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william hill

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lunes, 5 de diciembre de 2011

Historias de fantasmas






Historias de fantasmas

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Charles Dickens

Índice

El manuscrito de un loco

La historia del viajante de comercio...

La historia de los duendes que secuestraron a un enterrador

La historia del tío del viajante

El barón de Grogzwig

Una confesión encontrada en una prisión de la época de Carlos II....

Para leer al atardecer

Juicio por asesinato

Fantasmas de Navidad.

La novia del ahorcado

La visita del señor Testador

La casa hechizada. Los mortales de la casa




________________

El manuscrito de un loco

¡Sí...! ¡Un loco! ¡Cómo sobrecogía mi corazón esa palabra hace años! ¡Cómo

habría despertado el terror que solía sobrevenirme a veces, enviando la sangre silbante y

hormigueante por mis venas, hasta que el rocío frío del miedo aparecía en gruesas gotas

sobre mi piel y las rodillas se entrechocaban por el espanto! Y, sin embargo, ahora me

agrada. Es un hermoso nombre. Mostradme al monarca cuyo ceño colérico haya sido

temido alguna vez más que el brillo de la mirada de un loco... cuyas cuerdas y hachas




fueran la mitad de seguras que el apretón de un loco. ¡Ja, ja! ¡Es algo grande estar loco!

Ser contemplado como un león salvaje a través de los barrotes de hierro... rechinar los

dientes y aullar, durante la noche larga y tranquila, con el sonido alegre de una cadena,

pesada... y rodar y retorcerse entre la paja extasiado por tan valerosa música. ¡Un hurra

por el manicomio! ¡Ay, es un lugar excelente!

Me acuerdo del tiempo en el que tenía miedo de estar loco; cuando solía

despertarme sobresaltado, caía de rodillas y rezaba para que se me perdonara la

maldición de mi raza; cuando huía precipitadamente ante la vista de la alegría o la

felicidad, para ocultarme en algún lugar solitario y pasar fatigosas horas observando el

progreso de la fiebre que consumiría mi cerebro. Sabía que la locura estaba mezclada

con mi misma sangre y con la médula de mis huesos. Que había pasado una generación

sin que apareciera la pestilencia y que era yo el primero en quien reviviría. Sabía que

tenía que ser así: que así había sido siempre, y así sería; y cuando me acobardaba en

cualquier rincón oscuro de una habitación atestada, y veía a los hombres susurrar,

señalarme y volver los ojos hacia mí, sabía que estaban hablando entre ellos del loco

predestinado; y yo huía para embrutecerme en la soledad.

Así lo hice durante años; fueron unos años largos, muy largos. Aquí las noches

son largas a veces... larguísimas; pero no son nada comparadas con las noches

inquietas y los sueños aterradores que sufría en aquel tiempo. Sólo recordarlo me da

frío. En las esquinas de la habitación permanecían acuclilladas formas grandes y

oscuras de rostros insidiosos y burlones, que luego se inclinaban sobre mi cama por la

noche, tentándome a la locura. Con bajos murmullos me contaban que el suelo de la

vieja casa en la que murió el padre de mi padre estaba manchado por su propia sangre,

que él mismo se había provocado en su furiosa locura. Me tapaba los oídos con los

dedos, pero gritaban dentro de mi cabeza hasta que la habitación resonaba con los

gritos que decían que una generación antes de él la locura se había dormido, pero que

su abuelo había vivido durante años con las manos unidas al suelo por grilletes para

impedir que se despedazara a sí mismo con ellas. Sabía que contaban la verdad... bien

que lo sabía. Lo había descubierto años antes, aunque habían intentado ocultármelo.

¡Ja, ja! Era demasiado astuto para ellos, aunque me consideraran como un loco.

Finalmente llegó la locura y me maravillé de que alguna vez hubiera podido tenerle

miedo. Ahora podía entrar en el mundo y reír y gritar con los mejores de entre ellos. Yo

sabía que estaba loco, pero ellos ni siquiera lo sospechaban. ¡Solía palmearme a mí

mismo de placer al pensar en lo bien que les estaba engañando después de todo lo que

me habían señalado y de cómo me habían mirado de soslayo, cuando yo no estaba loco y

sólo tenía miedo de que pudiera enloquecer algún día! Y cómo solía reírme de puro

placer, cuando estaba a solas, pensando lo bien que guardaba mi secreto y lo

rápidamente que mis amables amigos se habrían apartado de mí de haber conocido la

verdad. Habría gritado de éxtasis cuando cenaba a solas con algún estruendoso buen

amigo pensando en lo pálido que se pondría, y lo rápido que escaparía, al saber que el

querido amigo que se sentaba cerca de él, afilando un cuchillo brillante y reluciente, era




un loco con toda la capacidad, y la mitad de la voluntad, de hundirlo en su corazón. ¡Ay,

era una vida alegre!

Las riquezas fueron mías, la abundancia se derramó sobre mí y alborotaba entre

placeres que multiplicaban por mil la conciencia de mi secreto bien guardado. Heredé

un patrimonio. La ley, la propia ley de ojos de águila, había sido engañada, y había

entregado en las manos de un loco miles de discutidas libras. ¿Dónde estaba el ingenio

de los hombres listos de mente sana? ¿Dónde la habilidad de los abogados, ansiosos por

descubrir un fallo? La astucia del loco les había superado a todos.

Tenía dinero. ¡Cómo me cortejaban! Lo gastaba profusamente. ¡Cómo me

alababan! ¡Cómo se humillaban ante mí aquellos tres hermanos orgullosos y despóticos!

¡Y el anciano padre de cabellos blancos, qué deferencia, qué respeto, qué dedicada

amistad, cómo me veneraba! El anciano tenía una hija y los hombres una hermana; y los

cinco eran pobres. Yo era rico, y cuando me casé con la joven vi una sonrisa de triunfo

en los rostros de sus necesitados parientes, pues pensaban que su plan había funcionado

bien y habían ganado el premio. A mí me tocaba sonreír. ¡Sonreír! Reírme a carcajada

limpia, arrancarme los cabellos y dar vueltas por el suelo con gritos de gozo. Bien poco

se daban cuenta de que la habían casado con un loco.

Pero un momento. De haberlo sabido, ¿la habrían salvado? La felicidad de la

hermana contra el oro de su marido. ¡La más ligera pluma lanzada al aire contra la

alegre cadena que adornaba mi cuerpo! Pero en una cosa, pese a toda mi astucia, fui

engañado. Si no hubiera estado loco, pues aunque los locos tenemos bastante buen

ingenio a veces nos confundimos, habría sabido que la joven antes habría preferido que

la colocaran rígida y fría en una pesado ataúd de plomo que llegar vestida de novia a mi

rica y deslumbrante casa. Habría sabido que su corazón pertenecía a un muchacho de

ojos oscuros cuyo nombre le oí pronunciar una vez entre suspiros en uno de sus sueños

turbulentos, y que me había sido sacrificada para aliviar la pobreza del hombre anciano

de cabellos blancos y de sus soberbios hermanos.

Ahora no recuerdo ni las formas ni los rostros, pero sé que ella era hermosa. Sé que

lo era, pues en las noches iluminadas por la luna, cuando me despierto sobresaltado de

mi sueno y todo está tranquilo a mi alrededor, veo, de pie e inmóvil en una esquina de

esta celda, una figura ligera y desgastada de largos cabellos negros que le caen por el

rostro, agitados por un viento que no es de esta tierra, y unos ojos que fijan su mirada en

los míos y jamás parpadean o se cierran. ¡Silencio! La sangre se me congela en el

corazón cuando escribo esto... ese cuerpo es el de ella; el rostro está muy pálido y los

ojos tienen un brillo vidrioso, pero los conozco bien. La figura nunca se mueve; jamás

gesticula o habla como las otras que llenan a veces este lugar, pero para mí es mucho

más terrible, peor incluso que los espíritus que me tentaban hace muchos años... Ha

salido fresca de la tumba, y por eso resulta realmente mortal.

Durante casi un año vi cómo ese rostro se iba volviendo cada vez más pálido;

durante casi un año vi las lágrimas que caían rodando por sus dolientes mejillas, y nunca




conocí la causa. Sin embargo, finalmente lo descubrí. No podía evitar durante mucho

tiempo que me enterara. Ella nunca me había querido; por mi parte, yo nunca pensé que

lo hiciera; ella despreciaba mi riqueza y odiaba el esplendor en el que vivía; pero yo no

había esperado eso. Ella amaba a otro y a mí jamás se me había ocurrido pensar en tal

cosa. Me sobrecogieron unos sentimientos extraños y giraron y giraron en mi cerebro

pensamientos que parecían impuestos por algún poder extraño y secreto. No la odiaba,

aunque odiaba al muchacho por el que lloraba. Sentía piedad, sí, piedad, por la vida

desgraciada a la que la habían condenado sus parientes fríos y egoístas. Sabía que ella no

podía vivir mucho tiempo, pero el pensamiento de que antes de su muerte pudiera

engendrar algún hijo de destino funesto, que transmitiría la locura a sus descendientes,

me decidió. Resolví matarla.

Durante varias semanas pensé en el veneno, y luego en ahogarla, y en el fuego. Era

una visión hermosa la de la gran mansión en llamas, y la esposa del loco convirtiéndose

en cenizas. Pensé también en la burla de una gran recompensa, y algún hombre cuerdo

colgando y mecido por el viento por un acto que no había cometido... ¡y todo por la

astucia de un loco! Pensé a menudo en ello, pero finalmente lo abandoné. ¡Ay! ¡El

placer de afilar la navaja un día tras otro, sintiendo su borde afilado y pensando en la

abertura que podía causar un golpe de su borde delgado y brillante!

Finalmente, los viejos espíritus que antes habían estado conmigo tan a menudo me

susurraron al oído que había llegado el momento y pusieron la navaja abierta en mi

mano. La sujeté con firmeza, la elevé suavemente desde el lecho y me incliné sobre mi

esposa, que yacía dormida. Tenía el rostro enterrado en las manos. Las aparté

suavemente y cayeron descuidadamente sobre su pecho. Había estado llorando, pues los

rastros de las lágrimas seguían húmedos sobre las mejillas. Su rostro estaba tranquilo y

plácido, y mientras lo miraba, una sonrisa tranquila iluminó sus rasgos pálidos. Le puse

la mano suavemente en el hombro. Se sobresaltó... había sido tan sólo un sueño

pasajero. Me incliné de nuevo hacia delante y ella gritó y despertó.

Un solo movimiento de mi mano y nunca habría vuelto a emitir un grito o sonido.

Pero me asusté y retrocedí. Sus ojos estaban fijos en los míos. No sé por qué, pero me

acobardaban y asustaban; y gemí ante ellos. Se levantó, sin dejar de mirarme con fijeza.

Yo temblaba; tenía la navaja en la mano, pero no podía moverme. Ella se dirigió hacia la

puerta. Cuando estaba cerca, se dio la vuelta y apartó los ojos de mi rostro. El

encantamiento se deshizo. Di un salto hacia delante y la sujeté por el brazo. Lanzando

un grito tras otro, se dejó caer al suelo.

Podría haberla matado sin lucha, pero se había provocado la alarma en la casa. Oí

pasos en los escalones. Dejé la cuchilla en el cajón habitual, abrí la puerta y grité en voz

alta pidiendo ayuda.

Vinieron, la cogieron y la colocaron en la cama. Permaneció con el conocimiento

perdido durante varias horas; y cuando recuperó la vida, la mirada y el habla, había

perdido el sentido y desvariaba furiosamente.




Llamamos a varios médicos, hombres importantes que llegaron hasta mi casa en

finos carruajes, con hermosos caballos y criados llamativos. Estuvieron junto a su

lecho durante semanas. Celebraron una importante reunión y consultaron unos con

otros, en voz baja y solemne, en otra habitación. Uno de ellos, el más inteligente y

famoso, me llevó con él a un lado y me rogó que me preparara para lo peor. Me dijo

que mi esposa estaba loca... ¡a mí, al loco! Permaneció cerca de mí junto a una ventana

abierta, mirándome directamente al rostro y dejando una mano sobre mi hombro. Con

un pequeño esfuerzo habría podido lanzarlo abajo, a la calle. Habría sido divertido

hacerlo, pero mi secreto estaba en juego y dejé que se marchara. Unos días más tarde

me dijeron que debía someterla a algunas limitaciones: debía proporcionarle alguien

que la cuidara. ¡Me lo pedían a mí!¡Salí al campo abierto, donde nadie pudiera

escucharme, y reí hasta que el aire resonó con mis gritos!

Murió al día siguiente. El anciano de cabello blanco la siguió hasta la tumba y los

orgullosos hermanos dejaron caer una lágrima sobre el cadáver insensible de aquella

cuyos sufrimientos habían considerado con músculos de hierro mientras vivió. Todo

aquello alimentaba mi alegría secreta, y reía oculto por el pañuelo blanco que tenía

sobre el rostro mientras regresamos cabalgando a casa, hasta que las lágrimas brotaron

de mis ojos.

Pero aunque había cumplido mi objetivo, y la había asesinado, me sentí inquieto y

perturbado, y pensé que no tardarían mucho en conocer mi secreto. No podía ocultar la

alegría y el regocijo salvaje: que hervían en mi interior y que cuando estaba a solas, en

casa, me hacía dar saltos y batir palmas, dan do vueltas y más vueltas en un baile

frenético, y gritar en voz muy alta. Cuando salía y veía a las masas atareadas que se

apresuraban por la calle, o acudía a teatro y escuchaba el sonido de la música y

contemplaba la danza de los demás, sentía tal gozo que m, habría precipitado entre

ellos y les habría despedazado miembro a miembro, aullando en el éxtasi que me

produciría. Pero apretaba los dientes, afirmaba los pies en el suelo y me clavaba las

afilada uñas en las manos. Mantenía el secreto y nadie sabía aún que yo era un loco.

Recuerdo, aunque es una de las últimas cosa que puedo recordar, pues ahora la

realidad se mezcla con mis sueños, y teniendo tanto que hacer, habiéndome traído

siempre aquí tan presurosa mente, no me queda tiempo para separar entre lo dos, por la

extraña confusión en la que se halla] mezclados... Recuerdo de qué manera finalmente

se supo. ¡Ja, ja! Me parece ver ahora sus mirada asustadas, y sentir cómo se apartaban

de mí, mientras yo hundía mi puño cerrado en sus rostros blancos y luego escapaba

como el viento, y les dejaba gritando atrás. Cuando pienso en ello me vuelve la fuerza

de un gigante. Mirad cómo se curva esta barra de hierro con mis furiosos tirones.

Podría romperla como si fuera una ramita, pero sé que detrás hay largas galerías con

muchas puertas; no creo que pudiera encontrar el camino entre ellas; y aunque pudiera,

sé que allá abajo hay puertas de hierro que están bien cerradas con barras. Saben que

he sido un loco astuto, y están orgullosos de tenerme aquí para poder mostrarme.




Veamos, sí, había sido descubierto. Era ya muy tarde y de noche cuando llegué a

casa y encontré allí al más orgulloso de los tres orgullosos hermanos, esperando para

verme... dijo que por un asunto urgente. Lo recuerdo bien. Odiaba a ese hombre con

todo el odio de un loco. Muchas veces mis dedos desearon despedazarle. Me dijeron

que estaba allí y subí presurosamente las escaleras. Tenía que decirme unas palabras.

Despedí a los criados. Era tarde y estábamos juntos y a solas... por primera vez.

Al principio aparté cuidadosamente mis ojos de él, pues era consciente de lo que

él no podía ni siquiera pensar, y me glorificaba en ese conocimiento: que la luz de la

locura brillaba en mis ojos como el fuego. Permanecimos unos minutos sentados en

silencio. Finalmente, habló. Mi reciente disipación, y algunos comentarios extraños

hechos poco después de la muerte de su hermana, eran un insulto para la memoria de

ésta. Uniendo a ello otras muchas circunstancias que al principio habían escapado a su

observación, había terminado por pensar que yo no la había tratado bien. Deseaba

saber si tenía razón al decir que yo pensaba hacer algún reproche a la memoria de su

hermana, faltando con ello al respeto a la familia. Exigía esa explicación por el

uniforme que llevaba puesto.

Aquel hombre tenía un nombramiento en ejército... ¡un nombramiento comprado

con mi dinero y con la desgracia de su hermana! Él fue el que: más había tramado para

insidiar y quedarse con n riqueza. Él había sido el principal instrumento para obligar a

su hermana a casarse conmigo, y bien sabia que el corazón de aquélla pertenecía al

piadoso muchacho. ¡Por causa de su uniforme! ¡El uniforme e su degradación! Volví

mis ojos hacia él... no pude evitarlo; pero no dije una sola palabra.

Vi que bajo mi mirada se produjo en él un cambio repentino. Era un hombre

valiente, pero el color desapareció de su rostro y retrocedió en su silla. ~ acerqué la

mía a la suya; y mientras reía, pues entonces estaba muy alegre, vi cómo se estremecía.

Sen que la locura brotaba de mi interior. Sentí miedo de mí mismo.

—Quería usted mucho a su hermana cuando el vivía—le dije—. Mucho.

Miró con inquietud a su alrededor, y le vi sujeta con la mano el respaldo de la

silla; pero no dije nada.

—Es usted un villano —le dije—. Le he descubierto. Descubrí sus infernales

trampas contra mí; que el corazón de ella estaba puesto en otro cuando usted la obligó

a casarse conmigo. Lo sé... lo sé.

De pronto, se levantó de un salto de la silla y blandió en alto, obligándome a

retroceder, pus mientras iba hablando procuraba acercarme más a él.

Más que hablar grité, pues sentí que pasiones tumultuosas corrían por mis venas, y

los viejos espíritus me susurraban y tentaban para que le sacara el corazón.

—Condenado sea —dije poniéndome en pie y lanzándome sobre él—. Yo la maté.

Estoy loco. Acabaré con usted. ¡Sangre, sangre! ¡Tengo que tenerla!




Me hice a un lado para evitar un golpe que, en su terror, me lanzó con la silla, y me

enzarcé con él. Produciendo un fuerte estrépito, caímos juntos al suelo y rodamos sobre

él.

Fue una buena pelea, pues era un hombre alto y fuerte que luchaba por su vida, y

yo un loco poderoso sediento de su destrucción. No había ninguna fuerza igual a la mía,

y yo tenía la razón. ¡Sí, la razón, aunque fuera un loco! Cada vez fue debatiéndose

menos. Me arrodillé sobre su pecho y le sujeté firmemente la garganta oscura con ambas

manos. El rostro se le fue poniendo morado; los ojos se le salían de la cabeza y con la

lengua fuera parecía burlarse de mí. Apreté todavía más.

De pronto se abrió la puerta con un fuerte estrépito y entró un grupo de gente,

gritándose unos a otros que cogieran al loco.

Mi secreto había sido descubierto y ahora sólo luchaba por mi libertad. Me puse en

pie antes de que me tocara una mano, me lancé entre los asaltantes y me abrí camino con

mi fuerte brazo, como si llevara un hacha en la mano y les atacara con ella. Llegué a la

puerta, me lancé por el pasamanos y en un instante estaba en la calle.

Corrí veloz y en línea recta, sin que nadie se atreviera a detenerme. Por detrás oía el

ruido de uno; pies, y redoblé la velocidad. Se fue haciendo más débil en la distancia,

hasta que por fin desapareció totalmente; pero yo seguía dando saltos entre los pantanos

y riachuelos, por encima de cercas y d, muros, con gritos salvajes que escuchaban seres

extraños que venían hacia mí por todas partes y aumentaban el sonido hasta que éste

horadaba el aire Iba llevado en los brazos de demonios que corrían sobre el viento, que

traspasaban las orillas y los se tos, y giraban y giraban a mi alrededor con un ruido y una

velocidad que me hacía perder la cabeza, hasta que finalmente me apartaron de ellos con

un golpe violento y caí pesadamente sobre el suelo. Al despertar, me encontré aquí, en

esta celda gris a la qu raras veces llega la luz del sol, y por la que pasa la luna con unos

rayos que sólo sirven para mostrar mi alrededor sombras oscuras, y para que pueda ve

esa figura silenciosa en su esquina. Cuando esto despierto, a veces puedo oír extraños

gritos procedentes de partes distantes de este enorme lugar. N sé lo que son; pero no

proceden de ese cuerpo pálido, y tampoco ella les presta atención. Pues desde las

primeras sombras del ocaso hasta la primera luz de la mañana, esa figura sigue en pie e

inmóvil en c mismo lugar, escuchando la música de mi cadena d hierro, y viéndome

saltar sobre mi lecho de paja.

[De ThePickwick Papers]

La historia del viajante de comercio

Una tarde invernal, hacia las cinco, cuando empezaba a oscurecer, pudo verse a un

hombre en uj calesín que azuzaba a su fatigado caballo por el camino que cruza

Marlborough Downs en dirección Bristol. Digo que pudo vérsele, y sin duda habría sido




así si hubiera pasado por ese camino cualquier que no fuera ciego; pero el tiempo era tan

malo, y la noche tan fría y húmeda, que nada había fuera salve el agua, por lo que el

viajero trotaba en mitad del camino solitario, y bastante melancólico. Si ese día

cualquier viajante hubiera podido ver ese pequeño vehículo, a pesar de todo un calesín,

con el cuerpo de color de arcilla y las ruedas rojas, y la yegua hay y zorruna de paso

rápido, enojadiza, semejante a un cruce entre caballo de carnicero y caballo de posta de

correo de los de dos peniques, habría sabido in mediatamente que aquel viajero no podía

ser otra que Tom Smart, de la importante empresa de Bilsoi y Slum, Cateaton Street,

City. Sin embargo, comí no había ningún viajante mirando, nadie supo nada sobre el

asunto; y por ello, Tom Smart y su calesa de color arcilla y ruedas rojas, y la yegua

zorruna d paso rápido, avanzaron juntos guardando el secrete entre ellos: y nadie lo

sabría nunca.

Incluso en este triste mundo hay lugares muchísimo más agradables que

Marlborough Downs cuando sopla fuerte el viento, y si el lector se deja caer por allí

una triste tarde invernal, por una carretera resbaladiza y embarrada, cuando llueve a

cántaros, y a modo de experimento prueba el efecto en su propia persona, sabrá hasta

qué punto es cierta esta observación.

El viento soplaba, pero no carretera arriba o carretera abajo, lo que ya habría sido

suficientemente malo, sino barriéndola de través, enviando la lluvia inclinada, como

las líneas que solían trazarse en los cuadernos de escritura en la escuela para que los

muchachos marcaran bien la inclinación. Por un momento desaparecía y el viajero

empezaba a engañarse creyendo que, agotada por su furia anterior, ella misma se había

apaciguado, cuando de pronto la oía silbar y gruñir en la distancia y precipitarse desde

la cumbre de las colinas, barriendo la llanura, reuniendo fuerza y estruendo al

acercarse, hasta que caía en una fuerte ráfaga contra el caballo y el hombre, metiendo

la lluvia afilada en las orejas, y calando su fría humedad hasta los mismos huesos; y

después batía detrás de ellos, muy lejos, con un asombroso rugido, como si se mofara

de la debilidad de ellos y se sintiera triunfante por la conciencia de su propia fuerza y

poder.

La yegua baya chapoteaba en el barro y el agua con las orejas caídas; de vez en

cuando sacudía con fuerza la cabeza como para expresar su disgusto ante esa poco

caballerosa conducta de los elementos, pero manteniendo un buen paso, a pesar de

todo hasta que una ráfaga de viento, más furiosa que cualquier otra que les hubiera

atacado anteriormente, la obligaba a detenerse de pronto y plantar las cuatro patas con

firmeza en el suelo para que no la. derribara. Y fue algo especialmente misericordioso

que así lo hiciera, pues de haber sido derribada, la yegua zorruna era tan ligera, y el

calesín era tan ligero, y Tom Smart tenía un peso tan ligero, que infaliblemente habrían

ido todos juntos rodando hasta llegar a los confines de la tierra o hasta que cesara el

viento; y en cualquiera de los casos lo más probable sería que ni la yegua zorruna, ni e

calesín color de arcilla y ruedas rojas ni Tom Smar hubieran vuelto a encontrarse aptos

para el servicio




—Condenadas sean mis correas y bigotes —exclamó Tom Smart (a veces Tom

tenía un desagradable hábito de lanzar juramentos)—. ¡Condenadas sea¡ mis correas y

bigotes, si esto no es agradable, que m, soplen!

Probablemente el lector me preguntará que por qué razón, puesto que a Tom

Smart ya le habían soplado bastante, expresó ese deseo de someterse d, nuevo al

mismo proceso. No puedo responder; b único que sé es que Tom Smart lo dijo así, o

por l menos siempre le dijo a mi tío que así lo había dicho, y es la misma cosa.

—Que me soplen —dijo Tom Smart, y la yegua re linchó como si fuera

exactamente de la misma opinión—. Alégrate, vieja —añadió Tom tocando a la yegua

en el cuello con el extremo del látigo—. En una noche como ésta es inútil seguir

tirando adelante, así que en la primera casa a la que lleguemos nos presentaremos, por

lo que cuanto más rápido vayas, antes terminará todo. Vamos, vieja, con suavidad, con

suavidad.

Es evidente que no puedo saber si la yegua zorruna conocía lo suficiente los tonos

de la voz de Tom como para entender su significado, o si bien le resultaba más frío

quedarse quieta que seguir en movimiento. Lo que sí puedo decir es que no había

terminado de hablar Tom cuando la yegua levantó las orejas y se lanzó hacia delante a

una velocidad que hizo traquetear el calesín de color arcilla hasta tal punto que uno

supondría que cada uno de los radios rojos iba a salir volando sobre la hierba de

Marlborough Downs; y Tom, a pesar de llevar el látigo, no pudo detenerla ni controlar

su paso hasta que por sí misma se detuvo ante una posada situada a mano derecha del

camino, aproximadamente a un cuarto de milla del final de los Downs.

Tom lanzó una mirada presurosa a la parte superior de la casa mientras llevaba las

riendas a la pistolera y metía el látigo en la caja. Era un lugar antiguo y extraño,

construido con una especie de tablas de ripia encajadas, por así decirlo, con vigas

cruzadas, con ventanas terminadas en faldones que se proyectaban totalmente sobre el

camino, y una puerta inferior con un porche oscuro y un par de empinados escalones

que conducían a la casa, en lugar de la moda moderna de utilizar media docena de

escalones más bajos. Sin embargo, era un lugar agradable a la vista, pues por la

ventana enrejada salía una luz: potente y alegre que lanzaba rayos brillantes sobre e

camino, llegando incluso a iluminar los setos de enfrente; y había una luz rojiza y

parpadeante en la; otra ventana, que en algunos momentos era débil mente discernible,

y después brillaba con fuerza a través de las cortinas cerradas, lo que daba a entender

que había un buen fuego en el interior. Valoran do esas pequeñas evidencias con el ojo

de un viajero experto, Tom desmontó con la agilidad que le permitieron sus piernas

casi congeladas y entró en la casa.

En menos de cinco minutos, Tom se hallaba acomodado en la habitación opuesta

al bar, la habitación en la que había imaginado el fuego ardiente ante un fuego que

rugía compuesto por un cubo di carbón y suficiente madera como para provenir de

media docena de buenos matorrales de uva espinados apilados hacia arriba en la




chimenea, que rugían, crujían con un sonido que, por sí solo, habría calentado el

corazón de cualquier hombre razonable Aquello resultaba cómodo, pero no era todo,

pues una joven agradablemente vestida, de mirada brillante y tobillos finos, estaba

poniendo sobre la mesa un mantel blanco y muy limpio; y mientras Tom estaba

sentado con los pies, calzados con zapatillas, sobre el guardafuegos de la chimenea,

dando la espalda a la puerta abierta, vio una atractiva perspectiva del bar reflejada en el

espejo colocado soba la repisa de la chimenea, con deliciosas filas de botellas verdes

con etiquetas doradas, junto a frascos de adobos y conservas, quesos y jamones

cocidos, y redondos de vaca, dispuesto todo sobre anaqueles de la manera más

tentadora y deliciosa. Bueno, también esto era confortable; pero no era todo: pues en el

bar, sentada frente a un té en la mesita más agradable, cerca del pequeño fuego más

brillante, había una rolliza viuda de unos cuarenta y ocho años, de rostro tan

confortable como el bar, que era evidentemente la propietaria de la casa y la señora

suprema de todas aquellas agradables posesiones. Tan sólo había un inconveniente en

la belleza general del cuadro, y era un hombre alto, un hombre verdaderamente alto, de

abrigo marrón con botones brillantes de cestería, bigotes negros y cabello negro y

ondulado, sentado con la viuda en la mesa del té, y del que no se necesitaba gran

penetración para saber que estaba en el camino adecuado de persuadirla para que

dejara de ser viuda, confiriéndole a él el privilegio de sentarse en ese bar durante lo

que le quedara de vida.

Ni mucho menos tenía Tom una disposición irritable o envidiosa, pero por una u

otra razón el hombre alto del abrigo marrón con los brillantes botones de cestería

despertó esa pequeña inquina que tenía en su composición, y le hizo sentirse

extremadamente indigno: todavía más porque de vez en cuando podía observar, desde

su asiento colocado frente al espejo, ciertas pequeñas familiaridades afectivas entre el

hombre alto y la viuda, que indicaban en grado suficiente que el hombre alto recibía un

trato de favor tan elevado como su propio tamaño. A Tom le encantaba el ponche

caliente —m aventuraría a decir que le encantaba demasiado el ponche caliente—, y

después de haber comprobado que la yegua zorruna estaba bien alimentada y dormía

sobre suficiente paja, y de haberse comido hasta el último bocado de la agradable cena

caliente que la viuda preparó para él con sus propias manos, se limitó a pedir un vasito

a modo de experimento Ahora bien, si en toda la gama del arte doméstico había un

artículo que la viuda supiera elaborar mejor que cualquier otro, era ése precisamente, y

el primer vaso se adaptó tan agradablemente al gusto d Tom Smart que pidió un

segundo con el menor retrasó posible. El ponche caliente, caballeros, es algo agradable

—algo extremadamente agradable bajo cualquier circunstancia—, pero en aquel

cómodo antiguo salón, ante un fuego rugiente, mientras viento soplaba en el exterior

haciendo crujir todos los maderos de la vieja casa, a Tom Smart le resulta

absolutamente delicioso. Pidió otro vaso, y luego otro más —no estoy muy seguro de

que no pidió otro después de aquél—, pero cuanto más ponche caliente bebía, más

pensaba en el hombre alto.




—¡Que su insolencia le confunda! —exclamó Tom para sí mismo—. ¿Qué

asuntos tiene que resolver e este cómodo bar? ¡Un villano tan feo! Si la viuda tt viera

algún gusto, elegiría seguramente a un tipo mejor que ése.

Tras decir aquellas cosas, la mirada de Tom pasó del espejo colocado sobre la

repisa de la chimenea que había sobre la mesa; y conforme se fue sintiendo cada vez

más sentimental, vació el cuarto vaso de ponche y pidió un quinto.

Tom Smart, caballeros, se había sentido siempre muy atraído por el negocio

tabernero. Desde hacía, tiempo su ambición había sido atender un bar de su propiedad

vestido con un abrigo verde, calzones de pana y fustán de pelo. Tenía grandes ideas

acerca de cómo sentarse en cenas joviales, y había pensado a menudo lo bien que

podría presidir con su conversación un salón propio, y qué ejemplo supremo sería para

sus clientes en el departamento de bebidas. Todas estas cosas pasaron rápidamente por

la mente de Tom mientras estaba sentado bebiendo ponche caliente junto al crujiente

fuego, y se sintió justa y apropiadamente indignado por el hecho de que el hombre alto

estuviera en el camino de conseguir tan excelente casa mientras que él, Tom Smart,

estaba tan lejos de ella como siempre. Por ello, tras deliberar mientras tomaba los dos

últimos vasos, acerca de si tenía perfecto derecho a iniciar una disputa con el hombre

alto por haber conseguido éste la gracia de la rolliza viuda, Tom Smart llegó

finalmente a la satisfactoria conclusión de que era un individuo perseguido, cuyas

dotes no habían sabido utilizarse, y haría bien en irse a la cama.

La joven elegante guió a Tom por unas escaleras amplias y antiguas, utilizando

una mano como pantalla de la vela para protegerla de las corrientes de aire que en un

lugar tan antiguo y con tanto espacio para corretear habrían podido encontrar mucho

sitio para divertirse sin apagar la vela, pero que, sin embargo, la apagarían; ello

permitiría a los enemigos de Tom la oportunidad de afirmar que había sido él y no el

viento, el que apagó la vela, y que mientras simulaba soplar para encenderla de nuevo

en realidad estaba besando a la joven. Pero en cualquier caso obtuvieron otra luz y

Tom fue conducido a través de un laberinto de habitaciones y pasillos hasta una

estancia que había sido preparada para su recepción, en la que la joven se despidió de

él deseándole buenas noches y le dejó a solas.

Era una habitación buena y grande con amplio armarios y una cama que habría

servido para un internado completo, por no hablar de un par de roperos de roble en los

que habrían cabido los equipajes de un pequeño ejército; pero lo que más llamó la

atención a Tom fue una extraña silla de respaldo alto y aspecto horrendo tallada de la

manera mi fantástica, con un cojín de damasco floreado y una abultamientos redondos

en la parte inferior de lo patas cuidadosamente envueltos en paño rojo como si tuviera

gota en los dedos. De cualquier otra extraña silla Tom sólo habría pensado que era una

silla extraña, y ahí habría terminado el asunto; pero en esa silla particular había algo,

aunque no podía decir qué era, tan extraño y tan diferente a cualquier otro mueble que

hubiera visto nunca que pareció fascinarle. Se sentó delante del fuego y se quedó




mirando fijamente la vieja silla durante media hora como si el demonio se hubiera

apropiado de ella; el tan extraña que no podía apartar los ojos de aquel, objeto.

—Vaya —dijo lentamente mientras se desvestía sin dejar de mirar un solo

momento la vieja silla, erguida con aspecto misterioso junto a la cama—. Jamás en mi

vida vi cosa tan peculiar. Muy extraño —añadió Tom, que con el ponche caliente se

había vuelto bastante sagaz—. Muy extraño.

Sacudió la cabeza con actitud de profunda sabiduría y volvió a contemplar la silla.

Sin embargo, no pudo sacar nada en claro, por lo que se metió en la cama, se tapó

hasta estar bien caliente y se quedó dormido.

Media hora después, Tom despertó sobresaltado de un confuso sueño en el que

participaban hombres altos y vasos de ponche: y el primer objeto que se presentó ante

su imaginación despierta fue la extraña silla.

—No voy a mirarla más —se dijo apretando los párpados uno contra otro y

tratando de persuadirse de que iba a dormir de nuevo. Inútil; por sus ojos sólo bailaban

sillas extrañas que coceaban con sus patas, saltaban las unas sobre los respaldos de las

otras y realizaban las cabriolas más extrañas.

—Será mejor ver una silla auténtica que dos o tres series completas de sillas

falsas —dijo sacando la cabeza desde abajo de las ropas de cama. Y ahí estaba,

claramente discernible a la luz del fuego, tan provocativa como siempre.

Miró la silla y de pronto, mientras la contemplaba, pareció producirse en ella un

cambio de lo más extraordinario. La talla del respaldo asumió gradualmente el

alineamiento y la expresión de un rostro humano viejo y arrugado; el cojín de damasco

se convirtió en una antiguo chaleco de solapas; los bultos redondos se convirtieron en

dos pares de pies embutidos en zapatillas de paño rojo; y la vieja silla se asemejó a un

anciano muy feo, del siglo anterior, con los brazos en jarras. Tom se sentó en la cama y

se frotó los ojos para deshacer la ilusión. Pero no. La silla era un anciano feo; y lo que

es más, le estaba guiñando un ojo a Tom Smart.

Tom era por naturaleza una especie de perro temerario y descuidado, y se había

tomado cinco vasos de ponche caliente; es por eso que, aunque a principio se mostrara

algo sorprendido, empezó a indignarse en cuanto vio que el anciano caballero le

guiñaba un ojo y le sonreía descaradamente con un aire tan insolente. Finalmente

decidió que no iba, soportarlo; y como el rostro envejecido seguía haciéndole guiños

con mayor rapidez que nunca, con tono verdaderamente colérico, le dijo:

—¿Por qué diablos me está guiñando el ojo? —Porque me gusta, Tom Smart —

contestó la silla o el anciano caballero, como prefiera llamarle el lector. Sin embargo

dejó de hacer guiños cuando Ton habló, y empezó a sonreír como un mono viejísimo

—¿Y cómo sabe mi nombre, viejo cascanueces? —preguntó Tom con bastantes

titubeos, aunque creía estar haciéndolo bastante bien.




—Vamos, vamos, Tom—dijo el anciano caballero, esa no es manera de dirigirse a

una sólida madera de caoba española. Que me condenen si no me trataría con menos

respeto si fuera de contrachapado.

Cuando el anciano caballero dijo esto, miró con tal violencia a Tom que éste

empezó a asustarse. —No pretendía tratarle con ninguna falta de respeto, señor —dijo

Tom en un tono mucho más humilde que el que había empleado al principio. —Bueno,

bueno —contestó el anciano—. Quizá no... quizá no, Tom...

—Señor...

—Lo sé todo sobre ti, Tom; todo. Eres muy pobre, Tom.

—Ciertamente que lo soy —replicó Tom Smart—. Pero ¿cómo ha llegado a saber

eso?

—No tiene importancia —dijo el anciano—. Y te gusta mucho el ponche, Tom.

Tom Smart estuvo a punto de protestar afirmando que no había probado una gota

desde su último cumpleaños, pero cuando su mirada se encontró con la del anciano

caballero, éste parecía tener tal conocimiento que Tom enrojeció y guardó silencio. —

Tom, la viuda es una hermosa mujer... verdaderamente hermosa... ¿eh, Tom?

En ese momento el anciano levantó la mirada hacia arriba, alzó una de sus

pequeñas y desgastadas patas y pareció tan desagradablemente amoroso que

Tom sintió un absoluto desagrado por la vanidad de su conducta... ¡a sus años!

—Soy su guardián, Tom —dijo el anciano. —¿Eso es lo que es? —preguntó Tom

Smart. —Conocía a su madre, Tom —dijo el viejo—. Y a su abuela. Ella me tenía

mucho cariño... fue la que me hizo este chaleco, Tom.

—¿Eso hizo? —preguntó Tom Smart.

—Y estos zapatos —añadió el anciano levantando una de las zapatillas de paño

rojo—. Pero no lo cuentes por ahí, Tom. No me gustaría que se supiera que ella estaba

tan unida a mí. Podría producir ciertas situaciones desagradables en la familia.

Cuando el viejo truhán dijo aquello tenía un aspecto tan extremadamente

impertinente que, tal como declaró después Tom Smart, no habría sentido el menor

remordimiento de sentarse encima de él,

—He sido un gran favorito entre las mujeres de mi época, Tom —afirmó el

disoluto y viejo crápula—, Cientos de hermosas mujeres se han sentado en mi regazo

durante horas. ¿Qué piensas de eso, eh, perro?

El anciano caballero iba a proceder a contar algunas otras hazañas de su juventud

cuando le sobrevino un ataque de crujidos tan violento que fue incapaz de proseguir.

«Ahí tienes lo que te mereces, viejo», pensó Tom Smart; pero no llegó a decir

nada.




—¡Ay! —exclamó el anciano—. Esto me inquieta, mucho ahora. Estoy

envejeciendo, Tom, y he perdido casi todos mis barrotes. También me han hecho ya

una operación, una pequeña pieza del respaldo, fue una prueba muy dura, Tom.

—Me atrevo a decir que así fue, señor—añadió Tom Smart.

—Sin embargo, eso no viene al caso —replicó el anciano caballero—. ¡Tom,

quiero que te cases con la ... viuda!

—¿Yo, señor? —preguntó Tom.

—Sí, tú—contestó el anciano.

—Bendito sea su reverendo relleno —exclamó Tom, aunque apenas si le

quedaban unos cuantos pelos de caballo—. Bendito sea su reverendo relleno, pero ella

no me querría —exclamó Tom suspirando involuntariamente al pensar en el bar.

—¿Que no? —preguntó con firmeza el anciano. —No, no —respondió Tom—.

Hay otro en el campo. Un hombre alto... un hombre terriblemente alto... de bigote

negro.

—Tom —le informó el anciano—. Ella nunca le tendrá.

—¿Que no? —preguntó Tom—. Si estuviera usted en el bar, anciano caballero,

hablaría de otra manera.

—Bah, bah. Lo sé todo sobre esa historia. —¿Sobre qué? —preguntó Tom.

—Sobre besos detrás de la puerta, y todas esas cosas, Tom —añadió el anciano.

En ese momento lanzó otra mirada insolente que encolerizó mucho a Tom, pues

como todos ustedes, caballeros, saben bien, escuchar a un viejo,

que por serlo debería conocer mejor el mundo, hablar sobre esas cosas resulta

muy desagradable... nada más que por eso.

—Lo sé todo al respecto, Tom. Lo he visto hacer muy a menudo en mi época,

Tom, entre más personas de las que me gustaría mencionarte; pero al final nunca se

llega a nada.

—Ha debido ver usted algunas cosas extrañas —preguntó Tom con mirada

inquisitiva.

—Puedes afirmarlo, Tom —replicó el viejo con ut complicado guiño—. Soy el

último de mi familia Tom —añadió el anciano lanzando un melancólico suspiro.

—¿Y fue muy grande? —preguntó Tom Smart. —Éramos doce, Tom; tipos

hermosos de respaldo, tan bello y recto como le gustaría ver a cualquiera Nada de esos

abortos modernos... todos con brazo y con un grado tal de pulido que habría alegrado t,

corazón contemplarnos.

—¿Y qué ha sido de los demás, señor?




El anciano caballero se llevó un codo al ojo al tiempo que contestaba:

—Murieron, Tom, murieron. Teníamos un duro trabajo, Tom, y no todos poseían

mi constitución Tenían reuma en piernas y brazos, y acabaron en cocinas y hospitales;

y uno de ellos, tras un prolonga do servicio y una dura utilización, perdió el sentido se

volvió tan loco que tuvieron que quemarlo. Qué cosa tan sorprendente ésa, Tom.

—¡Terrible! —exclamó Tom Smart.

El anciano guardó silencio unos minutos, evidentemente mientras combatía sus

emotivos sentimientos, y después añadió:

—Sin embargo, Tom, me estoy apartando del tema. Ese hombre alto, Tom, es un

aventurero ruin En el momento en que se casara con la viuda vendo ría todos los

muebles y escaparía. ¿Y cuáles serían las, consecuencias? Ella quedaría abandonada y

reducida a la ruin a, y yo moriría de frío en alguna tienda de muebles viejos.

—Sí, pero...

—No me interrumpas. De ti, Tom Smart, tengo una opinión muy diferente; pues

bien sé que si alguna vez te asentaras en una posada, nunca la abandonarías mientras'

hubiera algo que beber dentro de sus paredes.

—Me siento muy agradecido por su buena opinión, señor—le informó Tom

Smart.

—Por tanto —siguió diciendo el anciano con tono autoritario—: tú serás el que la

tenga, y él no. —¿Cómo puede impedirse? —preguntó ansiosamente Tom Smart.

—Con esta revelación: el ya está casado.

—¿Cómo puedo demostrarlo? —preguntó Tom saliendo a medias de la cama.

El anciano caballero separó un brazo de su costado y tras señalar a uno de los

vestidores de roble volvió a colocarlo inmediatamente en su antigu a posición.

—Poco piensa él que en el bolsillo derecho de unos pantalones de ese vestidor ha

dejado una carta en la que se le pide que regrese junto a su desconsolada esposa, con

seis niños, toma buena nota, Tom, seis niños, y todos ellos pequeños.

Cuando el anciano caballero pronunció con solemnidad aquellas palabras sus

rasgos se fueron haciendo menos y menos claros y su figura se volvió más sombría.

Sobre los ojos de Tom Smart cayó una película. El anciano pareció fundirse

gradualmente con la silla, el chaleco de damasco convertirse en cojín, las zapatillas

rojas encogerse en pequeñas bolsas

de paño rojo. La luz desapareció suavemente y Tom Smart se dejó caer sobre la

almohada y se quedó profundamente dormido.

La mañana despertó a Tom del sueño letárgico en el que había caído al

desaparecer el anciano. Se sentó en la cama y durante unos minutos trató vanamente de




recordar los hechos de la noche anterior. Repentinmente se acordó de ellos. Miró la

silla; era ciertamente un mueble fantástico y feo, pero sólo una imaginación

notablemente viva e ingeniosa podría haber descubierto cualquier parecido entre el

mueble y el anciano.

—¿Cómo se encuentra, anciano? —preguntó Tom. A la luz del día se sentía más

audaz, como le sucede a la mayoría de los hombres.

La silla permaneció inmóvil y no dijo una sola palabra.

—Hace una mañana espantosa —añadió Tom. Pero no. La silla no se sentía

dispuesta a conversar. —¿A qué vestidor señaló? Al menos podría decirme eso —

insistió Tom. Pero la silla, caballeros, no decía una sola palabra.

—De cualquier manera, no es muy difícil abrirlos —siguió diciendo Tom al

tiempo que salía de la cama. Se dirigió hacia uno de los vestidores. La llave estaba

puesta en la cerradura; la giró y abrió la puerta. Allí había unos pantalones. ¡Metió la

mano en el bolsillo y sacó una carta idéntica a la que había descrito el anciano

caballero!

—Qué cosa tan extraña es ésta —exclamó Tom Smart mirando primero a la silla,

y luego al vestidor, después a la carta y finalmente otra vez a la silla—. ¡Muy extraño!

—repitió.

Pero como no había allí nada que amortiguase la extrañeza, pensó que también él

debía vestirse y arreglar enseguida los asuntos del hombre alto... sólo para sacarle de

su desgracia.

Tom fue fijándose al pasar en las distintas habitaciones, mientras bajaba, con el

ojo atento de un propietario; considerando que no sería imposible que en breve tiempo

las estancias y sus contenidos fueran de su propiedad. El hombre alto estaba de pie en

el cómodo bar, con las manos a la espalda, sintiéndose muy en su casa. Dirigió a Tom

una sonrisa vacía. Un observador casual podría haber supuesto que lo hizo sólo para

mostrarle sus dientes blancos; pero Tom Smart pensó que una conciencia de triunfo

ocupaba el lugar en el que había estado la mente del hombre alto. Tom le sonrió

directamente y llamó a la patrona.

—Buenos días, señora—dijo Tom Smart cerrando la puerta del saloncito cuando

entró la viuda. —Buenos días, señor —respondió ella—. ¿Qué tomará para el

desayuno, señor?

Tom estaba pensando en la forma de introducir el tema, por lo que no respondió.

—Tenemos un jamón muy bueno —dijo la viuda—. Y una estupenda ave fría

mechada. ¿Le sirvo eso, señor?

Esas palabras sacaron a Tom de sus reflexiones. La admiración que sentía por la

viuda aumentaba conforme ésta hablaba. ¡Qué criatura tan considerada! ¡Qué

comodidad para proveerle de todo!




—¿Quién es el caballero que está en el bar, señora? —preguntó Tom.

—Se llama Jinkins, señor —respondió la viuda sonrojándose ligeramente.

—Es un hombre alto —dijo Tom.

—Es un hombre muy bueno, señor —contestó la viuda—. Y un caballero muy

agradable.

—¡Ah! —exclamó Tom.

—¿Desea alguna cosa más, señor? —preguntó la viuda, que se sentía bastante

perpleja por las maneras de Tom.

—Bueno, sí —contestó Tom—. Mi querida señora, ¿tendría la amabilidad de

sentarse un momento?

La viuda pareció muy sorprendida, pero se sentó, y Tom lo hizo también cerca de

ella. Caballeros, no sé cómo sucedió... la verdad es que mi tío solía contarme que Tom

Smart le dijo que tampoco él sabía cómo había sucedido; pero el caso es que, de una

manera o de otra, la palma de la mano de Tom se posó sobre el dorso de la mano de la

viuda, y la dejó allí mientras hablaba.

—Mi querida señora —dijo Tom Smart, pues siempre había pensado lo

importante que era mostrarse amable—. Mi querida señora, merece usted un marido

excelente... cierto que sí.

—¡Vaya, señor! —exclamó la viuda, lo que no resulta ilógico, pues la manera que

tuvo Tom de iniciar la conversación era bastante inusual, por no decir sorprendente,

teniendo en cuenta el hecho de que hasta la noche anterior no la había visto nunca—.

¡Vaya, señor!

—Desprecio las adulaciones, mi querida señora. Pero merece usted un marido

admirable, y sea éste quien sea, será un hombre afortunado.

Al decir aquello, la mirada de Tom pasó del rostro de la viuda a las comodidades

que le rodeaban. La viuda parecía más sorprendida que nunca, e hizo un esfuerzo por

levantarse. Tom le apretó suavemente la mano, como para detenerla, y ella permaneció

en su asiento. Las viudas, caballeros, no suelen ser timoratas, tal como mi tío solía

decir.

—Estoy segura de sentirme muy agradecida hacia usted, señor, por su buena

opinión —dijo la rolliza patrona riéndose a medias—. Y si alguna vez vuelvo a

casarme...

—Si... —repitió Tom Smart mirándola astutamente con el rabillo del ojo

derecho—. Si...

—Bueno —añadió la viuda riéndose con franqueza esa vez—. Cuando lo haga,

espero conseguir un esposo tan bueno como el que usted describe.




—Como por ejemplo Jinkins —dijo Tom. —¡Vaya, señor! —exclamó la viuda.

—Ay, no me diga eso —insistió Tom—. Le conozco. —Estoy convencida de que

nadie que le conozca sabrá nada malo de él —dijo la viuda, pasando al ataque ante el

aire misterioso con el que había hablado Tom.

—¡Ejem! —exclamó Tom Smart.

La viuda empezó a pensar que era ya un buen momento de llorar, por lo que sacó

su pañuelo y preguntó a Tom si es que deseaba insultarla: si es que pensaba que era

propio de un caballero hablar mal de otro a sus espaldas; que por qué motivo, s tenía

algo que decir, no se lo decía al caballero como un hombre, en lugar de asustar a una

pobre, débil mujer de esa manera, y cosas por el estilo.

—Se lo diré a él enseguida—dijo Tom—. Pero quiero que usted lo escuche

primero.

—¿De qué se trata? —preguntó la viuda mirando fijamente el rostro de Tom.

—Le va a asombrar —contestó Tom llevándose una mano al bolsillo.

—Si es eso, que él quiere dinero —dijo la viuda— ya lo sé, y no tiene usted que

preocuparse.

—Bah, qué tontería, eso no es nada —dijo Ton Smart—. También yo quiero

dinero. No es eso. —Entonces, amigo mío, ¿de qué se trata? —excla mó la pobre

viuda.

—No se asuste —le respondió Tom Smart mien tras sacaba lentamente la carta y

la abría—. ¿Está segura de que no gritará? —le preguntó con vacilación —No, no —

contestó la viuda—. Déjeme verla.

—¿Y no va a desmayarse, ni hará ninguna otra tontería? —preguntó Tom.

—No, no —contestó la viuda inmediatamente. —¿Y no saldrá corriendo para

golpearle? —volvió, preguntar Tom—. Porque voy a hacer todo esto por usted; será

mejor que no se lo tome a mal.

—De acuerdo, de acuerdo —dijo la viuda—. Déjeme verla.

—Así lo haré —contestó Tom Smart, y diciendo esas palabras colocó la carta en

la mano de la viuda Caballeros, oí decir a mi tío que Tom Smart dijo que las

lamentaciones de la viuda cuando se enteró de aquello habrían traspasado un corazón

de piedra. El de Tom era ciertamente muy tierno, y traspasaron el suyo hasta la misma

médula. La viuda se columpiaba hacia delante y hacia atrás retorciéndose las manos.

—¡Ay, qué hombre tan engañoso y vil! —exclamaba la viuda.

—¡Espantoso, mi querida señora! Pero compórtese.

—¡Ay, cómo voy a hacerlo! —gritó la viuda—. ¡Nunca encontraré a ningún otro a

quien pueda amar tanto!




—Ay, claro que lo encontrará, mi querida señora —exclamó Tom Smart dejando

caer una verdadera lluvia de enormes lágrimas por la piedad que sentía por el

infortunio de la viuda. En la energía de su compasión, Tom Smart había rodeado con

un brazo la cintura de la viuda; y la viuda, movida por la pasión de la pena, había

sujetado la mano de Tom. Ésta miró a Tom al rostro y le sonrió entre sus lágrimas.

Tom miró el semblante de ella, y sonrió entre las suyas.

Nunca pude averiguar, caballeros, si Tom besó o no a la viuda en ese momento

particular. Solía decirle a mi tío que no lo había hecho, pero tengo mis dudas al

respecto. Entre nosotros, caballeros, estoy convencido de que lo hizo.

En todo caso, Tom echó a patadas al hombre alto por la puerta delantera media

hora más tarde y se casó con la viuda al cabo de un mes. Y solía recorrer el campo con

el calesín de color arcilla y rueda, rojas y la yegua zorruna de paso rápido hasta que

muchos años después abandonó el negocio y se fui a Francia con su esposa; y más tarde,

la vieja casa se vino abajo.

[De The Pickwick Papers]

La historia de los duendes que secuestraron a un enterrador

En una antigua ciudad abacial, en el sur de es parte del país, hace mucho, pero

que muchísimo tiempo —tanto que la historia debe ser cierta porque nuestros

tatarabuelos creían realmente en ella—, trabajaba como enterrador y sepulturero del

campo santo un tal Gabriel Grub. No se deduce en absoluto de ello que porque un

hombre sea enterrador, esté rodeado constantemente por los emblemas la mortalidad,

tenga que ser un hombre melancólico y triste; entre los funerarios se encuentran los i

pos más alegres del mundo; en una ocasión tuve honor de trabar amistad íntima con

uno muy silencioso que en su vida privada, estando fuera de ser necio, era el tipo más

cómico y jocoso que haya gorjeado nunca canciones osadas, sin el menor tropiezo f su

memoria, ni que haya vaciado nunca el contenido de un buen vaso sin detenerse ni a

respirar. Pe no obstante estos precedentes que parecen contrariar la historia, Gabriel

Grub era un tipo malparado, intratable y arisco, un hombre taciturno y solitario que no

se asociaba con nadie sino consigo mismo, aparte de con una antigua botella forrada o

cestería que ajustaba en el amplio bolsillo de chaleco, y que contemplaba cada rostro

alegre que pasara junto a él con tan poderoso gesto de malicia y mal humor que

resultaba difícil enfrentarlo sin tener una sensación terrible.

Poco antes del crepúsculo, el día de Nochebuena, Gabriel se echó al hombro el

azadón, encendió el farol y se dirigió hacia el cementerio viejo, pues tenía que terminar

una tumba para la mañana siguiente, y como se sentía algo bajo de ánimo pensó que

quizá levantara su espíritu si se ponía a trabajar enseguida. En el camino, al subir por

una antigua calle, vio la alegre luz de los fuegos chispeantes que brillaban tras los viejos

ventanos, y escuchó las fuertes risotadas y los alegres gritos de aquellos que se




encontraban reunidos; observó los ajetreados preparativos de la alegría del día siguiente

y olfateó los numerosos y sabrosos olores consiguientes que ascendían en forma de

nubes vaporosas desde las ventanas de las cocinas. Todo aquello producía rencor y

amargura en el corazón de Gabriel Grub; y cuando grupos de niños salían dando saltos

de las casas, cruzaban la carretera a la carrera y antes de que pudieran llamar a la puerta

de enfrente eran recibidos por media docena de pillastres de cabello rizado que se ponían

a cacarear a su alrededor mientras subían todos en bandada a pasar la tarde dedicados a

sus juegos de Navidad, Gabriel sonreía taciturno y aferraba con mayor firmeza el mango

de su azadón mientras pensaba en el sarampión, la escarlatina, el afta, la tos ferina y

otras muchas fuentes de consuelo.

Gabriel caminaba a zancadas en ese feliz estado

mental: devolviendo un gruñido breve y hosco a le saludos bienhumorados de

aquellos vecinos que pasaban junto a él, hasta que se metía en el oscuro callejón que

conducía al cementerio. Gabriel llevaba y tiempo deseando llegar al callejón oscuro,

porque hablando en términos generales era un lugar agradable, taciturno y triste que las

gentes de la ciudad n gustaban de frecuentar, salvo a plena luz del día cuando brillaba el

sol; por ello se sintió no poco ir dignado al oír a un joven granuja que cantaba

estruendosamente una festiva canción sobre unas navidades alegres en aquel mismo

santuario que había recibido el nombre de CALLEJÓN DEL ATAÚD desde época de la

vieja abadía y de los monjes de cabes afeitada. Mientras Gabriel avanzaba la voz fue

haciéndose más cercana y descubrió que procedía c un muchacho pequeño que corría a

sola s con la intención de unirse a uno de los pequeños grupos de calle vieja, y que en

parte para hacerse compañía a mismo, y en parte como preparativo de la ocasión

vociferaba la canción con la mayor potencia de si pulmones. Gabriel aguardó a que

llegara el muchacho, le acorraló en una esquina y le golpeó cinco seis veces en la cabeza

con el farol para enseñarle modular la voz. Y mientras el muchacho escapó corriendo

con la mano en la cabeza y cantando una melodía muy distinta, Gabriel Grub sonrió

cordialmente para sí mismo y entró en el cementerio, cerrando la puerta tras él.

Se quitó el abrigo, dejó en el suelo el farol y metiéndose en la tumba sin terminar

trabajó en él durante una hora con muy buena voluntad. Pero la tierra se había

endurecido con la helada y no era asunto fácil desmenuzarla y sacarla fuera con la

pala; y aunque había luna, ésta era muy joven e iluminaba muy poco la tumba, que

estaba a la sombra de la iglesia. En cualquier otro momento estos obstáculos hubieran

hecho que Gabriel Grub se sintiera desanimado y desgraciado, pero estaba tan

complacido de haber acallado los cantos del muchachito que apenas se preocupó por

los escasos progresos que hacía y miró la tumba, cuando llegada la noche hubo

terminado el trabajo, con melancólica satisfacció n, murmurando mientras recogía sus

herramientas:

Valiente acomodo para cualquiera,




valiente acomodo para cualquiera,

unos pies de tierra fría cuando la vida ha terminado,

una piedra en la cabeza, una piedra en los pies,

una comida rica y jugosa para los gusanos,

la hierba sobre la cabeza, y la tierra húmeda alrededor,

¡valiente acomodo para cualquiera,

aquí en el camposanto!

—¡Ja, ja! —echó a reír Gabriel Grub sentándose en una lápida que era su lugar de

descanso favorito; fue a buscar entonces su botella—. ¡Un ataúd en Navidad! ¡Una caja

de Navidad! ¡Ja, ja, ja!

—¡Ja, ja, ja! —repitió una voz que sonó muy cerca detrás de él.

En el momento en el que iba a llevarse la botella

a los labios, Gabriel se detuvo algo alarmado y miró a su alrededor. El fondo de la

tumba más vieja que estaba a su lado no se encontraba más quieto e inmóvil que el

cementerio bajo la luz pálida de la luna. La fría escarcha brillaba sobre las tumbas

lanzando destellos como filas de gemas entre las tallas de piedra dula vieja iglesia. La

nieve yacía dura y crujiente sobre el suelo, y se extendía sobre los montículos

apretados de tierra como una cubierta blanca y lisa que daba la impresión de que los

cadáveres yacieran allí ocultos sólo por las sábanas en las que los habían enrollado. Ni

el más débil crujido interrumpía la tranquilidad profunda de aquel escenario solemne.

Tan frío y quieto estaba todo que el sonido mismo parecía congelado.

—Fue el eco —dijo Gabriel Grub llevándose otra vez la botella a los labios.

—¡No lo fue! —replicó una voz profunda.

Gabriel se sobresaltó y levantándose se quedó firme en aquel mismo lugar, lleno

de asombro y terror, pues sus ojos se posaron en una forma que hizo que se le helara la

sangre.

Sentada en una lápida vertical, cerca de él, había una figura extraña, no terrenal,

que Gabriel comprendió enseguida que no pertenecía a este mundo. Sus piernas

fantásticas y largas, que podrían haber llegado al suelo, las tenía levantadas y cruzadas

de manera extraña y rara; sus fuertes brazos estaban desnudos y apoyaba las manos en

las rodillas. Sobre el cuerpo, corto y redondeado, llevaba un vestido ajustado adornado

con pequeñas cuchilladas; colgaba a su espalda un manto corto; el cuello estaba

recortado en curiosos picos que le servían al duende de golilla o pañuelo; y los zapatos

estaban curvados hacia arriba con los dedos metidos en largas puntas. En la cabeza

llevaba un sombrero de pan de azúcar de ala ancha, adornado con una única pluma.




Llevaba el sombrero cubierto de escarcha blanca, y el duende parecía encontrarse

cómodamente sentado en esa misma lápida desde hacía doscientos o trescientos años.

Estaba absolutamente quieto, con la lengua fuera, a modo de burla; le sonreía a Gabriel

Grub con esa sonrisa que sólo un duende puede mostrar.

—No fue el eco —dijo el duende.

Gabriel Grub quedó paralizado y no pudo dar respuesta alguna.

—¿Qué haces aquí en Nochebuena? —le preguntó el duende con un tono grave.

—He venido a cavar una tumba, señor—contestó, tartamudeando, Gabriel Grub.

—¿Y qué hombre se dedica a andar entre tumbas y cementerios en una noche

como ésta? —gritó el duende.

—¡Gabriel Grub! ¡Gabriel Grub! —contestó a gritos un salvaje coro de voces que

pareció llenar el cementerio. Temeroso, Gabriel miró a su alrededor sin que pudiera

ver nada.

—¿Qué llevas en esa botella? —preguntó el duende. —Ginebra holandesa, señor

—contestó el enterrador temblando más que nunca, pues la había comprado a unos

contrabandistas y pensó que quizá el

que le preguntaba perteneciera al impuesto de consumos de los duendes.

—¿Y quién bebe ginebra holandesa a solas, en un cementerio, en una noche como

ésta? —preguntó el duende.

—¡Gabriel Grub! ¡Gabriel Grub! —exclamaron de nuevo las voces salvajes.

El duende miró maliciosamente y de soslayo al aterrado enterrador, y luego,

elevando la voz, exclamó:

—¿Y quién, entonces, es nuestro premio justo y legítimo?

Ante esa pregunta, el coro invisible contestó de una manera que sonaba como las

voces de muchos cantantes entonando, con el poderoso volumen del órgano de la vieja

iglesia, una melodía que parecía llevar hasta los oídos del enterrador un viento

desbocado, y desaparecer al seguir avanzando; pero la respuesta seguía siendo la

misma:

—¡Gabriel Grub! ¡Gabriel Grub!

El duende mostró una sonrisa más amplia que nunca mientras decía:

—Y bien, Gabriel, ¿qué tienes que decir a eso?

El enterrador se quedó con la boca abierta, falto de aliento.

—¿Qué es lo que piensas de esto, Gabriel? —preguntó el duende pateando con los

pies el aire a ambos lados de la lápida y mirándose las puntas vueltas hacia arriba de su




calzado con la misma complacencia que si hubiera estado contemplando en Bond

Street las botas Wellingtons más a la moda.

—Es... resulta... muy curioso, señor —contestó el enterrador, medio muerto de

miedo—. Muy curioso, y bastante bonito, pero creo que tengo que regresar a terminar

mi trabajo, señor, si no le importa.

—¡Trabajo! —exclamó el duende—. ¿Qué trabajo? —La tumba, señor; preparar la

tumba —volvió a contestar tartamudeando el enterrador.

—Ah, ¿la tumba, eh? —preguntó el duende—. ¿Y quién cava tumbas en un

momento en el que todos los demás hombres están alegres y se complacen en ello?

—¡Gabriel Grub! ¡Gabriel Grub! —volvieron a contestar las misteriosas voces.

—Me temo que mis amigos te quieren, Gabriel —dijo el duende sacando más que

nunca la lengua y dirigiéndola a una de sus mejillas... y era una lengua de lo más

sorprendente—. Me temo que mis amigos te quieren, Gabriel —repitió el duende.

—Por favor, señor—replicó el enterrador sobrecogido por el horror—. No creo que

sea así, señor; no me conocen, señor; no creo esos caballeros me hayan visto nunca,

señor.

—Oh, claro que te han visto —contestó el duende—. Conocemos al hombre de

rostro taciturno, ceñudo y triste que vino esta noche por la calle lanzando malas miradas

a los niños y agarrando con fuerza su azadón de enterrador. Conocemos al hombre que

golpeó al muchacho con la malicia envidiosa de su corazón porque el muchacho podía

estar alegre y él no. Le conocemos, le conocemos.

En ese momento el duende lanzó una risotada fuerte y aguda que el eco devolvió

multiplicada por veinte, y levantando las piernas en el aire, se quedó e pie sobre su

cabeza, o más bien sobre la punta misma del sombrero de pan de azúcar en el borde más

estrecho de la lápida, desde donde con extraordinaria agilidad dio un salto mortal

cayendo directamente a los pies del enterrador, plantándose allí en la actitud en que

suelen sentarse los sastres sobre su tabla.

—Me... me... temo que debo abandonarle, señor —dijo el enterrador haciendo un

esfuerzo por ponerse en movimiento.

—¡Abandonarnos! —exclamó el duende—. Gabri Grub va a abandonarnos. ¡Ja, ja,

ja!

Mientras el duende se echaba a reír, el sepulturero observó por un instante una

iluminación brillan tras las ventanas de la iglesia, como si el edificio dentro hubiera sido

iluminado; desapareció, el órgano atronó con una tonada animosa y grupos enteros

duendes, la contrapartida misma del primero, aparecieron en el cementerio y

comenzaron a jugar al salto de la rana con las tumbas, sin detenerse un instante tomar

aliento y «saltando» las más altas de ellas, una tras otra, con una absoluta y maravillosa

destreza. El primer duende era un saltarín de lo más notable. Ninguno de los demás se le




aproximaba siquiera; incluso en su estado de terror extremo el sepulturero no pudo dejar

de observar que mientras que sus amigos se contentaban con saltar las lápidas de tamaño

común el primero abordaba las capillas familiares con las barandillas de hierro y todo,

con la misma facilidad que si se tratara de postes callejeros.

Finalmente el juego llegó al punto más culminante e interesante; el órgano

comenzó a sonar más y más veloz y los duendes a saltar más y más rápido:

enrollándose, rodando de la cabeza a los talones sobre el suelo y botando sobre las

tumbas como pelotas de fútbol. El cerebro del enterrador giraba en un torbellino con la

rapidez del movimiento que estaba contemplando y las piernas se le tambaleaban

mientras los espíritus volaban delante de sus ojos, hasta que el duende rey, lanzándose

repentinamente hacia él, le puso una mano en el cuello y se hundió con él en la tierra.

Cuando Gabriel Grub tuvo tiempo de recuperar el aliento, que había perdido por

causa de la rapidez de su descenso, se encontró en lo que parecía ser una amplia

caverna rodeado por todas partes por multitud de duendes feos y ceñudos. En el centro

de la caverna, sobre una sede elevada, se encontraba su amigo del cementerio; y junto

a él estaba el propio Gabriel Grub sin capacidad de movimiento.

—Hace frío esta noche —dijo el rey de los duendes—. Mucho frío. ¡Traed un

vaso de algo caliente! Al escuchar esa orden, media docena de solícitos duendes de

sonrisa perpetua en el rostro, que Gabriél Grub imaginó serían cortesanos,

desaparecieron presurosamente para regresar de inmediato con una copa de fuego

líquido que presentaron al rey. —¡Ah! —gritó el duende, cuyas mejillas y garganta se

habían vuelto transparentes, mientras se tragaba la llama—. ¡Verdaderamente esto

calienta a cualquiera! Traedle una copa de lo mismo al señor Grub.

En vano protestó el infortunado enterrador diciendo que no estaba acostumbrado a

tomar nada caliente por la noche; uno de los duendes le sujetó mientras el otro

derramaba por su garganta el líquido ardiente; la asamblea entera chilló de risa cuando

él se puso a toser y a ahogarse y se limpió las lágrimas, que brotaron en abundancia de

sus ojos, tras tragar la ardiente bebida.

—Y ahora —dijo el rey al tiempo que golpeaba con la esquina ahusada del

sombrero de pan de azúcar el ojo del enterrador, ocasionándole con ello el dolor más

exquisito—... y ahora mostrémosle al hombre de la tristeza y la desgracia unas cuantas

imágenes de nuestro gran almacén.

Al decir aquello el duende, una nube espesa que oscurecía el extremo más remoto

de la caverna desapareció gradualmente revelando, aparentemente a gran distancia, un

aposento pequeño y escasamente amueblado, pero pulcro y limpio. Había una multitud

de niños pequeños reunidos alrededor de un fuego brillante, agarrados a la bata de su

madre y dando brincos alrededor de su silla. De vez en cuando la madre se levantaba y

apartaba la cortina de li ventana, como deseando ver algún objeto que esperaba; sobre

la mesa estaba dispuesta una comida frugal; cerca del fuego había un sillón. Se oyó que




llamaban a la puerta: la madre la abrió y los niños se amontonaron a su alrededor,

aplaudiendo de alegría, cuando entró el padre. Estaba mojado y fatigado se sacudió la

nieve de las ropas mientras los niños se amontonaban a su alrededor agarrando su

manto, sombrero, bastón y guantes con verdadero celo y saliendo a toda prisa con

ellos de la habitación. Después, mientras se sentaba delante del fuego y de su

comida, los niños se le subieron en las rodillas y la madre se sentó a su lado y todos

parecían felices y contentos.

Pero se produjo, casi imperceptiblemente, un cambio de la visión. El escenario

se alteró transformándose en un dormitorio pequeño en donde yacía moribundo el

niño más joven y hermoso: el color sonrosado había huido de sus mejillas y la luz

había desaparecido de sus ojos; y mientras el sepulturero le miró con un interés que

nunca antes había conocido o sentido, el niño murió. Sus jóvenes hermanos y

hermanas se apiñaron alrededor de su camita y le cogieron la diminuta mano, tan

fría y pesada; pero retrocedieron ante el contacto y miraron con temor su rostro

infantil; pues aunque estuviera en calma y tranquilo, y el hermoso niño pareciera

estar durmiendo descansado y en paz, vieron que estaba muerto y supieron que era

un ángel que les miraba desde arriba, bendiciéndoles desde un cielo brillante y feliz.

De nuevo la nube luminosa traspasó el cuadro y de nuevo cambió el tema.

Ahora el padre y la madre eran ancianos e indefensos, y el número de los que les

rodeaban había disminuido a más de la mitad; pero el contento y la alegría se

hallaban asentados en cada rostro, brillaban en cada mirada, mientras rodeaban el

fuego y contaban y escuchaban viejas historias de días anteriores ya pasados. Lenta

y pacíficamente entró el padre en la tumba, y poco después quien había compartido

todas sus preocupaciones y problemas le siguió a un lugar de descanso. Los pocos

que todavía les sobrevivían se arrodillaron junto a su tumba y regaron con sus

lágrimas la hierba verde que la cubría; después se levantaron y se dieron la vuelta:

tristes y lamentándose, pero sin gritos amargos ni lamentaciones desesperadas, pues

sabían que un día volverían a encontrarlos; y de nuevo se mezclaron con el mundo

ajetreado y recuperaron su alegría y su contento. La nube cayó sobre el cuadro y lo

ocultó de la vista del sepulturero.

—¿Qué piensas de eso?—preguntó el duende volviendo su rostro grande hacia

Gabriel Grub. Gabriel murmuró algo en el sentido de que era muy hermoso y

pareció algo avergonzado cuando el duende volvió hacia él sus ojos ardientes.

—¡Tú, miserable! —exclamó el duende con un tono de gran desprecio—. ¡Tú!

Parecía dispuesto a añadir algo más, pero la indignación sofocó sus palabras,

levantó una de las piernas que tenía dobladas y, tras sostenerla un momento por

encima de la cabeza del sepulturero, para asegurar su puntería, le administró a

Gabriel Grub una buena y sonora patada; inmediatamente después de eso, todos los

duendes que habían estado aguardando rodearon al infeliz enterrador y le patearon

sin piedad: de acuerdo con la costumbre establecida e invariable entre los




cortesanos de la tierra, quienes patean a aquél al que ha pateado k realeza y abrazan

a quien la realeza abraza.

—¡Enseñadle algo más! —dijo el rey de los duendes. Ante esas palabras

desapareció la nube revelándose ante su vista un paisaje rico y hermoso; hasta el día de

hoy hay otro semejante a menos de un kilómetro de la antigua ciudad abacial. El sol

brillaba desde el cielo claro y azul, el agua centelleaba bajo sus rayos, los árboles

parecían más verdes y las flores más alegres bajo su animosa influencia. El agua corría

con un sonido agradable; los árboles rugían bajo el viento ligero que murmuraba entre

sus hojas; los pájaros cantaban sobre las ramas; y la alondra gorjeaba desde lo alto su

bienvenida a la mañana. Sí, era por la mañana: la mañana brillante y fragante de verano;

la más diminuta hoja, la brizna de hierba más pequeña, estaban animadas de vida. La

hormiga se arrastraba dedicada a sus tareas diarias, la mariposa aleteaba y se solazaba

bajo los pálidos rayos del sol; miríadas de insectos extendían las alas transparentes y

gozaban de su existencia breve pero feliz. El hombre caminaba entusiasmado con la

escena; y todo era brillo y esplendor.

—¡Tú, miserable! —exclamó el rey de los duendes con un tono más despreciativo

todavía que el anterior. Y de nuevo el rey de los duendes levantó una pierna y de nuevo

la dejó caer sobre los hombros del enterrador; y otra vez los duendes que asistían a la

reunión imitaron el ejemplo de su jefe.

Muchas veces la nube se fue y regresó, y enseñó muchas lecciones a Gabriel Grub,

quien tenía los hombros doloridos por las frecuentes aplicaciones de los pies de los

duendes, pero, aún así, miraba con un interés que nada podía disminuir. Vio a hombre,,

que trabajaban con duro esfuerzo y se ganaban su escaso pan con una vida de trabajo,

pero eran alegres y felices; y a los más ignorantes, para quienes e. rostro dulce de la

naturaleza era una fuente incesante de alegría y gozo. Vio a aquellos que habían sido

delicadamente alimentados y tiernamente criados alegres ante las privaciones y

superiores ante el sufrimiento, quienes habían superado muchas situaciones duras

porque llevaban dentro del pecho los materiales de la felicidad, el contento y la paz. Vio

que las mujeres, lo más tierno y frágil de todas la criaturas de Dios, eran a menudo

capaces de superar li pena, la adversidad y la tristeza; y vio que era as porque en su

corazón llevaban una inagotable fuente de afecto y devoción. Pero sobre todo vio que

hombres como él mismo, que refunfuñaban por e gozo y la alegría de los demás, eran las

peores hierbas en la hermosa superficie de la tierra; y poniendo todo el bien del mundo

contra el mal, llegó a la conclusión de que al fin y al cabo era un mundo mu decente y

respetable. Nada más acababa de formarse cuando la nube que ocultó el último cuadro

pareció ponerse sobre sus sentidos y llevarle al reposo. Uno a uno los duendes fueron

desapareciendo de su vista; y cuando el último de ellos se hubo ido, quedé dormido.

Había despuntado el día cuando despertó Gabriel Grub y se encontró tumbado cuan

largo era sobre la lápida plana del cementerio, con el cubrebotellas de cestería vacío a su

lado y la capa, el azadón, y el farol, blanqueados por la helada de la noche anterior,




tirados por el suelo. La piedra sobre la que había visto por primera vez al duende se

erguía audaz ante él, y la tumba en la que había trabajado la noche anterior no

estaba lejana. Al principio empezó a dudar de la realidad de sus aventuras, pero el

dolor agudo que sintió en los hombros cuando intentó levantarse le aseguró que las

patadas de los duendes no habían sido ciertamente meras ideas. Vaciló de nuevo al

no encontrar rastros de huellas en la nieve sobre la que los duendes habían jugado al

salto de la rana con las piedras de las tumbas, pero rápidamente se explicó esa

circunstancia al recordar que, siendo espíritus, no dejarían tras ellos impresiones

visibles. Por tanto, Gabriel Grub se puso en pie tan bien como pudo teniendo en

cuenta el dolor de su espalda; y cepillándose la escarcha del abrigo, se lo puso y

volvió el rostro hacia la ciudad.

Pero era ya un hombre cambiado y no podía soportar el pensamiento de

regresar a un lugar en el que se burlarían de su arrepentimiento y no creerían en su

reforma. Vaciló unos momentos y luego se alejó errando hacia donde pudiera,

buscándose el pan en otra parte.

Aquel día encontraron en el cementerio el farol, el azadón y el cubrebotellas de

cestería. Hubo muchas especulaciones acerca del destino del enterrador, al

principio, pero rápidamente se decidió que se lo habrían llevado los duendes; y no

faltaron algunos testigos muy creíbles que lo habían visto claramente a través del

aire a lomos de un caballo castaño tuerto, con los cuartos traseros de un león y la

cola de un oso. Finalmente acabaron por creer devotamente en todo aquello; y el

nuevo enterrador solía enseñar a los curiosos, a cambio de un ligero emolumento,

un trozo de buen tamaño perteneciente a h veleta de la iglesia que accidentalmente

había sido coceado por el caballo antes mencionado en su vuelo aéreo, y que él

mismo recogió en el cementerio uno o dos años después.

Desafortunadamente esas historias se vieron algo enmarañadas por la

reaparición, no esperada del propio Gabriel Grub, unos diez años más tarde como un

anciano reumático y andrajoso, pero contento. Le contó su historia al clérigo, y

también a alcalde; y con el curso del tiempo aquello se convirtió en parte de la

historia, y en esa forma se ha seguido contando hasta hoy. Los que creyeron en el

relato del trozo de veleta, habiendo colocado mal si confianza en otro tiempo,

dejaron de predominar se apartaron de esa historia, tratando de parecer li más sabios

que pudieran, encogiéndose de hombros, tocándose la frente y murmurando algo

parecido a que Gabriel Grub se había bebido toda la ginebra de Holanda y se quedó

dormido sobre un lápida plana; y luego trataban de explicar lo que s suponía que él

había presenciado en la caverna de los duendes diciendo que había visto el mundo y

s había hecho más sabio. Pero esta opinión que en absoluto fue popular en ningún

momento, acabó gradualmente por desaparecer; y sea como sea, puesto que Gabriel

Grub se vio afectado por el reumatismo al final de sus días, la historia tiene al menos

una moraleja, aunque no pueda enseñar otra mejor, y es que si un hombre se vuelve

taciturno y bebe solo en la época de Navidad, no por ello va a decidir ser mejor: los




espíritus puede que no vuelvan a ser tan buenos, ni estar dispuestos a presentar tantas

pruebas, como aquellos a los que vio Gabriel Grub en la caverna de los duendes.

[De The Pickwick Papers]

La historia del tío del viajante

Mi tío, caballeros, dijo el viajante, era uno de los tipos más alegres, agradables y

listos que haya existido nunca. Me gustaría que lo hubieran conocido, caballeros.

Aunque pensándolo bien, no desearía que lo hubieran conocido, pues en ese caso todos

estarían ya, siguiendo el curso ordinario de la naturaleza, si no muertos, en todo caso tan

cerca de la desaparición como para haberse quedado en casa abandonando la compañía,

lo que me habría privado del inestimable placer de dirigirme a ustedes en este momento.

Caballeros, desearía que sus padres y madres hubieran conocido a mi tío. Se habrían

encariñado notablemente con él, especialmente su: respetables madres; sé que habría

sido así. Si entre las numerosas virtudes que adornaban su carácter tuviéramos que dar

predominio a dos de ellas, diría, que eran su ponche mixto y sus canciones de

sobremesa. Excúsenme si me extiendo en estos recuerdo: melancólicos sobre el

fallecido, no se ve a un hombre como mi tío todos los días de la semana.

Siempre he considerado como algo importante del carácter de mi tío, caballeros, el

hecho de que fuera compañero y amigo íntimo de Tom Smart, de la importante empresa

de Bilson y Slum, Cateator

Street, City. Mi tío vendía para Tiggin y Welps, pero durante mucho tiempo

estuvo muy cerca del mismo recorrido que Tom, y la primera noche que se

conocieron mi tío se encaprichó por Tom y éste por mi tío. No había pasado media

hora desde que se habían conocido cuando se habían apostado ya un sombrero nuevo

a ver quién de los dos hacía el mejor litro de ponche y se lo bebía con mayor rapidez.

Se consideró que mi tío ganó en la elaboración del ponche, pero que Tom Smart le

venció al beberlo en la mitad de tiempo. Pidieron otro litro entre los dos para beber

cada uno a la salud del otro, y desde ese momento se convirtieron en los amigos más

fieles. En estas cosas hay un destino caballeros, y no podemos evitarlo.

En cuanto al aspecto personal, mi tío era algo más bajo de la media; era también

algo más rollizo que los hombres ordinarios, y quizá su rostro tuviera un tono más

rojizo. "Tenía la cara más alegre que han visto nunca, caballeros: parecido en algo a

Punch el títere, pero con la barbilla y la nariz más hermosas; sus ojos estaban siempre

chispeando y centelleando por el buen humor; y en su semblante había perpetuamente

una sonrisa, y no una de esas sonrisas rígidas sin significado, sino una auténtica,

alegre, cordial y amable. En una ocasión salió lanzado del calesín y se golpeó la

cabeza contra una piedra señalizadora. Y allí quedó aturdido, y con tantos cortes en la

cara por la gravilla que se había acumulado allí que, utilizando una fuerte expresión

de mi propio tío, si su madre hubiera vuelto a visitar la tierra no le habría reconocido.




La verdad, caballeros, es que cuando me pongo a pensar en el asunto estoy

absolutamente seguro d, que no lo habría hecho, pues murió cuando mi tía tenía dos

años y siete meses de edad, y considera muy probable que, incluso aunque no hubiera

habido gravilla, sus botas altas habrían asombrado no poco a la buena señora, por no

hablar de su cara jovial y rojiza. Pero el caso es que allí se quedó tumba do, y he oído

decir a mi tío, muchas veces, que e hombre que lo recogió dijo que sonreía tan alegre

mente como si se hubiera dejado caer por una fiesta y que después de que le

sangraran, las primeras débiles y vacilantes muestras de recuperación fueron que

salió de un salto de la cama, soltó una risotada, besó la joven que sostenía el

recipiente y pidió un trozo d cordero y una castaña adobada. Siempre le gustaron

mucho las castañas adobadas, caballeros. Decía siempre que había descubierto que,

sin el vinagre, tenían gusto a cerveza.

El gran viaje de mi tío se hallaba en el período otoñal, dedicado a cobrar deudas

y recibir pedidos en el norte: iba desde Londres hasta Edimburgo, d Edimburgo a

Glasgow, de Glasgow volvía a Edimburgo y desde allí a Londres por gusto. Queda

entendido que su segunda visita a Edimburgo la hacía por su propio placer. Solía

regresar durante una semana sólo para ver a sus viejos amigos; y desayunando con

éste, almorzando con aquél, comiendo con un tercero y cenando con otro solía

pasarse una bonita semana entera. No sé si alguno de ustedes, caballeros, ha

compartido alguna vez un desayuno escocés hospitalario, sustancioso y verdadero, y

ha salido luego a tomar un ligero almuerzo consistente en un barrilito de ostras, más o

menos una docena de cervezas embotelladas y una o dos jarras de whisky para terminar.

Si alguna vez lo ha hecho, estará de acuerdo conmigo en que se necesita una cabeza

bastante fuerte para después salir a comer y a cenar.

¡Pero benditos sean sus corazones y sus cejas que aquello no era nada para mi tío!

Estaba tan habituado que aquello no era más que un simple juego de niños. Le he oído

contar que cualquier día podía encontrarse con gentes de Dundee y volver luego a casa

sin tambalearse; y eso, caballeros, que los habitantes de Dundee tienen una cabeza tan

fuerte como su ponche, y probablemente no podrá encontrarse otro más fuerte entre los

dos polos. He oído decir que un hombre de Glasgow y otro de Dundee bebieron uno

frente al otro durante quince horas seguidas. Pudo saberse que ambos se sintieron

sofocados en el mismo momento, pero con esa ligera excepción, caballeros, no se

sentían peor por ello.

Una noche, a las veinticuatro horas de haber decidido embarcar para Londres, mi

tío se detuvo en la casa de un antiguo amigo suyo, un tal alguacil Mac con cuatro sílabas

detrás que vivía en la vieja ciudad de Edimburgo. Estaban allí la esposa del alguacil, las

tres hijas del alguacil y el hijo ya mayor del alguacil, y tres o cuatro amigos escoceses

robustos, de cejas pobladas y hombres prudentes que el alguacil había reunido para

honrar a mi tío y ayudarle a alegrarse. Fue una cena gloriosa. Tomaron salmón

ahumado, bacalao finlandés, cabeza de cordero y un «haggis» —un famoso plato

escocés, caballeros, que mi tío solía decir que cuando lo veía en la mesa se le asemejaba




mucho a un estómago de Cupido—, y aparte otras muchas cosas cuyos nombres he

olvidado, pero que no obstante eran cosas muy buenas. Las muchachitas eran hermosas

y agradables; la esposa del alguacil era una de las mejores personas que hayan vivido

nunca, y mi tío estaba de un humor excelente. La consecuencia de ello fue que las

jóvenes damas rieron entre dientes y sofocaron risitas, y que la dama mayor se rió

estruendosamente, y el alguacil y los otros tipos rugieron hasta que se les puso el rostro

colorado y aquello empezaba a resultar peligroso. No puedo recordar exactamente

cuántos vasos de ponche de whisky se bebió cada uno después de la cena, pero lo que sí

sé es que hacia la una de la mañana el hijo mayor del alguacil perdió el sentido cuando

iba a iniciar el primer verso de una poesía popular, y como desde hacía una hora era el

único otro hombre al que podía vérsele por encima de la mesa de caoba, a mi tío se le

ocurrió que casi había llegado el momento de pensar en, irse, puesto que habían

comenzado a beber a las siete de la tarde, para poder regresar a casa a una hora decente.

Pero pensando que no sería muy cortés irse en ese momento, se levantó de la silla,

mezcló otro vaso, lo alzó a su propia salud, dirigiéndose a sí mismo un discurso limpio y

lleno de cumplidos, y se le bebió con gran entusiasmo. Como todavía nadie despertaba,

mi tío se sirvió un poco más, pero esta vez sin agua, no fuera que el ponche le sentara

mal, y llevándose violentamente las manos al sombrero, se lanzó a la calle.

Cuando mi tío cerró la puerta del alguacil hacía una noche ventosa, y sujetándose

firmemente el sombrero sobre la cabeza, para impedir que el viento se lo llevara, se

metió las manos en los bolsillos, miró hacia arriba y analizó brevemente el estado del

tiempo. Las nubes pasaban por encima de la luna a la máxima velocidad: en algunos

momentos la oscurecían totalmente, en otros permitían que brillara en todo su

esplendor y arrojara su luz sobre todos los objetos de alrededor; después volvían a

colocarse sobre ella, con mayor velocidad aún, y lo envolvían todo en la oscuridad.

—Realmente esto no va—dijo mi tío dirigiéndose al tiempo, como si se sintiera

personalmente ofendido—. Esto no es en absoluto el tipo ideal de clima para mi viaje.

No lo haré, a ningún precio —dijo mi tío en tono impresionante.

Y tras repetir aquello varias veces, recuperó el equilibrio con cierta dificultad —

pues estaba bastante mareado por haber mirado hacia el cielo tanto tiempo— y

comenzó a caminar alegremente.

La casa del alguacil estaba en Canongate, y mi tío se dirigía hacia el otro extremo

de Leith Walk, un recorrido de algo más de dos kilómetros. A ambos lados de él, como

lanzadas contra el cielo oscuro, había unas casas altas, esparcidas y delgadas, con las

fachadas manchadas por el tiempo, y unas ventanas que parecían haber compartido el

destino de los

ojos de los mortales y haberse oscurecido y hundido con la edad. Las casas tenían

seis, siete y ocho pisos de altura; se apilaba un piso sobre el otro como los que hacen

los niños con cartas de juego, lanzando sus sombras oscuras sobre la calle

desaliñadamente pavimentada y volviendo más oscura la oscuridad de la noche. Había




algunas lámparas de aceite, muy lejos unas de otras, pero sólo servían para indicar la

entrada sucia a algún estrecho callejón o para señalar dónde una escalera comunicaba,

mediante revueltas empinadas e intrincadas, con las casas de arriba. Mirando todas

aquellas cosas con la actitud de un hombre que las ha visto a menudo antes, por lo que

no podía considerarlas ahora dignas de fijar en ellas la atención, mi tío subió por mitad

de la calle con un pulgar metido en cada uno de los bolsillos del chaleco permitiéndose

de vez en cuando variadas estrofas cantadas con tan buen espíritu y voluntad que las

gentes honestas y tranquilas se sobresaltaban y despertaban de su primer sueño y se

quedaban temblando en la cama hasta que el sonido desaparecía en la distancia; una

vez convencidas de que se trataba sólo de algún borracho inútil que trataba de

encontrar el camino de regreso a su casa, volvían a taparse para estar calientes y se

dormían otra vez.

Describo en —particular, caballeros, la forma en que mi tío subía por mitad de la

calle con los pulgares metidos en los bolsillos del chaleco, porque como él solía decir

(y con buenas razones para ello), no hay en absoluto nada extraordinario en esta

historia, a menos que entiendan claramente desde el principio que no estaba dando en

absoluto un paseo maravilloso o romántico.

Caballeros, mi tío caminaba con los pulgares metidos en los bolsillos del chaleco,

tomando para sí la mitad de la calle, cantando ahora un verso de un poema de amor,

luego un verso de uno etílico, y silbando melodiosamente cuando se había cansado de

ambos, hasta que llegó a North Bridge, que pone en contacto las ciudades antigua y

nueva de Edimburgo. Se detuvo allí un minuto para examinar los extraños e irregulares

grupos de luces apilados unos encima de otros y que parpadeaban a tanta altura que

parecían estrellas, brillando desde los muros del castillo por un lado y del Calton Hill

por el otro, como si estuvieran iluminando castillos en el aire, mientras la antigua y

pintoresca ciudad dormía pesadamente entre la oscuridad de abajo: su palacio y capilla

de Holyrood, guardada día y noche, tal como solía decir un amigo de mi tío, por la

antigua sede de Arturo que se elevaba oscura e insolente, como un genio ceñudo, sobre

la antigua ciudad que durante tanto tiempo había vigilado. Digo, caballeros, que mi tío

se detuvo allí un minuto para mirar a su alrededor; y luego, haciéndole un cumplido al

clima, que tan poco había mejorado, mientras que la luna se estaba hundiendo, empezó

a caminar de nuevo con tanta gallardía como antes, ocupando la mitad de la calle con

gran dignidad, y con el aspecto de que estaría encantado de encontrarse con alguien

que quisiera disputarle esa posesión. Pero sucedió que no hubo nadie dispuesto a

disputársela, y así siguió adelante con los pulgares en los bolsillos del chaleco, como

un apacible ser.

Cuando mi tío llegó al extremo de Leith Walk, tenía que cruzar un descampado

bastante grande que le separaba de una calle corta por la que debió bajar para llegar a

su alojamiento. Ahora bien, sucede que en ese descampado había en aquel tiempo un

cercado perteneciente a algún carretero que tenía contratada con Correos la compra de

los coches—correo desgastados por el tiempo; y a mi tío, que le encantaron los coches




de mayor, de joven y de mediana edad, se le metió inmediatamente en la cabeza e

salirse de su camino sin otro fin que el de escudriñas esos coches tras el cercado, y

recordaba haber viste más o menos una docena de ellos amontonados en el interior en

un estado de gran abandono y olvido Mi tío, caballeros, era una persona de lo más

entusiasta y simpática; por eso, al darse cuenta de que no podía tener una buena

visibilidad entre las estacas saltó por encima de ellas, se sentó tranquilamente sobre un

eje de rueda y empezó a contemplar los coches de correos con mucha gravedad.

Debía de haber una docena de ellos, o quizá más —mi tío no estuvo nunca seguro

sobre este punto, dado que era un hombre de escrupulosa veracidad con respecto a los

números, no le gustaba confesar lo—, pero allí estaban, todos amontonados en la

condición más desolada que quepa imaginar. La, puertas habían sido arrancadas de los

goznes y quitadas; les habían arrancado los forros; sólo algún clavo oxidado mantenía,

aquí y allá, un jirón colgante; la lámparas no estaban, las varas hacía tiempo que habían

desaparecido, el forjado estaba oxidado y la pintura se había caído; el viento silbaba

entre las grietas de la estructura de madera, y la lluvia, que había quedado recogida en

los techos, caía gota a gota en los interiores con un sonido hueco y melancólico. Eran los

esqueletos en decadencia de los coches abandonados, y en ese lugar solitario, a esa hora

de la noche, parecían fríos y lúgubres.

Mi tío descansó la cabeza sobre las manos y pensó en las personas atareadas y

bulliciosas que años antes habrían traqueteado en los viejos coches, que ahora estaban

cambiados y silenciosos; pensó en todas aquellas personas á las que uno de aquellos

locos y desmoronados vehículos había llevado, noche tras noche, durante muchos años y

con todo tipo de condiciones climáticas, la correspondencia ansiosamente esperada, el

giro tan necesario, la promesa de salud y seguridad, el anuncio repentino de enfermedad

y muerte. El comerciante, el amante, la esposa, la viuda, la madre, el escolar e incluso el

niño que tambaleándose se había acercado a la puerta a la llamada del cartero... cómo

habían esperado todos la llegada del viejo coche. ¡Y dónde estarían todos ahora!

Caballeros, mi tío solía decir que pensó todo esto en aquel momento, pero yo

sospecho más bien que lo sacó después de algún libro, pues afirmaba con claridad que

cayó en una especie de siesta mientras estaba sentado sobre el viejo eje de ruedas

mirando los coches de correos en decadencia, hasta que de pronto le despertaron unas

campanadas de iglesia que daban las dos. Ahora bien, mi tío no fue nunca muy rápido en

el pensamiento, y si había pensado todas estas cosas estoy seguro de que habría

necesitado para ello, por lo menos, hasta mucho más allá de pasadas las dos y media.

Por tanto, soy decididamente de la opinión, caballeros, de que mi tío cayó en una especie

de adormecimiento sin haber pensado nada en absoluto.

Sea como sea, las campanas de una iglesia dieron las dos. Mi tío despertó, se frotó

los ojos y se sobresaltó asombrado.

Un instante después de que el reloj diera las dos, todo aquel lugar tranquilo y

desértico se había convertido en el escenario de la vida y la animación más




extraordinarias. Las puertas de los coches estaban sobre sus goznes, los forros en su

sitio, el forjado era tan bueno como nuevo, la pintura había sido restaurada, las lámparas

encendidas, en cada pescante había cojines y grandes mantas, los mozos colocaban

paquetes en todos los maleteros, los guardas amontonaban las bolsas de las cartas, los

palafreneros arrojaban cubos de agua sobre las ruedas renovadas; muchos hombres se

apresuraban por la zona poniendo varas en cada coche; llegaron los pasajeros, se

entregaron las maletas, se colocaron los caballos; en suma, resultaba absolutamente

evidente que iban a salir de inmediato todos los coches que allí había. Caballeros, mi tío

abrió los ojos tanto ante todo aquello que hasta el último momento de su vida se

asombró de que hubiera sido capaz de volverlos a cerrar otra vez.

—¡Vamos! —gritó una voz mientras mi tío sentía una mano en su hombro—. Ha

comprado usted billete de interior. Será mejor que entre.

—¿ Yo lo he comprado? —preguntó mi tío dándose la vuelta.

—Sí, claro.

Mi tío, caballeros, no era capaz de decir nada; tan asombrado estaba. Lo más

extraño de todo era que aunque hubiese tal multitud de personas, y aunque estuvieran

apareciendo nuevos rostros a cada momento, no podía saberse de dónde venían.

Parecían brotar de alguna extraña manera del mismo suelo, o del aire, para desaparecer

del mismo modo. Cuando un mozo metió su equipaje en el coche y recibió la propina,

se dio la vuelta y desapareció; y antes de que mi tío hubiera empezado a preguntarse

qué había sucedido con él, aparecieron media docena más tambaleándose bajo el peso

de unos paquetes que parecían lo bastante grandes como para aplastarlos. ¡Los

pasajeros iban vestidos todos de manera muy extraña! Grandes capas abrochadas de

falda ancha, de puños enormes y sin cuellos; y pelucas, caballeros... grandes y serias

pelucas con un lazo atrás. Mi tío no podía sacar nada en limpio de todo aquello.

—¿ Va usted a entrar ya? —dijo la misma persona que se había dirigido antes a

mi tío.

Iba vestido como un escolta de correos, con peluca y capa de puños enormes, un

farol en una mano y en la otra un trabuco enorme que en ese momento iba a guardar en

un pequeño cofre.

—¿ Va a entrar ya, Jack Martin? —dijo el escolta sosteniendo el farol a la altura

del rostro de mi tío. —¡Oiga! —exclamó mi tío retrocediendo uno o dos pasos—. ¡Eso

es demasiada familiaridad!

—Así lo pone en el billete —contestó el escolta. —¿Y no lleva un «señor»

delante? —preguntó mi tío. Pues pensó, caballeros, que el hecho de que un escolta al

que no conocía le llamara Jack Martin era una libertad que Correos no habría permitido

de haberla conocido.




—No, no lo lleva —contestó fríamente el escolta. —¿Está pagado el billete? —

preguntó mi tío. —Claro que sí —contestó el otro.

—¿Lo está, sí lo está? ¡Pues vayamos allí entonces! ¿Qué coche es?

—Éste —contestó el escolta señalando a un coche que unía Londres con

Edimburgo, pasado de moda, que tenía los escalones bajados y la puerta abierta—. ¡Un

momento! Hay otros pasajeros. Déjeles entrar primero.

Mientras el escolta hablaba, apareció inmediatamente, delante de mi tío, un

caballero joven de peluca empolvada y una capa color azul celeste adornada con plata,

de faldones llenos y anchos, y forrada de bocací. En el lino del chaleco y el calicó

estaba impreso Tiggin y Welps, caballeros, por lo que mi tío reconoció de inmediato

los materiales. Llevaba pantalones hasta la rodilla, y una especie de polainas sobre las

medias de seda, y zapatos con hebillas; volantes en las muñecas, sombrero de tres

picos en la cabeza y una espada larga y afilada al costado. Las solapas del chaleco le

llegaban hasta la mitad de los muslos, y el extremo de la corbata hasta la cintura.

Caminó con paso grave hasta la puerta del coche, se quitó el sombrero y lo sostuvo por

encima de la cabeza con el brazo extendido: al mismo tiempo sostenía levantado el

dedo meñique como hacen algunas personas afectadas cuando toman una taza de té.

Luego juntó los pies, hizo una grave reverencia y extendió la mano izquierda. Mi tío

iba a adelantarse para estrechársela cordialmente cuando se dio cuenta de que aquellas

atenciones no se las dirigía a él, sino a una joven dama que en ese momento apareció al

pie de los escalones, ataviada con un anticuado vestido de terciopelo verde de cintura

larga y peto. No llevaba sombrero en la cabeza, caballeros, que ocultaba con una

capucha de seda negra, y miró a su alrededor un instante cuando se disponía a entrar en

el coche, revelando un rostro tan hermoso como mi tío no había visto nunca, ni

siquiera en un cuadro. Subió al coche levantándose el vestido con una mano; y tal

como decía siempre mi tío acompañándolo de un juramento rotundo, cuando contaba

esta historia, no habría creído posible que existieran piernas y pies de tal perfección a

menos que los hubiera visto con sus propios ojos.

Pero en ese vislumbre del hermoso rostro mi tío vio que la joven dama le lanzaba

una mirada implorante, y que parecía aterrada y entristecida. Observó también que el

joven de la peluca empolvada, a pesar de sus muestras de galantería, que eran

grandiosas y muy finas, la sujetó con fuerza por la muñeca cuando ella subió, y se

metió inmediatamente detrás. Un tipo de un mal aspecto poco común, de peluca

castaña y traje de color ciruela, que llevaba una espada muy grande y botas hasta las

caderas, se incluía en el grupo. Y cuando se sentó junto a la joven dama, que estaba

encogida en una esquina al acercarse el otro, mi tío vio confirmada su impresión

original de que iba a suceder algo oscuro y misterioso; o tal como decía siempre para sí

mismo, que «había algún tornillo suelto en algu na parte». Es sorprendente con qué

rapidez había decidido mi tío ayudar a la dama ante cualquier peligro, si ésta

necesitaba su ayuda.




—¡Muerte y rayos! —exclamó el joven caballero llevando la mano a la espada

cuando mi tío entró en el coche.

—¡Sangre y truenos! —rugió el otro caballero. Diciendo esto, sacó la espada y

lanzó una estocada a mi tío sin más ceremonias. Mi tío no tenía ningún arma, pero con

gran destreza le quitó de la cabeza el sombrero de tres picos al caballero de mal

aspecto, y recibiendo la punta de la espada de éste con el centro del sombrero, apretó

los lados y la mantuvo sujeta.

—¡Hiérele por detrás! —gritó el caballero de mal aspecto a su compañero

mientras se esforzaba por recuperar la espada.

—Será mejor que no lo haga —gritó mi tío enseñando el tacón de uno de sus

zapatos de modo amenazador—. Le sacaré el cerebro a patadas si tiene alguno, y si no

tiene le fracturaré el cráneo.

Poniendo en ejercicio en ese momento toda su fuerza, mi tío quitó la espada al

caballero de mal aspecto y la tiró limpiamente por la ventana del coche, ante lo cual el

caballero más joven volvió a vociferar su grito de «¡Muerte y rayos!» y se llevó la mano

a la empuñadura de la espada, con actitud feroz, pero sin sacarla. Quizá, caballeros, tal

como solía decir mi tío con una sonrisa, quizá tenía miedo de alarmar a la dama.

—Vamos, caballeros —dijo mi tío sentándose con actitud decidida—. No quiero

que haya muerte alguna, con o sin rayos, en presencia de una dama, y hemos tenido ya

suficiente sangre y truenos para un viaje; así que, si están de acuerdo, nos sentaremos en

nuestros sitios bien tranquilos. Escolta, por favor, recoja el cuchillo de tallar del

caballero.

Nada más decir mi tío esas palabras apareció el escolta ante la ventanilla del coche

llevando en la mano la espada del caballero. Sostuvo en alto el farol y miró fijamente el

rostro de mi tío al entregárselo: con su luz mi tío vio con gran sorpresa que una multitud

inmensa de escoltas de coches de correos se arremolinaba alrededor de la ventana, y que

cada uno de ellos tenía la mirada fija en él. Nunca, desde que nació, había visto un mar

tan grande de rostros blancos, cuerpos rojos y ojos fijos.

«Esto es lo más extraño que me ha pasado nunca», pensó mi tío.

—Permítame que le devuelva el sombrero, señor —dijo mi tío.

El caballero de mal aspecto recibió en silencio el

sombrero de tres picos, miró el agujero que tenía en el centro con actitud

inquisitiva, y finalmente se lo colocó encima de la peluca con una solemnidad cuyo

efecto quedó un poco dañado porque en ese mismo momento estornudó violentamente y

con la sacudida volvió a destocarse.

—¡Todo en orden! —gritó el escolta del farol subiéndose al pequeño asiento de la

parte posterior del coche.




Partieron. Mi tío se quedó mirando por la ventanilla del coche hacia fuera mientras

salían del descampado y observó que otros coches con cocheros, escoltas, caballos y

pasajeros, daban vueltas y vueltas en círculos a un trote lento de unos ocho kilómetros

por hora. Mi tío, caballeros, ardía de indignación. Como hombre dedicado al comercio,

pensaba que no se podía jugar con las bolsas del correo, y decidió escribir un memorial

sobre el tema a la Oficina de Correos en el instante mismo en que llegara a Londres.

Sin embargo, en ese momento sus pensamientos se ocupaban de la joven dama

sentada en la esquina más alejada del coche, con el rostro bien oculto bajo la capucha; el

caballero de la capa azul celeste se sentaba frente a ella; el del traje color ciruela a su

lado; y ambos la vigilaban estrechamente. Si ella hacía crujir demasiado los pliegues de

la capucha, mi tío podía oír que el hombre de mal aspecto se llevaba la mano a la

espada, y podía saber por la respiración del otro (estaba tan oscuro que no podía verle el

rostro) que parecía que fuera a devorarla de un bocado. Aquella intrigó más y más a mi

tío hasta que decidió que, pasara lo que pasara, llegaría hasta el final. Sentía una gran

admiración por los ojos brillantes, los rostros dulces y las piernas y los pies hermosos;

en resumen, le encantaba todo lo del otro sexo. Eso va con nuestra familia, caballeros,

y lo mismo me sucede a mí.

Fueron muchas las tretas que puso en práctica mi tío para atraer la atención de la

dama, o al menos para introducir en conversación a los misteriosos caballeros. Pero

todo en vano; los caballeros no hablaban y la dama no miraba. A intervalos sacaba la

cabeza por la ventanilla del coche y vociferaba que por qué no iban más deprisa. Pero

gritó hasta quedarse ronco; nadie le prestaba la menor atención. Se arrellanó en el

coche y pensó en las hermosas piernas, pies y rostro que tenía delante. Eso resultó

mejor; le ayudaba a pasar el rato y le impedía preguntarse adónde iba y cómo era que

se encontraba en una situación tan extraña. De todos modos, no es que aquello le

preocupara mucho: mi tío, caballeros, era de esas personas totalmente libres y

sencillas, vagabundas, a las que nada les importa. De pronto, el coche se detuvo.

—¡Vaya! —exclamó mi tío—. ¿Qué demonios pasa ahora?

—Baje aquí —dijo el escolta poniendo los escalones. —¿Aquí? —gritó mi tío.

—Aquí —replicó el escolta.

—No haré nada semejante—dijo mi tío.

—Muy bien, entonces quédese donde está —dijo el escolta.

—Así lo haré—dijo mi tío.

—Muy bien —contestó el escolta.

Los demás pasajeros habían prestado gran atención a este coloquio y, viendo que

mi tío estaba decidido a no bajarse, el hombre más joven pasó junto a él, rozándole,

para ayudar a descender a la dama. En ese momento, el hombre de mal aspecto

inspeccionaba el agujero que tenía en la parte superior de su tricornio. Cuando la joven




dama le rozó al pasar, dejó caer uno de los guantes en la mano de mi tío y con los

labios le susurró suavemente, tan cerca de su cara que sintió en la nariz el cálido

aliento de la joven, una sola palabra: «¡Socorro!» Caballeros, mi tío saltó del coche de

inmediato y con tal violencia que volvió a golpearse en los muelles.

—¡Ah! Lo ha pensado mejor, ¿no es así? —preguntó el escolta al ver a mi tío de

pie en el suelo.

Mi tío le miró unos segundos, dudando si no sería lo mejor arrancarle el arcabuz,

dispararlo en la cara del hombre que llevaba la espada grande, golpear con la culata en

la cabeza a los demás, coger a la joven dama y salir pitando. Sin embargo, lo pensó

mejor y abandonó el plan, pues su ejecución le pareció excesivamente melodramática,

y siguió a los dos hombres misteriosos, quienes llevando a la dama en medio entraban

ahora en una casa antigua delante de la cual se había detenido el coche. Se metieron

por el pasillo y mi tío les siguió.

De todos los lugares ruinosos y desolados que había contemplado mi tío, aquél era

el que más. Daba la impresión de haber sido en otro tiempo una amplia casa de

entretenimiento, pero el techo se había caído en muchos lugares y las empinadas

escaleras estaban desgastadas y rotas. En la habitación en la que entraron había una

chimenea enorme ennegrecida por el humo, pero sin que hubieran encendido fuego

alguno. Todavía el polvo blanquecino de la leña quemada se esparcía sobre el hogar,

pero estaba frío y todo se encontraba oscuro y lúgubre.

—Bueno —dijo mi tío mirando a su alrededor—, me parece que un coche que viaja

a doce kilómetros por hora y se detiene un tiempo indefinido en un agujero como éste

constituye un proceder bastante irregular. Haré que se sepa esto. Escribiré a los

periódicos.

Mi tío lo dijo en voz bastante alta y de una manera abierta y sin reservas con el

objetivo de tratar de iniciar una conversación con los dos desconocidos. Pero ninguno de

ellos se fijó en él más que lo necesario para susurrarse algo el uno al otro y mirarle

aviesamente al hacerlo. La dama estaba en el otro extremo de la habitación y en una

ocasión se aventuró a hacerle una seña con la mano, como pidiéndole ayuda a mi tío.

Finalmente los dos desconocidos avanzaron un poco y se inició la conversación.

—Imagino, amigo, que no sabe usted que esto es una habitación privada —dijo el

caballero vestido de azul celeste.

—No, amigo, lo ignoro —contestó mi tío—. Pero si esto es un salón privado

preparado especialmente para la ocasión, imagino que el salón público debe ser

verdaderamente cómodo.

Mientras decía lo anterior, mi tío tomó con los ojos unas medidas tan exactas del

caballero que Tiggin y Welps podrían haberle proporcionado calicó impreso para un

traje sin que sobrara ni faltara un centímetro, basándose sólo en aquella estimación.




—Salga de esta habitación —dijeron al unísono los dos hombres llevándose las

manos a las espadas. —¿Cómo? —preguntó mi tío, que no parecía entender el

significado de aquello.

—Abandone la habitación o es hombre muerte —dijo el tipo de mal aspecto y

espada grande al tiempo que la sacaba y la blandía en el aire.

—¡A por él! —gritó el caballero de azul celeste sacando también la espada y

retrocediendo dos o tres metros—. ¡A por él!

La dama lanzó un fuerte grito.

Ahora bien, mi tío fue famoso siempre por si gran audacia y presencia de ánimo.

Aunque todo e tiempo había parecido tan indiferente a lo que estaba sucediendo, en

realidad estaba buscando astuta mente algún objeto arrojadizo o arma defensiva, y en el

instante mismo en el que se sacaron las espadas él veía en una esquina de la chimenea

un viejo estoque de empuñadura de cestería y vaina oxidada. De un solo salto mi tío lo

tuvo en la mano, lo sacó, lo blandió galantemente por encima de su cabeza, dijo en voz

alta a la dama que se mantuviera apartada lanzó la silla al hombre de azul celeste y el

estoque: del traje color ciruelo, y aprovechándose de la confusión cayó sobre ellos

atropellándolos.

Caballeros, hay una antigua historia referente un joven y apuesto caballero irlandés

—que no es peor por ser cierta—, al que cuando le preguntaron si podía tocar el violín

contestó que sin duda podía, pero que no podía decirlo con seguridad porque nunca lo

había intentado. Pues esa historia no deja de aplicarse a mi tío y su arte para la esgrima.

Nunca antes había tenido una espada en la mano, salvo en una ocasión en la que

interpretó a Ricardo III en un teatro privado: y en esa ocasión se había llegado a un

arreglo con Richmond para que saliera corriendo, desde atrás, sin plantear pelea alguna.

Y ahora estaba allí, combatiendo y acuchillando a dos expertos espadistas: arremetiendo

y defendiendo, aguijoneando y tajando, comportándose de la manera más varonil y

diestra posible aunque hasta ese momento no se había dado cuenta de que tuviera la

menor idea de esa ciencia. Esto sólo demuestra lo auténtico que es el viejo refrán que

dice, caballeros, que un hombre no sabe nunca lo que puede hacer hasta que lo intenta.

El ruido del combate fue terrible; cada uno de los tres combatientes juraba como un

carretero, y las espadas entrechocaban con tanto ruido como si estuvieran resonando al

mismo tiempo todos los cuchillos y aceros del mercado de Newport. Cuando la lucha

estaba en su momento culminante, la dama (posiblemente para estimular a mi tío) se

quitó totalmente el capuchón del rostro dejando al descubierto un semblante de belleza

tan sorprendente que habría combatido contra cincuenta hombres para obtener una

sonrisa de ella y después morir. Hasta ese momento había hecho maravillas, pero desde

entonces comenzó a pulverizarlos como s fuera un gigante loco y delirante.

En ese momento el caballero de azul celeste se dio la vuelta, y viendo a la joven

dama con el rostro des cubierto lanzó una exclamación de rabia y celos, volvió el arma




contra el hermoso pecho de la joven, apuntó a su corazón, haciendo que mi tío lanzara

un grito de aprensión que resonó en todo el edificio.

La dama se apartó con paso ligero, y quitándole de la mano la espada al joven,

antes de que éste hubiera recuperado el equilibrio, lo lanzó contra la pared y después le

atravesó con la espada, lo mismo que al entablado, hasta la empuñadura misma,

dejándole allí clavado y fijo. Fue un ejemplo espléndido. Mi tío, con un poderoso grito

de triunfo y una fuerza irresistible obligó a su adversario a retirarse en la misma

dirección y clavó el viejo espadín en centro mismo de una enorme flor roja perteneciente

al dibujo de su chaleco, dejándole clavado junto su amigo; y allí quedaron los dos,

caballeros, me viendo los brazos y las piernas en agonía como las figuras de los

escaparates de juguetes que se mueve con un trozo de bramante. Después mi tío dijo

siempre que ése era uno de los medios más seguro que conocía para deshacerse de un

enemigo; pero cabía una objeción por razón de los gastos, por cuanto implicaba la

pérdida de una espada por cada hombre incapacitado.

—¡El coche, el coche! —gritó la dama corriendo hasta donde estaba mi tío y

rodeándole el cuello con sus hermosos brazos—. Todavía podemos escapa

—¿Podemos? —gritó mi tío—. Bien, querida mía, ¿no habrá nadie más a quien

matar, no?

Mi tío se sintió bastante decepcionado, caballeros, pues pensó que un rato

tranquilo de amores resultaría agradable tras la carnicería, aunque sólo fuera para

cambiar de tema.

—No tenemos un instante que perder aquí —dijo la joven dama—. Él (y señaló al

joven caballero de azul celeste) es el hijo único del poderoso marqués de Filletoville.

—Pues entonces, querida mía, me temo que no llegará nunca a heredar el título —

dijo mi tío mirando fríamente al joven caballero clavado en la pared, como si fuera un

escarabajo—. Ya se han cortado los vínculos, amor mío.

—He sido apartada de mi hogar y mis amigos por estos villanos —dijo la joven

dama cuyos rasgos brillaban por la indignación—. En una hora más ese perverso se

habría casado conmigo mediante violencia.

—¡Que el diablo confunda su desvergüenza! —exclamó mi tío lanzando una

mirada de desprecio al moribundo heredero de Filletoville.

—Como podrá deducir de lo que ha visto —intervino la joven dama—, el grupo

estaba dispuesto a asesinarme si apelaba a cualquiera pidiendo ayuda. Si sus cómplices

nos encuentran aquí, estamos perdidos. ¡Dentro de dos minutos puede ser demasiado

tarde! ¡Al coche!

Con aquellas palabras enfatizadas por sus sentimientos, y el esfuerzo de haber

clavado al joven marqués de Filletoville, la dama, fatigada, se dejó caer en brazos de

mi tío. Éste la cogió y la llevó hasta la puerta de la casa. Allí estaba el coche con




cuatro caballos negros de cola y crines largas ya enjaezados, pero no había cochero, ni

escolta, ni palafrenero a h cabeza de los caballos.

Espero, caballeros, no ser injusto con la memoria de mi tío si expreso la opinión

de que aunque era soltero ya había tenido antes a algunas damas; en sus brazos; en

realidad creo que acostumbraba besar con frecuencia a las camareras, y sé que en uno o

dos casos había sido visto por algún testigo de confianza abrazar a la propietaria de una

taberna de manera bien perceptible. Menciono esta circunstancia para demostrar que el

hecho de que la joven y hermosa dama fuera una persona a la cual poco podía estar

habituado debió afectar a mi tío éste solía decir que cuando los largos cabellos oscuros

de la dama cayeron sobre su brazo, y sus hermosos ojos oscuros se fijaron en su rostro

al recuperarse, él se sintió tan extraño y nervioso que le temblaron las piernas. Pero

¿quién puede contemplar el más dulce par de ojos oscuros sin sentirse raro? Yo no,

caballeros. Me da miedo contempla algunos ojos que me sé, y ésa es la verdad.

—No me abandone nunca —murmuró la joven dama.

Jamás —contestó mi tío con toda la intención de cumplirlo.

—¡Mi querido salvador! —exclamó la joven dama—. ¡Mi querido, amable y

valiente salvador!

—No siga—dijo mi tío interrumpiéndola. —¿Por qué? —preguntó ella.

—Porque su boca es tan hermosa cuando habla que me temo que cometeré la

imprudencia de besarla—replicó mi tío.

La joven dama levantó la mano como para impedir que mi tío lo hiciera y dijo...

no, no dijo nada, sonrió.

Cuando uno está contemplando los labios más deliciosos del mundo, y los ve

abrirse en una sonrisa pícara, si uno está muy cerca de ellos, y no hay nadie

más, no hay mejor manera de testificar la admiración propia hacia su hermoso

color y forma que besándolos enseguida. Así lo hizo mi tío, y yo le honro por ello.

—¡Escuche! —gritó la joven dama sobresaltándose—. ¡Se oyen ruedas y

caballos!

—Cierto —dijo mi tío prestando atención. Tenía buen oído para las ruedas y el

ruido de los cascos, pero daba la impresión de que venían desde lejos tantos caballos y

carruajes que era imposible conjeturar su número. El sonido era semejante al que

producirían cincuenta tiros formados por seis purasangres cada uno.

—¡Nos persiguen! —gritó la joven agarrándose las manos—. Nos persiguen.

¡Usted es mi única esperanza!

Había tal expresión de terror en su hermoso rostro que mi tío se decidió

enseguida. La subió al coche, le dijo que no se asustara, volvió a unir los labios a los




de ella y después, aconsejándole que subiera la ventanilla para que no entrara el aire

frío subió al pescante.

—Un momento, mi amor—gritó la joven. —¿Qué sucede? —preguntó mi tío

desde el pescante.

—Quiero hablarle, sólo una palabra. Sólo una querido mío.

—¿Me bajo? —preguntó mi tío. La dama no respondió, pero volvió a sonreír.

¡Qué sonrisa, caballeros! Convirtió al otro en nada. Mi tío bajó del pescante en un

santiamén.

—¿Qué ocurre, querida? —preguntó mi tío mirándola por la ventanilla del coche.

En ese momento la dama se inclinó hacia delante y mi tío pensó que parecía todavía

más hermosa que antes. En ese momento, caballeros, estaba muy cerca de ella, por l

que tenía que saberlo realmente.

—¿Qué sucede, querida? —volvió a preguntar mi tío.

—¿No amará nunca a otra, no se casará con ninguna otra? —preguntó la joven

dama.

Con un juramento solemne mi tío afirmó que nunca se casaría con ninguna otra y

entonces la joven dama metió la cabeza y subió la ventanilla. El tío se subió de un salto

al pescante, cuadró los codos, ajustó las riendas, cogió el látigo que estaba sobre el

techo, tocó con él al primero de los caballos allá que se fueron los cuatro caballos

negros de largas colas y largas crines a unas buenas quince millas inglesas por hora

arrastrando detrás el viejo coche de correos.

¡Vaya! ¡Cómo corrieron a toda velocidad!

El ruido de atrás se hizo más fuerte. Cuanto más rápido iba el viejo coche, más

rápido se acercaban los perseguidores: hombres, caballos y perros se habían unido en la

persecución. El ruido era terrible, pero por encima de él se oía la voz de la joven dama

que azuzaba a mi tío y gritaba:

—¡Más rápido! ¡Más rápido!

Los oscuros árboles pasaban a su lado como plumas arrastradas por un huracán.

Casas, puertas, iglesias, almiares y todo tipo de objetos pasaban junto a ellos con una

velocidad y ruido semejantes al de las aguas rugientes que de pronto quedan libres. Pero

el ruido de la persecución se iba haciendo más fuerte, y mi tío podía seguir escuchando a

la joven dama que gritaba desesperadamente:

—¡Más rápido! ¡Más rápido!

Mi tío utilizó con ahínco látigo y riendas, y los caballos volaron hacia delante hasta

que se cubrieron de espuma; y, sin embargo, atrás el ruido aumentaba, y la joven dama

seguía gritando:




—¡Más rápido! ¡Más rápido!

Mi tío dio una fuerte patada en el pescante, impulsado por la tensión del momento,

y... descubrió que la mañana era gris y estaba sentado en el descampado sobre el pescante

de un antiguo coche inglés, temblando por el frío y la humedad, y pateando el suelo para

calentarse los pies. Se bajó y buscó ansiosamente en el interior a la hermosa y joven

dama. ¡Pero ay! No había puerta ni asiento en el coche. Era una simple carcasa.

Evidentemente mi tío sabía muy bien que había algún misterio en aquello, y que

todo había pasad exactamente tal como solía relatarlo. Permaneció fiel al juramento que

había hecho a la hermosa joven dama, rechazando por ella a varias dueñas desposada

con las que hubiera podido casarse, y final mente murió soltero. Siempre dijo que era

curiosa, que hubiera descubierto él, por un simple accidente como el de cruzar la cerca,

que todas las noches acostumbraban a viajar con regularidad los fantasmas de coches de

correos y caballos, escoltas, cocheros y pasajeros. Solía añadir que creía ser la única

persona viva que había sido aceptada como pasajero en una de aquellas excursiones. Y

creo, caballeros, que tenía razón: al menos no he oído que le sucediera a nadie más.

[De The Pickwick Papers]

El barón de Grogzwig

El barón Von Koéldwethout, de Grogzwig, Alemania, era probablemente un joven

barón como cualquiera le gustaría ver uno. No es necesario q diga que vivía en un

castillo, porque es evidente; tampoco es necesario que diga que vivía en un castillo

antiguo, pues ¿qué barón alemán viviría en u: nuevo? Había muchas circunstancias

extrañas relacionadas con este venerable edificio, entre las cuales no era la menos

sorprendente y misteriosa el hecho de que cuando soplaba el viento, éste rugía en el

interior de las chimeneas, o incluso aullaba entre los árboles del bosque circundante, o

que cuando brillaba la luna ésta se abría camino por entre determinadas pequeñas

aberturas de los muros y llegaba a iluminar plenamente algunas zonas de los amplios

salones y galerías, dejando otras en una sombra tenebrosa. Tengo entendido que uno de

los antepasados del barón, que andaba escaso de dinero, le han clavado una daga a un

caballero que llegó una noche pidiendo servidumbre de paso, y se supone que tos hechos

milagrosos tuvieron lugar como consecuencia de aquello. Y, sin embargo, difícilmente

puedo saber cómo sucedió, pues el antepasado del barón, que era un hombre amable, se

sintió despues tan apenado por haber sido tan irreflexivo, y haber puesto sus manos

violentas sobre una cantidad de piedras y maderos pertenecientes a un barón más débil,

que construyó como excusa una capilla obteniendo un recibo del cielo como saldo a

cuenta.




El hecho de haber hablado del antepasado del barón me trae a la mente los

vehementes deseos de éste de que se respete su linaje. Temo no poder decir

con seguridad cuántos antepasados haya tenido el barón, pero sé que había tenido

muchísimos más que cualquier otro hombre de su época, y sólo deseo que haya vivido

hasta fechas recientes para haber podido dejar más en la tierra. Para los grandes hombres

de los siglos pasados debió ser muy duro haber llegado al mundo tan pronto, pues

lógicamente un hombre que nació hace trescientos o cuatrocientos años no puede

esperarse que tuviera antes que él tantos parientes como un hombre que haya nacido

ahora. Éste último, quienquiera que sea —y por lo que nosotros sabemos lo mismo

podría ser un zapatero remendón que un tipo bajo y vulgar—, tendrá un linaje más largo

que el mayor de los nobles vivo actualmente; y afirmo que esto no es justo.

¡Bueno, pero el barón Von Koëldwethout de Grogzwig! Era un hombre guapo y

atezado, de cabello oscuro y grandes mostachos que salía a cazar a caballo vestido con

paño verde de Lincoln, con botas rojas en los pies, con un cuerno de caza colgado del

hombro como el guarda de un campo muy amplio. Cuando soplaba su cuerno, otros

veinticuatro caballeros de rango inferior, vestidos con paño verde de Lincoln un poco

más basto, y botas de cuero bermejo de suelas un poco más gruesas, se presentaban

directamente; y galopaban todos juntos con lanzas en las manos como barandillas de un

área lacada, cazando jabalíes, o encontrándose quizá con un oso en cuyo último caso el

barón era el primero en matarlo, y después engrasaba con él sus bigotes.

Fue una vida alegre la del barón de Grogzwig, y más alegre todavía la de sus

partidarios, quienes bebían vino del Rin todas las noches hasta que caían bajo la mesa, y

entonces encontraban las botellas en el suelo y pedían pipas. Jamás hubo calaveras tan

festivos, fanfarrones, joviales y alegres como los que formaban la animada banda de

Grogzwig.

Pero los placeres de la mesa, o los placeres de debajo de la mesa, exigen un poco de

variedad; sobre todo si las mismas veinticinco personas se sienta] diariamente ante la

misma mesa para hablar de lo mismos temas y contar las mismas historias. El barón se

sintió aburrido y deseó excitación. Empezó disputar con sus caballeros, y todos los días,

después de la cena, intentaba patear a dos o tres de ellos. A principio aquello resultó un

cambio agradable, pero al cabo de una semana se volvió monótono, el barón se sintió

totalmente indispuesto y buscó, con desesperación, alguna diversión nueva.

Una noche, tras los entretenimientos del día e los que había ido más allá de Nimrod

o Gillingwi ter, y matado «otro hermoso oso», llevándolo después a casa en triunfo, el

barón Von KoéldwethOL se sentó desanimado a la cabeza de su mesa contemplando con

aspecto descontento el techo ahumado del salón. Trasegó enormes copas llenas de vino,

pero cuanto más bebía más fruncía el ceño. Los caballeros que habían sido honrados con

la peligrosa distinción de sentarse a su derecha y a su izquierda le imitaron de manera

milagrosa en el beber y se miraron ceñudamente el uno al otro.




—¡Lo haré! —gritó de pronto el barón golpeando la mesa con la mano derecha y

retorciéndose el mostacho con la izquierda—. ¡Preñaré a la dama de Grogzwig!

Los veinticuatro verdes de Lincoln se pusieron pálidos, a excepción de sus

veinticuatro narices, cuyo color permaneció inalterable.

—Me refiero a la dama de Grogzwig —repitió el barón mirando la mesa a su

alrededor.

—¡Por la dama de Grogzwig! —gritaron los verdes de Lincoln, y por sus

veinticuatro gargantas bajaron veinticuatro pintas imperiales de un vino del Rin tan viejo

y extraordinario que se lamieron sus cuarenta y ocho labios, y luego pestañearon.

—La hermosa hija del barón Von Swillenhausen —añadió KoMwethout,

condescendiendo a explicarse—. La pediremos en matrimonio a su padre en cuanto el

sol baje mañana. Si se niega a nuestra petición, le cortaremos la nariz.

Un murmullo ronco se elevó entre el grupo; todos los hombres tocaron primero la

empuñadura de su espada, y después la punta de su nariz, con espantoso significado.

¡Qué agradable resulta contemplar la piedad filial!

Si la hija del barón hubiera suplicado a un corazón preocupado, o hubiera caído a

los pies de su padre cubriéndolos de lágrimas saladas, o simplemente si se hubiera

desmayado y hubiera cumplimentado luego al anciano caballero con frenéticas

jaculatorias, la: posibilidades son cien contra una a que el castillo de Swillenhausen

habría sido echado por la ventana, c habrían echado por la ventana al barón y el castillo

habría sido demolido. Sin embargo, la damisela mantuvo su paz cuando un mensajero

madrugador llevó o la mañana siguiente la petición de Von Kodldwethout, y se retiró

modestamente a su cámara, desde cuya ventana observó la llegada del pretendiente y su

séquito. En cuanto estuvo segura de que el jinete de los grandes mostachos era el que se

le proponía como esposo, se precipitó a presencia de su padre y expresó estar dispuesta a

sacrificarse para asegurar la paz del anciano. El venerable barón cogió a su hija entre sus

brazos e hizo un guiño de alegría.

Aquel día hubo grandes fiestas en el castillo. Los veinticuatro verdes de Lincoln de

Von Koéldwethout intercambiaron votos de amistad eterna con los doce verdes de

Lincoln de Von Swillenhausen, y prometieron al viejo barón que beberían su vino «hasta

que todo se volviera azul», con lo que probablemente querían significar que hasta que

todos sus semblantes hubieran adquirido el mismo tono que sus narices. Cuando llegó el

momento de la despedida todos palmeaban las espaldas de todos los demás, y el barón

Von Koéldwethout y sus seguidores cabalgaron alegremente de regreso a casa.

Durante seis semanas mortales jabalíes y osos tuvieron vacaciones. Las casas de

Kodldwethout y Swillenhausen estaban unidas; las lanzas se aherrumbra ron, y el

cuerno de caza del barón contrajo ronquera por falta de soplidos.




Aquellos fueron momentos importantes para los veinticuatro, pero ¡ay!, sus días

elevados y triunfales estaban ya calzándose para disponerse a irse. —Querido mío —

dijo la baronesa. —Mi amor —le respondió el barón. —Esos hombres toscos y

ruidosos...

—¿Cuáles, señora? —preguntó el barón sorprendido.

Desde la ventana junto a la que estaban, la baronesa señaló el patio inferior en

donde, inconscientes de todo, los verdes de Lincoln estaban realizando copiosas

libaciones estimulantes como preparativo para salir a cazar uno o dos verracos.

—Son mi grupo de caza, señora —le informó el barón.

—Licéncialos, amor—murmuró la baronesa.

—¡Licenciarlos! —gritó el barón con asombro.

—Para complacerme, amor —contestó la baronesa.

—Para complacer al diablo, señora —respondió el barón.

Entonces la baronesa lanzó un gran grito y se desmayó a los pies del barón.

¿Qué podía hacer el barón? Llamó a la doncella de la señora y rugió pidiendo un

doctor; y luego, saliendo a la carrera al patio, pateó a los dos verdes de Lincoln que

más habituados estaban a ello, y maldiciendo a todos los demás, les pidió que se

marcharan... aunque no le importaba adónde. No sé la expresión alemana para ello,

pues si la conociera lo habría podido describir delicadamente.

No me corresponde a mí decir mediante qu¿ medios, o qué grados, algunas

esposas consiguen someter a sus esposos de la manera que lo hacen, aunque sí puedo

tener mi opinión personal sobre el tema, y pensar que ningún Miembro del Parlamento

debería estar casado, por cuanto que tres miembros casados de cada cuatro votarán de

acuerdo con la conciencia de su esposa (si la tienen), y no de acuerdo con la suya

propia. Lo único que necesito decir ahora es que la baronesa von Koéldwethout

adquirió de una u otra manera un gran control sobre el barón von KoUldwethout, y que

poco a poco, trocito a trocito, día a día y año a año el barón obtenía la peor parte de

cualquier cuestión disputada, o era astutamente descabalgado de cualquier antigua

afición; y así, cuando se convirtió en un hombre grueso y robusto de unos cuarenta y

ocho años, no tenía ya fiestas, ni jolgorios, ni grupo de caza ni tampoco caza: en

resumen, no le quedaba nada que le gustara o que hubiera solido tener; y así, aunque

fue tan valiente como un león, y tan audaz como descarado, fue claramente

despreciado y reprimido por su propia dama en su propio castillo de Grogzwig.

Y no acaban aquí todos los infortunios del barón. Aproximadamente un año

después de sus nupcias vino al mundo un barón robusto y joven en cuyo honor se

dispararon muchos fuegos artificiales y se bebieron muchas docenas de barriles de

vicio; pero al año siguiente llegó una joven baronesa y cada año otro joven barón, y así

un año tras otro, o un barón o una baronesa (y un año los dos al mismo tiempo), hasta




que el barón se encontró siendo padre de una pequeña familia de doce. En cada uno de

esos aniversarios la venerable baronesa Von Swillenhausen se ponía muy nerviosa y

sensible por el bienestar de su hija la baronesa Von Koéldwethout, y aunque no se sabe

que la buena dama hiciera nunca nada real que contribuyera a la recuperación de su

hija, seguía considerando un deber ponerse tan nerviosa como fuera posible en el

castillo de Grogzwig, y dividir su tiempo entre observaciones morales sobre la forma

en que se llevaba la casa del barón y quejarse por el duro destino de su infeliz hija. Y si

el barón de Grogzwig, algo herido e irritado por esa conducta, cobraba valor y se

aventuraba a sugerir que su esposa al menos no estaba peor que las esposas de otros

barones, la baronesa Von Swillenhausen suplicaba a todas las personas que se dieran

cuenta de que nadie salvo ella simpatizaba con los sufrimientos de su hija; y con

aquello, sus parientes y amigos comentaban que con toda seguridad ella sufría mucho

más que su yerno, y que si existía algún animal vivo de corazón duro, ése era el barón

de Grogzwig.

El pobre barón lo soportó todo mientras pudo, y cuando no pudo soportarlo ya

más perdió el apetito y el ánimo, y se quedó sentado lleno de tristeza y aflicción. Pero

todavía le aguardaban problemas peores, y cuando le llegaron aumentó su melancolía y

su tristeza. Cambiaron los tiempos; se endeudó. Las arcas de Grogzwig, que la familia

Swillenhausen había considerado inagotables, se vaciaron; y precisamente cuando la

baronesa estaba a punto de sumar la decimotercera adición al linaje de la familia, Von

Koéldwethout descubrió que carecía de medios para reponerlas.

—No veo qué se puede hacer —dijo el barón—. Creo que me suicidaré.

Fue una idea brillante. El barón cogió un viejo cuchillo de caza de un armario que

tenía al lado, y tras afilarlo sobre la bota, le hizo a su garganta lo que los muchachos

llaman «una oferta».

—¡Bueno! —exclamó el barón al tiempo que detenía la mano—. Quizá no esté lo

bastante afilado.

El barón lo afiló de nuevo e hizo otro intento, pero detuvo su mano un fuerte

griterío que se produjo entre los jóvenes barones y baronesas, reunidos todos en un

salón infantil situado arriba de la torre con barras de hierro por el exterior de las

ventanas para impedir que se lanzaran al foso.

—Si hubiera sido soltero —dijo el barón suspirando—, podría haberlo hecho más

de cincuenta veces sin que me interrumpieran. ¡Vamos! Lleva una botella de vino y la

pipa más grande a la pequeña habitación abovedada que hay tras el salón.

Una de las criadas ejecutó de la manera más amable posible la orden del barón en

el curso de una media hora, y Von Koéldwethout, tras apreciar que así había sido

hecho, se dirigió a grandes zancadas hacia la habitación abovedada cuyas paredes, que

eran de una madera oscura y brillante, relucían al fuego de los leños ardientes apilados




en el hogar. La botella y la pipa estaban dispuestas y el lugar parecía en general muy

cómodo.

—Deja la lámpara—ordenó el barón.

—¿Alguna otra cosa, mi señor? —preguntó la criada. —Soledad —contestó el

barón. La criada obedeció y el barón cerró la puerta.

Fumaré una última pipa y luego pondré fin a todo —dijo el barón.

El señor de Grogzwig dejó el cuchillo sobre la mesa, hasta que lo necesitara, se

sirvió una buena medida de vino, se echó hacia atrás en la silla, estiró las piernas

delante del fuego y se desinfló.

Pensó en muchísimas cosas, en sus problemas de hoy y en los días pasados,

cuando era soltero, en los verdes de Lincoln, que desde hacía tiempo habían sido

dispersados por el país, sin que nadie supiera dónde estaban con la excepción de dos,

que desgraciadamente habían sido decapitados, y cuatro que se habían matado de tanto

beber. Su mente pensó en osos y verracos, cuando en el momento de beberse la copa

hasta el fondo alzó la mirada y vio por primera vez, con asombro ilimitado, que no

estaba solo.

No, no lo estaba; pues al otro lado del fuego se hallaba sentada con los brazos

cruzados una horrible y arrugada figura, de ojos profundamente hundidos e inyectados

en sangre, rostro cadavérico de inmensa longitud ensombrecido por unas grejas

enmarañadas y mal cortadas de cabellos negros recios. Vestía una especie de túnica de

color azulado desvaído que, como observó el barón contemplándola atentamente,

estaba ornamentada llevando por delante, a modo de cierres, asideros de ataúd.

También llevaba las piernas cubiertas por planchas de ataúd, a modo de armadura; y

sobre el hombro izquierdo llevaba un corto manto oscuro que parecía hecho con los

restos de un paño mortuorio. No prestaba atención al barón, pues miraba fijamente el

fuego.

—¡Hola! —exclamó el barón al tiempo que golpeaba el suelo con los pies para

llamar su atención. —¡Hola! —replicó el otro dirigiendo la mirada hacia el barón, pero

sólo los ojos, no el rostro—. ¿Qué pasa?

—¿Que qué pasa? —contestó el barón sin acobardarse en lo más mínimo por la

voz hueca y la mirada carente de brillo del otro—. Soy yo el que debería hacer esa

pregunta. ¿Cómo llegó hasta aquí?

—Por la puerta —contestó la figura. —¿Quién es? —preguntó el barón. —Un

hombre —contestó la figura. —No le creo —dijo el barón.

—Pues no lo crea—contestó la figura. —Eso es lo que haré —replicó el barón.

La figura se quedó mirando un tiempo al osado barón de Grogzwig, y luego, en

tono familiar dijo: —Ya veo que nadie le puede persuadir. ¡No soy un hombre!




—Entonces ¿qué es? —preguntó el barón. —Un genio —contestó la figura.

—Pues no se parece mucho a ninguno —contestó burlonamente el barón.

—Soy el genio de la desesperación y el suicidio. Ahora ya me conoce.

Tras decir esas palabras, la aparición se puso de cara al barón, como si se

preparara para una conversación; y lo más notable de todo fue que apartó el manto

hacia un lado, mostrando así una estaca que le recorría el centro del cuerpo. Se la sacó

con un movimiento brusco y la dejó sobre la mesa con el mismo cuidado que si se

tratara de un bastón de paseo.

—¿Está dispuesto ya para mí? —preguntó la figura fijando la mirada en el

cuchillo de caza.

—No del todo. Primero he de terminar esta pipa. —Entonces aligere —exclamó la

figura.

—Parece tener prisa—contestó el barón.

—Pues bien, sí, la tengo. Hay ahora muchos asuntos de los míos en Inglaterra y

Francia, y mi tiempo está ocupadísimo.

—¿Bebe? —preguntó el barón tocando la botella con la cazoleta de la pipa.

—Nueve veces de cada diez, y siempre con exageración —replicó secamente la

figura.

—¿Nunca con moderación?

—Jamás —contestó la figura con un estremecimiento—. Eso produce alegría.

El barón echó otra ojeada a su nuevo amigo, a quien consideró como un

parroquiano verdaderamente extraño, y finalmente le preguntó si tomaba parte activa

en acontecimientos como los que había, estado contemplando.

—No —contestó la figura en tono evasivo—. Pero estoy siempre presente.

—Para contemplar imparcialmente, supongo —dijo el barón.

—Exactamente —contestó la figura jugueteando con la estaca y examinando la

punta—. Dese toda la prisa que pueda, ¿quiere? Pues hay un joven caballero que ahora

me necesita porque le aflige el tener demasiado dinero y tiempo libre, o eso me parece.

—¿Va a suicidarse porque tiene demasiado dinero? —exclamó el barón,

realmente divertido—. ¡Ja, ja! Ésa sí que es buena.

(Aquella fue la primera vez que el barón se rió desde hacia mucho tiempo.)

—Le ruego que no vuelva a hacer eso —le reconvino la figura, que parecía muy

asustada.

—¿Y por qué no? —preguntó el barón.




—Porque me produce un gran dolor. Suspire todo lo que quiera: eso me hace

sentir bien.

Al escuchar la mención de la palabra, el barón suspiró mecánicamente; la figura,

animándose de nuevo, le entregó el cuchillo de caza con la cortesía más encantadora.

—Y, sin embargo, no es mala idea, un hombre que se suicida porque tiene

demasiado dinero —comentó el barón al tiempo que sentía el borde del arma.

—¡Bah! No mejor que la de un hombre que se suicida porque no tiene nada, o

tiene demasiado poco —contestó la aparición con petulancia.

No tengo manera de saber si el genio se comprometió sin intención alguna al decir

eso o si es que pensó que la mente del barón estaba ya tan decidida que no importaba

lo que dijera. Lo único que sé es que el barón detuvo al instante la mano, abrió bien los

ojos y miró como si en ellos hubiera entrado por primera vez una luz nueva.

—Bueno, la verdad es que no hay nada que sea lo bastante malo como para

quitarse de en medio por ello —dijo Von Koéldwethout.

—Salvo las arcas vacías —gritó el genio.

—Bien, pero un día pueden llenarse de nuevo —añadió el barón.

—Las esposas regañonas —le reconvino el genio. —¡Ah! Se las puede hacer

callar—contestó el barón. —Trece hijos —gritó el genio.

—Seguramente no todos saldrán malos —replicó el barón.

Evidentemente el genio se estaba enfadando bastante por el hecho de que de

pronto el barón sostuviera esas opiniones, pero intentó tomárselo a broma y dijo que se

sentiría muy agradecido hacia él si le permitía saber cuándo iba a dejar de tomárselo a

risa.

—Pero si no estoy bromeando, nunca estuve tan lejos de eso —protestó el barón.

—Bueno, me alegra oír eso —respondió el genio con aspecto ceñudo—. Porque

una broma que no sea un juego de palabras es la muerte para mí. ¡Vamos! ¡Abandone

enseguida este mundo terrible!

—No sé —dijo el barón jugueteando con el cuchillo—. Ciertamente que es

terrible, pero no cree que el suyo sea mucho mejor, pues no tiene aspecto de

encontrarse especialmente cómodo. Eso me recuerda que me sentía muy seguro de

obtener alga mejor si abandonaba este mundo... —de pronto lanzó un grito y se

incorporó—: nunca había pensado en esto.

—¡Concluya! —gritó la figura castañeteando los dientes.

—¡Fuera! —le contestó el barón—. Dejaré de meditar sobre las desgracias,

pondré buena cara y probaré de nuevo con el aire libre y los osos; y si eso no funciona,

hablaré sensatamente con la baronesa y acabaré con los Von Swillenhausen.




Tras decir aquello, el barón volvió a sentarse en la silla y rió con tanta fuerza y

alboroto que la habitación resonó.

La figura retrocedió uno o dos pasos mirando entretanto al barón con terror

intenso, y después recogió la estaca, se la metió violentamente en el cuerpo, lanzó un

aullido atemorizador y desapareció.

Von Koéldwethout no volvió a verla nunca. Una vez que había decidido actuar,

inmediatamente obligó a razonar a la baronesa y a los Von Swillenhausen, y murió

muchos años después; no como un hombre rico que yo sepa, pero como un hombre

feliz: dejó tras él una familia numerosa que fue cuidadosamente educada en la caza del

oso y el verraco bajo su propia vigilancia personal. Y mi consejo a todos los hombres

es que si alguna vez se sienten tristes y melancólicos por causas similares (como les

sucede a muchos hombres), contemplen los dos lados del asunto, y pongan un cristal de

aumento sobre el mejor; y si todavía se sienten tentados a irse sin permiso, que primero

se fumen una gran pipa y se beban una botella entera, y aprovechen el laudable ejemplo

del barón de Grogzwig.

[De Nicholas Nickleby]

Una confesión encontrada en una prisión de la época de Carlos II

Tenía el grado de teniente en el ejército de St Majestad y serví en el extranjero en

las campañas de y . Concluido el tratado de Nimega, regresé a casa y,

abandonando el servicio militar, me retiré a una pequeña propiedad situada a escasos

kilómetros al este de Londres, que había adquirido recientemente por derechos de mi

esposa.

Ésta será la última noche de mi vida, por lo que expresaré toda la verdad sin disfraz

alguno. Nunca fui un hombre valiente, y siempre, desde mi niñez; tuve una naturaleza

desconfiada, reservada y hosca. Hablo de mí mismo como si no estuviera ya en el

mundo, pues mientras escribo esto están cavando mi tumba y escribiendo mi nombre en

el libro negro de la muerte.

Poco después de mi regreso a Inglaterra mi único hermano contrajo una

enfermedad mortal. Esta circunstancia apenas me produjo dolor alguno, pues casi no nos

habíamos relacionado desde que nos hicimos adultos. Él era un hombre generoso y de

corazón abierto, de mejor aspecto físico que yo, más satisfecho de la vida y en general

amado. Los que por ser amigos suyos quisieron conocerme en el extranjero o en nuestro

país, raras veces seguían viéndome mucho tiempo, y solían decir en nuestra primera

conversación que se sorprendían de encontrar dos hermanos que fueran tan distintos en

sus maneras y aspecto. Acostumbraba yo a provocar esa declaración, pues sabía las

comparaciones que iban a hacer entre ambos y, como sentía en mi corazón una

enconada envidia, trataba de justificarla ante mí mismo.




Nos habíamos casado con dos hermanas. Este vínculo adicional entre nosotros, tal

como lo considerarían algunos, en realidad sirvió sólo para apartarnos más. Su esposa

me conocía bien. Nunca, estando ella presente, mostré mis celos o rencores secretos,

pero aquella mujer los conocía tan bien como yo. Nunca, en aquellos momentos,

levanté mi vista sin encontrar la suya fija en mí; nunca miré al suelo o hacia otra parte

sin tener la sensación de que seguía vigilándome. Para mí era un alivio inexpresable

cuando disputábamos, y fue un alivio todavía mayor cuando, encontrándome en el

extranjero, me enteré de que había muerto. Tengo ahora la sensación de que era como

si se hallara suspendida sobre nosotros una extraña y terrible prefiguración de lo que

ha sucedido desde entonces. Tenía miedo de ella, me obsesionaba; su mirada fija

vuelve ahora hacia mí como el recuerdo de un sueño oscuro, haciendo que se enfríe mi

sangre.

Ella murió poco después de dar a luz a un hijo, un niño. Cuando mi hermano supo

que había perdido toda esperanza de recuperación en su propia enfermedad, llamó a mi

esposa junto a su lecho y confió el huérfano a su protección, un niño de cuatro años.

Legó al niño todas las propiedades que tenía y escribió en el testamento que, en caso

de que muriera su hijo, las propiedades pasaran a mi esposa como único

reconocimiento que podía hacerle de sus cuidados y amor. Cambió conmigo unas

cuantas palabras fraternales, deplorando nuestra prolongada separación y, hallándose

agotado, se hundió en un sueño del que nunca despertó.

Nosotros no teníamos hijos, y como entre las hermanas había existido un afecto

profundo, y mi esposa había ocupado casi el lugar de una madre para aquel muchacho,

lo amaba como si ella misma lo hubiera tenido. El niño estaba muy unido a ella, pero

era la imagen de su madre tanto en el rostro como en el espíritu, y desconfió siempre

de mí.

No puedo precisar la fecha en la que tuve por primera vez aquella sensación, pero

sé que muy poco después empecé a sentirme inquieto cuando estaba junto a aquel niño.

Siempre que salía de mis melancólicos pensamientos, lo encontraba mirándome con

fijeza, pero no con esa simple curiosidad infantil, sino con algo que contenía el

propósito y el significado que con tanta frecuencia había observado yo en su madre.

No se trataba de un resultado de mi fantasía, basado en el gran parecido que tenía con

ella en los rasgos y la expresión. Jamás le sorprendí con la mirada baja. Me tenía

miedo, pero al mismo tiempo parecía despreciarme instintivamente; y aunque

retrocediera ante mi mirada, tal como solía hacer cuando estábamos a solas,

aproximándose a la puerta, seguía manteniendo fijos en mí sus ojos brillantes.

Es posible que me esté ocultando a mí mismo la verdad, pero no creo que cuando

comenzó todo aquello hubiera pensado yo en hacerle mal alguno. Quizá considerara lo

bien que nos vendría su herencia, y hasta puede que deseara su muerte, pero creo que

jamás pensé en lograrla por mis propios medios. La idea no me llegó de repente, sino

poco a poco, presentándose al principio con una forma difusa, como a gran distancia,




de la misma manera que los hombres pueden pensar en un terremoto, o en el último día

de su vida, que luego se va acercando más y más perdiendo con ello parte de su horror

e improbabilidad, y luego toma carne y hueso; o mejor dicho, se convierte en la

sustancia y la suma total de todos mis pensamientos diarios y en una cuestión de

medios y de seguridad; ya no existe el planteamiento de cometer o no el hecho.

Mientras todo aquello sucedía en mi interior no podía soportar que el niño me

viera mientras yo le miraba, pero una fascinación me arrastraba a contemplar su cuerpo

ligero y frágil pensando en lo fácil que me resultaría hacerlo. A veces me deslizaba

escaleras arriba y le observaba mientras dormía, pero lo más habitual era que rondara

por el jardín cerca de la ventana de la habitación en la que se hallaba inclinado

realizando sus tareas, y allí, mientras él permanecía sentado en una silla baja al lado de

mi esposa, yo le miraba durante horas escondido detrás de un árbol: escondiéndome y

sorprendiéndome, como el infeliz culpable que era, ante el menor ruido provocado por

una hoja, pero volviendo a mirar de nueve Muy próxima a nuestra casa, pero lejos de

nuestra vista, y también de nuestro oído en cuanto viento se agitara mínimamente,

había una extensión profunda de agua. Empleé varios días en d, forma con mi navaja a

un tosco modelo de bote, que por fin terminé y dejé donde el niño pudiera encontrarlo.

Me oculté entonces en un lugar secreto por, que tendría que pasar si se escapaba a

solas para hacer navegar el juguetito, y aguardé allí su llegado No llegó ni ese día ni al

siguiente, aunque esperé desde el mediodía hasta la caída de la noche. Estaba

convencido de haberlo apresado en mi red, pues lo oí hablar del juguete, y sé que, en

su placer infantil lo guardaba a su lado en la cama. No sentía cansancio ni fatiga, sino

que esperaba pacientemente, y al tercer día pasó junto a mí corriendo gozosamente con

sus cabellos sedosos al viento y cantando, qu Dios se apiade de mí, cantando una

alegre balad cuyas palabras apenas podía cecear.

Me deslicé tras él ocultándome en unos matorrales que crecían allí y sólo el diablo

sabe con qué terror yo, un hombre hecho y derecho, seguía los pasos de aquel niño que

se aproximaba a la orilla de agua. Estaba ya junto a él, había agachado una rodilla y

levantado una mano para empujarle, cuando mi sombra en la corriente y me di la

vuelta.

El fantasma de su madre me miraba desde los ojos del niño. El sol salió de detrás

de una nube: brillaba en el cielo, en la tierra, en el agua clara y en las gotas

centelleantes de lluvia que había sobre las hojas. Había ojos por todas partes. El inmenso

universo completo de luz estaba allí para presenciar el asesinato. No sé lo que dijo;

procedía de una sangre valiente y varonil, y a pesar de ser un niño no se acobardó ni

trató de halagarme. No le oí decir entre lloros que trataría de amarme, ni le vi corriendo

de vuelta a casa. Lo siguiente que recuerdo fue la espada en mi mano y al muerto a mis

pies con manchas de sangre de las cuchilladas aquí y allá, pero en nada diferente del

cuerpo que había contemplado mientras dormía... estaba, además, en la misma actitud,

con la mejilla apoyada sobre su manecita.




Lo tomé en los brazos, con gran suavidad ahora que estaba muerto, y lo llevé hasta

una espesura. Aquel día mi esposa había salido de casa y no regresaría hasta el día

siguiente. La ventana de nuestro dormitorio, el único que había en ese lado de la casa,

estaba sólo a escasos metros del suelo, por lo que decidí bajar por ella durante la noche y

enterrarlo en el jardín. No pensé que había fracasado en mi propósito, ni que dragarían el

agua sin encontrar nada, ni que el dinero debería aguardar ahora por cuanto yo tenía que

dar a entender que el niño se había perdido, o lo habían raptado. Todos mis

pensamientos se concentraban en la necesidad absorbente de ocultar lo que había hecho.

No existe lengua humana capaz de expresar, ni mente de hombre capaz de

concebir, cómo me sentí cuando vinieron a decirme que el niño se había perdido, cuando

ordené buscarlo en todas las direcciones, cuando me aferraba tembloroso a cada uno de

los qu, se acercaban. Lo enterré aquella noche. Cuando sepa té los matorrales y miré en

la oscura espesura vi sobre el niño asesinado una luciérnaga, que brillaba come el

espíritu visible de Dios. Miré a su tumba cuando le coloqué allí y seguía brillando sobre

su pecho: un ojo de fuego que miraba hacia el cielo suplicando a las estrellas que me

observaban en mi trabajo.

Tuve que ir a recibir a mi esposa y darle la noticia, dándole también la esperanza de

que el niño fuera encontrado pronto. Supongo que todo aquello lo hice con apariencia de

sinceridad, pues nadie sospechó de mí. Hecho aquello, me senté junto a la ventana del

dormitorio el día entero observando el lugar en el que se ocultaba el terrible secreto.

Era un trozo de terreno que había cavado para replantarlo con hierba, y que había

elegido porque resultaba menos probable que los rastros del azadón llamaran la

atención. Los trabajadores que sembraban la hierba debieron pensar que estaba loco.

Continuamente les decía que aceleraran el trabajo, salía fuera y trabajaba con ellos,

pisaba la hierba con los pies y les metía prisa con gestos frenéticos. Terminaron la tarea

antes de la noche y entonces me consideré relativamente a salvo.

Dormí no como los hombres que despiertan alegres y físicamente recuperados, pero

dormí, pasando de unos sueños vagos y sombríos en los que era perseguido a visiones de

una parcela de hierba, a través de la cual brotaba ahora una mano, luego un pie, y luego

la cabeza. En esos momentos siempre despertaba y me acercaba a la ventana para

asegurarme que aquello no fuera cierto. Después, volvía a meterme en la cama; y así

pasé la noche entre sobresaltos, levantándome y acostándome más de veinte veces, y

teniendo el mismo sueño una y otra vez, lo que era mucho peor que estar despierto,

pues cada sueño significaba una noche entera de sufrimiento. Una vez pensé que el

niño estaba vivo y que nunca había tratado de asesinarlo. Despertar de ese sueño

significó el mayor dolor de todos.

Volví a sentarme junto a la ventana al día siguiente, sin apartar nunca la mirada

del lugar que, aunque cubierto por la hierba, resultaba tan evidente para mí, en su

forma, su tamaño, su profundidad y sus bordes mellados, como si hubiera estado

abierto a la luz del día. Cuando un criado pasó por encima creí que podría hundirse.




Una vez que hubo pasado miré para comprobar que sus pies no hubieran deshecho los

bordes. Si un pájaro se posaba allí me aterraba pensar que por alguna intervención

extraña fuera decisivo para provocar el descubrimiento; si una brisa de aire soplaba por

encima, a mí me susurraba la palabra asesinato. No había nada que viera o escuchara,

por ordinario o poco importante que fuera, que no me aterrara. Y en ese estado de

vigilancia incesante pasé tres días.

Al cuarto día llegó hasta mi puerta un hombre que había servido conmigo en el

extranjero, acompañado por un hermano suyo, oficial, a quien nunca había visto. Sentí

que no podría soportar dejar de contemplar la parcela. Era una tarde de verano y pedí a

los criados que sacaran al jardín una mesa a una botella de vino. Me senté entonces,

colocando la silla sobre la tumba, y tranquilo, con la seguridad que nadie podría

turbarla ahora sin mi conocimiento, intenté beber y charlar.

Ellos me desearon que mi esposa se encontró bien, que no se viera obligada a

guardar cama, esperaban no haberla asustado. ¿Qué podía decirles y con una lengua

titubeante, acerca del niño? El oficial al que no conocía era un hombre tímido q

mantenía la vista en el suelo mientras yo hablaba ¡Incluso eso me aterraba! No podía

apartar de mí idea de que había visto allí algo que le hacía sospechar la verdad.

Precipitadamente le pregunté que suponía que... pero me detuve.

—¿Que el niño ha sido asesinado? —contestó mirándome amablemente—. ¡Oh,

no! ¿Qué puede pensar un hombre asesinando a un pobre niño?

Yo podía contestarle mejor que nadie lo que podía ganar un hombre con tal hecho,

pero mantuve la tranquilidad aunque me recorrió un escalofrío.

Entendiendo equivocadamente mi emoción ambos se esforzaron por darme

ánimos con la esperanza de que con toda seguridad encontrarían niño —¡qué gran

alegría significaba eso para mí! cuando de pronto oímos un aullido bajo y profundo, y

saltaron sobre el muro dos enormes perros que, dando botes por el jardín, repitieron los

ladridos que ya habíamos oído.

—¡Son sabuesos! —gritaron mis visitantes.

¡No era necesario que me lo dijeran! Aunque en toda mi vida hubiera visto un

perro de esa raza supe lo que eran, y para qué habían venido. Aferré los codos sobre la

silla y ninguno de nosotros habló o se movió.

—Son de pura raza —comentó el hombre al que había conocido en el

extranjero—. Sin duda no habían hecho suficiente ejercicio y se han escapado.

Tanto él como su amigo se dieron la vuelta para contemplar a los perros, que se

movían incesantemente con el hocico pegado al suelo, corriendo de aquí para allá, de

arriba abajo, dando vueltas en círculo, lanzándose en frenéticas carreras, sin prestarnos

la menor atención en todo el tiempo, pero repitiendo una y otra vez el aullido que ya

habíamos oído, y acercando el hocico al suelo para rastrear ansiosamente aquí y allá.




Empezaron de pronto a olisquear la tierra con mayor ansiedad que nunca, y aunque

seguían igual de inquietos, ya no hacían recorridos tan amplios como al principio, sino

que se mantenían cerca de un lugar y constantemente disminuían la distancia que había

entre ellos y yo.

Llegaron finalmente junto al sillón en el que yo me hallaba y lanzaron una vez

más su terrorífico aullido, tratando de desgarrar las patas de la silla que les impedía

excavar el suelo. Pude ver mi aspecto en el rostro de los dos hombres que me

acompañaban.

—Han olido alguna presa —dijeron los dos al unísono.

—¡No han olido nada! —grité yo.

—¡Por Dios, apártese! —dijo el conocido mío con gran preocupación—. Si no,

van a despedazarle.

—¡Aunque me despedacen miembro a miembro no me apartaré de aquí! —grité

yo—. ¿Acaso los perros van a precipitar a los hombres a una muerte vergonzosa?

Ataquémosles con hachas, despedacémoslos

—¡Aquí hay algún misterio extraño! —dijo el oficial al que yo no conocía

sacando la espada—. En e nombre del Rey Carlos, ayúdame a detener a este hombre.

Ambos saltaron sobre mí y me apartaron, aunque yo luché, mordiéndoles y

golpeándoles come un loco. Al poco rato, ambos me inmovilizaron, y vi a los coléricos

perros abriendo la tierra y lanzándola al aire con las patas como si fuera agua.

¿He de contar algo más? Que caí de rodillas, y con un castañeteo de dientes

confesé la verdad y rogué que me perdonaran. Me han negado el perdón, y vuelvo a

confesar la verdad. He sido juzgado por el crimen, me han encontrado culpable y

sentenciado. No tengo valor para anticipar mi destino, o para enfrentarme varonilmente

a él. No tengo compasión, ni consuelo, ni esperanza ni amigo alguno. Felizmente, mi

esposa ha perdido las facultades que le permitirían ser consciente de mi desgracia o de

la suya. ¡Estoy solo en este calabozo de piedra con mi espíritu maligno, y moriré

mañana!

[De Master Humphrey's Clock]

Para leer al atardecer

Uno, dos, tres, cuatro, cinco. Eran cinco.

Cinco correos sentados en un banco en el exterior del convento situado en la

cumbre del Gran San Bernardo, en Suiza, contemplando las remotas cumbre teñidas por

el sol poniente, como si se hubiera derramado sobre la cima de la montaña una gran

cantidad de vino tinto que no hubiera tenido tiempo todavía de hundirse en la nieve.




Este símil no es mío. Lo expresó en aquella ocasión el más vigoroso de los correos,

que era alemán Ninguno de los otros le prestó más atención de lo que me habían

prestado a mí, sentado en otro banco al otro lado de la puerta del convento, fumándome,

mi cigarro, como ellos, y también como ellos con templando la nieve enrojecida y el

solitario cobertizo cercano en donde los cuerpos de los viajeros retrasa dos iban

saliendo, y desaparecían lentamente sin que pudiera acusárseles de vicio en aquella fría

región

Mientras contemplábamos la escena el vino d, las cumbres montañosas fue

absorbido; la montaña, se volvió blanca; el cielo tomó un tono azul muy os curo; se

levantó el viento y el aire se volvió terrible mente frío. Los cinco correos se abotonaron

lo abrigos. Como un correo es el hombre al que resulta más seguro imitar, me abotoné el

mío.

La puesta de sol en la montaña había interrumpido la conversación de los cinco

correos. Era una vista sublime con todas las probabilidades de interrumpir una

conversación. Pero ahora que la puesta de sol había terminado, la reanudaron. Yo no

había oído parte alguna de su discurso anterior, pues todavía no me había separado del

caballero americano que en el salón para viajeros del convento, sentado con el rostro de

cara al fuego, había tratado de transmitirme toda la serie de acontecimientos causantes

de que el Honorable Ananias Dodger hubiera acumulado la mayor cantidad de dólares

que se había conseguido nunca en un país.

—¡Dios mío! —dijo el correo suizo hablando en francés, lo que a mí no me parece,

tal como les suele suceder a algunos autores, una excusa suficiente para una palabra

pícara, y sólo tengo que ponerla en esa lengua para que parezca inocente—. Si habla de

fantasmas...

—Pero yo no hablo de fantasmas —contestó el alemán.

—¿De qué habla entonces? —preguntó el suizo. —Si lo supiera—contestó el

otro—, probablemente sería mucho más sabio.

Pensé que era una buena respuesta y me produjo curiosidad. Por eso cambié de

posición, trasladándome a la esquina de mi banco más cercana a ellos, y así, apoyando la

espalda en el muro del convento, les escuché perfectamente sin que pareciera estar

haciéndolo.

—¡Rayos y truenos! —exclamó el alemán calentándose—. Cuando un determinado

hombre viene a verte inesperadamente, y sin que él lo sepa envía un mensajero invisible

para que tengas la idea de él et la cabeza durante todo el día... ¿cómo le llama a eso

Cuando uno camina por una calle atestada de gen te, en Frankfurt, Milán, Londres o

París, y piensa, que un desconocido que pasa al lado se asemeja a amigo Heinrich, y

luego otro desconocido se parece a tu amigo Heinrich, y empiezas a tener así la extraña

idea de que vas a encontrarte con tu amigo Heinrich... y eso es exactamente lo que

sucede, aunque unos creían que su amigo estaba en Trieste... ¿cómo le llama a eso?




—Tampoco eso es nada infrecuente —murmuraron el suizo y los otros tres.

—¡Infrecuente! —exclamó el alemán—. Es algo tan común como las cerezas en la

Selva Negra. Es algo tan común como los macarrones en Nápoles. ¡Y lo de Nápoles me

recuerda algo! Cuando la vieja marquesa Senzanima lanza un grito con las cartas de la

uija —y fui testigo, pues sucedió en una familia mía bávara y aquella noche estaba yo a

cargo del servicio—, digo que cuando la vieja marquesa se levanta de la mesa de cartas

blanca a pesar del carmín y grita: «¡mi hermana de España ha muerto! ¡He sentido en mi

espalda su contacto frío!»... y cuando resulta que la hermana ha muerto en ese

momento... ¿cómo le llama a eso?

—O cuando la sangre de San Genaro se licúa porque se lo pide el clero... como

todo el mundo sabe que sucede con regularidad una vez por año, en mi ciudad natal —

añadió el correo napolitano tras una pausa con una mirada cómica—. ¿Cómo llama a

eso?

—¡Eso!—gritó el alemán—. Pues bien, creo que conozco un nombre para eso.

—¿Milagro? —preguntó el napolitano con el mismo rostro pícaro.

El alemán se limitó a fumar y lanzar una carcajada; y todos fumaron y rieron.

—¡Bah! —exclamó el alemán un rato después—. Yo hablo de cosas que suceden

realmente. Cuando quiero ver a un brujo pago para ver a un profesional, y que mi dinero

merezca la pena. Suceden cosas muy extrañas sin fantasmas. ¡Fantasmas! Giovanni

Baptista, cuente la historia de la novia inglesa. Ahí no hay ningún fantasma, pero resulta

igual de extraño. ¿Hay alguien que sepa decirme qué?

Como se produjo un silencio entre ellos, miré a mi alrededor. Aquél que pensé

debía ser Baptista estaba encendiendo un cigarro nuevo. Enseguida empezó a hablar y

pensé que debía ser genovés.

—¿La historia de la novia inglesa? —preguntó—. ¡Basta! Uno no debería tomarse

tan a la ligera una historia así. Bueno, da lo mismo. Pero es cierta. Ténganlo bien en

cuenta, caballeros, es cierta. No todo lo que brilla es oro, pero lo que voy a contarles es

verdad. Repitió esa misma frase varias veces.

—Hace diez años, llevé mis credenciales a un caballero inglés que estaba en el

Long's Hotel, en Bond Street, Londres, quien pensaba viajar durante uno o quizá dos

años. El caballero aprobó mis credenciales, y yo le aprobé a él. Quería hacer unas

investigaciones y el testimonio que recibió fue favorable. Me contrató por seis meses y

mi acogida fue generosa. Era un hombre joven, de buen aspecto muy feliz. Estaba

enamorado de una hermosa y joven dama inglesa, de fortuna suficiente, e iban a casarse.

En resumen, lo que íbamos a emprender era viaje de bodas. Para el reposo de tres meses

durante el clima caluroso (estábamos entonces a principio de verano) había alquilado un

viejo palacio en la Riviera, a escasa distancia de la ciudad, Génova, en carretera que

conducía a Niza. ¿Conocía yo el lugar? Cierto, le dije que lo conocía bien. Era un




palacio viejo con grandes jardines. Era un poco desértico algo oscuro y sombrío, pues

los árboles lo rodeaba desde muy cerca, pero resultaba espacioso, antiguo, imponente y

muy cercano al mar. Me dijo que así lo habían descrito exactamente, y le complacía que

yo lo conociera. En cuanto a que estuviera algo de provisto de muebles, así sucedía con

todos los lugares de alquiler. Y en cuanto a que fuera un poco sombrío, lo había

alquilado principalmente por los jardines, y él y su amada pasarían a su sombra tiempo

veraniego.

»—¿Todo bien entonces, Baptista? –pregunté

»—Indudablemente; muy bien.

» Para nuestro viaje contábamos con un carruaje que acababan de construir para

nosotros y que e todos los aspectos resultaba conveniente. El matrimonio ocupó su

lugar. Ellos estaban felices. Yo me sentía feliz viendo que todo era brillante, viéndolo

tan bien situado, dirigiéndome a mi propia ciudad enseñándole mi lengua mientras

viajábamos a la doncella, la bella Carolina, cuyo corazón era alegre y risueño, y que era

joven y sonrosada.

» El tiempo volaba. Pero observé —¡y les ruego que presten atención a esto (y en

ese momento el correo bajó el volumen de su voz)—, a veces observé que mi señora se

encontraba meditabunda, de una manera muy extraña, de una manera que daba miedo,

de una manera desgraciada, y percibí en ella una vaga sensación de alarma. Creo que

empecé a darme cuenta de ello cuando ascendía colina arriba al lado del carruaje y el

amo iba por delante. En cualquier caso, recuerdo que quedó grabada en mi mente una

noche, en el sur de Francia, cuando me pidió que llamara al amo; y cuando éste vino y

caminó un largo trecho hablando con ella afectuosamente, poniendo una mano en la

ventanilla abierta para sujetar la de ella. De vez en cuando se reía alegremente, como si

se estuviera burlando de ella por algo. Al cabo de un rato, ella reía y entonces todo iba

bien de nuevo.

» Aquello me resultó curioso y le pregunté a la hermosa Carolina. ¿Se encontraba

mal el ama? No. ¿Desanimada? No. ¿Temerosa de los malos caminos, o los bandidos?

No. Pero lo que me resultó más misterioso fue que la bella Carolina no me mirara

directamente al darme la respuesta, sino que contemplara la vista.

» Pero un día me contó el secreto.

» —Si deseas saberlo —dijo Carolina—, he descubierto, escuchando aquí y allá,

que el ama está hechizada y obsesionada.

» —¿Y cómo?

» —Por un sueño. »

» —¿Qué sueño?

» —El sueño de un rostro. Durante tres noches antes de la boda vio un rostro en

sueños... siempre mismo rostro, y sólo ése.




» —¿Un rostro terrible?

» —No. El rostro de un hombre oscuro de muy agradable aspecto, vestido de negro,

con el cabello negro y mostacho gris... un hombre guapo, salvo por un aire reservado y

secreto, jamás había visto el rostro, ni otro que se le pareciera. En el sueño no hacía sino

mirarla fijamente, desde la oscuridad.

» —¿Volvió a tener ese sueño?

» —Nunca. Lo único que le preocupa es recordarlo”

—¿Y por qué le preocupa?

» Carolina sacudió la cabeza.

» —Eso es lo que quiere saber el amo —contestó bella—. Ella no lo sabe. Ella

misma se pregunta la razón. Pero la oí decirle a él anoche mismo que si encontrara un

cuadro de ese rostro en nuestra casa ¡ti liana (y tiene miedo de que así suceda) piensa

que no sería capaz de soportarlo.

» Puedo jurar (siguió diciendo el correo genovés que después de esto tuve miedo de

llegar al viejo palazzo, no fuera a encontrarse allí aquel malaventurado cuadro. Sabía

que había muchos cuadros, y conforme nos fuimos acercando al lugar deseé que toda la

galería de pintura hubiera caído en el cráter del Vesubio. Para empeorar las cosas,

cuando por fin llegamos a aquella parte de la Riviera hacía una noche lúgubre y

tormentosa. Tronaba, y en mi ciudad y sus alrededores los truenos son muy fuertes, pues

se repiten entre las altas colinas. Los lagartos salían y entraban por las hendiduras del

muro roto de piedra del jardín, como si estuvieran asustados; las ranas burbujeaban y

croaban a gran volumen; el viento del mar gemía y los árboles húmedos goteaban; y los

relámpagos... ¡por el cuerpo de San Lorenzo, qué relámpagos!

» Todos sabemos cómo es un palacio antiguo en Génova o sus cercanías... cómo lo

han manchado el tiempo y el aire del mar... cómo las pinturas de las paredes exteriores

se han ido cayendo dejando al descubierto grandes trozos de escayola... que las ventanas

inferiores están oscurecidas por barras de hierro oxidado... que el patio exterior está

cubierto de hierba... que los edificios exteriores están en ruinas... que todo el conjunto

parece dedicado al olvido. Nuestro palazzo era uno de los auténticos. Llevaba cerrado

varios meses. ¿Meses...? ¡Años! Olía a tierra, como a tumba. De alguna manera se había

introducido en la casa, sin ser capaz de salir de nuevo, el aroma de los naranjos de la

amplia terraza trasera, y de los limones que maduraban en la pared, y de algunos

matorrales que crecían por alrededor de una fuente rota. En todas las habitaciones había

un olor a vejez, que había crecido con el confinamiento. Penetraba en todos los armarios

y cajones. En las pequeñas salas de comunicación que había entre las habitaciones

grandes, aquello resultaba sofocante. Si dabas la vuelta a un cuadro, por volver al tema

de los cuadros, allí estaba ese olor, aferrándose a la pared detrás del marco, como una

especie de murciélago.




» Las persianas enrejadas estaban cerradas en toda la casa. Sólo vivían allí, para

atenderla, dos ancianas de aspecto horrible y cabellos grises; una de ellas con un huso,

sentada en el umbral dándole vueltas y murmurando, y que antes habría dejado entrar al

diablo que al aire. El amo, el ama, la bella Carolina y yo recorrimos el palazzo. Yo fui el

primero en entrar, aunque habría preferido ser el último, abriendo las ventanas y

persianas, y quitándome de encima las gotas de lluvia, las manchas de argamasa, y de

vez en cuando un mosquito durmiente, o una monstruosa, gruesa y manchada araña

genovesa.

» Cuando había encendido la luz en una habitación, entraban el amo, el ama y la

bella Carolina. Mirábamos entonces todos los cuadros, y pasaba yo a la habitación

siguiente. Secretamente el ama tenía un gran miedo a encontrarse con un cuadro que se

asemejara a aquel rostro... todos lo teníamos; pero no estaba. La Madonna y el Niño, San

Francisco, San Sebastián, Venus, Santa Catalina, ángeles, bandidos, frailes, iglesias en el

ocaso, batallas, caballos blancos, bosques, apóstoles, dogos, todos mis antiguos

conocidos tantas veces repetidos... así es. Pero no había un hombre guapo y oscuro

vestido de negro, reservado y secreto, de cabellos negros y mostacho gris que mirara al

ama desde la oscuridad; ése, no existía.

» Después de haber pasado por todas las habitaciones, contemplando todos los

cuadros, salimos a los jardines. Estaban hermosamente cuidados, pues habían contratado

un jardinero, y eran grandes y sombríos. En un lugar había un teatro rústico a cielo

abierto; el escenario era una pendiente verde; los bastidores, con tres entradas por un

lado, eran pantallas de hojas aromáticas. El ama movió sus ojos brillantes, incluso allí,

como si esperara ver el rostro saliendo a escena; pero todo estaba bien.

» —Bien, Clara —dijo el amo en voz baja—. Ya ves que no hay nada. ¿Eres

feliz?

» El ama se sentía muy animada. Enseguida se habituó a aquel feo palacio y

empezó a cantar, a tocar el arpa, a copiar los viejos cuadros y a pasear con el amo bajo

los árboles verdes y los emparrados el día entero. Ella era hermosa. Él se sentía feliz.

Solía echarse a reír y me decía, montando a caballo por la mañana antes de que

apretara el calor:

» —¡Baptista, todo va bien!

» —Así es, signore, gracias a Dios, todo va muy bien.

» No recibíamos visitas. Llevé a la bella al Duomo y a la Annunciata, al café, a la

ópera, al pueblo de Festa, a los jardines públicos, al teatro diurno, a las marionetas. La

hermosa estaba encantada con todo lo que veía. Y aprendió italiano milagrosamente.

¿Se había olvidado totalmente el ama de ese sueño?, le preguntaba a veces a Carolina.

Casi, contestaba la bella... casi. Estaba olvidándolo.

» Un día, el amo recibió una carta y me llamó.




» —¡Baptista!

» —¡Signore!

» —Se me ha presentado un caballero que cenará hoy aquí. Dice llamarse Signore

Dellombra. Dispón que cene como un príncipe.

» Era un nombre extraño que yo desconocía Pero últimamente había muchos

nobles y caballero perseguidos por los austriacos por sospechas políticas y algunos

habían cambiado de nombre. Quizá, éste fuera uno de ellos. ¡Altro! Dellombra era para

mí un nombre tan bueno como cualquier otro.

» Cuando llegó a cenar el Signore Dellombra (contó el correo genovés en voz

baja, tal como había hecho en otra ocasión), le llevé hasta la sala de recibir, el gran

salón del viejo palazzo. El amo le recibí¿ con cordialidad y le presentó a su esposa. Al

levantarse ésta le cambió el rostro, lanzó un grito y cayó desmayada sobre el suelo de

mármol.

» Entonces volví la cabeza hacia el Signore Dellombra y vi que iba vestido de

negro, que tenía un aire reservado y secreto, que era un hombre oscuro de muy buen

aspecto, de cabellos negros y mostacho gris.

» El amo levantó a su esposa en brazos y la llevé al dormitorio, donde yo envié

inmediatamente a la bella Carolina. Ésta me contó después, que el ama estaba aterrada

mortalmente, y que se pasó toda la noche pensando en el sueño.

» El amo se encontraba molesto y ansioso... más colérico, pero muy solícito. El

Signore Dellombra era un caballero cortés y habló con gran respeto y simpatía del

hecho de que el ama se encontrara tar enferma. El viento africano llevaba soplando

algunos días (así se lo habían dicho en su hotel de la Cruz de Malta), y él sabía que a

menudo era dañino. Deseaba que la hermosa dama se recuperara pronto. Pidió permiso

para retirarse y renovar su visita cuando pudiera tener la felicidad de saber que su esposa

estaba mejor. El amo no se lo permitió y cenaron a solas.

» Se retiró pronto. Al día siguiente llegó a caballo hasta la puerta para preguntar

por el ama. En aquella semana, lo hizo en dos o tres ocasiones.

» Lo que yo observé por mí mismo, unido a lo que la bella Carolina me contó, me

bastó para comprender que el amo había decidido curar a su esposa de su caprichoso

terror. Era todo amabilidad, pero se mantuvo sensato y firme. Razonó con ella que

estimular esas fantasías era provocar la melancolía, cuando no la locura. Que tenía que

ser ella misma. Que si lograba enfrentarse a su extraña debilidad y recibir felizmente al

Signore Dellombra tal como una dama inglesa recibiría a cualquier otro invitado, habría

vencido su fantasía para siempre. Para abreviar, el Signore regresó, y el ama le recibió

sin que se le notara ninguna preocupación (aunque todavía con ciertas limitaciones y

aprensiones), por lo que la noche pasó serenamente. El amo estaba tan complacido con

este cambio, y tan deseoso de confirmarlo, que el Signore Dellombra se convirtió en un




invitado constante. Era muy entendido en cuadros, libros y música, y su compañía habría

sido bien recibida en cualquier palazzo triste.

» Muchas veces observé que el ama no se había recuperado del todo. Delante del

Signore Dellombra bajaba la mirada e inclinaba la cabeza, o lo contemplaba con una

mirada aterrada y fascinada, como si su presencia tuviera sobre ella una influencia o un

poder malignos. Pasando de ella a él, solía verle en los jardines sombreados, o en la gran

sala iluminada a medias, podríamos decir que «mirándola fijamente desde la oscuridad».

Pero lo cierto es que yo no había olvidado las palabras de la bella Carolina al describir el

rostro del sueño.

» Tras su segunda visita, oí decir al amo:

» —¡Ya ves, mi querida Clara, ahora todo ha terminado! Dellombra ha venido y se

ha ido, y tu aprensión se ha roto como si fuera de cristal.

» —¿Volverá... volverá de nuevo? —preguntó el ama.

» —¿De nuevo? ¡Claro, una y otra vez! ¿Tienes frío? —le preguntó al ver que ella

se estremeció.

» —No, querido; pero ese hombre me aterra: ¿estás seguro de que tiene que volver

otra vez?

» —¡El hecho mismo de que me lo preguntes hace que todavía esté más seguro,

Clara! —contestó el amo alegremente.

» Pero ahora el amo estaba muy esperanzado en la recuperación completa de su

esposa, y cada día que pasaba lo estaba más. Ella era hermosa y él se sentía feliz.

» —¿Va todo bien, Baptista? —me preguntaba de vez en cuando.

» —Así es, signore, gracias a Dios; todo va muy bien.

» Para el carnaval, nos fuimos todos a Roma (dijo el correo genovés forzándose a

hablar un poco más alto). Yo había pasado fuera el día entero con un siciliano

amigo mío, también correo, que se encontraba allí con una familia inglesa. Al

regresar por la noche al hotel encontré a la pequeña Carolina, que nunca salía de

casa sola, corriendo aturdida por el Corso.

» —¡Carolina! ¿Qué sucede?

» —¡Ay, Baptista! ¡Ay, en el nombre del Señor! ¿Dónde está mi ama?

» —¿El ama, Carolina?

» —Se fue por la mañana... cuando el amo salió a su paseo diurno, me dijo que

no la llamara, pues estaba fatigada por no haber descansado durante la noche (había

tenido dolores) y se quedaría en la cama hasta la tarde, para levantarse así

recuperada. ¡Pero se ha ido!... ¡Se ha ido! El amo ha regresado, ha echado la puerta

abajo y ella ha desaparecido. ¡Mi bella, mi buena, mi inocente ama!




» Así lloraba, desvariaba y se debatía para que yo no pudiera sujetarla la

hermosa Carolina, hasta que acabó desmayándose en mis brazos como si le hubieran

disparado. Llegó el amo; en su actitud, su rostro y su voz no era ya el amo que

conocía yo: se parecía a sí mismo tanto como yo a él. Me cogió, y después de dejar

a Carolina en su cama del hotel al cuidado de una camarera, me condujo en un

carruaje furiosamente a través de la oscuridad, cruzando la desolada Campagna.

Cuando se hizo de día y nos detuvimos en una miserable casa de postas, hacía doce

horas que todos los caballos habían sido alquilados y enviados en distintas

direcciones. ¡Y fíjense bien en esto! Habían sido alquilados por el Signore

Dellombra, que había pasado por allí en un carruaje con una asustada dama inglesa

acurrucada en una esquina.

Tras emitir un prolongado suspiro, el correo genovés dijo que nunca había oído

que nadie la hubiera vuelto a ver más allá de ese punto. Lo único que sabía es que

se desvaneció en un infame olvido llevando a su lado el temible rostro que había

visto en su sueño.

—¿Y cómo llaman a eso? —preguntó con tono triunfal el correo alemán—.

¡Fantasmas! ¡Ahí no hay fantasmas! ¿Cómo llaman a esto que voy a contarles?

¡Fantasmas! ¡Aquí no hay fantasmas!

» En una ocasión (siguió diciendo el correo alemán) me contraté con un

caballero inglés, anciano y soltero, para recorrer mi país, mi Patria. Era un hombre

de negocios que comerciaba con mi país y conocía la lengua, pero que no había

estado nunca allí desde su adolescencia... y por lo que yo consideré que debían

haber transcurrido unos sesenta años.

» Se llamaba James y tenía un hermano gemelo llamado John, que era también

soltero. Un gran afecto unía a esos hermanos. Tenían un negocio común en

Goodman's Fields, pero no vivían juntos. El señor James habitaba en Poland Street,

esquina a Oxford Street, en Londres; y el señor John residía cerca de Epping Forest.

» El señor James y yo íbamos a partir para Alemania en una semana. El día

exacto dependería de un negocio. El señor John llegó a Poland Street (cuando yo

habitaba ya en la casa) para pasar esa semana con el señor James. Pero al segundo día

le dijo a su hermano:

» James, no me siento muy bien. No es nada grave, pero creo que estoy un poco

gotoso. Me iré a casa para que me cuide mi ama de llaves, que me entiende bien. Si

mejoro, regresaré para verte antes de que te vayas. Si no me pongo bien como para

proseguir la visita donde la dejé, tú puedes venir a verme antes de partir.

» El señor James dijo que por supuesto que así lo haría, y se estrecharon las

manos, las dos manos, tal como hacían siempre, tras lo cual el señor John pidió que le

trajeran su carruaje, ya anticuado, y se fue a casa.




» Dos noches después de eso, es decir, el día cuarto de la semana, me despertó de

un profundo sueño el señor James, entrando en mi dormitorio con un camisón de

franela y una vela encendida. Se sentó junto a mi cama y me dijo, mirándome:

» —Wilhelm, tengo razones para pensar que he cogido una extraña enfermedad.

» Me di cuenta entonces de que había en su rostro una expresión inusual.

» —Wilhelm —añadió—. Ni me asusta ni me avergüenza decirte lo que podría

tener miedo o vergüenza de decirle a otro hombre. Vienes de un país sensible en el que

se investigan las cosas misteriosas y no se rechazan hasta haber sido sopesadas y

medidas, o hasta que se descubre que no pueden sopesarse ni medirse, o en cualquier

caso hasta que se ha llega do a una solución aunque para ello se necesiten muchos

años. Acabo de ver ahora al fantasma de m hermano.

» He de confesar (dijo el correo alemán) que a oír aquello sentí que la sangre me

hormigueaba e cuerpo.

» Acabo de ver ahora mismo al fantasma de m hermano John —repitió el señor

James mirándome fijamente, por lo que pude darme cuenta de que sabía lo que estaba

diciendo—. Me encontraba sentado en la cama, sin poder dormir, cuando entró en m

habitación vestido de blanco, me miró fijamente pasó a un extremo de la habitación,

contempló unos papeles que había en mi escritorio, se dio la vuelta y sin dejar de

mirarme mientras pasó junto la cama, salió por la puerta. No estoy loco en absoluto, y

en modo alguno estoy dispuesto a conferir, ese fantasma una existencia externa fuera

de mí mismo Creo que es una advertencia de que estoy enfermo, y que sería

conveniente que me sangraran.

» Salí inmediatamente de la cama (contó el correo alemán) y empecé a vestirme

rogándole que no se alarmara, y diciéndole que yo mismo iría en busca del doctor.

Estaba ya dispuesto a hacerlo cuando oí que en la puerta de la calle llamaban tocando

e. timbre y golpeando con fuerza. Mi habitación estaba en un ático de la parte trasera, y

la del señor James se encontraba en el segundo piso, por el lado de la fachada, por lo

que acudimos a su habitación y levantamos la ventana para ver qué sucedía.

» —¿Está el señor James? —dijo el hombre que se encontraba abajo,

retrocediendo en la acera para poder vernos.

» —Así es —contestó el señor James—. ¿Y no eres tú Robert, el sirviente de mi

hermano?

» —Así es, señor. Lamento decirle, señor, que el señor John está enfermo. Está

muy mal, señor. Incluso se teme que pueda estar al borde de la muerte. Quiere verle,

señor. Tengo aquí un calesín. Le ruego que venga a verle sin pérdida de tiempo.

» El señor James y yo nos miramos el uno al otro. » —Wilhelm, esto es muy

extraño —me dijo—. ¡Me gustaría que vinieras conmigo!




» Le ayudé a vestirse, en parte en la habitación y en parte ya en el calesín; y

corrimos tanto que las herraduras de hierro de los caballos marcaron la hierba entre

Poland Street y el Forest.

» ¡Y ahora, presten atención! (Añadió el correo alemán). Fui con el señor James

hasta la habitación de su hermano, y allí vi y oí lo que voy a contarles.

» Su hermano estaba acostado en la cama, en el extremo superior de un dormitorio

alargado. Allí se encontraba su anciana ama de llaves, y otras personas. Creo que había

tres más, si no cuatro, y llevaban con él desde primera hora de la tarde. Estaba vestido

de blanco, como el fantasma, pero evidentemente aquello era necesario porque tenía

puesto el camisón. Se parecía al fantasma, necesariamente, porque miró ansiosamente

a su hermano cuando vio que entraba en la habitación.

» Pero cuando el hermano llegó al lado de la cama, se incorporó lentamente, y

mirándole con atención dijo estas palabras

» —¡James, ya me has visto esta noche... y ya lo sabes!

» Y después murió.

Cuando el correo alemán dejó de hablar, presté atención para conocer algo más de

esta extraña historia. Pero nadie interrumpió el silencio. Miré a mi alrededor y los

cinco correos habían desaparecido tan silenciosamente que era como si la montaña

fantasmal los hubiera absorbido en sus nieves eternas. Para entonces no me encontraba

en absoluto con un estado de ánimo suficiente para permanecer sentado a solas en

aquel horrible escenario, mientras caía sobre mí solemnemente el aire helado; o si

quieren que les diga la verdad, no tenía ánimos para estar sentado a solas en ninguna

parte. Por eso volví a entrar en el salón del convento y encontré al caballero americano,

que estaba todavía dispuesto a contarme la biografía del Honorable Ananias Dodger, y

yo a escucharla.

[De The Keepsake]

Juicio por asesinato

He observado siempre el predominio de una falta de valor, incluso entre personas

de cultura e inteligencia superiores, para hablar de las experiencias psicológicas

propias cuando éstas han sido de un tipo extraño. Casi todos los hombres tienen miedo

de que las historias de este tipo que puedan contar no encuentren paralelo o respuesta

en la vida interior de quien les oye, y, por tanto, sospechen o se rían de ellos. Un

viajero sincero que hubiera visto un animal extraordinario parecido a una serpiente

marina no tendría miedo alguno a mencionarlo; pero si ese mismo viajero hubiera

tenido algún presentimiento singular, un impulso, un pensamiento caprichoso, una

(supuesta) visión, un sueño o cualquier otra impresión mental notable, se lo pensaría




mucho antes de mencionarlo. Atribuyo en gran parte a esa reticencia la oscuridad en la

que se encuentran implicados estos temas. No comunicamos habitualmente nuestra

experiencia de estas cosas subjetivas lo mismo que lo hacemos con nuestras

experiencias de la creación objetiva. Como consecuencia, la experiencia general a este

respecto parece algo excepcional, y realmente es así por cuanto es lamentablemente

imperfecta.

En lo que voy a relatar no tengo intención de plantear, refutar o apoyar teoría

alguna. Conozco la historia del librero de Berlín. He estudiado el caso de la esposa de un

miembro ya fallecido de la Sociedad Astronómica Real tal como lo cuenta Sir David

Brewster, y he seguido minuciosamente los detalles de un caso mucho más notable de

ilusión espectral que se produjo en mi círculo de amigos íntimos. En cuanto a esto

último quizá sea necesario afirmar que quien lo sufrió (una dama) no estaba relacionada

conmigo ni siquiera mínimamente. Una suposición equivocada a ese respecto podría

sugerir una explicación de una parte de mi propio caso, pero sólo de una parte, que

carecería totalmente de fundamento. No puede hacerse referencia a que haya heredado

yo alguna peculiaridad desarrollada, ni he tenido antes en absoluto experiencia similar

alguna, ni la he tenido tampoco desde entonces.

Hace muchos años, o muy pocos, que eso no importa ahora nada, se cometió en

Inglaterra cierto asesinato que llamó mucho la atención. Nos enteramos de más

asesinatos de los necesarios conforme se van sucediendo y aumentando su atrocidad, y

de haber podido habría enterrado el recuerdo de aquel animal particular al tiempo que su

cuerpo era enterrado en la cárcel de Newgate. Me abstengo intencionadamente de

proporcionar la menor pista directa respecto al criminal.

Cuando se descubrió el asesinato no recayó ninguna sospecha sobre el hombre que

más tarde fue llevado a juicio, o más bien debería decir, en el deseo

de acercarme lo más posible a la precisión en mis hechos, que en ninguna parte se

sugirió públicamente que se tuviera tal sospecha. Como en aquel momento no se hizo

referencia alguna a él en los periódicos evidentemente era imposible que se incluyera en

ellos alguna descripción del asesino. Resulta esencial que se tenga en cuenta este hecho.

Cuando abrí durante el desayuno el periódico de la mañana incluía el relato de ese

primer descubrimiento y me resultó profundamente interesante por lo que lo leí con la

máxima atención. Lo leí do: veces, sino tres. El descubrimiento se había hecho en un

dormitorio, y cuando dejé el periódico tuve un destello, un impulso, en realidad no sé

cómo llamarlo, pues no encuentro palabra alguna que lc describa satisfactoriamente, en

el que me pareció ver que ese dormitorio pasaba a través de mi habitación, como si un

cuadro, por imposible que parezca, hubiera sido pintado sobre la corriente de un río

Aunque cruzó mi habitación de una manera casi instantánea, resultaba perfectamente

claro; tan claro que observé perfectamente, con una sensación di alivio, que el cadáver

no estaba en la cama.




Donde tuve esta curiosa sensación no fue en un lugar romántico, sino en mis

habitaciones de Picca dilly, muy cerca de la esquina de St. James Street Para mí fue algo

totalmente nuevo. En ese momento: me encontraba sentado en mi butaca y la sensación

se acompañó de un peculiar estremecimiento que cambió aquella de sitio. (Aunque hay

que tener et cuenta que la butaca podía moverse fácilmente sobra unas ruedecillas). Me

dirigí a una de las ventanas (la habitación, situada en el segundo piso, tenía dos

ventanas) para descansar la vista viendo el movimiento de Piccadilly. Era una hermosa

mañana otoñal y la calle estaba alegre y centelleante. Soplaba el viento. Al mirar hacia

fuera, observé que el viento sacaba del parque una buena cantidad de hojas caídas que

una ráfaga arrastró y formó con ellas una columna espiral. Cuando la columna cayó y se

dispersaron las hojas, vi a dos hombres al otro lado del camino, que iban desde el oeste

hacia el este. Uno iba detrás del otro. El primero se volvía a menudo para mirar por

encima del hombro. El segundo le seguía a una distancia de unos treinta pasos, con la

mano derecha levantada amenazadoramente. Atrajo primero mi atención la singularidad

y fijeza del gesto amenazador en un lugar tan público; y después la circunstancia notable

de que nadie le prestara atención. Ambos hombres seguían su camino entre los otros

viandantes con una suavidad que no resultaba coherente ni siquiera con la acción de

caminar sobre una acera; y que yo pudiera ver ni una sola persona les cedía el paso, les

tocaba o les miraba. Al pasar ante mi ventana, ambos miraron hacia arriba, hacia mí.

Contemplé los dos rostros con gran claridad y supe que sería capaz de reconocerlos en

cualquier lugar. Y no es que observara conscientemente algo que fuera muy notable en

alguna de sus caras, salvo que el hombre que iba el primero tenía una apariencia

inusualmente humilde, y el rostro del hombre que le seguía tenía el color de cera sucia.

Soy soltero y mi ayuda de cámara y su esposa constituyen todo el servicio. Trabajo

en una sucursal bancaria y ojalá que mis deberes como jefe de departamento fueran tan

escasos como popularmente se supone. Ese otoño me obligaron a permanecer en la

ciudad, cuando yo necesitaba un cambio. No estaba enfermo, pero tampoco me sentía

muy bien. Al lector le corresponde extraer las consecuencias que parezcan razonables

del hecho de que me sentía fatigado, la vida monótona me producía una sensación

depresiva y estaba «ligeramente dispéptico». Mi doctor, un hombre de fama, me aseguró

que mi estado de salud en aquella época no justificaba una descripción más poderosa, y

cito lo que él mismo me describió por escrito cuando se lo solicité. Conforme las

circunstancias del asesinato fueron revelándose gradualmente y atrayendo cada vez más

poderosamente la atención del público, las aparté de mi propia atención enterándome de

ellas lo menos posible en medio de la excitación general. Pero sabía que se había dictado

un veredicto de homicidio voluntario contra el supuesto asesino, y que había sido

conducido a Newgate hasta el juicio. Sabía también que su juicio se había pospuesto

hasta una de las sesiones del Tribunal Criminal Central, basándose en prejuicios

generales y en la falta de tiempo para la preparación de la defensa. Pude también saber,

aunque no lo creo, en qué momento se celebrarían las sesiones del juicio pospuesto.




Mi sala de estar, el dormitorio y el vestidor están todos en el mismo piso. Con el

vestidor sólo hay comunicación a través del dormitorio. La verdad es que en él hay una

puerta que en otro tiempo comunicaba con la escalera, pero desde hacía años una parte

de las tuberías de mi baño pasaba por ella. En ese mismo período, y como parte del

mismo arreglo, la puerta había sido claveteada y recubierta de lienzo.

Una noche me encontraba de pie en mi dormitorio, a una hora tardía, dando unas

instrucciones a mi criado antes de que éste se acostara. Me encontraba de cara a la

única puerta disponible de comunicación con el vestidor, que estaba cerrada. Mi criado

le daba la espalda a esa puerta. Mientras le estaba hablando vi que se abría y que un

hombre miraba hacia el interior, haciéndome señas en una actitud de ansiedad y

misterio. Era el mismo hombre que iba en segundo lugar por Piccadilly, y cuyo rostro

tenía el color de cera sucia.

Tras hacerme señas, retrocedió y cerró la puerta. Sin mayor retraso que el

necesario para cruzar el dormitorio, abrí la puerta del vestidor y miré en el interior.

Llevaba ya una vela encendida en la mano. No tuve ninguna expectativa interior de

que fuera a ver a esa persona en el vestidor, y no la vi allí.

Dándome cuenta de que mi criado parecía sorprendido, me volví hacia él y le dije:

—Derrick, ¿pensará que conservo el sentido si le digo que creí ver un...?

Mientras estaba allí, le puse una mano sobre el pecho y con un sobresalto

repentino se puso él a temblar violentamente y contestó:

—¡Oh, señor, claro que sí, señor! ¡Un cadáver haciéndole señas!

Estoy convencido de que John Derrick, mi criado fiel durante más de veinte años,

no tuvo la menor impresión de haber visto esa aparición hasta que le toqué. Cuando lo

hice, el cambio que se produjo en él fue tan sorprendente que creo absolutamente que

obtuvo su impresión, de alguna manera oculta, a través de mí y en ese preciso instante.

Le pedí a John Derrick que trajera un poco de brandy y le di una copa,

alegrándome de tomar yo otra. De lo que había sucedido antes del fenómeno de aquella

noche no le conté una sola palabra. Reflexionando sobre ello, estaba absolutamente

seguro de que nunca antes había visto ese rostro, salvo en aquella ocasión en

Piccadilly. Comparando la expresión que tenía al hacerme señas desde la puerta con la

expresión en el momento en que levantó la vista para mirarme, mientras yo estaba de

pie junto a la ventana, llegué a la conclusión de que en la primera ocasión había tratado

de adherirse a mi recuerdo, y de que en la segunda había querido asegurarse de que lo

recordaba inmediatamente.

Aquella noche no me resultó muy cómoda, aunque tenía la certidumbre, difícil de

explicar, de que la aparición no regresaría. Cuando llegó la luz del día caí en un sueño

profundo del que me despertó John Derrick, que vino junto a mi cama con un papel en

la mano.




Por lo visto ese papel había sido motivo de un altercado en la puerta entre su

portador y mi criado.

Se me citaba en él para que sirviera como jurado en la siguiente sesión del

Tribunal Criminal Central, en el Old Bailey. Como John Derrick sabía bien, nunca

antes me habían citado para ese jurado. Mi criado estaba convencido, aunque en este

momento no estoy seguro de si tenía razón o no, de que los jurados que se elegían

habitualmente tenían una calificación social inferior a la mía, y por eso se había

negado en principio a aceptar la citación. El hombre que la llevaba se tomó el asunto

con gran frialdad. Afirmó que mi asistencia o no le importaba en absoluto; la citación

estaba allí y el atenderla o no era un riesgo mío, no suyo.

Durante uno o dos días dudé si debía responder a esa llamada o no hacerle caso.

No era consciente de que se estuviera produciendo la menor atracción, influencia o

desviación misteriosa. De eso estoy tan absolutamente seguro como de cualquier otra

afirmación que haga aquí. Finalmente decidí que asistiría porque significaría una

interrupción en la monotonía de mi vida.

El día designado fue una mañana fría del mes de noviembre. En Piccadilly había

una niebla densa y oscura que se volvió claramente negra en los alrededores opresivos

del Tribunal de Temple. Los pasillos y escaleras del Palacio de justicia me parecieron

resplandecientemente iluminados con gas, y el propio tribunal estaba similarmente

iluminado. Creo que hasta que fui conducido por los oficiales al tribunal antiguo y lo

vi abarrotado de gente no sabía que ese día iba a juzgarse al asesino. Creo que hasta

que me ayudaron a entrar en el tribunal antiguo con considerable dificultad, no sabía a

cuál de los dos tribunales se me había citado. Pero no hay que toma esto como una

afirmación rotunda, pues no esto; totalmente seguro de que fuera así.

Tomé asiento en el lugar designado para que aguardaran los jurados y miré a mi

alrededor en e tribunal lo mejor que pude a través de la espesa nube de niebla y

alientos. Observé un vapor negro que colgaba como una cortina lóbrega por la parte

exterior de los grandes ventanales, y observé y presté atención al sonido ahogado de

las ruedas sobre la paja o el cascajo que cubrían la calle; presté también atención al

murmullo de las personas que allí se reunían, y que traspasaba de vez en cuando un

silbido agudo, o un saludo o una canción más fuertes que el resto. Poco después

entraron los jueces que eran dos, y tomaron asiento. El zumbido de tribunal decayó

mucho. Se ordenó que entrara e asesino. Y en el mismo instante en el que entró re

conocí en él al primero de los dos hombres que habían bajado por Piccadilly.

Si en ese momento hubieran pronunciado un nombre dudo que hubiera sido capaz

de responde de forma audible. Pero lo pronunciaron en sexto octavo lugar, y para

entonces fui capaz de decir «presente!» Y ahora, preste atención el lector. Cuando m

dirigí hacia mi asiento de jurado el prisionero, que había estado mirándolo todo

atentamente pero si dar signo alguno de preocupación, se agitó violentamente y llamó

por señas a su abogado. El deseo de prisionero de recusarme resultaba tan manifiesto




que produjo una pausa durante la cual el abogado, apoyando una mano en el banquillo

de los acusados, habló en susurros con su cliente mientras sacudía la cabeza. Más tarde,

aquel caballero me dijo que las primeras palabras aterradas que le dijo el prisionero

fueron: «¡Sea como sea, recuse a ese hombre!», pero como no le daba razón alguna

para ello, y admitió que ni siquiera conocía mi nombre hasta que lo pronunciaron en voz

alta y yo me presenté, no lo hizo.

Por las razones ya explicadas, la de que deseo evitar el revivir el recuerdo

desagradable de ese asesino, y también que un relato detallado de su largo juicio no es

en absoluto indispensable para mi narración, me limitaré a aquellos incidentes que se

relacionan directamente con mi curiosa experiencia personal y se produjeron en los diez

días y noches durante los que los miembros del jurado estuvimos juntos. Trato de que mi

lector se interese por eso, y no por el asesino. Es a eso, y no a una página del calendario

de Newgate, a lo que pido al lector que preste atención.

Me eligieron presidente del jurado. En la segunda mañana, después de que se

hubieran presentado pruebas durante dos horas (lo sé porque oí las campanadas del reloj

de la iglesia), al recorrer con la mirada a mis compañeros del jurado* me resultó

inexplicablemente difícil contarlos. Lo hice así varias veces, pero siempre con la misma

dificultad. En resumen, contaba uno de más.

Toqué al miembro del jurado que se sentaba junto a mí y le susurré:

—Le ruego que haga el favor de contarnos. Pareció sorprenderse con la petición,

pero gir ó la cabeza y contó el número de miembros.

—Bueno —contestó de pronto—, somos tres..., pero, no, no es posible. No. Somos

doce.

De acuerdo con las cuentas que hice aquel día—, teníamos siempre razón en el

detalle, pero en la cuenta general siempre nos salía uno de más. No había ninguna

aparición ni figura que pudiera explicarlo, pero para entonces tenía ya interiormente la

sensación de que la aparición estaba implicad en el error.

El jurado se albergaba en la London Taverr Dormíamos todos en una sala amplia

sobre mesa separadas, y estábamos constantemente a cargo bajo la vigilancia del oficial

que había jurado mar tenernos a salvo. No veo razón alguna para no incluir el nombre

auténtico de ese oficial. Era inteligente, muy cortés y servicial, y también (de lo que me

alegré al enterarme) muy respetado en la ciudad Tenía una presencia agradable, ojos

hermosos, un—, envidiables patillas negras y una voz agradable y sonora. Se llamaba

señor Harker.

Cuando por la noche se iba cada uno de los do( a su cama, colocaban la del señor

Harker cruzada e la puerta. En la noche del segundo día, como no m apetecía acostarme

y vi al señor Harker sentido e su cama, me acerqué y me senté junto a él, ofreciéndole un

pellizco de rapé. En cuanto la mano del señor Harker tocó la mía al coger el rapé de la

caja, sacudió un estremecimiento peculiar y pregunte




—¿Quién es ése?

Miré la habitación siguiendo la dirección de los ojos del señor Harker y vi de

nuevo la figura que esperaba: al segundo de los dos hombres que habían bajado por

Piccadilly. Me levanté y avancé unos pasos; después me detuve y, dándome la vuelta,

miré al señor Harker. Parecía despreocupado, se echó a reír y comentó con un tono

agradable:

—Pensé por un momento que teníamos otro miembro del jurado, y que le faltaba

una cama. Pero me doy cuenta de que fue un reflejo de la luna.

No hice revelación alguna al señor Harker, pero le invité a que paseara conmigo

hasta el extremo de la habitación y observé lo que hacía la figura. Se quedaba en pie

unos momentos junto a la cama de cada uno de los miembros del jurado, cerca de la

almohada. Se colocaba siempre al lado derecho de la cama, y siempre también cruzaba

hasta la cama siguiente pasando por los pies. Por la acción de su cabeza parecía que

simplemente se quedaba mirando pensativamente a cada uno de los jurados acostados.

No me prestó atención a mí, ni mi cama, que era la más próxima a la del señor Harker.

Después dio la impresión de salir por donde entraba la luz de la luna, a través de un

alto ventanal, como si subiera por un tramo de escaleras situado en el aire.

A la mañana siguiente, durante el desayuno, descubrimos que todos los presentes,

salvo el señor Harker y yo, habían soñado la noche anterior con el hombre asesinado.

Estaba ya convencido de que el segundo hombre que había bajado por Piccadilly

era el asesinado (por así decirlo), como si su testimonio inmediato así me lo hubiera

hecho saber. Pero aun así aquello sucedía de una manera para la que yo no me

encontraba preparado.

Durante el quinto día del juicio, cuando el fiscal estaba terminando su caso,

presentó una miniatura del asesinado que faltaba en su dormitorio cuando se descubrió

el hecho y que después fue encontrada en un lugar oculto en el que el asesino había

sido visto cavando en el suelo. Tras ser identificada por el testigo, la presentaron al

tribunal y luego la pasaron al jurado para que éste la inspeccionara. Mientras un oficial

vestido con una túnica negra se dirigía con la miniatura hacia mí, la figura del segundo

hombre que había bajado impetuosamente por Piccadilly surgió de la multitud, le cogió

la miniatura al oficial y me la entregó con sus propias manos, al mismo tiempo que en

un tono bajo y hueco me decía antes de que yo viera la miniatura, metida en una caja:

—Entonces yo era más joven, y la sangre no faltaba en mi rostro.

Después se interpuso entre mí y el jurado al que yo entregué la miniatura, y entre

éste y el siguiente, y así entre todos hasta que la miniatura volvió a mí. Sin embargo,

ninguno de los miembros del jurado lo detectó.

En la mesa, y en general cuando nos encerrábamos bajo la custodia del señor

Harker, como era natural, hablábamos mucho rato sobre las diligencias del día. En el




día quinto el fiscal cerró el caso por lo que, como esa parte de la cuestión se había

completado ante nosotros, nuestra discusión fue más animada y seria. Había entre

nosotros uno de los idiotas de inteligencia más cerrada que he visto nunca, que recibía la

evidencia más clara con las objeciones más absurdas, y a quien le ayudaban dos flojos

parásitos parroquiales; los tres pertenecían a las listas de jurados de un distrito tan

atacado por la fiebre que debían haber juzgado a quinientos asesinos. Hacia la media

noche, que era cuando algunos de nosotros nos disponíamos ya a acostarnos y esos

zopencos enredones armaban mayor alboroto, vi de nuevo al asesinado. Estaba de pie

tras ellos, ceñudo, y me hizo señas. Al ir hacia ellos e irrumpir en la conversación,

desapareció inmediatamente. Ése fue el inicio de una serie de apariciones producidas en

la larga habitación en la que éramos confinados. Siempre que un grupo de jurados se

unía a conversar, veía entre ellos la cabeza del asesinado. Y siempre que la comparación

de notas que hacían iba en contra de él, me hacía señas de una manera solemne e

irresistible.

Recuérdese que hasta el quinto día del juicio, en el que se presentó la miniatura,

nunca había visto la aparición en el tribunal. Cuando la defensa empezó el caso se

produjeron tres cambios. Me referiré primero a dos de ellos. La figura aparecía ahora

continuamente en el tribunal, y nunca se dirigía a mí, sino siempre a la persona que

estaba hablando en ese momento. Por ejemplo: a la víctima le habían abierto la garganta.

En el discurso inicial de la defensa se sugirió que el propio fallecido se la podía haber

cortado a sí mismo. En ese mismo momento la figura, con la garganta en la terrible

condición que acababa de describirse (y eso lo había ocultado antes), se puso de pie

junto al codo del que hablaba, moviendo hacia un lado y otro la tráquea, una vez con la

mano derecha y otra con la izquierda, sugiriendo vigorosamente a quien hablaba la

imposibilidad de que se hubiera podido infligir a sí mismo la herida con cualquier mano.

En otro caso, cuando un testigo de conducta, una mujer, informaba que el prisionero era

muy amable con la humanidad, en ese instante la figura se plantó en el suelo delante de

ella, le miró directamente a la cara y señaló el semblante maligno del prisionero

extendiendo el brazo y un dedo.

El tercer cambio, al que me referiré ahora, fue el que de manera más marcada y

notable me impresionó. No voy a teorizar sobre él; lo expreso con precisión, y nada más.

Aunque la aparición no era percibida por aquellos a los que se dirigía, cuando se

acercaba éstos invariablemente se alarmaban y turbaban. Tuve la impresión de que era

como si unas leyes que yo desconocía le impidieran revelarse plenamente a los demás,

pero que al mismo tiempo pudiera afectar sus mentes de una manera visible, silenciosa y

oscura. Cuando el defensor principal sugirió la hipótesis del suicidio, y la figura se

plantó junto al codo de tan ilustrado caballero, haciendo terribles gestos como si se

estuviera cortando la garganta, es innegable que el defensor titubeó en su discurso,

perdió durante varios segundos el hilo de su ingeniosa argumentación, se limpió la

frente con el pañuelo y se puso extremadamente pálido. Cuando la testigo de conducta

estuvo delante de la aparición, siguió con los ojos la dirección que le señalaba el dedo,




contemplando con gran vacilación y turbación el rostro del prisionero. Bastarán dos

ejemplos adicionales. En el octavo día del juicio, tras una pausa que se hacía siempre a

primera hora de la tarde para descansar y refrescarnos unos minutos, regresé a la sala

del juicio con los demás miembros del jurado poco antes de que entraran los jueces.

Encontrándome de pie en la zona que nos estaba destinada y mirando a mi alrededor,

pensé que la figura no estaba allí, hasta que elevé mis ojos a la galería y la vi inclinada

hacia delante sobre una mujer de apariencia muy decente, como si tratara de asegurarse

de si los jueces habían ocupado o no sus asientos. Inmediatamente después, la mujer

lanzó un grito, se desmayó y tuvieron que sacarla. Lo mismo sucedió con el venerable,

sagaz y paciente juez que dirigía el juicio. Cuando terminado el caso se concentraba en

sus papeles para el resumen, la víctima, entrando por la puerta del juez, avanzó hasta la

mesa de su señoría y miró ansiosamente por encima del hombro de éste las páginas de

notas que iba pasando. Entonces se produjo un cambio en el rostro de su señoría; su

mano se detuvo; tuvo ese estremecimiento peculiar que yo conocía tan bien, y exclamó

con vacilación:

—Caballeros, excúsenme unos momentos. Me siento algo oprimido por el aire

viciado —y tras decir eso, no se recuperó hasta beber un vaso de agua.

A lo largo de la monotonía de seis de aquello diez interminables días (los mismos

jueces y ayudantes en el tribunal, el mismo asesino en el banquillo de los acusados, los

mismos abogados en la mesa, el mismo tono de preguntas y respuestas elevándose

hasta el techo de la sala, el mismo ruido que hacía la pluma del juez, los mismos

ujieres saliendo, y entrando, las mismas luces que se encendían a la misma hora,

cuando todavía brillaba la luz natural de día, la misma cortina neblinosa en el exterior

d los grandes ventanales cuando había niebla, la misma lluvia goteando y produciendo

un ruido acompasado cuando llovía, un día tras otro las mismas huellas de los

vigilantes y el prisionero sobre el mismo serrín, las mismas llaves cerrando y abriendo

las mismas pesadas puertas), a través de toda esta fatigosa monotonía que me hacía

sentirme como si fuera el presidente del jurado desde hacia muchísimo, tiempo, y

Piccadilly hubiera florecido al mismo, tiempo que Babilonia, el asesinado no perdió

nunca un solo rasgo de claridad ante mis ojos, ni fue e momento alguno menos

evidente y perceptible que cualquier otra persona que allí hubiera. No debe, omitir,

pues es un hecho, que nunca vi que la aparición a la que doy el nombre de asesinado

mirara asesino. Una y otra vez me preguntaba por el motivo de que no lo hiciera, pero

el hecho es que nunca lo hizo.

Tampoco volvió a mirarme a mí desde que sacaron la miniatura hasta los últimos

minutos del juicio. Nos retiramos a deliberar a las diez horas menos siete minutos de la

noche. El idiota del grupo y los dos parásitos de su parroquia nos dieron tantos

problemas que por dos veces regresamos al tribunal para rogar que nos leyeran de

nuevo determinados extractos de las notas del juez. Nueve de nosotros no teníamos la

menor duda sobre los pasajes, ni creo que la tuviera nadie del tribunal; sin embargo, el

triunvirato de zopencos no tenía otro propósito que el de la obstrucción, y discutían por




cualquier motivo. Al final prevaleció nuestra opinión y el jurado volvió a entrar en la

sala a las diez y doce minutos.

El asesinado estaba en ese momento en pie directamente enfrente del jurado, al

otro lado de la sala. Cuando ocupé mi lugar, posó sus ojos en mí con la mayor

atención; pareció satisfecho y lentamente agitó un enorme velo gris que por primera

vez llevaba sobre el brazo, sobre la cabeza y sobre toda su figura. Cuando pronuncié el

veredicto, «culpable», desapareció el velo y con él todo lo que cubría, quedando vacío

ese espacio.

Cuando el juez preguntó al asesino, según la costumbre, si tenía algo que añadir

antes de que se dictara la sentencia de muerte, pronunció vagamente algo que en los

titulares de los periódicos del día siguiente fue descrito como «unas palabras audibles a

medias, incoherentes y vagas en las que creyó entenderse que se quejaba de no haber

tenido un juicio justo, porque el presidente del jurado estaba predispuesto contra él».

La notable declaración que hizo realmente fue ésta: «Señor, sabía que era un hombre

condenado desde el momento en que entró el presidente del jurado. Señor, sabía que

nunca me dejaría libre porque antes de apresarme apareció junto a mi cama por la

noche, me despertó y puso una soga alrededor de mí cuello».

[De All the Year Round

Fantasmas de Navidad

Me gusta volver a casa en Navidad. Todos lo hacemos, o deberíamos hacerlo.

Deberíamos volver a casa en vacaciones, cuanto más largas mejor, desde el internado en

el que nos pasamos la vida trabajando en nuestras tablas aritméticas, para así descansar.

Viajamos hasta casa a través de un paisaje invernal; por campos cubiertos por una niebla

baja, entre pantanos y brumas, subiendo prolongadas colinas, que se van volviendo

oscuras como cavernas entre las espesas plantaciones que llegan a tapar casi las estrellas

chispeantes; y así hasta que estamos en las amplias mesetas y finalmente nos detenemos,

con un silencio repentino, en una avenida. En el aire helado la campana de la puerta

tiene un sonido profundo que casi parece terrible; la puerta se abre sobre sus goznes y al

llegar hasta una casa grande las brillantes luces nos parecen más grandes tras las

ventanas, y las filas de árboles que hay frente a ellas parecen apartarse solemnemente

hacia los lados, como para dejarnos pasar. Durante todo el día, a intervalos, una liebre

asustada ha salido corriendo a través de la hierba cubierta de nieve; o el repiqueteo

distante de un rebaño de ciervos pisoteando el duro hielo ha acabado también, por un

minuto, con el silencio. Si pudiéramos verles sus ojos vigilantes bajo los helechos,

brillarían ahora como las gotas heladas de rocío sobre las hojas; pero están

inmóviles, y todo está callado. Y así, las luces se van haciendo más grandes, y los

árboles se apartan hacia atrás ante nosotros para cerrarse de nuevo a nuestra

espalda, como impidiéndonos la retirada, y llegamos a la casa.




Probablemente huele todo el tiempo a castañas asadas y otras cosas buenas y

reconfortantes, pues estamos contando historias de Navidad, historias de fantasmas, o

más vergonzosas para nosotros, alrededor del fuego de Navidad, y no nos hemos movido

salvo para acercarnos un poco más a él. Pero dejemos eso. Llegamos a la casa y es una

casa antigua, repleta de grandes chimeneas en las que la leña arde en el hogar sobre

viejas tenazas, y retratos horrendos (algunos de ellos con leyendas también horrendas)

miran con saña y desconfianza desde el entablado de roble de las paredes. Somos un

noble de edad mediana y damos una generosa cena con nuestro anfitrión y anfitriona y

sus invitados, es Navidad y la vieja casa está llena de invitados, y después nos vamos a

la cama. Nuestra habitación es muy antigua. Está recubierta de tapices. No nos gusta el

retrato de un caballero vestido de verde colocado sobre la repisa de la chimenea. En el

techo hay grandes vigas negras y para nuestro acomodo particular contamos con una

enorme cama negra a la que en los pies le sirven de apoyo dos figuras negras también

grandes que parecen salidas de dos tumbas de la antigua iglesia que tenía el barón en el

parque. Pero no somos un noble supersticioso, y no nos importa. ¡Todo v—, bien!

Despedimos a nuestro criado, cerramos la puerta y nos sentamos delante del fuego

vestido: con el camisón, meditando en muchas cosas. Final mente, nos metemos en la

cama. ¡Muy bien! No podemos dormir. Damos vueltas y más vueltas, pero no podemos

dormir. Las ascuas de la chimenea arden bien y dan a la habitación un aspecto fantasmal

No podemos evitar escudriñar, por encima del cobertor, las dos figuras negras y el

caballero... ese caballero vestido de verde y de apariencia perversa Con la luz

parpadeante dan la impresión de avanza y retroceder: lo cual, a pesar de que no seamos

et absoluto un noble supersticioso, no resulta agradable. ¡Muy bien! Nos ponemos

nerviosos... más y más nerviosos. Decimos: «esto es una verdadera es tupidez, pero no

podemos soportarlo; simularemos estar enfermos y llamaremos a alguien». ¡Muy bien

Precisamente vamos a hacerlo cuando la puerta cerrada se abre y entra una mujer joven,

de palidez mortal y de cabellos rubios y largos que se desliza hasta la chimenea, y se

sienta en la silla que hemos dejado allí, frotándose las manos. Nos damos cuenta

entonces de que su ropa está húmeda. La lengua se nos pega al velo del paladar y no

somos capaces de hablar, pero la observamos con precisión. Su ropa está húmeda, su

largo cabello está salpicado de barro húmedo, va vestida según la moda de hace do:

cientos años, y lleva en su ceñidor un manojo de , ves oxidadas. ¡Muy bien! Se sienta

allí y ni siquiera podemos desmayarnos del estado en el que no encontramos. Entonces

ella se levanta y prueba todas las cerraduras de la habitación con las llaves oxidadas, sin

que encuentre ninguna que vaya bien; después fija la mirada en el retrato del caballero

vestido de verde y con una voz baja y terrible exclama:

«¡El hombre lo sabe!» Después se vuelve a frotar las manos, pasa junto al borde de

la cama y sale por la puerta. Nos apresuramos a ponernos la bata, cogemos las pistolas

(siempre viajamos con ellas) y la seguimos, pero encontramos la puerta cerrada. Damos

la vuelta a la llave, miramos en el pasillo oscuro y no hay nadie. Lo recorremos tratando

de encontrar a nuestro criado. No es posible. Recorremos el pasillo hasta que despunta el




día y luego regresamos a nuestra habitación vacía, caemos dormidos y nos despierta

nuestro criado (nunca hay nada que le hechice a él) y el sol brillante. ¡Muy bien!

Tomamos un desayuno terrible y todos dicen que tenemos un aspecto extraño. Después

del desayuno paseamos por la casa con nuestro anfitrión, y le conducimos hasta el

retrato del caballero vestido de verde, y entonces se aclara todo. Se comportó con

falsedad con una joven ama de llaves unida en otro tiempo a esa familia, y famosa por su

belleza, que se ahogó en un lago y cuyo cuerpo fue descubierto al cabo de mucho tiempo

porque los ciervos se negaban a beber el agua. Desde entonces se ha dicho entre susurros

que ella atraviesa la casa a medianoche (pero que va especialmente a esa habitación, en

donde acostumbraba a dormir el caballero vestido de verde) probando las viejas

cerraduras con las llaves oxidadas. ¡Bien! Le contamos a nuestro anfitrión lo que hemos

visto, y una sombra cubre sus rasgos tras lo que nos suplica que guardemos silencio; y

así se hace. Pero todo es cierto; y lo contamos, antes de morir (ahora estamos muertos) a

muchas personas responsables.

Es infinito el número de casas antiguas con galerías resonantes, dormitorios

lúgubres y alas encantadas cerradas durante muchos años, por las cuales podemos

pasear, con un agradable hormigueo subiéndonos por la espalda y encontrarnos algunos

fantasmas, pero quizá sea digno de mención afirmar que se reducen a muy pocos tipos y

clases generales; pues los fantasmas tienen poca originalidad y «caminan» por caminos

trillados. Sucede, por ejemplo, que en una determinada habitación de un cierto salón

antiguo en donde se suicidó un malvado lord, barón, o caballero, hay en el suelo algunas

tablas de las que no se puede borrar la sangre. Raspas y raspas, como el actual dueño ha

hecho, o cepillas y cepillas; como hizo su padre, o friegas y friegas, como hizo su

abuelo, o quemas y quemas con ácidos fuertes, como hizo el bisabuelo, pero la sangre

seguirá estando allí, ni más roja ni más pálida, ni en mayor ni en menor cantidad;

siempre igual. En otra de esas casas hay una puerta encantada que nunca se abrirá; u otra

que nunca se cerrará; o un sonido de una rueda de hilar, o un martillo, o unos pasos, o un

grito, o un suspiro, un galope de caballos o el rechinar de unas cadenas. O hay un reloj

que a medianoche da trece campanadas cuando va a morir el cabeza de familia, o un

carruaje sombrío, negro e inmóvil que ve siempre en esos momentos alguien que

aguardaba cerca de las amplias puertas del patio del establo. O sucede, como en el caso

de Lady Mary, que fue a visitar una casa situada en los Highlands escoceses, y como

estaba fatigada por su largo viaje se retiró pronto a la cama y a la mañana siguiente dijo

con toda inocencia en la mesa del desayuno:

—¡Me resultó muy extraño que celebraran una fiesta a una hora tan tardía anoche

en este remoto lugar y no me hablaran de ella antes de que me acostara!

Entonces todos preguntaron a Lady Mary lo que quería decir. Y ésta contestó:

—Bueno, anoche todo el tiempo oí carruajes que daban vueltas y más vueltas

alrededor de la terraza, bajo mi ventana.




Entonces el dueño de la casa se puso pálido, lo mismo que su señora, y Charles

Macdoodle de Macdoodle hizo señas a Lady Mary de que no dijera más, y todos

guardaron silencio. Tras el desayuno, Charles Macdoodle le contó a Lady Mary que

según una tradición de la familia era un presagio de muerte que los carruajes dieran

vueltas por la terraza. Y así fue, pues dos meses más tarde moría la señora de la casa. Y

Lady Mary, que era doncella de honor en la Corte, contó a menudo esta historia a la

Reina Charlotte; y es por esto que el viejo rey decía siempre: «¿Cómo, cómo? ¿Qué,

qué? ¿Fantasmas, fantasmas? ¡No existen, no existen!» Y no dejaba de decir esa frase

hasta que se iba a la cama.

Y ahora bien, un amigo de alguien al que casi todos conocemos, cuando era un

joven que estaba cursando estudios tenía un amigo especial con e que había hecho el

pacto de que, si era posible que e espíritu retornara a esta tierra después de separarse del

cuerpo, aquel de los dos que muriera primero se le aparecería al otro. Nuestro amigo se

olvidó de ese pacto con el curso del tiempo; los dos jóvenes habían progresado en la

vida, habían tomado camino; divergentes y se habían separado. Pero una noche muchos

años después, estando nuestro amigo en e norte de Inglaterra, y quedándose a pasar la

noche en una posada de Yorkshire Moors, miró desde la cama hacia fuera; y allí, bajo la

luz de la luna, apoyado en un buró cercano a la ventana, y mirándole fijamente, vio a su

antiguo compañero de estudios Cuando éste se dirigió con solemnidad hacia la

aparición, ésta respondió en una especie de susurre pero bien audible:

—No te acerques a mí. Estoy muerto. He venido aquí para cumplir mi promesa.

¡Vengo del otro mundo, pero no puedo revelar sus secretos!

En ese momento empezó a volverse más pálido y se fundió, por así decirlo, con la

luz de la luna, desapareciendo en ella.

O está el caso de la hija del primer ocupante de lo pintoresca casa isabelina, tan

famosa en nuestra vecindad. ¿Ha oído hablar de ella? ¿No? Bueno, la hija salió una

noche de verano en el momento del crepúsculo; era una joven muy hermosa, de

diecisiete años de edad, y se disponía a coger flores del jardín: pero de pronto llegó

corriendo, aterrada, hasta el salón donde estaba su padre, a quien le dijo:

—¡Ay, querido padre, me he encontrado conmigo misma!

Él la cogió en sus brazos y le dijo que todo era una fantasía, pero ella replicó:

—¡Oh, no! Me encontré conmigo en el camino ancho, y yo estaba pálida, y recogía

flores marchitas, y giraba la cabeza y las levantaba!

Y aquella noche murió la joven; y se empezó a hacer un cuadro con su historia,

pero no se terminó nunca, y dicen que ha estado hasta hoy en algún lugar de la casa, con

el rostro vuelto hacia la pared.




O la historia del tío de la esposa de mi hermano, que volvía a casa cabalgando al

atardecer de un hermoso día y en una calle arbolada cercana a su casa vio a un hombre

de pie ante él en el centro mismo de la estrecha calzada.

«¿Qué hace ese hombre del manto ahí parado?», pensó. «¿Quiere que pase con el

caballo por encima de él?»

Pero la figura no se movió. Al verlo tan quieto tuvo una sensación extraña, pero

siguió avanzando, aunque aflojando el trote. Cuando estuvo tan cerca que llegó a tocarlo

casi con el estribo el caballo se asustó y la figura se deslizó hacia arriba, hasta la acera,

de una manera curiosa y nada natural: hacia atrás, sin que pareciera utilizar los pies,

hasta que desapareció. El tío de la esposa de mi hermano exclamó:

—¡Por el Dios de los cielos! ¡Si es mi primo Harry, el de Bombay!

Espoleó el caballo, que de pronto se había puesto a sudar profusamente, y

extrañándose de tan rara conducta dio la vuelta para dirigirse hacia la fachada de su casa.

Cuando llegó allí vio la misma figura, que pasaba en ese momento junto a la alargada

ventana francesa de la sala de estar, en la planta baja. Le pasó las bridas a un criado y se

dirigió presurosamente hacia la figura. Allí estaba sentada su hermana, a solas. Alice,

¿dónde está mi primo Harry?

—¿Tu primo Harry, John?

—Sí, el de Bombay. Acabo de encontrarme con él ahora en la avenida, y le vi

entrar aquí hace un instante.

Pero nadie había visto a nadie; y tal como después se supo, en ese mismo instante

moría en India aquel primo.

O está la historia de esa sensible y anciana dama soltera que murió a los noventa y

nueve años de edad manteniendo sus facultades hasta el último momento y vio

realmente al chico huérfano. Es una historia que a menudo se ha —contado

incorrectamente, pero de la que la verdad auténtica es ésta, lo sé porque en realidad es

una historia de nuestra familia, y ella era amiga de la casa. Cuando tenía unos cuarenta

años de edad, y seguía poseyendo una hermosura poco común (su amado murió joven,

razón por la cual ella nunca se casó, a pesar de tener numerosas ofertas), fijó su

residencia en un lugar de Kent, que su hermano, un comerciante con India, había

comprado recientemente.

Se contaba la historia de que en otro tiempo aquel lugar estuvo a cargo del tutor de

un joven; que ese tutor sería el segundo heredero y que mató

al muchacho con su tratamiento duro y cruel. Ella nada sabía de tales cosas. Se ha

dicho que en el dormitorio de ella había una jaula en la que el tutor solía encerrar al

muchacho. Es falso. Sólo había un gabinete. Ella se acostó, no hizo llamada alguna

durante la noche, pero por la mañana le dijo con toda tranquilidad a la doncella cuando

ésta entró:




—¿Quién es ese guapo mocito de aspecto abandonado que estuvo mirando hacia

fuera desde el gabinete toda la noche?

La doncella contestó lanzando un fuerte grito y echando a correr al instante. La

dama se sorprendió de aquello, pero era una mujer de notable fuerza mental, por lo que

se vistió ella sola, bajó las escaleras y acudió a reunirse con su hermano:

—Walter, toda la noche me ha estado inquietando un guapo mocito de aspecto

abandonado que constantemente miraba hacia fuera desde el gabinete que hay en mi

habitación, y que no puedo abrir. Ahí debe haber algún truco.

—Me temo que no, Charlotte —contestó el hermano—, pues es la leyenda de la

casa. Es el huérfano. ¿Qué es lo que hizo?

—Abrió la puerta con suavidad y miró hacia fuera. A veces penetraba uno o dos

pasos en la habitación. Entonces yo le llamaba, para animarle, y él se encogía, se

estremecía y volvía a meterse de nuevo, cerrando la puerta.

—Charlotte, el gabinete no tiene comunicación con ninguna otra parte de la casa,

y está cerrado con clavos.

Aquello era indudablemente cierto y dos carpinteros necesitaron una mañana

entera para abrir la puerta y poder examinar el gabinete. Sólo entonces Charlotte quedó

convencida de que había visto al huérfano. Pero lo terrible de la historia es que fue

visto sucesivamente por tres de los hijos de su hermano, todos los cuales murieron

jóvenes. En cada ocasión, el niño enfermaba, regresaba a casa con fiebre, doce horas

antes de la muerte, y le decía a su madre que había estado jugando bajo un cierto roble

que había en un prado con un chico extraño, un chico de buen aspecto, pero que

parecía abandonado, que era muy tímido y le hacía señas. A partir de esa experiencia

fatal los padres llegaron a saber que se trataba del huérfano, y que el destino del niño al

que había elegido como compañero de juegos estaba seguramente fijado.

La novia del ahorcado

Era una auténtica casa antigua de muy curios descripción, en la que abundaban las

viejas tallas las vigas, los tablones, y que tenía una excelente antigua caja de escalera

con una galería o escales superior separada de la primera por una curiosa estacada de

roble viejo o de caoba de Honduras. Es y seguirá siendo durante muchos años una casa

de notable pintoresquismo; y en la profundidad d los viejos tablones de caoba habitaba

un misterio grave, como si fueran lagunas profundas de agua o,, cura, como las que sin

duda habían existido entre ellos cuando eran árboles, dando al conjunto un carácter muy

misterioso a la caída de la noche.

Cuando nada más bajar del coche el señor Goodchild y señor Idle se presentaron

por primera vez en la puerta y penetraron en el sombrío y hermoso salón, fueron




recibidos por media docena d ancianos silenciosos vestidos de negro, todos exactamente

igual, que se deslizaron escaleras arriba junto a los serviciales propietario y camarero,

pero sin que pareciera que se estuvieran entrometiendo en su camino, o les importara si

lo estaban haciendo no, y que se apartaron hacia la derecha y la izquierda de la vieja

escalera cuando los huéspedes entraron en la sala de estar. Era un día claro y brillante,

pero al cerrar la puerta el señor Goodchild dijo: —¿Quién demonios son esos

ancianos?

Y poco después, cuando ambos salieron y entraron, no observaron que hubiera

anciano alguno. Desde entonces los ancianos no volvieron a reaparecer, ni siquiera uno

de ellos. Los dos amigos habían pasado una noche en la casa pero no habían vuelto a

verlos. El señor Goodchild paseó por la casa, revisó los pasillos y miró en las puertas,

pero no encontró ningún anciano; por lo visto, ningún miembro del establecimiento

echaba en falta a anciano alguno ni lo esperaba.

Otra circunstancia extraña llamó la atención de los dos amigos. Era que la puerta

de la sala de estar no se quedaba quieta un cuarto de hora entero. La abrían con

titubeos, o confiadamente, la abrían un poco, o mucho, pero siempre la volvían a cerrar

de golpe sin una palabra de explicación. Los dos amigos estaban leyendo, o

escribiendo, o comiendo, bebiendo, hablando o dormitando; la puerta se abría siempre

en un momento inesperado y ambos miraban hacia ella, la volvían a cerrar de nuevo y

no veían a nadie. Cuando esto había sucedido ya unas cincuenta veces, el señor

Goodchild le dijo a su compañero en tono de broma:

—Tom, empiezo a pensar que había algo raro en aquellos seis ancianos.

Llegó la segunda noche y ellos estaban escribiendo desde hacía dos o tres horas;

escribían una parte de las perezosas notas de las que se han sacado estas perezosas

páginas. Habían dejado de escribir, depositando las gafas sobre la mesa, entre ellos. La

casa estaba cerrada y tranquila. Alrededor de la cabeza de Thomas Idle, que estaba

acostado en su sofá, se hallaban suspendidas guirnaldas de humo fragante Las sienes

de Francis Goodchild se hallaban similarmente decoradas mientras estaba recostado

hacia, atrás en su sillón, con las dos manos entrelazada: tras la cabeza y las piernas

cruzadas.

Habían estado hablando de varios temas, sin omitir el de los extraños ancianos, y

se encontraban ocupados todavía en esa conversación cuando el señor Goodchild

cambió de actitud abruptamente a tiempo que se ponía a darle cuerda a su reloj.

Empezaban a sentirse lo bastante adormecidos como par, dejar de hablar por una

actividad tan ligera. Thomas ldle, que estaba hablando en ese momento, s, detuvo y

preguntó:

—¿Qué hora es?

—La una—contestó Goodchild.




Y como si hubiese ordenado algo a uno de lo, ancianos, y la orden fuera ejecutada

con prontitud (y a decir verdad todas las órdenes eran obedecida, así en aquel excelente

hotel), se abrió la puerta i apareció en ella uno de los ancianos. No entró, sino que se

quedó en pie con la mano en la puerta.

—¡Tom, por fin, uno de los seis! —exclamó el señor Goodchild con un susurro de

sorpresa—. ¿En qué puedo servirle, señor?

—¿En qué puedo servirle, señor? —repitió el anciano.

—Yo no llamé.

—La campana lo hizo —replicó el anciano.

Dijo campana de un modo profundo y potente, como si se estuviera refiriendo a la

campana de la iglesia.

—Creo que tuve el placer de verle ayer—comentó Goodchild.

—No puedo estar seguro de ello —fue la respuesta del ceñudo anciano.

—Creo que me vio, ¿no le parece?

—¿Le vi? —preguntó el anciano—. Claro que le vi. Pero veo a muchos que

nunca me ven a mí.

Era un anciano reservado, lento, terroso y estable. Un anciano cadavérico de

lenguaje calibrado. Un anciano que parecía incapaz de pestañear, como si le hubieran

clavado los párpados a la frente. Un anciano cuyos ojos, dos puntos de fuego, no tenían

más movimiento que el que le permitiría el hecho de tenerlos unidos con la nuca por

unos tornillos que le atravesaran el cráneo y estuvieran remachados y sujetos por el

exterior, entre su cabello gris.

La noche se había vuelto tan fría para la capacidad sensorial del señor Goodchild

que se estremeció. Comentó a la ligera, como excusándose:

—Me da la impresión de que hay alguien caminando sobre mi tumba.

—No —repuso el extraño anciano—. No hay nadie allí.

El señor Goodchild miró a ldle, pero éste estaba con la cabeza envuelta en humo.

—¿Que no hay nadie allí? —dijo Goodchild.

—No hay nadie en su tumba, se lo aseguro —contestó el anciano.

Había entrado y cerrado la puerta, y ahora se sentó. No se dobló para sentarse

como hacen las otras personas, sino que dio la impresión de hundirse mientras estaba

erguido, como si cayera en un cuerpo de agua, hasta que la silla le detuvo.

—Mi amigo, el señor Idle —dijo Goodchild, deseoso de introducir a una tercera

persona en la conversación.

—Estoy al servicio del señor Idle —dijo el anciano sin mirarle.




—Si vive usted aquí desde hace tiempo —empezó a decir Francis Goodchild.

—Así es.

—Entonces quizá pueda aclararnos una cuestión acerca de la cual mi amigo y yo

dudábamos esta mañana. Han ahorcado criminales en el castillo, ¿no es así?

—Así lo creo —contestó el anciano.

—¿Les colocan con el rostro vuelto hacia esa noble vista?

—Te colocan la cabeza de cara al muro del castillo —repuso el otro—. Cuando

estás colgado, ves que sus piedras se expanden y contraen violentamente, y una

expansión y contracción similares parecen tener lugar en tu propia cabeza y en tu

pecho. Luego se produce una acometida de fuego y un terremoto, y el castillo salta por

el aire y tú caes por un precipicio.

Daba la impresión de que le molestaba la corbata. Se llevó la mano a la garganta y

movió el cuello de un lado a otro. Era un anciano cuya cara estaba como hinchada, y la

nariz vuelta e inmóvil hacia un lado, como si tuviera un pequeño gancho insertado en

esa ventanilla. El señor Goodchild se sentía muy incómodo y empezó a pensar que la

noche era calurosa, en lugar de fría.

—Una potente descripción, señor —comentó.

—Una sensación potente —le corrigió el anciano.

El señor Goodchild volvió a mirar al señor Thomas Idle, pero Thomas estaba boca

arriba con el rostro atento y vuelto hacia el anciano, sin hacer señal alguna de

reconocimiento. En ese momento le pareció al señor Goodchild que unos hilos de fuego

salían de los ojos del anciano en dirección a los suyos, y que se quedaban allí. (El señor

Goodchild, al escribir el presente relato de su experiencia, afirma con la mayor

solemnidad que tenía la poderosa sensación de que desde ese momento le obligaban a

mirar al anciano a través de esos dos hilos de fuego).

—Debo decírselo —afirmó el anciano con una mirada pétrea y fantasmal.

—¿Qué? —preguntó Francis Goodchild.

—Usted sabe dónde sucedió. ¡Ahí!

El señor Goodchild no pudo saber en ese momento, ni nunca lo sabrá, si el anciano

señalaba a la habitación de arriba, o a la de abajo, o a cualquier habitación de la antigua

casa, o una habitación de alguna otra casa antigua de esa vieja ciudad. Se sintió

confundido por la circunstancia de que el índice de la mano derecha del anciano parecía

introducirse en uno de los hilos de fuego, encenderse el propio dedo y hacer una

embestida de fuego en el aire, como si señalara hacia algún lugar. Y tras señalar, deshizo

el gesto.

—Usted sabe que ella era una novia —dijo el anciano.




—Sé que todavía envían tarta nupcial —comentó el señor Goodchild titubeando—.

Esta atmósfera me resulta oprimente.

Ella era una novia, había dicho el anciano. Era una joven hermosa, de cabellos

blondos y ojos grandes que no tenía carácter ni propósito. Una nada débil, crédula,

incapaz e indefensa. No como su madre. No, no. Lo que reflejaba era el carácter del

padre.

La madre se había preocupado de asegurárselo todo para ella, para su propia vida,

cuando el padre de esta joven (una niña en aquel momento) murió (de un desvalimiento

total, no de otra enfermedad) y entonces él renovó la amistad que en otro tiempo había

tenido con la madre. Por dinero había dejado el campo libre al hombre de cabellos

blondos y ojos grandes (o la no entidad). Pudo tolerar eso por dinero. Y quería una

compensación en dinero.

Por ello regresó al lado de aquella mujer, la madre, volvió a enamorarla, bailó a su

alrededor y se sometió a sus caprichos. Ella descargó sobre él todo capricho que tuviera,

o pudiera inventar. Y él lo soportaba. Y cuanto más lo soportaba, más quería una

compensación en dinero, y más decidido estaba a obtenerlo.

¡Pero ay! Antes de que la obtuviera, ella le engañó. En uno de sus estados

imperiosos, se quedó congelada y no volvió a descongelarse. Una noche se llevó las

manos a la cabeza, lanzó un grito, se quedó rígida, permaneció en esa actitud varias

horas y murió. Y él no había obtenido, todavía, una compensación en dinero. ¡Qué el

infierno se la llevase! Ni un solo penique.

La había odiado durante toda esa segunda relación y había ansiado vengarse de

ella. Falsificó entonces la firma de ella en un documento en el que dejaba todo lo que

tenía a su hija, de diez años entonces, a quien traspasaba absolutamente todas sus

propiedades, y se designaba a sí mismo como el tutor de la hija. Cuando deslizó el

documento bajo la almohada de la cama en la que yacía ella, se inclinó sobre un oído

sordo de la muerta y susurró:

—Orgullosa amante, hace tiempo que había decidido que, viva o muerta, me

compensarías con dinero.

Y así sólo quedaban ya dos. Él y la hermosa y estúpida hija de cabellos blondos y

ojos grandes, que después se convertiría en la novia.

Él la sometió a disciplina. En una casa retirada, oscura y oprimente, la sometió a

disciplina con una mujer vigilante y poco escrupulosa.

—Mi digna dama —le dijo—: tiene ante usted una mente que ha de ser formada,

eme ayudará a formarla?

Aceptó el encargo. Pues también quería compensación en dinero, y la había

obtenido.




La joven fue formada para que tuviera miedo de él, y en la convicción de que no

podría escaparse. Desde el principio se le enseñó a considerarlo como a su futuro

esposo, al hombre que debía casarse con ella, el destino que la ensombrecía, la

certidumbre resignada de que nunca podría escapar. La pobre tonta era como cera blanca

y blanda en las manos de ellos, y adoptó la forma con la que la modelaron. se endureció

con el tiempo. Se convirtió en parte de si misma. Inseparable de sí misma hasta el punto

d que esa forma sólo se separaría de ella si le quitara la vida.

Durante once años había habitado en la casa o: cura y su tenebroso jardín. Él tenía

celos incluso d la luz y el aire que llegaban hasta ella, y procuraba mantenerla apartada.

Cegó las amplias chimenea: ocultó las pequeñas ventanas, dejó que una hiedra de fuertes

tallos se esparciera a su capricho por la fachada de la casa, que el musgo se acumulara

en lo frutales sin podar que había en el jardín de muro rojos, que la hierba creciera sobre

sus senderos ver des y amarillos. La rodeó de imágenes de pena y desolación. Procuró

que estuviera llena de miedo hacia el lugar y las historias que sobre él le contaban,

luego, con el pretexto de corregirla, la dejaba sola c la obligaba a que se encogiera en la

oscuridad Cuando la mente de la joven se encontraba más deprimida y llena de terrores,

entonces salía él de uno de los lugares en los que se ocultaba para vigilarla, se presentaba

como su único recurso.

Así, siendo desde su niñez la única encarnación que se presentaba ante su vida con

el poder de obligar y el poder de aliviar, el poder de atar y el pode de soltar, quedaba

asegurada la ascendencia sobre la debilidad de la joven. Tenía ella veintiún años y

veintiún días cuando él llevó a la tenebrosa casa a su boba, asustada y sumisa novia de

tres semanas.

Para entonces había despedido ya a la institutriz, lo que le faltaba por hacer lo

haría mejor solo, y una noche lluviosa llegaron al escenario de su prolongada

preparación. Ella se volvió hacia él en el umbral con la lluvia goteando desde el porche

y dijo:

—¡Ay, señor, ahí está el reloj de la muerte sonando para mí!

—¡Muy bien! ¿Y qué si así fuera? —respondió él. —¡Ay, señor! ¡Tráteme

amablemente y tenga piedad de mí! Le suplico que me perdone. ¡Si me perdona haré

cualquier cosa que usted quiera!

Eso se había convertido en la cantinela constante de la pobre tonta: « le suplico

que me perdone». «Perdóneme».

No merecía ni que la odiara, sólo sentía desprecio por ella. Pero ella había estado

mucho tiempo en su camino, y hacía también tiempo que él ya se había cansado, el

trabajo estaba cerca del final y tenía que realizarlo.

—¡Estúpida, sube las escaleras! —exclamó él.




Ella obedeció inmediatamente, murmurando: «haré todo lo que usted desee».

Cuando entró en el dormitorio de la novia, habiéndose retrasado un poco por las

fuertes cerraduras que tenía la puerta principal pues estaban solos en la casa, ya que

había dispuesto que el personal de servicio tuviera libre el día), la encontró acobardada

en la esquina más lejana, y allí de pie se apretaba contra las tablas de la pared como si

quisiera meterse entre ellas. Tenía su cabello blondo alborotado sobre el rostro, y sus

ojos grandes le miraban con un terror vago.

—¿De qué tienes miedo? Ven y siéntate a mi lado. —Haré todo lo que quiera. Le

suplico que me perdone, señor. ¡Perdóneme! —le dijo con su monótona cantinela, tal

como acostumbraba.

—Ellen, mañana tendrás que escribir esto, de propio puño y letra. También

procurarás que otros te vean atareada en hacerlo. Cuando lo hayas escrito todo

perfectamente, y corregido todos los errores, llama a dos personas que haya en la casa

y firma con tu nombre delante de ellos. Después métetelo en el pecho para que esté a

salvo, y cuando mañana por la noche me vuelva a sentar aquí, me lo das.

Así lo haré todo, con el máximo cuidado. Haré todo lo que usted desee.

—Entonces no tiembles ni vaciles.

—Haré todo lo posible para evitarlo... ¡si usted me perdona!

Al día siguiente ella se sentó en el escritorio e hizo todo tal como se lo habían

pedido. Con frecuencia él entraba y salía de la habitación, para observarla, y la veía

siempre escribiendo lenta y laboriosamente: repitiéndose en voz alta las palabras que

copiaba, con una apariencia totalmente mecánica, y sin preocuparse ni esforzarse por

entenderlas, salvo de cumplir el encargo. Él vio que seguía las órdenes que había

recibido en todos los aspectos; y por la noche, cuando estaban a solas de nuevo en el

mismo dormitorio de la novia, él acercó su silla junto al hogar, ella se le acercó

tímidamente desde su distante asiento, sacó el papel del pecho y se lo puso a él en la

mano.

Ese documento le concedía todas las posesiones de la joven en caso de que muriera.

Colocó a la joven ante él, cara a cara, para poder mirarla fijamente, y le preguntó con

numerosas y claras palabras, ni más ni menos que las necesarias, si sabía lo que iba a

pasar. Había manchas de tinta en el pecho de su vestido blanco, y hacía que su rostro

pareciera todavía más marchito, y sus ojos más grandes, cuando asintió con la cabeza.

Había manchas de tinta en la mano que extendió ante él poniéndose de pie, con la que se

alisó y arregló nerviosamente su falda blanca.

La cogió por el brazo, la miró al rostro todavía con mayor fijeza y atención, y le

dijo:

—¡Y ahora, muere! He terminado contigo.

Ella se encogió y lanzó un grito bajo y reprimido.




—No voy a matarte. No pondré en peligro mi vida por ti. ¡Muere!

Y a partir de ese momento, un día tras otro, una noche tras otra se sentó delante de

ella, en su tenebroso dormitorio, pronunciando la palabra o transmitiéndosela con la

mirada. Siempre que levantaba sus ojos grandes y carentes de significado desde las

manos en las que enterraba la cabeza hasta la figura rígida que estaba sentada en la silla

con los brazos cruzados y la frente enarcada, leía en los ojos del hombre: «¡muere!»

Cuando caía dormida, agotada, recuperaba estremecida la conciencia oyendo en

susurros: «¡muere!» Cuando caía en su viejo ruego de ser perdonada, la respuesta era

aún: «¡muere!» Después de haber pasado despierta y sufriendo la larga noche, cuando el

sol naciente llameaba en la habitación sombría, oía como saludo:

—¿Un día más y no te has muerto? ¡Muere! Encerrada en la desértica mansión,

apartada d toda la humanidad y entregada a esa lucha sin respiro alguno, llegó a esta

conclusión, que ella, o él, tenían que morir. Él lo sabía muy bien, y por ello con centró

su fuerza contra la debilidad de la mujer Una hora tras otra la sujetaba por un brazo

hasta que éste se ponía negro, y le ordenaba que muriera Y sucedió, una mañana

ventosa, antes del amanecer. Él calculó que debían ser las cuatro y media pero no podía

estar seguro porque se había olvidado de darle cuerda al reloj y se había parado. Ella se

había apartado de él durante la noche con gritos repentinos y fuertes, los primeros que

había expresa do así, y él tuvo que taparle la boca con las manos Desde ese momento

ella se había quedado quieta en la esquina entablada en la que se había dejado caer,, él la

había dejado y había vuelto a su silla, sentándose con los brazos cruzados y la frente

ceñuda.

Más pálida bajo la pálida luz, más incolora que, nunca en el amanecer plomizo, la

vio acercarse arrastrándose por el suelo hacia él: una ruina pálida deformada por los

cabellos, el vestido y los ojos salvajes, impulsándose hacia delante con una maní

doblada e irresuelta.

—¡Ay, perdóneme! Haré cualquier cosa. ¡Ay, señor, le ruego que me diga que

puedo vivir!

—¡Muere!

—¿Tan decidido está? ¿No hay esperanza para mí?

—¡Muere!

Ella tensó sus grandes ojos por la sorpresa y el miedo; la sorpresa y el miedo se

transformaron en reproche; y el reproche en una nada vacía. Estaba hecho. Al principio

él no se sintió muy seguro, salvo de que el sol de la mañana estaba colgando joyas en los

cabellos de la joven. Vio el diamante, la esmeralda y el rubí brillando en pequeños

puntos mientras la miraba, hasta que la levantó y la dejó sobre la cama.

Fue enterrada enseguida, y ahora todos se habían ido y él había tenido su

compensación.




Tenía pensado viajar. Eso no significaba que quisiera malgastar su dinero, pues era

un hombre ahorrativo y amaba terriblemente el dinero (en realidad, más que cualquier

otra cosa), pero se había cansado de la casa desolada y deseaba volverle la espalda y

olvidarla. Sin embargo, la casa valía dinero, y el dinero no debía tirarse. Decidió

venderla antes de partir. Para que no pareciera tan en ruinas y obtener así un precio

mejor, contrató algunos trabajadores para que asearan el jardín, cubierto de malas

hierbas; para que cortaran el tronco muerto, podaran la hiedra que caía en enormes

masas sobre las ventanas y el frente de la casa, y para que limpiaran los caminos, en los

que la hierba llegaba hasta la mitad de la pierna.

Él mismo trabajó con ellos. Trabajó más tiempo que ellos, y una tarde, al oscurecer,

se quedó trabajando a solas con el hocejo en la mano. Era una tarde de otoño y la novia

llevaba ya cinco semanas muerta.

«Está oscureciendo demasiado para seguir trabajando —se dijo a sí mismo—.

Terminaré por hoy» Detestaba la casa y le horrorizaba entrar en ella Contempló el

porche oscuro, que le aguardaba como si fuera una tumba y comprendió que era una

casa maldita. Cerca del porche, y cerca de donde t estaba, había un árbol cuyas ramas

ondulaban frente al mirador del dormitorio de la novia, donde todo había sucedido. De

pronto el árbol se meció le sobresaltó. Volvió a moverse, aunque la noche era tranquila.

Al levantar la vista y mirar hacia él, vi una figura entre las ramas.

Era la figura de un hombre joven. Miraba hacia abajo, mientras él levantaba la

vista; las ramas crujieron y se movieron; la figura descendió rápida mente y se deslizó

hasta hallarse frente a él. Era u joven esbelto, aproximadamente de la edad de la novia,

de largos cabellos de color castaño claro.

—¿Qué tipo de ladrón eres tú? —le preguntó cogiendo al joven por el cuello.

El joven, al moverse para quedar libre, le lanzó un golpe con el brazo que le dio en

la cara y la garganta. Se enzarzaron, pero el joven se liberó de él retrocedió gritando con

gran ansiedad y horror:

—¡No me toques! ¡Antes preferiría que me toca el diablo!

Se quedó quieto, con el hocejo en la mano, mirando al joven. Pues la mirada del

joven era como complemento de la última mirada de la novia, y n había esperado volver

a verla de nuevo.

—No soy un ladrón. Pero aunque lo fuera, no cogería una sola moneda de tu tesoro,

aunque con ella pudiera comprarme las Indias. ¡Asesino!

—¿Cómo?

—Hace ya casi cuatro años que me subí ahí por primera vez—dijo el joven

señalando hacia el árbol—. Me subí ahí para verla. La vi. Hablé con ella. Y me he

subido al árbol muchas veces para verla y escucharla. Yo era un muchacho, escondido

entre las ramas, cuando desde ese mirador me dio esto.




Le enseñó una trenza de cabello blondo atada con una cinta de luto.

—Su vida fue una vida de lamentaciones —siguió diciendo el joven—. Me dio esto

como prenda y señal de que estaba muerta para todos salvo para ti. De haber tenido más

edad, o de haberla visto antes, la habría salvado de ti. ¡Pero ya estaba atrapada en la tela

de araña la primera vez que me subí al árbol, y no podía hacer ya nada para liberarla!

Al decir estas palabras tuvo un ataque de sollozos y llantos: débilmente al

principio, y luego más apasionados.

—¡Asesino! Estaba subido al árbol la noche en que la trajiste de nuevo aquí. Aquí,

en el árbol, la oí hablar de la muerte que vigilaba en la puerta. Por tres veces estuve en el

árbol mientras te encerrabas con ella, matándola lentamente. Desde el árbol la vi yacer

muerta sobre la cama. Desde el árbol te he vigilado buscando pruebas y rastros de tu

culpa. Cómo lo hiciste sigue siendo un misterio para mí, pero te perseguiré hasta que

entregues tu vida al verdugo. Hasta ese momento no te librarás de mí. ¡La amaba! No

puedo conocer la piedad hacia ti. Ase no, ¡la amaba!

El joven, que había perdido el sombrero alba del árbol, tenía la cabeza pelada. Se

dirigió hacia puerta. Para llegar hasta ella tenía que pasar junto asesino. Cabían, entre

uno y otro, dos carruajes los antiguos, y el horror del joven, que se expresa abiertamente

en todos los rasgos de su rostro y toe los miembros de su cuerpo, siéndole muy difícil

soportar, le hacía mantenerse a distancia. Él (me refiero al otro) no había movido ni

mano ni pie des que se quedó quieto para mirar al muchacho. Ahí giró para seguirle con

la mirada. Cuando vio la m de color castaño claro ante él, vio también una curva rojiza

que iba desde su mano hasta la cabeza del muchacho. Y vio también desde el principio

dónde había caído, y digo había caído y no caería, pues percibió claramente que todo

había sucedido antes de c él lo hiciera. Le abrió la cabeza y se quedó allí, y el muchacho

cayó boca arriba.

Por la noche enterró el cuerpo, al pie del árbol En cuanto salió la luz de la mañana,

se dedicó a mover todo el terreno que había alrededor del árbol a cortar y podar los

matorrales y las hierbas que lo rodeaban. Cuando llegaron los trabajadores, no ha allí

nada sospechoso; y por ello nada sospechara

Pero en un momento había desbaratado to, sus precauciones destruyendo el triunfo

del p que durante tanto tiempo había preparado y c con tanto éxito había llevado a cabo.

Se había desembarazado de la novia, adquiriendo su fortuna sin poner en peligro su

vida; pero ahora, por una muerte con la que nada había ganado, se vería obligado a vivir

para siempre con una cuerda alrededor del cuello.

Desde ese momento vivió encadenado a la casa de la tristeza y el horror, que no

podía soportar. Temeroso de venderla o abandonarla, para evitar que pudieran descubrir

el cadáver, se vio obligado a vivir en ella. Contrató como criados a dos viejos, un

hombre y una mujer; y habitó en la casa, temiéndola. Durante mucho tiempo su mayor

dificultad fue el jardín. ¿Debía mantenerlo cuidado, tendría que permitir que volviera a




su antiguo estado de abandono, cuál sería la manera en la que probablemente llamaría

menos la atención?

Tomó una decisión intermedia consistente en trabajarlo él mismo, en las horas

libres de la tarde, pidiendo luego al viejo que le ayudara; pero nunca le dejaba a éste que

trabajara solo. Y él mismo hizo un emparrado junto al árbol, para poder sentarse allí y

ver que estaba a salvo.

Conforme cambiaban las estaciones, y con ellas el árbol, su mente percibía peligros

siempre cambiantes. Cuando tenía hojas, pensaba que las ramas superiores estaban

adoptando al crecer la forma de un hombre joven... que tomaban exactamente la forma

de aquel joven, sentado en una horquilla que se movía con el viento. Cuando caían las

hojas, pensaba que al caer del árbol formaban letras sugerentes, o que tendían a

amontonarse, sobre la tumba, formando un montículo típico de cementerio. Durante el

invierno, cuando el árbol estaba desnudo, creía que las ramas movían hacia él el

fantasma del golpe que había dado al joven, y le amenazaban abiertamente En la

primavera, cuando la savia ascendía por tronco, se preguntaba si con ella no subían

partículas secas de sangre. De esa manera cada año resultaba más evidente que el

anterior la figura del joven formada por hojas y agitándose al viento.

Sin embargo, siguió manejando más y más su dinero. Se dedicaba a negocios

secretos, al negocio d, oro en polvo, y a casi todos los negocios clandestinos que

producían grandes beneficios. En diez año había multiplicado tantas veces su dinero que

los comerciantes y transportistas que tenían tratos ce él no mentían en absoluto cuando

decían que había incrementado su fortuna doce veces.

Hace cien años que poseía esa riqueza, cuando gente podía perderse fácilmente.

Había oído que era el joven, por tener noticia de la búsqueda que había organizado pero

la búsqueda fue abandona y el joven olvidado.

La ronda anual de cambios en el árbol se había repetido diez veces desde que

enterrara el cadáver pie del árbol cuando se produjo en la zona una gran tormenta.

Comenzó a medianoche y azotó la zona hasta la mañana. Lo primero que oyó decir

aquel mañana al viejo criado fue que un rayo había golpeado el árbol.

Había derribado el tronco de una manerasorprendente, partiéndolo en dos mitades

marchitas una de ellas descansaba sobre la casa, y la otra sol una parte del viejo muro

rojizo del jardín, en el que había abierto un boquete con la caída. La fisura había abierto

el árbol hasta un poco por encima de la tierra, deteniéndose allí. Existía gran curiosidad

por ver el árbol, y al revivir sus antiguos miedos se sentó en su emparrado, como un

anciano, a observar a la gente que acudía a verlo.

Empezaron a llegar rápidamente, y en tan gran número que cerró la puerta del

jardín y se negó a dejar entrar a nadie. Pero unos científicos llegaron desde muy lejos

para examinar el árbol y en mala hora les dejó pasar... ¡que el diablo les confunda!




Los científicos querían cavar hasta la raíces para examinarlas atentamente, lo

mismo que la tierra que había encima. ¡Jamás, mientras él viviera! Le ofrecieron dinero

por ello. ¡Ellos! Hombres de ciencia a los que podría haber comprado por entero con un

trazo de su pluma. Les enseñó de nuevo la puerta del jardín, la cerró y aseguró con una

barra.

Pero estaban dispuestos a hacer lo que deseaban, por lo que sobornaron al viejo

criado, un miserable desagradecido que se quejaba siempre al recibir su salario de que le

estaba pagando poco, y se introdujeron en el jardín por la noche con linternas, picos y

palas para cavar junto al árbol. Él estaba acostado en la habitación de la torreta, al otro

lado de la casa, pues no se había vuelto a ocupar el dormitorio de la novia, pero soñó

enseguida con picos y palas y se levantó.

Acudió junto a una ventana alta de aquel lado, desde donde pudo ver las linternas, a

los científicos, y la tierra suelta formando un montículo que él mismo en otro tiempo

había hecho y había vuelto a poner en el suelo, y finalmente, surgió a la vista. ¡L,

encontraron! Lo iluminaron un momento. Se inclinaron sobre él hasta que uno de ellos

dijo:

—El cráneo está fracturado.

—Mira aquí los huesos —añadió otro.

—Y aquí la ropa —replicó otro más.

Y entonces el primero de ellos volvió a cavar exclamó:

—¡Un hocejo oxidado!

Al día siguiente dio cuenta de que estaba sometido a una vigilancia estricta y de

que no podía i a parte alguna sin que le siguieran. Antes de que transcurriera una semana

fue encarcelado y confinado. Gradualmente las circunstancias se fueros uniendo en su

contra, con desesperada malicia y terrible ingenio. ¡Vea cómo es la justicia de los

hombres, y cómo llegó hasta él! Acabó siendo acusado d haber envenenado a la joven en

su dormitorio. ¡Precisamente él, que cuidadosa y expresamente había evitado poner en

peligro un cabello de su cabeza por causa de la novia, y que la había visto morir por s

propia incapacidad!

Hubo dudas con respecto a cuál de los dos ases¡ natos debería juzgársele primero;

pero eligieron f auténtico, le consideraron culpable y le condenare a muerte. ¡Infelices

sedientos de sangre! Le habría considerado culpable de cualquier cosa, tan decid dos

estaban a quitarle la vida.

Su dinero no pudo salvarle y fue ahorcado. Élso yo, y fui ahorcado en el castillo de

Lancaster de cara al muro hace ya cien años.

Ante esa afirmación terrible el señor Goodchild trató de levantarse y gritar. Pero las

dos líneas de fuego que salían de los ojos del anciano y llegaban a los suyos, le

mantuvieron quieto y no pudo emitir un sonido. Sin embargo, su sentido del oído era




agudo y pudo darse cuenta de que el reloj daba las dos. ¡Y en cuanto el reloj dio esa hora

vio ante él a dos ancianos!

Dos.

Los ojos de cada uno de ellos se conectaban con los suyos mediante dos películas

de fuego; cada una exactamente igual a la otra; cada una dirigida hacia él en el mismo

instante; cada una rechinando los mismos dientes en la misma cabeza, con la misma

nariz torcida por encima, y la misma expresión difusa a su alrededor. Dos ancianos. Que

no se diferenciaban en nada, igualmente discernibles, con la copia de la misma

intensidad que el original, y el segundo tan real como el primero.

—¿A qué hora llegó a la puerta de abajo? —preguntaron los dos ancianos.

A las seis.

—¡Y había seis ancianos en las escaleras!

Después de que el señor Goodchild se limpiara el sudor de la frente, o intentara

hacerlo, los dos ancianos dijeron con una sola voz y utilizando la primera persona del

singular:

—Había sido anatomizado, pero todavía no habían unido mi esqueleto para

colgarlo en un gancho de hierro cuando empezó a susurrarse que la habitación de la

novia estaba encantada. Estaba encantada, y yo estaba allí. Nosotros estábamos allí. Ella

y yo lo estábamos. Yo, en la silla junto al hogar; ella, de nuevo una ruina pálida,

arrastrándose por el suelo hacia mí. Pero no era yo el que hablaba ya, y la única palabra

que ella me decía desde la medianoche hasta el alba era: «¡vive!»

» Allí estaba, además, la juventud. En el árbol plantado junto a la ventana.

Entrando y saliendo con la luz de la luna, mientras el árbol se inclinaba y estiraba. Desde

siempre estuvo él allí, observándome en mi tormento; revelándoseme a ratos, bajo las

luces pálidas y las sombras pizarrosas por las que entra y sale, con la cabeza pelada y un

hocejo clavado sesgadamente en su cabello.

» En el dormitorio de la novia, todas las noches hasta el amanecer, exceptuando un

mes al año, por lo que ahora le diré, él se esconde en el árbol y ella viene hacia mí

arrastrándose por el suelo, acercándose siempre, sin llegar nunca, visible siempre como

por la luz de la luna, tanto si ésta brilla como si no, diciendo siempre desde medianoche

hasta el alba su única palabra: «¡vive!»

» Pero en el mes en que me obligaron a abandonar esta vida, este mes presente de

treinta días, el dormitorio de la novia está vacío y tranquilo. Pero no mi antiguo

calabozo. No las habitaciones en las que durante diez años habité inquieto y temeroso.

Entonces son éstas las que están encantadas. A la una de la mañana, soy lo que vio

cuando el reloj dio esa hora: un anciano. A las dos de la mañana, soy dos ancianos. Y

tres a las tres. A las doce del mediodía soy doce ancianos, uno por cada ciento por ciento

de mis beneficios. Y cada uno de los doce con doce veces mi capacidad de sufrimiento y




agonía. Desde esa hora hasta las doce de la noche, yo, doce hombres que presagian

angustia y miedo, aguardan la llegada del verdugo. ¡A las doce de la noche, yo, doce

hombres desconectados, que oscilan invisibles fuera del castillo de Lancaster, con doce

rostros frente al muro!

» Cuando el dormitorio de la novia fue encantado por primera vez, se me hizo saber

que este castigo no cesaría nunca hasta que pudiera dar a conocer su naturaleza y mi

historia a dos hombres vivos al mismo tiempo. Años y años aguardé la llegada de dos

hombres vivos al dormitorio de la novia. Por medios que ignoro entró en mi

conocimiento la idea de que si dos hombres vivos con los ojos abiertos podían estar en el

dormitorio de la novia a la una de la mañana, me verían sentado en mi silla.

» Finalmente, los murmullos según los cuales la habitación estaba espiritualmente

turbada atrajeron a dos hombres a intentar la aventura. Apenas había aparecido en el

hogar a medianoche (me presenté allí como si el rayo me hubiera lanzado a la

existencia), cuando les oí subir las escaleras. Después les vi entrar. Uno de ellos era un

hombre activo, audaz y alegre, en el punto culminante de su vida, de unos cuarenta y

cinco años de edad; el otro, unos doce años más joven. Llevaban una cesta con

provisiones y botellas. Les acompañaba una mujer joven con leña y carbón para

encender el fuego. Una vez prendido éste, e hombre activo, audaz y alegre la acompañó

por el pasillo exterior a la habitación hasta estar seguro de que había bajado a salvo las

escaleras, y regresó riendo.

» Cerró la puerta, examinó el dormitorio, sacó, los contenidos de la cesta

colocándolos en la mes situada delante del fuego, llenó las copas, comió bebió. Su

compañero, tan alegre y confiado como, él, hizo lo mismo: aunque él era el jefe. Una

vez ce nados, colocaron las pistolas sobre la mesa, se volvieron de cara al fuego y

empezaron a fumar pipa de tabaco extranjero.

» Habían viajado juntos, habían pasado junto mucho tiempo y tenían numerosos

temas de conversación comunes. En mitad de la charla y las risas: el más joven hizo

referencia a que el jefe estaba dispuesto siempre para cualquier aventura; fuera aquella o

cualquier otra. Le contestó con estas palabra;

» —No es así, Dick; aunque no tema a nada más me temo a mí mismo.

» Su compañero pareció algo confuso con es respuesta, y le preguntó que en qué

sentido y cómo, tenía miedo a sí mismo.

» —Es muy fácil, Dick —le replicó—. Hay aquí ui fantasma que debe ser refutado.

¡Pues bien! No puedo responder de lo que provocaría mi fantasía si m hallara solo aquí,

o de qué trucos podrían hacer mi sentidos para engañarme si estuviera a merced d ellos.

Pero en compañía de otro hombre, y especial mente de ti, Dick, consentiría en retar a

todos lo fantasmas de los que en el universo se ha hablado » —No tenía la vanidad de

suponer que fuera de tanta importancia esta noche —respondió el otro. » —De tanta que,

por la razón que te he dado, por nada del mundo me habría ofrecido a pasar aquí la




noche a solas —replicó entonces el jefe, con mayor gravedad de la que había hablado

hasta entonces. » Faltaban pocos minutos para la una. El hombre más joven había dejado

caer la cabeza con su último comentario, y ahora la volvió a dejar caer más.

» —¡Despierta, Dick! —exclamó el jefe alegremente—. Las horas pequeñas son las

peores.

» Lo intentó, pero la cabeza volvió a caerle sobre el pecho.

» —¡Dick! —le presionó el jefe—. ¡Manténte despierto!

» —No puedo —murmuró el otro confusamente—. No sé qué extraña influencia

me está afectando. No puedo.

» Su compañero le miró con repentino horror y yo, aunque de una manera

diferente, sentí también un horror nuevo; pues estaba a punto de ser la una y sentí que

estaba llegando el segundo vigilante, y que pesaría sobre mí la maldición de tener que

enviarle a dormir.

» —Levántate y camina, Dick —gritó el jefe—. ¡Inténtalo!

» De nada sirvió que se colocara tras la silla del durmiente y lo agitara. Sonó la una

y yo me presenté ante el hombre de más edad, y él permaneció fijo ante mí.

» Me vi obligado a relatarle la historia a él solo, sin esperanza de beneficio. Sólo

para él fui un terrible fantasma que hacía una confesión totalmente inútil Comprendí que

siempre sería igual. Que dos hombres vivos juntos no llegarían nunca a liberarme

Cuando aparezco, los sentidos de uno de los dos quedan trabados por el sueño; él nunca

me verá ni me escuchará; siempre me comunicaré con un oyente solitario y nunca

servirá de nada. ¡Ay dolor, dolor, dolor

Mientras los dos ancianos se frotaban las mano,, con esas palabras, surgió en la

mente del señor Goodchild la idea de que se hallaba en la situación terrible de estar

prácticamente a solas con el espectro, y que la inmovilidad del señor Idle se explicaba

porque el encantamiento le había hecho quedarse dormido a la una. En el terror

indescriptible que le produjo este descubrimiento repentino, se esforzó a máximo para

liberarse de los cuatro hilos de fuego, que acabaron por partirse dejando un camino

abierto. Como ya no estaba atado, cogió del sofá al señor Idle y bajó precipitadamente

las escaleras con él.

—¿Qué sucede, Francis? —preguntó el señor Idle—. Mi dormitorio no está aquí

abajo. ¿Por qué diantres me estás transportando? Ahora puedo andar con un bastón. No

quiero que me transporten. Déjame en el suelo.

El señor Goodchild lo dejó en el suelo del viejo salón y le miró con ojos

enloquecidos.




—¿Qué estás haciendo? ¿Lanzándote como un idiota sobre alguien de tu propio

sexo para rescatar le o perecer en el intento? —preguntó el señor Idle con un tono

bastante petulante.

—¡El anciano! —clamó el señor Goodchild aturdido—. ¡Y los dos ancianos!

—La única anciana a la que pienso que te refieres —empezó a responder

desdeñosamente el señor ldle, al tiempo que a tientas se abría camino por la escalera con

la ayuda de su ancha balaustrada.

—Te aseguro, Tom —empezó a decirle el señor Goodchild ayudándole a su lado—

, que desde que te quedaste dormido...

—¡Ésa sí que es buena! —exclamó Thomas ldle—. ¡Si ni he cerrado un ojo!

Con la peculiar sensibilidad sobre el tema de la infeliz acción de quedarse dormido

fuera de la cama, destino de toda la humanidad, el señor ldle persistió en esa

declaración. La misma sensibilidad peculiar impulsó al señor Goodchild, al ser acusado

del mismo crimen, a repudiarlo con honorable resentimiento. Así por el momento

resultaba complicada la cuestión del anciano y de los dos ancianos, y poco después se

volvería imposible. El señor ldle dijo que todo era un lío formado por fragmentos

reordenados de las cosas que había visto y pensando durante el día. El señor Goodchild

respondió que cómo iba a ser así si no se había dormido. El señor ldle añadió que él era

el que no se había dormido, y que nunca se dormiría, mientras que el señor Goodchild,

por regla general, estaba dormido siempre. En consecuencia, se separaron para el resto

de la noche en la puerta de sus respectivos dormitorios, un poco enfadados. Las últimas

palabras del señor Goodchild fueron que en esa real y tangible antigua sala de estar de la

real y tangible posada (y suponía que el señor ldle no negaría la existencia de ésta),

había tenido todas aquellas sensaciones y experiencias, que estaban ahora a una o dos

líneas de completarse, y qué él lo escribiría todo e imprimiría todas las palabras. El

señor ldle replicó que lo hiciera si ése era su deseo... y lo era, y ahora está ya escrito.

[De The Lazy Tour of Two Idle Apprentices]

La visita del señor Testador

El señor Testator alquiló una serie de habitaciones en Lyons Inn, pero tenía un

mobiliario muy es caso para su dormitorio y ninguno para su sala de estar. Había vivido

en estas condiciones varios meses invernales y las habitaciones le resultaban muy des

nudas y frías. Un día, pasada la medianoche, cuando estaba sentado escribiendo y le

quedaba todavía mucho por escribir antes de acostarse, se dio cuenta d, que no tenía

carbón. Lo había abajo, pero nunca había ido al sótano; sin embargo, la llave del sótano

es taba en la repisa de su chimenea y si bajaba y abría e sótano que le correspondía podía

suponer que el carbón que en él hubiera sería el suyo. En cuanto a su lavandera, vivía

entre las vagonetas de carbón y lo barqueros del Támesis, pues en aquella época había




barqueros en el Támesis, en un desconocido agujero junto al río, en los callejones y

senderos del otro lado del Strand. Por lo que se refiere a cualquier otra persona con la

que pudiera encontrarse o le pudiera poner objeciones, Lyons Inn estaba llena de

persona dormidas, borrachas, sensibleras, extravagantes, que, apostaban, que meditaban

sobre la manera de renovar o reducir una factura... todas ellas dormidas ( despiertas pero

preocupadas por sus propios asuntos

El señor Testator cogió con una mano el cubo del carbón, la vela y la llave con la

otra, y descendió a las tristes cavernas subterráneas del Lyons Inn, desde donde los

últimos vehículos de las calles resultaban estruendosos y todas las tuberías de la

vecindad parecían tener el amén de Macbeth pegado a la garganta y estar tratando de

escupirlo. Tras andar a tientas de aquí para allá entre las puertas bajas sin propósito

alguno, el señor Testator llegó por fin a una puerta de candado oxidado en la que

ajustaba su llave. Tras abrir la puerta con grandes problemas y mirar al interior,

descubrió que no había carbón, sino un confuso montón de muebles. Alarmado por

aquella intrusión en las propiedades de otra persona, cerró de nuevo la puerta, encontró

su sotanillo, llenó el cubo y volvió a subir las escaleras.

Pero los muebles que había visto pasaban corriendo incesantemente por la mente

del señor Testator, como si se movieran sobre cojinetes, cuando a las cinco de la

mañana, helado de frío, se dispuso a acostarse. Sobre todo deseaba una mesa para

escribir, y el mueble que estaba al fondo del montón era precisamente un escritorio.

Cuando por la mañana apareció su lavandera, salida de su madriguera, para hacerle el té,

artificiosamente llevó la conversación al tema de los sotanillos y los muebles; pero

resultó evidente que las dos ideas no se conectaron en la mente de la criada. Cuando ésta

le dejó solo sentado ante el desayuno y pensando en los muebles, se acordó que el

cerrojo estaba oxidado y dedujo de ello que los muebles debían estar almacenados en los

sótanos desde hacía mucho tiempo... que quizá su propietario los había olvidado, o

incluso había muerto. Tras pensar en ello varios días, durante los cuales no pudo obtener

en Lyons Inn noticia alguna sobre los muebles, se desesperó y decidió tomar prestada la

mesa. Lo hizo aquella misma noche. Y no tenía la mesa cuando decidió tomar prestado

también un sillón; y todavía no lo tenía cuando pensó coger una librería, y luego un

diván, y luego una alfombra grande y otra pequeña. Para entonces se había dado cuenta

de que «se había aprovechado tanto de los muebles» que no podrían empeorar las cosas

si los tomaba prestados todos. Y en consecuencia, lo hizo así y dejó cerrado el sotanillo.

Siempre lo había cerrado tras cada visita. Había subido cada uno de los muebles en la

oscuridad de la noche, y en el mejor de los casos se había sentido tan perverso como un

ladrón de cadáveres. Todos los muebles estaban sucios y costrosos cuando los llevó a

sus habitaciones, y tuvo que pulirlos, como si fuera un asesino culpable, mientras

Londres dormía.

El señor Testator vivió en sus habitaciones amuebladas dos o tres años, o más, y

gradualmente se fue acostumbrando a la idea de que los muebles eran suyos. Era ésa una

sensación que le resultaba conveniente hasta que de pronto, una noche a una hora tardía,




escuchó unos pasos en las escaleras, y una mano que rozaba la puerta buscando el

llamador, y luego una llamada profunda y solemne que actuó como un resorte en el

sillón del señor Testator, lanzándolo fuera de él, pues con gran prontitud atendió a la

llamada,

El señor Testator se acercó a la puerta con una vela en la mano y encontró allí a

un hombre muy pálido y alto; estaba un poco encorvado; sus hombros eran muy altos,

el pecho muy estrecho y la nariz muy roja; un tipo verdaderamente cursi. Se envolvía

en un raído y largo abrigo negro que por delante se cerraba con más agujas que

botones, y oprimía bajo el brazo un paraguas sin mango, como si estuviera tocando una

gaita.

—Le ruego que me perdone, pero ¿puede usted informarme...? —empezó a decir,

pero se detuvo; sus ojos se posaron en algún objeto de la habitación.

—¿Si puedo informarle de qué? —preguntó el señor Testator observando

alarmado aquella detención.

—Le ruego que me perdone —prosiguió el desconocido—. Pero... no era ésta la

pregunta que iba a hacerle... ¿no estoy viendo un pequeño mueble que me pertenece?

El señor Testator había empezado a decir, tartamudeando, que no sabía, cuando el

visitante se deslizó a su lado introduciéndose en la habitación. Una vez dentro, con

unas maneras de duende que dejaron congelado hasta el tuétano al señor Testator,

examinó primero el escritorio, y dijo: «mío», luego el sillón, del que dijo: «mío», luego

la librería, y dijo: «mía»; luego dio la vuelta a una esquina de la alfombra y dijo:

«¡mía!» En resumen, inspeccionó sucesivamente todos los muebles sacados del

sotanillo afirmando que eran suyos. Hacia el final de la investigación, el señor Testator

se dio cuenta de que estaba empapado de licor y que el licor era ginebra, pero l;

ginebra no le volvía inestable ni en su manera de hablar ni en su porte, sino que le

añadía en ambos aspectos cierta rigidez.

El señor Testator se encontraba en un estado terrible, pues (según redactó la

historia) por primer; vez se dio cuenta plenamente de las consecuencias posibles de lo

que había hecho intrépida y descuidadamente. Después de que estuvieran un rato en

pie mirándose el uno al otro, con voz temblorosa empezó a decir:

—Señor, me doy cuenta de que le debo la explicación, compensación y restitución

más completa Los muebles serán suyos. Permítame rogarle que sin malos modos y sin

siquiera una irritación natura por su parte, podríamos tener un poco... .

—... de algo para beber —le interrumpió el desconocido—. Estoy de acuerdo.

El señor Testator había pensado decir «un poca de conversación tranquila», pero

con gran alivie aceptó la enmienda. Sacó una garrafa de ginebra estaba procurando

conseguir agua caliente y azúcar cuando se dio cuenta de que el visitante se había

bebido ya la mitad del contenido. Con el agua caliente y azúcar, la visita se bebió el




resto antes de llevar una hora en la habitación según las campanas de la iglesia de

Santa María del Strand; y durante el proceso susurraba frecuentemente para sí mismo:

«¡mío!

Cuando se acabó la ginebra y el señor Testator s preguntó lo que iba a suceder, el

visitante se levantó y dijo con creciente rigidez:

—Señor, ¿a qué hora de la mañana resultará conveniente?

—¿A las diez? —se arriesgó a sugerir el señor Testator.

A las diez entonces, señor, en ese momento estaré aquí —afirmó y luego se quedó

un rato contemplando ociosamente al señor Testator, para añadir—: ¡qué Dios le

bendiga! ¿Y cómo está su esposa?

El señor Testator (que no se había casado nunca) respondió con gran sentimiento:

—Con gran ansiedad, la pobre, pero bien en otros aspectos.

Entonces el visitante se dio la vuelta y se marchó, cayéndose dos veces por las

escaleras. Desde ese momento no volvió a saber de él. No supo si se había tratado de un

fantasma, o de una ilusión espectral de la conciencia, o de un borracho que no tenía

ninguna relación con el cuarto, o del dueño verdadero de los muebles, borracho, con una

recuperación transitoria de la memoria; no supo si había llegado a salvo a casa, o no

tenía casa alguna a la que ir; no supo si por el camino lo mató el licor, o si vivió en el

licor para siempre; no volvió a saber nada de él. Ésta fue la historia, traspasada con los

muebles y considerada auténtica por el que los recibió en una serie de habitaciones de la

parte superior de la triste Lyons Inn.

[De The Uncommercial Traveller]

La casa hechizada.

Los mortales de la casa

La casa que es el tema de esta obra de Navidad no la conocí bajo ninguna de las

circunstancias fantasmales acreditadas ni rodeada por ninguno de los entornos

fantasmagóricos convencionales. La vi a la luz del día, con el sol encima. No había

viento, lluvia ni rayos, no había truenos ni circunstancia alguna, horrible o indeseable,

que potenciaran su efecto. Más todavía: había llegado hasta ella directamente desde una

estación de ferrocarril; no estaba a más de dos kilómetros de distancia de la estación, y

en cuanto estuve fuera de la casa, mirando hacia atrás el camino que había recorrido,

pude ver perfectamente los trenes que recorrían tranquilamente el terraplén del valle. No

diré que todo era absolutamente común porque dudo que exista tal cosa, salvo personas




absolutamente comunes, y ahí entra mi vanidad; pero asumo afirmar que cualquiera

podría haber visto la casa tal como yo la vi en una hermosa mañana otoñal.

La forma en que yo la vi fue la siguiente.

Viajaba hacia Londres desde el norte con la intención de detenerme en el camino

para ver la casa.

Mi salud requería una residencia temporal en el campo, y un amigo mío que lo

sabía y que había pasado junto a ella, me escribió sugiriéndomela como un lugar

probable. Había subido al tren a medianoche, me había quedado dormido y luego

desperté y permanecí sentado mirando por la ventanilla en el cielo las estrellas del

norte, y me había vuelto a dormir para despertar otra vez y ver que la noche había

pasado, con esa convicción desagradable, habitual en mí, de que no había dormido en

absoluto; a este respecto, y en los primeros momentos de estupor de esa condición, me

avergüenza creer que me habría dispuesto a pelearme con el hombre que se sentaba

frente a mí si hubiera dicho lo contrario. Ese hombre que se sentaba frente a mí había

tenido durante toda la noche, tal como tienen siempre los hombres de enfrente,

demasiadas piernas y todas ellas muy largas. Además de esta conducta irrazonable

(que sólo cabía esperar de él), llevaba un lápiz y un cuaderno y había estado todo el

tiempo escuchando y tomando notas. Me habría parecido que esas irritantes notas se

referían a los traqueteos y sacudidas del coche, y me habría resignado a que las tomara

bajo la suposición general de que era un ingeniero, si no hubiera estado mirando

fijamente por encima de mi cabeza siempre que escuchaba. Era un caballero de ojos

saltones y aspecto perplejo, y su proceder resultaba intolerable.

La mañana era fría y desoladora (el sol todavía no estaba alto), y cuando miré

hacia fuera y vi la pálida luz de los fuegos de aquella comarca del hierro,

así como la pesada cortina de humo que había estado suspendida entre las

estrellas y yo, y ahora lo estaba entre yo y el día, me dirigí hacia mi compañero de

viaje y le dije:

—Le ruego que me perdone, señor, ¿pero observa algo particular en mí? —pues

en realidad parecía que estuviera tomando notas de mi gorra de viaje o de mi pelo con

una minuciosidad que daba a entender que se estaba arrogando demasiadas libertades.

El caballero de ojos saltones dejó de fijar la mirada que tenía puesta detrás de mí,

como si la parte posterior del coche estuviera a cien millas de distancia, y con una

elevada actitud de compasión hacia mi insignificancia dijo:

—¿En usted, señor... B.?

—¿B, señor? —pregunté yo a mi vez, calentándome. —No tengo nada que ver

con usted, señor —replicó el caballero—. Le ruego que me escuche... O. Enunció esta

vocal tras una pausa, y la anotó.




Al principio me alarmé, pues un lunático en el expreso, sin ninguna comunicación

con el revisor, resulta una situación grave. Me alivió el pensar que el caballero podía

ser lo que popularmente se llama un médium; perteneciente a una secta de la que

algunos miembros me merecen un respeto máximo, aunque no crea en ellos. Iba a

hacerle esa pregunta cuando me quitó la palabra de la boca.

—Espero que me excuse —dijo el caballero con, tono despreciativo—, si me

encuentro muy avanzado con respecto a la humanidad común como par—,

preocuparme por todo esto. He pasado la noche como en realidad paso ahora todo mi

tiempo, en una relación espiritual.

—¡Ah! —exclamé yo con cierta acritud.

—Las conferencias de la noche empezaron con este mensaje —siguió diciendo el

caballero mientras pasaba varias hojas de su cuaderno—: «las malas comunicaciones

corrompen las buenas maneras».

—Es sensato —intervine yo—. ¿Pero te es absolutamente nuevo?

—Es nuevo viniendo de los espíritus —contestó el caballero.

Sólo fui capaz de repetir mi anterior y agria exclamación y preguntar si podía ser

favorecido con el conocimiento de la última comunicación.

—Un pájaro en mano vale más que dos en el busque —anunció el caballero

leyendo con gran solemnidad su última anotación.

—Soy, verdaderamente, de la misma opinión —comenté yo—. Pero ano debería

ser bosque?

—A mí me llegó busque —replicó el caballero. Luego el caballero me informó que

en el curso de la noche el espíritu de Sócrates le había hecho esa revelación especial.

—Amigo mío, espero que se encuentre bien. En este coche del tren somos dos.

¿Cómo está usted? Aquí hay diecisiete mil cuatrocientos setenta y nueve espíritus,

aunque usted no pueda verlos. Pitágoras está aquí. No puede mencionarlo, pero espera

que a usted le sea cómodo el viaje.

También se había dejado caer Galileo con la siguiente comunicación científica:

«estoy encantado de verle, amico. ¿Cómo stá? El agua se congelará cuan do esté lo

bastante fría. Addio!» En el curso de la noche se había producido también el fenómeno

siguiente. El obispo Butler había insistido en deletrea su nombre, «Bubler», quien había

sido despedid destempladamente por las ofensas contra la ortografía y las buenas

maneras. John Milton (sospechoso de un engaño intencionado) había repudiado la

autoría del Paraíso Perdido, y había introducido como coautores de ese poema a dos

desconocidos caballeros llamados respectivamente Grungers y Scadging tone. Y el

príncipe Arturo, sobrino del rey Juan d Inglaterra, había informado que se encontraba

tolerablemente cómodo en el séptimo círculo, donde e: taba aprendiendo a pintar sobre

terciopelo bajo la dirección de la señora Trimmer y de María, la Reina d los Escoceses.




Si a todo esto le unimos la mirada del caballero que me favoreció con aquellas

revelaciones confidenciales que se me excusará mi impaciencia por ver el sol naciente y

contemplar el orden magnífico del vasto universo. En una palabra, estaba tan impaciente

por ello que me alegré muchísimo de bajarme en la estación siguiente y cambiar aquellas

nubes y vapore por el aire libre del cielo.

Para entonces hacía ya una mañana hermosa Mientras caminaba pisando las hojas

que había caído de los árboles dorados, marrones y rojizos, mientras contemplaba a mi

alrededor las maravilla de la creación y pensaba en las leyes inmutable inalterables y

armoniosas que las sostenían, la relación espiritual del caballero me pareció de lo más

pobre que podía contemplar este mundo. Y en ese estado de infiel llegué frente a la casa

y me detuve para examinarla atentamente.

Era una casa solitaria levantada en un jardín tristemente olvidado: un cuadrado de

unos dos acres. Pertenecía a la época de Jorge II; tan rígida, tan fría, tan formal y tan en

mal estado como podría desear el más leal admirador del cuarteto completo de Jorges.

Estaba deshabitada, pero hacía uno o dos años que la habían reparado, sin gastar mucho

dinero, para hacerla habitable; y digo de una manera barata porque lo habían hecho

superficialmente, por lo que aunque los colores se mantuvieran frescos, la pintura y la

escayola se estaban cayendo ya. Un tablero colgado sobre el muro del jardín, y más

inclinado por un lado que por el otro, anunciaba que «se alquila en condiciones muy

razonables, bien amueblada». Resultaba muy sombría por la proximidad excesiva de los

árboles, y en particular había seis altos álamos delante de las ventanas principales, lo que

las volvía excesivamente melancólicas, pues era evidente que la posición había sido muy

mal elegida.

Era fácil ver que se trataba de una casa evitada; una casa a la que rehuía el pueblo,

hacia el que se desvió mi vista por causa del campanario de una iglesia situado a menos

de un kilómetro; una casa que nadie aceptaría. Y la deducción natural era que tenía fama

de ser una casa encantada.

Ningún período de las veinticuatro horas del día y la noche me resulta tan solemne

como la primera hora de la mañana. Durante el verano suelo levantarme muy temprano

y me dirijo a mi habitación para una jornada de trabajo antes del desayuno, y en esas

ocasiones siempre me impresiona profundamente la quietud y soledad que me rodea.

Además de eso, siempre hay algo terrible en el hecho de estar rodeado por rostros

familiares dormidos, al hacernos pensar que aquellos que nos son más queridos y que

más nos quieren se sienten profundamente inconscientes de nosotros, en un estado

impasible que anticipa esa condición misteriosa a la que todos tendemos: la vida

detenida, los hilos rotos del ayer, el asiento abandonado, el libro cerrado, la ocupación

que ha sido abandonada sin que estuviera terminada... todo imágenes de la muerte. La

tranquilidad de esa hora es la tranquilidad de la muerte. El calor y el frío producen esa

misma asociación. Incluso un cierto aire que adoptan los objetos domésticos familiares

cuando emergen de las sombras de la noche pasando a la mañana, un aire de ser más




nuevos, tal como habían sido hace tiempo, tiene su contrapartida en el paso del rostro

gastado de la madurez o la vejez, con la muerte, al antiguo aspecto juvenil Además, en

esa hora vi una vez la aparición de m padre. Estaba vivo y bien, y no dijo nada, pero le

vi, la luz del día, sentado, dándome la espalda, en un< silla que hay junto a mi cama.

Reposaba la cabeza en su mano y no pude averiguar si estaba dormitando c

apesadumbrado. Sorprendido de verle allí, me enderecé en la cama, cambié de posición,

salí de ella, le observé. Como él no se moviera, me alarmé y la puse una mano en el

hombro, o lo que yo pensaba que lo era... pero no había nada.

Por todas estas razones, y también por otras que no es tan fácil explicar

brevemente, la primera hora de la mañana me resulta la más fantasmagórica. En ese

momento cualquier casa me parece encantada en mayor o menor medida; y una casa

encantada difícilmente puede parecérmelo más en otro momento.

Caminé hasta el pueblo pensando en el abandono de aquella casa y me encontré

con el dueño de la pequeña posada echando arena en el umbral. Le encargué el desayuno

y saqué el tema de la casa.

—¿Está hechizada? —pregunté.

El posadero me— miró, sacudió la cabeza y respondió:

—Yo no digo nada. —¿Entonces lo está?

—¡Bueno!... Yo no dormiría en ella —me espetó el posadero en un arranque de

franqueza que tenía la apariencia de la desesperación.

—¿Y por qué no?

—Si me gustara que sonaran todas las campanas de la casa sin que nadie las tocara;

y que golpearan todas la puertas de la casa sin que nadie llamara en ellas; y escuchar

todo tipo de pasos sin que ningún pie la recorriera; pues bien, entonces sí dormiría en

esa casa —explicó el posadero.

—¿Han visto a alguien allí?

El posadero volvió a mirarme y luego, con su anterior aspecto de desesperación,

gritó «¡Ikey!» en dirección al patio del establo.

El grito provocó la aparición de un hombre joven de hombros altos, rostro rojizo y

redondeado cabellos cortos de color arenoso, una boca muy ancha y húmeda, nariz

vuelta hacia arriba y un enorme chaleco con mangas de rayas moradas y botones d

madreperla que parecía crecer sobre él y estar a punto, si no se lo podaba a tiempo, de

taparle la cabeza colgarle por encima de las botas.

—Este caballero quiere saber si se ha visto a alguien en los Álamos —dijo el

posadero.

—Mujer capuchada con bullo —explicó lkey con gran viveza.




—¿Quiere decir «armando bulla», gritando? —No, señor, un pájaro.

—Ah, una mujer encapuchada con un búho ¡Cielos! ¿La vio a ella alguna vez?

—Vi al bullo.

—¿Y nunca a la mujer?

—No tan bien como al bullo, pero siempre va juntos.

—¿Y alguien ha visto a la mujer tan claramente como al búho?

—¡Que Dios le bendiga, señor! Muchísimos. —¿Quiénes?

—¡Que Dios le bendiga, señor! Muchísimos. —¿Por ejemplo el tendero que está

abriendo tienda allí enfrente?

—¿Perkins? Que Dios le bendiga, Perkins no acercaría al lugar. ¡No señor! —

comentó el joven con considerable fuerza—. No es muy listo, Perkins no es, pero no es

tan tonto como eso.

(En ese punto el posadero murmuró su confianza en la buena cabeza de Perkins.)

—¿Quién es, o quién fue, la mujer encapuchada del búho? ¿Lo sabe usted?

—¡Vaya! —exclamó Ikey levantándose la gorra con una mano mientras con la otra

se rascaba la cabeza—. En general dicen que fue asesinada mientras el búho cantaba.

Ese conciso resumen de los hechos fue todo lo que pude conocer, además de que un

joven, tan animoso y bien parecido como nunca he visto otro, había sufrido un ataque y

se había venido abajo después de ver a la mujer encapuchada. Y también que un

personaje descrito imprecisamente como «un buen tipo, un vagabundo tuerto, que

responde al nombre de Joby, a menos que le desafiaras llamándole por su apodo,

Greenwood, a lo que él contestaría: «¿Y por qué no? Y, aún así, ocúpate de tus asuntos»,

se había encontrado con la mujer encapuchada cinco o seis veces. Pero esos testigos no

pudieron ayudarme mucho, por cuanto el primero estaba en California y el último, tal

como dijo Ikey (y confirmó el posadero), estaría en cualquier parte.

Ahora bien, aunque contemplo con un miedo callado y solemne los misterios, entre

los cuales y este estado de la existencia se interpone la barrera del gran juicio y el

cambio que cae sobre todas las cosas que viven, y aunque no tengo la audacia de

pretender que sé algo de esos misterios, no por ello puedo reconciliar las puertas que

golpean, las campanas que suenan, los tablones del suelo que crujen, e insignificancias

semejantes, con la majestuosa belleza la analogía penetrante de todas las reglas divinas

que se me ha permitido entender, de la misma forma que tampoco había podido, poco

antes, uncir la relación espiritual de mi compañero de viaje con el carro d sol naciente.

Además, había vivido ya en dos casas encantadas, ambas en el extranjero. En una de ella

un antiguo palacio italiano que tenía fama de haber sido abandonado dos veces por esa

causa, viví solo meses con la mayor tranquilidad y agrado: a pesar c que la casa tenía

una docena de misteriosos dormitorios que nunca fueron utilizados y poseía en una




habitación grande en la que me sentaba a leer muchísimas veces y a cualquier hora, y

junto a la cu dormía, una sala hechizada de primera categoría Amablemente le sugerí al

posadero esas consideraciones. Y puesto que aquella casa tenía mala reputación, razoné

con él, diciéndole que cuántas cosas tienen mala fama inmerecidamente, y lo fácil que

manchar un nombre, y que si no creía que si él y empezábamos a murmurar

persistentemente por pueblo que cualquier viejo calderero borracho de vecindad se había

vendido al diablo, con el tiempo sospecharía que había hecho ese trato. Toda esa

prudente conversación resultó absolutamente ineficaz para el posadero, y tengo que

confesar que fue el mayor fracaso que he tenido en mi vida.

Pero resumiendo esta parte de la historia, lo de casa encantada me interesó y estaba

ya decidido a medias a alquilarla. Por ello, después de desayunar recibí las llaves de

manos del cuñado de Perkins, (fabricante de arneses y látigos que regenta la oficina de

correos y está sometido a una rigurosísima esposa perteneciente a la secta de la

segunda escisión del pequeño Emmanuel), y fui a la casa asistido por mi posadero y

por Ikey.

El interior lo encontré trascendentalmente lúgubre, tal como esperaba. Las

sombras lentamente cambiantes que se movían sobre el, proyectadas por los altos

árboles, resultaban de lo más lúgubre; la casa estaba mal situada, mal construida, mal

planificada y mal terminada. Era húmeda, no estaba libre de podredumbre, había en

ella un olor a ratas y era triste víctima de esa decadencia indescriptible que se apodera

de toda obra hecha con manos humanas cuando ésta ya no recibe la atención del

hombre. Las cocinas y habitaciones auxiliares eran demasiado grandes y se

encontraban demasiado alejadas unas de otras. Por encima y por debajo de las

escaleras, pasillos estériles se cruzaban entre las zonas de fertilidad que representaban

las habitaciones; y había un viejo y mohoso pozo sobre el que crecía la hierba, oculto

como una trampa asesina cerca de la parte de abajo de las escaleras traseras, bajo la

doble fila de campanas. Una de las campanas llevaba la etiqueta, sobre fondo negro

con descoloridas letras blancas, de AMO B. Me dijeron que ésa era la campana que

más sonaba.

—¿Quién era el Amo B.? —pregunté—. ¿Se sabe lo que hacía mientras el búho

ululaba?

—Tocaba la campana —contestó Ikey.

Me sorprendió bastante la destreza y rapidez con la que aquel joven lanzó contra

la campana su gorra de piel, haciéndola sonar. Era una campañia fuerte y desagradable

que produjo un sonido de le más destemplado. Las otras campanas tenían escrito el

nombre de las habitaciones a las que conducían sus cables: como «habitación del

cuadro», «habitación doble», «habitación del reloj», etcétera, Siguiendo hasta su

origen la campana del Amo B., descubrí que el joven caballero sólo tuvo un acomodo

de tercera categoría en una habitación triangular bajo el desván, con una chimenea

esquinera que indicaba que el Amo B. tenía que ser muy bajito para poder ser capaz de




calentarse con ella, y una parte frontal piramidal hasta el techo digna de Pulgarcito. El

empapelado de un lado de la habitación se había venido abajo totalmente llevándose

con él trozos de escayola, llegando casi a bloquear la puerta. Daba la impresión de que

el Amo B., en su condición espiritual, intentaba siempre tirar abajo el papel. Ni el

posadero ni Ikey pudieron sugerir el motivo de que hiciera esa tontería.

No hice ningún otro descubrimiento salvo que la casa tenía un desván inmenso y

de distribución irregular. Estaba moderadamente bien amueblada: aunque con escasez.

Algunos de los muebles, una tercera parte, eran tan viejos como la casa; lo demás

pertenecía a diversos períodos del último medio siglo. Para negociar sobre la casa me

enviaron a un comerciante de trigo del mercado de la ciudad. Fui ese mismo día y la

alquilé por seis meses.

A mediados de octubre me mudé allí con mi hermana soltera (me puedo permitir

decir que tiene treinta y ocho años, pues es muy hermosa, sensata y emprendedora).

Llevamos con nosotros a un mozo de caballos sordo, mi sabueso Turk, dos sirvientas y a

una joven a la que le llamaban Chica Extraña. Tengo razones para citar a la última de la

lista, miembro de las Huérfanas de la Unión de San Lorenzo, pues resultó un error fatal

y un compromiso desastroso.

El año estaba muriendo pronto, las hojas caían rápidamente, y fue un día frío

cuando tomamos posesión de la casa, cuya tristeza resultaba de lo más deprimente. La

cocinera (una mujer amable, pero de débil capacidad intelectual) rompió a llorar al

contemplar la cocina y pidió que su reloj de plata se le entregara a su hermana

(Tuppintock's Gardens, Ligg's Walk, Clapham Rise) en el caso de que le sucediera algo

por la humedad. La doncella, Streaker, fingió alegría, pero era la mayor mártir de todas.

La Chica Extraña, que nunca había estado en el campo, fue la única que quedó

complacida y tomó las disposiciones necesarias para sembrar una bellota en el jardín,

detrás de un roble, cerca de la ventana del fregadero.

Antes de oscurecer habíamos pasado por todas las desgracias naturales (en

oposición a las sobrenaturales), lógicas de nuestro estado. Informes desesperanzadores

subían (como el humo) desde el sótano porque no había rodillos, tampoco salamandra

(lo que no me sorprendió porque no sé lo que es), no había nada en la casa, y lo que

había estaba roto, pues sus últimos habitantes debieron vivir como cerdos... ¿cuál sería

el significado de lo que había dicho el posadero? A pesar de todos estos males, la Chica

Extraña se mostró alegre y ejemplar. Pero cuatro horas después de oscurecer ya

habíamos entrado en una cavidad sobrenatural y la Chica Extraña había visto «ojos» y

estaba histérica.

Mi hermana y yo acordamos reservar el encantamiento estrictamente para nosotros,

y mi impresión era, y sigue siendo, que yo no tenía que dejar que lkey, cuando ayudaba

a descargar la carreta, se quedara a solas con ninguna de las mujeres ni siquiera un

minuto. Sin embargo, tal como dije, la Chica Extraña había «visto ojos» (no pudimos




sacarle ninguna otra explicación) antes de las nueve, y a las diez ya le habíamos aplicado

tanto vinagre como para adobar un buen salmón.

Dejo al inteligente lector que juzgue por sí mismo mis sentimientos cuando, tras

estas circunstancias indeseables, hacia las diez y media la campanilla del Amo B.

empezó a sonar de la manera más furiosa y Turk se puso a aullar hasta que la casa entera

resonó con sus lamentaciones.

Espero no volver a encontrarme nunca en un estado mental tan poco cristiano como

aquel en el que viví durante unas semanas en relación con la memoria del Amo B. No sé

si su campanilla sonaba por causa de las ratas, o los ratones, lo s murciélagos, el viento o

cualquier otra vibración accidental, a veces por una causa y a veces por otra, y otras

veces por la unión de varias de ellas; pero lo cierto es que sonaba dos noches de cada

tres, hasta que concebí la feliz idea de retorcerle el cuello al Amo B. —en otras palabras,

cortar su campanilla—, silenciando a ese caballero, por lo que sé y creo, para siempre.

Pero para entonces la Chica Extraña había desarrollado tal progreso en su

capacidad cataléptica que había llegado a convertirse en un ejemplo brillante de ese

desgraciado trastorno. En las ocasiones más irrelevantes se quedaba rígida como un Guy

Fawkes privado de razón. Me dirigía a los criados de una manera lúcida señalándoles

que había pintado la habitación del Amo B., y quitado el papel, que había quitado la

campanilla del Amo B. evitando que sonara, y que puesto que podían suponer que ese

confundido muchacho había vivido y muerto, revistiéndose de una conducta no mejor

que la que incuestionablemente le habría llevado a un estrecho conocimiento entre él y

las partículas más afiladas de una escoba de abedul, en su actual e imperfecto estado de

existencia, ¿no podían suponer también que un simple y pobre ser humano, como era yo,

fuera capaz de esos despreciables medios de contrarrestar y limitar los poderes de los

espíritus descarnados del muerto, o de cualquier otro espíritu? Diría que en esos

discursos me volvía enfático y convincente, por no decir bastante complaciente, hasta

que sin razón alguna la Chica Extraña se ponía de pronto rígida desde los dedos de los

pies hacia arriba, y miraba entre nosotros como una estatua petrificada de la parroquia.

También Streaker, la doncella, tenía un incomodísimo atributo de la naturaleza.

Soy incapaz de decir si era de un temperamento inusualmente linfático o qué otra cosa le

sucedía, pero esta joven se convertía en una simple destilería dedicada a la producción

de las más grandes y transparentes lágrimas que he visto nunca. Unido a estas

características se daba en esas muestras lacrimosas una peculiar tenacidad de agarre, por

lo que en lugar de caer quedaban colgando de su rostro y nariz. En esas condiciones, y

sacudiendo suave y deplorablemente la cabeza, su silencio me afectaba más de lo que lo

habría hecho el admirable Crichton en una disputa verbal por una bolsa de dinero.

También la cocinera me cubría siempre de confusión, como si me colocara un vestido,

terminando la sesión con la protesta de que el río Ouse la estaba desgastando y

repitiendo dócilmente sus últimos deseos con respecto al reloj de plata.




Por lo que respecta a nuestra vida nocturna, estaba entre nosotros el contagio de la

sospecha y el miedo, y no existe tal contagio bajo el cielo. ¿La mujer encapuchada? De

acuerdo con los relatos estábamos en un verdadero convento de mujeres encapuchadas.

¿Ruidos? Con ese contagio abajo, yo mismo me quedaba sentado en el triste salón

escuchando, hasta haber oído tantos y tan extraños ruidos que hubieran congelado mi

sangre de no ser porque yo mismo la calentaba saliendo a hacer descubrimientos. Pruebe

el lector a hacerlo en la cama en la quietud de la noche; pruébelo cómodamente frente a

su chimenea, en la vida de la noche. Puede encontrar que cualquier casa está llena de

ruidos hasta llegar a tener un ruido para cada nervio de su sistema nervioso.

Repito que el contagio de la sospecha y el miedo estaba entre nosotros, y que no

existe ese contagio bajo el cielo. Las mujeres (que tenían todas la nariz en un estado

crónico de excoriación de tanto oler sales) estaban siempre listas y preparadas para un

desmayo, y bien dispuestas a hacerlo a la mínima. Las dos mayores destacaban a la

Chica Extraña en todas las expediciones que se consideraban muy arriesgadas, y ella

establecía siempre la fama de que la aventura lo había merecido regresando en estado

cataléptico. Si después de oscurecer la cocinera o Streaker subían, sabíamos que

acabaríamos por escuchar un golpe en nuestro techo; y eso sucedía con tanta

frecuencia que era como si andara por la casa un luchador administrando un toque de

su arte, una llave que creo que se llama «el subastador», a toda criada con la que se

encontraba.

Era inútil hacer nada. Era inútil asustarse, por el momento y por uno mismo, por

causa de un búho auténtico, y luego enseñar el búho. Era inútil descubrir, tocando

accidentalmente una discordancia en el piano, que Turk siempre aullaba en

determinadas notas y combinaciones. Era en vano ser un Radamanto de las campanas,

y si una desafortunada campana sonaba sin cesar, echarla abajo inexorablemente y

silenciarla. Era en vano dejar que el fuego subiera por las chimeneas, lanzar antorchas

al pozo, entrar furiosamente a la carga en las habitaciones y habitáculos sospechosos.

Cambiamos de servidumbre y la cosa no mejoró. La nueva escapó, y llegó una tercera

sin que mejorara nada. Finalmente, el cuidado confortable de la casa llegó a estar tan

desorganizado y echado a perder que una noche, abatido, le dije a mi hermana:

—Patty, empiezo a desesperar de que consigamos criados que vengan aquí con

nosotros, y creo que deberíamos abandonar.

Mi hermana, que es una mujer de considerable espíritu, contestó:

—No, John, no abandones. No te des por vencido, John. Hay otro modo.

—¿Y cuál es? —pregunté yo.

John, si no vamos a dejar que nos echen de esta casa, y por ningún motivo lo

vamos a permitir, a ti y a mí nos debe resultar evidente que debemos cuidarnos de

nosotros y tomar la casa total y exclusivamente en nuestras manos.

—Pero las criadas —dije yo.




—No las tengamos —contestó audazmente m hermana.

Como la mayoría de las personas que ocupar una posición semejante a la mía en

la vida, jamó; había pensando en la posibilidad de pasar sin la fie obstrucción de los

criados. La idea me resultó tar nueva cuando me la sugirió que la miré

dubitativamente.

—Sabemos que llegan aquí predispuestas a asustarse y contagiarse el miedo unas

a otras, y sabemos que se asustan y se contagian el miedo unas a otra; —comentó mi

hermana.

—Con la excepción de Bottles —comenté yo el tono meditativo.

(Me refería al mozo de establo sordo). Lo había cogido a mi servicio, y seguía

manteniéndolo, como un fenómeno de mal humor del que no podía encontrarse otro

ejemplo en Inglaterra.)

—Evidentemente, John —asintió mi hermana—. Salvo Bottles. ¿Y qué prueba

eso? Bottles no habla con nadie, y no escucha a nadie a menos que se le grite

desenfrenadamente, ¿y qué alarma ha producido o recibido Bottles? Ninguna.

Eso era absolutamente cierto; el individuo en cuestión se retiraba todas las noches

a las diez en punto a su cama, colocada encima de la cochera, sin más compañía que un

aventador y un cubo de agua. Había yo fijado en mi mente, como un hecho digno de

recordar, que si a partir de ese momento me colocaba sin anunciar en el camino de

Bottles, el cubo de agua caería sobre mi cabeza y el aventador me cruzaría el cuerpo.

Bottles tampoco se había enterado lo más mínimo de los numerosos alborotos que

montábamos. Hombre imperturbable y sin habla, se había sentado a tomar su cena

mientras Streaker se desmayaba y la Chica Extraña se volvía de mármol, y lo único

que hacía era coger otra patata o aprovecharse de la desgracia general para servirse

más ración de pastel del carne.

—Y por ello —siguió diciendo mi hermana—, descarto a Bottles. Y

considerando, John, que la casa es demasiado grande, y quizá demasiado solitaria, para

que la podamos mantener bien entre Bottles, tú y yo; propongo que busquemos entre

nuestros amigos a un número selecto de entre los más voluntariosos y dignos de

confianza, que formemos una sociedad aquí durante tres meses, ayudándonos unos a

otros en las tareas de la casa, que vivamos alegre y socialmente y veamos lo que

sucede.

Me sentí tan encantado con mi hermana que la abracé allí mismo y me dispuse a

poner en marcha su plan con el mayor ardor.

Por aquel entonces nos encontrábamos en la tercera semana de noviembre, pero

emprendimos las medidas con tanto vigor, y fuimos tan bien secundados por los

amigos en los que confiábamos, que todavía faltaba una semana para expirar el mes

cuando nuestro grupo llegó conjunta y alegremente y pasó revista a la casa encantada.




Mencionaré ahora dos pequeños cambios que realicé mientras mi hermana y yo

estábamos todavía solos. Se me ocurrió que no sería improbable que Turk aullara en la

casa durante la noche, en parte porque quería salir de ella, por lo que lo dejé en la

perrera exterior, pero sin encadenarlo; y advertí seriamente al pueblo que cualquiera

que se pusiera delante del perro no debía esperar separarse de él sin un mordisco en la

garganta. Luego, de modo casual, pregunté a Ikey si sabía juzgar bien una escopeta.

—Claro, señor, conozco una buena escopeta nada más verla —respondió él, y yo

le supliqué el favor de que se acercara a la casa y examinara la mía.

—Es una de verdad, señor —dijo Ikey tras inspeccionar un rifle de doble cañón

que unos años antes había comprado en Nueva York—. No hay ningún error sobre ella,

señor.

—Ikey—le dije yo—. No lo mencione, pero he visto algo en esta casa.

—¿No, señor? —susurró abriendo codiciosamente los ojos—. ¿La mujer

capuchada, señor?

—No se asuste —repliqué yo—. Era una figura bastante parecida a usted.

—¡Dios mío, señor!

—¡Ikey! —exclamé yo estrechándole las manos calurosamente; podría decir que

afectuosamente—. Si hay algo de verdad en esas historias de fantasmas, el mayor favor

que puedo hacerle es disparar a esa figura. ¡Y le prometo por el cielo y la tierra que lo

haré con esta escopeta si vuelvo a verla!

El joven me dio las gracias y se despidió con cierta precipitación tras rechazar un

vaso de licor. Le di a conocer mi secreto porque jamás había olvidado el momento en el

que lanzó la gorra a la campana; porque en otra ocasión había observado algo muy

semejante a un gorro de piel que yacía no muy lejos de la campana una noche en la que

ésta había roto a sonar; y porque había observado que siempre que venía él por la tarde

para consolar a las criadas luego nos encontrábamos mucho más fantasmales. Pero no

debo ser injusto con Ikey. Tenía miedo de la casa y creía que estaba hechizada; aun así,

estaba seguro de que él exageraría sobre el aspecto del encantamiento en cuanto tuviera

una oportunidad. El caso de la Chica Extraña era exactamente similar. Recorría la casa

en un estado de auténtico terror, pero mentía monstruosa y voluntariamente e inventaba

muchas de las alarmas que ella misma extendía y producía muchos de los sonidos que

escuchábamos Lo sabía bien porque les había estado vigilando a os dos. No es

necesario que explique aquí ese absurdo estado mental; me contento con observar que

ese es del conocimiento general de todo hombre inteligente que tenga una buena

experiencia médica, egal o de cualquier otro tipo de vigilancia; que es un estado mental

tan bien establecido y tan común como cualquier otro con el que están familiarizados los

observadores; y que es uno de los primeros elementos, por encima de todos los demás,

del que sospecha racionalmente; y que se busca estrictamente, separándola, cualquier

cuestión de este tipo




Pero volvamos a nuestro grupo. Lo primero que hicimos cuando estuvimos todos

reunidos fue echar suertes los dormitorios. Hecho eso, y después de que todo dormitorio,

en realidad toda la casa, hubiera sido minuciosamente examinado por el grupo completo,

asignamos las diversas tareas domésticas como si nos encontráramos entre un grupo de

gitanos, o u grupo de regatas, o una partida de caza o hubiéramos naufragado. Después

les conté los rumores concernientes a la dama encapuchada, el búho y el Amo B junto

con otros que habían circulado todavía con mayor firmeza durante nuestra ocupación de

la casa, relativos a una ridícula y vieja fantasma que subía y bajaba llevando el fantasma

de una mesa redonda; también a un impalpable borrico a quien nadie fu capaz nunca de

capturar. Creo realmente que los sirvientes de abajo se habían comunicado unos a otros

estas ideas de una manera enfermiza, sin transmitirlas en forma de palabras. Después,

solemnemente, nos dijimos unos a otros que no estábamos allí para ser engañados ni

para engañar, lo que nos parecía en gran parte lo mismo, y que con un serio sentido de la

responsabilidad seríamos estrictamente sinceros unos con otros y seguiríamos

estrictamente la verdad. Quedó establecido que cualquiera que escuchara ruidos

inusuales durante la noche, y deseara rastrearlos, llamaría a mi puerta; y acordamos

finalmente que en la noche duodécima, la última noche de la sagrada Navidad, todas

nuestras experiencias individuales desde el momento de la llegada conjunta a la casa

encantada serían comunicadas para el bien de todos, y que hasta entonces

mantendríamos silencio sobre el tema a menos que alguna provocación notable exigiera

que lo rompiéramos.

En cuanto al número y el carácter éramos como ahora describo: en primer lugar

estábamos nosotros dos, mi hermana y yo. Al echar las habitaciones a suertes, a mi

hermana le correspondió su dormitorio, y a mí el del Amo B. Después estaba nuestro

primo hermano John Herschel, llamado así por el conocido astrónomo; y supongo de él

que es mejor con un telescopio que como hombre. Con él estaba su esposa: una persona

encantadora con la que se había casado la primavera anterior. Consideré que, dadas las

circunstancias, había sido bastante imprudente el traerla con él, porque no se sabe lo que

una falsa alarma puede provocar en esos momentos, pero imagino que él conocerá bien

sus propios asuntos y sólo debo decir que de haber sido mi esposa en ningún momento

habría dejado de vigilar su rostro cariñoso brillante. Les correspondió la habitación del

reloj. . Alfred Starling, un joven inusualmente agradable, de veintiocho años, por el que

sentía yo el mayor agrado, le correspondió la habitación doble; la que había sido mía, y

que se designaba con ese nombre por tener en su interior un vestidor y que incluía dos

amplias y molestas ventanas que no conseguí evitar que dejaran de moverse fuera cual

fuera el tiempo, con viento o sin él. Alfredo es un joven que pretende ser «n pido» (tal

como entiendo yo el término, otra palabra para decir «vago»), pero que es muy bueno y

sensible para ese absurdo, y se habría distinguido antes d ahora si por desgracia su padre

no le hubiera dejad una pequeña independencia de doscientas libras < año, teniendo en

cuenta que su única ocupación e la vida ha sido la de gastar seiscientas. Sin embargo,

tengo la esperanza de que su banquero pueda entra en quiebra o que participe en alguna




especulación que garantice un veinte por ciento, pues estoy convencido de que si

consiguiera arruinarse su fortuna estaría hecha. Belinda Bates, amiga íntima de mi

hermana, y una joven deliciosa, amable e intelectual pasó a ocupar la habitación del

cuadro. Tiene verdadero talento para la poesía, unido a una verdadera seriedad para los

negocios, y «encaja», por utilizar un expresión de Alfred, en la misión de la Mujer, los

de techos de la Mujer, los errores de la mujer y todo, aquello que lleve la palabra Mujer

con una M mayúscula, o todo aquello que no es y debería ser, o que es y no debería ser.

—¡Mi queridísima y digna de alabanzas, que el cielo te siga haciendo prosperar!

—le susurré la primera noche cuando me despedí de ella en la puerta de la habitación

del cuadro—. Pero no te excedas. Y con respecto a la gran necesidad que hay, querida

mía, de que haya más empleos al alcance de la mujer de los que nuestra civilización les

ha asignado todavía, no arremetas violentamente contra los desafortunados hombres,

incluso aquellos hombres que a primera vista se interponen en tu camino, como si

fueran los opresores naturales de tu sexo; pues créeme, Belinda, que a veces se gastan

el salario entre esposas e hijas, hermanas, madres, tías y abuelas; y no toda la obra es

Caperucita y el Lobo, sino que tiene también otras partes.

Sin embargo, esto es una digresión. Como ya he mencionado, Belinda ocupaba la

habitación del cuadro. Nos quedaban tres aposentos: la habitación de la esquina, la

habitación del armario y la habitación del jardín. Mi antiguo amigo Jack Governor,

«estiró el catre», tal como él lo expresó, en la habitación de la esquina. Siempre he

considerado a Jack como el marinero de mejor aspecto que ha navegado nunca. Ahora

tiene canas, pero sigue tan guapo como hace un cuarto de siglo... qué va, mucho más

guapo. Es un hombre de hombros anchos, rollizo, alegre y bien constituido, con una

sonrisa franca, ojos oscuros y brillantes y cejas espesas. Las recuerdo bajo sus cabellos

oscuros y todavía parecen mejor por su tono plateado. Ha estado en todas partes en las

que ondea la bandera de la Unión, y he conocido a colegas suyos, en el Mediterráneo y

al otro lado de Atlántico, que se han animado sólo al oír mencionar ese nombre, y han

gritado:

—¿Conoce a Jack, Governor? ¡Entonces conoce: un príncipe!

¡Y eso es lo que es! Y, además, es un oficial de La marina de manera tan

inequívoca que si el lector lo viera salir de una choza de nieve esquimal vestido con

pieles de foca, se sentiría vagamente persuadido de que iba vestido con el uniforme

naval completo

En un tiempo, Jack había puesto su mirada brillante en mi hermana; pero se casó

con otra dama y se la llevó a Sudamérica, donde murió ésta. De ese hace doce años, o

más. Trajo con él a nuestra casi hechizada un pequeño barril de vaca salada; pues está

convencido de que cualquier vaca salada que no haya preparado él es pura carroña, por

lo que invariablemente, cuando va a Londres, incluye un trozo en su maleta ligera. Se

había ofrecido también, traer con él a un tal «Nat Beaver», un antiguo camarada suyo,

capitán de un mercante. El señor Beaver con una figura y un rostro como de madera, y




aparentemente tan duro como un bloque, resultó ser un hombre inteligente con todo un

mundo de experiencias marinas y un gran conocimiento práctico. A veces mostraba un

curioso nerviosismo, por lo visto consecuencia de una antigua enfermedad, pero rara

vez duraba muchos minutos. Le correspondió la habitación del armario, que habitó al

lado del señor Undery, mi amigo y procurador legal, quien acudió, como aficionado,

«para examinar esto», tal como él dijo, y que es mejor jugador de «whist» que toda la

lista de abogados, del extremo del principio hasta el del final.

Nunca me sentí más feliz en mi vida, y creo que ése era el sentimiento general entre

nosotros. Jack Governor, un hombre siempre de recursos maravillosos, se convirtió en el

jefe de cocina, e hizo algunos de los mejores platos que he comido nunca, incluyendo

unos «curries» inaccesibles. Mi hermana se dedicó a las tartas y dulces. Starling y yo

éramos ayudantes de cocina por turnos, aunque en las ocasiones especiales el jefe de

cocina «presionaba» al señor Beaver. Hacíamos muchos ejercicios y deportes al aire

libre, pero nada se olvidaba dentro de la casa, y no había mal humor ni malos entendidos

entre nosotros, por lo que nuestras tardes eran tan placenteras que al menos teníamos

una buena razón para no desear irnos a la cama.

Al principio tuvimos algunas alarmas nocturnas. La primera noche me despertó

Jack llevando en la mano un maravilloso farol de barco, que asemejaba las agallas de

algún monstruo de las profundidades, para decirme que «iba a arribar al palo principal»

para derribar la veleta. Era una noche tormentosa y puse objeciones, pero Jack llamó mi

atención sobre el hecho de que producía un sonido semejante a un grito de

desesperación, y añadió que si no se hacía así alguien iba a «invocar a un fantasma». Así

que subimos a la parte de arriba de la casa, donde apenas sí podía sostenerme por culpa

del viento, acompañados por el señor Beaver; y allí Jack, con el farol y todo, seguido por

el señor Beaver, subieron arrastrándose hasta la parte superior de la cúpula, situad—, a

unos diez metros por encima de la chimeneas, sir nada sólido sobre lo que sostenerse,

derribando fríamente la veleta hasta que ambos se sintieron tan animados por el viento y

la altura que llegué a pensar que nunca bajarían de allí. Otra noche volvieron aparecer

junto a mi puerta para derribar un sombrerete de chimenea. Otra noche se dedicaron a

cortas una tubería que sollozaba y sorbía. Otra noche descubrieron algo más. En varias

ocasiones, ambos, de la manera más fría, salieron simultáneamente por su; respectivas

ventanas agarrándose de las colchas de la cama, para «examinar» algo misterioso que

había en el jardín.

El compromiso que habíamos aceptado todos, se cumplió fielmente y nadie reveló

nada. Lo único que sabíamos era que, si la habitación de alguno estaba, hechizada, nadie

parecía tener peor aspecto por ello

El fantasma de la habitación del Amo B.




Cuando me instalé en la buhardilla triangular que tan distinguida fama había

obtenido, mis pensamientos se centraron, lógicamente, en el Amo B. Mis especulaciones

con respecto a él eran muchas y resultaban inquietantes. Si su nombre de pila fuese

Benjamin, Bissextile (por haber nacido en año bisiesto), Bartholomew o Bill. Si la

inicial perteneciese a su apellido, y si éste fuese Baxter, Black, Brown, Barker, Buggins,

Baker o Bird. Si fuese un inclusero, y por eso se le había bautizado como B. Si fuese un

muchacho con corazón de león, y por eso B. era una abreviatura de Britano. Si pudiese

ser pariente de una ilustre dama que animó mi propia infancia, y procedía de la sangre

de la Brillante Madre Bunch.

Me atormenté mucho con estas inútiles meditaciones. También traté de unir la

misteriosa letra con la apariencia y las actividades del fallecido, preguntándome si

vestiría Bien, llevaría Botas (no debía ser Bizco), era un chico Brillante, le gustaban los

Barcos, sabía jugar bien a los Bolos, tenía alguna habilidad como Boxeador, incluso si

en su Boyante y Baja edad se Bañaba en una máquina de Bañar en Bognor, Bangor,

Bournemouth, Brighton o Broadstairs, Botando como una Bola de Billar.

Así que para empezar me sentí hechizado por la letra B.

No pasó mucho tiempo hasta que me di cuenta de que nunca, ni por azar, había

soñado con el Ar B. ni con nada que le perteneciera. Pero en cuan despertaba del sueño,

a cualquier hora de la noche mis pensamientos se centraban en él, y deambulaban

tratando de unir su letra inicial con algo que fuera adecuado.

Pasé así seis noches preocupado en la habitación del Amo B. cuando empecé a

darme cuenta de que las cosas estaban yendo por mal camino.

Su primera aparición se produjo a primera he de la mañana, cuando empezaba a

iluminar la luz del día. Estaba de pie, afeitándome frente al espejo cuando descubrí de

pronto con consternación asombro que no me estaba afeitando a mí mismo un hombre

de cincuenta años, sino a un muchacho ¡Evidentemente el Amo B.!

Me eché a temblar y miré por encima del hombro, pero no había nadie allí. Volví a

mirar el espejo y vi claramente los rasgos y la expresión de un muchacho que se estaba

afeitando no para quitarse barba, sino para conseguir que le saliera. Extremadamente

turbado en mi mente, di varias vueltas F la habitación y volví frente al espejo, resuelto a

asesinarme y terminar la operación en la que me había turbado. Al abrir los ojos, que

había cerrado hasta recuperar la firmeza, vi en el espejo, mirándome, rectamente, los

ojos de un joven de veinticuatro veinticinco años. Aterrado por ese nuevo fantasma cerré

los ojos e hice un esfuerzo voluntarioso por recuperarme. Al abrirlos de nuevo vi en el

espejo afeitándose, a mi padre, quien hacía ya tiempo que había muerto. Incluso llegué

a ver a mi abuelo, a quien no había llegado a conocer.

Aunque muy afectado, lógicamente, por esas visitas asombrosas, decidí guardar el

secreto hasta el momento fijado para la revelación general. Agitado por una multitud

de pensamientos curiosos me retiré a mi habitación esa noche dispuesto a enfrentarme




a alguna experiencia nueva de carácter espectral. ¡No fue innecesaria mi preparación,

pues al despertar de un inquieto sueño exactamente a las dos de la madrugada imagine

el lector lo que sentí al descubrir que estaba compartiendo la cama con el esqueleto del

Amo B.!

Me levanté como impulsado por un resorte y el esqueleto hizo lo mismo. Escuché

entonces una voz quejumbrosa que decía:

—¿Dónde estoy? ¿Qué ha sido de mí?

Al mirar fijamente en esa dirección, percibí el fantasma del Amo B.

El joven espectro iba vestido siguiendo una moda obsoleta: o más bien que

vestido podía decirse que iba embutido en un paño de mezclilla de calidad inferior que

unos botones brillantes volvían horrible. Observé que, en una doble hilera, esos

botones llegaban hasta los hombros del joven fantasma dando la impresión de que

descendían por su espalda. Unas chorreras le cubrían el cuello. La mano derecha (que

vi con toda claridad que estaba manchada de tinta) la tenía sobre el estómago;

relacionando ese gesto con algunos granos que tenía en

su semblante, y con su aspecto general de sentir náuseas, llegué a la conclusión de

que era el fantasma de un muchacho que había tenido que tomas excesivas medicinas.

—¿Dónde estoy? —preguntó el pequeño espectro con voz patética—. ¿Y por qué

tuve que nacer en la época del calomelanos, y por qué me tuvieron que dar tanto

calomelanos?

Le contesté con la sinceridad más formal que por mi alma que no podía decírselo.

—¿Dónde está mi hermanita y dónde mi angélica y pequeña esposa, y dónde el

chico con el que iba a la escuela?

Le rogué al fantasma que se consolara, pero por encima de todas las cosas me

tomé muy seriamente la pérdida del muchacho con el que iba a la escuela. Traté de

convencerle, partiendo de mi experiencia humana, de que probablemente de haber

sabido lo que había sido de ese chico nunca le habría parecido bien. Le hice entender

que yo mismo, en mi vida posterior, me había encontrado con varios chicos de los que

habían sido compañeros de escuela, y ninguno de ellos había respondido a mis

expectativas. Le expresé mi humilde creencia de que ese muchacho no habría

respondido. Le hablé de un compañero mío que tenía un carácter mítico y que resulté

un engaño y un chasco. Le conté que la última ves que lo había visto fue en una cena

detrás de una enorme corbata blanca, sin ninguna opinión concluyente sobre ningún

tema, y una capacidad de silencioso aburrimiento absolutamente titánica. Le relaté que

como habíamos estado juntos en «Old Doylance's», se había invitado él solo a desayunar

conmigo (una ofensa social de la mayor magnitud); que en un intento de reavivar las

débiles ascuas de mi creencia en los muchachos de Doylance's, se lo había permitido, y

que resultó ser un vagabundo terrible que perseguía a la raza de Adán con inexplicables




ideas concernientes a la moneda y con la propuesta de que el banco de Inglaterra, so

pena de ser abolido, debía librarse instantáneamente y poner en circulación de Dios sabe

cuántos miles de millones de billetes de dieciséis peniques.

El fantasma me escuchó en silencio y con la mirada fija.

—¡Barbero! —me apostrofó cuando terminé.

—¿Barbero? —dije yo repitiendo la pregunta, pues no pertenezco a esa profesión.

—Condenado a afeitar constantemente a clientes cambiantes —añadió el

fantasma—... ahora yo... luego un hombre joven... luego a sí mismo... luego su padre...

luego su abuelo; condenado también a acostarse con un esqueleto cada noche, y a

levantarse con él cada mañana...

(Me estremecí al escuchar ese terrible anuncio.)

—¡Barbero! ¡Sígame!

Antes incluso de que pronunciara las palabras había sentido que un hechizo me

obligaría a seguir al fantasma. Lo hice así inmediatamente, y ya no me encontré en la

habitación del Amo B.

Muchas personas saben las largas y fatigosas jornadas nocturnas a las que se

sometía a las brujas que solían confesar, y que sin duda contaban exactamente la verdad;

sobre todo porque se las ayudaba con preguntas capciosas y porque la tortura estaba

siempre preparada. Pues afirmo que durante el tiempo en el que ocupé la habitación del

Amo B. el fantasma, que la tenía hechizada me condujo en expediciones tan largas y

salvajes como la que acabo de mencionar Claro que no me presentó a ningún anciano

andrajoso con rabo y cuernos de cabra (algo situado entro Pan y un ropavejero),

celebrando con ellos recepciones convencionales tan estúpidas como las de la vid, real

pero menos decentes; pero encontré otras cosa, que me parecieron tener mayor

significado.

Esperando que el lector confíe en que digo la ver dad, y en que seré creído, afirmo

sin vacilación que seguí al fantasma, la primera vez sobre una escoba, después sobre un

caballito balancín. Estoy dispuesto a jurar que incluso olí la pintura del animal, especial

mente cuando al calentarse con mi roce empezó brotar. Después seguí al fantasma en un

simón; una verdadera institución cuyo olor desconoce la generación actual, pero que de

nuevo estoy dispuesto a jurar que es una combinación de establo, perro cae sarna y un

fuelle muy viejo. (Para que me confirmes o me refuten, apelo en esto a las generaciones

anteriores.) Seguí al fantasma en un asno sin cabeza, un asno tan interesado por el estado

de su estómago que tenía siempre allí su cabeza, investigándolo; sobre potros que habían

nacido expresamente para cocea por detrás; sobre tiovivos y balancines de las ferias, en

el primer coche de punto, otra institución olvidad en la que el pasaje solía meterse en la

cama y el conductor les remetía las mantas.




No le molestaré con un relato detallado de todos los viajes que hice persiguiendo al

fantasma del Amo B., mucho más largos y maravillosos que los de Simbad el Marino, y

me limitaré a una experiencia que le servirá al lector para juzgar las múltiples que se

produjeron.

Me vi maravillosamente alterado. Era yo mismo, y, sin embargo, no lo era. Era

consciente de algo que había en mi interior, que había sido igual a lo largo de toda mi

vida y que había reconocido siempre en todas sus fases y variedades como algo que

nunca cambiaba, y, sin embargo, no era yo el yo que se había acostado en el dormitorio

del Amo B. Tenía yo el más liso de los rostros y las piernas más cortas, y había traído a

otro ser como yo mismo, también con el más liso de los rostros y las piernas más cortas,

tras una puerta, y le estaba confiando una proposición de la naturaleza más sorprendente.

La proposición era que deberíamos tener un harén.

El otro ser asintió calurosamente. No tenía la menor noción de respetabilidad, lo

mismo que me pasaba a mí. Era una costumbre de oriente. Era lo habitual del Califa

Haroun Alraschid (¡permítanme por una vez escribir mal el nombre porque está lleno de

fragancias a dulces recuerdos!), su utilización era muy laudable y de lo más digno de

imitación.

—¡Oh, sí! Tengamos un harén —dijo el otro ser dando un salto.

El hecho de que comprendiéramos que debía mantenerlo en secreto ante la señorita

Griffin t debió a que tuviéramos la menor duda con respecto al meritorio carácter de la

institución oriental nos proponíamos importar. Fue porque sabía que la señorita Griffin

estaba tan desprovista de simpatías humanas que era incapaz de apreciar la grandeza del

gran Haroun. Y como la señorita Griffin a quedar envuelta irremediablemente en el

mismo decidimos confiárselo a la señorita Bule.

Éramos diez personas en el establecimiento señorita Griffin, junto a Hampstead

Ponds; las damas y dos caballeros. La señorita Bule, quien según pensaba yo había

alcanzado la edad madura a los ocho o los nueve, ocupó el papel principal sociedad. En

el curso de ese día le hablé del tema y le propuse que se convirtiera en la favorita.

La señorita Bule, tras luchar con la timidez tan natural y encantadora resultaba en

su adorable sexo, expresó que se sentía halagada por la idea deseó saber las medidas que

proponíamos todo con respecto a la señorita Pipson. La señorita Bule que en Servicios y

Lecciones de la Iglesia completos en dos volúmenes con caja y llave había jurado a esa

joven dama una amistad compartiéndolo todo sin secretos hasta la muerte, dijo que

como a mi Pipson no podía ocultarse a sí misma, ni a mí Pipson no era un ser común.

Ahora bien, como la señorita Pipson tenía cabellos claros y rizados y ojos azules (lo

que se ajustaba a mi idea de cualquier ser femenino y mortal que se llamara Hada),

contesté rápidamente que consideraba a la señorita Pipson como un hada circasiana.

—¿Y entonces, qué? —preguntó pensativamente la señorita Bule.




Contesté que debía ser engañada por un mercader, traída hasta mí cubierta con

velos y vendida como esclava.

(El otro ser había pasado ya a ocupar el segundo papel masculino dentro del Estado

y designado como Gran Visir. Más tarde se resistió a que se hubiera dispuesto así de los

acontecimientos, pero le tiré del pelo hasta que cedió.)

—¿Y no me sentiré celosa? —quiso saber la señorita Bule haciendo la pregunta con

la mirada baja.

—Zobaida, no —contesté yo—. Tú serás siempre la sultana favorita; el principal

lugar en mi corazón, y en mi trono, serán siempre para ti.

Una vez segura de eso, la señorita Bule consintió en proponer la idea a sus siete

hermosas compañeras. En el curso de ese mismo día se me ocurrió que sabíamos que

podríamos confiar en un alma sonriente y afable llamada Tabby, que era la esclava servil

de la casa y no representaba más valor que una de las camas, y cuyo rostro estaba

siempre más o menos manchado de color plomo, por lo que tras la cena deslicé en la

mano de la señorita Bule una pequeña nota a ese efecto considerando que esas manchas

plomizas hubieran sido en cierta manera depositadas por el dedo de la providencia,

designaba a Tabby como Mesrour, el famoso jefe de los negros del harén.

Hubo dificultades para la formación de la deseada institución, como las hay

siempre en todo lo que exige combinaciones. El otro ser demostró tener u carácter bajo,

y al haber sido derrotado en sus aspiraciones al trono simuló tener escrúpulos de

conciencia para postrarse delante del califa; no se dirigiría a él con el título de jefe de los

fieles; le hablar de manera ligera e incoherente designándole como simple «compañero»;

y él, el otro ser, dijo que «n jugaría»... ¡jugar!, y fue en otros aspectos rudo ofensivo. Sin

embargo, esa disposición maligna fue derrotada por la indignación general de un haré

unido, y yo fui bendecido por las sonrisas de ocho de las más hermosas hijas de los

hombres.

Las sonrisas sólo podían concederse cuando señorita Griffin miraba hacia otra

parte, y aun entonces sólo de una manera muy cautelosa, pues había una leyenda entre

los seguidores del profeta que ella vio en un pequeño ornamento redondo en medio del

dibujo de la parte posterior de su chal. Por todos los días, después de la cena, nos

reuníamos durante una hora y entonces la favorita y el resto del harén real competían

acerca de quién era la que debía divertir el ocio del Sereno Haroun en su reposo de las

preocupaciones del Estado; que genera mente eran, como la mayoría de los asuntos de

Estado, de carácter aritmético, y el jefe de los fieles sólo era un amedrentado miembro

más.

En esas ocasiones, el entregado Mesrour, jefe los negros del harén, acudía siempre

(la señorita Griffin solía llamar a ese oficial, al mismo tiempo con gran vehemencia),

pero no actuaba jamás de una manera digna de su fama histórica. En primer lugar, su

forma de pasar la escoba por el diván del califa, incluso cuando Haroun llevaba sobre




sus hombros la túnica roja de la cólera (la pelliza de la señorita Pipson), aunque pudiera

hacerse entender en ese momento nunca quedaba satisfactoriamente explicada. En

segundo lugar, su forma de irrumpir en sonrientes exclamaciones de «¡vigile a sus

bellezas!» no era ni oriental ni respetuosa. En tercer lugar, cuando se le ordenaba

especialmente que dijera «¡Bismillah!», siempre exclamaba «¡aleluya!» Este oficial, a

diferencia de los demás de su categoría, siempre estaba de demasiado buen humor,

mantenía la boca demasiado abierta, expresaba su aprobación hasta un punto

incongruente, e incluso una vez —con ocasión de la compra de la hermosa circasiana

por quinientas mil bolsas de oro, y fue barata—, abrazó a la esclava, a la favorita, al

califa y a todos los demás. (¡Permítaseme decir, entre paréntesis, que Dios bendiga a

Mesrour, y que pueda tener hijos e hijas en ese tierno pecho que hayan suavizado desde

entonces muchos días terribles!)

La señorita Griffin era un modelo de decoro, y me cuesta encontrar palabras para

imaginar los sentimientos que habría tenido la virtuosa mujer de haber sabido que,

cuando desfilaba por la calle Hampstead abajo de dos en dos caminaba con paso

majestuoso a la cabeza de la poligamia y el mahometanismo. Creo que la causa principal

de que conserváramos nuestro secreto era una alegría terrible y misteriosa que nos

inspiraba la contemplación de la señorita Griffin en ese estado inconsciente, y una

sensación formidable, predominante entre nosotros, de que había un poder temible en

nuestro conocimiento de lo que no sabía la señorita Griffin (cuando en cambio sabía

todas las cosas que podían aprenderse en los libros). El secreto se mantuvo

maravillosamente, aunque en una ocasión estuvo a punto de traicionarse. El peligro, y la

escapatoria, se produjo un domingo. Estábamos los diez situados en una zona bien

visible de la iglesia, con la señorita Griffin a la cabeza, tal como hacíamos todos los

domingos, percibiendo el lugar de una manera profana, cuando acertaron a leer la

descripción de Salomón en su gloria. En el momento en que se referían así al monarca,

la conciencia me susurró: «¡también tú, Haroun!» El ministro oficiante tenía un defecto

en la vista y eso hacía que pareciera que estuviera leyendo personalmente para mí. Un

sonrojo carmesí, unido a una sudoración debida al miedo, cubrió mis rasgos. El Gran

Visir se quedó más muerto que vivo y todo el harén enrojeció como si la puesta de sol de

Bagdad brillara directamente sobre sus rostros maravillosos. En ese momento portentoso

se levantó la temible Griffin y vigiló con tristeza a los hijos del Islam. Mi propia

impresión fue la de que la Iglesia y el Estada habían iniciado con la señorita Griffin una

conspiración para descubrirnos, y que todos seríamos puestos en sábanas blancas y

exhibidos en la nave central. Pero el sentido de la rectitud de la señorita Griffin era tan

occidental, si se me permite la expresión en oposición a las asociaciones orientales, que

pensó que aquello era un disparate y nos salvamos.

He solicitado una reunión del harén sólo para preguntar si el jefe de los fieles

debería ejercer el derecho de besar en ese santuario del palacio en el que se dividían sus

habitantes sin igual. Zobaida reivindicó como favorita su derecho a rascarse, la hermosa

circasiana a poner el rostro como refugio en una bolsa verde de bayeta, pensada




originalmente para libros. Por otro lado, una joven antílope de belleza trascendente que

procedía de las fructíferas llanuras de Camdentown (adonde había sido llevada por unos

comerciantes en la caravana que dos veces por año cruzaba el desierto intermedio tras

las vacaciones), sostenía opiniones más liberales, pero reivindicaba que se limitara el

beneficio de éstas a ese perro e hijo de perro, el Gran Visir, quien no tenía derecho si no

estaba en cuestión. Finalmente la dificultad fue obviada mediante el nombramiento de

una esclava muy joven como delegada. Ésta, en pie sobre un escabel, recibió

oficialmente en sus mejillas los saludos dirigidos por el gracioso Haroun a las otras

sultanas y fue recompensada privadamente por las arcas de las damas del harén.

Y entonces, en la altura máxima del placer de mi éxtasis, me vi gravemente

turbado. Empecé a pensar en mi madre, y en lo que ella opinaría del hecho de que en el

solsticio estival me hubiera llevado a casa a ocho de las más hermosas hijas de los

hombres, sin que a ninguna de ellas se la esperara. Pensé en el número de camas que

habíamos hechos en nuestra casa, todas con los ingresos de mi padre, y en el panadero, y

mi desaliento se redobló. El harén y el malicioso Visir, adivinando la causa de la

infelicidad de su señor, hicieron todo lo posible por aumentarla Profesaron una fidelidad

sin límites y afirmaron que vivirían y morirían con él. Reducido a la máxima desdicha

por esas protestas de unión, permanecía despierto durante horas meditando sobre mi

terrible destino. En mi desesperación creo que había aprovechado la menor oportunidad

de caer de rodillas ante la señorita Griffin, declarando mi semejanza con Salomón y

rogando fuera tratado de acuerdo con las leyes violentas de mi país si no se abría ante mí

algún medio impensable de escape.

Un día salimos a pasear de dos en dos —con ocasión de lo cual el Visir había dado

sus instrucciones habituales de observar al muchacho de la barrera di portazgo, teniendo

en cuenta que si miraba profanamente (tal como hacía siempre) a las bellezas del harén

habría que ahorcarlo durante el curso de la noche— cuando sucedió que nuestros

corazones se vieron velados por la melancolía. Un inexplicable acto de la antílope había

sumido al Estado en la de gracia. En la representación que se había hecho el di anterior

por su cumpleaños, en la que grandes tesoros habían sido enviados en una canasta para

su celebración (ambas afirmaciones carentes de base), embaucadora había invitado en

secreto pero vehementemente a treinta y cinco príncipes y princesas vecinos a un baile y

una cena: con la estipulación especial de que «no se les iría a buscar hasta las doce». Tal

extravío del capricho de la antílope fue la causa de la sorprendente llegada ante la puerta

de la señorita Griffin, con diversos equipajes y variadas escoltas, de un abultado grupo

vestido de gala que se quedó en el escalón superior con grandes expectativas y fue

despedido con lágrimas. Al principio de la doble llamada que acompaña a estas

ceremonias, el antílope se había retirado a un ático trasero encerrándose con cerrojo en

él; con cada nueva llegada la señorita Griffin se iba poniendo más y más frenética hasta

que finalmente se la vio desgarrarse la parte delantera. La capitulación última por parte

de la ofensora la llevó a la soledad en el cuarto de la ropa a pan y agua, y produjo una

conferencia ante todo el grupo, de vengativa extensión, en la que la señorita Griffin




utilizó las expresiones siguientes: en primer lugar, «creo que todos lo sabían»; en

segundo lugar, «cada uno de ustedes es tan perverso como los demás»; en tercer lugar,

«son un grupo de seres mezquinos».

Dadas las circunstancias, caminábamos apesadumbrados; y especialmente yo, sobre

el que pesaban gravemente las responsabilidades musulmanas, me encontraba en un

bajísimo estado mental; entonces un desconocido abordó a la señorita Griffin y tras

caminar a su lado un rato hablando con ella, me miró a mí. Suponiendo yo que sería un

esbirro de la ley, y que había llegado mi hora, eché a correr al instante con el propósito

general de huir a Egipto.

Todo el harén empezó a gritar cuando me vieron correr tan rápido como me lo

permitían mis piernas (tenía la impresión de que girando por la primera calle a la

izquierda, y dando la vuelta a taberna, encontrar el camino más corto hacia las

pirámides), la señorita Griffin gritó detrás de mí, el infiel Visir corrió detrás de mí, y el

muchacho de la barrera de portazgo me acorraló en una esquina, como si fuera una

oveja, y me cortó el paso. Nadie me riñó cuan do fui apresado y conducido de regreso; la

señorita Griffin sólo dijo, con una amabilidad sorprendente que aquello era muy curioso.

¿Por qué había escapa do cuando el caballero me miró?

De haber tenido yo aliento para responder, m atrevo a decir que no habría

respondido; pero como no me quedaba aliento, por supuesto que no lo, hice. La señorita

Griffin y el desconocido me tomaron entre ellos y me condujeron de regreso al palacio

con escaso ánimo; pero en absoluto sintiéndome culpable (con gran asombro por mi

parte, no podía sentirme así).

Cuando llegamos allí entramos sin más en un salón y la señorita Griffin a su

ayudante, Mesrour, jefe de los oscuros guardianes del harén. Cuando le susurró algo,

Mesrour comenzó a derramar lágrima;

—¡Preciosa mía, bendita seas! —exclamó el oficial tras lo cual se volvió hacia

mí—. ¡Su papá está bastante malo!

—¿Está muy enfermo? —pregunté yo mientras corazón me daba un vuelco.

—¡Que el Señor le atempere los vientos, cordero mío! —exclamó el buen Mesrour

arrodillándose par que yo pudiera tener un hombro consolador sobre el que descansar mi

cabeza—. ¡Su papá ha muerte

Ante esas palabras, Haroun Alraschid huyó; el harén se desvaneció; desde ese

momento no volví a ver a ninguna de las ocho hijas más hermosas de los hombres.

Fui conducido a casa, y allí en el hogar estaba la Deuda al mismo tiempo que la

Muerte, y se celebró allí una venta. Mi propia camita estaba tan ceñuda mente vigilada

por un Poder que me era desconocido, nebulosamente llamado «El Comercio», que una

carbonera de latón, un asador y una jaula de pájaros tuvieron que ponerse en el lote, y




luego se empezó una canción. Así lo oí mencionar y me pregunté qué canción, y pensé

qué canción tan triste debió cantarse.

Después fui enviado a una escuela grande, fría y desnuda de muchachos mayores;

en donde todo lo que había de comer y vestir era espeso y grueso, sin resultar suficiente;

en donde todos, grandes y pequeños, eran crueles; en donde los muchachos lo sabían

todo sobre la venta antes de que yo hubiera llegado allí, y me preguntaron lo que había

conseguido, y quién me había comprado, y me gritaban. «¡Se va, se va, se ha ido!» En

ese lugar jamás dije que yo había sido Haroun, o que había tenido un harén; pues sabía

que si mencionaba mis reveses me sentiría tan preocupado que acabaría por ahogarme

en la charca embarrada que había junto al campo de juego, y se parecía a la cerveza.

¡Ay de mí, ay de mí! Ningún otro fantasma ha acosado la habitación del muchacho,

amigos míos, desde que yo la ocupé, salvo el fantasma de mi propia infancia, el de mi

inocencia, el de mis alegres creencias. Muchas veces he perseguido al fantasma; nunca

con esta zancada de adulto que podría alcanzarle, nunca con estas manos de adulto que

podría tocarle, nunca más con este corazón mío de adulto para retenerlo en su pureza. Y

aquí me veis planificando, tan alegre y agradecidamente como puedo mi destino de

agitar en la copa un cambio constante de clientes, y de acostarme y levantarme con el

esqueleto que se me ha asignado como mi compañero mortal.

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