FRAGMENTOS DE ANNE RICE : EL TEATRO DE LOS VAMPIROS -- ENTREVISTA CON EL VAMPIRO
»—¿Está usted bien?
»Yo estaba más que bien. De pie, listo para el ataque. Pero la figura siguió agachada, como si fuera parte del muro. Pude ver la mano blanca hurgando en lo que pareció ser un bolsillo de abrigo. Apareció una tarjeta blanca como los dedos que me la ofrecieron. No me moví para aceptarla.
»—Venga a vernos mañana por la noche —me dijo con el mismo susurro la cara pulida e inexpresiva que aún mostraba sólo un ojo a la luz—. No le haré daño. Tampoco lo hará el otro. No se lo permitiré.
»Y su mano hizo aquello que los vampiros pueden hacer; es decir, dejó su cuerpo en la oscuridad para depositar la tarjeta en mis manos y la escritura púrpura brilló de inmediato a la luz. Y la figura, subiendo por el muro como un gato, desapareció rápidamente entre las buhardillas.
»Entonces supe que me encontraba definitivamente a solas; pude sentirlo. Los latidos de mi corazón parecieron llenar la calleja desierta cuando me puse, bajo el farol, a leer la tarjeta. Conocía la dirección, porque había ido a los teatros de esa calle. Pero el nombre era sorprendente: "Théàtre des Vampires", y la hora de la cita era a las nueve de la noche.
»Di la vuelta a la tarjeta y allí descubrí que habían escrito una nota: "Traiga a su pequeña belleza consigo. Serán bienvenidos. Armand".
»No había dudas de que la figura que me la había entregado era quien había escrito el mensaje. Tenía muy poco tiempo para regresar al hotel y contarle a Claudia lo que había sucedido. Corrí a toda velocidad y la gente que pasé en las avenidas no vio la sombra que pasaba rozándoles.
»Al Théàtre des Vampires sólo se asistía por invitación, y a la noche siguiente el portero examinó la mía un momento mientras la lluvia caía suavemente a nuestro alrededor: sobre el hombre y la mujer delante de la taquilla cerrada; sobre los carteles arrugados de vampiros baratos con los brazos extendidos y las capas parecidas a alas de murciélagos, listos para caer sobre los hombros desnudos de una víctima mortal; sobre las parejas que nos pasaban en el recibidor, donde con toda facilidad pude percibir que el público era enteramente humano; no había vampiros en su seno, ni siquiera el muchacho que nos admitió por último en la muchedumbre llena de conversaciones y lana húmeda y dedos enguantados de damas que tocaban sus sombreros y sus rizos mojados. Me fui a las sombras con una excitación frenética. Nos habíamos alimentado más pronto para que en la calle concurrida del teatro nuestra piel no resultara tan blanca ni nuestros ojos demasiado brillantes. Y el sabor de la sangre que no había saboreado me había dejado intranquilo; pero no tenía tiempo para preocuparme de ello. Esta no era una noche para matar. Ésta sería una noche de revelaciones, no importa cómo terminara. Estaba seguro de ello.
»Y allí estábamos con todo ese gentío de mortales; las puertas del auditorio se abrieron y un joven se nos acercó y señaló las escaleras por encima de los hombros de la gente. Teníamos un palco, uno de los mejores, y si la sangre no había oscurecido por completo mi piel ni había convertido a Claudia en una niña humana, este ujier no pareció percatarse de ello o no le importó. De hecho, sonrió con mucha amabilidad cuando abrió las cortinas que daban a las dos sillas delante de la barandilla de metal.
»—¿Crees que tienen esclavos humanos? —me preguntó Claudia.
»—Lestat nunca confió en los esclavos humanos —le contesté. Observé que se llenaban los asientos; contemplé los sombreros maravillosamente floreados que navegaban ahí debajo, por las filas de butacas de seda. Los hombros blancos brillaban en la amplia curva de los palcos, alejándose de nosotros; los diamantes centelleaban a la luz de las lámparas.
»—Recuerda: sé astuto esta vez —me susurró Claudia con su rubia cabeza gacha—. Eres demasiado caballeroso.
»Se apagaban las luces, primero en los palcos y luego a lo largo de las paredes de la planta baja. Un grupo de músicos se habían colocado ya frente al escenario. Y al pie del largo telón de terciopelo, el gas parpadeó, luego ganó intensidad y la audiencia retrocedió como envuelta por una nube gris en la cual sólo brillaban los diamantes sobre las muñecas, los cuellos y los dedos. Y un murmullo descendió como una nube gris hasta que todo el sonido se concentró en una única tos persistente. Luego, el silencio. Y el ritmo lento de una pandereta. A la vez, se oyó la aguda melodía de una flauta de madera que parecía seleccionar el agudo toque metálico de la pandereta y que la conjugaba en una melodía fantasmagórica y medieval. Entonces, el sonido de las cuerdas subrayó a la pandereta. Y la flauta subió y, en esa melodía, expresó algo melancólico, triste. Esa música tenía encanto, y toda la audiencia pareció acallada y en comunión, como si la música de esa flauta fuera una cinta luminosa que se desenrollaba en la oscuridad. Ni siquiera cuando se levantó el telón se rompió el silencio. Las luces se encendieron y el escenario no pareció un escenario sino un lugar en un denso bosque; la luz relumbraba sobre los troncos naturales de los árboles y en la espesura de las hojas, debajo del arco de oscuridad que reinaba más arriba, y a través de los árboles se podía ver lo que parecía una ribera baja y de piedra y, más allá, las aguas luminosas del río. Ese mundo tridimensional estaba creado por una pintura en una fina pantalla de seda que se movía suavemente debido a una débil ráfaga de aire.
»Unos aplausos recibieron a la ilusión, reuniendo adherentes de todas partes del auditorio hasta que consumó su breve crescendo y desapareció. Una figura oscura y arropada avanzaba por el escenario de árbol en árbol, tan rápidamente que, cuando salió a las luces dio la sensación de aparecer mágicamente en el centro; un brazo salió relampagueante de su capa para mostrar una guadaña de plata y el otro una máscara en la punta de un fino palo sobre el rostro invisible, una máscara que mostraba el rostro deslumbrante de la Muerte, una calavera pintada.
»Hubo murmullos entre el público. Era la Muerte de pie ante la audiencia, con la guadaña en alto; la Muerte al borde de un bosque tenebroso. Y algo en mí reaccionó de igual manera que en la audiencia, no con miedo sino de una manera humana, ante la magia de ese frágil decorado pintado, ante el misterio del mundo allí iluminado, el mundo en el que se movía aquella figura con su ondulante capa negra, con la gracia de una gran pantera, provocando esos murmullos, esos gemidos, esos susurros reverentes.
»Y entonces, detrás de esa figura cuyos mismos gestos parecían poseer un poder cautivante como el ritmo de la música con que se movía, aparecieron otras figuras por los costados. Primero, una anciana, muy encorvada y gacha, con su pelo gris como el musgo, sus brazos colgando con el peso de una gran canasta llena de flores. Sus pasos lentos se arrastraban por el suelo y su cabeza se sacudía con el ritmo de la música y los pasos saltarines del Maldito Segador. Y entonces retrocedió cuando lo vio y, lentamente, depositó su canasta y puso las manos juntas como si estuviera en oración. Parecía muy cansada. Poco a poco, fue dejando caer la cabeza hasta apoyarla sobre las manos, como si durmiera y las extendió hacia él, en súplica. Pero cuando él se le acercó y se agachó para mirarla directamente a la cara, que estaba ensombrecida debajo de sus cabellos, dio un paso atrás y movió las manos como para refrescar el aire. De forma vacilante, se produjeron algunas risas tímidas entre la concurrencia. Pero cuando la anciana se levantó y salió atrás de la Muerte, las risas resonaron abiertamente.
»La música aceleró su ritmo mientras la anciana perseguía a la Muerte por todo el escenario hasta que, al final, se apoyó en la oscuridad de un viejo tronco metiendo su máscara bajo un brazo como un pájaro. Y la anciana, perdida, derrotada, recogió su canasta mientras la música se ajustaba a sus pasos lentos. Y ella se fue del escenario.
»No me gustó. Ni me gustaron las risas. Pude ver que entraban otras figuras en el escenario, que la música orquestaba sus gesticulaciones y que un montón de mendigos y mutilados, con muletas y vestidos con trapos grises, se acercaban a la Muerte, quien giró y escapó de uno con un súbito arqueamiento de la espalda, del otro con un gesto femenino de disgusto, de todos ellos finalmente con una cansada muestra de aburrimiento y apatía.
»Fue entonces cuando me di cuenta de que la mano blanca y lánguida que hacía esos gestos cómicos no estaba pintada. Era una mano de vampiro la que hacía reír al público. Una mano de vampiro fue la que levantó entonces la calavera sonriente, cuando el escenario quedó vacío. Y entonces ese vampiro, todavía con la máscara tapándole el rostro, adoptó de forma maravillosa la posición de descansar su peso contra un árbol pintado en la seda, como si se estuviera durmiendo plácidamente. La música lo acompañó como el canto de los pájaros, lo arrulló como el paso del agua; y el foco, que lo centraba en un círculo amarillo, se hizo más pálido y casi se desvaneció mientras él dormía.
»Otro rayo de luz traspasó el telón de fondo y pareció fundirlo para revelar a una joven de pie y solitaria al fondo del escenario. Era majestuosamente alta y estaba coronada por una voluminosa masa de cabellos dorados. Pude sentir el temor de la audiencia cuando pareció flotar en la luz y el bosque lúgubre creció y ella pareció perdida entre los árboles. Estaba perdida, y no era una vampira. Las manchas de su camisa y de su falda sucia no eran de pintura de decorado, nada había tocado su cara perfecta, que ahora miraba a la luz, tan hermosa y finamente cincelada como la cara de una virgen de mármol. Su pelo era un velo aureolado. No podía ver en la luz, aunque todos la podíamos ver a ella. Y el gemido que dejaron escapar sus labios pareció emitir un eco por encima del cántico agudo y romántico de la flauta, que era un tributo a su belleza. La figura de la Muerte se despertó de pronto en su pálido rayo de luz y se dio vuelta para contemplarla tal como la había visto el público. Y estiró su mano libre con reverencia.
»El sonido de la risa desapareció antes de llegar a consumarse. Ella era demasiado hermosa, sus ojos estaban demasiado compungidos. La actuación era perfecta. Y, súbitamente, la máscara fue arrojada a un costado y la Muerte mostró al público su rostro de un blanco brillante; sus manos rápidas se retocaron el pelo negro, enderezaron su abrigo, se limpió unas pelusas imaginarias en las solapas. La Muerte enamorada. Y el público aplaudió las facciones luminosas, las mejillas relumbrantes, los agudos ojos negros, como si todo fuera una magistral ilusión, cuando, en realidad, se trataba simplemente, y sin duda alguna, del rostro de un vampiro, el mismo vampiro que me había atacado en el Barrio Latino, ese vampiro de sonrisa maligna, brutalmente iluminado por el foco amarillo.
»Mi mano buscó las de Claudia en la oscuridad y se las presioné suavemente. Pero ella se quedó inmóvil, fascinada. El bosque del escenario, a través del cual esa indefensa muchacha miraba ciegamente hacia donde oía las risas, se dividía en dos mitades fantasmagóricas, alejándose del centro, dejando espacio libre al vampiro para que se pudiera acercar a ella.
»Y ella, que había avanzado hacia los focos, lo vio de improviso y se detuvo en seco, gimiendo como una niña. Por cierto, era muy parecida a una niña, aunque claramente ya era una mujer. Únicamente una mínima arruga bajo los ojos denunciaba su verdadera edad. Sus pechos, aunque pequeños, tenían una bella forma bajo la blusa; y sus caderas, delgadas, daban a su falda sucia y arrugada una angularidad sensual y pronunciada. Mientras quería alejarse del vampiro, vi que tenía lágrimas en los ojos a la luz de los focos. Y sentí miedo por ella. Su belleza era sobrecogedora.
»Detrás de ella, de pronto surgieron de la oscuridad unos cráneos pintados; y las figuras que llevaban las máscaras, invisibles en sus trajes negros, sólo mostraban las blancas manos agarradas al borde de una capa, a los pliegues de una falda. Allí había vampiras y avanzaron junto a sus compañeros sobre la víctima. Y entonces, todos ellos, uno por uno, se quitaron las máscaras, que cayeron en una pila, donde las calaveras siguieron sonriendo a la oscuridad del techo. Y allí se quedaron, siete vampiros; ellas eran tres, y sus pechos asomaban, de un blanco brillante, sobre el traje ajustado y negro; sus rostros eran duros y luminosos, y miraban con ojos negros debajo de rizos de pelo negro. Sorprendentemente hermosas, parecieron flotar alrededor de la rosada figura humana; eran pálidas y frías comparadas con aquel reluciente cabello rubio, y aquella piel como los pétalos. Pude oír la respiración del público, los suspiros entrecortados, suaves.
»Era un espectáculo ese círculo de rostros blancos acercándose cada vez más a la bella; y la figura principal, esa Muerte, dirigiéndose entonces a la audiencia con las manos cruzadas sobre el pecho, la cabeza inclinada solicitando su simpatía: ¿Acaso ella no era irresistible? Hubo un murmullo de risas cortadas de suspiros.
»Pero la joven fue quien rompió el mágico silencio:
»—No quiero morir... —murmuró. Su voz fue como una campana.
»—Nosotros somos la muerte —respondió él.
»Y a su alrededor resonó una palabra:
»—Muerte.
»Ella se dio vuelta y su pelo se convirtió en una verdadera lluvia de oro, algo lujurioso y vivo sobre el polvo de sus pobres vestimentas.
»—¡Ayudadme! —imploró, pero suavemente, como si temiera levantar la voz—. Alguien... —dijo a la multitud, pues debía saber que estaba allí.
»Claudia lanzó una leve carcajada. La chica en el escenario apenas comprendía dónde se hallaba, o lo que le estaba sucediendo, pero sabía infinitamente más que la gente que la miraba asombrada desde la platea.
»—¡No quiero morir! ¡No quiero morir!
»Se le entrecortó la voz y fijó los ojos en el jefe alto y malévolo, el vampiro, ese demonio juguetón que ahora salió del círculo de los demás para acercarse a ella.
»—Todos morimos —le dijo él—. Lo único que compartes con todos los demás mortales es la muerte. —Su mano señaló los rostros distantes de la platea, de los palcos, de las gradas.
»—No —protestó ella, incrédula—. Me quedan tantos años, tantos años... —Su voz enmudeció en su dolor. Eso la hizo irresistible, al igual que el movimiento de su garganta desnuda y las manos que temblaban en el aire.
»—¡Años! —dijo el vampiro principal—. ¿Cómo sabes que tienes tantos años? ¡La muerte no respeta las edades! Ahora
puede haber una enfermedad en tu cuerpo, algo que ya te está devorando desde adentro. O, afuera, ¡un hombre puede acechar para matarte simplemente debido a tu pelo rubio! —y sus dedos se extendieron en su dirección y resonó el sonido de su voz profunda, sobrenatural—. ¿Necesito decirte ahora lo que te depara el destino?
»—No me importa... No tengo miedo —protestó ella con una voz frágil—. Correría riesgos...
»—Y si corres riesgos y vives durante años, ¿cuál sería tu destino? ¿El aspecto maltrecho y desdentado de la vejez?
»Y entonces le levantó el cabello dorado y mostró la garganta pálida. Y lentamente tiró de la cinta que ataba el frente de la camisa. La tela barata se abrió, las mangas cayeron de sus hombros delicados y sonrosados y ella levantó las manos, pero él la agarró de las muñecas y se las separó violentamente. La audiencia pareció dar un suspiro al unísono; las mujeres detrás de sus binoculares, los hombres inclinándose hacia adelante en sus butacas. Pude ver caer la ropa, ver la piel pálida y palpitante y los pequeños pezones que dejaron caer precariamente el género, y el vampiro aferrado a su muñeca izquierda, y las lágrimas bajando por las mejillas, los dientes mordiendo los labios.
»—Con la misma seguridad con que ahora esta piel es sonrosada, se volverá gris y arrugada con el tiempo —dijo él.
»—Déjeme vivir —rogó ella, y su rostro evitó el de él—. No me importa... no me importa lo que dice.
»—Pero, entonces, ¿qué te importa si te mueres ahora mismo? ¿Esas cosas acaso no te aterrorizan, esos horrores?
»Ella sacudió la cabeza, sorprendida, vencida, indefensa. Sentí en las venas tanta furia como pasión. Con la cabeza gacha, ella había asumido toda la responsabilidad de defender su vida. Era injusto, monstruosamente injusto que ella tuviera que enfrentar su lógica a la de él para defender lo que era obvio y sagrado y tan hermosamente corporizado por ella misma. Pero él la dejó ahora sin palabras; hizo que su instinto abrumador pareciera pequeño, confundido. Pude sentir que ya se moría interiormente y odié a ese vampiro.
»La blusa cayó hasta la cintura. Un murmullo resonó entre la multitud fascinada cuando quedaron a la vista sus pechos pequeños y redondos. Ella trató de liberar su muñeca, pero él se la mantuvo agarrada.
»—Y supongamos que te dejamos ir... Supongamos que el Maldito Segador tiene un corazón que no puede resistir tu belleza... ¿A quién entonces debería dirigir su pasión? Alguien debe morir en tu lugar. ¿Elegirías tú misma a la persona indicada? La persona que vendría aquí y sufriría tal como tú sufres ahora. —Señaló a la audiencia; la confusión de la joven era terrible—. ¿Tienes una hermana..., una madre..., una hija?
»—No —respondió ella—. No... —y sacudió los cabellos.
»—Sin duda alguien debe tomar tu lugar. ¿Una amiga? ¡Elige!
»—No puedo. No lo haría... —respondió, mientras se contorsionaba tratando de liberarse. Los vampiros a su alrededor la observaban, inmóviles, sus rostros seguían sin mostrar la menor emoción, como si la carne sobrenatural estuviera hecha de máscaras.
»—¿No puedes? —se burló él; y supe que si ella decía que sí, él la condenaría, diría que era pérfida por sentenciar a alguien a la muerte, diría que ella se merecía su suerte—. La muerte te espera en todas partes —aseguró él entonces, y suspiró como si, de repente, se sintiera frustrado. La audiencia no lo pudo percibir, pero yo sí. Pude ver que se le estiraban los músculos de la cara pulida. Trataba de que ella fijara sus ojos en los suyos, pero ella pareció estar desesperada, aunque esperanzadamente distante de él. En el aire cálido y ascendente pude oler el polvo y el perfume de la piel de la muchacha, oír el latido suave de su corazón.
»—La muerte inconsciente: el destino de todos los mortales. —Se acercó a ella, agachado, enloquecido por ganarla pero receloso—. Humm, ¡pero nosotros somos la muerte consciente! Eso te transformaría en una novia. ¿Sabes lo que significa ser amada por la Muerte? —preguntó, y casi la besó en el rostro, que resplandecía por las lágrimas—. ¿Sabes lo que significa que la Muerte conozca tu nombre?
»Ella lo miró, aturdida por el terror. Y entonces sus ojos parecieron humedecerse, sus labios parecieron perder fuerza. Miraba detrás de él a la figura de otro vampiro que había aparecido lentamente de las sombras. Durante largo rato, había permanecido apartado del grupo, con las manos cerradas y los grandes ojos negros inmóviles. Su actitud no era una actitud de hambre. No parecía estar en trance. Pero ella lo miraba a los ojos y su dolor la bañaba con una luz hermosa, una luz que la hacía irresistiblemente atractiva. Eso era lo que mantenía en suspenso al público, ese dolor terrible. Yo podía sentir la piel de ella, sentir sus pequeños pechos erectos, sentir que mis brazos la acariciaban. Entrecerré los ojos y la vi deslumbrado contra esa oscuridad privada. Era lo que sentían todos los que estaban a su alrededor, esa comunidad de vampiros. Ella no tenía la menor oportunidad de salvación.
»Y entonces, volviendo a abrir bien los ojos, la vi brillar a la luz humosa de las lámparas, vi sus lágrimas como oro cuando, suaves, resonaron las palabras que pronunció el vampiro que se mantenía a distancia:
»—Nada de dolor.
»Pude ver que el actor se ponía rígido, pero nadie más podía verlo. Ellos únicamente verían el rostro suave e infantil de la muchacha, esos labios entreabiertos, paralizados por la sorpresa inocente mientras miraba al vampiro distante; escucharon que ella repetía sus palabras:
»—¿Nada de dolor?
»—Tu belleza es un regalo para nosotros. —Su voz sonora y rica llenó sin esfuerzo la sala y pareció fijar y reducir la creciente ola de excitación.
»El actor retrocedió y se transformó en uno de aquellos rostros blancos, pacientes, cuya hambre y ecuanimidad era extrañamente unánime. Ella estaba lánguida, olvidada ya su desnudez, con los párpados en movimiento, y un suspiro escapó de sus labios húmedos:
»—Nada de dolor —repitió.
»Yo apenas podía soportar la visión de su entrega, verla morir ahora ante el poder del vampiro. Quise avisarle a gritos, romper el hechizo. Y la deseé. La deseé mientras él se le acercaba, con su mano extendida hacia la falda, y ella inclinada ante él, con la cabeza ladeada y la ropa negra resbalando por sus caderas, sobre el brillo dorado del pelo entre sus piernas —una niña agachada, con aquel vello delicado— y cayendo finalmente a sus pies. El vampiro abrió los brazos, de espaldas a las luces centelleantes, y su pelo negro pareció temblar cuando el dorado de ella cayó sobre su abrigo negro.
»—Nada de dolor..., nada de dolor —murmuraba él, y ella se entregaba.
»Y entonces, moviéndola lentamente a un costado para que todos pudieran contemplar su cara serena, él la levantó; ella arqueó la espalda cuando sus pechos tocaron los botones del abrigo, y sus pálidos brazos rodearon el cuello del vampiro. Ella se crispó y gritó cuando él le hundió los dientes, y su cara quedó inmóvil mientras el teatro reverberaba con esa pasión compartida. Su mano blanca relumbró sobre las nalgas rosadas, y el cabello de ella lo acarició. Él la levantó del suelo mientras bebía, y la garganta brilló contra la mejilla blanca. Me sentí débil, mareado, hambriento; mi corazón y mis venas se hicieron un nudo. Sentí que mi mano se aferraba a la barandilla metálica del palco y que el metal crujía en las junturas. Y ese sonido suave, estremecedor, que ningún mortal podía oír, pareció clavarme en el sitio donde estaba.
»Bajé la cabeza; quise cerrar los ojos. El aire pareció fragante con la piel salada; e íntimo y caliente con su aroma dulce. A su alrededor, se acercaron los demás vampiros; la mano que la abrazaba tembló y el vampiro de pelo negro la dejó ir, haciéndola girar, mostrándola, con su cabeza caída, cuando él la entregó a una de aquellas vampiras de sorprendente belleza que, detrás de ella, se puso a acariciarla mientras bebía. Ahora todos la rodeaban y ella pasó de uno en uno delante de la audiencia fascinada, con su cabeza inclinada sobre el hombro de un vampiro, y su cuello tan atractivo como las pequeñas nalgas o la piel impecable de sus largos muslos, o la piel tierna detrás de sus rodillas lánguidamente dobladas.
»Yo estaba apoyado en el respaldo, y sentía mi boca llena de su sabor, y mis venas atormentadas. Y en el rabillo de mi ojo estaba ese vampiro moreno que la había conquistado, apartado como antes; sus ojos negros parecieron fijos en mí por encima de las corrientes de aire caliente.
»Uno por uno, los vampiros retrocedieron. Retornó el bosque pintado, deslizándose silencioso. Hasta que la chica mortal, frágil y muy blanca, quedó desnuda en ese bosque misterioso, anidada en una sedosa raíz negra, como si se hallara sobre el suelo del mismo bosque; y la música había vuelto a escucharse, fantasmagórica y alarmante, subiendo de volumen mientras se oscurecían las luces. Todos los vampiros desaparecieron salvo el actor que había recogido su guadaña y su máscara de las sombras. Se puso de cuclillas al lado de la muchacha durmiente mientras las luces se apagaban lentamente, y sólo la música tenía poder y fuerza en la oscuridad reinante. Y luego también dejó de oírse...
»Durante unos instantes, toda la gente se quedó absolutamente en silencio.
»Luego se oyeron aplausos aquí y allá y, de repente, todos se unieron y aplaudieron a nuestro alrededor. Las luces se encendieron a ambos lados y las cabezas giraron en todas direcciones y se desató la conversación. Una mujer se puso de pie en medio de una fila para sacar su abrigo de zorro del asiento, aunque todavía nadie le había abierto camino; alguien se apresuraba por el pasillo central, y toda la audiencia se levantó como empujada hacia la salida.
»Pero entonces los murmullos se convirtieron en el cómodo y cansado rumor de conversación de la multitud refinada y perfumada que antes había llenado la entrada del teatro. Se rompió el sortilegio. Las puertas se abrieron a la lluvia fragante, al ruido de los cascos de los caballos y las voces que llamaban a los coches. Allá en el océano de las sillas apenas inclinadas, brillaba un guante blanco sobre un cojín de seda verde.
»Me quedé sentado, observando, escondiendo con una mano mi cara de los demás, con el codo en la barandilla y el sabor de la muchacha en los labios. Fue como si el aroma de la lluvia aún perdurara en su perfume, y en el teatro vacío pude oír los latidos de su corazón. Retuve la respiración, saboreé la lluvia y miré a Claudia, sentada e infinitamente inmóvil, con sus manos enguantadas sobre las rodillas.
»Yo tenía un sabor amargo en la boca. Y confusión. Vi a un acomodador solitario que avanzaba por el pasillo de abajo, enderezando las sillas, recogiendo los programas abandonados que ensuciaban la sala. Tomé conciencia de que ese dolor, esa confusión, esa pasión enceguecedora que se alejaba de mí con una terca lentitud, sólo podrían calmarse si me ponía al acecho en uno de esos arcos encortinados y arrastraba a la oscuridad a aquel empleado y lo poseía tal como había sido poseída la muchacha del escenario. Quería hacerlo y, al mismo tiempo, no quería nada. Claudia dijo cerca de mi oído:
»—Paciencia, Louis, paciencia.
»Abrí los ojos. Alguien estaba cerca, en la periferia de mi visión; alguien que había burlado mis oídos, mi aguda anticipación; que penetró, como una antena afilada, en mis distraídos pensamientos. Pero allí estaba, silencioso, detrás de las cortinas de la entrada al palco, aquel vampiro moreno, el distante, de pie sobre el pasillo alfombrado, mirándonos. Yo entonces ya sabía, como había sospechado, que se trataba del vampiro que me había dado la tarjeta de admisión al teatro: Armand.
»Me hubiera sorprendido a no ser por su silencio y la cualidad remota y ensoñadora de su expresión. Parecía que había estado contra esa pared durante muchísimo tiempo. No evidenció ninguna señal de cambio cuando lo miramos y nos acercamos a él. De no haberme absorbido de forma tan absoluta, me habría sentido aliviado de que no fuera el vampiro alto y de pelo negro, pero ni lo pensé. Entonces sus ojos se movieron lánguidamente sobre Claudia sin el menor tributo al hábito humano de reconocer las miradas. Puse una mano sobre el hombro de Claudia.
»—Hace mucho tiempo que lo buscamos —dije, y me empecé a calmar como si su serenidad me liberara de todo nerviosismo o ansiedad, como cuando el mar se lleva algo de la arena de la playa.
»No puedo exagerar esa cualidad suya. No obstante, tampoco puedo describirla, como no lo pude entonces. Y el hecho de que mi mente tratara de formar una descripción era algo que ya me perturbaba. Me dio la profunda sensación de que sabía lo que yo estaba haciendo, y su postura quieta y sus ojos castaños y profundos parecían decir que era inútil lo que yo pensaba, o, en especial, las palabras que entonces trataba de formar. Claudia, a su vez, no dijo nada.
»Se apartó de la pared y empezó a bajar las escaleras y, al mismo tiempo, hizo un ademán de bienvenida y de que lo siguiéramos; pero todo esto fue fluido y veloz. Comparados con los suyos, mis gestos eran caricaturas de los humanos. Abrió una puerta en la pared inferior y nos admitió en las habitaciones debajo del teatro; sus pies apenas rozaban la escalera de piedra cuando descendíamos; él iba delante, dándonos la espalda, con una confianza total.
»Entramos en lo que pareció ser una gran sala subterránea, excavada en un sótano más antiguo que el mismo edificio de arriba. La puerta que él había abierto se cerró y las luces se apagaron antes de que yo tuviera tiempo de tener una impresión exacta del recinto. Oí el roce suave de su ropa en la oscuridad y, de pronto, el más agudo de una cerilla al ser raspada. Su rostro apareció como una inmensa llamarada encima del fósforo. Y entonces se puso a su lado un jovencito que le alcanzó un candelabro. La visión del muchacho me trajo de nuevo la desnudez incitante de la mujer en el escenario, con la sangre palpitante. Dio media vuelta y me miró de forma muy parecida a la del vampiro moreno, que había encendido el candelabro y le susurraba:
»—Vete..........
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