MAUPASSANT
¡COCO, COCO, COCO FRESCO!
Me habían contado cómo murió mi tío Ollivier. Yo sabía que, estando él a punto de expirar dulce, tranquilamente, en la penumbra de la amplia habitación, cuyas persianas se habían cerrado porque hacía un terrible sol de julio, se oyó en la calle, en medio del silencio agobiador de la ardorosa tarde canicular, el tintineo argentino de una campanillita, seguida de una voz bien timbrada que rasgó la atmósfera pesada y calurosa: «¡Coco fresco! ¿Quién quiere refrescar, señoras, con el coco; quién quiere coco fresco?> Mi tío tuvo un sacudimiento, algo así como el cosquilleo de una sonrisa estremeció sus labios, brilló en su mirada una última alegría, y casi en seguida apagaron sus ojos para siempre.
Estuve presente en la apertura del testamento. Como era natural, mi primo Santiago heredaba los bienes de su padre. La última cláusula me interesaba a mí. Hela-aquí: «Dejo a mi sobrino Pedro un manuscrito, compuesto de algunas hojas, que se encontrará en el cajón derecho de mi escritorio, y además quinientos francos para que se compre una escopeta de caza, con cien francos más que le ruego tenga a bien entregar al primer vendedor de coco que se tropiece en la calle...»
La estupefacción fué general. El manuscrito que me entregaron me dio la clave de aquel sorprendente legado.
Lo copio textualmente:
«Los hombres han vivido siempre bajo el yugo de las supersticiones. Hubo tiempos en que era creencia general que por cada niño que nacía se encendía una estrella, y que ésta seguía las vicisitudes de la vida de aquél, señalando con su mayor brillo los momentos de felicidad, y volviéndose más oscura en sus horas de desgracia. Se presta fe a la influencia de los cometas, de los años bisiestos, de los viernes, del número trece. Créese que ciertas personas lanzan maleficios, dan el mal de ojo. Suele decirse: «Me ha traído mala suerte el haberme tropezado con él.» Todas estas cosas son verdaderas. Yo creo en ellas... Me explicaré. No creo en que las cosas o los seres ejercen una influencia oculta; pero sí creo en el azar bien ordenado. Es cierto que el azar ha hecho que mientras visitaba nuestro cielo algún cometa, tuviesen lugar acontecimientos importantes; y otros en los años bisiestos; es cierto que ciertas desgracias notables han ocurrido en viernes, o han coincidido con el número trece; que el encontrarnos con determinadas personas ha coincidido con la repetición de determinados hechos, etc. Y de ahí nacen las supersticiones. Se basan éstas en una observación incompleta, superficial, que ve causa donde sólo hay coincidencia, y no se preocupan de ahondar más.
»Pues bien: mi estrella, mi cometa, mi viernes, mi número trece, mi hechicero, ha sido, sin género de duda, el vendedor de coco.
»Me han contado que el día en que nací se plantó uno debajo de nuestras ventanas y se pasó allí el día dando gritos.
»Tenia ocho años e iba un día mi niñera a dar un paseo por los Campos Elíseos. Cuando cruzábamos la avenida, uno de estos industriales agitó súbitamente su campanilla a mis espaldas. A mi niñera se le habían ido los ojos tras un regimiento que desfilaba a distancia; yo me volví para ver al vendedor de coco. En ese instante se nos venía encima un carruaje de dos caballos, brillante rápido como una centella. El cochero nos gritó. Mi niñera no oyó nada, y yo tampoco. Sentí que me derribaban, que algo pasaba por encima de mí, que me magullaba... y, sin saber cómo, me vi en brazos del vendedor de de coco; para reconfortarme, me hizo aplicar la boca a una de las llaves, abrió el grifo, me roció con él... y me sentí completamente bueno.
»Mi niñera resultó con la nariz rota. Siguieron yéndosele los ojos tras los regimientos, pero ya a los soldados no se les iban los ojos tras ella.
»Dieciséis años. — Acababa de comprar mi primera escopeta; la víspera de la apertura de la caza me dirigía hacia las oficinas de la diligencia; daba yo el brazo a mi madre, que, debido a su reumatismo, caminaba muy despacio. De pronto, oigo gritar a nuestras espaldas: «¡Coco, coco, coco fresco¡» El pregón se fue acercando, nos siguió, nos persiguió. Me producía a mí la sensación de que era un ente vivo, que hablaba. conmigo, que me insultaba. Creo que la gente me miraba sonriendo; y el vendedor seguía gritando: «¡Coco fresco!», igual que si se estuviese burlando de mi brillante escopeta, de mi morral nuevo, de mi flamante traje de cazador, hecho de pana color marrón. Aun dentro del coche seguía oyéndolo.
»Al día siguiente no cobré pieza alguna, pero maté a un perro que corría y que yo confundí con una liebre, y a una gallina, que se me antojó perdiz. Vi posarse en un seto un pájaro; disparé, y salió volando; pero un mugido espantoso me dejó clavado en mi sitio. El mugido no se calló hasta el anochecer. ¡Ay! Mi padre tuvo que pagar a un pobre granjero con el valor de la vaca.
»Veinticinco años.—Cierta mañana me encontré con un anciano vendedor de coco, muy arrugado, muy encorvado, que se arrastraba con dificultad apoyándose en un bastón y como doblado por el peso de su fuente. Me dio la impresión de que era una especie de divinidad, el patriarca, el ascendiente, el gran jefe de todos los vendedores de coco del mundo. Me bebí un vaso de coco y le pagué un franco. Una. voz profunda, que más bien parecía salir del depósito metálico que del hombre que lo llevaba, gimió: «Esta acción os traerá buena suerte, señor.»
Aquel día conocí a mi mujer, que me hizo siempre feliz.
»Y, por último, he aquí cómo no llegué a ser prefecto por la intervención de un vendedor de coco.
»Había habido una revolución. Me invadió el ansia de hacerme hombre público. Yo era rico, apreciado, tenía relación con un ministro; le pedí una audiencia, indicándole el objeto de mi visita. Me fue concedida en los términos más atentos.
»El día señalado—era verano y hacía un calor terrible—me vestí de pantalón claro, guantes claros, botines de tela clara con las puntas de charol. Las calles echaban-fuego. Se hundían los pies en las aceras, que . se derretían; las grandes cubas de riego convertían la calzada en cloaca. Los barrenderos amontonaban de trecho. en trecho aquel fango cálido, y como si dijéramos artificial, y lo tiraban por las alcantarillas. Sin pensar en otra cosa que en mi audiencia, caminaba yo de prisa; de pronto me encuentro con uno de esos barrizales; tomo impulso... A la una..., a las dos... Un pregón agudo, terrible, me rasga los tímpanos: «¡Coco, coco¡, ¿Quién quiere coco?» Hago involuntariamente un ademán de sorpresa..., resbalo... Fué una cosa lamentable, atroz... Me encontré sentado en el fango... Mis pantalones habían tomado un color oscuro, mi alba camisa estaba salpicada de barro, mi sombrero nadaba a mi lado. La voz furiosa, ronca de tanto gritar, seguía vociferando: «¡Coco, coco!» Y delante de mí había veinte personas, dobladas de risa, mirándome y haciendo gestos horribles.
»Volví corriendo a casa. Me mudé de ropa. La hora de la audiencia había pasado.»
El manuscrito terminaba así:
«Hazte amigo de un vendedor de coco, mi querido Pedro. Por lo que a mi respecta, me iré contento de este mundo si en el momento de morir oigo a uno de ellos pregonar su mercancía.»
Al día siguiente tropecé en los Campos Elíseos con un hombre muy viejo, cargado con su depósito, y que parecía muy pobre. Le entregué los cien francos de mi tío. se estremeció de asombro, y luego me dijo:
—Muchas gracias, jovencito; esta acción le traerá buena suerte.
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