder que, desde mi punto de vista, las emboscadas provocaban que el mundo aparentara ser un sitio peor que aquél de antaño.
—Manejé un negocio limpio y agradable, y crié a un hijo maravilloso —explicó—. Además, extinguí muchos incendios.
Fueron los Directivos quienes les dijeron a los Luchadores de la Libertad que Lyle administraba un prostíbulo. En caso contrario, habrían creído que sólo se trataba de un restaurantero y Jefe de Bomberos.
El estado de ánimo mostrado por Lyle Hooper durante su reclusión en el campanario me recordó la disposición exhibida por mi padre cuando lo despidió la Barrytron. Poco después de que perdió el empleo, viajó en crucero a lo largo de las aguas interiores de la Costa Oriental del país, desde City Island, Nueva York, hasta Palm Beach, Florida. Esta excursión turística la realizó a bordo de un yate de motor que pertenecía a un antiguo compañero de la Universidad, Fred Handy. Este individuo estudió también ingeniería química, pero se dedicaba al negocio de la chatarra. Se había enterado de que Papá estaba profundamente deprimido, y consideró que el crucero podría animarlo.
Sin embargo, durante el trayecto a Palm Beach, donde Handy tenía un muelle propio, en todos los lugares por los cuales pasaban a lo largo del estrecho East River, en las Bahías Barnegat, Delaware y Chesapeake, a través del Canal Pantanoso de Dismal, etcétera, el yate tenía que abrirse paso en medio de una alfombra flotante de botellas de plástico, la cual abarcaba de orilla a orilla y de horizonte a horizonte. Habían contenido en alguna ocasión líquido para frenos, blanqueadores de ropa y demás fluidos por el estilo.
Papá había tenido mucho que ver con el desarrollo de aquellas botellas. Además, sabía que podrían mantenerse a flote durante unos 1 000 años. No eran objetos de los cuales se pudiera estar orgulloso.
En cierto sentido, aquellas botellas otorgaban a Papá el mismo título que los Luchadores de la Libertad conferían a Hooper.
Las desesperanzadas últimas palabras de Lyle, pronunciadas cuando era conducido fuera del campanario, a fin de ser ejecutado frente al Salón Samoza, bien podrían servir como epitafio para la tumba de mi padre:
29
Con base en la perspectiva que el año 2001 ofrece de los acontecimientos del pasado reciente, sostengo que estas últimas palabras de Lyle Hooper podrían servir también como epitafio para la tumba de la mayoría de los trabajadores de las naciones industrializadas que prestaron sus servicios en el Siglo 20. ¿Y cómo podrían haberlo remediado cuando gran parte de los empleos que ellos o sus compañeros podían conseguir se relacionaban con decepciones a gran escala, robos legales de los tesoros públicos o la destrucción de la cadena alimenticia, el suelo, el agua y la atmósfera?
Después de que Lyle Hooper fue ejecutado, introduciéndole una bala detrás de la oreja, visité a los Directivos, quienes se hallaban cautivos en el establo. Ted Johnson aún se encontraba clavado en los 2 maderos del desván, y ellos lo sabían.
Pero antes de narrar ese episodio, debo terminar la descripción de cómo obtuve el empleo en Athena.
Es menester ubicarnos de nuevo en 1991, en el momento en que acariciaba una Budweiser o "bachicha", en la barra del Café del Gato Negro. Muriel Peck me estaba contando cuan emocionante había sido el arribo de todas aquellas motocicletas, limosinas y celebridades al estacionamiento del negocio. No podía creer que hubiera estado tan cerca de Gloria White y de Henry Kissinger.
Varios de los alegres juerguistas habían entrado en la cafetería, para utilizar el baño o beber un vaso con agua. Arthur K. Clarke les había proporcionado todo, salvo agua y baños. Muriel aprovechó la oportunidad para preguntarles a algunos de ellos quiénes eran y a qué se dedicaban. Tres de los personajes célebres eran Negros. Uno de ellos era una anciana que acababa de ganar 57 000 000 de dólares en la Lotería del Estado de Nueva York y los otros 2 eran jugadores de béisbol que obtenían un sueldo anual de 3 000 000 de dólares.
Un hombre blanco, que se mantuvo apartado de los demás y que, según Muriel, parecía no saber qué hacer consigo mismo, era un reseñista de libros de The New York Times. Había elaborado un confuso análisis de la autobiografía de Clarke, denominada No Se Avergüencen del Dinero.
Me comentó que otro de los individuos que usaron el baño era un famoso autor de cuentos de terror, varios de los cuales habían sido llevados a la pantalla grande, convirtiéndose en algunas de las películas más populares de todos los tiempos. De hecho, yo había leído un par de ellos en Vietnam; versan sobre personas inocentes que son asesinadas por cadáveres vivientes armados con hachas, cuchillos, etcétera.
Recuerdo que le presté uno de los cuentos a Jack Patton y que luego le pedí su opinión. Empero, lo interrumpí y no lo dejé que me contestara.
—No tienes que decirme, Jack. Ya lo sé. Provocó tu deseo de reírte como loco —me adelanté.
—No sólo, eso, Mayor Hartke —repuso—. Me hizo pensar en el tema del siguiente cuento.
—¿Y cuál será?
—La historia de un bombardero B-52: sangre y tripas por doquier.
Otro más de los usuarios del baño, quien le confesó a Muriel que tenía diarrea y le pidió un medicamento que la contrarrestara, era un Astronauta retirado a quien ella recordaba pero cuyo nombre no podía revelar. Lo había visto una y otra vez en comerciales, anunciando pildoras contra el dolor de cabeza y un centro para jubilados localizado en Cocoa Beach, Florida, cerca de Cabo Kennedy.
Así que Arthur K. Clarke, además de sus otras actividades, era un coleccionista extravagante de personas. Invitaba a sus fiestas a individuos que en realidad no conocía, pero que por algún motivo habían llamado su atención. De acuerdo con la versión de Muriel, aún otro más de los convidados era un sujeto que había heredado de su padre una pintura de Mark Rothko, la cual acababa de vender al Museo Getty de Malibú, California, en 37 000 000 de dólares, un nuevo récord para una obra creada por un estadounidense.
Rothko se había suicidado hacía ya mucho tiempo.
Se había hartado.
Se había autoexcluido.
—¡Es tan bajita! —exclamó Muriel—. Me sorprendió ver cuan bajita es.
—¿Quién es bajita? —indagué.
—Gloria White —aclaró.
Le pregunté qué impresión le produjo Henry Kissinger. Me contestó que le había encantado su voz.
Yo mismo lo vi allá arriba, en el Patio. Aunque había sido un instrumento de su geopolítica, no sentí que hubiera ningún vínculo entre él y yo. Claro que su cara me era conocida. Pudo haber sido, como Gloria White, un rostro que había aparecido en muchas películas.
Sin embargo, aquí en la prisión, soñé con él en cierta ocasión. Era una mujer. Una Gitana adivina que miraba en su bola de cristal, pero no decía nada.
—Me preocupas —le dije a Muriel.
—No te entiendo —repuso. —Te ves cansada. ¿Duermes lo suficiente?
—Sí, gracias.
—Discúlpame. Sé que no debo entrometerme. Pero te veías tan animada mientras hablabas de los motociclistas. Y, al concluir tu narración, pareciera que te hubieses despojado de una máscara, que hubieras perdido de repente todas las ganas de vivir.
Muriel tenía una idea vaga de mi persona. Había visto que al menos 2 veces por semana, llevaba a cuestas a Margaret y a Mildred a la fuente de sodas de efímera existencia. En consecuencia, no tuve necesidad de decirle que yo también me encontraba, desde el punto de vista práctico, sin pareja. Y a ella le constaba cuan paciente y amable era con mis parientes buenas para nada.
Por tal motivo, estaba favorablemente predispuesta para conmigo. Confiaba en mí y respondió con franca gratitud a mis expresiones de inquietud por su felicidad.
—En realidad, apenas duermo, porque me preocupan mucho mis 2 hijos —me confesó—. Tal como se están desarrollando las cosas, no tendré los recursos necesarios para enviarlos a la universidad. Todos los miembros de mi familia han sido universitarios. Pero, con mis hijos, llegará a su fin esa tradición. Ni siquiera serán atletas.
Creo que esa misma noche pudimos convertirnos en amantes sin haber tenido necesidad de esperar 2 semanas, pero en ese momento nos interrumpió una horrible montaña humana que señalaba hacia afuera y exigía información.
—Muy bien, ¿dónde está? ¿Dónde está ese muchacho?
Preguntaba por el adolescente que trabajaba en el establo del Tarkington al cabo de la jornada escolar, y cuya bicicleta yo había robado. Tal como lo mencioné, aparqué la bici en un sitio muy visible, esto es, frente al Café. Todos los demás negocios de la Calle Clinton, desde el embarcadero hasta medio camino colina arriba, estaban sellados con tablas. De modo que el único lugar donde el muchacho podía estar era en el interior del Café del Gato Negro o, lo que resultaba peor, dentro de una de las camionetas estacionadas a espaldas del negocio.
Me hice el tonto.
Salimos con él para averiguar de qué bicicleta estaba hablando. Le ofrecí la teoría de que su joven dueño era un buen chico y que no se encontraba en las cercanías del Café del Gato Negro; agregué que tal vez una mala persona había tomado prestada la bicicleta y la había abandonado en ese sitio. Al cabo de unos minutos, el individuo decidió colocar la bici en la parte trasera de su abollada camioneta, pues señaló que se le hacía tarde para llegar a una entrevista de trabajo en la prisión ubicada al otro lado del lago.
—¿Qué clase de trabajo? —le pregunté.
—Están contratando maestros —respondió.
—¿Puedo acompañarlo?
—No, si tienes la intención de enseñar lo mismo que yo. ¿Qué quieres enseñar?
—Cualquier asignatura que tú no quieras enseñar.
—Quiero dar clases de actividades tecnológicas. ¿Tú quieres dar clases de actividades tecnológicas?
—No.
—¿Palabra de honor?
—Palabra de honor.
—Está bien, súbete, vamonos.
30
Para comprender lo que sentían en aquellos días los guardias de rango inferior de Athena con respecto a los Blancos, y su desinterés por los Negros, se debe tener en cuenta que la mayoría de ellos eran reclutados en Hokkaido, la isla japonesa más septentrional. En Hokkaido, los aborígenes primitivos, los ainos, se consideraban muy feos debido a su palidez y abundancia de pelo. En términos genéticos, son tan blancos como Nancy Reagan. Hace mucho tiempo, sus antepasados cometieron el error, cuando fueron sometidos por las civilizaciones asiáticas superiores, de emigrar hacia el norte en lugar de hacerlo hacia el oeste, en dirección a Europa y, por supuesto, al Hemisferio Occidental.
Sin duda, los Blancos de Hokkaido se habían equivocado mucho. Se hallaban atrás de casi todo mundo. Cuando el hombre que quería enseñar actividades tecnológicas y yo nos presentamos en la puerta del camino que conduce a través del Bosque Nacional, a la prisión, nos topamos con 2 guardias que acababan de llegar de Hokkaido. En virtud del respeto que les inspiró el hecho de que fuéramos blancos, nos trataron como un par de indios Arapaho borrachos y escandalosos.
El individuo que quería enseñar actividades tecnológicas dijo que su nombre era John Donner. En el trayecto me preguntó si lo había visto en el programa de TV de Phil
Donahue. Éste era un programa de 1 hora de duración transmitido todas las tardes de lunes a viernes, donde se presentaba un pequeño grupo de personas reales, no de actores, a quienes les había sucedido la misma clase de experiencia negativa, y la habían superado, sobrellevado con dificultad, etcétera. Existían otros 2 programas muy parecidos que competían con Donahue, y el viejo escritor Paul Slazinger acostumbraba ver los 3 de manera simultánea, cambiando de canal continuamente.
Le pregunté por qué lo hacía. Me contestó que no quería perderse el momento exacto en que, de repente, ya no hubiera nada de que hablar.
Le conté a John Donner que, desgraciadamente, yo no podía ver ninguno de esos programas, porque en las tardes daba clases de Apreciación Musical y Artes Marciales. Le pregunté en cuál de los programas de Donahue había participado.
—En el de los huérfanos adoptados a los que se maltrataba todo el tiempo —me informó.
Vería muchos programas diferidos de Donahue en la prisión, pero no aquél donde apareció Donner. Dicho programa habría encarnado el refrán de llevar hierro a Vizcaya, puesto que todos los huéspedes de Athena habían sido golpeados regularmente y, algunos de ellos, lo habían sido desde su más tierna edad.
No vi a Donner en la TV, pero sí me vi a mí mismo un par de veces, o a alguien que de lejos se parecía mucho a mí, en un viejo documental sobre la Guerra de Vietnam.
—¡Ahí estoy! ¡Ahí estoy! —grité en una de tales ocasiones.
Los reos se amontonaron detrás de mí.
—¿Dónde? ¿Dónde? ¿Dónde? —preguntaron, sin dejar de ver la pantalla. Pero llegaron demasiado tarde. Ya me había ido.
¿Adonde fui?
Aquí estoy.
31
John Donner pudo haber sido un mentiroso compulsivo. Quizá haya inventado aquello de que apareció en Donahue. Había en él algo de gato encerrado. En consecuencia, pudo haberse tratado de un individuo amparado por el Programa Federal de Protección a Testigos, que utilizaba un nombre falso y una biografía elaborada para él por GRIOTMR. En términos estadísticos, es probable que GRIOT MR haya incluido con bastante frecuencia el episodio de que el sujeto ficticio había participado en Donahue.
Afirmaba que el adolescente que vivía con él era su hijo. Pero quizá haya secuestrado al muchacho cuya bicicleta robé. Habían llegado al pueblo hacía sólo 18 meses, y vivían completamente apartados.
Estoy seguro de que su apellido no era Donner. He conocido a varios Donner. Uno de ellos cursaba el año escolar previo al mío en la Academia. Otros 2 eran tarkingtonianos, pero no estaban emparentados entre sí. Otro más era un Sargento en Vietnam, a quien un niño le había volado el brazo con una granada de mano de fabricación casera. Todos esos Donner conocían la historia de la tristemente célebre Caravana Donner, que quedó atrapada por una ventisca en 1846, cuando sus miembros intentaban atravesar la Sierra Nevada para llegar a California. Es muy probable que sus carromatos hayan sido fabricados aquí en Scipio.
Acabo de enterarme de todos los detalles a ese respecto en la Enciclopaedia Britannica, publicada en Chicago y cuyos derechos pertenecen a un misterioso egipcio traficante de armas que reside en Suiza. ¡El predominio innegable de Gran Bretaña!
Aquéllos que sobrevivieron a la ventisca, lo lograron convirtiéndose en caníbales. El cómputo final, descontando a las mujeres y niños que sirvieron de alimento, fue de 47 sobrevivientes, frente a las 87 personas que habían comenzado el viaje.
He aquí un tema para Donahue: humanos que han comido humanos. Los antropófagos son los individuos más afortunados del mundo.
Cuando le pregunté al sujeto que afirmaba apellidarse Donner si tenía alguna relación con el líder de la Caravana Donner, no supo de qué le estaba hablando.
Quienquiera que haya sido, ocupamos la misma banca incómoda en la sala de espera de la oficina del Director de Athena, Hiroshi Matsumoto.
Por cierto, mientras estábamos ahí sentados, alguno de los proveedores de la penitenciería robó la bicicleta que se hallaba en la parte trasera de la camioneta de Donner.
¡Qué detalle!
Por lo menos, Donner no me mintió en un asunto, a saber, que el Director iba a entrevistar a los aspirantes a ocupar un puesto magisterial. Pero nosotros éramos los únicos 2 aspirantes. Donner comentó que se había enterado de la solicitud de empleados en la estación Radio Pública Nacional de Rochester. Ésa no es emisora que suele oír la gente que busca empleo. Es demasiado sofisticada.
Dicho sea de paso, ésa fue la única radiodifusora del área que calificó como trágica, y no como divertida, la exhibición individual de Pamela Hall Ford en Búfalo.
Había un televisor japonés frente a nosotros. En realidad, había televisores japoneses por toda la prisión. Eran como las portillas de un trasatlántico. Los pasajeros permanecen en un estado aparente de animación hasta que el enorme barco arriba a su destino. Sin embargo, en todo momento, pueden mirar a través de la portilla y ver el mundo real.
Por supuesto, la vida constituye también una especie de trasatlántico para un montón de personas que no se encuentran en prisión. Sus televisores son las portillas a través de las cuales pueden ver, cuando no están haciendo nada, todo lo que sucede en el Mundo sin la ayuda de ellos.
¡Mírenlo pasar de largo!
Empero, en Athena, los televisores no transmitían sino programas viejos, los cuales eran seleccionados entre gran variedad de cartuchos almacenados 2 puertas más allá de la oficina del Director Matsumoto.
Los videocasetes no se reproducían con ningún orden preestablecido. Un guardia que ni siquiera entendía inglés abastecía la videograbadora (VCR) central con lo que tuviera a mano, como si hubiese estado en Hokkaido, introduciendo briquetas (cartuchos) al Hibachi o brasero nipón (la VCR).
Pero todo este esquema penitenciario era un invento estadounidense adoptado por los japoneses, al menos en lo que toca a la VCR y los televisores. En el pasado, cuando aún se mezclaban las distintas razas en las cárceles, el hijo adoptivo de 1 de los miembros de la Junta Directiva del Museo de la Radio y la Televisión fue enviado a
Alhena por haber estrangulado a una amiguita a espaldas del Museo Metropolitano de Arte. Entonces, el padre duplicó cientos de cartuchos con programas de TV los cuales formaban parte del acervo del Museo de la Radio y la Televisión, y los donó a la prisión. En apariencia, su sueño era el establecimiento, basado en los videocasetes obsequiados, de un curso de Radio y Televisión en Athena, industrias en las que podrían participar algunos de los internos que salieran de la cárcel, si alguna vez lograban salir de ella.
Pero el curso de Radio y Televisión nunca se materializó. Y los cartuchos se reprodujeron una y otra vez, para mantener entretenidos a los reos mientras purgaban sus condenas.
El caso del hijo adoptivo del donante de los videocasettes se convirtió en noticia poco antes de que las poblaciones de las cárceles fueran separadas por razas. Se hablaba de que a él y a muchos otros se les concedería la libertad condicional, en lugar de transferirlos a otras prisiones.
Sin embargo, los padres de la muchacha que él había asesinado atrás del museo, quienes disponían de buenos contactos sociales, exigieron que pagara la condena completa que, según recuerdo, era de 99 años. Como ya lo mencioné, se trataba de un hijo adoptivo; pues bien, resultó que su padre biológico había sido igualmente un homicida. De modo que ahora debe estar a bordo de alguno de los portaaviones o de los buques antes equipados con misiles que se hallan en la Bahía de Nueva York y que fueron convertidos en barcos-prisión.
Mientras Donner y yo esperábamos ser recibidos por el Director, vimos el asesinato del Presidente John F. Kennedy. ¡Lotería! La parte posterior de la cabeza del mandatario se desprendió. Su esposa, que llevaba un sombrerito redondo y sin alas, se arrastró sobre la cajuela de la limosina convertible.
Luego, apareció la imagen de la estación de policía de Dallas en el momento en que Lee Harvey Oswald, el ex-Infante de Marina que supuestamente le disparó al Presidente con un fusil italiano pedido por correo, recibía en el vientre los disparos lanzados por el dueño de un antro local de strip-tease. Oswald dijo: "iay!" He ahí, de nuevo, ese "iay!" que se escuchó en todo el mundo.
¿Quién dice que la historia es aburrida?
Mientras tanto, afuera, en el estacionamiento de la prisión, alguien que había llevado alimentos u otras mercancías a la cárcel hurtaba la bicicleta depositada en la parte posterior de la camioneta de Donner, colocándola en la suya propia y marchándose enseguida. Al igual que el asesinato de la Reina de las Lilas, ocurrido allá en 1922, fue un crimen perfecto.
Cof.
Hoy día, se especula sobre la posibilidad de convertir los submarinos nucleares en cárceles para las personas que, como yo, esperan la verificación del juicio procesal. Desde luego, no habría necesidad de sumergirlos, y los tubos lanzacohetes y lanzatorpedos, así como todo el equipo electrónico, podrían venderse en calidad de chatarra, a fin de obtener más espacio para las celdas.
Según escuché, si la flota completa de submarinos fuera convertida en cárceles, las celdas se llenarían de inmediato. Cuando esta institución dejó de ser un colegio para volverse una prisión, se colmó hasta el tope en un 2 por 3.
Fui el primero en ser llamado a la Oficina del Director. Al salir de ella, no sólo con un empleo sino también con una casa donde vivir, el televisor estaba transmitiendo un programa que yo había visto durante la adolescencia Howdy Doody. Buffalo Bob, el protagonista, estaba a punto de ser rociado con agua mineral por Clarabell el Payaso. Era un programa en blanco y negro, lo cual confirma su antigüedad.
Le dije a Donner que el Director deseaba verlo, pero no parecía reconocerme. Me sentí como si hubiera intentado despertar a un miserable borracho. Tuve que hacer eso muchas veces en Vietnam. En un par de ocasiones, los dipsómanos perdidos eran Generales. El peor fue un Congresista que se hallaba de visita.
Pensé que tendría que discutir con Donner, con objeto de que tomara conciencia de que Howdy Doody no era el principal suceso que se estaba llevando a cabo.
El Director Hiroshi Matsumoto era un sobreviviente del bombardeo atómico de Hiroshima, que se verificó cuando yo tenía 5 y él 8 años de edad. En el momento en que la bomba fue arrojada, Matsumoto jugaba fútbol, pues era la hora del recreo escolar. Había ido a recuperar el balón, atrapado en una zanja de 1 de los extremos de la cancha. Se agachó para recogerlo. Hubo un resplandor y viento. Al enderezarse, su ciudad había desaparecido. Se encontró solo en un desierto, rodeado de pequeñas y danzantes espirales de polvo. Sin embargo, tuvo que transcurrir un periodo de 2 años, para que se animara a contarme lo anterior.
Sus profesores y compañeros de escuela fueron ejecutados sin que mediara ningún juicio por el crimen de Rendir Culto al Emperador. Como Juana de Arco, fueron quemados vivos.
La crucifixión, en tanto procedimiento de ejecución de los peores criminales, fue prohibida por el primer Emperador Romano Cristiano, Constantino el Grande.
El de quemar y hervir sigue siendo un método aceptable.
Si hubiera tenido un poco más de tiempo para reflexionar, quizá no me habría presentado a solicitar empleo en Athena. Ante todo, yo había participado en la Guerra de Vietnam, donde me dediqué a aniquilar orientales. Y existía una gran probabilidad de que el entrevistador fuera oriental.
En efecto, tan pronto como el Director Matsumoto escuchó que yo había estudiado en West Point, formuló una insinuación.
—Entonces, sin ninguna duda, usted pasó un tiempo en Vietnam —comentó.
Pensé: "¡Oh!, ¡oh! Empieza el juego de pelota."
Sin embargo, lo había malinterpretado completamente, pues en ese entonces no sabía que los japoneses se consideraban a sí mismos tan diferentes genéticamente de los demás orientales, como de mí, Donner, de Nancy Reagan o de los pálidos y velludos ainos, por citar sólo algunos ejemplos.
—Un soldado cumple órdenes —repuse—. Nunca me sentí bien por las cosas que me ordenaron hacer.
Eso no era del todo cierto. De vez en cuando, creía volar tan alto como una cometa, por las satisfacciones experimentadas en la lucha. De hecho, en una ocasión maté a un hombre con mis propias manos. Él había intentado asesinarme. Aullé como un perro y solté carcajadas; luego, vomité.
Me quedé estupefacto al advertir que mi aceptación de haber peleado en Vietnam, ¡provocó que el Director Matsumoto me considerara casi un hermano! Abandonó su escritorio para estrechar mi mano y mirarme a los ojos. Fue una experiencia extraña para mí, desde el punto de vista físico, porque él usaba tapabocas y guantes de látex.
—¡Ambos sabemos qué se siente el ser enviado a una tierra extraña en una misión peligrosa de demencia jactanciosa! —exclamó.
32
¡Qué día!
Apenas habían transcurrido 3 horas entre el momento en que disfrutaba de gran tranquilidad en el campanario, y aquél en que me hallaba dentro de una prisión de máxima seguridad, charlando con un nativo del Japón, enmascarado y enguantado, que insistía en que ¡Estados Unidos era su Vietnam!
Además, él había estado en medio de las protestas estudiantiles pacifistas, realizadas aquí en el país, contra la guerra en Vietnam. Su empresa lo había enviado a la Escuela de Comercio de Harvard, con objeto de que estudiara la forma de pensar de los instigadores y agitadores que estaban exprimiendo nuestra economía en su propio e inmediato beneficio, desviando los recursos destinados a la investigación, el desarrollo, etcétera, hacia planes monumentales de retiro, bonos de fin de año y demás prestaciones.
Durante nuestra entrevista, echó mano de toda la retórica pacifista que había escuchado en Harvard durante la década de los 60, para denunciar el desastre que estaba experimentando su propio país en el extranjero. Estábamos en un atolladero. No había ninguna luz al final del túnel, y cosas así por el estilo.
Hasta ese momento, no me había detenido a pensar en la idiosincrasia de los miembros del siempre creciente ejército de ciudadanos japoneses residentes en este país, quienes debían otorgar una viabilidad financiera a todas las propiedades que sus corporaciones nos habían comprado. Y, en realidad, para muchos de ellos, esa obligación se asemejaba a aquélla de pelear en ultramar por razones que sólo Dios sabe; en especial, debido a que como fue mi caso en Vietnam, eran de un color que contrastaba con el de la mayoría de la población aborigen.
A propósito de la cuestión del color de la piel: era de esperarse que muchos Negros recibieran impactos de bala al cabo de la fuga de la prisión, aunque no hayan sido reos prófugos. Sin duda, la idea generalizada de los Blancos de este valle era que cualquier hombre Negro debía ser 1 de los fugitivos.
Dispare ahora y averigüe después. Desde luego, yo solía actuar de ese modo.
Sin embargo, el único individuo que no había huido y al que le dispararon por el solo hecho de ser Negro fue un sobrino del Alcalde de Troy. Y nada más resultó herido. Perdió temporalmente el movimiento de la mano derecha, puesto que logró recuperarlo gracias al milagro de la microcirugía.
De todos modos, era zurdo.
Fue herido cuando se encontraba en un sitio donde se suponía que no debería haber estado, en un lugar donde se suponía que nadie, sin distinción de raza, debería haber estado. Había acampado en el Bosque Nacional, lo cual estaba prohibido. Ni siquiera supo que había ocurrido una fuga penitenciaria. Y entonces: "¡Puml"
Y aquí me tienen escribiendo en ocasiones con mayúsculas los términos "Negro" y "Blanco" y, en otras, con minúsculas, pero no considero que se vean bien en ninguna de las 2 formas. Esto puede ser resultado de que, a veces, la raza parece ser un asunto muy importante y, en otras, parece no serlo tanto. Siempre estoy queriendo decir: "el así llamado Negro" o "el llamado Negro". En mi opinión, más de la mitad de internos de Athena, y de los presos de esta nueva cárcel, tienen antepasados blancos o Blancos. Muchos aparentan ser casi blancos, pero no son reconocidos como tales.
Imagínese cómo se deben sentir por ello.
Yo mismo sostuve que tenía un antepasado negro, ya que ésta es una prisión exclusiva para Negros y no quiero que me transfieran a otro lado. Necesito esta biblioteca. Ya sospecho qué clase de bibliotecas debe haber en los portaaviones y buques antes equipados con misiles convertidos en cárceles.
Éste es mi hogar.
Mi abogado dice que es una decisión inteligente el no querer ser transferido, pero por razones diferentes de aquélla que he manifestado. El traslado podría divulgarse en los noticieros y despertar el clamor popular exigiendo que sea castigado.
Tal como están las cosas en la actualidad, he sido olvidado por la opinión pública, y lo mismo ha sucedido con la fuga de la prisión. Esta última constituyó una gran noticia en la TV sólo por 10 días.
Después, fue desplazada por el caso de una muchacha Blanca. Se trataba de la hija de un sujeto aficionado a las armas que habitaba en un pueblo del norte de California. La joven aniquiló al Comité de Graduación de su escuela de segunda enseñanza con una granada de mano de fabricación china y que databa de la Segunda Guerra Mundial.
Su padre poseía una de las colecciones más completas del Mundo en materia de granadas de mano.
Hoy día, su colección ya no es tan completa como solía serlo, a menos de que, por supuesto, haya tenido más de una granada de mano de fabricación china del Tormento Final.
El Director Matsumoto se volvió cada vez más parlanchín durante la entrevista de trabajo. Me dijo que antes de ser enviado a Athena, administraba con fines lucrativos un hospital que su empresa había comprado en Louisville. Le encantaba el Derby de Kentucky. Pero odiaba su trabajo.
Le conté que acostumbraba asistir, cuando tenía la oportunidad de hacerlo, a las carreras de caballos verificadas en Saigón.
—Me hubiera gustado que el Presidente de la Junta de mi corporación, quien habitaba en Tokyo, me hubiese acompañado tan sólo una hora en la sala de emergencias, donde estaba obligado a prohibir la entrada de los moribundos carentes de recursos para pagar nuestros servicios —señaló.
—En Vietnam, ¿llegaron a contar los cadáveres? —me preguntó.
—Sin duda alguna. Se nos ordenó hacerlo, con objeto de que nuestras altas autoridades, una vez trasladadas a Washington, D. C. pudieran estimar con la mayor precisión posible cuan cerca estuvimos de la victoria. Y no había ninguna otra manera de efectuar esa estimación.
—Pues ahora nosotros contamos dólares del mismo modo en que ustedes contaban cadáveres —agregó—. ¿A qué nos acerca esa cifra? ¿Qué significa? Podríamos hacer con esos dólares lo mismo que ustedes hicieron con los cadáveres: ¡enterrarlos y olvidarlos! Ustedes tuvieron más suerte con sus cadáveres que nosotros con nuestros dólares!
—¿Por qué? —indagué.
—Lo único que se puede hacer con los cadáveres es incinerarlos o sepultarlos. No generan ninguna pesadilla, porque no es necesario invertirlos ni incrementarlos —repuso.
—¡Qué trampa tan ingeniosa nos tendió su Clase Gobernante! Primero la bomba atómica; después, esto —explicó.
—¿Trampa? —repetí sorprendido.
—Ella saqueó sus tesoros públicos y corporativos, cedió el control de sus industrias a unos ineptos —respondió—. Más adelante, hizo que su Gobierno nos pidiera prestado tanto dinero que no nos quedó otra opción que enviarles un Ejército de Ocupación compuesto de ejecutivos. ¡Nunca antes la Clase Gobernante de un país pudo descubrir la forma de trasladar a otras naciones todas las responsabilidades resultantes de su riqueza y, simultáneamente, de continuar siendo acaudalada más allá de todos los límites de la avaricia! ¡No importa el que hayan considerado al comatoso Ronald Reagan un gran Presidente!
Me pareció que su posición estaba bien fundamentada.
Cuando Jason Wilder y los demás Directivos permanecían en calidad de rehenes en el establo, fui a visitarlos. Me dio la impresión de que veían a los estadunidenses como extranjeros. Es difícil adivinar qué nacionalidad creían tener.
Todos eran Blancos y Hombres, puesto que la única mujer integrante de la Junta, la madre de Lowell Chung, había muerto de tétanos. Falleció antes de que los médicos pudieran diagnosticar el mal que la aquejaba. Ninguno de ellos había atendido a un solo enfermo de tétanos porque, en este país, se solía inmunizar en el pasado a prácticamente todos los ciudadanos.
Sin embargo, ahora que los programas de salud pública se han caído en pedazos, y ante la inexistencia de extranjeros interesados en administrarlos, lo cual resulta sin duda comprensible, han surgido numerosos casos de tétanos, especialmente entre los niños.
En consecuencia, la mayoría de los médicos están aprendiendo apenas a identificar los síntomas de la enfermedad. La Sra. Chung tuvo la desgracia de ser una pionera en ese sentido.
Los rehenes me contaron lo anterior, puesto que una de mis primeras preguntas fue: "¿Dónde está Madame Chung?"
Pensé que debería tranquilizar a los Directivos con respecto a la ejecución de Lyle Hooper. Les habían mostrado su cadáver como una advertencia, supongo, contra todo aquél que estuviera elaborando planes para llevar a cabo alguna proeza. Desde luego, ese cadáver constituía la capa azucarada que cubría un pastel relleno de terror, por así decirlo. De todos modos, el Director del Colegio permanecía clavado en los maderos de la parte más alta del pajar.
Después de ser liberado, 1 de los rehenes dijo en una entrevista de TV que nunca olvidaría el sonido producido por la cabeza de Tex Johnson cuando era arrastrado cuesta arriba, en dirección al desván del pajar. Trató de imitar el sonido: "Blup, blup, blup." En efecto, se trataba del mismo sonido emitido por un neumático desinflado. ¡Qué planeta!
Los rehenes se compadecieron de Tex, pero ninguno de ellos mostró el más mínimo pesar por Lyle Hooper, ni por todos los demás miembros del cuerpo docente y los lugareños que también habían sido asesinados. Los habitantes del pueblo eran tan insignificantes para la gente de su nivel social que no valía la pena pensar en ellos. Y no los culpo: actuaban como seres humanos.
La Guerra de Vietnam no se habría prolongado tanto, si no fuera característico de la naturaleza humana el clasificar a las personas desconocidas y que no nos interesa conocer, aunque estén agonizando, como insignificantes. Pocos seres humanos han luchado contra esta tendencia del todo natural y se han apiadado de los extranjeros infelices. Pero, tal como la Historia lo muestra, tal como la propia Historia lo proclama: "¡Nunca han sido sino unos cuantos!"
Otro defecto de la naturaleza humana es que todo el mundo quiere construir y nadie desea realizar las labores de mantenimiento.
Y su peor defecto es la completa estupidez. ¡Hay que admitirlo! ¿O acaso lo de Auschwitz fue muy inteligente?
Cuando intenté explicar a los rehenes quiénes eran sus captores, cuál había sido su infancia, qué enfermedad mental padecían, la poca importancia que conferían al hecho de estar vivos o muertos, las condiciones de vida en la cárcel, etcétera, Jason Wilder cerró los ojos y se cubrió las orejas. Su gesto fue más teatral que práctico, pues no se tapó tan bien los oídos como para no escucharme.
Los demás sacudían la cabeza o indicaban de otra manera que tal información no sólo era agobiante, sino también ofensiva. Parecía que nos encontrábamos bajo una tronada, en medio de la cual yo dictaba una conferencia sobre la circulación de las cargas eléctricas en las nubes, la formación de las gotas de lluvia, la trayectoria seguida por los relámpagos, la naturaleza de los truenos, etcétera. Todo lo que deseaban saber era cuándo iba a terminar la tormenta, con objeto de poder atender sus negocios.
Lo que el Director Matsumoto había opinado sobre los individuos de su calaña era preciso. Se las habían arreglado para convertir su riqueza, en cuyo origen tenía la forma de fábricas, tiendas u otras empresas productoras de mercancías de gran demanda, en algo tan líquido y abstracto, en meros documentos negociables, que quedaban eximidos de cualquier responsabilidad con respecto a todos aquellos que no estuvieran incluidos en su propio círculo de amigos y parientes.
No estaban enojados con los reos. Más bien, su cólera la dirigían contra el Gobierno, porque éste no había tomado las medidas necesarias para imposibilitar las fugas de los penales. Cuanto más hablaban sobre este tema, más se evidenciaba que se referían a su gobierno, no al mío, al de los reclusos o al de los lugareños. La principal obligación de ese Gobierno era protegerlos contra las clases inferiores, no sólo en este país sino también en cualquier punto del orbe.
¿Acaso alguna vez los Ricos han pensado de otro modo?
Es menester recordar la crucifixión de Jesús y de los 2 ladrones, así como aquélla de los 6 000 esclavos que siguieron al gladiador Espartaco.
Cof.
Tal como veo las cosas, mi cuerpo intenta confinar a los gérmenes de TC dentro de pequeñas cápsulas que construye alrededor de ellos. Las cápulas son de calcio, el elemento más común en las paredes de muchas cárceles, incluyendo la de Athena. Este lugar está circundado con alambre de púas. Igual que Auschwitz.
Si muero de TC, será consecuencia de que mi cuerpo no pudo construir cárceles con suficiente rapidez y solidez.
¿Se puede extraer una lección de lo anterior? Quizá. Una muy poco agradable.
Si los directivos eran malos, los reos eran peores. Sería la última persona en afirmar lo contrario. Devastaban sus propias comunidades mediante peleas a mano armada, asaltos, violaciones, ventas de sustancias químicas que hacen estallar el cerebro, etcétera.
No obstante, ellos al menos presenciaban lo que hacían mientras que los sujetos como los Directivos tenían mucho en común con los bombarderos B-52 situados en la estratosfera. En raras ocasiones atestiguaban la devastación por ellos provocada al trasladar de un lugar a otro la enorme porción de la riqueza nacional bajo su control.
A diferencia de mi abuelo Socialista Ben Wills, quien era un don nadie, yo no tengo reformas por proponer. En mi opinión, cualquier Sistema, no sólo el Capitalista, se reduce a las decisiones tomadas por los individuos, ebrios o sobrios, cuerdos o locos, que tienen en su poder nuestro dinero.
El Director Matsumoto era un tipo extraño. Sin duda, muchas de sus rarezas eran resultado de su experiencia infantil con la bomba atómica. Los edificios, árboles, puentes y todas las demás cosas que parecían del todo firmes, se esfumaron cual fantasías.
Como ya lo mencioné, Hiroshima se convirtió de repente en una meseta poblada por unos cuantos remolinos de polvo.
Después del destello, el pequeño Hiroshi Matsumoto se volvió la única cosa real sobre la planicie. Comenzó una prolongada caminata en busca de cualquier otra cosa que también fuera real. Cuando llegó a las afueras de la ciudad, se topó con estructuras y criaturas que eran al mismo tiempo reales y fantásticas, seres vivos cuya piel colgaba y dejaba al descubierto músculos y huesos.
A propósito, todo este escenario posterior a la explosión fue descrito por él, cuando yo ya tenía 2 largos años de impartir clases en la prisión y de habitar en la casa contigua a la suya.
A pesar de todos los trastornos sufridos por la bomba atómica, ésta no pudo destruir su conciencia. Odiaba el haber tenido que rechazar a la gente pobre de la sala de emergencias del hospital que administraba con fines lucrativos en Louisville. Después de que asumió la dirección del penal de Athena, con fines igualmente lucrativos, decidió que era necesario establecer una especie de programa educativo, a pesar de que el contrato suscrito por su empresa y el Estado de Nueva York sólo exigía el impedimento de fugas de los internos.
Él trabajaba para la Sony. Nunca trabajó para ninguna otra firma que no fuera la Sony.
—El Estado de Nueva York no considera que la educación pueda rehabilitar al tipo de criminal que llega a Athena, Attica o Sing Sing —me explicó.
Attica y Sing Sing eran cárceles para Hispanos y Blancos, respectivamente. Esos reos, al igual que los internos de Athena, habían cometido al menos un asesinato y otros 2 crímenes violentos. En general, los otros 2 delitos perpetrados solían ser también homicidios.
—Yo tampoco lo creo. Sin embargo, estoy seguro de que 10% de los confinados a estos muros aún tienen cerebro y que no hay nada en qué entretenerlos. En consecuencia, este lugar es 2 veces más deplorable para ellos que para los demás. Un buen maestro debe ser capaz de ofrecerles juguetes nuevos, Matemáticas, Astronomía, Historia o qué sé yo, con base en los cuales el paso del tiempo se vuelva un poco más soportable. ¿Qué opina?
—Usted es el jefe —le respondí.
Y, en realidad, él era el jefe. Había convertido a Athena en una empresa tan exitosa en términos financieros, que el alto mando de su corporación le permitió desenvolverse con total autonomía.
El acuerdo establecido con el Estado consistía en hacerse cargo de los presos cobrando por cada uno de ellos sólo 2 terceras partes de los recursos que el Gobierno solía gastar cuando manejaba la institución. Esa cifra equivalía más o menos a la misma cantidad necesaria para enviar al recluso a una escuela de medicina o al Tarkington. Ahora bien, con base en importación de mano de obra barata, joven, temporal y no sindicalizada, así como en la contratación del mejor postor en materia de proveedores no pertenecientes a la Mafia, Hiroshi Matsumoto había reducido el costo per cápita a menos de la mitad del gasto habitual.
No se le escapaba nada. Cuando llegué a trabajar al penal, acababa de comprar el horno crematorio más moderno disponible en el mercado. En el pasado, el crematorio de la Mafia, localizado en las afueras de Rochester, a espaldas del Complejo de Cines Meadowdale, frente al Arsenal de la Guardia Nacional, monopolizaba la incineración de los cadáveres no reclamados de Athena.
Empero, después de que los japoneses compraron la penitenciaría, la Pandilla duplicó sus precios, utilizando la epidemia del SIDA como pretexto. Alegaba que debía tomar precauciones adicionales.
Insistía en cobrar tarifas muy elevadas, aunque la prisión le proporcionara un certificado médico garantizando que el cadáver estaba libre del sida, y que la causa del deceso había sido, como cualquiera podía constatarlo, las heridas producidas con un cuchillo, un garrote o un instrumento punzocortante.
Como no existían fabricantes japoneses de hornos crematorios, el Director Matsumoto compró uno a A. J. Topf und Sohn, de Essen, Alemania. Se trataba de la misma corporación que, en su mejor época, había construido los hornos utilizados en Auschwitz.
Los modelos de Topf fabricados durante la posguerra disponían de chimeneas equipadas con depuradores de humo, de modo que los habitantes de Scipio, a diferencia de los que residían cerca de Auschwitz, nunca supieron del congestionado funcionamiento de un incinerador de cadáveres en su localidad.
Pudimos haber aniquilado con gas e incinerado presos durante las 24 horas del día, y ¿quién se habría dado cuenta?
¿A quién le habría importado?
Hace poco mencioné que la madre de Lowell Chung murió de tétanos. Antes de que se me olvide, debo señalar que el bacilo causante de esa enfermedad podría tener gran futuro en la astronáutica, puesto que se convierte en una espora extremadamente resistente cuando la vida se vuelve intolerable.
No he propuesto a los virus del SIDA como prometedores jinetes intergalácticos, debido a que, en su estado actual de desarrollo, no pueden sobrevivir mucho tiempo fuera del cuerpo humano vivo.
Sin embargo, los esfuerzos concertados para eliminarlos echando mano de nuevos venenos, aunque sólo tengan un éxito parcial, podrían cambiar todo el panorama.
El crematorio de la Mafia, localizado a espaldas del Complejo de Cines Meadowdale, ha recuperado el negocio de la incineración de los reos del valle. Al cabo de la gran fuga, algunos de los condenados que se quedaron en Athena o en sus inmediaciones, en lugar de deslizarse en el hielo para Scipio, consideraron que por lo menos podían hacer estallar el horno crematorio de la A. J. Topf und Sohn.
El propio Complejo de Cines Meadowdale enfrenta tiempos difíciles, pues pocas personas pueden darse el lujo de adquirir un automóvil.
Lo mismo sucede con los centros comerciales.
Un dato que me parece interesante, pero cuya utilidad desconozco, es que la Mafia nunca le vende nada a los extranjeros. Mientras que los individuos que han heredado o construido un negocio rentable suelen venderlo cuanto antes para poder retirarse tempranamente, la Mafia se aferra a todo. Así pues, el negocio del pavimentado, por ejemplo, sigue siendo una empresa estrictamente estadounidense.
Y lo mismo es aplicable a la venta al mayoreo de carne, servilletas y manteles a los restaurantes.
Sin rodeos, le señalé al Director que me habían despedido del Tarkington. Le expliqué que los cargos formulados en mi contra, relacionados con supuestas irregularidades sexuales, constituían una táctica dirigida a desviar la atención y provocar una imagen falsa. En realidad, los miembros de la Junta estaban furiosos porque yo había cuestionado la fe que los estudiantes tenían en la inteligencia y decencia de los líderes de su país, diciéndoles la verdad sobre la Guerra de Vietnam.
—Nadie que habite en este lado del lago considera que exista algo semejante en este miserable país —afirmó.
—¿A qué se refiere, señor? —le pregunté.
—Al liderazgo —repuso.
Con respecto a mis irregularidades sexuales, comentó que parecían ser consistentemente heterosexuales y que no había ninguna mujer en esta parte del lago. Que él mismo era soltero y que estaba prohibido que los miembros de su personal trajeran a sus esposas.
—Así pues —agregó—, aquí encarnaría usted a Don Juan en el Infierno. ¿Cree que podrá soportarlo?
Le respondí que sí. Entonces, me ofreció un empleo a prueba. Debería comenzar a trabajar lo más pronto posible, impartiendo clases de educación en general al nivel de la escuela de primera enseñanza, algo no muy distinto de mi labor desempeñada en el Tarkington. El problema inmediato por resolver era el de mi alojamiento. Los empleados del penal habitaban en las barracas localizadas bajo la sombra de los muros de la prisión y él residía en una casa restaurada y ubicada cerca de las aguas del lago. El Director era el único morador del pueblo fantasma o, más bien, del villorrio fantasma, cuyo nombre había sido tomado para intitular la cárcel: Athena.
Me aclaró que en el caso de que, por alguna razón, no cumpliera con las expectativas del puesto, necesitaba de todas formas contar con un profesor dentro de sus dominios, quien sin duda alguna no estaría dispuesto a vivir en las barracas. Por tal motivo, había ordenado que rehabilitaran otra de las casas abandonadas del pueblo fantasma, aquella situada justo al lado de la suya. Pero, las obras de reacondicionamiento no concluirían antes de agosto.
—¿Cree que le permitirán permanecer en la casa de Scipio hasta entonces? Mientras tanto, ¿no le será problemático el traslado desde allá? ¿Tiene automóvil? —preguntó.
—Un Mercedes —repuse.
—¡Excelente! —comentó—. Eso le hará tener algo en común con los internos.
—¿Por qué?
—Porque casi todos ellos son expropietarios de Mercedes —aclaró, exagerando apenas la situación—. Tenemos un recluso que compró su primer Mercedes cuando tenía 15 años —dijo, refiriéndose a Alton Darwin, cuyas últimas palabras, expresadas en la pista de patinaje al cabo de la fuga penitenciaria, fueron: "Vean al Negro que pilotea un aeroplano."
Pues bien, el colegio nos permitió quedarnos en la casa de Scipio durante el Verano. No había cursos de verano en el Tarkington. ¿Quién habría asistido a alguno de ellos? Y yo me trasladaba a la cárcel todos los días.
En los viejos tiempos, antes de que los japoneses se hicieran cargo de Athena, todo el personal se trasladaba desde Scipio y Rochester. Estaba sindicalizado. Sus constantes demandas de mejoras salariales y de mayores prestaciones, incluyendo una compensación por el traslado hacia y desde la fuente de trabajo, provocaron que el Estado tomara la decisión de vender la institución a los japoneses.
Me pagaban el mismo salario que devengaba en el Tarkington. Podía conservar nuestro Seguro Médico, porque la empresa que era dueña de la prisión también lo era del Sistema de Seguro Médico. ¡No había problema!
Cof.
Esa es otra de las consecuencias de la fuga de la penitenciería: La pérdida del Seguro Médico.
33
Todo resultaría a pedir de boca. Cuando mudé a Margaret y a Mildred a nuestro hogar del pueblo fantasma y cerré las persianas de la casa, ellas experimentaron la sensación de nunca haber salido de Scipio. Había un regalo sorpresa para mí en nuestro recién plantado césped: un bote de remos. El Director encontró ese barquito entre las hierbas de un lote baldío localizado a espaldas de la otrora Oficina de Correos de Athena. Es muy probable que el bote haya sido abandonado en ese lugar antes de que yo naciera. El Director ordenó a algunos de los guardias que lo forraran con fibra de vidrio, con objeto de poder utilizarlo de nueva cuenta no obstante todos los años transcurridos.
Se parecía mucho al umiak esquimal, cubierto de pieles, que solía estar en la rotonda situada fuera de la oficina de la Decano de las Mujeres del Tarkington; el armazón de madera de mi bote podía distinguirse a través de la fibra de vidrio.
Estoy al corriente del destino sufrido por muchos de tos objetos pertenecientes al colegio después de la fuga de la prisión, por ejemplo del GRIOT MR, pero nunca supe lo que le sucedió a aquel umiak.
Si no hubiera estado depositado en la rotonda, muchos de los maestros, estudiantes y padres de familia del Tarkington habríamos recorrido todo el camino de la vida sin haber visto un genuino umiak esquimal.
Le hice el amor a Muriel Peck en ese bote. Yo me tendí en el fondo y ella se sentó encima, sosteniendo la caña de pescar de mi suegra y fingiendo ser una dama intachable.
Fue idea mía. ¡Qué buen juguete era ella!
No sé qué sucedió con el individuo que afirmaba llamarse John Donner, y que quiso enseñar actividades tecnológicas en Athena, 8 años antes de que ocurriera la fuga de la prisión. Me enteré de que el Director concluyó precipitadamente la entrevista de trabajos, porque lo que menos necesitaba dentro de los muros del penal eran escoplos, destornilladores, sierras, serruchos, martillos, etcétera.
Tuve que esperar a Donner afuera de la Oficina del Director. Constituía mi boleto de regreso a la civilización: a mi casa, a mi familia y a mi ejemplar de Liguero Negro. No vi el programa Howdy Doody en el pequeño televisor. Centré la atención en un sujeto que aguardaba a ser recibido por el Director. El color de su piel bastaba para adivinar que se trataba de un reo; pero, además, los grilletes y las esposas que lo inmovilizaban eran un indicio nítido de su identidad. Permanecía sentado en una banca, escoltado a ambos lados por guardias ataviadas con tapabocas y guantes de látex.
Se entretenía con la lectura de un folleto. Como sabía leer, pensé que sería una de las personas a las que tendría que distraer con el conocimiento. Tuve razón. Su nombre era Abdullah Akbahr. Con mi estímulo, llegaría a escribir varios cuentos interesantes. Recuerdo que 1 de ellos versaba sobre la supuesta autobiografía de un venado parlante que habitaba en el Bosque Nacional y se la pasaba sufriendo: en invierno, no encontraba nada para comer; en verano, se enredaba en los alambres de púas siempre que intentaba acercarse a la deliciosa comida de las granjas. Por último, un cazador le disparó. Durante la agonía, se preguntó por qué había nacido. La frase final del cuento recogía las últimas palabras expresadas por el venado en la Tierra. Por cierto, el cazador, quien se encontraba lo suficientemente cerca del animal, se sorprendió al escucharlas. Tales palabras fueron: "¿De qué se supone que se trató toda esta maldita historia?"
Los 3 crímenes violentos que habían llevado a Abdullah a Athena eran homicidios cometidos en el contexto de la guerra de las drogas. Después de la fuga del penal, él mismo sería asesinado, mientras ondeaba una bandera de tregua, por los disparos de postas y balines que lanzaran Whitey VanArsdale, el mecánico, y Lyle Hooper, el Jefe de Bomberos.
—Perdone, ¿qué está usted leyendo? —le pregunté.
Me mostró la portada del opúsculo, a fin de que yo pudiera leer el título, el cual era Los Protocolos de los Sabios de Sión.
Cof.
A propósito, Abdullah había sido conducido a la Oficina del Director debido a que era 1 de los diversos individuos, incluyendo a reos y guardias por igual, que afirmaban haber visto un castillo que flotaba sobre la prisión. El Director deseaba averiguar si había sido introducida de contrabando una nueva droga alucinógena, si todo el mundo había enloquecido o qué diablos estaba sucediendo.
Los Protocolos de los Sabios de Sión constituía una obra antisemita que fue publicada por primera vez en Rusia hace aproximadamente 100 años. En apariencia, este trabajo transcribe las actas de una reunión secreta sostenida por judíos de muchos países, quienes planeaban cooperar internacionalmente para ocasionar guerras, revoluciones, crisis financieras, etcétera, que los conducirían a apoderarse de todo. El título del libro fue parodiado por el autor del cuento publicado en Liguero Negro, quien tampoco olvidó reproducir el espíritu paranoico de la obra en cuestión.
El gran inventor e industrial estadounidense Henry Ford consideró que se trataba de un documento genuino. Lo publicó en este país cuando mi padre era adolescente. Ahora, aquí, me topaba con un recluso negro encadenado, poseedor del don de la lectura y que tomaba muy en serio ese texto. Más adelante, me daría cuenta de que había centenares de copias del opúsculo circulando en la prisión, impresas en Libia e introducidas por la pandilla hegemónica de Athena, a saber, los Hermanos Negros del Islam.
Ese verano inicié un programa de alfabetización en la cárcel. Abdullah Akbahr fue uno de los agentes proselitistas en la campaña de lectura y escritura; asigné a estos individuos la tarea de visitar cada celda, para impartir lecciones. Gracias a mí, 1 OOOes de exanalfabetos fueron capaces de leer Los Protocolos de los Sabios de Sión hacia la época en que tuvo lugar la fuga de la prisión.
Había denunciado la existencia de ese opúsculo dentro de los muros del penal, pero no pude evitar que siguiera circulando. Quién era yo para oponerme a los Hermanos Negros, quienes aplicaban con regularidad una medida que el Estado no empleaba, esto es, la pena de muerte.
—¿Es ésta la forma adecuada de tratar a un veterano? —preguntó Abdullah Akbahr, haciendo cascabelear y tintinear sus grilletes.
En virtud de que él había sido Infante de Marina en Vietnam, nunca tuvo que escuchar ninguno de mis alentadores discursos. Yo pertenecía estrictamente al Ejército. Le pregunté si había tenido noticias de un oficial del
Ejército al que denominaban "El Predicador" que, por supuesto, era yo. Deseaba saber cuánto se había extendido mi fama.
Me contestó que no. Pero, tal como yo lo he mencionado, había otros veteranos encarcelados que habían oído hablar de mí y que sabían, entre otras cosas, que en cierta ocasión arrojé una granada en la boca de un túnel, aniquilando a una mujer, a su madre y a su bebé, quienes se protegían en ese lugar contra el fuego de los helicópteros que acababan de bombardear su aldea.
Inolvidable.
¿Sabe quién encarnó a la Clase Gobernante en ese momento? Eugene Debs Hartke lo hizo.
¡Abajo la Clase Gobernante!
John Donner mostró tristeza durante el trayecto desde la prisión hasta Scipio. Yo había conseguido empleo y él no. Además, habían robado la bicicleta de su hijo en el estacionamiento del penal.
Los mexicanos tienen una especialidad gastronómica llamada "frijoles refritos". Gracias a mí, aunque Donner nunca se enteraría de ello, ese biciclo se había convertido en una bicicleta rehurtada. Una semana más tarde, Donner y el muchacho se desmaterializaron del valle tan misteriosamente como se habían materializado antes. No informaron a nadie del sitio al que irían.
Alguien o algo debió haber estado a punto de atraparlos.
Me daba lástima ese muchacho. No obstante, si aún vive, ya es, al igual que yo, un adulto.
Alguien me perseguía a mí también, pero con gran lentitud. Me refiero a mi hijo ilegítimo, quien habitaba en Dubuque, Iowa. En ese entonces, tenía sólo 15 años. Ni siquiera sabía mi nombre. Aún debía llevar a cabo una ardua labor de investigación, para conocer el nombre y la localización de su padre, tal como yo tuve que hacerla para identificar al asesino de Letitia Smiley, la Reina de las Lilas 1922 del Colegio Tarkington.
Conocí a su madre en un bar de Manila, poco después de que el excremento hubiera llegado al aire acondicionado. No tenía ganas de hablar con ningún ser de ningún sexo. Estaba harto de la raza humana. No quería otra cosa sino que me dejaran estrictamente solo con mis pensamientos.
Agreguen eso a la colección creciente de Ultimas Palabras Famosas.
Esta mujer razonablemente bonita, aunque algo deteriorada, se sentó en el banco contiguo de la barra.
—Perdona la intrusión, pero alguien me dijo que tú eres el hombre al que denominan "El Predicador" —comentó, señalando a un Sargento Mayor que se encontraba en una mesa acompañado por 2 prostitutas que no rebasaban los 15 años de edad.
—No lo conozco —repuse.
—Él no dijo que te conociera —aclaró—. Sino que ha escuchado tus discursos. Al igual que un montón de soldados con los que he charlado.
—Alguien debía pronunciar discursos; en caso contrario, no habríamos tenido una guerra.
—¿Por eso te llaman "El Predicador"?
—¿Quién sabe? Vivimos en un mundo lleno de mentiras.
Me habían conferido ese sobrenombre desde los viejos tiempos de West Point, porque nunca decía groserías.
Durante los 2 primeros años que pasé en Vietnam, cuando las únicas tropas que escuchaban mis palabras alentadoras eran las que estaban bajo mi mando, me asignaron el mismo apodo, pero por un motivo diferente. El mote en cuestión aludía a una naturaleza siniestra, como si yo hubiera sido un ángel puritano de la muerte. Lo que en realidad fui.
—¿Preferirías que te dejara a solas? —indagó.
—No —le contesté—, porque tengo confianza en que esta noche podamos ir juntos a la cama. Pareces inteligente, de modo que debes estar tan triste como yo por la gran derrota que ha sufrido nuestra nación. Estoy preocupado por ti. Me gustaría animarte.
¡Qué diablos!
Funcionó.
Si no está inservible, no lo repares.
34
Me agradaba mi empleo. Logré elevar en aproximadamente 20% el nivel de alfabetización de los reclusos. Cada preso que aprendía a leer y escribir se convertía en profesor de los aún iletrados. Ahora bien, no siempre me complacían las lecturas elegidas por los recién alfabetizados.
Un individuo me dijo que la lectura hacía mucho más divertida la masturbación.
No me entregué a la holganza. Me gusta enseñar.
Pedí a algunos de los internos más inteligentes que me demostraran la redondez del Mundo, que me dijeran cuál es la diferencia entre el ruido y la música, que me explicaran cómo se heredan los caracteres anatómicos, que me expusieran la forma en que se determina la altura de una torre de vigilancia sin trepar a ella, que me aclararan qué hay de ridículo en la leyenda griega según la cual el joven que conduce a un becerro alrededor del granero todos los días muy pronto se convierte en el hombre que conduce a un toro alrededor del granero todos los días, etcétera.
Les mostré el cuadro que un predicador fundamentalista de Scipio había distribuido entre los estudiantes del Tarkington que se hallaban cierta tarde en el Pabellón. Les sugerí que lo examinaran con objeto de buscar ejemplos que pudieran ajustarse a la tesis en cuestión.
En la parte superior del esquema aparecían los nombres de los líderes de las naciones beligerantes durante el Tormento Final, la Segunda Guerra Mundial. Luego, bajo cada nombre se incluía la fecha de nacimiento del líder, cuántos años vivió, cuándo llegó al poder y cuántos años se mantuvo en él. Por último, se consignaba la suma total de todas esas cifras, que en cada caso resultó ser 3 888.
A continuación, reproduzco el cuadro tal como lo recuerdo:
| Churchill | Hitler | Roosevelt | Il Duce | Stalin | Tojo |
Nacimiento | 1874 | 1889 | 1882 | 1883 | 1879 | 1884 |
Años vividos | 70 | 55 | 62 | 61 | 65 | 60 |
Año en que llegó al poder | 1940 | 1993 | 1933 | 1922 | 1924 | 1941 |
Años en el poder | 4 | 11 | 11 | 22 | 20 | 3 |
Quiero repetir que si sumamos las cantidades contenidas en cada columna, obtenemos el mismo resultado, a saber, 3 888.
Quienquiera que haya sido el inventor del esquema destacó que la mitad de dicho número es 1944, el año en que terminó la guerra. Asimismo, enfatizó que la unión de la primera letra del apellido de esos líderes forma el nombre del Soberano Supremo del Universo: CHRIST o CRISTO.
Los estúpidos, como aquéllos del Tarkington, me utilizaban como una especie de Libro Guinness de Récords ambulante, puesto que me preguntaban quién era la persona más vieja el mundo, la más rica, la que había tenido el mayor número de hijos, etcétera. Hacia la época en que tuvo lugar la fuga de la prisión, 98% de los internos de Athena sabían que la edad más avanzada alcanzada por un ser humano, cuya fecha de nacimiento estaba bien documentada, era de casi 121 años y que ese sobreviviente sin rival, al igual que el Director y los guardias, había sido japonés. En realidad, el longevo en cuestión falleció 128 días antes de cumplir los 121 años. Este récord constituía una fuente natural de toda suerte de bromas en Athena, en virtud de que muchos de los reclusos estaban condenados a cadena perpetua o, incluso, a 2 o 3 cadenas perpetuas, ya sea sobrepuestas o consecutivas.
Asimismo, estaban enterados de que el hombre más rico del mundo era también japonés y de que, aproximadamente un siglo antes de que el colegio y el penal hubieran sido construidos uno enfrente del otro a ambos lados del lago, una mujer rusa dio a luz al último de sus 69 hijos.
La mujer más prolífica de todos los tiempos, de nacionalidad rusa, parió 16 pares de gemelos, 7 tríos de trillizos y 4 cuartetos de cuatrillizos. Todos sobrevivieron, a diferencia de los integrantes de la Caravana Donner.
Hiroshi Matsumoto era el único miembro del personal de la penitenciaría que tenía una educación universitaria. No hacía ninguna vida social. Comía solo, paseaba solo, pescaba solo y navegaba solo. No pertenecía a ninguno de los clubes japoneses de Rochester y Búfalo, ni utilizaba las lujosas instalaciones de descanso y recuperación localizadas en Manhattan y sostenidas por el Ejército Japonés de Ocupación compuesto de ejecutivos. Había logrado que su empresa ganara tanto dinero en Louisville y en Athena, y era un conocedor tan brillante de la psicología mercantil estadounidense, que habría obtenido sin ningún problema un puesto de ejecutivo en la sede central de la corporación, situada en su país de origen. Cabe destacar que, gracias a Athena, disponía de mayor información que cualquier individuo residente en Japón sobre la población negra estadounidense, y que los negocios adquiridos por su empresa en territorio estadounidense dependían cada vez más de la fuerza de trabajo negra, o, al menos, de la buena voluntad de los barrios negros. Además, de nueva cuenta gracias a Athena, quizá sabía más que cualquier otro japonés acerca de la principal industria de este país: la obtención y distribución de sustancias químicas que, al ser introducidas de 1 u otro modo al torrente sanguíneo, otorgan al usuario la sensación de determinación y logro.
Por supuesto, sólo una de tales sustancias químicas era legal, la cual constituyó la base de la fortuna de la familia que donó al Tarkington los uniformes para su banda musical, el depósito de agua localizado en la cima de la Montaña Mosquete, una cátedra sobre leyes comerciales e ignoro qué otras cosas.
Ese deformador mental es el alcohol.
Durante los 8 años que habité en la casa contigua a la suya, dentro del pueblo fantasma, a la orilla del lago, nunca mostró señales de que añorara regresar a su tierra natal. Lo más cerca que estuvo de hacerlo fue cuando me dijo, cierta noche, que las ruinas de las esclusas situadas en el nacimiento del lago integradas por enormes rocas y troncos depositados azarosamente, podrían haber constituido la obra de un gran jardinero japonés.
Dentro del Ejército Japonés de Ocupación, él era un oficial de rango superior, tal vez el equivalente a un General de Brigada o a un General de División. Pero me recordaba más bien a varios Sargentos Mayores que había conocido en Vietnam. Éstos expresaban los peores comentarios sobre el Ejército, la guerra y los vietnamitas.
No obstante, cuando regresé, al cabo de un par de años de ausencia, aún se encontraban ahí, censurando todo lo que veían. No abandonaron el escenario en cuestión hasta que los vietnamitas los mataron o los echaron a patadas.
Cómo odiaban su casa. Le tenían mucho más miedo a ésta que al enemigo.
Hiroshi Matsumoto afirmaba que este valle era un "sitio repugnante" y "el ano del Universo". Pero no se marchó hasta que lo echaron a patadas.
Me pregunto si el Valle de Mohiga no se convirtió en el único hogar que haya conocido desde el bombardeo a Hiroshima. En la actualidad, vive retirado en su reconstruida ciudad natal, después de haber perdido ambos pies por congelación como resultado de la fuga de la prisión. Es posible que ahora esté reflexionando sobre aquello en lo que yo he pensado muy a menudo: "¿Qué es este lugar, quiénes son estas personas y qué hago aquí?"
La última vez que lo vi fue aquella noche en que tuvo lugar la fuga del penal. Nos había despertado el alboroto de los jamaiquinos que asaltaban la prisión. Ambos salimos corriendo a la calle, descalzos y en pijama, a pesar de que la temperatura debió haber sido de unos 10 grados centígrados bajo 0.
El nombre de la avenida principal del pueblo fantasma era Calle Clinton, el mismo nombre de la avenida principal de Scipio. ¿Es posible imaginar que dos comunidades tan cercanas geográficamente, aunque muy alejadas en los viejos tiempos en términos sociales y económicos, hayan elegido entre todos los nombres existentes aquél de Calle Clinton para denominar a su avenida principal?
El Director intentó comunicarse con la penitenciaría mediante un teléfono inalámbrico, pero no obtuvo respuesta. Sus 3 empleados domésticos nos miraban desde las ventanas de la planta alta de la casa. Eran reos de aproximadamente 70 años de edad, quienes estaban condenados a cadena perpetua sin esperanza de obtener la libertad condicional, habían sido olvidados desde mucho tiempo atrás por el mundo exterior y consumían habitualmente Toracina.
Mi suegra salió a la terraza y desde ahí me gritó: "¡Cuéntale sobre el enorme pez que atrapé! ¡Cuéntale sobre ese enorme pez que atrapé!"
El Director me comentó que quizá había explotado la caldera de la cárcel o el horno crematorio. En mi opinión, se trataba de armamento militar, cuyo sonido él nunca había escuchado. Ni siquiera había oído la detonación de la bomba atómica. Sólo sintió el vapor caliente posterior al estallido.
Y, entonces, se apagaron todas las luces del lado del lago en que nos encontrábamos. Y los acordes de "La Bandera de las Barras y las Estrellas" flotaron hacia nosotros desde la oscurecida penitenciaría.
No había manera de que el Director y yo, ni con base en la ingestión de una dosis masiva de LSD, hubiésemos podido imaginar qué sucedía allá arriba. Más tarde nos culparían por no haber alertado a Scipio. Sin embargo, tal como se estaban desarrollando los acontecimientos, dimos por sentado que los habitantes de Scipio, al escuchar la detonación, la tonada de "La Bandera de las Barras y las Estrellas" y los demás ruidos generados al otro lado del lago congelado, tomarían medidas defensivas. Pero no lo hicieron.
Los sobrevivientes de Scipio con los que charlé después de los acontecimientos me dijeron que se habían limitado a cubrirse la cabeza con los cobertores y vuelto a dormir. ¿Qué otra acción podría haber sido más humana?
Lo que estaba sucediendo allá arriba, tal como ya lo mencioné, era un ataque asombrosamente exitoso contra la prisión, conducido por unos jamaiquinos que lucían uniforme de la Guardia Nacional y ondeaban banderas estadunidenses. Tenían montado un sistema megafónico en el techo de un autobús blindado que reproducía las notas del Himno Nacional. ¡Es probable que la mayoría de los asaltantes ni siquiera hayan sido ciudadanos estadunidenses!
¿Qué joven de la campiña japonesa, durante su trabajo semestral en un continente sombrío, habría sido lo suficientemente loco para disparar a individuos que parecían nativos, estaban ataviados con uniformes de combate, ondeaban banderas y hacían sonar a todo volumen esa música infernal?
No hubo ningún joven que lo haya sido. No esa noche.
Si los japoneses hubieran empezado a disparar, habrían perdido la vida como los paladines de El Álamo. ¿Y para defender qué?
¿A la Sony?
¡Hiroshi Matsumoto se cubrió con alguna prenda! ¡Condujo cuesta arriba su jeep Isuzu!
¡Los jamaiquinos le dispararon!
¡Se arrastró fuera de su Isuzu! ¡Corrió hacia el Bosque Nacional!
Se perdió en la negrura de la noche. Sólo llevaba sandalias, sin calcetines.
Tardó 2 días en salir del bosque, el cual era casi tan oscuro de día como de noche.
Sí. Y la gangrena se dio un festín con sus pies congelados.
Yo permanecí abajo, junto al lago.
Envié a Mildred y a Margaret de regreso a la cama
Escuché lo que debieron ser los disparos de los ja ú-quinos contra el Isuzu. Se trataba de disparos de despedida. Después, reinó el silencio.
En mi mente se formó el escenario siguiente: se había frustrado la fuga con la posible pérdida de algunas vidas. La detonación inicial correspondía al estallido de una bomba hecha por los presos con recortes de uñas, con naipes o con quién sabe qué cosas.
Los reclusos podían elaborar bombas y alcohol a base de cualquier cosa y, en general, dentro de un baño.
Malinterpreté el silencio. Lo consideré un buen augurio.
Temí la reanudación de los disparos, lo cual habría significado, según yo, que los jóvenes de la campiña japonesa habían desarrollado el gusto por asesinar con pistola, acción que puede volverse repentinamente, para el no iniciado, fácil y divertida.
Tuve la visión de que los presos, dentro o fuera de sus celdas, se convertían en los patos de una galería de tiro.
Imaginé, cuando reinaba el silencio, que el orden se había restablecido, y que un japonés angloparlante estaba notificando al Departamento de Policía de Scipio, a la Policía Estatal y al Alguacil de Policía del Condado sobre el conato de fuga, y solicitando quizá el envío de médicos y ambulancias.
En realidad, los japoneses habían sido embaucados y sometidos tan rápidamente que sus líneas telefónicas fueron cortadas y sus radios inutilizados antes de que pudieran comunicarse con nadie.
A pesar de que había Luna llena esa noche, sus rayos no llegaban al suelo del Bosque Nacional.
Los japoneses no resultaron heridos. Los jamaiquinos se limitaron a desarmarlos y enviarlos al camino, iluminado por la Luna, que va hacia el nacimiento del lago. Les ordenaron que no dejaran de correr hasta que hubieran recorrido todo el trayecto de regreso a Tokio.
La mayoría de ellos no conocían Tokio.
Y no llegaron al nacimiento del lago pidiendo auxilio e intentando detener a los coches que pasaban. En su lugar, se escondieron. Si el gobierno de Estados Unidos estaba en contra de ellos, ¿quién estaría en su favor?
Yo no tenía armas.
Pensé que si algunos reclusos habían logrado escapar, aún estaban libres y bajaban al pueblo fantasma, me reconocerían y no desconfiarían de mí. Les daría todo lo que me pidieran: comida, dinero, vendas, ropa, el Mercedes.
Consideré que, sin importar lo que yo les ofreciera, el color de su piel impediría que abandonaran el valle, este callejón sin salida tan blanco como la nieve.
No había sino Blancos en todo el camino comprendido hasta las señales delimitadoras de la ciudad de Rochester.
Caminé en dirección a mi bote de remos, el cual permanecía de cabeza mientras transcurría el invierno. Me senté a horcajadas sobre su proa suave y lisa, orientada hacia el viejo embarcadero de Scipio.
Aún había luz en Scipio, lo que incrementaba mi sensación de tranquilidad.
No se apreciaba allá ningún movimiento, a pesar del ruido producido en la prisión. Las luces de varias casas se apagaron. Nadie salió. Sólo circulaba un automóvil. Se deslizaba lentamente por la Calle Clinton. Se detuvo y apagó sus luces en el estacionamiento trasero del Café del Gato Negro.
La pequeña luz roja localizada sobre el depósito de agua en la cima de la Montaña Mosquete se encendía y apagaba, se encendía y apagaba. Se convirtió en una especie de versículo místico que me condujo a hundirme en una divagación aún más profunda, como una escafandra que se sumerge en un caldo tibio.
Esa lucecita intermitente: se encendía y apagaba, se encendía y apagaba, se encendía y apagaba.
¿Cuánto tiempo me mantuvo embelesado? ¿Tres minutos? ¿Diez minutos? Es difícil saberlo.
Una extraña transformación de la superficie congelada del lago me devolvió a la realidad. Parecía que el hielo había cobrado vida, aunque silenciosamente.
Y entonces me di cuenta de que estaba observando a l OOtos de hombres comprometidos en una especie de proyecto que yo muchas veces había planeado y dirigido en Vietnam, a saber, un ataque sorpresa.
Fui yo quien rompió el silencio. Un nombre brotó de mis labios antes de que pudiera evitarlo.
¿El nombre? "¡Muriel!"
35
Muriel Peck ya no era cantinera, sino Profesora de Tiempo Completo de Inglés en el Tarkington, empleo para cuyo desempeño echaba mano de la sólida formación educativa que obtuvo en el Swarthmore. Cuando ocurrió el ataque sorpresa, se hallaba dormida y completamente sola en el alojamiento del cuerpo docente, una casa de campo cubierta de enredaderas y localizada en la cúspide de la Calle Clinton, al igual que yo, había enviado a sus 2 hijos a internados muy caros.
En cierta ocasión, le pregunté si alguna vez había pensado en volverse a casar.
—¿No te has dado cuenta? Me casé contigo —repuso.
Ella no habría conseguido empleo en el Tarkington, si los Directivos no me hubiesen despedido. El profesor de Inglés, Dwight Casey, odiaba tanto al jefe de su departamento que solicitó mi antiguo puesto sólo para dejar de ver a ese individuo. Así fue como surgió la vacante que ocupó Muriel.
Si no me hubiesen despedido, ella habría abandonado el valle y estaría viva en la actualidad.
Si no me hubiesen despedido, yo habría sido sepultado, y no ella, junto al establo, a la sombra de la Montaña Mosquete, al ponerse el Sol.
Dwight Casey aún está vivo, creo. Su esposa recibió gran cantidad de dinero poco después de que él me hubo reemplazado. Renunció al final del año académico y se mudaron al sur de Francia.
La familia de su esposa pertenecía a la Mafia. Ella pudo haber impartido clases, pero no lo hizo. Había obtenido la Maestría en Ciencias Políticas en la Universidad Rutgers. Él sólo había logrado la Licenciatura en administración Hotelera en la de Cornell.
La Batalla de Scipio duró 5 días. Resultó 2 días más prolongada que la Batalla de Gettysburg, en la cual Elias Tarkington fue herido por un soldado Confederado que lo confundió con Abraham Lincoln.
Cuando se inició el ataque contra Scipio, fui un observador tan impotente como Robert E. Lee en Gettysburg o como Napoleón Bonaparte en Waterloo.
Alguien disparó un solo tiro desde Scipio. Nunca supe quién lo hizo. Fue una lechuza nocturna que tenía una pistola cargada al alcance de la mano. Quienquiera que haya disparado, debió haber sido asesinado poco después; en caso contrario, habría hecho alarde de su temprana intervención en el juego.
Aquéllos que cruzaron el hielo eran buenos soldados. Varios de ellos habían estado en Vietnam y, tal como fue mi caso, habían sido aleccionados en la Ciencia Militar gracias a las becas de tiempo completo otorgadas por el Gobierno. Otros poseían una larga experiencia, a menudo adquirida desde su niñez, en lanzar y recibir disparos, motivo por el cual no hallaban nada extraordinario en oír un tiro. Ahorraron sus municiones hasta que pudieron ver claramente a qué le estaban disparando.
Cuando aquellas tropas bien templadas alcanzaron la orilla del lago, abrieron fuego. Mostraron tacañería con las balas. Por ejemplo, se escuchaba un bang y, a continuación, un silencio que se prolongaba por varios minutos. Luego, al aparecer otro blanco, quizá un morador con los ojos todavía hinchados por el sueño que abría la puerta de su casa o atisbaba por alguna ventana, con o sin armas, se oía otro bang, o 2 o 3 bangs, y de nuevo el silencio. Los reos prófugos, o los Luchadores de la Libertad como pronto se autodenominarían, debían suponer, después de todo, que muchos o la mayoría de los habitantes de Scipio poseían armas de fuego, y que sus dueños habían soñado desde hacía mucho tiempo utilizarlas con un efecto mortal cuando sucediera precisamente lo que estaba sucediendo. Los Luchadores de la Libertad no tenían otra opción. Yo habría actuado del mismo modo, si hubiera estado en su situación.
Bang. Sin duda, alguna otra persona trastabillaba de un lado a otro, como un actor profesional en un programa de TV.
La ráfaga más abundante de tiros se generó, según mis cálculos, en el estacionamiento ubicado a espaldas del Café del Gato Negro, donde las prostitutas solían aparcar sus camionetas. Los hombres que acudían a las camionetas a horas avanzadas de la noche llevaban consigo pistolas, por si acaso. Más vale prevenir que lamentar.
Más tarde, con base en los disparos esporádicos, resultaba factible conjeturar que los Luchadores de la Libertad habían comenzado a avanzar cuesta arriba en dirección a este colegio, que se hallaba profusamente iluminado, como todas las noches, para desanimar a cualquiera que tuviera la intención de cometer fechorías acá en las alturas. Desde mi punto de observación, ubicado al otro lado del lago, el Tarkington podía haber sido confundido con Oz, la Tierra de las Esmeraldas, o con Camelot, el legendario poblado hermoso y apacible, donde residía la corte del Rey Arturo.
Pueden estar seguros de que ya no dormí esa noche. Estuve atento al menor ruido. Esperaba escuchar sirenas, el zumbido de los helicópteros, el retumbo de los vehículos blindados y demás evidencias de que las fuerzas de la ley y el orden pondrían fin a la violencia desatada en el valle echando mano de una violencia aún mayor. Sin embargo, al amanecer, el valle estaba tan tranquilo como siempre, y la luz roja localizada sobre el depósito de agua en la cima de la Montaña Mosquete, como si nada extraordinario hubiese sucedido, se encendía y apagaba, se encendía y apagaba.
Me dirigí a la puerta contigua, aquélla de la casa del Director. Desperté a los 3 sirvientes. Ellos se habían vuelto a acostar después de que el Director condujo cuesta arriba su Isuzu. Se trataba de hombres muy viejos, pero muy viejos: habían sido condenados a cadejia perpetua, sin esperanza de obtener la libertad condicional, cuando yo era un niño que jugaba en Midland City. Ni siquiera había aprendido a leer y escribir, cuando ellos ya habían arruinado algunas vidas, o habían sido acusados de hacerlo, y fueron forzados como consecuencia de ello a llevar una existencia inútil.
Sin duda, eso constituía una lección.
Por lo menos, no habían sido depositados en ese gran invento de un dentista: la silla eléctrica.
"Mientras haya vida, hay esperanza." Así lo dijo John Gay en la Biblia del Ateo. ¡Qué soñador tan optimista!
Los 3 ancianos no habían recibido ninguna visita, llamada telefónica o carta durante décadas. En tales circunstancias, carecían de ideas claras con respecto a lo que debían hacer; por ese motivo, les encantaba recibir órdenes casi de cualquiera. Las ideas de los demás referidas a lo que debía hacerse eran como trasplantes cerebrales. Súbitamente, se hallaban llenos de bríos.
Así que les permití que bebieran mucho café. Como yo estaba preocupado por la suerte del Director, ellos también mostraban preocupación. De otra forma, no lo hubieran hecho. Ignoraban que había tenido lugar una fuga masiva de la cárcel y que Scipio había sido invadido por criminales. En todo caso, esa información no les hubiera resultado de utilidad; para ellos, habría sido equivalente a un programa más de TV. Se suponía que debían permanecer donde se les había depositado, sin importar lo que ocurriera en el mundo real.
Aquellos 3 eran un ejemplo de lo que los psicólogos llaman "individuos dirigidos por otros".
Me los llevé a mi casa, y les ordené que mantuvieran vivo el fuego de la chimenea y que dieran de comer a Mildred y a Margaret. Había muchos alimentos enlatados. No tenía que preocuparme de los víveres perecederos, puesto que la temperatura de la cocina era muy baja. La estufa trabajaba a base de propano embotellado y había reservas para todo el mes de ese milagro digno de la ciencia ficción.
Ver para creer: ¡energía envasada!
Gracias a Dios, Margaret y Mildred se mostraron indiferentes con los zombis del Director, del mismo modo que lo hacían conmigo. No les gustaban, pero tampoco les disgustaban. En consecuencia, todo estaba encajando bien. Ellas dispondrían de un sistema que las mantuviera vivas, aunque yo me ausentara por varios días, resultara herido o me asesinaran.
No esperaba que me hirieran o aniquilaran, salvo accidentalmente. Ninguno de los bandos beligerantes de Scipio me vería como una amenaza. Con los Blancos compartía el color de la piel, y los Negros me conocían y les simpatizaba.
El asunto estaba claro. Era Negro y Blanco.
Todos los Amarillos habían huido.
De acuerdo con lo planeado, salí de la casa cuando Margaret y Mildred se encontraban completamente dormidas. Sin embargo, al pasar junto al bote, en el trayecto hacia el lago congelado, se abrió una de las ventanas del piso superior. Ahí estaba mi pobre y vieja esposa, una bruja huesuda y tonta. Creo que ella percibía que algo importante estaba sucediendo. En caso contrario, no se habría expuesto al frío y a la luz del día. Además su voz, que durante años había sido áspera y vulgar, sonó suave y dulce, como aquélla de nuestra Luna de Miel. Y me llamó por mi nombre. Eso era otra cosa que no había hecho durante mucho, mucho tiempo. Me desorientó.
—Gene...
—Sí, Margaret.
—¿A dónde vas, Gene?
—Voy a dar un paseo, Margaret, a respirar un poco de aire fresco.
—Vas a ver a otra mujer, ¿no es verdad?
—No, Margaret. Palabra de honor que no.
—Está bien. Comprendo.
¡Fue una situación tan patética! Me abrumó por completo aquella hermosa voz que hacía tanto tiempo que no escuchaba, así como ¡la joven Margaret que había dentro de la bruja!
—¡Oh, Margaret, te amo, te amo! —grité, con gran sinceridad.
Ésas fueron las últimas palabras que me escuchó pronunciar, porque nunca regresé a casa.
No me contestó. Cerró la ventana y desenrolló la oscura persiana.
No la he vuelto a ver.
Después de que el 82° Destacamento Aerotransportado recapturó ese lado del lago, ella y su madre fueron depositadas dentro de una caja de acero colocada en la parte trasera de uno de los camiones de la prisión, y enviadas al manicomio de Batavia. Ahí estarán bien en mutua compañía. Incluso podrían estarlo, aunque no fuera en mutua compañía. ¿Quién sabe? Nadie ha llevado a cabo el experimento de separarlas.
Desde aquella mañana, no he vuelto a pisar esa parte del lago, y, tal vez, nunca lo haga de nuevo, a pesar de su cercanía. Por consiguiente, es probable que jamás llegue a saber qué fue de mi viejo baúl, el ataúd que contenía los restos del soldado que alguna vez fui y mi extraño ejemplar de Liguero Negro.
Aquella mañana, crucé el lago a fin de entablar contacto con los reos fugados. Mi propósito era salvar vidas y propiedades. Sabía que los estudiantes estaban de vacaciones. Eso delineaba un escenario integrado exclusivamente por seres carentes de relevancia social, en cuya categoría incluía al cuerpo docente del colegio, cuyos miembros pertenecían a la Clase Servicial.
Para mí, esta mezcla social de baja categoría era de mal agüero. En Vietnam, y más tarde en los ataques espectaculares contra Trípoli, Panamá, etcétera, resultaba del todo normal para nuestra Fuerza Aérea despachar a poblados compuestos de seres carentes de relevancia social, sin importar en qué bando se hallaran, hacia el otro Mundo.
Me parecía probable que, en caso de que el Gobierno decidiera bombardear Scipio, también consideraría razonable el atacar la cárcel.
Se harían cargo de todo, sin duda alguna.
¿Problema siguiente?
De cualquier manera, ¿cuántos estadunidenses saben o les importa dónde está o qué es el Valle de Mohiga, Laos, Camboya o Trípoli? Gracias a nuestro gran sistema educativo y a la TV, la mitad de ellos ni siquiera serían capaces de localizar a su propio país en un mapamundi.
Tres cuartos de ellos no podrían volver a colocar el tapón de una botella de whisky sin atorarse en la rosca.
Tal como lo suponía, los conquistadores de Scipio vieron en mí a un viejo sabio pero inofensivo. Los criminales me llamaban "El Predicador" o "El Profesor", del mismo modo en que solían hacerlo al otro lado del lago.
Advertí que muchos de ellos llevaban un listón atado alrededor del brazo, a manera de uniforme. Así que cuando me topé con 1 que no lo usaba, tuve que indagar.
—¿Dónde está su uniforme, Soldado? —le pregunté en son de broma.
—Predicador, yo nací con el uniforme puesto —respondió, refiriéndose al color de su piel.
Alton Darwin se había establecido en la oficina de Tex Johnson, ubicada en el Salón Samoza, en su calidad de Presidente de la Nueva Nación. Había estado ingiriendo alcohol. No tengo la intención de presentar a ninguno de los fugados como un sujeto racional o capaz de redención.
No les importaba el estar vivos o muertos. Alton Darwin se alegró de verme. Todo le alegraba.
Sin embargo, le advertí sobre la posibilidad de que los bombardearan, a menos de que él y los demás se fueran del pueblo inmediatamente. Le señalé que su mejor opción para sobrevivir consistía en regresar a la cárcel y ondear un montón de banderas blancas. Si hacían eso cuanto antes, podían afirmar que no habían tenido nada que ver con la masacre perpetrada aquí. Por cierto, el número de personas que los fugados asesinaron en Scipio fue de 5 menos que aquéllas que yo había matado, sin ayuda de nadie, en la Guerra de Vietnam.
En consecuencia, la batalla de Scipio no fue sino una "tempestad en un vaso de agua", expresión proverbial según la Biblia del Ateo.
Le expliqué a Alton Darwin que si él y su gente no querían ser bombardeados ni regresar a la prisión, entonces debían reunir la mayor cantidad posible de víveres y dispersarse hacia el norte o al oeste. Le dije algo que él ya conocía, a saber: que el suelo del Bosque Nacional, localizado hacia el sur y el este, era tan oscuro e inerte que cualquiera que se internara en él se moriría de hambre o enloquecería antes de que pudiera encontrar el camino que lo sacara de allí. Le comenté otra cosa de la que también estaba al corriente, esto es, que pronto llegarían muchos blancos por el oeste y el norte, para cazar reos prófugos en lugar de venados.
Este segundo comentario era algo que, de hecho, los mismos reclusos me habían enseñado. Todos ellos estaban convencidos de que los Blancos, quienes insistían en el derecho Constitucional de conservar armamento militar en su casa, esperaban el día en que pudieran disparar a los estadunidenses que no tuvieran lo que ellos tenían y que no se parecieran a sus amigos o parientes, en una especie de galería de tiro al aire libre, a la cual solíamos llamar en Vietnam "Zona de Libre Disparo". Uno podía dispararle a cualquier cosa que se moviera, por el bien de la sociedad, en su conjunto, que siempre se encontraba en algún lugar muy alejado, como el Paraíso.
Alton Darwin me escuchó. Luego afirmó que yo estaba en lo correcto, es decir, que quizá bombardearían la prisión. Empero, no consideraba factible que arrojaran bombas sobre Scipio, ni que atacaran el pueblo por tierra. Según él, el Gobierno tendría que guardar las distancias y respetar las demandas que iba a formular.
—¿Qué te hace pensar así? —le pregunté.
—Tenemos cautiva a una celebridad de la IV —me contestó—. No permitirán que nada le suceda. Mucha gente estará al acecho.
—¿Quién es?
—Jason Wilder.
En esa entrevista me enteré de que habían tomado como rehenes no sólo a Wilder, sino también a la Junta Directiva del Colegio Tarkington. Ahora me doy cuenta de que Alton Darwin no habría sabido que Wilder era una celebridad de la TV si no hubieran reproducido una y otra vez los cartuchos del programa de debates conducido por Wilder en los televisores del penal ubicado al otro lado del lago. En el mundo exterior, la gente pobre de cualquier raza veía en 2 o 3 ocasiones el programa en cuestión y no volvía a hacerlo, porque su mensaje básico consistía en que los pobres convertían la vida del resto de los mortales en algo aterrador.
36
La Guerra de las Galaxias —dijo Alton Darwin.
Se refería al sueño de Ronald Reagan, de acuerdo con el cual los científicos construirían una bóveda invisible sobre este país, equipada con sistemas electrónicos, láser, etcétera, impenetrable para cualquier avión o proyectil del enemigo. Darwin creía que la posición social de los rehenes constituía una bóveda invisible sobre Scipio.
Me parece que tenía razón, aunque nunca supe si el Gobierno consideró seriamente la opción de bombardear el valle en su conjunto hasta devolverlo a la Edad de Piedra. Hace años, habría sido capaz de averiguarlo con base en la Ley de la Libertad de Información. Pero la Suprema Corte clausuró esa mirilla.
Darwin y sus tropas sabían que el Gobierno valoraba en alto grado la vida de los rehenes. Ignoraban la causa de ello, y creo que yo también. En mi opinión el número de individuos acaudalados y poderosos se ha reducido hasta el punto en que se sienten miembros de una sola familia. Con base en lo que los reos prófugos sabían de ellos, muy bien podrían haber sido cerdos hormigueros u otra especie animal que nunca antes habían visto.
Darwin lamentaba que yo también debiera permanecer en Scipio. Dijo que no podía permitir que me fuera, porque yo sabía demasiado de su despliegue defensivo. Hasta donde podía darme cuenta, dicho despliegue era inexistente, pero él hablaba como si hubieran trincheras, trampas para tanques y campos minados alrededor de nosotros.
No obstante, su visión del futuro era todavía más irreal. Pretendía restaurar la otrora vitalidad económica del valle. Lo convertiría en una Utopía para Negros. A todos los Blancos se les reubicaría en otra parte.
Iba a colocar de nuevo cristales en las ventanas de las fábricas, y hacer que sus techos volvieran a ser resistentes contra la intemperie. Conseguiría el dinero para llevar a cabo esto y tantas otras obras maravillosas vendiendo las maderas preciosas del Bosque Nacional a los japoneses.
Hoy día, gran parte de su sueño se ha convertido en realidad. El Bosque Nacional está siendo talado por trabajadores mexicanos que utilizan herramientas japonesas y son supervisados por suecos. Se espera que los ingresos generados por este concepto sirvan para pagar la mitad de los intereses causados el día de anteayer por la Deuda Pública.
Lo último es una broma mía. Ni siquiera sé si una parte de las utilidades resultantes de la tala del bosque serán destinadas al pago de la Deuda Pública que, según escuché, rebasa el valor de todas las propiedades localizadas en el Hemisferio Occidental, gracias al interés compuesto.
Alton Darwin me miró de arriba abajo y se expresó con la típica impulsividad sociopática.
—Profesor, no puedo permitir que te vayas porque te necesito.
—¿Para qué? —le pregunté aterrorizado, puesto que temía que quisiera convertirme en General.
—Para que nos ayudes con los planes.
—¿Qué planes?
—Los del futuro glorioso.
Me pidió que me dirigiera a la biblioteca y elaborara planes detallados para hacer de este valle la envidia del Mundo.
Y eso fue lo que hice principalmente durante la Batalla de Scipio.
Además, resultaba muy peligroso salir de este recinto, en virtud de las abundantes balas que surcaban el aire.
Mi mayor proposición utópica en relación con la República Negra ideal fue la "Cerveza del Luchador de la Libertad". De acuerdo con dicha propuesta, se reacondicionaría la vieja cervecería, a fín de producir una cerveza muy parecida a las demás, con la sola excepción de que ésta se llamaría Cerveza del Luchador de la Libertad, es decir, tendría un nombre mágico. Imaginé una época durante la cual, en todo el mundo, los aburridos, los oprimidos y los fatigados se animarían un poco tomando Cerveza del Luchador de la Libertad.
Desde luego, la cerveza es en realidad un sedante. Pero la gente pobre nunca dejará de desear otra cosa.
Alton Darwin murió antes de que yo pudiera concluir los planes de gran alcance. Como ya lo he mencionado, sus últimas palabras fueron: "Vean al Negro que pilotea un aeroplano."
Ahora bien, decidí mostrar los planes a los rehenes.
—¿Qué se supone que significa todo esto? —preguntó Jason Wilder.
—Quiero que vean el trabajo que me ordenaron hacer —contesté—. Ustedes creen que yo tengo autoridad aquí para exigir su liberación. Falso. Estoy tan cautivo como ustedes.
—¿Esperan en realidad tener éxito con esto? —preguntó, después de haber estudiado el borrador.
—No —respondí—. Ellos saben que éste es su Álamo. Arqueó sus famosas cejas, expresando un escepticismo bufonesco. Siempre he considerado que Wilder se parece mucho al incomparable comediante Stanley Laurel.
—Nunca se me hubiera ocurrido comparar a los rabiosos chimpancés que nos mantienen en vil cautiverio con Davy Crocket, James Bowie y el tatarabuelo de Tex Johnson —comentó.
—Sólo me refería a situaciones desesperadas —aclaré.
—Así lo espero —repuso.
Debí haber agregado, pero no lo hice, que los mártires de El Álamo murieron luchando por el derecho de poseer esclavos Negros. Ya no querían pertenecer a México, porque en ese país estaba prohibida toda clase de esclavitud.
No creo que Wilder haya sabido eso. Ni tampoco muchos estadunidenses. Sin duda, nunca escuché ese planteamiento en la Academia. Jamás me habría enterado de que la esclavitud constituyó el motivo principal de disputa en El Álamo, si el Profesor Stern, el monociclista, no me lo hubiera dicho.
¡No es de extrañar la poca afluencia de turistas Negros a El Álamo!
Para ese entonces, algunas unidades del 82° Destacamento Aerotransportado, recién desempacado del Sur de Bronx, habían recuperado el control del otro lado del lago y vuelto a apiñar a los reos tras las rejas.
Uno de los grandes problemas que enfrentaron allá fue que casi la totalidad de los retretes del penal habían sido destrozados. ¿Quién sabe por qué?
¿Qué se iba a hacer con la enorme cantidad de excremento producida hora tras hora y día tras día por todas aquellas lacras de la Sociedad?
En virtud de la abundancia de excusados en este lado del lago se decidió prácticamente de inmediato convertir a este lugar en una prisión auxiliar. El tiempo es esencial, como dicen los abogados.
¿Oué sucedería si una situación similar se presentara a bordo de una nave espacial dirigida a la estrella de Betelgeuse?
37
Durante la última tarde del sitio, unidades de la Guardia Nacional relevaron a las tropas Aerotransportadas. Esa noche, sin ser detectados, los paracaidistas se apostaron detrás de la Montaña Mosquete. Dos horas antes del amanecer siguiente, rodearon silenciosamente la montaña, capturaron el establo, liberaron a los rehenes y tomaron el control de todo Scipio. Sólo tuvieron que asesinar a un individuo, el guardia que dormitaba fuera del establo. Lo estrangularon con una pieza regular del equipo. Yo había utilizado una similar en Vietnam. Se trataba de una cuerda para piano, de un metro de largo y con mangos de madera en los extremos.
Así se desarrollaron los acontecimientos.
Los defensores carecían de municiones. En todo caso, apenas quedaban unos cuantos defensores. Quizá 10.
De nuevo, estoy convencido de que no habrían aplicado una microcirugía tan precisa, con base en el trabajo de las mejores tropas disponibles, si no hubiera sido por la prominencia social de los Directivos.
Éstos fueron transportados en helicóptero a Rochester, donde comparecieron ante las cámaras de la TV. Expresaron su agradecimiento a Dios y al Ejército. Dijeron que nunca habían perdido la esperanza. Señalaron que estaban cansados pero felices, y que sólo querían bañarse y dormir en una cama limpia.
Todos los efectivos de la Guardia Nacional que habían permanecido al sur del Complejo de Cines de Meadowdale durante el sitio, recibieron la Medalla de la Infantería por Méritos en el Combate. ¡Estaban tan contentos!
Los paracaidistas ya tenían la suya. Cuando se alistaban para participar en el desfile de la victoria, no olvidaron utilizar las cintas de condecoración por servicio en las campañas de Costa Rica, Bimini, El Paso, etcétera y, por supuesto, en la Batalla del Sur del Bronx. Esa batalla se habría prolongado, si no hubiera sido por su oportuna intervención.
Varios seres carentes de relevancia social intentaron abordar el helicóptero destinado al traslado de los Directivos. Aunque había espacio suficiente, los nombres de personas autorizadas a nacerlo se encontraban en una lista enviada desde la Casa Blanca. Yo vi dicha lista. Tex y Zuzu Johnson eran los únicos habitantes locales incluidos.
Presencié el despegue de los helicópteros, el final feliz. Me hallaba en el campanario, verificando los daños. Durante el sitio, no me atreví a subir. Quizá alguien me habría disparado y, tal vez, habría sido un precioso tiro.
En cuanto los helicópteros se convirtieron en manchitas dirigidas hacia el norte, me sobresaltó el sonido de una voz femenina. Aquella mujer se encontraba justo detrás de mí. Era bajita, calzaba unos zapatos blancos de lona y había trepado sin hacer el menor ruido. Yo no esperaba ninguna compañía.
—Me preguntaba qué se siente estar aquí arriba. Desde luego, se trata de un acto irracional, pero la vista es agradable, siempre que a 1 le agrade el agua y los soldados —dijo en un tono que manifestaba cansancio. Todos estábamos cansados.
Me volví para mirarla. Era Negra. No quiero decir que haya sido una así llamada Negra, sino una verdadera Negra. Su piel era muy oscura. Quizá no haya tenido ni una gota de sangre blanca. Si hubiera sido un hombre y estado en Alhena, el color de su piel la habría colocado en la casta social más baja.
Era tan bajita y se veía tan joven que la confundí con una de las estudiantes del Tarkington, tal vez con la hija disléxica de algún dictador derrocado del Caribe o de África que se había refugiado en los EUA trayendo consigo el tesoro de su nación muerta de hambre.
¡Me volví a equivocar!
Si el GRIOTMR del colegio aún funcionara, sería incapaz de adivinar quién era ella y qué estaba haciendo ahí. Ella se mantenía al margen de todas las estadísticas con base en las cuales GRIOTMR elaboraba sus tétricas y astutas predicciones. Cuando GRIOTMR era retado por alguien que se apartaba tanto de las expectativas estadísticas como era el caso de esta mujer, sólo emitía sonidos inarticulados. Luego encendía una luz roja.
Nombre: Helen Dole; edad: 26 años; estado civil: soltera. Había nacido en Corea del Sur y crecido en lo que alguna vez fue Berlín Oeste. Obtuvo el Doctorado en Física en la Universidad de Berlín. Su padre había sido Sargento Mayor del Servicio de Intendencia del Ejército Regular, habiéndose desempeñado en Corea y, más tarde, en nuestro Ejército de Ocupación en Berlín. Al cabo de 30 años de servicio, su padre se retiró para vivir en una casita lo suficientemente agradable dentro de un pequeño barrio lo suficientemente agradable, localizado en Cincinnati. Entonces ella se dio cuenta de la terrible escualidez y desesperanza en que nace la mayoría de la gente negra de ese lugar. Decidió regresar a lo que ahora es Berlín a secas y consiguió su Doctorado.
Muchas personas la trataban allá tan mal como la habrían tratado aquí, pero al menos no tenía que pensar todos los días en algún ghetto negro cercano, donde la esperanza de vida era menor que en lo que se supone que era el país más pobre del planeta, a saber, Bangladesh.
Esta Dra. Helen Dole había llegado a Scipio el día anterior a la fuga penitenciaria con el objeto de ser entrevistada por Tex y los Directivos, quienes debían considerar si reunía los requisitos indispesables para ocupar mi antiguo puesto de profesor de Física. Ella había visto la convocatoria respectiva en The New York Times. Antes de venir, había hablado por teléfono con Tex. Le había aclarado que era Negra. Tex le explicó que estaba bien, que no había ningún problema. Él subrayó que el hecho de que fuera mujer y negra, además de poseedora de un grado de Doctorado, era algo absolutamente hermoso.
Si ella hubiera obtenido el empleo y firmado contrato antes de que el Tarkington dejara de existir, habría sido la última profesora dentro de una larga sucesión de maestros de Física del Tarkington, en la cual estoy incluido.
Sin embargo, la Dra. Dole se encolerizó con la Junta Directiva. Sus miembros le pidieron que, ni dentro del aula ni fuera de ella, jamás analizara cuestiones políticas, históricas, económicas o sociológicas con los estudiantes. Debía dejar el examen de esos asuntos a los expertos en la materia contratados por el colegio.
—Simplemente, ¡estallé! —me comentó.
—Lo que me pedían significaba que no actuara como ser humano.
—Supongo que les expusiste claramente esa idea.
—Sí, lo hice. Les dije que eran un puñado de hacendados europeos.
De hecho, como la madre de Lowell Chung ya no estaba en la Junta, todas las caras que la Dra. vio eran características de descendientes de europeos.
Ella sostenía que ese tipo de europeos son ladrones armados que recorren todo el mundo robando tierras, las que pasan a ser sus plantaciones. Y que los individuos despojados son convertidos en sus esclavos. Desde luego, la Dra. Dole estaba empleando el tiempo verbal denominado presente histórico. Sin duda, los Directivos del Tarkington no habían viajado por el mundo a bordo de barcos, ni lo habían hecho armados hasta los dientes y en búsqueda de bienes vulnerables. Más bien, se refería a que ellos eran los herederos del modo de pensar de tales ladrones, aunque hubieran nacido pobres y sólo recientemente hubiesen desmantelado una industria esencial, vaciado una institución de ahorros u obtenido grandes comisiones al facilitar la venta de entrañables instituciones o propiedades estadunidenses a los extranjeros.
Les habló a los Directivos, quienes seguramente habían realizado una excursión turística por el Mar de las Antillas, sobre el jefe indígena de los caribes que fue quemado vivo por los españoles. Su crimen había sido el no haber descubierto la belleza implícita en el acto de ver a su gente convertida en esclava dentro de su propio territorio.
A este jefe se le ofreció una cruz para que la besara, antes de que un soldado profesional o quizá un sacerdote prendiera fuego a la leña apilada hasta sus rodillas. Les preguntó por qué debía besarla y le respondieron que ese beso podría conducirlo al Paraíso, donde encontraría a Dios.
Les preguntó si en ese sitio había otros individuos parecidos a los españoles.
Le contestaron afirmativamente.
Entonces, el dirigente aborigen explicó que no besaría la cruz, porque no quería ir a un lugar donde las personas fueran tan crueles.
Les narró el caso de las nativas de Indonesia, quienes arrojaron sus joyas a los marineros holandeses que se acercaban a la playa portando armas de fuego, con la esperanza de que se sintieran satisfechos con esa riqueza tan fácilmente obtenida y se marcharan.
Pero los holandeses anhelaban también la tierra y la fuerza de trabajo.
Y las consiguieron. Las denominaron plantaciones.
Yo había sido informado de ello por Damon Stern.
—Ahora, ustedes están vendiendo esta plantación —afirmó la Dra. Dole ante los Directivos—, porque el suelo se ha agotado y los aborígenes están cada vez más hambrientos y enfermos, implorando alimentos, medicinas y vivienda. Todo lo cual cuesta muy caro. Los mantos acuíferos se han secado. Los puentes se están cayendo. En consecuencia, están reuniendo dinero para largarse de aquí.
Uno de los miembros de la Junta, cuyo nombre ella ignora pero que no era el de Jason Wilder, señaló que planeaba vivir el resto de su vida en Estados Unidos.
—Aunque se quede usted, su dinero y su alma ya se habrán largado de aquí —le respondió.
De modo que ella y yo, por vías diferentes, habíamos advertido el mismo fenómeno, a saber, que incluso nuestros nativos, ya sea que hubieran alcanzado la cima o nacido en ella, concebían a los estadunidenses como extranjeros. Eso parece ser válido también para las personas ubicadas en la cumbre de lo que alguna vez fue la Unión Soviética: para ellas, sus propios y humildes paisanos no eran individuos de su agrado.
—¿Qué opinó Jason Wilder al respecto? —le pregunté. En la TV, siempre mostraba gran agilidad para capturar cualquier planteamiento que le pareciera inconveniente, cubrirlo con un escupitajo, por así decirlo y contrarrestarlo con una fuerza tan contundente que lo volvía irrecuperable.
—Guardó silencio durante un rato —me contestó.
Sin duda, lo desconcertó esta pequeña mujer negra que hablaba muchos más idiomas que él, que tenía 1 000 veces más conocimientos científicos que él y que al menos sabía tanto como él de historia, literatura, música y arte. Él nunca había invitado a alguien como ella a sus programas de debate. Tal vez, jamás había discutido con una persona cuyo destino GRIOTMR hubiera descrito como impredecible.
Al cabo de unos minutos, Wilder destacó que él era estadunidense y no europeo.
—Entonces, ¿por qué no actúa como tal? —le replicó ella.
38
Sí, y ahora los japoneses se están marchando. El Ejército de Ocupación compuesto de ejecutivos ha iniciado el regreso a su tierra natal. En mi opinión, la fuga del penal de Athena fue la gota que colmó el vaso, porque ya habían comenzado a deshacerse de algunas propiedades, las cuales simplemente abandonaban, antes de que ocurriera la costosa catástrofe.
La causa de que hayan querido adueñarse de un país que se hallaba en un estado avanzado de ruina física, espiritual e intelectual constituye un misterio. Quizá, consideraron que así podrían vengarse del lanzamiento no de una sino de 2 bombas atómicas en el territorio nipón.
Lo anterior nos proporciona un total de 2 grupos que han renunciado por libre albedrío a adueñarse de este país. Creo que el motivo de ello reside en que muchas personas pobres, infelices y cada vez más revoltosas, pertenecientes a todas las razas, están incluidas dentro del inventario de las propiedades.
En apariencia, se quedarán con Oahu, a modo de recordatorio del alto nivel del agua alcanzado por su imperio, tal como actuaron los británicos al conservar las Bermudas.
En relación con la gente pobre y desdichada de todas las razas, me he preguntado a menudo cómo habría sido tratada la Junta Directiva del Tarkington, si Alhena hubiera sido una prisión para Blancos en lugar de una para Negros. Supongo que los reos Hispanos le habrían otorgado un trato similar al de los Negros, es decir, habrían visto a sus miembros como cerdos hormigueros, como criaturas exóticas que no tenían nada que ver con la clase de vida experimentada por los reclusos.
Sin embargo, estoy seguro de que los presos Blancos habrían deseado matarlos o al menos golpearlos, por no haberles conferido una mayor importancia a ellos que a los Negros y los Hispanos.
La Dra. Dole regresó a Berlín. Por lo menos, eso dijo que haría.
Le pregunté dónde se había escondido durante el sitio. Me respondió que se había arrastrado hasta el interior de la caja de fuego de una vieja caldera localizada en el sótano de esta biblioteca. Desde antes de que yo enseñara aquí, ya no se utilizaba esa caldera. Empero, nunca fue retirada, debido al alto costo implicado en su traslado. Al Colegio no le gustaba gastar el dinero en mejoras no susceptibles de ostentación.
Así, durante el sitio, ella permaneció a unos cuantos metros de mí, porque yo estuve aquí sentado entreteniéndome con la maravillosa ciencia de la Futurología.
Sin duda la Dra. Dole no tenía en buen concepto a su propio país. Despotricaba sobre los elevados índices de homicidio y suicidio, drogadicción y mortalidad infantil; el bajo nivel de alfabetización; el alto porcentaje de presidiarios, mayor que el de cualquier otro país con excepción de Haití y Sudáfrica; la deficiente manufactura; la mínima asignación de recursos a la investigación y la escuela de primera enseñanza, en comparación con Japón, Corea o cualquier nación del Este o el Oeste de Europa; etcétera.
—Al menos, aún tenemos libertad de expresión —le comenté.
—Eso no es algo que alguien pueda darte, sino algo que uno mismo debe darse —repuso.
Antes de que se me olvide, debo mencionar que, durante su entrevista laboral, ella le preguntó a Jason Wilder en qué universidad había estudiado.
—En la de Yale.
—¿Sabes cómo deberían llamar a ese centro educativo?
—No.
—Tecnológico para los Dueños de Plantaciones.
Me contó que cuando vivía en Berlín, le horrorizaba la gran ignorancia de muchos turistas y soldados estadunidenses en materia de geografía e historia, así como de lenguas y costumbres de otros países.
—¿Qué hace que muchos estadunidenses estén orgullosos de su ignorancia? Actúan como si ésta los convirtiera en seres encantadores.
Alton Darwin me había formulado la misma pregunta cuando trabajaba en Athena. Estaban transmitiendo una película sobre la Segunda Guerra Mundial en todos los televisores del penal. En ella, Frank Sinatra era capturado por los alemanes. Lo interrogaba un Comandante Nazi que hablaba un Inglés tan bueno como el de Sinatra, y que tocaba el chelo y pintaba acuarelas en su tiempo libre. El militar expresaba a Sinatra su enorme deseo por regresar, una vez concluida la guerra, a su primer amor: la lepidopterología.
Sinatra no sabía qué es la lepidopterología. Se trata del estudio de las polillas y las mariposas. Eso tuvieron que explicárselo.
—En todas esas cintas cinematográficas, los alemanes y los japoneses aparecen siempre como individuos inteligentes, mientras que los estadunidenses son presentados como tontos. Entonces, ¿de qué modo ganaron la guerra?
—me preguntó Alton Darwin.
Darwin no se sentía personalmente aludido. Los soldados estadunidenses que aparecían en la película eran todos Blancos. No sólo se trataba de propaganda Blanca, sino también de un dato históricamente exacto. Durante el Tormento Final, las unidades militares estadunidenses fueron separadas por razas. En ese entonces, se creía que a los Blancos les causaba malestar el tener que compartir cuarteles y comedores con los Negros. Eso era aplicable también a la vida civil. Los Negros asistían a sus propias escuelas, y eran excluidos de la mayor parte de los hoteles, restaurantes y lugares de recreo, con excepción de los escenarios y las casetas electorales.
De vez en cuando, eran ahorcados, quemados vivos o castigados ejemplarmente, para recordarles que ocupaban el estrato más bajo de la Sociedad. Cuando se les entregaba el uniforme militar, se partía del supuesto de que carecían de la determinación y la iniciativa necesarias en las batallas. Por consiguiente, la mayoría de ellos desempeñaban labores ordinarias o conducían camiones, siempre a la sombra de los Duke Wayne y los Frank Sinatra, quienes llevaban a cabo el trabajo temerario.
Sólo hubo un escuadrón de combate cuyos integrantes fueron exclusivamente Negros. Para sorpresa de muchos, lo hicieron bastante bien.
¿Ven al Negro que pilotea un aeroplano?
Ahora bien, regresemos a la pregunta de Alton Darwin, referida a la causa por la cual Frank Sinatra merecía ganar, aunque haya sido un ignorante.
—Creo que era digno de la victoria por su parecido con Davy Crockett, el de El Álamo —le contesté. La cinta de Walt Disney sobre Davy Crockett había sido transmitida una y otra vez en el penal; por tal motivo, todos los presos sabían quién era Davy Crockett. Y algo que sería útil sacar a colación en mi juicio es que nunca les dije a los reos que el General mexicano que sitió El Álamo intentó llevar a cabo lo mismo que Abraham Lincoln haría más adelante, a saber, unificar a su país y prohibir la esclavitud.
—¿En qué sentido se parece Sinatra a Davy Crockett? —indagó.
—En que tiene un buen corazón —repuse.
Sí, y todavía queda algo por narrar de mi historia. Empero, el abogado acaba de darme una noticia que me ha dejado pasmado. Creí que, después de lo de Vietnam, ya no habría nada que pudiera sacudirme tan violentamente. Consideré que me había acostumbrado a los cadáveres, sin importar de quién se tratara.
Me volví a equivocar.
¡Ay de mí!
Si revelo ahora quién falleció y cómo falleció, apenas ayer, surgiría la impresión de que mi historia ha concluido. Desde el punto de vista del lector, ya no habría nada más que agregar, salvo lo siguiente:
FIN
No obstante, aún restan algunos asuntos por aclarar. En consecuencia continuaré mi narración como si no me hubiese enterado de esa noticia.
Resulta que el Teniente Coronel que dirigió el ataque contra Scipio y que más tarde impidió que los habitantes locales abordaran los helicópteros era también egresado de la Academia, aunque unos 7 años más joven que yo. Cuando le dije mi nombre y vio mi anillo de graduación, se dio cuenta de quién era y de cuál había sido mi papel. Exclamó: "¡Dios mío, es El Predicador!"
Si no hubiese sido por él, ignoro qué habría sido de mí. Creo que hubiera hecho lo mismo que la mayoría de la gente del valle, a saber, largarse a Rochester, Búfalo o a otro lugar más lejano en busca de cualquier tipo de trabajo, remunerado sin duda con un salario mínimo. Toda el área localizada al sur del Complejo de Cines Meadowdale se encontraba y todavía se halla bajo Ley Marcial.
Su nombre era Harley Wheelock III. Me dijo que él y su esposa eran estériles, motivo por el cual adoptaron a 2 gemelas huérfanas de Perú, América del Sur, y no de Perú, Indiana. Se trataba de un par de encantadoras niñitas incas. Pero él casi nunca las veía, porque su División tenía muchos quehaceres. Ya estaba listo para partir a casa, una vez que le otorgaran el permiso de abandonar temporalmente el Sur del Bronx, cuando se le ordenó venir aquí con objeto de poner fin a la fuga de la cárcel y rescatar a los rehenes.
Su padre, Harley Wheelock II, también egresado de la Academia y miembro de 3 generaciones anteriores a la mía, había muerto, cosa que yo ya sabía, en algún tipo de accidente en Alemania y, por tanto, no participó en Vietnam. Le pedí a Harley III que me describiera con precisión la forma en que había fallecido Harley II. Me contó que su padre se ahogó cuando intentaba rescatar a una mujer sueca que había decidido suicidarse conduciendo su Volvo, con las ventanas abiertas, hacia el fondo de las aguas del río Ruhr, en Essen, ciudad natal de aquel pionero en la fabricación de crematorios, A. J. Topf und Sohn. Cuan pequeño es el mundo.
—¿Sabes algo de este poblacho inmundo? —me preguntó. Por supuesto, no dijo "inmundo". Antes de que se le ordenara trasladarse a este sitio, nunca había oído hablar del Valle de Mohiga. Como la mayoría de la gente, tenía ciertas referencias de Athena y el Tarkington, pero carecía de una idea clara del lugar donde se encontraban.
Le contesté que este poblacho inmundo era mi hogar, aunque había nacido en Delaware y crecido en Ohio, y que esperaba que algún día me enterraran aquí.
—¿Dónde está el Director del penal? —indagó.
—Muerto, al igual que todos los policías, incluyendo a los del campus —respondí—. Y también al Jefe de Bomberos.
—¿Entonces no existe aquí ningún representante del Gobierno?
—Yo diría que tú lo eres.
—¡Válgame Dios! A dondequiera que voy, me convierto de repente en personificación del Gobierno. Ya encarno al Gobierno en el Sur del Bronx y debo regresar a ese lugar lo más pronto posible. Así que te declaro en el acto Alcalde de este poblacho inmundo —exclamó, utilizando en esta ocasión la expresión de "poblacho inmundo"—. Ve hasta el Ayuntamiento, dondequiera que se halle, y comienza a gobernar.
Hablaba con tanta determinación. ¡Su voz era tan estentórea!
Como si la conversación no hubiese sido lo suficientemente rara, lucía uno de esos cascos muy parecidos a los cubos para carbón que el Ejército había comenzado a repartir al cabo de la derrota en la Guerra de Vietnam, con el objetivo quizá de cambiar nuestra suerte.
Si se logra que los Negros, los judíos y todos los demás parezcan nazis, tal vez los resultados serían mejores.
—No puedo gobernar —protesté—. Nadie me haría caso. Se burlarían de mí.
—¡Buena observación! —gritó.
Se comunicó por radio a la Oficina del Gobernador, localizada en Albany. El Gobernador, a bordo de un helicóptero, se dirigía a Rochester, a fin de aparecer en la TV con los rehenes liberados. La Oficina del Gobernador tomó las medidas necesarias para transmitir la llamada de Harley III al Gobernador, quien se hallaba en las alturas. Aquél le dijo a éste quién era yo y qué situación reinaba en Scipio.
No se demoró.
Al final, Harley III se volvió hacia mí.
—¡Felicidades! ¡Ahora ya eres General de Brigada de la Guardia Nacional! —me informó.
—Mi esposa y mi suegra permanecen al otro lado del lago —le aclaré—. Necesito ir a ver cómo están.
Él era capaz de decirme cómo estaban. El día anterior, había visto con sus propios ojos la forma en que Margaret y Mildred eran introducidas a una caja de acero, depositada en la parte trasera de un camión de la prisión, y enviadas hacia la Academia de la Risa de Batavia.
—¡Están bien! —señaló—. En este momento, tu país te necesita más que ellas. En consecuencia, General Hartke, ¡cumple con tu deber!
¡Estaba tan lleno de energía! En apariencia, su casco en forma de cubo para carbón contenía una tronada.
¡Ningún instante desperdiciado! Apenas hubo convencido al Gobernador de que me convirtiera en General de Brigada cuando ya se había dirigido hacia el establo, donde los Luchadores de la Libertad estaban siendo obligados a cavar tumbas para todos los cadáveres. Los fatigados excavadores tenían razón al considerar que estaban abriendo zanjas para albergar sus propios restos. Habían visto montones de películas sobre el Tormento Final, en las que los soldados ataviados con cascos en forma de cubo para carbón vigilaban a los andrajosos que cavaban sus últimas moradas.
Escuché cómo Harley III vociferaba órdenes a los cavadores, con objeto de que hicieran los hoyos más profundos, más rectos sus lados, etcétera. Yo había presenciado un liderazgo semejante en Vietnam, y yo mismo lo había ejercitado de vez en cuando, por tal motivo estoy completamente seguro de que Harley III había ingerido alguna especie de anfetamina.
Al principio, no había gran cosa por gobernar. Este lugar, que había sido el único negocio perdurable del valle, estaba desierto y era muy probable que así permaneciera. La mayoría de los habitantes de Scipio se las habían arreglado para huir al cabo de la fuga del penal. Empero, cuando regresaron, no había forma de ganarse la vida. Aquéllos que poseían casas o pequeños comercios no encontraron a nadie que quisiera comprárselos. Estaban aniquilados.
Así que la mayoría de los civiles a los que pude haber gobernado habían depositado velozmente sus mejores pertenencias en coches y remolques, y pagado pequeñas fortunas a tratantes del mercado negro de la gasolina, a fin de poder largarse.
Carecía de tropas propias. Aquéllas localizadas en esta parte del lago habían sido prestadas por el comandante de una División de la Guardia Nacional, la 42a división, la "División Arco Iris", Lucas Florio. El estableció su cuartel general en la oficina que Hiroshi Matsumoto había instalado en la prisión. No era egresado de West Point, no había participado en Vietnam y su ciudad natal era Schenectady, debido a lo anterior, nunca antes nos habíamos visto. Sus tropas estaban compuestas exclusivamente de Blancos, con Orientales clasificados como Blancos Honorarios. Lo mismo era válido para el 82° Destacamento Aerotransportado. Había también, en otros puntos, unidades integradas por Negros e Hispanos. En teoría, aplicable por igual al caso de las penitenciarías, los individuos se sienten más cómodos en compañía de miembros de su misma raza.
Esta resegregación, aunque nunca escuché que ninguna figura pública se manifestara al respecto, provoca también que las Fuerzas Armadas se parezcan cada vez más a palos de golf. Se utiliza este o aquel batallón, dependiendo del color de la gente contra la cual se vaya a combatir.
Por supuesto, la Unión Soviética, dada su ciudadanía, que incluye a todas las clases de seres humanos, salvo a los Negros y los Hispanos, tuvo problemas para comprender que los soldados no se esmeran en la lucha si deben pelear contra individuos que se parezcan, piensen y hablen como ellos.
La propia División Arco Iris fue establecida durante la Primera Guerra Mundial como un experimento de integración de estadunidenses desemejantes no pertenecientes al Ejército Permanente. Las Divisiones de Reservistas activadas en aquella época se identificaban con partes específicas del país. Entonces, a alguien se le ocurrió la idea de integrar una División compuesta por reclutas y voluntarios provenientes de distintos puntos de la nación para demostrar que podía tener éxito.
La armonía entre los Blancos, aunque no simpatizaran del todo entre sí, quedó plasmada en el arco iris. De hecho, la División Arco Iris combatió tan bien como cualquier otra durante la Guerra para Acabar con las Guerras, el preludio al Tormento Final.
Después, una vez concluido el experimento, la 42a División se convirtió en una unidad más de la Guardia Nacional, cedida arbitrariamente, con todo y sus galones, al Estado de Nueva York.
Sin embargo, el símbolo del arco iris sobrevive en el parche que destaca en el hombro del uniforme.
Antes de ser arrestado por insurrección, yo mismo era portador de ese arco iris, ¡junto con la insignia de Brigadier!
39
Durante las 2 primeras semanas en que me desempeñé como Comandante Militar del Distrito de Scipio, que comprendía el terreno localizado entre el nacimiento del lago y el Bosque Nacional, creo que mi mejor decisión fue la de convertir a algunos soldados en bomberos. Como estos individuos habían ayudado a combatir incendios antes de seguir la carrera de las armas, hice que se familiarizaran con los extintores del pueblo, los cuales no habían sido dañados durante el sitio. Un verdadero golpe de suerte: todos los camiones de bomberos tenían lleno el tanque de la gasolina. En una sociedad cuya inmensa mayoría de miembros, desde los más ricos hasta los más pobres, suelen robar todo aquello que no esté asegurado con clavos, resulta inconcebible admitir que nadie se haya apoderado de ese valioso combustible.
Muy a menudo, en medio del caos, 1 se topa con un ejemplo asombroso e inexplicable de respeto cívico. Quizá, la última pizca de fe en poder de la gente se deposite en los bomberos.
Asimismo, supervisé la exhumación de los restos enterrados junto al establo. Habían sido sepultados unos cuantos días atrás; empero, el Gobierno, personificado por un Pesquisidor y un Médico Forense de la Policía del Estado, un verdadero erudito en materia de crucifixiones, nos ordenó que los desenterráramos. El Gobierno quería obtener huellas digitales, fotografías, datos sobre posibles curaciones odontológicas e información acerca de heridas visibles de los cadáveres. No tuvimos que exhumar a los Shultz, porque ya habían sido desenterrados en una ocasión, para aumentar la superficie destinada al Pabellón.
Y aún no habíamos encontrado el cráneo de la mujer joven. La excavación no había avanzado todavía lo suficiente para dejar al descubierto lo que alguna vez fue la cabeza de la Reina de las Lilas.
El Gobierno, compuesto solamente de esos 2 forasteros, dijo que debíamos sepultar a mayor profundidad los restos mortales en cuestión, una vez concluido su análisis. Así lo estipulaba la ley.
—No pretendo violar la ley —le aclaré.
El Pesquisidor era negro. No me habría dado cuenta de que era Negro, si él no me lo hubiese dicho.
Le pregunté cuan factible era que el Condado o el estado se hicieran cargo de los cadáveres hasta que los parientes más cercanos, en el caso de que los hubiera, decidiesen qué hacer con ellos. Tenía la esperanza de que los llevaran a Rochester, donde podían ser embalsamados, congelados, incinerados o, al menos, enterrados dentro de recipientes adecuados. Aquí habían sido sepultados sin más acompañamiento que sus prendas de vestir.
Respondió que llevaría a cabo la indagación correspondiente, pero que no me hiciera muchas ilusiones, explicó que el Condado estaba en bancarrota, que el Estado estaba en bancarrota, que el País estaba en bancarrota y que él estaba en bancarrota. Había perdido lo poco que tenía en la Microsecond Arbitrage.
Después de la partida de los representantes del Gobierno, me entregué a la búsqueda del mejor procedimiento para abrir zanjas más profundas. No estaba dispuesto a ordenar a los efectivos de la Guardia Nacional que llevaran a cabo el trabajo echando mano de palas. Se habían ofendido cuando les pedí que desenterraran los cadáveres y, en todo caso, su descontento iba en aumento conforme se volvía cada vez más claro, incluso en una etapa tan temprana del juego, que tal vez nunca se les permitiera reintegrarse a la vida civil. El encanto de sus Medallas de la Infantería por Méritos en el Combate se estaba esfumando.
No podía utilizar la fuerza de trabajo de los reclusos residentes en el otro lado del lago. Eso lo estipulaba, también, la ley. Fue entonces cuando recordé que el colegio contaba con una retroexcavadora que funcionaba a base de diesel, un producto que podría comprarse a buen precio en el mercado negro. Ahora bien, si alguien podía encontrar la retroexcavadora, cabía la esperanza de que tuviese almacenado un poco de combustible.
Un soldado dio con ella y ¡el tanque estaba lleno!
¡Milagro!
Vuelvo a formular la misma pregunta: "¿Durante cuánto tiempo seguiré siendo Ateo?"
El tanque estaba lleno, porque en Scipio sólo había un automóvil que funcionaba a base de diesel cuando comenzó la diáspora. Se trataba de un Cadillac de la General Motors que salió al mercado hacia la época que fuimos echados a patadas de Vietnam. Ese coche aún está aquí. Era un verdadero cacharro. Habría sido más fácil llevar a cabo un paseo dominical en una pirámide egipcia.
Pertenecía a un padre de familia del Tarkington. Este individuo venía a la graduación de su hija, cuando el automóvil se descompuso frente al Café del Gato Negro. Ya se había detenido espontáneamente en numerosas ocasiones en el trayecto comprendido entre este lugar y la Ciudad de Nueva York. Así pues, su dueño se dirigió a la ferretería más cercana, compró pintura amarilla y una brocha y lo pintó; después, se lo vendió a Lyle Hooper en un dólar.
¡Este sujeto pertenecía a la Junta Directiva de la General Motors!
Durante el breve lapso en que los cadáveres permanecieron desenterrados, se apareció una persona acompañada de una carroza mortuoria Toyota y de un agente de una funeraria de Rochester, para reclamar 1 de ellos. Se trataba del Dr. Charlton Hooper, quien había sido invitado a jugar baloncesto con los Knickerbockers de Nueva York pero había preferido estudiar Física. Como ya lo he mencionado, él medía 2 metros de alto.
¡Vaya estatura!
Le pregunté al de la funeraria dónde había conseguido el combustible para realizar el viaje.
Al principio, no quiso revelarme el dato, pero le insistí.
—Búsquelo en el crematorio que se halla a espaldas del Complejo de Cines Meadowdale. Pregunte por Guido.
Le pregunté a Charlton si se había trasladado desde Waxahachie, Texas. Le comenté que me había enterado de que habitaba en esa ciudad, donde efectuaba experimentos con el enorme desintegrador de átomos, el Supercolisionador. Me respondió que el presupuesto para llevar a cabo dichos experimentos se había acabado, y que por tal motivo se vio precisado a mudarse a Ginebra, Nueva York. Ahí impartía cátedra de Física a los alumnos de primer año del Colegio Hobart.
Le pregunté si era factible convertir el Supercolisionador en una cárcel.
Me contestó que se podía introducir a un puñado de chicos malos dentro del desintegrador y conectar la corriente eléctrica. Como resultado de ello, se les pondrían los pelos de punta y aumentaría su temperatura corporal un par de grados centígrados.
Casi una semana después de que Charlton se hubiese llevado los restos mortales de su padre y de que nosotros hubiésemos reinhumado todos los demás cadáveres, echando mano de la retroexcavadora, a la profundidad dispuesta por la ley, me despertó cierta tarde un gran alboroto en lo que alguna vez había sido un pueblo apacible. En ese entonces, residía en el Ayuntamiento, donde solía dormir la siesta.
El ruido provenía de acá arriba. Se oía el gruñido de las sierras de cadena, así como un continuo martilleo. Parecía tratarse del estruendo de un ejército. Según la información de que disponía, sólo había en ese lugar 4 centinelas.
El soldado que estaba apostado en el vestíbulo, cuya misión consistía en despertarme si sucedía algo importante, había desaparecido. Seguramente, salió a investigar qué demonios estaba pasando, porque no habíamos sido notificados de la realización de alguna actividad especial.
En consecuencia, tuve que trepar yo solo a la colina. Llevaba puestos zapatos de civil y un traje camuflado que el General Florio me había regalado, junto con una de sus insignias en cada hombro. A eso se reducía mi uniforme.
Cuando llegué a la cima de la Calle Clinton, descubrí al General Florio vociferando órdenes a los soldados trasladados a este lado del lago. Algunos estaban convirtiendo el Patio en una ciudad de tiendas de campaña. Otros levantaban una cerca de alambre de púas alrededor del campamento.
No tuve que preguntar el significado de todo aquello, resultaba obvio que el Colegio Tarkington, que se había mantenido de tamaño reducido mientras crecía y crecía la prisión localizada al otro lado del lago, acababa de convertirse en una penitenciaría.
—Hola, Alcaide Hartke —me dijo el General Florio, obsequiándome su mejor sonrisa.
Una vez que las tiendas de campaña, con capacidad para albergar cada una a 10 hombres y trasladadas desde el Arsenal ubicado frente al Complejo de Cines Meadowdale, quedaron montadas en el Patio a manera de un tablero de ajedrez, todo parecía muy lógico. Los edificios circundantes, el Salón Samoza, esta biblioteca, la librería, el Pabellón, etcétera, equipados con ametralladoras en varias de sus ventanas y portales, y con el alambre de púas colocado entre ellos y las tiendas, hacían las veces de muros de la prisión.
—Están por llegar los huéspedes —señaló el General Florio.
Recuerdo una conferencia dictada por Damon Stern sobre la visita que efectuó, en compañía de varios alumnos del Tarkington, a Auschwitz, el infame campo de exterminio nazi establecido en Polonia durante el Tormento Final. Stern acostumbraba obtener ingresos adicionales llevando a Europa a los estudiantes cuyos padres o tutores no deseaban verlos en Navidad o a lo largo de las vacaciones veraniegas. Tuvo consecuencias nefastas el haber visitado Auschwitz junto con algunos de ellos. Tomó la decisión de realizar una excursión de manera impulsiva y sin haber solicitado el permiso de nadie. Ese lugar histórico no estaba incluido dentro del itinerario y algunos de los jóvenes se trastornaron al conocerlo.
En la conferencia sostuvo que si las cercas, los cadalsos y las cámaras de gases fueron retirados del metódico tablero de ajedrez compuesto por las calles y las garitas de estuco de 2 plantas, se obtendría un agradable plantel para los estudiantes de bajo rendimiento o de pocos recursos del área. Señaló que las garitas habían sido edificadas antes de la Primera Guerra Mundial, a modo de puestos de avanzada confortables para los soldados del Imperio Austro Húngaro. Afirmó que 1 de los muchos títulos de nobleza reunidos por ese emperador era el de Duque de Auschwitz.
Lo que buscaba el General Florio en nuestro lado del lago eran las instalaciones sanitarias. Los reos iban a utilizar cubetas como retretes; pero, más tarde, el contenido de esas cubetas podría ser vaciado en los excusados de los edificios circundantes, desde donde viajaría hasta la moderna planta de tratamiento de aguas residuales de Scipio. Del otro lado del lago, era menester enterrar todo.
Y no había regaderas.
En cambio, nosotros teníamos gran cantidad de regaderas.
Sin duda, uno de los aspectos más conmovedores del sitio fue el poco daño que los reclusos prófugos propinaron al campus. Pareciera que en realidad hubiesen estado convencidos de que iba a ser suyo a lo largo de varias generaciones.
Lo anterior me trae a la memoria otra de las conferencias dictadas por Damon Stern, la cual versó sobre la forma en que se comportó la gente hambrienta y embrutecida de Petrogrado, en Rusia, cuando se introdujo al palacio de los zares, lo cual tuvo lugar en 1917. Por vez primera, vieron todos los tesoros conservados dentro del palacio; se sintieron tan ultrajados que desearon despedazarlos.
Sin embargo, en ese momento, un hombre acaparó su atención al disparar una bala en dirección al techo. Ese individuo gritó: "¡Camaradas! ¡Camaradas! ¡Todo esto es ahora nuestro! ¡No estropeen nada!"
Dieron a Petrogrado el nombre de "Leningrado". Hoy día, se llama de nuevo Petrogrado.
En cierto sentido, los reos prófugos se parecían a la bomba de neutrones. No mostraban compasión alguna para con los seres vivientes, pero apenas dañaron las propiedades.
En cambio, Damon Stern, el monociclista, dio la vida por unos seres vivos. Éstos ni siquiera eran humanos. Eran caballos, que ni siquiera eran suyos.
Su esposa e hijos se marcharon y, según supe, residen en Lackawanna, donde cuentan con parientes. Es agradable que la gente tenga familiares con los cuales se pueda refugiar.
Damon Stern está enterrado profunda y cercanamente al sitio en que cayó, junto al establo, a la sombra de la Montaña Mosquete, al ponerse el Sol.
Su esposa, Wanda June, regresó después del sitio en un camión que, según dijo, pertenecía a su medio hermano. Le costó una fortuna la gasolina necesaria para realizar el trayecto desde Lackawanna. Le pregunté cómo estaba consiguiendo dinero, y me contestó que ella y Damon habían escondido un montón de yenes en el congelador, dentro de una caja cuya etiqueta decía "coles de Bruselas". Damon la despertó a medianoche, y le dijo que se introdujera al Volkswagen junto con los niños y que condujera hasta Rochester con las luces apagadas. Había escuchado la explosión ocurrida al otro lado del lago y visto al silencioso ejército que cruzaba el hielo con dirección a Scipio. Lo último que hizo con Wanda June fue entregarle la caja cuya etiqueta decía "coles de Bruselas".
El propio Damon, pese a las objeciones de su esposa, permaneció en el campus para dar la alarma. Le explicó que la alcanzaría más tarde. Que se haría llevar en el coche de alguien o que caminaría hasta Rochester, siguiendo vías vecinales por él conocidas, en caso necesario. No queda del todo claro qué sucedió después de eso. Quizá llamó a la policía local, aunque ninguno de sus miembros sobrevivió para confirmar dicha hipótesis. Lo que sí hizo fue despertar a muchos de sus vecinos.
La conjetura más viable es la de que Damon escuchó balazos dentro del establo y que acudió, imprudentemente, a investigar. Un Luchador de la Libertad armado con una AK-47 estaba disparándoles a los caballos por pura diversión, porque no apuntaba hacia la cabeza de los animales.
Damon debió pedirle que se detuviera, y el Luchador de la Libertad le disparó también a él.
Su esposa no reclamó el cadáver. Dijo que su esposo había pasado los años más felices de su vida en Scipio, motivo por el cual debía permanecer enterrado aquí.
Encontró los 4 monociclos de la familia. No fue una búsqueda difícil. Los soldados hacían cola para intentar montarlos. Antes que ellos, varios de los reos también habían tratado de hacerlo sin lograr, que yo sepa, éxito en la empresa.
Recorrí la Calle Clinton de regreso al Ayuntamiento, con objeto de considerar mi reciente cambio de ocupación: ahora me desenvolvería como Alcaide.
Había un Rolls-Royce Corniche, un cupé convertible, estacionado enfrente. Quienquiera que fuera dueño de un coche como ése, tendría suficientes yenes, marcos u otras unidades monetarias estables para comprar en el mercado negro el combustible indispensable en cualquier tipo de recorrido, sin importar su extensión.
Supuse que pertenecía a algún estudiante o padre de familia del Tarkington, quien deseaba recuperar alguna pertenencia olvidada en los dormitorios al principio del periodo vacacional, el cual se había prolongado, dadas las circunstancias, indefinidamente.
El soldado que debía desempeñar las funciones de recepcionista se encontraba de nuevo en su puesto. Decidió regresar cuando el General Florio le dijo que dejara de vagar por los alrededores con el pulgar metido en el ano y que ayudara a levantar la cerca de alambre o las tiendas de campaña. Me estaba esperando en la puerta principal, para informarme que alguien deseaba verme.
—¿Quién es el visitante?
—Su hijo, señor.
—¿Está aquí Eugene? —pregunté estupefacto. Eugene Jr. me había dicho que no quería volver a verme nunca más en su vida. ¿Qué les parece esa cadena perpetua? ¿Y manejaba ahora un Rolls-Royce? ¿Eugene?
—No, señor. No se trata de Eugene.
—Eugene es el único hijo que tengo. ¿Cómo dijo que se llama?
—Me dijo, señor, que su nombre es Rob Roy.
Ésa era toda la prueba que necesitaba para estar seguro de que 1 de mis hijos me esperaba en la oficina. Al escuchar las palabras "Rob Roy", me remonté de inmediato a las Filipinas, durante la etapa en que nos acababan de echar a patadas de Vietnam. Me veía en la cama, acompañado de una voluptuosa corresponsal de guerra de The Des Moines Register, cuyos labios parecían cojines de sofá. Le explicaba que si yo hubiera sido un avión de combate, me habría cubierto totalmente de retratos de personas.
Calculé su edad. Debía tener unos 23 años, lo cual lo convertía en el más joven de mis hijos. Era el bebé de la familia.
Se hallaba en la sala de espera localizada fuera de mi oficina. Se levantó cuando entré. Era exactamente de mi estatura. Su cabello tenía el mismo color y textura que el mío. Observé que debía afeitarse; pero que su barba incipiente era tan negra y gruesa como la mía. Sus ojos tenían el mismo color que los míos, caracterizándose los 4 por una tonalidad de ámbar verdoso. Ambos habíamos heredado la nariz prominente de mi padre. Era un sujeto nervioso y cortés. Lucía costosas prendas de vestir informales. Si hubiera sido un joven de lento aprendizaje o un mero estúpido, que no lo era, habría podido pasar 4 felices años en el Tarkington, en especial con ese coche suyo.
Me sentía aturdido. Me había despojado del abrigo, con objeto de que viera mis insignias de General. Algo es algo. ¿Cuántos jóvenes pueden jactarse de que su padre sea un General?
—¿En qué puedo ayudarte? —le pregunté.
—No sé cómo empezar —me contestó.
—Pues ya lo hiciste, diciéndole al guardia que eres hijo mío. ¿Se trata acaso de una broma?
—¿Crees que se trata de una broma?
—No pretendo afirmar que haya sido un Santo durante mis años mozos. Pero nunca hice el amor utilizando un alias. Cualquiera que me hubiera buscado, me habría encontrado. Así pues, me sorprende enterarme de que engendré un hijo fuera del matrimonio en algún momento de mi vida. Considero que la madre, en cuanto hubiese descubierto que estaba embarazada, se habría puesto en contacto conmigo.
—Conozco una madre que no lo hizo —dijo y, antes de que pudiera replicarle, soltó abruptamente una serie de palabras que debió haber ensayado en el camino—: Ésta va a ser una visita muy breve. Sólo distraeré tu atención unos cuantos minutos. Estoy por partir a Italia. No regresaré a este país, y mucho menos a Dubuque.
Resultó que había estado sometido a una prueba severa, la cual había durado mucho más que el sitio de Scipio y que quizá le había afectado mucho más que lo que me afectó a mí la experiencia de Vietnam. Se le había acusado de abusar sexualmente de varios niños en Dubuque, Iowa, donde había establecido y administrado una guardería gratuita, cuyos gastos corrían por su cuenta.
No estaba casado, un punto menos a su favor desde la perspectiva de la mayoría del jurado, una falta similar a la de haber luchado en la Guerra de Vietnam.
—Crecí en Dubuque. Y la fortuna que heredé provenía de una empacadora de carne que floreció en Dubuque. Deseaba darle algo en retribución a Dubuque. Habiendo tantas madres solteras que debían mantener a sus hijos con base en un salario mínimo, y tantas familias donde el padre y la madre tenían que trabajar para poder sustentar y vestir a sus vastagos, consideré que lo que más necesitaba Dubuque era una guardería agradable y gratuita.
Dos semanas después de que la guardería abrió sus puertas, fue arrestado. Varios de los niños que asistían a ese centro infantil, regresaron a su casa con los genitales inflamados.
Más tarde se demostró en la corte, una vez concluido el análisis de las lesiones de los niños, que el culpable de la inflamación era un hongo. Dicho hongo estaba estrechamente emparentado con aquél que provoca el pie de atleta. De hecho, quizá se haya tratado de un nuevo tipo de hongo causante del pie de atleta, el cual pudo haber aprendido a sobrevivir no obstante todos los remedios que suelen emplearse para combatirlo.
Sin embargo, hacia la fecha en que se diagnosticó el origen del padecimiento infantil, él ya había permanecido 3 meses en la cárcel, y había tenido que ser protegido por la Guardia Nacional contra la muchedumbre que quería lincharlo. Afortunadamente para él, Dubuque, como muchas otras comunidades, había reforzado a su policía con Vehículos Blindados y Tropas de Infantería.
Después de que fue absuelto, hubo de ser transportado a un sitio muy distante de Dubuque y a bordo de un tanque equipado con silenciador; en caso contrario, lo habrían asesinado.
Por cierto, el juez que lo absolvió fue asesinado. Sus antepasados eran italianos. Alguien le envió una bomba escondida dentro de un enorme embutido de carne de vaca y de cerdo.
Sin embargo, ese hijo mío no me contó de inmediato todo lo anterior.
—Espero que me comprendas. Lo último que me gustaría hacer es apelar a tus sentimientos —me aclaró, antes de comenzar a narrar la historia de sus sufrimientos.
—Adelante, te escucho —repuse.
Hoy día, al recordar nuestro encuentro, me invade una sensación de dulzura. Le agradé, me consideró un individuo cordial. Se comportó como si en realidad se hubiera encontrado frente a un buen padre, aunque sólo haya sido por un breve lapso.
Al principio, cuando apenas estábamos sondeando cautelosamente el terreno y yo aún no había admitido que él era mi hijo, le pregunté si "Rob Roy" era el nombre que aparecía en su acta de nacimiento o si se trataba de un apodo que su madre le había puesto.
Me dijo que ése era el nombre que aparecía en su acta de nacimiento.
—¿Y quién figura como tu padre en ese documento?
—Un soldado que murió en Vietnam.
—¿Recuerdas cómo se llamaba?
En esto sí me sorprendió. Se trataba del nombre de mi cuñado, Jack Patton, a quien la madre de este joven nunca conoció. Sin duda, durante nuestro encuentro en Manila debí haberle hablado sobre Jack, refiriéndole el hecho de que había sido soltero y de que había dado la vida por su país.
Pensé para mis adentros: "Querido Jack, dondequiera que estés, ha llegado la hora de que te vuelvas a reír como loco."
—¿Y qué te hace pensar que yo soy tu padre y no él? ¿Acaso tu madre te lo dijo?
—Me escribió una carta.
—¿No te lo dijo frente a frente?
—No pudo. Murió de cáncer en el páncreas cuando yo tenía 4 años.
Esa noticia me causó una violenta conmoción. Ella no sobrevivió mucho tiempo después de aquella noche en que le hice el amor. Siempre me gustó pensar que las mujeres a las que he amado serían longevas. Había imaginado que su madre, animosa e inteligente, alegre y ocurrente, cuyos labios parecían cojines de sofá, viviría muchos años.
—Me escribió una carta cuando se hallaba en su lecho de muerte. Dicha carta fue depositada en un despacho de abogados de Dubuque, con la instrucción de que no debía ser abierta sino después del fallecimiento del buen hombre que se había casado con ella y me había adoptado. Él murió hace solamente un año.
—¿Aclara en esa carta el motivo por el cual te llamó Rob Roy?
—No. Supongo que me puso dicho nombre porque le gustaba la novela homónima de Walter Scott.
—Es probable —le comenté. ¿En qué le habría beneficiado saber que se le había asignado ese nombre en virtud de 2 partes de whisky escocés, 1 de vermut dulce, hielo picado y una cascarita de limón?
—¿Cómo me encontraste? —le pregunté.
—Al principio, no estaba seguro de querer dar contigo —respondió—. Sin embargo, hace un par de semanas pensé que teníamos el derecho de conocernos. Así que llamé a West Point.
—Desde hace muchos años no he tenido ningún contacto con ellos.
—Eso fue lo que me dijeron. Empero, justo antes de que yo me hubiese comunicado con ellos, habían recibido una llamada del Gobernador de Nueva York, quien señaló que te acababa de nombrar General de Brigada. Quería asegurarse de que no había cometido una torpeza. Necesitaba cerciorarse de que tú eras lo que afirmabas ser.
—¡Bueno! —exclamé, mientras aún permanecíamos de pie en la sala de espera—. No creo que sea menester someternos a análisis sanguíneos para averiguar si de verdad eres hijo mío, porque me doy cuenta de que eres mi vivo retrato. Ahora bien, debes saber que en realidad amé a tu madre.
—Lo sé. En su carta habla sobre cuánto se amaban.
—Si yo hubiera sabido que ella estaba embarazada, me habría comportado honorablemente. No estoy muy seguro de qué habríamos hecho. Pero lo habríamos resuelto de buen modo. Pasa —le dije, adelantándome al interior de la oficina—. Aquí adentro hay un par de sillones. Además, podemos cerrar la puerta.
—No, no, no. Ya me voy. Sólo creí que debíamos conocernos. Ya lo hemos hecho. Eso es todo.
—Me gusta la sencillez; no obstante, si te marchas sin agregar nada más, las cosas resultarían demasiado sencillas para mí, y también para ti, espero.
En consecuencia, entró en mi oficina, cerré la puerta y nos sentamos uno frente al otro en los sillones. No nos habíamos tocado. Nunca llegaríamos a hacerlo.
—Te ofrecería una taza de café, pero en este valle nadie vende café.
—Tengo un poco en mi coche.
—Gracias. De todos modos, es mejor que no vayas por él. ¡Olvídalo! ¡Olvídalo! —repuse, aprovechando el momento para aclararme la garganta—. Perdona que me entrometa, pero pareces ser el tipo de individuo al que suele clasificarse como "fabulosamente próspero".
Me contestó que sí, que era muy afortunado financieramente. El empacador de carne de Dubuque que se había casado con su madre vendió su negocio, poco antes de morir, al Sha de Bratpuhr. Con motivo de dicha transacción, recibió lingotes de oro, los cuales se hallaban depositados en un banco de Suiza.
El nombre del empacador de carne era Lowell Fenstermaker, de modo que el nombre completo de mi hijo era Rob Roy Fenstermaker. Rob Roy me dijo que no tenía intención de adoptar el apellido Hartke, porque se sentía más un Fenstermaker que un Hartke.
Su padrastro había sido muy bueno con él. Rob Roy me contó que lo único que no le gustaba de ese individuo era la manera en que criaba al ganado para convertirlo en chuletas. Las crías, apenas salidas del vientre de la madre, eran colocadas en jaulas muy angostas, a fin de que casi no pudieran moverse y su tejido muscular se conservase suave. Una vez que crecían lo suficiente, se les cortaba la garganta. Nunca tenían la oportunidad de correr, de saltar, de hacer amigos o de llevar a cabo cualquier cosa que hiciera de la vida una experiencia valiosa.
¿Qué delito cometieron?
Rob Roy me explicó que, al principio, la riqueza que había heredado constituía para él una molestia. Sólo recientemente había considerado la opción de comprar un coche como el que estaba estacionado afuera, o de usar un saco de casimir y zapatos de piel de cocodrilo hechos en Italia. Ese atuendo era el que lucía en mi oficina.
—Debido a que ningún habitante de Dubuque se podía dar el lujo dé conseguir café y gasolina en el mercado negro, yo me abstenía de comprar tales productos. Solía caminar a todos lados.
—¿Qué pasó recientemente?
—Fui arrestado por abusar sexualmente de niños pequeños.
En ese momento, comencé a sentir comezón por todo el cuerpo, en un repentino ataque de urticaria psicosomática.
Me narró la historia completa.
—Te agradezco que hayas compartido eso conmigo —le comenté.
La urticaria desapareció súbitamente.
Me sentí de maravilla, muy feliz de que me examinara y pensara lo que quisiera. En raras ocasiones, me alegró que mis hijos legítimos me examinaran y pensaran lo que quisieran.
¿Cuál era la diferencia? Odio formularme esa pregunta, porque la respuesta es completamente vil: siempre quise ser General y ahí estaba alardeando mis insignias de General.
Qué vergonzoso resulta el ser humano.
Además, mi esposa y mi suegra ya no me obstaculizaban. ¿Por qué las mantuve en casa tanto tiempo, a pesar de que era evidente que hacían insoportable la vida a mis hijos?
Supongo que actué de ese modo, porque en lo más profundo de mi ser había la convicción de la posible existencia de un gran libro en el cual quedaban registrados todos los actos, y yo quería contar con una prueba concluyente de mi conducta misericordiosa.
Le pregunté a Rob Roy en qué universidad había estudiado.
—En la de Yale.
Le conté lo que Helen Dole me había dicho sobre Yale, a saber; que debería llamarse "Tecnológico para los Dueños de Plantaciones". Y Rob Roy me manifestó su desconcierto.
—Tuve que pedirle que me lo explicara —le aclaré—. Me dijo que Yale era el lugar donde los dueños de las plantaciones aprendían la forma de conseguir que los nativos se mataran unos a otros, en lugar de matarlos ellos.
—Se trata de un juicio un poco duro —me dijo y, luego, me preguntó si mi primera esposa todavía vivía.
—Solamente tuve una, que aún vive.
—Hay muchas referencias a ella en la carta de mi madre.
—¿En serio? ¿Como cuáles?
—Por ejemplo, que fue atropellada por un coche el día antes de que la llevaras a su baile de graduación. Que quedó paralítica de la cintura hacia abajo y que de todos modos te casaste con ella, no obstante que estaba condenada a pasar el resto de sus días en una silla de ruedas.
Si eso decía la carta, no hay duda de que yo le hube narrado esa historia descabellada a su madre.
—¿Y tu padre no ha fallecido?
—Él murió hace muchos años. Le cayó encima el techo de una tienda de regalos en las Cataratas del Niágara.
—¿Nunca recuperó la vista?
—¿Nunca recuperó qué? —pregunté, y entonces me di cuenta de que su duda se basaba en otra mentira que le conté a su madre.
—La vista.
—No. Jamás lo hizo.
—Me parece tan hermoso el hecho de que cuando regresó ciego de la guerra, tú acostumbraras leerle obras de Shakespeare.
—Él amaba a Shakespeare.
—Así que soy descendiente no de 1 sino de 2 héroes de guerra.
—¿Héroes de guerra?
—Sé que tú no te considerarías jamás 1 de ellos. Pero mi madre afirma que sí lo eres. Y sin duda, así puede denominarse también a tu padre. ¿Cuántos estadunidenses derribaron 28 aviones alemanes durante la 2a Guerra Mundial?
—Podemos subir a la biblioteca para averiguarlo. Aquí disponemos de una biblioteca muy completa. Se puede encontrar cualquier información.
—¿En dónde está enterrado mi tío Bob? —me preguntó.
—¿Tu qué? —respondí con otra pregunta.
—Tu hermano Bob, mi tío Bob.
Yo nunca tuve hermanas. Me aventuré a responder al azar.
—Arrojamos sus cenizas desde un aeroplano.
—De veras que has tenido mala suerte. Tu padre regresa de la guerra ciego. Tu novia es atropellada por un coche el día anterior a su baile de graduación. Tu hermano muere de meningitis espinal justo después de haber sido invitado a jugar con los Yankees de Nueva York.
—Es cierto; pero todo lo que puedes hacer es jugar con las cartas que te tocan.
—¿Conservas todavía su guante? —indagó.
—No —le contesté. ¿De qué clase de guante le pude haber hablado a su madre aquella noche en que nos emborrachamos en Manila, hace ya 24 años?
—¿Cargaste con él a lo largo de toda la guerra y ahora lo has perdido?
Sin duda, se refería al inexistente guante de béisbol de mi inexistente hermano.
—Alguien me lo robó después de que hube regresado a casa. Es probable que el ladrón haya pensado que se trataba de un guante de béisbol cualquiera. Quienquiera que lo haya hurtado, no tenía idea de lo mucho que ese guante significaba para mí.
—De verdad, ya debo marcharme —dijo, poniéndose de pie. Yo también me levanté.
—No te va a resultar tan fácil renunciar al país donde naciste —afirmé, sacudiendo la cabeza con tristeza.
—Eso es algo que me importa tanto como mi signo astrológico.
—¿A qué te refieres con eso?
—A mi país natal.
—Te podrías sorprender.
—Bueno, papá, no sería la primera ocasión que me sucediera.
—¿Sabes si en este valle puedo conseguir gasolina? preguntó—. Pagaría cualquier suma para obtenerla.
—¿Tienes suficiente gasolina para regresar a Rochester?
—SL
—Bueno. Sigue el camino por el que llegaste. Es el único por el cual puedes regresar, así que es imposible que te pierdas. Justo en los límites de la ciudad de Rochester, te toparás con el Complejo de Cines Meadowdale. A espaldas de éste, se halla un crematorio. No esperes ver humo desprendiéndose de la chimenea, porque no produce humo.
—¿Un crematorio?
—En efecto, un crematorio. Toca el timbre y pregunta por Guido. Que yo sepa, si tienes dinero, él tendrá gasolina.
—¿También vende barras de chocolate?
—No lo sé. Pero nada pierdes con preguntar.
40
En este feliz planeta no ha habido una disminución real de individuos que abusan sexualmente de los niños, que les disparan, que los matan de hambre, que los bombardean, que los ahogan, que los azotan, que los queman o que los arrojan por las ventanas. Enciendan su televisor. Sin embargo, por pura suerte, mi hijo Rob Roy Fenstermaker no resultó ser 1 de ellos.
Está bien. Mi historia casi ha concluido.
He aquí las noticias que me sacudieron hace tan poco tiempo. Cuando las escuché de boca de mi abogado, exclamé: "¡Uf!"
¡Hiroshi Matsumoto se había quitado la vida en su ciudad natal, Hiroshima! Pero, ¿por qué me importaba tanto eso?
Se suicidó al amanecer, de acuerdo con la hora local de Japón, por supuesto. Se hallaba sentado en su silla de ruedas motorizada, frente al monumento que señala el punto de impacto de la bomba atómica lanzada sobre Hiroshima cuando él y yo éramos niños.
No utilizó un arma de fuego ni veneno. Llevó a cabo el harakiri con un cuchillo, destripándose en el contexto de un ritual de autoaborrecimiento practicado en alguna época por los miembros humillados de una antigua casta de soldados profesionales; los samurai.
Y sin embargo, que yo sepa, nunca eludió sus deberes, nunca robó nada y nunca mató o hirió a nadie.
Del agua mansa líbreme Dios que de la brava me libro yo. RIP.
Si realmente existe un gran libro donde estén registradas todas las acciones humanas, que supuestamente habrá de leerse renglón por renglón, sin omitir nada, el Día del Juicio Final, anotemos en él que, siendo Alcaide de este penal, saqué a los criminales de las tiendas de campaña del Patio para depositarlos en los edificios circundantes. Ya no estaban obligados a defecar en cubetas ni a experimentar, a medianoche, cómo derribaba el viento su casa improvisada. Los edificios, salvo éste, fueron divididos en celdas con muros de cemento, destinadas a albergar a 2 hombres, aunque la mayoría alojaba a 5. La Guerra de las Drogas aún continúa. Hice que se levantaran 2 cercas más, una dentro de la otra, para proteger la parte trasera de los edificios interiores, y que se sembraran minas antipersonales entre ellas. Los nichos contenedores de las ametralladoras se reinstalaron en las ventanas y zaguanes del siguiente anillo de edificios: el Salón Norman Rockwell, el Pabellón Pahlavi, etcétera.
Durante mi administración, las tropas fueron federalizadas, decisión que yo había recomendado. Esto significaba que ya no habría civiles enfundados en uniforme militar, sino soldados de tiempo completo, quienes prestarían sus servicios a voluntad del Presidente. Nadie podía predecir por cuánto tiempo se prolongaría la Guerra de las Drogas. Nadie podía predecir la fecha en que esos soldados regresarían a su casa.
El mismo General Florio, acompañado de 6 policías militares armados con porras y pistolas, me felicitó por todo lo que había logrado. Luego, me quitó las 2 insignias que me había regalado y me dijo que estaba arrestado por insurrección. Creo que había llegado a simpatizarle y él a mí. Simplemente, cumplía órdenes.
—¿Tiene esto algún sentido para ti? ¿Qué está sucediendo? —le pregunté de camarada a camarada.
Se trata de una pregunta que desde entonces me he formulado muchas veces, quizá 5 veces por día, entre angustiosos accesos de tos.
La respuesta que él me ofreció, la primera que me hayan dado, tal vez sea la que mejor conteste ese interrogante.
—Algún joven y ambicioso fiscal considera que lucirías bien ante las cámaras de la TV.
Creo que el suicidio de Hiroshi Matsumoto me conmovió en sumo grado porque él era inocente de hasta la más mínima infracción. Incluso dudo de que en alguna ocasión se haya estacionado en doble fila o no haya respetado la luz roja del semáforo. ¡Y sin embargo se arrancó la vida echando mano de un procedimiento que no merece ni el más terrible criminal!
Sin duda, lo deprimió la pérdida de ambos pies. Sin embargo, la carencia de pies no constituye una suficiente razón para que un hombre se abra el vientre.
Tuvo que haber sido el bombardeo atómico que presenció durante su niñez, y no la falta de pies, lo que lo hizo considerar que la vida era deleznable.
Como ya lo he mencionado, él no me contó su experiencia en Hiroshima sino después de haber entablado una prolongada relación laboral conmigo. En mi opinión, quizá nunca me la habría narrado, si no hubiesen transmitido por TV, el día anterior, un documental denominado "El Ataque Japonés a Nanquín". Se trataba de un cartucho escogido al azar entre los muchos almacenados en la biblioteca de la cárcel. El guardia que hizo la elección no sabía inglés y, por tal motivo, no supo qué material visual se proyectaría a los reos. En consecuencia, no se ejerció censura alguna.
El Director tenía un pequeño televisor sobre su escritorio. En ocasiones, lo encendía y me hacía notar la inanidad de tal o cual programa, en especial de Yo amo a Lucy.
"El Ataque Japonés a Nanquín" sólo constituye un ejemplo más de soldados que masacran a prisioneros y civiles desarmados, pero se volvió famoso debido a su alta calidad fotográfica. Sin duda, se habían colocado cámaras de cine en todos lados, accionadas por sepa Dios quién. Y el material obtenido nunca fue confiscado.
Había visto algunas de sus imágenes cuando era cadete, pero no como parte de un documental bien editado, acompañado con la voz de barítono de un narrador y adecuada música de fondo.
La orgía de sangre tuvo lugar al cabo del ataque perpetrado por el ejército japonés contra la ciudad china de Nanquín en 1937, mucho antes de que los nipones participaran en el Tormento Final. Hiroshi Matsumoto acababa de nacer. Los prisioneros fueron atados a estacas, para practicar con ellos el tiro de bayoneta. Varias personas fueron enterradas vivas en un foso. Se podía apreciar sus gestos, conforme la tierra les caía en la cara.
Sus rostros desaparecieron, pero la tierra continuaba moviéndose, como si hubiese cubierto a un animal amadrigarado, tal vez a una marmota.
¡Una imagen inolvidable!
¿Qué les parece ese racismo?
El documental alcanzó gran éxito en la cárcel.
—Si alguien lo va a hacer, yo voy a verlo —me dijo Alton Darwin.
Esto sucedió 7 años antes de que ocurriera la fuga del penal.
No supe si Hiroshi había visto el programa en su televisor. No se lo iba a preguntar. No éramos amigos.
Estaba dispuesto a ser su amigo, si eso formaba parte del trabajo. Creo que me invitó a vivir a la casa contigua a la suya, porque consideró que ya había llegado la hora de tener un amigo. Supongo que nunca antes tuvo 1. Sin embargo, apenas me hube convertido en su vecino, tal vez haya decidido que no deseaba tener un amigo. Que no tenía nada en común conmigo. Quizá, para él, un amigo era algo que se parecía a una mercancía muy publicitada en Navidad. ¿Para qué echarse a perder la vida con un artefacto tan engorroso, sólo en virtud de la agresiva campaña publicitaria?
En consecuencia, continuó comiendo, saliendo a caminar y paseando en bote en completa soledad. Eso a mí no me afectaba, porque tenía una intensa vida social al otro lado del lago.
No obstante, al día siguiente de que transmitieron el documental, ocurrió un incidente interesante. Comenzaba a oscurecer, ya casi había llegado la hora de cenar, y yo me encontraba remando, a bordo de mi umiak de fibra de vidrio, en dirección a la playa localizada frente a las 2 únicas casas habitadas del pueblo fantasma. Había salido a pescar. No había ido a Scipio. Mis 2 grandes amigos que residían ahí Muriel Peck y Damon Stern, se hallaban de vacaciones. No regresarían antes de la Semana de Orientación a los Alumnos de Nuevo Ingreso, por verificarse al inicio del otoño.
El Director me esperaba en la playa; me miraba de un modo similar al de la angustiada madre que ignora a dónde fue a jugar su hijito. ¿Acaso había olvidado acudir a una cita con él? No. Nunca concertamos una cita. Más bien, pensé en la posibilidad de que Mildred y Margaret hubieran intentado prender fuego a la casa.
—Hay algo que debes saber acerca de mí —me dijo, apenas hube desembarcado.
No existía ninguna razón por la cual yo hubiese debido saber algo de él. No trabajábamos en equipo allá en el penal. A él no le importaba qué enseñara ni cómo lo hiciera.
—Estuve en Hiroshima el día que arrojaron la bomba —agregó.
Estoy seguro de que en esa afirmación había una ecuación implícita: el bombardeo de Hiroshima era tan inolvidable y típicamente humano como el Ataque a Nanquín.
Así que escuché la narración de cómo se había introducido en una zanja para recoger la pelota, de cómo descubrió que todos habían muerto, salvo él.
Etcétera.
—Creí que deberías saberlo —me dijo, una vez que hubo concluido la narración.
Hace poco comenté que había sufrido un ataque repentino de urticaria psicosomática cuando Rob Roy Fensterrnakcr me contó que había sido arrestado por abusar sexualmente de niños. Pues bien, ese no fue mi primer ataque. Éste tuvo lugar cuando Hiroshi me refirió que había sido víctima de la bomba atómica. De pronto, sentí comezón por lodo el cuerpo y no me sirvió de nada el rascarme.
En aquel momento, le expresé a Hiroshi las mismas palabras que más tarde le manifestaría a Rob Roy: "Le agradezco que haya compartido eso conmigo."
Dicha expresión se originó, si no me equivoco, en California.
Por un momento, quise mostrarle a Hiroshi "Los Protocolos de los Sabios de Tralfamadore". Ahora me alegro de no haberlo hecho, porque me habría sentido un poco responsable de su suicidio. No hubiese sido remoto que hubiera dejado la nota siguiente: "Los Sabios de Tralfamadore volvieron a salirse con la suya."
En ese caso hipotético, sólo yo y el autor del cuento, si aún vive, habríamos sabido el significado de la nota.
El pasaje más perturbador de la narración de Hiroshi, a saber, el referido a la vaporización de todo lo que conocía y amaba, se relacionaba con los contornos del área de la explosión. Ahí se hallaba toda esa gente agonizante. Y él sólo era un niño.
Para él, esa experiencia habría sido similar a la de recorrer la Vía Apia, en el año 71 a. C, cuando 6 000 sujetos carentes de relevancia social acababan de ser crucificados en ese lugar. Quizá algún crío o un grupo de infantes hayan transitado por esa ruta en aquel entonces. ¿Qué diría un niño en semejante contexto? ¿Acaso le avisaría a su papá que tiene ganas de ir al baño?
Resultó que mi abogado tiene contacto con nuestro Embajador en Japón, el ex-Senador por California, Randolph Nakayama. Aunque pertenecen a distintas generaciones, mi abogado fue compañero de cuarto del hijo del Senador en el Reed College, localizado en Portland, Oregón, la ciudad donde Tex compró su fusil infalible.
Mi abogado me contó que los abuelos tanto paternos como maternos del Senador eran de origen japonés. En el primer caso, se trataba de inmigrantes; en el segundo, de nativos californianos. Pues bien, ambas parejas fueron recluidas en un campo de concentración cuando este país pasó a formar parte del Tormento Final. Por cierto, dicho campo se localizaba unos cuantos kilómetros al oeste del Paso Donner, llamado así en honor a los caníbales Blancos. En ese entonces se creía que cualquiera que tuviera genes japoneses y se encontrara dentro de nuestras fronteras, sería menos leal a la Constitución de Estados Unidos que a Hirohito, el Emperador de Japón.
No obstante, el padre del Senador participó en un batallón de infantería compuesto exclusivamente de jóvenes norteamericanos de extracción japonesa, que se convirtió en nuestra unidad más condecorada en la Campaña de Italia, en el marco del Tormento Final.
Así pues, le pedí a mi abogado que averiguara con el Embajador si Hiroshi había dejado una nota y si se le había practicado la autopsia para poder descartar que hubiese ingerido alguna sustancia extraña facilitadora del harakiri. No sé cómo llamar a esto: ¿amistad o curiosidad morbosa?
He aquí la respuesta: no dejó ninguna nota y no se le practicó la autopsia, porque la causa del deceso era horriblemente obvia. Sin embargo, se incluyó un detalle interesante: una niña pequeña que no lo conocía fue la que descubrió lo que él había decidido hacer consigo mismo.
Y corrió a contárselo a mamá.
En cierta ocasión, cuando éramos vecinos, le pregunté al Director por qué no había abandonado el valle, por qué no huía de la prisión, de mí, de los jóvenes e ignorantes guardias, de las campanas ubicadas al otro lado del lago y de todo lo demás. Durante años, había tenido la oportunidad de marcharse y nunca la había aprovechado. —Sólo me toparía con más gente —me contestó.
—¿No le simpatiza ningún tipo de gente? —indagué. Como estábamos bromeando, me atreví a formularle esa pregunta.
—Hubiera preferido ser un pájaro —repuso—. Que todos hubiésemos sido pájaros.
Nunca asesinó a nadie y tuvo una vida sexual parecida a la de un ternero.
Yo viví más intensamente y prometí revelar al final del presente libro el número que me gustaría que apareciera en mi lápida sepulcral, el cual haría referencia tanto a los asesinatos legales que cometí en mi calidad de militar como a mis adulterios.
Ahora bien, si los lectores se enteran de que ese número de doble significado aparecerá al final, algunos de ellos habrán de buscarlo de inmediato a fin de saber cuan pequeño o grande es, cuan verdadero o falso resulta, etcétera, sin haber leído el resto del libro. Pero he ideado un dispositivo para frustrarlos. Decidí ocultar la cifra enigmática y, en su lugar, plantear un problema que sólo aquellos que hayan leído el libro completo podrán resolver sin ninguna dificultad.
Comencemos:
Es menester partir del año en que Eugene Debs murió.
A la cifra anterior, réstese el número que aparece en el título de la película de ciencia ficción, basada en una novela de Arthur C. Clarke, que vi 2 veces en Vietnam. No caigan presa del pánico. En efecto, se trata de una cantidad negativa; pero los árabes de los viejos tiempos nos enseñaron cómo arreglárnoslas con ellas.
Añádase el año del nacimiento de Hitler. Ahora todo ha vuelto a ser agradable y positivo. Si se han efectuado las operaciones correctas, habremos obtenido el año en que Napoleón fue desterrado a la isla de Elba y en que se inventó el metrónomo. Sin embargo, cabe señalar que ninguno de estos sucesos se analiza en el presente libro.
Agregúese ahora el periodo de gestación de una zarigüeya expresado en días. Como esto tampoco se comenta en el libro, les ofreceré un regalo. Se trata del número 12. Esa suma los llevará al año en que murió Thomas Jefferson, el antiguo propietario de esclavos, y en que James Fenimore Cooper publicó El último mohicano, historia que no se desarrolla en este valle, pero que muy bien pudo haber ocurrido aquí.
Divídase esa cantidad entre la raíz cuadrada de 4.
Réstese 100 veces 9.
Agregúese el número de hijos que fueron traídos al mundo por la mujer más prolífica de que se tenga noticia, y habrán dado con la cifra en cuestión.
El que algunos de nosotros sepamos leer y escribir y un poco de matemáticas, no significa que merezcamos conquistar el universo.
FIN
1 De similar manera, los separadores de miles se han reemplazado por espacios en blanco. Así, mil aparecerá como
1 000 y no como 1.000 o 1,000. Decidí respetar ese criterio. (Nota del Editor Digital)
1 000 y no como 1.000 o 1,000. Decidí respetar ese criterio. (Nota del Editor Digital)
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