Memnoch El Diablo
Anne Rice
Memnoch The Devil
Os dedico este libro
con cariño a vosotros
y a todos los de vuestra especie.
LO QUE DIOS NO HABÍA PREVISTO
Duerme bien,
llora bien,
ve al pozo profundo
tan a menudo como puedas.
Trae agua
cristalina y reluciente.
Dios no había previsto que la conciencia
se desarrollara de forma tan
perfecta. Pues bien,
dile que
nuestro cubo se ha colmado
y que
puede irse al diablo.
Stan Rice,
24 de junio de 1993
LA OFRENDA
A aquello tangible o intangible
que impide la nada,
como el jabalí de Homero,
que amenaza
con sus blancos colmillos
cual feroces estacas
con destrozar a seres humanos.
A ello ofrezco
el sufrimiento de mi padre
Stan Rice,
16 de octubre de 1993
DUETO EN LA CALLE IBERVILLE
El hombre vestido de cuero negro
que compra una rata para alimentar a su pitón
no pierde el tiempo en detalles superfluos.
Se conforma con cualquier rata.
Cuando salgo de la tienda de animales
veo a un hombre en el garaje de un hotel
que talla un cisne en un bloque de hielo
con una sierra eléctrica.
Stan Rice,
30 de enero de 1994
--------...................................................
--------...................................................
Me llamo Lestat. ¿Sabéis quién soy? En caso afirmativo podéis saltaros los párrafos siguientes. Para quienes no me conozcan, quiero que esta presentación sea un amor a primera vista.
Fijaos en mí: soy vuestro héroe, la perfecta imitación de un anglosajón rubio de ojos azules y metro ochenta de estatura. Soy un vampiro, uno de los más poderosos que han existido jamás. Tengo unos colmillos tan pequeños que apenas resultan visibles, a menos que yo quiera, pero muy afilados, y cada pocas horas siento el deseo de beber sangre humana.
No es que la precise con mucha frecuencia. En realidad, desconozco la frecuencia con que la necesito, puesto que jamás he hecho la prueba.
Poseo una fuerza monstruosa. Soy capaz de volar y de captar una conversación en el otro extremo de la ciudad, e incluso del globo. Adivino el pensamiento; puedo hechizar a la gente.
Soy inmortal. Desde 1789, no tengo edad.
¿Un ser único? Ni mucho menos. Que yo sepa, existen unos veinte vampiros en el mundo. A la mitad de ellos los conozco íntimamente, y a la mitad de éstos los amo.
Añadamos a esos veinte vampiros un centenar de vagabundos y extraños a los que no conozco, pero de quienes oigo hablar de vez en cuando, y, para redondear, otro millar de seres inmortales que deambulan por el mundo con apariencia humana.
Hombres, mujeres, niños..., cualquier ser humano puede convertirse en vampiro. Lo único que necesita es un vampiro dispuesto a ayudarle, a chuparle una buena cantidad de sangre y después dejar que la recupere mezclada con la suya. No es tan sencillo como parece, pero si uno consigue superarlo vivirá para siempre. Mientras sea joven, sentirá una sed irresistible y es probable que tenga que matar una víctima cada noche. Cuando cumpla mil años parecerá y se expresará como un sabio, aunque se haya iniciado en esto durante su juventud, beberá sangre humana y matará para obtenerla tanto si la necesita como si no.
En el caso de que viva más tiempo, como sucede con algunos vampiros, cualquiera sabe lo que puede pasar. Se convertirá en un ser más duro, más pálido, más monstruoso. Sabrá tanto sobre el sufrimiento que atravesará rápidos ciclos de crueldad y bondad, lucidez y paranoica ceguera. Es probable que enloquezca; luego recuperará la cordura. Al fin, es posible que olvide su propia identidad.
Personalmente, reúno lo mejor de la juventud y la ancianidad vampíricas. Sólo tengo doscientos años y, por razones que no vienen al caso, se me ha concedido la fuerza de los antiguos vampiros. Poseo una sensibilidad moderna junto al impecable gusto de un aristócrata difunto. Sé exactamente quién soy: rico y hermoso, veo mi imagen reflejada en los espejos y escaparates. Me entusiasma cantar y bailar.
¿Que a qué me dedico? A lo que me place.
Piensa en ello. ¿Es suficiente para que te decidas a leer mi historia? ¿Has leído algunas de mis crónicas sobre vampiros?
Te confesaré algo: en este libro, el hecho de ser vampiro carece de importancia. No influye en la historia. Es simplemente una característica, como mi inocente sonrisa y mi voz suave y acariciadora, con acento francés, y mi elegante modo de caminar. Forma parte del paquete. Lo que ocurrió pudo haberle pasado a un ser humano; de hecho, estoy seguro de que le ha sucedido a más de uno y de que volverá a suceder.
Tú y yo tenemos alma. Deseamos saber cosas; compartimos la misma tierra, rica, verde y salpicada de peligros. Lo cierto es que, digamos lo que digamos, ninguno de nosotros sabe lo que significa morir. Si lo supiéramos, yo no escribiría esta historia y tú no estarías leyendo este libro.
Lo que sí deseo dejar claro desde el principio, cuando ambos nos disponemos a adentrarnos en esta aventura, es que me he impuesto la tarea de ser un héroe de este mundo. Me conservo tan moralmente complejo, espiritualmente fuerte y estéticamente relevante como en mi juventud, un ser de extraordinaria perspicacia e impacto, un tipo que tiene cosas que decirte.
De modo que si decides leer esta historia hazlo por ese motivo, por el hecho de que Lestat ha vuelto a hablar, porque está asustado, porque busca con desespero la lección, la canción y la raison d'être, porque desea comprender su historia y quiere que tú la comprendas, y porque en estos momentos es la mejor historia que puede ofrecerte.
Si no te resultan suficientes estas razones, lee otra cosa.
Si te bastan, sigue leyendo. Encadenado, dicté estas palabras a mi amigo y escriba. Acompáñame. Escúchame. No me dejes solo.
Lo vi en cuanto entró por la puerta del hotel. Alto, corpulento, ojos marrones, cabello castaño oscuro y piel más bien morena, tal como la tenía cuando lo convertí en un vampiro. Caminaba de forma demasiado apresurada, pero podía pasar por un ser humano. Mi querido David.
Yo me encontraba en la escalera. Mejor dicho, en la escalinata de uno de esos lujosos hoteles antiguos, divinamente recargado, decorado en tonos escarlata y oro, cómodo y acogedor. Lo había elegido mi víctima, no yo. Mi víctima estaba cenando con su hija. Según me transmitió su mente, siempre se reunía con ella en Nueva York en este mismo hotel, por la sencilla razón de que se hallaba situado frente a la catedral de San Patricio.
David me vio de inmediato, es decir, vio a un joven alto y desgarbado, rubio, con el cabello largo y bien peinado, para variar, y el rostro y las manos bronceados, que lucía sus habituales gafas de sol violeta y un traje azul marino cruzado de Brooks Brothers.
Lo vi sonreír con disimulo. Conocía mi vanidad, y probablemente sabía que a principios de los noventa del siglo veinte la moda italiana había saturado el mercado con tal cantidad de prendas holgadas e informes, que uno de los atuendos más eróticos y atractivos que podía elegir un hombre era un traje azul marino, impecablemente cortado, de Brooks Brothers.
Por lo demás, una espesa y larga mata de pelo y un traje bien cortado constituyen una combinación muy sugerente. Nunca falla.
Pero no insistiré más en mi atuendo. Al diablo con la ropa y las modas. Lo cierto es que estaba orgulloso de ofrecer un aspecto tan elegante y al mismo tiempo contradictorio: un joven melenudo, bien trajeado y de porte aristocrático que, apoyado de forma indolente en la balaustrada de la escalera, bloqueaba el paso.
David se me acercó de inmediato. Olía a invierno, como las nevadas y embarradas calles por las que transitaba la gente procurando no resbalar y perder el equilibrio. Su rostro mostraba el sutil y misterioso resplandor que sólo yo era capaz de detectar, y amar, y apreciar y besar.
Nos dirigimos juntos hacia el fondo del salón.
Durante unos instantes odié a David por medir cinco centímetros más que yo. Pero me alegraba de verlo, de estar junto a él. El rincón del amplio salón donde nos hallábamos, cálido y sumido en la penumbra, era uno de los pocos lugares donde la gente no te miraba de forma indiscreta.
—Has venido —dije—. No creí que lo hicieras.
—Por supuesto —contestó David. Como de costumbre, su suave y distinguido acento inglés me desconcertó.
Tenía ante mí a un anciano cuyo cuerpo era el de un joven recién convertido en vampiro, y nada menos que por mí mismo, uno de los exponentes más poderosos de nuestra especie.
—¿Qué esperabas? —preguntó en tono confidencial—. Armand me informó de que habías llamado y también me lo dijo Maharet.
—Bien, eso responde a mi primera pregunta.
Sentí deseos de besarlo y de improviso extendí los brazos en un gesto tentativo y educado para que pudiera zafarse si lo deseaba. Al acogerme y corresponder de forma calurosa a mi abrazo, me embargó una felicidad que no había experimentado en muchos meses.
Quizá no la había experimentado desde que lo dejé con Louis. Los tres nos encontrábamos en un remoto y selvático lugar cuando decidimos separarnos. De eso hacía ya un año.
—¿Tu primera pregunta? —inquirió David, observándome con tanta atención como si me estuviera estudiando con todos los medios de que dispone un vampiro para calibrar el estado de ánimo de su creador, puesto que un vampiro no puede adivinar el pensamiento de éste, al igual que tampoco el creador puede adivinar el pensamiento del neófito.
David y yo nos miramos de frente. He aquí a dos seres cargados de dotes sobrenaturales, ambos con excelente aspecto, conmovidos e incapaces de comunicarse excepto a través del sistema más sencillo y eficaz: las palabras.
—Mi primera pregunta —empecé a explicarle, a responder— era la siguiente: ¿Dónde has estado? ¿Te has topado con los otros y han tratado acaso de hacerte daño? Ya sabes, las estupideces de rigor. Luego iba a referirme a cómo rompí las normas al crearte y demás cuestiones.
—Las estupideces de rigor —repitió imitando mi acento francés, mezclado con cierto deje norteamericano—. ¡Qué tontería!
—Vamos —dije—, entremos en el bar para charlar con tranquilidad. Es evidente que nadie te ha hecho daño. No supuse que podrían ni querrían hacértelo. Ni que se atreverían. No hubiera dejado que deambularas por el mundo si creyera que corrías peligro.
David sonrió. Durante unos instantes se reflejó una luz dorada en sus ojos marrones.
—¿No me dijiste eso unas veinticinco veces antes de que nos separáramos?
Nos sentamos a una pequeña mesa que había junto a la pared. El bar estaba medio lleno, justo en la proporción ideal. ¿Qué aspecto teníamos David y yo? ¿La de dos jóvenes que trataban de ligarse a algún hombre o mujer mortal? Ni lo sé ni me importa.
—Nadie me ha hecho daño —dijo David—, y nadie ha mostrado la menor curiosidad hacia mí.
Alguien tocaba el piano, muy suavemente por tratarse del bar de un hotel. Interpretaba una pieza de Eric Satie, por fortuna.
—Tu corbata —dijo David, inclinándose hacia delante mientras mostraba su resplandeciente dentadura, aunque sin dejar ver los colmillos—, ese pedazo de seda que llevas alrededor del cuello, supongo que no es de Brooks Brothers —dijo soltando una carcajada—. ¿Cómo se te ha ocurrido ponerte esos zapatos puntiagudos? ¿A qué viene todo esto?
El camarero se acercó, proyectando una enorme sombra sobre la mesa, y murmuró las frases de rigor, que no alcancé a oír debido al alboroto.
—Me apetece una bebida caliente —dijo David, lo cual no me sorprendió—. Un ponche de ron o algo por el estilo.
Yo asentí e indiqué al camarero con un pequeño gesto que tomaría lo mismo.
Los vampiros siempre piden bebidas calientes. No las beben, pero perciben su calor y aroma, lo cual resulta muy reconfortante.
David me miró de nuevo, mejor dicho, ese cuerpo familiar que ocupaba David. Para mí, David siempre sería el anciano mortal que yo había conocido y apreciado, además de ese magnífico y bronceado armazón de carne robado al cual él iba dando forma lentamente con sus expresiones, modales y talante.
No te inquietes, querido lector, pues David cambió de cuerpo antes de que yo lo convirtiera en vampiro. No tiene nada que ver con esta historia.
—¿Vuelves a sentirte perseguido? —preguntó David—. Eso fue lo que me dijo Armand y también Jesse.
—¿Dónde los viste?
—¿A Armand? En París —respondió David—. Me lo encontré de forma casual por la calle. Fue al primero que vi.
—¿No trató de lastimarte?
—¿Por qué iba a hacerlo? ¿Por qué me habías llamado? ¿Quién te persigue? Explícate.
—Así que has visto a Maharet.
David se reclinó en la silla y meneó la cabeza.
—Lestat —dijo—, he examinado unos manuscritos que ningún ser humano ha visto jamás; he acariciado unas tablillas de arcilla que...
—David el Erudito —le interrumpí—. Educado por los miembros de Talamasca para ser el perfecto vampiro, aunque jamás sospecharon que acabarías convirtiéndote precisamente en esto.
—¿Es que no lo comprendes? Maharet me condujo a los lugares donde conserva sus tesoros. No sabes lo que significa sostener en las manos una tablilla cubierta de símbolos anteriores a la escritura cuneiforme. En cuanto a Maharet... He vivido no sé cuántos siglos sin conocerla, sin saber siquiera que existía.
Maharet era la única persona a quien David temía. Supongo que ambos lo sabíamos. Mis recuerdos de Maharet no contenían nada amenazador, sólo el misterio de una superviviente del milenio, un ser tan anciano que cada gesto suyo parecía de mármol líquido y cuya suave voz constituía la destilación de toda la elocuencia humana.
—Si Maharet te ha dado su bendición, no tienes de qué preocuparte —dije, soltando un breve suspiro. Me preguntaba si algún día volvería a verla. Era un encuentro que no deseaba en absoluto.
—También he visto a mi amada Jesse —declaró David.
—Claro, debí suponerlo.
—Recorrí el mundo entero buscándola desesperadamente, de la misma forma que tú me buscabas a mí.
Jesse. Pálida, menuda, pelirroja, nacida en el siglo veinte, muy culta y dotada de poderes extraordinarios. David la había conocido como humano; ahora la conocía como ser inmortal. Jesse había sido su pupila en la orden de Talamasca. Ahora David era comparable a Jesse en belleza y poder vampírico.
Jesse había sido introducida en la Orden por la vieja Maharet, de la primera generación de vampiros y nacida como ser humano antes de que los mismos humanos empezaran a escribir su propia historia o supieran siquiera que tenían una historia. Maharet formaba parte de los Mayores, era la Reina de los Malditos, un vampiro hembra, al igual que su hermana muda, Mekare, de quien ya nadie hablaba.
Jamás había visto a un neófito apadrinado por una persona tan anciana como Maharet. La última vez que la vi, Jesse parecía una vasija transparente que contuviera una inmensa fuerza. Supuse que a estas alturas debía de tener muchas historias que contar, su propias andanzas y aventuras.
Yo había transmitido a David mi añeja sangre mezclada con un linaje aún más antiguo que el de Maharet. Sí, sangre de Akasha y del anciano Marius. También le había transmitido mi fuerza, que, como todos sabemos, era incalculable.
De modo que David y Jesse se habían hecho grandes amigos. ¿Qué había sentido Jesse al ver a su anciano mentor vestido con la llamativa indumentaria de un joven macho humano?
De pronto sentí envidia y desesperación. Yo había conseguido apartar a David de aquellas frágiles y blancas criaturas que lo habían atraído hacia su santuario ubicado en tierras lejanas, donde sus tesoros podían permanecer ocultos durante generaciones, al abrigo de cualquier crisis o guerra. Recordé algunos nombres exóticos, pero no logré recordar adonde habían ido las dos pelirrojas, la anciana y la joven, que habían admitido a David en su santuario.
En aquel momento oí un ruido y volví la cabeza. Después me acomodé de nuevo en la silla, avergonzado por haberme sobresaltado delante de David, y me concentré en silencio en mi víctima.
Se hallaba aún en el restaurante del hotel, muy cerca de donde nos encontrábamos nosotros, acompañada de su hermosa hija. Esa noche no se me escaparía, de eso estaba seguro.
Al cabo de unos instantes suspiré y aparté la vista. Hacía meses que seguía a mi víctima. Era muy interesante, pero no tenía nada que ver con todo aquello. ¿O tal vez sí? Puede que la matara esa misma noche, aunque lo dudaba. Después de haber espiado a la hija, y sabiendo lo mucho que la quería, decidí aguardar a que ella regresara a casa. ¿Por qué había de ser cruel con una joven tan bella? Sí, era evidente que su padre la quería mucho. En esos momentos le estaba rogando que aceptara un regalo, algo que acababa de hallar y que era muy valioso para él. Por desgracia, no logré visualizar el regalo ni en la mente de él ni en la de ella.
Había resultado muy fácil seguir a mi víctima, pues se trataba de un individuo llamativo, codicioso, a veces bondadoso y siempre muy divertido.
Pero volvamos a David. Cuánto debía de amar ese espléndido ser inmortal que estaba sentado ante mí al vampiro hembra Jesse para convertirse en pupilo de la decrépita Maharet. Pero ¿es que no sentía yo ningún respeto hacia los ancianos? ¿Qué demonios pretendía? No, ésa no era la cuestión. La cuestión era... ¿Qué pretendían de mí? ¿De qué huía? ¿Por qué?
David aguardaba educadamente a que yo volviera a centrar la vista en él, cosa que hice pero sin decir nada. No inicié la conversación, de modo que él hizo lo que la gente educada suele hacer, hablar despacio como si yo no lo estuviera mirando fijamente a través de las gafas violeta, tras las cuales parecía ocultar un siniestro secreto.
—Nadie ha tratado de hacerme daño —repitió con la típica flema británica—, nadie cuestiona que tú fuiste mi creador, todos me han tratado con respeto y amabilidad, aunque querían saber los detalles de cómo conseguiste sobrevivir al ladrón de cuerpos. No imaginas lo mucho que te quieren y lo preocupados que estaban por ti.
David se refería a la última aventura, gracias a la cual nos habíamos encontrado y yo lo había convertido en uno de los nuestros. En aquel momento, no se había dedicado precisamente a alabarme por ello.
—¿De veras crees que me quieren? —pregunté, refiriéndome a los otros, los escasos representantes de nuestra espectral especie que quedaban por el mundo—. Ninguno de ellos trató de ayudarme —añadí, pensando en el ladrón de cuerpos, al cual había conseguido derrotar.
Es posible que sin la ayuda de David no hubiera ganado la batalla. Prefería no pensar en algo tan terrible, pero desde luego tampoco deseaba pensar en mis brillantes y dotados colegas vampíricos, que se habían limitado a presenciar la escena desde lejos sin mover un dedo para ayudarme.
El ladrón de cuerpos había ido a parar al infierno. El cuerpo en cuestión estaba sentado frente a mí, ahora ocupado por David.
—Bien, me alegro que se preocuparan por mí —dije—. Alguien me está siguiendo, David, y esta vez no se trata de un astuto mortal que conoce los trucos de la proyección astral y la forma de apoderarse del cuerpo de otra persona. Me siento perseguido.
David me miró fijamente, no con expresión incrédula sino intentando asimilar lo que acababa de decirle.
—¿Te persiguen?
—Así es —asentí—. Estoy asustado, David, muy asustado. Si te dijera lo que opino sobre... sobre esa cosa que me persigue, te reirías.
—¿Estás seguro?
El camarero depositó sobre la mesa las bebidas calientes. Despedían un vapor delicioso. El pianista seguía interpretando suavemente a Satie. En aquellos momentos la vida casi merecía la pena de ser vivida, incluso por un depravado monstruo como yo. De pronto se me ocurrió una idea.
Hacía dos noches, en este mismo bar, oí a mi víctima decirle a su hija:
—He vendido mi alma por lugares como éste.
Yo me encontraba a muchos metros de ellos, a una distancia insalvable para cualquier mortal, pero percibía cada palabra que salía de labios de mi víctima, cuya hija me tenía cautivado; se llamaba Dora. Era la única persona a la que esa extraña y apetecible víctima amaba, su única hija.
Me di cuenta de que David me observaba con curiosidad.
—Pensaba en la víctima que me ha atraído hasta aquí —dije—, y en su hija. Esta noche no saldrán. Las calles están nevadas y sopla un fuerte viento. Él acompañará a su hija a la suite, desde la cual podrán contemplar las torres de San Patricio. No quiero perder de vista a mi víctima.
—No te habrás enamorado de unos mortales —dijo David.
—No. Se trata de un nuevo método de caza, simplemente. Ese hombre es muy singular, posee unas características que me atraen. Lo adoro. Sentí deseos de alimentarme de su sangre la primera vez que lo vi, pero no deja de sorprenderme. Hace medio año que lo sigo por doquier
Volví a concentrarme en ellos. Sí, iban a subir a la suite, tal como supuse. Acababan de levantarse de la mesa y se disponían a abandonar el restaurante. Hacía una noche de perros y Dora, aunque deseaba ir a la iglesia para rezar por su padre, y a su vez rogarle que se quedara y rezara con ella, tenía miedo de salir. A través de sus pensamientos y de algunas palabras sueltas que captaba advertí que compartían un recuerdo. Dora era una niña cuando mi víctima la había llevado por primera vez a la catedral.
Él no creía en nada, mientras ella era una especie de líder religioso. Theodora. Predicaba sobre los valores morales y el alimento del alma ante las audiencias de la televisión. ¿Y el padre? Decidí que era preferible matarlo antes de averiguar más detalles sobre él, para evitar que se me escapara ese magnífico trofeo por no lastimar a Dora.
Miré a David. Estaba sentado y apoyaba los hombros contra la pared revestida de raso oscuro, mientras me observaba atentamente. Bajo esa luz, nadie habría sospechado que no era humano, ni siquiera uno de los nuestros. En cuanto a mí, seguramente parecía una excéntrica estrella del rock ansiosa de que la atención del mundo entero la aplastara lentamente hasta matarla.
—La víctima no tiene nada que ver en ello —dije—. Otro día hablaremos de ese asunto. Estamos en este hotel porque la seguí hasta aquí. Ya conoces mis costumbres, mi forma de cazar. Ya no necesito sangre, como tampoco la necesita Maharet, pero no soporto la idea de no conseguirla.
—¿Qué jueguecito te traes entre manos? —preguntó el exquisitamente educado y británico David.
—Ya no busco a simples asesinos, a gente malvada, sino a cierto tipo de criminal más sofisticado, alguien con la mentalidad de Iago. Ese hombre es un narcotraficante. Excéntrico y brillante, se dedica a coleccionar obras de arte y disfruta ordenando que liquiden a alguien a tiros, gana billones en una semana con la cocaína y la heroína, y quiere con locura a su hija, que dirige una iglesia televangélica.
—Estás obsesionado con esos mortales.
—Mira a mis espaldas. ¿Ves a esas dos personas que se dirigen hacia los ascensores? —pregunté.
—Sí —respondió David, mirándolos fijamente.
Se habían detenido en el lugar preciso. Yo podía sentirlos, oírlos y olerlos, pero era incapaz de establecer con exactitud dónde se encontraban a menos que me volviera. Allí estaban, el hombre de tez oscura, sonriente, que miraba embelesado a su hija, una niña-mujer pálida y con aspecto inocente, de unos veinticinco años de edad, si mis cálculos no andaban errados.
—Conozco la cara de ese hombre —dijo David—. Es un pez gordo a escala internacional. Tratan de imputarle los suficientes cargos para encerrarlo en la cárcel, pero es un tipo listo. ¿No organizó hace poco un asesinato bastante sonado?
—Sí, en las Bahamas.
—¿Cómo demonios diste con él? ¿Lo viste en persona en alguna parte, ya sabes, como quien se encuentra una concha en la playa, o viste su fotografía en los periódicos y revistas?
—¿Reconoces a la chica? Nadie sabe que son padre e hija.
—No, no la reconozco —contestó David—. ¿Por qué? ¿Acaso es conocida? Es muy guapa y muy dulce. Supongo que no pensarás alimentarte de su sangre...
Su caballerosa indignación ante semejante atrocidad me hizo sonreír. Me pregunté si David pedía permiso a sus víctimas antes de chuparles la sangre o si, cuando menos, insistía en que se presentaran debidamente. No tenía idea de qué métodos empleaba para matar a sus víctimas, ni con qué frecuencia necesitaba alimentarse de sangre humana. Yo le había transmitido mi fuerza. Eso significaba que no tenía que hacerlo cada noche, lo cual no dejaba de ser una ventaja.
—La chica canta himnos a Jesús en un programa de televisión —dije—. Un día instalará la sede de su iglesia en un viejo convento en Nueva Orleans. Actualmente vive sola, y graba sus programas en unos estudios que se hallan en el Quarter. Creo que el programa se transmite por un canal ecuménico vía satélite fuera de Alabama.
—Estás enamorado de ella.
—No, sólo estoy impaciente por matar a su padre. Esa chica transmite por la pantalla un encanto muy especial. Habla sobre teología con una sensatez aplastante; es el tipo de telepredicadora que conmueve a las masas. ¿No hemos temido siempre que el día menos pensado apareciera alguien como ella? Baila como una ninfa, o más bien una virgen de un templo; canta como un serafín e invita a la audiencia que llena el estudio a corearla. Una combinación de teología y éxtasis sabiamente dosificados, aparte de las consabidas recomendaciones morales y éticas.
—La entiendo —contestó David—: eso añade emoción a la perspectiva de chuparle la sangre a su padre. A propósito, el padre no es un tipo que pase precisamente inadvertido. Ninguno de los dos parece querer ocultarse. ¿Estás seguro de que nadie sabe que están emparentados?
En aquellos momentos se abrieron las puertas del ascensor. Mi víctima y su hija se dirigieron hacia las plantas superiores del edificio.
—Él entra y sale de aquí cuando le conviene. Tiene un montón de guardaespaldas. Ella se reúne aquí con él. Creo que conciertan la cita por teléfono celular. Él es un gigante del negocio de la cocaína, y ella una de sus operaciones secretas mejor guardadas. Los guardaespaldas están por todo el vestíbulo. Si hubiera algún intruso husmeando por el lugar, ella habría abandonado el restaurante antes que él. Pero él se escurre como nadie de entre las manos de la justicia.
Hay una orden de busca y captura contra él en cinco estados, pero eso no le impide asistir a un campeonato de pesos pesados en Atlantic City. Se sienta en primera fila, delante de las cámaras de televisión. Jamás le echarán el guante. Lo atraparé yo, el vampiro que está deseando matarlo. ¿Verdad que es estupendo?
—Vamos a ver si me aclaro —contestó David—. Dices que alguien te sigue, pero que no tiene nada que ver con tu víctima, con ese narcotraficante, ni tampoco con su hija telepredicadora. Es decir, te sientes perseguido y asustado, pero no lo suficiente para dejar de perseguir a tu vez a ese tipo de aire siniestro que acaba de entrar en el ascensor.
Yo asentí, aunque las palabras de David me hicieron dudar durante unos segundos. No, no podía existir ninguna relación entre ambas cosas.
Además, ese asunto que me tenía tan preocupado había comenzado antes de que yo me fijara en mi víctima. Había presentido por primera vez que me perseguían en Río, poco después de separarme de Louis y David para regresar allí de «caza».
No sabía nada de mi nueva víctima hasta que un día se cruzó en mi camino en mi propia ciudad, Nueva Orleans. Se había trasladado allí para pasar un rato con Dora. Se habían encontrado en un pequeño bar del barrio francés, y al pasar me fijé en aquel individuo que vestía un atuendo de lo más chillón, y en el pálido semblante y los grandes y bondadosos ojos de su hija. ¡Paf! Fue una atracción fatal, instantánea.
—No, no tiene nada que ver con él —dije—. Empecé a notar que me perseguían hace meses, antes de elegir a mi víctima. Él no sabe que lo estoy acechando. Yo tampoco noté que me perseguía esa cosa, esa...
—¿Qué?
—Observar a ese hombre y a su hija es como contemplar un culebrón. Es el tipo más perverso que he conocido jamás.
—Ya me lo habías comentado. Pero ¿qué es lo que te persigue? ¿Una cosa, una persona o...?
—Deja que te hable primero de mi víctima. Ha matado a un montón de gente. Esos tipos se alimentan de números. Kilos, números de muertos, cuentas secretas. La chica, por supuesto, no es una estúpida que se dedique a hacer milagros asegurando a los diabéticos que puede curarlos a través de una imposición de manos.
—Estás divagando, Lestat. ¿Qué te sucede? ¿De qué tienes miedo? ¿Por qué no matas de una vez a tu víctima y te olvidas del asunto?
—Estás impaciente por regresar junto a Jesse y Maharet, ¿no es cierto? —pregunté a David. De pronto me sentí indefenso, impotente—. Quieres pasar los próximos cien años entre esas tablillas y pergaminos, contemplando los angustiados ojos azules de Maharet, escuchando su voz. ¿Sigue eligiendo siempre a víctimas con ojos azules?
Por la época en que Maharet se convirtió en vampiro estaba ciega, le habían arrancado los ojos. En consecuencia, sacaba los ojos a sus víctimas y los utilizaba hasta que volvía a caer en la ceguera, por más que se esforzara en conservar la visión alimentándose de sangre humana. Ésa era la trágica verdad de la reina de mármol de ojos sangrantes. ¿Por qué no le había retorcido el cuello a un vampiro neófito para robarle los ojos? No se me había ocurrido nunca. Quizá se había abstenido por lealtad hacia nuestra especie. Puede que no hubiera funcionado. El caso es que Maharet tenía sus escrúpulos, severos e inamovibles como ella misma. Una mujer de su edad recuerda los tiempos en que no existía Moisés ni el código de Hammurabi; cuando sólo los faraones atravesaban el Valle de la Muerte...
—Presta atención, Lestat —dijo David—. Quiero saber lo que te preocupa. Es la primera vez que reconoces estar asustado. Olvídate de mí durante unos momentos. Olvídate de tu víctima y de la chica. Cuéntame lo que te pasa, amigo mío. ¿Quién te persigue?
—Antes de responder quiero hacerte unas preguntas.
—No. Explícate. ¿Estás en peligro? ¿O presientes que lo estás? Me mandaste llamar. Fue una clara petición de socorro.
—¿Son ésas las palabras que utilizó Armand, «una clara petición de socorro»? Odio a Armand.
David sonrió e hizo un rápido gesto de impaciencia con ambas manos.
—No odias a Armand, lo sabes de sobra.
—¿Qué te apuestas?
David me miró severamente, con aire de reproche. Debía de ser cosa del internado inglés donde se educó.
—De acuerdo —dije—. Te lo contaré. Pero primero debo recordarte algo. Una conversación que mantuvimos cuando aún estabas vivo, la última vez que charlamos en tu casa de los Cotswolds, cuando eras un encantador anciano que moría en el más absoluto desespero...
—Lo recuerdo —respondió David en tono de resignación—. Antes de que partieras hacia el desierto.
—No, cuando regresé del desierto con graves quemaduras y comprendí que no podía morirme tan fácilmente como había supuesto. Tú me cuidaste. Luego me hablaste de ti, de tu vida. Dijiste algo acerca de una experiencia que habías vivido antes de la guerra, en un café de París. ¿Recuerdas esa anécdota?
—Desde luego. Te dije que en mi juventud tuve una visión.
—Sí, que durante unos segundos te pareció como si el tejido de la vida se hubiera desgarrado y entonces vislumbraste unas cosas que jamás debiste ver.
David sonrió y dijo:
—Fuiste tú quien sugirió que era como si se hubiera desgarrado el tejido de la vida, permitiéndome así contemplar ciertas cosas. Sin embargo, yo no creía, ni lo creo ahora, que fuera algo casual, sino una visión. Pero han pasado cincuenta años y apenas recuerdo el asunto.
—Es lógico. Como vampiro, recordarás todo lo que te suceda a partir de ahora con gran precisión, pero los detalles de tu existencia mortal se irán difuminando, sobre todo los que guardan relación con los sentidos, como el sabor del vino, etcétera.
David me rogó que me callara, pues mis palabras le entristecían. Yo le aseguré que no había sido ése mi propósito.
Levanté mi copa y aspiré el aroma, semejante al de los ponches navideños. Luego la deposité de nuevo en la mesa. Tenía todavía las manos y el rostro bronceados debido a la excursión al desierto, mi pequeño intento de volar hacia la faz del sol. Eso me ayudaba a pasar por un ser humano. ¡Qué ironía! También hacía que mis manos fueran más sensibles al calor.
Al notar el calor me estremecí de gozo. Soy un tipo que disfruta con todo. No hay forma posible de disimular una sensualidad como la mía; soy capaz de morirme de risa durante horas mientras observo el dibujo de una alfombra en el vestíbulo de un hotel.
De pronto advertí que David me miraba fijamente.
Parecía haber recobrado la compostura, o al menos haberme perdonado por enésima vez el hecho de haber metido su alma en el cuerpo de un vampiro sin su consentimiento, es decir, en contra de su voluntad. Me miraba casi con amor, como si quisiera tranquilizarme.
Yo le devolví la mirada. Sí, necesitaba calmarme.
—Según me contaste, en ese café de París oíste una conversación entre dos seres —dije, regresando al tema de la visión que había tenido David hacía años—. Eras muy joven. Todo sucedió de forma gradual. De pronto comprendiste que en realidad esos seres no estaban allí, al menos en un sentido material, y que se expresaban en una lengua que tú comprendías aunque no sabías cuál era.
David asintió.
—En efecto —contestó—. Era como si estuvieran hablando Dios y el diablo.
—El año pasado, cuando te dejé en la selva me dijiste que no me preocupara, que no pensabas emprender un peregrinaje en busca de Dios y el diablo en un café parisino. Me dijiste que habías dedicado toda tu existencia mortal a buscar eso en Talamasca, pero que habías cambiado.
—Sí, eso fue lo que te dije —reconoció David—. La visión ha perdido nitidez desde el día en que te hablé de ella, aunque todavía la recuerdo. Sigo creyendo que vi y oí algo extraordinario, pero me he resignado a no descubrir jamás su misterio.
—De modo que, tal como me prometiste, has decidido dejar los asuntos de Dios y el diablo para los de Talamasca.
—Dejo los asuntos del diablo a los de Talamasca —respondió David—. No creo que a la Orden le interese Dios, sino más bien otras cuestiones esotéricas y sobrenaturales.
Ese ámbito verbal me resultaba familiar. Ambos manteníamos una discreta vigilancia sobre Talamasca, por decirlo así. Sin embargo, sólo un miembro de aquella devota orden de eruditos había conocido la verdadera suerte de David Talbot, antiguo superior general, y ese ser humano había muerto. Se llamaba Aaron Lightner. La muerte del único ser humano que sabía en qué se había convertido David, que había sido su amigo cuando David era un ser mortal, al igual que David había sido amigo mío, le había causado una profunda tristeza.
—¿Acaso has tenido una visión? —me preguntó David, deseoso de retomar el hilo de la conversación—. ¿Por eso estás asustado?
—No, no se trata de algo tan claro como una visión —respondí—. Pero ese ser me persigue, de vez en cuando me permite verlo brevemente, en un abrir y cerrar de ojos. A veces lo oigo conversar con otros en un tono normal, o percibo sus pasos por la calle, siguiéndome. Cuando me vuelvo, se esfuma. Lo reconozco, estoy aterrado. Las pocas veces que se muestra ante mí suelo terminar completamente desorientado, tendido en la calle como un borracho. A veces pasa una semana sin que lo vea o lo oiga. Luego, de pronto, vuelvo a captar el fragmento de una conversación...
—¿Y qué dice?
—No puedo repetir esos fragmentos en orden. Llevo oyéndolos desde hace mucho tiempo, antes de darme cuenta de su significado. Sabía que oía una voz procedente de otra estancia, por decirlo así, que no era un ser mortal que se encontrara en una habitación contigua. Pero quizá tenga una explicación natural, una razón acústica.
—Comprendo.
—Son como fragmentos de una conversación normal entre dos personas. De pronto, uno de ellos, el que me persigue, le dice al otro: «No, es perfecto, no tiene nada que ver con la venganza. ¿Acaso me crees capaz de hacer eso simplemente para vengarme?» Son frases sueltas —añadí, encogiéndome de hombros.
—¿Y crees que esa cosa, o ese ser, quiere que oigas algunas de las cosas que dice, de la misma forma que yo pienso que alguien quería que yo tuviera aquella visión en el café de París?
—Exactamente. Este asunto me está atormentando. En otra ocasión, hace dos años, me hallaba en Nueva Orleans espiando a Dora, la hija de mi víctima. Reside en el viejo convento del que te hablé, un edificio del siglo pasado, medio derruido y abandonado. Es como un viejo castillo. Pero esa hermosa joven, que parece tan frágil e inocente, vive allí sola.
»Pues bien, entré en el patio del convento, que consta de un edificio principal, dos alas rectangulares y un patio interior...
—El típico edificio construido en piedra de finales del siglo diecinueve.
—Exacto. Estaba espiando a la chica a través de las ventanas, cuando la vi avanzar por un pasillo oscuro como boca de lobo. Llevaba una linterna y cantaba uno de sus himnos. Esas gentes que predican por televisión son una curiosa mezcla entre lo medieval y lo moderno.
—Sí, creo que lo llaman la «Nueva Era» —apuntó David.
—Algo así. Como te he dicho, esa joven trabaja en una cadena religiosa ecuménica. Su programa es muy convencional. Invita a los telespectadores a creer en Jesús para salvarse. Pretende conducir a la gente hacia el cielo con sus cánticos y danzas, especialmente a las mujeres, que siempre llevan la batuta.
—Continúa, decías que la estabas espiando...
—Sí, y no dejaba de pensar en lo valiente que era. Al fin llegó a sus habitaciones, que se hallan en una de las cuatro torres del edificio, y la oí echar el cerrojo a las puertas. Pensé que no había muchos mortales dispuestos a vivir solos en un edificio tan oscuro y siniestro como aquél. Además, desde el punto de vista espiritual está contaminado.
—¿A qué te refieres?
—Está habitado por pequeños espíritus, duendes... ¿Cómo los llamáis en Talamasca?
—Trasgos.
—Hay varios en ese edificio, aunque no representan ninguna amenaza para esa joven; es demasiado valiente y fuerte para dejarse intimidar por ellos.
»No así el vampiro Lestat, que la estaba espiando. Como he dicho antes, me encontraba en el patio cuando de pronto oí una voz junto a mí, como si a mi derecha hubiera dos individuos que estuviesen manteniendo una amistosa charla. Uno de ellos, el que no se dedica a seguirme, dijo: "No tengo la misma opinión de él que tú." Me volví precipitadamente, tratando de hallar a esa cosa, atraparla mental y espiritualmente, enfrentarme a ella, desafiarla. Estaba temblando como una hoja. Esos pequeños espíritus a los que me he referido, cuya presencia advertí en el convento... No creo que se dieran cuenta de que esa persona, o lo que fuera, me estaba hablando al oído.
—Lestat, tengo la impresión de que has perdido tu inmortal juicio —dijo David—. No, no te ofendas. Te creo. Pero retrocedamos un poco. ¿Por qué estabas siguiendo a la chica?
—Porque quería verla. Mi víctima está muy preocupada por lo que es, por los crímenes que ha cometido, por lo que las autoridades saben sobre él. Teme que cuando consigan detenerlo y los periódicos aireen el caso su hija salga perjudicada. Claro que nunca llegarán a juzgarlo, pues pienso matarlo antes de que consigan detenerlo.
—Y con ese gesto salvarías la iglesia de la chica, ¿verdad? Es decir, que vas a liquidarlo de forma expeditiva. ¿Me equivoco?
—No haría daño a esa joven por nada del mundo. Nada podría inducirme a lastimarla —contesté.
A continuación guardé silencio durante unos minutos.
—¿Estás seguro de que no te has enamorado de ella? —preguntó David—. Parece como si te hubiera hechizado.
Las palabras de David me hicieron recordar que no hacía mucho me había enamorado de una mujer mortal, una monja. Se llamaba Gretchen. La pobre había perdido la razón por culpa mía. David conocía la historia. La había escrito yo mismo; también había escrito la historia de David, de modo que él y Gretchen habían pasado a los anales de la historia en forma de personajes de ficción. David estaba al corriente de ello.
—Jamás me comportaría con Dora como hice con Gretchen —dije—. No. No voy a lastimarla. He aprendido la lección. Lo único que me interesa es matar a su padre de forma que ella sufra lo menos posible y obtenga el máximo beneficio. Ella sabe a qué se dedica su padre, pero no estoy seguro de que esté preparada para afrontar todos los problemas que se le echarían encima si lograran detenerlo y juzgarlo.
—Veo que sigues con tus jueguecitos.
—Tengo que hacer algo para distraerme, para no pensar en esa cosa que me persigue. ¡Me está volviendo loco!
—Cálmate, hombre, no te pongas nervioso.
—No puedo evitarlo —contesté.
—Dame más detalles sobre esa «cosa», cuéntame más fragmentos de conversación.
—No merece la pena repetirlos. Se trata de una discusión acerca de mí. Te aseguro, David, que es como si Dios y el diablo estuvieran discutiendo sobre mí.
Me detuve bruscamente. El corazón me latía con tal violencia que casi me dolía, lo cual resulta extraño tratándose del corazón de un vampiro. Me apoyé en la pared y observé a los clientes del bar, en su mayoría mortales de mediana edad, señoras enfundadas en anticuados abrigos de piel y hombres calvos lo suficientemente bebidos para hablar a voces y comportarse como si tuvieran veinte años.
El pianista interpretaba una melodía popular muy triste y dulce, de una obra que se había representado en Broadway. Una de las mujeres que había en el bar se balanceaba suavemente al compás de la música mientras deletreaba en silencio las palabras de la canción con sus grotescos labios pintados de rojo y se fumaba un cigarrillo. Pertenecía a una generación que llevaba tantos años fumando que le resultaba imposible dejar de hacerlo. Tenía la piel arrugada y áspera como un lagarto, pero era una vieja inofensiva y encantadora. Todos eran inofensivos y encantadores.
¿Mi víctima? La oí arriba. Seguía hablando con su hija. Trataba de convencerla de que aceptara otro regalo, creo que un cuadro.
Era evidente que mi víctima estaba dispuesta a mover montañas por su hija, pero ella no quería sus regalos y tampoco iba a salvar su alma.
Me pregunté hasta qué hora permanecería abierta la catedral de San Patricio. Dora deseaba ir allí a rezar. Como de costumbre, rechazó el dinero que le ofreció su padre. «Lo que quiero es tu alma —dijo—. No puedo aceptar tu dinero para la iglesia. Está sucio, manchado de sangre.»
Fuera seguía nevando. La música del piano empezó a sonar a un ritmo más acelerado y urgente. De lo mejorcito de Andrew Lloyd Weber, pensé. Era una canción de El fantasma de la ópera.
De pronto volví a oír un ruido en el vestíbulo y me volví bruscamente. Luego miré a David para comprobar si él había notado algo, pero no parecía haber oído nada anormal. Al cabo de unos segundos creí oír de nuevo algo así como unos pasos, unos pasos sigilosos y aterradores. No, no era fruto de mi imaginación. Me eché a temblar. De repente el ruido cesó. No oí ninguna voz hablándome al oído.
Miré a David.
—¿Qué pasa, Lestat? —preguntó David, preocupado—. Estás trastornado.
—Creo que el diablo ha venido a por mí —contesté—. Voy a ir al infierno.
David me miró estupefacto. ¿Qué podía responder? ¿Qué suele decir un vampiro a otro respecto a esos temas? ¿Qué hubiera dicho yo si Armand, trescientos años mayor que yo e infinitamente más malvado, me hubiera dicho que el diablo iba tras él? Me habría reído ante sus narices. Habría soltado algún chiste sobre que se lo tenía bien merecido y que estaría en buena compañía, rodeado de los de nuestra especie, sometido a un tormento vampírico mucho peor que los que experimentan los pecadores mortales. Sentí que un escalofrío me recorría el cuerpo.
—Dios mío —murmuré.
—¿Dices que lo has visto? —preguntó David.
—No exactamente. Yo estaba en... no tiene importancia. Creo que había regresado a Nueva York, estaba con él...
—La víctima.
—Sí, lo estaba siguiendo. Había ido a una galería de arte situada en el centro para cerrar un trato. Se dedica al contrabando de obras de arte. El hecho de que le entusiasmen los objetos antiguos y exquisitos, como a ti, David, forma parte de su extraña personalidad. Cuando lo mate y me dé un festín, quizá te traiga uno de sus tesoros.
David no dijo nada, pero noté que la idea de que yo birlara un objeto valioso a alguien a quien aún no había matado pero a quien con toda certeza iba a matar, le disgustaba.
—Libros medievales, cruces, joyas, reliquias, es el tipo de objetos que adquiere. El afán de poseer obras de arte religiosas, como estatuas de ángeles y santos de incalculable valor que habían sido robadas de las iglesias en Europa durante la Segunda Guerra Mundial, es lo que le llevó al tráfico de drogas. Sus tesoros más valiosos los mantiene a buen recaudo en su casa del Upper East Side. Es su gran secreto. Creo que el dinero de las drogas representa para él un medio para alcanzar un fin. No estoy seguro. A veces me entretengo en adivinar su pensamiento, pero luego me canso y lo dejo correr. Es un tipo malvado, esas reliquias no poseen ninguna magia y yo acabaré en el infierno.
—No tan deprisa —dijo David—. Volvamos al ser que te persigue. Dijiste que habías visto algo. ¿Qué fue lo que viste exactamente?
Yo guardé silencio. Había temido este momento. Ni siquiera había tratado de describir esas experiencias para mí mismo. Pero tenía que seguir adelante. Había llamado a David para que me ayudara. Tenía que darle una explicación.
—Nos encontrábamos en la Quinta Avenida; él, la víctima, circulaba en un coche por el centro y yo conocía las señas de la casa donde conserva sus tesoros.
»Yo iba andando por la calle, como cualquier ser mortal. Me detuve ante un hotel y entré para admirar las flores. Siempre que me siento a punto de perder el juicio debido a los rigores del invierno entro en uno de esos hoteles lujosos y me deleito contemplando los arreglos florales.
—Te comprendo —respondió David con un breve suspiro.
—Me hallaba en el vestíbulo, contemplando un inmenso ramo de flores. Quería... dejar un donativo, como si estuviera en una iglesia..., para quienes habían confeccionado el ramo, y me dije a mí mismo que podía matar a la víctima. De pronto..., te juro que fue así como sucedió, David...
»... el suelo cedió bajo mis pies. El hotel desapareció. Yo no estaba en ninguna parte, ni sujeto a nada, y sin embargo me encontraba rodeado de personas que no cesaban de parlotear, gritar, llorar y reír; sí, tal como te lo cuento, todo sucedía de forma simultánea. En lugar de las clásicas tinieblas del infierno, había una luz cegadora. Traté de agarrarme a algo, de recuperar el equilibrio, no con las manos, pues no tenía manos, sino tensando cada músculo y nervio de mi cuerpo, cuando de repente sentí que pisaba terreno firme y vi a ese ser ante mí. No tengo palabras para describir lo que experimenté, David. Fue horripilante. Jamás había visto nada tan espantoso. La luz brillaba a sus espaldas, proyectando su gigantesca sombra sobre mí. Su rostro era muy oscuro y al mirarlo perdí el control. Creo que proferí un alarido, aunque no sé si se oyó en el mundo de los mortales.
»Cuando me recuperé de la impresión comprobé que yo seguía allí, en el vestíbulo del hotel. Todo presentaba un aspecto normal. Tuve la sensación de haber permanecido años y años en aquel espantoso lugar, y noté que mi memoria se desintegraba, que los fragmentos de mis recuerdos se escapaban con tal rapidez que resultaba imposible atrapar siquiera un pensamiento, una frase o una palabra.
»Lo único que recordaba con certeza es lo que acabo de relatarte. Me quedé inmóvil, mirando las flores. Nadie en el vestíbulo se fijó en mí. Fingí que todo era normal, pero al mismo tiempo me esforzaba en recordar, perseguía esos fragmentos que habían huido de mi memoria, unos retazos de conversación, unas palabras sueltas, una amenaza o una descripción, mientras veía ante mí a aquel horripilante y siniestro ser, el tipo de demonio que uno crearía si deseara conducir a alguien a la locura. No dejaba de ver su rostro y...
—Lo he visto en otras dos ocasiones.
Me enjugué el sudor de la frente con la servilleta que me había tendido el camarero, el cual se había acercado de nuevo a la mesa. David le pidió que nos sirviera otras bebidas y luego se inclinó hacia mí y dijo:
—De modo que crees que has visto al diablo.
—Yo no me dejo impresionar fácilmente, David —respondí—. Lo sabes tan bien como yo. No existe un vampiro capaz de atemorizarme. Ni el más viejo, ni el más sabio, ni el más cruel. Ni siquiera Maharet. Además, ¿qué sé yo acerca de lo sobrenatural, a no ser lo que nos concierne a nosotros? Los pequeños espíritus, los poltergeist, lo que todos conocemos y vemos... lo que tú invocas por medio de las artes de la macumba.
—Cierto —dijo David.
—Ese ser era el Hombre, el Macho Cabrío, la encarnación del Mal.
David sonrió, pero sin ánimo de ofenderme.
—Es decir, el mismísimo diablo —contestó en tono suave y seductor.
Ambos nos echamos a reír, aunque con una risa un tanto amarga, como suelen decir los escritores.
—La segunda vez fue en Nueva Orleans. Yo estaba cerca de casa, del apartamento de la calle Royale. Estaba dando un paseo. De pronto oí unas pisadas detrás de mí, como si la persona que me estaba siguiendo quisiera que yo lo notara. Es un viejo truco que yo mismo he utilizado en más de una ocasión para atemorizar a mis víctimas. Te aseguro que funciona. ¡Dios, estaba aterrado! La tercera vez noté la presencia de esa cosa aún más cerca. La misma puesta en escena; un ser alado gigantesco, o por lo menos yo, debido al pavor que me invadía, lo había dotado de alas. En cualquier caso se trata de un ser alado, grotesco, pero esa última vez conseguí retener la imagen el tiempo suficiente para huir de ella, para escapar como un cobarde. Luego me desperté, como de costumbre, en un lugar conocido, el mismo en el que había tenido la visión. Todo parecía sumido en la más absoluta normalidad, nadie mostraba ni un signo de alteración.
—¿No dice nada cuando se aparece ante ti?
—No, nada. Creo que intenta volverme loco. Trata de... obligarme a hacer algo. ¿Recuerdas lo que dijiste, David, aquello de que no sabías por qué Dios y el diablo te habían permitido verlos?
—¿No se te ha ocurrido que este asunto está relacionado con la víctima a la que persigues? ¿Que quizás algo o alguien quiere impedirte que mates a ese hombre?
—Eso es absurdo, David. Piensa en el sufrimiento que existe en el mundo, en las víctimas inocentes que mueren en Europa oriental, en las guerras que se libran en Tierra Santa, en lo que sucede en esta misma ciudad. ¿Crees que a Dios o al diablo les importa la suerte de la humanidad? En cuanto a nuestra especie, durante siglos se ha dedicado a atacar a las personas más débiles, atractivas e indefensas. ¿Cuándo ha impedido el diablo que Louis, Armand, Marius o cualquiera de nosotros lleváramos a cabo nuestras fechorías? ¡Ojalá pudiera invocar su augusta presencia y averiguar de una vez por todas qué pretende de mí!
—¿De veras deseas averiguarlo? —inquirió David.
Antes de responder, reflexioné unos instantes. Luego sacudí la cabeza y dije:
—Quizá tenga una explicación lógica. Detesto vivir atemorizado. Quizá me esté volviendo loco. Quizás el infierno consista en eso, en que te vuelves loco y todos los demonios se ceban en ti.
—Dijiste que era la encarnación del Mal, ¿no es cierto?
Abrí la boca para responder, pero me detuve. El Mal.
—Dijiste que era grotesco; describiste un ruido insoportable y una luz cegadora. ¿Era el Mal? ¿Sentiste la presencia del Mal?
—No, noté lo mismo que cuando percibo esos fragmentos de conversaciones, una especie de sinceridad y determinación. Te diré algo sobre ese ser que me persigue: posee una mente que no descansa en su corazón y una personalidad insaciable.
—¿Cómo?
—Una mente que no descansa en su corazón y una personalidad insaciable —insistí. Sabía que era una cita que había sacado de algún libro, tal vez de una poesía.
—¿Qué quieres decir? —preguntó David.
—No lo sé. Ni siquiera sé por qué lo he dicho. No sé por qué se me han ocurrido esas palabras. Pero es cierto. Posee una mente que no descansa en su corazón y una personalidad insaciable. No es mortal. No es humano.
—«Una mente que no descansa en su corazón —repitió David—. Una personalidad insaciable.»
—Sí. Es el Hombre, el Ser, el Macho Cabrío. No, espera, no sé si se trata de un macho; quiero decir que no sé a qué sexo pertenece. Digamos que no parece una hembra, y por consiguiente deduzco que es un macho.
—Ya.
—Crees que me he vuelto loco, ¿no es cierto? En el fondo confías en que me haya vuelto loco.
—No digas tonterías.
—Es lógico que prefieras pensar que estoy loco, porque si ese ser no reside en mi mente, si existe fuera de ella, también puede atacarte a ti.
David adoptó un aire pensativo y distante, y guardó silencio durante un rato. Luego dijo algo muy extraño, algo que no me esperaba.
—Pero no me persigue a mí, sino a ti. Tampoco persigue a los otros, sino sólo a ti.
Sus palabras me hirieron en lo más profundo. Soy un ser orgulloso, egocéntrico; me encanta llamar la atención; deseo que me admiren, que me amen; deseo ser amado por Dios y por el diablo. Deseo, deseo, deseo...
—No pretendo criticarte —dijo David—, sólo digo que ese ser no ha amenazado a los otros. A lo largo de cientos de años, ninguno de los demás, que sepamos, ha mencionado jamás una experiencia semejante. Es más, en tus libros siempre has dejado bien claro que ningún vampiro había visto jamás al diablo, ¿no es así?
Tuve que reconocer que David tenía razón. Louis, mi querido pupilo, había atravesado una vez el mundo en busca del vampiro más viejo, y Armand se le había adelantado con los brazos abiertos para decirle que no existían ni Dios ni el diablo. Medio siglo antes, también yo había emprendido la búsqueda del vampiro más viejo y había comprobado que era Marius, creado en los tiempos de la antigua Roma, el cual me declaró lo mismo que Armand: Dios no existía; el diablo no existía.
Permanecí inmóvil, consciente de ciertos estúpidos detalles que me irritaban, como el calor que hacía en el bar, el desagradable perfume que flotaba en el ambiente, la ausencia de lirios, el frío que reinaba en el exterior, la incomodidad de no poder descansar hasta el amanecer, el hecho de que aquélla iba a ser una noche muy larga y de que las cosas que decía no tenían ningún sentido para David, quien probablemente acabaría abandonándome. También sabía que ese ser podía aparecer de nuevo en el momento más inesperado.
—¿Te quedarás junto a mí? —pregunté, odiándome por haber formulado esa pregunta.
—Permaneceré a tu lado y trataré de sujetarte si ese ser pretende llevarte consigo.
—¿Eso harás?
—Sí —contestó David.
—¿Por qué?
—No seas idiota —respondió David—. Mira, no sé qué es lo que vi en aquel café. Jamás he vuelto a ver ni oír nada parecido. En cierta ocasión te conté mi historia. Como sabes, fui a Brasil, aprendí los secretos de la macumba. La noche que tú... me perseguiste, traté de invocar a los espíritus.
—Y acudieron, pero eran demasiado débiles para ayudarte.
—Cierto. Pero lo que pretendo decir es que te amo, en cierto modo estamos ligados de una forma especial. Louis te adora. Para él eres una especie de dios siniestro y temible, aunque finge odiarte por haberlo creado. Armand te envidia y te observa más de lo que imaginas.
—Oigo y veo con frecuencia a Armand, pero hago caso omiso de él —respondí.
—Marius, como supongo que sabes, no te ha perdonado que no te convirtieras en discípulo suyo, en su acólito, que no creyeras en la historia como una suerte de coherencia redentora.
—Lo has expresado a la perfección, pero te aseguro que está enojado conmigo por motivos mucho más serios. Tú no estabas con nosotros cuando desperté a la Madre y al Padre. No estabas presente. Pero ésa es otra historia.
—Sé lo que sucedió. Olvidas que he leído tus libros. Leo tus obras en cuanto terminas de escribirlas, en cuanto las lanzas al mundo de los mortales.
—Puede que el diablo también las haya leído —dije soltando una amarga carcajada.
Insisto en que detesto sentirme atemorizado. Me pone furioso.
—Descuida, prometo permanecer a tu lado —dijo David.
Luego observó la mesa con aire distraído, como solía hacer cuando era un ser mortal, cuando yo era capaz de adivinar su pensamiento pero él me derrotaba, impidiéndome penetrar en su mente. Ahora se trataba simplemente de una barrera. Jamás volvería a saber lo que pensaba David.
—Tengo hambre —murmuré.
—Pues ve en busca de tu víctima.
Yo meneé la cabeza y contesté:
—Todavía no. La atraparé en cuanto Dora abandone Nueva York y regrese a su viejo convento. Sabe que su padre está condenado. Cuando yo acabe con él pensará que lo hizo uno de sus numerosos enemigos, que su muerte fue una venganza por los males causados y ese tipo de pensamientos bíblicos, cuando lo cierto será que lo mató una especie asesina que rondaba por el jardín salvaje de la Tierra, un vampiro en busca de un suculento mortal que fue a fijarse en su padre.
—¿Piensas torturar a ese hombre?
—¡David! Me choca que me hagas esa pregunta tan indiscreta.
—¿Lo harás? —insistió David con timidez, como si me implorara.
—No lo creo. Sólo quiero...
Miré a David sonriendo. Conocía de sobra los detalles. Nadie tenía que explicarle lo de la sangre, el alma, la memoria, el espíritu, el corazón. Yo no conocería a ese desdichado mortal hasta que consiguiera atraparlo, atraerlo hacia mi pecho y abrirle la única vena honesta que tenía en el cuerpo, por decirlo de alguna manera. Demasiados pensamientos, demasiados recuerdos, demasiada rabia...
—Me alojaré contigo —dijo David—. ¿Tienes una suite en este hotel?
—Sí, pero es demasiado pequeña para los dos. Busca un apartamento cómodo y espacioso. A ser posible cerca..., cerca de la catedral.
—¿Por qué?
—¿No lo adivinas? Si el diablo se pone a perseguirme por la Quinta Avenida, entraré corriendo en la catedral de San Patricio, me acercaré al altar mayor, caeré de rodillas ante el Sagrado Sacramento y rogaré a Dios que me perdone, que no me arroje a las llamas del infierno.
—Creo que estás a punto de volverte completamente loco.
—Te equivocas. Mírame. Soy capaz de atarme los cordones de los zapatos yo solito, y también de ponerme el fular; no creas, colocártelo con gracia, sin que parezca la bufanda de un payaso, requiere cierta habilidad. Tengo las pilas cargadas, como dicen los mortales. ¿Te encargarás de buscar un apartamento para nosotros?
David asintió.
—Junto a la catedral hay un rascacielos de cristal, un edificio monstruoso.
—La Torre Olímpica.
—Exacto. Averigua si disponen de algún apartamento para alquilar. En realidad, puedo decir a mis agentes que se ocupen de ello, no sé por qué te pido que te encargues de esos menesteres tan humillantes...
—Lo haré encantado. Ahora es demasiado tarde, pero mañana mismo alquilaré un apartamento a nombre de David Talbot.
—¿Te importa recoger el equipaje que tengo en mi habitación? Me he inscrito con el nombre de Isaac Rummel. Se trata de un par de maletas y unos abrigos. Estamos en invierno, ¿no?
Entregué a David la llave de mi habitación. Era humillante, lo trataba como si fuera mi sirviente. Quizá cambiase de opinión y decidiría alquilar nuestro nuevo apartamento bajo el nombre de Renfield.
—Descuida, me ocuparé de todo. A partir de mañana dispondremos de una suntuosa base de operaciones. Te dejaré las llaves en recepción. Pero ¿qué harás tú entretanto?
Yo guardé silencio. Mi víctima seguía hablando con Dora, que partiría al día siguiente.
Al cabo de unos minutos señalé hacia arriba y contesté:
—Voy a matar a ese cabrón. Lo haré mañana, al anochecer, si consigo atraparlo. Dora se habrá ido. ¡Dios, qué hambre tengo! Ojalá tomase Dora un avión esta misma noche. Dora, Dora.
—Te gusta esa chica, ¿verdad?
—Sí. Me gustaría que la vieras en televisión. Tiene un talento espectacular, y su mensaje encierra un elevado y peligroso contenido emocional.
—De modo que es un dechado de virtudes.
—Así es. Tiene la piel muy blanca, el pelo corto y negro, las piernas largas y esbeltas y baila con tal abandono, con los brazos extendidos, que recuerda a un derviche o a un sufí, y cuando habla no se expresa con humildad, sino con asombro. Todo cuanto dice es muy positivo.
—Es lógico.
—La religión no siempre fue una cosa positiva. Ella no se pone a hablar sobre el apocalipsis ni amenaza con que el diablo perseguirá a quienes no le envíen un cheque para su iglesia.
David reflexionó unos instantes y luego dijo:
—Veo que te ha causado una honda impresión.
—No, te equivocas. La quiero, sí, pero pronto me olvidaré de ella. Lo que ocurre es que... su versión de la religión me parece muy convincente, se expresa con gran seguridad y a la vez delicadeza. Está convencida de que Jesús vino a la Tierra.
—¿Estás seguro de que ese ser que te persigue no está de algún modo relacionado con su padre, tu víctima?
—Existe un medio de averiguarlo —contesté.
—¿Cómo?
—Mataré a ese canalla esta noche. Quizá lo haga después de que deje a su hija. Mi víctima no se aloja aquí con ella. Tiene miedo de perjudicarla, de que su presencia suponga un peligro para ella. Jamás se aloja en el mismo hotel que su hija. Posee tres casas en la ciudad. Me sorprende que no se haya marchado todavía.
—Me quedaré contigo.
—No, vete, tengo que liquidar este asunto. Te necesito, de veras, necesitaba contártelo, pero no te quiero a mi lado. Sé que estás sediento de sangre. No es preciso adivinar tu pensamiento para saberlo. Contuviste tus deseos para acudir de inmediato en mi ayuda. Vete a dar una vuelta por la ciudad —dije sonriendo—. Nunca has deambulado por Nueva York en busca de una víctima, ¿verdad?
David hizo un gesto negativo con la cabeza. Sus ojos habían cambiado. Era el hambre lo que confería a su mirada una expresión velada, como un perro que ha captado el olor de una perra en celo. Todos mostramos a veces esa expresión animal, aunque no somos tan buenos y nobles como las bestias. Ninguno de nosotros.
—No olvides alquilar un apartamento en la Torre Olímpica —dije, al tiempo que me levantaba—, con vistas a San Patricio. Procura que no esté situado en un piso demasiado alto, para sentirme cerca de las torres de la catedral.
—¿Te has vuelto loco?
—No. Me marcho. Oigo su voz y sus pasos arriba. Se está despidiendo de su hija con un casto y afectuoso beso. Su coche le aguarda frente a la puerta del hotel. Cuando salga de aquí se dirigirá a la casa que posee en la parte alta de la ciudad, donde guarda sus reliquias. Cree que sus compinches y las autoridades no saben nada de ello, o que piensan que son unas baratijas adquiridas en la tienda de un amigo. Pero yo sé que es propietario de un auténtico tesoro, y también sé lo que significa para él. Le seguiré hasta su casa... Debo irme, el tiempo apremia, David.
—Jamás me había sentido tan confundido —contestó éste—. Estaba a punto de decir «ve con Dios».
Tras soltar una carcajada, me incliné y lo besé rápidamente en la frente, para que nadie pudiera interpretar ese gesto más que como una muestra de afectuosa amistad.
Dora lloraba en su habitación, en uno de los últimos pisos del hotel. Estaba sentada junto a la ventana y contemplaba la nieve llorando. Se arrepentía de haber rechazado el último regalo que le había ofrecido su padre. Si al menos... La joven apoyó la frente contra el frío cristal y rezó por su padre.
Atravesé la calle. La nieve me produjo una sensación reconfortante, aunque, claro está, yo soy un monstruo.
Desde la parte trasera de la catedral de San Patricio vi que mi víctima salía del hotel, echaba a andar apresuradamente bajo la nieve y se instalaba en el asiento posterior de su elegante limusina negra. Le oí dar al chófer una dirección próxima a la casa donde guardaba sus tesoros. Adelante, Lestat, me dije, ésta es la tuya. Permanecerá allí, solo, un buen rato.
Deja que el diablo venga a por ti. No te dejes intimidar. No entres en el infierno temblando como un cobarde. ¡Ánimo!.
Llegué a la casa de mi víctima, en el Upper East Side, antes que él. Lo había seguido hasta allí en numerosas ocasiones. Conocía sus costumbres.............
No hay comentarios:
Publicar un comentario