LOS CLANES DE LA LUNA ALFANA
Philip K. Dick
Capítulo I
Antes de penetrar en la sala del Consejo Supremo, Gabriel Baines envió por delante a su simulacro —modelo maní— de paso chirriante para ver si corría el peligro de ser atacado. El simulacro —construido con bastante ingenio para parecerse a Baines en todos sus puntos— había realizado muchas funciones desde que fuera diseñado por el clan inventor de los manis, pero Baines procuraba utilizarlo exclusivamente para su sistema de defensa; defenderse era la única conducta que conocía capaz de responder a los estímulos de la vida, lo que le daba derecho a pertenecer a la comunidad pari de Adolfville, en el hemisferio norte de la luna.
Baines había salido de Adolfville muchas veces, claro, pero no se sentía seguro —o, mejor dicho, relativamente seguro— salvo allí, en el interior de los gruesos murallones de la ciudad pari. Lo que demostraba que su pretensión de ser un miembro de pleno derecho del clan pari no era simulada, ni tampoco un simple método que imaginara para tener acceso a cualquier punto de la zona urbana, la mayoría de cuyas construcciones eran sólidas, robustas y diseñadas para durar mucho tiempo. Baines, sin lugar a dudas, demostraba su sinceridad... como si pudiera tener dudas de sí mismo.
Por ejemplo: era imprescindible recordar la visita que había efectuado a las increíblemente degradantes cabañas de los hebes. Últimamente, había salido en busca de los miembros de un equipo de trabajo huidos; como eran hebes, podía contarse con un buen número de posibilidades de que se hubieran refugiado en Gandhitown. Sin embargo, la dificultad consistía en que todos los hebes, al menos para sus ojos, eran muy parecidos: criaturas sucias y sumisas, con ropas harapientas, que reían sin parar y que eran totalmente incapaces de concentrarse en cualquier actividad complicada. Pero, con la constante necesidad de reparar y mejorar las fortificaciones de Adolfville contra los actos de depredación de los manis, el trabajo manual se fue convirtiendo paulatinamente en algo cada vez más precioso. Y ningún pari habría aceptado mancharse las manos. En todo caso, en medio de las cabañas medio en ruinas de los hebes, Baines experimentó verdadero terror al percibir que estaba al descubierto, expuesto y sin defensa posible entre las construcciones humanas más delirantes: se hallaba en un vertedero público en el que se alzaban chozas de cartón. Los hebes, sin embargo, no protestaron. Vivían entre sus basuras rodeados de un tranquilo equilibrio. Aquel día, el mismo en que empieza esta historia, los hebes enviarían, naturalmente, a un portavoz a la reunión bienal del Consejo que representaba a todos los clanes; él mismo, hablando en nombre de los paris, se sentaría en la misma sala que uno de aquellos odiosos —literalmente, el término era aquél y no otro— hebe. Y la situación estaba muy lejos de dignificar su trabajo. Aquel año, como otros, iría la gorda Sarah Apóstoles, la del cabello hirsuto.
Pero más siniestro aún sería el representante mani. Porque, como cualquier otro pari, a Baines le aterraban los manis... todos ellos. Su despreocupada violencia le chocaba; no conseguía comprender su inutilidad. Desde hacía años, clasificaba a los manis como sencillamente hostiles. Pero aquello no explicaba su comportamiento. Disfrutaban con su propia violencia, sentían una perversa delectación con aplastarlo todo e intimidar a los demás, de modo particular a los paris... como él.
Pero el saberlo no le ayudaba; perdía el coraje sólo con pensar en la inminente confrontación con Howard Straw, el delegado mani.
Su simulacro volvió con una sonora respiración asmática, dibujando una sonrisa en el rostro artificial, idéntico al de Baines hasta en los menores detalles.
—Todo en orden, señor. No he detectado ni gases mortales, ni descargas eléctricas de intensidad peligrosa, ni veneno en la jarra de agua, ni un ventanuco por el que puedan asomar los fusiles láser, ni una máquina infernal camuflada. Me permitiría sugerirle al señor que puede entrar con total seguridad. —Chirriando, se calló y esperó silenciosamente.
—¿No se te ha acercado nadie? —preguntó Baines con circunspección.
—Todavía no ha llegado nadie —replicó el simulacro—. A excepción, naturalmente, del hebe que barre el suelo.
Baines, que se había pasado toda la vida defendiéndose gracias a su astucia, entreabrió ligeramente la puerta para lo más importante de todo: echó un vistazo rápido al hebe.
El hebe, de sexo masculino, barría lenta y monótonamente, el rostro pintado con la habitual expresión de estupidez de los hebes, como si le divirtiera aquel trabajo. Aquel tipo podría haber estado barriendo la sala durante meses sin perder la compostura; los hebes no podían hartarse de un trabajo porque eran incapaces de comprender el concepto de diversidad. Claro, reflexionó Baines, la simplicidad es en sí misma una virtud. Por ejemplo, quedó impresionado por el famoso santo hebe, Ignatz Ledebur, cargado de espiritualidad, viajando de ciudad en ciudad, difundiendo el calor de su inofensiva personalidad hebe. Aquello, ciertamente, no representaba el menor peligro.
Y, además, los hebes, incluidos sus santos, no intentaban cambiar a la gente... totalmente diferente al caso de los místicos esquizos. Todo lo que pedían los hebes era que les dejaran tranquilos; no querían que les alteraran la vida y cada año se liberaban un poco más de las complejidades de la existencia. Volvían, consideró Baines, a una vida puramente vegetal que, para un hebe, constituía el ideal.
Verificando la pistola láser —que estaba en orden—, Baines decidió que podía entrar. Paso a paso se adentró en la sala del Consejo, eligió un asiento, se sentó y, de modo brusco, se levantó y ocupó otro; el primero estaba demasiado cerca de la ventana: un blanco estupendo para alguien que se encontrara en el exterior.
Para divertirse mientras llegaban los demás delegados, decidió molestar al hebe.
—¿Cómo te llamas? —preguntó.
—Ja-jacob Simion —dijo el hebe sin dejar de barrer y sin abandonar la estúpida sonrisa; un hebe nunca se daba cuenta de que alguien se burlaba de él. O, si lo hacía, le daba igual. La apatía con respecto a todo: el método hebe.
—¿Te gusta tu trabajo, Jacob? —interrogó Baines encendiendo un cigarrillo.
—Claro —confesó el hebe antes de sonreír.
—¿Te pasas la vida entera barriendo el suelo?
—¿Eh? —El hebe parecía incapaz de comprender la pregunta. La puerta se abrió y la alegre y rolliza Annette Golding, la delegada poli, apareció, con el bolso bajo el brazo, la redonda cara enrojecida y los ojos verdes brillantes, intentando recuperar el aliento.
—Pensé que llegaba tarde.
—No —replicó Baines, levantándose para ofrecerle un asiento. Profesionalmente, la analizó con la vista: nada indicaba que pudiera llevar un arma. Pero podía albergar esporas fatales en cápsulas disimuladas en algún escondite camuflado dentro de la boca; al sentarse de nuevo, Baines eligió un puesto en el lado contrario de la mesa. La distancia... un factor muy importante.
—Aquí dentro hace calor —dijo Annette, sudorosa—. He subido la escalera corriendo. —Le sonrió con esa mueca desprovista de artificios que poseían algunos polis. Le parecía muy seductora... mucho más si perdiera algo de peso. Sin embargo, pensaba que Annette le gustaba y aprovechó la ocasión que se le presentaba para conversar con ella de un modo frívolo y teñido de matices eróticos.
—Annette —empezó—, es usted una persona tan encantadora, tan agradable... Qué lástima que los tuyos no se casen. Si te casases conmigo...
—Sí, Gabe —respondió Annette, sonriendo—. Estaría protegida. Con papel tornasol en todos los rincones, analizadores atmosféricos de desquiciante ruido, una instalación subterránea que prevendría la acción de máquinas emisoras de radiaciones que...
—Hablo en serio —la interrumpió Baines. Se preguntó qué edad tendría aquella mujer; ciertamente, no más de veinte años. Y, como todos los polis, parecía una niña. Los polis no crecían; siempre permanecían inmaduros... después de todo, ¿qué era el polismo, sino la persistencia de la plasticidad de la infancia? Después de todo, sus hijos, los hijos de cada clan de aquella luna, nacían como polis, acudían a la escuela primaria central como polis, y sólo se diferenciaban a los diez u once años. Y algunos de ellos, como Annette, nunca se diferenciaban.
Abriendo el bolso, Annette sacó un bastoncillo de caramelo y empezó a devorarlo rápidamente.
—Estoy nerviosa —explicó—, así que tengo que comer algo. —Le ofreció la bolsa a Baines, pero éste rechazó la oferta... después de todo, nunca se sabía. Baines llevaba treinta y cinco años protegiendo su vida y no tenía intención alguna de perderla dejándose llevar por un capricho trivial; todo debía ser calculado, pensado y preparado como si así pudiera vivir otros treinta y cinco años.
—Supongo que será Louis Manfreti el que representará al clan esquizo también este año —opinó Annette—. Me gusta mucho escucharle; cuenta cosas muy interesantes de sus visiones de las cosas primordiales. De los animales de la tierra y del cielo, de los monstruos que viven debajo del suelo... —Chupó el caramelo pensativamente—. ¿Te parece que las visiones de los esquizos son reales, Gabe?
—No —contestó Baines, y decía la verdad.
—En ese caso, ¿por qué no hablan y piensan en otra cosa? En todo caso, esas cosas son reales para ellos.
—Misticismo —opinó Baines despectivamente. Luego, olió el ambiente; un olor anormal llegó a su nariz, un olor agradable. Descubrió que era el perfume de la cabellera de Annette y se tranquilizó. ¿O estaba previsto que pensara de aquel modo?, consideró repentinamente, de nuevo a la que salta—. Tu perfume es muy agradable —dijo, sin sinceridad—. ¿Cómo se llama?
—Noche salvaje —respondió Annette—. Se lo compré a un vendedor de Alfa II. Me costó noventa pieles, pero es tan maravillosamente bueno, ¿verdad? El salario de un mes. —Sus ojos negros parecieron entristecerse.
—Cásate conmigo —le pidió Baines otra vez; luego, se calló.
El representante dep acababa de entrar; se quedó en el umbral de la puerta con el rostro demacrado y lleno de terror, manteniendo los ojos fijos, haciendo que a Baines le diera un vuelco el corazón. «¡Gran Dios!», pensó, sin saber si el dep le inspiraba pena o, simplemente, desprecio. Después de todo, el hombre podía recuperarse; todos los deps podían recuperarse demostrando un poco de valor. Pero el valor era algo que no existía en la colina dep del sur. Aquel miembro de su comunidad demostraba su carencia palpablemente; dudó en el umbral de la puerta, aterrorizado por la simple idea de entrar y, sin embargo, tan resignado a su suerte que, un instante después, de todos modos, entró para hacer lo que más miedo le daba en el mundo... un ob-com, tras contar hasta veinte, habría dado media vuelta para huir.
—Entre —le dijo Annette agradablemente, señalando un asiento.
—¿Cuál va a ser la utilidad de esta reunión? —preguntó el dep, entrando lentamente, doblegado por la desesperación—. Nos limitaremos a desgarrarnos entre nosotros; no veo el interés de reunirse para discutir. —Sin embargo, con toda resignación, eligió un sitio y se sentó, con la cabeza inclinada y las manos unidas inútilmente.
—Me llamo Annette Golding —explicó Annette—; éste es Gabriel Baines, el pari. Soy la delegada poli. Usted es el dep, ¿verdad? Puedo verlo por el modo en que mira el suelo. —Se echó a reír, pero con simpatía.
El dep no respondió nada; ni siquiera les dijo su nombre. Hablar, para un dep, Baines ya lo sabía, resultaba difícil; debían hacer un esfuerzo muy grande para hacerse con la necesaria energía. Aquel dep, con toda seguridad, había llegado antes de la hora por miedo a que se le hiciera tarde; sobrecompensación, lo típico en su caso. A Baines no le gustaban. Eran inútiles tanto para sí mismos como para el resto de los clanes; ¿por qué no se morirían? Y, a diferencia de los hebes, ni siquiera podían emplearse para trabajos manuales; se quedaban tumbados en el suelo mirando al cielo sin verlo, carentes de toda esperanza.
Inclinándose hacia Baines, Annette le dijo:
—Anímale un poco.
—Al diablo con la animación —replicó Baines—. ¿Para qué me voy a preocupar? Es culpa suya si es así; si quisiera, podría cambiar. Si hiciera algún esfuerzo, encontraría motivos para creer. Su suerte no es peor que la nuestra; incluso puede que sea mejor; después de todo, trabajan con una lentitud de caracol... Me gustaría poder trabajar tan poco como un dep medio durante un año.
En el umbral de la puerta abierta apareció una mujer alta, de mediana edad, con un traje largo y gris. Era Ingred Hibbler, la ob-com; contando silenciosamente para sí misma, dio varias vueltas alrededor de la mesa, dando una palmada en cada una de las sillas. Baines y Annette esperaron; el hebe que seguía barriendo el suelo alzó la cabeza y se rió como una hiena. El dep no apartaba la vista del suelo, mirando sin ver. La señorita Hibbler terminó por encontrar un asiento cuya cifra la complacía; la sacó y se sentó con la espalda muy tiesa y las manos apretadas, moviendo los dedos a toda velocidad, como si estuviera tricotando un invisible jersey de protección.
—Me he cruzado con Straw en el aparcamiento —dijo, contando silenciosamente en su fuero interno—. Nuestro mani. ¡Oh! ¡Qué persona más horrible! Estuvo a punto de atropellarme. Debí... —Se interrumpió—. No tiene importancia. Pero es muy difícil delimitar su aura una vez que uno queda impregnado por ella. —La mujer se estremeció.
Annette, sin dirigirse a nadie en particular, tomó la palabra:
—Este año, si Manfreti sigue siendo el delegado esquizo, casi seguro que entrará por la ventana y no por la puerta. —Se echó a reír alegremente. El hebe que barría se unió a la risa—. También falta el hebe.
—Yo soy el de-delegado de Gandhitown —les dijo Jacob Simion, el hebe, moviendo la escoba monótonamente—. Yo he pensado que podía hacerlo mientras es-esperaba. —Dirigió a todos los presentes su ingenua sonrisa.
Baines suspiró. ¡Así que el representante hebe era el barrendero! Como todos ellos, si no de hecho, sí en potencia. Sólo faltaban el esquizo y el mani, Howard Straw, que llegaría cuando dejase de ir como un bólido por la zona de estacionamiento, asustando al resto de los delegados. Baines pensó que lo mejor sería que Straw no intentase intimidarle. La pistola láser que colgaba del cinturón de Baines no era falsa. Y, además, contaba con el sim, esperando fuera, en el pasillo, a que le llamase.
—¿A qué se debe esta reunión? —preguntó la señorita Hibbler, la ob-com, contando rápidamente, con los ojos cerrados, apresurando el movimiento de los dedos—. Un, dos, un, dos.
Fue Annette quien contestó.
—Se trata de un rumor. Se ha detectado un navío extranjero y no se trata de mercaderes procedentes de Alfa II; estamos razonablemente seguros de este hecho. —Siguió chupando el bastón de caramelo; Baines detectó, con feroz diversión, que casi lo había terminado. Annette, como él sabía a la perfección, presentaba un desajuste diencefálico, una imagen mental excesiva que se manifestaba mediante un síndrome de glotonería. Cada vez que la regordeta joven experimentaba tensión o sufría alguna contrariedad, empeoraba.
—Un navío —repitió el dep volviendo a la vida—. Quizá nos libre de todos nuestros problemas.
—¿Qué problemas? —preguntó la señorita Hibbler.
—Ya sabe usted cuáles —respondió el dep, agitándose. Fue todo lo que pudo decir; a continuación, sus palabras volvieron a resultar incomprensibles y se sumió de nuevo en su melancólico coma. Para un dep las cosas eran siempre generadoras de problemas. Y, por ello, naturalmente, los deps temían los cambios. El desprecio de Baines creció mientras meditaba en todo aquello. Pero... se trataba de un navío espacial. Su desprecio por el dep fue reemplazado por un sentimiento de alarma. Aquel rumor, ¿sería cierto?
Straw, el mani, tendría que saberlo. En los Altos de Da Vinci, los manis contaban con instalaciones técnicas muy avanzadas capaces de informarles de la llegada de los navíos de los mercaderes; sin duda, el rumor tendría por origen los Altos de Da Vinci... a menos, claro, que algún místico esquizo lo hubiera previsto anticipadamente en alguna de sus visiones.
—Probablemente se trata de una tontería —opinó Baines en voz alta.
Todos los presentes en la sala, incluido el melancólico dep, le miraron fijamente; el hebe dejó de barrer durante un instante.
—Los manis —explicó Baines— son capaces de intentar cualquier cosa. Es su modo de asegurarse una ventaja sobre todos nosotros, pagándonos con nuestra propia moneda.
—¿Por qué razón? —preguntó la señorita Hibbler.
—Ya sabe usted que los manis nos detestan a todos —contestó Baines— porque son canallas zafios y bárbaros, sucios SS que desenfundan la pistola cada vez que escuchan la palabra «cultura». Forma parte de su metabolismo; son los antiguos godos. —Y, no obstante, aquello no explicaba totalmente la situación; para ser honesto, Baines ignoraba la razón por la que los manis se dedicaran a embrutecer a los demás, a menos que, según su propia teoría, fuera por el mero placer de hacerles sufrir. No, pensó, debe haber algo más. La desconfianza y los celos; deben envidiarnos, pues saben que somos superiores a ellos culturalmente. Por diversificados que sean los Altos de Da Vinci, carecen de orden, de unidad estética; es un amasijo de proyectos incompletos y pretendidamente «creadores», todos empezados y ninguno acabado.
—Straw es un poco mal educado, lo reconozco —dijo Annette en voz baja—. Incluso es típicamente cínico. Pero, ¿por qué iba a ir diciendo que han detectado un navío extranjero si no fuera verdad? No tienes ninguna prueba de ello.
—Pero sí que sé —replicó Baines con tesón— que los manis, y de modo especial Howard Straw, están en contra nuestra; tendremos que protegernos de... —Se interrumpió, pues la puerta se abrió y Straw penetró con brusquedad en la sala.
Tenía el cabello rojo, era alto y musculoso, y esgrimía una amplia sonrisa. La aparición de un navío desconocido en el cielo de una pequeña Luna no parecía afectarle a él.
Ya sólo faltaba, como de costumbre, el esquizo; y, como de costumbre, podía llegar con una hora de retraso; debía andar vagando por cualquier parte, en trance, perdido en medio de sus fantásticas visiones de una realidad arquetípica de protofuerzas cósmicas subyacentes al universo temporal: la eterna concepción de lo que llamaban Urwelt.
Lo mejor sería que nos arreglásemos nosotros solos, decidió Baines. Al menos, debido a la presencia de Straw, en la medida de lo posible. Y a la presencia de la señorita Hibbler; pero tampoco ella le preocupaba mayormente. De hecho, ninguno de los presentes le importaba, salvo, quizá, Annette: Annette, llena de sentimientos desordenados y demasiado aparentes. No llegaría a nada con ella. Como siempre.
Pero no era culpa suya; todos los polis eran así... nunca sabían lo que harían al instante siguiente. Eran contradictorios por naturaleza, opuestos a los dictados de la lógica. Y, con todo, no eran mariposas como los esquizos, ni descerebradas máquinas como los hebes. Vivían plenamente; aquello era lo que más le gustaba de Annette: su capacidad de animación, su frescura.
De hecho, ella le hacía sentirse rígido y metálico, metido en un duro corsé de acero, como si estuviera dentro de una arcaica armadura procedente de una guerra lejana e inútil. Ella tenía veinte años y él, treinta y cinco; quizá aquello lo explicaba todo. Pero no estaba muy seguro. Y, encima, pensó, apostaría a que quiere que me sienta así; intenta que me sienta mal deliberadamente.
Y, en respuesta, sintió hacia ella una aversión pari, glacial y cuidadosamente estudiada.
Annette, fingiendo no darse cuenta de nada, siguió devorando lo que quedaba del bastón de caramelo.
El delegado esquizo para la reunión bienal de Adolfville, Ornar Diamond, contemplaba el mundo y veía, por debajo y por encima de él, los dos dragones gemelos, rojo y blanco, de la muerte y de la vida; los dragones, enlazados en su lucha, hicieron temblar la llanura y, en lo alto, el cielo se desgarró y un sol de color gris, seco y apagado, difundió un poco de alegría, si era posible tal cosa, sobre un mundo que perdía apresuradamente sus pocas reservas vitales.
—Alto —dijo Ornar, alzando la mano y dirigiéndose a los dragones.
Un hombre y una mujer de cabellos ondulados, que avanzaban hacia él por el pasillo del principal edificio de Adolfville, se detuvieron.
—¿Qué querrá ése? —dijo la mujer—. Algo anda haciendo. —Hablaba con repugnancia.
—Sólo es un esquizo —contestó el hombre, divertido— perdido en sus visiones.
—La guerra eterna es cada vez más violenta —dijo Ornar—. Las fuerzas de la vida se agotan. ¿Ningún hombre tomará la decisión suprema de renunciar a su propia vida y sacrificarse para renovarlas?
El hombre, guiñando el ojo a su compañera, le explicó:
—¿Sabes? A veces uno les pregunta algo a estos tipos y recibe una interesante respuesta. Venga, pregúntale algo... hazle una pregunta muy general, algo así como «¿cuál es el sentido de la existencia?» Nunca la de «¿dónde están las tijeras que perdí ayer?» —La animó a que preguntara.
Con mucho cuidado, la mujer se dirigió a Ornar.
—Disculpe, pero ayer me empecé a preguntar... si habrá una vida tras la muerte.
—La muerte no existe —fue la respuesta de Ornar. El esquizo se quedó estupefacto ante la pregunta; revelaba una ignorancia monstruosa—. Lo que usted llama la «muerte» no es más que una fase de germinación durante la cual la nueva forma de vida descansa, dormida, esperando la llamada para engendrarse en una nueva reencarnación. —Alzó los brazos, señalando algún sitio—. ¿Lo ve? El dragón de la vida no puede ser vencido; aunque su sangre corra como arroyos por la llanura, nuevas formas nacen de él por todas partes. La semilla cobijada en la tierra siempre renace. —Siguió su camino, dejando al hombre y a la mujer a sus espaldas.
—Debo acercarme a la construcción de piedra de cinco plantas —se dijo Ornar—. El consejo me espera. El bárbaro Howard Straw. La irritable señorita Hibbler, obsesionada con los números. Annette Golding, la encarnación de la vida, lanzándose contra todo aquello que le permita devenir. Gabriel Baines, forzado a imaginar continuamente métodos para defenderse de algo que nunca le atacará. El sencillo ser de la escoba, más cerca de Dios que ninguno de nosotros. Y la melancólica criatura que nunca levanta los ojos, el hombre que ni siquiera tiene nombre. ¿Cómo le podría llamar? Quizá Otto. No, creo que mejor Dino. Dino Watters. Espera la muerte sin saber que vida le espera en un fantasma vacío; ni siquiera la muerte puede protegerle de su propio ego.
Al llegar a los pies del enorme edificio de cinco plantas, la construcción más alta de la colonia pari de Adolfville, se puso en estado de levitación; se balanceó contra la ventana correspondiente a la sala adecuada y empezó a rascar el cristal con la uña esperando a que alguien le abriera.
—¿No vendrá el señor Manfreti? —preguntó Annette.
—No hemos podido comunicar con él este año —explicó Ornar—. Se encuentra en otra esfera de pensamientos; debe ser alimentado a la fuerza por la nariz.
—¡Ay! —exclamó Annette, estremeciéndose. Catatonia.
—Matadle —dijo Straw con rudeza— y que no se hable más. Esos catesquizos son peores que inútiles; agotan todos los recursos de Juana de Arco. No es extraño que vuestra comunidad sea tan pobre.
—Pobre materialmente —reconoció Ornar—, pero rica en valores eternos.
Se mantuvo a prudente distancia de Straw; no le hizo ni caso. Straw, a pesar de su nombre, era un destrozón. Disfrutaba rompiendo las cosas, haciéndolas pedazos; era cruel por amor a la crueldad, no por necesidad de serlo. En el caso de Straw, el mal era algo gratuito.
Había que considerar a Gabe Baines desde otro punto de vista. Baines, como todos los paris, podía ser igual de cruel, pero tenía que serlo para garantizar su propia defensa; le preocupaba tanto preservarse de todo mal que, naturalmente, actuaba mal. Nadie podía reprochárselo; pero a Straw sí. Tomando asiento, Ornar dijo:
—Bendita sea esta asamblea. Que con ella aprendamos nuevas formas generadoras de vida y no las relativas a las actividades del dragón del mal. —Se volvió hacia Straw—. ¿Cuál es la naturaleza de la información, Howard?
—Un navío armado —respondió Straw con una mueca de malignidad; disfrutaba viendo la inquietud de la asamblea—. No se trata de un navío mercante de Alfa II. Viene de otro sistema; hemos empleado un telep para captar sus pensamientos. En ningún caso se trataría de una misión comercial, antes bien... —Se detuvo, dejando la frase inconclusa deliberadamente. Quería verles temblar.
—Tenemos que defendernos —opinó Baines. La señorita Hibbler asintió con la cabeza, lo mismo que Annette, aunque a disgusto. Incluso el hebe dejó de sonreír y pareció encontrarse mal—. Los habitantes de Adolfville, claro está, podemos organizar la defensa. Acudiremos a su comunidad, Straw, para conseguir los dispositivos tecnológicos necesarios; esperamos mucho de ustedes. En este crítico momento, esperamos contar con su apoyo por el bien de todos.
—El bien de todos —repitió como un mono Straw—. Querrá decir por nuestro bien.
—¡Señor! —exclamó Annette—. ¿Tiene que ser siempre tan irresponsable, Straw? ¿No puede asumir, aunque sólo sea por una vez, las consecuencias? Piense, por lo menos, en nuestros hijos. Debemos protegerles, aunque no nos defendamos por nosotros mismos.
En su fuero interno, Ornar rogaba:
«Que las fuerzas de la vida surjan y triunfen en el campo de batalla. Que el dragón blanco escape del rojo oprobio de la mujer aparente; que la matriz protectora descienda a este reino y lo preserve de los que se alistan en el bando del impuro». Bruscamente, recordó algo que viera mientras se dirigía a la reunión, a pie: un signo precursor que anunciaba la llegada del enemigo. Un arroyuelo transformado en río de sangre al pasar junto a él. En aquel momento comprendió lo que significaba. La guerra y la muerte y, quizá, la aniquilación de los Siete Clanes y sus siete ciudades... seis, si no se contaba el enorme vertedero que constituía el espacio vital de los hebes.
Dino Watters, el dep, murmuró con voz áspera:
—Estamos perdidos.
Todo el mundo, incluido Jacob Simion, le miró. ¿Cómo estimar a un dep?
—Perdonadle —susurró Ornar—. Y en alguna parte, en el imperio invisible, el espíritu de la vida le escuchó, contestó y perdonó a la criatura medio agonizante que era Dino Watters, de la comunidad dep de las Fincas de Cotton Mather.
Capítulo II
Tras haber lanzado apenas una mirada para examinar el viejo apartamento con muros de roca de imitación, con la iluminación encastrada que, probablemente, no funcionaba, la antigua arconada acristalada y el suelo de gastadas baldosas, anticuado y de los tiempos de la guerra precoreana, Chuck Rittersdorf dijo:
—Funcionará. —Sacó la chequera y se estremeció al ver la chimenea central de hierro forjado; no las había visto parecidas desde 1970, en su infancia.
La propietaria del ruinoso inmueble, sin embargo, frunció el ceño, desconfiada, mientras recorría con la vista los documentos de identidad de Chuck.
—Según sus papeles, está usted casado, señor Rittersdorf, y tiene niños. No puede traer mujer y niños a este apartamento; el anuncio del homeodiario especificaba que era para «soltero, con empleo, no bebedor y...».
—Le explicaré —dijo Chuck con cierto hastío. La propietaria, gorda y de mediana edad, con un traje de piel de saltamontes venusino y zapatillas forradas de wublon, le inspiraba cierta repugnancia; aquello era una dura prueba—. Vivo separado de mi mujer. Y es ella quien tiene a los niños. Por eso necesito este apartamento.
—Pero vendrán a verle. —Alzó los párpados teñidos de púrpura.
—No conoce usted a mi mujer —dijo Chuck.
—¡Oh! Vendrán; conozco las nuevas leyes federales sobre el divorcio. No es como los antiguos divorcios estatales. ¿Han pasado ya por el tribunal? ¿Tiene sus nuevos documentos?
—No —admitió. Aquello acababa de empezar para él. La noche pasada estuvo en un hotel y la anterior... aquella fue su última noche de lucha para obtener lo imposible y seguir viviendo con Mary.
Le entregó el cheque a la casera; la mujer le devolvió la tarjeta y se marchó; en cuanto cerró la puerta, Chuck se dirigió a la ventana del apartamento y observó la calle fijamente, lo mismo que los coches, los hélicoreactores, las rampas y desvíos peatonales. Pronto llamaría a su abogado, Nat Wilder. Muy pronto.
La ironía de su ruptura era demasiado. Pues la profesión de su mujer —brillantemente ejercida— no era otra que la de consejera matrimonial. De hecho, su reputación en el Distrito de Marin, California, donde se encontraban, era de las mejores. Sólo Dios sabía cuántos enlaces matrimoniales a punto de romperse fueron consolidados por ella. Y, sin embargo, tras una terrible injusticia, aquel talento verdadero y aquel don que Mary poseía contribuyeron a hacerle caer en aquel siniestro agujero. Lo triste del caso era que, tras triunfar tan brillantemente en su propia carrera, Mary no pudo dejar de sentir hacia él un enorme desprecio que fue creciendo con el paso de los años.
El hecho era —y Chuck debía reconocerlo— que su carrera estaba lejos de ser tan brillante como la de Mary.
Su trabajo, del que personalmente obtenía grandes satisfacciones, consistía en programar los simulacros del servicio de información del gobierno de Cheyenne para sus eternas campañas de propaganda y agitación contra el anillo de Estados Comunistas que rodeaban los Estados Unidos. Personalmente, creía profundamente en su trabajo, pero ningún argumento habría podido demostrar que fuera un trabajo altamente remunerado o una actividad que pudiera considerarse noble; la programación con la que él tonteaba —por no decir algo peor— era infantil, errónea y orientada. Iba destinada principalmente a los estudiantes, tanto de los Estados Unidos como de los vecinos comunistas, y a las grandes masas de adultos pertenecientes a una capa social poco educada. Era, de hecho, un burócrata al servicio del aparato político. Y Mary se lo hizo ver muchas, muchísimas veces.
Burócrata o no, siguió en su trabajo, aunque le hicieron bastantes ofertas para cambiar a lo largo de los seis años de vida conyugal. Quizá le gustaba oír sus propias palabras en labios de los simulacros humanoides, quizá consideraba que la causa era vital: los Estados Unidos vivían a la defensiva, política y económicamente, y debían protegerse. Para ello, resultaba imprescindible que hubiera personal trabajando para el gobierno con salarios bajos, empleados en tareas que carecían por completo de grandeza o heroísmo. Alguien debía programar los simulacros encargados de la propaganda, que a continuación eran soltados un poco por todo el mundo para cumplir con su misión, como repes de la Counter Intelligencia Authority, la CIA, y causar agitaciones, convencer, influenciar. Pero...
La crisis estalló tres años antes. Uno de los clientes de Mary —sumido en problemas conyugales increíblemente complicados por tener de modo simultáneo tres amantes— era productor de televisión; Gerald Feld trabajaba en el célebre, único y auténtico espectáculo de televisión de Bunny Hentman, y ejercía gran influencia en el popular cómico de la televisión. Tras un tiempo de trato, Mary le entregó a Feld varios de los guiones que Chuck escribiera para la rama local de la CIA en San Francisco. Feld los leyó con interés, pues los guiones —y aquello explicaba la selección de Mary— contenían una buena dosis de humor. En aquel punto radicaba el talento de Chuck; programaba textos que diferían bastante del habitual charloteo pomposo y solemne... eran textos compuestos para seres vivientes y espirituales, brillantes. Y... Feld estuvo de acuerdo. Le pidió a Mary que concertase una cita con Chuck.
En aquel momento, ante la ventana del apartamento estrecho, gris, sucio y viejo, al que nada, salvo un traje, había llevado, Chuck recordó la discusión con Mary. Su mujer se irritó particular, clásicamente; puso a prueba su desacuerdo.
Para Mary, el camino a seguir resultaba evidente: se le ofrecía la posibilidad de un nuevo trabajo; debía emplearse a fondo. Feld le pagaría muy bien y el trabajo le daría mucho prestigio; cada semana, al terminar cada espectáculo de Bunny Hentman, el nombre de Chuck, como uno de los guionistas, aparecería en la pantalla y sería leído por todo el mundo no común. María estaría —y aquélla era la frase clave— orgullosa de su trabajo; y él sería eminentemente creador. Y para Mary la creatividad era el «Ábrete, sésamo» de la vida; el trabajo para la CIA, programar textos de propaganda para simulacros que difundirían su mensaje entre los pueblos carentes de educación de África, América Latina y Asia, no era un trabajo creador; los mensajes demostraban cierta tendencia a repetirse y, de cualquier modo, la CIA tenía muy mala reputación en los círculos liberales, cómodos y sofisticados, frecuentados por Mary.
—Eres exactamente como... uno de esos tipos que barren las hojas de un parque satélite —le dijo Mary, furiosa—, empleado en un servicio civil. Una seguridad fácil; un modo de evitar la lucha. Mírate: tienes treinta y tres años y has renunciado a intentarlo. Has renunciado a hacer algo de tu vida.
—Escucha —le dijo Chuck vanamente—. ¿Eres mi madre o sólo mi mujer? Lo que quiero decir: ¿por qué siempre me estás empujando hacia delante? ¿Tengo que educarme continuamente? ¿Quieres que algún día sea Presidente del TERPLAN? —Además del prestigio y el dinero, había algo más. Evidentemente, Mary quería que él se convirtiera en alguien distinto. Ella, la persona que mejor le conocía en el mundo, se avergonzaba de él. Si aceptaba escribir guiones para Bunny Hentman, se convertiría en alguien que no era él... aquello era lo que le decía la lógica.
No podía negar la lógica. Y, sin embargo, se empecinaba; no dejaría su trabajo, no cambiaría. En su interior se desarrollaba una gran fuerza de inercia. Para bien o para mal. En su fuero interno existía una inversión de fuerzas de la que no se desprendería fácilmente.
Fuera, en la calle, un Chevrolet blanco De Luxe, un flamante modelo nuevo de seis puertas, descendió hacia la calzada y aterrizó. Miró al coche con indiferencia, hasta que descubrió, con un involuntario movimiento de incredulidad, que se trataba —imposible, pero cierto— de su ex mujer; era Mary. Ya le había encontrado.
Su mujer, la doctora Mary Rittersdorf estaba a punto de visitarle.
Se sintió aterrado; a continuación, le asaltó un sentimiento de fracaso; ni siquiera había sido capaz de conseguir aquello: encontrar un apartamento para vivir y que Mary no lo localizara nunca. En unos cuantos días, Nat Wilder podría asegurarle protección legal, pero, de momento, estaba desamparado; tenía que reconocerlo.
Le resultaba fácil comprender el modo en que su mujer había dado con su pista; los sistemas de detección ordinarios eran muy eficaces y bastante baratos. Posiblemente, Mary se habría dirigido a algún privado, alguna agencia de detección robotizada, contratando los servicios de un olisqueador a quien le mostró su rastro cefálico; aquel último se habría puesto a trabajar, siguiéndole por todos los lugares en que estuvo desde que la dejó. En aquel tiempo, encontrar a alguien era una ciencia exacta.
Por eso, reflexionó, una mujer decidida a dar con uno puede hacerlo con toda comodidad. Probablemente existiría alguna ley que reglamentase aquel tipo de situación; quizá podría denominarla como Ley de Rittersdorf. En función al deseo de alguien de huir y ocultarse, los sistemas de detección...
Sonó un golpe seco asestado en el centro cóncavo de la puerta del apartamento.
Mientras se dirigía a la puerta con paso rígido, a disgusto, pensó: «Me va a dar un discurso en el que empleará todos las razonamientos conocidos. Por mi parte, naturalmente, no podré ofrecer argumento alguno como oposición, simplemente mi sentimiento de que no podemos seguir así, que su desprecio hacía mi persona indica una ruptura entre nosotros lo suficientemente grande como para que no podamos afrontar la más mínima intimidad futura».
Abrió la puerta. Ella estaba allí: con cabellos negros, frágil, con aquel carísimo (el más bonito de todos) abrigo de lana natural, sin maquillar; una mujer tranquila, competente, educada, superior a él en muchos aspectos.
—Escucha, Chuck —dijo ella—, no he venido a discutir. Ya he llamado a una casa de mudanzas para que recoja todas tus cosas y las meta en el guardamuebles. He venido a por un cheque: quiero todo el dinero que tengas en el banco. Lo necesito para pagar las facturas.
Así que se había equivocado; no escucharía discursos acerca de la dulce moderación. Por el contrario, su mujer estaba rematando la situación. Se quedó tan atónito, que lo único que fue capaz de hacer fue quedarse con la boca abierta delante de ella.
—He visto a Bob Alfson, mi abogado —le dijo Mary—. Le he pedido que redacte un acta de renuncia de bienes para la casa.
—¿Qué? —preguntó—. ¿Por qué?
—Para que puedas abandonar tu parte de la casa.
—¿Porqué?
—Porque así podré venderla. He decidido que ya no necesito una casa tan grande, y ese dinero puede hacerme falta. Voy a meter a Debby en el internado del Este, aquél del que hablamos. —Deborah era la mayor, pero sólo tenía seis años, demasiado joven para no volver a vivir en la casa... ¡Señor!
—Primero, déjame hablar con Nat Wilder —dijo Chuck débilmente.
—Quiero tu cheque ahora mismo. —Mary no hizo gesto alguno para entrar; simplemente se quedó allí, en el umbral. Y él sintió un pánico desesperado, un pánico debido a la derrota y la pena; había perdido; ella podía hacer de él lo que quisiera.
Mientras se dirigía por el talonario, Mary dio unos cuantos pasos por el interior del apartamento. La aversión que le hizo sentir Chuck resulta indecible; no dijo nada. Chuck tembló ante su reacción, negándose a aceptarla; se concentró en el cheque.
—A propósito —dijo Mary, como si no pasase nada—, ahora que te has ido puedo aceptar la oferta del gobierno.
—¿Qué oferta del Gobierno?
—Buscan psicólogos prácticos para un Proyecto Interplan; te he hablado de ello. —No tenía intención alguna de fatigarse extendiéndose en aquel tema.
—¡Oh! Sí. —Lo recordaba vagamente—. Una obra de caridad. —Una de las consecuencias del conflicto Tierra-Alfa, que ya tenía casi diez años. Una Luna aislada en el Sistema Alfano, colonizada por los terrestres, separada de la Tierra desde hacía dos generaciones como consecuencia de una guerra; en el Sistema Alfano, que contaba con docenas de lunas y veintidós planetas, existía toda una serie de colonias tan reducidas como aquélla.
Mary tomó el cheque, lo dobló y se lo metió en el bolsillo del abrigo.
—¿Te pagarán? —preguntó Chuck.
—No —replicó Mary, distante.
Entonces, Mary viviría —y también educaría a los chicos— con su propio salario. La idea brilló claramente ante él: Mary esperaba una decisión del tribunal que le obligase a él a hacer lo que se había negado a hacer antes... lo que había destruido sus seis años de matrimonio. Mary conseguiría, mediante su enorme influencia en los tribunales del Condado de Marin, un veredicto que le obligaría a renunciar a su trabajo en la rama de la CIA de San Francisco para buscar un empleo totalmente diferente.
—¿Cuánto... cuánto tiempo estarás fuera? —preguntó Chuck. Resultaba evidente que la mujer estaba decidida a emplear aquel período intermedio para reorganizar sus vidas; Mary haría todo lo que no había podido hacer nunca a causa de su presencia.
—Unos seis meses. Depende. No esperes que me mantenga en contacto contigo. Alfson me representará en los tribunales; yo no compareceré. —Añadió tras un momento—: Me he ocupado de la demanda de separación de bienes, así que no tendrás que hacer nada.
La iniciativa, incluso en aquel punto, se le había ido de las manos. Como siempre, había actuado demasiado lentamente.
—Puedes quedarte con todo lo que quieras —le dijo a Mary de repente.
La mirada de su esposa le respondió: «Lo que puedas darme será insuficiente». En lo relativo a sus ingresos monetarios, todo era sencillamente nada.
—No puedo darte lo que no tengo —le contestó a Mary tranquilamente.
—¡Oh, sí que puedes! —replicó Mary, sin sonreír—. El juez ya se va enterando de lo que yo siempre he sabido sobre ti. Si te obligan, si alguien te fuerza a hacerlo, tendrás que afrontar los problemas cotidianos que se les plantean a todos los hombres maduros que tienen como responsabilidad a una mujer y a sus hijos.
—Pero... —protestó—... debo vivir según mis propias normas.
—Primero, te debes a nosotros —le cortó Mary.
No encontró nada que responder a aquello y se limitó a agachar la cabeza.
Más tarde, cuando Mary se hubo marchado con el cheque, buscó y acabó por encontrar una pila de antiguos homeodiarios en el tendedero del apartamento; se sentó en el viejo sofá estilo danés del salón y empezó a hojearlos, buscando los artículos relacionados con el Proyecto Interplan en el que Mary quería participar. Su nueva vida, se dijo, que reemplazaría su vida de mujer casada.
En un homeo de la semana anterior, encontró un artículo más o menos completo; encendió un cigarrillo y lo leyó con mucha atención.
Necesitarían psicólogos, consideraba el Servicio de Salud y Bienestar US Interplan, porque la Luna fue originalmente un hospital, un centro de cuidados psiquiátricos para inmigrantes terrestres llegados al Sistema Alfano y que se derrumbaron como consecuencia de las anormales y excesivas dificultades de la colonización intersistemas. Los alfanos, a excepción de las relaciones establecidas por los comerciantes, no tenían ningún contacto con ella.
Todo lo que se sabía acerca de la situación actual de la Luna era gracias a los informes de los comerciantes. Según ellos, una civilización bastante diversificada se había desarrollado en las décadas durante las cuales el hospital había quedado fuera del control del gobierno de la Tierra. Sin embargo, no podían opinar en profundidad debido a su incompleto conocimiento de las costumbres terrestres. En todo caso, ciertos productos eran manufacturados y negociados en la Luna Alfana: se podía contar con cierta industria... pero le resultaba imposible entender que el gobierno terrestre quisiera mezclarse en todo aquello. Se imaginaba a Mary con toda claridad en aquel ambiente; ella era una de esas personas a las que el TERPLAN, la Oficina Internacional, seleccionaría. La gente como Mary siempre triunfa.
Se dirigió a la arcaica vidriera y se quedó ante ella un momento, de nuevo, mirando fijamente la calle que había bajo él. Acto seguido, insidiosamente, sintió que en él nacía una necesidad irrefrenable y familiar. El sentimiento de que era inútil continuar; el suicidio, dijeran lo que dijeran la ley y la iglesia, era para él la única respuesta.
Encontró una ventana lateral, más pequeña, y la abrió; al alzarla, escuchó el zumbido de un hélicoreactor que aterrizaba en la terraza del edificio de enfrente. El zumbido se extinguió. Esperó; luego, escaló parcialmente el reborde de la ventana, quedándose suspendido sobre la agitada circulación de la calle...
En su interior, una voz que no era la suya, dijo:
—Por favor, dígame su nombre. Independientemente del hecho de que esté decidido o no a saltar.
Volviéndose, Chuck se encontró con un fungo amarillo de Ganímedes, que se había colado silenciosamente bajo la puerta del apartamento y que se reunía en el amasijo de pequeñas esferas que formaba su ser físico.
—He alquilado el apartamento que hay al final del pasillo —explicó el fungo.
—Entre los terrestres —le dijo Chuck—, es costumbre llamar.
—No tengo nada que me permita llamar. Además, quería entrar antes de que se... marchase.
—Si salto o no, es cosa exclusivamente mía.
—Ningún terrestre es una isla —citó el fungo, con más o menos acierto—. Bienvenido a este edificio al que los demás inquilinos, con bastante gracia, hemos llamado «Apartamentos de los Rechazados». Hay varias personas por aquí con las que debería reunirse. Algunos terrestres —como usted—, más unos cuantos no-Ts de fisonomías variadas... algunos le repugnarán y otros le atraerán. Tuve la idea de pedirle un bote de yogur, pero, vistas sus preocupaciones, la petición me parece ultrajante.
—No he venido a hacer nada. Hasta ahora. —Pasó la pierna por encima del alféizar de la ventana y entró en la habitación, apartándose de la abertura. No le sorprendió ver al fungo ganimediano; los no-Ts vivían como en un ghetto: fuese cual fuese su influencia y posición en la sociedad terrestre, tenían que vivir en inmuebles tan tercermundistas como aquél.
—Si pudiera llevar una tarjeta de visita —le dijo el fungo—, se la daría. Soy importador de piedras preciosas sin tallar, revendedor de oro y, cuando los negocios marchan bien, un fanático comprador de colecciones filatélicas. De hecho, tengo en mi apartamento una colección muy rara de primeras ediciones de sellos US y, especialmente, el bloque de cuatro sin matasellar de la Serie de Colón; ¿le gustaría...? —Se calló—. Ya veo que no. En todo caso, el deseo de autodestruirse, al menos momentáneamente, ha desaparecido. Está bien. Además de mis actividades comerciales, yo...
—¿No le obliga le ley a no emplear su capacidad telepática mientras esté en la Tierra? —preguntó Chuck.
—Sí, pero su caso me pareció excepcional. Señor Rittersdorf, no puedo emplearle personalmente, pues no necesito ningún tipo de propaganda. Pero tengo ciertos contactos en las nueve Lunas; déjeme hacer unas...
—No, gracias —le interrumpió Chuck, bruscamente—. Lo único que quiero es que me dejen tranquilo. —Ya había tolerado bastante que quisieran ayudarle a encontrar trabajo... de hecho, para toda la vida.
—Pero, por mi parte, contrariamente a su mujer, no tengo ninguna segunda intención. —El fungo se acercó—. Como la mayor parte de los machos terrestres, su sentido del autorespeto está altamente relacionado con sus capacidades de trabajo-salario, sector que hace nacer en usted serias dudas, así como un sentimiento de culpabilidad bastante considerable. Puedo hacer algo por usted... pero eso requerirá tiempo. No tardaré en dejar la Tierra para dirigirme a mi propia luna. ¿Y si le diera quinientos pavos —US, claro— para que viniera conmigo? Si quiere, puede considerarlo como un préstamo.
—¿Y qué iba a hacer yo en Ganímedes? —preguntó Chuck, irritado—. ¿Usted tampoco me cree? Tengo un trabajo; un trabajo que me gusta... no tengo ganas de dejarlo.
—Subconscientemente...
—No me hable de mi subconsciente. Y salga de aquí y déjeme tranquilo. —Le dio la espalda al fungo.
—Me temo que su impulso suicida pueda volver... esta misma tarde.
—Que vuelva.
—Sólo hay algo que puede ayudarle —siguió el fungo—, y no es mi miserable oferta de trabajo.
—Entonces, ¿qué es?
—Una mujer que reemplace a su esposa.
—Ahora se está usted comportando como un...
—En lo más mínimo. Eso no tiene ningún fundamento físico o etéreo; es una simple cuestión práctica. Debe encontrar una mujer que sea capaz de aceptarle, de amarle tal y como es; de otro modo, usted acabará por destruirse. Permítame reflexionar sobre esta cuestión. Entre tanto, tranquilícese. Déme cinco horas. Y no salga de aquí. —El fungo se deslizó lentamente por debajo de la puerta, por el intersticio, dirigiéndose al pasillo. Sus pensamientos disminuyeron en intensidad—. Como importador, comprador y revendedor, tengo muchos contactos con terrestres de todas las condiciones... —Luego, no hubo nada.
Temblando, Chuck encendió un cigarrillo. Y se alejó —manteniéndose a gran distancia— de la ventana, sentándose en el viejo sofá estilo danés. Y esperó.
No conseguía averiguar cómo reaccionar a la caritativa oferta del fungo; se sentía tan irritado como emocionado y, sobre todo, intrigado. ¿Podría ayudarle aquel fungo? Parecía imposible. Esperó una hora.
Llamaron a la puerta del apartamento. No podía ser el fungo ganimediano, pues un fungo no hubiera podido —no podía— llamar. Chuck se levantó, fue hasta la puerta y la abrió.
En el umbral encontró a una joven muchacha terrestre.
Capítulo III
Aunque ella tenía un millar de cosas por hacer, todas ellas relacionadas con su nuevo trabajo no remunerado para el Departamento de Salud y Bienestar de US Interplan, la doctora Mary Rittersdorf le liberó de ellas para ocuparse de un asunto personal. Se dirigió, de nuevo, a Nueva York en aerotaxi, al despacho de la Quinta Avenida de Jerry Feld, el productor del espectáculo de Bunny Hentman. Hacía una semana que le entregara los últimos —y mejores— guiones que Chuck escribiera para la CIA; ya era hora de saber si su marido, mejor dicho, su ex-marido, tenía alguna oportunidad de conseguir aquel trabajo.
Si Chuck se negaba a buscar por sí mismo un empleo mejor, ella se ocuparía de la tarea. Era su deber, aunque no tuviera más razón que hacerlo por ella misma y por los chicos, pues, al año siguiente, dependerían por completo del salario de Chuck.
Una vez que llegó a la terraza del edificio, Mary descendió por la rampa de acceso hasta el piso 90, se situó ante la puerta acristalada, dudó y, por último, se permitió entrar. Penetró en una antecámara en la que se hallaba instalada la recepcionista del señor Feld: muy bonita, con un maquillaje marcado y un jersey bastante ceñido de seda tejida. A Mary le molestó; simplemente porque los sostenes hubieran quedado anticuados, ¿tenía que seguir obligatoriamente la moda una chica de pecho tan generoso como aquélla? En ese caso, desde un punto de vista práctico, el sostén resultaba de lo más recomendable; Mary se quedó ante el pupitre, sintiendo que el rubor provocado por la desaprobación le teñía el rostro. ¡Y, además, aquella dilatación artificial de los pezones... resultaba excesiva!
—¿Sí? —dijo la recepcionista, alzando la cabeza y mirándola a través de un elegante monóculo dorado. Cuando se dio cuenta de la frialdad de Mary, los pezones disminuyeron de tamaño, como si se hubieran asustado y se sometieran.
—Querría ver al señor Feld. Soy la doctora Mary Rittersdorf y no tengo mucho tiempo; debo partir hacia la Base Lunar del TERPLAN a la 3 de la tarde, hora de Nueva York, —Hizo que su voz sonase eficiente —e imperiosa—, cosa que sabía hacer muy bien.
Tras una serie de acciones burocráticas por parte de la recepcionista, Mary pudo entrar.
Jerry Feld estaba sentado a la mesa de su despacho de imitación roble —no existía ningún roble verdadero desde hacía una década— y observaba el proyector de vídeo, dedicado a sus tareas profesionales.
—Sólo un instante, doctora Rittersdorf. —Señaló un asiento; Mary se sentó, cruzó las piernas y encendió un cigarrillo.
En la pantalla miniaturizada de televisión, Bunny Hentman interpretaba el sketch del industrial alemán; vestía un traje cruzado azul y le explicaba al consejo de administración el modo en que los nuevos blindados autónomos, producidos en masa, podrían ser utilizados como material de guerra. En caso de hostilidad, cuatro tanques podrían unirse para formar una sola unidad; aquello no sólo sería un blindado mucho más grande, sino también un lanzamisiles. Con su pronunciado acento, Bunny les explicaba todo aquello como si se tratase de un gran acierto; y Feld reía entre dientes.
—No tengo mucho tiempo, señor Feld —le dijo Mary, cortante.
A disgusto, Feld detuvo la cinta de vídeo y se volvió hacia ella.
—Le he enseñado los guiones a Bunny. Está interesado. La mente de su marido puede que esté seca, moribunda... pero es auténtica. Corresponde con lo que antaño se denominaba...
—Me sé ya todo eso —le cortó Mary—. Me he visto obligada a oír sus guiones de programación durante años; siempre los probaba por primera vez conmigo. —Fumaba apresuradamente, tensa—. Bueno, ¿cree que Bunny podría utilizarlos?
—Esta discusión será inútil —dijo Feld— hasta que su marido no haya visto a Bunny; no sirve de nada que usted...
La puerta del despacho se abrió y Bunny Hentman pasó por el umbral.
Era la primera vez que Mary veía al célebre cómico de la televisión en carne y hueso y sintió curiosidad; ¿hasta qué punto diferiría de la imagen que transmitía al público? Era, así le pareció a Mary, un poco más bajo y bastante mayor que en la pantalla de la televisión; una buena parte de su cráneo estaba calvo y su aspecto era fatigado. De hecho, en la vida real, Bunny parecía un ajetreado vendedor de Europa Central, con el traje arrugado, no muy bien afeitado, peor peinado y —para perfeccionar la impresión— fumaba lo que parecía ser una colilla. ¡Y sus ojos! Su naturaleza era inquieta y, no obstante, afectuosa. Mary se levantó y se situó ante él. En la televisión, la fuerza de su mirada no se detectaba. No sólo se adivinaba inteligencia; había algo más, una percepción de... Mary no sabía de qué. Y...
Bunny estaba envuelto en un aura, un aura de sufrimiento. Su cara, su cuerpo, parecían impregnados de ella. Sí, pensó la mujer, eso es lo que expresan sus ojos. El recuerdo del sufrimiento. Un sufrimiento que se produjo mucho tiempo antes pero que no se había olvidado... y que nunca se olvidaría. Bunny había sido concebido y llevado a aquel planeta para sufrir; no resultaba raro que fuera un gran cómico. Para Bunny, la comedia era una lucha, un combate contra la realidad del sufrimiento literalmente físico; era una forma de reacción ante un gigantesco amplificador... y resultaba efectiva.
—Bun —dijo Feld—, te presento a la doctora Rittersdorf; su marido es quien escribió los textos de programación que te enseñé el jueves.
El cómico extendió la mano; Mary la estrechó y dijo:
—Señor Hentman...
—Por favor —replicó el cómico—. Ese es mi nombre artístico. Mi verdadero nombre, el que me pusieron al nacer, es Lionsblood Regal, naturalmente, tuve que cambiármelo; ¿quién se atrevería en el mundillo del espectáculo a llamarse Lionsblood Regal? Llámeme Lionsblood o simplemente Blood; Jer me llama Li-Reg... una prueba de intimidad. —Sin soltar la mano de Mary, añadió—: Y si hay algo que aprecio en una mujer es la intimidad.
—Li-Reg —explicó Feld— es el prefijo de tu télex; una vez más lo estás mezclando todo.
—Así es. —Hentman soltó la mano de Mary—. Bien, Frau Doktor Rattenfanger...
—Rittersdorf —rectificó Mary.
—Rattenfanger —insistió Feld— es una palabra alemana, que quiere decir capturador de ratas. Vamos, Bun, no cometas tal error.
—Lo siento —se excusó el cómico—. Escuche, Frau Doktor Rittersdorf. Por favor, llámeme con un nombre corto y amable; lo necesito enormemente. Me gusta mucho gustarle a las mujeres hermosas; es por culpa del muchacho que hay en mí. —Sonrió; sin embargo, su rostro, y especialmente sus ojos, expresaba todo el sufrimiento del mundo, soportando el peso de una vieja cruz—. Contrataré a su marido si puedo verla a usted de vez en cuando. Si él supiera la verdadera razón de este trato, lo que los diplomáticos llaman protocolos secretos... —Dirigiéndose a Jerry Feld, le dijo—: Tú sabes todos los problemas que han causado mis protocolos últimamente.
—Chuck se encuentra en un apartamento apestoso en la costa Oeste —explicó Mary—. Le escribiré la dirección. —Rápidamente, tomó una pluma y un papel y la anotó—. Dígale que le necesita; dígale que...
—Pero yo no le necesito —replicó Bunny Hentman con toda tranquilidad.
Prudentemente, Mary preguntó:
—¿No podría usted verle, señor Hentman? Chuck posee un talento único. Me da miedo que si alguien no le ayuda...
Pellizcándose el labio inferior, Hentman dijo:
—¿Teme que no lo use si no quiere utilizarlo?
—Sí. —Mary asintió con la cabeza.
—Pero es su talento. Tiene que decidir él.
—Mi marido —continuó Mary— necesita ayuda. —Y yo soy quien mejor lo sabe, pensó. Mi oficio es comprender a la gente. Chuck posee una personalidad infantil dependiente; debe ser empujado y guiado para todo. De otra manera, se pudrirá en aquel horrible, pequeño y viejo apartamento que ha alquilado. O bien... se tirará por la ventana. Esto, decidió Mary, es lo único que puede salvarle. Aunque él mismo será el último en reconocerlo.
Mirándola penetrantemente, Hentman dijo:
—¿Puedo cerrar un trato anejo con usted, señora Rittersdorf?
—¿Qué trato anejo? —Mary miró a Feld de reojo; el rostro del hombre permanecía impasible como si se hubiera retirado, igual que una tortuga, de la situación.
—Simplemente, verla de vez en cuando —contestó Hentman—. No profesionalmente.
—Me tengo que ausentar. Trabajo para TERPLAN; estaré en el Sistema Alfano durante meses... si no son años. —Mary se sintió aterrada.
—En ese caso, ningún trabajo para su marido —replicó Hentman.
Feld tomó la palabra.
—¿Cuándo se marcha, doctora Rittersdorf?
—Inmediatamente —respondió Mary—. Dentro de cuatro días. Tengo que preparar el equipaje, arreglar las cosas de los niños...
—Cuatro días... —repitió Hentman, meditabundo. Siguió mirándola, de la cabeza a los pies—. ¿Está separada de su marido? Jerry me ha dicho que...
—Sí —contestó Mary—. Chuck se ha ido.
—Cene conmigo esta noche —pidió Hentman—. Hasta entonces, daré una vuelta por el apartamento de su marido, o enviaré a alguien de mi equipo. Le contrataremos a prueba para un período de seis semanas... empezará escribiendo guiones. ¿Cerramos el trato?
—No es que no quiera cenar con usted —se disculpó Mary—, pero...
—Eso será todo —contestó Hentman—, cenar juntos, nada más. En el restaurante que usted elija, en cualquier rincón de los Estados Unidos. Pero si llega a pasar algo más... —Sonrió.
Tras volver a la Costa Oeste en aerotaxi, Mary viajó a bordo del monorraíl urbano que la condujo hasta el centro de San Francisco, en el despacho local del TERPLAN, la agencia con la que había tratado acerca de su nuevo trabajo, tan ardientemente deseado.
No tardó en tomar el ascensor de subida; a su lado viajaba un hombre joven de aspecto muy cuidado, bien vestido, encargado de las relaciones públicas de TERPLAN, cuyo nombre, como acababa de enterarse la mujer, no era otro que Lawrence McRae.
—Nos espera un grupo de reporteros de los homeodiarios —dijo McRae—, y se van a lanzar encima de usted. Le van a insinuar muchas cosas y van a intentar conseguir una confirmación por su parte de que el proyecto terapéutico no es más que un pretexto para la adquisición por parte de la Tierra de la Luna Alfa III M2. Que, fundamentalmente, vamos allí para reestablecer una colonia, reivindicarla, desarrollarla y enviar colonos.
—Pero nos pertenecía ya antes de la guerra —dijo Mary—. De otro modo, ¿cómo hubiera sido empleada como base hospital?
—Cierto —reconoció McRae. Salieron del ascensor y avanzaron por un pasillo—. Pero ningún navío terrestre ha ido por allí desde hace veinticinco años, lo que, desde un punto de vista jurídico, anula nuestros derechos de propiedad. La Luna, hace cinco años exactamente, consiguió la independencia política y legal. Sin embargo, si llegamos hasta ella y restablecemos una base hospital, con técnicos, médicos, practicantes, todo lo necesario, podremos reivindicar nuevamente nuestros derechos... si los alfanos no lo han hecho ya, cosa que, evidentemente, no ha ocurrido; sin duda, claro está, la explicación debe ser ésta. O quizá hayan efectuado misiones de reconocimiento sobre la Luna y decidido que no era lo que buscaban, que la ecología era demasiado diferente de su biología. Por aquí. —Abrió una puerta y Mary entró, encontrándose cara a cara con los periodistas de los homeodiarios, sentados, en número de quince o dieciséis, algunos con cámaras manuales.
Inspirando profundamente, Mary se adelantó hasta la tarima que señaló McRae; tenía un micrófono.
—Señoras y señores —empezó McRae por el micrófono—, les presento a la doctora Rittersdorf, famosa consejera matrimonial en el Condado de Marin que, como saben, se ha ofrecido voluntaria para prestar sus servicios en este proyecto.
Con voz indolente, uno de los periodistas no tardó en preguntar:
—Doctora Rittersdorf, ¿qué nombre ha recibido este proyecto? ¿El Proyecto Psicótico? —Los demás reporteros se echaron a reír.
Pero fue McRae quien contestó:
—Operación 50 Minutos es el nombre de trabajo que le hemos asignado.
—¿Dónde van a ir todos los locos de esa Luna cuando los hayan apresado? —preguntó otro periodista—. Piensan barrerles y meterles debajo de la alfombra, ¿verdad?
Mary, hablando por el micrófono, respondió:
—En primer lugar, tendremos que efectuar una investigación para conocer la situación con claridad. Sabemos que los pacientes iniciales —al menos algunos de ellos— y sus hijos están vivos. En qué medida es viable la sociedad que han formado, no es algo que pretendamos saber. Me atrevería a formular la hipótesis de que no es viable en su totalidad, sino solamente en sentido estricto, literal, pues están vivos. Intentaremos llevar a cabo terapias curativas con los pacientes que podamos. Con los niños, naturalmente, tendremos muchas más posibilidades.
—¿Cuándo piensan llegar a Alfa III M2, doctora? —preguntó un periodista. Las cámaras, emitiendo un ligero siseo parecido a lejanos aleteos de pájaros, giraron.
—Me atrevería a decir que en menos de dos semanas —respondió Mary.
—No le pagarán por esto, ¿verdad, doctora? —quiso saber otro reportero.
—No.
—Entonces, ¿está convencida de que la operación es de interés público? ¿Es ésa la causa?
—Bueno —empezó Mary, titubeante—. Es...
Volviéndose hacia McRae, Mary le preguntó:
—¿Qué les tengo que decir?
McRae tomó el micrófono.
—La pregunta no es competencia de la doctora Rittersdorf. Ella es psicóloga, no política. Se niega a responder.
Un periodista, alto y delgado, experimentado, se levantó y preguntó con voz lenta:
—¿Se le ha ocurrido al TERPLAN dejar, sin más, tranquila a esa Luna? ¿Se le ha ocurrido comportarse con esa cultura como se comportaría con cualquier otra cultura, respetando sus valores y costumbres?
Lentamente, Mary contestó:
—Todavía no poseemos información suficiente. Quizá cuando sepamos más... —Se calló, dudosa—. Pero no se trata de una subcultura —dijo—. No posee tradiciones. Es una sociedad constituida por enfermos mentales y sus descendientes, que nació hace apenas veinticinco años... No se la puede valorar comparándola con las culturas de Ganímedes por ejemplo. ¿Qué valores podrían haber desarrollado los enfermos mentales? Y en tan poco tiempo...
—Pero usted misma ha dicho —dijo el reportero suavemente— que, en este momento, ignora todo. Si eso es todo lo que saben...
McRae, hablando por el micrófono, le interrumpió, cortante:
—Si han desarrollado alguna forma de cultura estable y viable, les dejaremos tranquilos. Pero esa decisión corresponde a los expertos, como la doctora Rittersdorf, y no a ustedes o a mí, ni al público americano. Francamente, tenemos la impresión de que no puede haber nada más explosivo en potencia que una sociedad en la que los psicópatas predominan y definen los valores y controlan los medios de comunicación. De eso puede resultar cualquier cosa imaginable: un nuevo culto religioso integrado por fanáticos, una concepción del Estado nacionalista y paranoica, una fuerza destructora y bárbara de tendencias maníacas... esas eventualidades justifican en sí mismas nuestra investigación de Alfa III M2. Este proyecto está destinado a preservar nuestras vidas y valores.
Los periodistas de los homeodiarios se quedaron callados, convencidos a todas luces por lo que McRae acababa de decir. Y, ciertamente, Mary también estaba de acuerdo.
Más tarde, cuando ella y McRae dejaron la sala, Mary preguntó:
—¿Era ésa la verdadera razón?
Echándole un vistazo, McRae contestó:
—¿Quiere decir si vamos a Alfa III M2 porque tememos las consecuencias para nosotros de un enclave social mentalmente desequilibrado, porque una sociedad alterada como esa hace que nos sintamos mal? Creo que cualquiera de esas dos razones sería suficiente; y también debería creerlo usted.
—¿No puedo hacer preguntas? —Miró fijamente al empleado, de honesto aspecto, de TERPLAN—. ¿Sólo tengo que hacer...?
—Usted tiene que cumplir su tarea terapéutica, eso es todo. No le diré cómo cuidar a los enfermos; ¿por qué quiere usted enseñarme a manejar una situación política? —La miró fríamente—. Sin embargo, le daré una explicación suplementaria para la Operación 50 Minutos, en la que no habrá pensado. Es perfectamente plausible que en veinticinco años una sociedad de enfermos mentales haya descubierto nuevas ideas tecnológicas que nosotros podríamos utilizar, especialmente las de los maniacos... el grupo más activo, —pulsó el botón del ascensor—. Sé que son muy inventivos. Como los paranoicos.
—¿Eso explicaría por qué la Tierra no ha enviado todavía a nadie? —dijo Mary—. ¿Quieren averiguar cómo han evolucionado sus ideas?
Sonriendo, McRae esperó al ascensor; no contestó nada. A Mary le pareció completamente seguro de sí mismo. Y eso era, por lo que se sabía hasta entonces acerca de la personalidad psicótica, un error. Quizá un grave error.
Fue casi una hora más tarde, cuando ya había vuelto a su casa en el Condado de Marin para seguir recogiendo sus cosas, cuando descubrió la contradicción fundamental de la posición del gobierno. En primer lugar, ellos querían efectuar una investigación sobre la cultura de Alfa III M2 porque temían que pudiera ser peligrosa y, acto seguido, pretendían investigar para saber si había desarrollado algo útil. Casi un siglo antes, Freud había demostrado hasta qué punto era errónea semejante lógica doble; en el caso actual, una proposición anulaba a la otra. El gobierno, sencillamente, no podía afrontar las dos a la vez.
El psicoanálisis había demostrado que, de un modo general, cuando dos razones que se contradecían mutuamente eran empleadas para explicar cierta acción, la verdadera razón subyacente no era ni una ni otra, sino un tercer impulso del que la propia persona —o en el caso en cuestión, un grupo de empleados del gobierno— era inconsciente.
Se preguntó cuál sería, en aquella situación, el móvil verdadero.
De todos modos, el proyecto para cuya realización había ofrecido voluntariamente sus servicios no parecía ni muy idealista ni muy desprovisto de objetivos ulteriores.
Fuera cual fuese el verdadero motivo del gobierno, Mary tenía una intuición muy clara: el motivo era bueno, sólido e interesante. Y, además, tenía otra intuición. Probablemente nunca sabría cuál era el motivo.
Estaba absorta en la tarea de empaquetar todos sus jerseys, que llenaban un cajón completo, cuando descubrió súbitamente que no estaba sola. Había dos hombres junto a la puerta; rápidamente, se volvió y se levantó.
—¿Dónde está el señor Rittersdorf? —preguntó el mayor de los dos. Sacó un bloc de identidad liso y negro; los dos hombres, descubrió Mary, formaban parte del despacho de su marido, de la rama de la CIA en San Francisco.
—Se ha ido —dijo—. Les daré sus señas.
—Sabemos —dijo el de más edad—, gracias a un informador no identificado, que su marido podría estar proyectando suicidarse.
—Siempre lo ha estado proyectando —respondió Mary, anotando las señas del lamentable cubil que Chuck ocupaba—. No me preocupo por él en lo más mínimo; es un enfermo crónico, pero nunca está totalmente muerto.
El mayor de los dos hombres de la CIA la miró con helada hostilidad:
—Sabemos que usted y el señor Rittersdorf están separados.
—Exactamente. Me extraña que esas cosas les importen. —Le miró breve y profesionalmente—. Ahora, ¿puedo seguir haciendo las maletas?
—Nuestra oficina —siguió el hombre de la CIA— quiere asegurar cierta protección a sus empleados. Si su marido se suicida de verdad, habrá una investigación para determinar su responsabilidad en ese acto. —Añadió—: Y, considerando su posición como consejera conyugal, podría resultar muy embarazoso, ¿no le parece?
Tras una pausa, Mary respondió:
—Sí; creo que sí.
El más joven de los dos hombres de la CIA, el que llevaba el cabello cortado a cepillo, dijo:
—Considere todo esto como una simple advertencia oficial.
Deje de molestar a su marido, señora Rittersdorf. ¿Me entiende? —Sus ojos parecían sin vida, helados.
Mary asintió con la cabeza. Tembló.
—Entre tanto —dijo el mayor—, si viene por aquí, dígale que nos llame. Tiene tres días de vacaciones, pero nos gustaría hablar con él. —Los dos hombres salieron del cuarto y se dirigieron a la puerta de la casa.
Mary volvió a los preparativos, suspirando aliviada una vez que se marcharon los dos hombres.
La CIA no dictará mi conducta; seré yo quien le diga lo que quiera a mi marido, haré lo que quiera. No van a proteger a Chuck, se dijo mientras empaquetaba jersey tras jersey, aplastándolos salvajemente en la maleta. De hecho, pensó, vas a pasarlo mucho peor por haberles metido en esto, así que prepárate.
Riendo, pensó: ¡Maldito cobarde asustado! Crees que es buena idea intimidarme enviándome a tus colegas. Puede que tú tengas miedo de ellos, pero yo no. Sólo son unos polis estúpidos y torpones.
Mientras seguía adelante con sus preparativos, jugueteó con la idea de llamar a su abogado para decirle la táctica de presión empleada por la CIA. No, decidió, no lo haré ahora; esperaré a que la demanda de divorcio esté sobre la mesa del juez Brizzolara. Entonces emplearé esto como prueba; eso indicará el tipo de vida que he tenido que soportar estando casada con un hombre así. Constantemente hostigada por la policía. Y ayudándole a conseguir trabajo recibiendo propuestas inmorales.
Feliz, metió en la maleta el último jersey; cerró la valija y, con un movimiento rápido de los dedos, echó la llave.
Pobre Chuck, se dijo, no tendrás ni la sombra de una oportunidad cuando comparezcas ante el tribunal. Nunca sabrás lo que te ha caído encima; tendrás que pagar por el resto de tu vida. Mientras vivas, cariño, no te librarás de mí; siempre te costará algo.
Empezó a doblar cuidadosamente sus numerosos trajes, colocándolos en el baúl de perchas especiales.
Te costará mucho, se dijo; tanto que nunca podrás terminar de pagar.
Capítulo IV
La joven del umbral se dirigió a él con voz dulce y titubeante:
—¡Hola! Me llamo Joan Trieste. Lord Running Clam me ha dicho que acababa de trasladarse usted. —Sus ojos recorrieron la habitación; miró el interior del apartamento por encima del hombro de Chuck Rittersdorf—. Todavía no ha traído sus cosas, ¿verdad? ¿Puedo ayudarle? Si quiere, podría poner unas cortinas y limpiar los estantes de la cocina.
—Gracias —dijo Chuck—. Pero estoy bien. —El encontrarse con aquella chica era cosa del fungo.
La muchacha, decidió el hombre, no tendría más de veinte años; llevaba los cabellos recogidos en una larga y espesa trenza que le caía por la espalda; la melena era de color castaño, ningún color especial, un cabello de lo más ordinario. Y parecía muy blanca, excesivamente pálida. Tuvo la impresión, igualmente, de que su cuello era bastante largo. No tenía silueta, o algo que así pudiera llamarse, aunque, al menos, era esbelta. Joan Trieste vestía un pantalón negro muy ceñido, sandalias y una masculina camisa de algodón; por lo que Chuck podía ver, no llevaba sostén, tal y como exigía la moda, y sus pezones formaban círculos negros y lisos bajo el blanco algodón de la camisa; no tenía dinero, o no le importaba, para someterse a la vulgar operación de dilatación de los senos. Se le ocurrió entonces a Chuck que la muchacha podría ser pobre. Quizá no era más que una estudiante.
—Lord Running Clam —le explicó— es natural de Ganímedes. Vive al final del pasillo. —La joven sonrió ligeramente; Chuck vio sus dientes blancos, muy finos, pequeños y regulares, iguales y bien formados. A decir verdad, casi perfectos.
—Sí —respondió Chuck—. Hace cosa de una hora que vino a verme pasando por debajo de la puerta. —Añadió—: Me dijo que me enviaría a alguien. Aparentemente, pensaba...
—¿Realmente ha querido matarse?
Tras una pausa, Chuck se encogió de hombros:
—Así lo consideró el fungo.
—Lo intentó. Incluso ahora puedo verlo; lo leo en su cara. —Pasó a su lado y entró en el apartamento—. Soy... ¿o ya lo sabe? Soy Psi.
—¿Qué clase de Psi? —Dejó abierta la puerta de la calle y tomó el paquete de Pall Mall para fumarse un pitillo—. Hay montones. Desde los que pueden desplazar montañas a los que sólo consiguen...
Joan le interrumpió.
—Mi poder es muy restringido; pero, mire. —Girando, se volvió el cuello de la camisa—. ¿Puede ver la insignia? Miembro bonafide de la Asociación de Psies de América. —Le replicó—: Le diré lo que puedo hacer: puedo conseguir que el tiempo corra hacia atrás. Lo logro en superficies reducidas, digamos doce por nueve, casi las dimensiones de este salón Y por períodos de cinco minutos. —Sonrió y Chuck volvió a sorprenderse nuevamente ante aquellos dientes. La dentadura transformaba el rostro de la joven, haciéndola encantadora; mientras sonreía, resultaba muy agradable mirarla, y a Chuck le pareció que aquello explicaba todo, al menos en parte. Su belleza era algo interior; en su fuero interno era adorable, y comprendió que, con los años, al crecer, aquella belleza se iría abriendo paso paulatinamente hacia fuera, influyendo en la superficie de su cuerpo. Cuando alcanzase los treinta o los treinta y cinco años, estaría resplandeciente. De momento, no era más que una niña.
—¿Resulta útil? —preguntó.
—Tiene una utilidad limitada. —Apoyándose en el brazo del arcaico sofá estilo danés, la muchacha metió los dedos en los bolsillos del ceñido pantalón y le explicó—: Trabajo en la policía de Ross; cuando se produce un grave accidente de circulación, me hacen acudir a toda prisa al lugar en que ha ocurrido y (se va usted a reír, pero de verdad que funciona) hago retroceder el tiempo a antes del accidente, o bien, si llego tarde, si ya hace más de cinco minutos que se ha producido el accidente, de vez en cuando consigo devolver la vida a alguien que acaba de morir. ¿Entendido?
—Entendido —respondió.
—No pagan mucho. Y lo peor de todo es que tengo que estar disponible las veinticuatro horas del día. Contactan conmigo en mi apartamento y tengo que acudir a toda prisa en aeroreactor de alta velocidad al lugar del accidente. ¿Ve esto? —La joven volvió la cabeza, señalándose la oreja derecha; Chuck detectó un pequeño cilindro metido en la oreja y adivinó que era un receptor de la policía—. Siempre estoy en contacto radial con ellos. Eso implica que no debo encontrarme a más de unos pocos segundos de un medio de transporte; puedo ir al restaurante, al cine o a casa de otras personas, pero...
—Bien —opinó Chuck—, quizá pueda salvarme la vida algún día. —Pensó: si hubiera saltado, podrías haberme devuelto la vida. Magnífico servicio...
—He salvado muchas vidas. —Joan extendió la mano—. ¿Puedo fumarme un pitillo?
—Chuck se lo ofreció y lo encendió, sintiéndose —como de costumbre— desconcertado por su negligencia.
—Y usted, ¿qué hace? —preguntó Joan.
A disgusto —no porque fuera confidencial, sino porque se sentía como poseedor de un puesto muy bajo en la estima pública— le describió su trabajo para la CIA. Joan Trieste le escuchó con atención.
—Así que ayuda a que nuestro gobierno no caiga —dijo la joven con una sonrisa de alegría—, ¡Es maravilloso!
Encantando, Chuck dijo:
—Gracias.
—¡Qué cosas hace! ¡Piénselo...! En este mismo momento, centenares de simulacros dispersos por todo el mundo comunista citan sus textos, detienen gente en las calles y las junglas. —Le brillaban los ojos—. Y yo no hago otra cosa que ayudar a la policía de Ross...
—Hay una ley —dijo Chuck— a la que yo llamo Tercera Ley de Rittersdorf de las reciprocidades disminuidas. La ley establece que, proporcionalmente al tiempo durante el cual una persona ejerce su trabajo, éste resulta cada vez menos importante en el esquema general de las cosas. —También él sonrió; el brillo de sus ojos, de sus dientes blancos, le ayudaban a sonreír. Chuck ya empezaba a olvidar el pesado malestar que sentía apenas unos momentos antes.
Joan paseó por el apartamento.
—¿Va a traer sus cosas? ¿O va a vivir así? Le ayudaré a decorar esto, y Lord Running Clam también le ayudará, en la medida de lo posible. Un poco más allá, en este mismo pasillo, hay una forma de vida de metal fundido, procedente de Júpiter, que se llama Edgar; estos días se encuentra en hibernación, pero cuando despierte, también él le ayudará. En el apartamento de la derecha, junto al suyo, hay un ave fénix de Marte; ya sabe, uno de esos pájaros de plumas multicolores... no tiene manos, pero puede desplazar objetos mediante psicocinesis; le ayudará, aunque no hoy, pues es el momento de la eclosión de los huevos que está empollando.
—¡Señor! —exclamó Chuck—. Vaya edificio más poligenético.
Se sintió ligeramente sorprendido al enterarse de quiénes eran sus vecinos.
—Y —siguió Joan—, en el piso de abajo vive un perezoso glotón de Calisto; vive enrollado alrededor de una lámpara de pie trifásica que formaba parte del equipamiento estándar de estos apartamentos en... 1960. Se despertará cuando se ponga el sol; luego saldrá y se irá a buscar comida. Y ya conoce al fungo. —Aspiró una larga, e inexperta, bocanada del cigarrillo—. Me gusta este sitio; encontrará en él formas de vida de todas clases. Antes de que usted llegase, este apartamento era ocupado por una lapa de Venus. Le salvé la vida una vez... se secó. Ya sabe que necesitan una humedad constante. Al final, el clima de Marin resultó demasiado seco para ella y se marchó al norte, a Oregón, donde está lloviendo todo el día. —Volviéndose, se detuvo y le observó—. Su aspecto es como si tuviera un montón de problemas.
—No son verdaderos problemas. Sólo cosas imaginarias. De las que se pueden evitar. —Pensó: el problema es que si hubiera empleado las meninges nunca habría llegado aquí; no tenía que haberme casado.
—¿Cómo se llama su mujer?
Sorprendido, respondió:
—Mary.
—No se mate por haberla dejado —siguió Joan—. Dentro de unos meses, o en unas semanas, se sentirá de nuevo totalmente completo. En este momento, se siente usted como la mitad de un organismo que acaba de partirse en dos; la escisión binaria siempre es dolorosa; lo sé por un protoplasma que vivió aquí durante un tiempo... sufría mucho cada vez que se escindía, pero la escisión resultaba necesaria.
—Supongo que el crecimiento siempre es doloroso. —Yendo hasta la ventana, miró de nuevo a la calle de abajo, las rampas de peatones, los coches y los aeroreactores. Estuvo tan cerca de...
—No es un lugar desagradable para vivir —continuó diciendo Joan—. Yo lo sé muy bien; he vivido en muchos sitios. Naturalmente, todo el mundo en la policía de Ross conoce a los «Rechazados» —añadió ingenuamente—. Aquí ya ha habido un montón de historias: robos menores, peleas, incluso un homicidio. No es un lugar muy de moda... pero eso puede juzgarlo por sí mismo.
—Y, sin embargo...
—Y, sin embargo, creo que debe quedarse. Tendrá compañía. Especialmente, durante la noche, cuando las formas de vida no-Ts que viven aquí empiezan a ir de un lado para otro; ya lo verá. Y Lord Running Clam es un buen amigo; ayuda a mucha gente. Los habitantes de Ganímedes poseen lo que San Pablo llamaba caritas... y, recuerde esto, San Pablo decía que la caridad es la mayor de las virtudes. —Añadió—: Supongo que el equivalente moderno sería empatía.
La puerta del apartamento se abrió; Chuck se volvió. Vio a dos hombres a los que conocía a la perfección. Su jefe, Jack Elwood, y su compañero de la oficina en la redacción de guiones, Pete Petri. Al verle, los dos hombres parecieron alegrarse.
—¡Caramba! —exclamó Elwood—. Pensábamos que ya era tarde. Nos pasamos por tu casa y nos dijeron que estarías aquí.
Joan Trieste se dirigió a Elwood.
—Formo parte de la policía de Ross. Por favor, ¿puedo ver sus documentos? —Su voz era fría.
Elwood y Petri le enseñaron sus tarjetas de la CIA, rápidamente; luego, se acercaron a Chuck.
—¿Qué hace aquí la policía municipal? —preguntó Elwood.
—Es una amiga —replicó Chuck.
Elwood se encogió de hombros; evidentemente, no quería detalles.
—¿No podrías haber encontrado un apartamento algo mejor? —Inspeccionó la habitación—. Este lugar, literalmente, apesta.
—Es sólo temporal —dijo Chuck, a disgusto.
—No empeores —le pidió Petri—. Han anulado tu permiso. Piensan que lo mejor será que vuelvas al trabajo. Por tu propio bien. No debes estar solo y alentar tus negras ideas. —Echó un vistazo hacia Joan Trieste, preguntándose, visiblemente, si habría intervenido para impedirle el suicidio. Nadie, sin embargo, aclaró nada sobre aquel punto—. ¿Volverás al despacho con nosotros? Hay muchas cosas que hacer; te pasarás la noche entera, pues el trabajo se ha amontonado.
—Gracias —dijo Chuck—. Pero tengo que traer mis cosas. He de decorar el apartamento; al menos, hasta cierto punto. —Necesitaba quedarse solo, aunque apreciaba sus intenciones. La necesidad de ocultarse bajo tierra era en él algo instintivo; lo tenía en la sangre.
Dirigiéndose a los dos hombres de la CIA, Joan Trieste declaró:
—Puedo quedarme con él durante un rato. A menos que reciba alguna llamada urgente. A eso de las cinco empieza a ser más fluido el tráfico a causa de toda la gente que vuelve a casa del trabajo. Pero, hasta entonces...
—Escuchad —dijo Chuck bruscamente.
Los tres se volvieron hacia él con una interrogación en el rostro.
—Si alguien tiene realmente ganas de suicidarse —les dijo—, no podríais impedirlo. Quizá pudierais retrasar el momento. Quizá un Psi, alguien como Joan, podría devolverle a la vida. Pero, aunque su suicidio se retrasase, aunque volviera a la vida, encontraría un medio para volver a hacerlo. Así que dejadme en paz. —Se sentía cansado—. Tengo una cita con mi abogado a las cuatro... tengo muchas cosas que hacer. No puedo seguir discutiendo.
Mirando el reloj, Elwood dijo:
—Yo te llevaré al abogado. Llegaremos a tiempo. —Le hizo a Petri un gesto brusco.
Chuck se volvió hacia Joan.
—Quizá vuelva a verte. Uno de estos días. —Se sentía demasiado cansado para preocuparse por nada—. Gracias —dijo vagamente; ni sabía con claridad lo que le agradecía.
Eligiendo cuidadosamente las palabras, Joan le dijo:
—Lord Running Clam está en su habitación y puede captar sus pensamientos; si intenta matarse de nuevo, él lo descubrirá e intervendrá. Si está decidido a hacerlo...
—Vale —contestó Chuck—. No lo intentaré aquí. —Se dirigió hacia la puerta, escoltado por Elwood y Petri; Joan les siguió.
Mientras avanzaban por el pasillo, vio que la puerta del fungo estaba abierta; la enorme masa amarilla se onduló ligeramente a modo de saludo.
—Gracias también a usted —le dijo Chuck, casi irónico, siguiendo su camino con sus dos colegas de la CIA.
Mientras se dirigían en coche hacia el despacho de Nat Wilder en San Francisco, Jack Elwood dijo:
—Sobre la Operación 50 Minutos... hemos pedido autorización para meter a uno de nuestros hombres en el primer grupo que desembarque allí; una petición rutinaria que, naturalmente, nos han autorizado. —Miró a Chuck con aire pensativo—. Creo que en este caso podríamos utilizar un simulacro.
Chuck Rittersdorf asintió distraídamente con la cabeza. Utilizar un simulacro en operaciones en las que intervenían facciones hostiles era un procedimiento habitual; la CIA tenía muy poco personal operacional y no le gustaba andar perdiendo hombres.
—De hecho —siguió Elwood—, el simulacro, que ha sido realizado para nosotros por GD, en Palo Alto, ya está terminado y se encuentra en nuestras oficinas. Si te interesa verlo... —Miró una tarjeta que extrajo del bolsillo de la chaqueta—. Su nombre es Daniel Mageboom. Veintiséis años. Anglosajón. Con un título de policiencia de Stanford. Ha trabajado de profesor en San José durante un año, luego entró a trabajar para la CIA; nosotros seremos los únicos que sabremos que es un sim consiguiéndonos información. —Terminó—: Hasta ahora, no hemos decidido quién será el guía de Dan Mageboom. Quizá Johnstone.
—Menudo imbécil —opinó Chuck. Un sim podía funcionar de modo autónomo hasta cierto punto, pero en una operación de aquel tipo, habría que tomar muchas decisiones; dejar solo a Dan Mageboom significaba que no pasaría mucho tiempo antes de que alguien descubriera su naturaleza robótica. Podía ir y venir, hablar, pero cuando tuviera que decidir qué política seguir, sería un buen operador, instalado con seguridad en el nivel Uno del edificio de la CIA en San Francisco, quien tomase las decisiones.
Mientras aparcaban el coche en la terraza del inmueble en que se encontraba el despacho de Nat Wilder, Elwood declaró:
—Estaba pensando, Chuck, que quizá te interese ocuparte de Danny. Johnstone, como tú mismo dices, no es el más cualificado.
Chuck le miró desconcertado.
—¿Por qué? No es mi trabajo. —La CIA tenía hombres entrenados especialmente para la animación de simulacros.
—Un favor que te hacemos —replicó Elwood lentamente, apartando los ojos y observando el intenso tráfico aéreo de la tarde, suspendido como una capa de humo por encima de la ciudad—. Así podrás estar con tu mujer.
Tras un silencio, Chuck respondió:
—Categóricamente, no.
—En ese caso, para vigilarla.
—¿Por qué iba a hacerlo? —La frustración le hizo sentir cólera. Se sentía ultrajado.
—Sé realista —le pidió Elwood. Para los psiquis de la CIA resulta evidente que todavía la quieres. Y necesitamos un operador a tiempo completo para Dan Mageboom. Petri podría redactar tus guiones durante unas semanas; di que sí aceptas, mira a ver si te gusta y, en caso contrario, lo dejas y vuelves a los guiones. ¡Señor! Llevas años programando simulacros; tendrías que adaptarte muy bien a la teleguía... apostaría a que sí. Y viajarías en el mismo navío que Mary y llegarías a Alfa III M2 a su lado...
—No —repitió Chuck. Abrió la puerta del coche, saltó a la zona del aparcamiento—. Os veré más tarde; gracias por el paseo.
—¿Sabes una cosa? —le dijo Elwood—. Podría ordenarte que te ocupases de la teleguía. Lo haré si creo que es por tu propio bien. Y ése podría ser el caso. Te diré lo que pienso: voy a sacar el informe de tu mujer del FBI y lo voy a pasar por el tamiza. En función de su personalidad... —Realizó un gesto ambiguo—. Decidiré basándome en él.
—¿Qué tipo de personalidad habría de tener —preguntó Chuck— para que yo la tuviera que vigilar por medio de un simulacro de la CIA?
—Una mujer digna de pertenecerte de nuevo —dijo Elwood. Cerró la puerta de un portazo; Petri encendió el motor y el coche se elevó en el cielo de la tarde. Chuck lo observó mientras se alejaba.
La CIA empieza a pensar, se dijo cáusticamente. Bueno, ya tendría que estar acostumbrado.
Al menos en un punto, Elwood tenía razón. Ya había programado muchos simulacros... y según una retórica sabiamente dosificada. Si aceptaba ocuparse de la teleguía, no sólo podría dirigir con éxito a Dan Mageboom o como quiera que se llamase el sim; también podría —y aquello le detuvo durante un instante— transformar el simulacro en un instrumento finamente modulado, en una máquina que guiase a los demás, que les atrajese y que, sí, corrompiese su propio entorno. El no podía resultar tan convincente, pero, una vez dentro del robot, sería una fuerza considerable.
Dan Mageboom, manipulado por Chuck, podía hacer muchas cosas respecto a Mary Rittersdorf. Y nadie lo sabía mejor que su jefe, Jack Elwood. No era raro que fuese Elwood quien se lo sugiriera.
Pero todo aquello contaba con una faceta siniestra en estado virtual. Sintió repulsión; se estremeció intuyendo el odioso carácter de la misma.
Pero no podía abandonar aquella idea así como así; las cosas —la vida misma, la existencia sobre la Tierra— no eran tan inocentes.
La solución, quizá, consistía en encontrar a alguien con quien poder contar para ocuparse de la teleguía. Por ejemplo, Petri. Alguien que velase por sus intereses.
¿Cuáles, pensó, son realmente mis intereses?
Reflexionando, descendió por la rampa de acceso, sumido en sus pensamientos. Y una nueva idea, algo que no fue sugerido por su jefe, Jack Elwood, se instaló en su mente sin que se diese cuenta.
Pensó: algo se podrá hacer en las presentes circunstancias. Un simulacro de la CIA, con Mary en una Luna lejana en un Sistema Solar totalmente distinto... entre los miembros psicóticos de una sociedad enferma. En circunstancias tan excepcionales, algo podría pasar.
No era una idea que pudiera discutir con nadie; de hecho, le resultaba difícil planteársela a sí mismo. Sin embargo, presentaba ventajas reales con relación al suicidio, y prácticamente ya la había formulado.
Dadas aquellas circunstancias excepcionales, muy bien podría arreglármelas para matarla, se dijo. Por medio del robot de la CIA, o, mejor dicho, el robot de la General Dynamics. Legalmente, tendría muchas oportunidades de salir libre, pues un robot actuando a tal distancia suele seguir muy a menudo su propia iniciativa; sus circuitos autónomos siguen las instrucciones emitidas a larga distancia por el operador. De cualquier modo, valdría la pena probar. Ante el tribunal podría declarar que el simulacro actuó por sí mismo; y aportaría como pruebas las innumerables notas técnicas que demuestran que eso es lo que suele pasar con los simulacros... la historia operacional de la CIA está llena de accidentes ocurridos en momentos cruciales.
A la acusación le costará mucho trabajo probar que yo le di las instrucciones al simulacro.
Llegó ante la puerta de Nat Wilder; ésta se abrió y Chuck entró, pensativo aún.
Aquello podía —o no podía— ser una buena idea: faltaba por demostrar su buena intención, por puras razones morales, sin hablar de los motivos puramente prácticos. Pero, en cualquier caso, era de esa clase de ideas que, una vez concebidas, no desaparecen; había penetrado en su cerebro como una idea fija y, una vez allí, allí se quedaría y no podría ser expulsada.
No era, en ningún modo, ni siquiera en teoría, un «crimen perfecto». Las sospechas caerían sobre él; el fiscal del Estado, el encargado de la acusación —el que se encargara de aquellas cosas— adivinaría con la precisión suficiente lo que había pasado. Y lo mismo harían los reporteros de los homeodiarios, entre los que se contaban algunas de las mentes más sagaces de los Estados Unidos. Pero sospechar una cosa y demostrarla eran dos asuntos muy diferentes.
Y, en cierta medida, podría escudarse detrás de la cortina del «alto secreto» que enmascaraba continuamente las actividades de la CIA.
Entre la tierra y el Sistema Alfano se extendían más de tres años luz, una distancia enorme. Una distancia ciertamente muy grande, en circunstancias ordinarias, para cometer un asesinato. Se podría producir más de un error en las señales electromagnéticas al entrar y salir del hiperespacio. Podría tratarse de un factor constante. El abogado encargado de la defensa, si tuviera la valía suficiente, podría ganar su proceso basándose sólo en aquel punto. Y Nat Wilder era un abogado de valía.
Capítulo V
Aquella noche, tras cenar en el restaurante El Zorro Azul, llamó a su jefe, Jack Elwood, a su casa.
—Me gustaría ver a la criatura que llamáis Dan Mageboom —entonó circunspecto.
En la pequeña vídeopantalla, el rostro de su jefe se torció con una sonrisa.
—Vale. Nada más sencillo... Vuelve a ese apartamento maloliente en que te has metido y le pediré a Dan que se dé una vuelta por allí. Se encuentra en mi casa. Ahora mismo está fregando la vajilla. ¿Qué te ha decidido?
—Nada en particular —dijo Chuck; y colgó.
Volvió al apartamento —por la noche, con la antigua y defectuosa iluminación, el edificio era más deprimente que nunca— y se sentó para esperar a Dan.
Escuchó, casi enseguida, una voz en el pasillo; una voz que sonaba en él. Los pensamientos del fungo se formaron en su cerebro.
—Señor Rittersdorf, hay un caballero en el pasillo que quisiera verle; por favor, ábrale la puerta y déjele entrar.
Chuck fue a la puerta y la abrió.
En el pasillo se encontraba un hombre de mediana edad, bajo, de vientre prominente, con un traje pasado de moda.
—¿Es usted Rittersdorf? —preguntó el hombre con voz apenada—. ¡Joder! ¡Vaya cueva! Y llena de raros no-Ts... ¿Cómo puede un ser terrestre vivir aquí? —Se limpió la cara roja y llena de sudor con el pañuelo—. Soy Bunny Hentman. Es usted el que escribe los guiones, ¿no? ¿No será todo esto una maldita broma?
—Escribo guiones para simulacros —dijo Chuck. Aquello, estaba claro, era cosa de Mary; su mujer quería estar segura de que contaría con sólidas entradas económicas para mantenerla en su situación postmarital.
—¿Cómo es que no me ha reconocido? —preguntó Hentman con aspecto humillado—. ¿No soy mundialmente conocido? ¿A lo mejor no ve usted la tele? —Mordisqueó el cigarro con irritación—. Como ahora estamos los dos juntos, dígame una cosa: quiere trabajar para mí, ¿sí o no? Escuche, Rittersdorf... no acostumbro a mendigar. Pero si lo que escribe es bueno, debo reconocerlo. ¿Dónde vive? ¿O tenemos que quedarnos aquí, en mitad del pasillo? —Vio la puerta entreabierta del apartamento de Chuck; se dirigió hacia ella, la cruzó y desapareció.
Reflexionando apresuradamente, Chuck le siguió. Estaba claro que no se libraría de Hentman tan fácilmente. Pero, de un modo positivo, la presencia de Hentman no podía hacerle daño; de hecho, sería una buena prueba de la eficacia del simulacro Dan Mageboom.
—Usted ya sabe —dijo al tiempo que cerraba la puerta del apartamento— que no deseo realmente ese trabajo.
—Claro, claro —replicó Hentman, sacudiendo la cabeza—. Ya lo sé; usted es un patriota; lo que le encanta es trabajar en esa Organización de Espías. Escuche. —Señaló a Chuck con un dedo—. Le pagaré tres veces más de lo que pagan ellos. Y sus guiones tendrán algo más de difusión. Aunque, naturalmente, yo seré en última instancia el que decida lo que debe escribirse y el modo exacto en que el guión debe redactarse. —Recorrió la sala con la mirada, aterrado—. ¡Señor! Esto me recuerda a mi infancia en el Bronx. Esto es auténtica indigencia. ¿Le ha arruinado su mujer con el divorcio? —Sus ojos, llenos de entendimiento y compasión, parpadearon—. Sí, puede resultar muy duro; yo me he divorciado tres veces, y cada una de ellas me ha costado una fortuna. La ley está de parte de la mujer. Su esposa es muy atractiva, pero... —Hizo un gesto vago—. No sé. Es bastante fría; ¿entiende lo que quiero decir? Es... reflexiva. No le envidio. Con mujeres así lo mejor es asegurarse de que no habrá problemas legales. Puede estar seguro de que lo que le digo es ilegal; sólo un apaño... —Estudió a Chuck—. Pero usted es de los que se casan; puedo verlo. Muy tierno. ¡Una mujer así le pasa a uno por encima! Y le abandona a uno como si fuera un gusano.
Llamaron a la puerta. Y, en el mismo momento, los pensamientos del fungo de Ganímedes, Lord Running Clam, se formaron en la mente de Chuck.
—Un segundo visitante, señor Rittersdorf. Es más joven que el otro.
—Perdone —le dijo Chuck a Bunny Hentman; fue hasta la puerta y la abrió.
—¿Quién se expresa con pensamiento? —murmuró Hentman a sus espaldas.
Un joven de rostro ardiente, con buen aspecto y magníficamente vestido a la última moda de los Harding Brothers, dijo, al tiempo que miraba a Chuck:
—¿Señor Rittersdorf? Soy Daniel Mageboom. El señor Elwood me ha pedido que viniese a verle.
Un buen trabajo; nunca dudarían de él. Y, al descubrirlo, Chuck se sintió transportado.
—Encantado; entre —e hizo pasar al simulacro al interior del sórdido apartamento—. Señor Mageboom —dijo—, le presento al célebre cómico de la tele, Bunny Hentman. Ya-ya bum-bum Hentman aparece vestido de conejo, con los ojos saltones y las orejas caídas... ya sabe usted.
—Qué honor —dijo Mageboom extendiendo la mano; se la estrecharon—. He visto su espectáculo muchas veces. Es muy divertido, una verdadera cabalgata de risas.
—Así es —murmuró Bunny Hentman, mirando a Chuck torvamente.
—Dan acaba de ser contratado por mi organización —explicó Chuck—. Es la primera vez que le veo. —Añadió—. Trabajaré con él en lo sucesivo.
—¡No! —exclamó Hentman violentamente—. Usted va a trabajar para mí... ¿no lo ha comprendido todavía? Traigo el contrato; me lo han preparado mis abogados. —Buscó en el bolsillo de la chaqueta, frunciendo el ceño.
—¿Les molesto? —preguntó Mageboom, retrocediendo, serio—. Puedo volver más tarde, señor Rittersdorf. Chuck, si me permite tutearle.
Hentman le miró. Luego, encogiéndose de hombros, empezó a desdoblar el contrato.
—Lea. Mire lo que le toca. —Señaló el lugar con un golpe del cigarrillo—. ¿Pueden pagarle tanto esos espías suyos? Me parece que hacer reír a América es un acto patriótico que infunde moral y desanima a los Comus. De hecho, es más patriótico que lo que usted hace; esos simulacros son artilugios sin vida... me hacen temblar.
—De acuerdo —dijo Dan Mageboom—. Pero, señor Hentman, las cosas pueden verse de otro modo; déme un momento y se lo demostraré. El señor Rittersdorf, Chuck, aquí presente, hace un trabajo que nadie más es capaz de hacer. Programar simulacros es un arte; sin un programador experto, no son más que robots y cualquiera, incluso un niño, podría reconocerlos entre verdaderos seres humanos. Pero, correctamente programados... —Sonrió—. Nunca ha visto en acción a los simulacros de Chuck. Es increíble. —Añadió—: El Señor Petri también hace muy buen trabajo. De hecho, en ciertos aspectos es incluso mejor.
Visiblemente, había sido Petri el programador de aquel simulacro. Y se hacía algo de publicidad. Chuck no pudo dejar de esbozar una mueca.
—Quizá debiera contratar a ese tal Petri —dijo sombríamente Bunny Hentman—. Si es tan bueno...
—Según sus intenciones —dijo Mageboom—, sería mejor Petri. Sé que a usted le gustan los guiones de Chuck, pero déjeme que le explique cuál es el problema: Chuck tiene una mente fantasiosa. Dudo que pueda atenerse a las exigencias de una producción a tiempo completo, como debería hacer para usted. Sin embargo, esto no es más que un elemento entre otros muchos...
—Cierre la boca —dijo Hentman, irritado. Se dirigió a Chuck—; detesto estas conversaciones a tres bandas; ¿no podríamos irnos a otro sitio? —Resultaba evidente que la presencia de Dan Mageboom le molestaba... parecía percibir en él algo poco recomendable.
Los pensamientos del fungo volvieron a formarse en la mente de Chuck.
—La chica adorable y espléndida, aunque necesita, como usted ha descubierto, una operación de dilatación de los senos, acaba de entrar en el edificio, señor Rittersdorf, y se dispone a visitarle; le he dicho que suba.
Bunny Hentman, recibiendo también los pensamientos del fungo, gruñó desesperado.
—¿No hay manera de discutir tranquilamente? Veamos, ¿quién es ella? —Se volvió para mirar la puerta, clavando la vista en ella.
—La señorita Trieste no intervendrá en su conversación, señor Hentman —opinó Dan Mageboom, y Chuck echó una ojeada al simulacro, sorprendido de que este último tuviera una opinión acerca de Joan. Así que estaba siendo teleguiado; lo descubrió de golpe.
No se trataba de ninguna programación; Petri le dirigía desde el edificio de la CIA de San Francisco.
La puerta se abrió y, titubeante, Joan Trieste, con un jersey gris y una falda ceñida a la cintura, sin medias, pero con zapatos de tacón alto y puntiagudos, apareció en el umbral.
—¿Le molesto, Chuck? —preguntó—. Señor Hentman... —musitó, ruborizándose—. Le he visto en la tele cientos de veces... Me parece usted el mejor cómico vivo. Es tan importante como Sid Caesar y todos los grandes cómicos desaparecidos. —Con los ojos brillantes, se acercó a Bunny Hentman, deteniéndose muy cerca de él, pero evitando cuidadosamente tocarle—. ¿Es usted amigo de Bunny Hentman? —le preguntó a Chuck—. Me lo tenía que haber dicho.
—En este momento —gimió Hentman—, intentábamos cerrar un trato, pero, como estaba diciendo, ¿podremos acabar? —Sudando abundantemente, empezó a pasear por la sala—. Renuncio —anunció—. No puedo contratarle: no sé cómo. Usted conoce a mucha gente. Los guionistas son gente que tiene que vivir apartada, casi solitarios.
Joan Trieste no había cerrado la puerta del apartamento y el fungo no tardó en pasar, ondulando, por el hueco.
—Señor Rittersdorf —le dijeron sus pensamientos a Chuck—, debo discutir con usted, a solas, un asunto importante. ¿Puede hacerme el favor de acompañarme un momento a mi apartamento?
Hentman les dio la espalda, emitiendo un agudo gemido de frustración, dirigiéndose a la ventana y mirando a través de ella.
Intrigado, Chuck acompañó al fungo por el pasillo hasta el apartamento del ganimediano.
—Cierre la puerta y acérquese —le dijo el fungo—. No quiero que los otros intercepten mis pensamientos. Chuck obedeció.
—Esa persona, Dan Mageboom —el pensamiento del fungo se emitía a baja intensidad—, no es un ser humano: es un robot. No tiene ninguna personalidad; es operado a distancia por alguien. Pensé que debía advertirle pues, después de todo, es usted mi vecino.
—Gracias —le dijo Chuck—, pero ya lo sabía. —Sin embargo, se sentía mal; las cosas terminarían mal si el fungo sondeaba sus pensamientos, sobre todo con el rumbo que habían adquirido últimamente—. Escuche... —empezó a decir; pero el fungo le interrumpió.
—Ya he examinado cuidadosamente todo el contenido de su mente —le informó—. Su hostilidad hacía su esposa, sus impulsos homicidas. Todo el mundo, en un momento u otro, siente tales impulsos y, de todos modos, sería muy impropio de mí andar por ahí diciéndoselo a un tercero. Como un sacerdote o un médico, un telépata debe...
—No hablemos más —dijo Chuck. El hecho de que el fungo conociera sus intenciones, las iluminaba con una nueva luz; quizá no fuera prudente continuar. Si el abogado de la acusación hacía comparecer ante el tribunal a Lord Running Clam...
—En Ganímedes —declaró el fungo—, la venganza es un acto santificado. Si no me cree, pregúntele a su abogado, el señor Nat Wilder, y que se informe al respecto. No deploro en absoluto la dirección que han tomado sus preocupaciones; son infinitamente preferibles a sus anteriores deseos suicidas, contrarios a la naturaleza.
Chuck hizo como si fuera a abandonar el apartamento del fungo.
—Espere —le dijo éste—. Queda algo más; a cambio de mi silencio... me gustaría que me hiciera un favor.
Así que había una condición para su silencio. Aquello no le sorprendía; después de todo, Lord Running Clam era un hombre de negocios.
—Insisto —dijo el fungo—, señor Rittersdorf, en que acepte el trabajo que le ofrece el señor Hentman ahora mismo.
—¿Y mi trabajo en la CIA? —preguntó Chuck.
—No tiene por qué abandonarlo; puede tener los dos al mismo tiempo. —Los pensamientos del fungo eran totalmente seguros—. Bueno... trabajando como un negro.
—¿Cómo un negro? ¿Dónde ha aprendido eso?
—Soy un experto en sociedad terrestre —le explicó el fungo—. Le diré cómo veo las cosas: usted seguiría trabajando para la CIA durante el día y para Bunny Hentman durante la noche. Para conseguirlo, necesitará drogas, estimulantes talámicos, hexoanfetaminas, ilegales en la Tierra. Sin embargo, yo podría conseguirlas; tengo contactos fuera de este planeta y encontraría las drogas fácilmente. No necesitará dormir cuando el metabolismo de su cerebro haya sido estimulado por...
—¡Una jornada de trabajo de dieciséis horas! Sería mejor que me denunciara a la policía.
—No —le contradijo el fungo—. Ahora le diré el final de la historia: no podría usted cometer el asesinato que planea, pues sus intenciones son evidentes para las autoridades por anticipado. Así que no hará usted desaparecer a su mala mujer; usted abandonará sus proyectos y la dejará vivir.
—¿Cómo puede saber que Mary es una mala mujer? —De hecho, pensó, ¿qué sabe usted de las mujeres terrestres, en términos generales?
—Sondeando sus pensamientos, he llegado a descubrir la multitud de actos sádicos menores a los que se entregó la señora Rittersdorf a lo largo de los años; es diabólica, sin duda alguna, según cualquier modelo cultural. Como consecuencia de todo esto, usted ha enfermado y es incapaz de percibir la realidad correctamente; por ejemplo, observe el modo en que rechaza el trabajo, tan apetecible, que le está ofreciendo ahora mismo el señor Hentman.
Llamaron a la puerta del apartamento. Por ella entró Bunny Hentman con aspecto agotado.
—Tengo que irme. ¿Cuál es su respuesta, Rittersdorf? ¿Sí o no? Y, si entra en mi equipo, no se traiga a ninguno de estos gelatinosos organismos no terrestres; venga solo.
El fungo emitió un pensamiento:
—El señor Rittersdorf va a aceptar su gratificante oferta de trabajo, señor Hentman.
—¿Quién es usted? —preguntó Bunny Hentman—.¿Su agente?
—Soy amigo del señor Rittersdorf —declaró el fungo.
—Vale —dijo Hentman, tendiéndole el contrato a Chuck—. Este contrato estipula que usted queda en plantilla durante un período de ocho semanas, que debe mandarnos un guión por semana para una emisión de una hora y que debe participar, semanalmente, en una reunión con el resto de los guionistas. Su salario son dos pavos TERPLAN semanales; ¿de acuerdo?
Más que de acuerdo; era dos veces lo que esperaba. Tomando los diferentes ejemplares del contrato, los firmó bajo la atenta mirada del fungo.
—Serviré como testigo de su firma —dijo Joan Trieste, a su lado. Firmó como testigo todos los ejemplares del contrato y se los devolvieron a Hentman; éste volvió a guardarlos en el bolsillo de la chaqueta, recordando de pronto que uno de ellos era para Chuck; sacándolos de nuevo, le entregó el suyo.
—Estupendo —dijo el fungo—. Esto hay que celebrarlo.
—No seré yo —dijo Bunny Hentman—. Tengo que irme. Hasta pronto, Rittersdorf. Estaré en contacto con usted; haga que le pongan un videoteléfono en esa covacha en la que vive. O búsquese otro apartamento.
La puerta del apartamento de Lord Running Clam se cerró cuando Hentman se marchó.
—Vamos a celebrarlo nosotros tres —dijo el fungo—. Conozco un bar donde aceptan a no-Ts. Es por mí; la adición, ya saben.
—Espléndido —dijo Chuck. De todos modos, no le apetecía estar solo y, si se quedaba en su apartamento, Mary podría dar con él.
Cuando abrieron la puerta se encontraron, para sorpresa general, con un joven de aspecto familiar, de rostro amuñecado, esperando en el pasillo. Era Dan Mageboom.
—Lo siento —se excusó Chuck—. Le había olvidado.
—Vamos a celebrarlo —le explicó el fungo a Mageboom deslizándose fuera de su piso—. A pesar de que no tenga usted cerebro y no sea más que una cáscara vacía, queda también invitado.
Joan Trieste miró con curiosidad a Mageboom y a Chuck.
A modo de explicación, Chuck le dijo:
—Mageboom es un robot de la CIA comandado desde nuestro despacho en SF. —Le preguntó a Mageboom—. ¿Quién es? ¿Petri? Sonriendo, Mageboom replicó:
—Por el momento, me encuentro en circuito cerrado autónomo, señor Rittersdorf; el señor Petri se desconectó cuando salí de su apartamento. ¿No le parece que he hecho un buen trabajo? Ya ve, le parecía que me teleguiaban y no era así. —El simulacro parecía maravillosamente satisfecho de sí mismo—. De hecho —declaró—, puedo comportarme a la perfección durante toda la tarde en circuito cerrado; puedo ir a un bar con ustedes, beber y celebrar el festejo, comportarme exactamente igual que un no-simulacro; incluso, en ciertos aspectos, mejor.
Así que éste es, se dijo Chuck en su fuero interno mientras se dirigían hacía la rampa de salida, el instrumento mediante el cual obtendré la reparación de todos los problemas que me ha causado mi mujer.
Captando sus pensamientos, el fungo le advirtió:
—Recuerde, señor Rittersdorf, que la señorita Trieste es miembro de la policía de Ross.
Joan Trieste dijo:
—Exactamente. —Ella había detectado los pensamientos del fungo, aunque no los de Chuck—. ¿Por qué le emitió esos pensamientos al señor Rittersdorf? —le preguntó Joan al fungo.
—Me pareció que —respondió— debía recordárselo para que no emprendiera ninguna maniobra amorosa hacía usted.
La explicación pareció complacerla.
—Me parece que haría usted muy bien en ocuparse sólo de sus asuntos. La telepatía hace de los ganimedianos unos terribles indiscretos. —parecía contrariada.
—Siento —se excusó el fungo— haberme equivocado con respecto a sus deseos, señorita Trieste; perdóneme. —Dirigiéndose a Chuck, pensó—: Aparentemente, la señorita Trieste consideraría favorablemente una actividad amorosa por su parte.
—¡Basta! ¡Ocúpese de sus propios asuntos, por favor! ¡Déjelo ya! ¿Vale? —Estaba pálida.
—Es difícil —pensó el fungo con acritud y sin dirigirse a nadie en especial— complacer a las jóvenes terrestres. —Durante el resto del viaje hasta el bar, procuró no emitir ningún pensamiento.
Más tarde, una vez instalados en una de las barras del bar —el fungo formó una enorme masa amarillenta sobre un asiento de cuero de imitación—, Joan Trieste dijo:
—Me parece maravilloso que vayas a trabajar para Bunny Hentman, Chuck; debe ser emocionante.
El fungo pensó:
—Señor Rittersdorf, se me ocurre que tendría usted que procurar, si es posible, que su mujer no se entere de que lleva usted dos actividades. Si se entera, le pedirá mucho más por el divorcio y una altísima pensión alimenticia.
—Cierto —reconoció Chuck. El consejo era juicioso.
—Como se va a enterar de que trabaja para el señor Hentman —siguió el fungo—, lo mejor sería que lo reconociera, pero manteniendo en secreto que sigue trabajando para la CIA. Pídale a sus colegas de la CIA, en especial a su superior inmediato, el señor Elwood, que le encubran.
Chuck asintió con la cabeza.
—Como consecuencia de todo esto —observó el fungo—, de esta singular situación (el ejercer dos oficios simultáneamente), a pesar de los gastos del divorcio y el pago de la pensión alimenticia, sacará el dinero suficiente como para vivir confortablemente. ¿Lo había pensado ya?
Para ser honestos, no había llegado tan lejos. El fungo era mucho más previsor que él, y aquello le apenó.
—Esto le demostrará —le dijo el fungo— con cuanto cuidado vigilo por sus intereses. Mi insistencia para que aceptara la oferta de trabajo del señor Hentman...
Joan Trieste le interrumpió.
—Me parece terrible el modo en que los ganimedianos juegan a ser Dios mezclándose en las vidas terrestres. —Miró al fungo con ira.
—Pero considere —le pidió el fungo con toda cortesía— que yo he hecho que usted y el señor Rittersdorf se encontrasen. Y preveo —aunque yo mismo no sea un precog, es cierto— una actividad intensa y feliz para ustedes dos en el terreno sexual.
—¡Cierre la boca! —exclamó Joan, enfurecida.
Tras la fiesta en el bar, Chuck se despidió del fungo, se libró de Dan Mageboom, tomó un aerotaxi y acompañó a Joan Trieste hasta su propio apartamento.
Al tiempo que se sentaban en la parte trasera del taxi, Joan le dijo:
—Me alegra que nos hayamos librado de Lord Running Clam; es realmente insoportable la manía que tiene de sondear continuamente los pensamientos de uno. Pero es cierto que ha conseguido que nos conoc... —Se interrumpió, levantando la cabeza y escuchando atentamente—. Se acaba de producir un accidente. —Le dio nuevas instrucciones al taxista—. Me necesitan. Hay un muerto.
Cuando llegaron al lugar del accidente, descubrieron un aeroreactor volcado de costado; mientras se posaba, su rotor tuvo algún fallo y se estrelló contra la pared de un edificio, proyectando fuera a sus pasajeros. Bajo una tienda improvisada hecha a toda prisa con chaquetas y jerseys, un hombre de mediana edad estaba tendido, pálido e inmóvil; los policías apartaban a los curiosos y Chuck supo que era el muerto.
Apresuradamente, Joan avanzó hacía él; Chuck la acompañó cuando los policías le permitieron pasar. Ya había llegado una ambulancia, rugiendo, ansiosa por echar a correr hacía el hospital de Ross.
Joan se inclinó para examinar al muerto.
—Hace tres minutos —dijo, medio para sí misma, medio para Chuck—. Perfecto —siguió—. Esperemos un minuto más y le haré retroceder cinco minutos. —Examinó la cartera que le pasaba uno de los policías; era la del muerto—. Señor Earl B. Ackers —susurró; luego, cerró los ojos—. Esto sólo le afectará al señor Ackers —le explicó a Chuck—. Al menos, así tendría que ser. Pero nunca se puede estar seguro... —Su rostro se endureció, ahuecándose mientras se concentraba—. Lo mejor será que te apartes —le dijo a Chuck—. Así no serás afectado.
Levantándose, Chuck se apartó, caminando lentamente a través del frío aire de la noche, fumando un cigarrillo y escuchando las conversaciones que emitían las radios de los coches de policía; se había reunido una multitud y la circulación iba muy lenta, canalizada por la policía.
Qué chica más rara, pensó. Miembro de la policía y Psi... me pregunto cuál sería su reacción si supiera lo que tengo pensado para el simulacro Daniel Mageboom. Lord Running Clam tiene razón, no cabe duda: sería catastrófico que lo descubriera.
Haciéndole un signo, Joan le dijo:
—Ven.
Corrió hacía ella.
Bajo la improvisada tienda, el hombre de mediana edad estaba respirando; su pecho se levantaba y descendía ligeramente y sus labios se cubrieron con pequeñas gotas de saliva.
—Ha retornado por el tiempo cuatro minutos —dijo Joan—. Vive de nuevo, pero después del accidente. Es lo mejor que he podido hacer. —Hizo un gesto con la cabeza, dirigiéndose a los simulacros del hospital; se acercaron y se inclinaron sobre el herido vuelto a la vida. Empleando lo que parecía ser un aparato portátil de rayos X, el más viejo de los simulacros estudió atentamente la anatomía del herido, buscando el origen de la herida más grave. A continuación, se volvió hacía un compañero; los simulacros intercambiaron pensamientos y, después, el más joven de ellos abrió su costado metálico y sacó una caja de cartón, que abrió desgarrándola apresuradamente.
La caja contenía un bazo artificial; Chuck vio, iluminada por los proyectores de los coches de la policía, la etiqueta impresa en la caja abandonada. Los simulacros empezaron a operar; uno administró anestesia local mientras el otro, empleando una complicada pinza quirúrgica, empezaba a seccionar la pared dérmica de la cavidad abdominal del herido.
—Podemos irnos —le dijo Joan a Chuck, sacándole de su fascinada contemplación de las actividades de los simulacros—. He terminado mi trabajo. —Con las manos en los bolsillos del traje, pequeña y frágil, la joven volvió hacía el aerotaxi, subió al interior y se sentó a esperar. Parecía agotada.
Mientras se alejaban del lugar del accidente, Chuck dijo:
—Es la primera vez que veo actuar a simulacros médicos. —El espectáculo había resultado impresionante; aquello le hizo comprender todavía mejor las enormes posibilidades que representaban los androides imaginados y construidos por la General Dynamics. Naturalmente, había visto a los simulacros de la CIA muchísimas veces, pero no tenían nada que ver con aquellos otros; en un sentido vital y fundamental, todo era diferente. Allí, el enemigo no era sólo otro grupo de humanos con ideas políticas diferentes; el enemigo era la muerte.
Y, con el simulacro Daniel Mageboom, sería exactamente lo contrario; la muerte, en lugar de ser combatida, sería atraída.
Evidentemente, tras el espectáculo del que acababa de ser testigo, nunca podría revelarle a Joan Trieste lo que proyectaba. Y, por la misma razón, ¿no tendría de modo obligado que dejar de verla? Aquello casi parecía autodestructor... preparar un asesinato y, al mismo tiempo, salir con una empleada de la policía... ¿Quería que le detuvieran? ¿Se trataba de algún tipo de conducta suicida pervertida?
—Medio pavo por lo que piensas —le dijo Joan.
—¿Perdón? —Parpadeó.
—No soy como Lord Running Clam; no puedo sondear tus pensamientos. Pareces muy serio; supongo que se trata de tus problemas conyugales. Si conociera algún medio de cambiar las ideas. —Joan reflexionó—. Cuando lleguemos, vendrás conmigo a mi apartamento y... —Bruscamente, se ruborizó, recordando lo que les dijo el fungo—. Sólo una copa —dijo, con voz firme.
—Me vale —dijo Chuck, recordando también lo que predijo Lord Running Clam.
—Escucha —dijo Joan—, sólo porque un ganimediano indiscreto haya metido uno de sus pseudópodos en nuestras vidas no tenemos que... —Se calló, exasperada; sus ojos brillaban animados—. Que se vaya al diablo. El ganimediano puede ser muy peligroso en potencia. Los suyos son todos muy ambiciosos... ¿recuerdas las condiciones que pusieron para intervenir en el conflicto Tierra-Alfa? Y todos son como él... practicando mil cosas a la vez, siempre buscando nuevas posibilidades. —Arrugó la frente—. Quizá tuvieras que dejar el edificio, Chuck. Alejarte de él.
—Ya es un poco tarde —consideró con toda calma.
Llegaron al edificio de Joan; vio que era una construcción moderna y agradable, de arquitectura extremadamente sencilla y, como todos los inmuebles nuevos, en su mayor parte subterránea. En lugar de alzarse hacía el cielo, se hundía bajo la tierra.
—Vivo en el piso dieciséis —le explicó Joan mientras bajaban—. Es casi como vivir en una mina... molesto, si uno padece claustrofobia. —Unos momentos más tarde, ante su puerta, al tiempo que sacaba la llave y la metía en la cerradura, añadió filosóficamente—: Sin embargo, estaríamos totalmente protegidos en el caso de que los alfanos atacasen de nuevo; habría quince niveles entre nosotros y una bomba H. —Abrió la puerta. La luz del apartamento se encendió; la iluminación resultaba suave y tamizada.
Un destello luminoso brotó brutalmente, se extinguió y se desvaneció; Chuck, ciego, miró de soslayo y pudo ver, en el centro de la habitación, con un aparato fotográfico en las manos, a un hombre a quien reconoció. A quien reconoció con disgusto.
—Hola, Chuck —le dijo Bob Alfson.
—¿Quién es? —preguntó Joan—. ¿Y por qué nos ha sacado una foto?
—Tranquila, señorita Trieste —pidió Alfson—. Soy el abogado de la mujer de su amante; necesitamos pruebas para el proceso; a propósito... —miró a Chuck—... el asunto está ya inscrito entre los casos que serán juzgados ante el Tribunal el lunes que viene, a las diez de la mañana, en la sala del juez Brizzolara. —Sonrió—. Hemos conseguido que adelantasen la fecha del juicio; tu mujer desea que toda esta historia termine lo antes posible.
—Lárgate ahora mismo —le exigió Chuck.
Dirigiéndose hacía la puerta, Alfson dijo:
—Con mucho gusto. La película que empleo... Estoy seguro de que ya la conocéis en la CIA; sale muy cara, pero es muy útil. —Hablaba a la vez con Joan y con Chuck—: Es una potentinstánea Agfom. ¿Os dice algo? Lo que tengo en este aparato no es un registro de lo que estabais haciendo ahora, sino de lo que pasará durante la siguiente media hora. Creo que le resultará muy interesante al juez Brizzolara.
—En la siguiente media hora, aquí no pasará nada —dijo Chuck, porque me voy ahora mismo—. Echó a un lado al abogado y salió al pasillo; debía desaparecer lo antes posible.
—Creo que te equivocas —le dijo Alfson—. Creo que en esta película habrá algo bastante valioso. De todos modos, ¿por qué te preocupas? Es un simple expediente técnico que permitirá que Mary obtenga un veredicto a su favor; la presentación formal de las pruebas es uno de los requisitos. Y no veo que esto pueda dañarte.
Desconcertado, Chuck se volvió.
—Esta intrusión en mi vida privada...
—Sabes perfectamente que nadie tiene vida privada desde hace cincuenta años —le recordó Alfson—. Trabajas para un Servicio de Información; no me hagas reír, Rittersdorf. —Salió al pasillo, adelantó a Chuck y se dirigió al ascensor sin prisa alguna—. Si quieres una copia de la cinta...
—No —le cortó Chuck. Observó la marcha del abogado.
—Harías bien en entrar —le dijo Joan—. La película, de todos modos, ya está grabada. —Sujetaba la puerta abierta y, por fin, Chuck, aunque a disgusto, entró—. Lo que ha hecho es ilegal. Pero supongo que son cosas que pasan cuando uno va a presentarse ante un tribunal. —Dirigiéndose a la cocina, empezó a preparar unos combinados; Chuck oía el tintineo de los cubitos de hielo—. ¿Qué te parecería un Mercurio? Tengo una botella...
—Lo que quieras —contestó Chuck con voz dura.
Joan le acercó una copa; la aceptó, pensativo.
Las pagará caras, se dijo. Ahora, todo está decidido. Lucho por mi vida.
—Pareces muy severo —le dijo Joan—. Te ha molestado mucho ese hombre que nos esperaba con la cámara, ¿verdad? Qué manera de meter la nariz en nuestra vida privada. Primero Lord Running Clam, ahora él, luego...
—Siempre es posible —dijo Chuck— hacer algo en secreto. Sin que nadie lo sepa.
—¿Y eso?
No contestó y se bebió la copa.
Capítulo VI
Los gatos saltaron al suelo desde las estanterías, a la altura de la cabeza; tres viejos machos de color naranja y otro más; luego, varios cachorros medio siameses, de hocicos afilados y bigotudos, un joven y ágil gato negro y, por último, con mucha dificultad, una gata preñada. Los gatos, junto con un perrillo, se reunieron a los pies de Ignatz Ledebur, impidiéndole avanzar cuando éste pretendía salir de la cabaña.
Ante él yacían los restos de una rata muerta; el perro, un terrier grande, un cazador de ratas, la había atrapado y los gatos se comieron lo que mejor les pareció. Ignatz les oyó maullar al alba. Se sentía desolado por la rata, que debía haberse aventurado entre los montones de basuras que se acumulaban a ambos lados de la única puerta de la cabaña. Después de todo, la rata también tenía derecho a vivir, lo mismo que cualquier ser humano. Pero, claro, el perro no podía comprenderlo; matar era un instinto grabado en la débil carne del animal. Así que aquello no se podía considerar pecado mortal, y, de todos modos, las ratas le daban miedo; a diferencia de sus congéneres de la Tierra, aquellos animales tenían las patas prensiles y podían —y lo hacían— fabricar armas rudimentarias. Eran muy malignas.
Ante Ignatz se alzaban los herrumbrosos vestigios de un tractor autónomo, abandonado mucho tiempo atrás; lo llevó hasta allí, varios años antes, con la vaga idea de que podría repararlo. En el intervalo, los quince (¿o eran dieciséis?) hijos de Ignatz jugaron con él, haciendo funcionar lo que quedaba de su circuito de comunicación para que hablase con ellos.
No vio lo que buscaba: una caja de leche de plástico vacía que le permitiera encender el fuego matinal. Tendría que emplear una plancha, tras haberla roto en varios trozos. Empezó a rebuscar entre el montón de antiguallas tiradas a la basura junto a su cabaña, buscando una plancha lo suficientemente delgada como para poder romperla saltando encima de ella tras apoyarla en la pared de la cabaña.
El aire de la mañana era frío y tembló, deseando no haber perdido el traje de lana; durante uno de sus largos paseos, se acostó para descansar, poniendo la chaqueta bajo la cabeza a modo de almohada... Cuando se despertó, la olvidó y allí se quedó. Y aquello era todo lo que podía decir. Le fue imposible, naturalmente, recordar el lugar en que se acostó, acordándose únicamente de que debió ser cerca de Adolfville, a unos diez días de marcha.
Una mujer salió de la cabaña vecina —que fue una vez suya, durante cierto tiempo, pero se cansó de ella cuando tuvo que adoptar a sus dos hijos— y lanzó unos gritos frenéticos hacía un enorme chivo blanco que se había metido entre la huerta. El chivo siguió comiendo, casi hasta que la mujer estuvo a su lado; sólo entonces se encabritó, encogió las patas traseras y se salvó de un salto, saliendo de su alcance, masticando las últimas hojas de remolacha. Una manada de gansos, sorprendidos por su brusco movimiento, empezaron a graznar con diversos grados de pánico mientras se dispersaban; Ignatz se echó a reír. Los gansos tomaban las cosas muy en serio.
Tras haber roto la tabla que le permitiría encender el fuego, volvió a la cabaña; los gatos no dejaban de seguirle; les cerró la puerta en los hocicos —no lo bastante deprisa, pues una cría consiguió pasar entre sus piernas y penetrar en la choza— antes de dirigirse junto al incinerador de basuras y empezar con el fuego.
Sobre la mesa de la cocina, su esposa actual, Elsie, estaba acostada, durmiendo bajo una pila de mantas; no se levantaría hasta que estuviera el fuego encendido y el café preparado. No podía reprochárselo. En aquellas mañanas heladas nadie tenía ganas de levantarse; Gandhitown no empezaba a animarse hasta media mañana, con la única excepción de los hebes, que vagaban durante toda la noche.
Del único dormitorio de la cabaña salió un niño, desnudo, con el pulgar metido en la boca, y se quedó en la puerta, mirándole en silencio mientras encendía el fuego.
Tras el niño se escuchaba el rumor del altavoz de la televisión; el sonido aún funcionaba, pero no así la imagen. Los niños no podían mirarla, sólo oírla. Tendré que arreglarla, se dijo Ignatz, pero no tenía prisa; antes de que el emisor de televisión de la Luna empezase a funcionar en los Altos de Da Vinci, la vida resultaba más sencilla.
Cuando quiso preparar el café descubrió que faltaba una pieza de la cafetera. Antes de perder tiempo buscándola, preparó el café hirviendo el agua. Puso a calentar una cazuela llena de agua sobre el hornillo de propano; luego, justo cuando el agua empezaba a hervir, echó un puñado de granos de café. El olor caliente y fuerte inundó la cabaña; lo respiró agradecido.
Se quedó de pie ante la cocina, sólo Dios sabe durante cuánto tiempo, respirando el olor a café, escuchando los chasquidos del fuego que calentaba la cabaña, hasta que se dio cuenta gradualmente de que estaba teniendo una visión.
Se quedó plantado, petrificado; en el intervalo, el gato que había conseguido entrar con él subió hasta el fregadero, donde encontró los restos de la cena de la víspera... devorándolos ávidamente. Los ruidos y la imagen del gato comenzaron a mezclarse con otros ruidos y otras imágenes. Y la visión cobró intensidad.
—Quiero papilla de maíz para desayunar —declaró el niño desnudo en el umbral del dormitorio.
Ignatz Ledebur no contestó; la visión le había transportado a otra región. O mejor dicho, a una región tan real que no necesitaba paisaje alguno; la imagen abolía la dimensión espacial, no estaba ni allí ni aquí. Y en términos temporales... parecía existir desde siempre, aunque no tenía certeza alguna del particular. Quizá lo que veía no existía en el tiempo, no existía un comienzo, y lo que pudiera pensar carecía de importancia, y no tendría fin, pues era demasiado grande. Quizá había escapado por completo de la presa del tiempo.
—Hola —gruñó Elsie con voz de dormida—. ¿Dónde está mi café?
—Espera —le dijo.
—¿Que espere? ¡Lo estoy oliendo, maldita sea! ¿Dónde está? —Se sentó haciendo un esfuerzo, apartando las mantas; su cuerpo desnudo mostraba los pechos caídos—. Me siento horriblemente mal. Como si fuera a vomitar. Supongo que todos los niños estarán en el baño. —Bajó de la mesa deslizándose y salió con paso inseguro de la habitación—. ¿Por qué estás ahí tan quieto? —preguntó, desconfiada, deteniéndose en la puerta del baño.
—Déjame en paz —protestó Ignatz.
—Déjame tú a mí... tú fuiste quien quiso que me viniera a vivir aquí. Yo no tenía ganas de dejar a Frank. —Entró en el baño, cerrando la puerta tan violentamente que volvió a abrirse por el golpe, y la empujó; la mantuvo cerrada con el pie.
La visión terminó; Ignatz, decepcionado, se volvió y fue hasta la mesa con el cazo del café. Tiró al suelo las mantas, tomó dos tazas —que estaban allí desde la cena— y las llenó de café caliente; granos hinchados flotaron en la superficie de ambas tazas.
Elsie gritó desde el baño:
—¿Qué te pasaba? ¿Uno de tus trances? ¿Has visto algo, por ejemplo, a Dios? —Su desprecio era inmenso—. No sólo tengo que vivir con un hebe, sino con un hebe que tiene visiones, como los esquizos. ¿Eres un hebe o un esquizo? Hueles a hebe. Decídete. —Tiró de la cadena y salió del baño—. Eres tan irritable como un mani. Es lo que más detesto de ti, tu perpetua irritabilidad. —Encontró el café y se lo bebió—. Tiene granos —aulló, encolerizada—. ¡Habrás roto la cafetera!
Una vez desaparecida la visión, sintió cierta dificultad para recordar en qué había consistido. Era el problema de las visiones. ¿En qué medida se relacionaban con el mundo cotidiano? Siempre se hacía aquella pregunta.
—He visto un monstruo —dijo—. Avanzaba sobre Gandhitown y la destruía. Gandhitown dejaba de existir; sólo quedaba un agujero. —Se sintió muy triste; amaba Gandhitown más que cualquier otro lugar de la luna. Y, acto seguido, se sintió aterrado, como nunca antes había estado. Y, sin embargo, no podía hacer nada. No había modo alguno de detener al monstruo; llegaría y les destruiría a todos, incluso a los poderosos manis con todas sus ideas y su incesante actividad. Incluso a los paris, que intentaban defenderse contra todo, real o irreal.
Pero en la visión hubo otra cosa.
Detrás del monstruo apareció un alma pervertida.
La miró atentamente mientras avanzaba y se arrastraba por el mundo como una masa gelatinosa, brillante y podrida; corrompía todo lo que tocaba, incluso el suelo desnudo, las plantas y los árboles raquíticos. Uno solo de sus golpes bastaba para corromper todo el universo... y pertenecía a una persona de acción. Una criatura de deseos.
Así que debían llegar dos entidades malvadas: el monstruo que aplastaba Gandhitown y, por encima de él, el alma pervertida; podían separarse y, al fin, se irían, cada una por su lado. El monstruo era hembra, la mente pervertida tenía un principio masculino. Y... cerró los ojos. Era aquella parte de la visión la que más le aterraba. Los dos se enfrentarían en una terrible batalla. Y aquello no era una lucha entre el bien y el mal; era un combate ciego e inútil, entre el fango, entre dos entidades totalmente corruptas, tan perversas la una como la otra.
La batalla, que quizá terminase con la muerte de una de aquellas entidades, se desarrollaría en aquel mundo. Llegarían y emplearían aquel mundo como campo de batalla, deliberadamente, para acabar su guerra interminable.
—Prepara unos huevos —le dijo Elsie.
Con repugnancia, Ignatz buscó el cartón de huevos en el desorden que crecía junto al fregadero.
—Hay que lavar la sartén que usamos anoche —dijo Elsie—. La dejé en el fregadero.
—Vale. —Dejó correr el agua fría; haciendo una bola con unos papeles de periódico, frotó el fondo de la sartén, cubierta con costra.
Me pregunto, pensó, si podría influir en el resultado de la batalla. ¿Causaría algún efecto la presencia del bien en medio de la lucha?
Podía reunir todas sus facultades espirituales e intentarlo. No sólo por el beneficio de la luna, por el de los clanes, sino también por el de las dos siniestras entidades. Quizá para aligerar el peso de su cruz.
La idea estimulaba su pensamiento y, aclarando la sartén, siguió reflexionando sobre ella silenciosamente. Era inútil decírselo a Elsie que le diría sencillamente que se fuera al diablo. Ella ignoraba todo lo relacionado con sus poderes, pues nunca le dijo nada de ellos. Cuando estaba en la disposición adecuada, podía cruzar por las paredes, leer el pensamiento de las personas, curar a los enfermos, hacer que la mala gente cayera enferma, influir en el tiempo, secar las cosechas... podía hacer prácticamente cualquier cosa, cuando estaba en la disposición adecuada. Era debido a su santidad.
Incluso los recelosos paris le consideraban un santo. Todos los que vivían en la Luna reconocían su santidad, incluidos los manis, tan ocupados y despectivos... cuando levantaban los ojos de sus diversas actividades y le detectaban.
Si alguien puede salvar a esta Luna de los dos corrompidos organismos que se acercan, descubrió Ignatz, soy yo. Es mi destino.
—Esto no es un mundo; sólo es una Luna —dijo Elsie, con agrio desprecio; estaba ante el incinerador de basuras, vistiendo con las mismas ropas que se había quitado la noche anterior. Hacía una semana que las llevaba e Ignatz observó —con cierto placer— que ella ya estaba a punto de convertirse en una hebe; faltaba ya muy poco.
Y era algo muy bueno ser un hebe. Los hebes habían encontrado la vida pura y prescindían de todo lo superfluo.
Abriendo la puerta de la cabaña, salió de nuevo a la fría mañana.
—¿Dónde vas? —le gritó Elsie.
—A conferenciar —le contestó Ignatz. Cerró la puerta a sus espaldas; los gatos le siguieron mientras echaba a andar para buscar a Ornar Diamond, su colega en el clan de los esquizos.
Por medio de sus poderes psi paranormales, se teleportó a varios lugares de la Luna hasta que terminó por percibir, con suficiente certeza, la presencia de Ornar, sentado en la sala del Consejo, con los representantes de todos los clanes. Ignatz levitó hasta el quinto piso del enorme edificio de piedra, dio unos ligeros golpes en la ventana y rascó en el cristal hasta que los que se encontraban en su interior descubrieron su presencia y le abrieron.
—¡Gran Dios!, Ledebur —dijo Howard Straw, el rep mani—. Huele usted a chivo. Dos hebes a la vez en la misma habitación... infecta. —Dio la espalda a todos los presentes, se alejó y se quedó mirando al vacío, luchando para reprimir su mani furor. El rep pari, Gabriel Baines, le dijo a Ignatz:
—¿Cuál es el propósito de esta intrusión? Estamos en medio de una conferencia.
Ignatz Ledebur conversó silenciosamente con Ornar Diamond, exponiéndole la urgencia de la situación. Diamond le escuchó, estuvo de acuerdo con él y, a continuación, asociando sus poderes, salieron los dos de la sala del Consejo; él y Diamond avanzaron juntos a través de un campo cubierto de hierba en el que crecían setas. Ninguno de los dos dijo nada durante un tiempo. Se divirtieron derribando setas a patadas. Finalmente, Diamond dijo:
—Ya habíamos empezado a discutir acerca de la invasión.
—Van a posarse en Gandhitown —dijo Ignatz—. He tenido una visión; los que se acercan van a...
—Sí, sí —le replicó Diamond, con voz irritada—. Sabemos que disponen de poderes chtónicos; he puesto a los delegados al corriente. De los poderes chtónicos no puede salir nada bueno, pues son muy pesados; como almas materiales, se hundirán en la tierra y se enfangarán en la sustancia del planeta.
—De la Luna —corrigió Ignatz, riéndose.
—De la luna, de acuerdo. —Diamond cerró los ojos y avanzó sin tropezar, aunque no veía dónde ponía el pie; se había retirado, adivinó Ignatz, a un estado catatónico, momentáneo y voluntario. Todos los esquizos tenían propensión a hacerlo, por lo que no dijo nada; esperó. Deteniéndose, Ornar Diamond murmuró algo que Ignatz no pudo comprender.
Ignatz suspiró y se sentó en el suelo; a su lado, Ornar Diamond siguió de pie, en trance, y no se escuchaba ningún ruido más que el ligero susurro de los árboles, a lo lejos, más allá de la pradera.
Bruscamente, Diamond dijo:
—Une tus poderes a los míos y podremos imaginarnos la invasión con tal claridad que... —De nuevo sus palabras se convirtieron en un murmullo misterioso—. Ignatz —incluso un santo sentía debilidades; suspiró—. Entra en contacto con Sarah Apóstoles —le pidió Diamond—. Los tres obtendremos una proyección de nuestro enemigo tan real como si se produjera efectivamente; controlaremos a nuestro enemigo en cuanto llegue.
Enviando una ola de pensamiento, Ignatz contactó con Sarah Apóstoles, que dormía en su cabaña de Gandhitown. La sintió despertarse, agitarse, murmurar y rezongar al tiempo que se levantaba del catre que ocupaba tambaleándose.
Él y Ornar Diamond esperaron; Sarah no tardó en aparecer; llevaba chaqueta y pantalones de hombre, y zapatillas de tenis.
—La noche pasada —les dijo— tuve un sueño. Ciertas criaturas planeaban en el cielo, no muy lejos, listas para manifestarse. —Su rostro redondo parecía deformado por la inquietud y el miedo, que lo roía, parecía estar terriblemente encogida e Ignatz se sintió apenado por ella. Sarah, en los momentos de tensión, no era capaz de purgar las emociones destructivas de su alma; era una esclava del soma y la enfermedad.
—Sentaos —les invitó Ignatz.
—Vamos a hacerles aparecer ahora —dijo Diamond—. Y aquí mismo. Empecemos. —Inclinó la cabeza; los dos hebes hicieron lo mismo y, juntos los tres, se concentraron en sus poderes visionarios, que se reforzaban mutuamente. Luchaban al unísono, y el tiempo pasó —aunque ninguno de ellos supo cuánto tiempo fue— mientras lo que contemplaban se deshacía a su alrededor como un perverso nudo.
—¡Ahí está! —dijo Ignatz, abriendo los ojos. Sarah y Diamond le imitaron; alzaron los ojos hacía el cielo... y vieron, listo para aterrizar, un navío desconocido. Lo habían logrado.
Expulsando por la popa bocanadas de humo, el navío aterrizó a un centenar de metros a su derecha. Era una astronave importante, observó Ignatz. La más grande que había visto nunca. Se sentía aterrado, pero, como siempre, consiguió dominarse; hacía muchos años que la fobia dejó de representar un problema para él. Sarah, no obstante, parecía visiblemente aterrada por el aterrizaje de la nave. Vieron cómo la esclusa se corría y se abría mientras los ocupantes empezaban a extraer un gran organismo tubular de metal y plástico.
—Vamos a hacer que se acerquen a nosotros —dijo Ornar Diamond, cerrando los ojos con fuerza de nuevo—. Que se enteren de nuestra existencia. Haremos que nos presten atención y nos honren. —Ignatz se unió a él y, un momento después, Sarah Apóstoles, aterrada, hizo lo mismo en la medida de lo posible.
De la esclusa del navío bajó una rampa. Aparecieron dos siluetas que descendieron paso a paso hacía el suelo. Ignatz le preguntó a Diamond esperanzado:
—¿Vamos a hacer milagros?
—¿Cuáles? —le respondió Diamond, mirándole dubitativo—. No... no tengo por costumbre practicar la magia.
—Ignatz y yo —dijo Sarah—, podemos hacerlo. —Se dirigió a Ignatz—. ¿Les transfiguramos y les mostramos el espectro del mundo araña que teje su tela decididamente durante toda una vida?
—Conforme —dijo Ignatz, concentrando toda su atención en la difícil tarea de evocar el mundo araña... o, como habría dicho Elsie, la Luna araña.
Ante las dos siluetas que salieron del navío, cerrándoles el paso, apareció una red brillante de hilos entrelazados, una estructura erigida rápidamente con la infatigable rapidez de la araña. Las siluetas se detuvieron.
Una de ellas murmuró algo indecible. Sarah se echó a reír.
—Si dejáis que os diviertan —advirtió Ornar Diamond severamente—, perderemos el poder que tenemos sobre ellos.
—Lo siento —se excusó Sarah, sin dejar de reír. Pero ya era demasiado tarde; el cúmulo de fragmentos de tela brillante se había disuelto. E Ignatz se dio cuenta, totalmente consternado, lo mismo que Ornar Diamond y Sarah, de que estaba solo. Su triunvirato había terminado a causa de un solo instante de debilidad. Y ya no estaba en la pradera, sino en un montón de basura de su propio patio, ante su cabaña, en el centro de Gandhitown.
Los macroorganismos invasores habían recuperado el control de sus movimientos. Volvían a sus propios planes.
Levantándose, Ignatz avanzó hacía las dos siluetas que habían bajado del navío y que, en aquel momento, miraban a su alrededor, indecisas. Los gatos de Ignatz jugaban a sus pies; dio un paso en falso y estuvo a punto de caerse de espaldas; maldiciendo, apartó a los gatos, intentando mantener una actitud grave, digna, ante los invasores. Pero le fue imposible. A sus espaldas, la puerta de la cabaña se abrió y Elsie apareció arruinando lo que quedaba de resistencia.
—¿Quién es? —gritó.
Irritado, Ignatz respondió:
—No lo sé. Voy a averiguarlo.
—Diles que se larguen —replicó Elsie, con las manos en las caderas. Elsie fue mani durante unos años y conservaba la arrogante hostilidad aprendida en los Altos de Da Vinci. Sin saber a lo que se enfrentaba, estaba dispuesta a pelear... quizá, pensó Ignatz, con un abrelatas y una cacerola. Aquello le divirtió y se echó a reír; le resultó imposible parar; de aquel modo se acercó a los dos invasores.
—¿Qué es lo divertido? —se informó uno de ellos, la hembra.
Ignatz se limpió los ojos antes de contestar.
—¿Recuerdan haber aterrizado dos veces? ¿Recuerdan el mundo araña? No, ¿verdad? —Era una tontería; los invasores ni siquiera recordaban la tríada de santos dotados de poderes paranormales. Para ellos, aquello no había ocurrido y, sin embargo, Ignatz Ledebur, Sarah Apóstoles y el esquizo Ornar Diamond habían hecho todos los esfuerzos posibles para su realización. Siguió riéndose sin parar y, mientras lo hacía, a los dos recién llegados se unió un tercero y, después, un cuarto invasor.
Uno de ellos, un macho, suspiró mirando a su alrededor.
—¡Dios mío! ¡Este lugar es un verdadero basurero! ¿Creéis que será así en todas partes?
—Podéis ayudarnos —dijo Ignatz. Consiguió dominarse; señalando la herrumbrosa carcasa del tractor autónomo con el que jugaban los niños, preguntó—: ¿Podrían echarme una mano para reparar el equipo agrícola? Si recibiera alguna ayuda...
—Claro, claro —le contestó uno de los hombres—. Le ayudaremos a limpiar el patio. —Frunció la nariz; evidentemente, acababa de oler algo que no le gustaba.
—Entren —dijo Ignatz—. Tómense un café. —Se dirigió a la cabaña; tras dudarlo, los tres hombres y la mujer le siguieron con repugnancia—. Perdónenme por lo pequeña que es mi casa —se excusó Ignatz— y por el estado en que se encuentra... —Empujó la puerta; casi todos los gatos consiguieron pasar; agachándose, los fue cogiendo uno por uno y los echó a la calle. Los cuatro invasores entraron con mucho cuidado, permaneciendo agrupados, como si fueran desesperadamente desgraciados.
—Siéntense —les dijo Elsie apelando a una módica educación; puso la tetera en el hornillo y encendió el quemador—. Limpien ese banco —ordenó—. Pongan las cosas donde quieran; tírenlas al suelo.
Los cuatro invasores, con desagrado —con visible aversión— apartaron el montón de ropa sucia de los niños y lo tiraron al suelo; se sentaron. Cada uno de ellos mantenía una expresión vaga, estupefacta; Ignatz se preguntó por qué.
—¿No podrían... —preguntó la mujer lentamente—... no podrían limpiar un poco la casa? Lo que quiero decir es... ¿cómo pueden vivir con tanta...? —Hizo un gesto lleno de ambigüedad, incapaz de seguir hablando.
Ignatz se sintió culpable. Pero, después de todo... Había tantas cosas más importantes que hacer y tan poco tiempo. Ni él ni Elsie parecían capaces de mejorar un poco las cosas; era una equivocación dejar que las cosas llegaran a aquel extremo, pero... se encogió de hombros. Algún día, a lo mejor. Y los invasores a lo mejor ayudaban; quizá contaban con un sim criado que podría encargarse de todo. Los manis los tenían, pero su precio era muy alto. Quizá los invasores les prestasen un criado sim gratuitamente.
Una rata, saliendo de su agujero situado detrás de la nevera, cruzó rápidamente la habitación. El invasor hembra, al ver el arma primitiva que llevaba el animal en las manos, cerró los ojos y gimió.
Ignatz, mientras preparaba el café, se rió entre dientes. Vaya, nadie les ha pedido que vengan; si no les gusta Gandhitown, pueden marcharse.
Del dormitorio salieron varios niños y se quedaron con la boca abierta, silenciosos, mirando a los cuatro invasores. Estos últimos estaban sentados muy envarados, sin decir nada, esperando dolorosamente el café, simulando ignorar los confundidos ojos de los niños que les observaban.
En la gran sala del Consejo de Adolfville, el rep hebe, Jacob Simion, tomó súbitamente la palabra.
—Se han posado. En Gandhitown. Están con Ignatz Ledebur.
Furioso, Howard Straw dijo:
—No podemos seguir aquí discutiendo. Basta de tonterías que nos hacen perder el tiempo; destruyámoslos. No tienen nada que hacer en nuestro mundo... ¿no les parece? —Le dio una palmada a Gabriel Baines.
—Estoy de acuerdo —dijo Baines, apartándose ligeramente del delegado mani—. ¿Cómo lo sabe? —le preguntó a Jacob Simion.
El hebe se rió maliciosamente.
—¿No los vieron aquí mismo, en esta sala? ¿Los cuerpos astrales? Llegó Ignatz... aunque ustedes no lo recuerden; vino y se llevó con él a Ornar Diamond, pero lo han olvidado porque no ha ocurrido nunca; los invasores hicieron fracasar su intento al dividir a los tres en uno y dos.
Mirando desesperadamente el suelo, el dep dijo:
—Entonces, ya es demasiado tarde; han aterrizado.
Howard Straw emitió una risa dura y fría.
—En Gandhitown solamente. ¿A quién le importa? Era preciso limpiar Gandhitown; personalmente, me encantaría que la destruyeran por completo... es una verdadera fosa de basuras y todos los que viven allí apestan.
Retrocediendo como si le hubieran golpeado, Jacob Simion murmuró:
—Al menos, nosotros los hebes no somos crueles. —Intentó contener las lágrimas. Al verlo, Howard Straw esbozó una mueca de placer y le dio un codazo a Gabriel Baines.
—¿No tienen armas espectaculares en los Altos de Da Vinci? —le preguntó Gabriel Baines. Tuvo la repentina intuición de que el total desinterés del mani por la suerte de Gandhitown era reveladora; los manis, probablemente, no opondrían resistencia hasta que su propia colonia estuviera en peligro. No participarían en la defensa general y no prestarían la ayuda de sus mentes inventivas e hiperactivas.
Las antiguas sospechas de Gabriel Baines hacía Straw parecían justificadas.
Frunciendo el ceño con aire interrogativo, Annette Golding dio su opinión.
—No podemos abandonar Gandhitown así como así.
—¡Claro que sí! —replicó Straw—. Escuchen: tenemos las armas. Nunca han sido utilizadas... pueden destruir cualquier ejército invasor. Las enseñaremos en el gran día... y nos gustarán. —Recorrió la mesa con la mirada, estudiando a los demás delegados, saboreando su posición de fuerza, su superioridad; todos dependían de él.
—Sabía que se comportaría así en cuanto estallase la crisis —dijo amargamente Gabriel Baines. ¡Señor, cómo odiaba a los manis! Eran absolutamente indignos de confianza, y tan egocéntricos y superiores; sencillamente, eran incapaces de actuar por el bien de todos. Pensando en ello, se hizo una súbita promesa. Si se presentaba la ocasión de devolverle a Straw la jugada, no la desaprovecharía. Seguro que no. De hecho, descubrió que si se presentaba la ocasión de devolverles la jugada en bloque, a toda su colonia... era una esperanza por la que valía la pena vivir. Los manis tenían ventaja, de momento, pero aquello no duraría eternamente.
De hecho, pensó Gabriel Baines, casi valdría la pena ir a buscar a los invasores y pactar con ellos para la salvaguarda de Adolfville; los invasores y todos nosotros contra los Altos de Da Vinci. Cuanto más lo pensaba, más le gustaba la idea. Annette Golding, examinándole, le dijo:
—¿Tienes algo que proponernos, Gabe? Parece que acabas de tener una idea inspirada. —Como todos los polis, su sensibilidad era muy marcada; y había interpretado correctamente las cambiantes expresiones que se habían sucedido en el rostro del pari. Gabe prefirió mentir. Evidentemente, estaba contrariado.
—Creo —dijo en voz alta—, que podemos sacrificar Gandhitown. Tenemos que abandonarla, dejar que se instalen en aquella zona, permitirles establecer una base, que hagan lo que quieran; es posible que la idea no termine de gustarnos, pero... —Se encogió de hombros. ¿Qué más podían hacer?
Con un aspecto apenado, Jacob Simion balbuceó:
—No... no os preocupáis de nosotros porque, sencillamente, no somos... tan limpios como vosotros. Me vuelvo a Gandhitown, voy a reunirme con mi clan; si los hebes tienen que perecer, quiero perecer con ellos. —Se levantó, apartando la silla con un chirrido—. ¡Traidores! —añadió al tiempo que se dirigía arrastrando los pies, según la moda hebe, hacía la puerta. Los restantes delegados le vieron irse, expresando diversos grados de indiferencia; incluso Annette Golding, que de costumbre se preocupaba por todos y cada uno de ellos, no parecía alterada.
Y, sin embargo —de un modo fugitivo—, Gabriel Baines sintió pena. Para todos ellos, Jacob Simion encarnaba su destino en modo virtual; de vez un cuando, un pari, un poli o un esquizo, incluso un mani, caían poco a poco, imperceptiblemente, en la condición hebe. Y aquello podía pasar. En cualquier momento.
Ahora, descubrió Baines, si esto nos pasa a alguno de nosotros, no habrá lugar a donde ir. ¿Qué sería de un hebe sin Gandhitown? Buena pregunta; le aterró.
—¡Espere! —gritó.
En la puerta, la silueta lenta y tambaleante, mal afeitada y sucia, se detuvo; en los profundos ojos del hebe brillaba cierta esperanza.
—Vuelva —le pidió Gabriel Baines. Dirigiéndose a los demás, y especialmente al arrogante Howard Straw, dijo—: Debemos actuar de común acuerdo. Hoy puede ser Gandhitown; mañana Hamlet-Hamlet o nosotros o los esquizos... los invasores nos absorberán poco a poco. Hasta que sólo queden los Altos de Da Vinci. —Su animosidad hacía Straw irritaba su voz, marcada por un odio venenoso; apenas le resultaba reconocible a sí mismo—. Formalmente, propongo que empleemos todos nuestros recursos para intentar reconquistar Gandhitown. Tenemos que empezar allí la resistencia. —En medio de los montones de basuras, de los excrementos de los animales y de las máquinas oxidadas, se dijo en su fuero interno... y se estremeció.
Tras una pausa, Annette Golding tomó la palabra.
—Apoyo... apoyo la moción.
Votaron. El único que votó en contra fue Howard Straw. Se aceptó la moción.
—Straw —dijo Annette con voz viva—, éstas son nuestras instrucciones: tiene que enseñarnos esas armas milagrosas de las que tanto alardea. Ya que los manis tienen tanto ardor guerrero, les dejaremos que conduzcan el ataque para la reconquista de Gandhitown. —Se volvió hacía Gabriel Baines—. Y vosotros los paris podréis organizarlo. —parecía totalmente calmada después de la decisión.
Suavemente, Ingred Hibbler le dijo a Straw:
—Me gustaría recordar que si la guerra se desarrolla en Gandhitown y sus alrededores, las colonias no sufrirán daños. ¿Lo habían pensado?
—Se imaginan peleando en Gandhitown —murmuró Straw—. Metiéndose hasta la cintura en la... —Se calló. Se dirigió a Jacob Simion y Ornar Diamond—. Necesitaremos a todos los santos hebes y esquizos, a los visionarios, milagreros e incluso a los más simples psis que podamos encontrar; ¿aceptarán sus colonias que los utilicemos?
—Creo que sí —dijo Diamond. Simion asintió con la cabeza.
—Con las armas milagrosas de los Altos de Da Vinci y los poderes de los santos hebes y esquizos —dijo Annette— podremos ofrecer una resistencia algo más que simbólica.
La señorita Hibbler tomó la palabra.
—Si conseguimos averiguar los nombres completos de los invasores, podríamos calcular sus diagramas lógico-numéricos, descubriendo así sus puntos débiles. Si nos enteramos de las fechas exactas de sus nacimientos...
—Me parece —la interrumpió Annette— que las armas de los manis, más el sentido de organización de los paris, unidos con los poderes paranormales de los hebes y los esquizos serán mucho más útiles.
—Les doy las gracias —dijo Jacob Simion— por no haber sacrificado Gandhitown. —Le dirigió una larga y muda mirada de agradecimiento a Gabriel Baines.
Por primera vez desde hacía muchos meses, quizá años, Baines sintió que su sistema defensivo se derrumbaba; saboreó —brevemente— una sensación de liberación, casi de euforia. Alguien le apreciaba. Aunque no fuera más que un hebe, ya era suficiente.
Aquello le recordó su propia infancia. Antes de que descubriera la solución pari.
Capítulo VII
Avanzando por la calle mayor de Gandhitown, embarrada y llena de basura, la doctora Mary Rittersdorf dijo:
—No he visto nada parecido en toda mi vida. Clínicamente es demencial. Debe tratarse de hebefrénicos. Terriblemente, terriblemente deteriorados. —En su fuero interno, algo le gritó lárgate; irse de allí y no volver. Regresar a la Tierra a su profesión de consejera conyugal y olvidar que había visto aquel espectáculo.
Y la idea de querer intentar algún tipo de terapia con aquellos seres...
Se estremeció. Incluso la quimioterapia a base de drogas o electroshocks no serviría de mucho. Se encontraban en el último extremo de la enfermedad mental, en el punto de no retorno.
A su lado, el joven agente de la CIA, Daniel Mageboom, le dijo:
—Entonces, ¿su diagnóstico es hebefrenia? ¿Puedo mencionarlo en el informe oficial? —Tomándola del brazo, la ayudó a cruzar por encima de los restos de la carcasa de un animal de gran tamaño; bajo el sol del mediodía, las costillas se alzaban hacía el cielo como los dientes de un inmenso tenedor.
—Sí, resulta evidente —respondió Mary—. ¿Vio usted los restos de la rata muerta dispersos alrededor de la puerta de la cabaña? Me puso mala; me sentí realmente enferma, a punto de vomitar. Nadie vive así. Ni siquiera en la India o en China. Es como si hubiéramos viajado cuatro mil años hacía el pasado; así debieron vivir los hombres de Pekín o de Neanderthal. Lo único que no tenían eran las máquinas enmohecidas.
—Cuando lleguemos al navío —sugirió Mageboom—, nos tomaremos una copa.
—Una copa no me servirá de nada —replicó Mary—. ¿Sabe lo que me recuerda este horrible lugar? El siniestro apartamento, arcaico y medio en ruinas, al que se mudó mi marido cuando nos separamos. —A su lado, Mageboom se sobresaltó y parpadeó.
—Ya sabe usted que estaba casada —le dijo Mary—. Se lo dije. —Se preguntó por qué le sorprendía tanto; durante el viaje, Mary le habló con libertad de todos sus problemas conyugales, encontrando en Mageboom al interlocutor ideal.
—No puedo creer que su comparación sea exacta —opinó Mageboom—. Aquí, las condiciones son sintomáticas de una psicosis grupal; su marido nunca ha vivido así, ni presenta ningún desajuste mental.
Mary dejó de andar para responderle.
—¿Cómo lo sabe? Nunca le ha visto. Chuck era —y es— un enfermo. Lo que acabo de decir es correcto; tiene una tendencia latente hacía la hebefrenia... siempre ha huido de las responsabilidades socio-sexuales; le he contado ya todos mis esfuerzos para que buscase un trabajo que le garantizase ingresos económicos razonables. —Pero, claro, Mageboom era también otro empleado de la CIA; difícilmente podía esperar obtener su aprobación en aquel punto. Quizá lo mejor sería dejar el tema. Las cosas eran ya lo bastante deprimentes sin tener que volver a plantearse su vida anterior con Chuck.
Los hebes —así era como se denominaban a sí mismos: una corrupción evidente del exacto diagnóstico de hebefrenia—, a su alrededor, les miraban con un aire ausente y estúpido, sonriendo sin razón, sin siquiera verdadera curiosidad. Un chivo blanco apareció ante ella pomposamente; Mary y Dan Mageboom se detuvieron, prudentes; ninguno de los dos estaba familiarizado con las cabras. El animal siguió su camino tranquilamente.
Al menos, pensó ella, esta gente es inofensiva. Los hebefrénicos, sea cual sea su estado de deterioro, son absolutamente incapaces de expresar ningún tipo de agresividad; había otros síndromes de desajuste mental, mucho más peligrosos, de los que deberían desconfiar. Era inevitable que, antes o después, se manifestasen. Pensó en particular en los maniaco-depresivos que, en su período maniaco, podían resultar extremadamente destructivos.
Pero existía una categoría aún más siniestra; debía prepararse para enfrentarse a ella. La destructividad de los maniacos a veces se limitaba a impulsos; en el peor de los casos, podía evocar accesos de cólera, temporales arrebatos de furor durante los cuales el maniaco golpeaba y rompía todo lo que encontraba ante él. Sin embargo, aquellos arrebatos siempre terminaban calmándose. Pero de un ser afectado por paranoia aguda, uno podía esperar una agresividad sistemática y permanente; lejos de mejorar con el tiempo, cada vez se volvería más elaborada. El paranoico poseía una naturaleza analítica y calculadora; cada una de sus acciones estaba perfectamente motivada, y el menor de sus gestos se encuadraba en el conjunto de su proyecto. Su hostilidad podía parecer a primera vista menos violenta... pero, a la larga, su carácter conducía a implicaciones más profundas desde un punto de vista terapéutico. Con aquel tipo de pacientes, con los paranoicos avanzados, la curación, o incluso una lucidez temporalmente recuperada, era algo virtualmente imposible. Al igual que el hebefrénico, el paranoico había alcanzado una inadaptación estable y permanente.
Y, a diferencia del maniaco-depresivo o el hebefrénico, incluso del simple esquizofrénico catatónico, el paranoico parecía racional. Los modelos formales de razonamiento lógico parecían intactos. Pero, en profundidad, el paranoico se veía afectado por la mayor distorsión mental posible en un ser humano. Era incapaz de demostrar empatía, incapaz de representarse a sí mismo en el lugar de otra persona. En consecuencia, para él, los demás no existían realmente —salvo como objetos animados que afectaban o no afectaban su propio bienestar. Durante décadas, había prevalecido la idea de que los paranoicos eran incapaces de amar. No era así. El paranoico podía amar, sintiéndolo simultáneamente como algo que los demás le daban y como un sentimiento suyo hacía los demás. Pero aquel amor implicaba un cierto problema.
El paranoico lo sentía como una variación del odio.
—Según mi teoría —le dijo Mary a Dan Mageboom—, las diferentes subcategorías de desajuste mental deben encontrarse distribuidas por este mundo como clases distintas, algo así como las antiguas castas hindúes. Los que vemos ahora, los hebefrénicos, deben formar la casta de los intocables. Los maniacos serán los guerreros sin miedo; una de las posiciones más elevadas.
—Samurais —opinó Mageboom—. Como en Japón.
—Sí —asintió Mary—. Los paranoicos —de hecho, los esquizofrénicos con tendencias paranoicas— deben formar la clase dirigente; serán los encargados de desarrollar la ideología política y los programas sociales... deben tener una imagen global del mundo. Los simples esquizofrénicos... —Reflexionó—. Corresponderán a la categoría de los poetas, aunque algunos de ellos, sin lugar a dudas, serán visionarios religiosos, lo mismo que algunos hebefrénicos. Sin embargo, los hebefrénicos deben ser más propensos a producir santos en éxtasis, mientras que los esquizofrénicos generarán fanáticos religiosos. Los afectados por una esquizofrenia de tendencia polimorfa serán los miembros creadores de la sociedad, los que prefieran las ideas nuevas. —Mary intentó recordar qué otras categorías podrían existir—. Quizá haya algunos que presenten ideas sobrevalentes, desórdenes psicóticos producidos por formas avanzadas de una neurosis suave de tipo obsesión-compulsión. Esas personas serán los oficinistas y burócratas de esta sociedad, los funcionarios ritualistas sin ideas originales. Su conservadurismo será la contrapartida del radicalismo de los esquizofrénicos polimorfos, asegurando de ese modo la estabilidad de la sociedad.
—En ese caso —sugirió Mageboom—, podría pensar que todo el conjunto funciona perfectamente. —Hizo un gesto ambiguo—. ¿Qué diferencia hay entre esta sociedad y la de la Tierra?
Durante un instante, Mary consideró la pregunta; era una buena pregunta.
—¿No hay respuesta? —preguntó Mageboom. —Sí la hay. El liderazgo de esta sociedad habrá caído en manos de los paranoicos. Son individuos superiores en términos de iniciativa e inteligencia y tienen aptitudes innatas. Naturalmente, deben tener la preocupación constante de que los maniacos preparen un golpe de Estado... entre las dos clases siempre habrá tensión. Pero, mire, con los paranoicos controlando la ideología, el tema emocional dominante será el odio. De hecho, el odio tiene dos direcciones; el liderazgo odiaría a todos los que se encontrasen fueran de su jurisdicción haciendo algo para que los demás también le odiasen a él. Por eso mismo, toda su política pretendidamente extraña consistiría en establecer mecanismos que permitieran combatir ese supuesto odio dirigido contra ellos. Eso lanzaría a toda la sociedad a una lucha ilusoria, a un combate contra enemigos que no existen para vencer por encima de todo.
—¿Por qué es malo eso?
—Porque —le respondió— sea cual sea el desenlace de las cosas, los resultados serán siempre los mismos. El aislamiento total. Esa sería la consecuencia última de la actividad de todo el grupo: separarse progresivamente de las demás entidades vivientes.
—¿Y es malo? Bastarse uno a sí mismo...
—No —replicó Mary—. No sería una autarquía; sería algo totalmente diferente, algo que ni usted ni yo podemos imaginar. ¿Recuerda las antiguas experiencias en las que se dejaba a la gente en estados de absoluto aislamiento? A mediados del siglo XX, mientras se preparaban los viajes espaciales y se consideraba la posibilidad de que un hombre estuviera solo durante días, semanas, recibiendo cada vez menos estímulos... ¿Recuerda los resultados que obtuvieron tras meter a un hombre en una habitación sin que recibiera ningún estímulo?
—Claro —respondió Mageboom—. Lo que llaman flipados. El resultado de la privación de estímulos es un estado alucinatorio agudo.
Mary asintió con la cabeza.
—Alucinaciones auditivas, visuales, táctiles y olfativas reemplazando a la falta de estímulos. Y, en intensidad, las alucinaciones pueden sobrepasar a los estímulos reales; por su fuerza, por su impacto, pueden provocar... por ejemplo, estados de terror. Las alucinaciones provocadas por la droga pueden engendrar estados de terror que ninguna situación del mundo real puede generar.
—¿Por qué?
—Porque son de una naturaleza absoluta. Son engendradas en el interior del sistema sensitivo-receptor y constituyen una reacción que no emana de un punto distante sino del interior del propio sistema nervioso de la persona. No puede abstraerse. Y lo sabe. No existe retirada posible.
—¿De qué manera funciona aquí? —quiso saber Mageboom—. No parece usted capaz de decirlo.
—Puedo hacerlo, pero no es fácil. Primero, no conozco aún el estado que ha alcanzado esta sociedad en función de su aislamiento y de los individuos que la forman. Lo sabremos cuando veamos la actitud que adoptan hacía nosotros. Los hebefrénicos... —Señaló las cabañas que se extendían a ambos lados del embarrado camino—... Su actitud no es muy reveladora. Pero, cuando nos encontremos con los paranoicos o los maniacos... contentémonos con enunciar lo siguiente: indudablemente, cierta dimensión alucinatoria, cierta proyección psicológica, existe en ellos y forma parte integrante de su visión del mundo. En otros términos, debemos suponer que se encuentran parcialmente en un estado alucinatorio. Pero conservan algo de la percepción de la realidad objetiva como tal. Nuestra presencia precipitará la tendencia alucinatoria. Tendremos que enfrentarnos a ello y hemos de estar preparados. La alucinación consistirá, fundamentalmente, en vernos como elementos de una terrible amenaza; nosotros, el navío, vamos a ser vistos —no digo interpretados: quiero decir realmente percibidos— como una amenaza. Sin duda, verán en nosotros la vanguardia de un ejército que quiere destruir su sociedad y apoderarse de su satélite.
—Pero es que es la verdad. Queremos quitarles el liderazgo y devolverles a la condición que tenían hace veinticinco años. Pacientes hospitalizados obligatoriamente... en otros términos, en cautividad.
La observación era acertada. Pero, con todo, incompleta. Mary siguió hablando.
—Hay una distinción que usted no hace; es sutil, pero vital. Queremos intentar alguna terapia en esta gente, intentar que ocupen verdaderamente la posición que, por accidente, ocupan en este momento de manera tan improcedente. Si nuestro programa sale adelante, acabarán por gobernarse a sí mismos, como colonos legítimos de la luna. Primero, unos pocos; luego, muchos más. Esto no es ninguna forma de cautiverio... aunque ellos se imaginen que sí. En el instante en que cada habitante de esta Luna sea liberado de su psicosis y pueda enfrentarse a la realidad sin la distorsión resultante de la proyección de...
—¿Cree posible persuadir a esta gente para que regrese voluntariamente a su condición de hospitalizados?
—No —contestó Mary—. Deberemos emplear la fuerza para conseguirlo; salvo con algunos hebefrénicos, tendremos que tomar medidas de internamiento hospitalario para todo un planeta. —Se corrigió—. Para toda una luna.
—Iba a decírselo —comentó Mageboom—. Si no hubiera reemplazado la palabra planeta por la de «luna», habría encontrado varías razones para detenerla.
Sorprendida, Mary le miró. No parecía bromear; su joven rostro era una máscara de severidad.
—Sólo ha sido una equivocación —se disculpó.
—Una equivocación —concedió— muy reveladora. Sintomática. —Sonrió; la sonrisa parecía helada. Mary se estremeció, sintiéndose desconcertada y a disgusto; ¿qué tenía Mageboom contra ella? ¿O se estaba volviendo un poco paranoica? Quizá era eso... pero podía percibir mucha hostilidad hacía ella por parte de aquel hombre; y apenas le conocía.
Mary también detectó aquella hostilidad a lo largo del viaje. Y, cosa extraña, desde el principio; empezó en el mismo instante en que se conocieron.
Colocando al simulacro Daniel Mageboom en posición homeostática, Chuck Rittersdorf se desconectó del circuito, se levantó con rigidez del asiento situado frente al panel de control y encendió un cigarrillo. Eran las nueve de la noche, hora local.
En Alfa III M2 el sim seguiría con sus asuntos, funcionando de manera adecuada; si se presentaba alguna crisis, Petri podría encargarse. Mientras esperaba, tenía otras cosas que hacer. Debía escribir el primer guión para el cómico de la tele, Bunny Hentman, su otro jefe.
Contaba ya con una buena reserva de estimulantes; el fungo de Ganímedes se los entregó aquella misma mañana cuando salía del apartamento. Por lo que sabía, podría trabajar toda la noche.
Pero todavía tenía que arreglar el asunto de la cena.
Dada la insignificancia de la comunicación, se detuvo en la cabina del videófono público del vestíbulo del edificio de la CIA y llamó al piso de Joan Trieste.
—Hola —dijo la joven cuando vio quién llamaba—. Escucha, ha llamado el señor Hentman buscándote. Dice que intentó contactar contigo en el edificio de la CIA de SF, pero que le han dicho que no te conocían.
—Respuesta adecuada —replicó Chuck—. Vale. Le llamaré. —Acto seguido, le preguntó si quería cenar con él.
—No creo que puedas cenar, conmigo o sin mí —respondió Joan—. Por lo que me ha dicho el señor Hentman quiere contarte una idea que ha tenido; dice que, cuando la sepas, te vas a quedar maravillado.
—No me extrañaría —dijo Chuck. Se resignó; evidentemente, así era como funcionaban los asuntos laborales relacionados con Hentman.
Olvidando temporalmente la cita con Joan, marcó el número que le facilitó la organización de Hentman.
—¡Rittersdorf! —exclamó Hentman cuando descolgó—. ¿Dónde está? Venga aquí ahora mismo; estoy en mi apartamento de Florida... tomé un cohete rápido; yo pagaré la carrera. Escuche, Rittersdorf: va a ser puesto a prueba ahora mismo... el resultado del examen nos dirá si es un buen guionista o no.
Todo un mundo separaba la ociosa colonia hebe, tan parecida a un basurero, en Alfa III M2, de los enérgicos proyectos de Bunny Hentman. La transmisión sería difícil; quizá la realizase durante el vuelo hacía el este. Podría comer algo a bordo del cohete, pero aquello dejaba fuera a Joan Trieste. Su trabajo empezaba a entorpecer su vida personal.
—Dígame ahora su idea. Así podré pensar durante el vuelo.
Los ojos de Hentman brillaron de picardía.
—¿Bromea? ¿Y si hubiera alguien escuchando nuestra conversación? Mire, Rittersdorf, me limitaré a esbozarla. La tenía en mente, aunque de un modo vago, cuando le contraté... —Acentuó la mueca—. No quería asustarle, ¿entiende lo que quiero decir? Ahora, ya le tengo. Rió sonoramente—. ¡Bah! Le puedo decir lo que sea, ¿no?
—Dígame sólo su idea —le pidió Chuck pacientemente. Bajando la voz hasta que apenas fue un murmullo, Hentman se inclinó más cerca del videobjetivo. Su nariz, ampliada, llenó toda la pantalla: una nariz y un ojo pestañudo y alegre.
—Se trata de un nuevo personaje que quiero añadir a mi repertorio. Se llamará George Flibe. En cuanto le diga a qué se dedica, sabrá por qué le contraté: Flibe es agente de la CIA. Se hace pasar por consejero conyugal femenino para obtener datos sobre los sospechosos. —Hentman aguardó expectante—. Dígame, ¿qué le parece?
Tras un largo espacio de tiempo, Chuck le respondió:
—Es lo peor que he oído en veinte años. —Aquello terminó de deprimirle.
—Bromea. Sé lo que vale y lo que no. Puede que sea el mejor chiste de la tele desde lo de «Freddy el Liberto» de Red Skelton. Y usted es el único que puede escribir ese guión porque es el único que conoce ese ambiente. Así que véngase para mi apartamento lo antes posible y empezaremos a escribir el primer episodio de George Flibe. ¡De acuerdo! Si esta idea no es tan buena, ¿qué es lo que me puede ofrecer?
—¿Qué le parecería una consejera matrimonial que se hace pasar por agente de la CIA para obtener datos que le permitan ayudar a sus clientes? —preguntó Chuck.
—¿Se burla de mí?
—De verdad —insistió Chuck—, ¿qué le parece? Un simulacro de la CIA...
—¡Me está usted jodiendo! —El rostro de Hentman se tiñó de púrpura; al menos, en la vídeopantalla, adquirió un tono oscuro.
—En toda mi vida he hablado más en serio.
—Conforme. ¿Y lo del simulacro?
—El simulacro de la CIA se hace pasar por consejera matrimonial pero, de vez en cuando, se desajusta.
—¿Les pasa a los sims de la CIA? ¿Se desajustan?
—A cada momento.
—Siga —exigió Hentman frunciendo el ceño.
—Mire —continuó Chuck—, estamos en el corazón del problema: ¿qué puede saber un simulacro de los problemas conyugales humanos? Y hay que recordar que está ahí para ayudar a la gente. Da consejos sin parar; una vez lanzado, no puede parar. Incluso da consejos matrimoniales a los mecánicos de la General Dynamics que se ocupan de su mantenimiento. ¿Lo capta?
Frotándose la barbilla, Hentman inclinó lentamente la cabeza...
—Hmmm...
—Debe haber alguna razón especial para que el sim actúe así. Así que tendremos que remontarnos a sus orígenes. El episodio empezará con los ingenieros de la General Dynamics...
—¡Lo encontré! —le interrumpió Hentman—. Ese ingeniero, digamos que se llama Frank Fupp, tiene problemas con su mujer; consulta regularmente a una consejera matrimonial. Y ella le entrega un documento: el análisis de su problema. El se lo lleva al trabajo, a los lobos de la GD. Y allí se encuentra a un sim listo para ser programado.
—¡Claro! —exclamó Chuck.
—Y... y... Fupp lee el documento en voz alta a otro ingeniero. Este se llamará Phil Grook. El simulacro queda programado fortuitamente; piensa que es un consejero conyugal, pero de hecho está a las órdenes de la CIA; cuando le asignan un destino y le envían a su primera misión... —Hentman, pensativo, se calló—. ¿Dónde podrían enviarle, Rittersdorf?
—Tras el telón de acero. Al Canadá Rojo.
—Vale. ¡Al Canadá Rojo, a Ontario! Tiene que suplantar a algún diputado; es lo que hacen, ¿verdad?
—Más o menos; siga.
—Pues, en lugar de cumplir con sus órdenes —continuó Hentman excitado— abre un despacho y cuelga en la puerta un cartel: George Flibe, Psicólogo, Doctor en Filosofía, Consejero Conyugal. Y todos los dirigentes, cocos del partido, van a consultarle regularmente sus problemas conyugales... —Hentman jadeó con agitación—. Rittersdorf: acaba usted de idear la más genial trama que recuerde. Y... y todos esos técnicos de la General Dynamics. Ya me los imagino intentando arreglarlo para que funcione correctamente. Escuche: salte al primer cohete que venga para Florida; y escriba un borrador de la historia en el viaje; quizá tenga un esbozo del diálogo cuando llegue. Creo que hemos dado con algo sensacional; ¿le digo una cosa? Su cerebro y el mío están sincronizados... ¿no le parece?
—Así parece —contestó Chuck—. Voy ahora mismo. —Le pidió su dirección y colgó. Con cansancio, salió de la cabina del videófono; se sentía agotado. Y no podía decir si había tenido una buena idea o no. De todos modos, Hentman pensaba que la idea se haría famosa y, evidentemente, aquello era lo que más importaba.
Se dirigió en aerotaxi al espaciopuerto de San Francisco; abordó un cohete exprés rumbo a Florida.
El inmueble en el que se encontraba el apartamento de Bunny Hentman era el lujo encarnado; todos sus niveles eran subterráneos y poseía fuerzas de policía privadas y uniformadas que patrullaban y vigilaban las entradas y todos los pasillos. Chuck le dijo su nombre al primer policía que le preguntó y, unos instantes más tarde, bajaba hasta el piso de Bunny.
En el interior del enorme apartamento, Bunny Hentman vagaba pomposamente, con un pijama de seda de araña marciana, teñido a mano, fumando un enorme puro verde de Florida, un Tampa; sacudió la cabeza, saludando a Chuck impacientemente, presentándole a continuación a los otros hombres que se encontraban en el salón.
—Rittersdorf, le presento a sus colegas: mis otros guionistas. Aquel tipo alto —le señaló con el puro— es Calv Dark. —Dark se acercó a Chuck lentamente y le estrechó la mano—. El bajito que no tiene ni un pelo en la cabeza es mi guionista más antiguo, Jueves Jones. —Acercándose a él, Jueves Jones, un negro de rasgos afilados, estrechó la mano de Chuck. Los dos guionistas parecían cordiales y le cayeron bien. Evidentemente, no parecían sentir ningún resentimiento hacía él.
—Siéntese, Rittersdorf —le dijo Hentman—. Ha hecho un largo viaje. ¿Una copa?
—No —replicó Chuck. Quería mantener la mente despejada para la sesión.
—¿Ha cenado en el cohete? —le preguntó Hentman.
—Sí.
—Les he hablado a los chicos de su idea —le explicó Hentman—. A los dos les gusta mucho.
—Maravilloso —confesó Chuck.
—Sin embargo —continuó Hentman—, la han considerado desde todos sus ángulos y, hace unos instantes, han dado con otro tratamiento... ¿entiende lo que quiero decir?
—Me encantaría oír su idea basada en la mía —replicó Chuck.
Aclarándose la garganta, Jueves Jones tomó la palabra:
—Señor Rittersdorf, ¿podría un simulacro cometer un asesinato?
Tras observarle fijamente durante unos instantes, Chuck le contestó:
—No lo sé. —Se sintió helado—. Si quiere saber si lo haría trabajando autónomamente...
—Lo que quiero saber es si la persona que lo controla a distancia podría emplearlo como instrumento para un asesinato.
Volviéndose hacía Bunny Hentman, Chuck dijo—: No veo nada gracioso en una idea así...
—Espere —le advirtió Bunny—. Se olvida usted de los antiguos policíacos cómicos: combinación de terror y comedia. Como El gato y el canario, aquella película de Paulette Goddard y Bob Hope. O la célebre Arsénico por compasión... sin mencionar las comedias clásicas inglesas en las que se asesina a alguien... el pasado está lleno de obras de ese estilo.
—Como la maravillosa Nobleza obliga —recordó Jueves Jones.
—Ya veo —dijo Chuck; y fue todo cuanto dijo; mantuvo la boca cerrada mientras, en su fuero interno, se desvivía de incredulidad y sorpresa. ¿No se trataba más que de una desgraciada coincidencia que aquella idea siguiese un rumbo paralelo al de su propia vida? ¿O bien —y aquello parecía más probable— le había dicho algo el fungo a Bunny? Pero, si era así, ¿por qué actuaba de aquel modo la organización Hentman? ¿Qué interés podían tener en que Mary estuviera viva o muerta?
—Creo que mis muchachos han tenido una buena idea —dijo Hentman—. Lo más terrible de todo... bueno, usted no lo sabe, Chuck, pues trabaja para la CIA, pero no se imagina el miedo que le tiene el hombre de la calle a la CIA; ¿me sigue? La considera como una Policía Secreta Interplanetaria y una Organización de Espionaje que...
—Lo sé —replicó Chuck.
—Entonces, no tiene por qué quitarme la cabeza a dentelladas —objetó Bunny Hentman, mirando a Dark y a Jones.
—Chuck —dijo Dark, tomando la palabra—, permítame que le tutee, sabemos cuál es su oficio. Cuando el ciudadano medio piensa en un sim de la CIA, se echa a temblar. Cuando usted le contó a Bunny su idea, no lo pensó. Bueno, tenemos ya a ese operador de la CIA; le podemos llamar... —Se volvió hacía Jones—. ¿Cuál es nuestro nombre de trabajo?
—Siegfried Trots.
—Bueno, pues, Ziggy Trots, agente secreto... gabardina de piel de topo de Urano, sombrero de wub venusino calado hasta los ojos... todo el equipo. Está de pie bajo la lluvia, en una Luna siniestra, quizá una de las Lunas de Júpiter. Una imagen familiar.
—Y, entonces —intervino Jones, siguiendo el relato—, una vez que la imagen queda bien marcada en la mente del espectador, el estereotipo... ¿entendido? el espectador se da cuenta de algo que no sabía sobre Ziggy Trots, algo que el siniestro agente de la CIA no suele ser.
Siguió Dark.
—Ziggy Trots es un idiota. Un pobre tarado que nunca consigue salir adelante en una misión un poco complicada. Cuando el espectador se encuentra con él, intenta arreglar las cosas correctamente. —Se desplazó y se sentó en el sofá al lado de Chuck. Quiere cometer un asesinato. ¿Lo entiende?
—Sí —respondió Chuck, hablando tan poco como le era posible, convirtiéndose en una entidad que se limitaba a abrir los oídos.
Se encogió interiormente, cada vez más desconcertado —y desconfiado— por lo que ocurría a su alrededor.
Continuó hablando Dark.
—Veamos: ¿a quién quiere matar? —echó un vistazo a Jones y a Bunny Hentman—. Discutíamos este punto cuando usted llegó.
—Un tipo importante —opinó Bunny—. Un magnate internacional que se ocupa de las joyas y que opera desde otro planeta. Quizá un no-T.
Cerrando los ojos, Chuck se balanceó de atrás a adelante.
—¿No le gusta, Chuck? —preguntó Dark.
—Está reflexionando —dijo Bunny—. Quiere captar la idea. ¿Verdad, Chuck?
—Ver... verdad —consiguió articular Chuck. Estaba seguro ya de que Lord Running Clam se había visto con Hentman. Y algo enorme y siniestro se desarrollaba a su alrededor y le cogía por la garganta; era una mosca apresada en el centro de todo aquello... de sólo Dios sabía qué. Y no veía modo alguno de librarse.
—No estoy de acuerdo —opinó Dark—. Un magnate internacional de las joyas, que podría muy bien ser marciano o venusino... no está mal... pero... —Hizo un gesto—. Se ha visto centenares de veces; empezamos con un estereotipo; no tenemos que seguir con otro. Creo que tendría que intentar matar a... su mujer. —Dark les miró uno por uno—. Está casado con una mujer refunfuñona, una burra... ¿les gusta? Ese agente prototípico espía de la policía secreta de la CIA, duro y coriáceo, al que el espectador medio teme como a la peste —incluso podemos ver lo duro que es, cómo golpea a la gente—, cuando llega a su casa es golpeado por su mujer. —Se echó a reír.
—No está mal —reconoció Bunny—. Pero no basta. Y me pregunto cuántos programas se podrían hacer con ese personaje en el estado actual; me gustaría poder incluirlo en el espectáculo de modo permanente. No me gustaría interpretarlo una sola vez... una sola semana.
—A mí me parece que el hecho de que el hombre de la CIA fuese machacado por su mujer daría trabajo para bastante tiempo —opinó Dark—. De todos modos... —Se volvió hacía Chuck—. Bueno, la siguiente escena nos enseña a Ziggy Trots yendo a trabajar al Cuartel General de la CIA; ahí es donde metemos todos los números de la policía y sus aparatos electrónicos. Y de golpe, la idea se le incrusta en la mente. —Dark se puso en pie de un salto y echó a andar por la habitación—. ¡Puede utilizar esas cosas contra su mujer! Y, luego, como guinda de la tarta, aparece el nuevo sim. —La voz de Dark se transformó en algo metálico y duro que imitaba la de un simulacro—. Sí, amo, ¿qué puedo hacer por ti? Espero tus órdenes.
Bunny, gesticulando, dijo:
—¿Qué le parece, Chuck?
—Es... —contestó Chuck, con cierta dificultad—. ¿Es que el único motivo para asesinar a su mujer es que ésta es una mandona? ¿Qué le tiraniza?
—¡No! —exclamó Jones, saltando—. Tiene usted razón; necesitamos un motivo más serio, y creo que lo he encontrado. Hay una chica. Ziggy tiene una amante. Una espía interplanetaria, muy guapa, muy sexy... ¿Queda claro? Y su mujer no quiere oír hablar de divorcio.
—Quizá —sugirió Dark—, su mujer ha descubierto a su amiguita y...
—Un momento —pidió Bunny—. ¿Estamos trabajando con un programa cómico o con un drama psicológico? Todo se está poniendo muy enrevesado.
—Es cierto —aceptó Jones, inclinando la cabeza—. Tenemos que mostrar hasta qué punto es diabólica su mujer. No importa cómo, pero Ziggy ve el simulacro... —Se calló. Alguien acababa de entrar en la habitación.
Era un alfano. Un miembro de la raza de criaturas quitinosas que, unos años antes, entró en conflicto con la Tierra. Sus brazos y piernas multiarticulados le desplazaron rápidamente, con paso traqueteante, hacía Bunny, percibiéndole con sus antenas —los alfanos eran ciegos—, y, al llegar a su lado, rozándole delicadamente la cara. El alfano se volvió y retrocedió, satisfecho por encontrarse donde deseaba estar... Pivotó la cabeza sin ojos, sorbió, captando la presencia de otros seres humanos.
—¿Les he interrumpido? —preguntó con voz aguda, parecida al sonido de un arpa, con aquel canto salmodiado típicamente alfano—. Escuchaba su discusión y me sentí interesado.
Bunny se dirigió a Chuck.
—Rittersdorf, le presento a uno de mis más viejos y queridos amigos. Nunca he confiado tanto en alguien como en mi querido amigo RBX 303. —Explicó—: Quizá lo ignore, pero los alfanos tienen unos nombres que recuerdan matrículas de coches, algo así como códigos mecánicos. Se llama exactamente como le he dicho: RBX 303. Puede parecer un poco impersonal, pero los alfis, en realidad, son muy afectuosos. RBX 303 tiene un corazón de oro. —Se rió sofocadamente—. De hecho, dos; uno a cada lado.
—Encantado de conocerle —dijo Chuck, pensativo.
El alfano alzó hacia él sus antenas gemelas y se las pasó delicadamente por el rostro; era —así le pareció a Chuck— como si a uno se le paseasen dos moscas por la cara... una impresión claramente muy desagradable.
—Señor Rittersdorf —dijo el alfano con voz nasal—, encantado. —Se apartó—. ¿Quién más hay en la habitación, Bunny? Siento a otras personas.
—Sólo Dark y Jones —respondió Bunny—, mis guionistas. —Volviéndose de nuevo hacía Chuck, siguió explicando—: RBX 303 es un magnate de la industria, un importante hombre de negocios que se ocupa de empresas comerciales interplan de todas clases. Verá, Chuck, las cosas son como sigue: RBX 303 es el mayor accionista de la Pubtrans Incorporated. ¿Le recuerda algo?
Durante un momento, a Chuck no le recordó nada; de pronto, algo le llegó a la mente. La Pubtrans Incorporated era la compañía dueña del programa televisivo de Bunny Hentman.
—¿Quiere usted decir —preguntó Chuck—, que la empresa está en manos de...? —Se calló. Estuvo a punto de decir en manos de nuestros antiguos enemigos. Sin embargo, se abstuvo de decirlo; en primer lugar, porque, evidentemente, no podía hacerlo y, además... porque eran antiguos enemigos, no actuales. La Tierra y los alfanos estaban en paz y la hostilidad que les enfrentó ya había terminado. —Nunca había estado tan cerca de un alfano, ¿eh? —le dijo Bunny sutilmente—. Debería haberlo hecho. Es un gran pueblo. Sensible, con un prodigioso sentido del humor. La Pubtrans me tiene en nómina en parte porque RBX 303 cree personalmente en mí y en mi talento... él mismo movió cielo y tierra para que yo tuviera —alguien que en principio no era más que un cómico de club nocturno y que aparecía en la televisión sólo ocasionalmente— mi propio espectáculo, un espectáculo que ha logrado el éxito, al menos en parte, gracias al patrocinio de la Pubtrans.
—Entendido —dijo Chuck. Se sintió enfermo. Pero no conseguía averiguar por qué. Quizá por la situación en su conjunto; no conseguía entenderla—. ¿Son telépatas los alfanos? —preguntó, sabiendo que no lo eran, aunque, sin embargo... aquel alfano parecía poseer una clarividencia supranormal. Chuck tuvo la intuición de que el alfano estaba al corriente de todo; no existía ningún secreto que los alfanos no pudieran descubrir.
—No son telépatas —dijo Bunny—, dependen enormemente de su sentido auditivo; lo que los hace diferentes de nosotros, que tenemos ojos. —Miró fijamente a Chuck—. ¿Qué le pasa con los telépatas? Me refiero a que tendría que saberlo; durante la guerra, conseguimos muchos datos acerca del enemigo. No era usted tan pequeño como para no acordarse; debió usted crecer con ella.
Dark tomó la palabra bruscamente.
—Le diré lo que molesta a Rittersdorf; por un tiempo, sentí lo mismo. Rittersdorf ha sido contratado para encontrar nuevas ideas. No tiene ganas de que nadie le sondee el cerebro para leerlas. Sus ideas le pertenecen enteramente hasta el momento en que decida revelarlas. Si usted, Bunny, apareciera por aquí con un fungo de Ganímedes, ¡por todos los diablos!, sería una desleal violación de todos nuestros derechos personales; eso nos transformaría en surtidores de ideas. —Se volvió hacía Chuck—. No se preocupe por RBX 303; no puede leer sus pensamientos; todo lo que puede hacer es escuchar atentamente y captar las sutilezas y tonos de sus palabras... pero es increíble todo lo que puede llegar a descubrir así. Los alfanos son muy buenos psicólogos.
—Cuando me encontraba en la habitación de al lado —explicó el alfano—, estuve leyendo Life y escuché su conversación sobre el tema del nuevo personaje cómico, Siegfried Trots. Me interesó y decidí venir; dejé la cinta de audio y me levanté. ¿Todos satisfechos?
—A nadie le molesta su presencia —le aseguró Bunny al alfano.
—Nada —continuó el alfano— me calma, me divierte y me fascina tanto como una sesión de trabajo creativo desarrollado por los talentosos guionistas. Señor Rittersdorf, nunca le había visto trabajar antes de ahora, pero puede asegurarle que es usted una buena adquisición. Sin embargo, percibo su aversión, una aversión profundamente anclada, hacía el rumbo de la discusión. ¿Puedo preguntarle por qué, precisamente, encuentra tan inaceptable tanto a Siegfried Trots como a su deseo de terminar con su insoportable esposa? ¿Está usted casado, señor Rittersdorf?
—Sí —contestó Chuck.
—Quizá la idea de la intriga despierte en usted sentimientos de culpabilidad —le dijo el alfano con aspecto pensativo—. A lo mejor mantiene usted escondidos impulsos hostiles hacía su mujer.
—Creo que te equivocas de camino, RBX —le dijo Bunny—. Chuck y su mujer se han separado... ella ya ha ido a los tribunales. De todos modos, la vida privada de Chuck sólo le importa a él; nosotros le queremos para estrujarle la mente. Volvamos a lo nuestro.
—Insisto —continuó el alfano— en que hay algo muy raro y no típico en la reacción del señor Rittersdorf; me gustaría averiguar la razón. —Volvió la ciega cabeza, parecida a una simple protuberancia, hacía Chuck—. Quizá si nos viéramos con más frecuencia llegase a averiguarla. Me da la impresión de que a usted le resultaría beneficioso.
Rascándose la nariz con aire pensativo, Bunny Hentman opinó:
—Quizá ya lo sabe perfectamente, RBX. Quizá es, sencillamente, que no quiere decirlo. —Miró a Chuck y añadió—: Insisto en que el tema sólo le incumbe a él.
—Lo único que me pasa —explicó Chuck— es que la idea no me parece apropiada para una comedia. A eso se debe mi... —Iba a decir aversión—... mis dudas.
—Por mi parte no hay ninguna duda —replicó Bunny—. Le pediré a los de suministros que preparen un maniquí hueco parecido a un simulacro y en cuyo interior pueda meterse alguien; será más barato y mucho más seguro que comprar un sim de verdad. Y necesitaremos a una chica para que haga de mujer de Ziggy. Mi mujer, pues yo seré Ziggy.
—¿Y la amiguita? —preguntó Jones—. ¿La metemos en la historia o no?
—Sería una ventaja —respondió Dark—; podríamos poner a alguien con un buen par de tetas. Ya saben, una de esas chicas tan bien formadas. Les encantaría a los espectadores. Además, vamos a tener una mujer de aspecto mandón que, en ningún caso, puede tener un pecho provocativo. Debe ser una de esas mujeres en las que siempre fallan las operaciones.
—¿A quién se les ocurre que podríamos ofrecer el papel? —preguntó Bunny, con un folio y un lápiz en la mano.
—¿Qué tal esa chica que se ocupa de su agente? —preguntó Dark—. Esa muchacha de aspecto descarado... Patty no sé qué. Patty Weaver. Tiene un pecho realmente provocativo. Los medis le deben haber puesto 25 kilos, si no son 28.
—Firmaré el contrato con Patty esta misma noche —dijo Bunny Hentman asintiendo con la cabeza—. La conozco; está muy bien; y el papel le va como anillo al dedo. Nos queda por encontrar a la vieja bruja que haga de esposa. Dejaré que el propio Chuck elija a la actriz. —Soltó una carcajada de hiena.
Capítulo VIII
Cuando, ya entraba la noche, Chuck Rittersdorf, agotado, volvió a su desaliñado apartamento del Condado de Marin, California, fue detenido en el corredor por el fungo amarillento de Ganímedes. Eran las tres de la mañana. Demasiado.
—En su casa hay dos individuos —le informó Lord Running Clam—. Me parece que debe andarse con cuidado.
—Gracias —dijo Chuck, preguntándose quién le estaría esperando.
—Uno de ellos es su jefe de la CIA —le contó el fungo—, Jack Elwood. El otro es el jefe de Elwood, un tal Roger London. Han venido a interrogarle sobre su trabajo.
—No les he ocultado nada —se excusó Chuck—. De hecho, Mageboom, activado por Pete Petri, estuvo allí hasta que me contrató Hentman. —A disgusto, se preguntó por qué consideraban que aquel asunto era cosa suya.
—Exactamente —reconoció el fungo—. Pero, mire, ellos cuentan con un registro de videocomunicaciones suyas de esta tarde; primero, la conversación con Joan Trieste, luego, la que tuvo con el señor Hentman en Florida. Así que no sólo saben que usted trabaja para el señor Hentman, sino que también conocen el argumento del guión en que usted...
Aquello lo explicaba todo. Dejó al fungo y se dirigió a la puerta de su apartamento. Estaba sin cerrar; la abrió y se encontró ante los dos hombres de la CIA.
—¿De noche y tan tarde? —preguntó—. ¿Es algo tan importante? —Dirigiéndose al vestidor, de funcionamiento manual, como los de antes, colgó la chaqueta. El apartamento contaba con un agradable calor; los funcionarios de la CIA habían conectado el calefactor radiante no controlado mediante termostato.
—¿Es nuestro hombre? —quiso saber London. Era un hombre alto y encorvado, de cabellos canos y que andaría por la sesentena; Chuck ya se había tropezado con él algunas veces y la sensación que sacó de aquellos breves encuentros fue siempre de malestar—. ¿Es Rittersdorf?
—Sí —respondió Elwood—. Chuck, escucha atentamente. Hay algunas cosas relativas a Bunny Hentman que ignoras. Hechos relacionados con la seguridad. Sabemos la razón por la que has aceptado el trabajo; sabemos que no querías y que te viste obligado a hacerlo.
—¿Oh? —expresó Chuck, prudentemente. Era imposible que estuvieran al corriente de las presiones que el fungo telépata, al otro lado del pasillo, ejercía sobre él.
—Reconocemos perfectamente que tu situación es difícil —comentó Elwood—. Sobre todo por tu ex-mujer, Mary, el divorcio a su favor y la pensión alimentaria que te ha sacado; sabemos que necesitas dinero para hacer frente al pago de esas sumas. Sin embargo... —Miró de soslayo a London y London asintió con la cabeza; Elwood se inclinó para abrir el cierre automático de su maletín—. Aquí llevo el informe sobre Hentman. Su verdadero nombre es Sam Little. Durante la guerra, fue condenado por haber violado los contratos de intercambio que regulaban el comercio con los estados neutrales; en otros términos, Hentman procuraba mercancías de primera necesidad al enemigo por mediación de una red de intermediarios. Con todo, sólo estuvo un año en prisión; tenía un excelente equipo de abogados. ¿Quieres oír más?
—Sí —pidió Chuck—. Me costaría trabajo dejar mi empleo por cosas que pasaron hace quince años y...
—Entendido —replicó Elwood tras un nuevo intercambio de miradas entre él y su jefe, London—. Después de la guerra, Sam Little —o Bunny Hentman, nombre bajo el que es actualmente conocido—, se trasladó a vivir al Sistema Alfano. Lo que hizo allí, nadie lo sabe; nuestras fuentes de información nos fueron de utilidad nula en los territorios bajo control alfano. En todo caso, hace ya unos seis años, volvió a la Tierra con una buena cantidad de dinero interplan. Empezó a trabajar como cómico en diversos clubes y luego le contrató la Pubtrans Incorporated...
—Estoy al corriente —le interrumpió Chuck— de que es un alfano quien controla la Pubtrans. Le conozco. RBX 303.
—¿Le conoce? —Elwood y London estuvieron a punto de perder los ojos—. ¿Qué sabes de RBX 303? —preguntó Elwood—. Su familia, durante la guerra, dirigía el mayor consorcio de provisiones bélicas del Sistema Alfano. Su hermano forma parte actualmente del Consejo Alfano, colocado en su puesto directamente por el Dogo alfano. En otros términos: cuando uno trata con RBX 303 está tratando con el gobierno alfano. —Le arrojó a Chuck el informe—. Léete lo demás.
Chuck recorrió las hojas impecablemente mecanografiadas. No costaba mucho trabajo resumir el informe: los agentes de la CIA que lo redactaron estaban convencidos de que RBX 303 actuaba como representante no acreditado de una potencia extranjera y que Hentman estaba al corriente de ello. Aquella era la razón por la que sus actividades eran vigiladas por la CIA.
—La razón por la que te ofreció el trabajo —siguió Elwood— no es la que crees. Hentman no necesitaba a ningún guionista nuevo; tiene cinco. Te diré nuestra opinión. Pensamos que es por algo relacionado con tu mujer.
Chuck no dijo nada; siguió, indiferente, recorriendo con mucha atención las páginas del informe.
—A los alfanos —siguió Elwood— les gustaría recuperar Alfa III M2. Y el único modo posible de conseguirlo legalmente es lograr que los terrestres que viven en la Luna se marchen. De otro modo, según la Ley Interplan, los protocolos de 2040 surtirán efecto; la Luna se convertirá en una propiedad de los colonos y, como esos colonos son terrestres, la Luna entera será propiedad de la Tierra. Los alfanos no pueden hacer que los colonos se vayan, pero no dejan de vigilarles; saben perfectamente que se trata de una sociedad constituida por antiguos enfermos mentales del Hospital Neuropsiquiátrico Harry Stack Sullivan construido antes de la guerra. Los únicos que podrían hacer salir a los colonos de Alfa III M2 serían los terrestres, bien por mediación de TERPLAN o por el Servicio Interplan de Salud y Bienestar; podríamos concebir la idea de abandonar la luna... y cualquiera podría tomar entonces posesión de ella.
—Pero nadie —opinó Chuck— recomendará la evacuación de los colonos. —Aquello parecía totalmente incuestionable. Podían pasar dos cosas: o los terrestres dejaban en paz a los colonos o bien construirían un nuevo hospital donde los colonos serían ingresados para su curación.
—Sin duda, tienes razón —dijo Elwood—. Pero, ¿están los alfanos al corriente de todo esto?
—Y recuerden —comentó London con voz ronca y baja— que los alfanos son grandes jugadores. Toda la guerra no fue para ellos más que una gigantesca partida... que perdieron. No saben actuar de otro modo.
Aquello era verdad; Chuck asintió con la cabeza. Y, sin embargo, todo seguía sin tener sentido. ¿Qué influencia podía tener sobre las decisiones de Mary? Hentman sabía que él y Mary estaban separados legalmente; Mary se encontraba en Alfa III M2 y él, en la Tierra. Aun en el caso de que hubieran estado juntos en la Luna Alfana, Mary no le habría escuchado. Sus decisiones las tomaba ella sola.
No obstante, si los alfanos supieran que él era el encargado del control del simulacro Daniel Mageboom...
Sencillamente, no podía creer que lo supieran; era imposible.
—Tenemos una teoría —dijo Elwood, recuperando el informe y volviendo a guardarlo en el maletín—. Consideramos que los alfanos saben...
—No me digas —le interrumpió Chuck— que están al corriente de lo de Mageboom; eso sería como decir que se han infiltrado en la CIA.
—No... no iba a decir exactamente eso —se excusó Elwood, molesto—. Iba a decir que saben, lo mismo que nosotros, que tu separación de Mary es puramente legal, que sigues, como siempre, unido a Mary por lazos emocionales. Como la hemos reconstruido, su perspectiva sería la siguiente: las relaciones no tardarán en restablecerse entre tú y Mary. Lo esperéis o no.
—¿Qué ventaja obtendrían de ello? —preguntó Chuck. —En ese punto, su concepto de la situación se vuelve siniestro —replicó Elwood—. A decir verdad, hemos deducido todo esto a partir de informes periféricos, de fragmentos de datos recibidos de todas partes; podemos equivocarnos, pero creemos que los alfanos van a intentar asesinar a tu mujer.
Chuck no dijo nada; mantuvo el rostro impasible. Pasó el tiempo; nadie decía nada. Elwood y Roger London le miraban con curiosidad, preguntándose, evidentemente, por qué no respondía.
—Para ser totalmente sincero —gruñó finalmente London—, contamos con un informador en el mismísimo equipo de Hentman; no importa que sepa quién es. El informador nos ha dicho que el argumento del guión que Hentman y sus guionistas le enseñaron a usted cuando llegó a Florida tenía algo que ver con un simulacro de la CIA que asesinaba a una mujer. La esposa de un hombre que trabaja como agente de la CIA. ¿Es cierto?
Chuck movió lentamente la cabeza, mirando fijamente la pared, a la derecha de Elwood y London.
—Esa intriga —siguió London— se supone que le dará a usted la idea de intentar matar a la señora Rittersdorf con un sim de la CIA. Lo que Hentman y sus amigotes alfanos ignoran, claro, es que ya hay un sim de la CIA en Alfa III M2 y que usted es su operador; si llegan a descubrir eso... —Se calló; a continuación, lentamente, casi para sí mismo, añadió—: Comprenderían que no necesitan ningún guión enrevesado para darle a usted esa idea. —Estudió a Chuck—. Porque, con total certeza, usted ya lo ha pensado.
Tras una pausa, Elwood dijo:
—Es una especulación muy interesante. Si soy sincero, no se me había ocurrido la idea, pero habría acabado por pensar en ello. —Se dirigió a Chuck—. ¿Quieres renunciar a ser el operador del simulacro Mageboom para demostrar sin la menor duda que no tenías esa idea en mente?
Chuck respondió eligiendo las palabras cuidadosamente.
—Naturalmente que no. —Resultaba evidente que, si renunciaba, estaría reconociendo que tenían razón, que habían descubierto algo acerca de él y sus intenciones. Y, además, no tenía ninguna intención de apartarse de la tarea de Mageboom... por una excelente razón. Quería seguir adelante con su proyecto de asesinar a Mary.
—Si algo le llegase a pasar a la señora Rittersdorf —dijo London—, con lo que acabamos de decir, pesarían sobre usted graves sospechas.
—Ya lo sé —comentó Chuck.
—Mientras esté usted operando el sim Mageboom —le sugirió London—, ponga mucho cuidado para proteger a la señora Rittersdorf.
—¿Quiere mi opinión sincera? —preguntó Chuck.
—Naturalmente —replicó London al tiempo que Elwood asentía con la cabeza.
—Toda esta historia es absurda, una suposición que se apoya en datos aislados procurados por un agente demasiado imaginativo y que, por lo que se ve, ha estado ya mucho tiempo en contacto con las personalidades de la tele. ¿Cómo iba a modificar su decisión sobre Alfa III M2 y sus enfermos mentales el asesinato de Mary por mi parte? Si muere, será, sin más, reemplazada y ese alguien será quien tome la decisión final.
—Me parece —dijo Elwood dirigiéndose a su superior—, que no nos estamos enfrentando a un asesinato, sino a un intento de asesinato. Un asesinato, como amenaza suspendida sobre la cabeza de la doctora Rittersdorf, para obligarla a someterse. —Volviéndose hacia Chuck, siguió—: Eso suponiendo, claro, que la campaña de Hentman obtenga frutos. Siempre que te dejes influenciar por la lógica planteada en el guión de la tele.
—Parecen pensar que así es —dijo Chuck.
—Me parece —replicó Elwood— que la coincidencia es muy interesante: tú operas un simulacro de la CIA que actúa muy cerca de Mary, exactamente lo mismo que en el guión de Hentman. ¿Cuáles son las posibilidades...?
—Hay una explicación más razonable —le cortó Chuck—: de un modo u otro, Hentman ha descubierto que soy el operador del simulacro Mageboom y ha desarrollado su idea a partir de la situación. Y ya saben lo que significa eso. —La implicación resultaba evidente. A pesar de sus negativas, alguien se había introducido en el seno de la CIA. O bien...
Quedaba otra posibilidad. Lord Running Clam se había hecho con todos aquellos datos sondeando la mente de Chuck y los había transmitido a continuación a Bunny Hentman. En primer término, el fungo ejerció sobre él cierto tipo de chantaje para que aceptase el trabajo que le ofrecía Hentman y, en aquel momento, todos intentaban que ejecutase su plan sobre Alfa III M2. El guión de la tele no estaba destinado a imbuir en su mente la idea de asesinar a Mary; gracias a los poderes del fungo, la organización de Hentman ya sabía que era aquello lo que estaba pensando.
El guión debía hacerle saber, indirecta pero claramente, que ellos ya lo sabían. Y si no hacía lo que le ordenaban, la emisión sería teledifundida por todo el Sistema Solar. Siete mil millones de personas sabrían que proyectaba matar a su mujer.
Se trataba, no le quedaba más remedio que reconocerlo, de una razón drástica para cooperar con la organización de Hentman y hacer lo que querían; le tenían bien cogido. Ya habían conseguido un primer paso: habían hecho desconfiar a los altos funcionarios de la rama de la Costa Oeste de la CIA. Y, como dijo London, si a Mary le pasaba algo...
Y, sin embargo, seguía decidido a rematar su proyecto. O a intentar rematarlo. Y no simplemente bajo la forma de una amenaza, como deseaba la organización de Hentman, destinada a obligar a Mary a decretar cierta política relativa a los colonos psicóticos. Tenía intención de llegar hasta el final, como había previsto desde el principio. Por qué, lo ignoraba; después de todo, no tenía obligación de verla, de vivir con ella... ¿por qué le parecía tan vital su muerte?
Curiosamente, Mary debía ser la única persona que podía explorar su mente, siempre que tuviera ocasión, y descubrir cuáles eran sus verdaderos motivos; era su oficio.
La ironía del asunto le encantó. Y, a pesar de la proximidad de los dos astutos agentes de la CIA —por no hablar del omnipresente fungo amarillo que escuchaba desde detrás de la puerta cerrada al otro lado del pasillo—, se sintió muy bien. Afrontaba, consciente e inteligentemente, a dos facciones bien distintas, ambas muy hábiles; la CIA y la organización de Hentman estaban compuestas por pros a la antigua, pero Chuck, intuitivamente, sentía que, como resultado final, obtendría lo que él quería y no lo que querían ellos.
El fungo, claro, estaría percibiendo aquellos pensamientos. Esperó que se los comunicara a Hentman; Chuck quería que Hentman los conociera.
Cuando los dos oficiales de la CIA se hubieron marchado, el fungo se coló bajo la puerta cerrada de su apartamento y se materializó en el centro de la alfombra pasada de moda que se extendía de pared a pared. Habló con un tono de reproche, con un toque de justificada indignación.
—Señor Rittersdorf, le aseguro una cosa: no tengo ningún contacto con el señor Hentman; antes de la noche pasada, cuando vino para que usted firmase el contrato de trabajo, no le había visto nunca.
—¡Canallas! —exclamó Chuck al tiempo que se preparaba un café en la cocina. Eran ya las cuatro; sin embargo, gracias a los estimulantes ilegales que le había proporcionado Lord Running Clam, no sentía fatiga alguna—. Siempre escuchando detrás de las puertas —dijo—. ¿No vive nunca por sí mismo?
—Estoy de acuerdo con usted en un punto —respondió el fungo—; el señor Hentman, por la adaptación del guión, sí debía estar al corriente de sus intenciones acerca de su mujer... de otro modo, la coincidencia sería demasiado grande para resultar aceptable. Quizá, señor Rittersdorf, aparte de mí mismo, haya algún otro telépata.
Chuck le miró atentamente.
—Quizá alguno de sus colegas de la CIA —siguió el fungo—. O quizá se haya producido la fuga cuando estaba usted en el simulacro Mageboom en Alfa III M2; uno de los colonos psicóticos quizá sea telépata. Considero que me corresponde ayudarle a partir de este momento en todo lo que me resulte posible, para demostrarle así mi buena fe de un modo evidente; deseo demostrarle mi inocencia. Haré cuanto pueda para encontrar a ese telépata que le ha contado todo a Hentman y...
—¿Podría tratarse de Joan Trieste? —le interrumpió Chuck bruscamente.
—No. Conozco muy bien su mente y no posee tales poderes. Es una psi, ya lo sabe usted, pero su talento es referente al tiempo. —El fungo reflexionó—. A menos que... sepa, señor Rittersdorf, que sus intenciones pueden ser averiguadas de otro modo. Podría tratarse del poder psi de la precognición... eso, suponiendo que su proyecto, alguna vez, llegue a realizarse. Un precog, mirando el futuro, podría verlo y conocer todos los detalles ahora mismo. Es una idea que no debemos despreciar. Al menos, eso demostraría que el factor telepático no es el único elemento que permite explicar el hecho de que Hentman sepa lo que quiere usted hacerle a su mujer.
Chuck se vio obligado a reconocer las acertadas bases de la lógica del fungo.
—De hecho —dijo el fungo, animado por su propia agitación—, podría tratarse del funcionamiento involuntario de algún talento precog... alguien muy cercano a usted y totalmente ignorante de que posee ese talento. Alguien, digamos, de la organización de Hentman. Quizá el mismísimo señor Hentman.
—Hummm —dijo Chuck, pensativamente, llenando una taza de café caliente.
—Su futura trayectoria vital —siguió el fungo— está profundamente marcada por la espectacular violencia de su asesinato, perpetrado sobre la mujer a quien usted teme y odia. Ese espectáculo se sale de lo ordinario lo suficiente como para haber activado el talento latente del señor Hentman y, sin que siquiera supiera de donde venía, la idea del guión llegó a él como una inspiración... a menudo, los talentos psi funcionan exactamente así. Cuanto más lo pienso, más convencido estoy de que es precisamente esto lo que ha pasado. En consecuencia, tendría que decir que las teorías de los agentes de la CIA que han venido a verle hace un rato carecen de valor; Hentman y su colega alfano no se proponen enfrentarle a usted con ninguna pretendida previsión de sus intenciones... simplemente están haciendo lo que dicen: intentar dar con un guión válido para la tele.
—¿Y qué me dice de la aseveración de la CIA de que los alfanos quieren apoderarse de Alfa III M2? —preguntó Chuck.
—Es posible que esa parte sea verdad —concedió el fungo—. Sería algo típico por parte de los alfanos no renunciar y seguir esperando... después de todo, la Luna se encuentra en su Sistema. Pero, francamente —¿puedo expresarme con plena libertad?— la teoría de la CIA me parece un mero amasijo lamentable de aventuradas sospechas y algunos hechos aislados relacionados mediante la creación de complicadas y adecuadas hipótesis; y en el interior de cada una de esas hipótesis se presenta una cierta tendencia a la intriga. Se puede adoptar un punto de vista más sencillo, con mucho más sentido; usted, como empleado de la CIA, ya debe haber considerado todo lo anterior como totalmente carente de razón. Chuck se encogió de hombros.
—De hecho —continuó el fungo—, si puedo decirlo, su ansioso deseo de vengarse de su mujer resulta en parte de sus años pasados en contacto con el personal del servicio de información.
—Tiene usted que admitir una cosa —dijo Chuck—. Es mucha mala suerte que Hentman y sus guionistas hayan dado precisamente con esta idea para el guión de la tele.
—Mucha mala suerte, pero bastante divertida; piense que usted mismo dentro de poco estará trabajando en los diálogos del guión. —El fungo se rió—. Puede darles mucha verosimilitud. Hentman quedará encantado con el penetrante análisis que le hará usted... acerca de los motivos de Ziggy Trots.
—¿Cómo sabe que el personaje se llama Ziggy Trots? —Volvía a desconfiar.
—Lo he leído en su mente.
—Entonces, también estará leyendo que me gustaría que se fuese y quedarme solo. —No tenía sueño, pese a todo; tenía ganas de sentarse a la mesa y empezar a trabajar en el guión.
—Con mucho gusto. —El fungo se deslizó del apartamento y Chuck se quedó solo. El único ruido que se oía era el del reducido tráfico de la calle. Se quedó ante la ventana bebiendo café; cuando terminó, fue a instalarse ante la máquina de escribir y pulsó el botón que levantó y colocó en posición una hoja de papel en blanco.
Ziggy Trots, pensó con aversión. ¡Señor! ¡Qué nombre! ¿Qué tipo de personaje sugiere? Un idiota, como alguno de los Tres Chiflados. Alguien lo bastante deficiente, pensó con acidez, como para alimentar el deseo de matar a su mujer...
Empezó, con una prudencia totalmente profesional, a trabajar en la primera escena. En ella aparecería, naturalmente, Ziggy, en la casa, desempeñando alguna inofensiva tarea. Quizá leyendo el homeodiario de la tarde. Y, semejante a una arpía, su mujer estaría por allí, dándole algo de trabajo. Sí, pensó Chuck, puedo prestar mucha verosimilitud a la escena; puedo inspirarme en los muchos años de experiencia. Empezó a teclear.
Escribió durante varias horas, maravillado por la eficacia de los estimulantes ilegales de hexoanfetamina; no sentía fatiga alguna... de hecho, trabajaba más deprisa que de ordinario. A las siete y media, cuando la calle empezó a quedar bañada por los rayos largos y dorados del sol matinal, se levantó, envarado, se dirigió a la cocina y se preparó el desayuno. Y, ahora, al otro trabajo, se dijo. A las ocho y media salió hacía el edificio de la CIA de San Francisco. Y hacía Daniel Mageboom.
Con un trozo de tostada en la mano, volvió a situarse ante la máquina de escribir, echando un rápido vistazo a los folios escritos. El resultado no era totalmente malo... y los diálogos, a decir verdad, eran los mismos que llevaba escribiendo desde hacía años. Si los enviaba por vía aérea urgente a Hentman, en Nueva York, el cómico los tendría entre sus manos en menos de una hora.
A las ocho y veinte, mientras se afeitaba en el baño, oyó el timbre del videófono. La primera llamada que recibía desde que se había mudado.
Se dirigió al aparato y lo encendió.
—Diga.
En la minúscula pantalla, se formó el rostro de una joven; tenía rasgos irlandeses de sorprendente belleza; Chuck parpadeó.
—¿Señor Rittersdorf? Soy Patricia Weaver; me acabo de enterar de que Bunny Hentman quiere que interprete un papel en un guión que está usted escribiendo. Me gustaría tener un ejemplar; me muero de ganas de leerlo. Desde hace años, sueño con aparecer en uno de los programas de Bunny; le admiro tanto que sería capaz de ir al infierno por él.
Naturalmente, tenía una fotocopiadora Thermofax; podía sacar todas las copias que quisiera del guión.
—Le enviaré lo que tengo por ahora. Pero no es definitivo y Bunny aún no lo ha visto para dar su aprobación; ignoro lo que conservará. Quizá nada.
—Por el modo en que Bunny habla de usted —dijo Patricia Weaver—, estoy segura de que conservará todo. ¿Podría hacerlo? Le daré mis señas. De hecho, vivo muy cerca de usted. Usted está arriba, en la parte alta de California del Norte y yo abajo, en LA, en Santa Mónica. Podríamos vernos; ¿le molesta? Y podría escuchar cómo leo mi papel.
Su papel. ¡Gran Dios! No había escrito ni una sola línea acerca de ella, acerca de la agente secreto de andares ondulantes, caderas generosas y pezones dilatados... sólo había escrito las escenas entre Ziggy y su arisca mujer.
Sólo le quedaba una solución. Pedir medio día de permiso en la CIA y quedarse en casa para escribir algunos diálogos más.
—Le diré lo que vamos a hacer —sugirió Chuck—. Le llevaré un ejemplar del guión. Déme tiempo hasta la tarde. —Buscó un papel y un lápiz—. ¿Cuáles son sus señas? —¡El simulacro Mageboom podía irse al diablo! Nunca había visto a una chica tan guapa, en toda su vida. Todo, todo lo que era exterior a ella se había convertido en mediocre, arrastrado brutalmente a su justa perspectiva.
Anotó la dirección de la joven y colgó el videófono con mano temblorosa; a continuación hizo un paquete con las páginas para Bunny Hentman. De camino a San Francisco, echó el sobre en el buzón del cohete urgente y todo quedó arreglado. Mientras se dedicaba a sus ocupaciones en la CIA, podría reflexionar sobre el texto de la señorita Weaver; a la hora de cenar ya estaría listo para plasmarlo en papel y a las ocho ya tendría las páginas de su parte del guión listas para ser enseñadas. Las cosas, decidió, no van tan mal después de todo. Evidentemente, mi actual situación presenta una notable mejora con respecto a mi vida de pesadillas con Mary.
Llegó ante el edificio de la CIA de San Francisco, situado en la calle Sansón, y se dirigió a la familiar puerta principal.
—Rittersdorf —dijo una voz—, venga a mi despacho. —Era Roger London, alto y de rostro severo y enfermizo, que le miraba con disgusto.
¿Más charlas?, se preguntó Chuck mientras seguía a London hasta su despacho.
—Señor Rittersdorf —le dijo London cuando la puerta se cerró—, la noche pasada, instalamos unos micros en su piso; sabemos todo lo que hizo después de nuestra partida.
—¿Y qué hice? —Aunque su vida dependiera de ello, era incapaz de recordar algo que pudiera haber provocado el interés de la CIA... a menos que, durante la conversación con el fungo, hubiera hablado más de la cuenta. Los pensamientos del ganimediano, naturalmente, no podían ser registrados en las cintas de audio o vídeo. Sólo recordaba que había hecho la observación de que era una mala suerte colosal el que el guión de tele que quería Hentman tratase de un hombre que asesinaba a su mujer gracias a un sim de la CIA. Y seguramente aquello.
—Usted ha estado despierto toda la noche —dijo London—. Trabajando. A menos que haya usted conseguido drogas ilegales en la Tierra, es algo imposible. Usted tiene contactos no-Ts que le facilitan las drogas y, en consideración a ese hecho... —Observó a Chuck atentamente—... queda usted relevado temporalmente de sus funciones. Representa un riesgo para nuestra seguridad.
Aturdido, Chuck replicó:
—Pero, para poder atender mis dos trabajos...
—Es indudable que un empleado, tan estúpido como para ser capaz de usar drogas estimulantes ilegales y no-Ts, no puede cumplir con su deber entre nosotros —dijo London—. A partir de hoy, el simulacro Mageboom será dirigido por un equipo compuesto por Pete Petri y un hombre a quien no conoce, Tom Schneider. —Los severos rasgos de London se retorcieron con una mueca burlona—. Todavía le queda el otro trabajo... ¿verdad?
—¿Qué quiere decir con ese verdad? —Claro que seguía con el trabajo de Hentman. Habían firmado un contrato.
—Si las hipótesis de la CIA son correctas —siguió London—, Hentman no le necesitará cuando sepa que ya no trabaja usted con el simulacro Mageboom. Me atrevería a decir que, en unas doce horas... —London echó un vistazo al reloj de pulsera—... a eso de las nueve de la noche, descubrirá usted, desagradablemente, que no tiene ya ningún trabajo. Considere entonces si quiere mostrarse un poco más colaborador con nosotros; sé que le alegrará recuperar su antiguo empleo y volver a trabajar aquí. Punto final. —London abrió la puerta del despacho—. A propósito —preguntó—, ¿me haría el favor de decirme quién le facilita las drogas?
—Niego formalmente que emplee drogas ilegales —replicó Chuck. Pero ni siquiera a él mismo le sonó convincente; London también lo sabía.
—¿Por qué no se limita a cooperar con nosotros? —preguntó London—. Renuncie a su trabajo con Hentman, dénos el nombre de su contacto en drogas... y tendrá libre acceso al simulacro Mageboom dentro de un cuarto de hora. ¿Qué razones tiene para...?
—El dinero —dijo Chuck—. Necesito el dinero de los dos empleos. —Y soy objeto de un chantaje, se dijo a sí mismo. Por parte de Lord Running Clam. Pero no podía revelar aquel hecho... y menos a London.
—Entendido —contestó London—. Puede irse. Llámenos cuando vea que puede dejar de trabajar para Hentman; quizá nos contentemos con esa única condición. —Le sujetó la puerta.
Aturdido, se encontró en la ancha escalinata que conducía a la entrada del edificio de la CIA. Aquello parecía increíble y, sin embargo, todo había ocurrido; había perdido el trabajo en el que llevaba tantos años, y por una razón que, a sus ojos, carecía de peso. No tenía ninguna posibilidad de llegar hasta Mary. ¡Al diablo su salario! El dinero de la organización de Hentman le bastaba y le sobraba. Pero, privado del simulacro Mageboom, no podía llevar su plan a cabo —plan que, obviamente, había prolongado en todo caso durante demasiado tiempo— y la idea le sumió en un horrible sentimiento de inutilidad; toda su razón de ser se había convertido en humo repentinamente.
Empezó a subir con paso indeciso por los escalones, nuevamente, dirigiéndose a la puerta principal del edificio de la CIA. Un guardia uniformado se materializó, saliendo de la nada, y le cerró el paso.
—Señor Rittersdorf, no sabe cuánto lo siento, pero he recibido órdenes de no dejarle pasar.
—Quería ver de nuevo al señor London. Cosa de un minuto.
Utilizando el intercom portátil, el guardia llamó.
—De acuerdo, señor Rittersdorf, puede usted ir hasta el despacho del señor London. —Se apartó a un lado y el torno de entrada se abrió ante Chuck automáticamente.
Un instante más tarde estaba de nuevo ante London, en el enorme despacho recubierto de madera.
—¿Ha tomado una decisión? —preguntó London.
—Quería precisar un punto. Si Hentman no me echa a la calle, ¿no probará eso de facto que sus sospechas hacía él están injustificadas? —Esperó. London frunció el ceño... frunció el ceño, pero no respondió—. Si Hentman no me echa —insistió Chuck—, les demandaré por haberme suspendido, acudiré ante la Comisión del Servicio Civil y les haré saber lo que...
—Usted ha sido suspendido —le dijo London en voz baja— por usar drogas ilegales. Digamos la cruda verdad: hemos registrado su apartamento y las hemos encontrado. Usted está tomando GB-40, ¿no es verdad? Puede trabajar veinticuatro horas diarias continuamente tomando GB-40; felicidades. Sin embargo, ahora que no tiene este empleo, el hecho de ser capaz de trabajar noche y día sin detenerse no parece muy ventajoso. Así que también le deseo suerte. —Se apartó, se sentó a la mesa y tomó un documento; la conversación había terminado.
—Comprenderá que se equivoca —dijo Chuck— cuando vea que Hentman no me despide. Todo lo que le pido es que revise la situación cuando llegue el momento. Hasta pronto. —Salió del despacho, dando un portazo. Hasta pronto y Dios sabe por cuánto tiempo, pensó.
De nuevo, se encontró en el exterior del edificio, en la calle, a primeras horas de la mañana, desconcertado, zarandeado por las hordas de personas que pasaban ante él apresuradamente. ¿Y ahora?, se preguntó. Su vida, por segunda vez en un mes, se veía alterada: primero, la separación de Mary... ahora, esto. Demasiado, se dijo, preguntándose si le quedaba algo.
Le quedaba el trabajo con Hentman. Y únicamente el trabajo con Hentman.
Tomó un taxi autónomo para volver a su apartamento y apresuradamente —de hecho, desesperadamente— se instaló ante la máquina de escribir. Ahora, se dijo, escribo el texto de la señorita Weaver; olvidó lo demás y limitó su universo a las dimensiones de la máquina de escribir y el papel. Escribiré un buen papel, reflexionó. Y... quizá obtenga algo a cambio.
Se puso a trabajar. A las tres de la tarde había terminado; se levantó, agotado, se estiró y se dio cuenta del cansancio de su cuerpo. Pero su mente seguía lúcida. Así que han colocado micros en el apartamento, se dijo. Con cintas de audio y de vídeo. En voz alta, para que le grabasen bien, dijo:
—Esos cerdos de la CIA... espiándome. Patológico. Francamente, es todo un alivio haberme librado de esa atmósfera de sospecha y... —Dejó de hablar. ¿Para qué servía? Se dirigió a la cocina y preparó algo de comer.
A las cuatro, vestido con su mejor traje —un traje azul y negro de ruzlón titaniano—, duchado, afeitado y perfumado con aromas masculinos como sólo los labos de químico podían fabricar, salió de su piso y se encaminó a buscar un aerotaxi con el manuscrito bajo el brazo; estaba en marcha hacía Santa Mónica y la casa de Patty Weaver para... sólo Dios lo sabía. Pero él tenía grandes esperanzas.
Si aquello no salía bien, entonces, ¿qué?
Una buena pregunta y una pregunta a la que esperaba no tener que contestar. Ya había perdido demasiadas cosas; el mundo que se había construido estaba sufriendo un insidioso trabajo de zapa, tanto por la pérdida de su mujer como por la de su trabajo habitual en un lapso de tiempo considerablemente corto; sentía que su sistema perceptivo estaba un poco desorientado. Sus sentidos esperaban ver a Mary por la tarde y el despacho de la CIA por la mañana; pero no encontraba ni lo uno ni lo otro. Algo debía ocupar aquel vacío. Sus sentidos lo reclamaban ardientemente.
Paró un aerotaxi y le dio las señas de Patty Weaver en Santa Mónica; luego, recostándose en el asiento, sacó el manuscrito y empezó a releer las páginas del texto efectuando correcciones de última hora.
Una hora más tarde, poco después de las cinco, el taxi empezó a descender hacía la terraza del edificio residencial de Patty Weaver, notablemente hermoso, grande y a la última moda. Es el gran momento, se dijo Chuck. Una copa, un poco de charla con una estrella de la tele de pecho puntiagudo... ¿qué más se podía pedir?
El taxi se posó. Un poco tenso, Chuck pagó la carrera.
Capítulo IX
Como signo favorable, Patricia Weaver estaba en casa; abrió la puerta de su apartamento y dijo:
—¡Oh, Dios mío, es usted el hombre que ha escrito mi guión! Llega muy pronto, me dijo por el videófono...
—Terminé antes de lo que pensaba. —Chuck entró en el piso, echando un vistazo al mobiliario hipermoderno; toda la decoración era de estilo neo-precolombino, basado en los recientes descubrimientos arqueológicos de las civilizaciones de América del Sur. Todos los muebles habían sido tallados a mano. En las paredes colgaban algunos de los recientes cuadros animados, en constante movimiento; se trataba de dos máquinas bidimensionales que se desplazaban provocando un ligero rumor, como la marea de un distante océano. O, pensó más prácticamente, como un autofac subsuperficial. No estuvo seguro de que le gustasen.
—Lo ha traído —dijo la señorita Weaver, encantada. Llevaba, cosa curiosa a aquella hora de la tarde, un traje de alta costura de Paris, de los que se ven en las revistas pero nunca en la realidad. ¡Qué lejos estaba del despacho en la CIA! El traje era exuberante y complicado, como los pétalos de una flor no-T; debió haber costado por lo menos mil pavos, decidió. Era un traje que podía valer un contrato; su seno derecho, firme y erguido, quedaba enteramente al descubierto; era un traje muy elegante. ¿Esperaría alguna visita? ¿Por ejemplo, la de Bunny Hentman?
—Iba a salir —le explicó Patty—. A un cóctel. Pero llamaré y me excusaré. —Se dirigió al videófono; los tacones, altos y puntiagudos, resonaron en el suelo de cerámica sintética estilo inca.
—Espero que le guste el guión —dijo Chuck, paseándose por la sala y sintiéndose muy bajito. Todo aquello le sobrepasaba un poco: el traje elegante y caro, los muebles tallados a mano... Se situó ante un cuadro y observó su superficie abstracta deslizándose y modificándose, formando combinaciones totalmente nuevas... y que nunca se repetían.
Patty volvió del videófono.
—He conseguido hablar con él antes de que saliera de los estudios de la MGB. —No especificó quién, y Chuck prefirió no preguntar; aquello, probablemente, le habría hecho aún más insignificante—. ¿Una copa? —La joven fue hasta el aparador, abrió una vitrina precolombina de madera y oro que dejó al descubierto filas de botellas—. ¿Qué le parecería un wuzzball iónico? Es snig; tiene que probarlo. Apuesto a que no conocen estas cosas en California del Norte... Son tan... —La joven esbozó un gesto ambiguo—. Tan... extraños por allí arriba. —Empezó a preparar los cócteles.
—¿Puedo ayudarle? —Se acercó a ella, sintiéndose serio y protector... o, al menos, ansioso por serlo.
—No, gracias. —Patty le pasó su copa con mano experta—. Déjeme que le pregunte una cosa —dijo— antes de mirar el guión. ¿Es importante mi papel?
—Hum —dijo Chuck. Le había concedido tanta importancia como le había sido posible, pero el hecho era el siguiente: su papel era un papel menor. Ella se llevaba la cabeza del pez, pero los filetes eran de —necesariamente— Bunny.
—Quiere decir que es insignificante —comentó Patty, dirigiéndose hasta un diván que parecía una banqueta, en el que se sentó; los pétalos del vestido se abrieron en sus costados—. Haga el favor de enseñármelo. —Su aspecto era plenamente profesional; se mantenía en perfecta calma.
Sentándose frente a ella, Chuck le tendió las páginas del guión. Se trataba de todo el material que enviara a Bunny, así como la parte más reciente, con su papel en especial, que Bunny todavía no había leído. Quizá era poco adecuado enseñárselo a Patty antes de que Bunny lo viera... pero había decidido hacerlo, fuese un error o no.
—Esta otra mujer —dijo al poco tiempo Patty, que no dedicó mucho tiempo a estudiar el material—, la esposa, la insoportable mujer a la que Ziggy ha decidido asesinar, tiene un papel mucho más importante; está en todas las páginas y yo sólo aparezco en la última escena. En su despacho, cuando ella llega... en el Cuartel General de la CIA... —Señaló el texto.
Lo que decía Patty era verdad. Chuck lo había hecho lo mejor posible, pero el resultado era aquél; un hecho era un hecho, y Patty era demasiado profesional como para no darse cuenta.
—Lo he desarrollado cuanto he podido —dijo honestamente.
—Son muy poca cosa esos papeles en los que una chica sólo tiene que intentar parecer sexy y en los que realmente no tiene nada que decir. Sencillamente, no tengo ningunas ganas de salir con un traje ajustado con mucho escote y servir sólo como decorado. —Le devolvió el guión—. Señor Rittersdorf, por amor del cielo, déme un papel más consistente. Bunny no lo ha leído, ¿verdad? De momento, la cosa está entre usted y yo. Así que, quizá entre los dos, podamos encontrar algo mejor. ¿Qué le parecería una escena en un restaurante? Ziggy se encuentra con la chica —Sharon— en un pequeño restaurante de moda y aparece la esposa... Ziggy tenía que verse con ella allí, en la ciudad, no en la casa, en su apartamento, y así, Sharon, mi personaje, podría también entrar en esa escena.
—Hummm —dijo Chuck. Bebió un sorbo; el cóctel era una mezcla extraña y azucarada, muy parecida al hidromiel. Se preguntó qué llevaría. Frente a él, Patty acabó el suyo y se dirigió hacía el bar para prepararse otro.
Chuck también se levantó y anduvo hasta colocarse a su lado; el delicado hombro de la joven le rozó y pudo respirar el extraño y particular perfume de la bebida que preparaba. Uno de los ingredientes, observó, provenía de una botella claramente no-T; la tipografía de la etiqueta parecía alfana.
—Proviene de Alfa I —explicó Patty—. Regalo de Bunny; la consiguió de los alfanos que conoce; Bunny conoce a toda clase de criaturas del universo habitado. ¿Sabe que durante algún tiempo vivió en el Sistema Alfano? —La joven levantó su copa y se volvió para mirarle a la cara, bebiendo ligeros sorbos del cóctel con aspecto meditabundo—. Me gustaría visitar otro sistema estelar. Una se debe sentir casi... no sé cómo decirlo... sobrehumana.
Dejando la copa, Chuck apoyó las manos en los estrechos hombros, bastante firmes, de Patty Weaver; el traje crujió.
—Aunque no mucho, sí puedo aumentar algo su papel.
—Entendido —replicó Patty. Se apoyó en él, suspirando al tiempo que apoyaba la cabeza en su hombro—. Este papel es muy importante para mí —le dijo. Sus largos cabellos castaños le rozaron la cara, cosquilleándole en la nariz. Tomándole la copa de las manos, Chuck bebió y la dejó en el mostrador.
La siguiente escena de la que tuvo conciencia fue que se encontraban en el dormitorio.
Los cócteles, pensó. Habrán sido potenciados por el GB-40, el estimulante talámico que me ha dado Lord Como-se-llame. El dormitorio estaba casi en completas tinieblas, pero podía ver, recortada su silueta más allá de su brazo derecho, a Patty Weaver sentada en el borde de la cama, desabotonando una de las partes más complicadas de su vestido. El traje acabó por soltarse y Patty lo llevó con mucho cuidado al armario, donde lo colgó; volvió, haciendo algo extraño con los pechos. La observó durante un momento, hasta que descubrió que se estaba masajeando la caja torácica; había estado comprimida dentro del traje y, al fin, podía liberarse y moverse sin problemas. Sus dos senos, descubrió, eran de un volumen ideal, aunque, en su mayor parte, sintético. Mientras Patty andaba, apenas oscilaban; el izquierdo, lo mismo que el derecho, que estaba ya al descubierto, parecía notablemente firme.
Mientras Patty se dejaba caer en la cama como una piedra, a su lado, donde él ya estaba tumbado, sonó el videófono.
—«—» —dijo Patty, cosa que le sorprendió. Se deslizó de la cama, se levantó y buscó una bata a tientas; la encontró y salió de la alcoba, descalza, anudándose el cinturón—. Ahora mismo vuelvo, querido —dijo, prosaica—. Espera y sé bueno.
Chuck se quedó acostado, mirando el techo, dejándose penetrar por la suavidad —respirando su suave perfume— de la cama. Un largo, muy largo, rato pareció transcurrir. Se sentía muy feliz. Aquel tipo de espera constituía un tranquilo placer.
Luego, bruscamente, se dio cuenta de que Patty Weaver se encontraba en el umbral del dormitorio, cayéndole los cabellos sobre los hombros como una cascada de avellanas. Esperó, pero ella no se acercaba a la cama. De golpe, comprendió que Patty no iba a hacerlo; no se acercaría más. Chuck se incorporó a toda prisa; la lánguida relajación disminuyó hasta desaparecer.
—¿Quién era? —preguntó.
—Bunny.
—¿Y?
—Se ha roto el trato. —Entró en la alcoba, pero se dirigió hacía el armario; sacó una falda sencilla y una blusa. Recogiendo la ropa interior, se marchó, evidentemente para vestirse en otra parte.
—¿Por qué se ha roto? —Saltó de la cama y empezó a vestirse febrilmente. Patty había desaparecido; en alguna parte del apartamento, se cerró una puerta. Patty no respondía. Evidentemente, no le escuchó.
Mientras Chuck se sentaba en la cama, totalmente vestido, para atarse los zapatos, Patty volvió; también iba totalmente vestida. Empezó a cepillarse el cabello con rostro inexpresivo; le observó mientras se ataba los cordones desmañadamente, sin hacer comentarios. Era, pensó Chuck, como si estuviera a años luz de distancia; todo el dormitorio se impregnó de su fría indiferencia.
—Dime —repitió— por qué se ha roto el trato. Dime exactamente lo que te ha dicho Bunny Hentman.
—¡Oh! Me ha dicho que no iba a utilizar tu guión y que si le llamabas, o si me llamabas a mí... —Entonces, por primera vez desde la videollamada, sus ojos se clavaron en él, como si realmente le viera por primera vez—. No le he dicho que estabas aquí. Pero ha dicho que si te veía, te dijera que había pensado en tu idea y te transmitiera su opinión de que no valía nada.
—¿Mi idea?
—El conjunto del guión. Ha leído las páginas que le has mandado por correo urgente y ha decidido que son horriblemente malas.
Chuck sintió que sus orejas ardían y se helaban a la vez; el dolor se le extendió por el rostro, como una helada que le entumeciese los labios y la nariz.
—Así que —siguió Patty— les ha pedido a Dark y a Jones, sus guionistas habituales, que escriban algo totalmente diferente.
Tras un largo rato, Chuck preguntó con voz seca:
—¿Tengo que ponerme en contacto con él?
—No ha dicho nada al respecto. —Terminó de cepillarse el pelo; salió del dormitorio y volvió a desaparecer. Levantándose.
Chuck la siguió, encontrándola en el salón; la joven estaba ante el videófono, marcando un número.
—¿A quién llamas? —preguntó.
—A un conocido —replicó Patty con voz distante—. Para que me lleve a cenar.
Con voz rota por la pena, Chuck dijo:
—Deja que yo te invite a cenar. Me gustaría hacerlo.
La joven ni siquiera se molestó en contestar; siguió marcando.
Yendo hasta el diván precolombino, empezó a recoger las páginas del guión y las volvió a meter en su sobre. Entre tanto, Patty comunicó; escuchó, como fondo, su voz baja y casi imperceptible.
—Hasta otro día —dijo Chuck. Se puso la chaqueta y se dirigió apresuradamente hacía la puerta del apartamento.
Patty ni siquiera apartó los ojos de la pantalla del videófono; estaba absorta en la conversación.
Presa de una cólera que le torturaba, Chuck cerró de un portazo y casi corrió por el pasillo enmoquetado hasta el ascensor. Tropezó en dos ocasiones y pensó: ¡Señor! Todavía me encuentro bajo los efectos de la bebida. Quizá toda esta historia no sea más que una alucinación provocada por la potenciación del GB-40 y del... ¿cómo lo llamó...? el wuzzfur ganimediano o no sé cómo. Su cerebro parecía totalmente inerte, frío, insensible; su mente permanecía totalmente congelada y el único pensamiento que consiguió esbozar fue que debía salir del edificio, irse lejos de Santa Mónica y regresar a California del Norte, a su propia casa.
¿Tendría razón London? No podía decirlo; quizá no era nada más que lo que había dicho la chica: que las páginas eran muy malas y no había nada más que decir. Pero, por otro lado...
Tengo que hablar con Bunny, decidió. Inmediatamente. De hecho, tendría que haberle llamado desde el apartamento.
Al llegar a la planta baja, al nivel del suelo del inmueble residencial, encontró una cabina de videófono; una vez en su interior, empezó a marcar el número de la organización de Hentman. Y, acto seguido, de golpe, apoyó el auricular sobre el traje. ¿Tengo ganas de saberlo?, se preguntó. ¿Puedo soportar la verdad?
Salió de la cabina y se quedó inmóvil durante unos instantes; luego franqueó la puerta del inmueble y salió a la calle de primeras horas de la tarde. Al menos, debo esperar a recuperarme, pensó. Hasta que se disipe el efecto de la bebida, de esa sustancia tóxica no-T que me ha dado.
Con las manos en los bolsillos, echó a andar sin rumbo fijo por el pasillo móvil para peatones. Y, a cada minuto que pasaba, se sentía cada vez más asustado y desesperado. Todo se derrumbaba a su alrededor. Y él parecía totalmente incapaz de impedir aquel derrumbe; sólo podía ser testigo, completamente impotente, dominado y arrastrado por procesos que estaban tan por encima de él que resultaban incomprensibles.
Una voz femenina, pregrabada, repetía en su oído:
—Será un cuarto de pavo, señor. Introduzca monedas, no billetes, en la ranura.
Parpadeante, miró a su alrededor y descubrió que volvía a encontrarse en una cabina de videófono. Pero, ¿a quién llamaba? ¿A Bunny Hentman? Rebuscando por los bolsillos, encontró el cuarto de pavo y lo introdujo en la ranura receptora del videófono. La imagen se formó inmediatamente.
No había marcado el número de Bunny Hentman. En la pantalla, frente a él, se encontraba la imagen miniaturizada de Joan Trieste.
—¿Qué te pasa? —preguntó Joan, intuitiva—. Tienes un aspecto horrible, Chuck. ¿Estás enfermo? ¿Desde dónde llamas?
—Estoy en Santa Mónica —dijo. Al menos, suponía que aún se encontraba allí; no recordaba en absoluto haber hecho el viaje de vuelta a la Bahía de SF. Y no parecía haber pasado mucho tiempo... ¿o se equivocaba? Miró el reloj de pulsera. Habían transcurrido dos horas; eran más de las ocho—. No consigo creérmelo todavía, pero esta mañana me han relevado de mis funciones en la CIA porque representaba un riesgo para la seguridad, y ahora...
—¡Gran Dios! —dijo Joan, escuchando atentamente.
—Aparentemente, Bunny Hentman me ha despedido, aunque no puedo estar seguro. Francamente, me da miedo ponerme en contacto con él.
Hubo un silencio. Al fin, Joan volvió a hablar tranquilamente:
—Tienes que llamarle, Chuck. O, si lo prefieres, lo hago yo en tu nombre; le diré que soy tu secretaria, o algo así... me apañaré bien, no te preocupes. Dame el número de la cabina desde la que me llamas. Y no te dejes abatir; te conozco y sé que empezarás a pensar otra vez en el suicidio y, si intentas suicidarte en Santa Mónica, no podré ayudarte; no llegaría a tiempo.
—Gracias —dijo—. Es agradable saber que alguien se preocupa por uno.
—Lo único que pasa es que te han ocurrido muchas cosas en los últimos tiempos —le dijo Joan con su habitual forma de hablar inteligente y racional—. La ruptura con tu mujer y ahora esto...
—Llámale —la interrumpió Chuck—. Apunta el número. —Mantuvo el papel con el número ante la videopantalla y Joan lo anotó.
Tras colgar, se quedó en la cabina, fumando, pensativo. Su cerebro empezaba ya a salir de la bruma y se preguntó qué habría hecho entre las seis y las ocho. Sus piernas parecían anquilosadas y doloridas por la fatiga; quizá había andado, recorriendo las calles de Santa Mónica sin objetivo, al azar.
Rebuscando en el bolsillo de la chaqueta, sacó la caja con las cápsulas de GB-40 que se había llevado; consiguió, aun sin agua, tragarse una. Aquello —supuso— disiparía los efectos de la fatiga. Pero nada, salvo una operación en el lóbulo frontal, le haría olvidar la desastrosa situación en que se encontraba.
El fungo, pensó. Quizá él pueda ayudarme.
Por mediación de los infos del Condado de Marin, consiguió el número de videófono de Lord Running Clam; le llamó, introduciendo las monedas en la ranura y esperando mientras sonaba el timbre y la pantalla permanecía vacía.
—Hola. —Palabras, bajo una forma no auditiva, sino visual, que le recibieron, materializándose en la pantalla. El fungo, carente del don de la palabra, no podía utilizar el circuito de audio.
—Soy Chuck Rittersdorf —dijo.
Otras palabras.
—Está usted en un lío. No puedo sondear su mente a esta distancia, pero percibo el cambio del timbre de su voz.
—¿Tiene usted alguna influencia sobre Hentman? —preguntó Chuck.
—Como ya le dije anteriormente... —Las palabras, una estrecha banda, desfilaron por la pantalla, transmitidas por el sistema de vídeo—. Ni siquiera le conocía.
—Evidentemente —dijo Chuck—, me ha largado. Me gustaría que hablase con él para que me volviese a aceptar. —Señor, pensó, tengo que conseguir algún tipo de trabajo—. Fue usted —continuó— quien me empujó a firmar el contrato que me proponía; se le podría imputar cierta responsabilidad.
—Su trabajo en la CIA...
—Suspendido. Por mi asociación con Hentman. —Brutalmente, Chuck dijo—: Hentman conoce a muchos no-Terrestres.
—Entiendo —formaron las palabras—. Sus servicios de seguridad son excesivamente neuróticos. Aunque debí esperar algo parecido, no lo hice. Pero usted sí tenía que haberlo hecho, pues lleva trabajando en la CIA varios años.
—Escuche —continuó Chuck—. No le he llamado para discutir y averiguar a quién culpar; lo que quiero es un empleo, cualquier empleo. —Debo conseguirlo esta misma noche, se dijo. No puedo esperar.
—Lo pensaré —le informó el fungo por medio de la banda de palabras desfilantes—. Déme...
Chuck colgó salvajemente.
De nuevo, se quedó confinado en la cabina, fumando y esperando, preguntándose qué le diría Joan cuando le llamara. Quizá, pensó, no lo hará. Especialmente, si las noticias eran malas. ¡Qué asco! Vaya lío en el que me he metido, solo, sin ayuda...
Sonó el videófono.
Levantando el auricular, preguntó:
—¿Joan?
En la pantalla se formó su pequeña imagen.
—He llamado al número que me diste, Chuck. He hablado con alguien de su equipo, un tal Feld. La situación era un poco confusa. Todo lo que Feld me ha dicho es que leyese el homeodiario de la tarde.
—Vale —replicó Chuck, sintiéndose aún más helado que antes—. Gracias. Compraré un homeo de LA; quizá te vea un poco más tarde. —Cortó la comunicación, salió de la cabina y se lanzó en busca de un vendedor de homeos.
No le hicieron falta más que unos instantes para tener entre las manos el homeo de la tarde; a la luz de la vitrina de una tienda empezó a leer. Estaba en primera página. Naturalmente, no podía ser de otro modo; Hentman era el payaso número 1 de la tele.
BUNNY HENTMAN DETENIDO POR LA CIA,
ACUSADO DE SER AGENTE DE UNA
POTENCIA NO-TERRESTRE, CONSIGUE ESCAPAR
TRAS UN TIROTEO DE LÁSER
Tuvo que leer el artículo dos veces antes de creérselo. Lo que había pasado era lo siguiente: La CIA, gracias a su red de informadores, había conseguido averiguar que la organización de Hentman había despedido a Chuck Rittersdorf. Aquello, para los cerebros de la CIA, era la verificación de su tesis: Hentman se interesaba en Chuck sólo por la Operación 50 Minutos en Alfa III M2. En consecuencia, razonaron, Hentman era, como sospechaban desde hacía bastante tiempo, agente de los alfanos, y la CIA actuó sobre el terreno, pues el propio informador de Hentman, introducido en el seno de la CIA, si se retrasaban, advertiría a este último y le permitiría escapar. Todo era muy sencillo y perfectamente horrible; le temblaban las manos mientras sujetaba el homeo a la luz de la tienda.
Y Hentman escapó. Pese a la rápida acción de la CIA. Quizá el propio sistema de información de Hentman había sido lo suficientemente eficaz como para advertirle; previno la llegada del equipo volante de intervención de los hombres de la CIA, que intentaron apresarle, como decía el artículo, en los estudios de la tele de Nueva York.
¿Dónde se encontraría Bunny Hentman en aquel momento? Probablemente, rumbo al Sistema Alfano. ¿Y dónde estaba Chuck Rittersdorf? Rumbo hacia nada; ante él sólo se extendía el vacío, tan parecido a un pantano, en el que estaba él solo, sin nada que hacer, sin razón alguna para vivir. Hentman podía llamar a Patty Weaver, la estrella de la tele, y decirle que el guión había sido rechazado, pero no se preocuparía por...
La llamada de videófono de Hentman fue por la tarde. Tras su arresto frustrado. En consecuencia, Patty Weaver sabía dónde se encontraba Hentman. O, al menos, podía saberlo. Era una oportunidad.
Con un taxi, volvió apresuradamente al espléndido edificio residencial de Patty Weaver; pagó el vehículo, se apresuró hacía la entrada y tocó el timbre de su apartamento.
—¿Quién es? —Su voz seguía siendo fría, impersonal e, incluso, más que eso.
—Soy Rittersdorf —dijo Chuck—. Me he dejado una página del guión.
—No veo página alguna por aquí. —No parecía muy convencida.
—Si me deja entrar, creo que la encontraré en un momento. Serán sólo dos minutos.
—Vale. La imponente puerta metálica emitió un chasquido y se abrió; Patty la había abierto desde arriba, desde su apartamento.
Chuck tomó el ascensor. La puerta del apartamento estaba abierta y entró. Patty le recibió en el salón con helada indiferencia; estaba de pie, con los brazos cruzados; miraba por la ventana, tan inmóvil como una estatua, el panorama de LA nocturna.
—Por aquí no hay ninguna página de su maldito guión —le informó—. Ignoro lo que...
—La llamada de Bunny —dijo Chuck—. ¿Desde dónde llamaba?
Le contestó enarcando una ceja.
—No me acuerdo.
—¿Ha leído el homeodiario de la tarde?
Tras un largo silencio, Patty se encogió de hombros.
—Es posible.
—Bunny llamó después de que la CIA intentase detenerle. Usted lo sabe. Yo lo sé.
—¿Y? —La joven ni se preocupaba de mirarle; en toda su vida, nunca había sido objeto de un desprecio tan glacial. Y, sin embargo, tuvo la impresión de que, bajo esa dureza, la mujer estaba aterrada. Después de todo, era muy joven, apenas veinte años. Decidió probar suerte.
—Señorita Weaver, soy agente de la CIA. —Siempre llevaba consigo la tarjeta de identidad de la CIA; buscando en el bolsillo de la chaqueta, la sacó y se la enseñó—. Está usted arrestada.
Sus grandes ojos, totalmente abiertos, parecieron flotar por la sorpresa; dejó escapar una sofocada exclamación de temor. Chuck pudo ver hasta qué punto se alteró su respiración; el jersey rojo vivo subía y bajaba rápidamente.
—¿Es realmente un agente de la CIA? —preguntó con un ahogado murmullo—. Creí que era guionista de la tele —era lo que Chuck le había dicho.
—Nos hemos infiltrado en la organización de Hentman. Me hice pasar por guionista de la tele. En marcha. —Agarró a Patricia Weaver por el brazo.
—¿Adónde vamos? —La mujer, horrorizada, no dejaba de debatirse.
—A las oficinas de la CIA de LA. Allí se enterará de los cargos.
—¿Porqué?
—Sabe dónde está Bunny Hentman —dijo.
Silencio.
—No lo sé —dijo, titubeando—. De verdad que no lo sé. Cuando llamó, ignoraba que le hubieran detenido... no me dijo nada. Sólo cuando salí a cenar, tras su marcha, vi los titulares de los homeo. —Se dirigió con aspecto compungido hacía el dormitorio—. Voy a buscar el abrigo y el bolso. Y me gustaría pintarme los labios. Digo la verdad; lo juro.
La siguió; en el dormitorio, Patty descolgó el abrigo del armario y tiró de un cajón de la cómoda para sacar el bolso.
—Según usted, ¿cuánto tiempo me tendrán detenida? —preguntó, mirando en el bolso.
—Oh —replicó Chuck—, no creo que más de... —Se calló. Patty le apuntaba con una pistola láser. La había sacado del bolso.
—No creo que sea agente de la CIA —dijo.
—Pues sí que lo soy —replicó Chuck.
—Largo de aquí. No comprendo lo que quiere hacerme, pero Bunny me dio esto y me dijo que lo usara cuando se presentase la ocasión. —Le temblaba la mano, pero la pistola láser no dejaba de apuntarle—. Por favor, váyase. Salga de mi casa... si no se va, le mataré; le juro que lo haré... pienso hacerlo. —Su aspecto era terriblemente, terriblemente asustado.
Volviéndose, Chuck salió del apartamento y avanzó por el pasillo hacía el ascensor. Este seguía allí y Chuck entró en él.
Un instante más tarde volvía a estar en el nivel del suelo y salió al pasillo sumido en la oscuridad. Bien, todo había terminado. ¿Había salido como estaba previsto? Por otro lado, reflexionó estoicamente, no había perdido nada... a excepción de su dignidad. Y, con el tiempo, la recuperaría.
No podía hacer otra cosa que volver a California del Norte.
Quince minutos más tarde estaba en el aire, volviendo a casa, a su lúgubre apartamento del Condado de Marin. En resumidas cuentas, su aventura en LA había resultado un fracaso.
Cuando llegó, se encontró las luces del apartamento encendidas y la calefacción conectada; instalada en un sillón, escuchando una sinfonía de Haydn sin modulación de frecuencia, se encontraba Joan Trieste. En cuanto le vio, la joven se levantó de un salto.
—Gracias a Dios —dijo—. Estaba muy preocupada por ti. —Agachándose, cogió el Chronicle de San Francisco—. ¿Has visto los homeos? ¿Significa esto que también te buscan a ti como empleado de Hentman?
—No lo sé —dijo, cerrando la puerta. Por lo que sabía, la CIA no le perseguía, pero no podía olvidar ese tema; Joan tenía razón. Dirigiéndose a la cocina, preparó la tetera para hacer café. En tales momentos, le habría gustado contar con el circuito autónomo de café de la cocina que le ofreció a Mary... ofreció y entregó a Mary, al mismo tiempo que casi todo lo demás.
Joan apareció en el umbral.
—Chuck, creo que lo mejor sería que te pusieras en contacto con la CIA; habla con alguien a quien conozcas. Con tu antiguo jefe. ¿De acuerdo?
—Eres muy respetuosa con las leyes —replicó, con amargura—. Siempre de acuerdo con las autoridades... ¿verdad? —No le dijo que, en el instante crítico, cuando todo se derrumbaba a su alrededor, su primer impulso fue intentar reunirse con Bunny Hentman y no con la CIA.
—Por favor —le pidió Joan—. He hablado con Lord Running Clam y es de la misma opinión. He oído las noticias por la radio y han dicho que algunos empleados de Hentman también serían detenidos...
—Déjame en paz. —Tomó el bote del café instantáneo; le temblaban las manos. En una taza, sirvió una cucharada sopera de café.
—Si no te pones en contacto con ellos —declaró Joan—, no podrán hacer nada por ti. Creo que será mejor que me vaya.
—De todos modos —dijo Chuck—, ¿qué podrías hacer por mí? ¿Qué has hecho por mí en el pasado? Apuesto a que soy la primera persona que conoces que pierde dos trabajos en el mismo día.
—¿Qué piensas hacer?
—Creo —dijo Chuck— que voy a emigrar a Alfa. —Precisamente, pensó, a Alfa III M2. Si hubiera podido reunirse con Hentman...
—En ese caso, la CIA tiene razón —dijo Joan. Le brillaban los ojos—. La organización de Hentman está a sueldo de una potencia no terrestre.
—Señor —dijo Chuck, con desaliento—. ¡La guerra terminó hace años! ¡No sabes cuánto me desanima este insensato espionaje! Hasta el fin de mis días, no puedo contar con nadie más que conmigo mismo. Si quiero emigrar, déjame emigrar.
—Lo que debería hacer —dijo Joan, sin entusiasmo— es detenerte. Estoy armada. —Señaló el arma que le colgaba de la cadera, increíblemente pequeña, pero, sin lugar a dudas, auténtica—. Pero soy incapaz. Me das mucha pena. ¿Cómo has podido embrollar tanto tu vida? Y Lord Running Clam que tanto ha intentado...
—La culpa es de él —dijo Chuck.
—Sólo quería ayudarte; se dio cuenta de que te negabas a aceptar tus responsabilidades. —Le brillaron los ojos—. No es sorprendente que Mary pidiera el divorcio. —Chuck gimió—. No quieres intentarlo, eso es todo —dijo Joan—. Has renunciado, has... —Dejó de hablar. Y le miró. Chuck había escuchado también los pensamientos del fungo de Ganímedes emitidos desde el extremo del pasillo.
—Señor Rittersdorf, un caballero avanza en estos momentos por el corredor. Está armado y sus intenciones son que usted le acompañe. No puedo decir quién es, ni lo que quiere, pues porta un escudo de protección alrededor del cráneo, como un revestimiento interior, lo que le proteje de los telépatas; consecuentemente, ha de tratarse de un militar, o de un miembro de los servicios de seguridad o de la policía secreta, o de alguna organización criminal sin fe ni leyes. En cualquier caso, esté preparado.
—Dame la pistola láser —le pidió Chuck a Joan.
—No. —La joven la extrajo de la cartuchera y apuntó hacía la puerta del apartamento; su rostro se veía dispuesto y decidido. A todas luces, se controlaba totalmente.
—Buen Dios —exclamó Chuck—, vas a conseguir que me maten.
Chuck lo comprendió, previéndolo tan claramente como si fuera un precog; lanzando el brazo hacía adelante con un restallido, atrapó el tubo láser y lo hizo saltar de su mano. El tubo se le escapó de entre los dedos. Al unísono, Joan y él se lanzaron hacía el arma, extendiendo los brazos... se golpearon y, lanzando una exclamación, Joan fue proyectada contra la pared de la cocina. Los dedos de Chuck se cerraron alrededor del tubo; el hombre se levanto, asegurando la presa. Algo golpeó su mano y sintió una quemadura; dejó caer el tubo láser, que golpeó el suelo sonoramente. En el mismo instante, una voz masculina —que no le era familiar— resonó en sus oídos.
—Rittersdorf, dispararé contra ella si intenta coger el tubo. —El hombre, ya en el salón, cerró a sus espaldas la puerta del apartamento y dio algunos pasos hacía la cocina, apuntando su láser hacía Joan. Era de mediana edad, con un abrigo gris y barato, de tela local, y con unas botas curiosas y antiguas; Chuck tuvo la impresión de que aquel hombre provenía de una ecología totalmente distinta, quizá de otro planeta.
—Me parece que le envía Hentman —dijo Joan, levantándose lentamente—. Probablemente, lo hará. Pero si crees que podrás coger el tubo antes...
—No —dijo Chuck, apresuradamente—. Nos mataría a los dos. —Se enfrentó con el hombre—. Ya he intentado contactar con Hentman.
—Vale —replicó el hombre, señalando la puerta—. La chica puede quedarse; sólo me interesa usted, señor Rittersdorf. Venga, no tinglemos más tiempo; tenemos que hacer un largo viaje.
—Puede verificarlo llamando a Patty Weaver —siguió Chuck, avanzando delante del hombre y saliendo al pasillo. A sus espaldas, el hombre gruñó.
—Ni una palabra más, señor Rittersdorf, ya ha habido muchas conversaciones tan glucantes como ésta.
—¿Cuáles, por ejemplo? —Se detuvo, sintiendo que el miedo crecía en él siniestramente.
—Por ejemplo, su entrada en la organización como espía de la CIA. Ahora ya sabemos por qué quería el trabajo de guionista de la tele; para obtener pruebas sobre Bun. Bien, ¿qué pruebas ha obtenido? Ha visto a un alfano; ¿es eso un crimen?
—No —respondió Chuck.
—Están persiguiéndole a muerte por eso —siguió el hombre de la pistola—. ¡Maldita sea! Hace años que saben que Bun vivió en el Sistema Alfano. La guerra ha terminado. Claro que tenía relaciones económicas con Alfa; ¿quién no las tiene en el mundo de los negocios? Pero es un personaje importante a escala nacional; el público le conoce. Le diré qué hizo que se le echasen encima los de la CIA. Todo ha sido por la idea de Bun de hacer un número con un sim de la CIA que mataba a alguien; la CIA se ha imaginado que empezaba a emplear el programa de la tele para...
En el pasillo, ante ellos, el fungo ganimediano se materializó bajo la forma de una enorme masa amarilla que les cerraba el paso; se había colado por debajo de la puerta de su apartamento.
—Déjenos pasar —pidió el hombre del revólver.
—Lo lamento —dijeron los pensamientos de Lord Running Clam a Chuck—, pero soy amigo del señor Rittersdorf y es impensable permitir que se lo lleve.
El rayo láser chasqueó al encenderse; rojo y delgado, pasó ante Chuck y desapareció en mitad del fungo. Con un crepitar desgarrado, el fungo se encogió y se secó, formando una masa negruzca que humeaba y silbaba, carbonizando el suelo del pasillo.
—Adelante —le dijo a Chuck el hombre de la pistola.
—Está muerto —dijo Chuck. No podía creérselo.
—Hay muchos más como él —replicó el de la pistola—. Al menos, en Ganímedes. —Su rostro demacrado no reflejaba emoción alguna, sólo precaución—. Cuando entremos en el ascensor, pulse el botón de subida; mi cohete se encuentra en el tejado y es un terreno de aterrizaje muy reducido.
Apabullado, Chuck entró en el ascensor. El hombre del revólver le siguió y, un instante más tarde, estaban en el tejado; salieron a una noche fría y brumosa.
—Dígame su nombre —le pidió Chuck—. Sólo su nombre.
—¿Por qué?
—Para que pueda encontrarle. Por haber matado a Lord Running Clam. —Algún día, tarde o temprano, volvería a encontrarse con aquel hombre.
—Le diré mi nombre con mucho gusto —dijo el hombre, haciendo subir a Chuck al hélicoreactor aparcado en el tejado; las luces de aterrizaje brillaban y el motor ronroneaba débilmente—. Alf Cherigan —siguió el hombre, poniéndose ante los mandos.
Chuck asintió con la cabeza.
—¿Le gusta mi nombre? ¿Le gusta?
—Chuck no respondió nada y mantuvo la vista fija ante sí.
—No quiere hablar más —observó Cherigan—. Una lástima, pues vamos a estar juntos mucho tiempo hasta que lleguemos a la Luna y a Brahe City. —Estiró la mano para conectar el piloto automático que se ocuparía de la navegación.
Por encima de ellos, el hélicoreactor arrancó y saltó, pero no despegó.
—Espere —ordenó Cherigan, apuntando a Chuck con un movimiento de la pistola—. No toque los mandos. —Abriendo la escotilla del aparato, sacó la cabeza, irritado, intentando ver a través de las tinieblas lo que impedía el despegue—. Mierda —dijo—, el conducto exterior hacia los... —Su frase concluyó allí; volvió rápidamente al interior del hélicoreactor y disparó con el láser.
Saliendo de las tinieblas del tejado, un rayo parecido al suyo le respondió, abriéndose camino por la abierta escotilla, hacía él; Cherigan dejó escapar el arma y cayó pesadamente, convulsionándose, contra el casco de la cabina; se retorció y se derrumbó, como un animal herido, con la boca abierta y los ojos desorbitados y vidriosos.
Agachándose, Chuck se apoderó del rayo láser, que dejó caer; miró hacía afuera para ver lo que se ocultaba en las tinieblas. Era Joan. Les había seguido a él y a Cherigan por el corredor. Tomó el montacargas manual de seguridad, subiendo hasta la terraza y colocándose a sus espaldas. Chuck salió con torpeza del hélicoreactor y la saludó con el brazo. Cherigan cometió un error; no advirtió que Joan formaba parte de la policía y que iba armada y estaba acostumbrada a situaciones imprevistas. Al propio Chuck le costó cierto trabajo averiguar que la joven disparó primero contra el sistema de dirección del aparato y, luego, contra Alf Cherigan, matándole.
—¿Estás ileso? —preguntó Joan—. ¿No te he herido?
—Ni un rasguño —respondió Chuck.
—Escucha. —Se acercó a la escotilla del hélicoreactor, miró la figura derribada y anulada que fuera, apenas unos instantes antes, Alf Cherigan—. Puedo reanimarle, ¿te acuerdas? ¿Quieres que lo haga, Chuck?
Chuck lo pensó unos instantes; recordó a Lord Running Clam. Y, al hacerlo, negó con la cabeza.
—Lo que tú quieras. No le devolveré la vida. No me gusta, pero te comprendo.
—Y para Lord...
—Chuck, no puedo hacer nada por él; es demasiado tarde. Han pasado más de cinco minutos. Tenía que elegir: quedarme abajo o subir e intentar ayudarte.
—Creo que habría sido mejor que tú...
—No —le cortó Joan, con firmeza—. He hecho lo que había que hacer; te diré por qué. ¿No tendrás por casualidad una lupa?
Sorprendido, respondió:
—No, claro que no.
—Mira en la caja de herramientas del hélico, en el depósito que hay debajo del tablero de mandos. Verás cinco microherramientas que permiten reparar las partes miniaturizadas de los circuitos del navío... también encontrarás una lupa.
Chuck abrió el depósito, rebuscó en su interior, obedeciendo maquinalmente. Un instante más tarde, sus manos encontraban la lupa de relojero; salió del hélico y se la dio a Joan.
—Bajemos —dijo Joan—. Vamos a donde está él.
Al poco rato, los dos se inclinaban sobre el montón de cenizas que fuera, poco tiempo antes, su amigo, el fungo ganimediano.
—Mira con la lupa —ordenó Joan— y busca por todas partes. Muy atento, especialmente al montón carbonizado.
—¿Para qué?
—Sus esporas —respondió Joan.
Desconcertado, Chuck preguntó:
—¿Hay alguna posibilidad de...?
—La esporificación, en su caso, es automática cuando son atacados; espero que se haya producido automáticamente. Deben ser microscópicas, marrones y redondas; podrás verlas con la lupa. A simple vista, naturalmente, sería imposible. Mientras buscas, prepararé un cultivo. —Joan desapareció en el apartamento de Chuck; éste dudó un momento, hasta que, al fin, se puso de rodillas y empezó a examinar la moqueta del pasillo, buscando las esporas de Lord Running Clam.
Cuando Joan volvió, siete minúsculas esferas yacían en la palma de su mano; bajo la lente, eran lisas, marrones y brillantes, incuestionablemente, esporas. Las encontró en el mismo lugar en que se encontraban los restos carbonizados del fungo.
—Necesitan tierra —explicó Joan, al tiempo que depositaba las esporas en el recipiente que había sacado de la cocina—. Y humedad. Y tiempo. Hay que encontrar, por lo menos, la veintena, pues todas no sobrevivirán.
Al fin, Chuck consiguió recuperar de la gastada y sucia moqueta un total de veinticinco esporas. Las fueron transfiriendo al recipiente a medida que las encontraban. Al terminar, él y Joan bajaron a la planta baja del inmueble y salieron al patio trasero. En la oscuridad, tomaron unos puñados de tierra empapada y llenaron el recipiente con aquella tierra negra. Joan encontró una regadera y echó sobre el humus unas gotas de agua, sellando, por último, el recipiente con una cubierta de polifilm.
—En Ganímedes —explicó Joan—, la atmósfera es cálida y densa; esto es lo mejor que puedo hacer para reproducir las condiciones necesarias para la supervivencia de las esporas; creo que con eso bastará. Lord Running Clam me dijo un día que los ganimedianos, en casos de emergencia, habían conseguido esporificaciones aceptables en circunstancias imprevistas al aire libre en la Tierra. Nos queda algo de esperanza. —Acompañada por Chuck, volvió a entrar en el edificio, llevando el recipiente con mucho cuidado.
—¿Cuánto tiempo hará falta? —preguntó Chuck.
—No estoy segura. Pueden ser sólo dos días, o quizá, cosa que pasa en ciertos casos, todo un mes; depende de la fase lunar. —Siguió con sus explicaciones—: Puede parecer superstición, pero la Luna afecta directamente la activación de estas esporas. Tendrás que resignarte. Si la Luna está llena, mejor; miraremos en el homeo la fase actual. —Subieron al piso en que se encontraba su apartamento.
—¿Cuáles serán los recuerdos de la nueva... —dudó—... de la nueva generación de fungos? ¿Se acordará, se acordarán de nosotros y de lo que ha pasado?
Al tiempo que se sentaba para mirar el homeo, la joven respondió:
—Depende totalmente de la rapidez con que Lord Running Clam haya podido actuar; si liberó las esporas... —Cerró el homeo—. Las esporas deberían reaccionar rápidamente; cuestión de días.
—¿Qué pasaría si me las llevase fuera de la Tierra? ¿Lejos de la influencia de la Luna?
—Seguirían desarrollándose. Pero eso podría requerir más tiempo. ¿Qué piensas?
—Si la organización de Hentman ha enviado a uno de sus hombres a por mí —contestó Chuck— y a éste le ha pasado algo...
—¡Oh, sí, claro! —reconoció Joan—. Enviarán a otro. Probablemente en unas horas, en cuanto comprendan que hemos liquidado al primero. Y podría tener una señal instalada en cualquier parte para que se activase en caso de muerte. En tales circunstancias, ya sabrán que su corazón se ha detenido. Creo que tienes razón; tienes que salir de la Tierra lo antes posible. Pero, ¿cómo, Chuck? Para desaparecer de verdad, tendrías que encontrar la posibilidad, dinero y ayuda... y no tienes de nada; no tienes, actualmente, ninguna fuente de ingresos. ¿Tienes algo ahorrado?
—Mary saqueó la cuenta común —respondió, pensativo; se sentó, encendiendo un pitillo—. Tengo una idea —dijo al fin— de lo que voy a hacer. Preferiría no decirte en qué consiste. ¿Lo entiendes? ¿O te parece una actitud neurótica y pusilánime?
—Sólo pareces preocupado. Y tienes razones para estarlo. —Joan se levantó—. Salgo al pasillo; sé que quieres llamar. Mientras lo haces, contactaré con la policía de Ross y les diré que vengan a ocuparse del hombre del hélico que hay en la terraza. —Cuando llegó a la puerta del apartamento, se detuvo un instante—. Chuck, me alegra haber evitado que te llevasen. Fue sencillo. ¿Dónde iría el hélico?
—Prefiero no decírtelo. Por tu propia seguridad.
Joan asintió con la cabeza. Y la puerta se cerró a sus espaldas. Chuck se quedó solo. A continuación, llamó a los despachos de la CIA de San Francisco. Le llevó un tiempo, pero al fin pudo contactar con su antiguo jefe, Jack Elwood. En su casa, con la familia. Elwood respondió al videófono con cierta irritación. No pareció alegrarse de ver quién le llamaba.
—Me gustaría hacer un trato con vosotros —dijo Chuck.
—¡Un trato! Estamos convencidos de que avisaste a Hentman, directa o indirectamente, para que pudiera escapar. ¿No es así como pasó todo? Sabemos incluso por quién le avisaste: la estrella de Santa Mónica, la actual amante de Hentman. —Elwood frunció el ceño.
Aquello era algo nuevo para Chuck; no había considerado aquella posibilidad con respecto a Patty Weaver. De todos modos, en sus circunstancias, apenas tenía importancia.
—El trato —siguió Chuck— que quiero cerrar con vosotros —oficialmente, con la CIA— es el siguiente: sé dónde se encuentra Hentman.
—No me sorprende. Lo que sí me sorprende es que estés dispuesto a decírnoslo. ¿Por qué, Chuck? ¿Qué disputa en el seno de la alegre familia Hentman te obliga a hacerlo?
—La organización de Hentman me ha mandado a uno de sus nurts —explicó Chuck—. Le hemos detenido, pero habrá otro, y luego un tercero, hasta que Hentman me coja. —Ni siquiera se molestó en intentar explicarle a Elwood la difícil situación en que se encontraba; su antiguo jefe no le creería y las cosas seguirían estando como estaban—. Os diré dónde se oculta Hentman a cambio de un navío C-plus de la CIA. Un cohete intersistemas, uno de esos pequeños cazas, armado. Sé que tenéis algunos a vuestra disposición; podéis darme uno y a cambio conseguiréis un dato de enorme valor. —Añadió—: Y devolveré la aeronave... al cabo del tiempo. Sólo quiero disfrutar de su uso.
—Das toda la impresión de querer huir —dijo Elwood, sutil.
—Es exactamente eso.
—Vale. —Elwood se encogió de hombros—. Quiero creerte, ¿por qué no? ¿Bien? Dime dónde se encuentra Hentman y tendré la aeronave en menos de cinco horas.
En otros términos, dedujo Chuck, van a prolongar la entrega del navío hasta que verifiquen la información. Si no encuentran a Hentman, no habrá navío y yo habré esperado en vano. Pero habría sido inútil esperar que los pros de la CIA actuasen de otro modo; era su partida... la vida, para ellos, no era más que un gran juego de naipes.
Resignado, dijo:
—Hentman se encuentra en la Luna, en Brahe City.
—Espera en tu apartamento —contestó Elwood—. El navío estará allí a las dos de la mañana. Quizá. —Miró a Chuck fijamente.
Cortando la comunicación, Chuck cogió el cigarrillo, medio consumido en el borde la mesa baja del salón. Bueno, si la aeronave no llegaba a la hora, sería el fin; no tenía otros planes, ni contaba con una solución alternativa. Joan Trieste podría salvarle de nuevo, quizá pudiera devolverle a la vida si uno de los nurts enviados por Hentman lograba cazarle... pero, si se quedaba en la Tierra, acabarían por encontrarle y destruirle o, al menos, capturarle; los sistemas de detección estaban muy perfeccionados. Con tiempo suficiente, siempre encontraban lo que buscaban, siempre que estuviera en el planeta. Pero la Luna, a diferencia de la Tierra, tenía regiones aún inexploradas; la detección en ella planteaba problemas. También existían los planetas y lunas lejanos en los que la detección era prácticamente imposible.
Una de aquellas regiones era el Sistema Alfano. Por ejemplo, Alfa III y sus Lunas, entre las que se contaba M2; especialmente, M2. Y con una aeronave de la CIA más rápida que la luz, podría llegar hasta allí en unos pocos días. Lo mismo que habían hecho Mary y su expedición.
Abriendo la puerta que daba al pasillo, le dijo a Joan.
—Bueno, ya he hecho mi única y triste llamada. Se acabó.
—¿Vas a dejar la Tierra? —Sus ojos parecían inmensos y oscuros.
—Pronto lo sabremos. —Se sentó y se dispuso a esperar.
Con gran cuidado, Joan dejó el recipiente que contenía las esporas de Lord Running Clam en el brazo del sofá, junto a Chuck.
—Te los confío. Sé que los quieres; dio su vida por ti y te sientes culpable. Lo mejor será que te diga lo que tienes que hacer cuando se abran las esporas.
Chuck tomó papel y lápiz para anotar las instrucciones.
Varias horas después —después de que la policía de Ross llegase y se marchase con el cadáver, lo mismo que Joan— descubrió lo que había hecho. Bunny Hentman tenía razón; había vendido a Hentman a la CIA. Pero lo hacía para salvar su vida. Lo que, sin embargo, no le disculparía ante los ojos de Hentman; también él intentaba salvar su vida.
De todos modos, ya estaba hecho. Siguió esperando, solo, en el apartamento, la llegada del navío C-plus de la CIA. Un navío que, casi con toda certeza, nunca llegaría. En ese caso, ¿qué hacer? En ese caso, decidió, me quedaré sentado y esperaré a que llegue el nurt que me envíe la organización de Hentman. Y que me recojan con cucharilla.
La espera fue de una longitud infernal.
Capítulo X
Inclinándose levemente, Gabriel Baines dijo:
—Formamos el Consejo sine qua non, poseedor de toda la autoridad de este mundo, una forma extrema de autoridad que no puede ser puesta en tela de juicio por nadie. —Mostrando una cortesía rígida, helada, apartó una de las sillas para la psicóloga terrestre, la doctora Mary Rittersdorf; ésta la aceptó con una somera sonrisa. Baines tuvo la sensación de que estaba fatigada. Aquella sonrisa demostraba sincera gratitud.
Los otros miembros del Consejo se presentaron a la doctora Rittersdorf según sus idiosincrasias respectivas.
—Howard Straw. mani.
—J-jacob Simion. —Simion no pudo evitar una risita idiota—. De los hebes, donde se posó su navío.
—Annette Golding. Poli. —Sus ojos parecían estar alerta y se sentaba muy erguida, espiando a la psicóloga que había irrumpido en su vida.
—Ingred Hibbler. Un, dos, tres. Ob-Com.
La doctora Rittersdorf dijo:
—Lo que significa... —Sacudió la cabeza—. ¡Oh, sí, naturalmente! Obsesión-compulsión.
—Ornar Diamond. La dejaré adivinar a qué clan pertenezco. —Diamond parecía hallarse muy lejos; daba la impresión de haberse retirado a su mundo privado, a la gran condena de Gabriel Baines. Pero aquél no era momento de actividad individual, sino el una orden mística; debía comportarse como un todo o no hacer nada.
Con voz cavernosa y deprimida, el dep dijo:
—Digo Watters. —Se esforzó por añadir algo, pero renunció; el pesimismo, la completa desesperación que le oprimía resultaba abrumadora. Una vez más, se quedó sentado, mirando el suelo, frotándose la frente con un gesto lastimero parecido a un tic nervioso.
—Ya sabe usted quién soy, doctora Rittersdorf —dijo Baines, agitando el documento plantado ante él; el legajo constituía el conjunto de todos los esfuerzos de los miembros del Consejo, su manifiesto—. ¡Le agradecemos que haya venido! —empezó, aclarándose la garganta; su voz sonaba hueca por la tensión.
—Les agradezco que me hayan permitido hacerlo —dijo la doctora Rittersdorf con voz ceremoniosa, aunque, para él, claramente amenazante. Sus ojos parecían opacos.
—Usted pidió permiso para visitar comunidades distintas a Gandhitown —dijo Baines—. Particularmente, pidió permiso para ir a los Altos de Da Vinci. Lo hemos discutido. Hemos decidido negar el permiso.
Moviendo la cabeza, la doctora se limitó a decir—: Entiendo.
—Hay que decir por qué —exclamó apresuradamente Howard Straw. Su rostro tenía un aspecto horrible; no había apartado los ojos ni un instante de la doctora procedente de la Tierra: su odio hacía ella llenaba toda la sala, polucionaba la atmósfera. Gabriel Baines tuvo la impresión de que el odio le asfixiaba.
—Esperen —dijo la doctora Rittersdorf alzando la mano—. Antes de que me lean su informe. —Les miró uno por uno, examinándolos de un modo firme y totalmente profesional. Howard Straw la miró con ojos llenos de veneno. Jacob Simion metió la cabeza entre los hombros, sonriendo ausentemente, esperando a que terminase de examinarle. Annette Golding rascó con nerviosismo la cutícula de la uña de su pulgar, con el rostro pálido. El dep ni siquiera se dio cuenta de que le observaban; no levantó la cabeza ni una sola vez. El esquizo, Ornar Diamond, respondió a la mirada sostenida de la señora Rittersdorf con una tranquila majestad, aunque bajo aquella máscara, así lo supuso Baines, se ocultaba una gran ansiedad; Diamond daba la impresión de ir a romperse de un momento a otro.
En lo concerniente a sí mismo, encontraba a la doctora Mary Rittersdorf bastante atractiva. Se preguntó —ociosamente— si el hecho de que hubiera llegado sin su marido significaría algo especial. De hecho, era una mujer muy sexy. Como fruto de alguna inexplicable incongruencia, la doctora Rittersdorf vestía de un modo muy femenino: falda y jersey negros, sin medias y con sandalias doradas. El jersey, observó Baines, era un poco ajustado. ¿Se daría cuenta de ello la señora Rittersdorf? No podía decirlo, pero, en todo, Baines casi percibió que su atención se desviaba de lo que decía la mujer para centrarse en los claramente visibles pechos. Ciertamente, eran menudos, pero su forma era perfecta. Le encantaron.
Me pregunto, pensó, si esta mujer —a quien supuso a principios de la treintena, en su completa plenitud física, núbil— buscará algo más que el éxito profesional. Tuvo la intuición eminentemente afectiva de que la doctora Rittersdorf se veía animada tanto por razones personales como por su inclinación hacía el deber; y, de nuevo, supuso que quizá tampoco se daba cuenta de ello. El cuerpo, reflexionó, sigue su propio camino, a veces en total contradicción con los designios de la mente. Aquella misma mañana, al levantarse, la doctora Rittersdorf pudo haberse limitado a pensar que se pondría el jersey negro, sin pensar en otra cosa. Pero el cuerpo, el aparato ginecológico perfectamente concebido, estaba al corriente de la verdad.
Y una parte análoga de sí mismo respondía. Pero, en su caso, la reacción era consciente. Y, pensó, esto podría resultar ventajoso para nuestro grupo. Aquella nueva dimensión podría no ser un peligro para nosotros, lo mismo que sí lo sería para nuestros adversarios. Pensando en ello, sintió cómo se deslizaba hacía una posición de defensa organizada; había sistemas automáticos, muchos, mediante los cuales podía no sólo protegerse a sí mismo, sino también a sus colegas.
—Doctora Rittersdorf —dijo suavemente—, antes de que podamos permitirle visitar nuestras diferentes comunidades, una delegación de los clanes deberá inspeccionar la nave para ver qué armamentos —si los hay— han traído con ustedes. Cualquier otra petición sería indigna de la más mínima consideración, aun superficial.
—No estamos armados —dijo la doctora Rittersdorf.
—Sin embargo —comentó Gabriel Baines—, propongo que me permita, a mí y quizá a uno u otros de los presentes, acompañarla hasta su base. Tengo aquí una proclama... —Agitó el manifiesto—... que exige que su aeronave evacue Gandhitown antes de cuarenta y ocho horas terrestres. Si no lo hacen... —Miró a Straw con el rabillo del ojo y le vio asentir con la cabeza—... tomaremos la iniciativa de operaciones militares en su contra, basándonos en el hecho de que son invasores hostiles y no gratos.
Con voz baja y modulada, la doctora Rittersdorf respondió:
—Entiendo su manera de ver las cosas. Han vivido, totalmente aislados, durante mucho tiempo. Pero... —Se dirigía a él, directamente; sus ojos, hermosos e inteligentes, le miraban fija e intencionadamente—. Me temo que debo llamar su atención sobre un punto que, sin duda, no van a encontrar muy agradable. Ustedes son, individual y colectivamente, enfermos mentales.
Se produjo un silencio prolongado y tenso.
—¡Infiernos! —exclamó Straw sin dirigirse a nadie en especial—. Hace años que hicimos saltar este lugar hasta el cielo. Este llamado «hospital». Que en realidad era un campo de concentración. —Se le crisparon los labios—. Un campo de trabajo para esclavos.
—Lamento tener que decírselo —siguió la doctora Rittersdorf—, pero comete un error; se trataba de un hospital legítimo, y deben incluir ese hecho como determinante en todos los proyectos que formulen ante nosotros. No miento; esto es, franca y simplemente, verdad.
—¿Quid est veritas? —murmuró Baines.
—¿Perdón? —dijo la doctora Rittersdorf.
—¿Cuál es la verdad? —tradujo Baines—. ¿No se le ha ocurrido, doctora, que durante la pasada década, habríamos podido remontar nuestros problemas iniciales de adaptación de grupo y convertirnos en... —hizo un gesto—... adaptados? O cualquier otro término que prefiera... en todo caso, capaces de mantener relaciones interpersonales adecuadas, de las que usted misma está siendo testigo en esta sala. Evidentemente, si podemos trabajar juntos, no somos enfermos mentales. No puede aplicar ningún otro test, a excepción del de buen funcionamiento grupal. —Se recostó sobre el respaldo de la silla, encantado de su frase.
La doctora Rittersdorf respondió con sumo cuidado.
—Ustedes se unen, claro, contra un enemigo común... contra nosotros. Pero... apostaría lo que fuera a que, antes de que llegásemos —y lo mismo ocurrirá cuando nos marchemos— el grupo estaba —y estará— fragmentado, compuesto por individuos aislados, desconfiados y que se asustan mutuamente, incapaces de colaborar. —Sonrió de un modo triunfal, pero su sonrisa era demasiado calculada como para que él la aceptase; no hacía más que remarcar su hábil exposición.
Después de todo, naturalmente, ella tenía razón; había puesto el dedo en la llaga. No podían vivir juntos en el seno de un mismo organismo que funcionase normalmente. Pero... la doctora se equivocaba.
Allí radicaba su error. Ella suponía, probablemente adoptando una actitud de protección autojustificativa, que el Consejo era el origen del miedo y la hostilidad. Pero, de hecho, era la Tierra la que había dado pruebas de tácticas amenazadoras; el aterrizaje del navío era, de facto, un acto hostil... de no serlo, habrían pedido permiso para aterrizar. Los propios terrestres testimoniaban una desconfianza inicial; sólo ellos eran responsables de la situación de sospecha mutua. Si realmente hubieran querido, habrían podido evitarla sin dificultad.
—Doctora Rittersdorf —dijo bruscamente—, los comerciantes alfanos contactan con nosotros cuando quieren obtener permiso para aterrizar. Hemos visto que ustedes no lo han hecho. Y no tenemos problemas en nuestras relaciones comerciales con ellos; practicamos intercambios sobre una base regular y constante.
Evidentemente, el golpe ya estaba dado; la mujer dudó, sin encontrar respuesta. Mientras reflexionaba, todos los presentes se agitaron con diversión, desprecio y, como en el caso de Howard Straw, con implacable animosidad.
—Supusimos —dijo la doctora Rittersdorf— que si pedíamos permiso para aterrizar, según sus reglas, nos lo negarían.
Sonriendo, sintiéndose totalmente calmado, Baines dijo, burlón:
—Pero no lo intentaron. «Supusieron». Y ahora, claro, nunca podrán saberlo, pues...
—¿Nos habrían dado permiso para aterrizar? —Su voz le golpeó, firme y perentoria, penetrante y haciendo volar en pedazos la continuidad de su frase. Parpadeó y dejó de hablar involuntariamente—. No, no nos lo habrían dado —siguió la doctora—. Y todos ustedes lo saben perfectamente. Por favor, intenten ser realistas.
—Si aparecen por los Altos de Da Vinci, los mataremos —dijo Howard Straw—. De hecho, si no se marchan, los mataremos. Y el próximo navío que intente aterrizar ni siquiera llegará al suelo. Este mundo nos pertenece y pretendemos conservarlo tanto tiempo como estemos vivos. El señor Baines puede exponer los detalles del encarcelamiento inicial que nos han hecho padecer; todo queda muy claro en el manifiesto que él y yo —con la ayuda del resto de los presentes en esta sala— hemos redactado. Lea el manifiesto, señor Baines.
—Hace veinticinco años —empezó Gabriel Baines— se estableció una colonia en este planeta... La doctora Rittersdorf suspiró.
—Nuestro conocimiento de las formas reunidas de sus enfermedades mentales...
—¿Retorcidas? —estalló Howard Straw—. ¿Dice usted Retorcidas? —Su rostro parecía de mármol a causa del horrible furor; se medio levantó de la silla.
—He dicho reunidas —respondió pacientemente la doctora Rittersdorf—. Nuestros conocimientos nos indican que el centro de su actividad bélica se encuentra en la colonia mani... en otros términos, la colonia de los maniacos. Dentro de cuatro horas, levantaremos el campamento y dejaremos la colonia de hebefrénicos de Gandhitown; nos posaremos en los Altos de Da Vinci y, si entran en combate con nosotros, haremos intervenir a las fuerzas militares de la flota terrestre. —Añadió—: Que se encuentran a una media hora de viaje.
De nuevo, un prolongado y largo silencio ocupó la habitación. Annette Golding tomó al fin la palabra, pero de un modo apenas audible.
—Gabriel, de todos modos, lee el manifiesto. Sacudiendo la cabeza, Baines lo leyó. Pero su voz temblaba. Annette Golding, con tristeza, se echó a llorar, interrumpiendo la lectura.
—Tienen que darse cuenta de lo que nos espera; nos van a mandar a un hospital y volveremos a ser pacientes. Es el fin.
A su pesar, la doctora Rittersdorf explicó:
—Gozarán de los beneficios de la terapia. Eso les hará sentirse más... bueno, libres con respecto a los otros. Se sentirán más ustedes mismos. La vida será más agradable y natural; tal y como la viven actualmente, están ustedes dominados por las tensiones y los miedos...
—Sí —murmuró Jacob Simion—. El miedo a que la Tierra irrumpa entre nosotros y nos reúna otra vez como si fuésemos un rebaño de animales.
Cuatro horas, pensó Gabriel Baines. No es mucho. Con voz temblorosa, siguió leyendo el manifiesto común.
El gesto parecía vano. Después de todo, descubrió, no hay nada que pueda salvarnos.
Cuando acabó la conferencia y se marchó la doctora Rittersdorf, Gabriel expuso su plan a los presentes.
—¿Que vas a hacer qué? —preguntó Howard Straw con una despectiva risita, transformando su rostro en una parodia a causa de las muecas—. ¿Que la vas a seducir? Dios mío, a lo mejor, después de todo, la doctora tiene razón; ¡a lo mejor teníamos que ingresar en un sanatorio neuropsiquiátrico! —Se sentó, hablando consigo mismo, pálido. Su enfado era enorme; le impedía expresar sus injuriosos sentimientos... dejaba la tarea en manos de los demás.
—Piensas muy mal de ti mismo —dijo Annette Golding finalmente.
—Lo que necesito —dijo Gabriel— es a alguien lo suficientemente telépata como para decirme si tengo razón. —Se volvió hacía Jacob Simion—. El santo hebe, Ignatz Ledebur, ¿posee un poco de don telepático? Es un hombre que vale para todo y, además, está dotado de poderes psi.
—No que yo sepa —replicó Simion—. Pero puede usted probar; aunque lo mejor sería que viese a Sarah Apóstoles. —Agitando la cabeza con alegría, le guiñó un ojo.
—Llamaré a Gandhitown —decidió Gabriel Baines tomando el teléfono.
—Las líneas telefónicas de Gandhitown vuelven a estar fuera de servicio —dijo Simion—. Desde hace seis días. Va a tener que ir allí.
—Tendrá que hacerlo de todos modos —apuntó Dino Watters, saliendo del sopor provocado por su perpetua depresión. Era el único que parecía interesado por el proyecto de Baines—. El está en Gandhitown, donde todo es posible y donde cada uno tiene sus hijos con quien quiere. En este mismo instante, puede que Sarah esté trabajando ya en todo esto.
Con un gruñido de aprobación, Howard Straw dijo:
—Es una suerte para ti, Gabe, que ella se encuentre entre los hebes; debería mostrarse más receptiva a tus intentos.
—Si es el único modo de comportarnos —opinó con tesón la señorita Hibbler—, creo que merecemos perecer; lo creo firmemente.
—El universo —observó Ornar Diamond— posee infinidad de medios para realizarse. Ni siquiera esto debe desdeñarse sin consideración. —Inclinó la cabeza gravemente.
Sin añadir nada más, sin siquiera despedirse de Annette, Gabriel Baines salió de la sala del Consejo rápidamente, bajó la escalinata de piedra y salió del edificio, dirigiéndose a la zona de estacionamiento. Cuando llegó, abordó su coche de turbina y no tardó en estar camino de Gandhitown a la pobre velocidad de 110 kilómetros por hora. Llegaría antes del plazo fijado de cuatro horas, calculó, suponiendo que nada hubiera caído en medio del camino, bloqueándolo. Maldijo contra el modo de transporte arcaico que debía emplear, pero así estaban las cosas; aquél era su mundo y la realidad por la que combatían. Si se convertían en satélites de la civilización terrestre, conseguirían métodos modernos de transporte... pero aquello no reemplazaría lo que no estaban dispuestos a perder. Más valía desplazarse a 110 kilómetros por hora y ser libre. Ah, pensó. Menudo lema.
Y, con todo, era un poco fastidioso. Considerando el carácter vital de su misión... sancionada o no por el Consejo.
Cuatro horas y veinte minutos más tarde, físicamente agotado por el viaje, pero mentalmente alerta, incluso exaltado, alcanzó las afueras llenas de basura de Gandhitown; percibió el olor de la colonia, las fragancias dulzonas de la podredumbre que se mezclaba con los acres hedores de innumerables hogueras.
Durante el viaje tuvo una nueva idea; y la había desarrollado. En el último momento, no se dirigió hacía la cabaña de Sarah Apóstoles, sino hacía la del santo hebe, Ignatz Ledebur.
Encontró a Ledebur intentando vanamente reparar un viejo motor de explosión cubierto de herrumbre, en su patio, rodeado de niños y gatos.
—He visto su proyecto —le dijo Ledebur, alzando la mano para impedir que Gabriel Baines le interrumpiera con alguna explicación—. Se trazó con letras de sangre en el horizonte hace unos minutos.
—Entonces ya sabe concisamente lo que quiero de usted.
—Sí —replicó Ledebur sacudiendo la cabeza—. Y, en el pasado, lo he utilizado con éxito en algunas mujeres. —Dejó el martillo que tenía en la mano y se dirigió solemnemente hacia la cabaña; los gatos, no los niños, le siguieron. Gabriel Baines hizo lo mismo—. Sin embargo, la idea que ha tenido usted es casi microscópica —siguió Ledebur con tono reprobador; luego, se rió.
—¿Puede leer el futuro? ¿Puede decirme si lo conseguiré?
—No soy un médium. Otros podrían hacer la predicción, pero yo he de permanecer silencioso. Espere un minuto. —En el interior de la habitación única y principal de la cabaña, se detuvo mientras los gatos trotaban, saltaban y maullaban por todas partes. Extendió el brazo hacía el vasar y bajó un jarro de unos cuatro litros de capacidad, con una sustancia oscura en su interior; desenroscó la tapa del recipiente, olisqueó, sacudió la cabeza, lo volvió a cerrar y lo devolvió a su sitio—. Este no es. —Se alejó, dudó, abrió finalmente la nevera, buscó en su interior y sacó un cartón de plástico que examinó, frunciendo el ceño con aspecto crítico.
Su actual concubina —Gabriel Baines ignoraba su nombre— salió del dormitorio, miró estúpidamente a los dos hombres, y entró en la habitación. Llevaba un vestido parecido a un saco, zapatillas de tenis, sin calcetines; sus cabellos eran una masa informe, sucios, despeinados, pegados en la nuca y la parte alta de la cabeza. Gabriel Baines apartó los ojos de ella con profundo desagrado.
—Dime —le preguntó Ledebur a la mujer— dónde se encuentra ese jarro que tú sabes. Esa mezcla que tomamos antes de... —Hizo un gesto.
—En el baño. —La mujer pasó lentamente por delante de ellos y salió.
Ledebur desapareció en el baño y Gabriel Baines le oyó mover objetos, vasos y botellas; reapareció con un frasco en la mano lleno de un líquido que chapoteaba contra las paredes del recipiente, mientras él andaba.
—Aquí está el invento —dijo Ledebur con una sonrisa que dejó al descubierto los dientes que le faltaban—. Pero tiene que convencerla para que beba. ¿Cómo lo hará?
De momento, Gabriel Baines no tenía ni idea.
—Ya veremos —dijo, tendiendo la mano y tomando el afrodisíaco.
Tras dejar a Ledebur, se dirigió al único centro comercial de Gandhitown, aparcó ante la estructura de madera con forma de cúpula, con la pintura descascarillada y rodeada de latas de conserva abiertas y montones de cajas de cartón tiradas por todas partes, que impedían la entrada al aparcamiento. Allí era donde los comerciantes alfanos se deshacían —soltando la carga, de hecho— de enormes cantidades de artículos de segunda mano.
En el interior, compró una botella de brandy alfano; una vez en el auto, la abrió, vació una parte de su contenido y echó en su lugar el afrodisíaco de color oscuro, con abundante sedimento, que le diera el santo hebe. Los dos líquidos consiguieron más o menos mezclarse; satisfecho, colocó el tapón de la botella, encendió el motor y se marchó.
No era momento, reflexionó, de contar con sus dotes naturales; como el Consejo observó, no era muy notable en aquel terreno. Un guardia terrestre, armado, con el uniforme gris-verdoso, tan familiar en la pasada guerra, le hizo detenerse a cien metros de la astronave y, pasando la entrada por una portezuela adyacente, Baines vio la boca de un arma pesada que le apuntaba.
—Sus papeles de identidad, por favor —dijo el guardia, examinándole circunspecto.
—Advierta a la doctora Rittersdorf —respondió Gabriel Baines— que soy un plenipotenciario enviado por el Consejo Supremo para hacer una última oferta que quizá evite el derramamiento de sangre por ambas partes. —Se quedó sentado, rígido y envarado, detrás del volante, mirando fijamente ante él.
Las órdenes llegaron por el intercomunicador.
—Puede pasar, señor.
Otro terrestre, también uniformado, lleno de armas y medallas, le condujo a la embocadura de la rampa que subía hasta la escotilla abierta del navío. La subieron y no tardó en avanzar medio a trompicones por un pasillo, buscando el camarote 32-H. Las paredes, muy juntas, le hacían sentirse mal y tenía ganas de salir al aire libre, donde podría respirar. Pero... ya era demasiado tarde. Encontró la puerta que buscaba, titubeó, llamó. Bajo su brazo, la botella burbujeó ligeramente.
La puerta se abrió y se encontró ante la doctora Rittersdorf, que seguía vistiendo el jersey negro ligeramente ajustado, la falda negra y las sandalias doradas. Ella le miró con cierta indecisión.
—Veamos, usted es el señor...
—Baines.
—¡Ah! El pari. —Casi para sí misma, añadió—: Paranoia con tendencias esquizoides. ¡Oh! Le pido perdón. —Se ruborizó—. No quería ofenderle.
—He venido —dijo Gabriel Baines— para que brindemos. ¿Quiere hacerlo? —Pasó junto a ella, avanzando hacía el interior del camarote, de reducidas dimensiones.
—¿Un brindis? ¿En honor de qué? —Baines se encogió de hombros.
—Creo que es evidente. —Dejó que su voz transmitiese la nube correspondiente de irritación.
—¿Renuncian a combatir? —El tono de su voz era cortante, penetrante; cerrando la puerta, dio un paso hacía él.
—Dos vasos —pidió con voz deliberadamente resignada y sorda—. ¿De acuerdo, doctora? —Sacó la botella de brandy alfano —y de la sustancia extraña que le había añadido— de la bolsa de papel y empezó a sacar el tapón.
—Me parece que han tomado la decisión más juiciosa —dijo la doctora Rittersdorf. La verdad es que estaba muy guapa mientras iba a coger los vasos—. Es una buena señal, señor Baines. Muy buena.
Con aire sombrío, personificando continuamente la derrota, Gabriel Baines vertió líquido de la botella hasta que estuvieron llenos los dos vasos.
—En ese caso, ¿podemos posarnos en los Altos de Da Vinci? —preguntó la doctora Rittersdorf alzando el vaso y bebiendo un sorbo.
—Oh, naturalmente —afirmó, distraídamente; también bebió un trago. Tenía un sabor horrible.
—Informaré al miembro encargado de la seguridad de nuestra misión —dijo la doctora—. El señor Mageboom. No es accidental... —Se calló de golpe.
—¿Qué pasa?
—Acabo de tener un extraño... —La doctora Rittersdorf frunció el ceño—. Algo así como un espasmo. En lo más profundo de mi ser. Si no me conociera tan bien... —parecía embarazada—. No tiene importancia, señor... ¿Baines? —Se bebió el contenido del vaso apresuradamente—. Me he sentido muy tensa. Supongo que estaba muy preocupada; no queríamos... —Su voz se extinguió. Avanzando hasta un rincón del camarote, se sentó en una silla—. Usted ha puesto algo en la bebida. —Levantándose, dejó caer el vaso; cruzó el camarote tan deprisa como pudo, dirigiéndose hacía un botón rojo que se encontraba en la pared opuesta.
Cuando pasó por su lado, Baines la agarró por la cintura. El plenipotenciario del Consejo de los clanes de Alfa III M2 había conseguido lo que quería. Para bien o para mal, su plan se estaba cumpliendo... luchaba por sobrevivir.
La doctora Rittersdorf le mordió la oreja. A punto estuvo de arrancarle el lóbulo.
—¡Eh! —dijo Baines débilmente.
Luego, dijo:
—¿Qué hace?
Después, comentó:
—Parece que la pócima de Ledebur funciona muy bien.
Al poco rato, añadió:
—Pero supongo que tendrá algún límite.
Pasó el tiempo, y al fin, con voz ahogada, dijo:
—¡Al menos, debería tenerlo!
Llamaron a la puerta.
Incorporándose ligeramente, la doctora Rittersdorf espetó:
—¡Lárguese!
—Soy Mageboom —declaró desde el pasillo una sorda voz masculina.
Levantándose de un salto, separándose de él, la doctora Rittersdorf corrió hasta la puerta y la cerró con llave. Con el mismo movimiento, giró rápidamente y, con una expresión feroz, se zambulló —tuvo la impresión de que se zambullía— en él. Baines cerró los ojos y esperó el golpe.
¿Conseguiría con aquello lograr lo que deseaban? Políticamente.
Manteniéndola en el suelo, inmovilizándola ligeramente a la derecha del montón de ropa que la doctora se había quitado apresuradamente, Baines susurró:
—Escuche, doctora Rittersdorf...
—¡Mary! —Y aquella vez le mordió en la boca; sus dientes golpearon los suyos con una violencia que le aturdió; Baines gimió y le recorrió una ola de dolor que le hizo cerrar involuntariamente los ojos. Ese fue su principal error. Porque, en aquel preciso instante, ella le dio la vuelta; un instante más tarde, se encontraba, sin saber cómo, sobre el suelo, inmovilizado... con las rodillas de la mujer clavándose en sus riñones. Le tenía cogido del pelo, por encima de las orejas, tirando de él como si quisiera arrancar la cabeza de los hombros. Y al mismo tiempo... Débilmente, gimió—: ¡Auxilio!
La persona que había al otro lado de la puerta, no obstante, parecía haberse marchado; no hubo respuesta.
Baines consiguió distinguir el botón rojo de la pared que Mary quiso pulsar... que tuvo la intención de pulsar aunque, en aquel momento, parecía haberse olvidado tan por completo de el que no lo habría pulsado ni en el siguiente millón de años... Baines empezó a arrastrarse hacía el botón, centímetro a centímetro. Nunca llegó al botón.
Y lo que me está matando, pensó con desesperación un poco más tarde, no beneficia en nada al Consejo, políticamente.
—Doctora Rittersdorf —musitó, jadeante, intentando recuperar el aliento—, sea razonable. Por amor de Dios, hablemos un poco, ¿de acuerdo? Por favor.
En aquella ocasión, le mordió la punta de la nariz; sintió que sus dientes puntiagudos se encontraban cortando el cartílago. La mujer se echó a reír; fue una risotada larga que rebotó como un eco; y que le produjo escalofríos.
Creo que va a matarme a dentelladas, decidió finalmente, tras lo que pareció una infinidad de tiempo durante el cual ninguno de ellos dijo nada. Me morderá hasta matarme y no puedo hacer nada para impedirlo. Tenía la impresión de haber despertado y desencadenado la libido de todo el universo; era una fuerza puramente elemental, pero prodigiosa, que le había clavado a la moqueta sin dejarle posibilidad alguna de escapar. Si alguien forzara la puerta, alguno de los guardias armados, por ejemplo...
—¿Sabes —murmuró Mary Rittersdorf junto a su mejilla— que eres el hombre más guapo del mundo?—Tras ello, se retiró ligeramente, sentándose sobre sus caderas, eligiendo una posición más cómoda... Baines comprendió que era entonces o nunca y giró hacía un lado; avanzando a cuatro patas, se estiró desesperadamente, luchando con frenesí para pulsar el botón, para llamar a alguien, a quien fuese... terrestre o no.
Lanzando una exclamación, Mary le sujetó por el tobillo, tirando de él y haciéndole caer violentamente al suelo; su cabeza golpeó con el lateral de un armario metálico y Baines emitió un gemido, al tiempo que las tinieblas de la derrota y la destrucción le cubrían... unas tinieblas contra las que no podía protegerse; en toda su vida había visto oscuridad semejante.
Con una risotada, Mary Rittersdorf le dio la vuelta y, una vez más, se aplastó sobre él; sus rodillas desnudas le golpearon y sus senos colgaron por encima de su rostro al tiempo que le sujetaba por las muñecas, presionándole como un tornillo, y le mantenía clavado al suelo. Baines descubrió, mientras las tinieblas se hacían totales, que para ella carecía de importancia que él tuviera conciencia o no. Un último pensamiento cruzó por su mente, una determinación final.
De un modo u otro, por un medio u otro, el santo hebe Ignatz Ledebur se las pagaría. Aunque fuera la última cosa que hiciera.
—Oh, eres tan adorable —la voz de Mary Rittersdorf retumbó a menos de tres centímetros de su oído, ensordeciéndole completamente— que podría comerte. —Mary se estremeció de la cabeza a los pies, recorrida por una oleada que pareció desencadenar un movimiento, una sacudida de su propia superficie.
Tuvo, al desvanecerse, la terrible impresión de que la doctora Rittersdorf acababa de empezar. Y la mixtura de Ledebur no era la única culpable, pues a él no le había afectado de aquella manera. Gabriel Baines y la poción del santo hebe habían permitido la salida de algo que existía en el interior de la doctora Rittersdorf. Y tendría suerte si el preparado no era finalmente —como aparentemente estaba demostrando ser— una pretendida poción de amor, sino de muerte.
No perdió el conocimiento en ningún momento, al menos no por completo. Gracias a ello pudo darse cuenta, mucho más tarde, de que la actividad a que estaba siendo sometido empezaba a disminuir. El torbellino artificialmente provocado decreció en intensidad, hasta que, al fin, se convirtió en una paz maravillosa. Entonces —mediante una operación que le resultó muy confusa— fue físicamente sacado del lugar en que yacía, en el suelo, y transportado fuera del camarote de la doctora Mary Rittersdorf hacia lugares totalmente diferentes.
Querría estar muerto, se dijo. Evidentemente, el tiempo impuesto había pasado; el ultimátum terrestre había expirado y no había podido impedir que pasara lo que tenía que pasar. Y, ¿dónde se encontraba? Baines abrió los ojos con mucho cuidado.
Era de noche. Se encontraba al aire libre, bajo las estrellas, y a su alrededor se alzaba el basurero de la colonia hebe de Gandhitown.
En ninguna dirección —escrutó las tinieblas desesperadamente— pudo percibir la silueta del navío terrestre. Así que, evidentemente, se habían ido. Para posarse en los Altos de Da Vinci.
Temblando, se incorporó débilmente. En nombre de todo lo sagrado, ¿dónde estaba su ropa? ¿Ni siquiera se había molestado en devolvérsela? Aquello parecía algo totalmente gratuito; se apoyó en la espalda y cerró los ojos, insultándose a sí mismo monótonamente... a él, al delegado pari del Consejo Supremo. Era demasiado, pensó con amargura.
Un ruido a su derecha llamó su atención; abrió de nuevo los ojos, mirando fijamente. Un antiguo vehículo, pasado de moda, se acercaba hacía él traqueteante. Apenas distinguía las zarzas, sí, decidió, le habían arrojado entre las zarzas, verificando el viejo refrán: Mary Rittersdorf le había reducido al papel de protagonista de un viejo refrán. La detestó por ello... pero, a causa del miedo que sentía, un inmenso miedo, no se movió. Lo que se acercaba no era más que un vehículo con motor de combustión interna, algo típicamente hebe; podía distinguir sus faros amarillos.
Poniéndose penosamente en pie, agitó la mano para detener el vehículo, colocándose en medio del camino de cabras construido por los hebes en las afueras de Gandhitown.
—¿Qué pasa? —preguntó el conductor hebe con voz ramplona y carente de interés; estaba tan tocado que carecía de la menor prudencia.
Baines se acercó a la ventanilla del vehículo y dijo:
—Me han atacado.
—¡Oh! Una lástima. ¿Se han llevado su ropa? Suba. —El hebe dio unos golpes a la puerta que había tras él, hasta que, chirriando, ésta se abrió—. Le llevaré a mi casa. Le daré algo de ropa.
Baines dijo con voz feroz:
—Prefiero que me acerque a la cabaña de Ignatz Ledebur. Quiero decirle un par de cosas. —Pero, si todo eso se ocultaba en lo más profundo de aquella mujer, ¿cómo iba a reprocharle nada al santo hebe? Nadie podía prevenir aquello, y estaba seguro de que si la poción siempre afectaba de ese modo a las mujeres, Ledebur no lo hubiera utilizado.
—¿Quién es? —preguntó el conductor hebe poniendo en marcha el vehículo.
Aquel era el tipo de comunicación, casi inexistente, típico de Gandhitown; era un síntoma, pensó Baines, que confirmaba los puntos de vista de Mary Rittersdorf sobre todos ellos. Sin embargo, aclaró su mente y describió lo mejor que pudo el lugar donde se alzaba la cabaña del santo hebe.
—¡Ah, sí! —dijo el conductor—. El tipo de los gatos. El otro día, aplasté uno. —Se rió. Baines cerró los ojos y gimió.
No tardaron en detenerse ante la cabaña débilmente iluminada del santo hebe. El conductor abrió de un puñetazo la portezuela del vehículo; Baines descendió, entumecido, doliéndole todas las articulaciones y sintiendo, de modo insoportable, el millón —y pico— de mordeduras que Mary Rittersdorf, apasionadamente, le había dado. Avanzó lentamente, cruzando el patio lleno de basura bajo la luz amarilla, variable, de los faros del coche, encontró la puerta de la cabaña, apartó con el pie una manada de gatos de número indeterminado y llamó a la puerta.
Al verle, Ignatz Ledebur fue sacudido por una risa incontenible.
—Debe haber sido muy divertido... sangra por todas partes. Le daré algo de ropa; Elsie tendrá algo para las mordeduras, o lo que sean... parece que le han cortado por todo el cuerpo con unas tijeras para las uñas. —Riéndose, se alejó arrastrando los pies y desapareció en el fondo de la cabaña. Una horda de niños sucios observó a Baines mientras éste se situaba ante el radiador de aceite para entrar en calor; aparentó ignorarles.
Más tarde, mientras la concubina de Ledebur le untaba las mordeduras —agrupadas sobre todo alrededor de su nariz, boca y orejas— y el propio Ignatz sacaba algunos harapos razonablemente limpios, Gabriel Baines dijo:
—He conseguido que se expresase su naturaleza más profunda. Visiblemente, es del tipo sádico-oral. Por eso las cosas han ido tan mal. —Mary Rittersdorf, pensó con total sangre fría, está tan enferma, quizá más, como cualquier habitante de Alfa III M2. Pero en estado latente.
—El navío terrestre se ha ido —dijo Ledebur.
—Ya lo sé. —Empezó a vestirse.
—He tenido una visión —siguió Ledebur—. Hace menos de una hora. Sobre la llegada de otro navío terrestre.
—Un navío de guerra —supuso Baines—. Para apoderarse de los Altos de Da Vinci. —Se preguntó si irían tan lejos como para arrojar bombas H sobre la colonia mani... en nombre de la psicoterapia.
—Se trata de un navío muy pequeño y rápido de caza —explicó Ledebur—, según mi representación psíquica dimanante de fuerzas elementales. Parece una abeja. Ha descendido muy rápidamente y se ha posado muy cerca de la ciudad poli, Hamlet-Hamlet. Baines pensó en Annette Golding. Esperó que no le hubiera pasado nada.
—¿Tiene algún tipo de vehículo? ¿Algo con lo que pueda regresar a Adolfville? —Recordó su propio vehículo, aparcado en el emplazamiento de la nave terrestre. ¡Diablo! Podía ir hasta allí a pie. No iría a su propia colonia, decidió; antes se acercaría a Hamlet-Hamlet para asegurarse de que Annette no había sido violada, asesinada o herida. Si había sufrido el menor daño...
—He traicionado su confianza —le dijo a Ledebur—. Pretendía llevar a cabo un plan... confiaron en mí, naturalmente, porque soy un pari. —Pero, pese a todo, no había renunciado; su mente estaba llena de estrategias, seguía viva y alerta. Iría del mismo modo a la tumba, trazando planes para derrotar al enemigo.
—Debe comer algo —sugirió la mujer de Ledebur— antes de ir a ninguna parte. Queda algo de estofado de riñones; pensaba dárselo a los gatos, pero cómaselo.
—Gracias —dijo, resistiendo el deseo de ser más claro; la cocina hebe dejaba mucho que desear. Pero la mujer tenía razón. Necesitaba recuperar cierta dosis de energía, pues, en caso contrario, se desplomaría y moriría por el camino. Incluso, pensando en lo ocurrido, ya resultaba sorprendente que eso no hubiera pasado antes.
Después de comer, tomó una linterna de Ledebur, le dio las gracias por la ropa, el ungüento y la comida y se puso en marcha, a pie, por las calles estrechas, tortuosas y llenas de basura de Gandhitown. Afortunadamente, su coche se encontraba donde lo había dejado. Ni los hebes ni los terrestres habían considerado oportuno desmontarlo, hacerlo pedazos o pulverizarlo.
Una vez a bordo, salió de Gandhitown y tomó la carretera del Este, hacía Hamlet-Hamlet. De nuevo a la penosa velocidad de 110 kilómetros por hora, rodó a través del paisaje desnudo y descuidado que se extendía entre las dos ciudades.
Mientras avanzaba le acompañaba una terrible sensación de apremio, algo que no conocía. Los Altos de Da Vinci habían sido atacados, quizá ya habían caído; ¿qué quedaba? ¿Cómo podrían sobrevivir sin la fantástica energía del clan mani? A menos que, quizá, aquella única y pequeña astronave terrestre significase otra cosa... ¿Quizá una esperanza? Al menos, era algo imprevisto. Y, en el terreno de las cosas previstas, no tenían ninguna oportunidad; estaban condenados.
No era un esquizo, o un hebe. Y, sin embargo, de un modo imperfecto, también él tuvo una visión. Era la visión de una probabilidad, por decirlo de alguna manera, nula, la única eventualidad entre muchas otras. Su primer plan había fracasado, pero todavía podía contar con aquella eventualidad; creía en ella. Y ni siquiera sabía por qué.
Capítulo XI
Durante el viaje que la condujo a su casa, al terminar la reunión del Consejo de Adolfville, una reunión que vio cómo expiraba el plazo del ultimátum terrestre y la ejecución de las amenazas enemigas contra los Altos de Da Vinci, Annette Golding afrontó la posibilidad del suicidio. Lo que les había pasado, a todos ellos y también a los manis, era demasiado terrible; ¿cómo refutar los argumentos de un planeta que acababa de derrotar a todo el Sistema Alfano?
Evidentemente, no había esperanza. Y, en lo referente al plan puramente biológico, lo reconocía... estaba dispuesta a sucumbir. Soy como Dino Watters, se dijo, al tiempo que escrutaba la ruta que se extendía ante ella, reflejándose la luz de los faros en la cinta de plástico que enlazaba Adolfville con Hamlet-Hamlet. Una vez lanzada la apuesta, prefiero no combatir; prefiero renunciar. Y nadie me obliga a renunciar; es, sencillamente, que quiero hacerlo.
Las lágrimas invadieron sus ojos al hacer aquella constatación acerca de sí misma. Supongo que debo, en lo más profundo de mí misma, admirar a los manis, decidió. Adoro no ser una pari; no soy dura, distante, inflexible. Pero, teóricamente, siendo poli, podría convertirme en una pari. De hecho, podría convertirme en lo que fuera. Pero, en vez de ello...
A su derecha vio el rastro luminoso producido por el escape de gases procedentes de unos retrocohetes en el cielo nocturno. Una aeronave descendía para posarse, muy cerca de Hamlet-Hamlet. De hecho, si seguía en la misma dirección, la encontraría. Sintió —era lo típico de una poli— dos emociones compuestas por fuerzas iguales y opuestas. El miedo la hizo contraerse, y, sin embargo, la curiosidad, una mezcla de diligencia, expectación y excitación, hizo que acelerase la velocidad de su vehículo.
Sin embargo, antes de que llegase al navío, el miedo la dominó; frenó, dirigió el coche hacía el arcén de tierra suelta y cortó el contacto. El coche se deslizó silenciosamente hasta detenerse; se quedó sentada en el asiento, con todos los faros apagados, escuchando los sonidos nocturnos y preguntándose qué debía hacer.
Desde el lugar en que se encontraba, tenía una visión imperfecta del navío y de vez en cuando, muy cerca, era perceptible una luz; alguien estaba haciendo algo. Quizá, soldados terrestres preparándose para tomar Hamlet-Hamlet. Y, sin embargo... no oía voces. Y el navío espacial no parecía muy grande.
Annette estaba bien armada. Todo delegado del Consejo tenía que estarlo, obligatoriamente, aunque el rep hebe siempre se olvidase su arma. Buscando en la guantera, tomó la anticuada pistola de postas; nunca la había empleado y le parecía increíble que pudiera llegar a hacerlo. Pero no tenía elección.
Bajando del coche, se deslizó silenciosamente a través de los bajos arbustos, hasta que se encontró bruscamente delante del navío; sorprendida, se ocultó entre las matas y vio el brillo de una linterna; proseguía la actividad junto a la base de la nave.
Un solo hombre, profundamente absorto, se ocupaba en cavar un agujero con ayuda de una pala; trabajaba con el rostro cubierto de sudor y el ceño fruncido por el esfuerzo. Luego, bruscamente, se volvió y corrió hacía la astronave.
Cuando salió, llevaba una caja que dejó en el suelo, junto al hoyo. La linterna iluminó el interior de la caja y Annette Golding vio cinco esferas semejantes a limones, ligeramente húmedas y animadas por pulsaciones; estaban vivas y las reconoció. Se trataba de elementos primarios, recién nacidos, de fungos ganimedianos... había visto algunas fotos en las cintas de edutext. El hombre, claro, los estaba enterrando; en el humus crecerían a gran velocidad. Aquella parte de su ciclo vital estaba teniendo lugar en aquel momento. Por eso se apresuraba el hombre. Las esferas podían morir.
—No conseguirá enterrarlas todas a tiempo —se sorprendió diciendo. Una de las esferas, de hecho, se había ennegrecido y estaba encogiéndose; se secaba a ojos vista—. Escuche —Se acercó al hombre que seguía trabajando, cavando con la pala—, me ocuparé de la humedad, ¿tiene usted agua? —Se inclinó a su lado, esperando—. Se están muriendo. —Evidentemente, también el hombre lo sabía.
Con voz dura, el hombre le respondió:
—En la nave. Busque un recipiente grande. Verá el depósito de agua; hay un cartel. —Tomó la esfera que mermaba entre sus semejantes, la dejó delicadamente en el fondo del agujero y empezó a cubrirla con la tierra que había extraído antes, dejándola correr entre sus dedos.
Annette entró en la nave, encontró el depósito de agua y, a continuación, un frasco.
Saliendo con el frasco lleno de agua, regó las esferas que menguaban rápidamente, reflexionado con filosofía acerca del ciclo mismo de la vida de los fungos: en ellos, todo ocurría muy deprisa, tanto el nacimiento, como el crecimiento, como la muerte. Quizá así eran felices. Tenían tiempo —muy corto— para crecer, envejecer y... morir.
—Gracias —dijo el hombre tomando una segunda esfera, ya húmeda, enterrándola también en la tierra—. No esperaba salvarlas todas. Las esporas germinaron durante el viaje... No tenía ninguna oportunidad de plantarlas. Sólo tenía un cacharro con las esporas microscópicas. —Alzó los ojos hacía ella, ampliando el agujero del suelo con las manos—. Señorita Golding —dijo.
En cuclillas, junto a la caja de las esferas, Annette le preguntó:
—¿Cómo sabe mi nombre, si es la primera vez que nos vemos?
—Es el segundo viaje que hago aquí —dijo el hombre enigmáticamente.
La esfera que había enterrado en primer lugar empezaba a crecer; a la luz de la linterna, Annette vio que el suelo se movía y se abombaba, temblando según aumentaba el diámetro de la esfera de forma radical. Era un espectáculo curioso y cómico, y se echó a reír.
—Lo siento —se excusó—. Pero los ha traído en una caja, los ha enterrado apresuradamente y, ahora, mire. Dentro de unos instantes será tan grande como nosotros. Y luego podrá apañárselas sola. —Los fungos, Annette ya lo sabía, eran las únicas fungosidades que podían moverse; le fascinaban precisamente por ello.
—¿Cómo sabe tantas cosas acerca de ellos? —le preguntó el hombre.
—Durante años, no he tenido otra cosa que hacer más que instruirme. En el h... supongo que usted lo llamaría hospital... de todos modos, antes de que fuera arrasado, tenía cintas de biología y zoología. ¿Es verdad que cuando un fungo alcanza la madurez es lo bastante inteligente como para poder hablar con él?
—Más inteligente que eso. —El hombre plantó rápidamente otra esfera; en sus manos, el injerto tembló suavemente, como gelatina.
—Es maravilloso —dijo Annette—. Me parece muy excitante. —Valdría la pena quedarse para verlo por uno mismo—. ¿No es adorable? —preguntó, arrodillándose al otro lado de la caja para vigilar su trabajo—. ¿No le fascinan los olores de la noche, el aire, los sonidos de los seres vivos —animalillos como los hiporanas o los grullos de campanilla— que se agitan a nuestro alrededor, y usted, intentando que crezcan los fungos en vez de dejarles morir? Es usted muy humanitario, me doy cuenta. Dígame su nombre.
La miró de soslayo.
—¿Por qué?
—Porque así podré acordarme de usted.
—Tengo el nombre de alguien —respondió el hombre— de quien prefiero no acordarme.
Sólo quedaba una esfera por plantar. Y la primera ya había germinado, saliendo del suelo y desarrollándose; se había convertido, descubrió Annette, en una multitud de esferas pegadas que formaban una masa única.
—Pero —siguió el hombre—, me gustaría saber su nombre para poder... —No terminó la frase, pero comprendió lo que quería decir.
—Me llamo Chuck Rittersdorf —dijo.
—¿Es usted pariente de la doctora Rittersdorf, la psicóloga del navío terrestre? Sí, debe ser usted su marido. —Estaba segura; el hecho resultaba evidente. Recordando el plan de Gabriel Baines, se llevó la mano a la boca, disfrutando—. Oh —dijo—, si usted supiera... Pero no le diré nada. —Otro nombre del que deberá acordarse, pensó, es el de Gabriel Baines. Se preguntó si el plan de Gabe para someter a la doctora Rittersdorf haciéndole el amor habría salido adelante; tuvo la impresión de que había fracasado. Pero, para Gabe debió ser, incluso quizá lo estaba siendo todavía, bastante placentero.
Naturalmente, en aquel momento todo había terminado, pues había llegado el señor Rittersdorf.
—¿Cuál era su nombre —preguntó Annette— cuando vino la primera vez?
Chuck Rittersdorf la miró.
—Cree que he cambiado de...
—Usted era otro. —Tenía que ser así; si no, ella se acordaría de él. Le habría reconocido.
Rittersdorf respondió tras una pausa.
—Digamos, simplemente, que vine aquí, que la encontré a usted, y que regresé a la Tierra; ahora, he vuelto. —La miró como si fuera culpa suya. Plantada la última esfera, recogió la caja con aspecto pensativo, así como la pala, y se dirigió hacía el navío.
Siguiéndole, Annette preguntó:
—¿Se desarrollarán los fungos en nuestra luna? —A la muchacha se le pasó por la cabeza la idea de que quizá todo aquello formaba parte de un plan de la Tierra para conquistar aquel mundo. Pero la idea parecía falsa; aquel hombre tenía todas las apariencias de alguien que trabajaba solo y oculto. Era una idea muy pari para ella.
—Podrían encontrarse con cosas peores —replicó Rittersdorf lacónicamente. Desapareció en el interior de la nave. Tras un instante de duda, la chica le siguió, parpadeando bajo la luz brutal que brillaba sobre su cabeza.
Vio sobre un ordenador la pistola de postas; la había dejado allí cuando llenó el cacharro de agua.
Tomando la pistola, Rittersdorf la examinó, y se volvió hacía ella con una expresión singular, casi un rictus, en su rostro.
—¿Es suya?
—¡Sí! —respondió Annette, humillada. Extendió la mano, esperando que se la devolviese. Pero no lo hizo—. Oh, por favor —dijo—. Me pertenece y la dejé ahí para ayudarle; lo sabe muy bien.
La estudió durante un largo rato. Luego, se la entregó.
—Muchas gracias. —La joven experimentó un sentimiento de gratitud—. Me acordaré de esto.
—¿Pretende salvar esta Luna con eso? —Rittersdorf sonreía. No parecía malo, decidió, salvo por su expresión feroz y sus muchas arrugas. Pero sus ojos eran de un color azul claro y agradable. Andaría, supuso la poli, por los treinta y cinco. No muy viejo, sólo un poco mayor que ella. Su sonrisa parecía dolorosa, no forzada, pero sí... reflexionó. Como si fuera antinatural, como si, para él, ser feliz, aunque fuera por breves instantes, resultase insano. Era, quizá, como Dino Watters, de inclinaciones melancólicas. Si era el caso, le apenaba. La enfermedad era muy grave. Más terrible que las otras.
—No creo que podamos salvar esta Luna —replicó la muchacha—. Sólo quería asegurarme mi propia protección. Conoce nuestra situación, ¿verdad? Nosotros...
Una voz, en su interior, empezó a berrear, despertando a una vida súbita y rudimentaria.
—Señor Rittersdorf... —La voz se interrumpió, se desvaneció y volvió a aparecer, semejante al débil chisporroteo producido por los parásitos de una radio de cuarzo—... aviso que... veo a Joan... —La voz volvió a desvanecerse.
—En el nombre del cielo, ¿qué era eso? —dijo Annette, asustada.
—El fungo. Uno de ellos. No sé cuál. —Chuck Rittersdorf pareció aliviado y transformado. Con voz clara, dijo—: ¡Ha logrado la continuidad! —Le gritó como si estuvieran separados por un kilómetro—. ¡Ha vuelto! ¿Qué le parece, señorita Golding? ¡Diga algo! —La tomó de las manos y la hizo girar, arrastrándola, mientras bailaban, en un rigodón alegre e infantil—. ¡Diga algo, señorita Golding!
—Estoy contenta —dijo Annette, con sumisión— de verle tan feliz. Debería ser feliz siempre que pudiera. Naturalmente, no entiendo todo lo que pasa. De cualquier modo... —Soltó los dedos—. Sé que lo merece, sin que importe cómo.
Algo se movió a sus espaldas. Annette se volvió y vio en la entrada de la escotilla del navío una masa amarilla que avanzaba lentamente, cruzando la puerta con movimientos ondulados. Así que tienen ese aspecto, pensó. En su fase final. Corta el aliento. Retrocedió, no de miedo, sino de respetuoso temor; era, ciertamente, un milagro que se hubiera desarrollado tan rápidamente. Y ahora —por lo que recordaba— se quedaría así indefinidamente, hasta que muriera por un clima demasiado frío o demasiado caliente, o por una sequía prolongada. Y, cuando llegara tan fatal momento, lanzaría esporas y el ciclo comenzaría de nuevo.
Mientras el fungo penetraba en el navío, apareció un segundo ejemplar, arrastrándose detrás del primero. Y, a continuación, un tercero.
—¿Cuál es Lord Running Clam? —preguntó Chuck Rittersdorf, estupefacto.
En la mente de Annette se abrió paso una oleada de pensamientos.
—Según la costumbre, el que haya nacido primero toma la identidad formal del «padre». Pero no hay diferencia verdadera. En cierto sentido, todos somos Lord Running Clam; en otro sentido, ninguno lo es. Yo —el primero— adoptaré el nombre, los otros, por su parte, encontrarán nuevos nombres a su antojo. Me parece que vamos a crecer y a desarrollarnos sobre esta luna; la atmósfera, la gravedad y la humedad son perfectamente adecuadas. Ha contribuido usted a diversificar nuestra ecología; nos ha transportado... déjeme calcularlo, a tres años luz de nuestro planeta de origen. Muchas gracias. —El fungo, mejor dicho, los fungos, añadieron—: Me temo que su navío y usted mismo van a ser atacados de manera inminente. Por eso hemos entrado los que nos hemos desarrollado a tiempo.
—¿Atacados por quién? —preguntó Chuck Rittersdorf, pulsando un botón del tablero de mandos que corrió y cerró herméticamente la esclusa del navío. Sentándose, empezó a prepararse para el despegue.
—Por lo que hemos captado (Annette percibía los pensamientos de los tres fungos), se trata de un grupo de indígenas, que se refieren mentalmente a sí mismos como manis. Aparentemente, han conseguido poner fuera de combate a otro navío.
—Gran Dios —murmuró Chuck Rittersdorf—. Debe tratarse del navío de Mary.
—Sí —reconoció el fungo—. Los manis que se acercan vienen muy contentos, fanfarroneando, con su habitual modo vanidoso, por haber vencido a la doctora Rittersdorf. Sin embargo, no está muerta. Los que se encontraban en el primer navío han conseguido escapar; se encuentran en puntos desconocidos de la Luna y los manis los están persiguiendo.
—¿Y los navíos de guerra terrestres que se encontraban en los alrededores? —preguntó Rittersdorf.
—¿Qué navíos de guerra? Los manis han instalado un nuevo tipo de pantalla protectora por encima de su ciudad. Así que, de momento, están seguros. —El fungo se libró de una conjetura muy particular—. Pero eso no durará mucho tiempo, y ellos lo saben. Han pasado a la ofensiva, pero de un modo meramente temporal. Sin embargo, son felices. Parecen muy contentos de que los navíos terrestres, desorientados, zumben inútilmente por encima de su ciudad.
Los pobres manis, pensó Annette en su fuero interno. Incapaces de proyectarse al futuro, anclados en el presente, saliendo a pelear como si tuvieran alguna oportunidad. Y, sin embargo, ¿su modo de ver las cosas era acaso mejor? ¿Su aceptación de la derrota significaba algún tipo de progreso?
No era raro que todos los clanes de la Luna se apoyasen en los manis; ellos eran el único clan que daba muestras de valor. Y de la vitalidad que presta el valor.
Nosotros, pensó Annette, hemos perdido hace mucho tiempo. Antes incluso de que el primer terrestre, la doctora Mary Rittersdorf, apareciese por aquí.
Gabriel Baines, a la penosa velocidad de 110 kilómetros por hora, rumbo a Hamlet-Hamlet, percibió la pequeña y rápida aeronave ascendiendo a toda velocidad por el cielo nocturno y comprendió que llegaba demasiado tarde, lo comprendió sin tener el menor conocimiento directo de la situación. Annette, le informó su poder prácticamente psi, se encontraba a bordo del navío, o si no, el navío —sus ocupantes— la habrían matado. En todo caso, ella ya no estaba allí y, por ello, aminoró la velocidad de su coche, presa de la amargura y la desesperación.
No había nada que pudiera hacer. Consecuentemente, lo mejor sería regresar a Adolfville, a su propia ciudad y con su gente. Estar con ellos en aquellos últimos y trágicos días de su existencia.
Mientras se disponía a dar media vuelta, algo pasó gruñendo ante él y, traqueteando, se encaminó hacía Hamlet-Hamlet; no era un monstruo rampante, sino un supermonstruo. Moldeado con hierro de alta fusión, método conocido sólo por los manis, barría el terreno ante sí con potentes proyectores, avanzando lentamente, enarbolando la bandera roja y negra que constituía el emblema guerrero de los manis.
Evidentemente, asistía a la fase inicial de un contraataque de superficie. Pero, ¿exactamente contra qué? Los manis tenían, estaba claro, algún objetivo de combate, pero no era Hamlet-Hamlet. Quizá pretendían alcanzar a la rápida astronave antes de que despegase. Pero, como él mismo, llegaban demasiado tarde.
Tocó el claxon. La cúpula de la torreta del tanque mani se abrió y cayó pesadamente a un lado; el tanque dio media vuelta, volviendo hacía él, y un mani a quien no conocía se puso firmes y le saludó con la mano. La cara del mani resplandecía de entusiasmo; a todas luces, disfrutaba con la experiencia, con las obligaciones militares que le hacían garantizar la defensa de la luna, deber para el que se preparaban desde hacía mucho tiempo. La situación, por deprimente que fuera para Baines, causaba el efecto contrario en el mani; le permitía adoptar un aspecto belicoso, fiero y pomposo, lleno de orgullo.
—Salud —gritó el mani desde el tanque, sonriendo abiertamente.
—Baines le respondió con tan poco malhumor como pudo.
—Veo que se os ha escapado la nave espacial.
—La cogeremos —El mani no perdía la alegría; por el contrario, señaló al cielo con el dedo—. Mira, camarada. El misil.
Un segundo más tarde, algo saltó hacía el cielo; una lluvia de fragmentos luminosos cayó sobre el suelo y Gabriel Baines comprendió que el navío terrestre había sido alcanzado. El mani tenía razón. Como de costumbre... era una de las características de su clan.
Horrorizado ante la visión intuitiva, que le decía que Annette Golding se encontraba a bordo del navío, dijo:
—Malditos manis, no sois más que monstruosos bárbaros... —El bloque principal de fragmentos caía a su derecha; dando un portazo, encendió el contacto, salió de la carretera y se dirigió bamboleante por la llanura. El tanque mani, entre tanto, cerró la cúpula y empezó a seguirle, llenando la noche de estridentes sonidos metálicos.
Baines llegó el primero junto a los restos de la nave. Una especie de sistema de paracaídas de seguridad, una enorme esfera llena de gas, salía por la parte trasera del navío, permitiéndole posarse más o menos suavemente; la nave yacía medio clavada en el suelo, alzando la cola hacía el cielo, humeando como si —y aquel detalle horrorizó aún más a Baines— estuviera a punto de desintegrarse; la cámara de combustión atómica del interior habrá resultado alcanzada, pensó; cuando alcance la masa crítica, todo estallará.
Saltando fuera del coche, se lanzó hacía la esclusa del navío. Al llegar, ésta se abrió repentinamente; a trompicones, un terrestre salió de la nave y, tras él, apareció Annette Golding; a continuación, con grandes dificultades técnicas, una enorme masa amarillenta, gelatinosa y homogénea, que se deslizó por la escotilla y se dejó caer con un chop sonoro en el suelo.
—Gabe —dijo Annette—, que los manis no maten a este hombre. Es bueno. Y los fungos son de la misma opinión.
El tanque mani llegó en medio del fragor; de nuevo, la cúpula del tanque se abrió, cayendo hacía un lado, y, de nuevo también, el mani salió de su interior. Aquella vez, sin embargo, llevaba un rayo láser con el que apuntó al terrestre y a Annette. Con una mueca, el mani preguntó:
—Os tenemos. —Estaba claro que, tras saborear plenamente aquella alegría, los masacraría; la ferocidad de la mente del mani no conoce límites.
—Espera —dijo Baines, agitando la mano hacía el mani—. Déjales tranquilos; la mujer es de Hamlet-Hamlet... es de los nuestros.
—¿De los nuestros? —repitió el mani—. Si es de Hamlet-Hamlet, no es de los nuestros.
—¡Oh! Vamos —dijo Baines—. ¿Estáis los manis tan llenos de drogas que no reconocéis, o ni siquiera os acordáis, de la fraternidad que une a los clanes en momentos de crisis? Baja el arma. —Retrocedió lentamente hacia su vehículo, sin apartar los ojos del mani ni un instante. En el coche, debajo del asiento, guardaba un arma personal. Si podía cogerla, la utilizaría contra el mani para salvar la vida de Annette—. Te acusaré ante Howard Straw —dijo, abriendo la portezuela del coche y tanteando en su interior—. Soy su colega... soy el rep pari del Consejo. —Cerró los dedos en torno a la culata del arma; la atrajo hacía sí, la ajustó y, con el mismo movimiento, soltó el seguro.
El chasquido, audible en el aire silencioso de la noche, hizo que el mani girase en el tanque instantáneamente; el rayo láser apuntó a Gabriel Baines. Ni Baines ni el mani dijeron nada; ambos se miraban, sin moverse, sin disparar... la luz era insuficiente y ninguno de los dos podía distinguir al otro con precisión.
Un pensamiento, procedente de Dios sabe dónde, penetró en el cerebro de Baines.
—Señor Rittersdorf, su esposa está muy cerca; percibo su actividad cefálica. En consecuencia, le recomiendo que se deje caer a tierra.
El terrestre, así como Annette Golding, se arrojaron de bruces al mismo tiempo; el mani del tanque, sorprendido, giró el arma y dejó de apuntar a Gabriel Baines, intentando vanamente ver algo en la oscuridad de la noche.
Un rayo luminoso, casi perfectamente dirigido, lanzando por un arma láser pasó por encima de la figura agazapada del terrestre, penetró en el casco del navío derribado y desapareció con un silbido de metal licuado. El mani del tanque dio un salto, intentando determinar con precisión el origen del disparo; estrechó su propia arma con un espasmo de respuesta instintiva, pero no disparó. Ni él ni Gabriel Baines lograban comprender lo que pasaba. ¿Quién disparaba contra quién?
Gabriel Baines empezó a gritarle a Annette.
—¡Arrástrate hasta el coche! —Sujetaba abierta la portezuela; Annette levantó la cabeza, le miró y se volvió hacía el terrestre tumbado a su lado. Intercambiaron una mirada y, después, juntos, se levantaron de un salto y corrieron agachados hacía el coche.
Desde la torreta del tanque, el mani abrió fuego, pero no sobre Annette y el terrestre; disparaba contra las tinieblas, en la dirección de donde provino la descarga del láser. Luego, de golpe, regresó al interior del tanque; la cúpula se cerró violentamente y el tanque, con un temblor, arrancó y echó a andar gruñendo, rodando en la dirección en que había disparado el mani. En el mismo instante, partió un misil del tubo delantero del tanque; avanzó paralelo al suelo y explotó bruscamente. Gabriel Baines, intentando hacer una maniobra, con el terrestre y Annette en el asiento delantero, a su lado, sintió que el suelo se levantaba ante él y le tragaba; cerró los ojos, pero no pudo escapar a lo que pasaba.
A su lado, el terrestre profirió un juramento. Annette Golding gimió.
Esos... manis, pensó Baines rabioso, mientras sentía cómo se levantaba el coche, apresado por las ondas de choque del misil.
—No se debe utilizar un misil de ese tipo —la voz del terrestre llegó muy débilmente hasta él por encima de la explosión— a tan corta distancia.
Golpeado de lleno, dominado por la sacudida de la explosión, el coche giró varias veces sobre sí mismo; Gabriel Baines se golpeó contra la barra de seguridad del techo y, después, contra el tablero; todos los dispositivos de seguridad que un pari inteligente habría colocado en su vehículo para protegerse de cualquier ataque funcionaron automáticamente, pero resultaron insuficientes. El coche se revolcó varias veces y, mientras eso sucedía, Gabriel Baines no dejaba de decirse: Odio a los manis. Nunca volveré a cooperar con ellos.
Alguien, chocando contra él, dijo:
—¡Oh, Señor!
Era Annette Golding; la atrapó y se agarró a ella. Todos los cristales del coche estaban rotos; le cubrió una lluvia de fragmentos de plástico y percibió la fetidez acre de algo que se quemaba, quizá su propia ropa, no le habría sorprendido. Luego, la espuma protectora antitérmica salió en suaves oleadas de sus tubos, por todas partes, activada por el calor; en un instante, se encontró debatiéndose en el seno de un mar gris, sin encontrar nada a lo que agarrarse... perdió a Annette nuevamente. ¡Gran Dios!, pensó, estos sistemas de protección que me costaron tanta pasta y tanto tiempo casi son peores que la explosión. ¿Cuál es la moraleja de la historia?, se preguntó, debatiéndose en la viscosa pasta. Tenía la impresión de estar bañándose en una cuba de champú; se sofocó y luchó para liberarse de la viscosa sustancia.
—¡Auxilio! —dijo.
Nadie, ni nada, respondió.
Haré saltar ese tanque, pensó Gabriel Baines en su fuero interno, pataleando en la espuma. Lo juro; les pagaré con la misma moneda... a todos ellos, a nuestros enemigos, a los arrogantes manis... siempre he sabido que estaban en contra de nosotros.
—Comete usted un error, señor Baines —el pensamiento, calmado y sensato, se formó en su mente—. El soldado que lanzó el misil no tenía intención de dañarle. Antes de disparar, efectuó un riguroso cálculo... al menos, eso creyó. Su cólera es fruto de un prejuicio accidental. En este mismo momento, intenta llegar hasta usted para sacarle del coche en llamas. Lo mismo que a los que están con usted.
—Si puede oírme —respondió Baines con el pensamiento—, venga a ayudarme.
—No puedo hacer nada. Soy un fungo; no puedo acercarme a las llamas, pues soy muy sensible al calor, como me han demostrado recientes sucesos. Dos de mis hermanos acaban de perecer al acercarse al coche. Y yo no estoy dispuesto, de momento, a esporizar otra vez. —Gratuitamente, añadió—: De todos modos, si hubiera intentado salvar a alguien, habría buscado primero al señor Rittersdorf, que se encuentra también en el coche... el hombre de la Tierra.
Una mano sujetó a Gabriel Baines por el cuello; fue levantado y sacado del coche volcado. El mani, con una energía física típicamente anormal, penetró de nuevo en el coche en llamas y sacó a Annette Golding, poniéndola a salvo.
—Ahora, señor Rittersdorf —los inquietos pensamientos del fungo llegaron hasta Gabriel Baines, que seguía tumbado.
De nuevo, sin atender en lo más mínimo a su propia seguridad —cosa igualmente típica de un temperamento hiperactivo—, el mani desapareció en el interior del coche. Aquella vez, al salir, lo hizo acompañado por el terrestre.
—Le doy las gracias —pensó el fungo, lleno de alivio y gratitud—. A cambio de su hazaña, permítame que le dé una información; su misil no alcanzó a la doctora Rittersdorf, y ella y el simulacro de la CIA, el señor Mageboom, se encuentran muy cerca, ocultos en las tinieblas, esperando una ocasión para volver a disparar contra usted. Así que lo mejor será que regrese a su tanque lo antes posible.
—¿Por qué a mí? —preguntó colérico el mani.
—Porque su clan ha destruido el navío —le pensó el fungo—. Las hostilidades entre ustedes han sido abiertas. ¡Deprisa!
El soldado mani corrió hacia el tanque.
Pero no llegó hasta él. Cuando había realizado las dos terceras partes del recorrido, cayó de cara al suelo, al tiempo que un rayo láser surgía de las tinieblas, alcanzándole levemente y desapareciendo a continuación con un latido.
Habrá que ver qué pasa ahora, pensó Gabriel Baines tristemente, sentándose y limpiándose la espuma que le cubría. Me pregunto si me habrá reconocido, si se acordará de mí, de nuestro encuentro de hace unas horas... y, en ese caso, ¿me perdonará... o querrá matarme?
A su lado, el terrestre llamado también Rittersdorf, a causa de una singular e irónica coincidencia, se debatía por sentarse. El terrestre le preguntó:
—Tenía un arma. ¿Qué ha sido de ella?
—Supongo que seguirá dentro del coche.
—¿Por qué quiere matarnos? —preguntó Annette Golding.
Fue Rittersdorf quien contestó.
—Porque sabe que estoy aquí. He venido a esta Luna para matarla. —parecía muy tranquilo—. Antes de que acabe la noche, uno de nosotros estará muerto. Será ella o seré yo. —Evidentemente, estaba decidido.
Se escuchó en el cielo un fragor de retrocohetes. Era otro navío espacial, inmenso, dedujo Gabriel Baines, sintiendo cierta esperanza; quizá consiguieran rescatar a la doctora Rittersdorf que, seguramente como sospechaba, estaba totalmente loca. Aunque el navío fuera terrestre. Porque estaba totalmente claro que la doctora Rittersdorf actuaba, en aquel mismo momento, bajo los efectos de un fatal impulso totalmente personal, sin autorización oficial alguna. Al menos, eso esperaba.
Una luz brillante explotó sobre ellos; la noche se hizo blanca y todo el paisaje, del más pequeño objeto a las rocas que sembraban el terreno, se recortó con toda claridad. El destruido navío del señor Rittersdorf, el tanque abandonado del mani muerto, el cadáver del mani tendido a corta distancia, el coche de Gabriel Baines, carbonizándose, y más allá, a unos cien metros, un profundo y humeante hoyo donde estalló el misil. Y... entre los árboles, a lo lejos, a la derecha, dos siluetas humanas. Mary y la otra persona que había mencionado el fungo. Y también distinguió al fungo; se había refugiado junto a los restos de la nave. Bajo aquella viva luz, era un espectáculo macabro; reprimió la risa nerviosa que amenazaba con dominarle.
—¿Un navío de guerra terrestre? —preguntó Annette Golding.
—No —replicó Rittersdorf—. Vi el conejo pintado en el fuselaje.
—¡Un conejo! —Sus ojos parecieron desorbitarse—. ¿Existe una raza de conejos inteligentes? ¿Existe algo así?
—No —le dijeron los pensamientos del fungo a Gabriel Baines. Con aparente rechazo, el fungo siguió—: Se trata de Bunny Hentman buscándole, señor Rittersdorf. Como previó usted con pesimismo, le resultó relativamente fácil deducir que usted vendría a Alfa III M2; salió de Brahe City al poco que usted dejase la Tierra. —Explicó—: En este momento capto sus pensamientos; naturalmente, ignoraba todo eso, pues yo no era más que una espora.
No comprendo absolutamente nada, se dijo Gabriel Baines en su fuero interno. En nombre del cielo, ¿quién es Bunny Hentman? ¿Una divinidad coneja? ¿Y por qué está buscando a Rittersdorf? De hecho, no sabía tampoco con certeza quién era Rittersdorf. ¿El marido de Mary Rittersdorf? ¿Su hermano? Toda la situación era muy confusa en su mente y expresó el deseo de volver a Adolfville y encontrarse entre los dispositivos de seguridad listos para funcionar, instalados por su clan hacía años para evitar, precisamente, tales abominaciones.
Evidentemente, decidió, estamos condenados. Todos se han unido contra nosotros... los manis, la doctora Rittersdorf, el enorme navío con el conejo tótem pintado en el fuselaje y, en alguna parte, a corta distancia, las autoridades militares de la Tierra están esperando el momento de intervenir... ¿qué oportunidad tenemos? Una oleada de derrota creció en él... y, pensó ferozmente, no es tan mala.
Inclinándose hacía Annette Golding, que estaba sentada, intentando débilmente sacudirse la espuma antitérmica de los brazos, dijo:
—Adiós.
La joven le miró con sus grandes ojos oscuros.
—¿Dónde vas, Gabe?
—¡Maldición! —dijo amargamente—. ¿Tiene importancia? —Bajo aquella luz cegadora, no tenían ninguna oportunidad y eran blancos fáciles para la doctora Rittersdorf y su pistola láser —la misma arma que había matado al soldado mani. Se levantó a trompicones, haciendo que cayera la espuma, sacudiéndose como un perro mojado—. Me voy —le explicó a Annette y, acto seguido, se sintió triste por ella; no por su muerte, sino por la de la pobre Annette... aquello era lo que más le desolaba—. Me gustaría poder hacer algo por ti —dijo, movido por cierto impulso—, pero esa mujer está loca; lo sé muy bien.
—¡Oh! —exclamó Annette, sacudiendo la cabeza—. Entonces, ¿no funcionó del todo tu plan con ella? —Furtivamente, miró a Rittersdorf.
—¿Que si no funcionó del todo? —Se echó a reír; era realmente divertido—. Recuérdame que te lo cuente un día de éstos. —Inclinándose, la besó; el rostro de Annette, húmedo y resbaladizo por la espuma, se apretó contra su boca; luego, se levantó y se alejó, distinguiendo perfectamente su camino bajo el brillo de la luz dirigida hacía el suelo.
Mientras avanzaba, esperaba que le alcanzase el rayo láser en cualquier instante. La luz era tan brillante que, involuntariamente, entornó los ojos; parpadeando, siguió su camino, paso a paso, sin llevar ningún rumbo concreto... ¿por qué no disparaba? Sabía que acabaría por hacerlo; quería qué se diera prisa. La muerte deliberada a manos de aquella mujer... era un hermoso destino para un pari; irónico y merecido.
Una sombra le cerró el paso. Abrió los ojos. Tres sombras, y todas ellas familiares; estaba justo enfrente de Sarah Apóstoles, Ornar Diamond e Ignatz Ledebur, los tres mayores visionarios de aquella luna, o bien, desde un punto de vista diferente, pensó en su fuero interno, los mayores pirados que podían ser encontrados entre todos los clanes. ¿Qué hacen aquí? Por levitación, teleportación o algún otro medio; en todo caso, llegados por neomagia. Sólo sintió irritación al verles. La situación ya era demasiado compleja.
—El mal se enfrenta al mal —entonó Ignatz Ledebur con voz sentenciosa—, pero nuestros amigos deben ser librados de ese combate. Ten fe en nosotros, Gabriel. Velaremos para que seas transportado, mediante traslación psíquica, a algún lugar seguro. —Con el rostro transfigurado, estiró la mano hacía Baines.
—A mí no —protestó Baines—, a Annette Golding; ayudadla a ella. —Le pareció que, de golpe, su condición de pari —que le obligaba a defenderse de cualquier daño eventual— acababa de serle retirada. Por primera vez en su vida actuaba de aquel modo, no para salvarse él, sino para salvar a otro.
—También ella será salvada —le aseguró Sarah Apóstoles—. Mediante el mismo método.
Por encima de sus cabezas, los retrocohetes del gran navío con el emblema del conejo siguieron rugiendo; el navío descendía lentamente. Se preparaba para aterrizar.
Capítulo XII
Junto a Mary, el hombre de la CIA, Dan Mageboom, dijo:
—Ya ha oído el informe del fungo; el navío transporta a bordo al cómico de la tele Bunny Hentman, una de las personas más buscadas por nosotros. —Agitado, Mageboom se llevó la mano a la garganta, evidentemente en busca del intercom que le unía con la red de la CIA a bordo de los navíos terrestres de la escuadra que se hallaba a corta distancia.
—También le he oído declarar al fungo que usted no era una persona, sino un simulacro.
—Como todos —dijo Mageboom—. ¿Qué importa? —Encontró al fin el micrófono de comunicaciones; habló por el aparato, ignorando a Mary, informando a sus superiores de que Bunny Hentman acababa de aparecer. Esto, pensó Mary, basándose en una afirmación puramente verbal, ha sido enunciado por un fungo ganimediano. La credulidad de la CIA sobrepasaba cualquier clase de entendimiento. Sin embargo, probablemente era verdad. Sin duda, Hentman se encontraba a bordo del navío; su identidad era incluso revelada por el símbolo del conejo, tan familiar para los telespectadores.
Recordó entonces el inmundo episodio que se había desarrollado cuando contactó con la organización de Hentman para intentar conseguir un contrato de guionista para Chuck. Clara y hábilmente, le hicieron una proposición que ella no había olvidado, ni olvidaría jamás. Un «trato anejo», así fue como lo llamaron; todo un eufemismo. Canallas lascivos, pensó, mientras observaba el aterrizaje del navío, parecido a un enorme melón ovalado y maduro.
—Mis instrucciones —dijo Mageboom, alzando la voz repentinamente— son acercarme al navío e intentar detener al señor Hentman. —Se alejó reptando; sorprendida, le vio dirigirse apresuradamente al navío recién posado. ¿Debo dejarle seguir?, se preguntó Mary. ¿Por qué no?, decidió, bajando el láser. No tenía nada contra Mageboom, humano o simulacro, fuera lo que fuese. En cualquier caso, como todos los demás empleados de la CIA que había conocido durante todos los años que pasó con Chuck, era totalmente ineficaz. ¡Chuck! Dirigió su atención hacía él, mirando fijamente el lugar en que se escondía, tan apretado contra Annette Golding. Querido, has recorrido un largo camino, pensó. Simplemente para darme lo que me debías. ¿Valía la pena? Pero también has encontrado una nueva mujer; me pregunto el placer que podrás conseguir teniendo por amante a una esquizofrénica polimorfa. Apuntando el láser, disparó.
La luz del proyector, de un blanco brutal, desapareció súbitamente y las tinieblas volvieron. Durante un momento, Mary no consiguió comprender lo que pasaba, hasta que dedujo que el navío se había posado y ya no necesitaba aquella iluminación; así que lo que hicieron fue, sin más, apagar el proyector. Como un insecto fotófobo que se oculta detrás de una estantería, preferían la oscuridad a la luz.
No podía decir si había alcanzado a Chuck con el rayo láser. ¡Maldita sea!, pensó con irritada consternación. A continuación, experimentó miedo. Chuck era un asesino, llegado para asesinarla; ella era perfecta, racional, plenamente consciente: su presencia en la Luna confirmaba lo que, gracias a su perspicacia profesional, sospechaba desde hacía mucho tiempo. Se le ocurrió la idea de que, durante el viaje y en los primeros días pasados en Alfa III M2, Chuck habría podido fácilmente estar en el simulacro Mageboom. ¿Por qué no lo hizo entonces y prefirió esperar? En todo caso, aquello ya carecía de importancia, pues el simulacro estaba siendo operado desde la Tierra; era el modo de actuar de la CIA, como ella sabía a la perfección gracias a las observaciones que Chuck le había hecho durante varios años.
Debo largarme, se dijo. Antes de que me mate de verdad. ¿Dónde puedo ir? Los grandes navíos de guerra no pueden intervenir porque estos lunáticos enloquecidos han colocado un escudo de protección; intentan abrirse paso a través del mismo... supongo... Fuera cual fuese la causa, estaba sin contacto con las fuerzas armadas de la Tierra. Y Mageboom se había ido; no podía llegar a los navíos de línea con su ayuda. Me gustaría estar en la Tierra, se dijo plácidamente. Todo este proyecto ha ido muy mal. Es insensato que Chuck y yo queramos matarnos; ¿cómo se ha podido desarrollar una psicopatía tan horrible? Creí que nos habíamos separado... ¿para qué sirve el divorcio?
Pensó: nunca debí pedirle a mi abogado, Bob Alfons, que sacase aquellos potentinst de Chuck y la chica. Probablemente, actúa así a causa de eso. De todos modos, era ya demasiado tarde; no sólo había hecho que sacaran las inst, sino que, además, las empleó en el tribunal. Formaban parte de los archivos públicos; cualquiera, aun alguien movido por simple curiosidad, podía, si quería, saborear las secuencias que mostraban a Chuck y a la Trieste haciendo el amor. In hoc signo vinces, querida...
Chuck, pensó, me gustaría rendirme; me gustaría poder salir de todo esto, si no por su integridad, sí por la mía. ¿No podríamos ser... amigos?
Era una esperanza vana.
Luego, algo especial se retorció en el horizonte; se estremeció al verlo, sorprendida por su tamaño. Era demasiado inmenso para ser una construcción humana. La atmósfera parecía animada por algo real; las estrellas habían palidecido, parcialmente borradas de aquella región del cielo, y la cosa, lo que fuese, empezó a adquirir una forma casi luminosa.
La forma era la de un lagarto gigante y Mary no tardó en descubrir el sentido de lo que miraba; era una proyección esquizofrénica que formaba parte del primer mundo vivido por los psicópatas profundamente afectados, y evidentemente se trataba de una entidad muy familiar de Alfa III M2... ¿pero cómo la veía ella?
¿Acaso era un esquizofrénico —o quizá varios actuando de común acuerdo— que había coordinado sus percepciones psicóticas con un poder psi? Extraña idea, reflexionó nerviosa, esperando que no fuera la explicación correcta. Porque tal asociación resultaría fatal, si aquella gente había dado con ella por puro azar durante el cuarto de siglo de libertad.
Recordó al hebefrénico con quien había estado en Gandhitown... al que llamaban, quizá justamente, santo: Ignatz Ledebur. Sintió, pese a la suciedad, que algo así emanaba de él, el olor tonificante, aunque aterrador, de los poderes paranormales empleados sólo Dios sabe con qué objetivos. En todo caso, Mary quedó fascinada con él.
El lagarto, en apariencia totalmente real, se estiró, retorció el cuello alargado y abrió la boca. Esta vomitó algo parecido a una bola de fuego que ocupó parte del cielo; se alzó flotando, como si fuera llevada por el viento, y Mary suspiró aliviada; al menos, no había descendido. Francamente, había considerado aquella posibilidad. No le gustaba el espectáculo; se parecía mucho a las secuencias oníricas secretas que padecía en su propio sueño, vividas, no discutidas o meditadas, sin querer siquiera examinarlas en secreto y menos hablar de ellas con nadie, aunque fuera un psiquiatra profesional. El cielo nos libre.
La bola de fuego dejó de ascender en el cielo. Y empezó a disolverse en varias bandas luminosas. Aquellas bandas bajaron flotando y, para su sorpresa, temblaron como si fueran moldeadas a mano, transformándose en inmensas palabras.
Las palabras encerraban un signo. En el sentido más literal. Y... un signo, descubrió con embarazo y terror, que parecía destinado a ella. Las ardientes palabras decían:
DOCTORA RITTERSDORF, EVITE EL DERRAMAMIENTO DE SANGRE Y RECIBIRÁ AUTORIZACIÓN PARA DEJARNOS
A continuación, con letras brillantes más pequeñas, como una reflexión final, leyó:
EL TRIUNVIRATO SAGRADO
Están completamente locos, se dijo Mary Rittersdorf en su fuero interno, sintiendo cómo una risa histérica llegaba a sus labios. No soy yo quien quiere el derramamiento de sangre; ¡es Chuck! ¿Por qué, en nombre del cielo, semejante querella? Si sois tan santos, tendríais que daros cuenta de lo que es evidente. Mary se dio cuenta entonces de que quizá no era tan evidente. Ella había disparado contra Chuck y, antes de eso... había matado al soldado mani mientras corría de vuelta a su tanque. Entonces, quizá, después de todo, su conciencia, sus intenciones, no era tan puras.
Se formaron nuevas palabras.
RESPONDA, POR FAVOR.
—¡Gran Dios! —protestó—. ¿Cómo? —No podían esperar que escribiera su respuesta en el cielo con letras de fuego; ella estaba lejos de formar parte de un triunvirato de santos psicópatas hebefrénicos y sagrados. Aquello era demasiado, pensó. Simplemente grotesco, más de lo que puedo aguantar. Y si empiezo a escucharles, a creerles, acabaré siendo víctima de sus reproches... seré responsable en alguna medida del odio que existe entre Chuck y yo. Y no soy responsable.
Estalló una repentina luz rojiza debida a la actividad de un rayo láser cerca del navío de Bunny Hentman. Dan Mageboom, el simulacro y agente de la CIA enviado en misión de campo, estaba, evidentemente, atacando. Se preguntó las oportunidades de triunfo que podría tener. Probablemente, ínfimas, al menos por lo que sabía de la CIA. Sin embargo, le deseo buena suerte.
Se preguntó si el triunvirato sagrado tendría también instrucciones para él. Mageboom podía necesitar ayuda; solo, atacando frontalmente el navío, ejecutando las órdenes recibidas de un modo que Mary percibía como propio de una dedicación inhumana. Quizá era un simulacro, cosa que, de hecho, era, pero nadie podía decir que era un cobarde. Chuck y la chica que estaba con él, el fungo, incluso el soldado mani que corrió inútilmente buscando protegerse en su tanque, cada uno de nosotros se aplasta contra el suelo, motivado por el simple instinto animal de salvar la piel. Dan Mageboom, el simulacro, es el único en pasar a la ofensiva. Y, por lo menos así lo parecía, para colmo, el asalto de Mageboom contra el navío de Hentman estaba condenado al más risible de los fracasos.
Nuevas palabras, resplandecientes y enormes, aparecieron en el cielo. Y, gracias a Dios, no iban dirigidas especialmente a ella; en aquella ocasión le ahorraron la humillación de distinguirla entre los demás.
DEJAD DE COMBATIR Y AMAOS LOS UNOS A LOS OTROS
Entendido, pensó Mary Rittersdorf, de acuerdo con la petición. Voy a empezar; amaré a mi ex-marido Chuck, que ha venido hasta aquí para matarme; en medio de todo esto, ¿será eso bastante para un nuevo comienzo?
La luz rojiza de los láser, en los alrededores del navío de Hentman posado en el suelo, redobló en intensidad; el simulacro no había respondido a las ardientes palabras de advertencia; seguía luchando en vano... pero lleno de orgullo.
Por primera vez en su vida, Mary admiraba a alguien sin reserva alguna.
Desde el mismo instante en que había aparecido el navío de Bunny Hentman, el fungo se mostró muy temeroso; sus pensamientos, cuando llegaban a Chuck, lo hacían llenos de preocupación.
—Capto puntos de vista terriblemente deformados sobre los últimos acontecimientos —pensó el fungo hacía Chuck—. Todos provienen del navío de Hentman; este último y su equipo, especialmente los varios alfanos que le rodean, han elucubrado una teoría que hace de usted, señor Rittersdorf, el alma del complot, totalmente imaginario, urdido contra ellos. —El fungo permaneció silencioso un instante; luego, pensó: Acaban de fletar una chalupa espacial.
—¿Por qué? —preguntó Chuck, sintiendo cómo se aceleraban los latidos de su corazón.
—Unas inst tomadas con ayuda del proyector han descubierto su presencia en la superficie. La chalupa espacial va a posarse; será capturado; es inevitable.
Incorporándose, Chuck le dijo a Annette Golding:
—Voy a intentar huir. Usted quédese aquí. —Echó a correr, alejándose sin tomar ninguna dirección concreta; se tambaleaba por el desigual terreno lo mejor que podía. Mientras tanto, el navío de Hentman se posó. Y, mientras corría, se dio cuenta de un extraño fenómeno; rastros rojizos de rayos láser rayaban las sombras de los alrededores del navío. Alguien —o quizá un grupo— había tomado la iniciativa de entablar lucha directa con el navío de Hentman en cuanto se abrieran las esclusas de éste.
¿Quién?, se preguntó. Mary no, seguro. ¿Alguno de los Clanes de la Luna? Quizá una avanzadilla mani... pero, ¿no estaban ya lo suficientemente atareados rechazando los ataques de la Tierra y manteniendo el dudoso escudo de protección sobre los Altos de Da Vinci? Y los manis preferían emplear otras armas que los rayos láser pasados de moda; ¡aquello parecía una operación de la CIA!
Mageboom, decidió. El simulacro había recibido la orden de obligar al navío de Hentman a entrar en batalla. Al ser una máquina, actuó en consecuencia.
Los manis, pensó Chuck, combaten en este momento contra la Tierra; Mageboom, representante de la CIA, dirige sus disparos al navío de Hentman. Mi ex-mujer, Mary, lucha conmigo. Y Hentman es mi enemigo. Lógicamente, ¿cómo se podría resumir la situación? Debe ser posible plantear una ecuación racional a partir de todas estas barrocas interrelaciones. Si los manis combaten contra la Tierra, y Hentman combate contra la Tierra, en ese caso, los manis y Hentman son aliados. Mary lucha contra mí y yo lucho contra Hentman, luego Mary es aliada de Hentman y, consecuentemente, enemiga de la Tierra. Sin embargo, Mary está a la cabeza del grupo de bienintencionados psicólogos que desembarcaron en la luna; vino como rep de la Tierra. Así que, lógicamente, Mary es tanto enemiga como aliada de la Tierra.
La ecuación, sencillamente, no podía ni plantearse... a decir verdad, había muchos participantes en aquella lucha, todos ellos cometiendo demasiadas acciones ilógicas; algunos, como Mary, actuaban totalmente por iniciativa propia.
Pero, un momento; sus esfuerzos para esbozar una ecuación perceptible por la razón, o que simplificase toda la situación, dieron fruto después de todo; mientras trotaba por las tinieblas, tuvo la revelación de su propio dilema. Luchaba para escapar de Hentman, el compatriota de los alfanos y adversario de la Tierra; lo que significaba, según una lógica rigurosa e inatacable, que él mismo era aliado de la Tierra; se lo reconocieran o no. Olvidando a Mary durante un instante —sus acciones, indudablemente, no estaban autorizadas por el gobierno terrestre—, la situación podía ser considerada con toda claridad: su única esperanza, en lo que se refería a él personalmente, era llegar hasta un navío de guerra terrestre y pedir refugio. A bordo de una de las astronaves terrestres de la escuadra estaría a salvo —a salvo sólo cuando llegase a bordo y sólo a bordo. Pero los Clanes de Alfa III M2 luchaban contra la Tierra, recordó de golpe; la ecuación era todavía más compleja de lo que creyera en principio. Si era —lógicamente— uno de los aliados de la Tierra, era enemigo de los clanes, enemigo de Annette Golding, de todos los que vivían en la luna.
Ante él, su sombra se proyectaba débilmente. Materializada por una luz procedente del cielo. ¿Otro proyector? Volviéndose, se detuvo durante un instante.
Y vio, en el cielo, con inmensas letras de fuego, un mensaje dirigido... a su mujer. Evite el derramamiento de sangre, advertía la señal, y recibirá autorización para dejarnos. Evidentemente, se trataba de una manifestación de las tácticas demenciales y estúpidas de los psicópatas que vivían allí, probablemente, de los más deteriorados, los hebefrénicos de Gandhitown. Mary, claro, no prestaría la menor atención. Sin embargo, el signo de fuego le hizo ser consciente de un factor suplementario: los clanes de la Luna reconocían a Mary como enemiga. Mary, igualmente, era su enemiga; había intentado matarla, y viceversa. De donde, lógicamente, aquella relación hacía de él un aliado de los clanes. Así que le era imposible ignorar la conclusión de los diversos elementos, una vez alineados, de su razonamiento lógico, por dolorosa que resultase. Era tanto un aliado como un enemigo de los clanes de Alfa III M2; estaba a favor y en contra de ellos.
Llegado a aquel punto, renunció. Abandonó todo razonamiento lógico. Se volvió y echó a correr de nuevo.
El antiguo adagio, procedente de las meditaciones de los sofisticados reyes guerreros de la antigua India, según el cual «el enemigo de mi enemigo es mi amigo», no podía aplicarse, sin más, a aquella situación. Y aquello era todo lo que tenía que decir.
Algo zumbó ligeramente por encima de su cabeza. Y una voz, ampliada artificialmente, le rugió:
—¡Rittersdorf! ¡Deténgase, no se mueva! Si no obedece, morirá. —La voz estalló y resonó, rebotando en el suelo; fue dirigida hacia él difundida a plena potencia desde la chalupa espacial de Hentman, en el aire. Como había predicho el fungo, le habían detectado.
Jadeante, se detuvo.
La chalupa espacial flotaba en el aire a unos diez metros de altura. Una escala metálica cayó pesada y sonoramente al suelo y, de nuevo, la voz artificialmente ampliada le dio instrucciones.
—Suba por la escala, Rittersdorf. ¡Sin perder tiempo, sin retrasos!
En la oscuridad de la noche, rota tan sola por los ardientes signos del cielo, la escala de magnesio tembló de manera irreal, como si condujera a lo sobrenatural.
Dominándose, Chuck Rittersdorf, con triste desgana y el corazón encogido, empezó a trepar por la escala. Instantes más tarde llegaba arriba y saltaba a la cabina de control de la chalupa espacial. Dos terrestres de ojos feroces, armados con pistolas láser, se plantaron ante él. Enemigos a sueldo de Bunny Hentman, decidió. Uno de ellos era Gerald Feld.
Subieron la escala y el aparato de reconocimiento enfiló hacía la nave nodriza a la mayor velocidad posible.
—Acabamos de salvarle la vida —le dijo Feld—. Esa mujer, su ex-esposa, le habría abierto en canal si sigue abajo.
—¿Y qué? —preguntó Chuck.
—Que hemos respondido al mal con bien. ¿Qué más puede pedir? No encontrará a Bunny abatido o resentido; es demasiado buena persona como para tomar a mal todo esto. Después de todo, carece de importancia el que las cosas vayan mal, pues siempre puede emigrar al Sistema Alfano. —Feld consiguió sonreír, como si aquel pensamiento le pareciera especialmente agradable. Desde el punto de vista de Hentman, aquello quería decir que las cosas no eran tan desesperadas como parecían y que quedaba una salida.
La chalupa espacial llegó a la nave nodriza: se abrió un tubo de acceso, el aparato penetró por la abertura y, una vez ajustado, se deslizó, sin recurrir a la fuerza propulsora, hasta la parte más baja del tubo, hasta su nicho, en las profundidades del inmenso navío.
Cuando fue abierta la escotilla de la chalupa espacial, Chuck Rittersdorf se encontró ante Bunny Hentman, que se limpiaba de sudor la frente rosácea; con aspecto preocupado, le dijo:
—Uno de esos lunáticos nos está disparando. A juzgar por el interés, yo diría que es un psicópata. —El navío vibró—. ¿Lo ve? —preguntó Hentman colérico—. Nos ataca con un arma manual. —Haciendo un gesto para que Chuck se acercase, siguió—: Venga conmigo, Rittersdorf; quiero charlar con usted. Hay un maldito malentendido entre nosotros y me parece que tenemos que arreglarlo, ¿verdad?
—Entre usted y yo —dijo Chuck, corrigiendo maquinalmente. Hentman le mostró el camino, cruzando un angosto corredor; Chuck le siguió. No había nadie, aparentemente, apuntándole con un láser, pero, de cualquier modo, obedeció; había alguno en potencia... y era prisionero de la organización.
Una chica, desnuda hasta la cintura, sólo con unos pantalones, andaba por el pasillo delante de ellos, con paso solemne, fumando un cigarrillo con aspecto meditabundo. Chuck pensó que veía en ella algo familiar. Luego, cuando la muchacha hubo desaparecido detrás de una puerta, se dio cuenta de quién era. Patty Weaver. Al huir del Sistema Solar, Hentman se había ocupado de llevarse, al menos, a una de sus amantes.
—Entremos —dijo Hentman, abriendo una puerta. Una vez en el interior del camarote, pequeño y desnudo, Hentman cerró la puerta con llave y empezó a andar por la habitación de un modo inquieto y frenético. De momento, no decía nada; parecía preocupado. A intervalos regulares, el navío vibraba, bajo los impactos del ataque de láser dirigido contra él. En una ocasión, la luz del cuarto disminuyó e incluso se apagó, aunque no tardó en volver. Hentman alzó la vista y, a continuación, siguió andando por el camarote.
—Rittersdorf —empezó Hentman, no tengo elección; tengo que ir... —Llamaron a la puerta—. ¡Señor! —exclamó Hentman, entreabriendo—. ¡Oh! Eres tú...
Fuera, con una camisa de algodón sin abotonar cuyas faldillas se metían en la cintura del pantalón, se encontraba Patty Weaver, quien dijo:
—Sólo quería pedirle perdón al señor Rittersdorf por...
—Largo —dijo Hentman, cerrando la puerta. Se volvió para mirar a Chuck—. He tenido que pasar al campo de los alfanos. —El abundante sudor, en forma de enormes gotas semejantes a cera, apareció en su frente; ni se molestó en enjugarlas—. ¿Me lo reprocha? Mi carrera en la tele se ha visto arruinada por la maldita CIA; en la Tierra no me queda nada. Si pudiera...
—Tiene las tetas muy gordas —dijo Chuck.
—¿Quién? ¿Patty? Oh, sí. —Hentman sacudió la cabeza—. Bueno, ya sabe, es una de esas operaciones que practican en Hollywood y en Nueva York. Como ahora está de moda la dilatación, ha hecho que la operen. Habría estado magnífica en el show. Como en muchas otras cosas; una pena que no haya funcionado. ¿Sabe una cosa? Me costó bastante trabajo salir de Brahe City. Pensaban cogerme, pero me avisaron a tiempo. Justo a tiempo. —Miró a Chuck con aire de nerviosa acusación—. Si consigo hacerme con Alfa III M2 para los alfanos, seguiré en la brecha; podré vivir el resto de mi vida en paz. En caso contrario, si la Tierra se apodera de esta luna, estaré jodido. —parecía cansado y deprimido; como si se hubiera encogido. El hecho de haber confiado en Chuck había representado un terrible esfuerzo—. ¿Qué tiene que decir? —preguntó Hentman—. Hable sinceramente.
—Hummm —comentó Chuck.
—¿Es eso un comentario?
Chuck respondió:
—Si cree que ejerzo alguna influencia sobre mi ex-mujer y sus relaciones con TERPLAN en este...
—No —reconoció Hentman, sacudiendo la cabeza lacónicamente—, sé que no puede modificar su decisión en lo relativo a esta operación; ya les vimos ahí abajo, queriendo matarse como dos animales. —Se animó, recuperando algo de energía—. Mató usted a mi cuñado, a Cherigan, está dispuesto —de hecho, impaciente— a matar a su mujer... ¿qué clase de vida es ésa? Nunca había visto nada parecido. Y chivarse a la CIA y decirles dónde me encontraba como guinda del flan.
—El Paráclito nos ha abandonado —propuso Chuck.
—¿El para qué? ¿Qué para qué? —Hentman frunció la nariz.
—En esta Luna se está librando una guerra. Digamos algo más. Quizá eso explique un poco todo el asunto. Si no... —Se encogió de hombros. Era lo mejor que podía hacer.
—La chica gordita que estaba a su lado, pegadita al suelo —preguntó Hentman—, mientras su mujer le disparaba, ¿es una loca? ¿Pertenece a una de las colonias de la luna? —Dirigió a Chuck una mirada penetrante.
—Podría decirse —replicó Chuck con desgana; la elección de términos no le interesaba especialmente.
—¿Podría llegar, por su mediación, hasta el Consejo Supremo Ontercolonias que se ocupa de gobernar?
—Supongo que sí.
—Es la única solución para el actual estado de cosas —dijo Hentman—. Con o sin para qué o no sé qué. Tiene usted que reunirse con su Consejo y lograr que le escuchen y conozcan su oferta. —Incorporándose, Hentman dijo firmemente—: Dígales que pidan protección a los alfanos contra la Tierra. Dígales que es de interés para ellos el pedir a los alfanos que ocupen esta luna. Así sería legalmente territorio alfano, según los malditos protocolos; nunca he llegado a comprenderles del todo, pero los alfanos, lo mismo que la Tierra, lo han hecho a la perfección. Y a cambio... —Mantenía la vista clavada en el rostro de Chuck; sus ojos eran pequeños, no pestañeaban y desafiaban al mundo entero, seres y cosas—. Los alfanos garantizan las libertades civiles de los clanes. No habrá hospitalización. Ni psicoterapia. No serán ustedes tratados como locos, serán tratados como colonos formales, dueños de su tierra y capaces de ejercer el comercio y la industria, amén de todo lo que quieran hacer...
—No diga «ustedes» —replicó Chuck—. Yo no pertenezco a ningún clan.
—¿Piensa que aceptarán, Rittersdorf?
—Yo... honestamente, no tengo ni idea.
—Claro que sí. Usted ya estuvo aquí, dentro del simulacro de la CIA. Nuestro agente, nuestro informador en la CIA, nos indicaba el menor de sus movimientos.
Así que había un hombre a sueldo de Hentman en el interior de la CIA. Lo sabía; estaban infiltrados en la CIA. Todo era normal.
—No me mire así —pidió Hentman—. Ellos introdujeron un nurt en mi organización, no lo olvide. Desgraciadamente, no conseguí averiguar quién era. Algunos días, pensaba que se trataba de Jerry Feld; en otras ocasiones, pensaba que era Dark. De todos modos, gracias a nuestro hombre de la CIA averiguamos que le habían cesado a usted y, entonces, naturalmente, le despedimos... ¿qué partido podríamos sacar de usted, si no podía llegar hasta su mujer en esta Luna Alfa III M2? Por favor, sea razonable.
—Y gracias a su agente introducido en su organización... —dijo Chuck.
—Claro, la CIA supo en pocos instantes que yo había anulado la idea del guión y que le había despedido, así que corrieron para apresarme, o eso pretendían... ¿leyó los homeos? Claro que yo, gracias a mi propio agente, supe que estaban a punto de lanzarse contra mí y huí. Y su agente en mi organización les hizo saber que había salido de la Tierra, aunque no sabía muy bien a dónde. Cherigan y Feld eran los únicos que lo sabían. —Con filosofía, Hentman prosiguió—: Quizá nunca descubra quién es su agente. Pero ahora carece de importancia. La mayor parte de mis negocios con los alfanos han sido top secret, incluso entre los miembros de mi equipo, porque, naturalmente, yo supe desde el principio que había un infiltrado. —Sacudió la cabeza—. ¡Qué asco!
—¿Quién es su hombre en la CIA? —preguntó Chuck.
—Jack Elwood. —Hentman esbozó una mueca de placer, feliz al ver la reacción de Chuck—. ¿Por qué cree usted que aceptó Elwood entregarle tan cara aeronave de caza? Yo le dije que lo hiciera. Quería que viniese hasta aquí. ¿Por qué cree que Elwood le incitó con tanta fuerza para que se hiciera cargo del control del sim Mageboom? Formaba parte de mi estrategia. Desde el principio. Ahora, escuchemos algo acerca de sus informes sobre los clanes de esta Luna para ver qué podemos sacar de ellos.
No era sorprendente que Hentman y sus guionistas hubieran sido capaces de redactar aquel llamado «guión de la tele» que le habían puesto entre las manos; a través de Elwood, controlaron hasta el menor de sus gestos, exactamente como Hentman estaba admitiendo.
Pero aquello no era del todo cierto. Elwood pudo informar a la organización de Hentman de la existencia del simulacro Mageboom, decirles quién lo operaba y cuál era su misión futura. Pero aquello era todo. Elwood no podía saber el resto.
—Admitamos que estuve antes en la Luna —dijo Chuck—. Y que pasé aquí cierto tiempo, pero fue en el seno de la colonia hebe, que no es representativa; los hebes ocupan el escalafón más bajo. Ignoro todo acerca de los manis o los paris, y son ellos quienes dirigen las cosas. —Recordó el brillante análisis que hiciera Mary de la situación, su exposición sobre el sistema de castas vigente en Alfa III M2. Todo había demostrado ser exacto.
Hentman, con la mirada ardiente, preguntó:
—¿Lo intentará? Personalmente, creo que todos tienen algo que ganar; si estuviera en su lugar, aceptaría. Si no lo hacen, serán internados... y todo terminará. Tomarlo o dejarlo... explíqueselo bien. Y le diré lo que va a ganar usted.
—Extiéndase —pidió Chuck— sobre esa parte.
—Si hace lo que le pedimos, le daré instrucciones a Elwood para que vuelvan a admitirle en la CIA. Chuck se quedó callado.
—Kriminy —dijo Hentman medio en broma—. No me conteste. Escuche, ya ha visto que Patty va a bordo de la nave. Le diremos que se muestre amable con usted. ¿Entiende lo que quiero decir? —Le hizo un guiño precipitado y nervioso.
—No —replicó Chuck enfáticamente. Aquello estaba adquiriendo un matiz desagradable.
—Muy bien, Rittersdorf —suspiró Hentman—. Aumentaremos los precios. Si hace esto por nosotros, le daremos un buen bocado, algo parecido a lo que acabo de ofrecerle—. Inspiró profunda y sonoramente—. Le garantizamos que nos ocuparemos de matar a su mujer. Sin dolor y lo más rápidamente posible. Algo totalmente indoloro... y muy rápido.
Tras lo que a ambos les pareció una eternidad, Chuck dijo:
—No veo qué le hace pensar que deseo la muerte de Mary. —Consiguió aguantar la penetrante mirada de Hentman, pero el esfuerzo fue enorme.
—Como acabo de decir —replicó Hentman—... les he observado a los dos, pegados al suelo, intentando matarse como dos animales salvajes.
—Me defendía.
—Claro —dijo Hentman, sacudiendo la cabeza con una mueca de condescendencia.
—Nada que haya visto en esta Luna en Mary o en mí ha podido hacerle suponer nada de eso. Usted vino a Alfa III M2 sabiéndolo de antemano. Y no lo sabe gracias a Elwood, pues él tampoco podía saberlo, así que ahórrese la molestia...
—De acuerdo —le cortó Hentman bruscamente—. Elwood nos dijo todo lo que sabía del simulacro, sobre usted y Mageboom; así es como hicimos el guión. Pero no le diré como averigüé el resto. Un punto, eso es todo.
—No iré al Consejo —dijo Chuck—. También esto es un punto.
Mirándole lleno de ira, Hentman le dijo:
—¿Qué importancia tiene el que le diga cómo me enteré? Lo sé y basta. No pretenda saber esa información; la metimos en el guión, como una reflexión, porque, cuando ella me dijo... —Se calló bruscamente.
—Joan Trieste —apuntó Chuck. Trabajando con el fungo. Estaba claro. Y, sin embargo, en aquel momento, carecía de importancia.
—No nos apartemos de nuestros propósitos. ¿Quiere que su mujer sea asesinada, sí o no? Decídase. —Hentman esperó impacientemente.
—No —replicó Chuck. Sacudió la cabeza. No había dudas en su mente. La solución estaba al alcance de su mano... y la rechazaba. Irrevocablemente.
Sobresaltado, Hentman dijo:
—Quiere hacerlo usted mismo.
—No —contestó. Tampoco era aquello—. Su oferta me ha traído a la memoria al fungo y a Cherigan asesinándolo en el pasillo de mi apartamento. Me imagino la misma escena poniendo a Mary en lugar de Lord Running Clam. —Y, pensó, no es eso todo lo que veo. Evidentemente, estaba equivocado. Aquel terrible suceso me reveló algo... y no he podido olvidarlo. En lo referente a Mary, ¿qué quiero hacer? No lo sabía; ese punto le resultaba oscuro, y así sería para siempre.
Una vez más, Hentman sacó el pañuelo y se secó la frente.
—¡Qué asco dan usted y su vida doméstica! Arruina usted los planes de dos imperios intersistemas, los de la Tierra y los de Alfa... ¿Ha pensando en ese aspecto de la cuestión? Abandono. Francamente, me alegra que haya dicho que no, pero no tenemos nada más que ofrecerle; creímos que eso era lo que más deseaba.
—Yo también lo pensaba —dijo Chuck. Y eso significa que, quizá, la amo todavía, decidió. A la mujer que había matado al soldado mani que intentaba volver al tanque. Pero —al menos ante sus propios ojos—, sólo intentaba protegerse... ¿quién podía reprochárselo?
Una vez más, llamaron a la puerta.
—¿Señor Hentman?
Bunny Hentman abrió la puerta. Gerald Feld entró en el camarote apresuradamente.
—Señor Hentman, hemos captado las emisiones de pensamiento de un fungo ganimediano. Está fuera, muy cerca de la nave. Quiere que le autoricemos a entrar para... —Miró a Chuck—. Para reunirse con el señor Rittersdorf y compartir su suerte. —Feld hizo una mueca—. Evidentemente, se interesa mucho por él. —parecía triste.
—Dejad entrar a esa cosa —ordenó Hentman. Al tiempo que Feld se iba, Hentman le dijo a Chuck—: Para ser honestos, no sé de qué querrá advertirle, Rittersdorf; parece que ha creado usted una confusión completa en su vida. Su matrimonio, su trabajo, el largo viaje que ha hecho para llegar hasta aquí y cambiar de opinión... ¿qué le pasa?
—Creo que ha vuelto el Paráclito —dijo Chuck. Ese parecía el caso, si se consideraba que había rechazado, en el último momento, la oferta de Hentman relativa a Mary.
—¿De qué está usted hablando?
—Del Espíritu Santo —respondió Chuck—. Está en todos nosotros, aunque es difícil de encontrar.
—¿Por qué no llena el vacío de su vida —le preguntó Hentman— con una acción noble, por ejemplo, preservando a todos los locos de Alfa III M2 de la hospitalización? Al menos, les jugaría una buena a los de la CIA. Hay dos agregados militares de alta graduación a bordo de este navío... en pocas horas podrían lograr que una escuadra oficial tomase posesión, legal y formalmente, de esta luna. Naturalmente, hay que considerar que los navíos terrestres rondan por la zona, pero eso no es más que una prueba de las precauciones que hay que tomar en este asunto. Usted trabajó en la CIA; debería ser capaz de arreglárselas con una misión tan delicada como ésta.
—Me preguntó qué efectos me causaría —dijo Chuck— pasar el resto de mi vida en una Luna habitada exclusivamente por psicópatas.
—¿Cómo diablos piensa que ha vivido hasta ahora? Diría sin temor a equivocarme que sus relaciones personales con su mujer eran de tipo psicótico. Se arreglaría bien; encontraría alguna fray con la que irse a la cama y reemplazar a Mary. De hecho, cuando encendimos el foco, las inst nos proporcionaron una impresión razonablemente buena de la que se apretujaba contra usted. No estaba mal, ¿verdad?
—Annette Golding —dijo Chuck—. Esquizofrenia con tendencias polimorfas.
—Sí, pero, incluso así, ¿no bastaría?
Tras una pausa, Chuck confesó:
—Es posible. —Aunque él no era médico, Annette no le pareció muy afectada. Mucho menos, de hecho, que Mary. Pero, naturalmente, conocía mejor a Mary. Sin embargo...
De nuevo, un golpe seco resonó en la puerta; se abrió y Gerald Feld dijo:
—Señor Hentman, conocemos la identidad de la persona que nos ataca. Se trata del simulacro de la CIA, Daniel Mageboom. —Explicó—: El fungo ganimediano, para agradecernos que le hayamos dejado subir a bordo, nos ha comunicado este dato. Tengo una idea.
—La misma que yo. De todos modos, si no es la misma, no quiero ni oírla. —Se volvió hacía Chuck—. Contactaremos con Jack Elwood en las oficinas de la CIA en San Francisco; le diremos que desconecte al operador del simulacro, a quien lo manipule actualmente, posiblemente, Petri. —A todas luces, Hentman estaba familiarizado con los métodos de trabajo de la CIA de San Francisco—. Luego, Rittersdorf, tome desde aquí los controles del simulacro. Mientras mantengamos contacto por radio, podrá hacerlo y, básicamente, tenemos muy pocas instrucciones que transmitirle; sencillamente, programarlo para que cese su actividad actual y libere el resto de sus circuitos. ¿Lo hará?
—¿Por qué razón? —preguntó Chuck.
—Porque... —dijo Hentman, parpadeando—... porque acabará con todas nuestras reservas de energía y nos hará saltar por los aires si sigue usando ese maldito rayo láser como está haciendo ahora. Por eso.
—También usted morirá —le dijo Feld a Chuck—. Usted y el fungo de Ganímedes.
—Si me reúno con el Consejo Supremo de esta Luna —le dijo Chuck a Hentman— y les pido que soliciten protección alfana y la consiguen, puede desencadenarse una nueva guerra entre Alfa y la Tierra.
—¡Oh! Diablos, no —replicó Hentman enfáticamente—. La Tierra no se preocupa de esta luna; la Operación 50 Minutos no es más que una reflexión tardía, secundaria, muy secundaria; nada importante. Créame; tengo montones de contactos; lo sé. Si la Tierra estuviera tan interesada, ya habría intervenido hace años, ¿no le parece?
—Lo que dice es verdad —comentó Feld—. Nuestro hombre en TERPLAN lo verificó hace ya tiempo.
—Me parece que es una buena idea —confirmó Chuck. Hentman y Feld suspiraron de alivio al unísono—. Voy a enviarlo a Adolfville —dijo Chuck— y, si consigo que los clanes reúnan de nuevo el Consejo Supremo, expondré la idea ante ellos. Pero quiero hacerlo a mi manera.
—¿Qué significa eso? —preguntó Hentman, nervioso.
—No soy orador profesional, o político —dijo Chuck—. Mi trabajo consiste en programar el material de los simulacros. Si puedo conseguir el control de Mageboom, le haré comparecer ante el Consejo; podré hacer que exponga algo mejor, mejores argumentos que los que pudiera dar yo mismo. —Y también, aunque no expresó este pensamiento en voz alta, estaría mucho más seguro en el navío de Hentman que en Adolfville. Pues las fuerzas terrestres podían quebrantar el escudo de protección de los manis en cualquier momento y una de las primeras cosas que harían sería ocupar la sala del Consejo Interclanes. Si alguien se encontrase en aquel momento ante el Consejo, proponiendo una alteración de las alianzas que favoreciera al imperio alfano, tendría muy pocas oportunidades de salir bien librado. La proposición hecha por un ciudadano de la Tierra —como era el caso— sería reconocida, en justicia, como un acto de traición.
Lo que estoy haciendo, consideró Chuck con una sacudida, es simplemente enlazar mi destino con el de Hentman.
Los pensamientos del fungo llegaron hasta él, tranquilizadores.
—Ha efectuado usted una juiciosa elección, señor Rittersdorf. En primer lugar, su decisión de dejar vivir a su esposa, y ahora ésta. En el peor de los casos, ambos quedaremos en poder de los alfanos. Pero estoy seguro de que podremos sobrevivir bajo su dominio.
Hentman, percibiendo también aquellos pensamientos, esbozó una mueca.
—¿Cerramos el trato con un apretón de manos? —le preguntó a Chuck, estirando el brazo.
Se estrecharon la mano. El pacto de traición, para lo bueno y para lo malo, quedaba cerrado.
Capítulo XIII
El enorme tanque mani, traqueteando y chirriando, con los proyectores brillando cegadoramente, llegó junto a Gabriel Baines y Annette Golding y se detuvo tambaleante. La cúpula de la torreta se abrió violentamente y el mani que viajaba en su interior se asomó con mucho cuidado.
De entre las tinieblas que les rodeaban no surgió ningún ataque con láser por parte de la doctora Mary Rittersdorf. Quizá, pensó Gabriel Baines con esperanza, haya accedido a la demanda que el triunvirato sagrado expuso con letras de fuego en el cielo. En todo caso, parecía que, como prometiera Ignatz Ledebur, se presentaba la ocasión de que él y Annette Golding salieran con vida.
Con un movimiento ágil se levantó de un salto, ayudó a Annette y avanzó hacia el costado del tanque mani. El conductor les ayudó a entrar y cerró violentamente la cúpula por encima de ellos; se instalaron los tres lo mejor que pudieron en el interior de la estrecha cabina, jadeantes y sudorosos.
Hemos salido, se dijo Gabriel Baines a sí mismo. Pero no estaba contento. Aquello no parecía importante; con relación a la acción conjunta que habían emprendido, eso contaba muy poco. Pero todo era parte de lo mismo. Extendiendo un brazo, tomó a Annette por la cintura.
—¿Sois Golding y Baines? —preguntó el mani—. ¿Los miembros del Consejo?
—Sí —respondió Annette.
—Howard Straw me ordenó que os encontrase —explicó el mani; tomó los mandos del tanque y lo hizo arrancar nuevamente—. Supongo que debo llevaros a Adolfville; una nueva reunión del Consejo Interclanes se celebrará de un momento a otro y Straw insistió en la necesidad de vuestra presencia.
—Así que, reflexionó Gabriel Baines, Howard Straw necesita nuestro voto; Mary Rittersdorf no podrá dispararnos como si fuésemos conejos con las primeras luces del alba. Una ironía de la suerte. Pero eso demostraba la importancia del lazo que unía a los clanes. Aquellos lazos daban vida a todos ellos. Incluso a los hebes de más baja condición.
Cuando llegaron a Adolfville, el tanque los depositó ante el gran edificio central de piedra; Gabriel Baines y Annette subieron las conocidas escaleras sin intercambiar una palabra; fatigados y sucios, tras permanecer con la tripa pegada al suelo durante toda la noche, al raso, no se sentían muy dispuestos a intercambiar banalidades.
No necesitamos una reunión, decidió Baines, sino seis horas de sueño. Se preguntó cuál sería el objeto de la reunión; ¿no había decidido la Luna su modo de actuar, combatiendo a los invasores terrestres lo mejor que pudieran? ¿Qué más se podía hacer?
Gabriel Baines se detuvo en la antecámara de la sala del Consejo.
—Creo que voy a enviar antes a mi simulacro —le dijo a Annette. Con la llave especial, abrió el armario en el que —por derecho lícito— guardaba su simulacro de fabricación mani—. Nunca se sabe. —Y sería una estupidez perder la vida ahora, cuando acabo de escapar de la señora Rittersdorf.
—¡Cómo sois los paris! —dijo Annette pareciendo tristemente divertida.
El simulacro Gabriel Baines dejó oír su asmática respiración al animarse y empezar a activarse su mecanismo.
—Buenos días, señor. —Saludó a Annette—. Señorita Golding. Entraré ahora mismo, señor. —Cortésmente, saludó con la cabeza al pasar a su lado y entró en la sala del Consejo con un paso ligeramente alterado, pero totalmente alerta.
—¿No te ha enseñado nada toda esta aventura? —le preguntó Annette a Gabriel Baines mientras esperaban el regreso del simulacro con el informe.
—Por ejemplo, ¿qué?
—Que no existe una defensa perfecta. No hay protección. Vivir significa estar expuesto; el riesgo radica en la naturaleza de la vida... es la esencia de todo lo que vive.
—Bueno —replicó Baines astutamente—, puedes intentar sacar lo mejor posible, protegiéndote. —No costaba probarlo. También aquello formaba parte de la vida y toda criatura viviente se dedicaba de modo perpetuo a tal empeño.
El simulacro Baines no tardó en volver y hacer un acompasado informe.
—No hay gases mortales, ni descargas eléctricas de intensidad peligrosa, ni veneno en la jarra del agua, no hay mirillas en las que pueda aparecer un fusil láser, ni ninguna máquina infernal camuflada. Me permitiría sugerirle al señor que puede entrar con toda seguridad. —Tras cumplir con su tarea, se detuvo... pero, acto seguido, para sorpresa de Baines, empezó a emitir chasquidos—. Sin embargo —expuso—, atraería su atención sobre el hecho poco habitual de que hay otro simulacro en la sala del Consejo, además de mí mismo. Y no me gusta todo esto, no me gusta nada.
—¿Quién? —preguntó Baines, estupefacto. Sólo un pari podía preocuparse tanto de su propia defensa como para emplear un costoso sim. Y él era el único delegado pari.
—La persona que debe hablar al Consejo —respondió el simulacro Baines—. Al que esperaban los delegados; es un simulacro.
Entreabriendo la puerta, Gabriel Baines miró discretamente el interior de la sala, vio a los otros delegados ya reunidos y, ante ellos, al compañero de Mary Rittersdorf, el hombre de la CIA, Daniel Mageboom, que, según el fungo, estaba al lado de Mary cuando disparó el láser contra su marido, contra el conductor del tanque mani, contra él mismo y contra Annette Golding. ¿Qué hacía allí Mageboom? Después de todo, su simulacro Baines le resultaba muy útil.
Sin tener en cuenta su opinión, actuando por instinto, Gabriel Baines penetró lentamente en la sala del Consejo y ocupó su puesto.
Dentro de un segundo, pensó, la doctora Rittersdorf, desde algún escondrijo, va a cometer una masacre colectiva con todos nosotros.
—Permítanme que les dé algunas explicaciones —dijo el simulacro Mageboom cuando Baines y Annette se hubieron sentado—. Soy Chuck Rittersdorf, operando en este mismo momento este simulacro desde un lugar muy cercano a ustedes en Alfa III M2, desde el navío interplanetario de Bunny Hentman. Lo habrán detectado; en su fuselaje hay pintado un conejo.
Perspicaz, Howard Straw apuntó:
—Así que usted no es más que una extensión del servicio de información de la Tierra, de la CIA.
—Correcto —reconoció el simulacro Mageboom—. Hemos sustituido, al menos temporalmente, a la CIA en el control de este artefacto. La proposición que tengo que hacerles, dicho todo del modo más rápido posible, representa, estamos convencidos, las mejores esperanzas para Alfa III M2, para todos sus clanes. Deben, formalmente, como cuerpo gubernativo supremo de la luna, pedir a los alfanos que intervengan y les unan a su imperio. Ellos garantizan que no serán tratados como enfermos hospitalizados, sino como legítimos colonos. La anexión puede realizarse mediante el navío de Hentman, pues dos oficiales alfanos de alta graduación se encuentran en este mismo momento...
El simulacro saltó hacía adelante, ejecutó algunos movimientos convulsos y se detuvo.
—Algo no marcha —dijo Howard Straw, levantándose.
Bruscamente, el simulacro Mageboom dijo:
—Wzzzz zzzzimus. Kadrax an vigdum nidddddd. —Sus brazos cayeron, pegados al cuerpo, inclinó la cabeza hacía adelante y declaró—: Ib srwn dngmmmmmmmmm kunk!
Howard Straw lo observó, pálido y tenso, hasta que se volvió hacía Baines y le dijo:
—La CIA, desde la Tierra, ha interceptado la transmisión en el hiperespacio del mensaje enviado desde el navío de Hentman y ha recuperado el control del simulacro. —Se golpeó en el muslo y sacó la pistola, la alzó y guiñó un ojo para apuntar con total precisión.
—Lo que acabo de decir hace unos instantes —anunció el simulacro Mageboom, con la voz un tanto alterada, más agitada y aguda— debe ser considerado como una trampa tendida por traidores y como una absurda ilusión. Será un acto suicida por parte de Alfa III M2 solicitar una pretendida protección por parte del imperio alfano, teniendo por única razón que...
De un solo disparo, Howard Straw desactivó el simulacro; con la unidad cefálica vital atravesada, el simulacro se derrumbó, cayendo estrepitosamente al suelo, abriendo piernas y brazos. Se hizo el silencio. El simulacro se quedó inmóvil.
Un instante más tarde, Howard Straw enfundó el arma y se sentó, tembloroso.
—La CIA de San Francisco había conseguido sustituir a Rittersdorf —dijo, inútilmente, pues todos los delegados presentes, incluido el hebe Jacob Simion, fueron testigos directos de la escena—. Sin embargo, hemos oído la oferta de Rittersdorf y eso es lo que cuenta. —Dio una vuelta a la mesa con la mirada—. Lo mejor será actuar rápidamente. Votemos.
—Voto a favor de la proposición de Rittersdorf —dijo Gabriel Baines, pensando en su fuero interno que se habían librado por los pelos; sin la rápida acción de Straw, el simulacro, de nuevo bajo control terrestre, podría haber estallado y habernos matado a todos al mismo tiempo.
—Soy de la misma opinión —dijo Annette Golding, muy tensa.
Cuando terminaron de votar, todo el mundo, con excepción de Dino Watters, había aprobado la moción.
—¿Por qué has votado en contra? —le preguntó Gabriel Baines al dep con mucha curiosidad.
Con voz cavernosa y deprimida, el dep replicó:
—Creo que no hay esperanza. La flota de guerra terrestre está muy cerca. El escudo de protección de los manis no aguantará, sencillamente, mucho tiempo. O no conseguiremos entrar en contacto con la astronave de Hentman. Algo no funcionará y entonces los terrestres nos diezmarán. —Añadió—: Y, además, me duele el estómago desde que empezamos la reunión; creo que tengo cáncer.
Howard Straw pulsó un botón y un ujier del Consejo entró en la sala con un emisor-receptor portátil.
—Voy a contactar con el navío de Hentman —anunció Straw, encendiendo el aparato.
Todavía en contacto con los restos de su organización en la Tierra, Bunny Hentman alzó la cabeza y, con una expresión de cansancio en el rostro, le dijo a Chuck Rittersdorf:
—Le diré lo que ha pasado. Ese tipo, London, el jefe de la rama de la CIA en San Francisco y jefe de Elwood, comprendió lo que pasaba; vigilaba las actividades del sim... sin duda, sospechaba algo, especialmente desde que yo huí.
—¿Ha muerto Elwood? —preguntó Chuck.
—No, sólo le han encarcelado en el grang del Presidio de SF. Y Petri se ha hecho con los mandos de nuevo. —Hentman se levantó y cortó temporalmente el enlace con la Tierra—. Pero no han recuperado a tiempo el control de Mageboom.
—Es usted muy optimista —le dijo Chuck.
—Escuche —le dijo Hentman con vigor—. Puede que esos hombres de Adolfville sean enfermos mentales, legal y clínicamente, pero no son estúpidos, en particular en lo relativo a su propia seguridad. Han escuchado nuestra oferta y apuesto a que en este preciso momento están votando para que sea aceptada. Recibiremos una llamada suya de un momento a otro. —Miró el reloj—. En menos de quince minutos. —Se volvió hacía Feld—: Que vengan los dos alfanos; así podrán transmitir la petición a su flota inmediatamente.
Feld salió apresuradamente. Tras una pausa, Hentman, suspirando, se sentó.
Encendiendo un grueso habano de color verde procedente de la Tierra, Bunny Hentman se recostó en la silla, cruzando las manos detrás de la cabeza, mirando a Chuck fijamente.
Pasaron unos instantes.
—¿Necesita cómicos de la tele el imperio alfano? —preguntó Chuck.
Hentman hizo una mueca.
—Tanto como programadores de simulacros.
Diez minutos más tarde recibieron la llamada de Adolfville.
—Vale —dijo Hentman, sacudiendo la cabeza al oír a Howard Straw. Miró a Chuck—. ¿Dónde están esos dos alfanos? Ha llegado la hora; ahora o nunca.
—Aquí estoy, soy el representante del Imperio. —Era el Alfano RBX 303; entró rápidamente, agitando las antenas, acompañado por Feld y su otro compañero alfano—. Aseguradles nuevamente que no serán tratados como enfermos mentales, sino como colonos. Queremos que este punto quede muy claro. La política alfana ha sido siempre...
—No haga discursos —le dijo Hentman sarcásticamente—. Llame a su flota de guerra y dígales que se posen en la superficie—. Le pasó el transmisor al alfano, se levantó con cierta lasitud y se colocó junto a Chuck—. ¡Señor! —murmuró—. En un momento tan crítico se pone a recapitular sobre su política extranjera de los últimos sesenta años. —Sacudió la cabeza. Se le había apagado el cigarro; lo encendió metódicamente—. Bueno, supongo que pronto sabremos la respuesta a nuestras últimas preguntas.
—¿Qué preguntas? —dijo Chuck.
Lacónicamente, Hentman respondió:
—Si el imperio alfano puede emplear a cómicos de la tele y programadores de sim. —Se alejó, poniéndose a escuchar a RBX 303, que intentaba ponerse en contacto radial con la flota de guerra alfana. Expulsando el humo del puro, con las manos en los bolsillos, esperaba en silencio. No se podría decir por su expresión, consideró Chuck, que nos estamos jugando la vida literalmente estableciendo —o no— el contacto por radio.
Crispado y nervioso, Gerald Feld se acercó a Chuck y le preguntó:
—¿Dónde se encuentra actualmente la Frau Doktor?
—Probablemente, vagando por la superficie. —El navío de Hentman, en órbita a 500 kilómetros del apogeo no tenía contacto, salvo radial, con los sucesos que se desarrollaban en la superficie de la luna.
—No puede hacer nada, ¿verdad? —preguntó Feld—. Arreglar todo esto. A ella le gustaría hacerlo.
—Mi esposa —dijo Chuck—, mejor dicho, mi ex-esposa, es una mujer muy asustadiza. Está sola en una Luna hostil, esperando una flota terrestre que, probablemente, nunca llegará, aunque, claro, ella no puede conocer este detalle. —En aquellos momentos no odiaba a Mary; como tantas otras cosas, aquello había terminado.
—¿Lo siente por ella? —preguntó Feld.
—Me gustaría que el destino no nos hubiera zarandeado tanto a Mary y a mí. A ella, en lo relativo a sus relaciones conmigo, claro. Tengo la impresión de que, de un modo misterioso que no puedo entender por el momento, Mary y yo podemos vivir juntos. Quizá dentro de unos años...
—Ha conseguido establecer contacto con la flota —anunció Hentman. Resplandecía—. Ahora podemos emborracharnos tan abominablemente, tan completa, tan absolutamente que... bueno, ya está todo dicho. Hice que subieran a bordo un poco de alcohol. Nada, comprende, nada nos podrán exigir a partir de ahora; hemos hecho lo que teníamos que hacer. Ahora somos ciudadanos del imperio alfano; pronto tendremos números de matrícula en vez de nombres, pero no me importa; me va bien.
Para terminar el relato de su situación personal a Feld, Chuck dijo:
—Quizá algún día, cuando todo esto carezca de importancia, podré mirar hacía atrás y ver lo que tendría que haber hecho para evitar que Mary y yo nos retorciéramos por el lodo, intentando matarnos el uno al otro.
En medio del paisaje nocturno de un mundo desconocido, pensó para sí mismo. Ninguno de los dos se siente cómodo, aunque yo, al menos, deberé pasar en éste lugar el resto de mi existencia. Quizá también Mary, pensó siniestramente.
—Felicidades —le dijo a Hentman.
—Gracias —dijo Bunny. Luego se dirigió a Feld—: Felicidades, Jerry.
—Gracias —dijo Feld—. Felicidades y larga vida —le deseó a Chuck—, camarada alfano.
—Me pregunto —le dijo Chuck a Hentman—, si me podría hacer usted un favor.
—¿Cuál? Lo que quiera.
—Présteme una chalupa espacial —dijo Chuck—. Quiero posarme en la superficie.
—¿Para qué? Esta más seguro aquí, en el aire.
—Querría buscar a mi mujer —dijo Chuck. Enarcando una ceja, Hentman preguntó:
—¿Está seguro de que quiere hacerlo? Sí, lo veo por la expresión de su rostro. ¡Pobre muchacho! Bueno, a lo mejor la convence para que se quede con usted en Alfa III M2. Si los clanes no ponen ninguna objeción. Y si las autoridades alfanas...
—Déle la chalupa —le interrumpió Feld—. En estos momentos, es un hombre terriblemente desgraciado; no tiene tiempo para oír todo lo que tiene que decirle.
—Vale —le dijo Hentman a Chuck, sacudiendo la cabeza—. Le daré la chalupa. Podrá aterrizar en la superficie y cometer todas las tonterías que quiera... me lavo las manos. Naturalmente, espero que vuelva, porque, en caso contrario... —Se encogió de hombros—. Así son las cosas.
—Y llévese al fungo al marcharse —le dijo Feld a Chuck. Media hora más tarde, había posado la chalupa en medio de un bosquecillo de álamos canijos y estaba al aire libre, husmeando y escuchando el viento. No oía nada. Se trataba tan sólo de un mundo pequeño en el que pasaban muy pocas cosas importantes; un Consejo había votado, un clan mantenía un escudo de protección, algunas personas esperaban, atemorizadas y temblorosas, pero muy probablemente, como por ejemplo los hebes de Gandhitown, seguirían practicando su rutina psicótica sin la menor interrupción.
—¿Estoy loco? —le preguntó a Lord Running Clam, que se había alejado una docena de metros, deslizándose hacía un lugar pantanoso; el fungo era de naturaleza acuatrófica—. ¿Es esto lo peor que podía hacer, considerando todas las cosas posibles?
—Loco —replicó el fungo— es, en sentido estricto, un término legal. Considero que es usted bastante estúpido; creo que Mary Rittersdorf cometerá un acto de ferocidad y hostilidad en cuanto le eche la vista encima. Pero quizá es eso lo que usted desea. Está cansado; ha luchado mucho. Esas drogas estimulantes ilegales que le di no constituyen ninguna ayuda. Creo que sólo han conseguido que usted se sienta más desesperado y cansando. —Añadió—: Quizá debiera dirigirse a las Fincas de Cotton Mather.
—¿Qué es eso? —El nombre le provocó un estremecimiento de desagrado.
—La colonia de los deps. Vivir con ellos es sumirse en una sombría melancolía sin fin. —El tono del fungo contenía un ligero matiz de reproche.
—Gracias —respondió Chuck irónicamente.
—Su mujer no está por aquí —decidió el fungo—. Al menos, no capto sus pensamientos. Vámonos.
—De acuerdo. —Se dirigió con pasos pesados hacía la chalupa espacial.
Mientras le seguía hacía la esclusa abierta, el fungo emitió un pensamiento.
—Siempre cabe la posibilidad de que Mary haya muerto.
—¡Muerto! —Miró fijamente al fungo, deteniéndose—. ¿Cómo?
—Tal y como usted le dijo al señor Hentman, en esta Luna ha habido una guerra. Ha habido muertos aunque, afortunadamente, muy pocos hasta ahora. Pero el riesgo de muerte violenta es bastante elevado. La última vez que vimos a Mary Rittersdorf, estaba en manos de los tres místicos, el llamado Triunvirato Sagrado, viendo sus nauseabundas proyecciones psicóticas en el cielo. Sugiero, consecuentemente, que vayamos con la chalupa a Gandhitown, donde vive el promotor del triunvirato, Ignatz Ledebur —si es que ése es el término adecuado— entre la basura habitual, los gatos, mujeres y niños.
—Pero Ledebur nunca habría...
—Una psicosis es una psicosis —observó el fungo—. Y uno nunca puede confiar en un fanático.
—Cierto —dijo Chuck ásperamente.
Poco después, estaban camino de Gandhitown.
—Me pregunto —reflexionó el fungo— qué es lo que usted desea; en cierto modo, usted se sentiría mucho más aliviado si ella...
—Eso es cosa mía —le interrumpió Chuck.
—Perdone —pensó el fungo en tono contrito, que, sin embargo, estaba teñido de resonancias sombrías; no pudo eliminarlas de sus meditaciones.
La chalupa espacial siguió su curso zumbando, sin que ambos tuvieran nuevos intercambios mentales.
Ignatz Ledebur puso un barreño lleno de macarrones cocidos que empezaban a pudrirse ante sus dos ovejas favoritas de cabeza negra y alzó los ojos para ver la chalupa espacial, que empezaba a descender para posarse en el camino que pasaba junto a su cabaña. Terminó de dar de comer a las ovejas y se dirigió sin prisa hacía la cabaña, con el barreño. Gatos de todas clases le siguieron esperanzados.
Cuando entró, dejó caer el barreño entre los platos sucios y cubiertos de costra que se amontonaban en el fregadero, deteniéndose un instante para echar una mirada a la mujer, dormida en las tablas que usaban como mesa de comedor. Cogió un gato y se lo llevó consigo, al tiempo que volvía a salir. La llegada de la nave no significaba, por supuesto, nada que pudiera sorprenderle, pues había tenido una visión al respecto. No estaba alarmado, pero, por otra parte, tampoco le gustaba la idea.
Dos formas, una de ellas humana, la otra amorfa y amarilla, surgieron de la chalupa espacial. Se abrieron camino, con dificultad, a través de los montones de basura, avanzando hacía Ledebur.
—Les alegrará saber —dijo Ledebur a modo de saludo— que la casi totalidad de la flota alfana se dispone a aterrizar en este mundo. —Sonrió, pero el hombre que había ante él no le devolvió la sonrisa—. Así que su misión —siguió Ledebur con una sombra de agitación— ha dado felices resultados. —No le gustaba la hostilidad que emanaba del hombre; vio, gracias a la percepción mística psi que la cólera del hombre irradiaba como un halo rojo, de mal augurio, alrededor de su cabeza.
—¿Dónde está Mary Rittersdorf? —preguntó el hombre, Chuck Rittersdorf— Mi mujer. ¿Lo sabe? —Se volvió hacía el fungo ganimediano, que se hallaba a su lado—. ¿Lo sabe?
El fungo pensó:
—Sí, señor Rittersdorf.
—Su mujer —dijo Ignatz Ledebur sacudiendo la cabeza—. Estaba cometiendo acciones perjudiciales. Ya había matado a un mani e iba...
—Si no me conduce junto a mi mujer —le dijo Chuck Rittersdorf a Ledebur— le voy a hacer pedazos. —Dio un paso hacía el santo.
Acariciando al gato que sujetaba entre sus brazos con nerviosismo, Ledebur respondió:
—Me gustaría que entrase en mi casa a tomar una taza de té.
Cuando recuperó la conciencia, se dio cuenta de que se hallaba en el suelo, boca arriba; le zumbaban los oídos y su cabeza latía torpemente. Con cierta dificultad, consiguió incorporarse, atontado, preguntándose qué había pasado.
—El señor Rittersdorf le ha golpeado —explicó el fungo—. Un golpe oblicuo que le ha alcanzado ligeramente debajo del pómulo.
—Más que eso —dijo Ledebur con voz apagada. Sintió que le sangraba la boca; escupiendo, se sentó y se frotó la cabeza. Desgraciadamente, ninguna visión le había advertido de aquello—. Está dentro de la casa —dijo entonces.
Pasando ante él, Chuck Rittersdorf avanzó rápidamente hacía la puerta, la abrió violentamente y desapareció en el interior. Ledebur consiguió levantarse finalmente; se quedó en pie, tambaleante y, a continuación, renqueando ligeramente, le siguió.
En el interior, se detuvo ante la puerta de la sala principal, mientras los gatos, yendo y viniendo libremente, brincaban y se escabullían a su alrededor.
Ante la cama, Chuck Rittersdorf se inclinó sobre la mujer dormida.
—Mary —dijo—, despierta. —Extendió la mano, agarró su brazo desnudo, colgante, y lo sacudió ligeramente—. Vístete y vámonos de aquí. ¡Vamos!
La mujer acostada en la cama de Ignatz Ledebur, que había reemplazado a Elsie, abrió los ojos gradualmente; su mirada se posó en el rostro de Chuck, parpadeó bruscamente y se despertó de repente. Se incorporó con aspecto pensativo, envolviéndose en las mantas, cubriéndose los senos menudos y erguidos.
El fungo, prudentemente, se quedó fuera.
—Chuck —dijo Mary Rittersdorf con voz grave y reposada—, he venido a esta casa voluntariamente. También...
La tomó de la muñeca y la sacó violentamente de la cama; las mantas cayeron y una taza de café voló por los aires derramándose su frío contenido. Dos gatos que dormían debajo de la cama salieron de allí precipitadamente, asustados, y pasaron ante Ignatz Ledebur a todo correr.
Tersa, esbelta y desnuda, Mary Rittersdorf se enfrentó a su marido.
—No puedes decir nada acerca de lo que haga ahora —le dijo. Buscó su ropa, tomó la blusa, siguió buscando, tan tranquila como se lo permitían las circunstancias. Empezó metódicamente, pieza por pieza, a vestirse; a juzgar por la expresión de su rostro, podría haber estado sola.
—La flota alfana controla esté sector en estos momentos —explicó Chuck—. Los manis van a levantar el escudo de protección para que puedan posarse en la superficie; todo ha terminado. Mientras dormías en ese... —Señaló con un movimiento de la cabeza a Ignatz Ledebur—... en la cama de este tipo.
—¿Y estás de su parte? —preguntó Mary fríamente, abotonándose la blusa—. ¡Caramba! Claro que estás con ellos. Los alfanos se han apoderado de la Luna y tú te preparas para vivir aquí bajo su autoridad. —Terminó de vestirse y empezó a peinarse a una velocidad moderada, lenta.
—Si piensas quedarte —dijo Chuck— en Alfa III M2 y no quieres volver a la Tierra...
—Me quedaré —le cortó Mary—. Ya he resuelto ese problema. —Señaló a Ignatz Ledebur—. No con él; esto era pasajero y él lo sabía. No podría vivir en Gandhitown... ni siquiera podría hacerlo con un esfuerzo de imaginación.
—¿Entonces?
—Creo que en los Altos de Da Vinci —dijo Mary.
—¿Por qué? —Incrédulo, la miró fijamente.
—No estoy segura. Ni siquiera he estado allí. Pero admiro a los manis; incluso admiro al que maté. No tuvo miedo ni un solo instante, ni siquiera cuando comprendió que le alcanzaría. Nunca, en toda mi vida, había visto algo parecido, ni volveré a verlo.
—Los manis —dijo Chuck— no te dejarán vivir entre ellos.
—Oh, sí. —Mary sacudió la cabeza tranquilamente—. Puedes estar seguro.
Chuck se volvió hacía Ignatz Ledebur con aspecto inquisitivo.
—Se lo permitirán —reconoció Ledebur—. Su mujer tiene razón. —Los dos, usted y yo, la hemos perdido. Nadie podrá pretender tener derechos sobre esta mujer durante mucho tiempo. No es simplemente a causa de su naturaleza, sino también por su biología.
Volviéndose, salió tristemente de la cabaña y se encaminó hacía donde esperaba el fungo.
—Me parece que le ha demostrado usted al señor Rittersdorf —le transmitió el fungo— la imposibilidad de lo que intentaba hacer.
—Así creo —dijo Ledebur sin el menor entusiasmo.
Apareció Chuck, con el rostro pálido y serio; pasó junto a Ledebur, dirigiéndose a la chalupa.
—Nos vamos —le espetó al fungo duramente por encima del hombro.
El fungo, tan rápidamente como le fue posible físicamente, le siguió. Entraron ambos en la nave; cerraron la esclusa y la chalupa espacial saltó al cielo de media mañana.
Durante cierto tiempo, Ignatz Ledebur la observó mientras se alejaba, luego volvió de nuevo a la cabaña. Encontró a Mary ante la nevera abierta, buscando los ingredientes para el desayuno.
Prepararon juntos la comida.
—Los manis —observó Ledebur— son muy brutales en ciertos aspectos.
Mary se echó a reír.
—¿Y qué? —pregunta burlona.
Ledebur no supo qué responder. Ante Mary, su santidad y sus visiones no le valían de nada.
Tras un largo rato, Chuck empezó:
—¿Podría llevarnos esta chalupa espacial hasta el Sistema Solar y la Tierra?
—De ningún modo —replicó Lord Running Clam.
—Vale —afirmó Chuck—. Intentaré encontrar un navío de guerra terrestre que vuele por aquí. Me vuelvo a la Tierra, acepto el juicio a que seré sometido por las autoridades, sea cual sea el castigo que tengan pensado, y luego me las arreglaré con Joan Trieste.
—Considerando que el castigo que tendrán pensado las autoridades será la muerte —anunció el fungo—, cualquier arreglo con Joan Trieste me parece muy improbable.
—¿Qué sugiere?
—Algo que le va hacer temblar.
—De todos modos —pidió Chuck—, dígalo. —En su actual situación, no podía rechazar ninguna idea, por loca que fuese.
—Usted... hum... esto es muy delicado; debo encontrar los términos más apropiados. Debe persuadir a su mujer para que le aplique a usted una batería completa de test psicológicos.
Pasado un momento, Chuck consiguió decir:
—¿Para averiguar en qué colonia encajaría mejor?
—Sí —contestó el fungo, con desgana—. Esa era la idea. Lo que no quiere decir que sea usted un enfermo mental; es, simplemente, para determinar la tendencia de su personalidad del modo más general...
—Supongamos que los test no reflejan ninguna tendencia, ninguna neurosis, ninguna psicosis latente, ninguna distorsión de la personalidad, ninguna tendencia psicótica, en otros términos, nada de nada. ¿Qué hago entonces? —Sin mostrar indulgencia para consigo mismo (en su presente situación, estaba por encima de todo aquello) sospechaba vagamente que era precisamente aquello lo que dirían las pruebas. No podría formar parte de ninguna de las colonias de Alfa III M2; sería un solitario, un proscrito que nunca encontraría un semejante, ni siquiera remoto.
—Su arraigado impulso de matar a su mujer —dijo el fungo— podría ser el síntoma de alguna deficiencia emocional subyacente. —Intentó parecer optimista, pero fracasó—. Insisto en creer que valdría la pena probar —se obstinó.
—¿Y si fundase una nueva colonia? —dijo Chuck.
—¿Una colonia de una sola persona?
—Aparecerá alguien normal de vez en cuando. Personas que hayan podido curarse de sus problemas mentales y quizás los niños que nunca los hayan tenido. Actualmente, ser clasificado como esquizofrénico de tendencia polimorfa que espera pasar a otra categoría, no me parece muy justo. —Había formulado aquel pensamiento tan importante la primera vez que descubrió que quizá tuviera que quedarse en la luna—. Poco a poco, con el tiempo, vendrán.
—La casa de mazapán entre los bosques de la Luna —meditó el fungo—. Y usted dentro, acechando a los que pasen, para cogerlos. Especialmente a los niños. —Emitió una risita burlona—. Perdóneme. No debería tomar esto tan a la ligera.
Chuck no dijo nada; se limitaba a conducir la chalupa espacial hacía el cielo.
—¿Probará con los tests? —le preguntó el fungo—. ¿Lo hará antes de partir para fundar su propia colonia?
—De acuerdo —dijo Chuck. No parecía tan ilógico informarse.
—¿Piensa que, dada la recíproca hostilidad que les anima a los dos, su mujer le aplicará los tests adecuados?
—Creo que sí. —Determinar las puntuaciones es una rutina que no requiere interpretación.
—Les serviré de intermediario —decidió el fungo—; así no tendrán que verse las caras hasta que le den los resultados.
—Gracias —dijo Chuck, agradecido.
El fungo siguió reflexionando.
—Podríamos considerar otra posibilidad, aunque reconozco que resulta muy improbable. Podría ser muy provechosa, aunque los resultados, por supuesto, tardarían bastante tiempo en manifestarse. —Se aventuró hacía adelante arriesgadamente, llevando sus pensamientos hasta las últimas consecuencias—. Podría usted convencer a Mary para que también ella pasase los tests.
La idea causó a Chuck el efecto de una total e impresionante sorpresa. Pensaba que —su mente funcionaba rápidamente, practicando el análisis y la introspección— sólo se podría obtener un beneficio a partir de aquella idea, aunque la examinó bajo todos sus ángulos. Que los habitantes de la Luna no padecerían terapia alguna; aquella decisión, a petición suya, ya había sido adoptada. Si los tests revelaban que Mary —y aquél era ciertamente el caso— presentaba graves problemas, ella seguiría viviendo tal cual, afligida por los mismos; ningún psiquiatra se presentaría para empezar a trabajar con ella. Así que, ¿qué quería decir el fungo al calificar la situación como «muy provechosa»?
El fungo, recibiendo sus pensamientos a toda velocidad, se explicó:
—Supongamos que su mujer descubre con los exámenes que su personalidad se ve alterada por graves problemas de tendencia maníaca; este podría ser mi propio análisis profano de su mujer, y, evidentemente, también el suyo propio. Ahora bien, para ello, reconocer el hecho de que es, como Howard Straw, o como los feroces tanquistas, una mani, supondría que tendría que enfrentarse a la realidad que...
—¿Piensa realmente que eso la haría humilde? ¿Menos segura de sí misma? —El fungo, estaba claro, ignoraba todo, o casi todo, acerca de la naturaleza humana... y en particular de la naturaleza de Mary Rittersdorf. Por no mencionar el hecho de que para un maniaco, lo mismo que para un pari, dudar de sí mismo era algo inconcebible; toda su estructura emocional estaba basada en el sentimiento de su propia certeza.
Qué sencillas resultarían las cosas si el elemental punto de vista del fungo fuese exacto, si a una persona gravemente perturbada le bastase con ver el resultado de sus pruebas para comprender y aceptar su distorsión psicológica. ¡Señor!, pensó Chuck lúgubremente, si hay algo que haya demostrado la psiquiatría moderna es eso. El simple hecho de saber que uno está mentalmente enfermo, no conduce a una mejora del estado anímico; lo mismo que el saber que uno está enfermo del corazón, no hace que el corazón se cure.
De hecho, lo contrario sería más verosímil. Mary, fortalecida al tener que vivir cotidianamente entre sus semejantes, se estabilizaría para siempre; su tendencia maníaca recibiría la aprobación social. Seguramente se convertiría en la amante de Howard Straw, y quizá acabase por reemplazarle como delegada mani en el Consejo Supremo Interclanes. Ella alcanzaría el poder en los Altos de Da Vinci... aplastando a todos los demás.
—Sin embargo —se obstinó el fungo—, cuando yo le pida a ella que le haga a usted las pruebas, le pediré que lo haga consigo misma. Insisto en creer que puede salir algo bueno. Conócete a ti mismo; es un viejo lema terrestre, ¿verdad? Procede de la manoseada antigüedad griega. No puedo dejar de pensar que conocerse a uno mismo es poseer un arma, un medio con el que las especies no telepáticas pueden remodelar su propia psique hasta que...
—¿Exactamente hasta qué?
—El fungo se quedó callado; evidentemente, en el momento de proyectar la frase, ignoraba cómo terminarla.
—Que pase las pruebas —dijo Chuck—. Ya veremos. —Veremos quién tiene razón, pensó. Esperó que fuera el fungo.
Aquella noche, en los Altos de Da Vinci, muy tarde, Lord Running Clam, después de una negociación extremadamente delicada, consiguió convencer a la doctora Mary Rittersdorf para que se sometiera a una batería completa de tests de perfil psicológico y que luego aplicase, ejerciendo su profesión, la misma batería a su marido.
En la casa del delegado mani del Consejo, Howard Straw, de decoración intrincada y sobrecargada, se encontraban juntos los tres; Straw, por su parte, permanecía en segundo plano, divertido por lo que pasaba, distante y despectivo por naturaleza. Se sentó y esbozó al pastel una rápida serie de dibujos de Mary; aquella no era más que una de sus numerosas actividades artísticas y creadoras, e incluso en aquel período de turbación completa, cuando los navíos de guerra alfanos se posaban en la Luna uno tras otro, no las abandonaba. Típicamente mani, corría a la vez en muchas carreras; presentaba múltiples facetas.
Mary, con los resultados de los tests esparcidos ante ella sobre la soberbia mesa de madera y hierro fundido, trabajado por el propio Howard Straw, dijo:
—Para mí resulta terrible admitirlo, pero es una buena idea. Someternos los dos a unos tests básicos de perfil psico. Francamente, me sorprenden los resultados. Evidentemente, debería haberme sometido periódicamente a estas pruebas... considerando los resultados. —Se apoyó en el respaldo de la silla, elegante y ligera con su jersey de cuello vuelto de color blanco y el pantalón de metal titaniano; tomando un cigarrillo con mano temblorosa, lo encendió—. No presentas la menor traza de problema mental, querido —le dijo a Chuck, sentado frente a ella—. ¡Feliz Navidad! —añadió, sonriendo heladamente.
—¿Y tú? —preguntó Chuck, con un nudo en la garganta.
—Yo no soy mani. De hecho, soy exactamente lo contrario; mis exámenes revelan una depresión continua y muy profunda. Soy una dep. —Siguió sonriendo; representaba un esfuerzo heroico por su parte y Chuck tomó nota mentalmente de su valor—. La presión continua que ejercía sobre ti a propósito de tus ingresos, la deformada impresión de que todo iba mal, que debía hacer algo porque, si no, todos estábamos condenados. —Aplastó brutalmente el cigarrillo y sacó otro. Se dirigió a Howard Straw—. ¿Cuál es tu reacción ante este hecho?
—Me parece —respondió Straw con su acostumbrada falta de empatía— que no vas a vivir aquí; tendrás que irte a las Fincas de Cotton Mather. Con ese chico tan alegre, Dino Watters, y todos sus semejantes. —Se rió entre dientes—. Y algunos de ellos son aún peores, como no tardarás en descubrir. Te dejaremos seguir aquí durante algunos días, pero luego será necesario que te marches. Sencillamente, no eres de los nuestros. —Añadió, con un tono algo menos brutal—: Si hubieras previsto este momento, cuando te ofreciste voluntaria para el trabajo de TERPLAN, la Operación 50 Minutos... apostaría a que lo habrías pensado dos veces. ¿Tengo razón? —La miró penetrante.
Mary se encogió de hombros sin responder. Luego, de golpe, y para general sorpresa, se puso a llorar.
—¡Señor! No tengo ninguna gana de vivir con todos esos malditos deps —murmuró—. Volveré a la Tierra. —Se dirigió a Chuck—: Yo puedo hacerlo, pero tú no. No tengo por qué quedarme aquí y meterme en una tumba. Pero tú, sí.
Los pensamientos del fungo alcanzaron a Chuck.
—Ahora que ya tienen los resultados de las pruebas, ¿qué hará usted, señor Rittersdorf?
—Marcharme y fundar mi propia colonia —replicó el humano—. La llamaré Thomas Jeffersonburg. Mather era un dep; Da Vinci, un mani; Adolf Hitler era un pari; Gandhi, un hebe; Jefferson era un... —Buscó el término correcto—. Un normi. Eso será Thomas Jeffersonburg: la colonia normi. De momento, sólo contará con un habitante, pero con muy buenas perspectivas. —Al menos, no habrá problema para elegir al delegado del Consejo Supremo Interclanes, pensó para sus adentros.
—Es usted completamente estúpido —le dijo Howard Straw, con desprecio—. Nadie irá a vivir nunca a su colonia. Se pasará el resto de la vida en un completo aislamiento... dentro de seis semanas, se habrá vuelto usted totalmente loco; podrá ingresar en cualquier colonia de esta luna, a excepción, naturalmente, de ésta.
—Es posible. —Chuck sacudió la cabeza. Pero no era tan formal como Straw. Pensó de nuevo en Annette Golding. Evidentemente, en su caso, aquello no resultaría difícil; la joven estaba muy cerca de la racionalidad y su perfil mental parecía equilibrado. Nada, de hecho, la separaba de sí mismo. Y si había una persona como Annette, habría otras. Tuvo el sentimiento de que no sería por mucho tiempo el único habitante de Thomas Jeffersonburg. Pero, aunque así fuera...
Esperaría. Todo el tiempo que hiciera falta. Y recibiría ayuda para construir la colonia; ya había establecido lo que parecían ser lazos sólidos y constructivos con el rep pari, Gabriel Baines, y aquel hecho era un presagio. Si podía entenderse con Baines, probablemente podría hacer lo mismo con los otros clanes, con la única excepción posible de manis como Straw, y, claro, de los perniciosos y totalmente deteriorados hebes, como Ignatz Ledebur, que no tenían sentido alguno de las responsabilidades interpersonales.
—Me siento enferma —dijo Mary; le temblaban los labios—. ¿Me visitarás en las Fincas de Cotton Mather, Chuck? No quiero quedarme enterrada entre aquellos deps hasta el fin de mis días, ¿lo entiendes?
—Dijiste... —empezó.
—No puedo volver a la Tierra, es así de sencillo; no puedo volver estando enferma, no puedo volver después de lo que han revelado las pruebas.
—Puedes estar segura —le dijo Chuck— de que te iré a ver con mucho gusto. —De hecho, esperaba pasar buena parte del tiempo en las otras colonias. Si lo hacía, impediría que se cumpliese la profecía de Straw. Y muchas otras cosas.
—La próxima vez que me esporifique —pensó el fungo, dirigiéndose a él—, habrá un considerable número de yo mismos; algunos de nosotros estarán encantados de establecerse en Thomas Jeffersonburg. Y esta vez nos mantendremos lejos de los coches en llamas.
—Gracias —dijo Chuck—. Me encantará verles. A todos.
La burlona risa de maniaco de Howard Straw llenó la estancia; la idea parecía despertar su más cínica diversión. Sin embargo, nadie le prestó atención. Straw se encogió dé hombros y volvió a su dibujo.
Fuera de la casa, los retrocohetes de un navío de guerra rugieron al tiempo que la astronave descendía para posarse. La ocupación de los Altos de Da Vinci por los alfanos, retardada durante bastante tiempo, estaba empezando.
Levantándose y abriendo la puerta principal, Chuck Rittersdorf salió a la oscuridad de la noche para mirar y escuchar. Durante un momento, se quedó solo, fumando y oyendo los ruidos que descendían gradualmente hacía la superficie de la Luna y que conducían a un silencio que parecía eterno. Haría falta un buen rato, quizá hasta que él mismo desapareciera de escena, antes de que volvieran a perderse; sintió todo aquello de un modo ardiente, paseando en la oscuridad, junto a la puerta de la casa de Howard Straw.
Súbitamente, la puerta se abrió a sus espaldas. Su mujer, o, mejor dicho, su anterior mujer, apareció en el umbral, salió cerrando la puerta y se colocó a su lado, sin decir nada; juntos, escucharon el estrépito de los navíos de guerra alfanos aterrizando, y admiraron sus estelas de fuego en el cielo, absorto cada uno de ellos en sus propios pensamientos.
—Chuck —dijo Mary inesperadamente—, sabes que vamos a hacer algo vital... sin duda no lo habrás pensado, pero, si nos quedamos aquí, tendremos que buscar algún medio para que los chicos vengan desde la Tierra.
—Así es. —De hecho, ya lo había pensado; asintió con la cabeza—. Pero, ¿de verdad quieres que vengan? —Especialmente Debby, pensó Chuck. Era muy sensible; sin duda, si vivía allí, acabaría por adoptar los modelos perturbados y las convicciones y el comportamiento de la mayoría psicótica. Sería un delicado problema.
—Estoy enferma... —dijo Mary. No terminó la frase; era inútil. Porque, si estaba enferma, Debby ya habría padecido los sutiles efectos de la enfermedad mental en el seno de la familia; el daño, si lo había, ya estaba hecho.
Arrojando el cigarrillo a las tinieblas, Chuck pasó el brazo alrededor de la fina cintura de su mujer y la atrajo hacía sí; la besó en la coronilla, aspirando el cálido y agradable olor de sus cabellos.
—Correremos el riesgo de exponer a los niños a este entorno. Quizá sirvan de modelo a los otros niños que viven aquí... podemos enviarles a la escuela primaria que funciona en Alfa III M2; estoy dispuesto a correr el riesgo, si tú estás de acuerdo. ¿Qué me dices?
—Vale —respondió Mary con voz ausente. Luego, con más fuerza, añadió—: Chuck, ¿piensas que todavía nos queda alguna oportunidad? ¿Alguna posibilidad de construir una nueva vida... en la que podamos vivir uno junto al otro durante un tiempo? ¿O nos vamos a limitar a... —Hizo un gesto ambiguo—... a volver a caer en nuestras antiguas actitudes de odio y sospecha y todo lo demás?
—No lo sé. —Y era la verdad.
—Miénteme. Dime que podemos.
—Podemos hacerlo.
—¿De verdad lo crees? ¿O me estás mintiendo?
—Yo...
—Dime que no estás mintiendo. —Su voz sonaba apremiante.
—No te miento —dijo—. Sé que podemos conseguirlo. Los dos somos jóvenes y viables y no somos tan rígidos como los manis y los paris. Es cierto, ¿no?
—Es cierto. —Mary se quedó silenciosa durante un momento; luego comentó—: ¿Estás seguro de no preferir a la chica poli, Annette Golding, antes que a mí? Sé sincero.
—Te prefiero a ti. —Y aquella vez no mentía.
—Y a aquella chica a la que sacó las potentinst Alfons... Joan no sé cómo... Ya sabes, te acostaste con ella.
—Te prefiero a ti.
—Dime por qué me prefieres a mí. Estoy enferma y soy mediocre.
—No puedo decir exactamente por qué. —De hecho no podía explicarlo; aquello era un misterio. Sin embargo, era la verdad; sentía que así era en lo más profundo de su ser.
—Te deseo buena suerte en tu colonia de un solo habitante —dijo Mary—. Un sólo hombre y una docena de fungos. —Mary se echó a reír—. ¡Vaya sitio raro! Sí, estoy segura de que podremos traer a los chicos. Estaba acostumbrada a pensar que yo era... bueno, ya sabes. Tan diferente de mis pacientes. Ellos estaban enfermos y yo no. Ahora... —Se calló.
—No hay mucha diferencia —terminó por ella—. Tú no sientes lo mismo, ¿no? Eres fundamentalmente distinto de mí... después de todo, según los tests, has demostrado poseer una perfecta salud mental y yo no.
—Es sólo una cuestión de grado —dijo convencido. Las intenciones suicidas le habían motivado, y como consecuencia activaron deseos hostiles y criminales hacía ella... y, sin embargo, pasó las pruebas satisfactoriamente, al menos así lo decían los gráficos formales deducidos a partir de las diferentes operaciones del examen, cuya validez era reconocida desde mucho tiempo antes; y no sucedió lo mismo en el caso de Mary. Ella, lo mismo que él, y como cualquier otro habitante de Alfa III M2, incluido el arrogante rep mani Howard Straw, luchaba por alcanzar cierto equilibrio, cierta intuición; era una tendencia natural de todas las criaturas vivientes. La esperanza siempre existía, incluso, quizá —el cielo nos proteja—, para los hebes. Aunque, desgraciadamente para los habitantes de Gandhitown, la esperanza era muy tenue.
Y la esperanza, pensó, es bastante tenue para los que venimos de la Tierra. Acabamos de emigrar a Alfa III M2. Pero... existe. —He decidido —anunció Mary con voz seca— que te amo. —Conforme —aceptó Chuck, encantado. Bruscamente, anulando su tranquilo estado anímico, llegó a él una queja viva y articulada procedente del fungo.
—Mientras nos dedicamos a estas confesiones de sentimientos y logros, sugiero que su mujer «se meta en faena» y relate en su totalidad su breve enlace con Bunny Hentman. —Corrigió—: Retiro la expresión de que «se meta en faena», pues me parece increíblemente inadecuada. Sin embargo, mi observación sigue siendo válida: la señora Rittersdorf ansiaba tanto que usted consiguiera un trabajo con importantes ingresos...
—Déjeme que se lo cuente —dijo Mary.
—Por favor —concedió el fungo—. Y no volveré a tomar la palabra, a menos que usted demuestre cualquier tipo de negligencia al relatar todos los detalles de la historia.
—Tuve una corta relación con Bunny Hentman, Chuck —dijo Mary—. Antes de salir de la Tierra. Es todo lo que tengo que decir.
—Hay algo más —contradijo el fungo.
—¿Detalles? —preguntó Mary—. ¿Tengo que decir exactamente dónde y cuándo...?
—No es eso. Otro aspecto de sus relaciones con Hentman.
—Comprendido. —Resignada, Mary sacudió la cabeza—. Durante aquellos cuatro días —le dijo a Chuck—, le dije a Bunny que, tal y como yo veía las cosas, empleando toda mi experiencia de consejera matrimonial, preveía —basándome en el conocimiento que poseía de tu personalidad— que intentarías matarme después de nuestra ruptura. Si fracasabas en tus intentos de suicidio. —Se quedó en silencio durante un instante—. Ignoro por qué se lo dije. —Quizá porque estaba asustada. Evidentemente, necesitaba hablar con alguien y, por aquel tiempo, estaba con él muy a menudo.
El no se había portado así con Joan. Se sintió mejor al saber toda la historia. Y difícilmente podía culpar a Mary por lo que había hecho. Era un milagro que no fuese con el cuento a la policía; de todos modos, decía la verdad al afirmar que le quería. Aquello la presentaba bajo una nueva óptica; ella rechazó una ocasión de hacerle daño, cuando le tenía en sus manos, y en un momento de crisis.
—Quizá tengamos algún hijo en la Luna —dijo Mary—. Como los fungos... llegamos y aumentaremos nuestro número hasta ser legión. La mayoría. —Se rió de un modo dulce y extraño y, en las tinieblas se abrazó a él como hacía siglos que no le abrazaba.
En el cielo, los navíos alfanos seguían apareciendo y Mary y él se quedaron en silencio, buscando el modo de recuperar a sus hijos. Sería difícil, pensó Chuck tranquilamente, quizá más complicado que cualquier cosa que hubieran hecho antes. Pero los restos de la organización de Hentman podrían ayudarles. O alguna de las innumerables relaciones comerciales del fungo entre los terrestres y no terrestres. Eran dos posibilidades muy distintas. Y el agente de Hentman infiltrado en la CIA, su antiguo jefe, Jack Elwood... Pero Elwood estaba en la cárcel. De todos modos, si sus esfuerzos —lo que sería muy penoso— fracasaban, como apuntó Mary, tendrían otros hijos, que no reemplazarían a los perdidos, pero que constituirían un buen presagio, que no se podía despreciar.
—¿También tú me amas? —preguntó Mary, pegando los labios a su oído.
—Sí —dijo Chuck, con toda sinceridad. A continuación exclamó—: ¡Ay! —pues, ella, casi sin darse cuenta, le había mordido, arrancándole casi el lóbulo de la oreja.
Aquello también le pareció un presagio.
Pero de qué, no podía decirlo con certeza.
FIN
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