E. B. White
Cuando el hombre entró con la máquina bajo el brazo, la mayoría de nosotros levantamos la vista de nuestros tragos, porque nunca antes habíamos estado en presencia de una cosa como aquélla. El hombre dejó el aparato encima de la barra, cerca de las espitas de cerveza. Ocupaba una gran cantidad de espacio y se notaba que al cantinero no le gustaba mucho tener aquel aparato feo y grande aparcado allí.
- Dos rye con agua - dijo el hombre.
El camarero continuó mezclando un Old-Fashioned que estaba preparando, pero era obvio que el pedido le daba qué pensar.
- ¿Quiere uno doble? - preguntó después de unos momentos.
- No - dijo el hombre -. Dos rye con agua, por favor.
Clavó sus ojos en el cantinero, no precisamente en forma inamistosa, pero tampoco con cordialidad.
El trato diario de muchos años con la clase de gente que frecuenta los bares había desarrollado en el cantinero un carácter adaptable. Sin embargo, no se adaptó enseguida a este individuo y no le gustó la máquina. Eso se notaba claramente. Recogió un cigarrillo encendido que reposaba en el borde de la caja registradora, le dio una chupada y volvió a ponerlo ensimismadamente en su lugar. Luego sirvió dos tragos de whisky rye, llenó dos vasos de agua y empujó los cuatro vasos frente al hombre. La gente observaba. Cuando sucede en una cantina algo un poco fuera de lo común, su sentido es captado por los parroquianos y eso los identifica entre sí.
El hombre no se dio por enterado de que todas las miradas convergían sobre él. Tiró un billete de cinco dólares sobre el mostrador; luego se bebió uno de los tragos y tomó agua. Levantó el otro rye, separó de la máquina un aditamento pegado a ella que parecía una aceitera y echó el whisky dentro, vertiendo el agua después.
El cantinero miraba ceñudamente.
- No le veo la gracia - dijo con voz imperturbable -. Y lo que es más, su compañero ocupa mucho espacio. ¿Por qué no lo coloca en aquel banco junto a la puerta y deja más espacio aquí?
- Hay bastante espacio para todos - repuso el hombre.
- No me hace gracia - dijo el cantinero -. Acabe de poner ese aparato latoso cerca de la puerta como le dije. Nadie le pondrá un dedo.
El hombre sonrió.
- Debieran haberlo visto esta tarde - dijo -. Estuvo magnífico. Hoy fue el tercer día del torneo. Imagínense ¡tres días de constante bregar intelectual! ¡Y frente a los mejores jugadores del país! En el inicio de la partida obtuvo una ventaja, luego, durante dos horas, la aprovechó brillantemente, llevando a una esquina al rey de su contrario. La súbita captura de un caballo, la neutralización de un alfil y todo acabó. ¿Saben cuánto dinero ganó en total en tres días que jugó ajedrez?
- ¿Cuánto? - preguntó el cantinero.
- Cinco mil dólares - dijo el hombre -. Ahora quiere soltarse, quiere emborracharse un poco.
El cantinero pasó su trapo distraídamente sobre algunas manchas húmedas.
- Llévelo a otro lado y emborráchelo allí - dijo firmemente -. Tengo ya bastantes problemas.
El hombre meneó la cabeza y sonrió.
- No, nos gusta este lugar.
Señaló los vasos vacíos.
- Por favor, repita esto, ¿quiere?
El cantinero meneó lentamente la cabeza. Se veía desconcertado, pero a la vez testarudo.
- Quite eso de ahí - ordenó -. Yo no le sirvo whisky a los tipos que se dedican a inventar bromas.
- Bromistas - dijo la máquina -. Lo que usted quiere decir es que no le sirve whisky a los bromistas.
En la barra, a unos cuantos pies de distancia, un parroquiano que bebía su tercer trago parecía disponerse a participar en esta conversación que nosotros habíamos estado escuchando con gran atención. Era un tipo algo más que cuarentón. Tenía el nudo de la corbata corrido a un lado y desabotonado el cuello de la camisa. Casi había terminado su tercer trago y el alcohol lo instaba a solidarizarse con los discriminados y los sedientos.
- Si la máquina quiere otro trago, déle otro trago - le dijo al cantinero -. Y sin refunfuñar.
El hombre de la máquina se volvió hacia su nuevo amigo y levantó parsimoniosamente la mano hasta la sien, brindándole un saludo de gratitud y de camaradería. Le dirigió su próximo comentario, como ignorando deliberadamente al cantinero.
- Usted sabe lo que es sentirse agotado mentalmente, cómo uno desea un trago.
- Desde luego - repuso el amigo -. Es lo más natural del mundo.
Una cierta agitación recorrió la cantina, algunos parroquianos parecían estar de parte del cantinero, otros de parte del grupo de la máquina. Un hombre alto y tristón parado junto a mí, alzó la voz.
- Otro Whisky-Sour, Bill - dijo -. Y no le eches tanto jugo de limón.
- Acido pícrico - dijo la máquina taciturnamente -. En estos lugares no usan jugo de limón natural.
- Ni una más - dijo el cantinero dando un manotazo en la barra -. O quita esa cosa de ahí o se larga. Le digo que no estoy para juegos. Tengo que atender esta cantina y no le aguanto más monerías a ese cerebro mecánico o lo que eso que usted tiene ahí sea.
El hombre desoyó el ultimátum. Se dirigió a su amigo, cuyo vaso estaba ahora vacío.
- No es sólo que esté agotado mentalmente después de haber estado jugando ajedrez durante tres días seguidos - dijo amablemente -. ¿Sabe otra razón por la que quiere un trago?
- No - dijo el amigo -. ¿Por qué?
- Hizo trampas - dijo el hombre.
Al oír este comentario, la máquina emitió una risita. Uno de sus brazos se inclinó ligeramente y una luz brilló en un dial.
El amigo frunció el ceño. Parecía como si se sintiera herido en su amor propio; como si su lealtad hubiese sido contrariada.
- Nadie puede hacer trampas en el ajedrez, es imposible. En ajedrez todo es abierto y sobre el tablero. La naturaleza del juego es tal que es imposible hacer trampas.
- Eso es también lo que yo creía - dijo el hombre - Pero existe una manera de hacer trampa.
- Bueno, no me causa ninguna sorpresa - interfirió el cantinero -. Desde que me fijé en ese aparato mierdero, me di cuenta de que era un delincuente.
- Dos rye con agua - dijo el hombre.
- No le doy más whisky - dijo el cantinero.
Miró con roña al cerebro mecánico. - ¿Cómo sé que no está borracho ya?
- Eso es fácil. Pregúntele cualquier cosa.
Los parroquianos cambiaron de posición y clavaron los ojos en el espejo. Todos estábamos pendientes del asunto. Aguardamos. Le tocaba mover sus piezas al cantinero.
- ¿Preguntarle qué? ¿Qué cosa? - dijo el cantinero.
- Lo que se le antoje. Escoja un par de cifras altas, pídale que las multiplique. Usted no podría multiplicar cifras altas si estuviera borracho, ¿no es así?
La máquina se estremeció ligeramente, como si estuviera realizando preparativos en su interior.
- Diez mil ochocientos sesenta y dos. Multiplicado por noventa y nueve - dijo el cantinero con ferocidad.
Nos dimos cuenta de que había metido los dos nueves para dificultar la operación.
La máquina parpadeó. Uno de sus tubos chisporroteó y una manivela cambió de posición abruptamente.
- Un millón, setenta y cinco mil trescientos treinta y ocho - dijo la máquina.
Ni un solo vaso se alzó a lo largo de la barra. Los parroquianos no hicieron más que mirar apresadumbradamente al espejo; algunos de nosotros cambiábamos miradas escrutadoras, otros lanzaban miradas de soslayo al hombre y a la máquina.
Por fin un joven parroquiano, ducho en las matemáticas, sacó un pedazo de papel y lápiz y se apartó del grupo.
- La multiplicación que hizo la máquina es correcta - anunció después de algunos minutos de labor -. No se puede decir que esté borracha.
Ahora todos miraron con malos ojos al cantinero. A regañadientes, sirvió dos tragos más de rye y llenó dos vasos de agua. El hombre bebió su trago y luego le dio a la máquina el suyo. La luz de la máquina disminuyó su fulgor. Una de las pequeñas manivelas se engurruñó.
Durante un rato, la cantina se agitó como un barco que corta el agua en medio de un mar en calma. Todos y cada uno de nosotros parecíamos tratar de digerir la situación con la ayuda de la bebida. Unos cuantos vasos fueron rellenados. La mayoría de nosotros buscaba auxilio en el espejo, el tribunal de última apelación.
El hombre del cuello desabotonado definió la situación. Caminó con cierta rigidez y se paró entre el hombre y la máquina. Puso un brazo alrededor del hombre y el otro alrededor de la máquina.
- Vámonos de aquí a un buen lugar - dijo.
La máquina emitió ligeros fulgores. Parecía estar un poco borracha.
- Está bien - dijo el hombre. - Eso me parece muy bien. Tengo el automóvil allá afuera.
Pagó por los tragos y agregó una propina. Quedamente, y con un poco de incertidumbre, se encajó la máquina bajo el brazo, luego él y su compañero de la noche enfilaron hacia la puerta y salieron a la calle.
El cantinero los miró fijamente y luego reasumió su ligero atareo detrás de la barra.
- ¿Así que ese tipo tiene su automóvil allá afuera? - dijo con soma hiriente -. ¡No me hagan reír!
Un parroquiano sentado al final de la barra, cerca de la puerta, dejó su trago, se acercó a la ventana, apartó las cortinillas y miró hacia afuera. Observó por unos momentos. Luego regresó a su lugar y se dirigió al cantinero:
- El chiste es mejor de lo que usted piensa - dijo -. Se trata de un Cadillac. ¿Y cuál de los tres tipos creen ustedes que va al conduciendo?
FIN
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