Greg Egan
Hay una cosa que nunca cambia: cuando algún yonqui mutante con un chute de S empieza a revolver la realidad, siempre me mandan a mí al torbellino para arreglar las cosas.
¿Por qué? Dicen que soy estable. Fiable. Digno de confianza. En cada informe posterior a una operación, los psicólogos de la Compañía (perfectos desconocidos, cada vez) miran con incredulidad los gráficos y me dicen que soy exactamente la misma persona que cuando entré.
El número de mundos paralelos es infinito más allá de toda medida - infinito como los números reales, no simplemente como los enteros -, lo que hace difícil cuantificar estas cosas sin elaboradas definiciones matemáticas, pero, aproximadamente, parece que soy invariable de una forma poco común: más parecido de un mundo a otro de lo que lo es la mayor parte de la gente. ¿Cuán parecido? ¿En cuántos mundos? Los suficientes para ser de utilidad. Los suficientes para ser eficaz.
Cómo supo esto la Compañía y cómo me encontraron, nunca me lo han dicho. Me reclutaron a los diecinueve años. Me sobornaron. Me entrenaron. Me lavaron el cerebro, supongo. A veces me pregunto si mi estabilidad tiene algo que ver conmigo; quizá la auténtica constante sea la forma en la que me han preparado. Quizá un número infinito de personas diferentes a las que se les aplique el mismo procedimiento darían el mismo resultado. Han dado el mismo.
Los detectores repartidos por todo el planeta han sentido los débiles comienzos de un torbellino, y han localizado el centro con un margen de error de varios kilómetros, pero ésa es la posición más precisa que puedo obtener por estos medios. Cada versión de la Compañía comparte libremente su tecnología con las otras, para asegurar una respuesta uniformemente óptima, pero incluso en el mejor de los mundos posibles los detectores son demasiado grandes y delicados como para acercarlos y que den una lectura más precisa.
Un helicóptero me deja en tierra baldía, al sur del ghetto de Leightown. Nunca he estado aquí antes, pero los escaparates cubiertos con cartones y los apartamentos grises son muy familiares. Todas las grandes ciudades del mundo (en todos los mundos que conozco) tienen un sitio como éste, creado por una política a la que se suele denominar aplicación discriminada. El uso o la posesión de S es estrictamente ilegal, y la pena en la mayor parte de los países es la ejecución sumaria (en lo posible), pero los gobiernos prefieren tener a los adictos concentrados en áreas designadas que arriesgarse a que se encuentren repartidos entre la generalidad de la ciudadanía. Así que si te pillan con S en un suburbio agradable y limpio, te abrirán un agujero en el cráneo, pero aquí no puede suceder eso. Aquí no hay policías.
Me dirijo al norte. Son las cuatro de la madrugada pasadas, pero hace un calor salvaje, y una vez que salgo de la zona intermedia, las calles están llenas. La gente entra y sale de los locales nocturnos, las licorerías, las tiendas de empeños, los burdeles. La electricidad de las farolas ha sido cortada de esta parte de la ciudad, pero alguien con sentido cívico ha reemplazado las bombillas normales por globos autocontenidos de tritio y fósforo que derraman una luz pálida y fría, como leche radiactiva. La creencia popular es que la mayor parte de los adictos al S no hacen nada más que soñar, pero eso es ridículo; no sólo necesitan comer, beber y ganar dinero como todos los demás, sino que pocos desperdiciarían la droga en los momentos en los que sus alter egos están dormidos.
Información dice que hay una especie de culto del torbellino en Leightown que puede intentar interferir en mi tarea. Me han advertido antes sobre este tipo de grupos, pero nunca ha sucedido nada; el cambio más leve de realidad es, normalmente, lo único que se necesita para que tal aberración se desvanezca. La Compañía y los ghettos son las respuestas estables al S; todo lo demás parece ser altamente condicional. Aun así, no debería confiarme. Incluso si estos cultos no pueden ejercer ningún impacto significativo sobre la misión en conjunto, sin duda han acabado con algunas versiones de mí mismo en el pasado, y no quiero que esta vez sea mi turno. Sé que un número infinito de versiones de mí sobrevivirían - algunas de las cuales sólo se diferenciarían de mí en que ellas habrían sobrevivido - así que quizá debería sentirme completamente despreocupado ante la idea de la muerte.
Pero no es así.
Guardarropa me ha vestido con cuidado escrupuloso: una camiseta holográfica reflectante recuerdo de la gira mundial de los Fat Single Mothers Must Die, el tipo correcto de vaqueros, el modelo correcto de zapatillas deportivas. Paradójicamente, los adictos al S suelen ser entusiastas seguidores de la moda «local», es decir, la opuesta a la de sus sueños; quizá se trate de una forma de intentar delimitar sus idas del sueño y de la vigilia. Por ahora, mi camuflaje es perfecto, pero no espero que esto dure; cuando el torbellino comience a acelerarse, llevándose a diferentes partes del ghetto a historias diferentes, los cambios de moda serán uno de los indicadores más fáciles de apreciar. Si mis ropas no empiezan a parecer fuera de lugar antes de que pase mucho tiempo, sabré que me dirijo en la dirección equivocada.
Un hombre alto y calvo con un pulgar humano disecado colgando de una oreja choca conmigo al salir de un bar. Al separarnos, se vuelve contra mí, lanzándome pullas y obscenidades. Reacciono con cuidado; puede tener amigos entre la multitud, y no puedo perder el tiempo con ese tipo de líos. No respondo para no aumentar la tensión, pero me preocupo de parecer confiado sin llegar a ser arrogante ni despectivo. Este numerito de equilibro da resultado. Aparentemente, insultarme impunemente durante treinta segundos satisface su orgullo, y se aleja sonriendo.
Mientras sigo mi camino, sin embargo, no puedo evitar preguntarme cuántas versiones de mí no salieron tan fácilmente de ésta. Aumento la velocidad para compensar el retraso.
Alguien me alcanza y se pone a caminar a mi lado.
- Eh, me ha gustado cómo te las has apañado con ése. Sutil Manipulador. Pragmático. Nota máxima. - Una mujer de veintitantos, de pelo corto azul metálico.
- Vete a la mierda. No estoy interesado.
- ¿En qué?
- En nada.
Niega con la cabeza.
- Eso no es verdad. Eres nuevo aquí, y estás buscando algo. O a alguien. Quizá pueda ayudarte.
- Ya te lo dije, vete a la mierda.
Se encoge de hombros y deja de seguirme, pero me grita desde atrás:
- Todos los cazadores necesitan un guía. Piénsalo.
Unas manzanas más adelante entro en una callejuela sin iluminación. Desierta, silenciosa; apesta a basura medio quemada, insecticida barato y meados. Y juraría que puedo sentirlo: en los oscuros y derruidos edificios en torno a mí, hay gente soñando con S.
El S es distinta a cualquier otra droga. Los sueños de S no son ni surrealistas ni euforizantes. Ni son como viajes en simulador: fantasías vacías, cuentos de hadas absurdos de prosperidad sin límite e indescriptible felicidad. Son los sueños de las vidas que, literalmente, podrían haber llevado los soñadores, tan sólidas y plausibles como sus vidas de la vigilia.
Con una excepción: si la vida soñada se vuelve desagradable, el soñador puede abandonarla a voluntad y elegir otra (sin necesidad de soñar que toma S... aunque se conoce que eso ha sucedido). Él o ella pueden componer una segunda vida en la que no hay errores que no puedan ser corregidos ni decisiones que sean absolutas. Una vida sin fallos, sin puntos muertos. Todas las posibilidades permanecen abiertas para siempre.
El S concede a los soñadores el poder de vivir por persona interpuesta en un mundo paralelo donde tengan un alter ego: alguien con quien compartan en grado suficiente la fisiología cerebral para mantener la resonancia parasitaria del enlace. Según las investigaciones, no es necesario para que esto suceda que exista una perfecta correspondencia genética... pero tampoco es suficiente; el desarrollo en la primera infancia también parece afectar a las estructuras neuronales implicadas.
Para la mayor parte de los adictos, la droga no hace más que esto. Para uno entre cien mil, sin embargo, los sueños son sólo el comienzo. En su tercer o cuarto año tomando S, comienzan a moverse físicamente de un mundo a otro, luchando por ocupar el lugar de los alter egos que han elegido.
El problema es que nunca sucede algo tan simple como una infinitud de cambios directos entre todas las versiones del adicto mutante que han alcanzado este poder y todas las versiones en las que desean convertirse. Estas transiciones son desfavorables en términos de energía; en la práctica, cada soñador debe moverse continua y gradualmente, pasando por todos los puntos intermedios. Pero esos «puntos» están ocupados por otras versiones de ellos mismos; es como el movimiento de una multitud... o de un fluido. Los soñadores tienen que fluir.
Al principio, los alter egos que han desarrollado esta habilidad están distribuidos de forma demasiado dispersa como para ejercer ningún efecto. Después parece que se produce una especie de parálisis por simetría; todos los flujos potenciales son igualmente posibles, incluyendo el opuesto exacto de cada uno. Sencillamente, se cancelan entre sí.
Las primeras veces que la simetría se rompe, habitualmente no sucede nada salvo un leve estremecimiento, un deslizamiento momentáneo, un temblor del mundo casi imperceptible. Los detectores registran estos sucesos, pero son demasiado poco sensibles como para localizarlos.
En algún momento, una especie de umbral crítico se cruza. Se desarrollan flujos complejos y continuos: corrientes vastas y enmarañadas con el tipo de topologías patológicas que sólo puede contener un espacio de dimensiones infinitas. Estos flujos son viscosos; los puntos cercanos se ven arrastrados con ellos. Eso es lo que crea el torbellino; cuando más cerca estás de un soñador mutante, más rápido te lleva de un mundo a otro.
Cada vez más versiones del soñador contribuyen al flujo, éste comienza a acelerar... y cuanto más rápido se vuelve, más lejos deja sentir su influencia.
A la Compañía, por supuesto, no le importa una mierda si la realidad comienza a revolverse en los ghettos. Mi trabajo es impedir que los efectos se extiendan más allá.
Sigo la callejuela hasta lo alto de una colina. Hay otra calle a unos cuatrocientos metros. Encuentro un lugar a cubierto entre los escombros de un edificio medio demolido, saco unos prismáticos y paso cinco minutos observando a los peatones. Cada diez o quince segundos, noto una pequeña mutación: una prenda de vestir que cambia; una persona que se desplaza súbitamente, o que se desvanece por completo, o que se materializa en el vacío. Los prismáticos son inteligentes; cuentan el número de sucesos que aparecen en su campo de visión y calculan las coordenadas del punto que están enfocando.
Me giro ciento ochenta grados y vuelvo a mirar a la multitud por la que he pasado hasta llegar aquí. El ritmo es significativamente menor, pero puede verse el mismo tipo de fenómeno. Las personas en la calle no notan nada, desde luego; por el momento, los gradientes del torbellino son tan estrechos que dos personas cualesquiera a distancia visual la una de la otra en una calle abarrotada se deslizarán más o menos de un universo a otro al mismo tiempo. Los cambios sólo pueden apreciarse a distancia.
De hecho, ya que estoy más cerca del centro del torbellino que la gente que se encuentra hacia el sur, la mayor parte de los cambios que veo en esa dirección se deben a mi propio ritmo de desplazamiento. Hace mucho tiempo que dejé atrás el mundo de mis empleadores más recientes... pero no me cabe duda de que mi puesto habrá sido cubierto, y continuará siéndolo.
Tendré que hacer una tercera observación para localizar el centro, alejándome de la línea norte-sur que une los dos primeros puntos. Al cabo del un rato, por supuesto, el centro se desplazará, pero no muy rápidamente; la corriente fluye entre los mundos donde los centros están cercanos, por lo que su posición es lo último en cambiar.
Bajo de la colina, dirigiéndome hacia el oeste.
De nuevo entre la multitud y las luces, esperando para cruzar la calle, alguien me da un golpecito en el codo. Me giro para encontrarme con la misma mujer de pelo azul que me abordó antes. Le dirijo una mirada de suave molestia, pero mantengo la boca cerrada; no sé si esta versión de ella se ha encontrado o no con una versión mía, y no quiero contradecir sus expectativas. En estos momentos, al menos algunos de los habitantes deben haberse dado cuenta de lo que está pasando: sólo escuchar una emisora de radio exterior, tartamudeando al azar de canción en canción, debería ser suficiente para delatarlo... pero no me conviene ser yo el que dé la noticia.
- Puedo ayudarte a encontrarla - dice ella.
- ¿Ayudarme a encontrar a quién?
- Sé exactamente dónde está. No es necesario perder el tiempo en medidas y cálc...
- Cállate. Ven conmigo.
Me sigue sin protestar a un callejón cercano. Quizá me están preparando una emboscada. ¿El culto del torbellino? Pero el callejón está desierto. Cuando estoy seguro de que nos encontramos solos, la empujo contra la pared y le pongo una pistola en la sien. No grita pidiendo ayuda ni se resiste; está inquieta, pero no creo que le sorprenda este tratamiento. La registro con un escáner manual de resonancia magnética; ni armas, ni trampas, ni transmisores.
- ¿Por qué no me cuentas de qué va todo esto? - digo. Juraría que nadie pudo haberme visto en la colina, pero quizá vio a otra versión mía. No es propio de mí meter la pata, pero a veces sucede.
Cierra los ojos durante un momento y dice, casi con calma:
- Quiero ahorrarte tiempo, eso es todo. Sé dónde está la mutante. Quiero ayudarte a encontrarla lo más rápidamente que pueda.
- ¿Por qué?
- ¿Por qué? Tengo un negocio aquí, y no quiero verlo perturbado. ¿Sabes lo difícil que es reconstruir los contactos, tras el paso del torbellino? ¿Qué crees, que me cubre el seguro?
No me creo nada de todo esto, pero no veo razón para no seguirle el juego; es probablemente la forma más sencilla de tratar con ella, excepto volarle la cabeza. Guardo la pistola y saco un mapa de mi bolsillo.
- Muéstramelo.
Señala un edificio a unos dos kilómetros al noroeste respecto a donde estamos.
- El quinto piso. Apartamento 522.
- ¿Cómo lo sabes?
- Tengo un amigo que vive en el edificio. Notó los efectos poco antes de medianoche y me llamó. - Ríe nerviosamente -. De hecho, no conozco tan bien a ese tío... pero creo que la versión que me telefoneó tiene un lío con otra versión mía.
- ¿Por qué no te limitaste a marcharte cuando te llegó la noticia? Y mantenerte así a una distancia segura.
Niega vehementemente con la cabeza.
- Irse es lo peor que se puede hacer; acabaría aún más desconectada. El mundo exterior me es indiferente. ¿Crees que me importa si el gobierno cambia, o si las estrellas del pop tienen otros nombres? Éste es mi hogar. Si Lightown se desliza, prefiero deslizarme con ella. O con parte de ella.
- Y, ¿cómo me encontraste?
Se encoge de hombros.
- Sabía que vendrías. Todo el mundo lo sabe. Por supuesto, no sabía qué aspecto tendrías... pero conozco este lugar bastante bien, y me mantuve alerta ante la presencia de desconocidos. Y parece que tuve suerte.
Suerte. Desde luego. Algunos de mis alter egos estarán teniendo versiones de esta conversación, pero otros no estarán manteniendo ninguna conversación en absoluto. Otro retraso fortuito más.
- Gracias por la información. - Doblo el mapa.
- A tu servicio - asiente.
Mientras me aleja, grita:
- ¡Siempre a tu servicio!
Acelero el paso durante un rato; otras versiones mías deben estar haciendo lo mismo, compensando el tiempo que hayan perdido. No puedo esperar mantener una sincronización perfecta, pero la dispersión es insidiosa; si no intentase por lo menos minimizarla, acabaría viajando hacia el centro por todas las rutas imaginables y llegando a lo largo de un período de varios días.
Y aunque habitualmente puedo compensar el tiempo perdido, nunca puedo cancelar completamente los efectos de los retrasos variables. Si paso diferentes cantidades de tiempo a diferentes distancias del centro, eso supone que no todas mis versiones se deslizan uniformemente. Hay modelos teóricos que muestran que bajo ciertas condiciones esto podría producir huecos; podría encontrarme apiñado en ciertas partes de la corriente y ausente de otras: un poco como separar en dos mitades todos los números entre el 0 y el 1, dejando un agujero desde 0,5 hasta 1, insertando una infinitud en otra que es cardinalmente idéntica, pero con la mitad de su tamaño geométrico. Ninguna de mis versiones sería destruida, y ni siquiera existiría dos veces en el mismo mundo, pero sin embargo se habría creado un hueco.
En cuanto a dirigirme directamente al edificio donde mi «soplona» dice que el mutante se encuentra soñando, no me tienta en absoluto. Sea o no verídica la información, dudo mucho de que haya recibido el soplo en más de una porción insignificante - técnicamente, un conjunto de medida cero - de los mundos atrapados en el torbellino. Cualquier acción tomada sólo en un conjunto de mundos tan disperso sería completamente ineficaz para el objetivo de interrumpir la corriente.
Si tengo razón, entonces por supuesto que no importa lo que haga; si todas las versiones que recibieron el soplo se limitaran a alejarse del torbellino, eso no tendría ningún impacto sobre la misión. Un conjunto de medida cero no se echaría en falta. Pero mis acciones, como individuo, son siempre irrelevantes en ese sentido; si yo, y sólo yo, desertara, la pérdida sería infinitesimal. La trampa es que nunca podría estar seguro de estar actuando solo.
Y la verdad es que algunas de mis versiones probablemente han desertado; por muy estable que sea mi personalidad, es difícil de creer que no haya combinaciones cuánticas válidas que impliquen tal acción. Sean cuales sean las opciones físicas posibles, mis alter egos han realizado - y continuarán realizando - todas ellas. Mi estabilidad yace en la distribución, y en la densidad relativa, de todas estas ramas, que forman una estructura estática y preordenada. El libre albedrío es una racionalización; no puedo evitar tomar todas las decisiones correctas. Y todas las equivocadas.
Pero yo «prefiero» (si concedemos algún significado a esta palabra) no pensar demasiado a menudo en este sentido. El único acercamiento saludable es pensar en mí mismo con un agente libre entre muchos, e «intentar» alcanzar la coherencia; hacer caso omiso de los atajos, atenerme al procedimiento, «hacer todo lo que pueda» para concentrar mi presencia.
En cuanto a preocuparme por los alter egos que desertan o fallan o mueren, hay una solución sencilla: los repudio. Es cosa mía definir mi identidad de cualquier forma que me parezca correcta. Puedo estar obligado a aceptar mi multiplicidad, pero los límites los establezco yo. «Yo» soy los que sobreviven y alcanzan la meta. El resto son otra persona.
Alcanzo un lugar alto apropiado y realizo una tercera cuenta. Lo que veo desde aquí comienza a parecer una grabación de media hora recortada hasta durar cinco minutos... excepto en que no es toda la escena la que cambia en conjunto; salvo algunas parejas altamente interrelacionadas, diferentes personas se desvanecen y aparecen independientemente, sufriendo sus propios saltos de montaje individuales. Todavía están todos cambiando de universo más o menos a la vez, pero lo que eso significa, en términos de dónde acaban estando físicamente en un instante dado, es tan complejo que lo mismo podría ser fortuito. Algunas personas no se desvanecen en absoluto; un hombre holgazanea consistentemente en la misma esquina... aunque su peinado cambia radicalmente al menos cinco veces.
Una vez que ha tomado las medidas, el ordenador de los prismáticos me muestra las coordenadas de la posición estimada del centro. Está a unos sesenta metros del edificio que me señaló la mujer del pelo azul; dentro del margen de error. Así que quizás estaba diciendo la verdad... pero eso no cambia nada. Aun así, no debo hacerle caso. Mientras comienzo a caminar hacia mi objetivo, se me ocurre que quizá caí en una emboscada, después de todo. Quizá me dieron la localización de la mutante en un intento deliberado de distraerme, de dividirme. Quizá la mujer arrojó una moneda para dividir al universo: cara supone soplo, cruz no... o quizá usó unos dados, y eligió de entre una lista más amplia de estrategias.
Es sólo una teoría... pero es una idea reconfortante: si eso es lo mejor que puede hacer el culto del torbellino para proteger al objeto de su devoción, entonces no tengo nada en absoluto que temer de ellos.
Evito las calles principales, pero incluso en las laterales está claro que se han dado cuenta ya. La gente corre en dirección contraria a la mía, unos histéricos, otros ceñudos; unos con las manos vacías, otros llevando posesiones; un hombre corre de una puerta a otra, arrojando ladrillos a las ventanas, despertando a los ocupantes y gritando las noticias. No todo el mundo se dirige en la misma dirección; la mayoría se limita a alejarse del ghetto, intentado escapar del torbellino, pero otros están sin duda buscando frenéticamente a sus amigos, a sus familias o a sus amantes, en la esperanza de alcanzarlos antes de que se conviertan en desconocidos. Les deseo suerte.
Excepto en el centro de la zona de desastre, algunos soñadores endurecidos permanecerán en su sitio. Deslizarse no les importa; pueden alcanzar sus vidas de ensueño desde cualquier sitio... o eso piensan. A algunos les espera una sorpresa desagradable; el torbellino puede pasar a través de mundos donde no existe el S... donde el adicto mutante tiene un alter ego que jamás ha oído hablar de la droga.
Al dar la vuelta para entrar en una avenida larga y recta, empiezo a notar a simple vista los saltos de montaje que mostraban los prismáticos hace sólo quince minutos. La gente parpadea, cambia, desaparece. Nadie permanece mucho tiempo a la vista; pocos viajan más de diez o veinte metros antes de desvanecerse. Muchos vacilan y tropiezan al correr, esquivando espacio vacío y objetos reales, con toda la confianza en la permanencia del mundo a su alrededor hecha trizas, y con razón. Algunos corren a ciegas con las cabezas gachas y los brazos adelantados. La mayoría de la gente es suficientemente lista como para viajar a pie, pero muchos coches hechos pedazos y abandonados aparecen y desaparecen sobre la carretera. Presencio el paso de un coche en movimiento, pero sólo fugazmente.
No me veo a mí mismo por ninguna parte; nunca lo he hecho. La dispersión al azar debería ponerme en el mismo mundo dos veces, en ciertos mundos... pero sólo en un conjunto de medida cero. Arroja dos dardos idealizados a una diana, y la probabilidad de que den en el mismo punto - el mismo punto de cero dimensiones - dos veces es cero. Repite el experimento en un número inconmensurablemente infinito de mundos, y sucederá... pero sólo en un conjunto de medida cero.
Los cambios son más frenéticos a lo lejos, y el borrón de actividad retrocede en alguna medida mientras me muevo - ya que se debe, en parte, a la mera separación - pero también me estoy acercando a gradientes más agudos, así que poco a poco voy acumulando caos. Mantengo un paso calculado, alerta tanto ante los repentinos obstáculos humanos como ante los cambios en el terreno.
Los peatones van desapareciendo. La propia calle aún permanece, pero los edificios a mi alrededor comienzan a transformarse en extraños monstruos con segmentos de diversos diseños que no casan,
y luego con estructuras muy diferentes yuxtapuestas. Es como caminar por una especie de máquina holográfica de diseño arquitectónico que se hubiese vuelto loca. Antes de que pase mucho tiempo, la mayor parte de estos compuestos comienzan a derrumbarse, desequilibrados por desacuerdos fatales sobre dónde deben apoyarse. La caída de los escombros hace que la acera se vuelva peligrosa, así que continúo mi camino entre los coches destrozados de la calle. Prácticamente ya no hay tráfico, pero orientarse entre todo este metal de desguace «quieto» es una tarea lenta. Los obstáculos aparecen y desaparecen; suele ser más rápido esperar a que se desvanezcan que retroceder y buscar otro camino. A veces me encuentro cercado por todos lados, pero nunca durante mucho tiempo.
Finalmente, la mayor parte de los edificios a mi alrededor parece haberse derrumbado en la mayor parte de los mundos, y encuentro un camino cerca del arcén que es relativamente utilizable. A mi alrededor es como si un terremoto hubiera destruido el ghetto. Mirando hacia atrás, en dirección contraria al torbellino, no hay nada salvo una niebla gris de edificios impersonales; allá fuera, las estructuras aún se mueven enteras - o tan rápido que permanecen en pie - pero yo estoy deslizándome mucho más rápido que ellos, por lo que la línea del horizonte se ha convertido para mí en una amorfa exposición múltiple de mil millones de posibilidades diferentes.
Una silueta, abierta en canal diagonalmente desde el cráneo hasta la ingle, se materializa delante de mí, se derrumba y desaparece. Mis tripas se encogen, pero continúo adelante. Sé que eso mismo le debe estar pasando a algunas versiones de mí... pero declaro, defino, que se trata de la muerte de desconocidos. El gradiente es tan alto ahora que las diferentes partes del cuerpo pueden ser arrastradas a mundos diferentes, donde las piezas complementarias de la anatomía no tienen ninguna buena razón estadística para aparecer alineadas correctamente. El ritmo al que sucede esta disociación mortal, sin embargo, es inexplicablemente más bajo de lo previsto por los cálculos; el cuerpo humano defiende de alguna forma su integridad, y se desliza entero más a menudo de lo que debiera. La base física de esta anomalía aún no ha sido encontrada... pero por otra parte, la base física con la que el cerebro humano crea la ilusión de una historia única, del sentido del tiempo y del sentido de la identidad partiendo de las ramas infinitamente bifurcadas del superespacio ha resultado ser igualmente difícil de localizar.
El cielo comienza a iluminarse con un espeluznante color gris azulado que ningún cielo encapotado individual poseyó jamás. Las propias calles se encuentran ahora en estado de flujo; cada dos o tres pasos encuentro una revelación: betún, mampostería quebrada, hormigón, arena, todos a niveles ligeramente diferentes... y brevemente, un trozo de hierba marchita. Un implante de guía inercial dentro de mi cráneo me orienta a través del caos. Las nubes de humo y polvo aparecen y desaparecen... y entonces...
Un grupo de apartamentos cuyos rasgos superficiales parpadean, pero que no muestran signos de ir a desintegrarse. El ritmo de cambio aquí es más alto que nunca, pero hay un efecto compensatorio: los mundos entre los que fluye la corriente deben ser cada vez más parecidos cuanto más cerca estás del soñador.
Los edificios son aproximadamente simétricos, y está perfectamente claro cuál está en el centro. Ninguno de mis yoes dejaría de llegar a la misma conclusión, así que no necesitaré atravesar absurdas contorsiones mentales para evitar actuar siguiendo el soplo.
La entrada principal del edificio oscila principalmente entre tres alternativas. Elijo la puerta más a la izquierda; una cuestión de procedimiento, una convención que la Compañía consiguió propagar entre todas sus encarnaciones incluso antes de reclutarme. (Sin duda, durante un tiempo circularon instrucciones contradictorias, pero al cabo un plan debió dominar sobre los otros, porque nunca me han dado indicaciones distintas.) A menudo deseo poder dejar (y/o seguir) una pista de algún tipo, pero cualquier marca que hiciera sería inútil, arrastrada corriente abajo más rápidamente que aquellos a los que se supone que debe guiar. No tengo más remedio que confiar en que el procedimiento minimizará mi dispersión.
Desde el vestíbulo puedo ver cuatro huecos de escalera... con todas las escaleras convertidas en pilas de escombros parpadeantes. Entro en el que se encuentra más a la izquierda y miro hacia arriba; la luz de la mañana entra a través de una variedad de ventanas posibles. El espacio entre las grandes planchas de hormigón que forman los pisos se mantiene constante; la diferencia de energía entre estructuras tan grandes en posiciones diferentes les presta más estabilidad que a todas las formas específicas posibles de escaleras. Sin embargo, se estarán formando grietas, y con el tiempo, no hay duda de que incluso este edificio sucumbiría a sus discrepancias, matando a la soñadora en un mundo detrás de otro y cortando la corriente. Pero, ¿quién sabe cuán lejos habrá llegado el torbellino para entonces?
Los artefactos explosivos que llevo conmigo son pequeños pero más que adecuados. Pongo uno en el hueco de la escalera, le dicto la secuencia de activación, y echo a correr. Miro al otro lado del vestíbulo mientras retrocedo, pero en la distancia, los detalles entre los escombros no son más que borrones. La bomba que puse ha sido arrastrada a otro mundo, pero es una cuestión de fe - y de experiencia - que hay una cola infinita de bombas que ocuparán su lugar.
Choco con un muro donde solía haber una puerta, doy un paso atrás, lo vuelvo a intentar, y esta vez la atravieso. Corriendo a través de la calle, un coche abandonado se materializa ante mí; lo rodeo, me echo al suelo tras él y me cubro la cabeza.
Dieciocho. Dicienueve. Veinte. Veintiuno. ¿Veintidós?
Ni un ruido. Alzo la mirada. El coche se ha desvanecido. El edificio sigue en pie... y sigue parpadeando.
Me incorporo, aturdido. Algunas bombas pueden haber - deben haber - fallado... pero debería haber estallado un número suficientemente grande de ellas como para interrumpir la corriente.
Bueno, ¿y qué ha pasado? Quizá la soñadora ha sobrevivido en una parte de la corriente pequeña pero contigua, y ésta se ha cerrado en un bucle... del que formo parte por pura mala suerte. ¿Sobrevivido?¿Cómo? Los mundos en los que la bomba explotó deberían haber estado dispersos al azar, uniformemente, de forma suficientemente densa como para ser eficaces... pero quizá un extraño fenómeno de agrupación ha creado un hueco.
O quizá he acabado deslizándome fuera de parte de la corriente. Las condiciones teóricas para que esto suceda siempre me han parecido demasiado extraordinarias como para que se cumplan en la vida real... pero, ¿qué sucedería si ha pasado? Un hueco en mi presencia, corriente abajo respecto a mí, habría dejado un conjunto de mundos sin ninguna bomba, que luego hubieran seguido fluyendo y me hubieran atrapado, una vez que me alejé del edificio y mi ritmo de cambio descendió.
«Vuelvo» al hueco de la escalera. No hay ninguna bomba sin estallar, ni ningún rastro de que alguna de mis versiones haya estado aquí. Pongo el artefacto de reserva y corro. Esta vez no busco ningún refugio en la calle, sino que simplemente me tiro al suelo.
De nuevo, nada.
Intento calmarme y visualizar las posibilidades. Si el hueco sin bombas no hubiera pasado completamente el hueco sin mí cuando las primeras bombas explotaron, entonces aún faltaría yo de una parte de la corriente superviviente... permitiendo que el mismo fenómeno se repitiese una y otra vez.
Miro al edificio intacto, incrédulo. Soy los que alcanzan la meta. Eso es todo lo que me define. Pero, ¿quién falló, exactamente? Si yo estaba ausente de una parte de la corriente, no había versiones de mí en esos mundos que pudieran fallar. ¿Quién es el culpable? ¿A quién repudio? ¿A aquellos que consiguieron poner la bomba, pero «deberían haberla puesto» en otros mundos? ¿Estoy yo entre ellos? No tengo forma de saberlo.
Bueno, ¿y ahora qué? ¿Cuán grande es el hueco? ¿Cuán cerca estoy de él? ¿Cuántas veces puede derrotarme?
Tengo que seguir matando a la soñadora, hasta conseguirlo.
Vuelvo al hueco de la escalera. Hay unos tres metros entre piso y piso. Para subir, uso un pequeño garfio atado a una cuerda corta; el garfio dispara una escarpia propulsada por explosivos contra el suelo de hormigón. Una vez que la cuerda se desenrolla, sus posibilidades de acabar en trozos separados en diferentes mundos se magnifican; es esencial moverse rápidamente.
Inspecciono sistemáticamente el primer piso, siguiendo el procedimiento al pie de la letra, como si nunca hubiera oído hablar de la habitación 522. Un borrón de tabiques alternativos, mobiliario espartano y fantasmal, montones temporales de tristes posesiones. Cuando he terminado, me paro hasta que el reloj alojado en mi cráneo alcanza el siguiente múltiplo de diez minutos. Es una estrategia imperfecta: algunos rezagados se retrasarán más de diez minutos... pero eso sería cierto por mucho que esperase.
El segundo piso también está vacío. Pero es un poco más estable; no hay duda de que me estoy acercando al corazón del torbellino. La arquitectura del tercer piso es casi sólida. El cuarto, si no fuera por las pertenencias abandonadas que parpadean en las esquinas de las habitaciones, podría pasar por normal.
El quinto...
Abro las puertas a patadas, una tras otra, moviéndome sin pausa a lo largo del pasillo. 502. 504. 506. Pensé que podría sentirme tentado de olvidar la disciplina cuando llegase a una distancia tan escasa, pero en cambio encuentro más fácil que nunca el seguir los movimientos previstos, sabiendo que no tendré más oportunidades para reagruparme. 516. 518. 520.
En el extremo más alejado de la puerta de la habitación 522 hay una joven tumbada en la cama. Su pelo es un halo diáfano de posibilidades, su ropa una neblina traslúcida, pero su cuerpo parece sólido
y permanente, el punto cuasifijo alrededor del cual ha girado todo el caos de esta noche.
Entro en la habitación, apunto a su cráneo y disparo. La bala cambia de mundos antes de poder alcanzarla, pero matará a otra versión, corriente abajo. Disparo una y otra vez, esperando a que la bala de uno de mis hermanos asesinos la alcance ante mis ojos... o a que la corriente se pare, a que las soñadoras con vida sean demasiado poco numerosas, y estén demasiado dispersas, para mantenerla.
Ninguna de estas cosas sucede.
- Has tardado.
Me giro. La mujer de pelo azul está ante la puerta. Vuelvo a cargar la pistola; no hace ningún movimiento para detenerme. Mis manos tiemblan. Me vuelvo hacia la soñadora y la mato otras dos docenas de veces. La versión ante mí permanece intacta, la corriente imperturbable.
Vuelvo a cargar y agito la pistola ante la mujer de pelo azul.
- ¿Qué coño me habéis hecho? ¿Estoy solo? ¿Habéis matado a todos los demás? - Pero eso es absurdo... y si fuera verdad, ¿cómo podría ella verme? Yo no sería más que un destello momentáneo e imperceptible para cada versión de ella, y nada más; ni siquiera sabría que yo estoy ahí.
Niega con la cabeza, y dice suavemente:
- No hemos matado a nadie. Os hemos distribuido en un Polvo de Cantor, eso es todo. Cada uno de vosotros está aún vivo... pero ninguno puede detener el torbellino.
Polvo de Cantor. Un conjunto fractal, inconmensurablemente infinito, pero de medida cero. No hay sólo un hueco en mi presencia; hay un número infinito, una serie interminable de agujeros cada vez más pequeños, en todas partes. Pero...
- ¿Cómo? Me tendiste una trampa, me entretuviste hablando, pero, ¿cómo pudisteis coordinar los retrasos? ¿Y calcular los efectos? Para eso se necesitaría...
- ¿Capacidad de computación infinita? ¿Un número infinito de personas? - Sonríe débilmente -. Soy un número infinito de personas. Todas sonámbulas con un chute de S. Todas soñando la una con la otra. Podemos actuar al unísono, sincronizadamente, como una sola, o podemos actuar de forma independiente. O de forma intermedia, como ahora: mis versiones que pueden verte y oírte en cualquier momento están compartiendo sus datos sensoriales con el resto.
Me volví hacia la soñadora.
- ¿Por qué defenderla? Nunca conseguirá lo que quiere. Está desgarrando la ciudad, y nunca alcanzará su meta.
- Quizás aquí no.
- ¿Aquí no? ¡Está cruzando todos los mundos en los que vive! ¿Qué otro lugar hay?
La mujer niega con la cabeza.
- ¿Qué es lo que crea todos esos mundos? Las posibilidades alternativas de los procesos físicos ordinarios. Pero el fenómeno no se detiene ahí; la posibilidad de movimiento entre los mundos produce exactamente el mismo efecto. El propio superespacio se bifurca en diferentes versiones, versiones que contienen todas las posibles corrientes entre los mundos. Y puede haber corrientes de nivel superior entre esas versiones del superespacio, de forma que la estructura completa vuelve a bifurcarse. Una y otra vez.
Cierro los ojos, ahogándome en el vértigo. Si este ascenso interminable hacia infinitos cada vez mayores es cierto...
- ¿En alguna parte, la soñadora siempre triunfa? ¿Haga lo que haga yo?
- Sí.
- ¿Y en algún sitio, siempre gano? ¿En alguna parte, no has podido derrotarme?
- Sí.
¿Quién soy? Soy aquellos que alcanzan la meta. Entonces, ¿quién soy yo? No soy nada en absoluto. Un conjunto de medida cero. Dejo caer la pistola y doy tres pasos hacia la soñadora. Mis ropas, ya en jirones, se dividen en mundos distintos y desaparecen.
Doy otro paso y me paro, sorprendido por una súbita calidez. Mi pelo y las capaz exteriores de mi piel se han desvanecido; estoy cubierto en un fino sudor de sangre. Noto, por primera vez, la sonrisa congelada en la cara de la soñadora.
Y me pregunto: ¿en cuántos conjuntos infinitos de mundos daré un paso más? ¿Y cuántas innumerables versiones de mí preferirán volverse y salir de esta habitación? ¿A quién exactamente estoy salvando de la vergüenza, cuando viviré y moriré de todas las formas posibles?
A mí mismo.
FIN
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