MARIO BENEDETTI - EL PRESUPUESTO
En nuestra oficina regía el mismo presupuesto desde el año mil novecientos
veintitantos, o sea desde una época en que la mayoría de nosotros estábamos
luchando con la geografía y con los quebrados. Sin embargo, el jefe se acordaba
del acontecimiento y a veces, cuando el trabajo disminuía, se sentaba
familiarmente sobre uno de nuestros escritorios, y así, con las piernas
colgantes que mostraban después del pantalón unos inmaculados calcetines
blancos, nos relataba con su vieja emoción y las quinientas noventa y ocho
palabras de costumbre, el lejano y magnífico día en que su Jefe -él era entonces
Oficial Primero- le había palmeado el hombro y le había dicho: «Muchacho,
tenemos presupuesto nuevo», con la sonrisa amplia y satisfecha del que ya ha
calculado cuántas camisas podrá comprar con el aumento.
Un nuevo presupuesto es la ambición máxima de una oficina pública. Nosotros
sabíamos que otras dependencias de personal más numeroso que la nuestra, habían
obtenido presupuesto cada dos o tres años. Y las mirábamos desde nuestra pequeña
isla administrativa con la misma desesperada resignación con que Robinson veía
desfilar los barcos por el horizonte, sabiendo que era tan inútil hacer señales
como sentir envidia. Nuestra envidia o nuestras señales hubieran servido de
poco, pues ni en los mejores tiempos pasamos de nueve empleados, y era lógico
que nadie se preocupara de una oficina así de reducida.
Como sabíamos que nada ni nadie en el mundo mejoraría nuestros gajes,
limitábamos nuestra esperanza a una progresiva reducción de las salidas, y, en
base a un cooperativismo harto elemental, lo habíamos logrado en buena parte.
Yo, por ejemplo, pagaba la yerba; el Auxiliar Primero, el té de la tarde; el
Auxiliar Segundo, el azúcar; las tostadas el Oficial Primero, y el Oficial
Segundo la manteca. Las dos dactilógrafas y el portero estaban exonerados, pero
el Jefe, como ganaba un poco más, pagaba el diario que leíamos todos.
Nuestras diversiones particulares se habían también achicado al mínimo. íbamos
al cine una vez por mes, teniendo buen cuidado de ver todos difer entes
películas, de modo que, relatándolas luego en la Oficina, estuviéramos al tanto
de lo que se estrenaba. Habíamos fomentado el culto de juegos de atención tales
como las damas y el ajedrez, que costaban poco y mantenían el tiempo sin
bostezos. jugábamos de cinco a seis, cuando ya era imposible que llegaran nuevos
expedientes, ya que el letrero de la ventanilla advertía que después de las
cinco no se recibían «asuntos». Tantas veces lo habíamos leído que al final no
sabíamos quién lo había inventado, ni siquiera qué concepto respondía
exactamente a la palabra «asunto». A veces alguien venía y preguntaba el número
de su «asunto». Nosotros le dábamos el del expediente y el hombre se iba
satisfecho. De modo que un «asunto» podía ser, por ejemplo, un expediente.
En realidad, la vida que pasábamos allí no era mala. De, vez en cuando el jefe
se creía en la obligación de mostrarnos las ventajas de la administración
pública sobre el comercio, y algunos de nosotros pensábamos que ya era un poco
tarde para que opinara diferente.
Uno de sus argumentos era la Seguridad. La seguridad de que no nos dejarían
cesantes. Para que ello pudiera acontecer, era preciso que se reuniesen los
senadores, y nosotros sabíamos que los senadores apenas si se reunían cuando
tenían que interpelar a un Ministro. De modo que por ese lado el jefe tenía
razón. La Seguridad existía. Claro que también existía la otra seguridad, la de
que nunca tendríamos un aumento que nos permitiera comprar un sobretodo al
contado. Pero el jefe, que tampoco podía comprarlo, consideraba que no era ése
el momento de ponerse a criticar su empleo ni tampoco el nuestro. Y -como
siempre tenía razón.
Esa paz ya resuelta y casi definitiva que pesaba en nuestra Oficina, dejándonos
conformes con nuestro pequeño destino y un poco torpes debido a nuestra falta de
insomnios, se vio un día alterada por la noticia que trajo el Oficial Segundo.
Era sobrino de un Oficial Primero del Ministerio y resulta que ese tío -dicho
sea sin desprecio y con propiedad- había sabido que allí se hablaba de un
presupuesto nuevo para nuestra Oficina. Como en el primer momento no supimos
quién o quiénes eran los que hablaban de nuestro presupuesto, sonreímos con la
ironía de lujo que reservábamos para algunas ocasiones, como si el Oficial
Segundo estuviera un poco loco o como si nosotros pensáramos que él nos tomaba
por un poco tontos. Pero cuando nos agregó que, según el tío, el que había
hablado de ello había sido el mismo secretario) o sea el alma parens del
Ministerio, sentimos de pronto que en nuestras vidas de setenta pesos algo
estaba cambiando, como si una mano invisible hubiera apretado al fin aquella de
nuestras tuercas que se hallaba floja, como si nos hubiesen sacudido a bofetadas
toda la conformidad y toda la resignación.
En mi caso particular, lo primero que se me ocurrió pensar y decir, fue
«lapicera fuente». Hasta ese momento yo no había sabido que quería comprar una
lapicera fuente, pero cuando el Oficial Segundo abrió con su noticia ese enorme
futuro que apareja toda posibilidad, por mínima que sea, en seguida extraje de
no sé qué sótano de mis deseos una lapicera de color negro con capuchón de plata
y con mi nombre inscripto. Sabe Dios en qué tiempos se había enraizado en mí.
Vi y oí además como el Auxiliar Primero hablaba de una bicicleta y el jefe
contemplaba distraídamente el taco desviado de sus zapatos y una de las
dactilógrafas despreciaba cariñosamente su cartera del último lustro. Vi y oí
además cómo todos nos pusimos de inmediato a intercambiar'nuestros proyectos,
sin importarnos realmente nada lo que el otro decía, pero necesitando hallar un
escape a tanta contenida e ignorada ilusión. Vi y oí además cómo todos decidimos
festejar la buena nueva financiando con el rubro de reservas una excepcional
tarde de bizcochos.
Eso -los bizcochos fue el paso primero. Luego siguió el par de zapatos que se
compró el jefe. A los zapatos del Jefe, mi lapicera adquirida a pagar en diez
cuotas. Y a mi lapicera, el sobretodo del Oficial Segundo, la cartera de la
Primera Dactilógrafa, la bicicleta del Auxiliar Primero. Al mes y medio todos
estábamos empeñados y en angustia.
El Oficial Segundo había traído más noticias. Primeramente, que el presupuesto
estaba a informe de la Secretaría del Ministerio. Después que no. No era en
Secretaría. Era en Contaduría. Pero el jefe de Contaduría estaba enfermo y era
preciso conocer su opinión. Todos nos preocupábamos por la salud de ese jefe del
que sólo sabíamos que se llarnaba Eugenio y que tenía a estudio nuestro
presupuesto. Hubiéramos querido obtener hasta un boletín diario de su salud.
Pero sólo teníamos derecho a las noticias desalentadoras del tío de nuestro
Oficial Segundo. El jefe de Contaduría seguía peor. Vivimos una tristeza tan
larga por la enfermedad de ese funcllblwio, que el día de su muerte sentimos,
como los deudos de un asmátio grave, una especie de alivio al no tener que
preocuparnos más de él. En realidad, nos pusimos egoístamente alegres, porque
esto significabala posibilidad de que llenaran la vacante y nombraran otro jefe
que estudiara al fin nuestro presupuesto.
A los cuatro meses de la muerte de don Eugenio nombraron otro jefe de
Contaduría. Esa tarde suspendimos la partida de ajedrez, el mate y el trámite
administrativo. El jefe se puso a tararear un aria de Aida y nosotros nos
quedamos -por esto y por todo- tan nerviosos, que tuvimos que salir un rato a
mirar las vidrieras. A la vuelta nos esperaba una emoción. El tío había
informado que nuestro presupuesto no había estado nunca a estudio de la
Contaduría. Había sido un error. En realidad, no había salido de la Secretaría.
Esto significaba un considerable oscurecimiento de nuestro panorama. Si el
presupuesto a estudio hubiera estado en Contaduría, no nos habríamos alarmado.
Después de todo, nosotros sabíamos que hasta el momento no se había estudiado
debido a la enfermedad del jefe. Pero si había estado realmente en Secretaría,
en la que el Secretario -su jefe supremo- gozaba de perfecta salud, la demora no
se debía a nada y podía convertirse en demora sin fin.
Allí comenzó la etapa crítica del desaliento. A primera hora nos mirábamos todos
con la interrogante desesperanzado de costumbre. Al principio todavía
preguntábamos «¿Saben algo?» Luego optamos por decir «¿Y?» y terminamos
finalmente por hacer la pregunta con las cejas. Nadie sabía nada. Cuando alguien
sabía algo, era que el presupuesto todavía estaba a estudio de la Secretaría.
A los ocho meses de la noticia primera, hacía ya dos que mi lapicera no
funcionaba. El Auxiliar Primero se había roto una costilla gracias a la
bicicleta. Un judío era el actual propietario de los libros que había comprado
el Auxiliar Segundo; el reloj del Oficial Primero atrasaba un cuarto de hora por
jornada; los zapatos del jefe tenían dos medias suelas (una cosida y otra
clavada), y el sobretodo del Oficial Segundo tenía las solapas gastadas y
erectas como dos alitas de equivocación.
Una vez supimos que el Ministro había preguntado por el presupuesto. A la
semana, informó Secretaría. Nosotros queríamos saber qué decía el informe, pero
el tío no pudo averiguarlo porque era «estrictamente confidencial». Pensamos que
eso era sencillamente una estupidez, porque nosotros, a todos aquellos
expedientes que traían una tarjeta en el ángulo superior con leyendas tales como
«muy urgente», «trámite preferencial» o «estrictamente reservados, los
tratábamos en igualdad de condiciones que a los otros. Pero por lo visto en el
Ministerio no eran del mismo parecer.
Otra vez supimos que el Ministro había hablado del presupuesto con el
Secretario. Como a las conversaciones no se les ponía ninguna tar'eta especial,
el tío pudo enterarse y enterarnos de que el Ministro estaba de acuerdo. ¿Con
qué y con quién estaba de acuerdo? Cuando el tío quiso averiguar esto último, el
Ministro ya no estaba de acuerdo. Entonces, sin otra explicación comprendimos
que antes había estado de acuerdo con nosotros.
Otra vez supimos que el presupuesto había sido reformado. Lo iban a tratar en la
sesión del próximo viernes, pero a los catorce viernes que siguieron a ese
próximo, el presupuesto no había sido tratado. Entonces empezamos a vigilar las
fechas de las próximas sesiones y cada sábado nos decíamos: «Bueno ahora será
hasta el viernes. Veremos qué pasa entonces». Llegaba el viernes y no pasaba
nada. Y el sábado nos decíamos: «Bueno, será hasta el viernes. Veremos qué pasa
entonces. » Y no pasaba nada. Y no pasaba nunca nada de nada.
Yo estaba ya demasiado empeñado para permanecer impasible, porque la lapicera me
había estropeado el ritmo económico y desde entonces yo no había podido
recuperar mi equilibrio. Por eso fue que se me ocurrió que podíamos visitar al
Ministro.
Durante varias tardes estuvimos ensayando la entrevista. El Oficial Primero
hacía de Ministro, y el jefe, que había sido designado por aclamación para
hablar en nombre de todos, le presentaba nuestro reclamo. Cuando estuvimos
conformes con el ensayo, pedimos audiencia en el Ministerio y nos la concedieron
para el jueves. El jueves dejamos pues en la Oficina a una de las dactilógrafas
y al portero, y los demás nos fuimos a conversar con el Ministro. Conversar con
el Ministro no es lo mismo que conversar con otra persona. Para conversar con el
Ministro hay que esperar dos horas y media y a veces ocurre, como nos pasó
precisamente a nosotros, que ni al cabo de esas dos horas y media se puede
conversar con el Ministro. Sólo llegamos a presencia del Secretario, quien tomó
nota de las palabras del jefe -muy inferiores al peor de los ensayos, en los que
nadie tartamudeaba- y volvió con la respuesta del Ministro de que se trataría
nuestro presupuesto en la sesión del día siguiente.
Cuando -relativamente satisfechos- salíamos del Ministerio, vimos que un auto se
detenía en la puerta y que de él bajaba el Ministro.
Nos pareció un poco extraiío que el Secretario nos hubiera traído la respuesta
personal del Ministro sin que éste estuviese presente. Pero en realidad nos
convenía más confiar un poco y todos asentimos con satisfacción y desahogo
cuando el jefe opinó que el Secretario seguramente habría consultado al Ministro
por teléfono.
Al otro día, a las cinco de la tarde estábamos bastante nerviosos. Las cinco de
la tarde era la hora que nos habían dado para preguntar. Habíamos trabajado muy
poco; estábamos demasiado inquietos como para que las cosas nos salieran bien.
Nadie decía nada. El jefe ni siquiera tarareaba su aria. Dejamos pasar seis
minutos de estricta prudencia. Luego el jefe discó el número que todos sabíamos
de memoria, y pidió con el Secretario. La conversación duró muy poco. Entre los
varios «Sí», «Ah, sí», «Ah, bueno» del jefe, se escuchaba el ronquido indistinto
del otro. Cuando el jefe colgó el tubo, todos sabíamos la respuesta. Sólo para
confirmarla pusimos atención: «Parece que hoy no tuvieron tiempo. Pero dice el
Ministro que el presupuesto será tratado sin falta en la sesión del próximo
viernes. »
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