GEORGE GISSING (1857-1903)
Nació en Wakefield, hijo de un farmacéutico. Huérfano de padre a los trece años, pese a los apuros económicos de la familia, consiguió acceder al Owens College de Manchester. Truncó, sin embargo, una prometedora carrera académica cuando en 1876 fue despedido por haber robado dinero para ayudar a empezar una nueva vida a una prostituta, con la que emigró a Estados Unidos y con la que acabaría casándose. Un año después volvería a Inglaterra, donde trabajaría como tutor. Sus comienzos en la literatura fueron muy duros y publicó una serie de novelas sin éxito: Workers in the Dawn (1880), The Unclassed (1884), Demos (1886), y The Nether World (1889); su matrimonio con la ex prostituta fue una fuente de penurias hasta la muerte de ésta en 1888. Posteriormente, viviría otro matrimonio desgraciado con una mujer de humilde origen, con la que tendría dos hijos, y sólo encontraría la felicidad al final de su vida, al lado de Gabrielle Fleury. Gissing recoge la tradición de las condition of England novels (Gaskell, Dickens), de contenido social y propósito reformista, aunque sin sentimentalismos ni concesiones, y en algún sentido se ha dicho de él que es el Zola inglés. Con New Grub Street (1891), la más famosa de sus obras, una negra visión de la bohemia londinense, obtuvo finalmente reconocimiento y prestigio. A ella siguieron, entre otras, Denzil Quarrier (1892), Born in Exile (1892), Mujeres sin pareja (1893), sobre la cuestión del feminismo, In the Year of Jubilee (1894) y The Crown of Life (1899). Escribió, asimismo, numerosos cuentos a lo largo de su carrera; «El padre escrupuloso» (The Scrupulous Father) se publicó por primera vez en Truth, en 1900, y más tarde formaría parte de The House of Cobwebs and Other Stories (1906). Gissing murió en San Juan de Luz.
El padre escrupuloso
Era día de mercado en la pequeña ciudad; a la una en punto, un grupo de aldeanos rodeaba la mesa de El Galgo, atraído por sus apetitosos olores y la espuma de su cerveza ambarina. En otro comedor menos espacioso, preparado para dar cabida a quienes no tenían sitio en el principal, se sentaban -además de tres clientes habituales- dos personas de aspecto muy diferente: un hombre de mediana edad, calvo, delgado, anodino, aunque de lo más respetable, a juzgar por su modales y por su vestimenta, y una joven, sin duda hija suya, de veintitantos años, casi treinta, cuyo sencillo vestido parecía armonizar con un rostro de serena belleza y unos ademanes tímidos no exentos de gracia. Mientras esperaban la comida, conversaban en voz baja; sus breves comentarios y exclamaciones hablaban de un largo paseo desde el balneario que había en la costa, a escasas millas. A su manera tranquila, parecían haber disfrutado, y era evidente que almorzar en una posada era para ellos una especie de aventura. La joven arregló con cierta torpeza el ramo de flores silvestres que había cogido, y lo colocó en un vaso de agua para que no perdiera su frescor. Cuando llegó una mujer con las viandas, padre e hija guardaron silencio; después de unos momentos de indecisión y de miradas mutuas, empezaron, algo nerviosos, a comer con apetito.
Apenas habían recobrado su modesta confianza cuando se oyó en la entrada una voz viril, canturreando alegremente, y los dos advirtieron la presencia de un joven alto, pelirrojo y cualquier cosa menos guapo, acalorado y sudoroso del sol del camino. Su chaqueta abierta dejaba ver una camisa azul de algodón sin chaleco, llevaba en la mano un viejo sombrero de paja, y una gruesa capa de polvo cubría sus botas. Cualquiera habría pensado que se trataba de un turista de los más ruidosos, y su potente «¡Buenos días!» al entrar sonó como una grave amenaza contra la intimidad; por otro lado, la rapidez con que se abrochó la chaqueta, así como la discreta elección de un lugar lo más alejado posible de los dos comensales a los que su llegada perturbaba, indicaba cierto tacto. Ambos habían respondido a su saludo con un murmullo casi inaudible. Con los ojos fijos en el plato, padre e hija hicieron caso omiso de él; el joven, sin embargo, se aventuró a hablar de nuevo.
-¡Menudo ajetreo tienen hoy! No queda un solo sitio en el otro comedor.
Su intención fue pedirles disculpas, y no se había dirigido a ellos con descortesía. Tras unos instantes de silencio, el hombre calvo y respetable respondió secamente:
-Estamos en un lugar público, que yo sepa.
El intruso se quedó callado. Pero miró a la joven en más de una ocasión y, después de cada escrutinio furtivo, su rostro vulgar mostraba cierta inquietud, una solicita preocupación. La única vez que miró al mudo progenitor fue arqueando las cejas de un modo despectivo.
No tardó en aparecer otro huésped, un campesino corpulento, que se dejó caer en una silla que crujía renegando de la ola de calor. El caminante de cabellos pelirrojos entabló conversación con él. Hablaron de la cerveza Estuvieron de acuerdo en que la local era extraordinariamente buena, y los dos encargaron una segunda pinta. ¿Qué sería de Inglaterra -decían ambos- sin su cerveza? ¡Deberían sentir vergüenza los miserables traficantes que aguaban o envenenaban esa noble bebida! ¡Y qué fría estaba! ¡Ah! ¡A la temperatura de la bodega! El joven pelirrojo propuso una tercera jarra.
Los dos hombres habían emprendido sólo a medias su feroz ataque a la comida y la bebida cuando padre e hija, tras intercambiar unos breves murmullos, se pusieron en pie para marcharse. Después de abandonar la habitación, la joven se dio cuenta de que había olvidado las flores; pero no se atrevió a regresar en su busca y, consciente de que a su padre no le agradaría hacerlo, se abstuvo de decirle nada.
-¡Qué lástima! -exclamó el señor Whiston (que era su respetable apellido), mientras se alejaban paseando-. Al principio parecía que nuestro almuerzo iba a ser realmente tranquilo y agradable.
-A mí me ha gustado, de todas formas -repuso su acompañante, que se llamaba Rose.
-La bebida, ¡qué hábito tan detestable! -añadió el padre con severidad (él había tomado agua, como siempre)-. Y la cerveza, ¡mira lo vulgar y grosera que vuelve a la gente!
El señor Whiston se estremeció. Rose, sin embargo, no parecía estar tan de acuerdo con él como otras veces. Miraba al suelo, y apretaba los labios con cierta firmeza. Cuando empezó a hablar, cambió de tema.
Eran londinenses. El señor Whiston trabajaba de delineante en el despacho de un editor geográfico; aunque sus ingresos eran modestos, había practicado siempre una rígida economía, y la posesión de un pequeño capital familiar le ponía a salvo de cualquier vicisitud. Profundamente consciente de los límites sociales, se sentía muy agradecido de que no hubiera nada vergonzoso en su empleo, que podía considerarse con justicia una profesión, y cultivaba su sentido de la respetabilidad tanto por el bien de Rose como por el suyo propio. Ella era su única hija; la madre de la joven había fallecido hacía algunos años. Todos sus parientes, tanto paternos como maternos, reivindicaban ser gente de buena familia, aunque sólo lo respaldara el más pequeño margen de independencia económica. La muchacha había crecido en un ambiente poco propicio al desarrollo intelectual, pero había recibido una educación bastante buena y la naturaleza la había dotado de inteligencia. Percibía la escrupulosidad de su padre y el verdadero cariño que éste le profesaba, lo que le impedía criticar abiertamente los principios que regían su existencia; de ahí su costumbre de meditar en soledad, algo que alentaba, al tiempo que combatía, la dulce timidez del carácter de Rose.
El señor Whiston rehuía la sociedad, temeroso siempre de no recibir el trato que merecía; en su fuero interno, mientras tanto, deploraba las escasas oportunidades sociales que se le presentaban a su hija, y se pasaba la vida ideando planes ventajosos para ella, planes que jamás iban más allá de la mera especulación. Vivían en una pequeña casa de un barrio al oeste de la ciudad, un hogar en el que brillaban todas las virtudes domésticas; pero apenas una docena de personas cruzaban su umbral al año. Las dos o tres amigas de Rose desconfiaban tanto como ella del mundo. Una acababa de contraer matrimonio después de un larguísimo noviazgo; y Rose todavía temblaba de emoción al recordarlo, y seguía preguntándose asustada si la novia sería feliz. Su propio matrimonio era un hecho tan inconcebible que la mera idea de pensar en él parecía algo presuntuoso, además de completamente irracional.
Todos los inviernos, el señor Whiston hablaba de los lugares nuevos que él y Rose visitarían con la llegada de las vacaciones; y todos los veranos se acobardaba ante cualquier audaz innovación, y proponía a su hija volver al mismo pueblo de la costa oeste, a la casa de huéspedes que tan bien conocían. No era el mejor ambiente para ninguno de los dos, que necesitaban estímulos tanto físicos como morales; pero sólo se percataban de esto cuando volvían a casa, con un largo y monótono año por delante. Y era tan agradable sentirse bienvenido, respetado; recibir las sonrientes reverencias de los comerciantes; hablar con cierta condescendencia, con la seguridad de que sería apreciada El señor Whiston saboreaba estos detalles y Rose, en ese sentido, no era muy diferente de él.
Hoy era su último día de vacaciones. Habían tenido un tiempo maravilloso desde el principio hasta el fin; y el sol había hecho algo más que rozar las mejillas de Rose, lo que sentaba muy bien a su serena belleza. Era la típica joven inglesa, bastante alta y, más que hermosa, atractiva; solía llevar la cabeza inclinada, y sus movimientos delataban una falta de confianza en sí misma que no era sino el fruto de una vida solitaria. De sus rasgos, destacaban los labios, cuyo contorno perfecto reflejaba dulzura sin debilidad de carácter. Era esa clase de muchacha que alcanza su plenitud al acercarse a los treinta años. Rose había empezado a conocerse a sí misma; sólo necesitaba una oportunidad para actuar de acuerdo con sus principios.
Un tren los llevaría de vuelta al balneario. En la estación, Rose se sentó a la sombra mientras su padre, que era terriblemente miope, escudriñaba las publicaciones del quiosco de libros. Bastante cansada después de la caminata, la joven estaba trazando distraídamente un dibujo con la punta de su sombrilla cuando alguien se acercó y se puso delante de ella. Alarmada, levantó los ojos y reconoció al hombre pelirrojo de la posada.
-Dejó usted estas flores en un vaso de agua que había en la mesa. Espero que no le parezca una descortesía, pero ¿las dejó allí a propósito?
Tenía las flores en la mano, y había protegido cuidadosamente los tallos con un trozo de papel. Por unos instantes, Rose fue incapaz. de contestar; miró a su interlocutor, sintió cómo le ardían las mejillas y, completamente azorada, dijo lo primero que se le ocurrió.
-¡Oh!... ¡Gracias! Me olvidé de ellas. Es usted muy atento.
Sus manos se rozaron cuando ella cogió el ramo. Sin decir nada más, el joven se dio media vuelta y se alejó dando zancadas.
El señor Whiston no había sido testigo de aquella escena. Cuando se acercó, Rose le enseñó las flores riendo.
-¡Qué amable! Me olvidé de ellas, ¿sabe?, y alguien de la posada me las ha traído.
-Todo un detalle por su parte -respondió encantado el padre-. Un lugar muy agradable, esa posada. Regresaremos... algún día. Conviene alentar semejantes muestras de cortesía; no son nada frecuentes en la actualidad.
El hombre pelirrojo viajó en el mismo tren que ellos, aunque en diferente vagón. Rose lo vio en el balneario. Estaba enfadada consigo misma por no haberle agradecido lo suficiente su amabilidad; tenía la impresión de que no le había dado las gracias. ¡Qué absurdo, a su edad, ser incapaz de dominar sus emociones! Al mismo tiempo, se quedó pensando en las palabras de su padre: «criaturas vulgares y groseras», y eso le indignó aún más que su propia conducta. El desconocido no era en absoluto vulgar, y estaba lejos de ser grosero. Incluso sus comentarios sobre la cerveza (recordaba todos y cada uno de ellos) habían sido más graciosos que ofensivos. ¿Se trataba de un caballero? Esta pregunta la inquietó; implicaba una definición tan técnica, y tenía tantas dudas de cuál sería la respuesta. Era ostensible que se había comportado como un caballero; pero su voz carecía de algo... ¿Vulgar? ¿Grosero? ¡No, no, no! Lo cierto es que su padre era demasiado severo, por no decir poco caritativo. Aunque tal vez estuviera pensando en el campesino corpulento... ¡Eso debía de ser!
De repente se sintió muy abatida. En la casa de huéspedes, se sentó en su dormitorio y contempló el mar a través de la ventana abierta. Le invadía un sentimiento de desánimo, casi desconocido hasta entonces; y echaba a perder el cielo azul y la suave línea del horizonte. Pensó con tristeza en el viaje de regreso al día siguiente, en su casa de las afueras, en la interminable monotonía que le esperaba. Las flores estaban en su regazo; aspiró su aroma y soñó despierta con ellas. Y entonces, !qué extraña incongruencia!, la cerveza acudió a su pensamiento.
Entre el té y la cena, ella y su padre se quedaron en la playa El señor Whiston estaba leyendo. Rose fingía pasar las páginas de un libro. De pronto, tan inesperadamente para ella como para su acompañante, la joven rompió el silencio.
-Padre, ¿no cree que tenemos demasiado miedo de hablar con extraños?
-¿Demasiado miedo?
El señor Whiston estaba perplejo. Había olvidado por completo el incidente del restaurante.
-Bueno... ¿Qué hay de malo en sostener una pequeña conversación cuando se está lejos de casa? En la posada de hoy, recuerde, no puedo evitar pensar que hemos estado bastante... quizá un poco... demasiado silenciosos.
-Mi querida Rose, ¿acaso deseabas hablar de la cerveza?
La joven se sonrojó, pero repuso con mayor intensidad:
-Por supuesto que no. Pero cuando el primer caballero entró, ¿no habría sido lógico intercambiar con él unas cuantas palabras amistosas? Estoy segura de que no habría hablado de cerveza con nosotros.
-¿El caballero? No vi a ningún caballero, querida. Supongo que era un humilde oficinista, o algo parecido, y no tenía nada que decirnos.
-Pero nos dio los buenos días, y se disculpó por sentarse en nuestra mesa. No tenía por qué haberlo hecho.
-Precisamente. A eso me refiero -replicó el señor Whiston, satisfecho-. Mi querida Rose, si yo hubiera estado solo, tal vez habría hablado un poco con él, pero, contigo delante, era imposible. Uno tiene que extremar sus cuidados. Un hombre como él se tomaría toda clase de libertades. A esa clase de personas hay que mantenerlas a distancia.
Después de una pequeña pausa, Rose añadió con una firmeza poco común en ella:
-Estoy convencida, padre, de que no se habría tomado la menor libertad. Tengo la impresión de que sabía muy bien cómo comportarse.
El señor Whiston se sintió aún más perplejo. Cerró el libro para meditar sobre aquel nuevo problema.
-Uno tiene que establecer ciertas reglas -declaró sentenciosamente-. Nuestra posición, Rose, como te he explicado a menudo, es muy delicada. Todos los cuidados son pocos para una dama de tu condición. Tus compañeros naturales viven rodeados de riquezas; desgraciadamente, no puedo convertirte en una joven adinerada. Tenemos que defender nuestra dignidad, querida hija. Lo cierto es que no es seguro hablar con extraños... y menos en una posada. Sólo tienes que recordar aquella repulsiva conversación sobre la cerveza.
Rose guardó silencio. Su padre sopesó un poco más la situación, se sintió tranquilo y volvió al libro.
A la mañana siguiente llegaron temprano a la estación, a fin de conseguir buenos asientos para el largo viaje a Londres. Casi hasta el último momento, creyeron que irían solos en el compartimento. Pero de pronto se abrió la portezuela, una bolsa voló hasta el asiento y, detrás de ella, apareció un hombre acalorado y jadean te, un hombre pelirrojo, que los dos viajeros reconocieron en seguida.
-¡Pensé que había perdido el tren! -exclamó el intruso alegremente.
El señor Whiston volvió la cabeza con expresión contrariada. Rose se quedó inmóvil, con la vista clavada en el suelo. El desconocido se enjugó la frente en silencio.
Miró a Rose; la miró una y otra vez. Y Rose fue consciente de cada mirada. No se le ocurrió sentirse ofendida. Al contrario, un tímido placer embargó su ánimo, y éste se vio intensificado cada vez que los ojos del desconocido se posaban en ella. Ella no le miró; y, sin embargo, podía verlo. ¿Tenía un rostro vulgar?, se preguntó. Tal vez no fuera guapo, pero decididamente no era vulgar. El cabello pelirrojo, pensó, no era de un color demasiado encendido; su tonalidad no le disgustaba. El joven tarareaba una canción; parecía tener esa costumbre, sin duda una muestra de sano optimismo. Entretanto, el señor Whiston seguía muy envarado en su rincón, contemplando el paisaje, todo un modelo de muda respetabilidad.
En la primera parada, entró otro hombre. Esta vez, con toda seguridad, un viajante de comercio. No tardó en enfrascarse en un diálogo con Rufus*. El viajante se quejó de que todos los compartimentos de fumadores estuvieran llenos.
-¡Caramba! -exclamó Rufus, con una carcajada-. Eso me recuerda que yo quería fumar. Lo había olvidado; subí tan de prisa...
La «especialidad» del viajante era el tabaco; así que hablaron de tabaco... y Rufus lo hizo con entusiasmo. Luego la conversación se hizo más general.
-Le envidio -exclamó Rufus-, siempre viajando de un lugar a otro. Yo trabajo en una horrible oficina, y sólo tengo quince días de vacaciones al año. ¡Pero las disfruto, se lo aseguro! Hoy es mi último día, ¡mala suerte! Estoy pensando en emigrar, ¿tiene algún consejo que darme sobre las colonias?
El joven explicó cómo había pasado las vacaciones. Rose no se perdió una sola palabra, y su corazón vibró de simpatía ante el amor a la libertad que él manifestaba. No le importaba que, de vez en cuando, su lenguaje fuese vulgar; el tono era varonil y sincero, y ponía de manifiesto cierta ingenuidad nada común en los hombres, fuesen o no caballeros. En un momento determinado, la muchacha sintió el impulso de mirar fugazmente su rostro. Después de todo, ¿era tan poco atractivo? Sus facciones le parecía que tenían cierta finura que no había advertido antes.
-Intentaré encontrar sitio en un vagón de fumadores -dijo el viajante de comercio, mientras el tren aminoraba la marcha y entraba en una estación muy concurrida.
Rufus vaciló. Su mirada recorrió el compartimento.
-Yo creo que me quedaré donde estoy -exclamó finalmente.
En ese mismo momento, por primera vez, Rose se tropezó con sus ojos. Y se dio cuenta de que éstos no se apartaban de ella en seguida; tenían una expresión muy singular, como si sonrieran para pedirle perdón por su audacia. Y Rose, a pesar de volver la vista a otro lado, le contestó con una sonrisa.
El tren se detuvo. El viajante de comercio se apeó. Rose, inclinándose hacia su padre, le dijo en voz baja que tenía sed; ¿no le traería un vaso de leche o una limonada? Aunque poco dispuesto a hacer semejantes recados, el señor Whiston se vio obligado a acceder; se dirigió a toda prisa a la cantina de la estación.
Y Rose sabía lo que iba a ocurrir; lo sabía perfectamente. Sentada muy erguida, sin fijar la vista en nada, sintió cómo se le acercaba el joven, ahora a solas con ella. Lo vio a su lado; oyó su voz.
-No puedo evitarlo. Necesito hablar con usted, ¿me deja?
Rose balbuceó una respuesta.
-Fue tan amable al traerme las flores. Y no se lo agradecí debidamente.
-Ahora o nunca -prosiguió el joven en tono agitado-. ¿Me permite que le diga mi nombre? ¿Me dará el suyo?
El silencio de Rose mostró su consentimiento. El osado Rufus arrancó una página de una libreta, escribió rápidamente su nombre y dirección, y se la dio a Rose. Después arrancó otra página, se la entregó a la muchacha con el lápiz y, en unos segundos, tenía el preciado trozo de papel bien seguro en su bolsillo. Apenas habían terminado la transacción cuando entró un desconocido. El joven volvió de un salto a su rincón, justo a tiempo para ver el regreso del señor Whiston, vaso en mano.
Durante el resto del viaje, el estado de ánimo de Rose fue de lo más extraño. No se sentía nada avergonzada de sí misma. Tenía la impresión de que lo ocurrido era completamente inocente y natural. Lo extraordinario era tener que estar sentada en silencio y con el rostro impasible, a escasa distancia de una persona con la que deseaba fervientemente conversar. Un repentino fulgor había hecho que la vida pareciera muy diferente. Creía interpretar un papel en una grotesca comedia, en vez de vivir en un mundo de crudas realidades. El decoroso silencio de su padre le resultaba absurdo e intolerable. Podría haber estallado en carcajadas; en algunos momentos, el deseo de rebelarse la hacía sentirse indignada, molesta, temblorosa. Percibió la fría mirada de superioridad con que el señor Whiston parecía examinar a los demás ocupantes del compartimento. Se quedó estupefacta. Sentía como si su padre fuera un extraño. El señor Whiston echó la cabeza hacia adelante y le hizo un comentario de lo más trivial; a duras penas se dignó contestarle. Su criterio sobre la conducta y el carácter habían sufrido un brusco y extraordinario cambio. Habiendo justificado sin la menor sombra de duda su increíble proceder, juzgaba todo y a todos con un nuevo patrón misteriosamente adquirido. Ya no era la Rose Whiston de ayer. Su antiguo ser era alguien a quien debía compadecer. Sentía una felicidad indescriptible y, al mismo tiempo, un miedo cada vez más intenso.
El miedo predominaba; fue un verdadero tormento para ella ver aparecer las calles de Londres, a uno y otro lado. Doblado muy pequeño, y aplastado dentro de su palma, el trozo de papel con la inscripción aún sin leer parecía quemarle la mano. Una, dos, tres veces, su mirada tropezó con la de su amigo. Él sonreía alegre, valerosamente, con el claro propósito de animarla. Conocía mejor el rostro del joven que el de cualquiera de sus viejos amigos; percibía en él una belleza varonil. Tenía que hacer un gran esfuerzo para no darse media vuelta, y desplegar y leer lo que él había escrito. El tren disminuyó de velocidad y se detuvo. Sí, habían llegado a Londres. Debía levantarse y salir de allí. Una vez más sus ojos se encontraron. Después, sin que pudiera recordar el menor intervalo, se encontró en el metropolitano**, dirigiéndose a su hogar en las afueras de la ciudad.
Un fuerte dolor de cabeza la obligó a acostarse temprano. Bajo su almohada, había un pedacito de papel con un nombre y una dirección que no era probable que ella olvidara. Y aquella noche de sueños agitados fue un verdadero suplicio para Rose. ¡Ya no podía aplaudirse a sí misma! ¡Adiós a su valor, a su nueva energía! Se vio con los ojos de antes, y se sintió profundamente avergonzada.
¿De quién era la culpa? Se lo preguntó al amanecer, empujada por la amargura del sufrimiento. ¿Qué clase de vida era la suya en aquel pequeño mundo de asfixiante respetabilidad? Prohibido esto, prohibido lo otro; permitido... el orgullo de ser una dama. Y ella no lo era, después de todo. ¿Qué dama habría intercambiado nombre y dirección con un desconocido en un vagón de tren? Ya escondidas, además, para que a su padre le pasara inadvertido. Pero, si no era una dama, ¿qué era? Aquello significaba el fracaso más absoluto de su educación. El único fin para el que había vivido se había frustrado. Era una joven de lo más vulgar... que hacía buena pareja, sin duda, con un descarado oficinista, cuya ruidosa conversación giraba en torno a la cerveza y al tabaco.
Esto la detuvo. Impulsada a defender a su amigo, que, aunque oficinista, no era un hombre vulgar ni descarado, sintió cómo recobraba su dignidad. La lucha interior continuó horas y horas; la dejó exhausta, contrarrestó el saludable efecto del sol y del mar, y la dejó pálida y sin fuerzas.
-Me temo que el viaje de ayer fue demasiado para ti -exclamó el señor Whiston, después de observar lo silenciosa que estaba al día siguiente por la tarde.
-No tardaré en recuperarme -contestó ella, fríamente.
El padre, intranquilo, se quedó pensativo. No había olvidado la sorprendente opinión que Rose había expresado después de su almuerzo en la posada. El cariño le hacía muy, vulnerable a cualquier cambio en la conducta de la joven. El próximo verano tenían que encontrar un lugar que resultara más tonificante. Sí, sí; era evidente que Rose necesitaba algo más tonificante. Aunque siempre se sentía mejor cuando llegaba el frío.
Al día siguiente, le llegó el turno de estar preocupada a la hija. El rostro del señor Whiston, de repente, reflejó una severa indignación. Estaba muy distraído; apenas dijo nada cuando se sentó a la mesa; tenía tics nerviosos, y trataba de contener unos murmullos que parecían de rabia. Todo eso se repitió al día siguiente, y Rose empezó a inquietarse seriamente. No podía evitar relacionar el extraño comportamiento de su padre con el secreto que atormentaba su corazón.
¿Habría ocurrido algo? ¿Había visto su amigo al señor Whiston? ¿Le habría escrito?
Había esperado temblorosa todas las llegadas del correo. Era probable... y más que probable... que él le dirigiera una misiva; pero, de momento, no había recibido ninguna. Transcurrió una semana, y no llegó nada. Su padre volvía a ser el mismo de siempre; era obvio que ella no había adivinado la causa de su enfado. Pasaron diez días, y no llegó ninguna carta.
Era sábado por la tarde. El señor Whiston regresó a casa a la hora del té. Nada más verlo, su hija comprendió que la inquietud y la ira se habían adueñado nuevamente de él. Rose se estremeció, y estuvo a punto de echarse a llorar, pues la incertidumbre le había alterado los nervios.
-Me siento obligado a hablarte de un asunto muy desagradable -empezó a decir el señor Whiston, mientras tomaban el té-, un asunto realmente desagradable. Mi único consuelo es que posiblemente dirimirá una pequeña discusión que tuvimos en el balneario.
Tal como solía hacer cuando expresaba una opinión importante (y el señor Whiston rara vez expresaba alguna que no lo fuera), hizo una larga pausa, mientras acariciaba su barba rala con los dedos. La demora irritó a Rose, hasta resultarle casi insoportable.
-El hecho es que -prosiguió finalmente- hace una semana recibí la carta más increíble... la carta más insolente que he leído en toda mi vida. Su remitente era aquel ruidoso bebedor de cerveza que nos molestó en la posada cuando queríamos estar a solas... ¿te acuerdas? Empezaba explicándome quién era y.. no sé si podrás creerlo, ¡tenía el descaro de decir que deseaba conocerme! ¡Qué carta tan insólita! Como es natural, la dejé sin respuesta, lo único decente que podía hacer. Pero el joven me escribió de nuevo, preguntándome si había recibido su proposición. Esta vez le contesté, muy secamente, para saber cómo había averiguado mi nombre. Además, ¿qué motivos le había dado yo para suponer que deseaba volver a verlo? Su réplica fue un ultraje aún mayor que su primera ofensa. Me explicaba con toda franqueza que, para descubrir mi nombre y dirección, ¡nos había seguido hasta casa desde la estación de Paddington! Y, como si eso no fuera bastante horrible, seguía diciendo... francamente, Rose, creo que debo pedirte disculpas, pero no tengo otra elección que repetirte sus palabras. Lo cierto es que el joven me comunica que sólo desea conocerme ¡para poder conocerte a ti! Lo primero que se me ocurrió fue llevar la carta a la policía. Tal vez lo haga; sobre todo si vuelve a escribir. Ese hombre debe de estar loco... es posible que sea peligroso. Quizá esté merodeando por los alrededores de la casa. Me veo obligado a advertirte de que existe esa desagradable posibilidad.
Rose removía su té; y también sonreía. Siguió removiendo y sonriendo sin ser consciente de ninguna de las dos cosas.
-¿Te parece divertido? -inquirió su padre, en tono solemne.
-¡Vamos, padre! Lamento, por supuesto, que le hayan molestado
La voz y el rostro de la joven denotaban tan poco pesar que el señor Whiston la miró enojado. Su silencio cargado de expectación fue el origen de uno de aquellos axiomas admonitorios que hasta entonces habían regido la vida de su hija.
-Querida, te aconsejo que nunca tomes a broma los asuntos relacionados con el decoro. ¿Acaso puede haber un ejemplo mejor de lo que he repetido tantas veces... que, por nuestro propio bien, estamos obligados a guardar cierta distancia con los desconocidos?
-Padre...
Rose empezó con firmeza, pero se le quebró la voz.
-¿Qué ibas a decir, Rose?
La muchacha hizo acopio de todo su valor.
-¿Me deja ver las cartas?
-Desde luego. No existe el menor inconveniente.
Sacó del bolsillo los tres sobres y se los entregó a su hija. Con manos temblorosas, Rose desdobló la primera; estaba escrita con una letra clara de hombre de negocios, y la firmaba «Charles James Burroughs». Cuando terminó de leerlas, la joven preguntó dulcemente:
-Padre, ¿está seguro de que estas cartas son insolentes?
El señor Whiston guardó silencio mientras se pasaba los dedos por la barba
-¿Qué duda puede haber?
-A mí me parecen muy respetuosas y sinceras -prosiguió Rose tímidamente.
-¡Me asombras, querida! ¿Es respetuoso que te obliguen a conocer a un extraño del que no quieres saber nada? La verdad es que no te entiendo, Rose. ¿Dónde está tu sentido de la decencia? Un joven ruidoso y vulgar que habla de cerveza y de tabaco... ¡un humilde oficinista! ¡Y tiene la osadía de escribirme que desea entablar amistad con mi hija! ¿Respetuosas? ¿Sinceras? ¿Lo dices en serio?
Cuando el señor Whiston se excitaba hasta el punto de perder su decorosa gravedad, empezaba a resoplar; y en esos momentos, no resultaba nada imponente. Rose no levantó la mirada del suelo. Sintió su fuerza una vez más, la fuerza de una rebeldía justificada y racional contra la tiránica decencia que el señor Whiston veneraba.
-Padre...
-¿Sí, querida?
-Sólo hay una cosa que no me gusta en esas cartas... porque es mentira.
-No te entiendo.
Rose se puso roja como la grana. Se le crisparon los nervios; la audacia de sus palabras convertía en ridículo su apocamiento.
-El señor Burroughs asegura que nos siguió a casa desde Paddington para averiguar dónde vivíamos. Y no es cierto. Me preguntó mi nombre y dirección en el tren, y me dio los suyos.
El padre dejó escapar un grito ahogado.
-¿Te preguntó ...? ¿Le diste...?
-Todo ocurrió cuando usted bajó a la cantina de la estación -prosiguió la joven con un aplomo increíble, como si fuera lo más natural-. Tenía que haberle contado, también, que el señor Burroughs fue quien me trajo las flores que había olvidado en la posada. Usted no vio cómo me las entregaba en el andén.
El padre la miró fijamente.
-Pero, Rose, ¿qué significa todo esto? ¡Me dejas asombrado! Continúa, te lo ruego. Y luego ¿qué?
-Nada, padre.
La muchacha, de pronto, se sintió embargada de tantas y tan confusas emociones que abandonó la silla y salió precipitadamente del cuarto.
Antes de que el señor Whiston regresara a sus dibujos geográficos el lunes por la mañana, había tenido una larga conversación con Rose, y otra aún más larga consigo mismo. No le resultó fácil comprender lo justa que era la lucha de su hija contra el decoro; lo cierto es que tuvieron que pasar muchos días antes de que consintiera hacer algo más que pedir informes de Charles James Burroughs, y de que permitiera a ese joven extenderse en más detalles sobre sí mismo por escrito. Rose triunfó gracias al silencio. Después de defenderse contra la acusación de deshonestidad, se negó a hablar de sus propias inclinaciones o de los derechos del señor Burroughs; y su muda paciencia surtió efecto en su escrupuloso aunque tierno padre.
-Estoy dispuesto a admitir, querida -dijo el señor Whiston una noche, á propos de nada-, que la mentira que escribió ese joven en la carta denota cierta delicadeza.
-Gracias, padre -se limitó a responder Rose, dulcemente.
Y al día siguiente, el padre envió por correo una invitación de lo más ceremoniosa, digna y formal, que trajo consecuencias.
* «Rojo» en latín. Sobrenombre dado a algunos hombres pelirrojos o de tez rubicunda.
** El metro de Londres, el más antiguo del mundo, empezó a funcionar en 1863 con locomotoras de vapor
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