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EL TIEMPO ES EL TRAIDOR
Alfred Bester
No se puede retroceder ni se puede parar. Los finales felices son siempre
dulces y amargos al mismo tiempo.
Había un hombre llamado John Strapp; era el hombre más valioso, más
poderoso y legendario de un mundo que comprendía setecientos planetas y
casi dos billones de individuos. Se le valoraba por una sola cualidad: era capaz
de tomar Decisiones. Adviértase la D mayúscula. Era uno de los pocos
hombres que podían tomar Decisiones Capitales en un mundo de increíble
complejidad, y sus Decisiones eran correctas en un ochenta y siete por ciento.
Vendía sus Decisiones a elevado precio.
Había también una industria llamada, digamos, Bruxton Biótica, con fábricas en
Deneb Alfa, Mizar III, Terra, y oficinas centrales en Alcor IV. Los ingresos
brutos de Bruxton eran de doscientos setenta millones de crs. El desarrollo de
las relaciones comerciales de Bruxton con consumidores y competidores exigía
los servicios especializados de doscientos economistas de empresa expertos
cada uno en una pequeña faceta del inmenso cuadro general. Nadie era lo
bastante grande como para coordinar todo el cuadro.
Bruxton podía necesitar una Decisión Capital sobre política. Un especialista en
investigación llamado E.T.A. Golan, de los laboratorios de Deneb, había
descubierto un nuevo catalizador de síntesis biótica. Era una hormona
embriológica que producía moléculas nucléicas tan plásticas como la arcilla. La
arcilla podía modelarse y desarrollarse en cualquier dirección. Problemas:
¿Debía Bruxton abandonar los métodos de la vieja cultura y adaptarse a esta
nueva técnica? La decisión implicaba una amplia gama de factores
interrelacionados: costos, beneficios, tiempo, suministro, demanda, formación,
patentes, legislaciones, acciones judiciales, etc. Sólo había una respuesta.
Preguntar a Strapp.
Las negociaciones iniciales fueron breves. Strapp y Compañía contestó que la
factura de John Strapp era de cien mil crs, más un uno por ciento de las
acciones con derecho a voto de Bruxton Biótica. Lo toma o lo deja. Bruxton
Biótica lo tomó con placer.
La segunda etapa fue más complicada. John Strapp tenía muchísima
demanda. Tenía un programa de Decisiones con un ritmo de dos por semana
hasta principio de año. ¿Podía Bruxton esperar tanto? Bruxton no podía.
Enviaron entonces a Bruxton una lista de las visitas concertadas por John
Strapp, y se le dijo que acordase un cambio con cualquiera de los clientes
como mejor pudiese. Bruxton trató, pagó, sobornó, y consiguió su propósito.
John Strapp debía presentarse en la fábrica central de Alcor, el 29 de junio,
lunes, exactamente al mediodía.
Entonces comenzó el misterio. A las nueve en punto de aquella mañana del
lunes, Aldous Fisher, el hosco mensajero de Strapp, apareció en las oficinas de
Bruxton. Tras una breve conferencia con el viejo Bruxton en persona, se radió
por toda la fábrica el siguiente mensaje: ¡ATENCIÓN! ¡ATENCIÓN!
¡URGENTE! ¡URGENTE! TODO EL PERSONAL MASCULINO LLAMADO
KRUGER PRESÉNTESE EN LA OFICINA CENTRAL. REPITO. TODO EL
PERSONAL MASCULINO LLAMADO KRUGER PRESÉNTESE EN LA
OFICINA CENTRAL. ¡URGENTE! REPITO. ¡URGENTE!
Cuarenta y siete hombres llamados Kruger se presentaron en la oficina central
y fueron enviados a casa con órdenes estrictas de quedarse allí hasta nueva
orden. La policía de la fábrica organizó una rápida investigación y, acompañada
del irascible Fisher, comprobó los carnets de identidad de todos los empleados
a los que pudieron coger. Nadie llamado Kruger quedaba en la fábrica, pero era
imposible identificar a dos mil quinientos hombres en tres horas. Fisher ardía y
humeaba como ácido nítrico.
A las once y media, Bruxton Biótica estaba inquieta. ¿Por qué enviar a casa a
todos los Kruger? ¿Qué tenía que ver aquello con el legendario John Strapp?
¿Qué clase de hombre era Strapp? ¿Qué aspecto tenía? ¿Cómo actuaba?
Ganaba diez millones de crs al año. Poseía el uno por ciento del mundo.
Estaba tan próximo a Dios en la mente del personal que la gente esperaba
ángeles y trompetas doradas y una criatura gigante y barbuda de infinita
sabiduría y compasión.
A las once cuarenta llegó la guardia personal de Strapp: un escuadrón de
seguridad de diez hombres, de paisano, que comprobaron puertas y vestíbulos
con helada eficiencia. Dieron órdenes. Había que quitar aquello. Había que
cerrar aquello otro. Había que hacer varias cosas. Se hicieron. Nadie discutía
con John Strapp. El escuadrón de seguridad tomó posiciones y esperó. Bruxton
Biótica no respiraba.
Llegó el mediodía y una mancha plateada apareció en el cielo. Se aproximó
con un gran silbido y aterrizó con tremenda velocidad y precisión ante la puerta
principal. Se abrió la puerta de la nave. Salieron dos individuos corpulentos con
los ojos alertas, recelosos. El jefe del escuadrón de seguridad hizo una señal.
De la nave salieron dos secretarias, pelo castaño una y la otra pelirroja.
Elegantes, bellas, eficaces. Tras ellas salió un delgado oficinista de unos
cuarenta años, de traje arrugado, con los bolsillos laterales llenos de papeles,
gafas de concha y el pelo revuelto. Tras él salió una majestuosa criatura, alta,
mayestática, recién afeitada pero de infinita sabiduría y compasión.
Los dos forzudos se situaron a los lados del hombre apuesto y le escoltaron
escaleras arriba y cruzaron con él la puerta principal. Bruxton Biótica suspiró
feliz. John Strapp no desilusionaba. Era realmente Dios y era un placer que
poseyese el uno por ciento de ti mismo. Los visitantes descendieron por el
vestíbulo principal hasta la oficina del viejo Bruxton y entraron. Bruxton les
estaba esperando, mayestáticamente situado tras su mesa. Se levantó casi de
un salto y corrió hacia adelante. Cogió la mano del hombre majestuoso con
fervor y exclamó:
—Señor Strapp, en nombre de toda mi empresa, le doy la bienvenida.
El oficinista cerró la puerta y dijo:
—Strapp soy yo.—Hizo una seña a su empleado, que se sentó tranquilamente
en un rincón—. ¿Dónde tiene sus datos?
El viejo Bruxton indicó su mesa. Strapp se sentó ante ella, cogió las gruesas
carpetas y empezó a leer. Un hombre delgado. Un hombre acosado. Un
hombre de cuarenta y tantos años. Pelo negro y liso. Ojos azul porcelana. Una
buena boca. Buenos huesos bajo la piel. Una cualidad destacaba: la falta total
de conciencia de sí mismo. Pero cuando hablaba había un subtono histérico en
la voz que mostraba que había en su interior algo violento y salvaje.
Tras dos horas de implacable lectura y de comentarios en murmullos a sus
secretarias, que tomaban notas crípticas con símbolos especiales, Strapp dijo:
—Quiero ver la fábrica.
—¿Por qué?—preguntó Bruxton.
—Para sentirla —contestó Strapp—. En una Decisión siempre va implícita una
cuestión de matiz. Es el factor más importante.
Salieron de la oficina y se inició el desfile: el escuadrón de seguridad, los
forzudos, las secretarias, el oficinista, el acre Fisher y el majestuoso empleado.
Lo recorrieron todo. Lo vieron todo. El "oficinista" hizo la mayor parte del trabajo
práctico para "Strapp". Habló con obreros capataces, técnicos, y personal alto,
bajo y medio. Pidió nombres, cotilleó, se los presentó al gran hombre, hablaron
de sus familias, sus condiciones de trabajo, sus ambiciones. Exploró, olió y
sintió. Tras cuatro horas agotadoras volvieron a la oficina de Bruxton. El
"oficinista" cerró la puerta. El empleado se fue a su rincón.
—Bueno —dijo Bruxton—. ¿Sí o no?
—Espere, —dijo Strapp.
Repasó las notas de sus secretarias, las asimiló cerró los ojos y estuvo
silencioso y quieto en medio de la oficina como quien se esfuerza por oír un
susurro distante.
—Sí—decidió, y pasó a ser más rico en un total de cien mil crs. y un uno por
ciento de las acciones con derecho a voto de Bruxton Biótica. En
compensación, Bruxton tenía una seguridad de un ochenta y siete por ciento de
que la Decisión era correcta. Strapp abrió de nuevo la puerta, se reorganizó el
desfile y salió de la fábrica. El personal aprovechó su última oportunidad para
fotografiar y tocar al gran hombre. El oficinista ayudaba en las relaciones
públicas con voluntariosa afabilidad. Preguntaba nombres, presentaba y
amenizaba la charla. El rumor de voces y risas se incrementó cuando llegaron
a la nave. Entonces sucedió lo increíble.
—¡Tú! —gritó súbitamente el oficinista, su voz horriblemente aguda—. ¡Tú, hijo
de puta! ¡Condenado y piojoso asesino! ¡Llevaba tiempo esperando esto! ¡Hace
diez años que lo espero!
Sacó un aplanado revólver de su bolsillo interior y asestó un tiro en la frente a
un hombre.
El tiempo se detuvo. Los sesos y la sangre tardaron horas en salir por la nuca,
y el cuerpo en encogerse. Entonces el equipo de Strapp se puso en acción.
Metieron rápidamente al oficinista en la nave. Le siguieron las secretarias,
luego el empleado majestuoso. Los dos forzudos saltaron tras ellos y cerraron
la puerta. La nave despegó y desapareció con un silbido. Los diez hombres que
iban de paisano se dispersaron tranquilamente y desaparecieron. Sólo quedó
Fisher, el hombre contacto de Strapp, junto al cadáver, en el centro de una
multitud horrorizada.
—Compruebe su identificación—masculló Fisher.
Alguien sacó la cartera del muerto y la abrió.
—William F. Kruger, biomecánico.
—¡Condenado idiota! —dijo Fisher furioso—. Se lo advertimos. Se lo
advertimos a todos los Kruger. Muy bien. Llame a la policía.
Aquél era el sexto asesinato de John Strapp. Arreglarlo le costó exactamente
quinientos mil crs. Los otros cinco le habían costado lo mismo, y la mitad de la
cifra iba normalmente a manos de un hombre lo bastante desesperado para
sustituir al asesino y alegar locura temporal. La otra mitad, a los herederos del
difunto. Había seis sustitutos encerrados en diversas penitenciarías,
cumpliendo de veinte a cincuenta años. Sus familiares eran doscientos
cincuenta mil crs. más ricos.
En sus habitaciones del Alcor Splendide, el equipo de Strapp evacuaba
consultas sombrío.
—Seis en seis años—dijo con amargura Aldous Fisher—. No vamos a poder
mantenerlo en secreto mucho más. Tarde o temprano alguien se preguntará
por qué John Strapp contrata siempre oficinistas locos.
—Entonces le contratamos también a él —dijo la secretaria pelirroja—. Strapp
puede permitírselo.
—Puede permitirse un asesinato al mes —murmuró el empleado majestuoso.
—No.—Fisher negó con la cabeza vivamente—. Las cosas pueden arreglarse
hasta ciertos límites, pero no más allá. Uno llega al punto de saturación. Ahora
hemos llegado. ¿Qué vamos a hacer?
—¿Pero qué demonios le pasa a Strapp?—preguntó uno de los forzudos.
—¿Quién sabe? —exclamó Fisher exasperado—. Tiene una fijación Kruger.
Conoce a un hombre llamado Kruger Cualquier hombre que se llame Kruger. Y
se pone a gritar, a maldecir. Y lo mata. No me preguntéis por qué. Es algo
enterrado que pertenece a su vida pasada.
—¿No le has preguntado a él?
—¿Cómo iba a hacerlo? Es como un ataque epiléptico. Ni siquiera él sabe qué
sucedió.
—Habría que llevarle a un psicoanalista—sugirió el forzudo.
—Eso es imposible.
—¿Por qué?
—Tú eres nuevo—dijo Fisher—. No comprendes.
—Hazme comprender.
—Te haré una analogía. Allá por mil novecientos la gente jugaba a la baraja
con cincuenta y dos cartas. Eran tiempos sencillos. Hoy todo es más complejo.
Jugamos con cinco mil doscientas cartas en la mesa. ¿Comprendes?
—Voy comprendiendo.
—Un cerebro puede controlar cincuenta y dos cartas. Puede tomar decisiones
sobre ese total. En mil novecientos lo tenían muy fácil. Pero no hay mente
capaz de hacer lo mismo con cinco mil doscientas cartas... salvo la de Strapp.
—Tenemos computadoras.
—Son perfectas cuando sólo se trata de cartas. Pero cuando hay que hacer
cálculos teniendo en cuenta también a los cinco mil doscientos jugadores que
manejan las cartas, lo que les gusta, lo que les disgusta, motivos, inclinaciones,
proyectos, tendencias, etc., lo que Strapp llama los matices, entonces Strapp
es capaz de hacer lo que no puede hacer una máquina. Él es único, y el
psicoanálisis podría destruir su capacidad.
—¿Por qué?
—Porque en Strapp se trata de un proceso inconsciente —explicó irritado
Fisher—. Él no sabe cómo lo hace. Si lo supiese acertaría en un cien por cien
en vez de en un ochenta y siete. Es un proceso inconsciente, y, por lo que
sabemos, puede relacionarse con la misma anormalidad que le empuja a matar
a todos los Kruger. Si le libramos de una cosa, podemos destruir la otra. No
podemos correr ese riesgo.
—¿Qué podemos hacer entonces?
—Proteger nuestra propiedad —respondió Fisher, mirando a su alrededor
sobriamente.— No olvidéis esto ni un instante. Hemos trabajado mucho en
Strapp para permitir que se destruya. ¡Hemos de proteger nuestra propiedad!
—Yo creo que lo que él necesita es amistad—dijo la secretaria de pelo
castaño.
—¿Por qué?
—Podríamos descubrir lo que le molesta sin destruir nada. La gente habla con
los amigos. Strapp hablaría.
—Nosotros somos sus amigos.
—No, no lo somos. Somos sus socios.
—¿Ha hablado él contigo?
—No.
—¿Contigo?—preguntó Fisher a la pelirroja.
Esta negó con la cabeza.
—Está buscando algo que no encuentra nunca.
—¿El qué?
—Una mujer, creo. Un tipo especial de mujer.
—¿Una mujer llamada Kruger?
—No sé.
—Maldita sea, esto no tiene sentido. —Fisher lo pensó un momento—. Está
bien. Le contrataremos un amigo y aligeraremos el programa de trabajo para
que el amigo tenga oportunidad de hacer hablar a Strapp. De ahora en
adelante reduciremos el programa a una Decisión semanal.
—¡Dios mío! —exclamó la secretaria de pelo castaño—. Eso significa cinco
millones menos al año.
—Hay que hacerlo—dijo Fisher—. Se trata de aceptar esta reducción ahora o
perderlo todo más tarde. Somos lo bastante ricos para aguantarlo.
—¿Y cómo vas a resolver lo del amigo? —preguntó el empleado majestuoso.
—Ya dije que contrataría a uno. Contrataremos al mejor. Comunica con Terra a
través del TT. Diles que localicen a Frank Alceste y ponlo en comunicación
urgente conmigo.
—¡Frankie! —gritó la pelirroja—. ¡Me desmayo!
—¡Oh! ¡Frankie! —la de pelo castaño se abanicó.
—¿Te refieres a Frank Alceste el Fatal? ¿Al campeón de levantamiento de
peso? —preguntó sobrecogido el forzudo—. Le vi luchar con Lonzo Jordan.
¡Oh, Dios mío!
—Ahora es actor —explicó el empleado majestuoso—. Trabajé con él una vez.
Canta. Y baila. Y...
—Y es doblemente fatal—interrumpió Fisher—. Le contrataremos. Firmaremos
un contrato. Él será amigo de Strapp. Tan pronto como Strapp le conozca, él...
—¿Conozca a quién?—Strapp apareció en el quicio de la puerta de su
dormitorio, bostezando, parpadeando ante la luz. Dormía siempre
profundamente después de sus ataques—. ¿A quién voy a conocer?
Miró a su alrededor, delgado, grácil, pero acosado e indudablemente poseído.
—Un hombre llamado Frank Alceste—dijo Fisher—. Nos ha pedido una
presentación y no podemos rechazarle por más tiempo.
—¿Frank Alceste?—murmuró Strapp—. Nunca oí hablar de él.
Strapp podía hacer Decisiones; Alceste amigos. Era un hombre vigoroso de
treinta y tantos años, pelo rubio pajizo, cara pecosa, nariz quebrada y ojos
grises muy hundidos. Tenía la voz firme y suave. Se movía con esa agilidad
casi femenina de los atletas. Te hechizaba sin que te dieses cuenta, y sin que
pudieses evitarlo. Hechizó a Strapp, pero Strapp también le hechizó a él. Se
hicieron amigos.
—No, se trata realmente de amistad—dijo Alceste a Fisher al devolverle el
cheque que pretendía darle como pago—. Yo no necesito ese dinero, y el viejo
Johnny me necesita. Olvidemos que me contratasteis. Rompe el contrato.
Intentaré ayudar a Johnny por mi cuenta.
Alceste se volvió para salir de la suite del Rigel Splendide y pasó ante las
secretarias que le contemplaban con ojos muy abiertos.
—Si no estuviese tan ocupado, señoritas —murmuró—, cuánto me gustaría
perseguirlas un poco.
—Persígueme a mí, Frankie—dijo la de pelo castaño.
La pelirroja parecía inmovilizada
Y mientras Strapp y Compañía zigzagueaba lentamente de ciudad en ciudad y
de planeta en planeta, con su nuevo plan de una Decisión por semana, Alceste
y Strapp se solazaban tranquilos mientras el empleado majestuoso concedía
entrevistas y posaba para los fotógrafos. Hubo interrupciones cuando Frankie
tuvo que volver a Terra para hacer una película, pero entre tanto jugaron al
golf, al tenis, apostaron a los caballos, a los galgos, y asistieron a veladas de
lucha y de boxeo y a competiciones deportivas. Visitaron los centros nocturnos
y Alceste volvió con un curioso informe.
—Bueno, no sé hasta qué punto habéis estado observando de cerca a
Johnny—dijo a Fisher—, pero has de saber que apenas si duerme de noche.
—¿Cómo dices? —exclamó Fisher sorprendido.
—El amigo Johnny, se larga todas las noches cuando os creéis que está dando
reposo a su mente.
—¿Cómo lo sabes?
—Por su reputación—dijo Alceste con tristeza—. Le conocen en todas partes.
En todos los antros de aquí a Orión conocen al amigo Johnny. Y le conocen del
peor modo.
—¿Por su nombre?
—Por un mote. Le llaman Tierradevastada.
—¡Tierradevastada!
—Vaya, vaya. Señor Devastación. Arrasa a las mujeres como un fuego de la
pradera. ¿Sabías esto?
Fisher negó con un gesto.
—Debe pagarlo de su bolsillo personal—musitó Alceste y se fue.
Había algo aterrador en aquella relación de Strapp con las mujeres. Solía
entrar en un club con Alceste ocupar una mesa, sentarse y beber. Luego se
levantaba y examinaba fríamente el local, mesa por mesa, mujer por mujer. A
veces algunos hombres se enfurecían y pretendían pegarle. Strapp se libraba
de ellos con malevolencia y frialdad, de un modo que provocaba la admiración
profesional de Alceste. Frankie nunca peleaba personalmente. Ningún
profesional toca nunca a un aficionado. Pero procuraba hacer las paces, y si no
lo lograba, acudía a los puños como última solución.
Tras examinar a todas las mujeres, Strapp se sentaba y esperaba el
espectáculo, tranquilo, charlando y riendo. Cuando aparecían las chicas, se
apoderaba de nuevo de él aquel lúgubre arrebato y se ponía a examinar a la
concurrencia cuidadosa y desapasionadamente. Muy pocas veces localizaba a
una chica que le interesase; siempre el tipo idéntico: una chica de cola de
caballo, ojos negrísimos y piel clara y sedosa. Entonces empezaba el
problema.
Si era una artista, Strapp acudía al camerino después del espectáculo. Si hacía
falta sobornaba, gritaba y peleaba para conseguir abrirse paso hasta ella. Allí,
se plantaba frente a la asombrada muchacha, la examinaba en silencio y luego
le pedía que hablase. Escuchaba su voz, luego se acercaba como un tigre y
daba un paso violento e inesperado. A veces había gritos, otra una defensa
encarnizada, y otras complacencia. Strapp quedaba enseguida satisfecho.
Abandonaba a la chica bruscamente, pagaba todos los daños y perjuicios como
un caballero, y salía a repetir la misma función en un club tras otro.
Si la muchacha era una simple cliente, Strapp se acercaba inmediatamente,
despachaba a su acompañante, o si esto era imposible seguía a la chica hasta
casa y repetía allí el ataque del camerino. De nuevo abandonaba a la chica,
pagaba como un caballero y proseguía con su obsesionante búsqueda.
—Estuve con él, pero me asustó—dijo Alceste a Fisher—. Nunca vi a un
hombre tan precipitado. Podría disponer de cualquier mujer agradable si fuese
con un poco más de calma. Pero no puede. Parece poseído.
—¿Por qué?
—No lo sé. Es como si trabajase contrarreloj.
Después de que Strapp y Alceste se hiciesen íntimos, Strapp le permitió
acompañarle en una investigación, durante el día, que era aun más extraña.
Como Strapp y Compañía continuaba su gira por planetas e industrias, Strapp
visitaba la Oficina de Estadísticas Vitales de cada ciudad. Allí sobornaba al
encargado jefe y presentaba una tira de papel. El papel decía:
Altura 1,65
Peso 60
Pelo negro
Ojos negros
Busto 86
Cintura 66
Caderas 91
Talla 12
—Quiero los nombres y direcciones de todas las chicas de más de veintiún
años que se ajusten a esa descripción —decía Strapp—. Pagaré diez créditos
por cada nombre.
Veinticuatro horas después llegaba la lista, y Strapp se lanzaba a una
búsqueda obsesiva, examinando, hablando, escuchando, dando algunas veces
el paso aterrador, pagando siempre como un caballero. La procesión de chicas
morenas de ojos de tinta hacía tambalearse a Alceste.
—Está poseído por una idea fija—dijo Alceste a Fisher en el Splendide de
Cygnus—, y creo que sé de qué se trata. Está buscando una chica concreta
especial y ninguna se ajusta a las condiciones.
—¿Una chica llamada Kruger?
—No sé si el asunto Kruger tiene que ver con esto.
—¿Es difícil de complacer?
—Bueno, te diré. Algunas de esas chicas... yo las consideraría sensacionales.
Pero él no les presta la menor atención. Las mira y sigue. Otras... que son
prácticamente unos fetos, le emocionan y se convierte en el viejo señor
Devastación.
—Pero ¿Por qué?
—Creo que es una especie de prueba. Que pretende que las chicas reaccionen
de forma dura y natural. La pasión es fingida. Se trata de un truco fríamente
utilizado para poder comprobar cómo reaccionan las chicas.
—Pero ¿Qué es lo que anda buscando él?
—Aún no lo sé —contestó Alceste— pero lo descubriré. Tengo pensando un
pequeño truco. Esperaremos a que llegue una oportunidad, Johnny se lo
merece.
Sucedió en el circo, cuando Strapp y Alceste fueron a ver a un par de gorilas
despedazarse dentro de una jaula de cristal. Fue un espectáculo sangriento, y
ambos amigos concluyeron que la lucha de gorilas no era más civilizada que la
lucha de gallos, y dejaron aquel lugar decepcionados. Fuera, en el vacío pasillo
de hormigón, esperaba un hombre tembloroso. Cuando Alceste le hizo una
señal, se acercó corriendo a ellos como un cazador de autógrafos.
—¡Frankie! —gritó el hombre tembloroso—. ¡Mi viejo amigo Frankie! ¿No te
acuerdas de mí?
Alceste le miró con detenimiento.
—Soy Blooper Davis. ¿No te acuerdas del viejo barrio? ¿No te acuerdas de
Blooper Davis?
—¡Blooper! —la cara de Alceste se iluminó—. Claro. Pero entonces eras
Blooper Davidoff.
—Claro.—El hombre tembloroso se echó a reír—. Y tú eras Frankie Kruger.
—¡Kruger!—gritó Strapp, con voz aguda y chillona.
—Así es—dijo Frankie—. Kruger. Me cambié el nombre cuando empecé mi
carrera de luchador.
Avanzó con paso vivo hacia el hombre tembloroso, que retrocedió apoyado en
la pared del pasillo y desapareció.
—¡Tú, hijo de puta!—gritó Strapp; se había puesto pálido y la cara le temblaba
amenazadoramente—. ¡Miserable asesino! Llevo mucho tiempo esperando
esto. Llevo diez años esperando.
Sacó un aplanado revólver de su bolsillo interior y disparó. Alceste se hizo a un
lado justo a tiempo y la bala repiqueteó por el pasillo con un silbido. Strapp
disparó de nuevo y la llama chamuscó la mejilla de Alceste, que cogió a Strapp
por la muñeca y lo paralizó inmediatamente. Le quitó el revólver. Strapp
jadeaba de ira. Arriba se oían los gritos de la multitud.
—Está bien, soy Kruger—masculló Alceste—. Me llamo Kruger, señor Strapp.
¿Cuál es el problema? ¿Qué le importa a usted eso?
—¡Hijo de puta! —gritó Strapp, debatiéndose como uno de los gorilas que
habían visto luchar—. ¡Asesino! ¡Te sacaré las tripas!
—¿Por qué a mí? ¿Por qué a Kruger?—utilizando todas sus fuerzas, Alceste
arrastró a Strapp a un rincón y le inmovilizó allí.—¿Qué tuve que ver contigo
hace diez años?
Oyó la historia en histéricos arrebatos antes de que Strapp se desmayara.
Después de dejar a Strapp en la cama, Alceste pasó al lujoso salón de la suite
del Espléndido de Indi y explicó el problema al equipo.
—El viejo Johnny estaba enamorado de una chica llamada Sima Morgan —
empezó—. Ella estaba enamorada de él. Una cosa muy romántica. Iban a
casarse. Y entonces un tipo llamado Kruger mató a Sima Morgan.
—¡Kruger! Así que ésa es la relación. ¿Cómo fue?
—Ese Kruger era un gandul borracho. Tenía problemas conduciendo. Le
quitaron el permiso, pero eso a un tipo como Kruger le daba igual. Sobornando,
consiguió un reactor Hot-rod sin permiso de conducir. Un día se llevó por
delante una escuela. Deshizo el techo y mató a treinta niños y a la profesora...
esto fue en Terra, en Berlín.
"Nunca cogieron a Kruger. Fue escapando de planeta en planeta y aún no le
han localizado. La familia le envía dinero. La policía no es capaz de dar con él.
Strapp le busca porque la profesora era su chica, Sima Morgan.
Hubo una pausa, y luego Fisher preguntó:
—¿Cuánto hace de eso?
—Por lo que supongo, diez años y ocho meses.
Fisher calculó minuciosamente.
—Y hace diez años y tres meses Strapp demostró por primera vez que era
capaz de tomar Decisiones. Decisiones Capitales. Hasta entonces era un don
nadie. Luego vino la tragedia, y con ella la histeria y la capacidad de tomar
Decisiones. Indudablemente una cosa produjo la otra.
—Puede que sí.
—Así que él mata a Kruger una y otra vez—dijo Fisher fríamente—.
Corresponde. Fijación de venganza. Pero, ¿Y lo de las chicas y lo del asunto
señor Devastación?
Alceste sonrió con tristeza.
—¿Has oído alguna vez decir "a una chica en un millón"?
—¿Y quién no?
—Si tu chica era una en un millón, eso significa que habrá nueve más como
ella en una ciudad de diez millones ¿verdad?
Todo el equipo de Strapp asintió expectante
—El viejo Johnny trabaja con esa base. Cree que puede encontrar un
duplicado de Sima Morgan
—¿Cómo?
—Se lo plantea aritméticamente. Piensa lo siguiente: hay una posibilidad en
sesenta y cuatro mil millones de que las huellas dactilares coincidan. Pero
actualmente hay 1,7 billones de personas. Eso significa que puede haber
veintiséis con las mismas huellas dactilares, e incluso más.
—No necesariamente.
—Por supuesto, no necesariamente, pero existe la posibilidad y eso es lo único
que necesita el viejo Johnny. Calcula que si hay veintiséis posibilidades de que
las huellas dactilares coincidan, hay una posibilidad también de que coincidan
las personas. Cree que puede encontrar el duplicado de Sima Morgan si
persiste en su búsqueda.
—¡Eso es inconcebible!
—No digo que no lo sea, pero es lo único que le mantiene en pie. Es una
especie de preservador vital basado en números. Mantiene su cabeza a flote...
esa idea de que tarde o temprano podrá volver donde la muerte le dejó hace 10
años.
—¡Ridículo!—exclamó Fisher.
—No para Johnny. Él sigue enamorado.
—Imposible.
—Quisiera que pudieses sentirlo como lo siento yo—contestó Alceste—. Busca
sin cesar. Una chica tras otra. Conserva las esperanzas. Habla. Da el paso. Si
se trata del duplicado de Sima, sabe que reaccionará exactamente como
recuerda que reaccionó Sima diez años atrás. "¿Eres tú, Sima?" Se pregunta a
sí mismo. "No", contesta, y continúa.
Es una lástima ver en qué situación se encuentra. Hemos de hacer algo.
—No—dijo Fisher.
—Tenemos que ayudarle a encontrar su duplicado. Tenemos que convencerle
para que crea que alguna chica es el duplicado. Tenemos que hacerle
enamorarse otra vez.
—No —repitió Fisher enfáticamente.
—¿Por qué no?
—Porque en cuanto Strapp encuentre a su chica, se curará. Dejará de ser el
gran John Strapp, el Decisor. Se convertirá en un don nadie... un hombre
enamorado.
—¿Y a él qué le importa ser grande o no serlo? Él quiere ser feliz.
—Todos quieren ser felices —replicó Fisher—. Nadie lo es. Strapp no está peor
que los demás hombres, y además es mucho más rico. Nosotros mantenemos
el status quo.
—¿No querrás decir que tú eres mucho más rico?
Nosotros mantenemos el status quo —repitió Fisher; miró con frialdad a
Alceste—. Creo que lo mejor será que rescindamos el contrato. No
necesitamos ya de tus servicios.
—Señor, el contrato quedó rescindido cuando le devolví el cheque. Ahora habla
usted con el amigo de Johnny.
—Lo siento, señor Alceste, pero a partir de ahora el señor Strapp tendrá muy
poco tiempo para sus amigos. Cuando quede libre al año que viene se lo
haremos saber.
—No podéis secuestrarle. Veré a Johnny cuándo y dónde me plazca.
—¿Quiere usted tenerle por amigo?—dijo Fisher con una sonrisa
desagradable—. Entonces le verá cuándo y dónde quiera yo. O le ve en esas
condiciones o Strapp verá el contrato que firmamos. Aún lo tengo en los
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archivos, señor Alceste. No lo rompí. Yo nunca rompo nada. ¿Cómo cree que
Strapp va a confiar en su amistad después de ver el contrato que firmó?
Alceste cerró los puños. Fisher se mantuvo firme. Por un instante se miraron
con odio, luego Frankie se apartó.
—Pobre Johnny—murmuró—. Es como un hombre atrapado por la solitaria. Le
diré adiós. Comunicadme cuándo puedo verlo.
Entró en el dormitorio, donde Strapp acababa de despertar de su ataque sin el
menor recuerdo, como siempre. Alceste se sentó en la cama.
—Hola, Johnny—dijo, sonriendo.
—Hola, Frankie—dijo Strapp, también sonriendo.
Se dieron un puñetazo en el hombro con solemnidad que es la única manera
de abrazarse y besarse entre los amigos.
—¿Qué pasó después de la lucha de los gorilas? —preguntó Strapp—. No
recuerdo.
—Amigo, estabas muy borracho. Nunca vi un tipo tan cargado. —Alceste volvió
a dar un suave puñetazo a Strapp—. Escucha, Johnny, tengo que volver a
trabajar. Tengo un contrato de tres películas al año y están que botan conmigo.
—Bueno, te tomaste un mes hace seis planetas —dijo Strapp, contrariado—.
Creí que habías terminado.
—Ni hablar. Tengo que irme hoy, Johnny. Volveremos a vernos muy pronto.
—Oye—dijo Strapp—. Manda al diablo las películas. Sé socio mío. Le diré a
Fisher que redacte un contrato. Esta es la primera vez que me río desde hace...
mucho tiempo.
—Puede que más tarde, Johnny. En este momento me obliga un contrato.
Pronto volveré. Adiós.
—Adiós—dijo Strapp con tristeza.
Fuera de la habitación, Fisher esperaba como un perro guardián. Alceste le
miró con disgusto.
—Una cosa que se aprende en la lucha—dijo lentamente—, es que nadie gana
hasta el último asalto. Tú has ganado éste, pero no es el último.
Antes de marchar, Alceste dijo, mitad para sí mismo, mitad en voz alta:
—Quiero que sea feliz. Quiero que todos los hombres sean felices. Y da la
sensación de que todos los hombres podrían ser felices sólo conque les
echásemos una mano.
Por eso Frankie Alceste no podía evitar hacer amigos.
El equipo de Strapp volvió a la misma vieja vigilancia celosa de los años de los
asesinatos, y elevó el número de Decisiones de Strapp a dos a la semana.
Ahora sabían por qué había que vigilar a Strapp. Sabían por qué había que
proteger a los Kruger. Pero ésta era la única diferencia. Su hombre estaba
triste, histérico, casi psicótico; daba igual. Era un precio justo a pagar por el uno
por ciento del mundo.
Pero Frankie Alceste persistía en su propósito y visitó los laboratorios de
Bruxton Biótica en Deneb. Allí consultó con un tal E.T.A. Golan, el genio en
investigación que había descubierto aquella nueva técnica para moldear vida
que fue lo que llevó a Strapp por primera vez a Bruxton, y que fue
indirectamente responsable de su amistad con Alceste. Ernesto Teodoro
Amadeo Golan era bajo, gordo, asmático y entusiasta.
—¡Claro!—exclamó, cuando el lego explicó todo su asunto al científico—.
¡Cómo no! Una idea muy ingeniosa. No sé por qué no se me habría ocurrido.
No presenta apenas dificultades.—Meditó un instante—. Salvo el dinero—
añadió.
—¿Podría, pues, duplicar a la chica que murió hace diez años?—preguntó
Alceste.
—Sin ninguna dificultad, salvo el dinero. —Dijo Golan enfáticamente.
—¿Parecería la misma? ¿Actuaría igual? ¿Sería la misma?
—En un noventa y cinco por ciento, más o menos un novecientos setenta y
cinco por mil.
—¿Y eso significaría mucha diferencia con respecto al cien por cien?
—¡Ah, no! Sólo individuos muy notables son capaces de captar más del
ochenta por ciento de las características totales de otra persona. No se ha oído
de ningún caso en que se supere el noventa por ciento.
—¿Y cómo podrían hacerlo?
—Bueno, empíricamente tenemos dos fuentes. Una, la estructura psicológica
completa del sujeto que se encuentra en los archivos principales de Centauro.
Ellos pueden enviarnos desde allí una copia si hacemos una solicitud y
pagamos cien créditos a través de los canales oficiales. Haré la solicitud.
—Y yo la pagaré. ¿Y la otra fuente?
—El proceso de embalsamamiento de la época moderna... Ella está enterrada,
¿No?
—Sí, lo está.
—Este sistema tiene una perfección de un noventa y ocho por ciento. Por
medio de los restos y de la estructura psicológica reconstruimos el cuerpo y la
mente por la ecuación Sigma igual a la raíz cuadrada de menos dos más... No
hay más problema que el dinero.
—Bueno, del dinero me encargo yo—dijo Frankie Alceste—. Encárguese usted
del resto.
Para ayudar a su amigo, Alceste pagó cien créditos y envió la solicitud a los
archivos centrales de Centauro pidiendo la estructura psicológica completa de
Sima Morgan, difunta. Cuando esto llegó, Alceste regresó a Terra y se dirigió a
una ciudad llamada Berlín, donde pagó a un individuo llamado Augenblick, para
que actuara como ladrón de cadáveres. Augenblick visitó el Staatsottesacker y
sacó el ataúd de porcelana de debajo de la lápida de mármol que decía SIMA
MORGAN. Contenía lo que parecía ser una chica de piel sedosa y negro pelo
sumida en un profundo sueño. Por vías dudosas, Alceste consiguió pasar el
ataúd de porcelana por cuatro barreras aduaneras hasta Deneb.
Un aspecto del viaje del que Alceste no había caído en la cuenta, pero que
desconcertó a varias organizaciones policiales, fue el de la serie de catástrofes
que le persiguieron sin alcanzarle nunca. Hubo una explosión de un reactor que
destruyó la nave y una hectárea de espaciopuerto media hora después de que
se bajaran los pasajeros y se efectuara la descarga. Hubo un verdadero
holocausto en un hotel diez minutos después de irse Alceste. Se produjo el
terrible desastre que acabó con el tren neumático para el que Alceste había
cancelado su billete inesperadamente. A pesar de todo, pudo entregar el ataúd
al bioquímico Golan.
—¡Vaya! —dijo Ernesto Teodoro Amadeo—. Una hermosa criatura. Merece la
pena recrearla. Lo que falta ahora es muy sencillo, salvo el dinero.
Para salvar a su amigo, Alceste dispuso las cosas para que Golan pudiese
abandonar sus ocupaciones habituales, le compró un laboratorio y le financió
una serie de experimentos increíblemente caros. Para ayudar a su amigo
Alceste derrochó dinero y paciencia hasta que al fin, ocho meses después,
salió de la opaca cámara de maduración una criatura de pelo negro, ojos como
el ébano y sedosa piel, largas piernas y busto erguido. Respondía al nombre de
Sima Morgan.
—Oí caer el reactor sobre la escuela —dijo Sima, sin darse cuenta de que
habían transcurrido once años—. Luego oí un gran estruendo ¿Qué pasó?
Alceste estaba impresionado. Hasta aquel momento ella había sido un
objetivo... una meta... algo irreal, no vivo. Ahora era una mujer viva. Había un
curioso temblor en su voz, casi un susurro. Su cabeza tenia un aire encantador
al moverse mientras hablaba. Se levantó de la mesa; no era suave y grácil
como Alceste esperaba. Se movía con una torpeza infantil.
—Yo soy Frank Alceste —dijo él, tranquilamente; la cogió por los hombros—.
Quiero que me mires y te convenzas de que puedes confiar en mi.
Sus ojos se unieron en una firme mirada. Sima le examinó con gravedad. De
nuevo Alceste quedó impresionado y conmovido. Sus ojos empezaron a
temblar y soltó los hombros de la muchacha aterrado.
—Si—dijo Sima—. Puedo confiar en ti.
—Diga lo que diga, debes confiar en mi. No importa lo que te diga que hagas,
tú confía en mi y hazlo.
—¿Por qué?
—Por la salvación de Johnny Strapp.
Ella le miró sobresaltada.
—Le ha pasado algo—dijo presurosa—. ¿Qué ha sido?
—A él no, Sima. A ti. Sé paciente, querida. Te lo explicaré. Tenia pensado
explicarlo ahora, pero no soy capaz. Será mejor... que espere hasta mañana.
La acostaron, y Alceste comenzó a debatirse en una terrible lucha consigo
mismo. Las noches de Deneb son suaves y negras como terciopelo, con un
aroma romántico dulce y tenue... o al menos así le parecía la noche a Frankie
Alceste.
"No puedes enamorarte de ella", murmuró. "Es una locura".
Y más tarde, se dijo: "Viste a centenares de chicas como ella, cuando Johnny
la buscaba. ¿Por qué no te enamoraste de una de ellas?"
Y por último: "¿Qué vas a hacer?"
Hizo lo único que un hombre honrado puede hacer en una ocasión tal, e intentó
convertir su deseo en amistad. Acudió a la habitación de Sima a la mañana
siguiente, con unos pantalones viejos, sin afeitar y sin peinar. Se sentó a los
pies de su cama mientras ella comía la primera de las comidas
cuidadosamente prescritas por Golan, encendió un cigarrillo y le explicó el
asunto. Cuando la vio llorar, no la cogió entre sus brazos para consolarla, sino
que le dio una palmada en la espalda como a un hermano.
Encargó vestuario para ella. Se equivocó en las medidas y cuando ella salió
con aquella ropa, le pareció tan adorable que quiso besarla. En vez de hacerlo,
le dio un puñetacito en el hombro, muy suave y muy solemne, y la llevó a
comprar otro vestido. Cuando apareció ante él con ropa a medida, le pareció
tan encantadora que tuvo que darle otro puñetazo en el hombro. Luego fueron
a comprar un pasaje inmediato para Ross-Alfa III.
Alceste había pensado quedarse unos cuantos días para que la chica
descansase, pero por miedo a sí mismo había renunciado a hacerlo. Sólo así
pudieron salvarse ambos de la explosión que destruyó el domicilio privado y el
laboratorio privado del bioquímico Golan, y también al bioquímico. Alceste no
llegó a enterarse de esto. Estaba ya a bordo de la nave con Sima, luchando
frenéticamente con sus tentaciones.
Una de las cosas que todo el mundo sabe del viaje espacial, pero nunca
menciona, es su cualidad afrodisíaca. Como en los tiempos antiguos, cuando
los viajeros cruzaban océanos en barcos, los pasajeros se encuentran aislados
en su pequeño mundo durante una semana. Quedan aislados de la realidad.
Invade la nave una mágica sensación de libertad de toda atadura y de toda
responsabilidad. Todos echan una cana al aire. Hay miles de romances de
reactor por semana... relaciones fugaces y apasionadas que se disfrutan en
completa seguridad y concluyen el día del aterrizaje.
En esta atmósfera, Frankie Alceste mantenía un rígido control de sí mismo.
Poco le ayudaba el hecho de ser una celebridad con un tremendo magnetismo
físico. Mientras una docena de bellas mujeres se arrojaban a sus brazos, él
perseveraba en su papel de hermano mayor y palmeaba a Sima como un
hermano, hasta que ésta protestó.
—Sé que eres un magnifico amigo de Johnny y un buen amigo mío —dijo la
última noche—. Pero eres agotador, Frankie. Estoy llena de cardenales.
—Si, ya lo sé. Es una costumbre. Algunos, como Johnny, piensan con el
cerebro. Yo, creo que pienso con los puños.
Estaban de pie bajo la bóveda acristalada por la que se veían las estrellas, y
les bañaba la suave luz de Ross-Alfa que se aproximaba ya, y resulta difícil
imaginar algo más romántico que el terciopelo del espacio iluminado por el tono
blanco violeta de un sol distante. Sima ladeó la cabeza y le miró.
—Hablé con algunos de los pasajeros dijo—. Eres famoso, ¿verdad?
—Más bien conocido...
—Hay tanto que apreciar en ti. Ante todo, quiero pensar en ti.
—¿En mi?
—Ha sido una cosa tan súbita—dijo Sima, asintiendo—. Estaba desconcertada
y tan emocionada que no tuve tiempo siquiera de darte las gracias, Frankie. Te
las doy ahora. Estoy comprometida contigo para siempre.
Le echó los brazos al cuello y le besó. Alceste empezó a temblar.
"No", pensó. "No. Ella no sabe lo que hace. Está tan atolondrada y feliz con la
idea de ver otra vez a Johnny que no se da cuenta..."
Buscó tras de sí hasta que sintió la helada superficie del cristal; antes de
apartarse, apretó deliberadamente las palmas de sus manos contra la
superficie, a temperatura bajo cero. El dolor le hizo dar un salto. Sima le soltó
sorprendida y cuando él apartó sus manos, dejó atrás treinta centímetros
cuadrados de piel y sangre.
Por fin desembarcó en Ross-Alfa III con una chica en perfectas condiciones y
dos manos en condiciones pésimas y fue recibido por el agrio Aldous Fisher,
acompañado de un funcionario que pidió al señor Alceste que le acompañase a
una oficina para tener una importante conversación privada.
—Se ha puesto en nuestro conocimiento, gracias al señor Fisher—dijo el
funcionario—, que intenta usted introducir a una joven de status ilegal.
—¿Cómo puede saberlo el señor Fisher? —preguntó Alceste.
—¡Imbécil!—escupió Fisher—. ¿Crees que te dejaría hacerlo? Estuvieron
siguiéndote. Minuto a minuto.
—El señor Fisher nos informa—continuó el funcionario con rigidez—, que la
mujer que viene con usted viaja con nombre supuesto. Sus papeles son falsos.
—¿Cómo que son falsos?—dijo Alceste—. Ella es Sima Morgan. Sus
documentos dicen que ella es Sima Morgan.
—Sima Morgan murió hace once años—contestó Fisher—. La mujer que viene
contigo no puede ser Sima Morgan.
—Y a menos que se aclare su verdadera identidad—dijo el funcionario—, se le
prohibirá la entrada.
—Tendré aquí, dentro de una semana, los documentos que demuestran la
muerte de Sima Morgan —añadió Fisher triunfalmente.
Alceste miró a Fisher y movió la cabeza.
—Aunque no lo sepas, estás facilitándome las cosas—dijo—. Si hay algo que
me gustaría hacer es sacarla de aquí y no permitir a Johnny verla. Tengo
tantas ganas de guardármela para mí que...
Se contuvo y acarició las vendas de sus manos.
—Retira tu acusación, Fisher—añadió.
—No—replicó Fisher.
—No puedes mantenernos separados. Al menos de este modo. Suponte que la
detienen. ¿A quién te parece que citaría judicialmente para demostrar su
identidad? A John Strapp. ¿A quien llamaría yo primero para que viniese a
verla? A John Strapp. ¿Crees que podrías detenerme?
—Ese contrato—empezó Fisher—. Lo que haré...
—Al infierno con el contrato. Enséñaselo. Él quiere a su chica, no a mí. Retira
tu acusación, Fisher. Y abandona la lucha. Has perdido tu vale de comidas.
Fisher le lanzó una furiosa mirada, tragó saliva, y luego masculló:
—Retiro la acusación —luego, miró el césped con los ojos inyectados en
sangre—. Este no es aún el último asalto —dijo, y salió de la oficina.
Fisher estaba preparado. A una distancia de años luz podría encontrarse
demasiado tarde con demasiado poco. Allí, en Ross-Alfa III, estaba protegiendo
su propiedad. Disponía de todo el poder y del dinero de John Strapp. El flotador
que Frankie Alceste y Sima tomaron en el espaciopuerto estaba pilotado por un
ayudante de Fisher que abrió la puerta de la cabina y realizó bruscos virajes
intentando arrojar al aire a sus viajeros. Alceste rompió el cristal de separación
y rodeó con un musculoso brazo la garganta del conductor hasta que éste
enderezó el flotador y les llevó pacíficamente a tierra. Alceste advirtió
complacido que Sima no se había puesto más nerviosa de lo necesario.
En la carretera, les recogió uno de los centenares de coches que pasaban bajo
el flotador. Al primer disparo, Alceste metió a Sima en el quicio de una puerta,
que abrió a costa de una herida en el hombro, la cual vendó precipitadamente
con trozos de la enagua de Sima. Los ojos oscuros de ésta se abrían
desmesuradamente, pero no se quejaba. Alceste la felicitó con poderosas
palmadas y la subió a la terraza y descendió con ella por el edificio contiguo,
donde entró en un apartamento y telefoneó pidiendo una ambulancia.
Cuando llegó la ambulancia, Alceste y Sima bajaron a la calle, donde se
encontraron con policías uniformados que tenían órdenes oficiales de buscar a
una pareja que respondía a su descripción. "Buscados por robo de flotador con
asalto. Peligrosos, tiren a matar". Alceste se deshizo del policía y también del
conductor de la ambulancia y del enfermero. El y Sima partieron en la
ambulancia, Alceste conduciendo como un loco, Sima manejando la sirena
como una alucinada.
Abandonaron la ambulancia en el distrito comercial del centro de la ciudad,
entraron en unos grandes almacenes y salieron cuarenta minutos después,
convertidos en un criado de uniforme que empujaba a un anciano en una silla
de ruedas. Pese a los problemas planteados por el busto, Sima podía pasar por
un criado. Frankie estaba lo bastante débil por las diversas heridas para
fingirse un viejo.
Se inscribieron en el Espléndido de Ross, donde Alceste encerró a Sima en
una suite, hizo que le curaran el hombro y se compró un arma. Luego fue a ver
a John Strapp. Le encontró en la Oficina de Estadísticas Vitales, sobornando al
encargado general y presentándole una tira de papel que daba la misma
descripción de aquel amor perdido tanto tiempo atrás.
—Qué hay, Johnny—dijo Alceste.
—¡Qué hay, Frankie! —gritó Strapp muy contento.
Se dieron un afectuoso puñetazo mutuo. Con sonrisa feliz, Alceste vio a Strapp
explicar detalles al encargado general y ofrecerle más dinero a cambio de los
nombres y direcciones de todas las chicas de más de veintiuno que se
ajustasen a la descripción del papel. Cuando salían, Alceste dijo:
—Conocí a una chica que podría ajustarse a eso, Johnny.
Aquella mirada fría brilló en los ojos de Strapp.
—¿Sí? —dijo.
—Tiene un ligero ceceo.
Strapp miró con expresión extraña a Alceste.
—Y una forma divertida de ladear la cabeza cuando habla.
Strapp agarró el brazo de Alceste.
—El único problema es que resulta más infantil que la mayoría, más como un
camarada. ¿Sabes lo que quiero decir? Atrevida y valiente.
—Muéstramela, Frankie—dijo Strapp en voz baja.
Subieron a un flotador y descendieron en la terraza del Espléndido. El ascensor
les condujo hasta la planta veinte y se dirigieron a la suite 2~M. Alceste llamó a
la puerta con la clave acordada. Respondió una voz de mujer: "Adelante".
Alceste estrechó la mano de Strapp y dijo: "Enhorabuena, Johnny". Abrió la
puerta y luego descendió hasta el vestíbulo y se apoyó en la balaustrada. Sacó
su revólver por si aparecía Fisher con malas intenciones. Contemplando la
resplandeciente ciudad, pensó que todos los hombres podrían ser felices si
todos echasen una mano. Pero a veces esa mano resultaba cara.
John Strapp entró en la suite. Cerró la puerta, se volvió y examinó fría,
detenidamente, a aquella muchacha. Ella le miraba desconcertada. Strapp se
acercó más, caminó alrededor de ella, volvió otra vez a situarse frente a frente.
—Di algo —pidió él.
—Tú no eres John Strapp—balbució ella.
—Sí.
—¡No! —exclamó ella—. ¡No! Mi Johnny es joven. Mi Johnny es...
Strapp se aproximó como un tigre. Sus manos y sus labios la recorrieron
ferozmente mientras sus ojos observaban con frialdad. La chica gritaba y se
debatía, aterrada por aquellos ojos extraños, tan ajenos. Por aquellas manos
ásperas, tan ajenas, por los impulsos ajenos de la persona que en tiempos
había sido su Johnny Strapp, pero de la que la separaban ahora dolorosos
años de cambios.
—¡Tú eres otro! —gritó—. Tú no eres John Strapp. Tú eres otro hombre.
Y Strapp, no tanto once años más viejo como once años distinto al hombre
cuyo recuerdo estaban intentando ocupar, se preguntó a sí mismo: "¿Eres tú mi
Sima? ¿Eres tú mi amor... mi amor perdido y muerto?" Y el cambio dentro de él
contestó: "No, ésta no es tu Sima. Esta no es tu amor. Sigue, Johnny. Sigue y
busca. La encontrarás algún día, a la chica que perdiste".
Pagó como un caballero y se fue.
Desde el balcón, Alceste le vio salir. Tan asombrado estaba que no pudo
llamarle. Volvió a la suite y encontró a Sima allí de pie, sobrecogida,
contemplando un montón de dinero que había sobre la mesa. Comprendió
inmediatamente lo que había sucedido. Sima, cuando vio a Alceste, empezó a
llorar... No como una chica, sino como un muchacho, con los puños cerrados y
la cara apretada.
—Frankie —gimió—. ¡Dios mío, Frankie! —extendió los brazos hacia él con
desesperación. Estaba perdida en un mundo que la había adelantado.
Él dio un paso, pero luego vaciló. Hizo una última tentativa de borrar el amor
que sentía en su interior por aquella criatura buscando un medio de unirla a
Strapp. Luego perdió el control y la cogió en sus brazos.
"Ella no sabe lo que hace", pensó. "Está asustada y se ve perdida. No es mía.
Aún no. Quizás nunca".
Y luego: "Fisher ha ganado y yo he perdido".
Y por último: "Sólo recordamos el pasado; nunca lo conocemos cuando lo
encontramos. La mente retrocede, pero el tiempo sigue y los adioses deberían
ser para siempre".
FIN
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