ROBERT LOUIS STEVENSON (1850-1894)
Nació en Edimburgo, hijo único de un próspero ingeniero de una familia de constructores de faros. Aunque todos esperaban que siguiera la profesión familiar, se le permitió estudiar Derecho; pero, al terminar la carrera en 1875, tenía ya muy clara su vocación de escritor. Aquejado ya por entonces de una enfermedad respiratoria de la que nunca se desprendería, viajó por Francia y conoció el mundo literario y artístico. Sus primeros libros fueron precisamente crónicas de viaje: An Inland Voyage (1876) y Viajes con una burra (1897). Enamorado de la norteamericana Fanny Osbourne, cruzó el Atlántico y todo el continente hasta California para casarse con ella, según dejaría constancia en El emigrante por gusto (1894) y su continuación, Across the Plains (1894). Sin embargo, fue el universo de sus ficciones el que cautivó su siglo y, desde entonces, la posteridad: entre sus inolvidables creaciones cabe mencionar La isla, del tesoro (1883), La fecha negra (1883), Secuestrado (1886), El doctor, Jekyll y el señor Hyde (1886), además de numerosos relatos breves, como los recogidos en Las nuevas mil y una noches (1882), entre los que se encuentra «La puerta del señor de Malétroit» (The Sire de Malétroit's Door), publicado por primera vez en 1878 en la revista Temple Bar. Constante viajero, a la vez por espíritu de aventura y por motivos de salud, se instalaría en 1889 en Upolu, una isla de los Mares del Sur. De esa época son Los traficantes de naufragios (1892), Bajamar (1894) y los ensayos En los Mares del Sur (1894). Murió en 1894 y fue enterrado en la cima del monte Vaca.
La puerta del señor de Malétroit
Denis de Beaulieu no había cumplido aún veintidós años, aunque se consideraba ya un hombre maduro y un caballero muy dotado, por añadidura. Los muchachos se formaban muy rápido en aquella dura época de guerra. Y, cuando alguien ha participado en una batalla campal y en una docena de ataques, ha matado a un hombre de manera honorable y sabe un par de cosas sobre estrategia y sobre la humanidad, sin duda hay que perdonarle cierto alarde en la manera de andar. Al caer la tarde, después de ensillar su caballo con el debido cuidado, y de cenar con la debida calma, salió a hacer una visita, con muy buena disposición de ánimo. No era un modo de proceder muy sabio por parte del joven. Habría hecho mejor quedándose junto al fuego, o yéndose modestamente a la cama, ya que la ciudad estaba llena de tropas de Borgoña e Inglaterra, bajo un mando mixto y, aunque Denis tenía un salvoconducto, de poco le serviría en un encuentro fortuito.
Era septiembre del año 1429. El tiempo se había recrudecido; un viento variable, acompañado de un silbido agudo y cargado de lluvia, azotaba la comarca; las hojas caídas alborotaban por las calles. En algunos puntos se veía ya alguna ventana iluminada; el ruido de los soldados disfrutando con la cena llegaba a modo de ráfagas desde el interior, y era tragado y arrastrado por el viento. Empezaba a hacerse de noche rápidamente; la bandera de Inglaterra, que ondeaba en lo alto del chapitel, se volvía cada vez más tenue, en contraste con las nubes, que pasaban veloces; era ya tan sólo una pequeña mancha negra, como una golondrina en el caos tumultuoso y plomizo del cielo. Cuando cayó la noche, se alzó el viento y empezó a aullar bajo los arcos y a rugir entre las copas de los árboles del valle sobre el que se encontraba la ciudad.
Denis de Beaulieu anduvo deprisa, y muy pronto estaba ya llamando a la puerta de su amigo. Pese a que se había prometido quedarse sólo un rato para regresar pronto, el recibimiento de bienvenida fue tan agradable y le retrasaron tantas cosas que era ya bien pasada la medianoche cuando se despidió en el umbral de la puerta. Entretanto, el viento había vuelto a cesar; era una noche oscura como una tumba; ni una estrella, ni un centelleo de luz de luna se colaba por el dosel que formaban las nubes. Denis no era un buen conocedor de las intrincadas sendas de Chateau Landon; incluso a la luz del día había tenido algunas dificultades para encontrar el camino; ahora, en esta oscuridad absoluta, pronto se había perdido por completo. Sólo estaba seguro de una cosa: debía seguir subiendo la colina, ya que la casa de su amigo estaba situada en el extremo inferior, o a la cola, de Chateau Landon, mientras que la posada estaba en la parte superior, a la cabeza, bajo el gran chapitel de la iglesia. Con esta única pista, tropezaba y tanteaba a ciegas, ora respirando con más libertad, en lugares abiertos donde había un amplio retazo de cielo en lo alto, ora palpando la pared en lugares cerrados y sofocantes. Qué situación tan enigmática y misteriosa: estar así, sumergido en una negrura opaca, en una ciudad casi desconocida. Las posibilidades que abre el silencio son aterradoras. El contacto de la mano que explora con las frías barras de las ventanas causa en uno un sobresalto como si la mano hubiera tocado un sapo; las irregularidades del pavimento le ponen el corazón en la boca; una zona de oscuridad más densa amenaza con una emboscada o un abismo en el sendero; y, donde el aire es más claro, las casas adquieren una apariencia que aturde y extraña, como si quisieran desviarle a uno aún más de su camino. Para Denis, que tenía que regresar a su posada sin llamar la atención, este paseo suponía un verdadero peligro y le producía un verdadero malestar; iba cauteloso y valiente al mismo tiempo, y a cada esquina se detenía para observar.
Durante algún tiempo había estado recorriendo una senda tan estrecha que podía tocar una pared con cada mano, pero el camino empezó a abrirse y a descender bruscamente. Estaba claro que por ahí ya no iba en dirección a su posada; pero la esperanza de ver un poco más de luz le tentó a continuar hacia delante, para explorar. La senda terminaba en un terraplén con un muro con atalayas que ofrecía una vista entre las casas altas, como desde una aspillera, al valle oscuro e informe, varios centenares de pies más abajo. Denis bajó la vista y pudo observar unas pocas cimas de árboles oscilando y una única mota de resplandor allá donde el río daba a una presa. El tiempo estaba aclarando y el cielo se había iluminado, como si quisiera mostrar la silueta de las nubes más grandes y el contorno oscuro de las colinas. Según se adivinaba bajo aquella luz trémula e incierta, la casa que estaba a su izquierda tenía muy buena apariencia; estaba coronada con algunos pináculos y cumbres de pequeñas torres; desde el bloque principal se proyectaba de manera prominente la forma redondeada de la parte trasera de una capilla, que estaba bordeada con contrafuertes; la puerta estaba protegida bajo un porche enorme con figuras esculpidas, del que sobresalían dos grandes gárgolas. Las ventanas de la capilla brillaban a través de una intrincada tracería con una luz que parecía provenir de muchos cirios y que proyectaba los contrafuertes y el tejado puntiagudo en una oscuridad más intensa contra el cielo. No había duda de que se trataba de la residencia de alguna gran familia de los alrededores; y, como a Denis le recordaba a una casa que tenía en la ciudad, en Bourges, se quedó algún tiempo contemplándola y calibrando mentalmente la habilidad de los arquitectos y los miramientos de ambas familias.
Parecía no haber otro paso al terraplén que el sendero por el cual había llegado; así que sólo podía retroceder sobre sus pasos, aunque ahora, al menos, tenía una noción de sus inmediaciones, y esperaba, gracias a esto, dar con el camino principal para regresar rápidamente a la posada. No contaba con una serie de accidentes que harían de esta noche la más memorable de su vida, pues no había retrocedido más de cien yardas cuando vio que una luz se acercaba hacia él, y oyó unas voces que hablaban y retumbaban en el sendero. Era un grupo de soldados haciendo la ronda nocturna. Denis reparó en que todos habían estado bebiendo sin restricción y, por tanto, no estarían de humor para ser demasiado exigentes con los salvoconductos o con las sutilezas de la guerra caballeresca. Era tan probable que lo mataran como a un perro y que lo dejaran donde cayera, como que no. La situación era alentadora, pero inquietante. Sus propias linternas le ocultarían y no podrían verle, reflexionó; y confiaba en que las voces huecas de los soldados ahogarían el ruido de sus pisadas. Tal vez si intentaba ser veloz y silencioso, pudiese evitar que se dieran cuenta de su presencia.
Desgraciadamente, cuando se volvió para emprender la retirada, pisó un canto rodado con el pie y resbaló; cayó contra la pared emitiendo un quejido y su espada retumbó ruidosamente sobre las piedras. Oyó dos o tres voces que preguntaban quién iba, algunas en francés, algunas en inglés; pero Denis empezó a correr por el sendero sin responder. Una vez en el terraplén, se detuvo para mirar hacia atrás. Continuaban llamando y siguiéndole; justo en este momento, doblaron el paso para dirigirse en su busca, haciendo un ruido considerable cuando chocaban las armas y moviendo continuamente las linternas de derecha a izquierda, alternativamente, por las estrechas fauces del sendero.
Denis echó una ojeada a su alrededor y, de un salto, se introdujo en el porche. Allí podría evitar que le vieran o, si eso era esperar demasiado, al menos se hallaría en una posición excelente tanto para el diálogo como para la defensa. Con esta idea en mente, desenvainó la espada e intentó apoyar la espalda contra la puerta. Para su sorpresa, ésta cedió con el peso de su cuerpo y pese a que se volvió rápidamente, la puerta continuó girando hacia atrás sobre los goznes lubricados y silenciosos, hasta quedar totalmente abierta, dejando a la vista un interior oscuro. Cuando a uno le llegan las cosas de una manera oportuna, no es capaz de ser crítico con el cómo o el porqué, pues el interés personal inmediato parece justificación suficiente para los hechos más extraños y revolucionarios en nuestro quehacer cotidiano. Así que Denis, sin dudarlo un momento, dio un paso hacia el interior y cerró parcialmente la puerta tras de sí, para ocultar su escondite. No había pensado ni por un momento en cerrarla del todo pero, por alguna inexplicable razón, quizá debido a un resorte o a un contrapeso, la gran masa de roble macizo se le escapó de los dedos, y se cerró con un golpe que retumbó de una manera temible; luego se oyó un ruido como si una palanca automática hubiera quedado encajada.
En aquel mismo momento la ronda llegó al terraplén; continuaban llamándole con gritos y maldiciones. Los oía buscando por las esquinas oscuras, incluso oyó el mango de una lanza golpetear contra la puerta detrás de la cual se encontraba él. Pero aquellos caballeros estaban demasiado alegres para perder el tiempo, y pronto descendieron por un sendero tortuoso que Denis no había observado, y se fueron perdiendo de vista poco a poco, al tiempo que sus voces se apagaban entre las murallas almenadas de la ciudad.
Denis respiró de nuevo. Les dio un plazo de unos minutos por miedo a posibles imprevistos y después se puso a buscar a tientas algún modo de abrir la puerta para poder escabullirse. La puerta era muy lisa, no tenía ni una manilla, ni una moldura, ni nada que sobresaliera de ningún modo. Introdujo las uñas por los bordes y tiró hacia él, pero la masa era inamovible. Intentó sacudirla; era firme como una roca. Denis de Beaulieu frunció el ceño y dejó escapar un pequeño y silencioso silbido. ¿Qué le pasaba a aquella puerta?, se preguntó. ¿Por qué estaría abierta? ¿Cómo había llegado a cerrarse tan fácilmente y de manera tan eficaz tras él? Había algo oscuro y secreto tras todo aquello que carecía de significado para la imaginación del joven. Parecía una trampa; y, sin embargo, ¿quién podía imaginar una trampa en una callejuela tranquila y apartada como aquélla y en una casa tan próspera e incluso de aspecto tan noble? No obstante, fuera o no una trampa, de manera intencionada o no, el hecho es que allí estaba él, completamente atrapado, y a fe suya que no veía forma alguna de salir de allí. La oscuridad empezaba a pesarle. Prestó atención; afuera todo estaba en silencio, pero dentro, y bastante cerca, creyó oír un débil suspiro, un débil susurro sollozante, un pequeño crujido furtivo, como si estuvieran a su lado muchas personas procurando sigilo, controlando incluso la respiración, y con un secretismo extremo. La idea le estremeció en lo más profundo, y de pronto dio media vuelta de un salto, como si tuviera que defender la vida. Entonces, por primera vez, se percató de una luz a la altura de los ojos y, a cierta distancia, en el interior de la casa, un hilo de luz vertical que se ensanchaba por la parte inferior, como la luz que puede escapar entre dos aleros de un tapiz que cuelga sobre una puerta. Sólo ver algo era ya un alivio para Denis; era como un trozo de tierra firme para alguien que estuviera luchando en una marisma; empezó a pensar en ello con avidez, sin dejar de mirarla con atención, intentando recomponer lo que estaba ocurriendo a su alrededor de una manera lógica. Evidentemente, tenía que haber una escalera para poder subir desde el nivel en el que se encontraba hasta el de la entrada iluminada; y, de hecho, creyó atisbar otro hilo de luz, tan fino como una aguja y tan débil como una fosforescencia, que quizá se reflejara a lo largo de la madera pulida de una barandilla. Desde que había empezado a sospechar que no estaba solo, el corazón le había empezado a latir con una violencia asfixiante y se había adueñado de él un deseo intolerable de acción, de la que fuera. Creía encontrarse en peligro de muerte. ¿Qué podía ser más natural que subir inmediatamente la escalinata, levantar la cortina y afrontar la dificultad que le amenazaba? Por lo menos estaría tratando con algo tangible y saldría de la oscuridad. Empezó a avanzar despacio con las manos extendidas, hasta que su pie chocó con el primer escalón; entonces ascendió rápidamente por la escalera, se detuvo un momento para recomponerse, levantó el tapiz, y entró.
Se encontró en una gran habitación de piedra pulida. Había tres puertas; una a cada uno de los tres lados, todas cubiertas de forma similar por tapices. El cuarto lado tenía dos grandes ventanas y una gran chimenea de piedra, con el escudo de armas de los Malétroit tallado en ella. Denis reconoció las figuras del blasón y sintió una gran satisfacción por encontrarse en tan buenas manos. La habitación estaba muy iluminada; tenía pocos muebles, a excepción de una mesa muy maciza y una o dos sillas; la chimenea estaba apagada y había unas pocas cenizas diseminadas por el pavimento; sin duda estaban allí desde hacía días.
En una silla alta, al lado de la chimenea, y mirando hacia el lugar por donde había entrado Denis, había un caballero anciano y pequeño con una esclavina de piel sobre los hombros. Estaba sentado con las piernas cruzadas y las manos colocadas una sobre la otra, y tenía una copa de vino aromático a la altura del codo, en una repisa de la pared. La expresión de su semblante reflejaba un aire tremendamente masculino, no propiamente humano, sino más bien como el que se aprecia en un toro, en un chivo o en un verraco doméstico; algo equívoco y halagüeño, codicioso, brutal y peligroso. El labio superior, excesivamente abultado, parecía hinchado por efecto de un golpe o de un dolor de muelas; y la sonrisa, las cejas puntiagudas y los pequeños ojos de mirada intensa ofrecían una expresión extravagante y malvada, casi cómica. Tenía la cabeza cubierta de hermosos cabellos blancos, como los de un santo, que caían lacios, formando un único rizo sobre la esclavina. La barba y el bigote eran de una dulzura y veneración extremas. La edad, probablemente a consecuencia de excesivos cuidados, no había dejado huella en sus manos; y eso que la mano de Malétroit era bien famosa. Sería difícil imaginar algo de diseño tan carnal y a la vez tan delicado; sus dedos afilados y sensuales eran como los de una de las mujeres de Leonardo; la bifurcación del pulgar presentaba una marcada protuberancia cuando la mano estaba cerrada; tenía las uñas perfectamente arregladas, y llamaban la atención por su color blanco mortecino. Lo que hacía su aspecto diez veces más temible era que un hombre con manos como aquéllas las tuviera devotamente plegadas, la una cruzada sobre la otra en el regazo, como virgen y mártir; que un hombre con una expresión tan intensa y tan sorprendente estuviera sentado en su silla contemplando a la gente fijamente, sin pestañear, como un dios o como la estatua de un dios. Su quiescencia parecía irónica y traicionera; no se ajustaba en absoluto a su apariencia.
Se trataba de Alain, señor de Malétroit.
Denis y él se miraron en silencio durante uno o dos segundos.
-Haga el favor de pasar dijo el señor de Malétroit-. Le he estado esperando durante toda la tarde.
No se había puesto en pie, pero acompañó sus palabras con una sonrisa y una pequeña inclinación de cabeza llena de cortesía. En parte por la sonrisa, en parte por el extraño murmullo musical con el que el señor de Malétroit introdujo su observación, Denis sintió un fuerte estremecimiento de verdadera repugnancia que le llegó hasta el tuétano. Y, debido a la repugnancia y a la confusión de su mente, apenas lograba juntar dos palabras para responder.
-Temo que se trate de un error por partida doble -dijo-. No soy la persona que supone; y parece que usted esperaba una visita. En lo que a mí respecta, nada podría estar más lejos de mis pensamientos o de mi intención que esta intrusión.
-Bueno, bueno -respondió con indulgencia el anciano caballero-. Aquí está, que es lo importante. Siéntese, amigo mío, y póngase cómodo. En seguida arreglaremos nuestros pequeños asuntos.
Denis se dio cuenta de que la situación seguía pendiente de cierto malentendido y se apresuró a continuar con las explicaciones.
-La puerta de su... -empezó.
-¿Mi puerta? -preguntó el anfitrión alzando las cejas puntiagudas-. Un pequeño e ingenioso artefacto -dijo encogiéndose de hombros-. ¡Un capricho hospitalario! Usted, por sí mismo, no tenía muchos deseos de conocerme. Nosotros, los ancianos, esperamos esa actitud de resistencia de vez en cuando; y, cuando atañe al honor, no nos detenemos hasta que encontramos el modo de sobreponernos. Usted llegó sin ser invitado, pero créame, es usted muy bienvenido.
-Continúa estando en un error, señor -dijo Denis-. No puede haber nada que tratar entre usted y yo. Yo soy un extraño en estos parajes. Me llamo Denis, damoiseau de Beaulieu. Si ahora estoy en su casa, es tan sólo...
-Mi joven amigo -le interrumpió-, deje que tenga mi propia opinión sobre el asunto. Probablemente en este momento difiera de la suya -añadió mirándole de reojo-, pero el tiempo dirá quién tiene la razón.
Denis estaba convencido de que trataba con un chiflado. Se sentó, encogiendo los hombros, dispuesto a esperar el resultado. Siguió una pausa, durante la que le pareció distinguir un murmullo apresurado, como de una oración pronunciada detrás del tapiz, justo enfrente de él. Algunas veces daba la impresión de que participaba una sola persona, a veces dos; la vehemencia de la voz, a pesar de su tono apagado, parecía indicar bien un gran apremio, bien una profunda agonía de espíritu. Se le ocurrió que aquel tapiz podría cubrir la entrada de la capilla que había visto desde fuera.
Mientras tanto, el anciano caballero inspeccionaba con una sonrisa a Denis, de pies a cabeza, y de vez en cuando emitía unos pequeños sonidos como los de un pájaro o un ratón, que parecían indicar un alto grado de satisfacción. Pronto la situación se hizo insoportable, y Denis, para darle fin, comentó que ya había cesado el viento.
El anciano estalló en una risa silenciosa, tan prolongada y violenta que se puso completamente colorado. Denis se levantó al instante y se colocó el sombrero con gesto ceremonioso.
-Señor -dijo-, si está usted cuerdo, me ha agraviado en grado sumo. Y, si no lo está, me enorgullezco de ser capaz de encontrar mejor entretenimiento que el de hablar con lunáticos. Soy consciente de que ha estado riéndose de mí desde el primer momento; no ha querido escuchar mis explicaciones; ahora ningún poder sobre la tierra me retendrá aquí ni un momento más; y, si no puedo encontrar la salida de una manera más decente, haré la puerta trizas con mi espada.
El señor de Malétroit alzó la mano derecha con el dedo índice y el meñique extendidos y, moviéndola de un lado a otro hacia Denis, dijo:
-Querido sobrino, siéntese.
-¡Sobrino! -respondió Denis-. Está usted mintiendo -y chasqueó los dedos delante del rostro del anciano.
-¡Siéntese, bribón! -exclamó el anciano caballero, esta vez con una voz áspera como el ladrido de un perro-. ¿No pensará -continuó- que cuando mandé hacer el pequeño artilugio para la puerta fue eso lo único que ideé? Si prefiere estar atado de pies y manos hasta que le duelan los huesos, póngase en pie e intente escapar. Si elige continuar siendo un petimetre libre que tiene una conversación agradable con un viejo anciano... entonces quédese tranquilamente sentado donde está, y que Dios le acompañe.
-¿Quiere decir que soy un prisionero? -inquirió Denis.
-Yo me limito a enunciar los hechos -respondió el otro-. Preferiría que usted mismo sacara sus conclusiones.
Denis volvió a sentarse. Aparentemente consiguió mantener la compostura; pero, por dentro, cuando no le hervía la sangre de furia, se le helaba de miedo. Ya no estaba tan convencido de encontrarse en manos de un loco. Y, si el viejo caballero estaba en su sano juicio, por amor de Dios, ¿qué suerte le depararía? ¿Qué absurda o trágica aventura le estaba sucediendo? ¿Qué expresión debía adoptar?
Mientras reflexionaba sobre la desagradable situación, el tapiz que colgaba por encima de la puerta de la capilla se alzó, y un cura alto, ataviado con las vestiduras propias de su condición, avanzó hacia ellos; tras mirar a Denis con detenimiento, muy interesado, durante un buen rato, dijo algo al señor de Malétroit en voz baja.
-¿Se encuentra más animada? -preguntó este último.
-Está más resignada, señor -respondió el cura.
-Que Dios Nuestro Señor la ayude, ¡es tan difícil de complacer! -dijo con desprecio el anciano-.¡Un mozo prometedor, de buena cuna, y, además, elegido por ella! ¡Cómo! ¿Qué más podría querer esa mujer?
-La situación no es corriente para una joven damisela -dijo el otro- y es, de algún modo, exasperante por la turbación a la que se ve sometida.
-Debió haber pensado en eso antes de empezar el baile. Yo no lo elegí, Dios lo sabe: pero ya que ella se ha metido en esto, por nuestra Señora, continuará hasta el final.
Y luego, dirigiéndose a Denis, preguntó:
-Monsieur de Beaulieu, ¿puedo presentarle a mi sobrina? Ella ha estado esperando su llegada, me atrevería a decir, con mayor impaciencia, incluso, que yo.
Denis se había resignado de buen talante... Sólo deseaba llegar a saber lo peor lo más rápidamente posible; así que se puso en pie de inmediato y asintió en señal de consentimiento. El señor de Malétroit siguió su ejemplo y se dirigió hacia la puerta de la capilla, moviéndose con dificultad, con ayuda del brazo del capellán. El cura apartó el tapiz, y entraron los tres. El edificio tenía elementos arquitectónicos de considerable ostentación. Una arista ligera arrancaba de seis fuertes columnas y descendía terminando en dos lujosas dovelas situadas en el centro de la bóveda. El recinto terminaba detrás del altar con una pared curva, repujada y calada con una sobreabundancia de adornos en relieve y perforada por muchas ventanitas con forma de estrella, de trébol o de círculo. Estas ventanas estaban vidriadas de manera imperfecta, y permitían que el aire nocturno circulara libremente por la capilla. Los cerca de cincuenta cirios que ardían sobre el altar se apagaron despiadadamente, y la luz pasó por muchas fases distintas de brillo y de semieclipse. Sobre los escalones, delante del altar, había una joven arrodillada, lujosamente ataviada, como una novia. Un escalofrío recorrió el cuerpo de Denis cuando observó el atuendo de la joven; intentó desesperadamente quitarse de la cabeza la conclusión que parecía imponerse a su entendimiento; no podía ser, no debía ser lo que él estaba temiendo.
-Blanche -dijo el señor de Malétroit en un tono de lo más aflautado-, aquí hay un amigo que quiere verte, querida mía; vuélvete y ofrece tu preciosa mano. Es bueno que seas devota, pero hay que ser educada, sobrina mía.
La muchacha se puso en pie y se volvió hacia los recién llegados. Se movió toda de una pieza; cada línea de su cuerpo joven y lozano expresaba vergüenza y agotamiento; avanzaba con la cabeza baja, mirando al suelo. En el curso de su avance, sus ojos dieron con los pies de Denis de Beaulieu, unos pies de los que Denis se enorgullecía, cabe decir que justamente, y que adornaba del modo más elegante, incluso cuando viajaba. Ella hizo una pausa, como si las botas amarillas le hubiesen revelado un significado sorprendente, y echó una ojeada al rostro de su dueño. Sus ojos se encontraron; los labios de ella palidecieron; soltó un grito agudo, se cubrió el rostro con las manos, y se desplomó sobre el suelo de la capilla.
-Éste no es el hombre -dijo ella-. ¡Tío, no es éste no!
El señor de Malétroit gorjeó, en señal de conformidad.
-Por supuesto que no -dijo-. Eso ya lo esperaba Fue lamentable que no pudieses recordar su nombre.
-De veras -exclamó-, de veras, nunca había estado con este hombre antes, nunca, ni siquiera le había visto; y no quiero volver a verle. Señor -dijo volviéndose hacia Denis-, si es usted un caballero, confirmará mis palabras. ¿Le he visto alguna vez, o me ha visto alguna vez, antes de esta hora desventurada?
-En lo que a mí se refiere, nunca he tenido ese placer -contestó el joven-. He conocido a su agraciada sobrina por primera vez, señor, aquí y ahora.
El anciano caballero se encogió de hombros.
-Me entristece mucho oír eso -dijo-. Pero nunca es tarde. Yo no conocía mucho más a mi difunta señora antes de casarme con ella; lo que prueba -añadió con una sonrisa- que estos matrimonios improvisados pueden a menudo crear a largo plazo un excelente entendimiento. Como el novio ha de tener voz en el asunto, le dejaré dos horas para que recupere el tiempo perdido, antes de proceder con la ceremonia.
Y diciendo esto, empezó a andar hacia la puerta; el clérigo iba tras él.
La muchacha se puso de pie al momento.
-Tío, no puede estar hablando en serio -dijo-. Declaro ante Dios que me clavaré un puñal antes de ser obligada a casarme con este joven. Mi corazón se rebela; Dios prohíbe matrimonios de este tipo; está deshonrando sus blancos cabellos. ¡Ay, tío, apiádese de mí! No hay mujer en este mundo que no prefiera la muerte a una boda como ésta. ¿Es posible -añadió titubeante- que todavía no me crea? ¿Que piense que éste -y señaló a Denis, turbada por la irritación y el desprecio-, que todavía piense que se trata de este hombre?
-Francamente -respondió el anciano caballero deteniéndose en la entrada-, sí. Pero déjame que te explique de una vez por todas, Blanche de Malétroit, cómo veo yo este asunto. Cuando se te metió en la cabeza deshonrar a esta familia, y el nombre que he llevado, en la guerra y en la paz, durante más de seis décadas, perdiste el derecho no sólo a poner en duda mis designios, sino a mirarme directamente al rostro. Si tu padre estuviera todavía vivo, te habría escupido y echado de casa. Él sí que tenía mano de hierro. Ya puedes dar gracias a Dios, porque sólo tienes que tratar con una mano de terciopelo, señorita. Era mi deber casarte lo antes posible. Movido únicamente por la buena voluntad he tratado de encontrar a un galán para ti. Y creo que lo he conseguido. Pero ante Dios y todos los santos ángeles, Blanche de Malétroit, si no lo he hecho, me importa un comino. Así que permíteme que te recomiende que seas educada con nuestro joven amigo, porque, te doy mi palabra, tu próximo novio puede que resulte menos apetecible.
Y, dicho esto, salió, con el capellán pisándole los talones. El tapiz cayó tras la salida de ambos.
La joven se volvió hacia Denis con los ojos brillantes.
-¿Qué puede significar todo esto, señor? -preguntó.
-Sólo Dios lo sabe -respondió Denis tristemente-. Soy un prisionero en esta casa, que parece estar llena de locos. Eso es lo único que sé; y no entiendo nada.
-Le ruego tenga la bondad de decirme, ¿cómo llegó hasta aquí.? -preguntó.
El se lo contó lo más brevemente que pudo.
-En cuanto al resto -añadió-, quizá deba usted seguir mi ejemplo y así dar respuesta a todos estos enigmas. Dígame, por amor de Dios, en qué cree usted que acabará todo esto.
Ella guardó silencio, inmóvil, durante un momento; él podía ver cómo le temblaban los labios y cómo un fulgor febril irrumpía en aquellos ojos sin lágrimas. Entonces la muchacha se apretó la frente con las manos.
-¡Ay! ¡Cómo me duele la cabeza! -dijo, en un tono que reflejaba su agotamiento-. ¡Por no hablar de mi pobre corazón! Pero usted tiene derecho a conocer mi historia, por poco digna de una dama que pueda parecer. Me llamo Blanche de Malétroit; llevo sin padre ni madre desde... ¡ufl, desde siempre, y ciertamente, he sido muy infeliz toda la vida. Hace tres meses, un joven capitán empezó a sentarse a mi lado en la iglesia todos los días. Yo me daba cuenta de que le gustaba; sé que yo tengo mucha culpa, pero estaba tan contenta de que alguien me quisiera... Cuando me pasó una carta, me la llevé a casa y la leí con gran placer. Desde entonces me ha escrito muchas. ¡Estaba tan ansioso por hablar conmigo, pobre hombre! Y continuamente me pedía que algún día dejara la puerta abierta, al caer la tarde, para que pudiéramos tener dos palabras en la escalera, pues sabía cuánto confiaba en mí mi tío. -En este punto empezó a sollozar un poco y tuvo que esperar unos minutos antes de poder continuar-. Mi tío es un hombre duro, pero muy astuto -dijo al fin-. Ha protagonizado muchas hazañas en la guerra y fue una persona importante en la corte; en los viejos tiempos, la reina Isabeau confiaba mucho en él. No puedo decir cómo empezó a sospechar de mí, pero es difícil ocultarle nada; y esta mañana, según veníamos de misa, tomó mi mano en la suya, me obligó a abrirla y leyó la breve carta, mientras andaba a mi lado todo el camino. Cuando terminó de leerla, me la devolvió muy educadamente. En ella había otra petición para que dejara la puerta abierta; y esto es lo que nos ha llevado a todos a la ruina. Mi tío, de manera inflexible, no me ha dejado salir de mi habitación hasta la caída de la tarde y, luego, me ha ordenado que me vistiera como me ve usted ahora.. Una mofa grotesca para una joven, ¿no cree? Supongo que, al no poder persuadirme de que le dijera el nombre del joven capitán, ha debido de preparar una trampa para él, en la cual, ¡ay!, ha caído usted, por la cólera de Dios. Yo preveía un gran trastorno, porque ¿cómo podía saber si él querría tomarme como esposa en unas condiciones tan extremas? Puede que tan sólo estuviera tonteando conmigo desde el principio; o puede que considerara que yo me he rebajado demasiado. ¡Pero verdaderamente, nunca imaginé un castigo tan vergonzoso como éste! Nunca pude pensar que Dios permitiría que una muchacha tuviera que sufrir semejante deshonra delante de un joven. Ahora ya se lo he contado todo; lo único que puedo esperar es que no me deteste.
Denis le dedicó una reverencia
-Señora -dijo-, me ha hecho un honor con su confidencia. Ahora queda pendiente que yo pruebe que no soy desmerecedor de ese honor. ¿Se encuentra cerca el señor de Malétroit?
-Creo que está afuera, escribiendo, en la sala -le respondió.
-¿Me permite que la lleve hasta allí, señora? -preguntó Denis, ofreciendo su mano con modales sumamente corteses.
Ella aceptó, y la pareja abandonó la capilla; Blanche, muy decaída y abochornada, mientras Denis se pavoneaba, consciente de su misión y con la certeza infantil de que lograría cumplirla con honor.
El señor de Malétroit se puso en pie para recibirlos, con deferencia irónica.
-Señor -dijo Denis, con el talante más ostentoso posible-, creo que he de tener la oportunidad de decir algo respecto a este matrimonio; y permítame que le diga ahora mismo que no seré partícipe de violentar los deseos de esta joven. Si me hubiese sido ofrecida libremente, habría aceptado orgullosamente su mano, pues me doy cuenta de que es tan buena como bella. Pero, tal y como están las cosas, ahora, señor, tengo el honor de rehusar.
Blanche le miró con gratitud; pero el anciano caballero tan sólo sonreía y sonreía, hasta que su sonrisa se hizo positivamente desagradable para Denis.
-Me temo, monsieur de Beaulieu -dijo-, que no acaba de comprender la opción que le brindo. Sígame, se lo ruego, hasta aquella ventana -y le guió hasta una de las grandes ventanas que no se cerraban por la noche-. Observará-continuó- que hay un anillo de hierro en la mampostería superior y, atravesándolo, una cuerda muy efectiva. Ahora, preste atención a mis palabras: en caso de que encontrara usted insuperable su falta de apego hacia la persona de mi sobrina, le haría colgar de esta ventana antes del amanecer. Lamentaré mucho tener que proceder de manera tan extrema, puede creerme, pues no deseo su muerte en modo alguno, sino asentar a mi sobrina en la vida. Por otra parte, así habrá de terminar, si se muestra obstinado. Usted, monsieur de Beaulieu, procede de una buena familia, pero ni aunque descendiese de Carlomagno podría rechazar la mano de un Malétroit impunemente, ni aun en el caso de que ella hubiese sido tan frecuentada como la carretera de París, o tan horrenda como la gárgola que cuelga sobre la puerta de mi casa. Ni mi sobrina, ni usted, ni siquiera mis propios sentimientos cuentan en este asunto. Está en juego el honor de esta casa; creo que usted es el culpable; por lo menos, ahora forma usted parte del secreto, y apenas puede sorprenderse de que le pida que borre la mancilla. Si no estuviera dispuesto, ¡su sangre pesará sobre su propia conciencia! No es que me vaya a complacer demasiado tener sus interesantes restos bajo mis ventanas, golpeando un talón contra otro con la brisa; pero tener medio pan es mejor que no tener nada y, si no puedo reparar el deshonor, por lo menos detendré el escándalo.
Se hizo una pausa.
-Creo que hay otras formas de arreglar enredos de este tipo entre caballeros -dijo Denis-. Lleva una espada y, según he oído, la ha usado con distinción.
El señor de Malétroit hizo una seña al capellán; éste cruzó la habitación a zancadas largas y silenciosas y alzó el tapiz que cubría la tercera puerta de las tres. En seguida lo soltó de nuevo; pero Denis tuvo tiempo de ver un pasadizo polvoriento lleno de hombres armados.
-Cuando era algo más joven, habría estado encantado de hacerle el honor, monsieur de Beaulieu -dijo el señor Alain-; pero ahora soy demasiado viejo. Un fiel retén es el recurso de la edad, y yo debo emplear la fuerza que tengo. Ésta es una de las cosas más duras que debe soportar un hombre a medida que entra en años, pero, con un poco de paciencia, uno se acostumbra incluso a esto. Usted y la señora parecen preferir la sala para pasar las dos horas que les quedan; y, como no tengo deseo de interferir en su preferencia, se la cedo para que haga uso de ella con todo el placer del mundo. ¡No se apresure! -añadió alzando la mano cuando vio la mirada peligrosa que asomaba en el rostro de Denis de Beaulieu-. Si le repele la idea de morir ahorcado, habrá tiempo suficiente después de esas dos horas para arrojarse por la ventana o sobre las lanzas de mi retén. Dos horas de vida son dos horas de vida. Pueden suceder muchas cosas, incluso en un lapso de tiempo tan corto. Además, si interpreto correctamente la expresión de mi sobrina, creo que ella todavía tiene algo que decirle. ¿No querrá estropear sus dos últimas horas con una falta de cortesía hacia una dama?
Denis miró a Blanche y ella le hizo un gesto implorante.
Es probable que el anciano caballero se sintiese enormemente satisfecho con esta señal de entendimiento, pues sonrió a los dos, y añadió dulcemente:
-Si me da su palabra de honor, monsieur de Beaulieu, de que esperará a que yo regrese después de las dos horas, antes de intentar nada desesperado, mandaré retirar mi retén para permitirle hablar con mayor intimidad con la señorita.
Denis echó de nuevo una rápida ojeada a la muchacha; ésta parecía rogarle que aceptara.
-Le doy mi palabra de honor -dijo.
El señor de Malétroit hizo una inclinación de cabeza y se dispuso a abandonar la estancia moviéndose con dificultad, mientras se aclaraba la garganta con aquel gorjeo gutural, extraño y musical, que había llegado a ser tan irritante para Denis de Beaulieu. Primero se hizo con algunos papeles que se encontraban sobre la mesa; luego fue hacia la boca del pasadizo y pareció dar una orden a los hombres detrás del tapiz; por último, salió a duras penas por la puerta por la que había entrado Denis, no sin antes volverse en el umbral para dirigir una última sonrisa acompañada de otra nueva inclinación de cabeza a la joven pareja; le seguía el capellán sosteniendo una lámpara de mano.
Tan pronto estuvieron a solas, Blanche avanzó hacia Denis con las manos extendidas. Tenía el rostro encendido y lleno de agitación, y los ojos brillantes de lágrimas.
-¡Usted no morirá! -exclamó ella-. ¡Se casará conmigo, después de todo!
-Parece pensar, señora -respondió Denis-, que temo en grado sumo la muerte.
-Oh, no, no -dijo ella-. Ya veo que no es usted un cobarde. Lo digo por mí; no podría soportar que le asesinaran por semejantes escrúpulos.
-Temo que no estime la dificultad en su justa medida, señora -dijo Denis-. Lo que usted aceptaría por ser demasiado generosa podría yo no aceptarlo por ser demasiado orgulloso. En un momento en el que se ha visto afectada por sentimientos nobles hacia mí, ha olvidado lo que quizá deba a otros.
Tuvo la decencia de no apartar la vista del suelo mientras decía esto y también una vez que hubo terminado, como evitando contemplar la confusión que creaban sus palabras. Ella siguió callada un momento; luego, de repente, empezó a andar hacia el otro lado de la sala; cayó sobre la silla de su tío, y rompió en suaves sollozos. Denis estaba completamente avergonzado. Miró a su alrededor, como buscando inspiración, y, como vio un banco, se sentó en él, por hacer algo. Allí se quedó, jugando con la vaina de su estoque, deseando estar muerto una y otra vez, miles de veces, y enterrado bajo el montón de desperdicios de la cocina más desagradable de París. Recorrió la estancia con la mirada, pero no encontró nada donde detenerla. Había tanto espacio entre los muebles, la luz caía tan débil y triste sobre todo lo que les rodeaba, el aire oscuro que asomaba por las ventanas se veía tan frío desde dentro, que pensó que nunca había visto una iglesia tan grande ni un lugar tan melancólico como esta tumba. Los sollozos regulares de Blanche de Malétroit medían el tiempo corno el tictac de un reloj. Leyó el emblema del escudo una y otra vez, hasta que se le nubló la vista; contempló las esquinas llenas de sombras hasta que las imaginó llenas de animales horribles; y de vez en cuando volvía en sí con un sobresalto, al recordar que sus dos últimas horas iban pasando, y que la muerte estaba en camino.
A medida que pasaba el tiempo, detenía cada vez con más frecuencia su mirada en la muchacha. Tenía el rostro inclinado hacia delante, cubierto con las manos, y de vez en cuando su cuerpo temblaba a causa del convulsivo hipo que le producía la pena. Incluso así, no era un objeto desagradable para explayarse en él; tan rolliza y sin embargo tan delicada; tenía una piel morena y cálida, y el cabello más hermoso, pensó Denis, de toda la historia de la mujer. Las manos eran como las de su tío; pero encajaban mejor al final de sus jóvenes brazos, y parecían infinitamente suaves y acariciables. Recordó cómo brillaban sus ojos azules cuando le miraban llenos de furia, pena e inocencia Y cuanto más se explayaba en sus perfecciones, más fea parecía la muerte y más profundamente le afligía el remordimiento por las lágrimas continuas de la joven. Ahora creía que ningún hombre podía atreverse a abandonar un mundo que contuviera una criatura tan bella; y que en ese momento habría dado cuarenta minutos de su última hora por haberse retractado de aquellas crueles palabras que había pronunciado.
De pronto oyeron el canto ronco y rasgado de un gallo que venía del valle oscuro bajo las ventanas. Este sonido repentino tuvo el mismo efecto, en el silencio que los rodeaba, que una luz en un sitio oscuro y les apartó bruscamente de sus reflexiones.
-¡Ay! ¿Puedo hacer algo para ayudarle? -dijo ella alzando la mirada.
-Señora -contestó Denis, sin venir del todo a cuento-, si he dicho algo que la ofendiera, créame, ha sido pensando en su propio bien, no en el mío.
Ella se lo agradeció con los ojos bañados en lágrimas.
-Sufro cruelmente por la posición en la que usted se encuentra -continuó-. El mundo ha sido muy duro con usted. Su tío es una deshonra para la humanidad. Créame, señora, no hay ni un solo joven caballero en toda Francia que no se sintiera dichoso de tener la oportunidad que yo tengo, la de morir por hacerle un pequeño servicio.
-Ya sé lo valiente y generoso que puede ser usted -contestó ella-. Lo que quiero saber es si puedo serle yo de algún servicio... ahora, o más tarde-añadió con un estremecimiento.
-Por supuesto -respondió él sonriendo-. Déjeme sentarme a su lado como si fuera un amigo en lugar de un estúpido intruso; intente olvidar la manera tan extraña en que hemos llegado a encontrarnos en esta situación difícil para los dos; haga que mis últimos momentos transcurran agradablemente y así me hará el mayor servicio posible.
-Es usted muy galante... -añadió ella con una tristeza todavía más honda- muy galante... y eso, de alguna manera, me duele. Pero acérquese, si quiere; y, si encuentra algo que decirme, por lo menos puede estar seguro de que tendrá una persona que le escuchará muy cordialmente. !Ay! monsieur de Beaulieu -estalló-, ¡ay! monsieur de Beaulieu, ¿cómo puedo mirarle a la cara? -y volvió a sucumbir en el llanto.
-Señora -dijo Denis, tomando la mano de ella entre las suyas-, piense en el poco tiempo de que dispongo, y en la gran amargura que me produce contemplar su aflicción. Líbreme, en estos últimos momentos, del espectáculo de lo que no puedo curar, ni siquiera sacrificando mi propia vida.
-Soy muy egoísta -dijo Blanche-. Por usted, Monsieur de Beaulieu, seré más valiente. Pero piense si no hay ningún favor que pueda hacerle yo en el futuro... si no tiene usted amigos a los que podría llevar su último adiós. Hágame todos los encargos que pueda; cada carga hará más ligera, siquiera con tan poco, la deuda incalculable que tengo con usted, fruto del agradecimiento que le debo. Permita que haga algo más por usted, aparte de llorar.
-Mi madre se ha vuelto a casar y tiene una nueva familia de la que hacerse cargo. Mi hermano heredará mi feudos; y, si no me equivoco, eso le compensará con creces por mi muerte. La vida es como la bruma que pasa, como nos dicen los que han recibido órdenes sagradas. Cuando un hombre se encuentra en una posición satisfactoria y agradable, ve toda la vida por delante y le parece que es una figura muy importante en este mundo. El mundo se vuelve a su paso: su caballo relincha, suenan las trompetas y las muchachas se asoman a las ventanas cuando entra en la ciudad cabalgando al frente de su compañía; recibe muchas muestras de confianza y respeto... algunas veces expresadas en una carta... otras veces cara a cara... de personas de gran prestigio que le persiguen con insistencia. No es de extrañar que se le suba a la cabeza durante algún tiempo. Pero una vez muere, ya podía ser tan valiente como Hércules, o tan sabio como Salomón, pronto es olvidado. No hace todavía diez años que cayó mi padre, junto con otros muchos caballeros, en un combate muy feroz, y no creo que ni uno solo de todos ellos, ni siquiera el nombre de la batalla, se recuerde ahora. No, no, señora, cuando más cerca está uno de la muerte, la ve como una esquina oscura y polvorienta por la que un hombre entra en su tumba, y cierra la puerta tras él hasta el día del juicio. Ahora sólo tengo unos pocos amigos y, una vez muerto, no tendré ninguno.
-¡Ay, monsieur de Beaulieu! -exclamó-. Está olvidando a Blanche de Malétroit.
-Su dulce naturaleza, señora, es la que tiene a bien estimar un pequeño servicio más allá de lo que vale.
-No es eso -respondió-. Se equivoca si cree que me emociono tan fácilmente sólo por lo que ha hecho por mí. Digo eso porque es usted el hombre más noble que he conocido; porque reconozco en usted un espíritu que habría hecho famosa en este país incluso a la persona más corriente.
-Y, no obstante, muero aquí, en una ratonera... sin otro ruido a mi alrededor que el de mis propios quejidos -contestó él.
El rostro de la joven reflejaba un gran dolor y guardó silencio durante un rato. De pronto, una luz se le iluminó en los ojos y, sonriendo, habló de nuevo:
-No puedo permitir que mi héroe piense mal de sí mismo. A cualquiera que dé su vida por otro le recibirán los heraldos y los ángeles de Dios nuestro Señor en el Paraíso. Pero no hay razón para que sea usted colgado; porque... le ruego que me diga... ¿cree que soy bella? -preguntó, sonrojándose profundamente.
-Ciertamente, señora, sí lo creo -respondió él.
-Me alegro de oír eso -contestó con entusiasmo-. ¿Cree usted que hay muchos hombres en Francia a los que una mujer bella y soltera ha pedido en matrimonio, que la petición haya salido de sus propios labios, y que la hayan rechazado en su presencia? Sé que ustedes los hombres casi despreciarían un triunfo semejante; pero, créame, nosotras las mujeres sabemos más sobre lo que es más valioso en el amor. No hay nada que haga crecer más la estima de una persona; y no hay nada que nosotras las mujeres estimemos más.
-.Es usted muy buena -dijo-. Pero no puede hacerme olvidar que a mí me fue pedido por pena y no por amor.
-Yo no estoy tan convencida de eso -contestó ella, sin levantar la cabeza-. Escúcheme hasta el final, monsieur de Beaulieu. Sé cuánto me desprecia; soy consciente de que tiene razones para hacerlo; soy una pobre criatura que no merece ni un solo pensamiento suyo, a pesar de que, ¡ay de mí!, tiene que morir por mí esta mañana. Pero, cuando yo le pedí que se casara conmigo, de verdad, de verdad, fue porque le respetaba y le admiraba, y le he amado con toda mi alma desde el mismo momento en que se puso de mi parte contra mi tío. Si hubiera podido usted ver lo noble que parecía, sentiría pena por mí, más que desprecio. Y ahora -continuó apresuradamente, reprendiéndole con la mano-, aunque he renunciado a la discreción diciéndole tanto, recuerde que yo ya conozco cuáles son sus sentimientos por mí. No le agotaría, créame, de acuerdo con mi noble nacimiento, insistiéndole para que aceptase. Yo también tengo mi orgullo: y declaro ante la santa Madre de Dios que, si ahora se echase atrás en la palabra ya dada, no me casaría antes con usted que con el novio que tiene pensado para mí mi tío.
Denis sonrió con un poco de amargura.
-Es un amor pequeño -dijo- el que retrocede ante un poco de orgullo.
Ella no contestó, aunque probablemente tuviera en que pensar.
-Venga aquí a la ventana -dijo él suspirando-. Está amaneciendo.
Y ciertamente estaba llegando el alba. El hueco del cielo rebosaba con la luz del día, esencial, incolora y limpia, y el valle estaba inundado de un reflejo gris. Sobre las ensenadas del bosque se veían unas finas nubes de bruma y también a lo largo del tortuoso curso del río. La escena produjo un efecto sorprendente de quietud, que fue interrumpido bruscamente cuando, una vez más, los gallos empezaron a cacarear entre las pequeñas granjas. Quizá el mismo que había hecho en la oscuridad un estruendo tan horrible menos de media hora antes, lanzaba ahora los vítores más alegres para saludar al día que empezaba. Un viento débil bullía formando remolinos entre las copas de los árboles que crecían debajo de las ventanas. La luz del día continuaba saliendo a raudales por el este, insensiblemente; pronto se haría incandescente y lanzaría la bola de cañón roja y cálida, el sol naciente.
Denis contemplaba este panorama con cierto estremecimiento. Había tomado la mano de la muchacha y la retenía en las suyas casi inconscientemente.
-¿Ya ha llegado el nuevo día? -preguntó ella; y luego, sin demasiada lógica-: ¡Qué larga ha sido la noche! ¡Ay! ¿Qué diremos a mi tío cuando regrese?
-Lo que usted desee -dijo Denis, estrechando los dedos de ella entre los suyos.
Ella no dijo nada.
-Blanche -dijo, pronunciando su nombre con rapidez, inseguridad y pasión-, ya ha visto si temo o no a la muerte. Y ya debe saber muy bien que, para mí, poner un dedo sobre usted sin su libre y total consentimiento sería lo mismo que saltar por esa ventana al vacío. Ahora bien, si le importo algo, no permita que pierda la vida por un malentendido; pues la amo más que a cualquier otra cosa en el mundo; y, aunque moriría dichoso por usted, seguir viviendo para emplear la vida a su servicio sería como disfrutar de todos los gozos del Paraíso juntos.
Según terminó de hablar, en el interior de la casa empezó a oírse un fuerte timbre. A continuación, el estruendo de armas en el pasillo indicó que el retén regresaba a su puesto y que las dos horas habían llegado a su fin.
-¿Después de todo lo que ha oído? -susurró, dirigiendo hacia él los labios y los ojos.
-Yo no he oído nada-contestó.
-El nombre del capitán era Florimond de Champdivers -le dijo al oído.
-No lo he oído -contestó. Y estrechó el cuerpo ágil de la muchacha entre sus brazos, cubriendo de besos su rostro empapado.
Detrás de ellos se pudo oír un gorjeo melodioso seguido de una bella risita ahogada; y la voz del señor de Malétroit deseó los buenos días a su nuevo sobrino.
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