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lunes, 13 de junio de 2011

EL HOMBRE DE VITRUBIO

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MARIO BENEDETTI - CORAZONADA


MARIO BENEDETTI - CORAZONADA



Apreté dos veces el timbre y en seguida supe que me iba a quedar. Heredé de mi
padre, que en paz descanse, estas corazonadas. La puerta tenía un gran barrote
de bronce y pensé que iba a ser bravo sacarle lustre. Después abrieron y me
atendió la ex, la que se iba. Tenía cara de caballo y cofia y delantal. «Vengo
por el aviso», dije. «Ya lo sé», gruñó ella y me dejó en el zaguán, mirando las
baldosas. Estudié las paredes y los zócalos, la araña de ocho bombitas y una
especie de cancel.
Después vino la señora, impresionante. Sonrió como una Virgen, pero sólo como.
«Buenos días.» «¿Su nombre?» «Celia.» «¿Celia qué?» «Celia Ramos.» Me barrió de
una mirada. La pipeta. «¿Referencias?» Dije tartamudeando la primera estrofa:
«Familia Suárez, Maldonado 1346, teléfono 90948. Familia Borrello, Gabriel
Pereira 3252, teléfono 413723. Escribano Perrone, Larraiíaga 3362, sin
teléfono.» Ningún gesto. «¿Motivos del cese?» Segunda estrofa, más tranquila:
«En el primer caso, mala comida. En el segundo, el hijo mayor. En el tercero,
tíabajo de mula.» «Aquí», dijo ella, «hay bastante que hacer». «Me lo imagino. »
« Pero hay otra muchacha, y además mi hija y yo ayudamos. » «Sí señora. » Me
estudió de nuevo. Por primera vez me di cuenta que de tanto en tanto parpadeo.
«¿Edad?» «Diecinueve.» «¿Tenés novio?» «Tenía.» Subió las cejas. Aclaré por las
dudas: «Un atrevido. Nos peleamos por eso.» La Vieja sonrió sin entregarse. «Así
me gusta. Quiero mucho juicio. Tengo un hijo mozo, así que nada de sonrisitas ni
de mover el trasero.» Mucho juicio, mi especialidad. Sí, señora. «En casa y
fuera de casa. No tolero porquerías. Y nada de hijos naturales, ¿estamos?» «Sí
señora. » ¡Ula Marula! Después de los tres primeros días me resigné a
soportarla. Con todo, bastaba una miradita de sus ojos saltones para que se me
pusieran los nervios de punta. Es que la vieja parecía verle a una hasta el
hígado. No así la hija, Estercita, veinticuatro años, una pituca de oca¡ y nuni
que me trataba como a otro mueble y estaba muy poco en la casa. Y menos todavía
el patrón, don Celso, un bagre con lentes, más callado que el cine mudo, con
cara de malandra y ropas de Yriart, a quien alguna vez encontré mirándome los
senos por encima de Acción. En cambio el joven Tito, de veinte, no precisaba la
excusa del diario para investigarme como cosa suya. juro que obedecí a la Señora
en eso de no mover el trasero con malas intenciones. Reconozco que el mío ha
andado un poco dislocado, pero la verdad es que se mueve de moto propia. Me han
dicho que en Buenos Aires hay un doctor japonés que arregla eso, pero mientras
tanto no es posible sofocar mi naturaleza. 0 sea que el muchacho se impresionó.
Primero se le iban los ojos, después me atropellaba en el corredor del fondo. De
modo que por obediencia a la Señora, y también, no voy a negarlo, porinigo
misma, lo tuve que frenar unas diecisiete veces, pero cuidándome de no parecer
demasiado asquerosa. Yo me entiendo. En cuanto al trabajo, la gran siete. «Hay
otra muchacha» había dicho la Vieja. Es decir, había. A mediados de mes ya
estaba solita para todo rubro. «Yo y mi hija ayudamos», había agregado. A
ensuciar los platos, cómo no. A quién va a ayudar la vieja, vamos, con esa bruta
panza de tres papadas y esa metida con los episodios. Que a mí me gustase
Isolina o la Burgueño, vaya y pase y ni así, pero que a ella, que se las tira de
avispada y lee Selecciones y Lifenespañol, no me lo explico ni me lo explicaré.
A quién va a ayudar la niña Estercita, que se pasa reventándose los granos,
jugando al tenis en Carrasco y desparramando fichas en el Parque Hotel. Yo salgo
a mi padre en las corazonadas, de modo que cuando el tres de junio (fue San Cono
bendito) cayó en mis manos esa foto en que Estercita se está bañando en cueros
con el menor de los Gómez Taibo en no sé qué arroyo ni a mí qué me importa, en
seguida la guardé porque nunca se sabe. ¡A quién van ayudar! Todo el trabajo
para mí y aguantase piola. ¿Qué tiene entonces de raro que cuando Tito (el joven
Tito, bah) se puso de ojos vidriosos y cada día más ligero de manos, yo le haya
aplicado el sosegate y que habláramos claro? Le dije con todas las letras que yo
con ésas no iba, que el único tesoro que tenemos los pobres es la honradez y
basta. Él se rió muy canchero y había empezado a decirme: «Ya verás, putita»,
cuando apareció la señora y nos miró como a cadáveres. El idiota bajó los ojos y
mutis por el foro. La Vieja puso entonces cara de al fin solos y me encajó bruta
trompada en la oreja, en tanto que me trataba de comunista y de ramera. Yo le
dije: «Usted a mí no me pega, ¿sabe?» y allí nomás demostró lo contrario. Peor
para ella. Fue ese segundo golpe el que cambió mi vida. Me callé la boca pero se
la guardé. A la noche le dije que a fin de mes me iba. Estábamos a veintitrés y
yo precisaba como el pan esos siete días. Sabía que don Celso tenía guardado un
papel gris en el cajón del medio de su escritorio. Yo lo había leído, porque
nunca se sabe. El veintiocho a las dos de la tarde, sólo quedamos en la casa la
niña Estercita y yo. Ella se fue a sestear y yo a buscar el papel gris. Era una
carta de un tal Urquiza en la que le decía a mi patrón frases como ésta: «Xx xxx
x xx xxxx xxx xx xxxxx».
La guardé en el mismo sobre que la foto y el treinta me fui a una pensión
decente y barata de la calle Washington. A nadie le di mis señas, pero a un
amigo de Tito no pude negárselas. La espera duró tres días. Tito apareció una
noche y yo lo recibí delante de doña Cata, que desde hace unos años dirige la
pensión. Él se disculpó, trajo bombones y pidió autorización para volver. No se
la di. En lo que estuve bien porque desde entonces no faltó una noche. Fuimos a
menudo al cine y hasta me quiso arrastrar al Parque, pero yo le apliqué el
tratamiento del pudor. Una tarde quiso averiguar directamente qué era lo que yo
pretendía. Allí tuve una corazonada- «No pretendo nada, porque lo que yo querría
no puedo pretenderlo. »
Como ésta era la primera cosa amable que oía de mis labios se conmovió bastante,
lo suficiente para meter la pata. «¿ Por qué? », dijo a gritos, «si ése es el
motivo, te prometo que ... » Entonces como si él hubiera dicho lo que no dijo,
le pregunté: «Vos sí... pero, ¿y tu familia? » «Mi familia soy yo», dijo el
pobrecito.
Después de esa compadrada siguió viniendo y con él llegaban flores, caramelos,
revistas. Pero yo no cambié. Y él lo sabía. Una tarde entró tan pálido que hasta
doña Cata hizo un comentario. No era para menos. Se lo había dicho al padre. Don
Celso había contestado: «Lo que faltaba. » Pero después se ablandó. Un tipo
pierna. Estercita se rió como dos años, pero a mí qué me importa. En cambio la
Vieja se puso verde. A Tito lo trató de idiota, a don Celso de cero a la
izquierda, a Estercita de inmoral y tarada. Después dijo que nunca, nunca,
nunca. Estuvo como tres horas diciendo nunca. «Está como loca», dijo el Tito,
«no sé qué hacer». Pero yo sí sabía. Los sábados la Vieja está siempre sola,
porque don Ceiso se va a Punta del Este, Estercita juega al tenis y Tito sale
con su barrita de La Vascongada. 0 sea que a las siete me fui a un monedero y
llamé al nueve siete cero tres ocho. «Hola», dijo ella. U misma voz gangosa,
impresionante. Estaría con su salto de cama verde, la cara embadurnada, la
toalla como turbante en la cabeza. «Habla Celia», y antes de que colgara: «No
corte, señora, le interesa.» Del otro lado no dijeron ni mu. Pero escuchaban.
Entonces le pregunté si estaba enterada de una carta de papel gris que don Celso
guardaba en su escritorio. Silencio. «Bueno, la tengo yo.» Después le pregunté
si conocía una foto en que la niña Estercita aparecía bañándose con el menor de
los Gómez Taibo. Un minuto de silencio. «Bueno, también la tengo yo.» Esperé por
las dudas, pero nada. Entonces dije: «Piénselo, señora» y corté. Fui yo la que
corté, no ella. Se habrá quedado mascando su bronca con la cara embadurnada y la
toalla en la cabeza. Bien hecho. A la semana llegó el Tito radiante, y desde la
puerta gritó: « ¡La vieja afloja! ¡La vieja afloja! » Claro que afloja. Estuve
por dar los hurras, pero con la emoción dejé que me besara. «No se opone pero
exige que no vengas a casa. » ¿Exige? ¡las cosas que hay que oír! Bueno, el
veinticinco nos casamos (hoy hace dos meses), sin cura pero con juez, en la
mayor intimidad. Don Celso aportó un chequecito de mil y Estercita me mandó un
telegrama que -está mal que lo diga- me hizo pensar a fondo: «No creas que salís
ganando. Abrazos, Ester.»
En realidad, todo esto me vino a la memoria, porque ayer me encontré en la
tienda con la Vieja. Estuvimos codo con codo, revolviendo saldos. De pronto me
miró de refilón desde abajo del velo. Yo me hice cargo. Tenía dos caminos: o
ignorarme o ponerme en vereda.
Creo que prefirió el segundo y para humillarme me trató de usted. «¿Qué tal,
cómo le va?» Entonces tuve una corazonada y agarrándome fuerte del paraguas de
nailon, le contesté tranquila: «Yo bien, ¿y usted, mamá? » 

MARIO BENEDETTI - EL OTRO YO


MARIO BENEDETTI - EL OTRO YO



Se trataba de un muchacho corriente: en los pantalones se le formaban
rodilleras, leía historietas, hacía ruido cuando comía, se metía los dedos a la
naríz, roncaba en la siesta, se llamaba Armando Corriente en todo menos en una
cosa: tenía Otro Yo.

El Otro Yo usaba cierta poesía en la mirada, se enamoraba de las actrices,
mentía cautelosamente , se emocionaba en los atardeceres. Al muchacho le
preocupaba mucho su Otro Yo y le hacía sentirse imcómodo frente a sus amigos.
Por otra parte el Otro Yo era melancólico, y debido a ello, Armando no podía ser
tan vulgar como era su deseo.

Una tarde Armando llegó cansado del trabajo, se quitó los zapatos, movió
lentamente los dedos de los pies y encendió la radio. En la radio estaba Mozart,
pero el muchacho se durmió. Cuando despertó el Otro Yo lloraba con desconsuelo.
En el primer momento, el muchacho no supo que hacer, pero después se rehizo e
insultó concienzudamente al Otro Yo. Este no dijo nada, pero a la mañama
siguiente se habia suicidado.

Al principio la muerte del Otro Yo fue un rudo golpe para el pobre Armando, pero
enseguida pensó que ahora sí podría ser enteramente vulgar. Ese pensamiento lo
reconfortó.

Sólo llevaba cinco días de luto, cuando salió la calle con el proposito de lucir
su nueva y completa vulgaridad. Desde lejos vio que se acercaban sus amigos. Eso
le lleno de felicidad e inmediatamente estalló en risotadas . Sin embargo,
cuando pasaron junto a él, ellos no notaron su presencia. Para peor de males, el
muchacho alcanzó a escuchar que comentaban: «Pobre Armando.Y pensar que parecía
tan fuerte y saludable».

El muchacho no tuvo más remedio que dejar de reír y, al mismo tiempo, sintió a
la altura del esternón un ahogo que se parecía bastante a la nostalgia. Pero no
pudo sentir auténtica melancolía, porque toda la melancolía se la había llevado
el Otro Yo. 

MARIO BENEDETTI - EL PRESUPUESTO








MARIO BENEDETTI - EL PRESUPUESTO



En nuestra oficina regía el mismo presupuesto desde el año mil novecientos 
veintitantos, o sea desde una época en que la mayoría de nosotros estábamos 
luchando con la geografía y con los quebrados. Sin embargo, el jefe se acordaba 
del acontecimiento y a veces, cuando el trabajo disminuía, se sentaba 
familiarmente sobre uno de nuestros escritorios, y así, con las piernas 
colgantes que mostraban después del pantalón unos inmaculados calcetines 
blancos, nos relataba con su vieja emoción y las quinientas noventa y ocho 
palabras de costumbre, el lejano y magnífico día en que su Jefe -él era entonces 
Oficial Primero- le había palmeado el hombro y le había dicho: «Muchacho, 
tenemos presupuesto nuevo», con la sonrisa amplia y satisfecha del que ya ha 
calculado cuántas camisas podrá comprar con el aumento.
Un nuevo presupuesto es la ambición máxima de una oficina pública. Nosotros 
sabíamos que otras dependencias de personal más numeroso que la nuestra, habían 
obtenido presupuesto cada dos o tres años. Y las mirábamos desde nuestra pequeña 
isla administrativa con la misma desesperada resignación con que Robinson veía 
desfilar los barcos por el horizonte, sabiendo que era tan inútil hacer señales 
como sentir envidia. Nuestra envidia o nuestras señales hubieran servido de 
poco, pues ni en los mejores tiempos pasamos de nueve empleados, y era lógico 
que nadie se preocupara de una oficina así de reducida.
Como sabíamos que nada ni nadie en el mundo mejoraría nuestros gajes, 
limitábamos nuestra esperanza a una progresiva reducción de las salidas, y, en 
base a un cooperativismo harto elemental, lo habíamos logrado en buena parte. 
Yo, por ejemplo, pagaba la yerba; el Auxiliar Primero, el té de la tarde; el 
Auxiliar Segundo, el azúcar; las tostadas el Oficial Primero, y el Oficial 
Segundo la manteca. Las dos dactilógrafas y el portero estaban exonerados, pero 
el Jefe, como ganaba un poco más, pagaba el diario que leíamos todos.
Nuestras diversiones particulares se habían también achicado al mínimo. íbamos 
al cine una vez por mes, teniendo buen cuidado de ver todos difer entes 
películas, de modo que, relatándolas luego en la Oficina, estuviéramos al tanto 
de lo que se estrenaba. Habíamos fomentado el culto de juegos de atención tales 
como las damas y el ajedrez, que costaban poco y mantenían el tiempo sin 
bostezos. jugábamos de cinco a seis, cuando ya era imposible que llegaran nuevos 
expedientes, ya que el letrero de la ventanilla advertía que después de las 
cinco no se recibían «asuntos». Tantas veces lo habíamos leído que al final no 
sabíamos quién lo había inventado, ni siquiera qué concepto respondía 
exactamente a la palabra «asunto». A veces alguien venía y preguntaba el número 
de su «asunto». Nosotros le dábamos el del expediente y el hombre se iba 
satisfecho. De modo que un «asunto» podía ser, por ejemplo, un expediente.
En realidad, la vida que pasábamos allí no era mala. De, vez en cuando el jefe 
se creía en la obligación de mostrarnos las ventajas de la administración 
pública sobre el comercio, y algunos de nosotros pensábamos que ya era un poco 
tarde para que opinara diferente.
Uno de sus argumentos era la Seguridad. La seguridad de que no nos dejarían 
cesantes. Para que ello pudiera acontecer, era preciso que se reuniesen los 
senadores, y nosotros sabíamos que los senadores apenas si se reunían cuando 
tenían que interpelar a un Ministro. De modo que por ese lado el jefe tenía 
razón. La Seguridad existía. Claro que también existía la otra seguridad, la de 
que nunca tendríamos un aumento que nos permitiera comprar un sobretodo al 
contado. Pero el jefe, que tampoco podía comprarlo, consideraba que no era ése 
el momento de ponerse a criticar su empleo ni tampoco el nuestro. Y -como 
siempre tenía razón.
Esa paz ya resuelta y casi definitiva que pesaba en nuestra Oficina, dejándonos 
conformes con nuestro pequeño destino y un poco torpes debido a nuestra falta de 
insomnios, se vio un día alterada por la noticia que trajo el Oficial Segundo. 
Era sobrino de un Oficial Primero del Ministerio y resulta que ese tío -dicho 
sea sin desprecio y con propiedad- había sabido que allí se hablaba de un 
presupuesto nuevo para nuestra Oficina. Como en el primer momento no supimos 
quién o quiénes eran los que hablaban de nuestro presupuesto, sonreímos con la 
ironía de lujo que reservábamos para algunas ocasiones, como si el Oficial 
Segundo estuviera un poco loco o como si nosotros pensáramos que él nos tomaba 
por un poco tontos. Pero cuando nos agregó que, según el tío, el que había 
hablado de ello había sido el mismo secretario) o sea el alma parens del 
Ministerio, sentimos de pronto que en nuestras vidas de setenta pesos algo 
estaba cambiando, como si una mano invisible hubiera apretado al fin aquella de 
nuestras tuercas que se hallaba floja, como si nos hubiesen sacudido a bofetadas 
toda la conformidad y toda la resignación.
En mi caso particular, lo primero que se me ocurrió pensar y decir, fue 
«lapicera fuente». Hasta ese momento yo no había sabido que quería comprar una 
lapicera fuente, pero cuando el Oficial Segundo abrió con su noticia ese enorme 
futuro que apareja toda posibilidad, por mínima que sea, en seguida extraje de 
no sé qué sótano de mis deseos una lapicera de color negro con capuchón de plata 
y con mi nombre inscripto. Sabe Dios en qué tiempos se había enraizado en mí.
Vi y oí además como el Auxiliar Primero hablaba de una bicicleta y el jefe 
contemplaba distraídamente el taco desviado de sus zapatos y una de las 
dactilógrafas despreciaba cariñosamente su cartera del último lustro. Vi y oí 
además cómo todos nos pusimos de inmediato a intercambiar'nuestros proyectos, 
sin importarnos realmente nada lo que el otro decía, pero necesitando hallar un 
escape a tanta contenida e ignorada ilusión. Vi y oí además cómo todos decidimos 
festejar la buena nueva financiando con el rubro de reservas una excepcional 
tarde de bizcochos.
Eso -los bizcochos fue el paso primero. Luego siguió el par de zapatos que se 
compró el jefe. A los zapatos del Jefe, mi lapicera adquirida a pagar en diez 
cuotas. Y a mi lapicera, el sobretodo del Oficial Segundo, la cartera de la 
Primera Dactilógrafa, la bicicleta del Auxiliar Primero. Al mes y medio todos 
estábamos empeñados y en angustia.
El Oficial Segundo había traído más noticias. Primeramente, que el presupuesto 
estaba a informe de la Secretaría del Ministerio. Después que no. No era en 
Secretaría. Era en Contaduría. Pero el jefe de Contaduría estaba enfermo y era 
preciso conocer su opinión. Todos nos preocupábamos por la salud de ese jefe del 
que sólo sabíamos que se llarnaba Eugenio y que tenía a estudio nuestro 
presupuesto. Hubiéramos querido obtener hasta un boletín diario de su salud. 
Pero sólo teníamos derecho a las noticias desalentadoras del tío de nuestro 
Oficial Segundo. El jefe de Contaduría seguía peor. Vivimos una tristeza tan 
larga por la enfermedad de ese funcllblwio, que el día de su muerte sentimos, 
como los deudos de un asmátio grave, una especie de alivio al no tener que 
preocuparnos más de él. En realidad, nos pusimos egoístamente alegres, porque 
esto significabala posibilidad de que llenaran la vacante y nombraran otro jefe 
que estudiara al fin nuestro presupuesto.
A los cuatro meses de la muerte de don Eugenio nombraron otro jefe de 
Contaduría. Esa tarde suspendimos la partida de ajedrez, el mate y el trámite 
administrativo. El jefe se puso a tararear un aria de Aida y nosotros nos 
quedamos -por esto y por todo- tan nerviosos, que tuvimos que salir un rato a 
mirar las vidrieras. A la vuelta nos esperaba una emoción. El tío había 
informado que nuestro presupuesto no había estado nunca a estudio de la 
Contaduría. Había sido un error. En realidad, no había salido de la Secretaría. 
Esto significaba un considerable oscurecimiento de nuestro panorama. Si el 
presupuesto a estudio hubiera estado en Contaduría, no nos habríamos alarmado. 
Después de todo, nosotros sabíamos que hasta el momento no se había estudiado 
debido a la enfermedad del jefe. Pero si había estado realmente en Secretaría, 
en la que el Secretario -su jefe supremo- gozaba de perfecta salud, la demora no 
se debía a nada y podía convertirse en demora sin fin.
Allí comenzó la etapa crítica del desaliento. A primera hora nos mirábamos todos 
con la interrogante desesperanzado de costumbre. Al principio todavía 
preguntábamos «¿Saben algo?» Luego optamos por decir «¿Y?» y terminamos 
finalmente por hacer la pregunta con las cejas. Nadie sabía nada. Cuando alguien 
sabía algo, era que el presupuesto todavía estaba a estudio de la Secretaría.
A los ocho meses de la noticia primera, hacía ya dos que mi lapicera no 
funcionaba. El Auxiliar Primero se había roto una costilla gracias a la 
bicicleta. Un judío era el actual propietario de los libros que había comprado 
el Auxiliar Segundo; el reloj del Oficial Primero atrasaba un cuarto de hora por 
jornada; los zapatos del jefe tenían dos medias suelas (una cosida y otra 
clavada), y el sobretodo del Oficial Segundo tenía las solapas gastadas y 
erectas como dos alitas de equivocación.
Una vez supimos que el Ministro había preguntado por el presupuesto. A la 
semana, informó Secretaría. Nosotros queríamos saber qué decía el informe, pero 
el tío no pudo averiguarlo porque era «estrictamente confidencial». Pensamos que 
eso era sencillamente una estupidez, porque nosotros, a todos aquellos 
expedientes que traían una tarjeta en el ángulo superior con leyendas tales como 
«muy urgente», «trámite preferencial» o «estrictamente reservados, los 
tratábamos en igualdad de condiciones que a los otros. Pero por lo visto en el 
Ministerio no eran del mismo parecer.
Otra vez supimos que el Ministro había hablado del presupuesto con el 
Secretario. Como a las conversaciones no se les ponía ninguna tar'eta especial, 
el tío pudo enterarse y enterarnos de que el Ministro estaba de acuerdo. ¿Con 
qué y con quién estaba de acuerdo? Cuando el tío quiso averiguar esto último, el 
Ministro ya no estaba de acuerdo. Entonces, sin otra explicación comprendimos 
que antes había estado de acuerdo con nosotros.
Otra vez supimos que el presupuesto había sido reformado. Lo iban a tratar en la 
sesión del próximo viernes, pero a los catorce viernes que siguieron a ese 
próximo, el presupuesto no había sido tratado. Entonces empezamos a vigilar las 
fechas de las próximas sesiones y cada sábado nos decíamos: «Bueno ahora será 
hasta el viernes. Veremos qué pasa entonces». Llegaba el viernes y no pasaba 
nada. Y el sábado nos decíamos: «Bueno, será hasta el viernes. Veremos qué pasa 
entonces. » Y no pasaba nada. Y no pasaba nunca nada de nada.
Yo estaba ya demasiado empeñado para permanecer impasible, porque la lapicera me 
había estropeado el ritmo económico y desde entonces yo no había podido 
recuperar mi equilibrio. Por eso fue que se me ocurrió que podíamos visitar al 
Ministro.
Durante varias tardes estuvimos ensayando la entrevista. El Oficial Primero 
hacía de Ministro, y el jefe, que había sido designado por aclamación para 
hablar en nombre de todos, le presentaba nuestro reclamo. Cuando estuvimos 
conformes con el ensayo, pedimos audiencia en el Ministerio y nos la concedieron 
para el jueves. El jueves dejamos pues en la Oficina a una de las dactilógrafas 
y al portero, y los demás nos fuimos a conversar con el Ministro. Conversar con 
el Ministro no es lo mismo que conversar con otra persona. Para conversar con el 
Ministro hay que esperar dos horas y media y a veces ocurre, como nos pasó 
precisamente a nosotros, que ni al cabo de esas dos horas y media se puede 
conversar con el Ministro. Sólo llegamos a presencia del Secretario, quien tomó 
nota de las palabras del jefe -muy inferiores al peor de los ensayos, en los que 
nadie tartamudeaba- y volvió con la respuesta del Ministro de que se trataría 
nuestro presupuesto en la sesión del día siguiente.
Cuando -relativamente satisfechos- salíamos del Ministerio, vimos que un auto se 
detenía en la puerta y que de él bajaba el Ministro.
Nos pareció un poco extraiío que el Secretario nos hubiera traído la respuesta 
personal del Ministro sin que éste estuviese presente. Pero en realidad nos 
convenía más confiar un poco y todos asentimos con satisfacción y desahogo 
cuando el jefe opinó que el Secretario seguramente habría consultado al Ministro 
por teléfono.
Al otro día, a las cinco de la tarde estábamos bastante nerviosos. Las cinco de 
la tarde era la hora que nos habían dado para preguntar. Habíamos trabajado muy 
poco; estábamos demasiado inquietos como para que las cosas nos salieran bien. 
Nadie decía nada. El jefe ni siquiera tarareaba su aria. Dejamos pasar seis 
minutos de estricta prudencia. Luego el jefe discó el número que todos sabíamos 
de memoria, y pidió con el Secretario. La conversación duró muy poco. Entre los 
varios «Sí», «Ah, sí», «Ah, bueno» del jefe, se escuchaba el ronquido indistinto 
del otro. Cuando el jefe colgó el tubo, todos sabíamos la respuesta. Sólo para 
confirmarla pusimos atención: «Parece que hoy no tuvieron tiempo. Pero dice el 
Ministro que el presupuesto será tratado sin falta en la sesión del próximo 
viernes. »

El Crimen Mental


1984: El Crimen Mental

Es la película 1984 lo llaman “crimen mental”, Goebbels –Ministro de Propaganda de Hitler- lo llamaba “ideológicamente incorrecto”, hoy día lo calificamos de “políticamente incorrecto”. En todos los casos se trata de lo mismo: de imponer el pensamiento único.

La película británica 1984 está basada en la novela del mismo título de George Orwell. Con guión de Jonathan Gems y Michael Radford y dirigida por este último, 1984 nos lleva a una sociedad totalitaria gobernada por el inaccesible Gran Hermano, un dictador al que nadie ha visto en persona pero que vigila, a través de innumerables cámaras, a sus súbditos. Estas cámaras están acompañadas de pantallas televisivas que funcionan continuamente enviando mensajes ideológicos.

1984 es una película triste, desesperanzada y llena de desasosiego. No es agradable de ver ni por lo que se cuenta ni por la forma en que esto se muestra. La historia sucede en un mundo gris, sin sol, lleno de edificios en ruinas, suciedad y decadencia…

En la sociedad de 1984 es imposible evitar ser observado y nadie puede apagar las pantallas que adiestran a los seres humanos a pensar “correctamente”, es decir: a no pensar.

Si alguien se atreve a opinar, es considerado “mentalmente inadaptado” y la Policía del Pensamiento” entra rápidamente en acción para corregir al individuo “antisocial”.

El protagonista de 1984 es Winston Smith (John Hurt), un empleado del Ministerio de la Verdad que se dedica a reescribir la historia para que esta coincida con las consignas impartidas por el Partido y por el Gran Hermano.

Winston realiza su trabajo con diligencia pero no puede evitar cuestionarse la “verdad” del Partido, una “verdad” que cambia contantemente pero que siempre hay que aceptar como la única posible.


Winston piensa que un hombre debería tener el derecho a pensar que dos y dos son cuatro aunque el Gran Hermano asegure que son cinco. Y se pregunta cómo es posible dejar de ver la realidad por mucho que la Policía del Pensamiento se empeñe en ello: “¿Cómo puedo evitarlo? ¿Cómo puedo evitar ver lo que tengo delante de mis ojos?”

Esa será su perdición. Esa, y la relación amorosa que entabla, clandestinamente, con Julia (Suzanna Hamilton).

Acusados ambos de “crimen mental”, uno de los dirigentes del Partido, O’Brien (Richard Burton), iniciará su reeducación para enseñar a Winston que, en 1984, es posible evitar ver lo que se tiene delante de los ojos…

MARIO BENEDETTI - LA MUERTE






MARIO BENEDETTI - LA MUERTE



Conviene que te prepares para lo peor.
Así, en la entonación preocupada y amiga de Octavio, no sólo médico sino sobre
todo ex compañero de liceo, la frase socorrida, casi sin detenerse en el oído de
Marlano, había repercutido en su vientre, allí donde el dolor insistía desde
hacía cuatro semanas. En aquel ins~ tante había disimulado, había sonreído
amargamente, y hasta había dicho: «no te preocupes, hace mucho que estoy
preparado». Mentira, no lo estaba, no lo había estado nunca. Cuando le había
pedido encarecidamente a Octavio que, en mérito a su antigua amistad («te juro
que yo sería capaz de hacer lo mismo contigo»), le dijera el diagnóstico
verdadero, lo había hecho con la secreta esperanza de que el viejo camarada le
dijera la verdad, sí, pero que esa verdad fuera su salvación y no su condena.
Pero Octavio había tomado al pie de la letra su apelación al antiguo afecto que
los unía, le había consagrado una hora y media de su acosado tiempo para
examinarlo y reexaminarlo, y luego, con los ojos inevitablemente húmedos tras
los gruesos cristales, había empezado a dorarle la píldora: «Es imposible
decirte desde ya de qué se trata. Habrá que hacer análisis, radiografías una
completa historia clínica. Y eso va a demorar un poco. Lo único que podría
decirte es que de este primer examen no saco una buena impresión. Te descuidaste
mucho. Debías haberme visto no bien sentiste la primera molestia.» Y luego el
anuncio del primer golpe directo: «Ya que me pedís, en nombre de nuestra
amistad, que sea estrictamente sincero contigo, te diría que, por las dudas ...
» Y se había detenido, se había quitado los anteojos, y los había limpiado con
el borde de la túnica. lJn gesto escasamente profiláctico, había alcanzado a
pensar Marlano en medio de su desgarradora expectativa. «Por las dudas ¿qué?»,
preguntó, tratando de que el tono fuera sobrio, casi indiferente. Y ahí se
desplomó el cielo: «Conviene que te prepares para lo peor. »
De eso hacía nueve días. Después vino la serie de análisis, radiografias, etc.
Había aguantado los pinchazos y las propias desnudeces con una entereza de la
que no se creía capaz. En una sola ocasión, cuando volvió a casa y se encontró
solo (Agueda había salido con los chicos, su padre estaba en el Interior), había
perdido todo dominio de sí mismo, y allí, de pie, frente a la ventana abierta de
par en par, en su estudio inundado por el más espléndido sol de otoño, había
llorado como una criatura, sin molestarse siquiera por enjugar sus lágrimas.
Esperanza, esperanzas, hay esperanza, hay esperanzas, unas veces en singular y
otras en plural; Octavio se lo había repetido de cien modos distintos, con
sonrisas, con bromas, con piedad, con palmadas amistosas, con semiabrazos, con
recuerdos del liceo, con saludos a Agueda, con ceño escéptico, con ojos
entornados, con tics nerviosos, con preguntas sobre los chicos. Seguramente
estaba arrepentido de haber sido brutalmente sincero y quería de algún modo
amortiguar los efectos del golpe. Seguramente. Pero ¿y si hubiera esperanzas? 0
una sola. Alcanzaba con una escueta esperanza, un a diminuta esperancita en
mínimo singular. ¿Y si los análisis, las placas, y otros fastidios, decían al
fin en su lenguaje esotérico, en su profecía en clave, que la vida tenía permiso
para unos años más? No pedía mucho: cinco años, mejor diez. Ahora que atravesaba
la Plaza Independencia para encontrarse con Octavio y su dictamen final (condena
o aplazamiento o absolución), sentía que esos singulares y plurales de la
esperanza habían, pese a todo, germinado en él. Quizá ello se debía a que el
dolor había disminuido considerablemente, aunque no se le ocultaba que acaso
tuvieran algo que ver con ese alivio las pastillas recetadas por Octavio e
ingeridas puntualmente por él. Pero, mientras tanto, al acercarse a la meta, su
expectativa se volvía casi insoportable. En determinado momento, se le aflojaron
las piernas; se dijo que no podía llegar al consultorio en ese estado, y decidió
sentarse en un banco de la plaza. Rechazó con la cabeza la oferta del
lustrabotas (no se sentía con fuerzas como para entablar el consabido diálogo
sobre el tiempo y la inflación), y esperó a tranquilizarse. Agueda y Susana.
Susana y Agueda. ¿Cuál sería el orden preferencial? ¿Ni siquiera en este
instante era capaz de decidirlo? ÿgueda era la comprensión y la incomprensión ya
estratificadas; la frontera ya sin litigios; el presente repetido (pero también
había una calidez insustituible en la repetición); los años y años de
pronosticarse mutuamente, de saberse de memoria; los dos hijos, los dos hijos.
Susana era la clandestinidad, la sorpresa (pero también la sorpresa iba
evolucionando hacia el hábito), las zonas de vida desconocida, no compartidas,
en sombra; la reyerta y la reconciliación conmovedoras; los celos conservadores
y los celos revolucionarios; la frontera indecisa, la caricia nueva (que
insensiblemente se iba pareciendo al gesto repetido), el no pronosticarse sino
adivinarse, el no saberse de memoria sino de intuición. Agueda y Susana, Susana
y ÿgueda. No podía decidirlo. Y no podía (acababa de advertirlo en el preciso
instante en que debió saludar con la mano a un antiguo compañero de trabajo),
sencillamente porque pensaba en ellas como cosas suyas, como sectores de Mariano
Ojeda, y no como vidas independientes, como seres que vivían por cuenta y
propios. Agueda y Susana, Susana y Agueda, eran en este instante partes de su
organismo, tan suyas como esa abyecta, fatigada entraña que lo amenazaba. Además
estaban Coco y sobre todo Selvita, claro, pero él no quería, no, no quería, no,
no quería ahora pensar en los chicos, aunque se daba cuenta de que en algún
momento tendría que afrontarlo, no quería pensar porque entonces sí se
derrumbaría y ni siquiera tendría fuerzas para llegar al consultorio. Había que
ser honesto, sin embargo, y reconocer de antemano que allí iba a ser menos
egoísta, más increíblemente generoso, porque si se destrozaba en ese pensamiento
(y seguramente se iba a destrozar) no sería pensando en sí mismo sino en ellos,
o por lo menos más en ellos que en sí mismo, más en la novata tristeza que los
acechaba que en la propia y veterana noción de quedarse sin ellos. Sin ellos,
bah, sin nadie, sin nada. Sin los hijos, sin la mujer, sin la amante. Pero
también sin el sol, este sol; sin esas nubes flacas, esmirriadas, a tono con el
país; sin esos pobres, avergonzados, legítimos restos de la Pasiva; sin la
rutina (bendita, querida, dulce, afrodisíaco, abrigada, perfecta rutina) de la
Cala Núm. 3 y sus arqueos y sus largamente buscadas pero siempre halladas
diferencias; sin su minuciosa lectura del diario en el café, junto al gran
ventanal de Andes; sin su cruce de bromas con el mozo; sin los vértigos dulzones
que sobrevienen al mirar el mar y sobre todo al mirar el cielo; sin esta gente
apurada, feliz porque no sabe nada de si misma, que corre a mentirse, a asegurar
su butaca en la eternidad o a comentar el encantador heroísmo de los otros; sin
el descanso como bálsamo; sin los libros como borrachera; sin el alcohol como
resorte; sin el sueño como muerte; sin la vida como vigilia; sin la vida,
simplemente.
Ahí tocó fondo su desesperación, y, paradójicamente, eso mismo le permitió
rehacerse. Se puso de pie, comprobó que las piernas le respondían, y acabó de
cruzar la plaza. Entró en el café, pidió un cortado, lo tomó lentamente, sin
agitación exterior ni interior, con la mente poco menos que en blanco. Vio cómo
el sol se debilitaba, cómo iban desapareciendo sus últimas estrías. Antes de que
se encendieran los focos del alumbrado, pagó su consumición, dejó la propina de
siempre, y caminó cuatro cuadras, dobló por Río Negro a la derecha, y a mitad de
cuadra se detuvo, subió hasta un quinto piso, y oprimió el botón del timbre
'unto a la chapita de bronce: Dr. Octavio Massa, médico.
-Lo que me temía.
Lo que me temía era, en estas circunstancias, sinónimo de lo peor. Octavio había
hablado larga, calmosamenre, había recurrido sin duda a su mejor repertorio en
materia de consuelo y confortación, pero Mariano lo había oído en silencio,
incluso con una sonrisa estable que no tenía por objeto desorientar a su amigo,
pero que con seguridad lo había desorientado. «Pero si estoy bien», dijo tan
sólo, cuando Octavio lo interrogó, preocupado. «Además», dijo el médico, con el
tono de quien extrae de la manga un naipe oculto, «además vamos a hacer todo lo
que sea necesario, y estoy seguro, entendés, seguro, que una operación sería un
éxito. Por otra parte, no hay demasiada urgencia. Tenemos por lo menos un par de
semanas para fortalecerse con calma, con paciencia, con regularidad. No te digo
que debas alegrarte, Mariano, ni despreocuparte, pero tampoco es para tomarlo a
la tremenda. Hoy en día estamos mucho mejor armados para luchar contra ... » Y
así sucesivamente Mariano sintió de pronto una implacable urgencia en abandonar
el consultorio, no precisamente para volver a la desesperación. La seguridad del
diagnóstico le había provocado, era increíble, una sensación de alivio, pero
también la necesidad de estar solo, algo así como una ansiosa curiosidad por
disfrutar la nueva certeza. Así, mientras Octavio seguía diciendo: «... y además
da la casualidad que soy bastante amigo del médico de tu Banco, así que no habrá
ningún inconveniente para que te tomes todo el tiempo necesario y.. », Mariano
sonreía, y no era la suya una sonrisa amarga, resentida, sino (por primera vez
en muchos días) de algún modo satisfecha, conforme.
Desde que salió del ascensor y vio nuevamente la calle, se enfrentó a un estado
de ánimo que le pareció una revelación. Era de noche, claro, pero ¿por qué las
luces quedaban tan lejos? ¿Por qué no entendía, ni quería entender, la leyenda
móvil del letrero luminoso que estaba frente a él? La calle era un gran canal,
sí, pero ¿por qué esas figuras, que pasaban a medio metro de su mano, eran sin
embargo imágenes desprendidas, como percibidas en un film que tuviera color pero
que en cambio se beneficiara (porque en realidad era una mejora) con una banda
sonora sin ajuste, en la que cada ruido llegaba a él como a través de infinitos
intermediarios, hasta dejar en sus oídos sólo un amortiguado eco de otros ecos
amortiguados? La calle era un canal cada vez más ancho, de acuerdo, pero ¿por
qué las casas de enfrente se empequeñecían hasta abandonarlo, hasta dejarlo
enclaustrado en su estupefacción? Un canal, nada menos que un canal, pero ¿por
qué los focos de los autos que se acercaban velozmente, se iban reduciendo,
reduciendo, hasta parecer linternas de bolsillo? Tuvo la sensación de que la
baldosa que pisaba se convertía de pronto en una isla, una baldosa leprosa que
era higiénicamente discriminada por las baldosas saludables. Tuvo la sensación
de que los objetos se iban, se apartaban locamente de él pero sin admitir que se
apartaban. Una fuga hipócrita, eso mismo. ¿Cómo no se había dado cuenta antes?
De todos modos, aquella vertiginosa huida de las cosas y de los seres, del suelo
y del cielo, le daba una suerte de poder. ¿Y esto podía ser la muerte, nada más
ue esto?, pensó con inesperada avidez. Sin embargo estaba vivo. Ni Agueda, ni
Susana, ni Coco, ni Selvita, ni Octavio, ni su padre en el Interior, ni la Caja
Núm. 3. Sólo ese foco de luz, enorme, es decir enorme al principio, que venía
quién sabe de dónde, no tan enorme después, valía la pena dejar la isla baldosa,
más chico luego, valía la pena afrontarlo todo en medio de la calle, pequeño,
más pequeño, sí, insignificante, aquí mismo, no importa que los demás huyan, si
el foco, el foquito, se acerca alejándose, aquí mismo, aquí mismo, la
linternita, la luciérnaga, cada vez más lejos y más cerca, a diez kilómetros y
también a diez centímetros de unos ojos que nunca más habrán de encandilarse. 

Mario Benedetti - La noche de los feos








Mario Benedetti - La noche de los feos



Ambos somos feos. Ni siquiera vulgarmente feos. Ella tiene un pómulo hundido. 
Desde los ocho años, cuando le hicieron una operación. Mi asquerosa marca junto 
a la boca viene de una quemadura feroz, ocurrida a comienzos de mi adolescencia. 


Tampoco puede decirse que tenemos ojos tiernos, esa suerte de faros de 
justificación por los que a veces los horribles consiguen arrimarse a la 
belleza. No, de ningún modo. Tanto los de ella como los míos son ojos llenos de 
resentimiento que sólo reflejan la poca o ninguna resignación con que 
enfrentamos nuestro infortunio. Quizás eso nos haya unido. Tal vez unido no sea 
la palabra más apropiada. Me refiero al odio implacable que cada uno de nosotros 
siente por su propio rostro. 

Nos conocimos a la entrada del cine, haciendo cola para ver en la pantalla a dos 
hermosos cualesquiera. Allí fue donde por primera vez nos examinamos sin 
simpatía pero con oscura solidaridad; allí fue donde nos registramos, ya desde 
la primera ojeada, nuestras respectivas soledades. En la cola todos estaban de a 
dos, pero además eran auténticas parejas; esposos, novios, amantes, abuelitos, 
vaya uno a saber. Todos —de la mano o del brazo— tenían a alguien. Sólo ella y 
yo teníamos manos sueltas y crispadas. 

Nos miramos las respectivas fealdades con detenimiento, con insolencia, sin 
curiosidad. Recorrí la hendedura de su pómulo con la garantía de desparpajo que 
me otorgaba mi mejilla encogida. Ella no se sonrojó. 

Me gustó que fuera dura, que devolviera mi inspección con una hojeada minuciosa 
a la zona lisa, brillante, sin barba de mi vieja quemadura. 

Por fin entramos. Nos sentamos en filas distintas, pero contiguas. Ella no podía 
mirarme, pero yo, aun en la penumbra, podía distinguir su nuca de pelos rubios, 
su oreja fresca, bien formada. Era la oreja de su lado normal. 

Durante una hora y cuarenta minutos admiramos las respectivas bellezas del rudo 
héroe y la suave heroína. Por lo menos yo he sido siempre capaz de admirar lo 
lindo. Mi animadversión la reservo para mi rostro, y a veces para Dios. También 
para el rostro de otros feos, de otros espantajos. Quizá debería sentir piedad, 
pero no puedo. La verdad es que son algo así como espejos. A veces me pregunto 
qué suerte habría corrido el mito si Narciso hubiera tenido un pómulo hundido, o 
el ácido le hubiera quemado la mejilla, o le faltara media nariz, o tuviera una 
costura en la frente. 

La esperé a la salida. Caminé unos metros junto a ella, y luego le hablé. Cuando 
me detuvo y me miró, tuve la impresión de que vacilaba. La invité a que 
charláramos en un café o en una confitería. De pronto aceptó. 

La confitería estaba llena, pero en ese momento se desocupó una mesa. A medida 
que pasábamos entre la gente, quedaban a nuestras espaldas las señas, los gestos 
de asombro. Mis antenas están particularmente adiestradas para captar esa 
curiosidad enfermiza, ese inconsciente sadismo de los que tienen un rostro 
corriente, milagrosamente simétrico. Pero esta vez ni siquiera era necesaria mi 
adiestrada intuición, ya que mis oídos alcanzaban para registrar murmullos, 
tosecitas, falsas garrasperas. Un rostro horrible y aislado tiene evidentemente 
su interés; pero dos fealdades juntas constituyen en sí mismas un espectáculo 
mayor, poco menos que coordinado; algo que se debe mirar en compañía, junto a 
uno (o una) de esos bien parecidos con quienes merece compartirse el mundo. 

Nos sentamos, pedimos dos helados, y ella tuvo coraje (eso también me gustó) 
para sacar del bolsillo su espejito y arreglarse el pelo. Su lindo pelo. 

—“Qué está pensando”, pregunté. Ella guardó el espejo y sonrió. El pozo de la 
mejilla cambió de forma. —“Un lugar común”, dijo. “Tal para cual”. 

Hablamos largamente. A la hora y media hubo que pedir dos cafés para justificar 
la prolongada permanencia. De pronto me di cuanta de que tanto ella como yo 
estábamos hablando con una franqueza hiriente que amenazaba traspasar la 
sinceridad y convertirse en un casi equivalente de la hipocresía. 

Decidí tirarme a fondo. 

—“Usted se siente excluida del mundo, ¿verdad?” 

—“Sí”, dijo, todavía mirándome. 

—“Usted admira a los hermosos, a los normales. Usted quisiera tener un rostro 
tan equilibrado como esa muchachita que está a su derecha, a pesar de que usted 
es inteligente, y ella a juzgar por su risa, irremisiblemente estúpida”. 

—“Sí”. 

Por primera vez no pudo sostener mi mirada. 

—“Yo también quisiera eso. Pero hay una posibilidad ¿sabe? De que usted y yo 
lleguemos a algo”. 

—¿Algo como qué? 

—“Como querernos, caramba. O simplemente congeniar. Llámelo como quiera, pero 
hay una posibilidad”. 

Ella frunció el ceño. No quería concebir esperanzas. 

—“Prométame no tomarme por un chiflado”. 

—“Prometo”. 

—“La posibilidad es meternos en la noche. En la noche íntegra. En lo oscuro 
total. ¿Me entiende?” 

—“No”. 

—“¡Tiene que entenderme! Lo oscuro total. Donde usted no me ve, donde yo no la 
vea. Su cuerpo es lindo, ¿no lo sabía?” 

Se sonrojó, y la hendidura de la mejilla se volvió súbitamente escarlata. 

—“Vivo solo, en un apartamento y queda cerca”. 

Levantó la cabeza y ahora sí me miró preguntándome, averiguando sobre mí, 
tratando desesperadamente de llegar a un diagnóstico. —“Vamos”, dijo. 

No sólo apagué la luz sino que además corrí la doble cortina. A mi lado ella 
respiraba. Y no era una respiración afanosa. No quiso que la ayudara a 
desvestirse. 

Yo no veía nada, nada. Pero igual pude darme cuenta de que ahora estaba inmóvil 
a la espera. Estiré cautelosamente una mano, hasta hallar su pecho. Mi tacto me 
transmitió una versión estimulante, poderosa. Así vi su vientre, su sexo. Sus 
manos también me vieron. 

En ese instante comprendí que debía arrancarme (y arrancarla) de aquella mentira 
que yo mismo había fabricado. O intentaba fabricar. Fue como un relámpago. No 
éramos eso. No éramos eso. Tuve que recurrir a todas mis reservas de coraje, 
pero lo hice. Mi mano ascendió lentamente hacia su rostro, y encontró el surco 
de horror, y empezó una lenta convincente y convencida caricia. En realidad mis 
dedos (al principio un poco temblorosos, luego progresivamente serenos) pasaron 
muchas veces sobre sus lágrimas. 

Entonces, cuando ya menos lo esperaba, su mano también llegó a mi cara, y pasó y 
repasó el costurón y el pellejo liso, esa isla sin barba de mi marca siniestra. 

Lloramos hasta el alba. Desgraciados, felices. Luego me levanté y descorrí la 
cortina doble. 


Mario Benedetti - Ni Cinicos Ni Oportunistas








Mario Benedetti - Ni Cinicos Ni Oportunistas



     Parece que, en un reciente viaje a Holanda, Mario Vargas Llosa tuvo que
     responder a varias preguntas relacionadas con mi artículo «Ni corruptos ni
     contentos», originalmente aparecido en El País y posteriormente
     reproducido en el diario holandés Volkskrant. A mí, en cambio, me acosaron
     (estuve en Amsterdam pocos días después) con preguntas referidas a las
     declaraciones de mi tocayo. Como no sé holandés, tuve que hacer confianza
     en mis traductores, y ellos me dijeron que, según Vargas Llosa, lo de
     «corruptos y contentos» había sido una mala interpretación del periodista
     italiano Valeno Riva, y dejó constancia de que sólo había querido decir
     que los escritores latinoamericanos éramos «cínicos y oportunistas». Tengo
     conmigo un ejemplar del semanario holandés HP, en el que apareció la
     entrevista, y, efectivamente, allí están, en medio de un piélago de
     palabras holandesas, algunas que se parecen bastante a las de otras
     lenguas más accesibles: latjnamerikaanse schrijvers, cynisch y
     opportunist. Cuando un periodista holandés me pidió un comentario sobre
     los nuevos calificativos, le respondí que tal vez se trataba de un nuevo
     malentendido y que probablemente el entrevistado sólo había querido decir
     que éramos «holgazanes y rateros».
     Como bien lo señala Vargas Llosa en sus artículos («Entre tocayos», I y
     II, El País, 14 y 15 de junio de 1984), en verdad hace muchos años que no
     nos vemos, y esta polémica ha servido al menos para enteramos de que nos
     seguimos leyendo mutuamente y con gusto. Con ello ha quedado claro que
     nuestras diferencias no son específicamente literarias. Este nuevo
     artículo no es para prolongar la polémica. Creo que ya somos bastante
     maduros como para alimentar la ilusión de que los argumentos de uno vayan
     a conmover las convicciones del otro, y viceversa. Simplemente, creo
     conveniente dejar constancia de algunas observaciones y rectificaciones en
     un nivel meramente informativo.
     Nuestra mayor e irremediable diferencia está en que Vargas Llosa entiende
     (y no pongo en duda su sinceridad) que cualquier escritor latinoamericano
     que hoy apoye revoluciones corno la cubana o la nicaragüense no lo hace
     libremente y por convicción, sino por «un desconcertante conformismo en el
     dominio ideológico», Personalmente, tengo mejor opinión de mis colegas, y
     sin perjuicio de que pueda existir (¿por qué no?) algún sectario u
     obsecuente, creo (y espero que mi tocayo tampoco ponga en duda mi
     sinceridad) que la gran mayoría de escritores latinoamericanos que han
     apoyado y apoyan esas revoluciones lo hacen por propia decisión y no por
     corrupción, ni por cinismo, ni por oportunismo. Eso es lo que me conforta,
     y no, como dice Vargas Llosa, el que los intelectuales hayan renunciado a
     las ideas y a la originalidad riesgosa. Justamente porque no han
     renunciado a sus ideas y a sus riesgos es que frecuentemente son víctimas
     de formas de represión (cárcel, torturas, destierro, negación de visados,
     amenazas, etcétera.) que él, afortunadamente, no ha sufrido.
     Por otra parte, al retornar mi mención de Neruda, Vargas Llosa habla
     exclusivamente de sus «poemas en loor de Stalin», y no de sus autocríticas
     a ese respecto, que constan en Memorial de Isla Negra y también en sus
     memorias. Aunque con rumbos ideológicos contrarios, la evolución de Neruda
     acerca de Stalin siguió un proceso bastante similar al de Vargas Llosa con
     respecto a Cuba. Sólo que él juzga su propio cambio como un signo de
     libertad, y, en cambio, el de Neruda ni siquiera lo menciona.
     Vargas Llosa me reprocha que, al citar «a un buen número de poetas y
     escritores asesinados, encarcelados y torturados por las dictaduras
     latinoamericanas», olvide mencionar a un solo cubano y, en cambio, por
     descuido, coloque a Roque Dalton «entre los mártires del imperialismo: en
     verdad, lo fue del sectarismo, ya que lo asesinaron sus propios
     camaradas». En realidad, yo hablo de veintiocho poetas «que perdieron la
     vida por razones políticas» y no incluyo al poeta salvadoreño «entre los
     mártires del imperialismo». A mayor abundamiento, le recuerdo que en mi
     antología Poesía trunca (publicada en La Habana y en Madrid), que incluye
     a esos veintiocho poetas, digo textualmente al hablar de Roque Dalton:
     «Enrolado en el Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP), organización
     salvadoreña, regresó clandestinamente a su patria, y el lo de mayo de 1975
     fue asesinado en su país por una pequeña fracción ultraizquierdista de esa
     misma organización». Por otra parte, en esa antología figuran cinco poetas
     cubanos, todos ellos asesinados por la dictadura de Batista, ya que, como
     es obvio, el gobierno revolucionario no ha matado a ningún escritor.
     Mi tocayo se agravia porque yo hablo de «ellos» y «nosotros», deduciendo
     que al incluirlo en el primer rubro lo estoy asimilando al clan de
     «alimañas» y «escorias» como Stroessner o Baby Doc, y juzga que eso es un
     «mecanismo de satanización», jamás se me ocurrida confundir al autor de La
     casa Verde con un fascista ni con un sádico como los que menciona. Cuando
     digo «nosotros» me refiero a quienes defendemos las revoluciones
     latinoamericanas, y pese a sus carencias y eventuales errores, las
     consideramos fundamentales y funcionales para la liberación de nuestros
     pueblos. Cuando digo «ellos» me refiero a quienes indiscriminadamente las
     acosan, renuncian a comprenderlas y contribuyen a bloquearlas con su
     desinformación. No sólo los «neofascistas» y las «alimañas» ejercen esa
     tarea; también los «reaccionarios de izquierda», que no faltan.
     Es obvio que a mi tocayo ya no lo seducen las revoluciones; más bien
     reclama que las reformas, aun las más radicales, «se hagan a través de
     gobiernos nacidos de elecciones», (La memoria de Salvador Allende y los
     archivos de la CIA podrían aportar algo a este respecto). Eso, por
     supuesto, excluye a todas las revoluciones que en el mundo han sido, desde
     la francesa a la soviética, desde la mexicana a la argelina, desde la
     cubana a la nicaragüense. Quizá mi tocayo haya olvidado que aun la
     revolución norteamericana debió esperar trece años desde la declaración de
     independencia hasta la elección y asunción de su primer presidente
     constitucional. La exigencia electoral de Vargas Llosa incluye, en cambio,
     a gobernantes como Somoza, Stroessner y otras «alimañas» que nunca
     olvidaron ese requisito formal. Y también comprende a El Salvador, en
     cuyos recientes comicios la exclusión de la izquierda, según Vargas Llosa,
     «limita pero no invalida el proceso». Este último caso se podría conectar
     con las anunciadas elecciones en mi país. Por supuesto, aspiro a una
     salida democrática, pero es evidente que si esas relaciones se realizan
     (como lo exigen los militares) sin amnistía y con proscripciones, el
     proceso quedará invalidado. O sea, que hay democracia semántica para todos
     los gustos.
     No es cierto, como afirma Vargas Llosa, que nunca me haya pronunciado
     negativamente sobre hechos y actitudes del mundo socialista que hayan sido
     violatorias de los derechos humanos. Digamos que las invasiones nunca me
     gustaron, y ahí están sendos artículos, con mi opinión contraria y con mi
     firma, publicados en Marcha, de Montevideo, cuando las invasiones
     soviéticas de Hungría y Checoslovaquia. (Por cierto que este último fue
     reproducido en La Habana, pese a que, obviamente, no coincidía con la
     posición del Gobierno cubano). Sobre la invasión de Afganistán, mi opinión
     negativa figura en más de un artículo publicado en estas mismas páginas.
     Reconozco, sin embargo, que éstos no son mis temas prioritarios.
     Creo que para el proceso de liberación económica, social y política de
     América Latina, el enemigo no es exactamente la URSS, sino,
     definitivamente, Estados Unidos. (En una reciente encuesta europea, el
     pueblo español opinó en el mismo sentido). Hasta ahora, al menos, todos
     los bloqueos, invasiones, adiestramientos de torturadores, campañas de
     esterilización e intereses leoninos, que sufren nuestros países, no
     provienen de la Unión Soviética, sino de Estados Unidos. De modo que
     también en las alertas hay prioridades.
     Por tales razones, y no por cinismo, los uruguayos no entendemos muy bien,
     por ejemplo, que Vargas Llosa haya prestigiado con su nombre y su
     celebridad un congreso de intelectuales organizado, creo que en Colombia,
     por la secta Moon. Sé que mi tocayo declaró a un periódico montevideano
     que allí había podido expresarse con absoluta libertad, y no lo dudo, ya
     que las implacables críticas que él generalmente dedica a los
     intelectuales de izquierda deben haber sonado como música celestial en los
     oídos del surcoreano. Sin Myung Moon y/o los adeptos de la Iglesia de la
     Unificación. Por si no lo sabe, le informo que los moonies han invadido
     literalmente Uruguay (hotelería, bancos, prensa, editoriales, imprentas,
     etcétera, figuran entre sus vertiginosas adquisiciones), todo ello con la
     complicidad de la dictadura. Ya hay quienes dicen que muy pronto la
     capital uruguaya se Ilamará «Moontevideo». El dictador teniente general
     Gregorio (Goyo) ÁIvarez (uno de sus más cercanos familiares es el
     vicepresidente del conglomerado nacional de la Moon) ha dicho: «Es una
     secta religiosa basada fundamentalmente en su lucha contra el comunismo,
     que aspira a hacer inversiones en nuestro País en el campo de la
     construcción y en el área del periodismo», y agregaba: «Con respecto a la
     lucha contra el comunismo, es obvio decir que pensamos igual», ¿Vale la
     pena aclarar que mi conflictivo pronombre «ellos» también incluye a los
     moonies?
     Hace ya unos cuantos años que mi tocayo señaló, con una imagen que hizo
     carrera, que la literatura ha de ser siempre subversiva y que el escritor
     debe ser una suerte de buitre que esté siempre dando vueltas sobre la
     carroña. Reconozco que mi vocación de buitre es prácticamente nula, y
     también que la capacidad subversiva del la literatura es viable y
     defendible cuando el escritor distingue honestamente algo que subvertir,
     pero no como obligación eterna y menos como un deporte. Parece claro y
     elemental que si lucho por una sociedad más justa, cuando ese cambio, así
     sea primariamente, se produce, tratar de subvertir la situación
     equivaldría a proclamar una vuelta a la injusticia.
     Concuerdo con mi tocayo en que a ambos nos gustan las novelas largas,
     pero, en cambio, no estoy tan seguro de que nos pongamos de acuerdo sobre
     las razones y el color de la injusticia. Lo demás es (efectivamente)
     literatura, aunque sea tan buena como la de Mario Vargas Llosa.

MARIO BENEDETTI - PACTO DE SANGRE








MARIO BENEDETTI - PACTO DE SANGRE



A esta altura ya nadie me nombra por mi nombre: Octavio. Todos me llaman abuelo. 
Incluida mi propia hija. Cuando uno tiene, como yo, ochenta y cuatro años, qué 
más puede pedir. No pido nada. Fui y sigo siendo orgulloso. Sin embargo, hace ya 
algunos años que me he acostumbrado a estar en la mecedora o en la cama.
No hablo. Los demás creen que no puedo hablar, incluso el médico lo cree. Pero 
yo puedo hablar. Hablo por la noche, monologo, naturalmente que en voz muy baja, 
para que no me oigan. Hablo nada más que para asegurarme de que puedo. Total, 
¿para qué? Afortunadamente, puedo ir al baño por mí mismo, sin ayuda.
Esos siete pasos que me separan del lavabo o del inodoro, aún puedo darlos. 
Ducharme no. Eso no podría hacerlo sin ayuda, pero para mi higiene general viene 
una vez por semana (me gustaría que fuese más frecuente, pero al parecer sale 
muy caro) el enfermero y me baña en la cama. No lo hace mal. Lo dejo hacer, qué 
más remedio. Es más cómodo y además tiene una técnica excelente. Cuando al final 
me pasa una toalla húmeda y fría por los testículos, siento que eso me hace 
bien, salvo en pleno invierno. Me hace bien, aunque, claro, ya nadie puede 
resucitar al muerto. A veces, cuando voy al baño, miro en el espejo mis 
vergüenzas y nunca mejor aplicado el término. Mis vergüenzas. Unas barbas de 
chivo, eso son. Pero confieso que la toalla fría del enfermero hace que me 
sienta mejor. Es lo más parecido al «baño vital» que me recomendó un naturista 
hace unos sesenta años. Era (él, no yo) un viejito, flaco y totalmente canoso, 
con una mirada pálida pero sabihonda y una voz neutra y sin embargo afable. Me 
hizo sentar frente a él, me dio un vistazo que no duró más de un minuto, y de 
inmediato empezó a escribir a máquina, una vieja Remington que parecía un 
tranvía. Era mi ficha de nuevo paciente. A medida que escribía, iba diciendo el 
texto en voz alta, probablemente para comprobar si yo pretendía refutarlo. Era 
increible. Todo lo que iba diciendo era rigurosamente cierto. Dos veces 
sarampión, una vez rubeola y otra escarlatina, difteria, tifus, de niño hizo 
mucha gimnasia, menos mal porque si no hoy tendría problemas respiratorios; 
varices prematuras, hernia inguinal reabsorbida, buena dentadura, etcétera. 
Hasta ese dia no me había dado cuenta de que era poseedor de tantas taras 
juntas. Pero gracias a aquel tipo y sus consejos, de a poco fui mejorando. Lo 
malo vino después, con años y más años. Años. No hay naturista ni matasanos que 
te los quite. Ahora que debo quedarme todo el tiempo quieto y callado (quieto, 
por obligación; callado, por vocación), mi diversión es recorrer mi vida, buscar 
y rebuscar algún detalle que creía olvidado y sin embargo estaba oculto en algún 
recoveco de la memoria. Con mis ojos casi siempre llorosos (no de llanto sino de 
vejez) veo y recorro las palmas de mis manos. Ya no conservan el recuerdo táctil 
de las mujeres que acaricié, pero en la mente sí las tengo, puedo recorrer sus 
cuerpos como quien pasa una película y detener la cámara a mi gusto para fijarme 
en un cuello (¿será el de Ana?) que siempre me conmovió, en unos pechos (¿serán 
los de Luisa?) que durante un año entero me hicieron creer en Dios, en una 
cintura (¿será la de Carmen?) que reclamaba mis brazos que entonces eran 
fuertes, en cierto pubis de musgo rubio al que yo llamaba mi vellocino de oro 
(¿será el de Ema?) que aparecía tanto en mis ensueños (matorral de lujuria) como 
en mis pesadillas (suerte de Moloch que me tragaba para siempre). Es curioso, a 
menudo me acuerdo de partículas de cuerpo y no de los rostros o los nombres. Sin 
embargo, otras veces recuerdo un nombre y no tengo idea de a qué cuerpo 
correspondía. ¿Dónde estarán esas mujeres? ¿Seguirán vivas? ¿Las llamarán 
abuelas, sólo abuelas, y no habrá nadie que las llame por sus nombres? La vejez 
nos sumerge en una suerte de anonimato. En España dicen, o decían, los diarios: 
murió un anciano de sesenta años. Los cretinos. ¿Qué categoría reservan entonces 
para nosotros, octogenarios pecadores? ¿Escombros? ¿Ruinas? ¿Esperpentos? Cuando 
yo tenía sesenta era cualquier cosa menos un anciano. En la playa jugaba a la 
paleta con los amigos de mis hijos y les ganaba cómodamente. En la cama, si la 
interlocutora cumplía dignamente su parte en el diálogo corporal, yo cumplía 
cabalmente con la mía. En el trabajo no diré que era el primero pero sí que 
integraba el pelotón. Supe divertirme, eso sí, sin agraviar a Teresa. He ahí un 
nombre que recuerdo junto a su cuerpo. Claro que es el de mi mujer. Estuvimos 
tantas veces juntos, en el dolor pero sobre todo en el placer. Ella, mientras 
pudo, supo cómo hacerlo. Puede ser que se imaginara que yo tenía mis cosas por 
ahí, pero jamás me hizo una escena de celos, esas porquerías que corroen la 
convivencia.
Como contrapartida, cuidé siempre de no agraviarla, de no avergonzarla, de no 
dejarla en ridículo (primera obligación de un buen marido), porque eso sí es 
algo que no se perdona. La quise bien, claro que con un amor distinto. Era de 
alguna manera mi complemento, y también el colchón de mis broncas. Suficiente. 
Le hice tres varones y una hembra. Suficiente. El ataque de asma que se la llevó 
fue el prólogo de mi infarto. Sesenta y ocho tenía, y yo setenta. O sea que hace 
catorce años. No son tantos. Ahí empezó mi marea baja. Y sigue. ¿Con quién voy a 
hablar? Me consta que para mi hija y para mi yerno soy un peso muerto. No diré 
que no me quieren, pero tal vez sea de la manera como se puede querer a un 
mueble de anticuario o a un reloj de cuco o (en estos tiempos) a un horno de 
misar. No digo que eso sea injusto. Sólo quiero que me dejen pensar. Viene mi 
hija por la mañana temprano y no me dice qué tal papá sino qué tal abuelo, como 
si no proviniera de mi prehistórico espermatozoide. Viene mi yerno al mediodía y 
dice qué tal abuelo. En él no es una errata sino una muestra de afecto, que 
aprecio como corresponde, ya que él procede de otro espermatozoide, italiano tal 
vez puesto que se llama Aldo Cagnoli. Qué bien, me acordé del nombre completo. A 
una y a otro les respondo siempre con una sonrisa, un cabeceo conformista y una 
mirada, lacrimosa como de costumbre, pero inteligente. Esto me lo estoy diciendo 
a mí mismo, de modo que no es vanidad no presunción ni coquetería senil, algo 
que hoy se lleva mucho. Digo inteligente, sencillamente porque es así. También 
tengo la impresión de que ellos agradecen al Señor de que yo no pueda hablar 
(eso se creen). Imagino que se imaginan: cuánta cháchara de viejo nos estamos 
ahorrando. Y sin embargo, bien que se lo pierden. Porque sé que podría narrarles 
cosas interesantes, recuerdos que son historia. Qué saben ellos de las dos 
guerras mundiales, de los primeros Ford a bigote, de los olímpicos de Colombes, 
de la muerte de Batlle y Ordóñez, de la despedida a Rodó cuando se fue a Italia, 
de los festejos cuando el Centenario. Como esto lo converso sólo conmigo, no 
tengo por qué respetar el orden cronológico, menos mal. Qué saben, ¿eh? Sólo una 
noticia, o una nota al pie de página, o una mención en la perorata de un 
político. Nada más. Pero el ambiente, la gente en las calles, la tristeza o el 
regocijo en los rostros, el sol o la lluvia sobre las multitudes, el techo de 
paraguas en la Plaza Cagancha cuando Uruguay le ganó tres a dos a Italia en las 
semifinales de Amsterdam y el relato del partido no venía como ahora por 
satélite sino por telegramas (Carga uruguaya; Italia cede córner; los italianos 
presionan sobre la valla defendida por Mazali; Scarone tira desviado, etc.) Nada 
saben y se lo pierden. Cuando mi hija viene y me dice qué tal abuelo, yo debería 
decirle te acordás de cuando venías a llorar en mis rodillas porque el hijo del 
vecino te había dicho che negrita y vos creías que era un insulto ya que te 
sabías blanca, y yo te explicaba que el hijo del vecino te decía eso porque 
tenías el pelo oscuro, pero que además, de haber sido negrita, eso no habría 
significado nada vergonzoso porque los negros, salvo en su piel, son iguales a 
nosotros y pueden ser tan buenos o tan malos como los blanquísimos. Y vos 
dejabas de llorar en mis rodillas (los pantalones quedaban mojados, pero yo te 
decía no te preocupes, m'hijita, las lágrimas no manchan) y salías de nuevo a 
jugar con los otros niños y al hijo del vecino lo sumías en un desconcierto 
vitalicio cuando le decías, con todo el desprecio de tus siete años: che 
blanquito. Podría recordarte eso, pero para qué. Tal vez dirías, ay abuelo, con 
qué pavadas me venías ahora. a lo mejor no lo decías, pero no quiero arriesgarme 
a ese bochorno. No son pavadas, Teresita (te llamas como tu madre, se ve que la 
imaginación no nos sobraba), yo te enseñé algunas cosas y tu madre también. Pero 
por qué cuando hablás de ella decías, entonces vivía mamá, y a mí en cambio me 
preguntás qué tal, abuelo. A lo mejor, si me hubiera muerto antes que ella, hoy 
dirías, cuando vivía pap'. La cosa es que, para bien o para mal, papá vive, no 
habla pero piensa, no habla pero siente.
El único que con todo derecho me dice abuelo es, por supuesto, mi nieto., que se 
llama Octavio com oyo (al parecer, tampoco a mi hija y a mi yerno les sobraba 
imaginación). Ahí está la clave. Cuando le digo Octavio. Le digo. Porque con mi 
nieto es con el único ser humano con el que hablo, además de conmigo mismo, 
claro. Esto empezó hace un año, cuando Octavio tenía siete. Una vez yo estaba 
con los ojos cerrados y, creyéndome solo, dije en voz no muy alta pero audible, 
carajo, me duele el riñón. Pero no estaba solo. Sin que yo lo advirtiera había 
entrado mi nieto. Pero abuelo, estás hablando, dijo con un asombro alegre que me 
conmovió. Le pregunté si había alguien en la casa y como dijo que no, que no 
había nadie, le propuse un convenio. Por un lado él mantenía el secreto de que 
yo podía hablar, y por otro, y ole contaría cuentos que nadie sabía. Está bien, 
dijo, pero tenemos que sellarlo con sangre. Salió y volvió casi enseguida con 
una hoja de afeitar, un frasco de alcohol y un paquete de algodón. Se las 
arregla muy bien y además conoce esos trámites desde que le dieron toda una 
serie de inyecciones con una vacuna contra la alergia. Con toda tranquilidad me 
hizo un tajito minúsculo y él se hizo otro, ambos en las muñecas, suficientes 
como para que salieran unas gotas de sangre, luego juntamos nuestras heridas 
mínimas y nos abrazamos. Octavio humedeció el algodón con un poco de alcohol, lo 
apoyó en ambas señales secretas hasta que no salió más sangre y salió corriendo 
a dejar todo su instrumental en el botiquín. Desde entonces, y siempre que 
quedamos solos en casa, algo que ocurre con frecuencia, él viene a que, en 
cumplimiento del pacto, le cuente cuentos desconocidos, inéditos. Cuando salen 
mi hija y mi yerno, le dicen a ver si cuidás al abuelo, y él responde que sí, 
con un gestito de fastidio para disimular, pero enseguida me hace un guiño 
cómplice, y no bien se escucha el portazo que garantiza nuestra intimidad, trae 
una silla, la coloca junto a mi mecedora o a mi cama y se queda a la espera de 
mis cuentos, que, como exigencia irrenunciable de nuestro pacto de sangre, deben 
ser totalmente nuevos. Y ahí viene mi problema, porque buena parte del día me la 
paso con los ojos cerrados, como si durmiera, pero en realidad pergeñando el 
próximo cuento y cuidando hasta los mínimos detalles, ya que si en un cuento 
anterior el zorro se había lastimado una pata en una trampa y ahora anda 
corriendo en busca de gallinas, Octavio de inmediato me hace notar que aún no 
tuvo tiempo de curarse y entonces debo improvisar una fe de erratas oral y donde 
dije corre debe decir renquea. Y si el viejo brujo de la montaña se había 
quedado calvo por el esfuerzo de azotar diariamente a los gnomos del bosque y en 
un cuento posterior se peinaba mirándose en la laguna, Octavio enseguida 
observa, pero cómo, ¿no era calvo? Y ahí puedo salir un poco mejor del 
atolladero, ya que el brujo, por el mero hecho de ser brujo, puede, mediante un 
ensalmo, recuperar el pelo. Y el nieto pregunta si se da el caso que él quede 
pelado, también podrá recuperar el pelo. Vos no, lo desengaño, porque no sos ni 
serás brujo. Y él dice que lástima y tiene un poco de razón, porque si yo 
hubiera sido brujo también me habría hecho crecer el pelo que perdí sin remedio 
antes de los cincuenta. No soy yo el único que narra, también él me cuenta lo 
que ocurre en el
colegio, en la calle, en la televisión, en el estadio. Es hincha de Danubio y se 
asombra de que yo sea de Wanderers. Trato de hacer proselitismo, pero 
evidentemente no hay nadie capaz de convertirlo en tránsfuga. Entonces le cuento 
viejos partidos o jugadas célebres, como cuando Piendibeni le hizo el célebre 
gol al divino Zamora, o cuando el manco Castro usaba con alevosía su muñón en el 
área penal, o cuando el flaco García mantuvo invicta su valla (claro que los 
backs eran nada menos que Nazassi y Domingos da Guía) durante una rueda y media, 
o cuando Ghiggia hizo el gol de la victoria en Maracaná, o cuando o cuando o 
cuando, y él me escucha como a un oráculo y yo pienso qué suerte todavía puedo 
hablar para crear este asombro suyo y este placer mío. La verdad es que no 
recuerdo cómo eran
mis hijos cuando tenían la edad que hoy tiene Octavio. El mayor murió. ¿Cuánto 
hace que murió Simón? Fue después de lo de Teresa. Al fin y al cabo ¿qué importa 
la fecha? Murió y se acabó. No tuvo hijos, creo, ¿o los habré olvidado? Nunca 
estoy seguro de mis lagunas, que a veces son océanos. El segundo, Braulio, sí 
los tuvo, pero todos están en Denver, ¿qué habrá ido a hacer allí? La verdad es 
que no recuerdo. A veces manda fotos, tomadas con su encantadora Polaroid, o 
alguna postal, con un abrazo para el Viejo. Soy yo. Él no me dice abuelo, me 
dice Viejo. Me cago en la diferencia. Reconozco que una vez me mandó una radio a 
transistores. Todavía la tengo y a veces la oigo. Pero a menudo se queda sin 
pilas y tendría que pedirlas. Pero no pido nada. Nunca pido nada. Reconozco que 
soy un orgulloso de mierda, pero a esta altura no voy a reeducarme, ¿no es 
cierto? Total, el que me jodo soy yo, porque si la radio tuviera simples pilas, 
podría escuchar alguno que otro partido, no muchos porque los locutores en 
general me cansan con su entusiasmo fingido y sus fallas de sintaxis. También 
podría escuchar el Sodre cuando pasan música clásica, que es la única que 
digiero. La alegría que tuve aquella tarde en que pude escuchar el Septimino. Lo 
tenía en disco, hace tiempo, vaya a saber dónde está. Quizá lo de las pilas 
podría solucionarse, sin mengua de mi podrido orgullo, diciéndoselo a mi nieto, 
para que éste, en cumplimiento de nuestro pacto de sangre y guardando siempre 
nuestro secreto, le dijera a mi hija, mirá la radio del abuelo, está sin pilas, 
y entonces lo mandaran a la ferretería de la esqueina para que me las trajera. 
Con eso alcanza. Yo las sé colocar, aunque a veces las pongo al revés y la radio 
no funciona. En alguna ocasión me ha llevado un buen cuarto de hora hallar la 
posición adecuada para las cuatro de 1,5 voltios, pero igual me sirve para 
entretenerme un poco. ¿Qué más puedo hacer? Leer, ya no puedo. Televisión, 
tampoco. Pero escuchar la radio o cambiarle las pilas, sí. Mi tercer hijo se 
llama Diego y está en Europa, enseña en Zurich, me parece, sabe alemán y todo. 
Tiene dos hijas que también saben alemán, pero en cambio no saben español. Qué 
cagada, ¿verdad? Diego es menos escribidor que Braulio, y eso que su 
especialidad ss la literatura, pero, naturalmente, la literatura suiza. Para las 
navidades manda también su tarjeta, en la que las niñas ponen sus saludos pero 
en alemán. Yo no sé alemán, apenas un poco de inglés para defenderme en 
correspondencia comercial, de la que yo mismo me encargaba cuando era gerente de 
La Mercantil del Sur, Importaciones y Exportaciones. Digamos, frasecitas como "I 
acknowledge receipt of your kind letter", o "Very truly yours", lo suficiente 
para que los de allá puedan contestar "Dear sirs", o "Gentlemen". También ese 
hijo menor a veces me manda algún regalito, verbigracia un llavero suizo de 18 
quilates. En esa ocasión sonreí, como diciendo qué lindo, pero en realidad 
pensando qué boludo, para qué quiero yo un llavero de oro 18, si estoy aquí 
semipostrado.
De modo que mis contactos con el mundo se reducen a mi hija, cuando entra y me 
dice qué tal abuelo, a mi yerno cuando ídem, de vez en cuando al médico, al 
enfermero cuando viene a lavar mis pelotas ya jubiladas, y también el resto de 
este cuerpo del delito. Bueno, y sobre todo, está mi nieto, que creo es lo único 
que me mantiene vivo. Es decir, me mantenía. Porque ayer por la mañana vino y me 
besó y me dijo abuelo, me voy por quince días a Denver con el tío Braulio, ya 
que saqué buenas notas y me gané estas vacaciones. Yo no podía hablas (y no sé 
si hubiera podido, porque tenía un nudo en la garganta) ya que también estaban 
en la habitación mi hija y mi yerno y ni yo ni mi nieto íbamos a violar nuestro 
pacto de sangre. Así que le devolví el beso, le apreté la mano, puse un instante 
mi muñeca junto a la suya como testimonio de lo que ambos sabíamos, y sé que él 
entendió perfectamente cuánto lo iba a extrañar ya que no iba a tener a quien 
contarle cuentos inéditos. Y se fueron. Pero tres o cuatro horas más tarde 
volvió a entrar Aldo, y me dijo mire, abuelo, que Octavio no se fue por quince 
días sino por un año y tal vez más, queremos que se eduque en los Estados 
Unidos, así aprende desde niño el idioma y tendrá una formación que va a 
servirle de mucho. Él no se lo dijo porque tampoco lo sabía. No queríamos que 
empezara a llorar, porque él lo quiere mucho, abuelo, siempre me lo dice, y yo 
sé que usted también lo quiere, ¿no es así? Se lo vamos a decir por carta, 
aunque mi cuñado lo va a ir preparando. Ah, y otra cosa. Cuando ya se había 
despedido de nosotros, volvió atrás y me dijo, dale un beso al abuelo y que sepa 
que estoy cumpliendo nuestro pacto. Y salió corriendo. ¿Qué pacto es ese, 
abuelo? Cerré los ojos por pudor, aunque como siempre lagrimeo, nadie sabe nunca 
cuándo son lágrimas de veras, e hica un gesto con la mano como diciendo: cosas 
de niños. Él se quedó tranquilo y me abandonó, me dejó a solas con mi abandono, 
porque ahora sí que no tengo a nadie, y tampoco a nadie con quien hablar. Me 
tomó de sorpresa todo esto. Pero quizá sea lo mejor. Porque ahora sí tengo ganas 
de morir. Como corresponde a un despojo de ochenta y cuatro años. A mi edad no 
es bueno tener ganas de vivir, porque la muerte viene de todos modos y a uno lo 
toma de sorpresa. A mí no.
Ahora tengo ganas de irme, llevándome todo ese mundo que tengo en mi cabeza y 
los diez o doce cuentos que ya tenía preparados para Octavio, mi nieto. No voy a 
suicidarme (¿con qué?), pero no hay nada más seguro que querer morir. Eso 
siempre lo supe. Uno muere cuando realmente quiere morir. Será mañana o pasado. 
No mucho más. Nadie lo sabrá. Ni el médico (¿acaso se dio cuenta alguna vez de 
que yo podía hablar?) ni el enfermero ni Teresita ni Aldo. Sólo se darán cuenta 
cuando falten cinco minutos. A lo mejor Teresita dice entonces papá, pero ya 
será tarde. Y yo en cambio no diré chau, apenas adiosito con la última mirada. 
No diré ni chau, para que alguna vez se entere Octavio, mi nieto, de que ni 
siquiera en ese instante peliagudo violé nuestro pacto de sangre. Y me iré con 
mis cuentos a otra parte. O a ninguna. 

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