ARTHUR CONAN DOYLE (1850-1930)
Nació en Edimburgo, hijo de un funcionario del gobierno de origen irlandés. Educado por los jesuitas en Stonyhurst, estudió medicina en la Universidad de Edimburgo. Sus historias de Sherlock Holmes empezaron a aparecer en la revista Strand Magazine en 1891, si bien había escrito la primera de ellas, Estudio en escarlata, en 1887. El éxito de su personaje fue inmediato y más tarde recogería sus andanzas en cuatro volúmenes: Las aventuras de Sherlock Holmes (1892), Las memorias de Sherlock Holmes (1894), El regreso de Sherlock Holmes (1905) y El archivo de Sherlock Holmes (1927). En 1893, cansado de su personaje, decidió acabar con él, pero las protestas de los lectores le obligaron a «resucitarlo» con gran ingenio. Otras novelas de Sherlock Holmes incluyen títulos como EI signo de los cuatro, EI sabueso de, los Baskerville y El valle del terror. Para sustituir a su famoso detective, creó el personaje de Etienne Gerard, un joven oficial francés en la Europa napoleónica, cuyas memorias recogió en Las hazañas del brigadier Gerard (1896) y Las aventuras de Gerard (1903). El epílogo de estas aventuras -en las que el autor mezcla lo trágico y lo cómico, lo sublime y lo ridículo, el pathos y la ironía- es «El matrimonio del brigadier» (The Marriage of the Brigadier), que, aunque cierra la narración, es el primero de sus lances. Años después saldría de su pluma el profesor Challenger, el científico y explorador de El mundo perdido (1912) y EI cinturón envenenado (1913). Arthur Conan Doyle fue nombrado caballero en 1902, por su trabajo en un hospital de campaña en Bloemfontein (Sudáfrica) y su firme apoyo a Gran Bretaña en la Guerra de los Boers. Tras la muerte de su hijo en la I Guerra Mundial, se consagró a la causa del espiritismo. Murió en Sussex (Inglaterra) en 1930.
El matrimonio del brigadier
Epílogo
Hablo, amigos míos, de unos días muy lejanos en los que apenas había empezado a edificar esa fama que ha vuelto tan célebre mi nombre. De los treinta oficiales de los Húsares de Conflans, nada hacía suponer que yo fuera superior en ningún sentido a los demás. Me resulta fácil imaginar cuán grande hubiera sido su sorpresa de haber sabido que el joven teniente Etienne Gerard estaba destinado a una carrera tan gloriosa, y que viviría para mandar una brigada y recibir de manos del emperador esa condecoración que puedo enseñarles cuando quieran, si me honran con su visita en mi pequeña vivienda campestre... ¿Conocen ustedes, supongo, la casita encalada con una parra en la entrada, en un prado a orillas del Garona?
Se ha dicho de mí que nunca he sabido lo que era el miedo. Sin duda lo han oído ustedes. Durante muchos años, por un orgullo estúpido, he dejado que corriera ese rumor sin desmentirlo. Sin embargo, ahora que soy viejo puedo permitirme el lujo de ser sincero. El hombre valeroso se atreve a decir la verdad. Sólo al cobarde le asusta admitir ciertas cosas. Así, pues, les confesaré que también soy humano, que también he sentido cómo se me helaba la sangre en las venas y se me erizaban los cabellos, que incluso he sabido lo que es correr hasta que mis piernas apenas podían sostenerme. ¿Acaso les escandaliza oírlo? Tal vez algún día les consuele saber, cuando su valor se encuentre al límite, que incluso Etienne Gerard supo lo que era el miedo. Les contaré ahora cómo sucedió, y cómo aquello me condujo al matrimonio.
En aquella época reinaba la paz en Francia y nosotros, los Húsares de Conflans, pasábamos el verano en un campamento militar a escasas millas de Les Andelys, un pueblo de Normandía. No es un lugar demasiado divertido, pero los miembros de la Caballería Ligera llenamos de alegría cualquier rincón que visitamos, de modo que pasamos una temporada muy agradable. Son muchos los años y los escenarios que se confunden en mi memoria, pero el nombre de Les Andelys todavía trae a mi recuerdo las ruinas de un enorme castillo, extensas huertas de manzanos y, sobre todo, la imagen de las bonitas muchachas de Normandía. Eran las más hermosas de su sexo, de igual modo, según decían, que nosotros lo éramos del nuestro, así que todos fuimos muy felices aquel dulce y soleado verano. ¡Ah, la juventud, la belleza, el valor, y luego los años sombríos y monótonos que los empañan! Hay momentos en que el glorioso pasado me pesa en el corazón como si fuera plomo. No, señor; no hay vino que pueda alejar esos pensamientos, pues discurren en el espíritu y en el alma. Sólo el grosero cuerpo es sensible al vino; pero, si me lo ofrecen con ese fin, no lo rechazo.
Pues bien, de todas las muchachas que vivían en la región, había una que superaba de tal modo en belleza y simpatía a las demás que parecía destinada especialmente para mí. Se llamaba Marie Ravon y su familia, los Ravon, eran pequeños terratenientes que habían labrado aquellas tierras desde los tiempos en que el duque William* partió para Inglaterra. Si cierro los ojos, la veo igual que entonces: sus mejillas como oscuras rosas musgosas; sus ojos almendrados, dulces y, sin embargo, llenos de vida; sus cabellos, negros como el azabache, en consonancia con la poesía y la pasión; su figura tan flexible como un joven abedul cuando sopla el viento. ¡Ah! Cómo se alejó de mí la primera vez que rodeé su talle con mi brazo; pues era apasionada y orgullosa, y estaba siempre escabulléndose, oponiendo resistencia, luchando hasta el final para hacer más dulce su rendición. De ciento cuarenta mujeres... pero ¿cómo compararlas cuando todas se acercan tanto a la perfección?
Desearán saber por qué, si esta muchacha era tan bella, yo no tenía ningún rival. Y había una buena razón, amigos míos, pues yo solucioné el problema enviándolos a todos al hospital. Estaba Hippolyte Lesoeur.. que visitó a la familia dos domingos; aunque me atrevería a jurar que, si continúa vivo, todavía cojea por culpa de la bala que alojé en su rodilla. El pobre Víctor.. hasta su muerte en Austerlitz, también llevó mi marca. Pronto quedó claro que, si no podía conseguir a Marie, tendría al menos un hermoso campo donde intentarlo. En nuestro campamento decían que era más seguro cargar contra un batallón entero de infantería que ser visto con frecuencia en la granja de los Ravon.
Pero déjenme que les hable con franqueza ¿Deseaba yo casarme con Marie? ¡Ah! El matrimonio, amigos míos, no está hecho para un húsar. Hoy se encuentra en Normandía; mañana, en las colinas de España o en las ciénagas de Polonia. ¿Qué puede hacer con una esposa? ¿Sería justo para ambos? ¿Estaría bien que su valentía se viera mermada por el recuerdo de la desesperación que su muerte acarrearía? ¿Sería razonable dejarla sumida en el temor de que cualquier correo puede llevarle la noticia de su irreparable desgracia? Un húsar sólo puede calentarse junto a la lumbre y después seguir avanzando a toda prisa; y conformarse con encontrar otro fuego que le procure algún consuelo. Y, Marie, ¿quería casarse conmigo? Ella sabía muy bien que, cuando nuestras trompetas de plata anunciaran la marcha del regimiento, estarían tocando sobre la tumba de nuestra vida conyugal. Era mucho mejor aferrarse con fuerza a su gente y a su tierra, donde su marido y ella podrían vivir para siempre entre las fértiles huertas, sin perder de vista el enorme Castillo de Le Galliard. Dejemos que recuerde a su húsar en sueños, pero que sus jornadas transcurran en el mundo que la vio nacer.
Mientras tanto, Marie y yo alejábamos esos pensamientos de nuestra cabeza y nos entregábamos a tan dulce compañía, cada día como si fuera el último, sin pensar jamás en el mañana. Es cierto que había veces en que su padre, un anciano y corpulento caballero, con el semblante muy parecido a una de las manzanas de su propiedad, y su madre, una mujer delgada y nerviosa de la región, me soltaban indirectas para saber cuáles eran mis intenciones; pero en el fondo de su corazón sabían que Etienne Gerard era un hombre de honor, y que su hija estaba segura, además de muy feliz, en sus manos. Y así estaban las cosas hasta la noche de la que hablo.
Era domingo por la tarde y había ido cabalgando desde el campamento. Otros compañeros visitaban el pueblo, y todos dejamos nuestros caballos en la taberna. Pensaba andar hasta la casa de los Ravon, de la que sólo me separaba un vasto campo que se extendía hasta su misma puerta. Estaba a punto de emprender el camino cuando el posadero corrió detrás de mí.
-Perdone, teniente -dijo-, está más lejos por la carretera, pero le aconsejaría que fuese por ella.
-Eso alarga más de una milla mi trayecto...
-Lo sé. Sin embargo, creo que sería mas prudente -y sonrió al pronunciar estas palabras.
-Y ¿por qué? -pregunté.
-Porque el toro inglés anda suelto en ese campo -replicó.
De no haber sido por aquella odiosa sonrisa, quizá lo habría tomado en consideración. Pero avisarme de un peligro y sonreír de ese modo era más de lo que mi orgullo podía soportar. Le mostré con un gesto lo que pensaba del toro inglés.
-Cogeré el camino más corto -exclamé.
Acababa de poner un pie en la hierba cuando comprendí que mi naturaleza me había empujado a obrar con precipitación. Era un terreno cuadrado y muy extenso y, al adentrarme en él, me sentí como ese cascarón de nuez que, después de atreverse a zarpar, no ve más puerto que aquél del que ha salido. Si exceptuamos el lado desde el que yo venía, estaba rodeado de muros. Delante de mí estaba la granja de los Ravon, con una tapia que se extendía a izquierda y derecha. Una puerta trasera salía directamente al campo, y había varias ventanas en la planta baja, pero todas con trancas, como es habitual en las granjas de Normandía. Me apresuré a seguir en dirección a la entrada, consciente de que era el único puerto seguro, andando con la dignidad que corresponde a un soldado y, sin embargo, con toda la rapidez que alcanzaban mis piernas. De cintura para arriba caminaba tranquilo, incluso gallardo. Por debajo, veloz y alerta.
Cuando había llegado casi a la mitad del terreno, divisé la criatura. Levantaba la tierra con sus patas delanteras, bajo un haya que crecía a mi derecha. No volví la cabeza para mirar al animal, no fuera a darse cuenta de que le había visto, pero no dejé de observarlo, inquieto, con el rabillo del ojo. Es posible que el toro estuviera de buen talante, o que lo detuviera mi aire de indiferencia, pero no hizo el menor movimiento en mi dirección. Más tranquilo, fijé la vista en la ventana abierta del dormitorio de Marie justo encima de la puerta trasera, con la esperanza de que esos ojos tan oscuros, dulces y queridos estuvieran contemplándome detrás de las cortinas. Agité mi pequeño bastón, hice un alto para recoger una prímula y canté uno de nuestros despreocupados estribillos, con el fin de ofender a aquella bestia inglesa y mostrar a mi amada qué poco me importaba el peligro cuando se interponía entre ella y yo. La criatura se quedó desconcertada ante mi intrepidez, lo que me permitió entrar en la granja sano y salvo, sin que mi honor se mancillara.
¿Acaso no valía la pena correr ese peligro? Aunque todos los toros de Castilla hubieran vigilado aquella entrada, ¿no habría valido la pena? ¡Ah, aquellas horas... aquellas horas luminosas que jamás volverán, cuando nuestros jóvenes pies apenas parecían rozar el suelo y nosotros vivíamos en un dulce mundo de ensueño salido de nuestra imaginación! Marie reverenciaba mi coraje, y me amaba por él. Mientras apoyaba su sonrojada mejilla sobre la seda de mi manga, y me contemplaba asombrada, con los ojos brillantes de amor y admiración, !escuchaba maravillada mis historias sobre el verdadero carácter de su enamorado!
-¿Nunca ha flaqueado tu corazón? ¿Nunca has sentido lo que era el miedo? -preguntó.
Me reí de semejante idea. ¿Qué lugar podía ocupar el miedo en la mente de un húsar? A pesar de mi juventud, había dado pruebas de mi valentía. Le conté cómo había conducido a mi escuadrón frente a un batallón de Granaderos Húngaros. Ella se estremeció mientras me abrazaba. Le expliqué, asimismo, cómo una noche había cruzado el Danubio a caballo para entregar un mensaje a Davout*. Para ser sincero, no se trataba del Danubio, ni de un río lo bastante profundo para obligarme a nadar; pero, cuando uno tiene veinte años y está enamorado, narra las historias lo mejor que sabe. Le relaté muchas anécdotas parecidas mientras aumentaba la expresión de asombro en sus queridos ojos.
-Jamás soñé que existiera un hombre tan valiente, Etienne! -exclamó-. ¡Qué afortunada Francia por tener semejante soldado! ¡Qué afortunada Marie por tener semejante enamorado!
Como es natural, me arrojé a sus pies murmurando que yo era el más afortunado de todos... por haber encontrado a alguien que supiera valorar y comprender.
Era una relación encantadora, demasiado tierna y delicada para que interfirieran en ella otros intelectos más groseros. Pero es comprensible que los padres se creyeran también en la obligación de cumplir con su deber. Jugaba al dominó con el anciano y devanaba la lana para su mujer, pero no parecían convencidos de que visitara su granja tres veces a la semana por amor a ellos. Desde hacía algún tiempo, una explicación era inevitable, y me la pidieron aquella noche. Marie, a pesar de amotinarse de un modo delicioso, fue enviada al dormitorio, y yo tuve que enfrentarme a los dos ancianos en la sala, mientras me importunaban con numerosas preguntas sobre mi porvenir y mis intenciones.
-Tanto nos da -aseguraron con la franqueza que caracteriza a la gente del campo-. O se casa usted con Marie, o no vuelva a aparecer por aquí.
Les hablé de mi honor, de mis esperanzas y de mi futuro, pero su postura no varió en lo más mínimo con relación al presente. Defendí mi carrera, pero ellos, de un modo muy egoísta, sólo pensaban en su hija. Lo cierto es que mi situación era realmente difícil. Por una parte, era incapaz de renunciar a mi Marie. Por otra, ¿qué podía hacer un joven húsar con el matrimonio? Finalmente, ante su insistencia, les pedí que me dejaran meditar sobre el asunto, aunque sólo fuera un día.
-Me reuniré con Marie -dije-, me reuniré con Marie en seguida. Su corazón y su felicidad son lo más importante para mí.
Aunque aquellos dos viejos gruñones no quedaron satisfechos, se tuvieron que callar. Me desearon secamente las buenas noches y yo me marché, lleno de perplejidad, a la taberna. Salí por la misma puerta por donde había entrado, y les oí cerrarla con llave y atrancarla a mis espaldas.
Atravesé el campo absorto en mis pensamientos, mientras los razonamientos de los dos ancianos y mis hábiles respuestas me daban vueltas en la cabeza. ¿Qué debía hacer? Había prometido ver a Marie en seguida ¿Qué le diría al verla? ¿Me rendiría ante su belleza y daría la espalda a mi profesión? Si la espada de Etienne Gerard se convertía en una guadaña, ¡qué día tan triste para el emperador y para Francia! ¿Acaso no era posible conciliar las dos cosas, ser un feliz marido en Normandía y un valiente soldado en cualquier otra parte? Todas esas ideas bullían en mi cerebro cuando un ruido inesperado me hizo levantar la mirada. La luna había aparecido detrás de una nube, y entonces vi al toro, justo delante de mí.
Me había dado la impresión de ser muy grande debajo del haya, pero ahora me pareció gigantesco. Era de color negro. Tenía la cabeza cerca del suelo, y la luna iluminaba sus dos ojos amenazadores e inyectados en sangre. Jamás había existido un monstruo tan horrible en ninguna pesadilla. Se movía lenta y sigilosamente en mi dirección.
Miré detrás de mí y comprendí que, en mi aturdimiento, me había adentrado mucho en el campo. Había recorrido más de la mitad, Mi refugio más cercano era la taberna, pero el toro se interponía en mi camino. Tal vez si la criatura se daba cuenta del escaso temor que me inspiraba, me dejaría pasar. Hice un gesto de desprecio y me encogí de hombros. Incluso silbé. El animal pensó que le llamaba, pues se acercó con presteza. Mantuve el rostro valerosamente vuelto hacia él, pero empecé a retroceder a gran velocidad. Cuando uno es joven y está lleno de energía, puede correr hacia atrás y seguir mirando con expresión intrépida y sonriente al enemigo. Al tiempo que corría, amenazaba al cuadrúpedo con mi bastón. Es posible que hubiera sido más prudente refrenar mi ímpetu. Él tuvo la sensación de que yo le desafiaba... realmente lo último que había pasado por mi imaginación. Fue un malentendido, pero un malentendido funesto. Con un resoplido, levantó el rabo y cargó contra mí.
¿Han visto alguna vez el ataque de un toro, amigos míos? Es un extraño espectáculo. Imaginan, quizá, que él trota o incluso galopa. No; es algo mucho peor. El animal avanza con una sucesión de saltos, cada vez más inquietantes. No hay nada que haga un ser humano que pueda asustarme. Cuando mi contendiente es un hombre, siento que la nobleza de mi actitud, la soltura y gallardía con que me enfrento a él, contribuirán en gran medida a desarmarlo. Puedo hacer cualquier cosa que haga él, de modo que ¿por qué iba a temerlo? Pero cuando uno tiene ante sí una tonelada de bovino enfurecido, el asunto es muy diferente. Se pierde toda esperanza de argumentar, dulcificar, conciliar. No hay resistencia posible. La arrogante seguridad en mí mismo se esfumó ante aquella criatura En un instante, mi rápido ingenio había sopesado todas las opciones posibles, y había decidido que no cedería terreno ante nadie, ni ante el mismísimo emperador. Sólo tenía una opción... huir.
Pero se puede huir de muchos modos. Se puede huir con dignidad o se puede huir presa del pánico. Yo lo hice, por supuesto, como un soldado. Mi porte siguió siendo magnífico, aunque mis piernas se movieran con ligereza. Toda mi apariencia era una protesta contra la situación en la que me había visto colocado. Sonreía al tiempo que corría... la amarga sonrisa del hombre valeroso que se burla de su propio destino. Si todos mis camaradas hubieran rodeado el campo, habrían seguido teniendo la misma opinión de mí al ver el desdén con que esquivaba al toro.
Pero ha llegado el momento de confesarme. Una vez que empieza la huida, por muy marcial que sea, el pánico se apodera de uno. ¿No fue eso lo que ocurrió con la Guardia Imperial en Waterloo? Lo mismo le pasó aquella noche a Etienne Gerard. Después de todo, no había nadie que observara su comportamiento... excepto aquel maldito toro. Si por un momento perdía mi dignidad, ¿quién iba a enterarse? El estruendo de las pezuñas y los espantosos resoplidos del monstruo se acercaban cada vez más a mis talones. El horror me atenazaba al pensar en una muerte tan innoble. Ante la furia brutal del cuadrúpedo, se me heló la sangre en las venas. En un instante lo olvidé todo. En el mundo sólo había dos criaturas, el toro y yo... él intentado acabar conmigo y yo luchando por escapar. Agaché la cabeza y corrí... corrí como alma que lleva el diablo.
Me dirigí a la carrera a la casa de los Ravon. Pero cuando llegué allí, comprendí súbitamente que no me servía de refugio. La puerta estaba cerrada con llave; las ventanas de la planta baja, atrancadas; el muro era muy alto en los dos lados; y el toro estaba cada vez más cerca con sus zancadas. Pero, oh, amigos míos, fue en ese momento de máximo peligro cuando Etienne Gerard alcanzó el cenit. Sólo le quedaba un camino para ponerse a salvo, y fue rápidamente elegido.
He dicho ya que la ventana del dormitorio de Marie estaba justo encima de la puerta. Las cortinas estaban echadas, pero las dos hojas se hallaban abiertas de par en par, y una luz iluminaba el cuarto. Joven y lleno de energía, sentí que podría saltar lo suficiente para alcanzar el alféizar de la ventana y escapar al peligro. El monstruo estaba a punto de rozarme cuando salté. Sin su ayuda, mi plan habría tenido éxito. Pero, en el momento en que con un esfuerzo sobrehumano me levantaba del suelo, el animal me dio un topetazo que me lanzó por los aires. Entré como un proyectil a través de las cortinas y caí a cuatro patas en el centro de la habitación.
Había, al parecer, una cama junto a la ventana, pero yo había pasado volando, sano y salvo, por encima de ella. Mientras me ponía en pie, tambaleándome, me volví hacia ella consternado, pero se encontraba vacía. Mi Marie estaba sentada en una sillita en la esquina del cuarto, y sus mejillas enrojecidas indicaban que había llorado. No hay duda de que sus padres le habían contado algo de nuestra conversación. Estaba demasiado perpleja para moverse, y me miraba boquiabierta.
-¡Etienne! -dijo con voz entrecortada-. ¡Etienne!
En un instante, volví a ser el de siempre. Sólo había una salida airosa para un caballero, y yo la tomé:
-Marie -exclamé-, ¡perdona... oh, perdona la precipitación con que he regresado! Marie, he hablado con tus padres esta noche. No podía volver al campamento sin preguntarte antes si me harías el hombre más feliz del mundo convirtiéndote en mi mujer.
Pasó mucho tiempo antes de que ella pudiera recuperar el habla: ¡estaba tan asombrada! La corriente impetuosa de su admiración arrastró muy lejos cualquier otro sentimiento.
-¡Oh, Etienne, mi maravilloso Etienne! -dijo, rodeando mi cuello con sus brazos-. ¿Ha existido alguna vez un amor como el nuestro? ¿Ha existido alguna vez un hombre como tú? Mientras estás ahí, pálido y tembloroso de pasión, eres el héroe de mis sueños. Cuánto jadeas, mi amor; y ¡qué magnífico el salto que te ha traído a mis brazos! Justo cuando entrabas por la ventana, había oído el ruido de los cascos de tu caballo en el exterior.
No había nada más qué explicar y, cuando uno acaba de prometerse en matrimonio, los labios sirven para otras cosas. Pero se oyeron carreras por el pasillo y alguien aporreó los paneles. Con el estrépito de mi llegada, los dos ancianos habían corrido al sótano para ver si el barril de sidra se había caído de su sustentáculo, pero ahora habían vuelto y estaban impacientes por entrar. Abrí la puerta de un golpe y los recibí de la mano de Marie.
-¡Aquí tienen a su hijo! -exclamé.
¡Ah, cuánta alegría había llevado a aquel hogar tan humilde! Todavía soy feliz al recordarlo. No pareció extrañarles demasiado que yo entrara volando por la ventana, pues ¿qué pretendiente podía haber más exaltado que un aguerrido húsar? Y si la puerta está cerrada, ¿qué otro camino queda sino la ventana? Una vez más, los cuatro nos reunimos en la sala, mientras sacaban la botella llena de telarañas y extendían ante mí las viejas glorias de la Casa de Ravon. Una vez más, contemplé el techo de gruesas vigas, las caras sonrientes de los dos ancianos, el círculo dorado de la luz de la lámpara, y a ella, mi Marie, la esposa de mi juventud, a la que conquisté de un modo tan extraño y luego conservé tan poco tiempo a mi lado.
Era tarde cuando nos despedimos. El anciano me acompañó al vestíbulo.
-Puede ir por la entrada principal o por la puerta trasera -dijo-. El camino es más corto por detrás.
-Creo que saldré por delante -respondí-. Es posible que tarde un poco más, pero así tendré más tiempo para pensar en Marie.
* Se refiere a Guillermo I el Conquistador, antes duque de Normandía, que en el año 1066 invadió y conquistó Inglaterra.
* Se refiere a Nicolás Davout, duque de Auerstedt, príncipe de Eckmühl y mariscal de Francia (1770-1823), vencedor de los prusianos en 1806 y de los austríacos en 1809
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