El Bar Del Infierno
EL REGRESO
Li regresó a su casa después de largos años de ausencia. En la China, las guerras son prolongadas y complejas. Los ejércitos avanzan interminablemente, a veces sin encontrar enemigos, pues el Imperio es inmenso y la política es oscilante.
Las noticias viajan con extrema lentitud. Un correo puede tardar tres años, o diez, en recorrer el país de punta a punta. De este modo, los príncipes ignoran la suerte corrida por sus tropas y, por lo general, los ejércitos no regresan nunca o regresan cuando el príncipe que los mandó se ha pasado a otro bando, a otro parecer o a otro mundo.
El pueblo de Li era apenas una aldea sin nombre. Casi todos los hombres habían marchado a la guerra treinta años antes. Casi ninguno regresó.
Li podía considerarse afortunado. El solo hecho de no haberse perdido para siempre en el impiadoso desierto de la China central, o en el laberinto de ríos y canales en cuyas riberas se hablan cien dialectos diferentes, podía ser visto como un favor infrecuente del destino. Pero tal vez Li no tenía por costumbre filosofar acerca de la alternancia de sucesos fastos y nefastos. Para él, la vida era oscura, nebulosa, incomprensible, pero también fatal, incuestionable.
Cuando llegó al pueblo, estuvo a punto de pasar de largo. No es que hubiera cambiado mucho, pero después de treinta años de ausencia y de peregrinación por infinitas poblaciones, Li tenía ideas más bien confusas sobre su lugar de origen.
Por cierto, no reconoció a ninguna persona. Buscó su casa penosamente, en calles parecidas que morían en el río. En una de ellas reconoció un farol que en realidad había sido colgado mucho después de su partida. Llamó a la puerta y lo recibió una mujer fatigada por la pobreza. No hubo gestos de alegría ni de amor. Aquellos seres desdichados acataban las novedades con resignación, como sabiendo que cada una de ellas era el umbral de nuevos padecimientos.
Aunque el mecanismo de recordación de sus hijos estaba ligado al número tres, fueron cinco los que Li encontró en el regreso. Todos ellos eran hombres grandes que trabajaban la tierra, pero el menor ocupaba una ínfima función de limpieza en la administración provincial.
Li no trabajó. Se sentaba largas horas junto a la puerta de su casa y al anochecer comía en silencio, junto a su familia. Se acostaba temprano y jamás tocaba a su mujer. Muy de vez en cuando iba a la taberna y se emborrachaba con alcohol barato. A veces peleaba con otros hombres, sin razón alguna. Alguien le preguntaba:
—¿Tú eres el que ha regresado de la guerra? —Y él le rompía una jarra en la cabeza.
Un día su mujer se atrevió a hablarle.
—Marido mío, ya no procedes como antes de tu partida.
Él dijo que no recordaba cómo procedía antes de su partida.
Hü era un mercader de la capital que pasaba cuatro o cinco veces al año por la aldea.
La mujer de Li, y algunas otras que esperaban a sus maridos, lo habían tomado como amante. Hü despachaba aquellos encuentros bajo la forma de efímeros temblores en la hierba nocturna. En verdad, no recordaba con entera precisión cuáles de aquellas mujeres eran sus amantes. Confiaba en que ellas se iban a cruzar en su camino y lo iban a arrastrar a la espesura, llegado el momento. Por eso se sorprendió cuando la mujer de Li corrió tras él en un callejón y le dijo agitadamente:
—Mi marido ha vuelto, ya no me tomes.
—¿Quién es tu marido? —preguntó Hü.
—Se llama Li.
—Todos en la aldea se llaman Li.
—Él fue a la guerra y es el hijo de Li, el campesino.
—Seré discreto —dijo Hü. Y se marchó cantando una canción obscena.
La mujer de Li sentía, algunas noches, una oscura tendencia a desear que el hombre que dormía con ella fuera un impostor. Tal vez esperaba la llegada de otro Li, bajo la forma de un hombre joven y ardoroso. Mientras tanto, el propio Li solía preguntarse cómo había elegido para engendrar hijos a una mujer tan sombría.
Una tarde, enfurecido por la falta de leña, Li le reprochó a su mujer la promesa incumplida de su suegro de entregarle seis gallinas a modo de comisión nupcial. Ella no dijo nada, aunque creía recordar el solemne traspaso de un cerdo.
Años después, pasó por el pueblo Li T'ieh-kuai, o sea Li, el de la muleta de hierro, uno de los ocho inmortales. Los lugareños le dieron limosna y él se detuvo junto a un cedro, donde curó a unos ancianos enfermos con drogas mágicas. Al anochecer, encendió un fuego azul e hizo hervir allí un caldo cuyos ingredientes secretos lanzaban vahos inspiradores. Los dioses hacían a Li T'ieh-kuai unas oportunas revelaciones cuando el inmortal miraba el fondo del caldero. Un joven le preguntó qué era la vida. Li T'ieh-kuai hizo beber un poco de caldo a un gato negro. El gato murió y Li T'ieh-kuai dijo al joven:
—La vida consiste en no saber qué es la vida.
Alentada por un entusiasmo creciente, la mujer de Li se fue acercando al maestro y finalmente se atrevió a preguntar.
—Un hombre regresó a mi casa. ¿Es el mismo que se fue?
Li T'ieh-kuai miró el caldero y vio entre los vapores a Li, el verdadero marido de aquella mujer, muerto en la guerra un mes después de haber partido. También vio al hombre que ahora dormía con ella, tal como era en su juventud, recién casado con otra muchacha, en una casa parecida, en una calle que iba muriendo hacia el río.
Comprendió entonces la equivocación del que había regresado. Comparó los destinos posibles, las penas intercambiadas y vio el final de todos los caminos. Entonces dio a otro gato un poco de caldo. El gato murió.
—Todos los hombres que regresan es porque se han ido.
La mujer volvió a su casa y vivió largos años junto a Li. Después, todos se fueron muriendo. Hoy nadie los recuerda en aquel pueblo. Y a decir verdad, nadie sabe cuál era aquel pueblo.
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