Alejandro Dolina
El Bar Del Infierno
PRÓLOGO
Profesores de la cátedra de alquimia me han contado la enorme dificultad que supone enseñar una normativa cuyo precepto central es el secreto absoluto. El maestro debe ejercer al mismo tiempo la divulgación y el ocultamiento. Para completar exitosamente ambas actividades no tendrá más remedio que dictar clases que tengan —por lo menos— dos significados. Uno de apariencias y otro secreto, que el alumno deberá ir descifrando trabajosamente.
Tras largos siglos de penosas lecciones, se ha ido construyendo un lenguaje en donde lo que se dice no es lo que se quiere decir, en donde cada palabra no es sino una imprecisa alegoría de otra que no ha sido dicha: el sol es el oro, pero también es el Padre y es Apolo y el calor del cuerpo y el centro del Zodíaco. Los siete metales son también las siete heridas de Cristo, las siete virtudes, los siete colores, los días de la semana, las horas y la suma de la trinidad con los cuatro elementos, que vienen a ser —de paso— los cuatro evangelistas. Desde luego, el aprendiz jamás tendrá la certeza de haber descubierto las verdades escondidas, pues nunca se realiza la traducción definitiva. Maestros y discípulos se hablan a través de los tiempos en interminables diálogos y textos que son símbolos y emblemas de otros símbolos y emblemas, cuyo comienzo o cuyo final es imposible hallar.
Manuel Mandeb, el pensador de Flores, afirma que toda conversación es una lección de alquimia. Nadie dice lo que dice, nadie oye lo que oye, nadie escribe lo que escribe. Mandeb aclara que este último juicio oculta en verdad otro, que es secreto.
¿Qué libro esconderá este libro? ¿Qué tristezas desconocidas se ocultarán tras nuestras viejas y familiares penas?
EL BAR DEL INFIERNO
El bar es incesante. Es imposible alcanzar sus confines. Del modo más caprichoso se suceden salones, mostradores, pasillos y reservados.
Nadie ha podido establecer nunca cuál es la puerta del bar. La opinión mayoritaria es que no hay forma de salir de él. Sin embargo, muchos buscan la salida. Es el sueño romántico más frecuente de este tugurio. Hombres jóvenes, inconformes, beligerantes, eligen una dirección cualquiera y avanzan desaforadamente buscando la puerta, o el centro, o la explicación del bar.
Generalmente, nadie vuelve a verlos. Algunos regresan mucho tiempo después, casi siempre por el lado contrario al que eligieron para irse.
El cafetín es un laberinto. Nuestro destino es extraviarnos en sus encrucijadas. Pero algunos presienten una verdad aún más terrible: no se puede salir del bar no por la falta de puertas, ni por la disposición caprichosa de sus instalaciones, sino porque no hay otra cosa que el bar. El afuera no existe.
Si es verdad que los parroquianos están condenados a vagar perpetuamente por los mismos lugares, también es cierto que sus conductas se repiten del mismo modo inevitable. Pero ellos no lo saben. Se mueven con soberbia, como si decidieran sus propias acciones. Y no es así. Sólo cumplen con ajenas voluntades. Los mozos, los músicos, los borrachos, las prostitutas y los jugadores están aquí desde el comienzo de los tiempos y aquí permanecerán, recorriendo trayectos ancestrales con aires de inauguración.
Cada tanto, un viento de loca esperanza entra en el bar. Misteriosamente los parroquianos empiezan a creer que todo tiene un propósito, que cada uno de sus patéticos esfuerzos está destinado a un logro final y que fuera del bar hay cielos límpidos y amores venturosos que darán sentido hasta al último de los versos oscuros.
El hombre a quien llaman el Narrador de Historias está obligado a contar un cuento cada noche, cuando el reloj da las doce.
Nadie le presta atención. Anda siempre con unos libros grasientos. En ellos hay —según se dice— infinitos relatos.
Los libros son siete, o acaso cinco. Existe la sensación de que cada uno sigue preceptos diferentes.
Ada, la bruja, ha dicho que el Libro Rojo contiene un solo relato y que ese relato revela los secretos de la libertad. Pero el Narrador jamás abre el Libro Rojo.
El Libro Blanco contiene falsos secretos; el Libro Verde Clarito es igual al Libro Amarillo.
A veces, los ladrones roban los libros del Narrador. Algunos parroquianos pagan por ellos unas monedas y tratan de leerlos. El desengaño es inevitable. Las páginas están escritas con una tinta sutil que se borra al tomar contacto con el aire. Una y otra vez, el Narrador recupera los libros y los ladrones vuelven a robarlos.
Con el tiempo se han hecho torpes duplicados y ya no se sabe si los textos que lee son los verdaderos, o copias fieles, o relatos falsos*
* Esta humilde edición proviene de la copia de Dimas Santángelo, un anciano envidioso que tuvo en su poder los libros del Narrador y que los corrigió cruelmente, sólo para menoscabarlos. Se molestó, eso sí, en anotar las improvisadas canciones con que retrucaban cada historia los belicosos cantores del Coro del Bar.
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