LOS DOS HERMANOS
(Para Marula)
Érase una vez un padre que tenía
dos hijos. El uno era hermoso y fuerte, el otro pequeño y contrahecho; por ello
despreciaba el grande al pequeño. Esto no le gustaba nada al menor y decidió
emigrar lejos e ir por el mundo. Cuando hubo caminado un trecho, se cruzó con
un carretero, y al preguntarle dónde iba con su carro, le contestó el carretero
que tenía que llevar a los enanos sus tesoros a una montaña de cristal. El
pequeño le preguntó cuál era la recompensa. La contestación fue que en pago
recibía algunos diamantes. Entonces el pequeño tuvo ganas de ir también a donde
estaban los enanos. Por eso preguntó al carretero si creía que los enanos le
admitirían. El carretero dijo que no lo sabía, pero llevó al pequeño consigo.
Por fin llegaron al monte de cristal, y el guardián de los enanos recompensó
ricamente al carretero por su molestia y le despidió. Entonces se lo dijo todo.
El enano dijo que le siguiera. Los enanitos le admitieron de buena gana y llevó
desde entonces una vida espléndida.
Ahora veamos lo que pasó con el
otro hermano. Éste, durante mucho tiempo, lo pasó muy bien en casa. Pero cuando
se hizo mayor, tuvo que ser soldado e irse a la guerra. Fue herido en el brazo
derecho y tuvo que pedir limosna. Así llegó el pobre también una vez a la
montaña de cristal y vio allí a un hombre contrahecho, pero no sospechaba que
fuera su hermano. Mas éste le reconoció en seguida y le preguntó qué era lo que
deseaba.
-¡Oh!, señor, estaré agradecido
si me dais una corteza de pan, que tengo mucha hambre.
-Ven conmigo -dijo el pequeño.
Y entró en la cueva cuyas paredes
refulgían de diamantes puros.
-Puedes tomar un puñado de ellos
si eres capaz de desprender las piedras sin ayuda --dijo el contrahecho.
El mendigo intentó con su mano
sana desprender algo de la roca de diamantes, pero naturalmente no le fue
posible. Entonces dijo el pequeño:
-Tal vez tengas un hermano, te
permito que él te ayude.
El mendigo rompió en llanto y
dijo:
-Ciertamente, tenía antaño un
hermano, pequeño y contrahecho como usted, y tan bueno y amable, él seguramente
me habría ayudado, pero yo le eché inhumanamente de mi lado, y hace ya mucho
tiempo que no sé nada de él.
Entonces dijo el pequeño:
-Pues yo soy tu pequeño. No
sufrirás más privaciones, quédate conmigo.
Que entre mi cuento y el de mi
nieto y colega existe un parecido o parentesco no es seguramente ningún error
de apreciación del abuelo. Un psicólogo vulgar acaso interpretaría los dos
ensayos infantiles de este modo: cada uno de los dos narradores habrá de ser
identificado con el héroe de su cuento, y tanto el piadoso muchacho Pablo como
el pequeño contrahecho se inventan un doble cumplimiento de su deseo, o sea, en
primer lugar, recibir una cantidad masiva de regalos, sean juguetes y libros o
toda una montaña de piedras preciosas y una vida regalada con los enanitos, o
sea, con sus semejantes, lejos de los mayores, adultos, normales. Más allá de
ello, empero, se atribuye cada uno de los narradores de cuentos poéticamente
una gloria moral, una corona de virtudes, pues compasivamente da su tesoro al
pobre (lo que en realidad no habrían hecho ni el «viejo» de diez años ni el
mozuelo de diez años). Será cierto así, no quiero hacer objeciones. Pero
también me parece que el cumplimiento del deseo se realiza en la región de lo
imaginario y del juego, por lo menos de mí mismo puedo decir que a la edad de
diez años no era ni capitalista ni comerciante de joyas, y que con seguridad
aún no había visto nunca a sabiendas un diamante. En cambio, ya conocía algunos
cuentos de Grimm, y tal vez también a Aladino y su lámpara maravillosa, y la
montaña de piedras preciosas era para el niño menos la representación de
riquezas que un sueño de inaudita belleza y poder mágico. Y singular me pareció
también que en mi cuento no aparezca ningún «buen Dios», a pesar de que en mí
hubiera sido probablemente más natural y más real la alusión que en mi nieto,
que sólo «en el colegio» había llegado a tener curiosidad por Él.
Lástima que la vida sea tan corta
y esté tan sobrecargada de obligaciones y tareas de actualidad, aparentemente
importantes e indispensables; a veces por la mañana, no se atreve uno a
levantarse de la cama porque sabe que la gran mesa de despacho está todavía
colmada de asuntos sin despachar y que durante el día, el correo los duplicará
encima.
Si no, aún se podría hacer algún
que otro juego divertido de meditación con los dos manuscritos infantiles. A
mí, por ejemplo, nada me parecería más Interesante que una investigación
comparativa del estilo y de la sintaxis en los dos ensayos. Pero para juegos
tan atractivos no es nuestra vida lo bastante larga. Al fin y al cabo no
estaría tampoco indicado perturbar tal vez el desarrollo del sesenta y tres
años menor de los dos autores por medio del análisis y la crítica. Pues es, el
menor según las circunstancias, puede llegar todavía a se alguien, pero no así
el viejo.
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