FLUYAN MIS LÁGRIMAS, DIJO EL POLICÍA
Philip K. Dick
PRIMERA PARTE
¡Fluyan mis lágrimas, caídas de sus manantiales!
Exilado para siempre, dejadme llorar.
Permitidme que viva olvidado,
donde el negro pájaro nocturno canta su tristeza.
I
El martes 11 de octubre de 1988, el Jason Taverner Show quedó treinta segundos corto. Un técnico, mirando a través de la burbuja de plástico de la cúpula de control, congeló el título final en la sección de vídeo y agitó una mano en dirección a Jason Taverner, que había empezado a retirarse del escenario. El técnico dio unos golpecitos a su muñeca y luego señaló su boca.
Jason se acercó al micrófono y dijo lentamente:
—Sigan enviando sus tarjetas y sus cartas de aliento, amigos. Y mantengan la sintonía para Las Aventuras de Scotty, Perro Extraordinario.
El técnico sonrió; Jason le devolvió la sonrisa, e inmediatamente quedaron desconectados sonido y vídeo. Su programa musical y de variedades, de una hora de duración, que figuraba en segundo lugar entre los mejores espectáculos de TV del año, había terminado. Y todo había salido bien.
—¿Dónde hemos perdido medio minuto? —dijo Jason a su estrella invitada especial de aquella noche, Heather Hart. El hecho le intrigaba. Le gustaba cronometrar sus propios espectáculos.
—Es una minucia —dijo Heather Hart—. No tiene importancia. —Deslizó su fría mano a través de la frente ligeramente húmeda de Jason, y frotó cariñosamente el perímetro de sus cabellos color arena.
—¿Te has dado cuenta del poder que tienes? —le dijo a Jason su representante, Al Bliss, acercándose, demasiado, como siempre, a él—. Treinta millones de personas te han visto superarte a ti mismo esta noche. Es todo un record.
—Me supero a mí mismo todas las semanas —dijo Jason—. Es mi marca de fábrica. ¿Acaso es la primera vez que contemplas el programa?
—Pero, treinta millones... —dijo Bliss, con su redondo y colorado rostro salpicado de gotas de sudor—. Piensa en ello. Y luego se podrán explotar las grabaciones.
Jason replicó secamente:
—Estaré muerto antes de que puedan explotarse las grabaciones de este programa. A Dios gracias.
—Probablemente estarás muerto esta noche —dijo Heather—, con todas esas fans esperándote en la calle, dispuestas a cortarte en trozos tan pequeños como sellos de correos.
—Algunos de los que esperan son admiradores suyos, señorita Hart —dijo Al, Bliss, con su jadeante voz perruna.
—Malditos sean —dijo Heather en tono irritado—. ¿Por qué no se largan? ¿No están quebrantando alguna ley, por vagabundeo o algo por el estilo?
Jason se apoderó de su mano y la apretó fuertemente para atraer su atención. Nunca había comprendido la aversión de Heather hacia sus admiradores; para él, eran la sangre vital de su existencia pública. Y, para él, su existencia pública, su papel como presentador de fama mundial, era la vida misma.
—Con esos sentimientos —le dijo a Heather—, no tendrías que haberte dedicado a esta profesión. Abandónala. Conviértete en asistenta social en un campo de trabajos forzados.
—Allí también hay gente —replicó hoscamente Heather.
Dos agentes de la policía privada se acercaron a Jason Taverner y a Heather.
—Procuraremos mantener despejado el pasillo —jadeó el más gordo de los dos agentes—. Salgamos ahora, señor Taverner. Antes de que el auditorio del estudio pueda bloquear las salidas laterales.
Hizo una seña a otros tres policías privados, los cuales avanzaron inmediatamente hacia el cálido y atestado pasadizo que conducía, eventualmente, a la calle nocturna. Y allí estaba aparcada la aeronave Rolls en todo su lujoso esplendor, con su cohete de cola palpitando perezosamente. Como un corazón mecánico, pensó Jason. Un corazón que latía solamente por él, el astro. Bueno, por extensión, palpitaba también en respuesta a las necesidades de Heather.
Ella lo merecía; había cantado bien aquella noche. Casi tan bien como... Jason sonrió burlonamente en su fuero interno, para sí mismo. Diablos, enfrentémonos con ello, pensó. Ellos no conectan todos esos aparatos tridimensionales de TV en color para ver a la estrella invitada especial. Hay un millar de estrellas invitadas especiales esparcidas por la superficie de la tierra, y unas cuantas en las colonias marcianas.
Los conectan, pensó, para verme a mí. Y yo siempre estoy allí. Jason Taverner no ha decepcionado nunca, y nunca decepcionará a sus fans. Al margen de lo que Heather opine de ellas.
—A ti no te gustan —dijo Jason, mientras se abrían trabajosamente camino por el recalentado pasillo que olía a sudor—, porque no te gustas a ti misma. En tu fuero interno piensas que tienen mal gusto.
—Son estúpidos —gruñó Heather, y maldijo en voz baja mientras su ancho y plano sombrero volaba de su cabeza y desaparecía para siempre dentro del vientre de ballena del estrujante grupo de fans.
—Son vulgares —dijo Jason, con sus labios en la oreja de Heather, parcialmente perdida en su gran maraña de brillantes cabellos rojos. La famosa cascada de cabello tan amplia y expertamente copiada en los salones de belleza de toda la Tierra.
Heather rechinó:
—No digas esa palabra.
—Son vulgares —dijo Jason—, y son retrasados mentales. Porque —Jason le mordisqueó el lóbulo de la oreja— eso es lo que significa ser vulgar. ¿De acuerdo?
Heather suspiró.
—¡Oh, Dios! Estar en la aeronave viajando a través del vacío... Eso es lo que anhelo: un vacío infinito. Sin voces humanas, sin olores humanos, sin mandíbulas humanas masticando chicle plástico en nueve colores iridiscentes.
—Los odias de veras —dijo Jason.
—Sí —asintió Heather vivamente—. Lo mismo que tú. —Se detuvo un instante y volvió la cabeza para encararse con él—. Sabes que tu maldita voz ha desaparecido; sabes que te estás deslizando por la pendiente de tus días de gloria, y nunca los volverás a ver. —Le sonrió cálidamente—. ¿Nos estamos haciendo viejos —dijo, por encima de los murmullos y los chillidos de los fans—. ¿Juntos? ¿Cómo marido y mujer?
Jason dijo:
—Los seises no envejecen.
—Oh, sí —dijo Heather—. Sí que envejecen. —Empinándose, tocó su ondulado cabello castaño—. ¿Cuánto tiempo hace que te los tiñes, cariño? ¿Un año? ¿Tres?
—Entra en la aeronave —dijo Jason bruscamente, empujándola ante él, fuera del edificio y sobre el pavimento del Bulevar Hollywood.
—Entraré —dijo Heather—, si me das un Si mayor natural. Recuerda cuando...
Jason la empujó al interior de la aeronave, entró tras ella, se volvió para ayudar a Al Bliss a cerrar la puerta, y luego ascendieron hacia el cielo nocturno cubierto de nubes. El gran cielo resplandeciente de Los Angeles, tan brillante como si fuera mediodía. Y eso es para ti y para mí, pensó Jason. Para los dos. Será siempre como ahora, porque somos seises. Los dos. Lo sepan ellos o no.
La situación tenía mucho de humor negro. El conocimiento que ambos tenían y que nadie compartía. Porque así había sido proyectado. Y siempre había sido así... incluso ahora, después de que todo había salido tan mal. Mal, al menos, a los ojos de los proyectistas. Los grandes sabios que se habían equivocado en sus previsiones. Hacía cuarenta y cinco hermosos años, cuando el mundo era joven y las gotas de lluvia se pegaban aún a los ahora desaparecidos cerezos japoneses en Washington, D.C. Y el olor a primavera que había planeado sobre el noble experimento. Por un corto tiempo, de todos modos.
—Vamos a Zurich —dijo Jason en voz alta.
—Estoy demasiado cansada —dijo Heather—. De todas maneras, ese lugar me aburre.
—¿La casa? —preguntó Jason con tono de incredulidad.
Heather la había escogido para ellos dos, y durante años enteros se habían refugiado allí... huyendo especialmente de los fans a los que Heather odiaba tanto.
Heather suspiró y dijo:
—La casa. Los relojes suizos. El pan. Los guijarros.
La nieve en las colinas.
—Montañas —dijo Jason, sintiéndose todavía agraviado—. Bueno, qué diablos —añadió—. Iré sin ti.
—¿Y llevarás a alguien contigo?
Jason sencillamente no podía comprender.
—¿Quieres que lleve a alguien conmigo? —preguntó. —Tú y tu magnetismo. Tu encanto. Podrás llevar a cualquier chica del mundo a aquella gran cama de metal. Aunque todo se quedara en eso.
—¡Dios! —dijo Jason, enojado—. Otra vez eso. Siempre las mismas viejas historias. Y las únicas que son pura fantasía: son las únicas a las que te aferras.
Volviéndose a mirarle, Heather dijo ávidamente:
—Sabes cual es tu aspecto, incluso ahora, a la edad que tienes. Eres guapo. Treinta millones de personas se te comen con los ojos una hora a la semana. No están interesadas en tu manera de cantar, sino en tu incurable belleza física.
—Lo mismo podría decirse de ti —replicó Jason cáusticamente.
Se sentía cansado, y anhelaba la intimidad y el aislamiento que anidaban allí en los arrabales de Zurich, esperando silenciosamente a que los dos regresaran una vez más. Y era como si la casa deseara que se quedaran, no por una noche o una semana de noches, sino para siempre.
—Yo no aparento mi edad —dijo Heather.
Jason la miró, y luego la estudió. Masas de cabello rojo, piel pálida con unas cuantas pecas, una fuerte nariz romana. Enormes ojos color violeta. Heather estaba en lo cierto: no aparentaba su edad. Desde luego, ella nunca se había sometido a la fono-rejilla de la red transex, como hacía él. Pero, en realidad, lo había hecho muy poco. De modo que no estaba viciado, y en su caso no se habían producido lesiones cerebrales ni envejecimiento prematuro.
—Eres una persona maravillosamente hermosa —dijo Jason, como a regañadientes.
—¿Y tú? —dijo Heather.
Jason no podía dejarse impresionar por esto. Sabía que conservaba su carisma, la fuerza que habían inscripto en sus cromosomas hacía cuarenta y dos años. De acuerdo, sus cabellos griseaban, y se los teñía. Y unas cuantas arrugas habían aparecido aquí y allá. Pero...
—Mientras conserve mi voz —dijo—, no habrá problemas para mí. Tengo lo que quiero. Estás equivocada acerca de mí: la culpa la tiene tu retraimiento, el culto a tu propia personalidad. De acuerdo, si no quieres que vayamos a la casa de Zurich, ¿dónde quieres ir? ¿A tu casa? ¿A mi casa?
—Querría estar casada contigo —dijo Heather—, de modo que no se tratara de mi casa contra tu casa, sino de «nuestra» casa. Y yo dejaría de cantar y tendría tres hijos, todos parecidos a ti.
—¿Incluso las niñas?
—Todos serían varones —dijo Heather.
Inclinándose, Jason la besó en la nariz. Heather sonrió, cogió su mano y la dio unos golpecitos cariñosos.
—Esta noche podemos ir a cualquier parte —dijo él en voz baja, firme y controlada, casi una voz paternal; por regla general daba resultado con Heather, cuando fallaban todos los otros recursos.
A menos, pensó Jason, de que me marche solo.
Heather temía aquello. A veces, en sus peleas, especialmente en la casa de Zurich, donde nadie podía oírles ni inmiscuirse, Jason había visto el miedo en el rostro de Heather. La idea de estar sola la abrumaba; él lo sabía; ella lo sabía; el miedo era parte de la realidad de su vida en común. No de su vida pública. Para ellos, como auténticos actores profesionales, el control completo y racional era algo indispensable: por muy furiosos y enojados que estuvieran, actuaban juntos de modo impecable en el gran mundo adorador de espectadores, redactores de cartas y ruidosos fans. Ni siquiera un odio apasionado podría cambiar aquello.
Pero entre ellos no podía existir el odio. Tenían demasiadas cosas en común. Recibían demasiado el uno del otro. Incluso el mero contacto físico, como ahora, sentados juntos en el Rolls volador, les hacía felices. Mientras durase, en cualquier caso.
Introduciendo una mano en el bolsillo interior de su traje a medida de seda auténtica —uno de quizá diez en todo el mundo—, Jason sacó un fajó de billetes. Un gran número de ellos, comprimidos en un abultado paquete.
—No deberías llevar tanto dinero encima —dijo Heather en el tono que tanto disgustaba a Jason, el tono de una madre gruñona.
—Con esto —dijo Jason, y agitó el fajo de billetes—, podemos comprar nuestro camino a cualquier...
—Si algún estudiante incontrolado, fugado anoche de la madriguera de un campus, no te corta la mano por la muñeca y desaparece con tu mano y tu llamativo dinero. Siempre has sido llamativo. Llamativo y chabacano. ¡Mira tu corbata! ¡Mírala!
Heather había levantado la voz ahora; su furor parecía sincero.
—La vida es corta —dijo Jason—. Y la prosperidad más corta todavía. —Pero volvió a guardar los billetes en el bolsillo interior de su americana y alisó el bulto que formaban en su traje, por lo demás impecable—. Quería comprarte algo con este dinero.
En realidad, la idea acababa de ocurrírsele; lo que había planeado hacer con el dinero era algo distinto: se proponía llevarlo a Las Vegas, a las mesas de blackjack. Como un seis que era, podía —y lo hacía— ganar siempre al blackjack; tenía ventaja sobre cualquiera, incluso sobre el que daba las cartas. Incluso, pensó taimadamente, sobre el amo del garito.
—Estás mintiendo —dijo Heather—. No querías comprarme nada; nunca lo haces, eres demasiado egoísta y siempre piensas en ti mismo. Con ese dinero comprarás alguna rubia y te irás a la cama con ella. Probablemente en nuestra casa de Zurich, la cual, no lo olvides, hace cuatro meses que no he visto. Puedo estar embarazada.
A Jason le impresionó que Heather dijera aquello, de todas las posibles réplicas que podían afluir a su conciencia. Pero había muchas cosas acerca de Heather que no comprendía; con él, lo mismo que con sus fans, ella se reservaba muchos detalles acerca de sí misma.
Pero, a través de los años, Jason había aprendido también muchas cosas sobre ella. Sabía, por ejemplo, que en 1982 había tenido un aborto, un secreto muy bien conservado. Sabía que en cierta época había estado casada ilegalmente con el jefe de una comuna estudiantil, y que por espacio de un año había vivido en las madrigueras de la Universidad de Columbia, junto con todos los estudiantes malolientes y barbudos obligados a vivir para siempre en el subsuelo por los pols y los nacs. La policía y la guardia nacional, que rodeaban todos los campus, impidiendo que los estudiantes accedieran a la sociedad como otras tantas ratas negras abandonando un barco en trance de hundimiento.
Y sabía que hacía un año la habían detenido por tenencia de drogas. Sólo la intervención de su rica y poderosa familia había logrado sacarla de aquel atolladero: su dinero, su carisma y su fama no habían servido de nada en el momento de enfrentarse con la policía.
Heather se había sentido muy afectada por todos aquellos acontecimientos, pero ahora estaba perfectamente, Jason lo sabía. Como todos los seises, Heather poseía una enorme capacidad de recuperación. Había sido implantada, cuidadosamente en cada uno de ellos. Entre otras muchas cosas. Cosas que ni siquiera él, a los cuarenta y dos años, conocía del todo. Y también él había tenido problemas. La mayor parte de ellos en forma de cadáveres, los restos de otros presentadores que había pisoteado en su larga escalada hacia la cumbre.
—Esas corbatas «llamativas»... —empezó a decir, pero en aquel momento sonó el timbre del teléfono de la aeronave. Lo cogió. Probablemente era Al Bliss con las clasificaciones del programa de aquella noche.
Pero no era Bliss. Una voz femenina llegó a sus oídos.
—¿Jason? —inquirió la voz.
—Sí —dijo Jason. Tapando con la mano el micrófono, se volvió hacia Heather—. Es Marilyn Mason. ¿Por qué diablos le daría el número de mi aeronave?
—¿Quién diablos es Marilyn Mason? —preguntó Heather.
—Luego te lo diré. —Apartó la mano del micrófono—. Sí, querida, estás hablando con Jason en persona. ¿Qué ocurre? Pareces muy excitada. ¿Te han despedido otra vez? —le guiñó un ojo a Heather y sonrió aviesamente.
—Líbrate de ella —dijo Heather.
Tapando de nuevo el micrófono, Jason dijo:
—Lo haré; lo estoy haciendo; ¿no te das cuenta? —Y, a través del micrófono—: De acuerdo, Marilyn. Tira ya de la manta: te escucho.
Por espacio de dos años, Marilyn Mason había sido su protegida, por así decirlo. Ella quería ser cantante —ser famosa, rica, amada— como él. Un día se había presentado en el estudio, durante un ensayo, y Jason había advertido su presencia. Carita tensa y preocupada, botas de media caña, falda demasiado corta: Jason lo había captado todo con una sola ojeada, como de costumbre. Y, una semana más tarde, le había conseguido una audición con Discos Columbia, recomendándola a su jefe de producción.
Durante aquella semana habían ocurrido muchas cosas, ninguna de las cuales tenía nada que ver con el canto.
Marilyn dijo estridentemente a su oído:
—Tengo que verte. En caso contrario me suicidaré y la culpa recaerá sobre ti. Para el resto de tu vida. Y le diré a esa Heather Hart que te has estado acostando conmigo.
En su fuero interno, Jason suspiró. Diablos, estaba cansado, agotado por su programa de una hora de duración, obligado a sonreír, sonreír, sonreír.
—Me estoy dirigiendo a Suiza para pasar allí el resto de la noche —dijo en tono firme, como si le hablara a una niña histérica. Habitualmente, cuando Marilyn padecía una de sus crisis acusatorias, casi paranoicas, esto daba resultado. Pero no esta vez, naturalmente.
—Tardarás cinco minutos en llegar aquí con esa máquina Rolls de un millón de dólares —replicó Marilyn—. Sólo quiero hablar contigo cinco segundos. Tengo que decirte algo muy importante.
Probablemente está embarazada, se dijo Jason a sí mismo. En alguna parte a lo largo de la línea, intencionadamente —o quizá de un modo fortuito—, se olvidó de tomar la píldora.
—¿Qué puedes decirme en cinco segundos que ya no sepa? —inquirió secamente—. Dímelo ahora.
—Te quiero aquí conmigo —dijo Marilyn, con su habitual falta de consideración—. Tienes que venir. Hace seis meses que no te he visto, y durante ese tiempo he pensado mucho acerca de nosotros. Y en particular acerca de aquella última audición.
—De acuerdo —dijo Jason, sintiéndose amargado y resentido. Esta era su recompensa por tratar de abrir un camino en el mundo del arte a alguien que, como Marilyn, no tenía el menor talento. Colgó ruidosamente el teléfono, se volvió hacia Heather y dijo—: Me alegro de que no te hayas tropezado nunca con ella; es una...
—Boñiga de vaca —dijo Heather—. Y no me he «tropezado nunca con ella», por la sencilla razón de que tú te has asegurado que no pudiera ocurrir.
—En cualquier caso —dijo Jason, mientras hacia girar la aeronave—, le conseguí no una, sino dos audiciones, y las desaprovechó. Y, para conservar su propia estimación, quiere atribuirme a mí su fracaso. ¿Te imaginas el cuadro?
—¿Tiene buena figura? —dijo Heather.
—He de admitir que sí —Jason sonrió, y Heather rió—. Ya conoces mi debilidad. Pero yo cumplí mi parte del trato: le conseguí una audición... dos audiciones. La última fue hace seis meses, y estoy seguro de que aún no ha digerido el fracaso. Me pregunto qué querrá decirme.
Manipuló los controles para señalarle al piloto automático la dirección del edificio en el que se encontraba el apartamento de Marilyn, con su pequeña pero adecuada pista de aterrizaje en el tejado.
—Probablemente está enamorada de ti —dijo Heather, mientras Jason estacionaba la aeronave sobre su cola, soltando a continuación la escalerilla de descenso.
—Como otros cuarenta millones de mujeres —dijo Jason alegremente.
Heather, retrepándose en el asiento almohadillado, dijo:
—No tardes demasiado, o me largaré sin ti.
—¿Dejándome en poder de Marilyn? —dijo Jason. Los dos se echaron a reír—. Volveré en seguida. Cruzó la pista hasta el ascensor, y pulsó el botón.
Cuando entró en el apartamento de Marilyn vio, inmediatamente, que la muchacha se hallaba en un estado anormal. Tenía el rostro contraído y el cuerpo tan encogido que parecía que intentara ingerirse a sí misma. Y sus ojos. Tratándose de mujeres, muy pocas cosas impresionaban a Jason, pero lo que estaba viendo le impresionó. Los ojos de Marilyn, completamente redondos, con enormes pupilas, le taladraban mientras la muchacha permanecía silenciosamente de pie ante él, con los brazos doblados, rígida como el hierro.
—Empieza a hablar —dijo Jason, buscando a ciegas el asidero de la ventaja. Habitualmente, de hecho, virtualmente siempre, podía controlar una situación en la que estuviera involucrada una mujer; era, por así decirlo, su especialidad. Pero esto... Se sintió incómodo. Y Marilyn seguía sin decir nada. Su rostro, bajo capas de maquillaje, estaba completamente exangüe, como si fuera un cadáver animado—. ¿Quieres otra audición? —preguntó Jason—. ¿Es eso?
Marilyn agitó negativamente la cabeza.
—De acuerdo; dime de qué se trata —continuó Jason, intranquilo. Sin embargo, no dejó que su intranquilidad se reflejara en su voz: era demasiado sagaz, tenía demasiada experiencia para permitir que la muchacha se diera cuenta de su incertidumbre. En un enfrentamiento con una mujer, hay casi un noventa por ciento de engaño por ambas partes. No importaba lo que uno hacía, sino cómo lo hacía.
—Tengo algo para ti —dijo Marilyn. Dio media vuelta y desapareció de su vista en la cocina. Jason echó a andar tras ella.
—Sigues reprochándome la falta de éxitos de las dos... —empezó a decir.
—Aquí lo tienes —dijo Marilyn. Cogió una bolsa de plástico del fregadero, la sostuvo en alto unos instantes, con el rostro tan pálido como antes, los ojos desorbitados y sin parpadear, y luego abrió la bolsa, la sacudió y la movió rápidamente hacia él.
Todo ocurrió demasiado aprisa. Jason retrocedió instintivamente, pero con demasiada lentitud y demasiado tarde. La gelatinosa esponja Callisto, con sus cincuenta tubos de alimentación, se pegó a él, anclándose a su pecho. Notó que los tubos de alimentación penetraban en él, en su pecho.
Saltó hacia los armarios de la cocina, aferró una botella medio llena de whisky, desenroscó el tapón con dedos ágiles y vertió el licor sobre el gelatinoso animal. Sus pensamientos se habían hecho lúcidos, incluso brillantes; no se dejó vencer por el pánico, sino que siguió vertiendo whisky sobre el animal.
Durante unos instantes no ocurrió nada. Jason logró dominarse y no huir, ganado por el pánico. Y luego el animal burbujeó, se encogió y cayó de su pecho al suelo. Había muerto.
Sintiéndose débil, Jason se sentó en la mesa de la cocina. Se descubrió de repente a sí mismo luchando contra la inconsciencia: algunos de los tubos permanecían en su interior, y estaban vivos.
—No está mal —consiguió decir—. Casi acabas conmigo, miserable tramposa.
—Sin casi —dijo Marilyn Mason con voz inexpresiva—. Algunos de los tubos de alimentación están aún dentro de ti, y tú lo sabes; puedo verlo en tu cara. Y una botella de whisky no va a sacarlos de ahí. Nada va a sacarlos de ahí.
En aquel momento, Jason se desmayó. Vio vagamente cómo el suelo verde y gris ascendía hacia él, y luego se hizo el vacío. Un vacío en el que ni siquiera él estaba presente.
Dolor. Abrió los ojos, palpó su pecho en un movimiento reflejo. Su traje de seda hecho a medida había desaparecido; llevaba ropas de algodón de hospital, y estaba tendido boca arriba sobre una camilla con ruedas.
—¡Dios! —murmuró, mientras los dos enfermeros empujaban rápidamente la camilla a lo largo del pasillo.
Heather Hart, inclinada sobre él, estaba ansiosa y preocupada; pero, lo mismo que él, conservaba el pleno dominio de sus sentidos.
—Supe que algo iba mal —dijo rápidamente, mientras los enfermeros introducían a Jason en una habitación.
De modo que no te esperé en la aeronave; bajé detrás de ti.
—Probablemente pensaste que estábamos en la cama, Marilyn y yo —dijo Jason débilmente.
—El médico —continuó Heather— ha dicho que en otros quince segundos hubieras sucumbido a la violación somática, como él la llamó. La penetración de esa cosa en ti.
—Acabé con ella —dijo Jason—. Pero no acabé con todos los tubos de alimentación. Era demasiado tarde.
—Lo sé —dijo Heather—. El médico me lo ha dicho. Están planeando una intervención quirúrgica lo antes posible; tal vez dé resultado, si los tubos no han penetrado demasiado.
—Me porté bien en la crisis —gruñó Jason; cerró los ojos —No del todo. —Abriendo los ojos, vio que Heather estaba llorando—. ¿Tan mal están las cosas? —le preguntó.
Levantando el brazo, tomó la mano de Heather. Sintió la presión de su amor mientras ella apretaba sus dedos, y luego todo desapareció. Excepto el dolor. Pero no quedó nada más, ni Heather, ni hospital, ni enfermeros, ni luz. Ni sonido. Fue un momento eterno, y le absorbió completamente.
II
La luz volvió a filtrarse, llenando sus ojos cerrados con una membrana de iluminada rojez. Abrió los ojos y levantó la cabeza para mirar a su alrededor. Buscando a Heather o al médico.
Estaba solo en la habitación. Nadie más. Una cómoda con un agrietado espejo de fantasía, feos y anticuados apliques sobresaliendo de las paredes saturadas de grasa. Y desde alguna parte cercana, el sonido de un televisor.
No estaba en un hospital.
Y Heather no estaba con él; experimentó su ausencia, el vacío absoluto de todo, a causa de ella.
Dios, pensó. ¿Qué ha pasado?
El dolor en su pecho se había desvanecido con todo lo demás. Apartó la manchada manta de algodón con mano temblorosa, se incorporó, se frotó la frente reflexivamente, se esforzó en recobrar su vitalidad.
Esto es un cuarto de hotel, se dijo. Un sucio hotel barato, infestado de chinches. Sin cortinas ni cuarto de baño. Como aquellos en los que había vivido hacía muchos años, al principio de su carrera. Cuando era un desconocido y no tenía dinero. En los días oscuros que siempre procuraba apartar de su memoria.
Dinero. Palpó sus ropas y descubrió que ya no llevaba las ropas de hospital sino, muy arrugado, su traje de seda hecho a medida. Y, en el bolsillo interior de la chaqueta, el fajo de billetes, el dinero que había planeado llevarse a Las Vegas.
Al menos tenía aquello.
Rápidamente, miró a su alrededor buscando un teléfono. No, desde luego que no. Pero habría uno en el vestíbulo. Sin embargo, ¿a quién podía llamar? ¿A Heather? ¿A Al Bliss, su agente? ¿A Mory Mann, el productor de su programa de TV? ¿A su abogado, Bill Wolfer? O a todos ellos, quizás, lo antes posible.
Logró ponerse trabajosamente en pie; se tambaleó, maldiciendo por motivos que no comprendía. Un instinto animal le sostuvo; se preparó mentalmente, preparó su fuerte cuerpo de seis, para luchar. Pero no podía discernir al antagonista, y esto le asustó. Por primera vez, hasta donde alcanzaban sus recuerdos, sintió pánico.
¿Ha pasado mucho tiempo?, se preguntó a sí mismo. No podía saberlo; no tenía ninguna noción que le permitiera intuirlo. Era de día. Había sutiles ascendiendo y zumbando en los cielos más allá del sucio cristal de su ventana. Consultó su reloj; marcaba las diez y media. ¿Y qué? Podían haber transcurrido mil años, por lo que él sabía. Su reloj no podía ayudarle.
Pero el teléfono lo haría. Salió al pasillo saturado de polvo, encontró la escalera, bajó peldaño a peldaño, agarrándose a la barandilla, hasta que se encontró en el deprimente y vacío vestíbulo con sus tapizadas sillas pasadas de moda.
Afortunadamente, tenía moneda fraccionaría. Introdujo una moneda de oro de un dólar en la ranura, marcó el número de Al Bliss.
—Agencia Artística —dijo la voz de Al.
—Escucha —dijo Jason—. No sé dónde estoy. Por el amor de Dios, ven a sacarme de aquí; llévame a alguna otra parte. ¿Comprendes, Al? ¿Comprendes?
Silencio en el teléfono. Y luego, con una voz lejana e indiferente, Al Bliss dijo:
—¿Con quién hablo?
Jason gritó su respuesta.
—No le conozco a usted, señor Jason Taverner —dijo Al Bliss con su voz más neutra—. ¿Está seguro de no haberse equivocado de número? ¿Con quién desea hablar?
—Contigo. Con Al. Con Al Bliss, mi agente. ¿Qué pasó en el hospital? ¿Cómo he llegado aquí? ¿No lo sabes? —Su pánico remitió a medida que se obligaba a controlarse a sí mismo; logró que sus palabras surgieran razonablemente—. ¿Puedes ponerme en contacto con Heather?
—¿Con la señorita Hart? —dijo Al, y dejó escapar una risita burlona.
—¡Has dejado de ser mi agente! —estalló Jason—. Para siempre. No importa cual sea la situación. Estás despedido.
Al Bliss río de nuevo burlonamente y luego, con un clic, la comunicación se interrumpió. Al Bliss había colgado.
Mataré a ese hijo de puta, se dijo Jason a sí mismo. Haré pedazos a ese seboso y calvo bastardo.
¿Qué es lo que trata de hacerme? No lo entiendo. ¿Qué motivo de agravio puede tener contra mí? ¿Qué diablos le he hecho yo? Ha sido mi amigo y mi agente por espacio de diecinueve años. Y nunca ha ocurrido nada como esto.
Llamaré a Bill Wolfer, decidió. Siempre está en su oficina o en contacto con ella; hablaré con él, y descubriré qué es lo que está pasando. Introdujo un segundo dólar de oro en la ranura y, de memoria, marcó el número.
—Wolfer y Blaine, abogados —dijo la voz de la recepcionista.
—Quiero hablar con Bill —dijo Jason—. Soy Jason Taverner. Usted ya me conoce.
—El señor Wolfer está en el Palacio de Justicia —dijo la recepcionista. ¿Desea hablar con el señor Blaine, o prefiere que el señor Wolfer le llame a usted cuando regrese a la oficina a última hora de la tarde?
—¿Sabe usted quién soy? —dijo Jason—. ¿Sabe quién es Jason Taverner? —Sin darse cuenta, había alzado el tono de su voz. Con un gran esfuerzo recuperó el control sobre ella, pero no pudo evitar que sus manos temblaran; de hecho, temblaba todo su cuerpo.
—Lo siento, señor Taverner —dijo la recepcionista. No puedo hablar en nombre del señor Wolfer ni...
—¿Ve usted la televisión? —insistió Jason.
—Sí.
—¿Y no ha oído hablar de mí? ¿Del Jason Taverner Show, los martes a las nueve de la noche?
—Lo siento, señor Taverner. Realmente debe usted hablar directamente con el señor Wolfer. Deme el número del teléfono desde el cual está llamando, y me ocuparé de que él le llame a usted hoy mismo.
Jason colgó.
Estoy loco, pensó. O ella está loca. Ella y Al Bliss, ese hijo de puta. Se apartó del teléfono con paso vacilante y se sentó en una de las viejas sillas tapizadas. Le alivió sentarse; cerró los ojos y respiró lenta y profundamente. Y reflexionó.
Tengo cinco mil dólares en billetes de curso legal, se dijo a sí mismo. De modo que no estoy completamente indefenso. Y aquel bicho ha desaparecido de mi pecho, incluidos sus tubos de alimentación. Tienen que habérmelos extraído en el hospital. De modo que al menos estoy vivo; esto es un motivo de alegría para mí. ¿Ha habido un intervalo de tiempo?, se preguntó a sí mismo.
¿Dónde habrá un periódico?
Encontró un Times de Los Angeles sobre una silla contigua. Leyó la fecha: 12 de octubre de 1988. Ningún intervalo de tiempo. Era el día siguiente al de su programa, y el día en que Marilyn le había dejado moribundo.
Se le ocurrió una idea. Buscó en las secciones del periódico hasta que encontró la columna de espectáculos. Actuaba por las noches en el Salón Persa del Hollywood Hilton, desde hacía tres semanas... menos los martes, por supuesto, a causa de su programa en la TV.
El anuncio que la dirección del hotel había estado insertando durante las tres últimas semanas no parecía estar en ninguna parte de la página. Tal vez lo han trasladado a otra página, pensó sin demasiada convicción. De todos modos, repasó cuidadosamente aquella sección del periódico. No pudo encontrar su nombre. Y su rostro había estado apareciendo en la sección de espectáculos de la mayoría de los periódicos por espacio de diez años. Sin un eclipse.
Haré otra tentativa, decidió. Probaré con Mory Mann.
Sacó su cartera para buscar el trozo de papel en el cual había anotado el número de Mory.
Su cartera abultaba muy poco.
Todas sus tarjetas de identificación habían desaparecido. Las tarjetas que le permitían seguir con vida. Las tarjetas que le permitían cruzar barricadas de pols y nacs sin que le acribillaran a tiros o le internaran en un campo de trabajos forzados.
No puedo vivir dos horas sin mi Documento de Identidad, se dijo. Ni siquiera me atrevería a salir de este ruinoso hotel y pisar la acera pública. Supondrían que soy un estudiante o un profesor fugado de uno de los campus. Pasaría el resto de mi vida como un esclavo realizando pesadas tareas manuales. Soy lo que ellos llaman una nopersona.
De modo que lo esencial, pensó, es permanecer vivo. Al diablo con Jason Taverner como showman; me ocuparé de eso más tarde.
Pudo sentir dentro de su cerebro los poderosos constituyentes de su personalidad-seis moviéndose ya en foco. Yo no soy como los otros hombres, se dijo a sí mismo. Yo saldré de esto, sea lo que sea. De un modo u otro.
Por ejemplo, se dijo, con todo este dinero que tengo puedo llegar a Watts y comprar documentos de identidad falsificados. Una cartera llena. Tiene que haber un centenar de falsificadores que se ganan la vida con eso, por lo que he oído decir. Pero nunca pensé que iba a utilizarlos. No Jason Taverner. No un showman con una audiencia de treinta millones.
Entre esos treinta millones de personas, se preguntó a sí mismo, ¿no habrá una que me recuerde? Si «recordar» es la palabra adecuada. Estoy hablando como si hubiera transcurrido muchísimo tiempo, como si ahora fuera un anciano, una vieja gloria, alimentándose de éxitos lejanos. Y este no es mi caso.
Volviendo al teléfono, buscó en el listín el número del centro de control del registro de nacimientos de Iowa; con varias monedas de oro consiguió por fin la comunicación, tras mucha demora.
—Me llamo Jason Taverner —le dijo al empleado—. Nací en Chicago, en el Memorial Hospital, el 16 de diciembre de 1946. ¿Tendría la bondad de comprobarlo y extender una copia de mi certificado de nacimiento? La necesito para un empleo que voy a solicitar.
—Un momento, por favor.
—El empleado soltó el teléfono sin cortar la comunicación. Jason esperó. Al cabo de unos instantes, el empleado habló de nuevo:
—Señor Jason Taverner, nacido en el condado de Cook el 16 de diciembre de 1946.
—Sí —dijo Jason.
—No tenemos ningún registro de nacimiento de tal persona en esa fecha y lugar. ¿Está usted absolutamente seguro de los datos, señor?
—¿Sugiere usted que no conozco mi nombre y cuándo y dónde nací? —la voz de Jason logró de nuevo escapar a su control, pero esta vez no hizo ningún esfuerzo para dominarla; el pánico le invadió—. Gracias —dijo, y colgó temblando violentamente. Temblando en su cuerpo y en su mente.
No existo, se dijo a sí mismo. No existe ningún Jason Taverner. Nunca existió y nunca existirá. Al diablo con mi carrera; sólo quiero vivir. Si alguien o algo desea borrar mi carrera, de acuerdo; puede hacerlo. Pero, ¿no me será permitido existir? ¿Ni siquiera he nacido?
Algo se removió en su pecho. No me han extraído del todo los tubos de alimentación, pensó asustado; algunos de ellos continúan creciendo y alimentándose dentro de mí. Esa maldita trampa de una chica sin talento. Espero que acabe en el arroyo ofreciendo su cuerpo por una miseria.
Después de lo que hice por ella: conseguirle aquellas dos audiciones con gente importante. Pero, diablos... me acosté un montón de veces con ella. Supongo que esto equilibra la balanza.
Subió de nuevo a su habitación y se miró largo rato al espejo de fantasía manchado por las moscas. Su aspecto no había cambiado, aunque necesitaba afeitarse. No había envejecido. No tenía más arrugas, ningún cabello gris visible. Los mismos hombros y bíceps. La cintura sin un gramo de grasa, que le permitía llevar los ajustados trajes masculinos que estaban de moda.
Y eso es importante para tu imagen, se dijo a sí mismo. El tipo de trajes que puedes llevar, especialmente los que modelan la cintura. Debo tener cincuenta, pensó. O al menos los tenía. ¿Dónde están ahora?, se preguntó. El pájaro ha volado y, ¿en qué prado canta ahora? Una frase romántica surgida del pasado, de su época escolar. Olvidada hasta aquel momento. Cuán absurdo, pensó, lo que acude a nuestra mente cuando nos encontramos en una situación inesperadamente ominosa. Ideas triviales, a veces.
Si los deseos fueran caballos, los mendigos podrían volar. Cosas así. Lo suficiente para volverle a uno loco.
Se preguntó cuántos puestos de control pols y nacs habría entre aquel mísero hotel y el falsificador de documentos de identidad más próximo en Watts. ¿Diez? ¿Trece? ¿Dos? Para mí, pensó, con uno es suficiente. Una patrulla rutinaria de tres agentes a bordo de un vehículo. Con su maldito sistema de radio conectándoles con la central de datos pol-nac de Kansas City, donde tenían los ficheros.
Subiéndose la manga de su camisa, examinó su antebrazo. Sí, allí estaba: su número de identidad tatuado. Su tarjeta somática, para que la llevara durante toda su vida y le acompañara hasta la tumba.
Bueno, los pols y nacs de la patrulla volante transmitirían el número de identidad a Kansas City y luego... ¿qué? ¿Estaba su ficha todavía allí, o habría desaparecido también, como su certificado de nacimiento? Y si no estaba allí ¿qué significado atribuirían al hecho los burócratas pol-nac?
Un error de un funcionario. Alguien había archivado mal el microfilm que constituía su ficha. Ya aparecería. Algún día, cuando ya no importe, cuando haya pasado diez años en la Luna manejando un pico. Si la ficha no está allí, pensó, supondrán que soy un estudiante fugado, debido a que sólo los estudiantes no tienen fichas pol-nac. Únicamente algunos de ellos, los importantes, los cabecillas, figuran también allí.
Estoy en el fondo de la vida, pensó. Y ni siquiera puedo trepar a una mera existencia física. Yo, un hombre que ayer tenía una audiencia de treinta millones. Algún día, de algún modo, volveré a abrirme paso hasta ellos. Pero no ahora. Hay otras cosas que tienen primacía. Los huesos descarnados de existencia con los que todo hombre nace: ni siquiera tengo eso. Pero lo conseguiré; un seis no es un ser vulgar. Ningún ser vulgar hubiera sobrevivido física ni psicológicamente a lo que me ha ocurrido a mí... especialmente a la incertidumbre.
Un seis, por encima de todas las circunstancias externas, prevalecerá siempre. Porque así es como estamos definidos genéticamente.
Salió de su habitación una vez más, bajó la escalera y se dirigió a la conserjería. Un hombre de mediana edad con un fino bigote estaba leyendo un ejemplar de la revista Box; no alzó la mirada, pero dijo:
—Sí, señor.
Jason sacó su fajo de billetes y dejó caer uno de quinientos dólares sobre el mostrador, delante del empleado. El empleado lo miró, y luego volvió a mirarlo, esta vez con los ojos muy abiertos. Después alzó cautelosamente la mirada hacia el rostro de Jason, con una expresión interrogadora.
—Me han robado mis tarjetas de identidad —dijo Jason—. Este billete de quinientos dólares será suyo si puede presentarme a alguien capaz de reemplazarlas. Si va a hacerlo, hágalo ahora mismo; no puedo esperar.
Esperar a ser detenido por un pol o un nac, pensó. Atrapado aquí, en este asqueroso hotel.
—O atrapado en la acera, delante de la entrada —dijo el empleado—. Soy un poco telépata. Sé que este hotel no es gran cosa, pero no tenemos chinches. En cierta ocasión tuvimos pulgas de arena marcianas, pero acabamos con ellas. —Cogió el billete de quinientos dólares—. Le presentaré a alguien que puede ayudarle— dijo. Hizo una pausa, observando atentamente el rostro de Jason, y añadió—: Usted cree que es mundialmente famoso. Bueno, tiene que haber de todo.
—Vamos —dijo Jason con voz ronca—. No perdamos tiempo.
—Ahora mismo —dijo el empleado, alargando la mano hacia su brillante chaqueta de plástico.
III
Mientras el empleado conducía su anticuado sutil lenta y ruidosamente calle abajo, le dijo de un modo casual a Jason, sentado a su lado:
—Estoy captando un montón de material extraño en su mente.
—Salga de mi mente —dijo Jason en tono brusco, con aversión. Siempre le habían disgustado los telépatas fisgones, movidos por la curiosidad, y esta vez no era una excepción—. Salga de mi mente —dijo—, y lléveme a la persona que va a ayudarme. Y no se meta en ninguna barricada pol-nac. Si espera salir con vida de esto.
El empleado respondió con tono indulgente:
—No tiene que decirme eso; sé lo que le ocurriría si nos detuvieran. No es la primera vez que hago esto. Con estudiantes. Pero usted no es un estudiante. Usted es un hombre famoso y rico. Pero al mismo tiempo no lo es. Al mismo tiempo es usted un nadie. Ni siquiera existe, legalmente hablando —rió con una risa suave y afectada, mirando fijamente el tráfico delante de él. Conducía como una vieja, según observó Jason. Con las dos manos apretadas al volante.
Ahora habían penetrado en los suburbios del propio Watts. Tiendas pequeñas y oscuras a cada lado de la transitada calle, cubos de basura atestados hasta derramar su contenido, el pavimento sembrado de trozos de botellas rotas, carteles anunciando Coca-Cola en letras grandes y el nombre de la tienda en letras pequeñas. En un cruce, un viejo negro atravesó la calle con paso renqueante, palpando delante de él como si estuviera ciego a causa de su edad. Al verle, Jason sintió una extraña emoción. Había muy pocos negros vivos, debido al proyecto de ley sobre esterilización de Tidman aprobado por el Congreso en los terribles días de la Insurrección. El empleado frenó su destartalado vehículo a fin de no rozar al viejo negro, que llevaba un traje marrón arrugado.
—¿Se da cuenta de que si le atropellara con mi vehículo significaría la pena de muerte para mí? —le preguntó el empleado a Jason.
—Desde luego —dijo Jason.
—Son como el último rebaño de grullas aulladoras —dijo el empleado, acelerando la marcha ahora que el viejo negro había llegado a la otra acera—. Protegidos por un millar de leyes. No puede uno mofarse de ellos; no puede uno liarse en una pelea a puñetazos con un negro sin arriesgarse a que le caigan encima diez años de cárcel. Sin embargo, estamos acabando con ellos. Eso es lo que Tidman quería, y supongo que es lo que querían la mayoría de los Silenciadores, pero —hizo un gesto, apartando por primera vez una mano del volante— yo echo de menos a los niños. Recuerdo que cuando tenía diez años jugaba con un muchacho negro... no muy lejos de aquí, dicho sea de paso. Ahora estará esterilizado, sin duda.
—Pero después de haber tenido un hijo —puntualizó Jason—. Su esposa tuvo que entregar su cupón de nacimiento cuando llegó su primer y único hijo... pero tienen ese hijo. La ley les permite tenerlo. Y hay un millón de leyes que protegen su seguridad.
—Dos adultos, un niño —dijo el empleado—. De modo que la población negra se reduce a la mitad a cada generación. Ingenioso. Podemos agradecérselo a Tidman; resolvió el problema racial, desde luego.
—Algo había que hacer —dijo Jason.
Estaba muy rígido en su asiento, observando la calle ante él, buscando alguna señal de un puesto de control o una barricada pol-nac. No veía ninguna, pero, ¿cuánto tiempo iba a durar el viaje?
—Estamos llegando —dijo el empleado tranquilamente. Volvió la cabeza un momento para mirar a Jason—. No me gustan sus opiniones racistas —dijo—. Aunque me pague quinientos dólares.
—Hay suficientes negros vivos para mi gusto —dijo Jason.
—¿Y cuándo muera el último?
—Puede usted leer mi mente —dijo Jason—, no tengo que decírselo.
—Cristo —dijo el empleado, y volvió a dedicar su atención al tráfico.
Giraron a la derecha y penetraron en una estrecha avenida a ambos lados de la cual podían verse puertas de madera cerradas. Ningún letrero. Sólo silencio. Y montones de antiguos escombros.
—¿Qué hay detrás de esas puertas? —preguntó Jason.
—Personas como usted. Personas que no pueden salir a la calle. Pero son distintas a usted en un aspecto: no tienen quinientos dólares... o mucho más dinero, si le leo a usted correctamente.
—Va a resultarme muy caro obtener mis documentos de identidad —dijo Jason secamente—. Probablemente tendré que entregar todo mi dinero.
—Ella no abusará de usted —dijo el empleado, mientras detenía su vehículo junto a la acera, en el centro de la avenida.
Jason miró hacia fuera y vio un restaurante abandonado, entablado, con las ventanas rotas. Completamente oscuro en su interior. Le repelió, pero al parecer aquel era el lugar. Tenía que seguir adelante, apremiado por la necesidad: no podía elegir.
Y... habían evitado cualquier puesto de control y barricada a lo largo del camino; el empleado había escogido una buena ruta. De modo que Jason no tenía motivos de queja, dadas las circunstancias.
Juntos, el empleado y él se acercaron a la desencajada puerta principal del restaurante. Ninguno de los dos habló; estaban concentrados en evitar los oxidados clavos que sobresalían de los listones de madera puestos allí, presumiblemente para proteger las ventanas.
—Cójase de mi mano —dijo el empleado, extendiéndola en la semipenumbra que les rodeaba—. Está oscuro, pero yo conozco el camino. Hace tres años cortaron la corriente eléctrica en esta manzana, con la intención de obligar a la gente a abandonar los edificios a fin de que pudieran ser quemados. Pero la mayoría de los que vivían aquí se quedaron.
La húmeda y fría mano del empleado condujo a Jason más allá de lo que parecían ser sillas y mesas, amontonadas en irregular confusión de patas y superficies, entretejidas con telarañas y suciedad. Tropezaron al fin contra una pared negra e inmóvil; allí el empleado se detuvo, recuperó su mano y hurgó con algo en la penumbra.
—No puedo abrir —dijo mientras hurgaba—. Sólo puede abrirse desde el otro lado, el lado de ella. Lo que estoy haciendo es indicarle que estamos aquí.
Un trozo de la pared se deslizó hacia un lado, chirriando, Jason, sólo vio oscuridad adicional. Y abandono.
—Pase al otro lado —dijo el empleado, y le empujó hacia delante.
La pared, después de una pausa, volvió a cerrarse tras ellos.
Se encendieron unas luces. Momentáneamente cegado, Jason se protegió los ojos con una mano y luego examinó detenidamente el taller.
Era pequeño. Pero contenía cierto número de máquinas que le parecieron complejas y muy especializadas. En el extremo más alejado, una mesa de trabajo. Herramientas a centenares, todas colgadas ordenadamente en las paredes de la habitación. Debajo de la mesa, cajas de cartón, probablemente llenas de papeles de diversos tipos. Y una pequeña prensa accionada por un generador.
Y la muchacha. Estaba sentada sobre un alto taburete, componiendo a mano una línea de tipos de imprenta. Tenía los cabellos de color claro, largos y finos, metidos detrás de la nuca en su blusa de trabajo, de algodón. Llevaba pantalones tejanos, y sus pies, muy pequeños, estaban descalzos. Jason calculó que tendría quince o dieciséis años. Sus senos apenas abultaban, pero tenía las piernas largas y esbeltas; a Jason le gustó aquello. No llevaba ninguna clase de maquillaje, por lo que su rostro estaba pálido.
—Hola —saludó la muchacha.
El empleado dijo:
—Me marcho. Trataré de no gastar los quinientos dólares en un mismo lugar.
Tocó un botón, y un trozo de la pared se deslizó a un lado; simultáneamente, las luces del taller se apagaron, dejándoles de nuevo en una completa oscuridad.
Desde su taburete, la muchacha dijo:
—Soy Kathy.
—Yo soy Jason —se presentó Taverner.
La pared había vuelto a cerrarse ahora, y las luces se habían encendido otra vez. La muchacha era realmente bonita, pensó Jason. Salvo que se desprendía de ella un aire de pasividad, casi de indiferencia. Como si para ella, no hubiera nada en el mundo que mereciera la pena, ¿Apatía? No, decidió. Era tímida; esa era la explicación. —¿Le diste quinientos dólares para que te trajera aquí? —inquirió Kathy, con tono de asombro; le observó con aire pensativo, como si tratara de formarse una opinión acerca de él, basada en su aspecto.
—Habitualmente, mi traje no está tan arrugado —dijo él.
—Es un hermoso traje. ¿De seda?
—Sí —asintió Jason.
—¿Eres estudiante? —preguntó Kathy, sin dejar de observarle—. No, no lo eres; no tienes ese color ceniciento que tienen ellos, de vivir en el subsuelo. Bueno, eso deja únicamente otra posibilidad.
—La de que soy un delincuente —dijo Jason—, tratando de cambiar mi identidad antes de que los pols y los nacs me echen el guante.
—¿Lo eres? —dijo Kathy, sin dar ninguna muestra de inquietud. Era una simple pregunta, directa.
—No —respondió Jason, sin extenderse de momento en la materia. Quizás más tarde.
Kathy dijo:
—¿Crees que muchos de esos nacs son robots, y nopersonas de carne y hueso? Siempre llevan esas máscaras antigás, de modo que no hay forma de saberlo.
—Me limito a aborrecerles —dijo Jason—. Sin ahondar más en el asunto.
—¿Qué documentos de identidad necesitas? ¿Permiso de conducir? ¿Tarjeta de identificación correspondiente al archivo de la policía? ¿Certificado de empleo en un trabajo legal?
—Todos —dijo Jason—: Incluyendo el carnet de miembro del Sindicato Local de Músicos.
—Oh, eres músico... —la muchacha lo miró con más interés ahora.
—Soy cantante —dijo Jason—. Presento un programa de variedades, de una hora de duración, los martes por la noche, a las nueve, en la televisión. Tal vez lo hayas visto. El Jason Taverner Show.
—No tengo aparato de televisión —dijo la muchacha—. De modo que no podría reconocerte. ¿Es una profesión divertida?
—A veces. Se conocen a muchas figuras del mundo del espectáculo, y eso es agradable si es lo que a uno le gusta. He comprobado que la mayoría de ellas son personas como las demás. Tienen sus temores. No son perfectas. Algunas de ellas son muy divertidas, delante y detrás de la cámara.
—Mi marido solía decirme siempre que yo no tenía sentido del humor —dijo la muchacha—. El lo encontraba todo muy divertido. Incluso encontró divertido cumplir el servicio militar en la guardia nacional.
—¿Seguía riendo cuando se licenció? —preguntó Jason.
—No llegó a licenciarse. Le mataron en un ataque por sorpresa de los estudiantes. Pero no fue por culpa de ellos; le alcanzó un disparo de un compañero nac.
Jason dijo:
—¿Cuánto me va a costar mi documentación? Será mejor que me lo digas antes de empezar a hacerla.
Yo le cobro a la gente de acuerdo con sus posibilidades —dijo Kathy, volviendo a dedicar su atención a la línea que estaba componiendo—. A ti te cobraré mucho porque eres rico, a juzgar por tu traje y por el hecho de que le hayas dado quinientos dólares a Eddy para que te trajera aquí. ¿De acuerdo? —Le miró de soslayo—. ¿O acaso estoy equivocada? Dímelo.
—Llevo cinco mil dólares encima —dijo Jason—. Mejor dicho, cuatro mil quinientos. Soy un cantante mundialmente famoso; trabajo un mes al año en las Sands, además de mi programa en televisión. En realidad, actúo en cierto número de clubs de primera categoría, cuando no me agobia el trabajo.
—¡Caramba! —dijo Kathy—. Me gustaría haber oído hablar de ti; entonces podría estar impresionada.
Jason se echó a reír.
—¿He dicho alguna tontería? —preguntó Kathy tímidamente.
—No —dijo Jason—. ¿Qué edad tienes, Kathy?
—Diecinueve años. Casi veinte, puesto que los cumpliré en diciembre. ¿Qué edad me echabas?
—Alrededor de dieciséis —dijo Jason.
Kathy frunció la boca, en una especie de mueca.
—Eso es lo que dice todo el mundo —murmuró—. Se debe a que soy lisa como una tabla. Si tuviera una buena delantera, aparentaría veintiuno. ¿Qué edad tienes tú? —Dejó de componer y le miró atentamente—. Yo te doy unos cincuenta años.
Jason se enfureció. Y no supo disimularlo.
—Parece que he herido tus sentimientos —dijo Kathy.
—Tengo cuarenta y dos —replicó Jason secamente.
—Bueno, ¿cuál es la diferencia? Quiero decir que ambas edades...
—Vayamos al asunto —interrumpió Jason—. Dame papel y pluma y escribiré lo que necesito y lo que quiero que diga cada tarjeta acerca de mí. Quiero un buen trabajo.
—Te has enfadado —dijo Kathy—, porque te he dicho que aparentabas cincuenta años. Pero, mirándote bien, no aparentas muchos más de treinta.
Le tendió pluma y papel, sonriendo tímidamente Como pidiéndole perdón.
—Olvídalo —dijo Jason. Y le dio un golpecito en la espalda.
—Prefiero que la gente no me toque —dijo Kathy, apartándose de él.
Como una cierva en el bosque, pensó Jason. Curioso; teme que la toquen, aunque sea ligeramente, y, sin embargo, no teme falsificar documentos, un delito que podría costarle veinte años de cárcel. Tal vez nadie se ha molestado en decirle que es algo ilegal. Tal vez lo ignore.
Algo brillante y de vivos colores en la pared llamó su atención; se acercó a mirarlo. Un manuscrito medieval ilustrado, comprobó. Mejor dicho, una página de un manuscrito. Había leído acerca de ellos, pero hasta entonces no había tenido ocasión de ver ninguno.
—¿Tiene mucho valor esto? —preguntó.
—Si fuera auténtico —dijo Kathy— podría valer un centenar de dólares. Pero no lo es; lo copié hace unos años, cuando estaba en la escuela superior para jóvenes de la Aviación Norteamericana. Hice diez copias del original antes de quedar satisfecha. Me gusta la buena caligrafía; me gustaba ya cuando era niña. Tal vez porque mi padre se dedicaba a diseñar cubiertas de libros; ya sabes, las sobrecubiertas.
—¿Engañaría esto a un museo? —dijo Jason.
Kathy le miró fijamente, por unos instantes. Luego asintió con la cabeza.
—¿No lo descubrirían por el papel?
—Es pergamino, y de aquella época. Es el mismo sistema que se emplea para falsificar sellos antiguos; se coje un sello antiguo desprovisto de valor, se borra lo impreso y... —Kathy se interrumpió—. Estás ansioso porque empiece a trabajar en tus documentos de identidad —dijo.
—Sí —confirmó Jason.
Le entregó la hoja de papel en la cual había escrito los datos. La mayor parte de ellos se referían a tarjeta standard pol-nac, con huellas dactilares, fotografías y firmas ológrafas, y todo con fechas de caducidad muy próximas. Dentro de tres meses tendría que obtener una nueva serie de documentos falsificados.
—Dos mil dólares —dijo Kathy, estudiando la lista.
Jason sintió deseos de decir: ¿Por esa cantidad podré acostarme contigo también? Pero en voz alta dijo:
—¿Cuánto tendré que esperar? ¿Horas? ¿Días? Y, si son días, ¿dónde voy a...?
—Horas —dijo Kathy.
Jason se sintió inmensamente aliviado.
—Siéntate y hazme compañía —dijo Kathy, señalando un taburete de tres patas situado cerca de ella—. Puedes hablarme de tu carrera como personaje de la televisión. Debe ser fascinante, todos los cadáveres sobre los que tendrás que trepar para llegar a la cumbre. ¿O acaso llegaste ya a la cumbre?
—Sí —dijo Jason brevemente—. Pero eso de los cadáveres es un mito. Se triunfa a base de talento, y sólo de talento, no por lo que uno diga o haga a las personas que están por encima o por debajo de él. Y a base de trabajo; hay que trabajar duramente para llegar a firmar un contrato con la NBC o la CBS. Los que dirigen esas cadenas son expertos hombres de negocios. Especialmente los de A y R: Artistas y Repertorio. Ellos deciden a quién hay que contratar. Estoy hablando de discos. Hay que empezar por ahí para situarse a nivel nacional; desde luego, puede uno trabajar en un club hasta que...
—Aquí está tu permiso de conducir —dijo Kathy, entregándole cuidadosamente una pequeña tarjeta negra—. Ahora me ocuparé del certificado de tu situación militar. Eso es un poco más difícil, debido a las fotografías de frente y de perfil, pero puedo resolverlo.
Señaló una pantalla blanca, delante de la cual había un trípode con una cámara y un flash montado a su lado.
—Tienes todo el equipo —dijo Jason, mientras se situaba rígidamente contra la pantalla blanca; le habían tomado tantas fotografías durante su larga carrera que siempre sabía exactamente dónde debía situarse y qué expresión debía adoptar.
Pero, al parecer, esta vez había incurrido en algún error. Kathy le miró con una severa expresión en el rostro.
—Demasiada afectación —murmuró, medio para sí misma—. Estás expresando una especie de alegría artificial.
—Cosas de la publicidad —dijo Jason. —Estas no son fotografías publicitarias. Están destinadas a mantenerte lejos de un campo de trabajos forzados para el resto de tu vida. No sonrías.
Jason no sonrió.
—Bien —dijo Kathy. Sacó las fotografías de la cámara y las llevó cuidadosamente a su mesa de trabajo, agitándolas para que se secaran—. Esas malditas fotos tridimensionales que quieren en los documentos del servicio militar... Esa cámara me ha costado mil dólares, y sólo la necesito para este tipo de documento. —Miró a Jason—. Vas a pagarla tú.
—Sí —dijo Jason secamente. Ya se había dado cuenta de ello.
Kathy trabajó en silencio unos instantes y luego, volviéndose bruscamente hacia Jason, dijo:
—¿Quién eres realmente? Estás acostumbrado a posar; me he dado cuenta, lo he visto en esa sonrisa estereotipada y esos ojos brillantes.
—Ya te lo he dicho. Soy Jason Taverner. Un personaje de la televisión que presenta su programa todos los martes por la noche.
—No —dijo Kathy, agitando la cabeza—. Pero no es de mi incumbencia; lo siento, no debía habértelo preguntado. —Sin embargo, continuó mirándole, con una especie de exasperación—. Lo estás haciendo todo mal. Eres realmente una celebridad: posaste para tu fotografía de un modo reflejo. Pero no eres una celebridad. No hay nadie llamado Jason Taverner que tenga importancia, que sea alguien. ¿Qué eres, entonces? Un hombre al que fotografían continuamente y al que nadie ha visto nunca ni ha oído hablar nunca de él.
Jason dijo:
—Voy a tomármelo como se lo tomaría cualquier celebridad de la que nadie ha oído hablar nunca.
La muchacha le miró fijamente, y luego se echó a reír.
—Comprendo. Bueno, eso es original; realmente original. Tengo que recordarlo. —Volvió a dedicar su atención al documento que estaba falsificando—. En este negocio —dijo, absorta en lo que estaba haciendo—, no quiero llegar a conocer a las personas para las cuales hago tarjetas. Pero —alzó la mirada— me gustaría conocerte a ti. Eres tan raro... He visto un montón de tipos, centenares tal vez, pero ninguno como tú. ¿Sabes lo que pienso?
—Piensas que estoy loco —dijo Jason.
—Sí —asintió Kathy—. Clínicamente, legalmente, en cualquier caso. Eres un psicópata; tienes una doble personalidad. El señor Nadie y el señor Cadacual. ¿Cómo has sobrevivido hasta ahora?
Jason no respondió. No podía ser explicado.
—De acuerdo —dijo Kathy.
Uno a uno, experta y eficientemente, falsificó los documentos necesarios.
Eddy, el empleado del hotel, acechaba al otro lado de la pared, fumando un habano falsificado; no tenía nada que decir ni que hacer, pero merodeaba por allí por algún motivo. ¿Por qué no se larga de una vez?, pensó Jason. Me gustaría hablar con ella un poco más...
—Ven conmigo —dijo Kathy de pronto. Se deslizó de su taburete y señaló una puerta de madera situada a la derecha de su mesa de trabajo—. Necesito cinco firmas tuyas, cada una de ellas un poco distinta de las otras, de modo que no puedan ser superpuestas. Ahí es donde fallan muchos documentistas —sonrió mientras abría la puerta—: este es el nombre que nos damos a nosotros mismos. Cogen una sola firma y la aplican a todos los documentos. ¿Comprendes?
—Sí —dijo Jason, entrando tras ella en el mohoso y pequeño cuarto, parecido a un armario.
Kathy cerró la puerta, guardó silencio unos instantes y luego dijo:
—Eddy es un confidente de la policía.
Mirándola fijamente, Jason preguntó:
—¿Por qué?
—«¿Por qué?» ¿Por qué, qué? ¿Por qué es un confidente de la policía? Por dinero. Por el mismo motivo que lo soy yo.
—Maldita seas —dijo Jason. La agarró por la muñeca derecha y la atrajo hacia él; la muchacha hizo una mueca de dolor mientras los dedos de Jason apretaban—. Y estará ya...
—Eddy no ha hecho nada todavía —gruñó Kathy, tratando de liberar su muñeca—. Me haces daño... Mira, tranquilízate y te lo demostraré. ¿De acuerdo?
De mala gana, latiéndole desordenadamente el corazón a causa del miedo, Jason la soltó, Kathy encendió una pequeña y brillante luz y colocó tres documentos falsificados en el círculo de su resplandor.
—Un puntito púrpura en el margen de cada uno de ellos —dijo, señalando el casi invisible círculo de color—. Un microtransmisor, de modo que emitas un pitido cada cinco segundos al circular por ahí. Van detrás de las conspiraciones; quieren localizar a la gente con la que estás.
Jason dijo secamente:
—Yo no estoy con nadie.
—Pero ellos no lo saben. —Kathy se frotó la muñeca, frunciendo el ceño de un modo infantil—. Desde luego, las celebridades de la televisión tienen reacciones imprevistas...
—¿Por qué me lo has dicho? —preguntó Jason—. Después de haber hecho todas las falsificaciones, todo el...
—Quiero que escapes —dijo Kathy sencillamente.
—¿Por qué? —Jason seguía sin comprender.
—Porque, diablos, desprendes una especie de magnetismo; lo noté en cuanto entraste en el taller. Eres... —rebuscó la palabra— sexy. Incluso a tu edad.
—Mi presencia —dijo Jason.
—Sí —asintió Kathy—. Lo he visto antes en personajes públicos, desde lejos, pero nunca lo había tenido tan cerca como ahora. Puedo comprender por qué imaginas que eres un personaje de la televisión; tienes aspecto de serlo, en realidad.
Jason dijo:
—¿Cómo puedo escapar? ¿Vas a decírmelo? ¿O me costará un poco más de dinero?
—Dios, eres muy cínico.
Jason se echó a reír y volvió a sujetarla por la muñeca.
—Creo que no voy a reprochártelo —dijo Kathy, agitando la cabeza y convirtiendo su rostro en una especie de máscara—. Bueno, en primer lugar, puedes sobornar a Eddy. Otros quinientos dólares bastarán para ello. A mí no tienes que comprarme... si, y solamente si, y lo digo a conciencia, te quedas conmigo algún tiempo. Tienes... atractivo, como un buen perfume. Yo me siento atraída por ti, y nunca antes me ha ocurrido eso con hombres.
—¿Con mujeres, entonces? —dijo Jason acerbamente.
Kathy ignoró la pregunta.
—¿Lo harás? —dijo.
—Diablos —dijo Jason—, voy a marcharme ahora mismo.
Alargando la mano, abrió la puerta detrás de la muchacha, pasó junto a ella y salió al taller. Kathy le siguió rápidamente.
Entre las sombras confusas y vacías del abandonado restaurante Kathy le alcanzó; se enfrentó con él en la penumbra. Jadeando, dijo:
—Tienes ya un transmisor implantado.
—Lo dudo —respondió Jason.
—Es verdad. Eddy te lo implantó.
—Tonterías —dijo Jason, y se alejó de ella, dirigiéndose hacia la destartalada puerta principal del restaurante.
Persiguiéndole como un ágil herbívoro, Kathy jadeó:
—Pero supón que es verdad. Podría serlo. —Antes de llegar al semiderruído umbral, Kathy se interpuso entre Jason y la libertad; de pie allí, con las manos levantadas como para protegerse de un golpe físico, dijo rápidamente: quédate conmigo una noche. Acuéstate conmigo. ¿De acuerdo? Eso será suficiente, te lo prometo. ¿Te quedarás, sólo una noche?
Algo de mis habilidades, de las facultades que se me atribuyen, ha venido aquí conmigo, a este extraño lugar en el que ahora vivo, pensó Jason. Este lugar en el que no existo, salvo en unos documentos falsificados por una confidente de la policía. Aterrador, pensó, y se estremeció. Tarjetas con microtransmisores incrustados, para traicionarme a mí y a cualquiera que esté conmigo. No he ganado mucho viniendo aquí. Excepto que ella reconozca que tengo encanto. Y eso es lo único que se interpone entre un campo de trabajos forzados y yo.
—De acuerdo —dijo. Parecía ser la elección más juiciosa... con mucho.
—Ve a pagar a Eddy —dijo Kathy—. Arregla el asunto con él y se marchará de aquí.
—Me pregunto por qué continúa merodeando por estos alrededores —dijo Jason—. ¿Acaso huele más dinero?
—Supongo que sí —dijo Kathy.
—Tú haces esto continuamente —dijo Jason, mientras sacaba su dinero. POS: procedimiento operativo standard. Y él había caído en la trampa.
Kathy dijo alegremente:
—Eddy es psiónico.
IV
A dos manzanas de distancia, en lo alto de un edificio de madera despintada pero en otro tiempo blanca. Kathy tenía una habitación individual con una caja de calor en la cual podían prepararse comidas para una persona.
Jason miró a su alrededor. Una habitación femenina y juvenil: la cama —un catre, en realidad— tenía un cobertor hecho a mano, diminutas bolas verdes de fibras textiles insertadas pacientemente hilera tras hilera. Como un cementerio para soldados, pensó morbosamente mientras se movía de un lado a otro, sintiéndose oprimido por la pequeñez de la habitación.
Sobre una mesa de mimbre, un ejemplar de Recuerdo de Cosas Pasadas de Proust.
—¿Hasta dónde has llegado en la lectura? —preguntó a Kathy.
—Hasta Dentro de una Florida Enramada. —Kathy cerró con doble vuelta de llave la puerta detrás de ellos y puso en marcha algún tipo de aparato electrónico que Jason no identificó.
—No has llegado muy lejos —dijo Jason.
Despojándose de su chaqueta de plástico. Kathy preguntó:
—¿Hasta dónde has llegado tú? —colgó su chaqueta en un diminuto armario, y luego hizo lo mismo con la de Jason.
—No he leído la novela —dijo Jason—. Pero en mi programa dimos una versión dramática de una escena... no sé cual. Recibimos muchas cartas de elogio, pero no volvimos a intentarlo. Con esas cosas hay que ir con mucho cuidado, porque pueden estropear un programa para el resto del año.
Jason anduvo de un lado a otro del cuarto, curioseándolo todo, examinando un libro aquí, una cassette allí, una microrevista... Kathy tenía incluso un muñeco parlante. Como una niña, pensó; no es realmente una persona adulta.
Con curiosidad, puso en marcha el muñeco parlante. —Hola —declaró el muñeco—. Soy Risueño Charley, sintonizado concretamente a tu longitud de onda.
—Nadie llamado Risueño Charley está sintonizado a mi longitud de onda —dijo Jason. Fue a desconectarlo, pero el muñeco protestó—. Lo siento —añadió Jason—, pero voy a desconectarse, pequeño sodomita.
—¡Pero yo te quiero! —se quejó Risueño Charley, con una voz de hojalata.
Jason interrumpió su gesto, con el dedo sobre el botón de desconexión.
—Demuéstralo —dijo. En su programa había hecho anuncios de muñecos como este. Los odiaba cordialmente—. Dame algún dinero.
—Sé cómo puedes recobrar tu nombre, tu fama y tu programa —le informó Risueño Charley—. ¿Es suficiente, para empezar?
—Desde luego —dijo Jason.
Risueño Charley baló:
—Busca a tu amiguita.
—¿A quién te refieres? —inquirió Jason, poniéndose en guardia.
—A Heather Hart —respondió Risueño Charley.
—Difícil me lo pones —dijo Jason, apretando su lengua contra sus incisivos superiores. Asintió—. ¿Algún consejo más?
—He oído hablar de Heather Hart —dijo Kathy, mientras sacaba una botella de zumo de naranja de un pequeño refrigerador encajado en una de las paredes. En la botella solo quedaba una cuarta parte de su contenido; Kathy la agitó y vertió espumoso zumo de naranja sintético en dos vasos altos—. Es muy guapa. Y tiene una hermosa mata de cabellos rojos. ¿De veras es tu amiguita? ¿Dice Charley la verdad?
—Todo el mundo sabe que Risueño Charley dice siempre la verdad —declaró Jason.
—Sí, supongo que es cierto —Kathy añadió ginebra mala (Mountbatten's Privy Seal Finest) al zumo de naranja—. Aflojatornillos —dijo orgullosamente.
—No, gracias —dijo Jason—. A esta hora del día no bebo nada.
Ni siquiera whisky B&L embotellado en Escocia, pensó. Este maldito cuartucho... ¿No gana nada informando a la policía y falsificando documentos? ¿Es realmente una confidente de la policía, como dice ella?, se preguntó. Muy raro. Tal vez lo sea. Tal vez no.
—¡Pregúntamelo a mí! —dijo Risueño Charley con voz aguda—. Puedo ver que tienes algo en tu mente, caballerete. Eres un guapo bastardo, tú.
Jason ignoró el insulto.
—Esta muchacha... —empezó a decir, pero inmediatamente Kathy agarró a Risueño Charley y lo apartó de él, sujetándole fuertemente, con las aletas nasales palpitantes y los ojos llenos de indignación.
—No tienes que preguntarle nada a Risueño Charley acerca de mí —dijo, con una ceja enarcada. Como un ave silvestre, pensó Jason, realizando rebuscados movimientos para proteger su nido. Se echó a reír—. ¿Qué es lo que tiene gracia? —preguntó Kathy.
—Esos muñecos parlantes —dijo Jason— producen más molestias que utilidad. Tendrían que ser abolidos.
Se apartó de ella y curioseó en un montón de cartas colocadas sobre una mesita. Sin buscar nada en concreto examinó los sobres, notando vagamente que ninguna de las facturas había sido abierta.
—Son mías —dijo Kathy a la defensiva, contemplándole.
—Tienes muchas facturas —dijo Jason—, viviendo como vives en este tugurio. ¿Compras tus vestidos... o qué otra cosa, en Metter's? Muy interesante.
—Yo... tengo una talla poco corriente.
—Y zapatos Sax & Crombie —dijo Jason.
—En mi trabajo... —empezó Kathy, pero Jason la interrumpió con un gesto convulsivo de su mano.
—No me hables de eso —gruñó.
—Mira en mi armario. No verás muchas cosas allí. Nada fuera de lo normal, salvo que lo que tengo es bueno. Prefiero tener una pequeña cantidad de algo bueno... —se interrumpió—, ya sabes —añadió vagamente—, que un montón de chatarra.
—Tienes otro apartamento —dijo Jason.
Dio en el blanco: los ojos de Kathy parpadearon mientras pensaba cómo debía contestar aquella pregunta. Para Jason, fue suficiente.
—Vamos allí —dijo. Estaba harto de aquel cuartucho.
—No puedo llevarte allí —dijo Kathy—, porque lo comparto con otras dos chicas y sólo puedo disponer de él la tercera parte del tiempo...
—Es evidente que no tratas de impresionarme.
La situación divertía a Jason. Pero también le irritaba; se sentía nebulosamente degradado.
—Te hubiera llevado directamente allí si hoy fuera mi día —explicó Kathy—. Por eso he conservado esta pequeña habitación: para tener algún lugar donde ir cuando no es mi día. Mi día, el próximo, será el viernes. A partir del mediodía.
Su tono se había hecho ávido. Como si deseara muchísimo convencerle. Probablemente, pensó Jason, sea verdad. Pero todo el asunto le fastidiaba. Ella y toda su vida. Tenía la impresión de haber sido atrapado por alguien que le arrastraba a unas profundidades que nunca había conocido, ni siquiera en los primeros tiempos, malos tiempos, de su carrera. Y no le gustaba.
Su deseo de salir de allí se hizo irresistible. Era como un animal enjaulado.
—No me mires así —dijo Kathy, sorbiendo su aflojatornillos.
Para sí mismo, pero en voz alta, Jason dijo:
—Has abierto la puerta de la vida golpeándola con tu enorme y densa cabeza. Y ahora no puede cerrarse.
—¿De dónde es eso? —preguntó Kathy.
—De mi vida.
—Pero parece poesía.
—Si presenciaras mi programa —dijo Jason—, sabrías que emito chispazos como ese muy a menudo.
Observándole tranquilamente, Kathy dijo:
—Voy a ver si figuras realmente en los programas de la TV.
Soltó su aflojatornillos y rebuscó entre unos periódicos esparcidos debajo de la mesita de mimbre.
—Ni siquiera nací —dijo Jason—. Ya he comprobado eso.
—Y tu programa no figura en la lista —dijo Kathy, hojeando un periódico.
—Es cierto —dijo Jason—. De modo que ahora tienes todas las respuestas acerca de mí. —Dio unos golpecitos al bolsillo en el que había guardado sus documentos de identidad—. Incluyendo esas. Con sus microtransistores, suponiendo que eso sea verdad.
—Dame los documentos —dijo Kathy— y borraré los microtransmisores. Sólo tardaré unos segundos —extendió su mano.
Jason le entregó los documentos.
—¿No te importa que los elimine? —inquirió Kathy.
Cándidamente, Jason respondió:
—No, de veras que no. He perdido la capacidad de decir lo que es bueno o malo, cierto o falso. Si quieres eliminar los puntitos, hazlo. Haz lo que te plazca.
Unos instantes después Kathy le devolvió las tarjetas, sonriendo con su radiante sonrisa de dieciséis años.
Observando el resplandor juvenil de su rostro, Jason dijo:
—«Me siento tan viejo como aquel lejano olmo».
—Eso es de Finnegans Wake —dijo Kathy alegremente—. Cuando las viejas lavanderas emergen al anochecer en árboles y rocas.
—¿Has leído Finnegans Wake? —preguntó Jason, sorprendido.
—He visto la película. Cuatro veces. Me gusta Hazeltine; creo que es el mejor director viviente.
—Le tuve en mi programa —dijo Jason—. ¿Quieres saber lo que es en la vida real?
—No —dijo Kathy.
—Tal vez deberías saberlo.
—No —repitió Kathy, agitando la cabeza; su voz se había hecho más firme—. Y no trates de decírmelo... ¿de acuerdo? Yo creo lo que quiero creer, y tú crees lo que crees. ¿De acuerdo?
—Desde luego —dijo Jason.
Simpatizaba con la muchacha. La verdad, había reflexionado a menudo, era supervalorada como una virtud. En la mayoría de los casos, una mentira piadosa era mejor y más humana. Especialmente entre hombres y mujeres; de hecho, siempre que estaba involucrada una mujer.
Esta, desde luego, no era una mujer propiamente dicha, sino una muchacha. Y en consecuencia, decidió que la mentira piadosa era incluso más necesaria.
—Es un erudito y un artista —dijo Jason.
—¿De veras?
Kathy le miró con ojos llenos de esperanza.
—Sí —dijo él.
Kathy suspiró, aliviada.
—Entonces —dijo Jason—, crees que he conocido a Michael Hazeltine, el mejor director de cine viviente, como tú misma acabas de decir. De modo que crees que soy un seis...
Se interrumpió; no era aquello lo que se había propuesto decir.
—«Un seis» —repitió Kathy, frunciendo el ceño, como si tratara de recordar algo—. Leí un artículo acerca de ellos en Time. ¿No están todos muertos ahora? Creo que el gobierno los hizo perseguir y fusilar a todos, después de que su jefe... ¿cómo se llamaba?... Teagarden; sí, ese es su nombre: Willard Teagarden... intentó, ¿Cómo lo dirías tú?, acabar con los nacs federales. Intentó que la guardia nacional fuera disuelta como un ilegal parimutual...
—Paramilitar —dijo Jason.
—No te importa nada lo que estoy diciendo.
Sinceramente, Jason dijo:
—Desde luego que sí. —Esperó. La muchacha no continuó—. ¡Cristo! —estalló Jason—. Termina lo que estabas diciendo.
—Yo creo —dijo finalmente Kathy— que los sietes impidieron que la maniobra tuviera éxito.
Sietes, pensó Jason. Nunca había oído hablar de sietes. Nada podía haberle impresionado más. Después de todo, pensó, ha sido una suerte que haya dejado escapar este lapsus linguae. Ahora me he enterado de algo. Por fin. En medio de esta confusión y de la semirealidad.
Un pequeño trozo de la pared se deslizó a lado y un gato, negro y blanco Y muy joven, entró en la habitación. Inmediatamente, Kathy lo cogió en brazos, con el rostro resplandeciente.
—Filosofía de Dinman —dijo Jason—. El gato obligatorio. —Estaba familiarizado con el punto de vista; de hecho, había presentado a Dinman al auditorio de TV en uno de sus programas especiales.
—No, simplemente le tengo cariño —dijo Kathy con los ojos brillantes, mientras acercaba el gato a Jason para que lo viera mejor.
—Pero tú crees —dijo Jason, mientras acariciaba la cabecita del gato— que poseer un animal aumenta la facultad de proyectar la propia personalidad...
—No compliques las cosas —dijo Kathy, apretando el gato contra su cuello, como si fuera una niña de cinco anos con su primer animal. Su proyecto escolar: el conejillo de Indias comunal—. Este es Domenico —dijo.
—¿Por Domenico Scarlatti? —preguntó Jason.
—No, por la tienda de Domenico, al final de la calle; hemos pasado por delante de ella cuando veníamos aquí. Cuando estoy en el Apartamento Menor (esta habitación), hago allí las compras. ¿Es un músico Domenico Scarlatti? Creo que he oído hablar de él.
—El profesor de inglés de la escuela superior de Abraham Lincoln —dijo Jason.
—¡Oh! —asintió Kathy con aire ausente, meciendo al gato en sus brazos.
—Te estoy engañando —dijo Jason—, y es una ruindad. Lo siento.
Kathy le miró ávidamente mientras agarraba a su gatito.
—No me he dado cuenta —murmuró.
—Pues es una ruindad —dijo Jason.
—¿Por qué? —preguntó Kathy—. Yo no lo sabía. Eso significa que soy tonta, ¿no es cierto?
—No eres tonta —dijo Jason—. Sólo inexperta. —calculó, por encima, su diferencia de edad—. He vivido dos veces más que tú —añadió—. Y he estado en condiciones, en los últimos años, de codearme con algunas de las personas más famosas de la tierra. Y...
—Y —dijo Kathy— eres un seis.
Ella no había olvidado el desliz de Jason. Desde luego que no. Jason podía decirle un millón de cosas, y todas serían olvidadas diez minutos más tarde, excepto el único desliz verdadero. Bueno, así funcionaba el mundo. Jason se había acostumbrado a ello en su momento; aquello formaba parte de su experiencia, y no de la de ella.
—¿Qué significa Domenico para ti? —dijo Jason, cambiando de tema. Bruscamente se dio cuenta de ello, pero siguió adelante—. ¿Qué obtienes de él que no obtenidas de los seres humanos?
Kathy frunció el ceño, con aire pensativo.
—Domenico está siempre ocupado. Siempre tiene algún proyecto en marcha. Como perseguir a un bicho. Es muy bueno con las moscas; ha aprendido a comérselas sin que se escapen —sonrió agradablemente—. Y no tengo que interrogarme a mí misma acerca de él. ¿Debería entregarle al señor McNulty? El señor McNulty es mi contacto pol. Le entrego los receptores análogos para los microtransmisores, las marcas que te he enseñado...
—Y él te paga.
Kathy asintió.
—Y, sin embargo, vives así.
— Yo... —Kathy buscó la respuesta adecuada—. No tengo muchos clientes.
—Tonterías. Eres buena; te he visto trabajar. Eres experta.
—Un talento natural.
—Pero un talento adiestrado.
—De acuerdo; todo va a parar al otro apartamento. Mi Apartamento Mayor —apretó los dientes: no le gustaba que la acosaran.
—No —Jason no creyó aquello.
Kathy dijo, tras una breve pausa:
—Mi marido está vivo— Se encuentra en un campo de trabajos forzados en Alaska. Trato de comprar su libertad proporcionándole información al señor McNulty. Dentro de un año —se encogió de hombros, su expresión muy seria ahora, introvertido—, dice que Jack puede salir.
Y regresar aquí.
De modo que envías a otras personas a los campos, pensó Jason, para que tu marido salga. Suena como un típico trato policíaco. Probablemente será verdad.
—Es un trato terrible para la policía —dijo Jason—. Sueltan a un hombre y capturan... ¿cuántos dirías que has puesto en sus manos? ¿Docenas? ¿Centenares?
Kathy meditó unos instantes y terminó diciendo:
—Tal vez ciento cincuenta.
Es una maldad —dijo Jason.
—¿De veras? —Kathy le miró nerviosamente, apretando a Domenico contra su plano pecho. Luego, paulatinamente, se enfureció; lo reveló en su rostro y en su modo de aplastar el gato contra su caja toráxica—. No es cierto —dijo con rabia, agitando la cabeza—. Yo quiero a Jack y él me quiere a mí. Me escribe continuamente.
Cruelmente, Jason dijo:
—Cartas falsificadas. Por algún funcionario pol. —Las lágrimas brotaron de los ojos de Kathy en asombrosa cantidad; enturbiaron su visión.
—¿Lo crees de veras? A veces también yo pienso que son una falsificación. ¿Quieres verlas? ¿Podrías saberlo?
—Probablemente no están falsificadas. Es más barato Y más sencillo mantenerle con vida y dejarle escribir sus propias cartas.
Confió en que aquello la haría sentirse mejor, y evidentemente así fue; sus lágrimas dejaron de fluir.
—No había pensado en eso —dijo Kathy, asintiendo pero sin sonreír; miraba a lo lejos, pensativamente, meciendo al gatito blanco y negro.
—Si tu marido está vivo —dijo Jason, con cautela esta vez—, ¿crees que haces bien en acostarte con otros hombres como yo?
—Oh, desde luego. Jack nunca puso inconvenientes. Ni siquiera antes de que le detuvieran. Y estoy segura de que ahora no los pondría. En realidad, me escribió acerca de eso. Déjame pensar... fue hace unos seis meses. Creo que podría encontrar la carta; las tengo todas en microfilm. En el taller.
—¿Por qué?
Kathy dijo:
—A veces se las proyecto a los clientes. Para que más tarde comprendan por qué hice lo que hice.
En aquel punto, Jason no sabía francamente qué emoción le inspiraba la muchacha, ni qué era lo que debería sentir. A través de los años, ella se había involucrado paulatinamente en una situación de la cual ahora no podía evadirse por sí misma. Y Jason no veía ninguna salida para ella; había llegado demasiado lejos. La fórmula había arraigado. Las semillas del mal habían crecido.
—No puedes borrar el pasado —dijo Jason, sabiéndolo, y sabiendo que ella lo sabía—. Escucha —dijo con voz amable. Apoyó una mano en el hombro de Kathy pero, como antes, ella se apartó inmediatamente—. Diles que quieres que Jack vuelva en seguida, y que no vas a entregar a nadie más.
—¿Le soltarían, si dijera eso? —Inténtalo.
Desde luego, no haría ningún daño. Pero... Jason podía imaginar al señor McNulty mirando a la muchacha. Kathy no podría enfrentarse nunca con él; los McNulty del mundo no se enfrentan con nadie. Excepto cuando algo no funciona como es debido.
—¿Sabes lo que eres? —dijo Kathy—. Una persona muy buena. ¿Comprendes eso?
Jason se encogió de hombros. Como la mayoría de las verdades, era una cuestión de opinión. Tal vez lo fuera. En esta situación, al menos. Y no en otras. Pero Kathy lo ignoraba.
—Siéntate —dijo—. Acaricia a tu gato, bebe tu desatornillador. No pienses en nada; limítate a ser. ¿Puedes hacerlo? ¿Vaciar tu mente por unos instantes? Inténtalo. —Le acercó una silla, y ella se sentó obedientemente.
—Lo hago siempre —dijo Kathy en tono inexpresivo.
—Pero no lo hagas negativamente —dijo Jason—. Hazlo positivamente.
—¿Cómo? ¿Qué quieres decir?
—Hazlo para un verdadero propósito, no sólo para evitar el enfrentarte con verdades desdichadas. Hazlo porque amas a tu marido y quieres que vuelva. Porque quieres que todo sea como era antes.
—Sí —asintió Kathy—. Pero ahora te he conocido a ti.
—¿Lo cual significa...? —inquirió Jason cautelosamente. La respuesta de Kathy le intrigó.
Ella dijo:
—Eres más magnético que Jack. El es magnético, pero tú lo eres más, mucho más. Tal vez después de conocerte no podría volver a amar realmente a Jack. ¿O crees que se puede amar igualmente a dos personas, aunque de un modo distinto? Mi grupo de terapia dice que no, que tengo que elegir. Dicen que ese es uno de los aspectos básicos de la vida. Verás, esto ha ocurrido antes; aunque ninguno de ellos tan magnético como tú. Ahora, he conocido a varios hombres más magnéticos que Jack... realmente, no sé qué hacer. Es muy difícil decidir tales cosas debido a que no hay nadie con quien se pueda hablar de ellas: nadie comprende. Hay que resolverlo por uno mismo, y a veces uno elige mal. Por ejemplo, ¿qué pasaría si yo te eligiera a ti por encima de Jack, y luego volviera Jack y a mí no me importara un comino? ¿Cómo se sentiría él? Eso es importante, pero también es importante cómo me sentiría yo. Si a mí me gustas tú o alguien como tú más que Jack, tengo que obrar en consecuencia, tal como dice nuestro grupo de terapia. ¿Sabes que estuve en una clínica psiquiátrica durante ocho semanas? La Morningside Mental Hygiene Relations, de Atherton. Sus parientes pagaron por ello. Costó una fortuna, ya que por algún motivo que ignoro no teníamos derecho a ninguna ayuda municipal ni federal. De todos modos, aprendí muchas cosas acerca de, mí misma, e hice muchos amigos allí. La mayoría de las personas a las que realmente conozco las encontré en Morningside. Desde luego, en el momento de conocerlas tuve la ilusión de que eran personas famosas como Mickey Quinn y Arlene Howe. Ya sabes... celebridades. Como tú.
—Conozco a Quinn y a Howe, y no te has perdido nada —dijo Jason.
Observándole fijamente, Kathy dijo:
—Tal vez no seas una celebridad; tal vez he vuelto a recaer en mi período ilusorio. Dijeron que probablemente ocurriría, tarde o temprano. Tal vez ahora es tarde.
—Eso —declaró Jason— me convertiría en una alucinación tuya. Sigue intentándolo; no me siento completamente real.
Kathy se echó a reír. Pero su humor continuó sombrío.
—¿No sería raro que te creara, como acabas de decir? ¿Que si yo me recobrara del todo tú desaparecieras?
—Yo no desaparecería. Pero dejaría de ser una celebridad.
—Ya lo has hecho —Kathy irguió la cabeza y sostuvo la mirada de Jason—. Tal vez sea eso. El motivo de que tú seas una celebridad de la que nadie ha oído hablar. Yo te he creado, eres un producto de mi mente ilusoria, y ahora me estoy curando de nuevo.
—Una visión solipsística del universo...
—No digas eso. Sabes que no tengo la menor idea de lo que significan palabras como esa. ¿Qué clase de persona crees que soy? No soy famosa y poderosa como tú; no soy más que una persona que realiza un trabajo terrible, espantoso, que lleva a mucha gente a la cárcel, porque amo a Jack más que a todo el resto de la humanidad. Escucha —su tono se hizo firme y crispado—: Lo único que me devolvió la cordura fue el hecho de que amaba a Jack más que a Mickey Quinn. Verás, yo creía que aquel muchacho llamado David era en realidad Mickey Quinn, y que era un gran secreto que Mickey Quinn había perdido el juicio y había ingresado en aquella clínica mental para curarse, y se suponía que nadie lo sabía porque la noticia hubiera arruinado su imagen. De modo que estaba allí con el falso nombre de David. Pero yo lo sabía. Mejor dicho, creía saberlo. Y el doctor Scott dijo que yo tenía que elegir entre Jack y David, o Jack y Mickey Quinn, como yo creía que era. Y elegí a Jack. Y así salí del laberinto. Tal vez —agitó una mano, con la barbilla temblorosa—, tal vez ahora puedas comprender por qué tengo que creer que Jack es más importante que todo y que todos los demás. ¿Comprendes?
Jason comprendió. Asintió.
—Ni siquiera hombres como tú —dijo Kathy—, que son más magnéticos que él, ni siquiera tú puede apartarme de Jack.
—No deseo hacerlo. —Parecía una buena idea dejar eso bien sentado.
—Sí... lo deseas. En algún nivel, lo deseas. Es una especie de desafío.
—Para mí —dijo Jason— sólo eres una chiquilla en una pequeña habitación de un pequeño edificio. Para mí el mundo entero es mío, y toda la gente que hay en él.
—No dirías lo mismo si estuvieras en un campo de trabajos forzados.
Jason tuvo que asentir también a aquello. Kathy tenía la fastidiosa costumbre de encasquillar las armas de la retórica.
—Ahora comprendes un poco, ¿no es cierto? —dijo Kathy—. Acerca de Jack y de mí y del porqué puedo acostarme contigo sin engañar a Jack... Me acosté con David cuando estábamos en Morningside, pero Jack lo comprendió; sabía que yo tenía que hacerlo. ¿Lo hubieras comprendido tú?
—Si fueras una psicópata...
—No, no a causa de eso. Sino porque mi destino era el de acostarme con Mickey Quinn. Tenía que hacerlo; estaba cumpliendo mi papel cósmico. ¿Comprendes?
—De acuerdo —dijo Jason amablemente.
—Creo que estoy borracha —Kathy examinó su aflojatornillos—. Tienes razón; es demasiado temprano para beber uno de estos. —Dejó el vaso medio vacío—. Jack comprendía. O al menos decía que comprendía. ¿Acaso mentía? ¿A fin de no perderme? Porque si hubiese tenido que escoger entre él y Mickey Quinn... —hizo una pausa— pero escogí a Jack. Lo haría siempre. Sin embargo, tuve que acostarme con David. Con Mickey Quinn, quiero decir.
Me he mezclado con un ser complicado, raro y desequilibrado, se dijo Jason Taverner a sí mismo. Tan malo como —peor que— Heather Hart. Tan malo como no he encontrado aún en cuarenta y dos años. Pero, ¿cómo apartarme de ella sin que el señor McNulty se entere de todo? Cristo, pensó con desaliento. Es posible que juegue conmigo hasta que se aburra, y entonces llame a los pols. Y ese será el final de mi aventura.
—¿Creerías —dijo en voz alta— que en cuatro décadas más yo podría haber aprendido la respuesta a esto?
—¿Para mí? —dijo Kathy. Agudamente.
Jason asintió.
—Crees que después de haberte acostado conmigo te denunciaré.
Jason no había llegado hasta aquel extremo precisamente. Pero la idea general estaba allí. De modo que, cuidadosamente, dijo:
—Creo que a tu manera ingenua, inocente, juvenil, has aprendido a utilizar a la gente. Lo cual pienso que es muy malo. Y, una vez has empezado, no puedes detenerte. Ni siquiera sabes que lo estás haciendo.
—Nunca te denunciaría. Te amo.
—Apenas hace cinco horas que me conoces.
—Pero siempre puedo decirlo—. Su tono, su expresión, eran firmes. Y profundamente solemnes.
—¡Ni siquiera estás segura de quién soy!
—Nunca estoy segura de quién es cualquiera —dijo Kathy.
Eso, evidentemente, era cierto. En consecuencia, Jason cambió de táctica.
—Mira. Tú eres una rara combinación de romanticismo ingenuo y... —Hizo una pausa; la palabra «traidora» acudió a su mente, pero la descartó con rapidez— y de manipulación sutil y calculadora.
Eres, pensó, una prostituta de la mente. Y es tu mente la que se está prostituyendo a sí misma, antes y más allá que la de cualquier otro. Aunque tú no lo reconocerías nunca. Y, si lo hicieras, dirías que te habías visto obligada a ello. Sí; obligada a ello, pero, ¿por quién? ¿Por Jack? ¿Por David? Por ti misma, pensó. Por desear a dos hombres al mismo tiempo... y obtenerlos a los dos.
Pobre Jack, pensó. Pobre desgraciado. Sudando sangre en el campo de trabajos forzados de Alaska, esperando que esta criatura deliberadamente retorcida le salve.
Aquella noche, sin convicción, Jason cenó con Kathy en un restaurante tipo italiano situado a una manzana de distancia del pequeño apartamento. Kathy parecía conocer de un modo confuso al propietario y a los camareros; en cualquier caso, la saludaron con cierta cordialidad, y Kathy respondió a su saludo con aire ausente, como si sólo les oyera a medias. O, pensó Jason, como si sólo a medias tuviera conciencia del lugar en el que se encontraba.
Chiquilla, pensó Jason, ¿dónde está el resto de tu mente?
—La lasagna es muy buena —dijo Kathy, sin mirar la carta.
Ahora parecía encontrarse a una gran distancia. Alejándose más y más. Jason intuyó que se acercaba una crisis. Pero no conocía a Kathy lo suficiente como para saber qué forma adoptaría. Y la perspectiva no le gustó.
—Cuando te da el ataque —dijo bruscamente, tratando de pillarla desprevenida—, ¿qué es lo que haces?
—¡Oh! —dijo Kathy, en tono inexpresivo—. Me dejo caer al suelo y grito. O la emprendo a puntapiés con cualquiera que trate de detenerme.
—¿Tienes la sensación de que vas a hacerlo ahora?
Kathy alzó la mirada.
—Sí —dijo. Jason vio que su rostro se había convertido en una máscara, a la vez crispada y agónica. Pero los ojos permanecían completamente secos. Esta vez no habría lágrimas—. He dejado de medicarme. Se suponía que debía tomar veinte miligramos de Actozine per diem.
—¿Por qué no los has tomado? —Nunca lo hacían; Jason se había encontrado con aquella anomalía varias veces.
—Embota mi cerebro —respondió Kathy, tocándose la nariz con el dedo índice, como involucrada en un complejo ritual que debía realizarse con absoluta corrección.
—Pero si...
Kathy le interrumpió bruscamente.
—Ellos no pueden jugar con mi cerebro. No permitiré que ningún MF me controle. ¿Sabes lo que es un MF?
—Acabas de decirlo. —Jason habló tranquila y lentamente, con toda su atención concentrada en Kathy... como tratando de dominarla con la firmeza de su mirada y evitar que su mente se extraviase.
Llegó la comida. Era horrible.
—¿No es esto maravillosa y auténticamente italiano? —dijo Kathy, enrollando hábilmente los spaghetti en su tenedor.
Sí —mintió Jason.
—Piensas que va a darme el ataque. Y no quieres verte involucrado en ello.
—Es cierto —dijo Jason.
—Entonces, márchate.
—Yo... —Jason vaciló—. Me gustaría. Y quiero estar seguro de que no te ocurre nada.
Una mentira piadosa, del tipo que él aprobaba. Le parecía mejor que decir; «Porque si salgo de aquí tardarás menos de veinte segundos en telefonear al señor McNulty». Lo cual, de hecho, era lo que él creía que haría.
—No me pasará nada. Me llevarán a casa. Señaló vagamente el restaurante en torno a ellos, los clientes, los camareros, el cajero. El cocinero chorreando sudor en la recalentada y mal ventilada cocina. El borracho en el mostrador, jugueteando con su vaso de cerveza Olympia.
Jason, cuidadosamente calculador, razonablemente seguro de que estaba haciendo lo correcto, dijo:
—No asumes ninguna responsabilidad.
—¿Por quién? No asumo ninguna responsabilidad por tu vida, si es eso lo que quieres decir. Eso es tarea tuya. No me cargues con ella.
—Responsabilidad —dijo Jason— por las consecuencias de tus actos con respecto a otros. Moral y éticamente, vas a la deriva. Atacando aquí y allá, y sumergiéndote de nuevo. Como si nada hubiese ocurrido.
Irguiendo la cabeza, Kathy se encaró con él y dijo:
—¿Te he perjudicado en algo? Te he salvado de los polis; eso es lo que he hecho por ti. ¿Ha sido un error? ¿Lo ha sido? Su voz aumentó de volumen; miró a Jason fijamente, sin parpadear, sosteniendo aún su tenedor lleno de spaghetti.
Jason suspiró. La cosa no tenía remedio.
—No —dijo—, fue un error. Gracias. Lo aprecio en lo que vale.
Y, mientras pronunciaba aquellas palabras, sintió un impulso de odio hacia ella. Por meterle en aquel lío. Una mocosa de diecinueve años, absolutamente vulgar, liando a un seis adulto como él... La cosa era tan improbable que parecía absurda; a un nivel determinado, Jason se sentía impulsado a reír. Pero no a los demás niveles.
—¿Estás respondiendo a mi calor? —inquirió Kathy.
—Sí.
—Sientes que mi amor te alcanza, ¿no es cierto? Escucha. Casi puede oírse —Kathy escuchó intensamente—. Mi amor está creciendo, y es una tierna enredadera.
Jason hizo una seña al camarero.
—¿Qué tienen aquí? —le preguntó bruscamente—. ¿Sólo cerveza y vino?
—Y hierba señor. Acapulco Gold de la mejor calidad. Y Hash de primera clase.
—Pero ningún licor fuerte.
—No, señor.
Despidió al camarero con un gesto.
—Le has tratado como a un criado —dijo Kathy.
—Sí —asintió Jason, y gruñó en voz alta. Cerró los ojos y se frotó el puente de la nariz. Ahora podía irse todo al diablo después de todo había logrado, inflamar la ira de Kathy—. Es un camarero asqueroso —dijo—, y este es un restaurante asqueroso. Vámonos de aquí.
Kathy dijo amargamente:
—De modo que eso es lo que significa ser una celebridad. Comprendo —Soltó silenciosamente su tenedor.
—¿Qué es lo que crees comprender? —dijo Jason, renunciando definitivamente a su papel conciliador. Se puso en pie y alargó la mano hacia su chaqueta—. Me marcho —dijo. Y se puso la chaqueta.
—¡Oh, Dios! —exclamó Kathy, cerrando los ojos, con el rostro desencajado—. ¡Oh, Dios! No. ¿Qué has hecho? ¿Sabes lo que has hecho? ¿Te das cuenta?
Y entonces, con los ojos cerrados y los puños apretados, inclinó la cabeza y empezó a gritar. Jason no había oído nunca unos gritos como aquellos, y quedó paralizado mientras el sonido —y la vista del desencajado rostro de Kathy— penetraba en él, ofuscándole. Son gritos psicópatas, se dijo a sí mismo. Procedentes del inconsciente racial. No de una persona, sino de un nivel más profundo; de un ente colectivo.
El saberlo no resolvía nada.
El propietario y dos camareros se precipitaron hacia ellos, sin soltar las cartas que tenían en la mano; Jason vio y anotó detalles, extrañamente; parecía como si los gritos de Kathy lo hubieran inmovilizado todo: clientes con los tenedores levantados, bajando las cucharas, masticando... todo parado, mientras resonaba el terrible y odioso sonido.
Y Kathy estaba pronunciando palabras. Palabras, crudas, breves y destructoras que desgarraban a todo el mundo en el restaurante, incluyéndole a él. Especialmente a él.
El propietario, con su bigote, hizo una seña a los dos camareros, que levantaron a Kathy de su silla, la sujetaron por los hombros y luego, obedeciendo a otra seña del propietario, la arrastraron a través del restaurante y la sacaron a la calle.
Jason pagó la cuenta y salió apresuradamente detrás de ellos.
En la entrada, sin embargo, el propietario le detuvo. Le sujetó por el brazo.
—Trescientos dólares —dijo el propietario.
—¿Por qué? —inquirió Jason—. ¿Por sacarla a la calle?
—Por no llamar a los pols.
Jason pagó.
Los camareros habían dejado a Kathy en el suelo junto a la esquina. Ahora, Kathy estaba sentada en silencio, con los dedos apretados contra sus ojos, meciéndose hacia delante y hacia atrás, formando imágenes sin sonido con la boca. Los camareros la contemplaron por unos instantes, al parecer tratando de asegurarse de que no provocaría más problemas, y luego, tomada su decisión, regresaron corriendo al restaurante. Dejando a Jason y a Kathy en la acera, debajo del letrero de neón rojo y blanco, juntos.
Arrodillándose junto a ella, Jason apoyó una mano en su hombro. Esta vez, Kathy no rehuyó el contacto.
—Lo siento —dijo Jason. Y era sincero—. Por haberte provocado.
Creí que fanfarroneabas, se dijo a sí mismo, y no era cierto. De acuerdo, tú ganas. Me rindo. A partir de ahora haré lo que tú quieras. Di lo que deseas. Pero que sea breve, por el amor de Dios. Déjame salir de esto tan rápidamente como te sea posible.
Intuyó que no sería pronto.
V
Juntos, cogidos de la mano, echaron a andar a lo largo de la acera nocturna, más allá de los rivalizantes, centelleantes, parpadeantes, desbordantes charcos de color creados por los girantes, palpitantes, oscilantes letreros luminosos. Este tipo de vecindad no le gustaba a Jason; lo había visto un millón de veces, duplicado a lo largo de la faz de la tierra. Había huido de una vecindad como esta muy temprano en su vida, para utilizar su cualidad de seis como un método de fuga. Y ahora había vuelto a ella.
No tenía nada contra la gente; la veía como atrapada aquí, obligada a quedarse sin que pudiera culpársela de nada. La gente no había inventado esto; a la gente no le gustaba esto; lo soportaban, como él no había tenido que soportar. De hecho, Jason se sentía culpable, viendo sus rostros crispados, sus bocas contraídas. Bocas amargas, desdichadas.
—Sí —dijo finalmente Kathy—, creo que me estoy enamorando realmente de ti. Pero es culpa tuya; es ese poderoso campo magnético que irradias. ¿Sabias que puedo verlo?
—¿De veras? —dijo Jason maquinalmente.
—Es de terciopelo púrpura —dijo Kathy, agarrando la mano de Jason con sus dedos asombrosamente fuertes—. Muy intenso. ¿Puedes ver el mío? ¿Mi aura magnética?
—No —dijo Jason.
—Me sorprende. Te había creído capaz de verla.
Kathy parecía tranquila, ahora; el explosivo episodio aullante había quedado atrás, dejando una relativa estabilidad. Una estructura de personalidad casi pseudoepileptoide, conjeturó Jason. Algo que opera día tras día hasta que...
—Mi aura —continuó Kathy, irrumpiendo en sus pensamientos— es de color rojo brillante. El color de la pasión.
—Me alegro por ti —dijo Jason.
Deteniéndose, Kathy se volvió para observar el rostro de Jason. Para descifrar su expresión. Jason confió en que sería adecuadamente inocua.
—¿Estás enfadado porque perdí la calma? —inquirió Kathy.
—No —dijo Jason.
—Pareces enfadado. Yo creo que estás enfadado. Bueno, supongo que sólo Jack comprende. Y Mickey.
—Mickey Quinn —dijo Jason reflexivamente.
—¿No es una persona notable? —preguntó Kathy.
—Desde luego.
Jason podía haberle contado muchas cosas, pero no hubiera servido de nada. En realidad, Kathy no quería saberlas.
¿Qué más crees, chiquilla? se preguntó Jason. Por ejemplo: ¿qué crees saber acerca de mí? ¿Lo mismo que de Mickey Quinn y Arlene Howe y todo el resto de ellos que, para ti, no tienen una existencia real? Piensa lo que podría decirte si, por un momento, fueras capaz de escuchar. Pero tú no puedes escuchar. Te asustaría lo que podrías oír. Y, en cualquier caso, ya lo sabes todo.
—¿Qué sensación produce haberse acostado con tantas personas famosas? —preguntó.
Kathy se paró en seco.
—¿Crees que me he acostado con ellos porque eran famosos? ¿Crees que soy una JC, una jodedora de celebridades? ¿Es esa tu verdadera opinión acerca de mí?
Como papel cazamoscas, pensó Jason. Le atrapaba con cada palabra que él pronunciaba. No podía ganar.
—Creo —dijo Jason— que tu vida ha sido muy interesante. Eres una persona interesante.
—E importante —añadió Kathy.
—Sí —dijo Jason—. Importante también. En algunos aspectos, la persona más importante que nunca he conocido. Es una experiencia emocionante.
—¿Lo dices de veras?
—Sí —respondió Jason enfáticamente.
Y, en cierto sentido, era verdad. Nadie, ni siquiera Heather, le había atado nunca de un modo tan absoluto. No podía soportar lo que descubría que le estaba ocurriendo, y no podía eludirlo. Tenía la impresión de encontrarse ante un semáforo con las luces roja, verde y ámbar encendidas al mismo tiempo: no era posible ninguna respuesta racional. Y ello era debido a la irracionalidad de Kathy. El terrible poder, pensó, de lo ilógico. De los arquetipos. Operando desde las pavorosas profundidades del inconsciente colectivo que les unía a ella y a él... y a todos los demás. Atados con un lazo que no podría ser deshecho mientras vivieran.
No era de extrañar, pensó, que algunas personas, muchas personas, anhelaran la muerte.
—¿Quiere que vayamos a ver una película del Capitán Kirk? —preguntó Kathy.
—Me da igual —dijo Jason.
—Proyectan una muy buena en el Cinema Doce. La acción transcurre en un planeta del Sistema Betelgeuse, muy parecido al Planeta de Tarberg... ya sabes, en el Sistema Próxima. Sólo que en este caso está habitado por esbirros de un invisible...
—La he visto —dijo Jason.
En realidad, hacía un año habían tenido a Jeff Pomeroy, que interpretaba el papel de Capitán Kirk en la película, en su programa; incluso habían proyectado una breve escena: la habitual exigencia publicitaria del estudio de Pomeroy. Entonces no le había gustado, y dudaba que le gustase ahora. Y detestaba a Jeff Pomeroy, dentro y fuera de la pantalla. Y eso, respecto a él, decidía la cuestión.
—¿No era buena? —preguntó Kathy.
—En mi opinión —dijo Jason—, Jeff Pomeroy es la persona más estúpida del mundo. El y los que son como él. Sus imitadores.
—Estuvo en Morningside una temporada —dijo Kathy—. Yo no llegué a tratarle, pero estuvo allí.
—Puedo creerlo —dijo Jason, creyéndolo a medias. —¿Sabes lo que dijo en cierta ocasión?
—Conociéndole —empezó Jason—, imagino que...
—Dijo que yo era la persona más dócil que había conocido. ¿No es interesante? Y él me había visto en uno de mis estados místicos, ya sabes, cuando me tiro al suelo y grito, y, sin embargo, dijo eso. Creo que una persona muy receptiva; lo creo de veras. ¿No opinas igual?
—Sí —dijo Jason.
—Entonces, ¿regresamos a mi habitación? —preguntó Kathy—. ¿A fornicar como monos?
Jason gruñó con incredulidad. ¿Había dicho realmente aquello su acompañante? Volviéndose, trató de escrutar su rostro, pero habían llegado a un espacio oscuro entre dos letreros; no pudo ver nada. Jesús, se dijo a sí mismo, tengo que salirme de esto. ¡Tengo que encontrar el camino de regreso a mi propio mundo!
—¿Te molesta mi sinceridad? —preguntó Kathy.
—No —respondió Jason con el ceño fruncido—. Para ser una celebridad hay que ser capaz de aceptarlo todo. —Incluso aquello, pensó—. Todos los tipos de sinceridad —dijo—. Y especialmente la tuya.
—¿De qué tipo es la mía? —preguntó Kathy.
—Sinceridad sincera —dijo Jason.
—Entonces, me comprendes —dijo Kathy.
—Sí asintió Jason—. Te comprendo.
—¿Y no me tienes en un mal concepto? ¿No me consideras una persona insignificante que tendría que estar muerta?
—No —dijo Jason—, tú eres una persona muy importante. Y muy sincera también. Uno de los individuos más sinceros y más rectos que he conocido. De veras: juro por Dios que es verdad.
Kathy le dio un golpecito amistoso en el brazo.
—No apresuremos las cosas —dijo—. Dejemos que todo llegue por sus pasos contados.
—Todo llegará por sus pasos contados —le aseguró Jason—. De veras.
—Muy bien —dijo Kathy con tono complacido. Evidentemente, Jason la había tranquilizado; se sentía segura de él. Y de eso dependía la vida de Jason... Aunque, ¿dependía realmente de eso? ¿No estaba capitulando ante el razonamiento patológico de Kathy? En aquel momento no podía saberlo.
—Escucha —dijo, vacilando—. Voy a decirte algo, y quiero que me escuches con mucha atención. Tú perteneces a una prisión para locos peligrosos.
Extrañamente, pavorosamente, Kathy no reaccionó; no dijo nada.
—Y —continuó Jason— voy a alejarme de ti todo lo que pueda. —Soltó su mano de la de Kathy, dio media vuelta y echó a andar en dirección contraria. Ignorando a Kathy. Perdiéndose entre las personas vulgares que andaban en ambas direcciones a lo largo de las aceras iluminadas por las luces de neón en aquella desagradable parte de la ciudad.
La he perdido, pensó, y al hacerlo he perdido probablemente mi condenada vida.
¿Y ahora qué? Se detuvo y miró a su alrededor. ¿Llevo un microtransmisor, como dijo ella?, se preguntó. ¿Me estoy entregando a mí mismo con cada paso que doy?
Risueño Charley, pensó, me dijo que buscara a Heather Hart. Y como todo el mundo sabe en el país de la TV, Risueño Charley nunca se equivoca.
Pero, ¿viviré lo suficiente, se preguntó a sí mismo, para alcanzar a Heather Hart? Y si la alcanzo y me ocurre algo, ¿no me habré limitado a hacer que se sienta responsable de mi muerte? Y, pensó, si Al Bliss no me conocía. Y Bill Wolfer no me conocía, ¿por qué tendría que conocerme Heather? Pero Heather, pensó, es una seis, como yo. La única otra seis que conozco. Tal vez en eso estribe la diferencia. Si es que existe alguna diferencia.
Encontró una cabina telefónica pública, entró, cerró la puerta contra el ruido del tráfico y dejó caer una moneda de oro en la ranura.
Heather Hart tenía varios números de teléfono que no figuraban en el listín. Algunos para negocios, algunos para amigos personales, y uno para —sin tapujos— amantes. Jason, desde luego, conocía aquel número, habiendo sido para Heather lo que había sido y confiaba en ser todavía.
La pantalla se iluminó.
—Hola —dijo Jason.
Frunciendo los ojos para concentrar su visión, Heather dijo:
—¿Quién diablos es usted?
Sus ojos verdes relampaguearon. Su cabello rojo pareció despedir chispas.
—Jason.
—No conozco a nadie llamado Jason. ¿Cómo ha conseguido este número? —Su tono era preocupado, pero también duro—. ¿Quién diablos le ha dado este número? —gritó—. ¡Quiero su nombre!
Jason dijo:
—Me lo diste tú hace seis meses. Cuando te lo instalaron. La más privada de tus líneas privadas, ¿correcto? ¿o no lo llamaste tú así?
—¿Quién le ha dicho eso?
—Tú misma. Estábamos en Madrid. Tú estabas filmando allí, y yo pasé seis días de vacaciones a un kilómetro de tu hotel. Tú salías en tu Rolls cada tarde, alrededor de las tres. ¿Correcto?
Heather dijo secamente:
—¿Es usted de una revista?
—No —dijo Jason—. Soy tu querido número uno.
—¿Mi qué?
—Amante.
—¿Es usted un admirador? Sí, es un asqueroso admirador. Le mataré si vuelve a utilizar este teléfono. —El sonido y la imagen se apagaron; Heather había colgado.
Jason introdujo otra moneda en la ranura y volvió a marcar el número.
—El asqueroso admirador otra vez —dijo Heather, contestando. Parecía más tranquila ahora. ¿O simplemente resignada?
—Tienes un diente postizo —dijo Jason—. Cuando estás con uno de tus amantes lo pegas a tu encía con un cemento especial que compras en Haney's. Pero cuando estás conmigo a veces te lo quitas y lo pones en un vaso con espuma para dentaduras del Dr. Sloom. Es tu detergente para dentaduras preferido. Debido, has dicho siempre, a que te recuerda la época en que el Bromo Seltzer era legal y no algo fabricado en un laboratorio clandestino, utilizando los tres bromuros que Bromo Seltzer dejó de usar hace años, cuando...
—¿Cómo ha conseguido esta información? —le interrumpió Heather. Su rostro estaba rígido... sus palabras eran rápidas y directas. Su tono... Jason lo había oído antes. Heather lo utilizaba con las personas a las cuales detestaba.
—No utilices ese tono de «me importa un comino» conmigo —dijo Jason rabiosamente—. Tu diente postizo es un molar. Lo llamas Andy. ¿Correcto?
—Un asqueroso admirador sabe todo esto acerca de mí. Dios. Mis peores pesadillas confirmadas. ¿Cuál es el nombre de su club, y cuántos socios tiene, y de dónde llama usted, y cómo, maldita sea, ha obtenido detalles de mi vida privada que no tiene derecho a conocer, en primer lugar? Quiero decir que lo que está haciendo es ilegal; es una violación de mi intimidad. Si vuelve a llamarme, le denunciaré a los pols. Alargó la mano para colgar su receptor.
—Soy un seis —dijo Jason.
—¿Un qué? ¿Un seis qué? Tiene usted seis patas, ¿no es eso? O más probablemente seis cabezas.
Jason dijo:
—Tú también eres una seis. Esto es lo que nos ha mantenido juntos todo este tiempo.
—Voy a morir —dijo Heather, ahora cenicienta; Jason captó el cambio de color en sus facciones—. ¿Cuánto me costará lograr que me deje en paz? Siempre supe que algún asqueroso admirador, eventualmente...
—Deja de llamarme asqueroso admirador —dijo Jason, sin poder disimular lo mucho que le enfurecía aquel calificativo.
—¿Qué es lo que quiere? —dijo Heather.
—Que te reúnas conmigo en Atrocci's.
—Sí, también sabe usted eso. El único lugar al que puedo ir sin que me atosiguen los imbéciles que quieren que les firme unos menús que ni siquiera les pertenecen. —Suspiró, rabiosa—. Bueno, la función ha terminado. No me reuniré con usted en Atrocci's ni en ninguna otra parte. Apártese de mi vida, o haré que mis pols privados se encarguen de usted, y...
—Tienes un pol privado —le interrumpió Jason—. Ha cumplido los sesenta y dos años y se llama Fred. En sus buenos tiempos era un tirador de primera y se especializó en la caza de estudiantes rebeldes, al servicio del Estado. Pero ha pasado mucho tiempo desde entonces, y ahora no puede ser motivo de preocupación para nadie.
—También eso —murmuró Heather.
—También eso —dijo Jason—. Permíteme que te cuente algo más que te hará pensar cómo podría saberlo. ¿Te acuerdas de Constance Ellar?
—Sí —dijo Heather—. Aquella insignificante starlet que parecía una Barbie Doll, salvo que tenía una cabeza demasiado pequeña y un cuerpo que parecía hinchado con un cartucho de CO2. —Frunció los labios—. Era superlativamente estúpida.
—De acuerdo —asintió Jason—. Superlativamente estúpida. Esa es la palabra exacta. ¿Recuerdas lo que hicimos en mi programa? Era su primera aparición en la pequeña pantalla, y la contraté debido a un compromiso ineludible. ¿Recuerdas lo que hicimos, tú y yo?
Silencio.
Jason dijo:
—Como compensación por aceptarla en el programa, su agente accedió a que presentara un anuncio para uno de nuestros patrocinadores. Nos entró la curiosidad de saber qué clase de producto anunciaría, de modo que antes de que la señorita Ellar se presentara abrimos la bolsa de papel y descubrimos que se trataba de una crema para eliminar el vello de las piernas. Dios, Heather, deberías...
Estoy escuchando —dijo Heather. Jason dijo:
—Sacamos el spray de crema depilatoria y lo sustituimos por otro spray de DIF con las mismas instrucciones: «Demostrar la utilización del producto con expresión de alegría y satisfacción». Luego nos alejamos de allí y esperamos.
—¿De veras?
—Por fin compareció Ellar, entró en su camerino, abrió la bolsa de papel, y entonces, —y esto es lo que continúa asombrándome—, se presentó a mí, muy seria, y me dijo: «Señor Taverner, siento molestarle, pero si he de hacer una demostración de un Desodorante Intimo Femenino tendré que quitarme la falda y el slip. Allí, delante de las cámaras». «Bueno —le dije—, ¿cuál es el problema?» Y la señorita Ellar dijo: «Necesitaré una mesita para dejar en ella esas prendas. No puedo dejarlas caer al suelo; no parecería correcto».
—Es una historia de mal gusto.
—Es posible, pero en aquel momento pensaste que era muy divertido.
Heather colgó.
¿Cómo lograr que Heather comprendiera?, se preguntó Jason salvajemente, rechinando los dientes, casi arrancando un empaste de plata. Odiaba aquella sensación: la de arrancarse un empaste. Destruyendo su propio cuerpo, impotentemente. ¿No puede darse cuenta de que mi conocimiento de todo acerca de ella significa algo importante?, se preguntó a sí mismo. ¿Quién conocería esas cosas? Obviamente, tan sólo alguien que hubiera estado muy cerca físicamente de ella durante algún tiempo. No podía haber otra explicación, y, sin embargo, no había logrado que lo comprendiera, a pesar de que la verdad colgaba delante de sus ojos. De sus ojos de seis.
Una vez más introdujo una moneda en la ranura y marcó el número.
—Soy yo de nuevo —dijo, cuando Heather cogió finalmente el receptor—. Sé también eso acerca de ti —añadió—: no puedes soportar que suene el timbre de un teléfono sin descolgarlo; por eso tienes diez números privados, cada uno de ellos para un propósito distinto y muy especial.
—Tengo tres —dijo Heather—. De modo que no lo sabe usted todo.
—Me refería, simplemente... —dijo Jason.
—¿Cuánto?
—No vuelvas a hablar de eso— dijo Jason sinceramente—. No puedes comprarme, porque no es eso lo que quiero. Quiero... escúchame, Heather... quiero descubrir por qué nadie me conoce. Y especialmente tú. Dado que eres una seis, pensé que podrías ser capaz de explicarlo. ¿No tienes ningún recuerdo de mí? Mírame en la pantalla. ¡Mira!
Heather miró, con las cejas enarcadas.
—Es usted joven, aunque no demasiado joven. Es atractivo. Su voz es autoritaria, y no ha vacilado en involucrarme en esta absurda situación. Sus características corresponden exactamente a las de un admirador mal educado: habla y actúa como lo haría uno de ellos. ¿Satisfecho?
—Estoy en un apuro —dijo Jason.
Era completamente irracional por su parte decirle esto, dado que ella no conservaba ningún recuerdo suyo. Pero a través de los años se había acostumbrado a contarle sus problemas a Heather —y a escuchar los de ella—, y la costumbre no había muerto. La costumbre ignoraba lo que él veía como situación real: navegaba por su propio impulso.
—Eso es una vergüenza —dijo Heather.
Jason dijo:
—Nadie me recuerda. Y no tengo certificado de nacimiento; nunca nací... ¡ni siquiera nací! De modo que, naturalmente, no tengo documentos de identidad, excepto unas tarjetas falsificadas que le compré a una confidente de la policía por dos mil dólares, más otros mil para mi contacto. Las llevo encima, pero, Dios: pueden tener microtransmisores incrustados en ellas. Incluso sabiéndolo tengo que llevarlas encima; ya sabes por qué: incluso tú que estás en la cumbre, incluso tú sabes cómo funciona esta sociedad. Ayer tenía treinta millones de espectadores que habrían gritado su indignación si un pol o un nat se hubieran atrevido a tocarme. Ahora estoy abocado a un CTF.
—¿Qué es un CTF?
—Un campo de trabajos forzados —Jason silabeó lentamente las palabras, tratando de prender la atención de Heather—. La maldita chiquilla que falsificó mis documentos me llevó a un restaurante de mala muerte y, mientras estábamos allí, se dejó caer al suelo gritando. Gritos de psicópata; ella misma admitió que había estado internada en Morningside. Aquello me costó otros trescientos dólares, y en estos momentos... ¿quién sabe? Probablemente ha lanzado a los pols y a los nats detrás de mí. —Forzando un poco más la nota, Jason añadió—: Probablemente estén ahora controlando este teléfono.
—¡Oh, Cristo, no! —gritó Heather, y colgó de nuevo.
Jason no tenía más monedas de oro. De modo que renunció. Se dio cuenta de que había sido una estupidez decir aquello acerca del teléfono. Ante tal posibilidad, cualquiera hubiese colgado. Me he estrangulado a mí mismo en mi propia telaraña de palabras, pensó Jason con amargura. Una telaraña recta en el centro. Maravillosamente plana en ambos extremos, también.
Empujó la puerta de la cabina telefónica y salió a la concurrida acera nocturna... allí, en un barrio pobre. Donde los confidentes de la policía campaban a sus anchas. Un divertido espectáculo, como aquella historieta clásica de TV que estudiábamos en la escuela, se dijo a sí mismo.
Sería divertido, pensó, si le ocurriese a otra persona. Pero me está ocurriendo a mí. No, no es divertido en ningún caso. Porque lleva implícitos sufrimiento real y muerte real, flotando en el viento dispuestos a convertirse en trágica realidad en cualquier momento.
Me gustaría haber podido grabar la llamada telefónica, y también lo que Kathy me dijo a mí y yo a ella. En color y tridimensional, hubiera sido algo bueno para mi programa, para incluirlo en la parte final, en la que ocasionalmente andamos escasos de material. Ocasionalmente, diablo: generalmente. Siempre. Durante el resto de mi vida.
Podía oír su propia introducción «Qué puede ocurrirle a un hombre, un buen hombre que no está fichado por la policía, un hombre que de pronto pierde sus documentos de identidad y se encuentra ante...» Etcétera. Interesaría a los espectadores, a los treinta millones de espectadores, debido a que aquello era lo que cada uno de ellos temía. «Un hombre invisible —seguiría diciendo en su introducción—, pero un hombre demasiado conspicuo. Invisible legalmente; ilegalmente conspicuo. ¿Qué le pasaría a ese hombre, si no pudiera reemplazar...?» Bla, bla, bla. Etcétera. Al diablo con ello. No todo lo que había hecho o dicho o le había sucedido tenía un reflejo en su programa; lo mismo ocurriría con esto. Otro perdedor entre muchos. Muchos son los llamados, se dijo a sí mismo, y pocos los elegidos. Eso es lo que significa ser un profesional. Así es como manejo las cosas, públicas y privadas. Olvida tus fracasos y corre cuando tengas que hacerlo, se dijo, citándose a sí mismo, de la época en que su primer programa de alcance mundial salió en antena vía satélite.
Encontraré otro falsificador, decidió, uno que no sea confidente de la policía, y conseguiré otro juego de tarjetas de identidad, sin microtrans. Y, además, evidentemente, necesito un revólver.
Debí pensar en eso cuando desperté en aquella habitación del hotel, se dijo a sí mismo. Una vez, hacía años, cuando el sindicato Reynolds había intentado inmiscuirse en su programa, había aprendido a utilizar —y lo había llevado— un revólver: Un Barber's Hoop con un alcance de tres kilómetros y sin ningún descenso en su trayectoria hasta los trescientos metros finales.
El «trance místico» de Kathy, sus gritos, encajarían. El sonido incluiría una grave voz masculina diciendo, contra sus alaridos: «Esto es lo que significa ser psicópata. Ser psicópata es sufrir, sufrir más allá... » Etcétera. Bla, bla, bla. Jason aspiró una gran bocanada de frío aire nocturno, se estremeció y se unió a los pasajeros del mar de la acera, con las manos profundamente hundidas en los bolsillos de su pantalón.
Y se encontró delante de una cola de diez en fondo aguardando turno en un improvisado puesto de control-pol. Un agente uniformado de gris se había apostado en un extremo de la cola, para asegurarse de que nadie se escabullía en dirección contraria.
—¿No puede usted pasar esto, amigo? —le dijo el pol, mientras Jason empezaba involuntariamente a marcharse.
—Desde luego —dijo Jason.
—Me alegro —dijo el pol, de buen humor—. Porque estamos controlando aquí desde las ocho de la mañana, y todavía no hemos realizado nuestro cupo de trabajo.
VI
Dos robustos pols grises, encarándose con el hombre que estaba delante de Jason, dijeron al unísono:
—Estos documentos fueron falsificados hace una hora; todavía están húmedos. ¿Ves? ¿Ves correrse la tinta con el calor? Andando.
Hicieron un gesto y el hombre, agarrado por cuatro pols, desapareció en el interior de una sutil camioneta estacionada muy cerca, ominosamente gris y negra: los colores de la policía.
—De acuerdo —dijo uno de los robustos pols, dirigiéndose a Jason—, vamos a ver cuándo fueron impresos los tuyos.
—Los llevo encima desde hace años —dijo Jason—. Tendió su cartera, con las siete tarjetas de identidad, a los pols.
—Examina las firmas —le dijo el pol veterano a su compañero—. Comprueba si están superpuestas.
Kathy había estado en lo cierto.
—Negativo —dijo el otro pol, apartando su cámara oficial—. No están superpuestas. Pero parece que esta tarjeta, la del servicio militar, tenía un puntito trans que ha sido rascado. Con mucha pericia, desde luego. Tienes que mirarlo a través de la lupa —ladeó la lente amplificadora portátil, iluminando intensamente las tarjetas falsificadas de Jason—. ¿Ves?
—Cuando abandonaste el servicio —le dijo el pol veterano a Jason—, ¿había un puntito electrónico en esta tarjeta? ¿Te acuerdas?
Los dos pols observaron atentamente a Jason mientras esperaban su respuesta.
¿Qué diablos puedo decir?, se preguntó Jason.
—No lo sé —dijo—. Ni siquiera sé qué aspecto tiene un... —estuvo a punto de decir «un microtrans», pero se contuvo a tiempo— ...puntito electrónico.
—Es un puntito, simplemente —le informó el otro pol—. ¿No lo has oído? ¿O acaso estás drogado? Mira; en su tarjeta de drogas no figura ninguna entrada durante el último año.
—Lo cual demuestra que no está falsificada —intervino otro de los pols— porque, ¿quién falsificaría un delito en una tarjeta de identidad? Tendría que esta chiflado.
—Sí —dijo Jason.
—Bueno, eso no corresponde a nuestra zona —dijo el PoI veterano, devolviendo a Jason sus tarjetas de identidad—. Tendrá que arreglarlo con su inspector de drogas. Lárgate. —Empujó a Jason con su porra y cogió las tarjetas de identidad del hombre que estaba detrás de él.
—¿Esto es todo? —preguntó Jason. No podía creerlo. No lo des a entender, se dijo a sí mismo. ¡Limítate a largarte!
Así lo hizo.
De las sombras detrás de un farol roto, Kathy alargó una mano y le tocó; Jason se estremeció y sintió que se convertía en hielo, empezando por el corazón.
—¿Qué opinas ahora de mí? —preguntó Kathy—. De mi trabajo, de lo que hice por ti.
—Ellos han dado la respuesta —dijo Jason secamente.
—No voy a denunciarte —dijo Kathy—, a pesar de que me insultaste y me abandonaste. Pero tendrás que quedarte conmigo esta noche, tal como prometiste. ¿Comprendes?
Jason tuvo que admirarla. Acechando alrededor del puesto de control, Kathy había obtenido una prueba de primera mano de que sus documentos falsificados habían sido lo suficientemente buenos como para que los pols dejaran pasar a Jason. De modo que repentinamente la situación entre ellos se había modificado: ahora, Jason estaba en deuda con Kathy. No tenía ya derecho a considerarse como la víctima ofendida.
Ahora, ella le tenía moralmente atrapado. Primero el palo: la amenaza de denunciarle a los pols. Después la zanahoria: las tarjetas de identidad correctamente falsificadas. Estaba realmente en manos de Kathy. Tuvo que admitirlo, ante ella y ante sí mismo.
—Podía haberte sacado del apuro de todos modos —dijo Kathy. Levantó su brazo derecho, señalando un lugar de su manga—. Aquí hay estampada una ficha de agente pol; se hace visible bajo sus macrolentes. Es para que no me detengan por error. Les hubiera dicho...
—Vamos a dejar eso —interrumpió Jason bruscamente—. No quiero oír hablar de ello.
Echó a andar, alejándose de Kathy; pero la muchacha lo siguió, como un pájaro amaestrado.
—¿Quieres que vayamos a mi Apartamento Menor? —preguntó Kathy.
—A ese cuarto destartalado...
Tengo una casa flotante en Malibu, pensó Jason, con ocho dormitorios, seis baños giratorios y un salón cuatridimensional con un techo infinito. Y, debido a algo que no comprendo y que no puedo controlar, tengo que pasar mi vida así. Visitando míseros lugares marginales. Restaurantes de ínfima categoría, talleres indecorosos, pésimos cuchitriles. ¿Estoy pagando por algo que hice?, se preguntó a sí mismo. ¿Por algo que ignoro o que no recuerdo? Pero nadie paga por sus actos anteriores, reflexionó. Aprendí eso hace mucho tiempo; uno no rinde cuentas por el mal que ha hecho ni por el bien que ha hecho. Al final todo queda equilibrado. ¿Acaso no he aprendido eso a estas alturas, si es que he aprendido algo?
—Adivina lo que hay en primer lugar en mi lista de compras para mañana —estaba diciendo Kathy—. Moscas muertas. ¿Sabes para qué?
—Son muy ricas en proteínas.
—Sí, pero el motivo no es ese; no son para mí. Compro una bolsa de ellas cada semana para Bill, mi tortuga.
—No vi ninguna tortuga.
—Está en mi Apartamento Mayor. No irás a creer que compro moscas muertas para mí, ¿verdad?
—De gustibus non disputandum est —citó Jason.
—Vamos a ver. Sobre gustos no se puede discutir. ¿No es eso?
—Exacto —dijo Jason—. Lo cual significa que si quieres comer moscas muertas, adelante y cómelas.
—A Bill le gustan mucho. Es una de esas pequeñas tortugas verdes... no una tortuga de tierra ni nada por el estilo. ¿Has visto alguna vez cómo atrapan la comida, una mosca flotando en su agua? Es muy pequeña, pero es terrible. Algo visto y no visto. La mosca está allí, y un segundo después... ¡Gluc! Está dentro de la tortuga. —Kathy se echó a reír—, Siendo digerida. Hay una lección a aprender en ello.
—¿Qué lección? —Jason la anticipó—: Que cuando uno muerde —dijo—, tiene que cogerlo todo o nada, pero nunca una parte.
—Eso es lo que yo siento.
—¿Qué es lo que tienes? —preguntó Jason—. ¿Todo o nada?
—No... no lo sé. Buena pregunta. Bueno, no tengo a Jack. Pero tal vez ya no desee tenerle. Ha sido tan condenadamente largo... Supongo que aún le necesito. Pero te necesito más a ti. Pensé que eras una persona que puede amar simultáneamente a dos hombres —dijo Jason.
—¿Dije yo eso? —Kathy reflexionó mientras andaban—, Quise decir que eso es lo ideal, pero en la vida real sólo podemos aproximarnos a ello. ¿Comprendes? ¿Puedes seguir mi línea de pensamiento?
—Puedo seguirla —dijo Jason—, y puedo ver adónde conduce. Conduce a un abandono temporal de Jack mientras yo esté presente, y luego a un regreso psicológico a él cuando yo haya desaparecido. ¿Haces lo mismo cada vez?
—Nunca le abandono —dijo Kathy secamente.
Luego siguieron andando en silencio hasta que llegaron al viejo edificio de apartamentos, con su bosque de antenas de TV en desuso desde hacía mucho tiempo sobresaliendo de todas las partes del tejado. Kathy hurgó en su bolso, encontró su llave y abrió la puerta de su habitación.
Las luces estaban encendidas. Y, sentado en el viejo sofá frente a ellos, un hombre de mediana edad con cabellos grises y un traje gris. Un hombre con tendencia a la obesidad pero inmaculado, con las mejillas perfectamente rasuradas. Todo en él era cuidado y perfecto: cada uno de los cabellos de su cabeza permanecía individualmente en el lugar correcto.
Kathy dijo, tartamudeando:
—Señor McNulty...
Poniéndose en pie, el hombre extendió su mano derecha hacia Jason. Maquinalmente, Jason extendió la suya para estrechar la del otro.
—No —dijo el hombre—. No pretendo estrechar su mano; quiero ver sus tarjetas de identidad, las que ella ha hecho para usted. Permítame...
En silencio —no había nada que decir—, Jason le entregó su cartera.
—No encajan con usted —dijo McNulty, después de una breve inspección—. A menos que haya mejorado mucho.
Jason dijo:
—Algunas de esas tarjetas son muy antiguas.
—¿De veras? —murmuró McNulty. Devolvió la cartera y las tarjetas a Jason—. ¿Quién le implantó el microtrans? ¿Usted?
—Se dirigió a Kathy—. ¿Ed?
—Ed —dijo Kathy.
—¿Qué tenemos aquí? —dijo McNulty, observando a Jason como si le midiera para un ataúd—. Un hombre cuarentón, bien vestido, con ropas de estilo moderno. Zapatos caros... de cuero auténtico. ¿No es cierto, señor Taverner?
—Son de piel de vaca —dijo Jason.
—Sus documentos le identifican como músico —dijo McNulty—. ¿Toca usted un instrumento?
—Canto.
—Cante algo para nosotros ahora —dijo McNulty.
—Váyase al diablo —dijo Jason, y logró controlar su respiración; sus palabras surgieron exactamente como él quería. Ni más, ni menos.
Volviéndose hacia Kathy, McNulty dijo:
—No se achica, ¿eh? ¿Sabe quién soy?
—Sí —dijo Kathy—. Yo... se lo dije. En parte.
—Entonces le ha hablado de Jack —dijo McNulty. Y, dirigiéndose a Jason: —Jack no existe. Ella cree que sí, pero se trata de una ilusión de Psicópata. Su marido murió hace tres años en un accidente de tráfico; nunca estuvo en un campo de trabajos forzados.
—Jack está vivo —dijo Kathy.
—¿Se da cuenta? —dijo McNulty a Jason—. Está perfectamente adaptada al mundo exterior, con excepción de esa idea fija. Nunca desaparecerá; le es indispensable para el equilibrio de su vida. —Se encogió de hombros—. Es una idea inofensiva, y la ayuda a sobrevivir. De modo que no hemos creído oportuno tratarla psiquiátricamente.
Kathy, en silencio, había empezado a llorar. Gruesas lágrimas se deslizaban por sus mejillas y caían sobre su blusa. Manchas de lágrimas, en forma de círculos oscuros, aparecieron aquí y allá.
—Tengo que hablar con Ed Pracim en los próximos dos días —dijo McNulty—. Le preguntaré por qué le implantó el microtrans. Tiene presentimientos; probablemente se trató de un presentimiento. —Reflexionó—. No olvide que las tarjetas de identidad que lleva en su cartera son reproducciones de documentos archivados en diversos bancos de datos en toda la Tierra. Sus reproducciones son satisfactorias, pero es posible que desee echar una ojeada a los originales. Esperemos que estén tan en orden como las reproducciones que lleva usted.
—Ese es un procedimiento anormal —dijo Kathy débilmente—. Estadísticamente...
—En este caso —dijo McNulty—, creo que vale la pena intentarlo.
—¿Por qué? —dijo Kathy.
—Porque no creemos que esté usted denunciándonos a nadie. Hace media hora, este hombre, Taverner, pasó con éxito a través de un puesto de control. Le hemos seguido utilizando el microtrans. Y sus documentos me parecen correctos. Pero Ed dice...
—Ed se emborracha —dijo Kathy.
—Pero podemos confiar en él —McNulty sonrió, con una deslumbrante sonrisa profesional—. Mientras que no podemos decir lo mismo de usted.
Sacando su tarjeta del servicio militar, Jason frotó el pequeño perfil de la fotografía cuatridimensional de sí mismo. Y la fotografía dijo, con voz metálica: «¿Qué tal ahora, vaca marrón?».
—¿Cómo podría falsificarse eso? —dijo Jason—. Ese es el tono de voz que yo tenía hace diez años, cuando servía en la guardia nac.
—Lo dudo —dijo McNulty. Consultó su reloj de pulsera—. ¿Le debemos algo, señorita Nelson? ¿O estamos al corriente por esta semana?
—Al corriente —dijo Kathy con un esfuerzo. Luego, en voz baja e insegura, medio susurró—: Cuando Jack salga de allí, no podrán contar conmigo para nada.
—Para usted —dijo McNulty tranquilamente—, Jack no saldrá nunca.
Le guiñó un ojo a Jason. Jason le devolvió el guiño. Dos veces. Comprendía a McNulty. El hombre se aprovechaba de la debilidad de los demás; el tipo de manipulación que Kathy utilizaba lo había aprendido probablemente de él. Y de sus singulares y geniales compañeros.
Ahora podía comprender cómo se había convertido Kathy en lo que era. La traición era un acontecimiento cotidiano; una negativa a traicionar, como en su caso, era algo milagroso. Sólo podía maravillarse de ello y agradecerlo en silencio.
Tenemos un estado de traición, se dijo. Cuando yo era una celebridad estaba a salvo. Ahora soy como cualquier otra persona: ahora tengo que enfrentarme con lo que ellos se han enfrentado siempre. Y... con lo que yo me enfrenté en los viejos tiempos, para borrarlo después de mi memoria. Porque era demasiado desagradable para creerlo. En un momento determinado estuve en condiciones de elegir... y elegí no creerlo.
McNulty apoyó su mano carnosa y llena de manchas rojizas sobre el hombro de Jason y dijo:
—Venga conmigo.
—¿Adonde? —preguntó Jason, apartándose de McNulty, exactamente igual, se dio cuenta, que Kathy se había apartado de él. Kathy había aprendido esto, también, de los McNulty del mundo.
—¡No tiene usted ninguna acusación contra él! —dijo Kathy roncamente, apretando los puños.
—No vamos a acusarle de nada —dijo McNulty, con toda tranquilidad—. Sólo quiero una huella digital, un registro de voz una huella del pie y un electroencefalograma. ¿De acuerdo, señor Tavern?
Jason empezó a decir:
—Me disgusta rectificar a un oficial de la policía... —pero se interrumpió al leer una advertencia en el rostro de Kathy—... que está cumpliendo con su deber —terminó—. De modo que no tengo inconveniente en acompañarle. —Tal vez Kathy tenía motivos para advertirle; tal vez el hecho de que McNulty se hubiera equivocado al pronunciar su apellido podría favorecerle. ¿Quién sabe? El tiempo lo diría.
—«Señor Tavern» —dijo McNulty ociosamente, Empujándole hacia la puerta de la habitación—. Está sugiriendo cerveza, calor y charla amistosa, ¿no es cierto? —Se volvió a mirar a Kathy y repitió en tono incisivo—: ¿No es cierto?
—El señor Tavern es un hombre cordial —dijo Kathy, con los dientes apretados.
La puerta se cerró tras ellos, y McNulty le condujo a lo largo del rellano hasta la escalera, respirando, entretanto, el olor a cebolla y a salsa picante en todas direcciones.
En la Comisaría 469, Jason Taverner se encontró perdido en una multitud de hombres y mujeres que se movían sin rumbo fijo, esperando entrar, esperando salir, esperando información, esperando que les dijeran lo que tenían que hacer. McNulty había prendido una placa coloreada en su solapa. Sólo Dios y la policía sabían lo que significaba.
Desde luego, significaba algo. Un oficial uniformado detrás de un mostrador que discurría de pared a pared le hizo una seña, llamándole.
—Aquí —dijo el policía—. El inspector McNulty ha rellenado parte de su formulario J—2. Jason Tavern. Dirección: Vine Street, 2048.
¿De dónde había sacado aquello McNulty?, se preguntó Jason. Vine Street. Y luego cayó en la cuenta de que era la dirección de Kathy. McNulty había supuesto que vivían juntos; sobrecargado de trabajo, como todos los pols, había anotado los datos que exigían un menor esfuerzo. Una ley de la naturaleza: un objeto —o un ser viviente— toma el camino más corto entre dos puntos. Jason rellenó el resto del formulario.
—Coloque su mano en esa ranura —dijo el oficial, señalando una máquina de tomar huellas digitales. Jason obedeció—. Ahora —dijo el oficial—, quítese un zapato, el derecho o el izquierdo. Y el calcetín. Puede sentarse aquí.
Deslizó a un lado una parte del mostrador, dejando al descubierto una entrada y una silla.
—Gracias —dijo Jason, sentándose.
Después de imprimir la huella del pie, pronunció la frase: «Bajó hasta la choza indicada y colocó un objeto al lado de su caballo». Esto serviría para comprobar el registro de la voz. Luego volvió a sentarse y le colocaron varios terminales en diversos lugares de la cabeza; la máquina garabateó a lo largo de un metro de papel, y eso fue todo. Se trataba del electroencefalograma. Con él terminaron las pruebas.
Con aspecto alegre, McNulty apareció en el mostrador.
—¿Cómo marcha lo del señor Tavern? —preguntó.
El oficial dijo:
—Todo está a punto para obtener la ficha general.
—Estupendo —dijo McNulty—. Me quedaré aquí para ver lo que sale.
El oficial uniformado dejó caer el formulario que Jason había rellenado en una ranura y apretó unos botones con letras, todos ellos verdes. Por algún motivo, Jason se fijó en aquello. Y en las letras mayúsculas.
Por otra ranura, más ancha, salió una fotocopia que cayó en un recipiente de metal.
—Jason Tavern —dijo el oficial uniformado, examinando el documento—. De Kememmer, Wyoming. Edad: treinta y nueve años. Mecánico de motores diesel. —Echó una ojeada a la fotografía—. Instantánea tornada hace quince años.
—¿Algún antecedente? —preguntó McNulty.
—Ficha completamente limpia —dijo el oficial uniformado.
—¿No hay otros Jason Tavern en el banco de datos? —preguntó McNulty.
El oficial apretó un botón amarillo y agitó negativamente la cabeza.
—Bien —dijo McNulty—. Ese es él. —Observó detenidamente a Jason—. No tiene usted aspecto de mecánico de motores diesel.
—Ya no me dedico a eso —dijo Jason—. Ahora soy vendedor. De maquinaria agrícola. ¿Quiere ver mi tarjeta?
Un farol; levantó la mano hacia el bolsillo interior de su chaqueta, pero McNulty denegó con la cabeza. De modo que así estaban las cosas; le habían atribuido una ficha errónea, y ahora daban por bueno lo que decía su aparato burocrático.
Jason dio gracias al cielo por la debilidad inherente a su sistema vasto, complicado y sobrecargado, puesto que abarcaba a todo el planeta. Demasiadas personas; demasiadas máquinas. Este error empezaba con un inspector pol y continuaba con el Banco de Datos de Memphis, Tennessee. Incluso con mi huella dactilar, mi huella del pie, mi registro de voz y mi electroencefalograma, probablemente el error persistirá, pensó Jason.
—¿Tengo que encerrarle? —preguntó a McNulty el oficial uniformado.
—¿Por qué? —dijo McNulty—. ¿Por ser un mecánico de motores diesel? —Palmeó jovialmente la espalda de Jason—. Puede marcharse a casa, señor Tavern. Al lado de su novia con cara de niña. Su pequeña virgen. —Sonriendo, se abrió paso entre la muchedumbre de ansiosos y desconcertados hombres y mujeres.
—Puede usted marcharse, señor —dijo a Jason el oficial uniformado.
Asintiendo, Jason salió de la Comisaría 469 a la calle nocturna, para mezclarse con las personas libres e independientes que circulaban por allí.
Pero acabarán por pillarme, pensó. Comprobarán las huellas. No obstante... si han pasado quince años desde que fue tomada la fotografía, es posible que hayan transcurrido quince años desde que tomaron un electroencefalograma y grabaron un registro de voz.
Pero quedaban las huellas dactilares y del pie. Ellas no cambian.
Tal vez metan la fotocopia de la ficha en un archivo y no vuelvan a acordarse de ella, pensó. Y se limiten a transmitir los datos que han obtenido de mí a Memphis, para ser incorporados a mi ficha permanente. Mejor dicho, a la ficha de Jason Tavern.
A Dios gracias, Jason Tavern, mecánico de motores diesel no había quebrantado nunca una ley, nunca se había visto mezclado con los pols o los nacs. Afortunadamente.
Un sutil de la policía se presentó volando a muy poca altura, haciendo parpadear su faro rojo. Sus altavoces ahogaron los ruidos callejeros:
«Señor Jason Tavern, regrese a la Comisaría 469 inmediatamente. Es una orden de la policía. Señor Jason Tavern...».
Repitió la llamada una y otra vez, mientras Jason quedaba anonadado. Lo habían descubierto ya. Y no en cuestión de semanas, días u horas, sino en minutos.
Regresó a la comisaría, subió por las escaleras de estiraplex, atravesó las puertas con célula fotoeléctrica, cruzando por la muchedumbre de los infortunados, de regreso al agente uniformado que se había ocupado de su caso... y allí se hallaba también McNulty. Ambos estaban conversando, preocupados.
—Bien, bien —dijo McNulty, alzando la vista—. Aquí está de nuevo nuestro señor Tavern. ¿Qué está haciendo usted otra vez por aquí, señor Tavern?
—El sutil de la policía... —comenzó a decir, pero Mc Nulty le interrumpió:
—Eso fue hecho sin autorización. Nos limitamos a ordenar un APB, y algún idiota lo convirtió en un asunto que necesitaba el envío de un vehículo. Pero, ya que está aquí... —McNulty giró un documento para que Jason pudiera ver la foto—. ¿Es este el aspecto que tenía usted hace quince años?
—Supongo que sí —dijo Jason. La foto mostraba a un individuo de facciones hundidas, con una nuez prominente, dientes muy feos y ojos irregulares, mirando a la nada con aire hosco. Su cabello, desgreñado y color maíz, colgaba sobre dos orejas muy inclinadas hacia delante.
—Le han hecho cirugía plástica —dijo McNulty.
—Sí —contestó Jason.
—¿Por qué?
—¿A quién le puede gustar tener ese aspecto?
—Por eso tiene usted ahora un aspecto tan apuesto y digno —afirmó McNulty—. Tan noble. Tan... —buscó la palabra adecuada—... arrogante. Resulta realmente difícil creer que puedan conseguir que una cosa así —dejó caer su índice sobre la foto de hacía quince años— llegue a tener un aspecto así —golpeó amistosamente a Jason en el brazo—. Pero, ¿de dónde sacó el dinero?
Mientras McNulty hablaba, Jason había comenzado a leer a toda prisa los datos impresos en el documento. Jason Tavern había nacido en Cicero, Illinois. Su padre había sido tornero, su abuelo había sido propietario de una cadena de tiendas de utensilios para la agricultura... algo muy adecuado, considerando lo que le había dicho a McNulty acerca de su actual trabajo.
—Me lo dio Windslow —dijo Jason—. Lo lamento; siempre pienso así de él, y me olvido que los otros no pueden. —Su entrenamiento profesional le había ayudado: había leído y asimilado la mayor parte de lo que decía la página mientras McNulty estaba hablándole—. Me refiero a mi abuelo. Tenía un buen montón de dinero, y yo era su favorito. Yo era su único nieto.
McNulty leyó el documento y asintió con la cabeza.
—Tenía cara de patán campesino —dijo Jason—. Tenía el aspecto de lo que era: un granjero. El mejor trabajo que podía lograr era reparar motores diesel, y deseaba algo mejor. Así que cogí el dinero que me dejó Windslow y me dirigí a Chicago...
—De acuerdo —dijo McNulty, asintiendo aún con la cabeza—. Todo concuerda. Sabemos que puede llevarse a cabo una cirugía plástica tan radical como la que nos dice, y por no demasiado dinero. Pero, habitualmente, se lleva a cabo en nopersonas o en presos de los campos de trabajo que han logrado escapar. Tenemos controlados a todos los cambiacaras, como nosotros los llamamos.
—Pero fíjense en lo feo que era —exclamó Jason.
McNulty lanzó un profunda y sonora carcajada.
—Desde luego que lo era, señor Tavern. De acuerdo; lamento haberle molestado. Ya puede irse. —Hizo un gesto, y Jason comenzó a introducirse en la multitud de gente que había ante él—. ¡Oh! —le llamó McNulty, haciéndole un gesto—. Una cosa más... —su voz, ahogada por el ruido de la multitud, llegó hasta Jason. Así que, con el corazón congelado, salió de entre la gente.
Una vez que se fijan en uno, se dijo a sí mismo Jason, nunca acaban de cerrar del todo su expediente. Uno ya no puede regresar jamás al anonimato. Es vital que nunca se fijen en uno. Pero en mí ya se han fijado.
—¿Qué ocurre? —preguntó a McNulty, sintiéndose desesperado. Estaban jugando con él, tratando de hacerle derrumbarse. Podía notar, en su interior, cómo su corazón su sangre, todas sus partes vitales, interrumpían sus procesos. Incluso la soberbia fisiología de un seis se tambaleaba ante aquello.
McNulty tendió la mano.
—Sus tarjetas de identidad. Quiero que hagan algunas comprobaciones en el laboratorio. Si no hay nada malo en ellas, se las devolveremos pasado mañana.
Jason dijo con aire de protesta:
—Pero si hay una comprobación policial al azar...
—Le daremos un pase policíaco —contestó McNulty. Hizo un gesto con la cabeza hacia un agente, ya viejo y de enorme barriga, que estaba a su derecha—. Háganle una foto cuatridimensional y prepárenle un pase.
—Sí, inspector —dijo la masa de tripas, tendiendo una enorme manaza para conectar el equipo de cámaras.
Diez minutos más tarde, Jason Taverner se encontró una vez más en la acera, ahora casi desierta a aquella primera hora del amanecer, y esta vez con un pase policíaco verdadero... mucho mejor que cualquier cosa que le pudiera haber fabricado Kathy... a excepción de que el pase sólo era válido para una semana.
Tenía una semana durante la cual podía permitirse el no estar preocupado. Y luego, después...
Había logrado lo imposible: cambiar toda una cartera de falsas tarjetas de identidad por un auténtico pase policíaco. Examinando el pase a la luz de las farolas, vio que la fecha de expiración era holográfica, y que había lugar para añadir un número más. Decía siete. Podía hacer que Kathy lo alterase a setenta y cinco o a noventa y siete, o a lo que fuera más fácil.
Y luego se le ocurrió que, tan pronto como el laboratorio policíaco descubriese que sus tarjetas de identidad eran falsas, el número de su pase, su nombre, su foto, serían transmitidos a todo punto de control de la policía existente en el planeta.
Pero, hasta que ocurriese aquello, estaba a salvo.
SEGUNDA PARTE
¡Apagaos, oh vanas luces, no brilléis más!
No hay noche que sea lo bastante oscura para aquellos
que desesperadamente sus perdidas fortunas deploran.
La luz no es otra cosa que vergüenza nuestra.
VII
A primera hora del grisáceo atardecer, antes de que las aceras de cemento bullesen con la actividad nocturna, el General de Policía Félix Buckman hizo aterrizar su opulento sutil oficial en el techo del edificio de la Academia de la Policía de Los Angeles. Permaneció sentado durante un rato, leyendo los artículos de la primera página del único periódico vespertino, y luego, doblando con mucho cuidado el periódico, lo colocó en el asiento trasero del sutil, abrió la puerta cerrada con llave y salió.
No había ninguna actividad bajo él. Un turno había comenzado a marcharse, y el siguiente no había acabado aún de llegar.
Le gustaba aquella hora: en estos momentos, el gran edificio parecía pertenecerle. «Y deja el mundo a la oscuridad y a mí», pensó, recordando una línea de la Elegía de Thomas Grav. Era una cita que haba aprendido hacía mucho tiempo; en su infancia.
Con su llave de rango, abrió el sfínter exprés de descenso del edificio, y se dejó caer rápidamente por el descensor hasta su propio nivel, el catorce. Allí había trabajado durante la mayor parte de su vida de adulto.
Hileras de escritorios desocupados. Exceptuando el que se hallaba en el extremo más alejado de la sala principal, en donde un agente se hallaba sentado redactando, con mucha dificultad, un informe. Y, junto a la máquina de hacer café, una agente estaba bebiendo de una taza decorada con la bandera del Sur.
—Buenas tardes —dijo Buckman. No la conocía, pero no importaba: ella... y todos los demás en aquel edificio, sí lo conocían a él.
—Buenas tardes, señor Buckman. —Se puso tiesa, como si estuviera firmes.
—Descanse —dijo Buckman.
—¿Cómo dice, señor?
—Que se vaya a casa. —Caminó, apartándose de ella, pasando junto a la hilera posterior de escritorios, la fila de formas metálicas, cuadradas y grises, sobre la que se llevaba a cabo el trabajo de aquella rama de la policía terrestre.
La mayor parte de los escritorios estaban limpios: los agentes habían terminado cuidadosamente su trabajo antes de irse. Pero, sobre el escritorio 37, había varios papeles. El agente Llámesecomosea trabajaba hasta altas horas, pensó Buckman. Se inclinó para leer la placa del nombre.
El inspector McNulty, claro. La maravilla de la Academia. Siempre atareado, imaginando complots y residuos de traiciones. Buckman sonrió, se sentó en la butaca giratoria, y tomó los papeles.
TAVERNER, JASON. CÓDIGO AZUL.
Un historial fotocopiado enviado por los archivos de los sótanos. Hecho surgir del vacío por el demasiado ansioso... y demasiado gordo, inspector McNulty. Una breve nota, hecha a lápiz: «Taverner no existe».
Extraño, pensó. Y comenzó a hojear los papeles.
—Buenas tardes, señor Buckman. —Su ayudante, Herbert Maime, era joven y agudo, e iba cuidadosamente vestido con traje de paisano: tenía derecho a ese privilegio, al igual que Buckman.
—McNulty parece estar trabajando con el expediente de alguien que no existe —dijo Buckman.
—¿En qué comisaría no existe? —dijo Maime, y ambos se echaron a reír. No les caía demasiado bien McNulty, pero la policía gris necesitaba gentes como él. Todo iría bien siempre que los McNulty de la Academia no ascendiesen hasta el nivel de toma de decisiones. Afortunadamente, aquello ocurría raras veces. Desde luego, no ocurriría si él podía hacer algo al respecto.
El individuo dio el falso nombre de Jason Tavern. Se tomó por error el expediente de Jason Tavern de Kememmer, Wyoming, mecánico reparador de motores diesel. El individuo afirmó ser Tavern, al que habían hecho cirugía plástica. Las tarjetas de identidad lo identifican como Taverner, Jason, pero no existe expediente alguno a ese nombre.
Interesante, pensó Buckman mientras leía las notas de McNulty. No había el menor dato acerca de aquel hombre. Acabó de leer las notas:
Bien vestido, lo cual sugiere que tiene dinero, y quizá influencias, para lograr que hayan sacado su expediente del archivo. Parece estar relacionado con Katherine Nelson, contacto de la pol en el área. ¿Sabe ella quién es? Trató de no delatarlo, pero el contacto de la pol 1659BD le implantó un microtrans. El individuo se halla ahora en un taxi. Sector N8823D, en dirección este, hacia Las Vegas. Debe llegar el 1114 a las 10 horas p.m., hora de la Academia. El siguiente informe ha de llegar a las 2.40 p.m., hora de la Academia.
Katherine Nelson. Buckman la había visto en una ocasión, en un curso de orientación de contactos de la pol. Era la chica que sólo delataba a las personas que no le caían bien. De un modo extraño y bastante inexplicable, la admiraba; después de todo, si no hubiera intervenido, la hubieran enviado el 4/8/82 a un campo de trabajos forzados en la Columbia Británica.
Le dijo a Herb Maime:
—Póngame al teléfono con McNulty. Creo que será mejor que hable con él de esto.
Un momento después, Maime le entregaba el aparato. En la pequeña pantalla gris apareció el rostro de McNulty, con aspecto cansado. Su sala de estar se veía pequeña y descuidada, como él.
—Sí, señor Buckman —dijo McNulty, enfocando la vista en él y poniéndose muy firmes, a pesar de lo cansado que estaba. Pese a la fatiga y a que había tomado algo, McNulty sabía exactamente cómo comportarse con relación a sus superiores.
—Dígame lo que sepa, resumiéndolo, de ese tal Jason Taverner —dijo Buckman—. No puedo acabar de hacerme una idea general a partir de sus notas.
—El individuo alquiló una habitación de hotel en el número 453 de la calle Eye. Entró en conversación con el contacto de la pol 1659BD, conocido por Ed, pidiéndole ser llevado a un falsificador de identidades. Ed le colocó un microtrans y lo llevó al contacto de la pol 1980CC, Kathy.
—Katherine Nelson —le interrumpió Buckman.
—Sí, señor. Parece evidente que hizo un trabajo inusitadamente experto en sus tarjetas de identidad: las he hecho pasar por las pruebas preliminares del laboratorio, y casi parecen auténticas. Debió desear que lograse escapar.
—¿Se ha puesto en contacto con Katherine Nelson?
—Hablé con ambos en la habitación de ella. Ninguno de los dos cooperó conmigo. Examiné las tarjetas de identidad del individuo, pero...
—Parecían auténticas —le interrumpió de nuevo Buckman.
—Sí, señor.
—Aún sigue usted creyendo poder hacerlo a simple vista.
—Sí, señor Buckman. Pero le sirvieron para pasar a través de un punto de control de la pol; esa falsificación es realmente buena.
—Me alegro por él.
McNulty siguió con voz estropajosa:
—Me quedé con sus tarjetas de identidad, y le entregué un pase de siete días, indicándole que podría volverlo a llamar en cualquier momento. Luego lo llevé a la comisaría del Distrito 469, donde tengo mi oficina auxiliar, e hice que me buscasen su expediente. Que resultó ser el de Jason Tavern. El individuo me largó una larga perorata acerca de cirugía plástica; parecía plausible, por lo que lo dejamos ir. No, un momento; no le di el pase hasta que...
—Bien —interrumpió una vez más Buckman—. ¿Qué es lo que busca? ¿Quién es?
—Lo estamos siguiendo a través del microtrans. Estamos tratando de conseguir algo sobre él en el archivo. Pero, como ya habrá leído en mis notas, creo que el individuo ha logrado que saquen su expediente del archivo central. No está allí, y tiene que estar, pues como sabe cualquier niño de teta, tenemos un expediente de todo el mundo; es la ley, y hemos de tenerlo.
—Pero no lo tenemos —dijo Buckman.
—Lo sé, señor Buckman. Y, cuando no hay un expediente, tiene que ser por alguna razón. Esto no ha sucedido porque sí: alguien lo ha mangado.
—¿Mangado? —comentó Buckman, divertido.
—Robado, sustraído —McNulty parecía agotado—. Acabo de meterme en este asunto, señor Buckman; dentro de veinticuatro horas sabré mucho más. Infiernos, podemos cazarlo en el momento en que queramos. No creo que sea nada muy importante. Se trata tan sólo de un tipo que tiene la bastante influencia como para conseguir que desaparezca su expediente...
—De acuerdo —dijo Buckman—. Métase en la cama.
Colgó, se quedó inmóvil por un instante, y luego caminó en dirección a su oficina privada. Meditando.
En su oficina principal, dormida en un sofá, estaba su hermana Alys. Llevaba puestos, como pudo ver Félix Buckman con agudo enojo, unos pantalones negros muy ceñidos, una camisa de hombre de cuero, pendientes de aro, y un cinturón de cadena con una hebilla de hierro forjado. Obviamente, se había estado drogando. Y, como en tantas otras ocasiones, se había apoderado de una de sus llaves.
—¡Dios te maldiga! —dijo, cerrando la puerta de la oficina antes de que Herb Maime pudiera verla.
Alys se estremeció en su sueño. Su rostro de gato adoptó una mueca de irritación y, con su mano derecha, tanteó para apagar la luz fluorescente del techo que él había encendido.
Agarrándola por los hombros... y notando con desagrado sus tensos músculos, Buckman la obligó a tomar una posición sentada.
— ¿Qué es esta vez? —le preguntó—. ¿Termalina?
—No. —Naturalmente, hablaba farfullando—. Hidrosulfato de hexonofrina. Puro. En subcutánea.
Abrió sus grandes ojos pálidos y lo miró con rebelde irritación.
—¿Por qué infiernos tienes que venir siempre aquí? —exclamó Buckman. Fuera donde fuese que ella hubiese estado llevando a cabo sus actos de fetichismo y/o drogándose, siempre acababa por aparecer en su oficina privada. No sabía por qué, y ella nunca se lo decía. Lo más que le había confiado, en una ocasión, era una tajante declaración acerca de «estar en el ojo del huracán», sugiriendo que se creía a salvo de toda detención allí, en el sancta sanctorum de la Academia de la Policía. Naturalmente, esto era debido al cargo de su hermano—. Fetichista —le espetó, lleno de furia—. Encerramos a un centenar de vosotros al día, vosotras con vuestro cuero, vuestras cadenas, vuestros consoladores. ¡Dios!— Se quedó en pie, jadeando, sintiéndose temblar.
Bostezando, Alys se deslizó del sofá, se puso en pie, muy tiesa, y estiró sus largos y delgados brazos.
—Me alegra que ya esté atardeciendo —dijo displicentemente, con los ojos cerrados con fuerza—. Ahora puedo irme a casa y meterme en la cama.
—¿Cómo piensas salir de aquí? —le preguntó él.
Pero ya lo sabía. Cada vez llevaba a cabo el mismo ritual. Utilizaba el tubo ascensor para los prisioneros políticos «confidenciales»: conducía desde su oficina norte hasta el tejado, y de allí al campo de los sutiles. Alys venía y se iba por aquel camino, llevando tranquilamente la llave en la mano.
—Algún día —le dijo con aire hosco—, un agente estará usando el tubo para un propósito legal, y se topará contigo.
—¿Y qué es lo que podrá hacer? —le hizo unos masajes en su cabello canoso, cortado a cepillo—. Dímelo, por favor. ¿Darme de bofetones hasta que logre mi jadeante contrición?
—Con solo echarte una mirada a la expresión de tu rostro...
—Saben que soy tu hermana.
—Lo saben —dijo con sequedad Buckman— porque siempre estás viniendo aquí con un motivo u otro, o sin el menor motivo.
Poniéndose de rodillas sobre el borde de un escritorio cercano, Alys lo miró con seriedad.
—En realidad, te molesta.
—Sí, me molesta.
—El que venga aquí y ponga en peligro tu cargo.
—No puedes poner en peligro mi cargo —dijo Buckman—. Sólo tengo a cinco hombres por encima mío, excluyendo al Director Nacional, y todos ellos lo saben todo acerca de ti, y no pueden hacer nada. Así que haz lo que quieras.
Dicho lo cual salió a estampida de la oficina norte, recorriendo el pasillo hasta la sala mayor, en donde llevaba a cabo casi todo su trabajo. Trató de no mirarla.
—Pero te cuidaste muy bien de cerrar la puerta —le dijo Alys, correteando tras él—, para que ese Herbert Blame o Mame o Maine o como demonios se llame no pudiera verme.
—Porque eres —contestó Buckman— repulsiva para cualquier persona normal.
—¿Y es normal ese Maime? ¿Cómo lo sabes? ¿Te has acostado con él?
—Si no te largas de aquí —dijo con voz muy baja, enfrentándose con ella a dos escritorios de distancia—, haré que te fusilen. Te lo juro por Dios.
Ella alzó sus musculosos hombros. Y sonrió.
—Nada te atemoriza —dijo él acusadoramente—. Y es desde tu operación cerebral. Sistemática y deliberadamente hiciste que te extirparan todos los centros humanos. Ahora eres... —luchó por hallar las palabras: Alys siempre le hacía perder de aquel modo el control, llegando incluso a destruir su habilidad en el uso de las palabras—, eres —dijo, atragantándose—, eres una máquina de reflejos que se pasa el día dándose gusto, incesantemente, como una rata en un experimento. Te has conectado un cable de nódulo del placer a tu cerebro, y aprietas el botón cinco mil veces por hora durante cada día de tu vida, mientras no estás dormida. Y no entiendo el porqué te molestas en dormir: ¿por qué no te estás dando gusto veinticuatro horas al día?
Esperó, pero Alys no le dijo nada.
—Algún día —añadió él—, uno de los dos morirá.
—¿Y? —dijo ella, alzando una delgada ceja verde.
—Uno de nosotros —continuó Buckman— sobrevivirá al otro. Y este se alegrará de ello.
El teléfono de la línea pol que había sobre el mayor de los escritorios lanzó un zumbido. Pensativamente, Buckman lo tomó. En la pantalla aparecieron las facciones cansadas y drogadas de McNulty.
—Lamento molestarle, general Buckman, pero acabo de recibir la llamada de uno de mis ayudantes. No hay en Omaha ninguna partida de nacimiento extendida nunca a nombre de ningún Jason Taverner.
Pacientemente, Buckman dijo:
—Entonces, es un seudónimo.
—Tomamos sus huellas dactilares, registros de voz, huellas de los pies, electroencefalograma. Lo enviamos todo a la Central Uno, al banco central de datos de Detroit. No hay coincidencia alguna. No existen ni huellas dactilares, ni registros de voz, ni huellas de pies, ni electroencefalogramas similares en ningún banco de datos de toda la Tierra. —McNulty logró erguirse y gimió con tono de disculpa—: Jason Taverner no existe.
VIII
En aquel momento, Jason Taverner no deseaba regresar con Kathy. Ni tampoco, decidió, deseaba volver a probar con Heather Hart. Se palmeó el bolsillo de su chaqueta: todavía tenía su dinero y, gracias al pase de la policía, podía viajar libremente a cualquier lugar. Un pase de la policía era un pasaporte a cualquier punto del planeta: hasta que no lo aprobasen podía viajar donde quisiese, incluidas las áreas no mejoradas tales como ciertas islas específicas y aceptadas del Pacífico Sur que aún seguían infestadas por las junglas. Allí quizá no lo hallasen durante meses, sobre todo dado lo que podría comprar con su dinero en un punto de área abierta como aquellos.
Tengo tres cosas a mi favor, se dijo. Tengo dinero, buen aspecto, y mi personalidad. Cuatro cosas: también tengo cuarenta y dos años de experiencia como seis.
Un apartamento.
Pero, pensó, si alquilo un apartamento, el gerente del rotive tendrá que tomar mis huellas dactilares, como le ordena la ley; y serán enviadas rutinariamente a la Central de Datos-Pol... y en cuanto la policía haya descubierto que mis tarjetas de identidad son falsas, descubrirán que tienen una línea directa hacia mí. Así que de eso nada.
Lo que necesito, se dijo a sí mismo, es hallar a alguien que ya tenga un apartamento. A su nombre, con sus huellas.
Y eso significa otra muchacha.
¿Y dónde encuentro a otra?, se preguntó a sí mismo. Y ya tenía la respuesta en la punta de la lengua: en un salón de cóctel de primera categoría. Del estilo al que van tantas mujeres, uno en el que haya un trío de combo tocando cosas de jazz, y mejor si son negros. Bien vestidos, claro.
¿Y voy yo lo bastante bien vestido?, se preguntó. Y echó una ojeada a su traje de seda hecho a medida bajo la fija luz blanca y ropa de un gran cartel de la AAMCO. No era su mejor traje, pero casi... aunque estaba arrugado. Bueno, en la penumbra de un salón de cóctel no se vería.
Llamó a un taxi, y pronto estuvo sutileando hacia la parte más aceptable de la ciudad, aquella a la que se hallaba acostumbrado, o al menos a la que había estado acostumbrado durante los años más recientes de su vida, de su carrera. Cuando había llegado a la mismísima cumbre.
Un club, pensó, en donde haya estado. Un club que conozca bien. En que conozca al maître, a la chica del vestuario, a la chica que vende flores... a menos que también ellos, como yo, hayan cambiado de algún modo.
Aunque lo cierto es que parecía que no había cambiado nada, excepto él mismo. Sus circunstancias. No las de ellos.
El Salón del Zorro Azul en el Hotel Hayette de Reno. Había actuado allí en un cierto número de ocasiones; conocía bien el local, y perfectamente al personal.
Le dijo al taxi:
—A Reno.
De un modo maravilloso, el taxi despegó con un amplio movimiento que lo inclinaba hacia la derecha; notó como su cuerpo se alzaba, y disfrutó con la sensación. El taxi fue tomando velocidad: habían entrado en un corredor aéreo prácticamente no utilizado, y el límite superior de velocidad era probablemente de casi dos mil kilómetros por hora.
—Desearía utilizar el teléfono —dijo Jason.
Se abrió la pared izquierda del taxi, y de ella se deslizó un visiófono, con su cordón enrollado en forma barroca.
Se sabía de memoria el número del Salón del Zorro Azul, lo marcó, esperó, oyó un clic, y luego una madura voz masculina que decía:
—Salón del Zorro Azul, en donde Freddy Hidrocefálico actúa en dos espectáculos cada noche, a las ocho y a las doce; solo treinta dólares de entrada, y se le suministran chicas mientras contempla el espectáculo. ¿En qué puedo servirle?
—¿Hablo con el viejo y buen Mike el Saltarín? —dijo Jason—. ¿El gran Mike el Saltarín?
—Sí, desde luego que lo soy —desapareció el tono de formalidad de la voz—. ¿Puedo preguntar con quién estoy hablando?
Una cálida carcajada.
Inspirando profundamente, Jason dijo:
—Soy Jason Taverner.
—Lo lamento, señor Taverner —Mike el Saltarín parecía confundido—. Justo en este instante no acabo de...
—Ha pasado mucho tiempo —le interrumpió Jason—. ¿Puedes darme una mesa situada cerca de la parte delantera...?
—El Salón del Zorro Azul está totalmente reservado, señor Taverner —Mike el Saltarín rugía como hacen a menudo los gordos—. Lo lamento mucho.
—¿No hay ninguna mesa? —preguntó Jason—. ¿A ningún precio?
—Lo lamento, señor Taverner. No hay ninguna —la voz se fue difuminando en dirección al infinito—. Pruebe de nuevo dentro de un par de semanas.
El bueno y viejo Mike el Saltarín colgó.
Silencio.
Maldita sea su estampa, dijo para sí mismo Jason.
—Vaya —dijo en voz alta—. Maldita sea. —Hizo rechinar los dientes, causando oleadas de dolor en su nervio trigémino.
—¿Nuevas instrucciones, muchachote? —le preguntó indiferentemente el taxi.
—Nos vamos a Las Vegas —rechinó Jason. Probaré con el Salón de Nellie Melba o en el Drake's Arms, decidió. No hacía mucho había tenido buena suerte en aquel lugar, en un momento en que Heather Hart había estado cumpliendo un contrato en Suecia. Un razonable número de chicas de razonablemente alta clase merodeaban por allí, jugando, bebiendo, viendo el espectáculo, haciendo su propio espectáculo. Valía la pena intentarlo, si el Salón del Zorro Azul... y los otros de su especie, le estaban vedados. Después de todo, ¿qué podía perder?
Media hora más tarde, el taxi lo depositó en el campo del tejado del Drake's Arms. Estremeciéndose bajo el gélido aire nocturno, Jason se dirigió hacia la alfombra real de descenso; un momento más tarde había saltado de la misma, introduciéndose en el calor-color-luz-movimiento del Salón de Nellie Melba.
Eran las 7.30. Pronto comenzaría el primer espectáculo. Alzó la vista hacia el cartel: también allí actuaba Freddy Hidrocefálico, pero en una grabación inferior a precios más bajos. Quizá me recuerde, pensó Jason. Pero probablemente no. Y luego, mientras pensaba más detenidamente en aquello, se dijo que no había la menor posibilidad.
Si Heather Hart no lo recordaba, nadie lo recordaría.
Se sentó en la atestada barra, en el único taburete libre, y cuando el camarero se fijó finalmente en él le pidió un escocés caliente con miel. Sobre el mismo flotaba un trozo de mantequilla.
—Son tres dólares —le dijo el camarero.
—Póngalo en mi... —comenzó a decir Jason, pero lo dejó correr. Sacó un billete de a cinco.
Y entonces se fijó en ella.
Estaba sentada algo más allá. Había sido su amante hacía algunos años, y no la había visto desde la prehistoria. Pero aún tiene buen tipo, observó, a pesar de que ya es mayor. ¡Mira que encontrarse allí con Ruth Rae!
Había que decir algo en favor de Ruth Rae: era lo bastante inteligente como para no dejar que su piel se tostase demasiado. Nada envejece tanto la piel de una mujer como el bronceado, y pocas mujeres parecen saberlo. Para una mujer de la edad de Ruth —suponía que ahora tendría los treinta y ocho o treinta y nueve— el bronceado hubiera convertido su piel en cuero arrugado.
Además, vestía bien. Sabía mostrar su excelente tipo. Si el tiempo hubiera sido un poco más compasivo con su rostro... De cualquier modo, Ruth seguía teniendo un hermoso cabello negro, que llevaba peinado hacia arriba, desde la nuca. Pestañas de plástico, y rayas de brillante púrpura en sus mejillas, como si hubiese sido arañada por unas zarpas de tigre psicodélico.
Vestida con un sari de colorines, descalza, pues, como siempre, habría tirado por algún rincón sus zapatos de tacón alto, y no llevando puestas sus gafas, no le pareció que estuviera nada mal. Ruth Rae, consideró. Se hace su propia ropa. Tiene unas bifocales que jamás se pone cuando hay alguien a su alrededor... excluyéndome a mí. ¿Seguirá leyendo el libro que selecciona cada mes el Club del Libro?
¿Seguirá gustándole leer esas interminablemente aburridas novelas acerca de raras conductas sexuales en pequeñas ciudades, extrañas pero aparentemente normales, del medio oeste?
Aquella era una de las cosas más importantes de Ruth Rae: su obsesión por el sexo. Un año que él recordaba se había ido a la cama con sesenta hombres, sin incluirle a él: él había entrado y salido antes, cuando las puestas no eran tan altas.
Y a ella siempre le había gustado su música. A Ruth Rae le gustaban los vocalistas sexy, las baladas pop y los conjuntos de cuerda dulces... repugnantemente dulces. En una ocasión había montado, en su apartamento de Nueva York, un enorme sistema cuadrafónico, viviendo, más o menos, dentro del mismo, comiendo bocadillos dietéticos y bebiendo repugnantes bebidas, heladas y pegajosas, hechas con nada. Escuchando cuarenta y ocho horas seguidas disco tras disco de los Cuerdas Púrpuras, un conjunto que él abominaba.
Dado que sus gustos generales lo hacían estremecerse, le molestaba ser él mismo uno de sus favoritos. Era una anomalía que jamás había logrado explicarse.
¿Qué más recordaba de ella? Cucharadas soperas de un aceitoso fluido amarillo cada mañana: vitamina E. Y, cosa extraña, no parecía tener efectos negativos en su caso: su resistencia erótica se incrementaba con cada cucharada. Prácticamente se podía decir que rezumaba lujuria.
Y también recordaba que odiaba a los animales. Esto le hizo pensar en Kathy y su gato Domenico. Ruth y Kathy no podrían congeniar, se dijo a sí mismo. Pero eso tampoco importaba: jamás iban a conocerse.
Deslizándose de su taburete, llevó su vaso a lo largo de la barra hasta que se halló frente a Ruth Rae. No esperaba que lo recordase, pero en otro tiempo había estado muy loca por él... ¿Por qué no podía volverse a repetir aquello? Nadie era mejor juez de las oportunidades sexuales que Ruth.
—Hola —dijo.
Cegatonamente, pues no llevaba puestas las gafas, Ruth Rae alzó la cabeza, estudiándolo.
—Hola —rechinó en su voz enronquecida por el bourbon—. ¿Quién eres?
—Nos conocimos hace unos años en Nueva York —explicó Jason—. Yo tenía un pequeño papel en un episodio de The Phantom Baller... Si recuerdo bien, tú te ocupabas de los trajes.
—El episodio —rechinó Ruth Rae— en el que Phantom Baller era asaltado por piratas maricas de otro período temporal. —Se echó a reír, y luego le sonrió—. ¿Cuál es tu nombre? —inquirió.
—Jason Taverner —dijo Jason.
—¿Recuerdas mi nombre?
—Oh, sí —contestó él—. Ruth Rae.
—Ahora me llamo Ruth Gomen —rechinó ella—. Siéntate.
Jason atisbó a su alrededor, pero no vio ningún taburete vacío.
—Hay una mesa ahí —dijo ella.
Descendió supercuidadosamente de su taburete, y trastabilló en dirección a una mesa vacía. El la tomó por el brazo y la guió. Al fin, tras unos instantes de difícil navegación, consiguió sentarla, haciéndolo él también, muy cerca.
—Se te ve tan hermosa como... —comenzó a decir, pero ella lo cortó bruscamente.
—Soy vieja —rechinó—. Tengo treinta y nueve años.
—Eso no es ser viejo —dijo Jason—. Yo tengo cuarenta y dos.
—Para un hombre está bien. Pero no para una mujer. —Contempló lacrimosamente su martini medio alzado—. ¿Sabes lo que hace Bob? ¿Bob Gomen? Cría perros. Enormes perrazos ladradores y entrometidos de largo pelo. Incluso se meten en el refrigerador.
Sorbió tristemente su martini y luego, de pronto, su rostro brilló con animación; se giró hacia él y le dijo:
—¡Tu aspecto no es de tener cuarenta y dos años! ¡Tienes un aspecto excelente! ¿Sabes lo que opino? Deberías trabajar en la tele, en las películas.
—He trabajado algo en TV —dijo cautamente Jason—. Un poco.
—Oh, en cosas como el Programa del Phantom Baller. —Ruth Rae asintió con la cabeza—. Bueno, enfrentémonos con ello: ninguno de los dos logró el éxito.
—Brindaré por eso —le contestó él, irónicamente divertido; sorbió su whisky con miel. La mantequilla ya se había fundido.
—Creo que te recuerdo —dijo Ruth Rae—. ¿No tenías los planos para una casa en medio del Pacífico, a más de mil kilómetros de la costa de Australia? ¿Eras tú?
—Era yo —dijo él, mintiendo.
—Y tenías una aeronave Rolls Royce.
—Sí —dijo Jason. Aquello era cierto.
Ruth Rae comentó, sonriendo:
—¿Sabes lo que estoy haciendo aquí? ¿Tienes la más remota idea? Estoy tratando de ver, de conocer, a Freddy Hidrocefálico. Estoy enamorada de él. Rió, con la sonora carcajada que recordaba de los viejos tiempos—. No dejo de enviarle notas manuscritas que dicen: «te amo», y él me devuelve notas mecanografiadas que dicen: «no deseo relaciones íntimas; tengo problemas personales».
Se rió de nuevo, y terminó su bebida.
—¿Otra? —preguntó Jason, alzándose.
—No —Ruth Rae negó con la cabeza—. No beberé más. Hubo un tiempo... —hizo una pausa, con el rostro preocupado—. Me pregunto si alguna vez te ha pasado algo así, aunque, por tu aspecto, diría que no.
—¿Qué te pasó?
Ruth Rae explicó, jugueteando con su vaso vacío:
—Me pasaba todo el tiempo bebiendo. Empezaba a las nueve de la mañana. ¿Y sabes lo que me pasó? Que eso hizo que pareciese mucho más vieja. Como si tuviera cincuenta años. Maldito alcohol. Sea lo que sea lo que más temas, el alcohol hace que te suceda. En mi opinión, el alcohol es el mayor enemigo de la vida. ¿Estás de acuerdo?
—No estoy seguro —contestó Jason—. Creo que en la vida hay peores enemigos que el alcohol.
—Supongo que sí. Por ejemplo, los campos de trabajos forzados. ¿Sabes que trataron de enviarme a uno de ellos, el año pasado? Realmente lo pasé muy mal; no tenía dinero, pues aún no había conocido a Bob Gomen, y trabajaba para una compañía de ahorros y préstamos. Un día llegó un depósito en efectivo... billetes de cincuenta dólares, tres o cuatro. —Pasó un tiempo en introspección—. El caso es que los tomé, y tiré el sobre y el impreso del depósito a la máquina trituradora de papel. Pero me atraparon. Era una trampa... todo estaba preparado.
—Oh —exclamó él.
—Pero... Mira, mantenía relaciones con mi jefe. Los pols querían llevarme a un campo de trabajos forzados, uno que hay en Georgia, en donde los trabajadores me hubieran violado en cadena hasta matarme, pero mi jefe me protegió. Sigo sin saber cómo lo hizo, pero me soltaron. Le debo mucho a ese tipo, y ya nunca voy a verle. Una nunca ve a la gente que realmente la quiere y la ayuda; siempre anda liada con desconocidos.
—¿Me consideras un desconocido? —preguntó Jason. Recuerdo una cosa más de ti, Ruth Rae, se dijo a sí mismo: siempre tienes un apartamento impresionantemente caro. Sea con quien sea que estés casada, siempre vives bien.
Ruth Rae lo miró inquisitivamente.
—No. Te considero un amigo.
—Gracias. —Teniendo el brazo, Jason tomó su seca mano y la apretó por un segundo, soltándola justo en el momento adecuado.
IX
El apartamento de Ruth Rae asombró a Jason Taverner por lo lujoso. Se dijo que debía costarle al menos cuatrocientos dólares diarios. Bob Gomen debía tener unas buenas finanzas, pensó. O, al menos, debió tenerlas.
—No debías haber comprado esta botella de Vat 69 —dijo Ruth mientras tomaba su chaqueta, llevándola con su propio chaquetón hacia un armario que se abría solo—. Tengo Cutty Sark y bourbon de Hiram Walker...
Más tarde Jason tuvo que reconocer que había aprendido mucho desde la última vez en que habían dormido juntos. Podía asegurarlo. Molido, yacía ahora sobre las sábanas de la cama de agua, frotándose un lugar que tenía despellejado en la punta de la nariz. Ruth Rae, o mejor dicho la señora Ruth Gomen, estaba sentada en la moqueta del suelo, fumando un Pall Mall. Ninguno de los dos había hablado desde hacía un tiempo; la habitación se había quedado en silencio. Y, pensó, tan vacía como lo estoy yo. ¿No hay algún principio de termodinámica, se dijo, que afirma que el calor no puede ser destruido, sino tan sólo transferido? Pero también existe la entropía.
Ahora noto en mí el peso de la entropía, pensó. Me he descargado en un vacío, y nunca recuperaré lo que he dado. Sólo va en un sentido. Sí, pensó. Estoy seguro de que esta es una de las leyes fundamentales de la termodinámica.
—¿Tienes una máquina enciclopédica? —preguntó a la mujer.
—Infiernos, no. —La preocupación apareció en su rostro de ciruela. De ciruela... Borró la imagen de su mente. No le parecía justa. Su cansado rostro, decidió. Aquello era más adecuado.
—¿En qué estás pensando? —preguntó él.
—No, dime en qué estás pensando tú —replicó Ruth—. ¿Qué hay en ese gran cerebro supersecreto de conciencia tipo alfa que tienes?
—¿Recuerdas a una chica llamada Mónica Buff? —preguntó Jason.
—¡Que si la recuerdo! Mónica Buff fue cuñada mía durante seis años. En todo este tiempo jamás se lavó ni una sola vez el cabello. Tenía un cabello enmarañado, sucio, color marrón oscuro, que parecía la pelambrera de un perro y colgaba alrededor de su hinchado rostro Y su sucio y corto cuello.
—No me di cuenta de que no te caía bien.
—Jason, le gustaba robar. Si dejabas olvidado el bolso, te lo robaba todo; y no sólo los billetes, sino también las monedas. Tenía la mente de una urraca y la voz de un cuervo, eso cuando hablaba, lo cual gracias a Dios no era muy a menudo. ¿Sabes que esa individua acostumbraba a pasar seis o siete o... incluso en una ocasión ocho días sin decir una sola palabra? Se limitaba a estar acurrucada en un rincón como si fuera una araña con las patas fracturadas, rasgando esa vieja guitarra de cinco dólares que tenía y cuyos acordes jamás se había aprendido. De acuerdo, parecía bonita, a su descuidada manera. Lo admito. Si es que te gustan las cosas así.
—¿Cómo lograba mantenerse? —preguntó Jason. Había conocido a Mónica Buff durante poco tiempo, gracias a Ruth. Pero durante aquel tiempo había tenido con ella una relación breve pero muy profunda.
—Robaba tiendas —dijo Ruth Rae—. Tenía esa gran bolsa de paja que se había comprado en Baja California... y acostumbraba a llenarla de cosas y luego salir de la tienda con la cara más inocente del mundo.
—¿Cómo es que no la atraparon?
—Lo hicieron. Le pusieron una multa, y su hermano logró la pasta, así que de nuevo salió a la calle, caminando descalza... lo digo en serio... a lo largo de la Avenida Shrewsbury de Boston, robando albaricoques en las fruterías. Acostumbraba a pasar diez horas diarias en lo que ella llamaba «ir de compras». —Mirándole con ira, Ruth dijo—: ¿Sabes otra cosa que hacía, y por lo que nunca la atraparon? —Ruth bajó la voz—. Acostumbraba a alimentar a estudiantes fugitivos.
—¿Y jamás la detuvieron por eso? —el dar alimentos o albergar a un estudiante fugitivo representaba dos años en un campo de trabajos forzados... la primera vez. La segunda, la sentencia era de cinco años.
—No, jamás la detuvieron. Si pensaba que un equipo de la pol estaba a punto de efectuar un registro, telefoneaba a toda prisa al Centro-pol y decía que un hombre estaba tratando de entrar en su casa, y entonces se las ingeniaba para sacar al estudiante fuera, cerrando la puerta con llave, y cuando llegaban los pols, allí estaba él, golpeando la puerta tal como ella había dicho. Así que se lo llevaban a él, y a ella la dejaban tranquila. —Ruth cloqueó—. En una ocasión la oí hacer una de esas llamadas. Por la forma en que hablaba, ese hombre...
—Mónica fue mi amante durante tres semanas —afirmó Jason—. Hace más o menos unos cinco años.
—¿La viste lavarse el cabello durante ese tiempo?
—No —admitió él.
—Y tampoco se bañaba —afirmó Ruth—. ¿Por qué desearía un tipo bien parecido como tú tener un asunto con una individua rara, sucia y delgaducha como esa Mónica Buff? Seguro que no la podías llevar a ninguna parte: hedía.
—Hebefrenia —dijo Jason.
—Sí —asintió Ruth con la cabeza—. Ese era el diagnóstico. No sé si lo sabes, pero al final desapareció durante una de sus salidas para «ir de compras»: se fue y jamás regresó; nunca volvimos a verla. Ahora debe estar ya muerta. Aún aferrada a esa bolsa de paja que se compró en Baja. Ese fue el momento más importante de toda su vida, aquel viaje a Méjico. Incluso se bañó en aquella ocasión, y le arreglé el cabello... después de habérselo lavado media docena de veces. ¿Qué es lo que te gustaba de ella? ¿Cómo podías soportarla?
—Me gustaba su sentido del humor —explicó Jason.
No es justo, pensó, comparar a Ruth con una muchacha de diecinueve años, ni incluso con Mónica Buff. Pero... la comparación seguía allí, en su mente, haciéndole imposible sentir ninguna atracción hacia Ruth Rae.
Por muy buena, o al menos por muy experta que fuera en la cama.
Estoy utilizándola, pensó. Tal como Kathy me utilizó. Tal como McNulty utilizó a Kathy.
McNulty. ¿No llevaré un microtrans, en alguna parte?
Con rapidez, Jason Taverner agarró su ropa y la llevó a toda prisa al baño. Allí, sentado en el borde de la bañera, comenzó a inspeccionar cada artículo.
Le llevó media hora, pero al fin lo localizó. A pesar de lo pequeño que era. Lo echó al water y tiró de la cadena; estremecido, regresó al dormitorio. Así que, después de todo, saben donde estoy, se dijo. No puedo quedarme aquí.
He puesto en peligro la vida de Ruth Rae por nada.
—Espera —dijo en voz alta.
—¿Sí? —contestó Ruth, apoyada cansinamente contra la pared del baño, con los brazos cruzados bajo sus senos.
—Los microtransmisores —dijo lentamente Jason— sólo dan localizaciones aproximadas. A menos que alguien les siga la pista físicamente, utilizando como guía su señal.
Hasta entonces...
No podía estar seguro. Después de todo, McNulty lo había estado esperando en el apartamento de Kathy. ¿Pero había ido McNulty allá en respuesta al microtransmisor, o bien porque sabía que era donde vivía Kathy? Atontado por tanta ansiedad, sexo y escocés, no podía recordar; se quedó sentado en el borde de la bañera, frotándose la frente, luchando por pensar, por recordar exactamente lo que había sido dicho cuando él y Kathy habían entrado en la habitación de ella para encontrarse a McNulty esperándoles.
Ed, pensó. Dijeron que Ed me había implantado el microtrans. Así que me localizó. Pero...
De todos modos, quizá solo les indicase el área general. Y habían deducido, de modo correcto, que sería en el apartamento de Kathy.
Le dijo a Ruth Rae, quebrándosela la voz:
—Maldita sea, espero que no haya puesto tras ti a una jauría de pols; sería demasiado. Realmente demasiado. —Agitó la cabeza, tratando de aclararla—. ¿Tienes algo de café supercaliente?
—Voy a conectar la cocina automática —Ruth Rae se marchó descalza, llevando puesto tan sólo un brazalete cuadrado, pasando del baño a la cocina. Un momento más tarde regresó con un gran tazón de plástico con un letrero que decía Keep on truckin, rebosante de café. Lo tomó y se bebió el humeante líquido.
—No puedo quedarme —dijo—. Ya no. Y de todos modos, eres demasiado vieja.
Ella se quedó mirándolo, ridículamente, como una muñeca rota y pisoteada. Y luego escapó corriendo hacia la cocina. ¿Por qué he dicho esto?, se preguntó Jason a sí mismo. Es la presión y mis temores. La siguió.
Ruth apareció en la puerta de la cocina, llevando en alto una bandeja de piedra pómez con el letrero Souvenir of Knotts Berry Farm. Corrió ciega hacia él, y la hizo descender sobre su cabeza, con su boca temblando. En el último instante, él logró alzar su codo izquierdo y recibir allí el golpe. La bandeja de piedra pómez se rompió en tres trozos irregulares, y de su codo brotó sangre.
Miró la sangre, los trozos rotos en el suelo, y luego a ella.
—Lo siento —dijo ella, siseando débilmente. Apenas pronunciando las palabras.
—Yo también —contestó Jason.
—Te pondré un vendaje adhesivo en el corte —se dirigió hacia el baño.
—No —dijo él—. Me voy. Es un corte limpio. No se infectará.
—¿Por qué me has dicho eso? —preguntó Ruth con voz ronca.
—A causa —contestó él— de mis propios temores ante la vejez. A causa de que están desgastándome, están desgastando todo lo que me queda. Prácticamente ya no me queda energía. Ni siquiera para un orgasmo.
—Pues lo has hecho muy bien.
—Pero ha sido el último —dijo él. Se dirigió hacia el baño, y allí se lavó la sangre del brazo, haciendo que el agua fría fluyese sobre el corte hasta que se inició la coagulación. Cinco minutos, cincuenta; no podía decirlo. Se limitó a estar allí, manteniendo el codo bajo el grifo. Ruth Rae se había ido Dios sabe adónde. Probablemente a dar el chivatazo a los pols, se dijo a sí mismo. Estaba demasiado exhausto para que aquello le importase.
Infiernos, pensó. Después de lo que le he dicho, no puedo culparla.
X
—No —dijo el General de la Policía Félix Buckman, agitando rígidamente su cabeza—. Jason Taverner existe. De algún modo ha conseguido eliminar sus datos de todos los archivos.
Meditó.
—¿Está seguro de que puede echarle la mano encima, si es preciso? —preguntó.
—Hay un problema en eso, señor Buckman —dijo McNulty—. Ha encontrado el microtrans, y se ha deshecho de él. Así que no sabemos si aún sigue en Las Vegas. Si tiene el mejor sentido común se habrá largado, y eso es lo que probablemente habrá hecho.
—Será mejor que regrese usted aquí —dijo Buckman—. Si puede eliminar datos materiales de primera fuente como son esos de nuestros archivos, tiene que estar metido en alguna actividad efectiva que probablemente sea de primera importancia. ¿Cómo es de precisa la localización que tenemos de él?
—Está... estaba localizado en un apartamento entre ochenta y cinco de un ala de un complejo de seiscientas unidades, todas ellas caras y de moda, en el Distrito de West Fireflash, en un lugar denominado Copperfield II. —Será mejor que pida a Las Vegas que registren las ochenta y cinco unidades hasta que lo hallen. Y cuando lo encuentren, que me lo envíen directamente por vía aérea. Pero sigo queriendo verle a usted en su despacho. Tómese un par de estimulantes, olvídese de ese sueño drogado, y venga aquí.
—Sí, señor Buckman —dijo McNulty con un deje de dolor. Hizo una mueca.
—No creo que vayan a hallarlo en Las Vegas —afirmó Buckman.
—No, señor.
—Quizá sí. Al deshacerse del microtrans, tal vez piense que está ya a salvo.
—Le suplico que me permita opinar lo contrario —dijo McNulty—. Al hallarlo, habrá sabido que lo hemos tenido localizado hasta allí, en West Fireflash. Se largará, y rápidamente.
—Lo habría hecho si la gente actuase de un modo racional —dijo Buckman—. Pero generalmente no lo hace. ¿O es que aún no se ha dado cuenta de esto, McNulty? La mayor parte de las veces actúan de un modo caótico.
Lo cual, meditó, probablemente les sea más útil... pues los convierte en menos predecibles.
—Ya me he fijado en eso...
—Quiero verle en su escritorio dentro de media hora —dijo Buckman, y cortó la comunicación. El aspecto pedante de McNulty, y el letargo producido por las drogas, siempre le irritaban.
Alys, que lo estaba observando, comentó:
—Un hombre que se ha hecho a sí mismo no existente. ¿Había sucedido esto antes?
—No —contestó Buckman—. Ni tampoco ha sucedido ahora. En algún lugar, en algún rincón oscuro, debe haber olvidado un microdocumento de naturaleza secundaria. Seguiremos buscando hasta que lo hallemos. Más pronto o más tarde confrontaremos un registro de voz o un electroencefalograma, y entonces sabremos quién es en realidad.
—Quizá sea exactamente quien dice que es —Alys había estado examinando las grotescas notas de McNulty—. El individuo pertenece al gremio de los músicos. Dice que es cantante. Quizá lo mejor sería una grabación de voz...
—Fuera de mi oficina —dijo Buckman.
—Sólo estoy especulando. Quizá haya grabado ese nuevo éxito de los pornodiscos: «Baja, Moisés», que...
—Te diré lo que vas a hacer —le dijo Buckman—. Vete a casa, y busca en el estudio, en un sobre de plástico transparente que hay en el cajón central de mi escritorio de nogal. Encontrarás un ejemplar no muy matasellado y perfectamente centrado del sello negro de un dólar emitido por el Trans-Mississippi. Lo he logrado para mi propia colección, pero puedes quedártelo para la tuya; ya conseguiré otro. Pero vete. Vete, toma ese maldito sello y colócalo en tu propio álbum, y te lo metes en tu caja fuerte para siempre. No vuelvas a mirarlo nunca; limítate a tenerlo. Y déjame solo en mi trabajo. ¿Trato hecho?
—Jesús —dijo Alys, con los ojos llenos de luz—. ¿Dónde lo has conseguido?
—Me lo dio un prisionero político que estaba camino de un campo de trabajos forzados. Me lo cambió por su libertad. Pensé que era un acuerdo muy equitativo. ¿No te parece?
—El sello más hermoso jamás impreso. En cualquier época. Por cualquier país —susurró Alys.
—¿Lo quieres? —le preguntó él.
—Sí. —Salió de la oficina, entrando en el pasillo—. Te veré mañana. Pero no tienes que darme algo así para hacer que me vaya: deseo ir a casa, darme una ducha, cambiarme de ropa y meterme en la cama durante algunas horas. Por otra parte, si lo deseas...
—Lo deseo —dijo Buckman. Y, para sí mismo, añadió: porque te tengo tanto miedo, de un modo tan básico, tan ontológico, porque temo tanto todo lo que a tí se refiere, que incluso temo tu aceptación de irte. ¡Incluso le temo a eso!
¿Por qué?, se preguntó a sí mismo, mientras la contemplaba dirigirse al tubo ascensor privado para detenidos que se hallaba en el extremo más alejado de su grupo de oficinas. Ya desde niña le temía. Y creo que es porque, conjeturó, en alguna forma fundamental que no comprendo, no juega siguiendo las reglas. Todos tenemos reglas; difieren entre sí, pero todos jugamos según ellas. Por ejemplo, no asesinamos a un hombre que acaba de hacernos un favor. Incluso en este estado policial, ni siquiera nosotros dejamos de observar esta regla. Y no destruimos deliberadamente objetos que nos resulten preciosos. Pero Alys es capaz de irse a casa, tomar el sello negro de un dólar, y prenderle fuego con su cigarrillo. Lo sé, y, sin embargo, se lo he regalado; aún estoy aferrándome a la idea de que de alguna manera y en algún momento volverá a jugar del mismo modo que lo hacemos los demás.
Pero nunca lo hará.
Y la razón por la que le he ofrecido el sello negro de un dólar, pensó, ha sido simplemente porque confiaba en atraerla, en tentarla, para que regresase a las reglas que podemos comprender. Reglas que el resto de nosotros aplicamos. Estoy sobornándola, y es una pérdida de tiempo. Si no lo es de mucho más... Yo lo sé, y ella lo sabe. Sí, pensó. Probablemente prenderá fuego al sello negro de un dólar, el mejor sello jamás emitido, un ejemplar filatélico que no he visto poner a la venta en toda mi vida. Ni siquiera en las subastas. Y cuando yo vaya a casa, me enseñará sus cenizas. Quizá deje un extremo sin quemar, para demostrarme que lo ha hecho realmente.
Y yo la creeré. Y aún tendré más miedo.
Hoscamente, el General Buckman abrió el tercer cajón de su gran escritorio y colocó una bobina de cinta magnética en el pequeño aparato que allí tenía. «Arias de Dowland para cuatro voces...». Se quedó escuchando una que le gustaba mucho de entre todas las canciones que había en los volúmenes para laúd de Dowland.
...Pues ahora, abandonado y solitario
me siento, suspiro, sollozo, me desmayo, muero,
en dolor mortal e interminable miseria.
El primer hombre, recapacitó Buckman, que escribió una pieza de música abstracta. Sacó la grabación, puso otra en el laúd, y se quedó escuchando la «Lachrimae Antiquae Pavan». De esto, se dijo a sí mismo, acabaron por salir los cuartetos finales de Beethoven y todo lo demás. Exceptuando a Wagner.
Detestaba a Wagner. A Wagner y a todos los que eran como él, tales como Berlioz, pues habían hecho retroceder tres siglos a la música. Hasta que Karl-Heinz Stockhausen la había vuelto a poner al corriente con su «Gesang der Jünglinge».
De pie junto al escritorio, dejó caer por un momento la vista en la reciente foto cuatridimensional de Jason Taverner... la foto tomada por Katherine Nelson. Qué hombre tan apuesto, pensó. Tenía un aire casi profesionalmente apuesto. Bueno, al fin y al cabo es un cantante; todo concuerda. Está en el negocio de los espectáculos.
Tocando la foto cuatridimensional, la escuchó decir:
—¿Qué tal ahora, vaca marrón? —y sonrió. Y, escuchando una vez más la «Lacrimae Antiquae Pavan», pensó:
Fluyan mis lágrimas...
¿Realmente tengo el alma de un pol?, se preguntó a sí mismo. ¿Gustándome unas palabras y una música como ésta? Sí, pensó, soy un pol excelente, porque no pienso como un pol. Por ejemplo, no pienso como McNulty, que siempre será... ¿Cómo lo decían antes?, que siempre será un cerdo durante toda su vida. No pienso como la gente que estamos tratando de detener, sino como la gente importante que estamos tratando de detener. Como ese hombre, pensó, ese Jason Taverner. Tengo la corazonada, una intuición irracional pero maravillosamente funcional, de que aún se halla en Las Vegas. Lo atraparemos allí, y no donde piensa McNulty, que racional y lógicamente supone que estará en algún otro lugar.
Soy como Byron, pensó, luchando por la libertad, entregando su vida en la lucha por Grecia. Sólo que no estoy luchando por la libertad; lucho por una sociedad coherente.
¿Es esto realmente cierto?, se preguntó a sí mismo. ¿Es por esto por lo que hago lo que hago? ¿Para crear orden, estructura y armonía? Reglas. Sí, pensó; las reglas son horriblemente importantes para mí, y es por eso por lo que Alys me amenaza; es por eso por lo que puedo enfrentarme con tantas cosas, pero no con ella.
Gracias a Dios, no todos son como ella, se dijo a sí mismo. De hecho, gracias a Dios, ella es única en su especie.
Apretando un botón del interfono de su escritorio, dijo:
—Por favor, Herb, ¿quiere venir aquí?
Herbert Maime entró en la oficina con un montón de tarjetas de computadora en sus manos; parecía preocupado.
—¿Quiere hacer una apuesta, Herb? —dijo Buckman—. ¿Apuesta algo a que ese Jason Taverner sigue aún en Las Vegas?
—¿Por qué se está usted preocupando con un asunto tan ridículo, tan poco importante? —le preguntó Herb—. Eso está al nivel de McNulty, pero no al suyo.
Sentándose, Buckman comenzó un descuidado jugueteo con el visiófono: hizo aparecer las banderas de varias naciones extintas.
—Fíjese en lo que ha hecho ese hombre. De algún modo, ha logrado eliminar todos los datos referentes a él de todos los archivos del planeta, y de las colonias lunares y marcianas... McNulty ha probado incluso allí. Piense por un minuto en lo que se necesitaría para hacer tal cosa. ¿Dinero? Enormes sumas. ¿Sobornos? Astronómicos. Si Taverner ha utilizado ese tipo de sobornos, entonces es que está jugando a algo grande. ¿Influencias? La misma conclusión: tiene mucho poder, y debemos considerarlo como una figura principal. Lo que más me preocupa es a quién representa; pienso que algún grupo, de algún lugar de la Tierra, lo está apoyando, pero no tengo ni idea del porqué ni quién. De acuerdo: eliminan todos los datos referentes a él; Jason Taverner es el hombre que no existe. Pero, habiendo hecho esto, ¿qué es lo que han logrado?
Herb reflexionó.
—No puedo imaginármelo —prosiguió Buckman—. No tiene ningún sentido. Pero si están interesados en lograrlo, debe significar algo. De otro modo no gastarían tanto —hizo un gesto—, sea lo que sea. Dinero, tiempo, influencia. Quizá todo ello. Además de grandes cantidades de esfuerzos.
—Ya veo —dijo Herb, asintiendo con la cabeza.
—A veces uno puede capturar peces gordos colocando como cebo a un pez pequeño —afirmó Buckman—. Eso es lo que uno nunca sabe: ¿acaso el siguiente pececillo que uno pesque estará relacionado con algo gigantesco o... —se alzó de hombros— se tratará sólo de un pez sin importancia que deba ser lanzado al estanque de los trabajos forzados? Tal vez esto es lo único que sea ese Jason Taverner. Quizá esté totalmente equivocado. Pero siento interés.
—Lo cual —afirmó Herb— es mala cosa para Taverner.
—Sí —asintió con la cabeza Buckman—. Ahora, consideremos esto.
Hizo una pausa momentánea para lanzar un silencioso pedo, y luego continuó:
—Taverner logró llegar hasta un falsificador de tarjetas de identidad, un falsificador vulgar que trabaja tras un restaurante abandonado. No tenía ningún contacto, ¡por Dios, si incluso lo buscó hablando con el encargado de la recepción del hotel en que estaba! De modo que debía estar desesperado por obtener tarjetas de identidad. De acuerdo; entonces: ¿dónde están sus poderosos protectores? ¿Por qué no pudieron suministrarle unas tarjetas de identidad soberbiamente falsificadas, si pudieron hacer todo lo demás? Santo Cristo: lo enviaron a la calle, a la jungla del asfalto urbano, directamente a los brazos de un informador de la pol. ¡Lo echaron a perder todo!
—Sí —afirmó Herb, asintiendo con la cabeza—. Algo se fue al cuerno.
—Eso es: algo se fue al cuerno. De repente, allí estaba, en medio de la ciudad, desprovisto de identidad. Lo único que tenía encima era lo que le falsificó Kathy Nelson. ¿Cómo llegó a suceder esto? ¿Cómo consiguieron echarlo todo a perder, enviándolo a buscar desesperadamente unas tarjetas de identidad falsificadas, para poder caminar por la calle sin problemas? Espero que vea mi punto de vista.
—Pero es por eso precisamente por lo que los atrapamos.
—¿Cómo dice? —preguntó Buckman. Bajó el volumen de la música de laúd en la grabadora.
—Si no cometieran errores como estos no tendríamos ninguna posibilidad —explicó Herb—. Para nosotros seguirían siendo una entidad metafísica, jamás entrevista o sospechada. Trabajamos sobre errores como este. No veo que sea importante el porqué cometen un error; lo único que importa es que lo cometen. Y deberíamos estar muy contentos de que así suceda.
Lo estoy, pensó para sí mismo Buckman. Inclinándose, marcó el número de McNulty. No había respuesta. McNulty aún no había regresado al edificio. Buckman consultó su reloj. Quedaban unos quince minutos o así.
Marcó información central Azul.
¿Qué hay de esa operación de Las Vegas en el distrito Fireflash? —preguntó a las operadoras que estaban encaramadas en altos taburetes sobre el gran mapa, empujando pequeños indicadores de plástico con largas paletas—. La redada para capturar al individuo que se denomina a sí mismo Jason Taverner.
Un zumbido y un cliqueteo de computadoras mientras la operadora apretaba botones con destreza.
—Lo pondré en contacto con el capitán que está al cargo de esta misión.
En la pantalla de Buckman apareció un tipo uniformado que tenía un aspecto estúpidamente plácido.
— ¿Sí, general Buckman?
— ¿Han cazado a Taverner?
—Aún no, señor. Hemos reventado más o menos unas treinta de las unidades de alquiler de...
—Cuando lo tengan —dijo Buckman—, llámenme directamente.
Le dio a aquel individuo con una cara tan poco pol su número privado y colgó, sintiéndose vagamente derrotado.
—Se necesita tiempo —le indicó Herb.
—Como para la buena cerveza —murmuró Buckman, mirando vacuamente hacia delante, con su mente funcionando. Pero funcionando sin lograr resultados.
—Sus intuiciones lo son en el sentido jungiano —comentó Herb—. Eso es lo que es usted en la tipología jungiana: un intuitivo, alguien que piensa personalmente, siendo la intuición su principal modo funcional y de pensamiento...
—Huevos. —Arrancó una página de las burdas notas de McNulty y la lanzó al destructor de papel.
—¿Es que nunca ha leído a Jung?
—Claro. Cuando me gradué en Berkeley: todo el departamento de la pol tenía que leer a Jung. Aprendí todo lo que usted ha aprendido, y mucho más —percibió la irritabilidad que había en su voz, y no le gustó nada. Probablemente están efectuando los reventones de apartamentos como si fueran recogedores de basura. Dando golpes y pisando fuerte... Taverner les oirá mucho antes de que lleguen al apartamento en que se encuentra.
—¿Cree que pescará a alguien con Taverner? ¿A alguien que esté más arriba en la...?
—No estará con nadie crucial. No, teniendo sus tarjetas de identidad en la comisaría. No, teniéndonos tan cerca de él como sabe que estamos. No espero nada. Tan solo al mismo Taverner.
—Le haré una apuesta —dijo Herb.
—De acuerdo.
—Le apuesto cinco quintos de oro a que cuando lo atrape no le va a sacar nada.
Asombrado, Buckman se sentó muy rígido. Parecía su propio estilo de intuición: sin hechos, sin datos en que basarla, una pura corazonada.
—¿Quiere hacer la apuesta? —preguntó Herb.
—Le diré lo que vamos a hacer —dijo Buckman. Sacó su cartera y contó el dinero que había en ella—. Le apuesto mil dólares en papel a que cuando cacemos a Taverner entraremos en una de las áreas más importantes en que jamás nos hayamos visto envueltos.
—No puedo apostar una cantidad así —dijo Herb.
—¿Cree que tengo razón?
Zumbó el teléfono; Buckman alzó el receptor. En la pantalla aparecieron las facciones del estúpido capitán funcionario de Las Vegas.
—Nuestro termoradar muestra a un hombre de la altura y peso de Taverner y de su estructura corpórea general en uno de los apartamentos que aún no hemos comprobado. Nos estamos acercando con gran cautela, sacando a todos los que hay en las unidades cercanas.
—No lo maten —dijo Buckman. —De ningún modo, señor Buckman. —Mantenga conectada su línea conmigo —dijo Buckman—. De ahora en adelante, quiero estar presente en esto.
—Sí, señor.
—En realidad, ya lo tienen —dijo Buckman a Herb Maime.
Sonrió, cloqueando alegremente.
XI
Cuando Jason Taverner fue a recoger su ropa, halló a Ruth Rae sentada en la semioscuridad de la alcoba, sobre la arrugada y aún caliente cama, totalmente vestida y fumando su acostumbrado cigarrillo de tabaco. La grisácea luz nocturna se filtraba a través de las ventanas. El rojizo color del cigarrillo brillaba con su alta y nerviosa temperatura.
—Esas cosas acabarán por matarte —le dijo—. Existe una razón por la que han establecido un racionamiento de un paquete por persona a la semana.
—¡Anda a que te jodan! —dijo Ruth Rae, y continuó fumando.
—Seguro que los consigues en el mercado negro —dijo él. En una ocasión había ido con ella a comprar todo un cartón. E, incluso con su salario, le había dejado anonadado el precio. Pero a ella no había parecido importarle. Era obvio que lo esperaba; sabía el precio que le costaba su hábito.
—Así es —Ruth Rae apagó la colilla del cigarrillo, aún demasiado larga, en un cenicero de cerámica con forma de pulmón.
—Estás desperdiciándolo.
—¿Amabas a Mónica Buff? —preguntó Ruth.
—Desde luego.
—No sé cómo podías amarla.
—Hay distintos tipos de amor —explicó Jason.
—Como el conejo de Emily Fusselman —Ruth alzó la vista para mirarle—. Era una mujer a la que conocía, casada y con tres hijos; tenía dos gatitos, y luego se compró uno de esos grandes conejos belgas de color gris que van dando saltitos, saltitos, saltos sobre sus enormes patas traseras. Durante el primer mes, el conejo tenía miedo de salir de su jaula. Por su aspecto creíamos que era un macho. Luego, al cabo de un mes, empezó a salir de su jaula y a saltar por la sala de estar. Al cabo de dos meses había aprendido a subir la escalera y arañar la puerta del dormitorio de Emily para despertarla por la mañana. Luego comenzó a jugar con los gatos, y allí empezaron los problemas, porque no era tan inteligente como un gato.
—Los conejos tienen el cerebro más pequeño —dijo Jason.
—No sé —prosiguió Ruth Rae—. De cualquier forma, adoraba a los gatos, y trataba de hacer todo lo que ellos. O Incluso aprendió a usar el cajón de aserrín de los gatos en la mayor parte de las ocasiones. Utilizando mechones de pelo que se arrancaba del pecho, hizo un nido tras su colchoneta, y quiso que los gatitos se metieran en él. Pero ellos nunca querían. El fin de todo llegó casi cuando trató de jugar a que lo atraparan con un pastor alemán que trajo una señora. Mira, el conejo aprendió a jugar a esto con los gatos y con Emily Fusselman y los niños: se ocultaba tras su colchoneta, y entonces salía corriendo, corriendo muy aprisa en círculos, y todo el mundo trataba de atraparlo; pero habitualmente no podían, y él regresaba a su santuario tras la colchoneta, donde se suponía que nadie tenía que seguirlo. Pero el perro no sabía las reglas del juego, y cuando el conejo corrió tras la colchoneta, el perro fue tras él y le clavó las mandíbulas en la parte trasera. Emily consiguió abrirle la boca al perro y lo sacó de la casa, pero el conejo estaba malherido. Se recobró, pero tras esto sentía pánico por los perros, y escapaba a la carrera si veía a uno aunque fuese por la ventana. Y la parte en que le había mordido el perro... esa parte la mantenía siempre oculta tras las cortinas, porque allí no tenía pelo, y le daba vergüenza. Pero lo que era más enternecedor de él era que siempre estaba luchando contra los límites de su... ¿cómo podría decirlo... fisiología? de sus limitaciones como conejo, tratando de convertirse en una forma de vida más evolucionada, como los gatos. Deseando constantemente estar con ellos y jugar en un plan de igualdad. En realidad eso es todo. Los gatos no querían meterse en el nido que les construyó, y el perro no conocía las reglas y lo cazó. Vivió varios años. ¿Pero quién podría haber pensado que un conejo pudiera desarrollar una personalidad tan compleja? Y cuando uno estaba sentado en un sillón y deseaba usarlo él para acostarse, lo empujaba con el hocico y, si uno no se movía, le mordía. Pero observa las aspiraciones de ese conejo y también su fracaso. Toda su pequeña vida intentándolo. Y durante todo ese tiempo no tenía ninguna posibilidad. Pero el conejo no lo sabía. O quizá lo sabía, pero seguía intentándolo. Aunque yo creo que no lo comprendía. Simplemente, lo deseaba con todas sus fuerzas.
—Pensaba que no te gustaban los animales —dijo Jason.
—Ya no. No tras tantas derrotas y palizas. Como la de ese conejo. Naturalmente, al fin murió. Emily Fusselman se pasó días enteros llorando. Toda una semana. Pude ver lo que había representado para ella, y no quise inmiscuirme.
—Pero haber dejado por completo de amar a los animales para...
—Sus vidas son demasiado cortas. Jodida y malditamente cortas. De acuerdo, algunas gentes pierden un animal al que aman, se compran otro, y transfieren su amor al nuevo. Pero duele, duele.
—¿Y por qué, entonces, es tan bueno el amor? —Jason había pensado mucho en eso, tanto mientras tenía una de esas relaciones como cuando no la tenía, a lo largo de toda su vida de adulto. Y ahora pensaba mucho en ello. Durante todo aquello que recientemente le había sucedido hasta llegar a lo del conejo de Emily Fusselman. Aquel momento de pena—. Uno ama a alguien, y desaparece.
Viene a casa un día, comienza a hacer las maletas, y uno dice: «¿Qué sucede?». Y le contesta: «Tengo una oferta mejor de otra persona». Y se va, saliendo para siempre de tu vida, y después de eso uno está muerto, y va arrastrando por ahí ese gran trozo de amor sin tener nadie a quien dárselo. Y si uno encuentra a alguien a quien dárselo, vuelve a suceder lo mismo. O uno llama por teléfono un día y dice: «Soy Jason». Y te contestan: «¿Quién?» Y sabes que ya se acabó todo. No saben quién infiernos eres. De modo que supongo que jamás lo supieron; jamás los tuviste.
—El amor no es solo desear a otra persona del modo que uno desea poseer un objeto que ve en una tienda —contestó Ruth—. Eso es simple deseo. Uno quiere tenerla consigo, llevársela a casa, y colocarla en algún lugar del apartamento, como si fuera una lámpara. El amor es... —hizo una pausa, reflexionando—, como un padre salvando a sus hijos de una casa en llamas, sacándolos, y entonces muriendo él. Cuando uno ama, deja de vivir para sí mismo; vive para otra persona.
—¿Y eso es bueno? —a él no le parecía tan bueno.
—Se sobrepone al instinto. Los instintos nos empujan a luchar por la supervivencia. Como los pols rodeando todos los campus universitarios. La supervivencia de nosotros mismos a costa de los demás; cada uno de nosotros riéndose caminó a zarpazos hacia arriba. Puedo darte un buen ejemplo. Mi vigésimoprimer esposo: Frank. Estuvimos casados seis meses. Durante aquel tiempo, dejó de amarme, y se convirtió en un ser horriblemente desgraciado. Yo aún lo amaba; deseaba permanecer con él, pero aquello le hacía daño. Así que lo dejé ir. ¿Lo ves? Era mejor para él y, dado que lo amaba, aquello era lo importante, ¿entiendes?
—¿Pero por qué es bueno el ir contra el instinto de la autosupervivencia? —preguntó Jason.
—¿Crees que puedo responderte a eso?
—No —admitió él.
—Porque el instinto de la supervivencia acaba por fracasar. En todo ser vivo, ya sea topo, humano, murciélago o rana. Incluso las ranas que fuman cigarros y juegan al ajedrez. Uno nunca puede conseguir lo que trata de lograr su instinto de supervivencia, así que al final aquello por lo que uno ha estado luchando acaba en fracaso, y uno sucumbe ante la muerte, y se acabó todo. Pero si uno ama, uno puede difuminarse y contemplar...
—No estoy dispuesto a difuminarme —interrumpió Jason.
—...uno puede difuminarse y contemplar con felicidad, con una alegría fría, dulce, alfa, la mayor forma de felicidad, el que viva uno de aquellos a los que se ama.
—Pero esos también mueren.
—Cierto —Ruth Rae se mordió el labio.
—Es mejor no amar para que así nunca le suceda a uno eso. Ni siquiera a un animal, un perro o un gato. Tal como has indicado, uno los ama y perecen. Y si la muerte de un conejo es mala... —entonces tuvo una visión de horror: los huesos aplastados y el cabello de una muchacha, aprisionada, sangrante, en las mandíbulas de un enemigo entrevisto, que era mucho peor que cualquier perro.
—Pero uno puede sufrir —le dijo Ruth, estudiando ansiosamente su rostro—. ¡Jason, el sufrimiento es la emoción más potente que puede sentir un hombre, un niño o un animal! Es una buena sensación.
—¿De qué manera? —preguntó él con sequedad.
—El sufrimiento hace que uno se abandone a sí Mismo. Uno sale fuera de su estrecha y pequeña piel. Y uno no puede sufrir a menos que antes haya amado... el sufrimiento es el resultado final del amor, porque es el amor perdido. Lo entiendes; sé que lo entiendes. Pero no quieres pensar en ello. Es el ciclo del amor, completado: amar, perder, sufrir, marcharse, y luego amar de nuevo. Jason, el sufrimiento es un darse cuenta de que uno tendrá que estar solo, y que no hay nada más allá, porque el estar solo es el destino final y definitivo de cada ser vivo individual. Eso es lo que es la muerte: la gran soledad. Recuerdo una ocasión, cuando fumé yerba por primera vez en una pipa de agua en lugar de haciendo un petardo. El humo era frío, y no di cuenta de cuánto había inhalado. Y de repente morí. Por un pequeño instante, pero que duró varios segundos. Se desvaneció el mundo y toda sensación, incluso el darme cuenta de la existencia de mi propio cuerpo. Y eso no me dejó aislada en el sentido habitual, porque cuando uno está aislado en el sentido habitual aún sigue recibiendo datos de los sentidos, aunque sólo sea de su propio cuerpo. Pero incluso la oscuridad desapareció. Simplemente, todo cesó. Silencio. Nada. Sola.
—Debían haberla embadurnado con una de esas mierdas de cosas tóxicas. Eso echó a perder a mucha gente por aquel entonces.
—Sí. Yo tuve suerte de recuperar mi cabeza. Fue una de esas cosas raras. Había fumado yerba muchísimas veces antes, y eso no me había pasado jamás. Es por esto por lo que, desde entonces, fumo tabaco. En cualquier forma, no fue como un desmayo; no noté que me fuera a caer, porque no tenía nada que pudiera caerse, no tenía cuerpo... y no había ninguna dirección hacia abajo en la que caer. Todo, incluyéndome a mí misma, se limitó a... —hizo un gesto— expirar. Como cuando cae la última gota de una botella. Y luego, al fin, volvieron a hacer rodar el film. Esa película a la que llamamos realidad. Hizo una pausa, chupando su cigarrillo de tabaco. —Jamás se lo había dicho antes a nadie.
—¿Te sentiste aterrada por aquello?
Asintió con la cabeza.
—Fue el sentirme consciente de la inconsciencia, si es que entiendes lo que te quiero decir. Cuando nos muramos no lo notaremos, por que eso es lo que es la muerte, la pérdida absoluta de todo. Así que por ejemplo ya no siento ningún terror a la muerte, desde aquel mal viaje con la yerba, Pero el penar es morir y estar vivo al mismo tiempo. La experiencia más absoluta y definitiva que uno puede sentir. A veces creo que no fuimos pensados para pasar por una cosa así: es demasiado... tu cuerpo casi se autodestruye con todo ese suspirar y llorar. Pero yo deseo sentir pena. Tener lágrimas.
—¿Por qué? —Jason no podía comprenderlo; para él —era algo que debía ser evitado. Cuando uno notaba aquello, salía de ahí a la carrera.
—La pena le reúne a uno con lo que ha perdido —explicó Ruth—. Es una unión: uno se va con la cosa o la persona amada que se está alejando. De algún modo, uno se divide en dos, y una parte la acompaña, recorre un trecho en el camino con la persona. La sigue hasta tan lejos como puede seguirla. Recuerdo una ocasión en que tenía un perro al que amaba. Yo tenía unos diecisiete o dieciocho años... recuerdo que era más o menos cuando empezaban a interesarme las cosas del sexo. El perro se enfermó, y lo llevamos al veterinario. Dijeron que había comido veneno para ratas, y que en su interior no era más que un saco de sangre, y que las veinticuatro horas siguientes determinarían si sobrevivía o no. Me fui a casa y esperé, y entonces, hacia las once de la noche, me desplomé. El veterinario me iba a telefonear por la mañana, cuando llegase allí, para decirme si Hank había sobrevivido a la noche. Me alcé a las ocho y media, y traté de poner en orden mi mente, esperando la llamada. Fui al baño, pues deseaba limpiarme los dientes, y vi a Hank en la parte inferior izquierda de la habitación. Estaba subiendo, lentamente y de una forma muy mesurada y digna, unas invisibles escaleras. Lo vi subir hacia arriba diagonalmente, y luego, en el ángulo superior derecho de la habitación, desapareció, aún subiendo. No miró hacia atrás ni en una sola ocasión. Supe que había muerto. Y entonces sonó el teléfono, y el veterinario me dijo que Hank estaba muerto. Pero yo le había visto ya ir hacia arriba. Y, naturalmente, sentí una pena terrible e insoportable, y mientras lo hacía me perdí a mi misma y le seguí, subiendo las malditas escaleras.
Ambos permanecieron en silencio durante un rato.
—Pero —dijo Ruth, aclarándose la garganta— por fin desaparece la pena, y uno vuelve a encontrarse en este mundo. Sin él.
—Y puedes aceptarlo.
—¿Qué infiernos de otra elección existe? Uno llora, y sigue llorando, porque nunca acaba de regresar del todo de allá adónde fue con él... Allí queda atrapado aún un fragmento arrancado de tu palpitante y latiente corazón. Una desconchadura. Un corte que jamás cicatriza. Y si, a medida que te va pasando una y otra vez durante tu vida, uno pierde por fin demasiada parte de su corazón, entonces ya no puede seguir sintiendo pena. Y entonces uno mismo está ya dispuesto a morir. Caminará la escalera inclinada y algún otro se quedará penando por ti.
—No hay cortes en mi corazón —dijo Jason.
—Si te marchas ahora —dijo Ruth roncamente, pero con una compostura poco habitual en ella—, esto es lo que me pasará a mí, justo en este momento y aquí.
—Me quedaré hasta mañana —dijo él. El laboratorio tardaría al menos hasta entonces en comprobar la falsedad de sus tarjetas de identificación.
¿Me salvó Kathy?, se preguntó. ¿O me destruyó? En realidad, no lo sabía. Kathy, pensó, que me utilizó, que a sus diecinueve años sabe más que tú y yo juntos. Más que todo lo que descubrimos en la totalidad de nuestras vidas, mientras vamos camino del cementerio.
Como una buena dirigente de un grupo de encuentro, lo había hecho pedazos... ¿para qué? ¿Para reconstruirlo de nuevo, más fuerte que antes? Lo dudaba. Pero aquello seguía siendo una posibilidad. No debía ser olvidada. Sentía hacia Kathy una cierta confianza extraña y cínica, al mismo tiempo absoluta y nada convincente; la mitad de su cerebro la veía como más confiable de lo que podría decir jamás, y la otra mitad como una degenerada, dispuesta siempre a venderse, y que iba fornicando a diestro y siniestro. No podía reunir todo aquello en una sola visión. Las dos imágenes de Kathy permanecían sobrepuestas en su cabeza.
Quizá pueda resolver mis concepciones paralelas de Kathy antes de que me vaya de aquí, pensó. Antes de mañana. Pero quizá pudiera quedarme un día más... Sin embargo, aquello sería correr ya demasiados riesgos. ¿Qué grado de eficacia tenía la policía?, se preguntó. Lograron equivocar mi nombre; sacaron un expediente equivocado como si fuera mío. ¿No será posible que vayan equivocándose en todo lo que hagan? Quizá, aunque tal vez no.
También tenía conceptos opuestos sobre la policía. Y tampoco podía concordarlos. Y así, como un conejo, como el conejo de Emily Fusselman, se quedó helado donde estaba. Esperando, como él, a que todo el mundo comprendiese las reglas: uno no destruye a un ser que no sabe qué hacer.
XII
Los cuatro pols vestidos de gris se agruparon a la luz de la lámpara exterior, que imitaba una vela, hecha con hierro negro y un cono de falsas llamas que parpadeaban perpetuamente en la oscuridad nocturna.
—Sólo quedan dos —dijo el cabo, casi en silencio; dejó que sus dedos hablasen por él, mientras los deslizaba sobre las listas de inquilinos—. Una tal señora Ruth Gomen en el dos once, y un tal Allen Mufi en el dos doce. ¿Cuál reventamos antes?
—La del tío ese, Mufi —dijo uno de los agentes uniformados; golpeó contra sus dedos su porra de plástico rellena de perdigones, ansioso, bajo la débil luz, de terminar de una vez, ahora que ya tenían el fin a la vista.
—Entonces, a por el dos doce —dijo el cabo, tendiendo la mano para hacer sonar las campanillas de la puerta. Pero entonces se le ocurrió probar antes la manija.
Muy bien. Una posibilidad entre muchas, una posibilidad muy pequeña, pero que de repente se había convertido en útilmente factible. La puerta estaba abierta. Hizo una señal pidiendo silencio, sonrió por un instante, y luego abrió la puerta de un empujón.
Vieron una sala de estar oscura con vasos vacíos o casi vacíos colocados aquí y allá, algunos en el suelo, y una gran variedad de ceniceros muy llenos con paquetes de cigarrillos arrugados y colillas aplastadas.
Una fiesta de cigarrillos que ya había terminado, decidió el cabo. Todo el mundo se había ido ya a casa, con excepción, quizá, del señor Mufi.
Entró, iluminó con su linterna aquí y allá, apuntándola finalmente hacia la lejana puerta que llevaba hacia las profundidades de aquel supercaro apartamento. Ningún ruido. Ningún movimiento. Excepto el apagado, lejano y ahogado charloteo de un programa de radio puesto al mínimo volumen.
Caminó sobre la moqueta, que representaba, en tonos dorados, la subida de Richard M. Nixon hacia los cielos, entre alegres cánticos de lo alto y gemidos míseros de abajo. Y empujó la puerta de la alcoba para abrirla.
En la gran cama de matrimonio, blanda como la pulpa, dormía un hombre, con los brazos y los hombros descubiertos. Su ropa estaba amontonada en una silla cercana. El señor Allen Mufi, naturalmente. A salvo y en casa, en su propia cama de matrimonio. Pero... el señor Mufi no estaba solo en su propia cama de matrimonio. Arropada en las sábanas y mantas de colores pastel se veía una segunda forma, indistinta, acurrucada y dormida. La señora Mufi, pensó el cabo, y apuntó su linterna hacia ella, con masculina curiosidad.
Allen Mufi, suponiendo que fuera él, se agitó. Abrió los ojos. E, instantáneamente, se sentó de un salto, mirando muy fijo a los pols. A la luz de la linterna.
—¿Qué? —dijo, y lo hizo con un gemido de temor, una emisión profunda y convulsivo de tembloroso aliento—. No —añadió, y entonces tomó algún objeto que había en la mesa, junto a la cama: se zambulló en la oscuridad, blanco, peludo y desnudo, buscando algo invisible pero precioso para él. Con desesperación. Luego se volvió a sentar, jadeando, agarrándolo con fuerza. Eran unas tijeras.
—¿Para qué quieres eso? —le preguntó el cabo, haciendo brillar la luz en el metal de las tijeras.
—Me mataré —dijo Mufi— si no nos dejan solos.
Llevó las cerradas hojas de las tijeras contra su pecho, oscurecido por el vello, cerca de su corazón.
—Entonces, esta no es la señora Mufi —dijo el cabo. Devolvió el círculo de luz a la otra figura, acurrucada y cubierta por las sábanas—. ¿Qué, una jodidita y luego si te he visto no me acuerdo, amiga? ¿Convirtiendo su lujoso apartamento en una habitación de motel?
El cabo caminó hasta la cama, agarró la sábana de encima y las mantas, y las apartó de un tirón.
En la cama, junto al señor Mufi, yacía un muchacho, delgado, joven, con largo cabello dorado.
—Que me aspen —exclamó el cabo.
Uno de sus hombres dijo:
—Tengo las tijeras —las lanzó al suelo, junto al pie derecho del cabo.
El cabo dijo al señor Mufi, que estaba sentado temblando y jadeando, con los ojos enloquecidos por el terror:
—¿Qué edad tiene ese chico?
El aludido se había despertado ya; miraba fijamente hacia arriba, pero no se movió. En su rostro, suave y vagamente formado, no apareció expresión alguna.
—Trece años —croó el señor Mufi, casi en tono de súplica—. La edad legal de consentimiento.
—¿Puedes probarlo? —le dijo el cabo al chico. Ahora sentía una intensa repugnancia, una aguda repugnancia física y sentía deseos de vomitar.
—Identidad —jadeó Mufi—. En su billetera. Sus pantalones están sobre la silla.
Uno de los componentes del equipo de pols le dijo al cabo:
—¿Quiere decir que si el chaval tiene trece ya no hay crimen?
—Infiernos —dijo indignado otro pol—. Es obvio que es un crimen. Una perversión. Tenemos que detenerlos.
—Esperad un minuto ¿de acuerdo? —el cabo encontró los pantalones del chico, tanteó, halló la cartera, la sacó e inspeccionó la identificación. Naturalmente. Trece años de edad. Cerró la cartera y volvió a meterla en el bolsillo—. No —dijo, aún medio disfrutando de la situación, divertido por la vergüenza de Mufi, pero sintiéndose a cada momento más y más asqueado por el terror cobarde del hombre al verse descubierto—. Con la nueva revisión del Código Penal, capítulo 640.3, la edad de consentimiento para que un menor lleve a cabo un acto sexual, ya sea con otro menor de ambos sexos o con un adulto también de ambos sexos, pero solo con uno cada vez, es de doce años.
—Pero esto es una maldita cochinada —protestó uno de los pols.
—Esa es su opinión —dijo Mufi, ahora ya más seguro de sí mismo.
—¿Pero no es un error, un error infernal? —insistió uno de los pols que estaba junto a él.
—Están eliminando de un modo sistemático todos los crímenes sin víctima que hay en el código —explicó el cabo—. Es un proceso que se está realizando desde hace ya diez años.
—¿Esto? ¿Esto es sin víctima?
El cabo se dirigió a Mufi:
—¿Qué es lo que encuentra en los chicos jóvenes? Explíquemelo; siempre me han preocupado la gente como usted.
—«Perv» —dijo Mufi, temblando—. Así que eso es lo que soy yo.
—Es una categoría —dijo el cabo—. La de quienes se dedican a los menores para propósitos homosexuales. Será legal, pero aún resulta aborrecible. ¿Qué es lo que haces durante el día?
—Soy vendedor de sutiles usados.
—Y si ellos, los que te emplean, supieran que eres un perv, no querrían que tocases sus sutiles. No después de enterarse de lo que esas manos blancas y peludas han estado tocando fuera de las horas de trabajo. ¿No es así, señor Mufi? Incluso un vendedor de sutiles usados no puede, moralmente, justificar el ser un perv. Incluso aunque ya no lo persiga el código.
—La culpa fue de mi madre —afirmó Mufi—. Dominaba a mi padre, que era un hombre débil.
—¿A cuántos niños has inducido a acostarse contigo durante los doce últimos meses? —inquirió el cabo—. Hablo en serio. Los usas tan solo una noche, ¿no es así?
—Amo a Ben —dijo Mufi, mirando fijamente hacia delante, sin apenas mover la boca—. Más adelante, cuando hayan mejorado mis finanzas y pueda mantenerlo, pienso casarme con él.
El cabo le dijo a Ben, el chico:
—¿Quieres que te saquemos de aquí? ¿Que te devolvamos con tus padres?
—Vive aquí —dijo Mufi, sonriendo débilmente.
—Ajá, me quedaré aquí —dijo el chico, con aire enfurruñado. Se estremeció—. Jo, ¿me pueden devolver las mantas?
Tendió la mano, para tomar una manta.
—Bien, pero mantened el nivel de ruido bien bajo por aquí —les dijo el cabo, apartándose cansinamente. ¡Cristo, y pensar que lo quitaron del código!
—Probablemente —dijo Mufi, ahora ya confiado, visto que los pols estaban comenzando a salir de su dormitorio— porque algunos de esos viejos y gordos jefes de la policía se dedican también a fornicar con críos, y no quieren que los encierren. No podrían sobrevivir al escándalo. —Su sonrisa se convirtió en una mueca insinuante.
—Espero —dijo el cabo— que algún día cometas una infracción de algún tipo, y que te lleven a la comisaría, y que yo esté de guardia el día en que esto suceda. Para poder encargarme de ti personalmente.
Se acercó, y le escupió al señor Mufi. Le escupió en su peludo y vacío rostro.
En silencio, el equipo de pols se abrió paso a través de la sala de estar repleta de colillas de cigarrillo, ceniza, paquetes arrugados, vasos medio llenos, hasta llegar al pasillo y al porche exteriores. El cabo cerró la puerta de un golpe, se estremeció, y se quedó quieto por un instante, notando el vacío de su mente, su retirada, por un momento, de lo que le rodeaba. Luego dijo:
—Dos once. La señora Ruth Gomen. Donde ese sospechoso Taverner, tiene que estar si es que está por aquí, dado que es el último. —Por fin, pensó.
Golpeó la puerta delantera del 211. Y se quedó esperando, con su porra de plástico y perdigones agarrada en la posición reglamentaria, sintiendo terrible y completamente, por una vez, que no le importaba en absoluto su trabajo.
—Hemos visto a Mufi —dijo, medio para sí—. Ahora veamos como es esa tal señora Gomen. ¿Pensáis que será mejor? Esperémoslo. No puedo soportar muchas más cosas así por esa noche.
—Cualquier cosa será mejor —dijo sombríamente uno de los pols que había a su lado. Todos ellos asintieron la cabeza y se movieron un poco, preparándose al oír lentas pisadas tras la puerta.
XIII
En la sala de estar del elegante, encantador y recién construido apartamento que tenía Ruth Rae en el distrito Fireblash de Las Vegas, Jason Taverner dijo:
—Estoy razonablemente seguro de que puedo contar con un máximo de cuarenta y ocho horas y un mínimo de veinticuatro. Así que creo que no tengo que irme de aquí inmediatamente. —Y si nuestro nuevo y revolucionario principio es correcto, pensó, entonces esta suposición modificará la situación a mi favor. Estaré a salvo.
La teoría cambia...
—Me alegra —dijo vacuamente Ruth— que puedas permanecer aquí conmigo de un modo civilizado, para que podamos charlar un poco más. ¿Quieres beber alguna otra cosa? ¿Quizá whisky con coca cola?
La teoría cambia la realidad que describe.
—No —dijo, y paseó por la sala de estar, escuchando... sin saber el qué. Quizá la ausencia de sonidos. Ningún aparato de televisión murmurando, nada de pasos sonando en el suelo sobre sus cabezas. Ni siquiera un pornodisco en alguna parte, resonando a todo volumen en un aparato cuadrafónico—. ¿Son muy gruesas las paredes de estos apartamentos? —preguntó de repente a Ruth.
—Nunca oigo nada.
—¿Te parece algo extraño? ¿Fuera de lo ordinario?
—No —Ruth agitó la cabeza.
—Maldita estúpida sin seso —dijo salvajemente él.
Ella se quedó mirándolo con la boca abierta, en indignada perplejidad.
—Sé —graznó él— que me tienen atrapado. Ahora. Aquí. En esta habitación.
El timbre de la puerta hizo bong.
—Ignorémoslo —dijo con rapidez Ruth, tartamudeante y temerosa—. Sólo quiero estar aquí sentada y charlar contigo de las cosas dulces de la vida que has visto y que deseas lograr, pero que aún no has logrado...
Su voz murió en silencio, mientras él se dirigía hacia la puerta.
—Probablemente debe ser el hombre del piso de arriba —dijo—. Me pide cosas prestadas. Cosas extrañas. Como las dos quintas partes de una cebolla.
Jason abrió la puerta. Tres pols con uniforme gris llenaban el hueco de la misma, apuntándole con porras y tubos de armas.
—¿El señor Taverner? —preguntó el pol con galones.
—Sí.
—Va a ser usted llevado en custodia protectiva, para su propia seguridad y bienestar, en este mismo momento, así que haga el favor de venir con nosotros y no volverse hacia atrás ni, en ningún modo, apartarse físicamente del contacto con nosotros. Sus posesiones, si es que tiene alguna, serán recogidas luego y trasladadas a donde se halle usted en ese momento.
—De acuerdo —dijo Jason, no sintiendo apenas nada.
Tras él, Ruth Rae emitió un gemido apagado.
—Usted también, señora —dijo el pol de los galones, haciendo un gesto en su dirección con la porra.
—¿Puedo ir a recoger mi abrigo? —preguntó ella con timidez.
—Venga —el pol pasó dando zancadas junto a Jason, agarró a Ruth Rae por el brazo, y la arrastró al exterior del apartamento, hasta el vestíbulo.
— Obedécele —dijo Jason secamente.
Ruth gimió:
—Van a llevarme a un campo de trabajos forzados.
—No —respondió Jason—. Probablemente te matarán.
—De veras que es usted un tipo alegre —comentó uno de los pols, que no llevaba galones, mientras él y sus compañeros guiaban a Jason y a Ruth Rae escaleras abajo hasta llegar al nivel del suelo. Aparcado en uno de los recintos se hallaba una camioneta de la policía, con varios pols aguardando junto a ella, con las armas blandamente sujetas. Parecían inertes y aburridos.
—Demuéstreme su identidad —le dijo a Jason el pol con galones; extendió su mano, esperando.
—Tengo un pase de siete días de la pol —dijo Jason. Con manos temblorosas, lo buscó y se lo entregó al pol.
Tras escrutar el pase, este dijo:
—¿Admite libremente, y por su propia voluntad, que es usted Jason Taverner?
—Sí —contestó Jason.
Dos de los pols lo registraron expertamente, en busca de armas. Les dejó hacer en silencio, sin sentir aún apenas nada. Solo notando un deseo imposible de hacer lo que debiera haber hecho: huir. Haber abandonado Las Vegas. Haber marchado a cualquier parte.
—Señor Taverner —dijo el pol—, la Oficina de Policía de Los Angeles nos ha pedido que lo tomemos en custodia protectiva para su propia seguridad y bienestar, y que lo transportemos con toda seguridad y el debido cuidado a la Academia de la Policía en la ciudad de Los Angeles, que es lo que vamos a hacer ahora. ¿Tiene usted alguna queja que formular con respecto al modo en que ha sido tratado?
—No —contestó—. Aún no.
—Entre en la parte trasera del sutil-camioneta —dijo el pol, indicando unas puertas abiertas.
Jason lo hizo.
Ruth Rae, empujada junto a él, gimió para sí misma en la oscuridad mientras las puertas se cerraban de un golpe y desde fuera daban vuelta a la llave. Jason le puso un brazo alrededor de los hombros y la besó en la frente. —¿Qué es lo que has hecho? —gimió rasposamente Ruth, con su voz alcoholizado—. ¿Por qué nos van a matar?
Un pol, que se metió en la parte trasera de la camioneta con ellos, saliendo de la cabina, dijo:
—No van a cargársela, señora. Los transportamos a ambos de regreso a Los Angeles, esto es todo. Cálmese.
—No me gusta Los Angeles —gimió Ruth Rae—. No he estado allí desde hace años. Odio Los Angeles.
Atisbó desesperadamente a su alrededor.
—Yo también —dijo el pol, mientras cerraba la puerta que daba al compartimento trasero desde la cabina, y dejaba caer la llave a través de una rendija para que la recogieran los pols del otro lado—. Pero tenemos que aprender a soportarla: está ahí.
—Probablemente deben estar registrando mi apartamento —gimió Ruth Rae—. Escudriñándolo todo, rompiéndolo todo.
—Seguro —dijo Jason. Le dolía la cabeza, sentía náuseas, y estaba cansado—. ¿A quién nos van a llevar? —le preguntó al pol—. ¿Al inspector McNulty?
—Lo más probable es que no —dijo con ganas de entablar conversación, el pol, mientras el sutil-camioneta se alzaba ruidosamente por los cielos—. Los bebedores de licores intoxicantes le han hecho tema de sus canciones, y esos que se sientan en el pórtico se preocupan por usted y, según los mismos, el General de la Policía Félix Buckman en persona desea interrogarle —explicó—. Eso es del Salmo Sesenta y Nueve. Estoy sentado aquí junto a ustedes como Testigo de Jehová Renacido, que en este mismo momento está creando nuevos cielos y una nueva tierra y las cosas anteriores no serán recordadas, ni tampoco sentidas en el corazón. Isaías, 65, 13, 17.
—¿Un General de la Policía? —preguntó Jason, anonadado.
—Eso es lo que dicen —respondió el servicial, joven y místico pol—. No sé qué es lo que deben haber hecho ustedes, pero desde luego deben haberla hecho buena.
Ruth Rae sollozaba quedamente en la oscuridad.
—Toda la carne es como hierba —entonó el beato pol—. Probablemente como mala hierba. Un niño ha nacido entre nosotros, y a nosotros nos dan una dosis. Los enfermos serán sanados, y los sanos dopados.
—¿Tienes un petardo? —le preguntó Jason.
—No, se me han terminado —el pol enloquecido golpeó en la pared metálica delantera—. Hey, Ralph, ¿puedes pasarle un petardo a este hermano?
—Ahí va —un aplastado paquete de Goldies apareció, guiado por una mano a la que seguía un brazo enfundado en gris.
—Gracias —dijo Jason, mientras encendía uno—. ¿Quieres? —le preguntó a Ruth Rae.
—Quiero a Bob —gimió ésta—. Quiero a mi esposo.
Silenciosamente, Jason permaneció sentado, inclinado hacia delante, fumando y meditando.
—No se desespere —le dijo el pol místico que estaba embutido junto a él en la oscuridad.
—¿Por qué no? —preguntó Jason.
—Los campos de trabajos forzados no son tan malos. En el curso de Orientación Básica nos llevan a visitar uno: hay duchas, y camas con colchones, y diversiones como el balonvolea, y artes y pasatiempos; ya sabe: artesanía, cosas como el hacer velas. A mano. Y la familia de uno puede enviarle paquetes y, una vez al mes, ellos o los amigos pueden visitarle a uno. —Y luego añadió—: Y uno puede acudir a la iglesia de su elección..
Jason contestó sardónicamente:
—La iglesia de mi elección es el ancho y libre mundo.
Y tras eso hubo silencio, exceptuando el ruidoso traqueteo del motor del sutil, y los gemidos de Ruth Rae.
XIV
Veinte minutos más tarde, el sutil-camioneta de la policía aterrizó en el tejado del edificio de la Academia de la Policía de Los Angeles.
Envarado, Jason Taverner salió, miró precavidamente a su alrededor, olió el aire sucio y lleno de humo, vio de nuevo por encima el color amarillento del cielo de la ciudad más extensa de Norteamérica... y se volvió a ayudar a Ruth Rae que saliera, pero el amistoso y joven pol ya lo había hecho.
A su alrededor se reunió un grupo de pols de Los Angeles, curiosos. Parecían relajados, interesados y alegres. Jason no vio malicia en ninguno de ellos, y pensó que, cuando lo tenían a uno, se mostraban amables. Sólo eran venenosos y crueles mientras andaban a la caza, porque entonces había la posibilidad de que uno se escapase. Y allí, en aquel momento, no había ya tal posibilidad.
—¿Hizo alguna intentona de suicidio? —le preguntó un sargento de Los Angeles al pol religioso.
—No, señor.
Así que era por aquello por lo que había viajado con ellos.
Ni siquiera se le había ocurrido a Jason, y probablemente tampoco a Ruth Rae... excepto como un gesto teatral y despectivo, en el que quizá hubiera pensado, pero nunca considerado seriamente.
—De acuerdo —dijo el sargento de Los Angeles al equipo de pols de Las Vegas—. Desde este momento nos hacemos cargo formalmente de la custodia de los dos sospechosos.
Los pols de Las Vegas volvieron a meterse en su camioneta y alzaron el vuelo, de regreso a Nevada.
—Por aquí —dijo el sargento, con un seco movimiento de su mano en dirección tubo sfínter del descensor. Los pols de Los Angeles le parecían a Jason un poco más bastos, algo más duros y viejos que los de Las Vegas. O quizá fuera su imaginación. Tal vez aquello sólo significase un incremento de su propio temor.
¿Qué es lo que le dice uno a un General de la Policía?, se preguntó Jason. Especialmente cuando todas las teorías y explicaciones acerca de uno mismo se han desgastado, cuando uno no sabe nada, no cree en nada, y el resto es oscuro. ¡Uf, al infierno con todo!, decidió inerte, y se dejó caer, prácticamente, tubo abajo, con los pols y Ruth Rae.
En el piso catorce, salieron del tubo.
Un hombre se hallaba frente a ellos bien vestido, con gafas sin montura, un abrigo en el brazo, zapatos estilo Oxford, en punta y de cuero, y, Jason se fijó en ello, dos dientes recubiertos de oro. Un hombre, supuso, que andaría por la mitad de la cincuentena. Un hombre alto, canoso y muy tieso, con una expresión de auténtico calor en su rostro aristocrático de excelentes proporciones. No parecía un pol.
—¿Es usted Jason Taverner? —inquirió el hombre.
Extendió su mano y, reflexivamente, Jason la aceptó y la estrechó. A Ruth, el General de la Policía le dijo—: Puede usted ir abajo. La entrevistaré luego. Ahora con quien quiero hablar es con el señor Taverner.
Los pols se llevaron a Ruth; Jason pudo oírla quejarse hasta que se perdió de vista. Entonces se halló frente al General de Policía y nadie más. Ningún guardián armado.
—Soy Félix Buckman —dijo el General de la Policía. Indicó una puerta abierta y un pasillo que se abrían tras ellos—. Venga a la oficina.
Volviéndose, guió a Jason ante él hasta una gran habitación de color gris y azul pastel. Jason parpadeó: jamás había visto aquel aspecto de una organización policíaca. Nunca se había imaginado que existiese algo así.
Con incredulidad, Jason se halló un momento más tarde sentado en una silla tapizada en cuero, hundiéndose en la blandura del estiroflex. Sin embargo, Buckman no se sentó tras su enorme y casi mal terminado escritorio de nogal; en lugar de ello, trasteó en el interior de un armario, guardando en él su abrigo.
—Pensaba recibirle en el tejado —explicó—, pero el viento Santana sopla de un modo infernal allá arriba a esta hora de la noche. Esto afecta mis sinus.
Luego se giró para enfrentarse con Jason.
—Ahora veo algo en usted que no se apreciaba en su foto cuatridimensional. Nunca se ve. Y siempre resulta una sorpresa total, al menos para mí. Es usted un seis, ¿no?
Poniéndose totalmente alerta, Jason se semirguió y preguntó:
—¿También es usted un seis, General?
Sonriendo, mostrando sus dientes con funda de oro, lo cual constituía un caro anacronismo, Félix Buckman alzó siete dedos.
XV
En su carrera como oficial de la policía, Félix Buckman había usado aquel truco cada vez que se había enfrentado con un seis. Lo utilizaba en especial cuando, como había sucedido en aquella ocasión, el encuentro era repentino. Había tenido cuatro de ellos. Eventualmente, todos le habían creído. Aquello le resultaba divertido. Los seis, que eran en sí unos experimentos eugénicos, secretos, parecían inusitadamente confiados cuando se les enfrentaba a la afirmación de que existía un proyecto adicional tan secreto como el suyo mismo.
Sin aquel truco, él sería, para un seis, simplemente un vulgar. Y no podía enfrentarse adecuadamente con un seis bajo tal desventaja. Por ello empleaba el truco. Gracias a él, su relación con un seis se invertía. Y, bajo tales condiciones recreadas, podía enfrentarse con éxito con un ser humano que, de otro modo, no resultaba manejable.
La superioridad psicológica real que poseía sobre él un seis quedaba abolida por un hecho irreal. Esto le gustaba mucho.
En una ocasión, en un momento relajado, le había dicho a Alys:
—Puedo dominar mentalmente a un seis durante unos diez o quince minutos. Pero, si la cosa sigue más tiempo... —Había hecho un gesto, aplastando un paquete de cigarrillos del mercado negro, en el que aún había dos cigarrillos—. Después, su superior campo de fuerzas acaba por vencer. Lo que necesito es una palanqueta con la que poder abrir sus malditas y altaneras mentes.
Y, al fin, había acabado por hallarla.
—¿Y por qué un siete? —le había preguntado—. Ya que estás tomándoles el pelo, ¿por qué no dices un ocho o un treinta y ocho?
—Eso sería pecar de orgullo. Llegar demasiado dejos. —No había deseado cometer aquel legendario error—. Les digo una cosa —le había explicado hoscamente— que creo van a creer. —Y, finalmente, había demostrado tener razón.
—No te creerán —le había dicho Alys.
—¡Infiernos, ya lo creo que sí! —había replicado—. Es su miedo secreto, su pesadilla. Son los sextos en una línea de sistemas de reconstrucción del DNA, y saben que si a ellos les pudieron hacer tal cosa, a otros se les pudo hacer lo mismo, en un grado más avanzado.
Alys, nada interesada, había dicho con voz débil:
—Deberías ser locutor de televisión en un anuncio de jabones. —Y esta había sido toda su reacción. Si a Alys no le interesaba algo, aquello dejaba de existir para ella. Probablemente no debería haber logrado salirse con la suya durante tanto tiempo como lo había logrado... pero algún día, pensaba él a menudo, llegaría el castigo: la realidad negada regresa para atormentar. Para caer, sin previo aviso sobre la persona, y enloquecería.
Y Alys, había pensado en cierto número de ocasiones, era patológica en algún sentido, en algún modo clínico poco habitual.
Lo notaba, pero no podía acabar de concretarlo. Sin embargo, muchas de sus corazonadas eran así. Sabía que tenía razón.
Ahora, enfrentándose a Jason Taverner, un seis, se dedicó a desarrollar su trampa.
—Somos muy pocos —dijo Buckman, sentándose ya tras su gigantesco escritorio de nogal—. Sólo cuatro. Uno está muerto, de modo que quedamos tres. No tengo ni la menor idea de donde se hallan los otros; tenemos aún menos contacto entre nosotros que ustedes los seises. Lo que ya es muy poco.
—¿Quién fue su mutador? —preguntó Jason.
—Dill-Temko. El mismo de ustedes. Controló los grupos del cinco al siete, y luego se retiró. Como usted debe saber, está muerto.
—Sí —contestó Jason—. Fue un shock para todos.
—También para nosotros —afirmó Buckman, con su voz más sombría—. Dill-Temko fue nuestro padre. Nuestro único padre. Sé que, en la hora de su muerte, había comenzado a preparar los esquemas para un octavo grupo.
—¿Cómo habría sido?
—Eso sólo lo sabía Dill-Temko —dijo Buckman, y notó como crecía su superioridad sobre el seis que tenía frente a él. Y, sin embargo... ¡qué frágil era su superioridad psicológica! Una afirmación equivocada, o una afirmación de más, y se desvanecería. Y, una vez perdida, jamás volvería a recuperarla.
Era el riesgo. Pero disfrutaba corriéndolo; siempre le había encantado apostar con desventaja, jugando a oscuras. En momentos como aquel, sentía una gran confianza en su propia habilidad. Y no se consideraba equivocado... a pesar de lo que diría un seis que supiera que era un vulgar. Aquello no le preocupaba en lo más mínimo.
Apretando un botón, dijo:
—Peggy, tráiganos una taza de café, con crema y todo lo demás. Gracias. —Luego se echó hacia atrás, con estudiada tranquilidad, y contempló a Jason Taverner.
Cualquiera que hubiera conocido a un seis reconocería a Taverner. El fuerte torso, la tremenda conformación de sus brazos y espalda, su poderosa cabeza, como de chivo. Pero la mayor parte de los vulgares nunca habían sabido que alguien era un seis. No tenían su experiencia, ni poseían su conocimiento, cuidadosamente sintetizado.
En una ocasión le había dicho a Alys:
—Nunca se harán con el poder ni dominarán mi mundo.
—Tú no tienes un mundo —había dicho ella—. Tienes una oficina.
Llegados a aquel punto, había terminado la discusión.
—Señor Taverner —dijo secamente—, ¿cómo ha logrado usted sacar documentos, tarjetas, microfilms, e incluso expedientes completos, de los archivos de todo el planeta? He tratado de imaginar como podría hacerse tal cosa, pero no lo consigo. —Fijó su atención en el apuesto, pero algo envejecido rostro del seis, y esperó.
XVI
¿Qué puedo decirle?, se preguntó a sí mismo Jason Taverner mientras se hallaba sentado, mudo, frente al General de la Policía. ¿La realidad total, tal y como la conozco? Esto era difícil de hacer, se dio cuenta, porque lo cierto era que él mismo no acababa de comprenderla.
Pero quizá un siete pudiera... Bueno, Dios sabía lo que podía hacer. Voy a elegir, decidió, el darle una explicación completa. Pero cuando iba a empezar a hablar, algo bloqueó su garganta. No deseo decirle nada, comprendió. No hay ningún límite teórico a lo que puede hacerme; tiene su generalato, su autoridad, y si es un siete... quizá su autoridad no tenga límites. Al menos para mi autopreservación, si es que no para algo más, debo operar basándome en esta suposición.
—El que sea un seis —dijo Buckman tras un intervalo de silencio— me hace ver esto bajo una luz diferente. Está trabajando con otros seis, ¿no es así?
Mantuvo sus ojos rígidamente clavados en el rostro de Jason, y este halló tal cosa molesta y desconcertante.
—Creo que aquí tenemos —dijo Buckman— la primera prueba concreta de que los seises...
—No —dijo Jason.
—¿No? —Buckman continuó mirándolo fijamente—. ¿No está relacionado con otros seises en este asunto?
—Sólo conozco a otro seis —dijo Jason—. Heather Hart. Y me considera un maldito admirador.
Pronunció las palabras con amargura.
Eso interesó a Buckman; no había sabido que la famosa cantante Heather Hart fuera un seis. Pero, pensando en ello, le parecía razonable. Sin embargo, jamás se había encontrado con una mujer seis en toda su carrera; sus contactos con ellos no eran tan frecuentes.
—Si la señorita Hart es una seis —dijo Buckman en voz alta—, quizá deberíamos pedirle que viniese también, y que mantuviese consultas con nosotros.
Era un eufemismo policíaco fácil de pronunciar.
—Hágalo —dijo Jason—. Pásela por la exprimidora —su tono había adquirido una nota de salvajismo—. Enciérrela. Métala en un campo de trabajos forzados.
Los seises, se dijo a sí mismo Buckman, tienen bien poca lealtad los unos hacia los otros. Esto ya lo había descubierto, pero siempre le sorprendía. Eran un grupo de élite, formado a partir de círculos ya previamente aristocráticos para congelar y mantener el estado del mundo, que en la práctica había desaparecido porque no podían soportarse los unos a los otros. Rió interiormente, dejando que su rostro mostrase tan sólo una sonrisa.
—¿Le parece divertido? —preguntó Jason—. ¿No me cree?
—No importa —Buckman sacó una caja de cigarros Cuesta Rey de un cajón de su escritorio, utilizando un cortauñas para cortar el extremo de uno de ellos. Era un pequeño cuchillo de acero hecho ex-profeso para aquel propósito.
Frente a él, Jason Taverner lo contemplaba fascinado.
—¿Un cigarro? —le preguntó Buckman. Empujó la caja hacia Jason.
—Nunca he fumado un buen cigarro —dijo Jason—. Si se hubiese sabido que yo...
Se interrumpió.
—¿«Sabido»? —preguntó Buckman, alertando su mente—. ¿Quién tenía que haberlo sabido? ¿La policía?
Jason no dijo nada. Pero había apretado el puño y su respiración se había vuelto trabajosa.
—¿Hay algunos círculos en los que sea bien conocido? —preguntó Buckman—. ¿Por ejemplo, entre los intelectuales de los campos de trabajos forzados? Ya sabe... esos que hacen circular manuscritos multicopiados.
—No —respondió Jason.
—¿Entre los círculos musicales, entonces?
—Ya no —dijo envaradamente Jason.
—¿Ha grabado alguna vez discos?
—No aquí.
Buckman continuó escrutándole sin parpadear. Había logrado aquella habilidad con largos años de práctica.
—Entonces, ¿dónde? —preguntó, con una voz que apenas si superaba el umbral de lo audible. Una voz deliberadamente buscada: su tono tranquilizaba e interfería la identificación del significado de las palabras.
Pero Jason Taverner las dejó pasar; no respondió. Esos malditos bastardos de seises, pensó Buckman, irritado... principalmente consigo mismo. No puedo jugar a estos juegos con un seis. Simplemente, no funciona. Y, en cualquier momento, puede borrar de su mente mi afirmación, mi aseveración de que tengo una herencia genética superior.
Apretó un botón en su interfono.
—Haga traer aquí a una tal señorita Katherine Nelson —ordenó a Herb Maime—. Una informadora de la policía que hay en el distrito de Watts, esa área que antes era negra. Creo que voy a hablar con ella.
—En media hora.
—Gracias.
—¿Por qué la mete en esto? —preguntó con voz ronca Jason Taverner.
—Ella fue quien falsificó sus papeles.
—Lo único que sabe acerca de mí es lo que le hice poner en mis tarjetas de identidad.
—¿Y acaso es falso?
Tras una pausa, Jason dijo no con su cabeza.
—Entonces, usted existe.
—No... aquí.
—¿Dónde?
—No lo sé.
—Dígame cómo logró eliminar esos datos de todos los archivos.
—Jamás hice tal cosa.
Oyendo esto, Buckman notó cómo se apoderaba de él una tremenda corazonada, aferrándose con garras de acero.
—No ha estado tratando de sacar cosas de los archivos —dijo—; ha estado tratando de meterlas. Pues, al principio, allí no había nada.
Finalmente, Jason Taverner asintió con la cabeza.
—De acuerdo —dijo Buckman; notaba como el brillo del descubrimiento acechaba en su interior, revelándose ahora en toda una constelación de comprensiones—. No sacó nada. Pero hay alguna razón por la cual los datos no estaban allí al principio. ¿Por qué no estaban? ¿Lo sabe usted?
—Lo sé —dijo Taverner, mirando hacia abajo, al escritorio; su rostro se había deformado hasta adquirir el aspecto de los que se ven en los espejos de feria—. No existo.
—Pero alguna vez existió.
—Sí —dijo Taverner, asintiendo con la cabeza, de mala gana. Con dolor.
—¿Dónde?
—¡No lo sé!
Siempre acaba en eso, se dijo a sí mismo Buckman: no lo sé. Bueno, pensó, quizá no lo sepa realmente. Pero logró ir desde Los Angeles a Las Vegas, y logró meterse en casa de aquella delgaducho y arrugada individua que los pols de Las Vegas habían metido con él en la camioneta. Quizá, pensó, pueda sacarle algo a ella. Pero su corazonada le decía que no.
—¿Ha cenado ya? —preguntó.
—Sí —contestó Jason Taverner.
—Pero supongo que me acompañará a tomar algo. Haré que nos traigan alguna cosa —de nuevo utilizó el intercomunicador—: Peggy... es ya muy tarde. Haga que nos traigan dos desayunos del sitio ese nuevo que han abierto en la calle. No ese al que acostumbrábamos a ir, sino el nuevo que tiene un cartel en el que hay un perro con cabeza de chica. El Guauguau.
—Sí, señor Buckman —contestó Peggy, y colgó.
—¿Por qué no le llaman a usted General? —preguntó Jason Taverner.
—Porque cuando me llaman General me parece que debería haber escrito un libro sobre cómo invadir Francia sin meterse en una guerra de dos frentes —contestó Buckman.
—De modo que prefiere que le llamen señor.
—Así es.
—¿Y le permiten que haga tal cosa?
—Para mí no existen superiores —dijo Buckman—. Exceptuando a cinco Mariscales de la Policía distribuidos aquí y allá por el mundo, y ellos también se hacen llamar señor —y además les gustaría poder degradarme pensó, a causa de todo lo que hice.
—Pero está el Director.
—El Director no me ha visto nunca —explicó Buckman—, ni nunca me verá. Ni tampoco le verá a usted, señor Taverner. Pero nadie le podrá ver, puesto que, tal como usted mismo ha señalado, no existe.
Finalmente, una pol uniformada de gris entró en la oficina, llevando una bandeja con comida.
—Lo que usted acostumbra a pedir a esta hora de la noche —dijo mientras colocaba la bandeja sobre el escritorio de Buckman—. Un cucurucho pequeño de patatas fritas con un plato de jamón; un cucurucho pequeño de patatas fritas con un plato de salchichas.
—¿Qué es lo que le gustaría tomar? —preguntó Buckman a Jason Taverner.
—¿Están muy hechas las salchichas? —preguntó Jason Taverner, inclinándose para ver—. Supongo que lo están. Me quedaré con esto.
—Son diez dólares y un quinto de oro —dijo la pol—. ¿Quién de ustedes va a pagar?
Buckman buscó en sus bolsillos y sacó los billetes y el cambio.
—Gracias. —La mujer se fue.
—¿Tiene usted algún hijo? —preguntó Buckman a Taverner.
—No.
—Yo tengo un niño —dijo el General Buckman—. Le mostraré una foto tridimensional que acabo de recibir.
Buscó en su escritorio, y sacó un palpitante cuadrado de colores tridimensionales pero inmóviles. Aceptando la foto, Jason la colocó adecuadamente a la luz, y vio delineado, estéticamente, a un chico con pantalones cortos y suéter que corría descalzo por un campo, tirando del cordel de una cometa. Como el General de la Policía, el chico tenía el cabello claro y muy corto, y una mandíbula fuerte e impresionantemente amplia. A pesar de lo joven que era.
—Muy guapo —dijo Jason. Le devolvió la foto.
—Nunca logró elevar esa cometa —dijo Buckman—. Quizá porque es demasiado niño. O porque tiene miedo. Nuestro niño tiene demasiada ansiedad, creo que se debe a que nos ve muy poco a su madre y a mí: va a la escuela en Florida, y nosotros estamos aquí, lo cual no es muy bueno. ¿Me ha dicho que no tenía ningún hijo?
—No que yo sepa —respondió Jason.
—¿«No que usted sepa»? —Buckman alzó una ceja—. ¿Quiere eso decir que nunca le ha preocupado? ¿Que nunca ha tratado de averiguarlo? Ya sabe que, según la ley, como padre debe usted ayudar económicamente a sus hijos, sean habidos en matrimonio o no.
Jason asintió con la cabeza.
—Bien —dijo el General Buckman, mientras metí la foto en su escritorio—. Cada cual tiene sus ideas. Pero piense en lo que ha dejado usted fuera de su vida. ¿Nunca ha amado a un niño? Le hace a uno que le duela el corazón, la parte más interna del yo, allá donde uno puede morir con facilidad.
—No sabía eso —contestó Jason.
—Oh, sí. Mi esposa dice que uno puede olvidar cualquier tipo de amor, excepto el que ha sentido hacia los hijos. Ese solo va en un sentido; jamás en el otro. Y si algo se interpone entre uno y un niño... algo así como la muerte o una terrible calamidad tal como un divorcio, uno jamás se recupera.
—Bien, infiernos... —Jason hizo un gesto, con un trozo de salchicha pinchado en el tenedor—. Entonces, ¿no sería mejor no sentir ese tipo de amor?
—No estoy de acuerdo —dijo Buckman—. Uno debe amar siempre, y especialmente a un niño, porque esa es la forma más fuerte de amar.
—Ya veo —dijo Jason.
—No, no lo ve. Los seises nunca ven nada. No entienden nada. No vale la pena seguir discutiéndolo. —Movió un montón de papeles en su escritorio, resoplando, asombrado y molesto. Pero, de un modo gradual, fue calmándose, recuperando una vez más su tranquila personalidad. Aunque no podía comprender la actitud de Jason Taverner. Para él, su hijo era lo más importante; el niño, más naturalmente el amor por la madre del niño, eran el eje de su vida.
Comieron durante un rato, sin hablar, pues de repente, va no había ningún puente que los conectase el uno con el otro.
—Hay una cafetería en el edificio —dijo finalmente Buckman, mientras bebía un vaso de naranjada sintética—. Pero la comida que dan allí está envenenada. Todos los que sirven en la cafetería deben tener parientes en los campos de trabajos forzados, y se están vengando de nosotros.
Se echó a reír. Jason Taverner no.
—Señor Taverner —dijo Buckman, limpiándose la boca con su servilleta—. Voy a dejarle salir. No lo retendré.
—¿Por qué? —preguntó Jason.
—Porque no ha hecho usted nada.
—Me he hecho falsificar unas tarjetas de identidad —indicó roncamente Jason—. Eso es delito.
—Tengo la autoridad suficiente como para sobreseer cualquier acusación por delito si lo deseo —dijo Buckman—. Y considero que usted se vio obligado a hacer eso, dada la situación en que se encontró, una situación acerca de la cual usted no quiere hablarme, pero que yo he podido entrever.
Tras una pausa, Jason dijo:
—Gracias.
—Pero —añadió Buckman—, será usted seguido electrónicamente a cualquier parte donde vaya. Nunca estará a solas, a excepción de con sus propios pensamientos y su propia mente, y quizá ni siquiera eso. Todo el mundo con el que entre en contacto, vea o hable, será traído aquí, en un momento u otro, para ser interrogado... tal como traemos en este mismo momento a esa chica, Kathy Nelson —se inclinó hacia Jason Taverner, hablando lenta y enfáticamente para que este le escuchase y le comprendiese—: Creo que no ha sacado ningún dato de ningún archivo, público o privado. Creo que no entiende su propia situación. Pero... —alzó su voz de un modo perceptible— más pronto o más tarde, la va a comprender, y cuando esto ocurra deseamos conocerlo. Así que... siempre estaremos con usted. ¿Le parece justo?
Jason Taverner se puso en pie.
—¿Todos ustedes, los sietes, piensan así?
—¿Cómo es «así»?
— Tomando decisiones fuertes, vitales e instantáneas. Tal como hace usted. Tal como pregunta y escucha usted... Dios, cómo escucha... y luego toma partido de un modo absoluto.
Con gran sinceridad, Buckman contestó:
—No lo sé, porque no tengo ningún contacto con otros sietes.
—Gracias —dijo Jason. Tendió la mano, y se la estrecharon—. Gracias por la comida.
Ahora parecía tranquilo. Controlándose a sí mismo.
Y mucho más aliviado.
—¿Me limito a irme de aquí? ¿Cómo salgo a la calle?
—Tendremos que retenerlo aquí hasta mañana —dijo Buckman—. Es una de nuestras políticas inalterables: jamás se libera a un sospechoso durante la noche. En las calles pasan demasiadas cosas cuando se hace oscuro. Le daremos una habitación con una litera; tendrá que dormir con la ropa que lleva puesta... y a las ocho en punto de mañana —por la mañana haré que Peggy le escolte hasta la puerta principal de la Academia.
Apretando el botón de su interfono, dijo:
—Peg, llévese por el momento al señor Taverner a detenciones. Sáquelo de nuevo a las ocho de la mañana, en punto. ¿Ha entendido?
—Sí, señor Buckman.
Extendiendo sus manos y sonriendo, el General Buckman dijo:
—Ya está. Nada más.
XVII
—Señor Taverner —estaba diciendo insistentemente Peggy—, venga conmigo; póngase la ropa y sígame a la oficina exterior. Le espero allí. Sólo tiene que pasar por las puertas azules y blancas.
Aguardando a un lado, el General Buckman escuchó la voz de la muchacha: era hermosa y fresca, y a él le sonaba bien, como suponía que también le sonaba a Taverner.
—Una cosa más —dijo Buckman, deteniendo al apresurado y adormilado Taverner mientras este comenzaba a dirigirse hacia las puertas blancas y azules—. No puedo renovarle su pase policíaco si alguno de mis subordinados lo cancela. ¿Lo comprende? Lo que tiene que hacer es solicitarnos, siguiendo las normas que marcan la ley, un grupo total de tarjetas de identidad. Eso significará un interrogatorio intensivo, pero... —golpeó a Jason Taverner en un brazo—, un seis puede soportarlo.
—De acuerdo —dijo Jason Taverner. Salió de la oficina, cerrando las puertas blancas y azules tras él.
Por su interfono, Buckman dijo:
—Herb, asegúrese de que le coloquen tanto un microtrans como una cabeza de combate heterostática tipo 80. Para que así podamos seguirlo y, si es necesario, destruirlo en cualquier momento.
—¿Quiere también una trampa para su voz? —dijo Herb.
—Sí, si puede metérsela en la garganta sin que él se dé cuenta.
—Haré que Peg se encargue de ello —dijo Herb, y cortó la comunicación.
—¿Podría haberse obtenido más información a base de un interrogatorio con un policía duro y otro blando, digamos que McNulty y yo?, se preguntó Buckman a sí mismo. No, decidió. Porque ese hombre realmente no sabe nada. Lo que tenemos que esperar es a que lo averigüe... y entonces, cuando esto suceda, estar presentes, ya sea física o electrónicamente. Tal como le he indicado. Pero aún temo se dio cuenta, que quizá nos hayamos encontrado con algo que los seises estén haciendo como grupo... a pesar de la animosidad mutua que sienten entre ellos.
Apretando de nuevo el botón del interfono, dijo:
—Herb, que vigilen veinticuatro horas al día a esa cantante pop Heather Hart, o como quiera que se llame. Y búsqueme en el archivo central los expedientes de todos aquellos a los que llaman «seises». ¿Ha comprendido?
—¿Está ese dato perforado en las tarjetas? —preguntó Herb.
—Probablemente no —dijo con sequedad Buckman—. Lo más probable es que nadie pensase en hacerlo hace diez años, cuando ese Dill-Temko estaba aún con vida, pensando en crear formas de vida aún más extrañas —como nosotros los seises, pensó irónicamente—. Y desde luego no deben haberlo pensado hoy en día, visto que los seises han fracasado olímpicamente. ¿Está de acuerdo conmigo?
—Lo estoy —contestó Herb—. Pero lo intentaré de todos modos.
—Si en las tarjetas está perforado este dato —añadió Buckman—, quiero una vigilancia de veinticuatro horas sobre todos los seises. Y, aunque podamos identificarlos a todos, al menos que sigan a los que conocemos.
—Así se hará, señor Buckman. —Herb cortó la conexión.
XVIII
—Adiós y buena suerte, señor Taverner —dijo la chica pol llamada Peg, en la gran puerta del gran edificio gris que era la Academia.
—Gracias —dijo Jason. Inhaló una gran bocanada del aire matutino, a pesar de lo solucionado que estaba. He salido, se dijo a sí mismo. Podían haberme cargado con un millar de acusaciones, pero no lo han hecho.
Una voz femenina, muy gutural, dijo desde muy cerca:
—¿Y ahora qué, hombrecito?
Nunca en toda su vida le habían llamado «hombrecito», pues medía más de un metro ochenta. Girándose, iba a responder, cuando descubrió a la persona que le había hablado.
También ella medía su buen metro ochenta; en aquello estaban igualados. Pero, en contraste con él, llevaba unos pantalones oscuros ajustados, una camisa de cuero roja decorada con flecos, pendientes de aro, y un cinturón con cadena. Y zapatos de tacón de aguja. ¡Jesús!, pensó, asombrado. ¿Dónde ha dejado el látigo?
—¿Hablaba conmigo? —preguntó.
—Sí —sonrió, mostrándole unos dientes ornamentados con los signos del zodíaco en oro—. Te colocaron tres cosas encima antes de que salieses de ahí; creí que debías saberlo.
—Lo sé —dijo Jason, preguntándose quién o qué era.
—Una de ellas —añadió la chica— es una bomba de hidrógeno miniaturizada. Puede ser detonada por una señal de radio emitida desde este edificio. ¿Sabías eso?
Finalmente, él dijo:
—No, no lo sabía.
—Así es como él hace las cosas —dijo la muchacha—. Mi hermano... Habla con uno de modo civilizado y amable, muy suavemente, y luego hace que uno de los componentes de su equipo, y tiene un gran equipo, le coloqué a uno toda esa mierda encima antes de dejarle pasar por la puerta de este edificio.
—Su hermano —dijo Jason—. El General Buckman.
Ahora podía ver el parecido entre ellos. La larga y delgada nariz, los prominentes pómulos, el cuello bellamente torneado como el de un Modigliani. Muy patricio, pensó. Ellos, ambos, le impresionaban.
Así que también debía de ser una siete, se dijo a sí mismo. Se sintió de nuevo cauteloso; le ardía la piel del cuello mientras se enfrentaba con ella.
—Yo te las sacaré —dijo ella, aún sonriendo, como el General Buckman, con una sonrisa de oro.
—Me parece bien —dijo Jason.
—Ven a mi sutil. —Comenzó a caminar decididamente; él la siguió con torpeza.
Un momento más tarde estaban sentados, juntos, en los asientos anamórficos delanteros de su sutil.
—Mi nombre es Alys —dijo ella.
—Yo soy Jason Taverner, el cantante y conocido actor de televisión.
—¿De veras? No he visto un programa de televisión desde que tenía nueve años.
—No te has perdido mucho —afirmó él, tuteándola también. No sabía si lo estaba diciendo de un modo irónico, pensó, estoy demasiado cansado para que me importe.
—Esa pequeña bomba tiene el tamaño de una semilla —dijo Alys—, y está incrustada, como una garrapata, en la piel. Normalmente, aunque supiera que estaba en algún lugar de tu cuerpo, seguiría sin poder encontrarla. Pero tomé esto en la Academia —alzó algo que parecía una linterna—. Brilla cuando se acerca a una bomba-semilla.
Inmediatamente comenzó, de modo eficiente y casi profesional, a recorrer su cuerpo con la luz.
En su muñeca izquierda, la luz brilló.
—También tengo el equipo que utilizan para extraer una bomba-semilla —dijo Alys. Sacó de su bolso una caja plana y la abrió—. Cuanto antes te la extraiga, mejor —dijo, mientras cogía del interior de la caja un instrumento cortante.
Durante dos minutos cortó expertamente, rociando al mismo tiempo la herida con un compuesto analgésico. Y luego la mostró en la palma de su mano. Como había dicho, tenía el tamaño de una semilla.
—Gracias —dijo él— por quitarme la espina de la pata.
Alys rió alegremente; colocó de nuevo el instrumento cortante en la caja, cerró la tapa de la misma, y la volvió a meter en su enorme bolso.
—Mira —le dijo—, nunca lo hace él mismo; siempre es alguien de su equipo. Así puede permanecer por encima de todo, muy éticamente, como si no tuviera nada que ver. Creo que eso es lo que más odio de él.
Se quedó pensativa.
—Realmente lo odio.
—¿Hay alguna otra cosa que puedas quitarme o arrancarme? —inquirió Jason.
—Intentaron ponerte más cosas... Peg, que es un técnico policíaco muy experto en esto, intentó colocarte una trampa para la voz en la garganta. Pero no creo que pudiese hacerlo —con cautela, le observó el cuello—. No, no quedó adherida, se cayó. Muy bien. Otra cosa eliminada. Tienes un microtrans encima, en alguna parte. Necesitaremos una luz estroboscópica para captar su flujo.
Rebuscó por la guantera del sutil, sacó un disco estroboscópico accionado a pilas y lo puso en marcha.
—Creo que podré hallarlo —dijo.
El microtrans resultó estar colocado en la vuelta del puño de su camisa. Alys lo atravesó con un alfiler, y se acabó.
—¿Hay algo más? —preguntó Jason.
—Posiblemente una minicam. Una cámara muy pequeña que transmite una imagen de televisión a los monitores de la Academia. Pero no les vi colocarte ninguna; creo que podemos correr el riesgo de olvidarnos de eso.
Entonces se volvió para observarlo.
—Por cierto —le dijo—, ¿quién eres?
—Una nopersona —contestó Jason.
—¿Y qué significa eso?
—Significa que no existo.
—¿Físicamente?
—No lo sé —le dijo con sinceridad. Quizá, pensó, si me hubiera mostrado más abierto con su hermano el General de la Policía... quizás él lo hubiera resuelto. Después de todo, Félix Buckman era un siete. Significase eso lo que significase.
De todos modos, Buckman había estado sondeando en la dirección correcta, y había obtenido muchas cosas. Y en un tiempo muy corto mientras duraron un desayuno a altas horas de la noche y un cigarro.
—Así que eres Jason Taverner —dijo la muchacha—. El hombre que estaba tratando de encontrar McNulty sin lograrlo. El hombre sobre el que no existe ningún dato en ninguna parte del mundo. Ni partida de nacimiento, ni historial escolar, ni...
—¿Cómo sabes todo esto? —preguntó Jason.
—Leí el informe de McNulty —su tono era suave—. En la oficina de Félix. Me interesó.
—¿Por qué entonces me preguntaste quién soy?
—Tenía mis dudas —explicó Alys—. Había oído a McNulty. Ahora deseaba conocer tu versión. La versión antipol, como la llaman.
—No puedo añadir nada a lo que sabe McNulty —dijo Jason.
—Eso no es cierto. —Había comenzado a interrogarle, exactamente del mismo modo en que lo había estado haciendo su hermano, hacía poco. Con un tono de voz bajo e informal, como si estuviesen hablando de algo sin trascendencia. Y le miraba fijamente, moviendo, con gracia, sus brazos y sus manos, como si mientras hablaba con él estuviese bailando un poco. Con ella misma. La belleza bailando con la belleza.
—De acuerdo —aceptó—. Sé más.
—¿Más de lo que le has dicho a Félix?
Dudó. Y, al hacerlo, ya había contestado.
—Sí —afirmó Alys.
El se alzó de hombros.
—Te propongo una cosa —dijo animadamente Alys—. ¿Te gustaría ver cómo vive un General de la Policía? ¿Ver su casa? ¿Ver su castillo de mil millones de dólares?
—¿Me llevarías allí? —preguntó Jason incrédulo—. Si él se enterase...
Hizo una pausa. ¿Qué pretende esta mujer?, se preguntó a sí mismo. Había un peligro terrible; todo su ser lo notaba y, de inmediato, se puso alerta. Notaba como su propia astucia corría por él, empapando cada parte de su ser somático. Su cuerpo sabía que ahora, más que en cualquier otro momento, tenía que ir con mucho cuidado.
—¿Tienes acceso legal a su casa? —preguntó, con naturalidad; logró que su voz sonase indiferente, desprovista de cualquier tensión inusitada.
—Infiernos —dijo Alys—. Vivo con él. Somos gemelos; estamos muy unidos.
—No quiero meterme en una trampa preparada entre el General Buckman y tú —afirmó Jason.
—¿Una trampa preparada entre Félix y yo? —se echó a reír—. Félix y yo no podríamos colaborar ni en pintar huevos de Pascua. Ven, vayamos a la casa. Entre ambos tenemos una buena cantidad de objetos interesantes. Juegos de ajedrez medievales de madera. Viejas tazas de porcelana inglesa. Algunos hermosos sellos antiguos de los Estados Unidos, impresos por la National Banknote Company. ¿Te interesan los sellos?
—No —contestó él.
—¿Las armas?
Dudó.
—En cierto modo —dijo, y recordó su propia arma; era la segunda vez en veinticuatro horas que había tenido razones para recordarla.
Mirándole, Alys dijo:
—¿Sabes?, para ser un hombre bajito no tienes tan mal aspecto. Y, si bien eres más viejo de lo que a mí me gusta, no lo eres demasiado. Eres un seis, ¿no?
El asintió con la cabeza.
—¿Y bien? —preguntó Alys—. ¿Quieres ver el castillo de un General de la Policía?
—De acuerdo —dijo Jason. Lo hallarían, fuera a donde fuese, en cuanto deseasen hallarlo. Con o sin un microtrans clavado en su manga.
Conectando el motor de su sutil, Alys Buckman giró el volante y apretó el pedal; el sutil saltó hacia arriba en un ángulo de noventa grados con respecto a la calle. Lleva motor de la policía, comprendió él. Dos veces la potencia de los modelos civiles.
—Hay una cosa que deseo que tengas bien clara en tu mente —dijo Alys mientras conducía por entre el tráfico. Lo miró para asegurarse de que la estaba escuchando—. No intentes ninguna aproximación sexual hacia mí. Si lo haces, te mataré.
Palmeó su cinto, y Jason pudo ver metida en el mismo un arma de tubo del tipo de las usadas por la policía; destellaba azul y negra al sol matutino.
—Escuchado y comprendido —dijo, y se sintió intranquilo. Para empezar, ya no le gustaba el traje de cuero y hierro que ella llevaba puesto; las cuestiones fetichistas eran profundamente complicadas, y nunca le habían interesado. Y ahora aquel ultimátum. ¿Qué era lo que le interesaba sexualmente a ella? ¿Era lesbiana?
En respuesta a su pregunta no hecha, Alys dijo con calma:
—Toda mi libido, mi sexualidad, están dedicadas a Félix.
—¿Tu hermano? —se sintió frío e incrédulamente asustado—. ¿Cómo es eso?
—Hemos vivido en una relación incestuosa durante los últimos cinco años —explicó Alys, maniobrando hábilmente su sutil entre el atestado tráfico matutino de Los Angeles—. Tenemos un niño de tres años de edad. Lo cuidan una enfermera y una doncella en Cayo Hueso, Florida. Se llama Barney.
—¿Y me lo estás contando? —dijo Jason, más asombrado de lo que resultaba creíble—. ¿Cómo le dices eso a alguien que no conoces?
—Oh, te conozco muy bien, Jason Taverner —dijo Alys; alzó el sutil a una vía superior, e incremento la velocidad. Ahora el tráfico era menos denso; estaban abandonando los alrededores de Los Angeles—. He sido fan tuya, de tu programa de televisión de la noche de los martes, durante años. Y tengo discos tuyos, y en una ocasión te oí cantar en la Sala Orquídea del Hotel St. Francis de San Francisco. —Le sonrió brevemente—. Félix y yo somos coleccionistas... y una de las cosas que yo colecciono son discos de Jason Taverner —su sonrisa frenética se iluminó de nuevo—. A lo largo de los años he coleccionado los nueve.
—Diez —dijo roncamente Jason, con voz temblorosa—. He grabado diez discos. Los últimos con bandas de proyección de espectáculo luminoso.
—Entonces me falta uno —dijo Alys, aceptando su palabra—. Mira, date la vuelta y observa el asiento de atrás.
Girándose, Jason vio en el asiento trasero su primer álbum: Taverner y los Blue, Blue Blues.
—Sí —dijo, tomándolo y colocándolo sobre sus rodillas.
—Allí hay otro —dijo Alys—. Es mi favorito entre todos.
Entonces vio un ejemplar muy maltratado de Esta Noche Pasaremos un Buen Rato con Taverner.
—Sí —afirmó—, ese es el mejor que he hecho.
—¿Lo ves? —dijo Alys. Ahora, el sutil picó, descendiendo en espiral, trazando una trayectoria hacia un grupo de grandes casas rodeadas de plantas y árboles que estaban abajo—. Ahí está la mansión —dijo.
XIX
Con sus rotores ahora verticales, el sutil cayó hacía un cuadrado de asfalto que había en el centro de la gran extensión de césped de la casa. Jason apenas si pudo verla: tenía tres Pisos y era de estilo español, con barandillas de hierro negro en los balcones, tejado de tejas rojas y paredes de adobe o estuco, no lo distinguía bien. Una gran casa, rodeada por bellos nogales; una casa que había sido edificada teniendo en cuenta el paisaje, sin destruirlo. La casa se unía y parecía formar parte de los árboles y la hierba. Una obra del hombre que penetraba en el reino de la naturaleza.
Alys apagó el motor del sutil y abrió una puerta de una patada.
—Deja los discos en el coche y ven conmigo —dijo, mientras se deslizaba fuera del sutil y quedaba en pie sobre la hierba.
A desgana, Jason colocó de nuevo los discos sobre el asiento y la siguió, apresurándose para ir a su paso; las largas piernas enfundadas en negro de la muchacha la llevaban con rapidez hacia la enorme puerta delantera de la casa.
—Incluso tenemos trozos de cristal de botella clavados en la parte de encima de los muros, para repeler a los bandidos... en esta época. La casa perteneció antes al gran Ernie Till, el actor del oeste.
Apretó un botón encajado en la puerta que había ante la casa, y apareció un pol privado, Con uniforme marrón, que la miró, asintió con la cabeza, y lanzó el flujo de energía que hizo deslizarse a un lado la puerta.
—¿Qué es lo que sabes? —le dijo Jason a Alys—. Sólo sabes que soy...
—Que eres fabuloso —dijo Alys, en un tono que no admitía réplica—. Hace años que lo sé.
—Pero tú has estado donde yo estaba. De donde yo soy. No aquí.
Tomándole del brazo, Alys lo guió a lo largo de un pasillo de adobe y baldosas, y luego le hizo bajar cinco escalones de ladrillo hasta una sala de estar bajo el nivel del suelo, un lugar que resultaba anticuado en aquellos días, pero que era muy hermoso.
Sin embargo, aquello no le importaba nada. Lo que deseaba era hablar con ella, averiguar qué sabía y cómo lo sabía, y lo que todo aquello significaba.
—¿Recuerdas este lugar? —preguntó Alys.
—No —dijo él.
—Pues deberías. Has estado aquí antes.
—No he estado —contestó él, precavidamente; había conseguido atrapar su credulidad al mostrarle aquellos dos discos. Tengo que conseguirlos, se dijo a sí mismo, para mostrárselos a... Sí, pensó; ¿a quién? ¿Al General Buckman? Y si se los muestro, ¿qué sacaré de ello?
—¿Con una dosis de mescalina? —preguntó Alys, yendo hacia una caja de drogas, una gran arqueta de madera encerada que se hallaba al extremo de una barra de bar, de cuero y bronce, situada en el extremo más alejado de la sala de estar.
—Solo un poco —contestó. Pero entonces su respuesta le sorprendió a sí mismo; parpadeó—. Deseo tener la cabeza clara —añadió.
Ella le ofreció una pequeña bandeja para drogas, esmaltada, en la que descansaba una copa de cristal tallado con agua y una cápsula blanca.
—Es muy buena. Es Amarillo de Harvey, Número Uno, importada a granel de Suiza y encapsulada en Bond Street. —Luego añadió—; No es nada fuerte. Sólo ves colores.
—Gracias —aceptó la copa y la cápsula blanca; se tragó la mescalina con agua, y volvió a colocar la copa en la bandeja—. ¿Tú no vas a tomar nada? —le preguntó, sintiéndose, demasiado tarde, preocupado.
—Yo ya estoy volando —dijo Alys con aire genial, sonriendo con su barroca sonrisa de oro—. ¿No te das cuenta? Pero supongo que no; no me has visto de ningún otro modo.
—¿Sabías que me iban a llevar a la Academia de Policía de Los Angeles? —preguntó él. Tenías que saberlo, pensó, porque tenías contigo mis dos discos. Si no lo hubieras sabido, las posibilidades de que los llevases eran de cero en mil millones, más o menos.
—Intercepté algunas de sus transmisiones —dijo Alys; dándose la vuelta, comenzó a pasearse inquieta, golpeando la pequeña bandeja esmaltada con una larga uña—. Y escuché los mensajes oficiales transmitidos entre Las Vegas y Félix. Me gusta escucharlo de vez en cuando, en las horas en que está trabajando. No siempre, pero... —señaló hacia una habitación que se hallaba tras un pasillo abierto en la pared más cercana—. Quiero ver algo; te lo mostraré, si es tan bueno como Félix ha dicho.
La siguió, con un tumulto de preguntas en su mente que trataban de abrirse paso mientras caminaba. Si realmente puede hacer todo esto, pensó, el ir de un lado a otro, como parece haber hecho...
—Dijo que estaba en el cajón central de su escritorio —musitó reflexivamente Alys, mientras llegaba al centro de la biblioteca de la casa; en las estanterías que subían hasta el techo de la sala se amontonaban los libros encuadernados en piel. También había varios escritorios, una vitrina con pequeñas tazas, varios juegos de ajedrez antiguos, dos mazos de cartas de tarot... Alys fue hasta un escritorio estilo Nueva Inglaterra, abrió el cajón y atisbó en el interior.
—Ah —dijo, y sacó un sobre transparente.
—Alys —comenzó a decir Jason, pero ella le cortó con un brusco chasquido de sus dedos:
—Cállate mientras miro esto. —De encima del escritorio tomó una gran lupa, con la que estudió el sobre—. Un sello —explicó entonces, alzando la vista—. Lo sacaré para que puedas verlo. —Cogiendo unas pinzas de filatélico, sacó cuidadosamente el sello del sobre y lo colocó en el fieltro que había en la parte delantera del escritorio.
Obedientemente, Jason contempló a través de la lupa el sello. Le parecía un sello como cualquier otro, excepto que, a diferencia de los sellos modernos, sólo había sido impreso en un color.
—Mira la impresión de los animales —dijo Alys—, el rebaño de ciervos. Es absolutamente perfecta. Cada línea es exacta. Este sello jamás ha sido...
Detuvo su mano cuando él iba a tocar el sello.
—Oh, no —dijo—. No toques nunca un sello con los dedos; usa siempre unas pinzas.
—¿Es valioso? —preguntó él.
—Realmente, no. Pero casi nunca se venden. Algún día te lo explicaré. Es un regalo que me ha hecho Félix, porque me ama.
—Es un hermoso sello —dijo Jason, desconcertado.
Le devolvió la lupa.
—Félix me dijo la verdad; es un buen ejemplar. Perfectamente enmarcado, con un matasellado suave que no ensucia la imagen central, y... —diestramente, con las pinzas, dio la vuelta al sello, dejándolo boca abajo sobre el fieltro. De inmediato cambió su expresión; su rostro se puso muy encarnado y exclamó—: ¡maldita sea!
—¿Qué ocurre? —preguntó él.
—Tiene una pequeña mancha —tocó la esquina de la parte de atrás del sello con las pinzas—. Bueno, por delante no se ve. Pero así es Félix. Infiernos probablemente sea falsificado. Sólo que Félix consigue siempre, de algún modo, no comprar falsificaciones. De acuerdo, Félix, te debo una. —Pensativamente, añadió—: Me pregunto si tendrá otro en su propia colección. Podría cambiárselo. —Yendo a una caja fuerte que había en la pared, trasteó por un tiempo con la combinación, abriéndola finalmente y sacando un grueso y pesado álbum, que depositó sobre el escritorio—. Félix —dijo— no sabe que conozco la combinación de esa caja fuerte, así que no se lo digas.
Lentamente, hizo pasar las hojas de grueso papel hasta llegar a una en la que había cuatro sellos.
—No tiene el negro de un dólar —dijo—. Pero quizá lo tenga oculto en alguna otra parte. Incluso podría tenerlo en la Academia.
Cerrando el álbum, lo volvió a meter en la caja fuerte de la pared.
—La mescalina —dijo Jason— está comenzando a hacer efecto.
Le dolían las piernas: para él, aquello era siempre un síntoma de que la mescalina estaba comenzando a actuar en su sistema.
—Me sentaré —dijo, y consiguió encontrar una tumbona tapizada en cuero antes de que le cediesen las piernas. O pareciesen cederle; en realidad, jamás lo hacían: era una ilusión creada por la droga. Pero, de cualquier modo, parecía real.
—¿Te gustaría ver una colección de cajas de rapé? —preguntó Alys—. Félix tiene una en verdad excelente. Todas ellas antiguas, en oro, plata, aleaciones, con grabados de camafeos, escenas de caza... ¿no?
Se sentó frente a él, cruzó sus largas piernas enfundadas en negro, y sus zapatos de tacón de aguja colgaron mientras las movía en péndulo.
—En una ocasión, Félix compró una caja de rapé vieja en una subasta, pagando mucho, y la trajo a casa. Limpió el viejo rapé que aún había en el interior, y encontró una palanquita operada por un muelle que había en el fondo de la caja, o lo que parecía ser el fondo. La palanca funcionaba cuando uno atornillaba un diminuto tornillo. Le costó todo el día encontrar una herramienta lo bastante pequeña como para hacer girar aquel tornillo, pero al final lo logró.
Se echó a reír.
—¿Qué sucedió? —preguntó Jason.
—El fondo de la caja era un fondo falso en el que había oculta una plaquita de cobre. Sacó la plaquita —se echó a reír de nuevo, lanzando destellos con la ornamentación en oro de sus dientes—, y resultó ser un cuadro de doscientos años de antigüedad. Y teñido en ocho colores. Que valdría, bueno, digamos unos cinco mil dólares. No es mucho, pero lo cierto es que nos encantó. Como es natural, el vendedor no conocía su existencia.
—Ya veo —dijo Jason.
—No te importan en lo más mínimo las cajas de rapé —dijo Alys, aún sonriendo.
—Me gustaría... verla —dijo él. Y luego añadió—: Alys, tu sabes cosas acerca de mí; sabes quién soy. ¿Por qué no lo sabe nadie más?
—Porque nunca han estado allí.
—¿Dónde?
Alys se frotó las sienes, retorció su lengua, y se quedó mirando hacia delante, con la mirada perdida, como si apenas le oyese.
—Ya lo sabes —dijo, pareciendo aburrida y algo irritada—. ¡Por Dios, amigo! Has vivido allí cuarenta y dos años. ¿Qué te puedo decir de aquel lugar que no conozcas ya?
Entonces alzó la vista, con sus gruesos labios maliciosamente curvados; le hizo una mueca.
—¿Y cómo he llegado aquí? —preguntó él.
—Pues... —dudó—, no estoy segura de que deba...
En voz muy alta, Jason preguntó:
—¿Por qué no?
—Cada cosa a su tiempo. —Hizo un movimiento con la mano, como para dejar pasar el tiempo—. En su momento, en su momento. Mira, amigo; te han pasado muchas cosas: casi te han enviado a un campo de trabajo, y ya sabes como son. Y eso gracias a ese cretino de McNulty y mi querido hermano.
Su rostro se había afeado por la revulsión. Pero inmediatamente volvió a sonreír con su provocativa sonrisa. Con su relajada, dorada e invitadora sonrisa.
—Quiero saber dónde estoy —dijo Jason.
—Estás en mi estudio, en mi casa. Estás totalmente a salvo; te hemos sacado todo lo que te habían colocado. Y nadie va a entrar aquí por la fuerza. ¿Sabes lo que podríamos hacer? —saltó de la silla, poniéndose en pie como un felino; involuntariamente, él se echó hacia atrás—. ¿Quieres acostarte conmigo? —le preguntó, ansiosa y con los ojos brillantes.
—No —contestó él.
—De acuerdo —aceptó Alys con aire razonable, sin sentirse molesta—. ¿Qué es lo que te gustaría hacer? Tenemos una buena colección de Rilke y Bretch en discos de traslación interlinear. El otro día Félix vino a casa con un conjunto de las siete sinfonías de Sibelius en cuadrafonía y espectáculo luminoso. Es muy bueno. Y, para cenar, Emma va a preparar ancas de rana. A Félix le encantan las ancas de rana y los caracoles. La mayor parte de las veces cena en buenos restaurantes franceses y vascos, pero esta noche...
—Quiero saber —interrumpió Jason— dónde estoy.
—¿No puedes limitarte a ser feliz?
Jason se puso en pie, con dificultad, y se enfrentó a ella. En silencio.
XX
La mescalina había comenzado a afectarle de un modo furioso; la habitación se fue iluminando con colores, y el factor de perspectiva se alteró de tal modo que el techo parecía estar a un millón de kilómetros de altura. Y, mirando a Alys, vio como su cabello cobraba vida... como el de la Medusa, pensó, y sintió miedo.
Ignorándole, Alys continuó:
—A Félix le encanta especialmente la cocina vasca, pero cocinan con tanta mantequilla que le dan espasmos en el píloro. También tiene una buena colección de la revista Weird Tales, y le encanta la pelota base. Y... veamos —paseó, golpeándose los labios con un dedo mientras reflexionaba—, le interesa lo oculto. ¿A ti...?
—Noto algo —dijo Jason.
—¿Qué es lo que notas?
—No puedo alejarme —dijo Jason.
—Es la mescalina. Tómatelo con calma.
—Yo... —reflexionó; un peso gigantesco yacía sobre su cerebro, pero a través de todo el peso corrían de aquí para allá relámpagos de luz de una sabiduría parecida al satori.
—Lo que yo colecciono —explicó Alys— está en la sala de al lado, la que llamamos la biblioteca. Esto es el estudio. En la biblioteca, Félix tiene todos sus libros de leyes... ¿Sabías que es abogado, además de General de la policía? Y ha hecho algunas cosas buenas, tengo que admitirlo. ¿Sabes lo que hizo en cierta ocasión?
Jason no podía contestar, sólo podía permanecer en pie. Inerte, escuchando las palabras pero no el significado de las mismas.
—Durante un año, Félix se halló legalmente al frente de la cuarta parte de los campos de trabajos forzados de la Tierra. Descubrió que, a causa de una oscura ley promulgada hace años, cuando los campos de trabajos forzados eran más bien campos de exterminio, en los que había muchos negros... Bueno, el caso es que descubrió que ese estatuto solo permitía que los campos estuviesen en funcionamiento durante la Segunda Guerra Civil, y que tenía el poder de cerrar cualquiera o todos los campos en cualquier momento que creyese adecuado, en el interés común. Y todos esos negros y estudiantes que habían estado trabajando en los campos eran muy duros y fuertes, de los años pasados haciendo trabajos manuales. No como esos afeminados, pálidos y sudorosos estudiantes que viven en las áreas de los campus. Entonces se dedicó a investigar más, y descubrió otro estatuto poco conocido. Decía que cualquier campo que no estuviese obteniendo beneficios económicos tiene que, o mejor dicho tenía que, ser cerrado. Así que Félix alteró la cantidad de dinero, muy poca, naturalmente, que se pagaba a los detenidos. Lo único que tuvo que hacer fue subirles la paga, mostrar los números rojos en los libros, y ¡bam!, podía cerrar los campos. —Se echó a reír.
Jason trató de hablar, pero no pudo. En su interior, su mente daba vueltas como una desgastada bola de goma hundiéndose y alzándose, aumentando su velocidad, disminuyendo, apagándose y luego destellando con enorme brillo; los rayos de luz la atravesaban completamente, perforando todas las partes de su cuerpo.
—Pero lo más importante que hizo Félix —dijo Alys tuvo que ver con las comunas agrícolas que tenían los estudiantes en los campus quemados. Muchos de ellos andan desesperados en busca de agua y alimentos; ya sabes lo que sucede: los estudiantes tratan de llegar a las ciudades, buscando suministros, robando y saqueando. Bueno, la policía mantiene un montón de agentes entre los estudiantes, agitando para lograr un enfrentamiento final con la policía... que es lo que la policía está justamente esperando, ¿lo ves?
—Veo —dijo él— un sombrero.
—Pero Félix trató de impedir cualquier tipo de enfrentamiento. Y para lograrlo, tenía que llevar suministros a los estudiantes; ¿lo ves?
—El sombrero es rojo —dijo Jason.
—A causa de su posición en la jerarquía de la pol, Félix tenía acceso a los informes de los soplones en lo que se refería a las condiciones en cada comuna agrícola de los estudiantes. Sabía cuales andaban mal, y cuales lograban mantenerse. Su trabajo fue sacar de aquella horda de datos abstractos los hechos que, en definitiva, eran importantes: qué comunas se estaban hundiendo, y cuáles no. Una vez hubo logrado la lista de aquellas que tenían problemas, se reunieron con él otros oficiales de la policía para decidir cómo aplicar presiones que acelerasen el fin. Agitación derrotista por parte de infiltrados de la policía, sabotaje de los suministros de agua y alimentos. Salidas desesperadas, realmente sin la menor posibilidad, fuera del área de los campus, en busca de ayuda... Por ejemplo, en una ocasión, en Columbia, se trazó el plan de ir al Campo de Trabajos Harry S. Truman, liberar a los detenidos, y armarlos. Pero ante esto incluso Félix tuvo que decir «¡Intervengamos!». De cualquier modo, la tarea de Félix era determinar la táctica para cada comuna vigilada. Muchas, muchas veces aconsejó que no se llevase a cabo ninguna acción. Naturalmente, los halcones le criticaron por esto, pidiendo que fuera apartado de su cargo —Alys hizo una pausa—. Tienes que darte cuenta de que por aquel entonces ya ostentaba el cargo de Mariscal de la Policía.
—Tu rojo —dijo Jason— es fabuloso.
—Lo sé —las comisuras de los labios de Alys se inclinaron hacia abajo—. ¿Es que no puedes soportar una dosis, amigo? Estoy tratando de decirte algo. A Félix lo degradaron de Mariscal de la Policía a General, porque se ocupó, cuando le fue posible, de que en las granjas los estudiantes fueran bañados, alimentados, que recibiesen suministros médicos y se les entregasen literas. Tal como hizo en los campos de trabajos forzados que se hallaban bajo su jurisdicción. Por eso ahora es sólo un General. Pero lo dejan en paz. Ya le han hecho todo lo que podían hacerle, por el momento, y aún sigue teniendo un alto cargo.
—Pero tu incesto —dijo Jason—. ¿Qué pasaría si...? —hizo una pausa, pues no podía recordar el resto de la frase—. Sí —dijo, y esto parecía ser; sintió un brillo furioso que se alzaba del hecho de que había logrado transmitirle a ella el mensaje—. Si —dijo de nuevo, y el brillo interno se tornó enloquecido con una furia alegre. Lanzó una exclamación en voz alta.
—¿Quieres decir qué pasaría si los Mariscales supieran que Félix y yo tenemos un hijo? ¿Qué es lo que harían?
—Harían —dijo Jason—. ¿Podemos oír algo de música? O dame... —sus palabras cesaron; ninguna más entró en su cerebro—. Vaya —dijo—. Mi madre no estaría aquí. Muerte.
Alys inhaló profundamente y suspiró.
—De acuerdo, Jason —dijo—. Voy a dejar de intentar hablar contigo. Hasta que recuperes la cabeza.
—Hablar —dijo él.
—¿Te gustaría ver mis historietas sadomasoquistas? —¿Qué es eso? —preguntó él. —No me digas que no lo sabes... —¿Puedo acostarme? —preguntó él—. Mis piernas no me funcionan. Creo que mi pierna derecha se extiende hasta la Luna. En otras palabras —consideró—, me la rompí al ponerme en pie.
—Ven aquí —lo guió, paso a paso, saliendo del estudio y regresando a la sala de estar—. Acuéstate en el sofá —le dijo. El lo hizo, con agonizante dificultad—. Iré a buscarte algo de toracina; contrarrestará esa porquería.
—Esto es una porquería —dijo él.
—Veamos... ¿Dónde infiernos la he metido? Nunca, o casi nunca, necesito usarla, pero la tengo por si pasa algo como... ¡Maldita sea!, ¿es que no puedes tomarte una simple dosis de mescalina sin que te ocurra esto? Yo me tomo cinco de golpe.
—Pero tú eres especial —afirmó Jason.
—Volveré; voy arriba —Alys caminó hacia una puerta situada a varias distancias de lejanía, durante un largo, largo tiempo, la contempló empequeñecer... ¿Cómo podía lograrlo? Le parecía increíble que pudiera empequeñecer hasta casi la nada... y luego desapareció. Notó ante esto un terrible miedo. Sabía que se había convertido en solitario, sin ayuda. ¿Quién me ayudará? se preguntó a sí mismo. Tengo que alejarme de esos sellos y tazas y cajas de rapé e historietas sadomasoquistas y ancas de rana; tengo que llegar a ese sutil y tengo que volar lejos de regreso a donde yo sé; de regreso a la ciudad quizá con Ruth Rae, si es que la han dejado ir o incluso de vuelta con Kathy Nelson. Esta mujer es demasiado para mí y también su hermano, ellos y su hijo incestuoso en Florida que no sé cómo se llama.
Se alzó tambaleante, tanteó su camino a través de una alfombra, que escupió un millón de chorros de puro pigmento mientras la pisaba, aplastándola con sus tremendos zapatos, y luego, al fin, llegó a la puerta delantera de la temblorosa habitación.
Luz del sol. Había llegado al exterior.
El sutil.
Se tambaleó hacia él.
Dentro, se sentó ante los controles, asombrado por las legiones de botones, palancas, ruedas, pedales, diales.
—¿Por qué no funciona? —exclamó en voz alta—. ¡Funciona!— le dijo, acunándose hacia delante y hacia atrás en el sillón del conductor—. ¿Es que ella no me deja ir? —le preguntó al sutil.
Las llaves. Naturalmente, no podía volar sin llaves.
Su chaqueta estaba en el asiento de atrás; había sido testigo de ello. Y también su gran bolso. Allí. Las llaves en su bolso. Allí.
Los dos álbumes. Taverner y los Blue, Blue Blues, y el mejor de todos: Pasaremos un buen rato. Tanteó, consiguió de algún modo alzar ambos discos, trasladándolos al asiento vacío que había junto a él. Aquí tengo la prueba, se dio cuenta. Está aquí, en estos discos, y está allí, en la casa. Con ella. Tengo que hallarla allí si es que la voy a hallar. Hallarla. En ningún otro lugar. Incluso el General Félix ¿cómo se llama? no la va a hallar. No lo sabe. Al igual que yo.
Llevando los enormes álbumes de discos, corrió de regreso a la casa... A su alrededor fluía el paisaje, con latigueantes altos organismos parecidos a árboles, que tragaban aire del dulce cielo azul, organismos que absorbían agua y luz, que comían la tonalidad del cielo... Llegó a la puerta, empujó contra la misma. La puerta no se movió. No encontró el botón.
Paso a paso. Tocar cada centímetro con dedos. Como en la oscuridad. Sí, pensó, estoy en la oscuridad. Dejó en el suelo los demasiado grandes discos, se apoyó contra la pared junto a la puerta, y lentamente dio un masaje a la superficie, como de goma, de la pared. Nada. Nada.
El botón.
Lo apartó, cogió del suelo los álbumes de discos, y se alzó frente a la puerta, mientras de forma increíblemente lenta chirriaba su ruidoso y protestante camino de apertura.
Un hombre con uniforme marrón, que llevaba un arma, apareció. Jason dijo:
—Tuve que ir de vuelta al sutil a buscar algo.
—Perfectamente, «señor» —dijo el hombre del uniforme marrón—. Le vi irse, y supe que volvería.
—¿Está loca? —preguntó Jason.
—No estoy en situación de saberlo, señor —dijo el hombre del uniforme, y se echó hacia atrás, tocándose su gorra de visera.
Se halló de nuevo en la irregular sala de estar.
—¡Alys! —dijo. ¿Estaba en la habitación? Cuidadosamente, miró en todas direcciones; tal como había hecho cuando buscaba el botón, recorrió por fases cada centímetro visible de la habitación. El bar que había en el extremo más alejado, con su hermosa arqueta para drogas... Sofá, sillones, cuadros en las paredes. El rostro de uno de los cuadros le hizo una mueca, pero no le importó; no podía apartarse de la pared. El tocadiscos cuadrafónico...
Sus discos. Tocarlos.
Tiró hacia arriba de la tapa del fonógrafo, pero no se alzaba. ¿Por qué?, se preguntó. ¿Cerrada? No, se deslizaba hacia fuera. La deslizó hacia fuera con un terrible ruido, como si la hubiera destruido. Apartar el brazo. El eje. Sacó uno de los discos de la funda, y lo colocó en el eje. Puedo hacer funcionar estas cosas, dijo, y conectó los amplificadores, colocando el indicador en fono. Palanca que ponía en marcha el cambiadiscos. La movió. El brazo se alzó, el plato comenzó a girar, agónicamente lento. ¿Qué era lo que le pasaba? ¿Velocidad equivocada? No; lo comprobó. Treinta y tres y un tercio. El mecanismo del eje funcionó, y el disco cayó.
Fuerte ruido de la aguja golpeando el surco de entrada. Crujidos de polvo, cliqueteos. Típico de los viejos discos cuadrafónicos. Maltratados y dañados; lo único que tenía que hacer uno era echarles el aliento.
Siseo de fondo. Más chasquidos.
Nada de música.
Alzando el brazo, lo depositó más al interior. Un gran estallido rugiente cuando la aguja golpeó la superficie; parpadeó y buscó el control de volumen para bajarlo. Seguía sin música. Ningún sonido de sí mismo cantando.
La fuerza que tenía la mescalina sobre él comenzó ahora a vacilar; se sintió fría y penetrantemente sobrio. El otro disco. Lo sacó con rapidez de su funda y de su protector de plástico, lo colocó en el eje, y dejó a un lado el primer disco.
Sonido de la aguja tocando la superficie plástica. Siseo de fondo, y los inevitables chasquidos y cliqueteos. Aún sin música.
Los discos estaban en blanco.
TERCERA PARTE
Nunca serán mis penas aliviadas,
puesto que la piedad ha huido;
y las lágrimas, suspiros y gemidos
a mis cansados días
de toda alegría han privado.
XXI
—¡Alys! —gritó en voz alta Jason Taverner. No hubo respuesta.
¿Es la mescalina?, se preguntó a sí mismo. Recorrió torpemente el camino desde el tocadiscos hacia la puerta por donde se había ido Alys. Un largo pasillo, con una alfombra de lana muy gruesa. Al otro extremo, unas escaleras con una barandilla de hierro negro que llevaban hacia arriba, al segundo piso.
Atravesó tan rápido como le fue posible el pasillo hasta llegar a las escaleras, y luego, escalón tras escalón, subió estas.
El segundo piso. Un descansillo, con una antigua mesa Hepplewhite en un lado, sobre la que había un alto montón de revistas Box. Esto, extrañamente, atrajo su atención; ¿quién, Félix o Alys, o ambos, leía una revista pornográfica de tan baja clase y circulación masiva como era Box? Luego pasó de largo, aún seguramente a causa de la mescalina, viendo pequeños detalles. El baño; allí es donde la hallaría.
—Alys —dijo hoscamente; el sudor goteaba de su frente a lo largo de su nariz y sus mejillas; sus sobacos estaban húmedos y calientes por las emociones que caían en cascada a través de su cuerpo—. Maldita sea —dijo, hablando con ella, aunque no podía verla—. No hay música en esos discos. No estoy yo. Son falsos. ¿No lo son?
¿O es la mescalina?, se preguntó a sí mismo.
—¡Tengo que saberlo! —exclamó—. Hacerlos sonar, si son auténticos. Es el tocadiscos el que está estropeado, ¿es eso? La aguja, el diamante o como quieras llamarle, ¿se ha roto?
A veces pasa, pensó. Quizás esté cabalgando en lo alto de los surcos.
Una puerta entreabierta; la empujó para abrirla del todo. Un dormitorio, con la cama sin hacer. Y en el suelo un colchón con un saco de dormir tirado encima. Un pequeño montón de cosas de hombre: crema de afeitar, desodorante, maquinilla, loción para después del afeitado, peine... Un invitado, pensó, que estuvo aquí antes, pero que ya se ha ido.
—¿Hay alguien aquí? —gritó.
Silencio.
Por delante de él, vio el baño. Más allá de la puerta entreabierta divisó una bañera asombrosamente vieja con patas de león pintadas. Una antigüedad, pensó, incluso su bañera lo es. Trastabilló inestable pasillo abajo, pasando frente a otras puertas, hasta llegar al baño; al alcanzarlo, empujó la puerta a un lado. Y vio, en el suelo, un esqueleto.
Llevaba pantalones negros brillantes, camisa de cuero, cinturón de cadena con una hebilla de hierro colado. Los huesos de los pies habían echado a un lado los zapatos de tacón de aguja. Unos pocos mechones de cabello estaban adheridos aún al cráneo, pero, fuera de eso, no quedaba nada: los ojos habían desaparecido, y toda la carne había desaparecido. Y el esqueleto en sí se había vuelto amarillento.
Dios —dijo Jason, tambaleándose; notó cómo le fallaba la visión y se alteraba su sentido de la gravedad: su oído medio fluctuaba en sus presiones, de modo que la habitación bailoteaba a su alrededor en un movimiento circular perpetuo. Tal como hacen los tiovivos en las ferias.
Cerró los ojos, se apoyó contra la pared, y luego, finalmente, miró de nuevo.
Ha muerto, pensó. Pero, ¿cuándo? ¿Hace cien mil años? ¿Hace unos minutos?
¿Por qué ha muerto?, se preguntó a sí mismo.
¿Es la mescalina? ¿La que he tomado? ¿Es esto real?
Es real.
Inclinándose, tocó la camisa de cuero adornada con flecos. El cuero estaba suave y blando; aún no se había estropeado. El tiempo no había tocado sus ropas; eso significaba algo, pero no comprendía el qué. Sólo a ella, pensó. Todo lo demás que hay en esta casa sigue tal cual estaba. Así que no puede ser la mescalina lo que me afecta. Pero no puedo estar seguro, pensó.
Abajo. Salir de aquí.
Regresó tambaleándose a lo largo del pasillo, aún en el proceso de recuperar el control de sus piernas, de modo que corría inclinado como un mono de algún tipo inusitado. Se agarró a la barandilla de hierro negro, descendió dos, tres escalones de golpe, tropezó y cayó, logró contener la caída, y volvió a ponerse derecho. Su corazón trabajaba con fuerza, y sus pulmones, sobrecargados, se hinchaban y deshinchaban como fuelles.
En un instante hubo atravesado la sala de estar hasta llegar a la puerta delantera... Luego, por alguna razón que le resultaba oscura pero que de algún modo era importante, arrancó los dos discos del fonógrafo, los metió en sus fundas y se los llevó consigo a través de la puerta delantera de la casa, saliendo al brillante y cálido sol del mediodía.
—¿Se marcha, señor? —preguntó el polizonte privado uniformado de marrón, al verlo allí de pie, con el pecho palpitante.
—Estoy enfermo —dijo Jason.
—Lamento oír esto, señor. ¿Puedo hacer algo por usted?
—Deme las llaves del sutil.
—La señora Buckman acostumbra a dejar las llaves en el contacto —dijo el polizonte.
—Ya he mirado —dijo Jason, jadeando.
—Iré a pedírselas a la señora Buckman —dijo el polizonte.
—No —exclamó Jason, y luego pensó: Pero, si es la mescalina, no pasará nada.
—¿No? —preguntó el guardia, e inmediatamente su expresión cambió—. Quédese donde está —dijo—. No vaya hacia ese sutil.
Girando sobre sí mismo, corrió hacia el interior de la casa.
Jason galopó sobre la yerba hasta el cuadrado de asfalto y el sutil aparcado. Las llaves. ¿Estaban en el contacto? No. Su bolso. Lo tomó, y lo dejó caer todo sobre los asientos. Un millar de objetos, pero no las llaves. Y entonces, aplastándole, un ronco grito.
El polizonte apareció en la puerta delantera de la casa, con el rostro distorsionado. Se echó hacia un lado, alzó su arma y, aferrándola con ambas manos, disparó contra Jason. Pero el arma se movió, pues el polizonte temblaba demasiado.
Arrastrándose hasta el extremo opuesto del sutil, Jason echó a correr por entre la espesa y húmeda hierba, dirigiéndose hacia los árboles cercanos.
El guardia disparó de nuevo. Y de nuevo falló. Jason lo oyó maldecir; luego comenzó a correr hacia él, tratando de acercársela; pero, de repente, el polizonte giró sobre sí mismo y regresó al interior de la casa.
Jason llegó hasta los árboles. Atravesó unos matorrales secos, haciendo saltar las ramas de los mismos mientras se abría paso a la fuerza. Una alta pared de adobe... ¿Y qué era lo que había dicho Alys? ¿Trozos de botella colocados en la parte superior? Se arrastró a lo largo de la base de la pared, luchando contra los espesos matorrales, hasta que de repente se encontró frente a una rota puerta de madera parcialmente abierta, y más allá vio otras casas y una calle.
No era la mescalina, comprendió. El policía también la había visto. A ella yaciendo allí. El viejo esqueleto. Como si llevase años muerta.
En el extremo opuesto de la calle, una mujer, con los brazos llenos de paquetes, estaba abriendo la puerta de su revoloteador.
Jason atravesó la calle, obligando a su mente a trabajar, forzando a los restos de la mescalina a desaparecer.
—Señora —dijo, jadeando.
Asombrada, la mujer alzó la vista. Joven, de complexión robusta, pero con un hermoso cabello castaño.
—¿Sí? —dijo, contemplándolo con nerviosismo.
—Me han dado una dosis tóxica de algún tipo de droga —dijo Jason, tratando de aparentar la voz tranquila—. ¿Quiere usted llevarme a un hospital?
Silencio. Ella continuaba mirándolo con los ojos muy abiertos; no dijo nada... se limitó a permanecer allí, jadeando, esperando. Sí o no; tenía que ser una cosa u otra.
La muchacha robusta de cabello castaño dijo:
—No... no soy demasiado buena conductora. Me dieron el carnet la semana pasada.
—Conduciré yo —dijo Jason.
—Pero entonces yo no iré. —Se echó hacia atrás, aferrando su carga de paquetes desmañadamente envueltos en papel marrón. Probablemente iba camino de la oficina de correos.
—¿Me quiere dar las llaves? —dijo; extendió la mano.
Esperó.
—Pero quizá se desvanezca usted, y entonces mi revoloteador...
—En este caso, venga conmigo —dijo él. Taxativamente.
Ella le entregó las llaves, y se metió en el asiento trasero del revoloteador. Jason, con el corazón palpitando de alivio, se situó tras el volante, metió la llave en el contacto, encendió el motor y, al cabo de un momento, lanzó el revoloteador hacia el cielo, a su máxima velocidad de setenta kilómetros por hora. Por alguna extraña razón, se fijó en que era un revoloteador de un modelo muy barato: un Ford Greyhound, un revoloteador utilitario. Y, además, viejo.
—¿Le duele mucho? —preguntó ansiosa la muchacha; su rostro, en el espejo retrovisor, seguía mostrando nerviosismo e incluso pánico. Aquella situación era excesiva para ella.
—No —contestó él.
—¿Qué droga era?
—No me lo dijeron. —Ahora, la mescalina había perdido prácticamente su efecto. Gracias a Dios, su fisiología de seis tenía la fuerza necesaria para combatirla: no le gustaba nada la idea de pilotar un lento revoloteador, a través del tráfico del mediodía de Los Angeles, bajo los efectos de la mescalina. Pensó que la dosis había sido muy fuerte. A pesar de lo que hubiera dicho ella.
Ella. Alys. ¿Por qué están los discos en blanco?, se preguntó en silencio. Los discos... ¿Dónde estaban? Miró a su alrededor, anonadado. Oh. Estaban en el asiento, junto a él; los había lanzado automáticamente al interior en el momento en que entraba en el revoloteador. Así que no se han perdido. Puedo tratar de volverlos a hacer sonar, en otro tocadiscos.
—El hospital más cercano —dijo la chica robusta, es el de St. Martin, en la calle Treinta y Cinco, esquina Webster. Es pequeño, pero fui allí a que me extirparan una verruga de la mano, y parecían muy conscientes y amables.
—Iré allí —dijo Jason.
—¿Se siente mejor o peor?
—Mejor —contestó él.
—¿Venía usted de la casa de los Buckman?
—Sí —asintió con la cabeza.
—¿Es cierto que el señor y la señora Buckman son hermanos? —preguntó la chica—. Quiero decir...
—Gemelos —dijo él.
—Ya entiendo —dijo la muchacha—. Pero, ¿sabe?, es extraño. Cuando uno los ve juntos es como si fueran marido y mujer. Se dan la mano y se besan, y él se muestra muy deferente con ella, y en cambio a veces tienen terribles peleas.
La muchacha permaneció en silencio durante un instante y luego, inclinándose hacia adelante, dijo:
—Mi nombre es Mary Anne Dominic. ¿Cómo se llama usted?
—Jason Taverner —informó él. Y no es que aquello significase nada, después de todo. Después de lo que había parecido por un momento...
La voz de la muchacha interrumpió sus pensamientos.
—Soy ceramista —dijo tímidamente—. Y estos son unos potes que llevo a la oficina de correos para enviarlos a las tiendas del norte de California. Especialmente a Gump de San Francisco y a Frazer de Berkeley.
—¿Es bueno su trabajo? —preguntó él; casi toda su mente, sus facultades, permanecían fijas en el tiempo, fijas en el instante en que había abierto la puerta del baño y la había visto... había visto aquello en el suelo. Apenas si oyó la voz de la señorita Dominic.
—Lo intento. Pero una nunca sabe. De todos modos, se venden.
—Tiene usted unas manos fuertes —dijo él, a falta de algo mejor que decir. Sus palabras aún seguían emergiendo semireflexivamente, como si estuviese pronunciándolas sólo con un fragmento de su mente.
—Gracias —dijo Mary Anne Dominic.
Silencio.
—Se ha pasado el hospital —dijo Mary Anne Dominic—. Está un poco hacia atrás, y a la izquierda —Su ansiedad inicial había vuelto a arrastrarse hasta su voz—. ¿Realmente va allí, o es esto un...?
—No se asuste —dijo él, y esta vez prestó atención a lo que decía, usando toda su habilidad para lograr que su tono fuese amable y tranquilizador—. No soy un estudiante fugitivo, ni me he escapado de un campo de trabajos forzados. —Giró la cabeza hacia ella, y la miró directamente a los ojos—. Pero tengo problemas —dijo.
—Entonces, no ha tomado una droga tóxica —su voz tembló, como si aquello a lo que más hubiera temido durante toda su vida hubiese acabado finalmente por sucederle.
—Voy a aterrizar, para que así se sienta más a salvo. Ya estamos lo bastante lejos para mí. Por favor, no haga ninguna locura; no voy a hacerle daño.
Pero la muchacha seguía sentada, rígida y alucinada, esperando a... Bueno, ninguno de ellos lo sabía.
En un cruce muy concurrido aterrizó en la acera, y abrió con rapidez la puerta. Pero entonces, impulsivamente, permaneció por un instante dentro del revoloteador, aún girado en dirección a la chica.
—Por favor, salga —dijo ella temblorosamente—. No quiero ser mal educada, pero estoy realmente asustada. Una oye acerca de esos estudiantes enloquecidos por el hambre que, de algún modo, logran atravesar las barricadas que hay alrededor de los campus...
—Escúcheme —dijo él secamente, interrumpiendo su flujo de palabras.
—De acuerdo —ella logró contenerse, con las manos sobre su montón de paquetes, esperando obedientemente... y con miedo.
—No debería asustarse con tanta facilidad —dijo Jason—, o la vida va a ser terrible para usted.
—Ya veo —asintió ella con la cabeza, humildemente, escuchando, prestándole atención, como si estuviera en una clase del colegio.
—¿Siempre tiene miedo de los desconocidos? —preguntó él.
—Supongo que sí. —Asintió de nuevo con la cabeza, pero esta vez la dejó inclinada, como si él la hubiera regañado. Y, en algún modo, así había sido.
—El miedo —dijo Jason— puede hacerle mucho más daño que el odio o los celos. Si uno tiene miedo, no acaba de entrar totalmente en la vida; el miedo hace que uno trate siempre, siempre, de reservarse un poco.
—Creo que sé lo que quiere decir —afirmó Mary Anne Dominic—. Un día, hace un año, se oyó un terrible golpear en mi puerta, y yo corrí al baño y me encerré dentro, e hice ver como si no estuviera en casa porque pensé que alguien estaba tratando de forzar la puerta... y luego, más tarde, me enteré de que a la mujer de arriba le había quedado atrapada la mano en el agujero de su fregadera... Tiene uno de esos trituradores, se le había caído un cuchillo, y metió la mano para tratar de cogerlo y se le quedó atrapada. Y el que estaba en la puerta era su hijo pequeño...
—Así que entiende lo que le digo —interrumpió Jason.
—Sí. Me gustaría no ser así. Ya lo creo que me gustaría. Pero sigo siéndolo.
—¿Qué edad tiene usted? —preguntó Jason.
—Treinta y dos.
Aquello le sorprendió. Parecía mucho más joven. Era evidente que nunca había crecido. Sentía simpatía hacia ella: ¡qué duro le debía haber sido dejarle tomar el control de su revoloteador! Y su miedo había sido correcto en un cierto aspecto: no le había estado pidiendo ayuda por la razón que afirmaba.
—Es usted una excelente persona —dijo.
—Gracias —dijo ella educadamente. Con humildad. —¿Ve esa cafetería de ahí enfrente? —dijo él, señalando a un local moderno, bastante lleno—. Vamos allí. Quiero hablar con usted.
Tengo que hablar con alguien, con quien sea, pensó.
Pues, sea un seis o no, voy a acabar por enloquecer.
—Pero —protestó ansiosamente ella—, tengo que llevar mis paquetes a la oficina de correos antes de las dos, para que alcancen la recogida de media tarde para el Área de la Bahía.
—Entonces haremos primero eso —dijo él. Tendiendo la mano hacia el contacto sacó la llave y se la entregó a Mary Anne Dominic—. Conduzca usted. Tan lento como desee.
—Señor... Taverner —dijo ella—, lo que quiero es que me deje sola.
—No —contestó él—. No tiene que estar sola. Eso la está matando; la está minando. En todo momento, cada día, debería estar en algún sitio, con gente.
Silencio. Y luego, Mary Anne dijo:
—La oficina de correos está en la Cuarenta y Nueve esquina Fulton. ¿Puede conducir usted? Estoy algo nerviosa.
A Jason le pareció una gran victoria moral; se sintió complacido.
Volvió a tomar la llave y, al poco, estaban camino de la Cuarenta y Nueve esquina Fulton.
XXII
Más tarde, se sentaron en un rincón de una cafetería, un lugar limpio y atractivo con camareras jóvenes y una clientela razonablemente indiferente. El tocadiscos automático sonaba con los acordes de «Recuerdo tu nariz», de Louis Panda. Jason pidió café solo; la señorita Dominic pidió una macedonia de frutas y té helado.
—¿Qué discos son esos que lleva consigo? —preguntó ella.
El se los pasó.
—¡Vaya, si son suyos! ¿Es usted este Jason Taverner?
—Sí. —Al menos, de aquello estaba seguro.
—No creo haberle oído cantar nunca —dijo Mary Anne Dominic—. Me encantaría, pero por lo general no me gusta la música pop; me encantan aquellos grandes cantantes folk del pasado, como Buffy St. Marie. Ahora no hay nadie que pueda cantar como Buffy.
—Estoy de acuerdo —dijo sombríamente Jason, con su mente regresando aún a la casa, al baño, a la huida del frenético policía privado uniformado de marrón. No fue la mescalina, se dijo a sí mismo una vez más. Porque ese polizonte lo vio también.
O vio algo.
—Quizá no vio lo que yo vi —dijo en voz alta—. Quizá sólo la vio yaciendo allí. Quizá se cayó. Quizá... —quizá debiera regresar, pensó.
—¿Quién es el que no vio qué? —preguntó Mary Anne Dominic, tras lo cual enrojeció de un modo espectacular—. No quería entrometerme en su vida; pero dijo usted que tenía problemas, y puedo ver que lleva en su mente algo muy grave y pesado que le está obsesionando.
—Tengo que estar seguro —dijo él— de lo que pasó en realidad. Todo sucedió allí, en su casa.
Y en estos discos, pensó. Alys Buckman conocía mi programa de TV, y también mis discos. Sabía cual de ellos fue el más importante; lo tenía. Pero...
No había encontrado música en los discos. ¿La aguja rota...? ¡Infiernos, en cualquier caso debería haber salido algún sonido, aunque fuera distorsionado! Llevaba demasiado tiempo manejando discos y tocadiscos para no saber aquello.
—Es usted muy poco hablador —dijo Mary Anne Dominic. De su pequeño bolso de tela había sacado unas gafas, y ahora leía trabajosamente el texto biográfico que había en el dorso de las fundas de los discos.
—Lo que me ha pasado —respondió brevemente Jason— me ha convertido en un hombre hosco.
—Aquí dice que tiene usted un programa de televisión.
—Exacto —asintió Jason con la cabeza—. A las nueve, la noche de los martes. En la NBC.
—Entonces, es usted realmente famoso. Aquí estoy yo, sentada, hablando con una persona famosa a la que debería conocer. ¿Cómo le hace sentirse, quiero decir, qué le parece el que no le haya reconocido cuando me dijo su nombre?
Jason se encogió de hombros. Y se sintió divertido.
—¿Habrá algún disco suyo en el tocadiscos automático? —Mary Anne indicó con un dedo la estructura multicolor estilo gótico-babilónico que había en el extremo más alejado.
—Quizá —respondió Jason. Era una buena pregunta. —Iré a mirar. —La señorita Dominic rebuscó medio quinto en su bolsillo, se levantó de la mesa y cruzó la cafetería para mirar los títulos y artistas que había en la lista de la máquina tocadiscos.
Cuando regrese, se sentirá menos impresionada por mí, pensó Jason.
Mary Anne regresó sonriendo:
—«En ninguna parte, nada, jódete» —dijo, volviendo a sentarse. Y entonces Jason vio que el medio quinto había desaparecido—. Sonará ahora.
Al instante siguiente estuvo en pie, atravesando la cafetería para ir corriendo al tocadiscos.
Mary Anne tenía razón. Selección B4. Su éxito más reciente: «En ninguna parte, nada, jódete», un tema sentimental. Y el mecanismo del tocadiscos había comenzado ya la búsqueda del disco.
Un momento más tarde, su voz, endulzada por el sonido cuadrafónico y las cámaras de eco, llenó la cafetería.
Anonadado, regresó a su mesa.
—Suena usted supermaravilloso —dijo Mary Anne, quizá por pura educación, dados sus gustos, cuando el disco hubo terminado.
—Gracias —dijo Jason. Desde luego, había sido él. Los surcos de aquel disco no estaban en blanco.
—Es usted realmente fuera de serie —añadió Mary Anne con entusiasmo, toda ella sonrisas.
—Llevo mucho tiempo en ello —dijo simplemente Jason. Parecía que la chica lo decía en serio.
—¿Le molestó que no hubiera oído hablar de usted?
—No —agitó la cabeza, aún atolondrado. Desde luego, no era la única, como le habían mostrado los acontecimientos de los últimos dos días... ¿Dos días? ¿Tan sólo habían sido dos días?
—¿Puedo... puedo pedir algo más? —preguntó Mary Anne. Dudó—. He gastado todo mi dinero en los sellos. No...
—Pagaré yo —dijo Jason.
—¿Cómo le parece que debe ser el pastel de queso con fresas? —preguntó ella.
—Sensacional —dijo él, momentáneamente divertido por la sinceridad de aquella mujer, sin ansiedades... ¿Tendrá algún amigo, sea del tipo que sea?, se preguntó. Probablemente no... Vivirá en un mundo de potes, arcilla, papel marrón de envolver, problemas con su pequeño y viejo Ford Greyhound, y, como fondo, las voces, sólo en estéreo, de los grandes de otros tiempos: Judy Collins y Joan Baez.
—¿Alguna vez ha escuchado a Heather Hart? —preguntó. Con suavidad.
La frente de ella se frunció.
—No... no estoy segura. ¿Es una cantante folk o...? —se le apagó la voz; parecía triste. Como si se hubiese dado cuenta de que no estaba siendo lo que debía ser, desconociendo cosas que toda persona razonable conocía. Sintió simpatía por ella.
—Baladas —dijo Jason—. Lo mismo que yo.
—¿Podemos volver a escuchar su disco?
Obedientemente, regresó al tocadiscos y volvió a efectuar la selección.
Esta vez, Mary Anne no pareció disfrutar con la música.
—¿Qué ocurre? —preguntó él.
—Oh —dijo ella—, siempre me digo a mí misma que soy creativa; hago potes y todas esas cosas. Pero no sé si son realmente buenos. No sé cómo explicarlo. La gente me dice…
—La gente le dice a uno cualquier cosa. Desde que uno no vale nada hasta que lo vale todo. Lo mejor y lo peor. Uno siempre logra convencer a alguien.
—Pero tiene que haber algún modo...
—Están los expertos. Uno puede escucharlos, escuchar sus teorías. Siempre tienen teorías. Escriben largos artículos y discuten las cosas que hace uno, remontándose al primer disco que uno grabó hace diecinueve años. Comparan discos que uno ni recuerda haber grabado. Y los críticos de la televisión...
—¡Ah, pero ser famoso...! —de nuevo, por un instante, le brillaron los ojos.
—Lo lamento —dijo Jason, alzándose una vez más. No podía aguardar un solo instante—. Tengo que hacer una llamada telefónica. Espero poder regresar. Si no... —colocó una mano en su hombro, sobre el suéter blanco hecho a mano, que probablemente se había hecho ella misma—. Me alegra haberla conocido.
Asombrada, Mary Anne lo contempló a su modo desvaído y obediente, mientras él se abría paso a codazos entre la multitud que llenaba la barra hasta llegar a la cabina telefónica.
Aislado dentro de la misma, buscó el número de la Academia de la Policía de Los Angeles en la lista de teléfonos para emergencias y, dejando caer una moneda, marcó.
—Me gustaría hablar con el General de la Policía Félix Buckman —dijo y, sin sorprenderse, oyó cómo su voz temblaba. Psicológicamente, ya no aguanto más, decidió. Todo lo que ha pasado... hasta llegar al disco en esa máquina tragaperras, es ya demasiado para mí. Estoy pura y llanamente aterrado. Y desorientado. Así que quizá, pensó, la mescalina no ha perdido del todo sus efectos. Pero conduje ese pequeño revoloteador sin problemas; eso indica algo. Maldita droga, pensó. Uno siempre puede saber cuándo le va a afectar, pero nunca cuándo va a dejar de afectarle, si es que esto ocurre alguna vez. Le afecta a uno para siempre, o al menos eso es lo que creo; no se puede estar seguro. Quizá nunca pase su efecto. Y te dicen: hey, tío, se te ha quemado el cerebro; y tú contestas: quizá. No puedes estar seguro, y tampoco puedes dejar de estarlo. Y todo porque uno se tomó una dosis, o una dosis de más, o alguien dijo: hey, eso te hará volar.
—Soy la señorita Beason —sonó una voz femenina en su oído—. La asistenta del señor Buckman. ¿Puedo ayudarle en algo?
—Hola, Peggy Beason —dijo Jason. Inspiró profunda y temblorosamente y dijo—: Soy Jason Taverner.
—Oh, sí, señor Taverner. ¿Qué desea? ¿Olvidó algo?
—Quiero hablar con el General Buckman —dijo Jason.
—Me temo que el señor Buckman...
—Tiene que ver con Alys —dijo Jason. Silencio. Luego:
—Un momento, por favor, señor Taverner —dijo Peggy Beason—. Telefonearé al señor Buckman y veré si puede dedicarle un instante.
Cliqueteos. Una pausa. Más silencio. Luego, la línea volvió a la vida.
—¿Señor Taverner? —no era el General Buckman—. Soy Herbert Maime, el Jefe del Estado Mayor del señor Buckman. Según tengo entendido, le ha dicho usted a la señorita Beason que es algo que tiene que ver con la hermana del señor Buckman, la señorita Alys Buckman. Francamente, me gustaría preguntarle cuáles son las circunstancias bajo las que ha conocido usted a la señorita...
Jason colgó el teléfono. Y caminó, conteniendo el aliento, de regreso a la mesa, allá donde Mary Anne Dominic estaba sentada comiendo su pastel de queso con fresas.
—¡Así que ha regresado! —dijo ella alegremente.
—¿Qué tal es el pastel de queso? —preguntó él.
—Un poco demasiado fuerte —dijo ella; y luego añadió—: pero bueno.
Hosco, Jason se volvió a sentar. Bueno, había hecho todo lo que podía para ponerse en contacto con Félix Buckman, para hablarle de Alys. Pero... De todas formas, ¿qué es lo que podría haber dicho? La futilidad de todo, la perpetua impotencia de sus esfuerzos y acciones... y todo ello aún más debilitado por lo que me dio, pensó, por esa dosis de mescalina.
Si es que había sido mescalina.
Aquello le enfrentaba con una nueva posibilidad. No tenía ninguna prueba, ninguna evidencia, de que Alys le hubiera dado realmente mescalina. Podría haber sido cualquier otra cosa. Por ejemplo, ¿qué hacía la mescalina llegando de Suiza? Aquello no tenía ningún sentido; la hacía parecer sintética y no orgánica: el producto de un laboratorio. Quizá se tratase de una nueva droga de muchos ingredientes, que estuviese de moda. O algo robado de los laboratorios de la policía.
Y el disco de «En ninguna parte, nada, jódete». Supón que la droga te lo hubiera hecho oír. Y leer el nombre en el tocadiscos automático. Pero Mary Anne Dominic también lo había oído. De hecho, había sido ella quien lo había descubierto.
Pero, ¿y los dos discos en blanco? ¿Qué pasaba con ellos?
Mientras estaba sentado, pensando, se le acercó un adolescente que llevaba camiseta y tejanos y murmuró:
—Hey, ¿no es usted Jason Taverner? —Le tendió un bolígrafo y un trozo de papel—. ¿Podría darme usted su autógrafo?
Tras él, una hermosa quinceañera pelirroja, sin sujetador y con pantalones cortos color blanco, sonrió excitada y dijo:
—Siempre lo escuchamos la noche del martes. Es usted fantástico. Y en la vida real es usted igual que en la pantalla, sólo que en la vida real está más, ya sabe, más moreno.
Atontado, por puro hábito, firmó su nombre.
—Gracias, chicos —dijo; ahora ya eran cuatro.
Charlando entre ellos, los cuatro muchachos se marcharon. La gente de las mesas cercanas empezaba a contemplar a Jason y a murmurar con interés entre sí. Como siempre, se dijo a sí mismo. Así es como había sucedido toda su vida. Mi realidad está filtrándose de vuelta. Se sintió incontrolable y locamente alegre. Aquello era lo que siempre había conocido; este era su estilo de vida. Lo había perdido durante un corto tiempo, pero ahora, pensó, por fin estaba comenzando a recuperarlo.
Heather Hart. Ahora puedo llamarla. Y llegar hasta ella. No creerá que soy uno de sus admiradores.
Y luego, quizá sólo existo mientras tomo la droga. Esa droga, sea lo que sea, que me dio Alys.
Entonces, pensó, mi carrera, la totalidad de los veinte años, no son más que una alucinación retroactiva creada por la droga.
Lo que ocurría, pensó Jason Taverner, es que la droga había dejado de tener efecto. Ella... o quien fuese, había dejado de dársela, y se despertó a la realidad, allí, en aquel sucio y maloliente hotel, en la habitación del espejo roto y el colchón lleno de bichos. Y he seguido así hasta ahora, hasta que Alys me dio otra dosis.
No es extraño que me conociese, que conociese mi espectáculo de televisión de la noche del martes, pensó. Lo creó con su droga. Y esos dos álbumes de discos son simples decorados que tenía para reforzar la alucinación. ¡Cristo!, pensó. ¿Será verdad eso?
Pero pensó, ¿y el dinero que tenía al despertarme en la habitación del hotel, todo ese fajo? Reflexivamente, se palpó el pecho y notó su gruesa presencia; aún seguía allí. Si en la vida real pasase los días en hoteles piojosos del área de Watts, ¿dónde iba a encontrar tanto dinero?
Además, estaría fichado en los archivos de la policía, y en todos los otros archivos que hay por el mundo. No estaría fichado como un famoso nombre del espectáculo, pero sí como un vago y borrachín que nunca había logrado nada y cuyos únicos momentos importantes eran los que le daban las píldoras. Y Dios sabe cuánto tiempo puede haber sido así, pues quizás he estado tomando la droga durante años.
Alys, recordó, me dijo que ya había estado antes en la casa.
Y es posible, decidió, que sea cierto. Había estado. Para recibir mis dosis de la droga.
Tal vez sólo sea uno más de una multitud de personas que viven vidas sintéticas de popularidad, dinero, poder, gracias a una cápsula. Mientras que en realidad viven en sucias habitaciones, llenas de bichos, de viejos hoteles. La hez de la sociedad. Chusma, don nadies. Que no valen nada. Pero que, mientras tanto, sueñan.
—Desde luego, está usted muy ensimismado —dijo Mary Anne. Había terminado su pastel de queso y ahora parecía saciada. Y feliz.
—Escuche —dijo Jason con voz ronca—, ¿realmente está mi disco en esa máquina tragaperras?
Los ojos de ella se agrandaron mientras trataba de comprenderle.
¿Qué quiere decir? Lo hemos escuchado. Y está en esa cosita donde se indican los discos que hay dentro. Las máquinas tragaperras nunca se equivocan.
Jason buscó una moneda.
—Vaya a ponerlo de nuevo. Coloque la máquina para que lo toque tres veces seguidas.
Obedientemente, ella se levantó de su silla y fue hacia el tocadiscos automático, con su encantador cabello largo ondeando sobre sus amplios hombros. Y al fin lo oyó. Oyó su famosa canción. Y la gente de las mesas y de la barra asentían con la cabeza y le sonreían, reconociéndolo; sabían que era él quien cantaba. Su auditorio.
Cuando finalizó la canción, hubo algunos aplausos entre los clientes de la cafetería. Sonriendo, Jason respondió de modo profesional a su reconocimiento y aprobación.
—Está ahí —dijo, mientras volvía a sonar la canción. De un modo salvaje, cerró su puño y golpeó la mesa de plástico que lo separaba de Mary Anne Dominic—. Maldita sea, está ahí.
Por algún extraño impulso de un profundo, intuitivo y femenino deseo de ayudarle, Mary Anne dijo:
—Y yo también estoy aquí.
—No estoy en la habitación de un viejo hotel, echado en un camastro y soñando —dijo Jason roncamente.
—No, no lo está —el tono de ella era tierno y ansioso.
Resultaba claro que estaba preocupada por él. Por la alarma que mostraba.
—De nuevo soy real —dijo Jason—. Pero si esto ha podido suceder en una ocasión, durante dos días... el ir y venir de esta manera, el desaparecer y aparecer...
—Quizá deberíamos irnos —dijo aprehensiva Mary Anne.
Esto le aclaró la mente.
—Lo lamento —dijo, deseando tranquilizarla.
—Me refiero a que la gente nos está escuchando.
—No les hará ningún daño —respondió Jason—. Déjeles que escuchen; déjeles que vean como uno lleva siempre a cuestas sus problemas y preocupaciones, aún cuando se sea una estrella de fama mundial.
Sin embargo, se puso en pie.
—¿Dónde quiere ir? —preguntó—. ¿A su apartamento?
Eso significaba regresar, pero se sentía lo bastante optimista como para correr aquel riesgo.
—¿A mi apartamento? —vaciló ella.
—¿Aún cree que voy a hacerle daño? —preguntó Jason.
Por un momento ella se quedó sentada, considerando aquello con nerviosismo.
—No... no —dijo al fin.
—¿Tiene usted un tocadiscos? —preguntó él—. ¿Lo tiene en su apartamento?
—Sí, pero no es muy bueno; sólo es estéreo. Pero funciona.
—De acuerdo —dijo Jason, llevándola hacia la caja registradora—. Vámonos.
XXIII
Mary Anne Dominic había decorado ella misma las paredes y techos de su apartamento. Con hermosos, fuertes y vivos colores. Jason miró a su alrededor, impresionado. Y los pocos objetos artísticos que había en la sala de estar tenían un aire de poderosa belleza. Piezas de cerámica. Tomó un encantador vaso vidriado azul, y lo estudió.
—Lo he hecho yo —dijo Mary Anne.
—Este vaso —dijo él— aparecerá en mi programa.
Mary Anne lo miró asombrada.
—Voy a hacer aparecer este vaso a mi lado, muy pronto —dijo Jason—. De hecho... —podía imaginarlo— será un gran número en el que yo saldré del interior del vaso cantando, como si fuera el espíritu mágico de la botella.
Lo alzó en alto con una mano, dándole vuelta.
—«En ninguna parte, nada, jódete» —dijo—, y ya estará lanzada hacia la fama.
—Quizá debiera sujetarlo con ambas manos —dijo intranquila Mary Anne.
—«En ninguna parte, nada, jódete», la canción que más fama nos ha dado... —el vaso se le escapó de entre los dedos y cayó al suelo. Mary Anne se abalanzó hacia delante, pero ya era muy tarde. El vaso se rompió en tres pedazos y quedó allí, junto al zapato de Jason, con bordes irregulares y sin vidriar, desprovistos de todo mérito artístico.
Hubo un largo silencio.
—Creo que podré arreglarlo —dijo Mary Anne.
A él no se le ocurría nada que decir.
—La cosa más embarazosa que me sucedió jamás —dijo Mary Anne— fue en una ocasión con mi madre. Mire, mi madre tenía una enfermedad progresiva del riñón llamada la enfermedad de Bright; siempre estaba yendo al hospital a causa de ello, cuando yo era una niña, y siempre acababa las conversaciones diciendo que acabaría por morir de aquello, y que entonces yo sabría lo que era bueno... como si yo fuera la culpable; y realmente la creía, creía que moriría algún día. Pero al fin crecí y me fui de casa, y ella aún no se había muerto. Y de algún modo me olvidé de ella; tenía mi propia vida y cosas que hacer. Luego, un día, vino a visitarme, no aquí sino al apartamento que tenía antes que este, y me dio mucho la lata, sentada contándome todos sus dolores y quejas, hasta que por fin le dije: «Tengo que ir de compras para la cena», y salí a escape hacia la tienda. Pero mi madre vino arrastrándose conmigo y, por el camino, me dio la noticia de que ahora tenía los dos riñones tan echados a perder que tendrían que extirpárselos, y que iba a tener que ir al hospital a eso, y que allí intentarían colocarle un riñón artificial, pero que probablemente no iba a funcionar. Así que me estaba contando eso, cómo había llegado el momento en que de verdad iba a morir, como siempre me había dicho... y de repente alcé la vista y me di cuenta de que estaba en el supermercado, en el mostrador de la carnicería, y que aquel dependiente tan amable que a mí me caía tan bien, me decía: «¿Qué es lo que quiere hoy, señorita?», Y yo le contesté: «Me gustaría un pastel de riñones para cenar. » Resultaba muy embarazoso: «Un enorme pastel de riñones», proseguí, «con la corteza muy crujiente y tierna y humeante, y relleno de exquisitos jugos». «¿Para cuántas personas?», me preguntó. Y mi madre no dejaba de mirarme de una forma muy rara. La verdad es que no sabía cómo salir de aquello, una vez me hube metido de cabeza. Al fin, compré un pastel de riñones, pero tuve que ir a la sección de charcutería; estaba en una lata al vacío, y venía de Inglaterra. Creo que pagué cuatro dólares por él. Sabía muy bien.
—Pagaré ese vaso —dijo Jason—. ¿Cuánto quiere por él?
Dubitativa, ella contestó:
—Bueno, hay un precio al por mayor que me pagan cuando vendo a las tiendas. Pero tendré que cargarle el precio al detall, porque usted no tiene tienda, así que...
Jason sacó su dinero.
—Al detall —dijo.
—Veinte dólares.
—Puedo hacerle publicidad de otro modo —dijo Jason—. Lo único que necesitamos es un pretexto. ¿Qué le parece esto?: Podemos mostrar al auditorio un vaso muy valioso de la antigüedad, digamos de la China del siglo V, y un experto de un museo aparecerá, de uniforme, y certificará su autenticidad. Y entonces estará allí con su torno... hará un vaso a la vista del auditorio, y les mostraremos que su vaso es mejor.
—No lo será. La cerámica antigua china es...
—Se lo demostraremos; haremos que se lo crean. Conozco a mi auditorio. Esos treinta millones de personas siempre esperan a ver mi reacción; habrá un primer plano de mi rostro mostrando lo que yo opino.
Con voz muy baja. Mary dijo:
—No puedo subir al escenario con todas esas cámaras de televisión apuntándome. Soy tan... gorda. La gente se echaría a reír.
—Pero, ¿y la publicidad que le daría esto? ¿Las ventas? Los museos y las tiendas conocerían su nombre y las cosas que hace, los compradores acudirían como las moscas a la miel.
—Déjeme tranquila, por favor —dijo en voz baja Mary Anne—. Soy muy feliz así. Sé que soy una buena ceramista; sé que a las tiendas, las buenas, les gusta lo que hago. ¿Es que todo tiene que ser en gran escala, con un reparto de miles de personas? ¿No puedo vivir mi pequeña vida tal como deseo?
Alzó la vista hacia él con irritación, y dijo con voz casi ineludible:
—No sé qué es lo que ha hecho por usted la publicidad... Allá en la cafetería me dijo: «¿Realmente está mi disco en esa máquina tragaperras?». Temía usted que no estuviese; es usted mucho más inseguro de lo que yo nunca seré.
—Hablando de eso —dijo Jason—, me gustaría tocar esos dos discos en su aparato. Antes de irme.
—Será mejor que me lo deje poner a mí —dijo Mary Anne—. Mi tocadiscos es muy raro.
Tomó los dos álbumes y los veinte dólares. Jason se quedó donde estaba, junto a los trozos rotos del vaso.
Mientras esperaba allí, oyó una música familiar. Era el álbum del que más ejemplares se habían vendido. Los surcos del disco ya no estaban vacíos.
—Puede quedarse con los discos —le dijo—. Voy a irme.
Ahora, pensó, ya no los necesito más; probablemente los pueda comprar en cualquier tienda de discos.
—No es el tipo de música que me guste... —dijo ella—. Creo que no los voy a poner mucho.
—De todos modos, se los dejo —afirmó él.
—Por sus veinte dólares le voy a dar otro vaso —dijo Mary Anne—. Espere un momento.
Salió apresuradamente; Jason oyó ruido de papeles y movimientos. Al fin reapareció la chica, llevando otro vaso vidriado en azul. Este parecía mejor; y tuvo la intuición de que consideraba que era uno de los mejores que había hecho.
—Gracias —dijo.
—Se lo envolveré y lo meteré en una caja para que no se rompa como el otro. —Lo hizo, trabajando con febril intensidad mezclada con preocupación—. Me ha parecido realmente excitante —dijo mientras le entregaba la caja, ya atada— el haber comido con un hombre famoso. Me alegra mucho haberle conocido, y lo recordaré mucho tiempo. Y espero que logre solucionar sus problemas; quiero decir que confío en que solucione ese asunto que le preocupa.
Jason Taverner buscó en el bolsillo interior de su chaqueta y sacó su pequeña caja de piel para tarjetas, con sus iniciales. De su interior extrajo una de sus tarjetas de trabajo, multicolor y en relieve, y se la entregó a Mary Anne.
—Llámeme al estudio cuando quiera. Si cambia de idea y desea aparecer en el programa, estoy seguro de que podremos meterla de algún modo. Por cierto... es mi número privado.
—Adiós —dijo ella, abriéndole la puerta delantera.
—Adiós —Jason hizo una pausa, deseando decir algo más. Pero no quedaba nada que decir—. Fallamos —dijo entonces—. Fallamos absolutamente. Ambos.
Ella parpadeó.
—¿Qué es lo que quiere decir?
—Cuídese —dijo él. Salió del apartamento, a la acera del mediodía. Al cálido sol de la plenitud del día.
XXIV
Arrodillado junto al cadáver de Alys Buckman, el forense de la policía dijo:
—Por el momento sólo puedo decir que ha muerto de una sobredosis de una droga tóxica o semitóxica. Pasarán veinticuatro horas antes de que podamos saber específicamente de qué droga se trataba.
—Tenía que pasar, en un momento u otro —dijo Félix Buckman. Sorprendentemente, no lo lamentaba mucho. De hecho, a cierto nivel, experimentaba un profundo alivio tras haberse enterado por Tim Chancer, su guardián, de que Alys había sido hallada muerta en el baño del segundo piso.
—Pensé que ese tipo, Taverner, le había hecho algo —repetía Chancer una y otra vez, tratando de llamar la atención de Buckman—. Actuaba de un modo raro; sabía que algo iba mal. Le pegué un par de tiros, pero escapó. Supongo que ha sido mejor que no lo alcanzase si es que no era responsable. Tal vez se sentía culpable porque le hizo tomar esa droga; ¿podría ser eso?
—Nadie tenía que hacerle tomar una droga a Alys —dijo Buckman amargamente. Salió del baño al pasillo. Dos pols uniformados de gris estaban firmes, esperando a que les dijera qué hacer—. No necesitaba a Taverner ni a ningún otro para que se la administrase.
Ahora se sentía físicamente mal. Dios, pensó. ¿Qué efecto le va a hacer esto a Barney? Aquello era lo peor.
Por razones que le resultaban oscuras, adoraba a su madre. Bueno, pensó Buckman, ya se sabe que sobre gustos no hay nada escrito.
Y, sin embargo, él mismo... la amaba. Tenía una importante cualidad, reflexionó. La echaré a faltar. Llenaba una buena porción de espacio.
Y una buena parte de su vida. Para bien, o para mal.
Muy pálido, Herb Maime subió los escalones de dos en dos, mirando hacia arriba, en dirección a Buckman.
—Vine aquí tan rápidamente como pude —dijo Herb, tendiéndole la mano. Buckman se la estrechó—. ¿Qué ha pasado? —preguntó. Bajó la voz—. ¿Una sobredosis de algo?
—Aparentemente —dijo Buckman.
—Recibí una llamada de Taverner poco antes —dijo Herb—. Quería hablar con usted; me dijo que tenía que ver con Alys.
—Quería hablarme de la muerte de Alys —explicó Buckman—. Estaba aquí cuando se produjo.
—¿Por qué? ¿Cómo la había conocido?
—No lo sé —dijo Buckman. Pero, en aquel momento, no parecía importarle mucho. No veía razón alguna por la que culpar a Taverner... Visto el temperamento y hábitos de Alys, posiblemente había sido ella la que le había instigado a venir aquí. Quizá cuando Taverner salió del edificio de la Academia había caído sobre él, llevándoselo en su sutil trucado. A la casa. Después de todo, Taverner era un seis, y a Alys le gustaban los seises. Tanto hombres como mujeres.
Especialmente las mujeres.
—Quizá tuviesen una orgía —dijo Buckman.
—¿Ellos dos solos? ¿O quiere decir que había alguien más aquí?
—No había nadie más aquí. Chancer lo hubiera sabido. —Temblándole la mano, encendió un cigarrillo, fumando con rapidez—. Está verdaderamente muerta. Fría. Rígidamente muerta —Buckman aplastó su cigarrillo en un cenicero cercano.
Herb, con un gesto de su cabeza, le señaló los dos pols uniformados de gris que se hallaban en posición de firmes.
—¿Y qué? —dijo Buckman—. ¿Es que no puedo mostrar mis sentimientos? Y que Hunding se vaya al infierno. —Dejó caer el cigarrillo sobre la alfombra; en pie sobre la misma, contempló cómo humeaba, prendiendo fuego a la lana. Y entonces, con el tacón de su bota, lo aplastó.
—Debería sentarse —dijo Herb—. O echarse. Tiene un aspecto terrible.
—Es algo terrible —dijo Buckman—. Realmente lo es. Había muchas cosas que me molestaban en ella, pero por Cristo, ¡qué vital era! Siempre probaba algo nuevo. Seguramente esto es lo que la mató, alguna nueva droga que ella y sus amigas brujas cocinaron en sus miserables laboratorios de los sótanos. Algo que llevaba dentro revelador de película, o alquitrán, o alguna cosa peor.
Creo que deberíamos hablar con Taverner —dijo Herb.
—De acuerdo. Cácenlo. Lleva encima ese microtrans, ¿no?
—Evidentemente no. Todos los artefactos que le colocamos encima cuando estaba abandonando el edificio de la Academia dejaron de funcionar. Excepto, quizá, la cabeza nuclear en semilla. Pero no tenemos ningún motivo para activarla.
—Taverner es un bastardo muy astuto —dijo Buckman—. O consiguió ayuda de aquél o aquellos con quienes está trabajando. No se preocupe en tratar de detonar la cabeza nuclear; indudablemente le habrá sido extirpada de la piel por alguien experto en eso.
O habrá sido Alys, conjeturó. Mi querida hermana. Que siempre ayudaba a la policía. Muy bonito.
—Será mejor que deje la casa por un tiempo —dijo Herb—, mientras el equipo del forense lleva a cabo su actuación legal.
—Lléveme de vuelta a la Academia —dijo Buckman—. No creo poder conducir; tiemblo demasiado. —Notó algo en su rostro y, subiendo la mano, descubrió que tenía las mejillas húmedas—. ¿Qué es eso que tengo encima? —preguntó, asombrado.
—Está usted llorando —dijo Herb.
—Lléveme a la Academia y solucionaré todo lo que tengo que hacer allí antes de poderle pasar las cosas —dijo Buckman—. Luego quiero regresar aquí. —Quizá Taverner le dio algo, se dijo a sí mismo. Pero Taverner es un don nadie. Ella misma lo hizo. Y, sin embargo...
—Venga —dijo Herb, tomándolo por el brazo y llevándolo escaleras abajo.
Mientras descendían, Buckman preguntó: —¿Imaginó usted alguna vez que fuera a verme llorar?
—No —contestó Herb—. Pero es comprensible. Usted y ella estaban muy unidos.
—Ya lo creo que sí —afirmó Buckman, con una repentina y salvaje ira—. Maldita sea —exclamó—, ya le dije que acabaría por hacerlo. Alguna de sus amigas debió inventarse eso, y la utilizó de conejillo de Indias.
—No intente hacer muchas cosas en la oficina —dijo Herb mientras atravesaban la sala de estar y salían al exterior, donde estaban aparcados los dos sutiles—. Limítese a ordenarlo para que yo pueda hacerme cargo.
—Eso es lo que dije que haría —afirmó Buckman—. ¡Maldita sea, nunca me escucha nadie!
Herb le dio unas palmadas en el hombro y no dijo nada. Caminaron sobre el césped, en silencio.
En el viaje de regreso al edificio de la Academia, Herb, que estaba al volante del sutil, dijo:
—Hay cigarrillos en mi chaqueta.
Era la primera cosa que cualquiera de ellos decía desde que habían subido al sutil.
—Gracias —dijo Buckman. Ya se había fumado su ración semanal.
—Quiero discutir una cosa con usted —dijo Herb—. Desearía poder esperar, pero es imposible.
—¿Ni siquiera hasta que lleguemos a la oficina?
—Quizá haya gente de nuestro nivel cuando lleguemos allí. O simplemente otras personas... por ejemplo mi equipo.
—Nada de lo que tengo que decir es...
—Escuche —dijo Herb—. Es sobre Alys. Sobre su matrimonio con ella. Con su hermana.
—Mi incesto —dijo secamente Buckman.
—Algunos de los Mariscales pueden conocerlo ya. Alys se lo contaba a demasiada gente. Ya sabe cómo se mostraba al respecto.
—Estaba orgullosa de ello —afirmó Buckman, encendiendo el cigarrillo con dificultad. Aún no podía superar el hecho de que se había hallado a sí mismo llorando. Debo haberla amado realmente, se dijo a sí mismo. Aunque lo único que había parecido sentir siempre era miedo y repugnancia. ¿Cuántas veces, pensó, habíamos discutido durante todos estos años?—. Yo nunca se lo dije a nadie más que a usted —dijo a Herb.
—Pero en cambio Alys...
—De acuerdo. Bueno, existe la posibilidad de que algunos de los Mariscales lo sepan y, si lo desea, también el Director.
—Los Mariscales que se le oponen —dijo Herb—, y que sepan lo del... —dudó— incesto... dirán que se suicidó. Por vergüenza. Eso cabe esperarlo. Y harán que haya una filtración a la prensa.
—¿Eso cree? —preguntó Buckman. Sí, pensó, sería una buena noticia. General de la Policía se casa con su hermana y tiene un hijo que vive en secreto en Florida. El General y su hermana pasan por marido y mujer mientras están en Florida, con el chico. Y el chico es el producto de lo que tiene que ser una herencia genética anormal.
—Lo que quiero que comprenda —dijo Herb—, y que me temo va a tener que considerar ahora mismo, aunque no sea el momento ideal dado que Alys acaba de morir y...
—El forense nuestro —interrumpió Buckman—. Es el nuestro, el de la Academia. —No comprendía a qué estaba queriendo llegar Herb—. Dirá que fue una sobredosis de una droga semitóxica, como ya nos ha dicho a nosotros.
—Pero tomada deliberadamente —dijo Herb—. Una dosis de suicidio.
—¿Y qué quiere que haga?
—Oblíguele —dijo Herb—. Ordénele que pida una investigación bajo la suposición de asesinato.
Entonces lo vio. Más tarde, cuando hubiera superado parte de su dolor, él mismo hubiera pensado en ello. Pero Herb Maime tenía razón: debía enfrentarse con ello ahora mismo, antes de que regresasen al edificio de la Academia y a sus equipos de colaboradores.
—Así —añadió Herb—, podremos decir que...
—Que los elementos que hay en la jerarquía policial hostiles hacia mi política con respecto a los campus y a los campos de trabajo forzados se vengaron asesinando a mi hermana.
Buckman lo dijo muy envarado. Le helaba la sangre el encontrarse pensando tan pronto en asuntos como aquél. Pero...
—Algo así —aceptó Herb—. Sin nombrar a nadie específicamente. A ningún Mariscal, quiero decir. Sólo sugerir que ellos contrataron a alguien para que lo hiciese. U ordenaron a algún oficial de poca graduación que lo hiciese, con la promesa de ascender con rapidez. ¿No le parece que tengo razón? Y debemos actuar con rapidez; tiene que ser anunciado de inmediato. Tan pronto como regresemos a la Academia tiene que enviar un memorándum a los Mariscales y al Director diciéndoles esto.
Debo convertir una terrible tragedia personal en una ventaja, comprendió Buckman. Aprovecharme de la muerte accidental de mi propia hermana. Si es que fue accidental.
— Quizá sea cierto —dijo. Posiblemente el Mariscal Holbein, por ejemplo, que le odiaba de un modo inconmensurable, lo hubiera dispuesto todo.
—No —afirmó Herb—. No es cierto. Pero inicie una investigación. Y tiene que hallar a alguien a quien echarle las culpas; debe haber un juicio.
—Sí —aceptó con voz átona. Con todo el decorado. Terminando con una ejecución, con muchas alusiones en las notas de prensa acerca de que en aquello estaban involucradas «autoridades superiores», pero que a causa de sus posiciones no podían ser tocadas. Y era de esperar que el Director se viera obligado a expresar oficialmente su simpatía por la terrible desgracia, esperando que el culpable fuera hallado y castigado.
—Lamento tener que plantear todo esto tan pronto —dijo Herb—. Pero ya lograron degradarle de Mariscal a General; si se cree públicamente en la historia del incesto, quizá puedan obligarle a que se retire. Naturalmente, incluso si tomamos la iniciativa ellos pueden airear la historia del incesto. Esperemos que esté usted razonablemente cubierto.
—Hice todo lo posible —explicó Buckman.
—¿A quién deberíamos echar las culpas? —preguntó Herb.
—Al Mariscal Holbein y al Mariscal Ackers. —Su odio por ellos era tan grande como recíproco: hacía cinco años habían hecho una matanza de más de diez mil estudiantes en el campus de Stanford, una sangrienta e innecesaria atrocidad final en aquella atrocidad de atrocidades, la Segunda Guerra Civil.
—No me refiero a quién lo planeó —dijo Herb—. Eso es obvio; como usted dice, Holbein, Ackers y los otros. Quiero decir quién fue el que le inyectó esa droga.
—El cabeza de turco —dijo Buckman—. Podemos escoger algún prisionero político de uno de los campos de trabajos forzados. —En realidad no importaba. Cualquiera del millón de reclusos en los campos, o un estudiante de una granja colectiva a punto de desaparecer. Cualquiera serviría.
—Yo sugeriría que escogiésemos a alguien más elevado —observó Herb.
—¿Por qué? —Buckman no lograba seguir su pensamiento—. Siempre se hace así; el aparato siempre elige a alguien desconocido, sin importancia...
—Que sea uno de los amigos de ella. Alguien que pudiera haber sido su igual. De hecho, que sea alguien bien conocido. De hecho, que sea alguien que se halle en el negocio de los espectáculos, aquí en esta área. Ya sabemos que le gustaba acostarse con las celebridades.
—¿Por qué alguien importante?
—Para enredar a Holbein y Ackers con esos asquerosos y degenerados bastardos de las orgías con los que ella alternaba. —Herb parecía ahora realmente irritado; Buckman, asombrado, le miró—. Esos fueron quienes realmente la mataron. Sus amigos de depravación. Escoja a alguien situado tan alto como sea posible. Y entonces sí que tendrá una buena carga que echar sobre las espaldas de los Mariscales. Piense en el escándalo que significaría eso. Holbein tomando parte en las orgías.
Buckman apagó el cigarrillo y encendió otro. Mientras tanto, pensaba. Lo que tengo que hacer, se dio cuenta, es involucrarlos en un escándalo más grande que el que ellos puedan montarme a mí. Mi historia tiene que ser mucho más atractiva que la suya.
¡Vaya una historia que tendrá que ser!
XXV
En sus oficinas de la Academia de Policía de Los Angeles, Félix Buckman repasó los memorándums, cartas y documentos que había sobre su escritorio, seleccionando de modo mecánico los que necesitaban la atención de Herb Maime y descartando aquellos que podían esperar. Trabajaba con rapidez, pero sin verdadero interés. Mientras inspeccionaba los diversos papeles, Herb, en su propia oficina, comenzó a mecanografiar la primera declaración oficiosa que Buckman haría pública referente a la muerte de su hermana.
Ambos acabaron tras un breve intervalo y se reunieron en la oficina principal de Buckman, donde llevaba a cabo sus actividades más cruciales. En su gigantesco escritorio de madera.
Sentado tras el mismo, el General leyó el primer borrador de Herb.
—¿Tenemos que hacer esto? —preguntó, cuando hubo acabado de leerlo.
—Sí —dijo Herb—. Si no estuviera tan anonadado por la pena, sería el primero en reconocerlo. Su capacidad de ver con claridad asuntos de este tipo, ha sido lo que lo ha mantenido en este alto nivel; si no hubiera tenido esta facultad, hace cinco años lo hubieran degradado a Mayor en una Escuela de Entrenamiento.
—Entonces, hágalo público —dijo Buckman—. No espere.
Hizo un gesto a Herb para que regresase.
—Cita al forense. ¿No sabrán los miembros de la prensa que la investigación de un forense no puede terminar tan pronto?
—He variado la fecha de la muerte. Afirmo que sucedió ayer. Precisamente por esa razón.
—¿Es esto necesario?
—Nuestra declaración debe ser la primera en hacerse pública —dijo simplemente Herb—. Antes que la de ellos. Y ellos no esperarán a que termine la investigación del forense.
—De acuerdo —dijo Buckman—. Hágalo público.
Peggy Beason entró en la oficina, llevando diversos memorándums secretos de la policía y un expediente amarillo.
—Señor Buckman —dijo—, no querría molestarle en un momento como este, pero estos...
—Los miraré —dijo Buckman. Pero eso es todo lo que haré, se dijo a sí mismo. Luego me iré a casa.
—Sé que estaba buscando este expediente —dijo Peggy—. Y también lo buscaba el inspector McNulty. Acaba de llegar, hace unos diez minutos, del banco central de datos —colocó el expediente ante él, sobre la carpeta de su escritorio—. El expediente de Jason Taverner.
Asombrado, Buckman exclamó:
—¡Pero si no hay ningún expediente de Jason Taverner!
—Según parece, alguien lo había sacado —dijo Peggy—. En cualquier caso, acaban de enviarlo, así que se lo deben haber devuelto ahora mismo. No hay ninguna nota explicativa; el archivo central se limitó...
—Váyase y déjeme mirarlo —dijo Buckman.
Silenciosamente, Peggy Beason salió de su oficina, cerrando la puerta tras ella.
—No debería haberle hablado de este modo —dijo Buckman a Herb Maime.
—Es comprensible.
Abriendo el expediente de Jason Taverner, Buckman descubrió una foto publicitaria dieciocho por trece. A la misma estaba unido con un clip un memorándum que decía: Cortesía del Jason Taverner Show, que se emite los martes a las nueve de la noche por la NBC.
—¡Santo cielo! —dijo Buckman. Los dioses, pensó, están jugando con nosotros. Arrancándonos las alas.
Inclinándose, Herb también miró. Juntos contemplaron la foto publicitaria sin decir palabra, hasta que finalmente Herb pidió:
—Veamos qué más cosas hay.
Buckman echó a un lado la foto junto con su memorándum, y leyó la primera página del expediente.
—¿Cuántos espectadores? —preguntó Herb.
—Treinta millones —dijo Buckman. Inclinándose, tomó el teléfono—. Peggy —dijo— póngame con la emisora de televisión de la NBC aquí, en Los Angeles. La KNBC o como se llame. Quiero hablar con uno de los ejecutivos de la cadena, cuanto más importante mejor. Dígales que somos nosotros.
—Sí, señor Buckman.
Un momento más tarde, un rostro de aspecto responsable apareció en la pantalla del teléfono, y en el oído de Buckman una voz dijo:
—¿Sí? ¿Qué puedo hacer por usted, General?
—¿Transmiten ustedes el Jason Taverner Show? —preguntó Buckman.
—Cada noche del martes, desde hace tres años. A las nueve en punto.
—¿Llevan transmitiéndolo desde hace tres años?
—Sí, General.
Buckman colgó el teléfono.
—Entonces, ¿qué estaba haciendo Taverner en Watts, comprando tarjetas de identidad falsificadas? —preguntó Herb Maime.
—No pudimos conseguir ni su partida de nacimiento —le recordó Buckman—. Buscamos en todos los bancos de datos, en todas las hemerotecas, en todos los archivos existentes. ¿Ha oído usted hablar alguna vez del Jason Taverner Show que dan a las nueve en punto todas las noches del martes por la NBC?
—No —dijo cautamente Herb, dubitativo.
—¿Está seguro?
—Hemos hablado ya tanto sobre Taverner...
—Yo jamás he oído hablar de él —afirmó Buckman—. Y veo dos horas de televisión cada noche. De las ocho a las diez.
Giró a la siguiente página del expediente, echando a un lado la primera; cayó al suelo, y Herb la recogió.
En la segunda página había una lista de las grabaciones que había hecho Jason Taverner a lo largo de los años, dando su título, el número de identificación de stock y la fecha. Miró la lista sin verla; se remontaba a diecinueve años antes.
—Nos dijo que era cantante —recordó Herb—. Y una de sus tarjetas de identidad decía que formaba parte del gremio de músicos. De modo que al menos eso es cierto.
—Todo es cierto —dijo secamente Buckman. Pasó a la página tres. Esta revelaba los recursos financieros de Jason, las fuentes y las cantidades de sus ingresos—. Mucho más de lo que yo gano —dijo Buckman—. Más de lo que usted y yo ganamos conjuntamente.
—Llevaba mucho dinero encima. Y le dio una cantidad muy importante a Kathy Nelson. ¿Lo recuerda?
—Sí. Kathy se lo dijo a McNulty; lo recuerdo del informe de éste.
Buckman se quedó pensativo un instante, jugueteando descuidadamente con el borde de la página fotocopiada. Luego dejó de hacerlo de modo abrupto.
—¿Qué es esto? —preguntó Herb.
—Es una fotocopia. Los expedientes no son sacados nunca del archivo central; sólo nos envían fotocopias.
—Pero tienen que sacarlo para fotocopiarlo.
—Por un período de cinco segundos —dijo Buckman.
—No lo sé —contestó Herb—. No me pida que se lo explique. No sé cuanto tiempo emplean.
—Claro que sí. Todos lo sabemos. Lo hemos visto hacer un millón de veces. Están todo el día así.
—Entonces la computadora se equivocó.
—De acuerdo —dijo Buckman—. Nunca ha tenido filiaciones políticas; está totalmente limpio. Mejor para él.
Siguió hojeando el expediente.
—Durante un tiempo tuvo problemas con la mafia. Llevaba una pistola, pero tenía permiso para llevarla. Hace dos años le puso un juicio un espectador que dijo que una de las parodias hechas en el programa era una burla de él. Un tal Artemus Franks que vivía en Des Moines. Los abogados de Taverner ganaron.
Leyó aquí y allí, no buscando nada en particular, limitándose a maravillarse:
—Su disco número cuarenta y cinco: «En ninguna parte, nada, jódete», que es el último de los que ha grabado, lleva vendidos más de dos millones de ejemplares. ¿Ha oído hablar usted alguna vez de él?
—No lo sé —dijo Herb.
Buckman alzó la vista, mirándole durante un rato. —Pues yo nunca he oído hablar de él. Esta es la diferencia entre usted y yo. Usted no está seguro. Yo sí.
—Tiene razón —dijo Herb—. Pero la verdad es que, en este momento, realmente no estoy seguro. Creo que todo esto es muy confuso. Y tenemos el otro asunto; debemos pensar acerca de Alys y el informe del forense. Tenemos que hablar con él tan pronto como nos sea Posible. Probablemente aún siga en la casa; lo llamaré y así podrá...
—Taverner —dijo Buckman— estaba con ella cuando murió.
—Sí, lo sabemos. Chancer lo dijo. Usted decidió que no era importante, pero yo pienso que, aunque tan sólo sea para cumplir con las ordenanzas, deberíamos traerlo y hablar con él. Ver lo que tiene que decir.
—¿Lo conocería Alys de antes? —dijo Buckman. Sí, pensó, siempre le habían gustado los seises, en especial aquellos que estaban en el mundo del espectáculo, tales como Heather Hart. Ella y esa mujer tuvieron un romance que duró tres meses hace dos años... Una relación de la que casi no me enteré: se ocuparon muy bien de ocultarla. Por una vez Alys tuvo la boca cerrada.
Entonces vio en el expediente de Jason Taverner una mención a Heather Hart; sus ojos se fijaron en ella mientras estaba pensando en aquella mujer. Heather Hart había sido la amante de Taverner desde hacía aproximadamente un año.
—Después de todo —dijo Buckman—, ambos son seises.
—¿Taverner y quién más?
—Heather Hart, la cantante. Este expediente está al día: dice que Heather Hart apareció en el espectáculo de Jason Taverner esta semana. Como invitada especial.
Lanzó el expediente a lo lejos, buscando en los bolsillos de su chaqueta por si tenía algún cigarrillo.
—Tenga —Herb le tendió su propio paquete.
Buckman se rascó la barbilla y dijo:
—Que traigan también a esa Hart. Junto con Taverner.
—De acuerdo —asintiendo con la cabeza, Herb tomó nota de aquello en su habitual block de notas de bolsillo.
—Fue Jason Taverner —dijo Buckman en voz baja, como hablando consigo mismo— quien mató a Alys. Celoso por lo de Heather Hart. Había descubierto la relación que habían tenido.
Herb Maime parpadeó.
—¿No es cierto? —Buckman alzó la vista hacia Herb Maime, manteniéndola fija en él.
—De acuerdo —dijo Herb Maime al cabo de un tiempo.
—Hay motivo. Y posibilidad. Y un testigo: Chancer, que puede afirmar que Taverner salió corriendo con aire aprensivo y trató de apoderarse de las llaves del sutil de Alys. Y cuando Chancer entró en la casa a investigar, pues le había causado sospechas, Taverner echó a correr y escapó. Mientras Chancer disparaba sobre su cabeza, gritándole que se detuviese.
Herb asintió con la cabeza. En silencio.
—Y eso es todo —dijo Buckman.
—¿Quiere que lo detengan de inmediato?
—Tan pronto como resulte posible.
—Notificaremos a todos los puntos de control. Lo colocaremos en la lista de los buscados. Si sigue aún en Los Angeles, tal vez podamos atraparlo con una proyección de su electroencefalograma desde un helicóptero. Una comparación de las curvas, como están comenzando a hacer ahora en Nueva York. De hecho, hemos hecho venir a un helicóptero de la policía de Nueva York para que nos enseñase a hacerlo.
—Excelente —dijo Buckman.
—¿Diremos que Taverner participaba en sus orgías?
—No había orgías —dijo Buckman.
—Holbein y los que están con él dirán...
—Que lo prueben —espetó Buckman—. Y aquí, en un tribunal de California. En donde tenemos jurisdicción.
—¿Por qué Taverner? —preguntó Herb.
—Tiene que ser alguien —dijo Buckman, medio para sí mismo; entrelazó los dedos ante él, sobre la superficie de su gran escritorio de madera antigua. Apretó unos dedos contra otros, de modo convulsivo, esforzándose con todas las fuerzas que poseía—. Siempre, siempre, tiene que ser alguien. Y Taverner es alguien importante. Justo lo que ella le gustaba. De hecho, es por esto por lo que estaba allí: era el tipo de celebridad que ella prefería. Y... —alzó la vista—, ¿por qué no? Nos servirá.
Sí, ¿por qué no?, pensó. Y continuó apretando hoscamente, con más y más fuerza, sus dedos unos contra otros, sobre el escritorio que tenía ante él.
XXVI
Caminando acera abajo alejándose del apartamento de Mary Anne, Jason Taverner se dijo a sí mismo: Ya ha vuelto mi suerte. Todo ha regresado, todo lo que había perdido. ¡Gracias a Dios!
Soy el hombre más feliz de todo este maldito mundo, pensó. Este es el día más grande de toda mi vida. Uno nunca aprecia verdaderamente las cosas hasta que las pierde, hasta que de pronto ya no las tiene. Bueno, las perdí por dos días, y ahora las he recuperado y las aprecio.
Aferrando la caja que contenía el pote hecho por Mary Anne, se apresuró hacia el bordillo para detener a un taxi que pasaba.
—¿Adónde, caballero? —preguntó el taxi, mientras él habría la puerta, deslizándola.
Jadeante de fatiga, Jason se metió en el interior y cerró manualmente la puerta.
—Al 803 de Norden Lane —dijo—. En Beverly Hills.
Era la dirección de Heather Hart. Al fin iba a regresar con ella. Y como realmente era, no como ella había imaginado que era durante aquellos dos terribles días.
El taxi ascendió hacia los cielos y Jason se recostó agradecido en el respaldo, sintiéndose más cansado de lo que había estado en el apartamento de Mary Anne. ¡Habían pasado tantas cosas!
¿Y qué ocurre con el asunto de Alys Buckman?, se preguntó. ¿Debería intentar ponerme de nuevo en contacto con el General Buckman? Aunque lo más probable es que ya lo sepa todo. Y debería intentar mantenerme fuera de esto. Una estrella de los discos y la televisión no debe verse mezclada en asuntos morbosos, eso era algo que él sabía muy bien. La prensa sensacionalista, reflexionó, estaba siempre dispuesta a exprimir aquellas cosas para sacarle todo su jugo.
Pero tenía una deuda con ella, pensó. Me quitó todos los artefactos electrónicos que me habían colocado los pols antes de dejarme salir del edificio de la Academia de la Policía.
Pero ahora no me andarán buscando. He recuperado mi identidad. Me conoce todo el planeta. Y treinta millones de espectadores pueden testificar acerca de mi existencia física y legal. Ya nunca tendré que volver a temer una comprobación hecha al azar, se dijo a sí mismo mientras cerraba los ojos, adormilado.
—Ya estamos, caballero —dijo de repente el taxi. Abrió los ojos y se irguió con un sobresalto. ¿Ya? Mirando al exterior, vio el complejo de apartamentos en el que Heather tenía su escondrijo de la Costa Oeste.
—Oh, sí —dijo, buscando su fajo de billetes en el bolsillo de la chaqueta—. Gracias. —Le pagó al taxi, y este abrió la puerta para dejarle salir. Sintiéndose de nuevo de buen humor, preguntó—: ¿Me abriría la puerta si no tuviese el importe de la carrera?
El taxi no contestó. No había sido programado para aquella pregunta. Pero, ¿qué infiernos le importaba? Tenía el dinero.
Atravesó el sendero y luego recorrió el camino por entre los árboles que llevaba hasta el vestíbulo principal de aquel selecto edificio de diez plantas que flotaba, sobre chorros de aire comprimido, a algunos palmos del suelo. La flotación daba a sus inquilinos la incesante sensación de estar siendo suavemente acunados, como en un gigantesco regazo materno. Aquello siempre le había gustado.
Allá en el Este aún no se había puesto de moda, pero aquí en la Costa era el último y carísimo grito.
Apretando el botón del apartamento, esperó, sujetando la caja de cartón en la que llevaba el vaso con las yemas de los dedos de su mano derecha puestos boca arriba. Será mejor que no haga esto, decidió; puede caérseme, como me ocurrió antes con el otro. Pero ahora es distinto; mis manos están muy firmes.
Le daré el maldito vaso a Heather, decidió. Un regalo que he escogido para ella porque conozco muy bien su delicado gusto.
Se encendió la pantalla de la unidad de Heather, y en ella apareció un rostro femenino que le atisbaba. Era la criada de Heather.
—Oh, señor Taverner —dijo Susie, e inmediatamente hizo funcionar el dispositivo que abría la puerta, operada desde un interior realmente seguro—. Venga. Heather ha salido, pero...
—La esperaré —dijo él. Atravesó el vestíbulo hasta el ascensor y apretó el botón de subida.
Un momento más tarde halló a Susie aguardándole, con la puerta del apartamento de Heather abierta. De Piel oscura, pequeña y agraciada, le recibió como siempre había hecho: con entusiasmo. Y... familiaridad.
—Hola —dijo Jason, y entró.
—Como le estaba diciendo —prosiguió Susie—, Heather se ha ido de compras, pero debe volver hacia las ocho. Hoy tiene mucho tiempo libre, y me ha dicho que deseaba utilizarlo del mejor modo posible porque tenía programada una intensa sesión de grabación para la RCA a finales de esta semana.
—No tengo prisa —dijo Jason sinceramente. Yendo hasta la sala de estar, colocó la caja de cartón en la mesa de café, justo en el centro, allí donde estaba seguro de que Heather la vería—. Escucharé el cuadrafónico, y esperaré —dijo—. Si es que no hay inconveniente.
—¿Lo ha habido alguna vez? —preguntó Susie—. Yo también tengo que salir; tengo cita con mi dentista a las cuatro y cuarto, y se halla justo al otro extremo de Hollywood.
—Vaya, ¿no cree que se está pasando? —dijo Susie. La rodeó por la cintura con un brazo.
—Vamos a por ello —dijo él.
—Es usted demasiado alto para mí —replicó Susie, y se apartó para proseguir lo que estaba haciendo cuando él llamó.
Junto al tocadiscos, Jason rebuscó entre un montón de discos que, a juzgar por su flamante aspecto habían sido adquiridos poco antes. Ninguno le atraía, de modo que se inclinó y examinó los lomos de su colección completa. De la misma tomó varios de los álbumes de ella, y un par de los suyos propios. Los colocó en el automático, y lo puso en marcha. El brazo bajó, y se inició el sonido del álbum The Heart of Hart, su favorito, que pronto estuvo creando ecos en la gran sala de estar, cuyos cortinajes aumentaban de un modo espléndido los tonos acústicos naturales del cuadrafónico, con los altavoces sabiamente dispuestos aquí y allá.
Se recostó en el diván, se quitó los zapatos y se instaló confortablemente. Había hecho un trabajo realmente bueno cuando lo grabó, se dijo casi en voz alta. Y estoy más exhausto de lo que nunca me he sentido en mi vida. Esto es lo que me hace la mescalina. Podría pasarme toda una semana durmiendo. Quizá lo haga. Entre las notas de la voz de Heather y de la mía. ¿Por qué nunca hemos grabado un álbum juntos?, se preguntó a sí mismo. Es una buena idea. Se vendería. Y mucho. Cerró los ojos. Se duplicarían las ventas, y Al podría conseguirnos una buena promoción de la RCA. Pero yo estoy contratado por la Reprise. Bueno, todo puede solucionarse. Costará trabajo. Como todo. Pero, pensó, vale la pena intentarlo.
Con los ojos cerrados, dijo:
—Y ahora, la voz de Jason Taverner —el automático dejó caer el siguiente disco. ¿Ya?, se preguntó a sí mismo. Se sentó y miró a su reloj. Había estado adormilado durante todo el The Heart of Hart, sin apenas escucharlo. Recostándose de nuevo, volvió a cerrar los ojos. Dormir, pensó, arrullado por mi voz. Su voz, potenciada por un acompañamiento en dos pistas de guitarras y cuerdas, resonó a su alrededor.
Oscuridad. Con los ojos abiertos, se sentó, sabiendo que había pasado mucho tiempo.
Silencio. El automático había hecho sonar todo el montón de discos, lo cual representaba varias horas. ¿Qué hora sería?
Tanteando, encontró una lámpara que le resultaba familiar, localizó el interruptor de la misma, y lo pulsó.
Su reloj le decía que eran las diez y media. Tenía frío y hambre. ¿Dónde está Heather?, se preguntó, luchando por ponerse los zapatos. Sus pies estaban fríos y húmedos, y su estómago vacío. Quizá pudiese...
La puerta delantera se abrió de un golpe. Allí estaba Heather, con su familiar vestimenta, llevando en la mano un ejemplar de Los Angeles Times. Su rostro, hosco y grisáceo, se le enfrentaba como una máscara mortífera.
—¿Qué ocurre? —preguntó Jason, aterrado.
Acercándose a él, Heather le tendió el periódico. En silencio.
En silencio, Jason lo tomó. Y leyó:
SE BUSCA PERSONALIDAD DE LA TV
EN RELACIÓN CON LA MUERTE DE LA HERMANA
DEL GENERAL DE LA POL
—¿Has asesinado a Alys Buckman? —rechinó Heather.
—No —contestó él, leyendo el artículo.
La popular personalidad de la TV Jason Taverner, estrella de su propio programa nocturno de variedades, de una hora de duración, se halla, según cree el Departamento de la pol de Los Angeles, íntimamente relacionado con lo que los expertos de la pol afirman ser un asesinato por venganza cuidadosamente planeado, según se desprende de un anuncio hecho público hoy por la Academia de Policía. Taverner, que tiene cuarenta y dos años de edad, está siendo buscado tanto por...
Dejó de leer, arrugó el periódico con violencia, y luego exclamó:
—Mierda —Inspirando profundamente, se estremeció. De modo visible.
—Dice que ella tenía treinta y dos años de edad —comentó Heather—. y yo sé perfectamente que tiene... tenía... treinta y cuatro.
—Vi lo sucedido —dijo Jason—. Estaba en la casa.
—No sabía que la conocieses —dijo Heather.
—Acababa de conocerla. Hoy mismo.
—¿Hoy mismo? ¿No la conocías de antes? Lo dudo.
—Es cierto. El General Buckman me interrogó en el edificio de la Academia, y ella me paró cuando salía. Me habían colocado un montón de artefactos electrónicos de rastreo encima, incluyendo...
—Eso solo se lo hacen a los estudiantes —afirmó Heather.
—Y Alys me los quitó —terminó él—, y entonces me invitó a su casa.
—Y se murió.
—Sí —asintió Con la cabeza—. Vi su cadáver convertido en un esqueleto amarillo por la edad, y eso me aterró. Puedes estar segura de que me aterró de veras. Salí de allí tan aprisa como me fue posible. ¿No lo habrías hecho también tú?
—¿Y como es que la viste como un esqueleto? ¿Habíais tomado algún tipo de droga? Ella siempre tomaba, así que supongo que tú también debiste tomarla.
—Mescalina —dijo Jason—. Al menos, eso es lo que me dijo que era. Aunque me parece que debió ser otra cosa.
Desde luego, me gustaría saber lo que era, se dijo a sí mismo, mientras el miedo seguía congelando su corazón. ¿Es todo esto una alucinación causada por la droga, como lo fue quizá la visión de su esqueleto? ¿Estoy viviendo todo esto, o me hallo en aquel piojoso hotel? ¡Buen Dios! pensó. ¿Y ahora que hago?
—Será mejor que te entregues —dijo Heather.
—No pueden echarme esto encima —afirmó él. Pero sabía que sí podían. En los últimos dos días, había aprendido mucho acerca de la policía que dominaba aquella sociedad. Era la herencia de la Segunda Guerra Civil, pensó. De «cerdos» a «pols», sin solución de continuidad.
—Si no lo hiciste, no te acusarán. Los pols son justos.
No sería lo mismo si fueran los nacs quienes te anduviesen buscando.
El desarrugó el periódico y leyó un poco más.
...cree ser una sobredosis de algún compuesto tóxico administrado por Taverner mientras la señorita Buckman se hallaba o bien dormida o bien en un estado de...
—Dicen que el asesinato fue cometido ayer —informó Heather—. ¿Dónde estabas ayer? Llamé a tu apartamento y no me respondieron. Y ahora me dices que...
—No fue ayer. Ha sido hoy. —Todo se había convertido en irreal; se sentía ingrávido, como si flotase junto con el apartamento hacia un cielo de olvido sin fondo—. Han retrasado la fecha. En una ocasión tuve a un experto de los laboratorios de la pol en mi espectáculo y, después del mismo, me dijo que acostumbran...
—¡Cállate! —dijo secamente Heather.
Jason dejó de hablar. Y se quedó inerme, esperando. —Hay algo acerca de mí en ese artículo —dijo Heather, hablando entre dientes—. Mira en la última página.
Obedientemente, buscó en la última página la continuación del artículo.
...como hipótesis, los agentes de la pol ofrecieron la teoría de que la relación entre Heather Hart, que también es una popular personalidad de la TV y los discos, y la señorita Buckman, llevó a Taverner a desear de tal modo el lograr vengarse que...
—¿Qué clase de relación tuviste con Alys? —preguntó Jason—. Conociéndola...
—Has dicho que no la conocías. Has dicho que hoy mismo la habías visto por primera vez.
—Era una individua extraña. Francamente, creo que era lesbiana. ¿Tuviste relación de ese tipo, con ella? —notó como alzaba el tono de su voz, pero no pudo controlarlo—. Eso es lo que insinúa el artículo. ¿Es verdad?
La fuerza del golpe le giró la cara; retrocedió involuntariamente, alzando las manos de modo defensivo. Nunca antes le habían dado un bofetón como aquél, se dijo a sí mismo. Y le había hecho un daño infernal. Le zumbaban los oídos.
—De acuerdo —jadeó Heather—. Devuélveme el golpe.
El echó el brazo hacia atrás, cerró el puño, y luego dejó caer el brazo, relajando los dedos.
—No puedo —dijo—. Y me gustaría poder. Tienes suerte.
—Supongo que sí. Si la hubieses asesinado, ahora no te importaría asesinarme también a mí. ¿Qué es lo que tienes que perder? De todos modos te iban a gasear.
—No me crees —dijo Jason—. No crees que yo no lo haya hecho.
—Eso no importa. Piensan que has sido tú. Incluso aunque logres salir de esto, significa el final de tu maldita carrera y, si me aprietas, también de la mía. Estamos acabados; ¿es que no lo entiendes? ¿No te das cuenta de lo que has hecho?
Ahora era ella quien le estaba gritando; aterrorizado, fue hacia ella y luego, al ir aumentando el volumen de su voz, volvió a retroceder. Confundido.
—Si pudiera hablar con el General Buckman —dijo quizá lograse...
—¿Con su hermano? ¿Vas a ir a suplicarle a él? —Heather se adelantó en dirección a Jason, engarfiando los dedos como en una garra—. Es el jefe de la comisión que investiga el asesinato. Tan pronto como el forense informó que se trataba de un asesinato, el General Buckman anunció que iba a hacerse personalmente cargo de este caso... ¿Es que no puedes leer todo el artículo? Yo lo he leído diez veces mientras venía hacia aquí. Compré el periódico en Bel Air después de ver mi nuevo vestuario, ese que me encargaron en Bélgica. Finalmente ha llegado. Y fíjate, ¿de qué me sirve ahora?
Tendiendo los brazos, Jason trató de rodearla con ellos. Envarada, Heather se echó hacia atrás.
—No voy a entregarme —dijo Jason.
—Haz lo que quieras —la voz de ella se había convertido en un susurro entrecortado—. No me importa. Pero vete. No quiero tener nada más que ver contigo. Me gustaría que los dos estuvierais muertos, tanto tú como ella. Esa puta delgaducha... no me ocasionó más que problemas. Al fin tuve que echarla a empujones.
Durante un intervalo, no habló ninguno de los dos. Se hallaban en pie, uno frente al otro. Tan juntos, que Jason podía escuchar perfectamente la respiración de ella junto a la suya. Rápidas y sonoras fluctuaciones de aire.
—Tú puedes hacer lo que quieras —dijo al fin Heather—. Yo voy a ir a entregarme en la Academia.
—¿También te buscan a ti? —preguntó él.
—¿Es que no puedes leer todo el artículo? ¿Ni siquiera puedes hacer eso? Desean que testifique. Con respecto a lo que opinabas de mi relación con Alys. Es del dominio público que, por aquel entonces, tú y yo dormíamos juntos... ¡Por Cristo!
—Yo no sabía nada sobre vuestras relaciones. Les diré eso. ¿Cuándo...? —Dudó, y luego prosiguió— ¿Cuándo te enteraste de ellas?
—Justo ahora —respondió él—. Al leer este periódico.
—¿No las conocías ayer, cuando ella murió?
Al oír esto, no reaccionó; era inútil. Estaba viviendo en un mundo hecho de goma. Todo rebotaba. Cambiaba de forma al tocarlo, o incluso al mirarlo.
—Muy bien, hoy —aceptó Heather—, si eso es lo que tú crees. Desde luego, nadie lo puede saber mejor que tú.
—Adiós —dijo él. Sentándose, buscó los zapatos debajo del diván, se los calzó, ató los cordones, y se puso en pie. Entonces, inclinándose, alzó la caja de cartón que había en la mesa de café—. Para ti —dijo, y se la lanzó. Heather trató de aferraría, pero la caja le dio en el pecho y luego cayó al suelo.
—¿Qué hay dentro? —preguntó.
—Ya lo he olvidado —dijo él.
Arrodillándose, Heather recogió la caja, la abrió, y sacó del interior periódicos arrugados, y luego el vaso vidriado en azul. No se había roto.
—Oh —dijo suavemente. Poniéndose en pie, lo inspeccionó. Lo miró a trasluz—. Es increíblemente hermoso —dijo—. Gracias.
—Yo no asesiné a esa mujer —afirmó Jason.
Alejándose de él, Heather colocó el vaso sobre un estante de la pared, lleno de fruslerías. No dijo nada.
—¿Qué otra cosa puedo hacer si no irme? —preguntó él. Esperó, pero ella siguió sin decir nada—. ¿Es que no puedes hablar?
—Llámales —dijo Heather— y diles que estás aquí.
Jason tomó el teléfono y marcó el número de la telefonista.
—Quiero que me ponga con la Academia de la Policía de Los Angeles —dijo a la telefonista—. Con el General Félix Buckman. Dígale que le llama Jason Taverner.
La telefonista permaneció en silencio.
—¿Aló? —preguntó él.
—Puede marcar directamente, señor.
—Deseo que lo haga usted —indicó Jason.
—Pero, señor...
—Por favor —insistió.
XXVII
Phil Westerburg, el jefe de forenses del Departamento de Policía de Los Angeles, le dijo al General Félix Buckman, su superior:
—Podré explicarle mejor cómo es esa droga si lo hago de este modo. No ha oído hablar de ella porque aún no está en uso; debe haberla robado del laboratorio de actividades especiales de la Academia. —Hizo un dibujo en un trozo de papel—. la trama temporal es algo que constituye una de las funciones del cerebro. Es una estructuralización de percepción y orientación.
—¿Y por qué la mató? —preguntó Buckman. Ya era tarde, y le dolía la cabeza. Deseaba que acabase el día de una vez; deseaba que todo y todos desapareciesen—. ¿Una sobredosis? —inquirió.
—Aún no tenemos un método para determinar qué es lo que puede constituir una sobredosis del KR3. En la actualidad estamos haciendo pruebas con ella, con voluntarios entre los detenidos en el campo de trabajos forzados de San Bernardino, pero hasta el momento... —Westerburg continuó dibujando—. En cualquier caso, como le estaba explicando, la trama temporal es una función del cerebro que prosigue en tanto que éste está recibiendo datos del exterior. Bien, sabemos que el cerebro no puede funcionar si, además, no le es posible incluir el espacio en esta trama... aunque lo cierto es que aún no sabemos el porqué de esto. Probablemente todo tenga que ver con el instinto de estabilizar la realidad de un modo tal que puedan ordenarse las secuencias en términos de antes y después... Lo cual representaría el tiempo... y, lo que aún es más importante, en términos de ocupación de espacio, como sucede con un objeto tridimensional si lo comparamos con, digamos, un dibujo de ese mismo objeto.
Le mostró a Buckman su dibujo. No representaba nada para él; se quedó mirándolo, con la mente en blanco, y se preguntó dónde podría, a aquellas horas de la noche, encontrar algo de Darvon para su dolor de cabeza. ¿Tendría Alys en casa? No sería extraño, pues se dedicaba a acumular píldoras.
—Bueno, uno de los aspectos del espacio —continuó Westerburg— es que cualquier unidad dada del mismo excluye a todas las demás unidades dadas. Si una cosa está aquí no puede estar allí. Tal como ocurre en el tiempo, en el que si un acontecimiento sucede antes no puede también suceder después.
—¿No podría esperar todo esto a mañana? —preguntó Buckman—. Me dijo usted antes que le llevaría veinticuatro horas el prepararme un informe sobre la toxina exacta responsable de la muerte. Veinticuatro horas es un plazo satisfactorio para mí.
—Pero me solicitó que acelerásemos el análisis —dijo Westerburg—. Usted quería que se iniciase de inmediato la autopsia. A las dos y diez de esta tarde, fui llamado oficialmente al caso.
—¿Lo hice? —preguntó Buckman. Sí, pensó, lo hice. Antes de que los Mariscales pudieran preparar su versión de lo sucedido—. Bueno, pero no me haga dibujos. Me duelen los ojos. Limítese a explicarlo.
—Según hemos aprendido, la exclusividad del espacio es sólo una función del cerebro, semejante a como este maneja la percepción. Regula los datos en términos de unidades espaciales mutuamente restrictivas. Millones de ellas. De hecho, teóricamente, trillones de ella. Pero, en sí mismo, el espacio no es exclusivo. De hecho, el espacio, en sí mismo, no existe en absoluto.
—¿Y qué es lo que significa eso?
Westerburg, evitando dibujar, explicó:
—Una droga como el KR3 elimina la habilidad del cerebro de excluir una unidad del espacio de otra. Así que el aquí en contra del allí se pierde cuando el cerebro trata de manejar la percepción. No puede decir si un objeto ha desaparecido o continúa en su sitio. Cuando esto ocurre, el cerebro ya no puede seguir excluyendo los vectores espaciales alternos. Esto abre la totalidad del campo de la variación espacial. El cerebro ya no puede saber qué objetos existen y cuáles son los que sólo tienen posibilidades latentes, no espaciales. Así que, como resultado, se abren pasillos espaciales en competencia, pasillos por los que entra el deformado sistema de percepción, de modo que todo un nuevo universo aparece en el cerebro, que cree que se halla en proceso de creación.
—Ya veo —dijo Buckman, aunque en realidad ni veía ni le importaba. Sólo quiero irme a casa, pensó.
—Eso es muy importante —dijo Westerburg con énfasis—. La KR3 es un paso adelante de primera magnitud. Cualquiera que se vea afectado por ella viene obligado a percibir universos irreales, lo quiera o no. Tal como ya he dicho, teóricamente se convierten en reales, de un modo repentino, trillones de posibilidades; entra en juego el azar, y el sistema de percepción de la persona elige una posibilidad de entre todas las que le son presentadas. Tiene que escoger, pues si no lo hace los universos en competencia se superpondrían, y el concepto mismo del espacio desaparecería. ¿Me sigue?
Sentado a corta distancia, en su propio escritorio, Herb Maime intervino:
—Eso quiere decir que el cerebro se aferra al universo espacial que tiene más cerca.
—Exacto —exclamó Westerburg—. Ha leído usted la información secreta del laboratorio sobre la KR3. ¿No es así, señor Maime?
—La he leído hace poco más de una hora —reconoció Herb Maime—. Aunque la mayor parte de la misma es demasiado técnica para que pueda comprenderla. En lo que sí me fijé es en que los efectos son transitorios. El cerebro, finalmente, restablece el contacto con los objetos espaciotemporales auténticos que antes percibía.
—Correcto —dijo Westerburg, asintiendo con la cabeza—. Pero durante el intervalo en que actúa la droga, el sujeto existe, o cree existir...
—No hay diferencia entre esos dos conceptos —interrumpió Herb—. Ese es el modo en que actúa la droga: hace desaparecer esa diferencia.
—Al menos técnicamente —aceptó Westerburg—. Pero el sujeto se ve envuelto en un medio ambiente actualizado, y se trata de un medio ambiente que es diferente al anterior que siempre ha experimentado, por lo que se encuentra como si hubiera entrado en un nuevo mundo. Un mundo con algunos aspectos cambiados... y la profundidad del cambio viene determinada por lo muy grande, por así decirlo, que sea la distancia que hay entre el mundo espaciotemporal que anteriormente percibía y el nuevo en el que ahora se ve obligado a funcionar.
—Me voy a casa —dijo Buckman—. No puedo seguir soportando esto. —Se puso en pie—. Gracias, Westerburg —dijo, tendiendo automáticamente la mano al jefe de forenses. Este se la estrechó—. Prepáreme un informe resumido de todo esto —dijo a Herb Maime—, y lo estudiaré por la mañana.
Inició la retirada con su abrigo gris sobre el brazo. Como siempre lo llevaba.
—¿Comprende ahora lo que le sucedió a Taverner? —le preguntó Herb.
Deteniéndose, Buckman contestó:
—No.
—Pasó a un universo en el que él no existía. Y nosotros pasamos con él, porque somos objetos de su sistema de percepción. Y luego, cuando cesó el efecto de la droga, volvió a efectuar de nuevo el paso. Y lo que en realidad lo trajo de vuelta aquí no fue nada que hubiese tomado o no hubiese tomado, sino la muerte de ella. Así que, como es lógico, entonces nos llegó su expediente del archivo central.
—Buenas noches —dijo Buckman. Salió de su oficina, pasó a través de la gran y silenciosa habitación llena de impolutos escritorios metálicos, todos iguales, todos recogidos al final del día, incluido el de McNulty, y luego, al fin, se halló en el tubo ascensor, subiendo hasta el tejado.
El aire nocturno, frío y claro, hizo que le doliese de un modo terrible la cabeza; cerró los ojos y rechinó los dientes. Y entonces pensó: podría pedirle un analgésico a Phil Westerburg. Probablemente habrá más de cincuenta tipos distintos en la farmacia de la Academia, y Westerburg tiene las llaves.
Tomando el tubo descensor, regresó al piso catorce, y volvió a sus oficinas, en donde se hallaban Westerburg y Herb Maime, aún conferenciando.
Herb le dijo a Buckman:
—Quiero explicarle una cosa que he dicho. Acerca de que somos objetos de su sistema de percepción.
—No lo somos —afirmó Buckman.
—Lo somos y no lo somos —dijo Herb—. No fue Taverner quien tomó el KR3. Fue Alys. Taverner, como el resto de nosotros, se convirtió en un dato del sistema de percepción de su hermana, y se vio arrastrado al otro lado cuando ella pasó a un sistema de coordenadas alterno. Ella se hallaba muy relacionada con Taverner, evidentemente, como sujeto de alguno de sus sueños, quizá a través de su relación con esa Heather Hart, y debía tener la idea de llegar a conocerlo algún día en la realidad. Pero si bien logró conseguir esto tomando la droga, él y nosotros permanecimos, al mismo tiempo, en nuestro universo. Ocupábamos simultáneamente dos pasillos espaciales, uno real y otro irreal. El uno es una cosa cierta; el otro una posibilidad latente entre otras muchas, espacializada temporalmente por el KR3. Pero sólo de un modo temporal. Por un par de días.
—Tiempo más que suficiente —indicó Westerburg para causar los enormes daños físicos al cerebro que hemos descubierto en ella. Señor Buckman, el cerebro de su hermana probablemente no fue destruido por la toxicidad, sino más bien por mantener una alta sobrecarga. Quizá descubramos que la verdadera causa de su muerte fue un daño irreversible al tejido cortical, una aceleración de la decrepitud normal neurológica... Por así decirlo, su cerebro murió de vejez en el intervalo de dos días.
—¿Podría darme algo de Darvon? —dijo Buckman a Westerburg.
—La farmacia está cerrada —señaló Westerburg. —Pero usted tiene la llave.
—Se supone que no debo usarla cuando no hay un farmacéutico de guardia —explicó Westerburg.
—Haga una excepción —dijo secamente Herb—. Por esta vez.
Westerburg salió, rebuscando entre sus llaves.
—Si el farmacéutico estuviera de guardia —dijo Buckman al cabo de un tiempo—, no iba a necesitar la llave.
—Todo este planeta —afirmó Herb— está dirigido por burócratas. —Contempló a Buckman—. Está usted demasiado mal para seguir soportando esto. Cuando haya tomado el Darvon, váyase a casa.
—No estoy enfermo —indicó Buckman—. Simplemente, no me encuentro bien.
—Pues no se quede por aquí. Yo terminaré el trabajo. Empezó a irse, y luego regresó.
—Soy como un animal —dijo Buckman—. Como un ratón de laboratorio.
El teléfono que había sobre su gran escritorio de madera zumbó.
—¿Hay alguna posibilidad de que se trate de uno de los Mariscales? —preguntó Buckman—. No puedo hablar con ellos esta noche; tendrán que esperar.
Herb tomó el teléfono y lo acercó a su oído. Luego, tapando el micrófono con la mano, dijo:
—Es Taverner. Jason Taverner.
—Hablaré con él. —Tomó el teléfono de manos de Herb Maime y dijo—: Hola, Taverner. Es muy tarde.
Taverner dijo en su oído con voz muy débil:
—Quiero entregarme. Estoy en el apartamento de Heather Hart. Estaremos esperando aquí. Juntos.
—Quiere entregarse —dijo Buckman a Herb Maime.
—Dígale que venga aquí —indicó Herb.
—Venga aquí —dijo Buckman por el teléfono—. ¿Y por qué quiere entregarse? Sabe que acabaremos por matarle, miserable asesino. Lo sabe. ¿Por qué no escapa?
—¿Adónde? —gimió Taverner.
—A uno de los campus. Váyase a Columbia. Están estabilizados; tendrán agua y alimentos durante un tiempo.
—No quiero que sigan persiguiéndome —afirmó Taverner.
—El vivir equivale a ser perseguido —graznó Buckman—. De acuerdo, Taverner. Venga y lo detendremos. Traiga a esa mujer, Hart, con usted, para que podamos tomarle declaración.
So imbécil, pensó. ¡Entregarte!
—Y ya que está dispuesto a hacer cosas, cuélguese de una cuerda, estúpido bastardo —le temblaba la voz.
—Quiero exonerarme —la voz de Taverner creaba débiles ecos en el oído de Buckman.
—Cuando aparezca por aquí —afirmó Buckman—, lo mataré con mi propia arma. Por resistirse a ser detenido, o por cualquier cosa que se nos ocurra... y algo se nos ocurrirá. Algo.
Colgó el teléfono.
—Viene aquí a que lo maten —le dijo a Herb Maime.
—Usted lo eligió —dijo Herb—. Puede soltarlo si lo desea. Aclare su situación. Devuélvalo a sus discos y a su estúpido programa de televisión.
—No —Buckman agitó la cabeza.
Westerburg apareció con dos cápsulas rosadas y un vaso de papel lleno de agua.
—Es un compuesto a base de Darvon —dijo.
—Gracias —Buckman tragó las cápsulas, se bebió el agua, aplastó el vaso de papel, y lo dejó caer en el triturador. Los dientes del triturador giraron y luego se detuvieron. Silencio.
—Váyase a casa —dijo Herb—. O mejor váyase a un motel, a un buen motel de primera, para pasar la noche. Mañana duerma hasta tarde. Yo me ocuparé de los Mariscales cuando llamen.
—Tengo que recibir a Taverner.
—No, no lo hará. Me encargaré yo... o cualquier sargento; cualquiera puede encargarse de su detención. Como de la de cualquier otro criminal.
—Herb —dijo Buckman—; pienso matar a ese tipo, como he dicho por teléfono.
Fue hacia su escritorio, abrió con la llave el cajón inferior, sacó una caja de madera de cedro, y la colocó sobre la mesa. La abrió, y de ella extrajo una pistola tipo Derringer, de un solo tiro y calibre veintidós. La cargó con una bala de cabeza hueca, puso el martillo en la primera posición, y la mantuvo con el cañón apuntando al techo. Por motivos de seguridad. Puro hábito.
—Veamos eso —dijo Herb.
Buckman se la pasó.
—Fabricada por Colt —explicó. Colt adquirió las patentes y las matrices. Ya he olvidado cuándo fue eso.
—Es una buena arma —dijo Herb, sopesándola y equilibrándola en su mano—. Una excelente pistola. —Se la devolvió—. Pero una bala calibre veintidós es demasiado pequeña. Tendrá que colocársela exactamente entre ceja y ceja. Y deberá estar de pie, justo frente a usted. —Colocó su mano sobre el hombro de Buckman—. Use un treinta y ocho especial o un cuarenta y cinco —dijo—. ¿De acuerdo? ¿Lo hará?
—¿Sabe de quién era esta pistola? —preguntó Buckman—. De Alys. La tenía aquí porque decía que, si la tuviera en casa, quizá la usase contra mí en una de nuestras disputas, o a última hora de la noche cuando se sentía deprimida. Pero no es una pistola para mujer. La Derringer hacía pistolas para mujeres, pero esta no era una de ellas.
—¿Se la consiguió usted?
—No —dijo Buckman—. La encontró en la tienda de un prestamista en el área de Watts. Pagó por ella veinticinco pavos. Y no es mal precio, considerando su estado.
Alzó la vista, mirando al rostro de Herb.
—Tenemos que matarlo. Los Mariscales me crucificarán si no les colgamos el sambenito. Y yo debo mantenerme a mi nivel.
—Yo me ocuparé de eso —dijo Herb.
—De acuerdo —Buckman asintió con la cabeza—. Me iré a casa.
Colocó de nuevo la pistola en su caja, sobre el almohadillado de terciopelo rojo, cerró la caja, y luego la abrió de nuevo y sacó la bala calibre veintidós de la recámara. Herb Maime y Phil Westerburg lo contemplaban.
—En este modelo el arma se abre hacia un lado —les explicó—. Es poco corriente.
—Será mejor que haga que lo lleven a casa en un coche oficial —dijo Herb—. Tal como se encuentra, y habiendo pasado lo que ha pasado, no debería conducir.
—Puedo conducir —dijo Buckman—. Siempre puedo conducir. Lo que no puedo hacer de un modo adecuado es matar con un calibre veintidós a un hombre que se halle de pie justo delante de mí. Alguien tiene que hacerlo.
—Buenas noches —dijo Herb con voz tranquila.
—Buenas noches —Buckman los dejó, y atravesó las diversas oficinas, los desiertos pasillos y las salas de la Academia, hasta llegar de nuevo al tubo ascensor. El Darvon había comenzado ya a disminuir el dolor de su cabeza; por fortuna. Ahora puedo respirar el aire nocturno, pensó. Sin que me duela.
La puerta del tubo ascensor se deslizó, abriéndose. Allá estaba Jason Taverner. Y, con él, una mujer atractiva. Ambos parecían pálidos y aterrados. Dos personas altas, bien parecidas y nerviosas. Era obvio que eran seises; seises derrotados.
—Quedan ustedes arrestados por la policía —dijo Buckman—. Oigan cuales son sus derechos: Cualquier cosa que digan puede ser utilizada en contra suya. Tienen el derecho de consultar con un abogado y, si no pueden permitirse ese gasto, les será asignado uno de oficio. Tienen derecho a ser juzgados por un jurado, o pueden renunciar a este derecho y ser juzgados por un juez nombrado por la Academia de la Policía de la ciudad y condado de Los Angeles. ¿Han entendido lo que les he dicho?
—He venido aquí para aclararlo todo —dijo Jason Taverner.
—Mi equipo se ocupará de tomar sus declaraciones —informó Buckman—. Vayan a las oficinas de color azul que hay allí, adonde le llevaron a usted la otra vez —señaló con un dedo—. ¿Ven a ese señor? ¿Al que va vestido con una chaqueta normal y una corbata amarilla?
—¿Podré aclarar la situación? —preguntó Jason Taverner—. Admito que me hallaba en la casa cuando murió, pero no tuve nada que ver con eso. Subí al piso y me la encontré en el cuarto de baño. Había ido a buscarme algo de toracina. Para contrarrestar la mescalina que me había dado.
—La vio en forma de esqueleto —dijo la mujer, que evidentemente era Heather Hart—. Fue a causa de la mescalina. ¿No podría salvarse en base a que estaba bajo la influencia de un poderoso producto químico alucinógeno? ¿No lo exonera eso, legalmente? No tenía control alguno sobre lo que hacía, y yo no tuve nada que ver con todo el asunto. Ni siquiera sabía que estaba muerta hasta que leí el periódico de esta noche.
—En algunos Estados, esto le exoneraría —dijo Buckman.
—Pero no aquí —comprendió la mujer.
Saliendo de su oficina, Herb Maime se hizo cargo de la situación.
—Yo efectuaré su arresto y les tomaré declaración, señor Buckman —dijo—. Usted váyase a casa tal como acordamos.
—Gracias —dijo Buckman—. ¿Dónde está mi abrigo? —Miró a su alrededor, buscándolo—. ¡Dios, qué frío hace! —exclamó—. Por la noche apagan la calefacción —explicó a Taverner y a la mujer—. Lo lamento.
—Buenas noches —dijo Herb.
Buckman entró en el tubo ascensor y apretó el botón que cerraba la puerta. Seguía sin tener su abrigo. Quizá debiera tomar un coche oficial, se dijo a sí mismo, hacer que alguien sin graduación, por ejemplo un cadete ansioso de quedar bien, le llevase a casa o, tal como le había sugerido Herb, a uno de los mejores moteles. O a uno de los nuevos hoteles a prueba de todo ruido que había junto al aeropuerto. Pero entonces tendría mi sutil aquí, y no lo tendría para regresar mañana al trabajo.
El aire frío y la oscuridad del tejado le hicieron parpadear. Ni siquiera el Darvon podía ayudarle. No del todo. Aún notó el dolor.
Abrió la puerta de su sutil, se metió dentro, y la cerró.
Hace más frío aquí dentro que fuera, pensó. Jesús. Puso en marcha el motor y conectó la calefacción. De las rejillas del suelo sopló hacia él un viento helado. Comenzó a temblar. Me encontraré mejor cuando llegue a casa, pensó. Mirando su reloj de pulsera, vio que eran las dos y media. No me extraña que haga tanto frío.
¿Por qué he elegido a Taverner?, se preguntó. De un planeta de seis mil millones de personas... he tenido que elegir a un hombre que jamás ha hecho daño a nadie, ni hizo nunca nada excepto llamar la atención de las autoridades hacia su expediente. Eso es exactamente, se dio cuenta. Jason Taverner dejó que nos fijásemos en él y, tal como dicen, una vez que las autoridades se fijan en uno, jamás lo olvidan del todo.
Pero yo puedo dejarlo libre, tal como me ha indicado Herb.
No. De nuevo tenía que ser no. La suerte estaba echada desde el principio. Antes de que ninguno de nosotros tuviese que ver en este asunto. Taverner, pensó, estabas condenado desde el principio. Desde que empezaste a actuar.
Todos tenemos un papel, pensó Buckman. Ocupamos nuestros puestos. Algunos importantes, otros no. Algunos vulgares, otros extraños. Algunos raros e inusitados. Algunos visibles, otros nebulosos o invisibles. El papel de Jason Taverner había sido, al final, importante y visible, y fue al final cuando tuvo que tomarse una decisión. Si hubiera podido seguir tal como empezó: un hombrecillo sin importancia, desprovisto de las tarjetas de identidad adecuadas, que vivía en un hotelucho sucio y destartalado; si hubiera seguido así, quizá hubiera podido escapar... o, en el peor de los casos, acabar en un campo de trabajos forzados. Pero Taverner no quiso hacer tal cosa.
Algún deseo irracional nacido en su interior le había hecho desear ser visible, ser conocido. De acuerdo, Jason Taverner, pensó Buckman, ya eres conocido de nuevo, como lo fuiste en otro tiempo. Pero ahora eres más conocido, eres conocido de otro modo. De un modo que sirve a unos fines más altos... unos fines de los que no sabes nada, pero que debes aceptar aún sin comprenderlos. Mientras vayas a tu tumba, aún tendrás la boca abierta para preguntar: «¿Qué es lo que he hecho?». Y serás enterrado así: con la boca abierta.
Y nunca podré explicártelo, pensó Buckman. Sólo podré decirte una cosa: no llames jamás la atención de las autoridades. No nos intereses nunca. No hagas que deseemos saber cosas acerca de ti.
Algún día quizá sea hecha pública tu historia, el ritual y modo de tu caída, en algún remoto futuro, cuando ya no importe. Cuando ya no haya más campos de trabajos forzados ni más campus rodeados por anillos de policías armados con subfusiles de fuego rápido y llevando puestas mascarillas antigás que les hacen parecerse a grandes animales herbívoros de enormes hocicos y ojos, a un tipo de animalejo dañino. Algún día quizá haya una investigación post mortem, y entonces se sepa que, de hecho tú no hiciste ningún daño... que, en realidad, no hiciste otra cosa más que conseguir que nos fijásemos en ti.
La verdad real y definitiva es que, a pesar de tu fama y de la gran cantidad de seguidores que tienes entre el público, tú eres utilizable, pensó. Y yo no. Esa es la diferencia que existe entre nosotros dos. Por consiguiente, tú debes desaparecer, y yo permanecer.
Su vehículo flotaba subiendo hacia las estrellas nocturnas. Y él canturreaba en silencio, tratando de mirar hacia delante, de ver más allá en el tiempo, hacia el mundo de su hogar, de la música y del pensamiento y del amor, de los libros, de las cajas de rapé muy adornadas y de los sellos raros. Hacia el ocultarse, por un momento, del viento que soplaba sobre él mientras viajaba, un punto casi perdido en la noche.
Hay una belleza que jamás se perderá, declaró para sí mismo; yo la mantendré, pues soy uno de aquellos que la aman. Y yo permanezco. Y eso, a fin de cuentas, es lo único que importa.
En voz baja, siguió canturreando para sí mismo. Y al fin notó un poco de calor cuando, tras un rato, la calefacción tipo standard de los sutiles de la policía que estaba instalada bajo sus pies comenzó a funcionar.
Algo goteó de su nariz a la tela de su chaqueta. ¡Dios mío!, pensó horrorizado, ¡estoy llorando de nuevo! Alzó la mano y se secó aquella humedad grasienta que tenía en los ojos. ¿Por quién?, se preguntó a sí mismo. ¿Por Alys? ¿Por Taverner? ¿Por Hart? ¿O por todos ellos?
No, pensó. Es un reflejo. Causado por la fatiga y la preocupación. No significa nada. ¿Por qué llora un hombre?, se preguntó. No es lo mismo que cuando llora una mujer. No es por lo mismo. No es por sentimientos. Un hombre llora por la pérdida de algo, de algo vivo. Un hombre puede llorar por un animal enfermo que sabe que no va a sobrevivir. O por la muerte de un niño. Un hombre puede llorar por eso. Pero no porque las cosas sean tristes.
Un hombre, pensó, no llora por el futuro o por el pasado, sino por el presente. ¿Y cuál es el presente, ahora? Están deteniendo a Jason Taverner allá en el edificio de la Academia de la Policía, y él les está contando su historia. Como cualquier otro, tiene algo que relatar, unas palabras que dejan bien clara su falta de culpabilidad. Y mientras yo estoy volando en este aparato, Jason Taverner está, en este mismo instante, haciendo eso.
Girando el volante, hizo que su sutil iniciase una larga trayectoria para que el aparato volase de regreso por el mismo camino que había venido, sin aumentar la velocidad, pero sin disminuirla. Simplemente, voló en dirección opuesta. De vuelta a la Academia.
Y, sin embargo, siguió llorando. Sus lágrimas se hicieron, por momentos más densas, más rápidas y más profundas. Voy en dirección equivocada, pensó. Herb tiene razón. Tengo que alejarme de allí. Lo único que puedo hacer ahora es presenciar algo que no puedo controlar. Estoy pintado, como si formase parte de un fresco. Sólo habito en dos dimensiones. Jason Taverner y yo somos figuras de un viejo dibujo de un niño. Perdidos entre el polvo.
Apretó el acelerador y tiró hacia atrás del volante de su sutil. Este petardeó al producirse falsas explosiones en el motor. El estarter aún sigue cerrado, se dijo a sí mismo. Debería haberlo calentado durante un rato antes de salir. Sigue frío. De nuevo, cambió de dirección.
Sintiendo dolores musculares y muy fatigado, dejó caer al fin la tarjeta con la ruta hacia su casa en el aparato de control del sistema de guía del sutil, conectando el piloto automático. Debía descansar. Tendiendo el brazo, activó el circuito de sueño que había sobre su cabeza; el mecanismo zumbó, y él cerró los ojos.
El sueño, artificialmente inducido, llegó de inmediato, como siempre. Se sintió cayendo en espiral hacia el mismo, y se alegró. Pero entonces, casi de inmediato, y más allá de lo controlable por el circuito de sueño, llegó un sueño. Estaba claro que no deseaba soñar. Pero no podía evitarlo.
El campo, seco y marrón, en verano, allá donde había vivido de niño. Montaba en un caballo y se le acercaba por la izquierda, lentamente, un escuadrón de caballos. Sobre los mismos cabalgaban hombres con túnicas brillantes, cada una de distinto color, y todos ellos llevaban unos capuchones en punta que centelleaban a la luz del sol. Los lentos y solemnes caballeros pasaron junto a él y, mientras pasaban, pudo ver el rostro de uno de ellos: un rostro de mármol viejo, un terrible anciano con fluyentes cascadas de blanca barba. ¡Qué nariz tan dominante tenía! ¡Qué facciones tan nobles! Tan cansado, tan serio, tan más allá de los hombres vulgares. Era evidente que era un rey.
Félix Buckman los dejó pasar. No le hablaron, y él no les dijo nada. Juntos, todos ellos iban hacia la casa de la que él había salido. Un hombre se había encerrado dentro de aquella casa. Un solo hombre. Jason Taverner, que se hallaba en el silencio y la oscuridad, sin ventanas, solo consigo mismo desde ahora a toda la eternidad. Sentado, simplemente existiendo, inerte. Félix Buckman siguió su camino, yendo hacia el campo abierto. Y entonces oyó tras él un único y aterrador alarido. Iban a matar a Taverner. Y, viéndoles entrar, notándoles en las sombras que lo rodeaban, sabiendo lo que pensaban hacer con él, Taverner había lanzado un alarido. En su interior, Félix Buckman notaba una pena absoluta y horriblemente desoladora. Pero, en el sueño, no regresaba ni miraba hacia atrás. No podía hacer nada. Nadie hubiera podido detener a aquel grupo de hombres de túnicas variopintas que iban a llevar a cabo un linchamiento; hubiera resultado imposible decirles que no. En cualquier caso, todo había terminado. Taverner estaba muerto.
Su cerebro desorientado y tambaleante logró lanzar una señal, a través de los diminutos electrodos, hacia el circuito de sueño. Se abrió un limitador de voltaje, y una tonalidad fuerte y molesta despertó a Buckman del sueño y de su sueño.
¡Dios!, pensó, y se estremeció. Qué frío hacía. Qué vacío y solo se encontraba.
El enorme y sollozante dolor que tenía dentro, que le había quedado del sueño, correteaba por su pecho, aún perturbándole. Tengo que aterrizar, se dijo. Ver a alguien, hablar con alguien. No puedo permanecer solo. Si pudiera, aunque sólo fuera por un segundo...
Desconectando el piloto automático, condujo el sutil hacia un cuadrado de luz fluorescente que había debajo de una estación de servicio abierta durante toda la noche.
Un momento más tarde aterrizó dando unos botes frente a los surtidores de la estación, rodando hasta detenerse junto a otro sutil, aparcado y vacío. No había nadie en él.
La iluminación mostraba la figura de un hombre negro de mediana edad, con abrigo, luciendo una corbata de colorines, de rostro distinguido, cada una de cuyas facciones quedaba muy bien delineada por la brillante luz. El negro paseaba a través del cemento manchado de aceite, con los brazos cruzados y una expresión ausente en su rostro. Era evidente que esperaba a que el mecanismo robot acabase de llenar el depósito de su vehículo. El negro no estaba ni impaciente ni resignado; simplemente existía, remoto en su aislamiento y esplendor, fuerte en su cuerpo, muy alto, sin ver nada, nada, porque no había nada que le importase ver.
Aparcando su sutil, Félix Buckman desconectó el motor, activó la cerradura de la puerta y salió envarado al frío de la noche. Caminó hacia el negro.
Este no le miró. Mantuvo su distancia. Se movía de aquí para allá, tranquilo y distante. No habló.
Félix Buckman buscó por el bolsillo de su chaqueta con dedos estremecidos por el frío. Halló su bolígrafo, lo sacó, tanteó sus bolsillos buscando un trozo de papel, de cualquier papel, hasta hallar una hoja de un bloc de memorándums. Sacándola, la colocó sobre el capó del sutil del negro. A la blanca y deslumbrante luz de la estación de servicio, Buckman dibujó sobre el papel un corazón traspasado por una flecha. Temblando de frío, se volvió hacia el negro, que paseaba, y le tendió el trozo de papel con el dibujo.
Con sus ojos encendiéndose por un instante, sorprendido, el negro gruñó, aceptó el trozo de papel, lo alzó hacia la luz y lo examinó. Buckman esperó. El negro dio la vuelta al papel, no vio nada en la parte de atrás, y de nuevo escrutó el corazón con la flecha atravesándolo.
Frunció el ceño, se alzó de hombros, y luego le devolvió el papel a Buckman y reemprendió su paseo, con los brazos de nuevo cruzados, dando su ancha espalda al General de la Policía. El trozo de papel cayó al suelo.
En silencio, Félix Buckman regresó a su propio sutil, alzó la puerta para abrirla, y se metió tras el volante. Conectó el motor, cerró la puerta de un golpe, y voló hacia el cielo nocturno, con sus luces de advertencia de ascensión destallando en color rojo por delante y detrás suyo. Luego se apagaron automáticamente, y siguió la línea del horizonte, sin pensar en nada.
Las lágrimas aparecieron de nuevo.
De repente, dio un giro al volante; el sutil se encabritó de modo violento, cabeceó, y se deslizó lateralmente en una trayectoria de descenso. Momentos después planeó de nuevo hasta detenerse bajo la deslumbrante luz, junto al sutil aparcado y vacío, el negro que paseaba y los surtidores de combustible. Buckman apretó los frenos, apagó el motor y salió crujiéndole todos los huesos.
El negro le estaba mirando.
Buckman caminó hacia el negro. El negro no retrocedió; se quedó donde estaba. Buckman llegó hasta él, abrió los brazos y agarró al negro, rodeándole con ellos y dándole un fuerte abrazo. El negro gruñó, sorprendido y alucinado. Ninguno de los dos dijo nada. Se quedaron así por un instante, y luego Buckman soltó al negro, se giró, y caminó tembloroso de regreso a su sutil.
—Espere —dijo el negro.
Buckman se volvió.
Dudando, el negro permaneció en pie, tembloroso, y luego dijo:
—¿Sabe cómo ir hasta Ventura? ¿Es por la ruta aérea treinta? —Esperó. Buckman no dijo nada—. Está a unos ochenta kilómetros al norte de aquí —insistió el negro. Y Buckman siguió sin decirle nada—. ¿Tiene usted un mapa de esta zona? —preguntó el negro.
—No —dijo Buckman—. Lo lamento.
—Lo preguntaré en la gasolinera —dijo el negro, y sonrió un poco como un borrego—. Ha sido... agradable el haberle conocido. ¿Cuál es su nombre? —El negro esperó un largo rato—. ¿No quiere decírmelo?
—No tengo nombre —contestó Buckman—. Al menos Por ahora. —En realidad, no podía soportar el pensar en su nombre, en aquel momento.
—¿Tiene usted algún tipo de cargo público? ¿Le han encargado de recibir a la gente? ¿No será usted de la Cámara de Comercio de Los Angeles? He tenido tratos con ellos, y son muy buena gente.
—No —dijo Buckman—. Soy un individuo cualquiera. Como usted.
—Bueno, pues yo tengo un nombre —dijo el negro. Buscó en el interior de su bolsillo y sacó una pequeña y rígida tarjeta. Se la tendió a Buckman—. Me llamo Montgomery L. Hopkins. Mire mi tarjeta. ¿No le parece un bello trabajo de impresión? Me gustan las letras en relieve. Me costaron a cincuenta dólares el millar. Y eso que me hicieron un precio especial porque se trata de una oferta introductora que jamás será repetida. —La tarjeta llevaba unas grandes letras negras, en relieve—. Fabrico auriculares de transmisión biológica del tipo analógico, no muy caros. Se venden al detall por menos de cien dólares.
—Venga a visitarme —dijo Buckman.
—Telefonéeme —dijo el negro. Lenta y firmemente, pero también con la voz un poco demasiado alta, prosiguió—: Estos sitios, estas estaciones de servicio automáticas, que funcionan a monedas, son tan deprimentes a estas horas de la noche. En otro momento y otro lugar podremos hablar más. En un sitio más amistoso. Entiendo como se siente usted: cuando a uno le pasan cosas así en lugares como este, se siente realmente mal. Muchas veces lleno el depósito camino de casa cuando vuelvo de la fábrica para así no tener que detenerme a última hora. Tengo que salir a hacer muchas visitas nocturnas por diversas razones. Sí, veo que está usted muy alicaído... Ya sabe, deprimido. Es por eso por lo que me entregó esa nota que me temo no comprendí en aquel momento pero que ahora sí entiendo, y por lo que luego quiso abrazarme, ya sabe, como uno hacía antes, como haría un niño. Yo he tenido también este tipo de idea, o mejor llamémosle impulso, de vez en cuando, a lo largo de mi vida. Ahora tengo cuarenta y siete años. Le entiendo. Uno desea no seguir siendo como uno es a altas horas de la noche, especialmente cuando esta es irrazonablemente fría, como lo es ahora mismo. Sí, estoy totalmente de acuerdo, y sé que ahora no sabe exactamente qué decir, porque hizo algo de repente, llevado por un impulso irracional, y sin pensar en cuáles podrían ser las consecuencias finales. Pero no se preocupe; le entiendo. No tiene por qué preocuparse en lo más mínimo. Puede venir a verme. Le gustará mi casa. Es muy alegre. Podrá conocer a mi esposa y a nuestros hijos. Tenemos tres en total.
—Lo haré —dijo Buckman—. Guardaré su tarjeta.
—Sacó su cartera y metió dentro la tarjeta—. Muchas gracias.
—Veo que mi sutil ya está a punto —dijo el negro—. También estaba bajo de aceite.
Dudó, comenzó a marcharse, y luego regresó y tendió su mano. Buckman la estrechó por un instante.
—Adiós —dijo el negro.
Buckman lo contempló irse: el negro pagó a la estación de servicio, se metió en su algo destartalado sutil, lo puso en marcha, y despegó hacia la oscuridad. Mientras pasaba sobre Buckman, el negro alzó la mano derecha del volante y la agitó en un saludo.
Buenas noches, pensó Buckman, mientras le devolvía en silencio el saludo, con sus dedos entumecidos por el frío. Luego volvió a entrar en su propio sutil, dudó, sintiéndose atontado, esperó, y luego, no viendo nada, cerró de modo brusco su puerta y puso en marcha el motor. Un momento más tarde había llegado al cielo.
Fluyan mis lágrimas, pensó. La primera composición de música abstracta jamás escrita. John Dowland en su Segundo Libro para Laúd de 1600. Lo tocaré en ese enorme tocadiscos cuadrafónico nuevo que tengo, cuando llegue a casa. En donde me aguarda el recuerdo de Alys y de todos los demás. En donde haya una sinfonía y un fuego, y todo esté cálido.
Iré a buscar a mi niñito. Mañana, a primera hora, volaré hasta Florida y recogeré a Barney. De ahora en adelante lo tendré conmigo. Los dos juntos. Sin importarme cuáles sean las consecuencias. Pero ya no hay ninguna consecuencia. Todo ha terminado. Todo es seguro. Para siempre.
Su sutil se arrastró por el cielo nocturno. Como si fuera algún insecto herido, medio disuelto. Llevándole a su casa.
CUARTA PARTE
¡Oíd!, vosotras, sombras que en la oscuridad moráis,
aprended a despreciar la luz.
Felices, felices quienes en el averno,
del mundo no sienten el desprecio.
EPILOGO
El juicio de Jason Taverner por asesinato en primer grado de Alys Buckman fracasó de un modo misterioso, terminando con un veredicto de no culpable, lo cual fue debido en parte a la excelente ayuda legal que le suministraron la NBC y Bill Wolfer, pero también al hecho de que Taverner no había cometido ningún crimen. En realidad, no había habido crimen alguno, y se modificó el informe original del forense... lo cual vino acompañado de la jubilación del forense y de su reemplazo por un hombre más joven. Los índices de popularidad en la TV de Jason Taverner, que habían caído hasta un punto muy bajo durante el juicio, subieron de nuevo tras el veredicto, y Taverner se halló con un auditorio de treinta y cinco millones de personas, en lugar de los treinta.
La casa que Félix Buckman y su hermana Alys habían poseído y ocupado se sumergió durante varios años en un nebuloso status legal; Alys había legado su parte de la propiedad a una organización lesbiana llamada Los Hijos de Caribrón, que tenía su cuartel general en Lee's Summit, Missouri, y la sociedad deseaba transformar la casa en un lugar de retiro para sus diversas santas. En marzo del 2003, Buckman vendió su parte de la propiedad a los Hijos de Caribrón y, con el dinero así obtenido, se fue, llevándose todos los artículos de sus múltiples colecciones, a Borneo, en donde la vida era barata y la policía amistosa.
Los experimentos con la droga KR3 de inclusión en los espacios múltiples fueron abandonados a finales de 1992, a causa de sus cualidades tóxicas. Sin embargo, durante varios años, la policía estuvo experimentando en secreto con dicha droga sobre reclusos de los campos de trabajos forzados. Pero al fin, debido a los muchos y generalizados peligros que aquello traía como consecuencia, el Director ordenó que se abandonara el proyecto.
Un año más tarde, Kathy Nelson supo, y aceptó, que su esposo Jack llevaba mucho tiempo muerto, tal como le había dicho McNulty. La aceptación de esto precipitó un claro ataque psicótico en ella, y de nuevo fue hospitalizada, esta vez definitivamente, y en un hospital psiquiátrico mucho menos elegante que Morningside.
Por quincuagésimoprimera y última vez en toda su vida, Ruth Rae se casó, en esta última ocasión con un anciano, rico y obeso importador de armas de fuego que vivía en la parte baja de New Jersey, y que operaba justo al borde de los límites marcados por la ley. En la primavera de 1994, murió de una sobredosis de alcohol tomada con el nuevo tranquilizante Frenocina, que actúa como un depresivo del sistema nervioso central, al mismo tiempo que suprime el nervio del vago. En el momento de su muerte pesaba treinta y siete kilos, como consecuencia de sus difíciles y crónicos problemas psicológicos. Jamás fue posible certificar con claridad la causa de la muerte, ya como accidente, ya como suicidio deliberado; después de todo, aquella medicación era relativamente nueva. Su esposo, Jake Mongo, tenía grandes deudas en el momento de su muerte, y apenas si la sobrevivió un año. Jason Taverner asistió a su funeral y, en la ceremonia celebrada luego en el cementerio, se encontró con una amiga de Ruth llamada Fay Krankheit, con la que estableció una relación de trabajo que duró dos años. Gracias a ella, Jason se enteró de que Ruth Rae participaba periódicamente en orgías colectivas; al enterarse de ello, comprendió mejor por qué se había transformado en lo que había podido ver cuando se había encontrado con ella en Las Vegas.
Cínica y envejecida, Heather Hart fue abandonando de un modo gradual su carrera como cantante, desapareciendo de la circulación. Al cabo de unos cuantos intentos de localizarla, Jason Taverner lo dejó correr, y pensó en ella como en uno de sus mejores éxitos en la vida, a pesar de aquel final tan poco emotivo.
También se enteró de que Mary Anne Dominic había ganado un premio internacional de gran importancia por sus trabajos de cerámica, pero jamás se molestó en buscarla. En cambio, Mónica Buff apareció de nuevo en su vida hacia finales de 1998, tan desaliñada como siempre, pero aún atractiva a su despreocupada manera. Jason la vio unas cuantas veces, y luego se olvidó de ella. Durante meses, ella estuvo escribiéndole largas y extrañas cartas con signos crípticos dibujados sobre las palabras, pero también esto acabó al fin, de lo que él se sintió muy agradecido.
En los refugios situados bajo las ruinas de las grandes universidades, las poblaciones estudiantiles fueron abandonando de un modo gradual sus fútiles intentos de mantener la vida tal como ellos la entendían y, de un modo voluntario —en su mayor parte—, entraron en los campos de trabajos forzados. Así fueron desapareciendo los últimos restos de la Segunda Guerra Civil, y en el año 2004, como modelo experimental, se reconstruyó la universidad de Columbia, y se permitió que un cuerpo estudiantil sano y seguro acudiese a sus cursos, aprobados por la policía.
Hacia el final de su vida, el General de la Policía retirado Félix Buckman, que vivía en Borneo de su pensión, escribió una condena autobiográfica del aparato policial del globo, y el libro pronto empezó a circular de un modo ilegal por las principales ciudades del planeta. Por ello, en el verano del 2017, el General Buckman fue asesinado por alguien nunca identificado, asesinato por el que jamás fue hecha ninguna detención. Su libro, La Mentalidad de la Ley y el Orden, continuó circulando de un modo clandestino durante un cierto número de años después de su muerte, pero incluso esto fue también olvidado al fin. Los campos de trabajos forzados se hicieron menos importantes, y al cabo dejaron de existir. A lo largo de las décadas, y de un modo gradual, el aparato policial se convirtió en demasiado complicado para amenazar a nadie, y en el año 2136 dejó de utilizarse el rango de Mariscal de la Policía.
Algunas de las historietas sadomasoquistas que Alys Buckman había coleccionado durante su abortada vida, fueron a parar a los museos que mostraban artículos de las olvidadas culturas populares, y al fin la Revista Oficial de las Bibliotecarias acabó por identificarla como la mayor autoridad en asuntos de arte sadomasoquista de finales del siglo xx. Y el sello negro de un dólar que Félix Buckman le había regalado fue comprado en una subasta, en el año 1999, por un marchante de Varsovia, Polonia, y subsiguientemente, desapareció en el nebuloso mundo de la filatelia para no volver a reaparecer jamás.
Barney Buckman, el hijo de Félix y Alys Buckman, acabó por superar su difícil infancia e ingresó en la policía de Nueva York. Y, durante su segundo año como policía de ronda, se cayó por una escalera de incendios en mal estado, mientras acudía a comprobar un informe sobre un robo en un edificio en el habían vivido en otro tiempo negros ricos. Paralizado de cintura para abajo a los veintitrés años, comenzó a interesarse en las viejas películas de anuncios de la TV y, poco después, poseía una impresionante filmoteca de los artículos más antiguos y buscados de esta clase, que compraba, vendía y cambiaba de un modo muy astuto. Tuvo una larga vida, con solo ligeros recuerdos de su padre y ninguno de Alys. En general, Barney Buckman se quejaba de pocas cosas, y continuaba sobre todo dedicándose a disfrutar de los viejos comerciales de la Alka-Seltzer, que constituían su especialización en todo aquel conjunto de doradas trivialidades.
Alguien de la Academia de la Policía de Los Angeles robó la pistola Derringer calibre veintidós que Félix Buckman había guardado en su escritorio, con lo que aquella arma desapareció para siempre. Por aquel tiempo, las armas de bala de plomo se habían convertido, en general, en extintas, excepto como piezas de coleccionista, y el encargado del inventario de la Academia, que era el que debería haber seguido la pista del Derringer, supuso, con mucha razón, que se había convertido en un objeto decorativo en el piso de soltero de algún oficial no muy importante de la policía, por lo que abandonó las investigaciones.
En el 2047, Jason Taverner, que hacía ya mucho que se había retirado del campo del espectáculo, murió, en un hospital muy exclusivo, de fibrosis acólica, una enfermedad adquirida por los terrestres en las diversas colonias marcianas mantenidas de un modo privado para la dudosa diversión de los ricos, hartos ya de todo. Sus posesiones consistían en una casa de cinco dormitorios en Des Moines, llena sobre todo de recuerdos de su carrera, y muchas acciones de una empresa que había intentado, sin éxito, financiar un servicio comercial de vuelos a Próxima de Centauro. Su fallecimiento pasó generalmente desapercibido, aunque en la mayor parte de los periódicos de las capitales aparecieron pequeñas notas necrológicas, que fueron ignoradas por los encargados de las noticias de la TV, pero no por Mary Anne Dominic, quien, incluso a los ochenta años de edad, seguía considerando aún a Jason Taverner como una celebridad, y su encuentro con él como un importante punto crucial en su larga vida, tan llena de éxitos.
El vaso azul hecho por Mary Anne Dominic y comprado por Jason Taverner como regalo para Heather Hart acabó en una colección privada de cerámica moderna. Aún sigue allí hoy en día, y es muy estimado. Y, de hecho, apreciado, abierta y genuinamente, por un cierto número de personas que aprecian la cerámica. Y amado.
FIN
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