Lord Dunsany - Las imprudentes plegarias de Pombo el idólatra
Pombo el idólatra había dirigido a Ammuz una súplica sencilla,
indispensable, de esas que incluso un ídolo de marfil podía conceder con
suma facilidad, y Ammuz no la había concedido inmediatamente. Luego, Pombo
había rezado a Tharma pidiendo el derrocamiento de Ammuz, un ídolo
simpático a los ojos de Tharma, y al hacerlo violó el protocolo de los
dioses. Tharma rehusó conceder la petición. Pombo suplicó desesperadamente
a todos los dioses de la idolatría, pues aunque se trataba de un asunto
sencillo, era indispensable para él. Dioses más antiguos que Ammuz
rechazaron las plegarias de Pombo, e incluso dioses más recientes y por
tanto de mayor reputación. Les suplicó uno a uno y todos rehusaron
escucharle. Al principio él ni siquiera pensó en aquel sutil protocolo
divino que había violado. Se le ocurrió de repente mientras rezaba al
quincuagésimo ídolo, un diosecillo verde jade conocido de los chinos,
contra el cual se habían aliado todos los demás ídolos. Cuando Pombo
descubrió esto sintió amargamente haber nacido y se lamentó, alegando que
estaba perdido. Podía vérsele entonces en cualquier parte de Londres
frecuentando tiendas de antigüedades y otros lugares donde venden ídolos
de marfil o de piedra, ya que residía en Londres con otros de su raza
aunque había nacido en Burmah y era de los que consideran sagrado el
Ganges. En las tardes lluviosas del peor noviembre podía verse su rostro
macilento en el resplandor de cualquier tienda pegado completamente al
cristal, suplicando a algún apacible ídolo cruzado de piernas, hasta que
la policía le hacía circular. Y después de la hora de cierre se iba de
nuevo a su sórdida habitación, en esa parte de nuestra capital donde
raramente se habla inglés, a suplicar a pequeños ídolos que poseía. Y
cuando la sencilla e indispensable súplica de Pombo fue igualmente
rechazada por los ídolos de museos, salas de subasta y tiendas, entonces
consultó consigo mismo y compró incienso, y lo quemó en un brasero frente
a sus propios ídolos baratos, y mientras tanto tocó un instrumento como
los que utilizan los encantadores de serpientes. Y los ídolos seguían
aferrándose a su protocolo.
No sé si Pombo conocía este protocolo y lo consideraba frívolo frente a su
exigencia; o si ésta, cada vez más apremiante, trastornó su mente; mas lo
cierto es que Pombo el idólatra cogió un palo y súbitamente se volvió
iconoclasta.
Pombo el iconoclasta abandonó inmediatamente su casa, dejando que sus
ídolos fueran barridos por el polvo mezclándose así con el Hombre. Fue a
ver a un archiidólatra de fama que esculpía ídolos en piedras poco
corrientes y le expuso su caso. El archiidólatra, que creaba sus propios
ídolos, reprochó a Pombo en nombre de la Humanidad por haber roto sus
ídolos. "Pues, ¿acaso no los ha hecho el hombre?", dijo. Y en cuanto a los
ídolos mismos habló larga y doctamente, explicándole el protocolo divino,
que Pombo había violado, por lo que ningún otro ídolo escucharía sus
súplicas. Cuando Pombo oyó esto lamentó y protestó amargamente, y maldijo
a los dioses de marfil y a los dioses de jade, y a la mano del Hombre que
los había hecho, mas sobre todo maldijo su protocolo, que había arruinado,
según dijo, a un inocente. De manera que, finalmente, aquel archiidólatra
que hacía sus propios ídolos interrumpió su trabajo de un ídolo de jaspe
para un rey que estaba harto de Wosh, y tuvo compasión de Pombo, y le dijo
que, aunque ningún ídolo escucharía sus plegarias, no muy lejos de allí
actuaba cierto ídolo de mala reputación que no sabía nada de protocolos y
aceptaba plegarias que ningún otro dios respetable hubiera consentido en
escuchar. Cuando Pombo oyó esto, tomó dos puñados de la barba del
archiidólatra y los besó alegremente, y enjugó sus lágrimas y volvió a ser
el mismo impertinente de siempre. Y el que esculpía en jaspe al usurpador
de Wosh explicó que en la aldea del Fin del Mundo, en el extremo más
alejado de la Ultima Calle, hay un hoyo que podría tomarse por un pozo,
rodeado por la tapia del jardín, y que, si descendía hasta su mismo borde
y buscaba a tientas con los pies, encontraría un saliente, que es el
último peldaño de un tramo de escaleras que conduce a los confines del
Mundo.
-Como todos los hombres saben, esas escaleras deben tener un destino o
incluso un peldaño final -dijo el archiidólatra-; mas discutir acerca de
los tramos inferiores es perder el tiempo.
Entonces a Pombo le castañetearon los dientes, pues temía la oscuridad;
mas el que fabricaba sus propios ídolos le explicó que aquellas escaleras
estaban siempre iluminadas por el pálido crepúsculo azulado en el que el
Mundo gira.
-Entonces -dijo- pasarás cerca de la Casa Solitaria y bajo el puente que
conduce de la Casa a Ninguna Parte, cuya utilidad no se adivina; desde
allí dejarás atrás a Maharrion, el dios de las flores, y a su sumo
sacerdote, que no es ni pájaro ni gato; y de esa manera llegarás al
idolillo Duth, el dios de mala reputación que hará caso de tu plegaria.
Y siguió esculpiendo su ídolo de jaspe para el rey que estaba harto de
Wosh; y Pombo le dio las gracias y se marchó cantando, pues en su vulgar
mente pensaba que "tenía consigo a los dioses".
Hay un largo trecho desde Londres al Fin del Mundo, y a Pombo no le
quedaba dinero. No obstante, en un plazo de cinco semanas estaba paseando
por la Ultima Calle, aunque no diré cómo consiguió llegar hasta allí, ya
que no fue de una forma completamente honrada. Pombo encontró el pozo al
final del jardín, más allá de la última casa de la Ultima Calle, y
mientras se descolgaba del borde con las manos cruzaron por su mente
innumerables pensamientos, principalmente el que afirmaba que los dioses
se reían de él por boca del archiidólatra, su profeta, y ese pensamiento
se le metió en la cabeza hasta dolerle tanto como las muñecas... y
entonces encontró el peldaño.
Pombo bajó las escaleras. Allí estaba, efectivamente, el crepúsculo en el
que el mundo gira, y en él las estrellas brillaban débilmente a lo lejos.
Mientras bajaba no había nada ante él excepto aquel extraño y melancólico
derroche de crepúsculo, con su multitud de estrellas, y sus cometas
precipitándose al exterior a través de él o volviendo a casa. Luego divisó
las luces del puente hacia Ninguna Parte y, de pronto, se encontró con el
fulgor de la reluciente ventana del salón de la Casa Solitaria, y allí oyó
voces que pronunciaban palabras, y las voces de ninguna manera eran
humanas, y de no ser por su imperante necesidad habría gritado y huido. A
mitad de camino entre las voces y Maharrion, al que ahora veía
sobresaliendo del mundo, cubierto de halos irisados, divisó a la
misteriosa bestia gris que no es ni gato ni pájaro. Mientras Pombo
vacilaba, tiritando de miedo, oyó que las voces de la Casa Solitaria
subían de tono, y en eso descendió sigilosamente unos cuantos peldaños y
se abalanzó contra la bestia. La bestia observaba atentamente a Maharrion,
el cual lanzaba burbujas hacia arriba, cada una de las cuales era una
estación primaveral en desconocidas constelaciones, y llamaba a las
golondrinas hacia inimaginables parajes. Le observaba sin volverse
siquiera para mirar a Pombo, y le vio caer en el Linlunlarna, el río que
nace en los confines del Mundo, cuya corriente depura el polen dorado que
es arrebatado al Mundo para convertirse en la alegría de las Estrellas. Y
allí estaba delante de Pombo el idolillo de mala reputación a quien nada
importa el protocolo y el cual atiende las plegarias rechazadas por la
totalidad de los dioses respetables. No sé, ni eso le importa a Pombo, si
finalmente su visión de aquél excitó su impaciencia, o si fue su misma
necesidad, superior a cuanto podía soportar, la que le condujo escaleras
abajo tan velozmente; o si, como es más probable, pasó corriendo junto a
la bestia demasiado deprisa; mas, en todo caso, no pudo detenerse, como
era su propósito, a orar a los pies de Duth, sino que siguió bajando a la
carrera los angostos peldaños, agarrándose a las peladas y lisas rocas
hasta caerse del Mundo, como caemos en sueños, cuando nuestro corazón deja
de latir y despertamos con un espantoso susto. Mas no hubo despertar para
Pombo, el cual todavía sigue cayendo hacia las indiferentes estrellas, y
su destino es el mismo que el de Slith.
-Había allí una chica extraordinariamente hermosa -prosiguió Terner-. Pero
para describir a cualquiera de ellos se necesitaría el lenguaje de un
amante, y además convertirlo en poesía. Nadie me creerá. Hablé con ella,
aunque por supuesto mis palabras no le decían nada. Confiaba tanto en su
brillante inteligencia que casi esperaba que entendiera cada una de mis
palabras, y así lo hizo a menudo. Extrañas aves volaban sobre nosotros,
yendo y viniendo del bosque, y ella me reveló sus nombres en la extraña
lengua marciana. Mpah y Nto son dos de los que puedo recordar y deletrear;
y además estaba Ingu, ave de color naranja vivo y negro, con una larga
cola como nuestras urracas. Cuando trataba de contarme algo referente a
Ingu, quien en ese preciso momento volaba sobre nosotros, graznando lejos
de los árboles, súbitamente me hizo una señal. Yo miré y efectivamente
algo salía del bosque.
Durante algún tiempo, Terner resopló en silencio.
-No puedo describírselo. Aquí no tenemos nada parecido. Por lo menos sobre
la tierra. Un pulpo tiene una ligera semejanza con eso en cuanto a su
cuerpo obeso y sus largas y delgadas patas, aunque éste sólo tenía dos, y
dos brazos igualmente largos y delgados. Pero la cabeza y la inmensa boca
no se parecían a nada de lo que conocemos. Nunca he visto nada tan
horrible. Venía derecho a la alambrada. Inmediatamente me escabullí antes
de que me viera, como me había advertido que hiciera aquella encantadora
chica. No tenía ni idea de que el grueso alambre había sido entrelazado
para protegerse precisamente de aquella bestia. Me escondí en una especie
de matorral florido. Todavía puedo recordar su perfume: un aroma dulzón
que no se parece a ningún otro de nuestro planeta. No tenía ni idea de si
ellos estarían completamente a salvo de la bestia. Y entonces vino
directamente hacia nosotros, acercándose a la alambrada. La vi de cerca,
completamente desnuda y flácida, a excepción de aquellos miembros
cimbreantes. Antes de que me diera cuenta de lo que estaba haciendo, la
bestia levantó una tapadera en el techo y metió uno de sus horribles y
largos tentáculos. Anduvo a tientas con extraordinaria rapidez y, cogiendo
a una chica, la sacó por la tapadera. Yo me encontraba lejos de la
alambrada y no podía disparar. La bestia le retorció el pescuezo a la
chica en un momento y la arrojó al suelo, volviendo a meter su brazo. Salí
corriendo de mi refugio, pero antes de que llegara a su lado había
atrapado a otra joven y la había sacado por la tapadera; y cuando doblé la
esquina, le estaba retorciendo el pescuezo. Aquellos hombres habían hecho
pocos esfuerzos para huir de la espantosa mano, esquivándola únicamente
cuando pasaba a su lado; aunque, cuando escogía a alguno, había poca
posibilidad de esquivarla, como ellos parecían reconocer. Y ahora, cuando
llegué junto a ellos, estaban todos de pie en un rincón con una solemne
resignación en sus rostros.
-¿No podían hacer nada? -pregunté yo. Pues la idea de que una parte de la
raza humana estuviera completamente desamparada ante semejante horror era
tan nueva para mí que no podía aceptarla. Pero él lo había notado, y lo
comprendía.
-No era más que un gallinero -dijo él-. ¿Qué otra cosa podían hacer?
Pertenecían a esa bestia.
-¡Que pertenecían a eso! -exclamé yo.
-¿No lo entiende? -dijo Jorkens-. El hombre allí no es el gallito.
-¿Qué? -dije con voz entrecortada.
-No -dijo Terner-, así es.
-Es otra raza, ¿lo entiende? -añadió Jorkens.
-Sí -admitió Terner-. Es un planeta más viejo, ¿sabe? Y, por alguna razón,
en todo este tiempo se ha adelantado a ellos.
-Y ¿qué hizo usted? -pregunté yo.
-Corrí hacia la bestia -contestó él-. No sé por qué pensé que, por la
forma en que los trataba, un hombre no la asustaría fácilmente; de manera
que no me molesté en seguirle los pasos, sino que simplemente corrí tras
ella según se alejaba llevando colgados por los tobillos a aquellas dos
jóvenes. Entonces la bestia se volvió hacia mí y alargó un brazo, y yo le
disparé un tiro con mi revólver del calibre 45. La bestia giró en redondo
y dejó caer los cuerpos, dando un traspiés mientras agitaba los brazos y
gimoteaba por su gran boca. Evidentemente no estaba acostumbrada a ser
lastimada. Se alejó gimoteando y yo la seguí; y le disparé dos o tres
veces más, y la dejé muerta o moribunda, me daba igual.
"El ruido de mis disparos había despertado a todo el bosque. Los pájaros
volaron chillando y piando, y animales que hasta entonces no había visto
comenzaron a ulular en las sombras. Entre el clamor general creí detectar
unos sonidos que podían proceder de bocas como la de la bestia que acababa
de matar. Evidentemente era hora de irse.
"Regresé a la jaula, donde todos contemplaban en silencio y con curiosidad
a la criatura muerta. Ninguno de ellos me dirigió la palabra. Entonces
comprendí que había cometido un error. Al parecer no se debe matar a esas
bestias. Únicamente se volvió hacia mí la chica con la que había hablado
de los pájaros, la cual me señaló rápidamente al cielo, en dirección a la
Tierra. El clamor en el bosque iba en aumento. La chica llevaba razón: era
hora de irse. Me despedí de ella. Me pregunto qué le diría con los ojos.
Me despedí con mayor tristeza que antes. Estuve a punto de quedarme. De no
haber sido por lo mucho que tenía que contar a nuestra propia gente, me
habría quedado allí y habría repartido mis dos docenas de cartuchos entre
aquellas repugnantes bestias. Pero pensé que debía volver a la Tierra para
llevar noticias. ¡Y al final no me creyeron!
"Según pasaba al lado de aquel horrible cuerpo le arrojé una piedra,
prefiriendo no utilizar otro cartucho, a causa del clamor del bosque. Pero
aquella pobre gente metida en el gallinero no lo aprobó. En seguida podía
uno darse cuenta. Su destino era ser devorados por aquella bestia, y
ninguna interferencia les parecía buena.
"Regresé a mi avión lo más rápido que pude. Nadie lo había descubierto.
Todavía estaba en el valle, intacto. Es posible que momentáneamente
lamentara un poco el no haber encontrado ningún obstáculo en mi retirada a
la Tierra. Eso hubiera facilitado las cosas. Y sin embargo nunca debí
haberlo hecho. En cualquier caso, allí estaba mi avión; me subí a él y
empecé a envolverme en aquellos vendajes, sin los cuales es imposible
sobrevivir en aquel desolado vacío que existe entre nuestra atmósfera y la
suya. Alguien asomó por el bosque al oírme entrar en el avión. Me miró
como si fuera un zorro, pero yo seguí adelante con mis vendajes. Los
ruidos del bosque parecían estar muy próximos. Entonces pensé de pronto:
¿y si fuera un perro y no un zorro? ¿De qué lado estaría un perro en
Marte? Difícilmente podía imaginarme que un perro no estuviera del lado
del hombre. Pero había visto tantas cosas horribles que dudé. iría a
avisarles de que estaba allí. Me di prisas con los vendajes. Pero sentía
que estaban pisando la maleza muy cerca de mí. Entonces vi agitarse unas
ramas. Y un grupo de ellos salió en tropel del bosque, apresurándose hacia
su gallinero. Se encontraban a menos de cien yardas y me vieron. Entonces,
aquellas asquerosas criaturas se dieron la vuelta y vinieron hacia mí. Les
disparé y puse en marcha los motores del avión. Al parecer alcancé a una
de ellas, pero no podía oír nada a causa del estruendo de los motores. Por
un momento el disparo pareció desconcertarlas; luego se dirigieron hacia
mí, con una extraña mirada en sus asquerosos rostros y las manos
extendidas. Únicamente las dispersé. Con su elevada estatura casi podrían
haber agarrado mi avión cuando pasé por encima de ellas. Y me fui con
todos los vendajes ondeando. Por supuesto así no podía enfrentarme al
espacio. Pero tampoco podía vestirme y al mismo tiempo pilotar
correctamente el avión. Si me equivocaba en un solo grado, nunca daría con
la Tierra. Tampoco tenía más gasolina. Obviamente la había economizado.
Pues no me servía más que para una millonésima parte de mi viaje, durante
los aterrizajes. No se puede remover el espacio.
"Bueno, recorrí unas veinte millas y descendí en la amplia llanura en la
que aquella luna estaba dragando su canal de barro para que nosotros
pudiéramos verlo a través de nuestros telescopios. Y tuve que ascender y
descender varias veces hasta asegurarme de que aterrizaba en un lugar
donde no me quedara atascado, como me sucedió más tarde. El caso es que
descendí y seguí vistiéndome. Y mientras tanto se me ocurrió pensar que
Marte estaba más consciente de mi presencia allí que lo que yo hubiera
esperado. Las aves parecían inquietas, demasiado escurridizas. En todo
caso, me encontraba al aire libre y podía ver a quien se acercara. No
obstante, me habría gustado haber ido unas cien millas más lejos, si no
fuera por la preocupación que sentía de quedarme sin reserva de gasolina
más allá de donde sabía que la necesitaría. De manera que me quedé allí y
ahorré gasolina, y menos mal que lo hice. Bueno, acabé de vendarme y,
mientras observaba el Sol a fin de encontrar el camino de regreso a casa,
vi a lo lejos a algunas de aquellas espantosas criaturas. Nunca supe de
verdad si me estaban persiguiendo, pero el caso es que apresuraron mis
cálculos y me impidieron recoger muestras de rocas y de la flora de Marte,
lo cual evidentemente habría impedido la vehemente incredulidad con que
fui acogido a mi regreso. Además, las muestras de cinco árboles
diferentes, que había recogido en el bosque, desaparecieron cuando me fui
precipitadamente la primera vez.
-¿Y no se trajo nada de Marte? -pregunté yo. Pues la historia me parecía
cierta y confiaba en que se pudiera probar.
-Nada, excepto una caja de cerillas, rota de una forma muy peculiar. Y sin
haber visto al ser que la rompió, tampoco ella le probará nada. Más tarde
se la mostraré.
-¿Quién la rompió? -pregunté yo.
-Ya me lo dirá usted cuando llegue a eso -dijo él-. Se la mostraré y usted
mismo lo descubrirá.
Jorkens asintió con la cabeza.
-Bueno, lo cierto es que no recogí flores ni ninguna otra cosa, excepto
esas ramas que perdí. Sé que debería haberlo hecho. Y tal vez me apresuré
demasiado en irme cuando vi ese segundo grupo en la lejanía. Pero había
contemplado los rostros de las bestias y únicamente pensaba en ellas.
Tenía una cámara fotográfica y saqué unas cuantas instantáneas del
paisaje, que deberían haber sido concluyentes. Pero no me la traje a mi
regreso. Después le contaré lo que sucedió.
"Lo último que hubiera pensado era toda esa incredulidad a mi regreso.
Además, las bocas de aquellas bestias repugnantes ocupaban toda mi
imaginación. Me apresuré en mis cálculos y regresé en dirección al Sol. Vi
varios de esos gallineros, pero poco más aparte del bosque y las llanuras
de barro. Muy pronto Marte adquirió un hermoso color azul cobalto, cuya
belleza me puso todavía más triste.
"Entonces comenzó de nuevo otro día largo y agotador, en que tanto el Sol
como el avión parecían estar inmóviles. Con los motores apagados, sin
ningún ruido, inmóvil, sin viento, las semanas transcurrieron lentamente
sin señal alguna del paso del tiempo. Era un lugar espantoso; el tiempo
parecía haberse detenido.
"Había empezado otra vez a desesperarme mortalmente cuando, de pronto,
descubrí frente a mí, como una pluma de cisne solitaria en el espacio, la
conocida forma curva de un mundo iluminado en su cuarta parte por el Sol.
Inconfundiblemente era un planeta. Y sin embargo, y pese a estar contento
por aproximarme a casa, una cosa me dejó extraordinariamente perplejo: me
pareció que me había anticipado diez días a lo previsto. "Qué asombrosa
suerte", pensé, "parte de mis cálculos deben estar equivocados, y sin
embargo no he perdido el rastro de la Tierra".
"No lo había descubierto tan pronto como descubrí Marte, a causa de su
situación tan próxima al Sol. En consecuencia, cuando lo vi era ya
bastante grande. Según aumentaba más y más de tamaño, traté de calcular a
qué continente me estaba acercando, aunque no importaba demasiado pues
disponía de suficiente gasolina para realizar un buen aterrizaje, a menos
que tuviera mala suerte. Sin embargo, no podía tratarse del mismo lugar en
donde yo esperaba aterrizar, ya que me había anticipado tanto a mis
previsiones. El caso es que no pude vislumbrar nada, pues la mayor parte
del orbe estaba a oscuras. Y cuando me metí en aquellas tinieblas fue como
una bendición después del deslumbramiento del Sol en aquel interminable
día. Pues en realidad no hay allí luz, sólo deslumbramiento. En aquella
espantosa soledad por ninguna parte entra la luz; únicamente pasa a tu
lado como un resplandor. Por fin me metí en la oscuridad y encendí los
motores; y volé hasta llegar al primer limbo del crepúsculo, que me
suministraba suficiente luz para aterrizar, ya que estaba cansado de mirar
el Sol. Y así fue como llegué a hacer un mal aterrizaje y mis ruedas se
hundieron en un pantano. No fue eso lo que encaneció mi cabello. Sentí que
se me helaba el cuero cabelludo y mi pelo se encaneció, pero no fue por
haberme atascado en un pantano. Fue al comprobar, en el mismo momento del
aterrizaje, que me había equivocado de planeta. A pesar de la oscuridad,
debería haberme dado cuenta antes, cuando descendía: era demasiado
pequeño. Mas ahora lo descubría: me había equivocado de planeta y ni
siquiera sabía en cuál estaba. La espantosa soledad provocada por el
accidente paralizó al principio mis pensamientos. Y cuando empecé a
pensar, todo era desconcierto. ¿Qué planetas había entre Marte y el Sol?
Solamente la Tierra, Venus y Mercurio. El tamaño apuntaba a Mercurio. Pero
había que tener en cuenta que me había anticipado a mis previsiones, no
atrasado. O ¿acaso funcionaba mal mi cronómetro? Sin embargo, el Sol, que
había surgido hacía unos cinco minutos, no parecía mayor que desde la
Tierra. De hecho parecía bastante menor. Tal vez, pensé, era Venus a pesar
de todo; aunque era demasiado pequeño incluso para Venus. Y los asteroides
los tenía todos detrás de mí, más allá de Marte.
"Lo que no sabía entonces era que Eros (y tal vez también otros), a causa
de la inclinación de algunos de los asteroides, llegaba a estar a veces a
menos de catorce millones de millas de nosotros. De manera que, aunque
gira alrededor del Sol más allá de Marte, al que llega a aproximarse hasta
una distancia de unos treinta y cinco millones de millas, Eros a veces
está más cerca de la Tierra que ningún otro asteroide. De esto nada sabía
yo; y, sin embargo, cuando empecé a pensar con sensatez, los hechos
acabaron por hablar por sí mismos: me encontraba en un asteroide perdido o
desconocido. Debería ser más fácil examinar un cuerpo celeste cuando
realmente está uno posado en él, rodeado por sus continentes, que cuando
aparece en un telescopio no mayor que una cabeza de alfiler. Mas la
tranquilidad, la seguridad, sobre todo ese sentimiento hogareño que tiene
cualquier astrónomo, constituyen inestimables ayudas al pensamiento
preciso.
"Comprendí que había cometido un error al partir de Marte, equivocándome
en los cálculos por las prisas, y que tenía la suerte de haber llegado a
cualquier otra parte. ¿Quién puede decir, al pensar en lo que podía
haberme convertido, quién puede decir mejor que yo que casi me convertí en
un cometa?
-Muy cierto -dijo Jorkens.
Terner dijo todo aquello con la mayor gravedad. Evidentemente el peligro
le había rondado.
-Cuando me di cuenta de dónde debía encontrarme -continuó Terner-, me puse
a trabajar para sacar el avión del pantano, metiéndome en el barro hasta
las rodillas. Fue más fácil de lo que pensé. Y cuando lo saqué, lo elevé
por encima de mi cabeza y cargué con él unas nueve millas por tierra firme.
-¿Cargó usted solo con un aeroplano? -pregunté yo-. ¿Cuánto pesaba?
-Alrededor de una tonelada -dijo Terner.
-¿Y fue usted capaz de cargar con él?
-Con una sola mano -respondió-. La atracción de esos asteroides es
insignificante para cualquiera que está acostumbrado a la de la Tierra. En
Marte me sentía muy fuerte, pero eso no era nada comparado con lo que
podía hacer allí, en Eros, o dondequiera que me encontrara.
"Llegué a la linde de un bosque de diminutos robles achaparrados, del
tamaño de los ejemplares enanos de los japoneses. Estuve atento a la
presencia de cualquier bestia repugnante como las de Marte, pero no vi
nada de ninguna especie. Unas pocas mariposas nocturnas, o al menos eso
creí yo, salieron volando de los árboles; aunque, al recordarlo ahora,
creo que fueron pájaros. Entonces me dediqué a realizar nuevos cálculos.
Me encontraba ahora tan cerca de la Tierra, que podría alcanzarla si era
capaz de despegar del asteroide; eso, suponiendo que fuera acertada mi
conjetura (y no lo podía ser más) acerca de la rotación del asteroide. No
podía considerar más que una conjetura, pues ni siquiera sabía en qué
pequeño planeta me encontraba, y las conjeturas son mala cosa para los
cálculos. Pero deben utilizarse cuando no se tiene otra cosa a mano.
Conocía al menos cuáles eran las órbitas que seguían los asteroides, de
manera que sabía la distancia que tenían que recorrer; pero el tiempo que
tardarían en recorrerlas sólo podía conjeturarlo a partir del que
empleaban sus vecinos, que yo sabía. Si hubiera estado más lejos de la
Tierra, esas conjeturas habrían echado a perder mis cálculos y nunca
habría encontrado la forma de volver a casa.
"Bien, me senté sin que me perturbara nada salvo mi propia respiración, y
realicé esos cálculos con la mayor precisión de que fui capaz. Debía
respirar tres o cuatro veces más rápido que en la Tierra, pues no parecía
haber allí tanto aire como aquí. Desde luego no debería haberlo en un
planetoide como Eros. Más que la respiración, lo que me preocupó fue el
pensar que sólo disponía de mis motores para despegar, ya que había usado
el último de mis cohetes al abandonar Marte, y nunca supuse que los
volvería a necesitar. Imagínense que un pasajero de Southampton a Nueva
York desembarcara súbitamente en una isla del Atlántico. Estaría mucho
menos sorprendido que yo al aterrizar aquí; no estaba preparado. La
atracción de Eros, o quienquiera que fuera el planetoide, no era demasiado
como para no poder superarla; pero la cantidad de atmósfera en la que
tendría que despegar seguramente sería también escasa, como el planeta que
envolvía. Sabía que podría alcanzar bastante velocidad para despegar de
Eros únicamente si disponía de tiempo suficiente para hacerlo y la
atmósfera llegaba lo suficientemente lejos. Sabía aproximadamente hasta
dónde llegaba la atmósfera, pues la había notado en las alas de mi avión
durante el descenso. Pero ¿llegaría lo suficientemente lejos? Ese fue el
pensamiento que me inquietó mientras elaboré mis números, respirando como
si tuviera mucha fiebre. Mientras afuera hubiera algún tipo de atmósfera
que respirar, no necesitaba usar el aire comprimido. Pues las horas de
vida que me quedaban antes de llegar a la Tierra dependían de mi
suministro de aire comprimido. Bueno, mientras el planetoide giraba hacia
el Sol y amanecía en donde yo había aterrizado al atardecer, hice
proyectos y fijé mi objetivo en la Tierra, sin prisas, cosa que no había
hecho en Marte. Tuve tiempo entonces de inspeccionar el bosque de robles,
cuyas ondulantes copas se bamboleaban debajo de mí. Dirigí una última
mirada a esa caja de cerillas. Trátela con cuidado. ¿Cuál diría usted que
fue la causa de ese agujero que presenta?
Cogí de su mano una caja de cerillas Bryant & May, considerablemente
destrozada; rota por dentro; con un agujero lo bastante grande como para
que pasara un ratón.
-Parece como si algo la hubiese traspasado con mucha fuerza -dije yo.
-No la traspasa -contestó él-. El agujero solamente existe por un lado.
-Se mete dentro -dije yo.
-No del todo. Mire de nuevo -dijo Terner.
Efectivamente se abría hacia fuera. Pero no podía imaginarme cómo se había
hecho. Y así se lo hice saber a Terner.
Entonces él llevó la caja de cerillas hasta la repisa de la chimenea, en
donde había dos diminutas cabañas de porcelana, y la puso entre las dos, y
le colocó un techo de paja que le había hecho a medida. Las pequeñas
cabañas tenían aproximadamente el mismo tamaño.
-¿Qué piensa usted de esto? -preguntó Terner.
No sabía nada y así se lo dije, pero tenía algo más que añadir.
-Parece como si un elefante se hubiera escapado de una de las cabañas
-dije yo.
Terner se volvió hacia Jorkens, que asentía con la cabeza, con bastante
benevolencia aunque con cierto disimulo.
No comprendí aquel intercambio vehemente de miradas.
-¿Qué? -pregunté.
-Eso mismo -dijo Terner.
-¿Un elefante? -pregunté yo.
-Había rebaños enteros en el bosque de robles -dijo Terner-. Cuando al
amanecer me incliné a coger una rama de uno de los árboles para traérmela
a la Tierra, los vi de repente. Se precipitaron hacia mí y atrapé uno de
ellos, un magnífico ejemplar adulto; pero ninguno de ellos era mayor que
un ratón. Comprendí que eso debía ser una prueba irrevocable. Tiré la
rama; después de todo no era más que un puñado de hojas de roble enano; y
metí el elefante en esa caja de cerillas, poniéndole alrededor una goma
para que no se abriera. La caja de cerillas la arrojé al interior de una
mochila que llevaba encima de los vendajes.
"Bueno, podía haber recogido muchas más cosas; pero, como dije, tenía una
prueba rotunda y la había llevado colgada a mis espaldas todo el tiempo,
oprimiéndome con su peso y haciéndome sentir que me había equivocado de
planeta. Es éste un sentimiento del que nadie que lo haya experimentado
puede librarse ni por un solo momento. Usted, Jorkens, ha viajado también
bastante; ha estado en desiertos y en lugares extraños.
-Sí, las marismas de papiro, por ejemplo -susurró Jorkens.
-Pero -prosiguió Terner- ni siquiera allí, ni más lejos en el corazón del
Sahara, puede usted haber experimentado tan irresistible, tan
incesantemente, ese sentimiento del que le hablo. No se trata de simple
nostalgia, es una abrumadora y omnipresente sensación de estar en un lugar
inadecuado; tan fuerte que sirve de aviso amenazador que te repites en tu
fuero interno con cada latido del pulso. Es algo que no puedo explicar a
aquellos que no se hayan perdido alguna vez en Oriente, una emoción que no
puedo compartir con nadie.
-Muy natural -dijo Jorkens.
-Bueno, así que lo tenía todo preparado -prosiguió Terner-, no sólo para
mí, sino también para el pequeño elefante. Disponía de un bote de hojalata
en el que tenía la intención de meterlo antes de abandonar la atmósfera de
Eros, y hallé una forma de renovar el aire en su interior mediante mi
propia respiración, que era suficiente para mantener con vida a la bestia.
Tenía un trozo de tela verde, ramas de roble, como se hace con las orugas;
y agua, y todo era para él. Luego abandoné todo aquello de lo que podía
prescindir, a fin de aligerar el avión para el despegue de Eros. Arrojé al
pantano mi revólver y los cartuchos, y también fue allí a parar mi cámara
fotográfica. Luego me puse en camino y volví a volar por la noche hacia
una región de Eros desde donde podía verse la Tierra, colgando por encima
del horizonte de su pequeño vecino. En la noche de Eros brillaba una
especie de pequeña luna, como una bola de cricket de color turquesa pálido
engastada en plata. Apunté con precisión, con todas las tolerancias que
había calculado, y me lancé de vuelta a casa volando bajo donde la
atmósfera de Eros era más densa. A aquella altura tan escasa, el aparato
simplemente adquirió velocidad. Luego llegó el momento crucial en que viré
hacia arriba en dirección a mi objetivo. ¿Sería la atmósfera lo
suficientemente pesada para que las alas de mi avión siguieran
funcionando? Lo era: me dirigía exactamente en la dirección correcta,
mientras me alejaba de la noche y la Tierra palidecía a lo lejos. ¿Podría
mantener la velocidad? No podía hacer mucho más en aquella tenue
atmósfera. Me preguntaba si alguien de la Tierra encontraría mis huesos, o
si Eros me atraería de nuevo junto a mi avión. Mas no me olvidaba de mi
elefante, y traté de alcanzar la caja de cerillas para arrojarla en el
bote; entonces descubrí lo que le he mostrado.
-¿Se había ido el elefante? -pregunté.
-Había embestido, como haría cualquiera de su especie -dijo Terner-. Debió
de irse antes de que yo abandonara Eros. Vea por usted mismo, ahora que
conoce las proporciones adecuadas, que esta caja de cerillas no sería para
él más que una chabola para un elefante de los nuestros. Y contaba con
poderosos colmillos. A nadie se le ocurriría encerrar a un elefante en una
choza de tablas tan delgadas. Mas nunca pensé en ello. Usted lo comprendió
en seguida. Pero yo puse esas cabañas a su lado para proporcionarle a
usted la escala exacta. Bueno, por el momento envidié su libertad. No
tenía ni idea de la amarga incredulidad contra la que tendría que
enfrentarme. Pensaba más en la lucha decisiva de la que dependía mi vida:
la velocidad de mi avión contra la atracción de Eros.
"Y de pronto lo conseguimos. Hubo una ligera sacudida de todos mis
barriles y botes cuando despegué de Eros. Luego comenzó una vez más un
largo día. En su mayor parte lo pasé pensando en todo lo que iba a contar
a nuestras doctas sociedades acerca de Marte y de ese asteroide que yo
creo que era Eros. Pero estaban demasiado ocupados con su erudición como
para considerar una nueva verdad. Sus oídos estaban vueltos al pasado;
eran sordos al presente. Bien, bien...
Y fumó en silencio.
-¿Alcanzó usted su objetivo? -preguntó Jorkens.
-Desde luego -dijo Terner-. Por supuesto me ayudó la atracción de la
Tierra. De repente la vi brillar a la luz del día, y no parecía estar muy
alejada. ¡Oh, qué emoción la de estar volviendo a casa! Al principio la
Tierra palideció, luego lentamente se tornó plateada; y creció más y más.
Después adquirió un ligero tono dorado, un enorme creciente dorado en el
cielo; a simple vista una visión de lo más hermosa, pero que sugiere algo
a todo el ser que el entendimiento no logra asir. Tal vez uno se dé cuenta
después de todo, mas aun así nunca puede transmitirlo, nunca puede hablar
a nadie de aquella dorada belleza. Las palabras no bastan. La música tal
vez podría, pero yo no sé tocar ningún instrumento. Me gustaría componer
una melodía, ya me entienden, acerca de la Tierra llamándole a uno a casa,
con toda esa luz cambiante; sólo que sería condenadamente impopular, ya
que no se parecería en nada a lo que la gente suele escuchar a diario.
"Bien, logré mi objetivo. Con la ayuda de la gran atracción que la Tierra
ejerce, volví de nuevo a casa. El Atlántico era lo único que temía, y lo
evité con creces. Tomé tierra en el Sahara, que podía haber sido sólo algo
mejor que el Atlántico. Pero descendí del avión y caminé un poco, y cuando
llevaba unos cinco minutos de inspección encontré una moneda de cobre del
tamaño de una pieza de seis peniques, que llevaba grabada la efigie de
Constantino. Había reconocido inmediatamente el Sahara, pero después supe
que me encontraba en la parte norte, donde había estado el antiguo Imperio
romano, y comprobé que tenía suficiente gasolina para llegar a las
ciudades. Me puse de nuevo en camino en dirección norte y volé hasta
divisar un grupo de árabes con un rebaño de ovejas o cabras: no es posible
especificarlo hasta que uno se aproxima mucho más. Aterricé cerca de ellos
y les dije que había venido de Inglaterra. No era mi deseo asombrarles,
cosa que habría conseguido contándoles la pura verdad, de manera que les
dije que había volado desde Inglaterra. Y me di cuenta de que no me
creyeron. Fue como un anticipo de la futura incredulidad del mundo.
"Bien, volví a casa y conté mi historia. La prensa no fue hostil al
principio. Me hicieron varias entrevistas. Pero pretendieron que fueran
frívolas. Exigían alguna foto mía despidiéndome con el pañuelo de los
amigos que dejaba en Marte. Pero ¿cómo podía yo ser frívolo después de ver
lo que había visto? Incluso ahora se me hiela la sangre en las venas cada
vez que pienso en ello. Y pienso en ello siempre. ¿Cómo hubiera podido
agitar mi pañuelo a esa pobre gente, sabiendo que uno a uno iban a ser
devorados por una bestia más horrible de lo que nuestra imaginación puede
describir? Ni siquiera sonreí cuando me fotografiaron. Insistí en suprimir
los pequeños chistes de las entrevistas. Me convertí en un ser irritable.
Taciturno, dijeron ellos. Bueno, era cierto. Y después se volvieron en
contra mía. Lo peor de todo fue que Amely no me creyera. ¡Cuándo pienso lo
que éramos el uno para el otro! Debería haberme creído.
-Aunque sólo fuera por simple cortesía -dijo Jorkens.
-¡Oh!, fue bastante cortés -apostilló Terner-. Le pregunté sinceramente si
me creía, y ella me contestó: "Te creo rotundamente".
-Bien, ahí lo tiene -dijo Jorkens con alegría-. Por supuesto que le cree.
-No, no -precisó Terner, fumando más que nunca-. No, no me creyó. Cuando
le conté lo de aquella encantadora chica de Marte no me hizo ni una sola
pregunta. Eso no era propio de
Amely. Ni una sola palabra acerca de ella.
Durante un buen rato recorrió la habitación de arriba a abajo, fumando con
rápidas bocanadas. Estuvo tanto tiempo callado y ajeno a nuestra presencia
que Jorkens me hizo una seña y, dejándole solo, nos marchamos de la casa.
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