MARIO BENEDETTI - PACTO DE SANGRE
A esta altura ya nadie me nombra por mi nombre: Octavio. Todos me llaman abuelo.
Incluida mi propia hija. Cuando uno tiene, como yo, ochenta y cuatro años, qué
más puede pedir. No pido nada. Fui y sigo siendo orgulloso. Sin embargo, hace ya
algunos años que me he acostumbrado a estar en la mecedora o en la cama.
No hablo. Los demás creen que no puedo hablar, incluso el médico lo cree. Pero
yo puedo hablar. Hablo por la noche, monologo, naturalmente que en voz muy baja,
para que no me oigan. Hablo nada más que para asegurarme de que puedo. Total,
¿para qué? Afortunadamente, puedo ir al baño por mí mismo, sin ayuda.
Esos siete pasos que me separan del lavabo o del inodoro, aún puedo darlos.
Ducharme no. Eso no podría hacerlo sin ayuda, pero para mi higiene general viene
una vez por semana (me gustaría que fuese más frecuente, pero al parecer sale
muy caro) el enfermero y me baña en la cama. No lo hace mal. Lo dejo hacer, qué
más remedio. Es más cómodo y además tiene una técnica excelente. Cuando al final
me pasa una toalla húmeda y fría por los testículos, siento que eso me hace
bien, salvo en pleno invierno. Me hace bien, aunque, claro, ya nadie puede
resucitar al muerto. A veces, cuando voy al baño, miro en el espejo mis
vergüenzas y nunca mejor aplicado el término. Mis vergüenzas. Unas barbas de
chivo, eso son. Pero confieso que la toalla fría del enfermero hace que me
sienta mejor. Es lo más parecido al «baño vital» que me recomendó un naturista
hace unos sesenta años. Era (él, no yo) un viejito, flaco y totalmente canoso,
con una mirada pálida pero sabihonda y una voz neutra y sin embargo afable. Me
hizo sentar frente a él, me dio un vistazo que no duró más de un minuto, y de
inmediato empezó a escribir a máquina, una vieja Remington que parecía un
tranvía. Era mi ficha de nuevo paciente. A medida que escribía, iba diciendo el
texto en voz alta, probablemente para comprobar si yo pretendía refutarlo. Era
increible. Todo lo que iba diciendo era rigurosamente cierto. Dos veces
sarampión, una vez rubeola y otra escarlatina, difteria, tifus, de niño hizo
mucha gimnasia, menos mal porque si no hoy tendría problemas respiratorios;
varices prematuras, hernia inguinal reabsorbida, buena dentadura, etcétera.
Hasta ese dia no me había dado cuenta de que era poseedor de tantas taras
juntas. Pero gracias a aquel tipo y sus consejos, de a poco fui mejorando. Lo
malo vino después, con años y más años. Años. No hay naturista ni matasanos que
te los quite. Ahora que debo quedarme todo el tiempo quieto y callado (quieto,
por obligación; callado, por vocación), mi diversión es recorrer mi vida, buscar
y rebuscar algún detalle que creía olvidado y sin embargo estaba oculto en algún
recoveco de la memoria. Con mis ojos casi siempre llorosos (no de llanto sino de
vejez) veo y recorro las palmas de mis manos. Ya no conservan el recuerdo táctil
de las mujeres que acaricié, pero en la mente sí las tengo, puedo recorrer sus
cuerpos como quien pasa una película y detener la cámara a mi gusto para fijarme
en un cuello (¿será el de Ana?) que siempre me conmovió, en unos pechos (¿serán
los de Luisa?) que durante un año entero me hicieron creer en Dios, en una
cintura (¿será la de Carmen?) que reclamaba mis brazos que entonces eran
fuertes, en cierto pubis de musgo rubio al que yo llamaba mi vellocino de oro
(¿será el de Ema?) que aparecía tanto en mis ensueños (matorral de lujuria) como
en mis pesadillas (suerte de Moloch que me tragaba para siempre). Es curioso, a
menudo me acuerdo de partículas de cuerpo y no de los rostros o los nombres. Sin
embargo, otras veces recuerdo un nombre y no tengo idea de a qué cuerpo
correspondía. ¿Dónde estarán esas mujeres? ¿Seguirán vivas? ¿Las llamarán
abuelas, sólo abuelas, y no habrá nadie que las llame por sus nombres? La vejez
nos sumerge en una suerte de anonimato. En España dicen, o decían, los diarios:
murió un anciano de sesenta años. Los cretinos. ¿Qué categoría reservan entonces
para nosotros, octogenarios pecadores? ¿Escombros? ¿Ruinas? ¿Esperpentos? Cuando
yo tenía sesenta era cualquier cosa menos un anciano. En la playa jugaba a la
paleta con los amigos de mis hijos y les ganaba cómodamente. En la cama, si la
interlocutora cumplía dignamente su parte en el diálogo corporal, yo cumplía
cabalmente con la mía. En el trabajo no diré que era el primero pero sí que
integraba el pelotón. Supe divertirme, eso sí, sin agraviar a Teresa. He ahí un
nombre que recuerdo junto a su cuerpo. Claro que es el de mi mujer. Estuvimos
tantas veces juntos, en el dolor pero sobre todo en el placer. Ella, mientras
pudo, supo cómo hacerlo. Puede ser que se imaginara que yo tenía mis cosas por
ahí, pero jamás me hizo una escena de celos, esas porquerías que corroen la
convivencia.
Como contrapartida, cuidé siempre de no agraviarla, de no avergonzarla, de no
dejarla en ridículo (primera obligación de un buen marido), porque eso sí es
algo que no se perdona. La quise bien, claro que con un amor distinto. Era de
alguna manera mi complemento, y también el colchón de mis broncas. Suficiente.
Le hice tres varones y una hembra. Suficiente. El ataque de asma que se la llevó
fue el prólogo de mi infarto. Sesenta y ocho tenía, y yo setenta. O sea que hace
catorce años. No son tantos. Ahí empezó mi marea baja. Y sigue. ¿Con quién voy a
hablar? Me consta que para mi hija y para mi yerno soy un peso muerto. No diré
que no me quieren, pero tal vez sea de la manera como se puede querer a un
mueble de anticuario o a un reloj de cuco o (en estos tiempos) a un horno de
misar. No digo que eso sea injusto. Sólo quiero que me dejen pensar. Viene mi
hija por la mañana temprano y no me dice qué tal papá sino qué tal abuelo, como
si no proviniera de mi prehistórico espermatozoide. Viene mi yerno al mediodía y
dice qué tal abuelo. En él no es una errata sino una muestra de afecto, que
aprecio como corresponde, ya que él procede de otro espermatozoide, italiano tal
vez puesto que se llama Aldo Cagnoli. Qué bien, me acordé del nombre completo. A
una y a otro les respondo siempre con una sonrisa, un cabeceo conformista y una
mirada, lacrimosa como de costumbre, pero inteligente. Esto me lo estoy diciendo
a mí mismo, de modo que no es vanidad no presunción ni coquetería senil, algo
que hoy se lleva mucho. Digo inteligente, sencillamente porque es así. También
tengo la impresión de que ellos agradecen al Señor de que yo no pueda hablar
(eso se creen). Imagino que se imaginan: cuánta cháchara de viejo nos estamos
ahorrando. Y sin embargo, bien que se lo pierden. Porque sé que podría narrarles
cosas interesantes, recuerdos que son historia. Qué saben ellos de las dos
guerras mundiales, de los primeros Ford a bigote, de los olímpicos de Colombes,
de la muerte de Batlle y Ordóñez, de la despedida a Rodó cuando se fue a Italia,
de los festejos cuando el Centenario. Como esto lo converso sólo conmigo, no
tengo por qué respetar el orden cronológico, menos mal. Qué saben, ¿eh? Sólo una
noticia, o una nota al pie de página, o una mención en la perorata de un
político. Nada más. Pero el ambiente, la gente en las calles, la tristeza o el
regocijo en los rostros, el sol o la lluvia sobre las multitudes, el techo de
paraguas en la Plaza Cagancha cuando Uruguay le ganó tres a dos a Italia en las
semifinales de Amsterdam y el relato del partido no venía como ahora por
satélite sino por telegramas (Carga uruguaya; Italia cede córner; los italianos
presionan sobre la valla defendida por Mazali; Scarone tira desviado, etc.) Nada
saben y se lo pierden. Cuando mi hija viene y me dice qué tal abuelo, yo debería
decirle te acordás de cuando venías a llorar en mis rodillas porque el hijo del
vecino te había dicho che negrita y vos creías que era un insulto ya que te
sabías blanca, y yo te explicaba que el hijo del vecino te decía eso porque
tenías el pelo oscuro, pero que además, de haber sido negrita, eso no habría
significado nada vergonzoso porque los negros, salvo en su piel, son iguales a
nosotros y pueden ser tan buenos o tan malos como los blanquísimos. Y vos
dejabas de llorar en mis rodillas (los pantalones quedaban mojados, pero yo te
decía no te preocupes, m'hijita, las lágrimas no manchan) y salías de nuevo a
jugar con los otros niños y al hijo del vecino lo sumías en un desconcierto
vitalicio cuando le decías, con todo el desprecio de tus siete años: che
blanquito. Podría recordarte eso, pero para qué. Tal vez dirías, ay abuelo, con
qué pavadas me venías ahora. a lo mejor no lo decías, pero no quiero arriesgarme
a ese bochorno. No son pavadas, Teresita (te llamas como tu madre, se ve que la
imaginación no nos sobraba), yo te enseñé algunas cosas y tu madre también. Pero
por qué cuando hablás de ella decías, entonces vivía mamá, y a mí en cambio me
preguntás qué tal, abuelo. A lo mejor, si me hubiera muerto antes que ella, hoy
dirías, cuando vivía pap'. La cosa es que, para bien o para mal, papá vive, no
habla pero piensa, no habla pero siente.
El único que con todo derecho me dice abuelo es, por supuesto, mi nieto., que se
llama Octavio com oyo (al parecer, tampoco a mi hija y a mi yerno les sobraba
imaginación). Ahí está la clave. Cuando le digo Octavio. Le digo. Porque con mi
nieto es con el único ser humano con el que hablo, además de conmigo mismo,
claro. Esto empezó hace un año, cuando Octavio tenía siete. Una vez yo estaba
con los ojos cerrados y, creyéndome solo, dije en voz no muy alta pero audible,
carajo, me duele el riñón. Pero no estaba solo. Sin que yo lo advirtiera había
entrado mi nieto. Pero abuelo, estás hablando, dijo con un asombro alegre que me
conmovió. Le pregunté si había alguien en la casa y como dijo que no, que no
había nadie, le propuse un convenio. Por un lado él mantenía el secreto de que
yo podía hablar, y por otro, y ole contaría cuentos que nadie sabía. Está bien,
dijo, pero tenemos que sellarlo con sangre. Salió y volvió casi enseguida con
una hoja de afeitar, un frasco de alcohol y un paquete de algodón. Se las
arregla muy bien y además conoce esos trámites desde que le dieron toda una
serie de inyecciones con una vacuna contra la alergia. Con toda tranquilidad me
hizo un tajito minúsculo y él se hizo otro, ambos en las muñecas, suficientes
como para que salieran unas gotas de sangre, luego juntamos nuestras heridas
mínimas y nos abrazamos. Octavio humedeció el algodón con un poco de alcohol, lo
apoyó en ambas señales secretas hasta que no salió más sangre y salió corriendo
a dejar todo su instrumental en el botiquín. Desde entonces, y siempre que
quedamos solos en casa, algo que ocurre con frecuencia, él viene a que, en
cumplimiento del pacto, le cuente cuentos desconocidos, inéditos. Cuando salen
mi hija y mi yerno, le dicen a ver si cuidás al abuelo, y él responde que sí,
con un gestito de fastidio para disimular, pero enseguida me hace un guiño
cómplice, y no bien se escucha el portazo que garantiza nuestra intimidad, trae
una silla, la coloca junto a mi mecedora o a mi cama y se queda a la espera de
mis cuentos, que, como exigencia irrenunciable de nuestro pacto de sangre, deben
ser totalmente nuevos. Y ahí viene mi problema, porque buena parte del día me la
paso con los ojos cerrados, como si durmiera, pero en realidad pergeñando el
próximo cuento y cuidando hasta los mínimos detalles, ya que si en un cuento
anterior el zorro se había lastimado una pata en una trampa y ahora anda
corriendo en busca de gallinas, Octavio de inmediato me hace notar que aún no
tuvo tiempo de curarse y entonces debo improvisar una fe de erratas oral y donde
dije corre debe decir renquea. Y si el viejo brujo de la montaña se había
quedado calvo por el esfuerzo de azotar diariamente a los gnomos del bosque y en
un cuento posterior se peinaba mirándose en la laguna, Octavio enseguida
observa, pero cómo, ¿no era calvo? Y ahí puedo salir un poco mejor del
atolladero, ya que el brujo, por el mero hecho de ser brujo, puede, mediante un
ensalmo, recuperar el pelo. Y el nieto pregunta si se da el caso que él quede
pelado, también podrá recuperar el pelo. Vos no, lo desengaño, porque no sos ni
serás brujo. Y él dice que lástima y tiene un poco de razón, porque si yo
hubiera sido brujo también me habría hecho crecer el pelo que perdí sin remedio
antes de los cincuenta. No soy yo el único que narra, también él me cuenta lo
que ocurre en el
colegio, en la calle, en la televisión, en el estadio. Es hincha de Danubio y se
asombra de que yo sea de Wanderers. Trato de hacer proselitismo, pero
evidentemente no hay nadie capaz de convertirlo en tránsfuga. Entonces le cuento
viejos partidos o jugadas célebres, como cuando Piendibeni le hizo el célebre
gol al divino Zamora, o cuando el manco Castro usaba con alevosía su muñón en el
área penal, o cuando el flaco García mantuvo invicta su valla (claro que los
backs eran nada menos que Nazassi y Domingos da Guía) durante una rueda y media,
o cuando Ghiggia hizo el gol de la victoria en Maracaná, o cuando o cuando o
cuando, y él me escucha como a un oráculo y yo pienso qué suerte todavía puedo
hablar para crear este asombro suyo y este placer mío. La verdad es que no
recuerdo cómo eran
mis hijos cuando tenían la edad que hoy tiene Octavio. El mayor murió. ¿Cuánto
hace que murió Simón? Fue después de lo de Teresa. Al fin y al cabo ¿qué importa
la fecha? Murió y se acabó. No tuvo hijos, creo, ¿o los habré olvidado? Nunca
estoy seguro de mis lagunas, que a veces son océanos. El segundo, Braulio, sí
los tuvo, pero todos están en Denver, ¿qué habrá ido a hacer allí? La verdad es
que no recuerdo. A veces manda fotos, tomadas con su encantadora Polaroid, o
alguna postal, con un abrazo para el Viejo. Soy yo. Él no me dice abuelo, me
dice Viejo. Me cago en la diferencia. Reconozco que una vez me mandó una radio a
transistores. Todavía la tengo y a veces la oigo. Pero a menudo se queda sin
pilas y tendría que pedirlas. Pero no pido nada. Nunca pido nada. Reconozco que
soy un orgulloso de mierda, pero a esta altura no voy a reeducarme, ¿no es
cierto? Total, el que me jodo soy yo, porque si la radio tuviera simples pilas,
podría escuchar alguno que otro partido, no muchos porque los locutores en
general me cansan con su entusiasmo fingido y sus fallas de sintaxis. También
podría escuchar el Sodre cuando pasan música clásica, que es la única que
digiero. La alegría que tuve aquella tarde en que pude escuchar el Septimino. Lo
tenía en disco, hace tiempo, vaya a saber dónde está. Quizá lo de las pilas
podría solucionarse, sin mengua de mi podrido orgullo, diciéndoselo a mi nieto,
para que éste, en cumplimiento de nuestro pacto de sangre y guardando siempre
nuestro secreto, le dijera a mi hija, mirá la radio del abuelo, está sin pilas,
y entonces lo mandaran a la ferretería de la esqueina para que me las trajera.
Con eso alcanza. Yo las sé colocar, aunque a veces las pongo al revés y la radio
no funciona. En alguna ocasión me ha llevado un buen cuarto de hora hallar la
posición adecuada para las cuatro de 1,5 voltios, pero igual me sirve para
entretenerme un poco. ¿Qué más puedo hacer? Leer, ya no puedo. Televisión,
tampoco. Pero escuchar la radio o cambiarle las pilas, sí. Mi tercer hijo se
llama Diego y está en Europa, enseña en Zurich, me parece, sabe alemán y todo.
Tiene dos hijas que también saben alemán, pero en cambio no saben español. Qué
cagada, ¿verdad? Diego es menos escribidor que Braulio, y eso que su
especialidad ss la literatura, pero, naturalmente, la literatura suiza. Para las
navidades manda también su tarjeta, en la que las niñas ponen sus saludos pero
en alemán. Yo no sé alemán, apenas un poco de inglés para defenderme en
correspondencia comercial, de la que yo mismo me encargaba cuando era gerente de
La Mercantil del Sur, Importaciones y Exportaciones. Digamos, frasecitas como "I
acknowledge receipt of your kind letter", o "Very truly yours", lo suficiente
para que los de allá puedan contestar "Dear sirs", o "Gentlemen". También ese
hijo menor a veces me manda algún regalito, verbigracia un llavero suizo de 18
quilates. En esa ocasión sonreí, como diciendo qué lindo, pero en realidad
pensando qué boludo, para qué quiero yo un llavero de oro 18, si estoy aquí
semipostrado.
De modo que mis contactos con el mundo se reducen a mi hija, cuando entra y me
dice qué tal abuelo, a mi yerno cuando ídem, de vez en cuando al médico, al
enfermero cuando viene a lavar mis pelotas ya jubiladas, y también el resto de
este cuerpo del delito. Bueno, y sobre todo, está mi nieto, que creo es lo único
que me mantiene vivo. Es decir, me mantenía. Porque ayer por la mañana vino y me
besó y me dijo abuelo, me voy por quince días a Denver con el tío Braulio, ya
que saqué buenas notas y me gané estas vacaciones. Yo no podía hablas (y no sé
si hubiera podido, porque tenía un nudo en la garganta) ya que también estaban
en la habitación mi hija y mi yerno y ni yo ni mi nieto íbamos a violar nuestro
pacto de sangre. Así que le devolví el beso, le apreté la mano, puse un instante
mi muñeca junto a la suya como testimonio de lo que ambos sabíamos, y sé que él
entendió perfectamente cuánto lo iba a extrañar ya que no iba a tener a quien
contarle cuentos inéditos. Y se fueron. Pero tres o cuatro horas más tarde
volvió a entrar Aldo, y me dijo mire, abuelo, que Octavio no se fue por quince
días sino por un año y tal vez más, queremos que se eduque en los Estados
Unidos, así aprende desde niño el idioma y tendrá una formación que va a
servirle de mucho. Él no se lo dijo porque tampoco lo sabía. No queríamos que
empezara a llorar, porque él lo quiere mucho, abuelo, siempre me lo dice, y yo
sé que usted también lo quiere, ¿no es así? Se lo vamos a decir por carta,
aunque mi cuñado lo va a ir preparando. Ah, y otra cosa. Cuando ya se había
despedido de nosotros, volvió atrás y me dijo, dale un beso al abuelo y que sepa
que estoy cumpliendo nuestro pacto. Y salió corriendo. ¿Qué pacto es ese,
abuelo? Cerré los ojos por pudor, aunque como siempre lagrimeo, nadie sabe nunca
cuándo son lágrimas de veras, e hica un gesto con la mano como diciendo: cosas
de niños. Él se quedó tranquilo y me abandonó, me dejó a solas con mi abandono,
porque ahora sí que no tengo a nadie, y tampoco a nadie con quien hablar. Me
tomó de sorpresa todo esto. Pero quizá sea lo mejor. Porque ahora sí tengo ganas
de morir. Como corresponde a un despojo de ochenta y cuatro años. A mi edad no
es bueno tener ganas de vivir, porque la muerte viene de todos modos y a uno lo
toma de sorpresa. A mí no.
Ahora tengo ganas de irme, llevándome todo ese mundo que tengo en mi cabeza y
los diez o doce cuentos que ya tenía preparados para Octavio, mi nieto. No voy a
suicidarme (¿con qué?), pero no hay nada más seguro que querer morir. Eso
siempre lo supe. Uno muere cuando realmente quiere morir. Será mañana o pasado.
No mucho más. Nadie lo sabrá. Ni el médico (¿acaso se dio cuenta alguna vez de
que yo podía hablar?) ni el enfermero ni Teresita ni Aldo. Sólo se darán cuenta
cuando falten cinco minutos. A lo mejor Teresita dice entonces papá, pero ya
será tarde. Y yo en cambio no diré chau, apenas adiosito con la última mirada.
No diré ni chau, para que alguna vez se entere Octavio, mi nieto, de que ni
siquiera en ese instante peliagudo violé nuestro pacto de sangre. Y me iré con
mis cuentos a otra parte. O a ninguna.