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sábado, 16 de febrero de 2008

FRANKENSTEIN - VOL.I - MARY W. SHELLEY

FRANKENSTEIN
Mary W. Shelley



VOLUMEN I

Prólogo

El suceso en el cual se fundamenta este relato imaginario ha sido considerado por el
doctor Darwin y otros fisiólogos alemanes como no del todo imposible. En modo alguno
quisiera que se suponga que otorgo el mínimo grado de credibilidad a semejantes fantasías;
sin embargo, al tomarlo como base de una obra fruto de la imaginación, no considero
haberme limitado simplemente a enlazar, unos con otros, una serie de terrores de índole
sobrenatural. El hecho que hace despertar el interés por la historia está exento de las
desventajas de un simple relato de fantasmas o encantamientos. Me vino sugerido por la
novedad de las situaciones que desarrolla, y, por muy imposible que parezca como hecho
físico, ofrece para la imaginación, a la hora de analizar las pasiones humanas, un punto de
vista más comprensivo y autorizado que el que puede proporcionar el relato corriente de
acontecimientos reales. Así pues, me he esforzado por mantener la veracidad de los elementales
principios de la naturaleza humana, a la par que no he sentido escrúpulos a la
hora de hacer innovaciones en cuanto a su combinación. La Ilíada, el poema trágico de
Grecia; Shakespeare en La tempestad y El sueño de una noche de verano; y sobre todo
Milton en El paraíso perdido se ajustan a esta regla. Así pues, el más humilde novelista
que intente proporcionar o recibir algún deleite con sus esfuerzos puede, sin presunción,
emplear en su narrativa una licencia, o, mejor dicho, una regla, de cuya adopción tantas
exquisitas combinaciones de sentimientos humanos han dado como fruto los mejores
ejemplos de poesía.
La circunstancia en la cual se basa mi relato me fue sugerida en una conversación trivial.
Lo comencé en parte como diversión y en parte como pretexto para ejercitar cua lquier
recurso de mi mente que aún tuviera intacto. A medida que avanzaba la obra, otros
motivos se fueron añadiendo a éstos. En modo alguno me siento indiferente ante cómo
puedan afectar al lector los principios morales que existan en los sentimientos o caracteres
que contiene la obra. Sin embargo, mi principal preocupación en este punto se ha
centrado en la eliminación de los efectos enervantes de las novelas de hoy en día, y en
exponer la bondad del amor familiar, así como la excelencia de la virtud universal. Las
opiniones que lógicamente surgen del carácter y situación del héroe en modo alguno deben
considerarse siempre como convicciones mías; ni se debe extraer de las páginas que
siguen conclusión alguna que prejuicie ninguna doctrina filosófica del tipo que fuera.
Es además de gran interés para la autora el hecho de que esta historia se comenzara en
la majestuosa región donde se desarrolla la obra principalmente, y rodeada de personas
cuya ausencia no cesa de lamentar. Pasé el verano de 1816 en los alrededores de Ginebra.
La temporada era fría y lluviosa, y por las noches nos agrupábamos en torno a la chimenea.
Ocasionalmente nos divertíamos con historias alemanas de fantasmas, que casua lmente
caían en nuestras manos. Aquellas narraciones despertaron en nosotros un deseo
juguetón de emularlos. Otros dos amigos (cualquier relato de la pluma de uno de ellos resultaría
bastante más grato para el lector que nada de lo que yo jamás pueda aspirar a
crear) y o nos comprometimos a escribir un cuento cada uno, basado en algún acontecimiento
sobrenatural.
Sin embargo, el tiempo de repente mejoró, y mis dos amigos partieron de viaje hacia
los Alpes donde olvidaron, en aquellos magníficos parajes, cualquier recuerdo de sus espectrales
visiones. El relato que sigue es el único que se termino.

CARTA 1

A la señora SAVILLE, Inglaterra
San Petersburgo, 11 de diciembre de 17...


Te alegrarás de saber que ningún percance ha acompañado el comienzo de la empresa
que tú contemplabas con tan malos presagios. Llegué aquí ayer, y mi primera obligación
es tranquilizar a mi querida hermana sobre mi bienestar y comunicarle mi creciente
confianza en el éxito de mi empresa.
Me encuentro ya muy al norte de Londres, y andando por las calles de Petersburgo
noto en las mejillas una fría brisa norteña que azuza mis nervios j me llena de alegría.
¿Entiendes este sentimiento? Esta brisa, que viene de aquellas regiones hacia las que yo
me dirijo, me anticipa sus climas helados. Animado por este viento prometedor, mis esperanzas
se hacen más fervientes y reales. Intento en vano convencerme de que el Polo
es la morada del hielo y la desolación. Sigo imaginándomelo como la región de la hermosura
y el deleite. Allí, Margaret, se ve siempre el sol, su amplio círculo rozando justo
el horizonte y difundiendo un perpetuo resplandor. Allí pues con tu permiso, hermana
mía, concederé un margen de confíanza a anteriores navegantes, allí, no existen ni la
nieve ni el hielo y navegando por un mar sereno se puede arribar a una tierra que supera,
en maravillas y hermosura, cualquier región descubierta hasta el momento en el
mundo habitado. Puede que sus productos y paisaje no tengan precedente, como sin duda
sucede con los fenómenos de los cuerpos celestes de esas soledades inexploradas.
¿Hay algo que pueda sorprender en un país donde la luz es eterna? Puede que allí encuentre
la maravillosa fuerza que mueve la brújula; podría incluso llegar a comprobar
mil observaciones celestes que requieren sólo este viaje para deshacer para siempre sus
aparentes contradicciones. Saciaré mi ardiente curiosidad viendo una parte del mundo
jamás hasta ahora visitada y pisaré una tierra donde nunca antes ha dejado su huella el
hombre. Estos son mis señuelos, y son suficientes para vencer todo temor al peligro o a
la muerte e inducirme a emprender este laborioso viaje con el placer que siente un niño
cuando se embarca en un bote con sus compañeros de vacaciones para explorar su río
natal. Pero, suponiendo que todas estas conjeturas fueran falsas, no puedes negar el
inestimable bien que podré transmitir a toda la humanidad, hasta su última generación,
al descubrir, cerca del Polo, una ruta hacia aquellos países a los que actualmente se tarda
muchos meses en llegar; o al desvelar el secreto del imán, para lo cual, caso de que
esto sea posible, sólo se necesita de una empresa como la mía.
Estos pensamientos han disipado la agitación con la que empecé mi carta y siento arder
mi corazón con un entusiasmo que me transporta; nada hay que tranquilice tanto la
mente como un propósito claro, una meta en la cual el alma pueda fiar su aliento intelectual.
Esta expedición ha sido el sueño predilecto de mis años jóvenes. Apasionadamente
he leído los relatos de los diversos viajes que se han hecho con el propósito de llegar
al Océano Pacífico Norte a través de los mares que rodean el Polo. Quizá recuerdes
que la totalidad de la biblioteca de nuestro buen tío Thomas se reducía a una historia de
todos los viajes realizados con fines exploradores. Mi educación estuvo un poco descuidada,
pero fui un lector empedernido. Estudiaba estos volúmenes día y noche y, al familiarizarme
con ellos, aumentaba el pesar que sentí cuando, de niño, supe que la última
voluntad de mi padre en su lecho de muerte prohibía a mi tío que me permitiera seguir la
vida de marino.
Aquellas visiones se desvanecieron cuando entré en contacto por primera vez con
aquellos poetas cuyos versos llenaron mi alma y la elevaron al cielo. Me convertí en
poeta también y viví durante un año en un paraíso de mi propia creación; me imaginé
que yo también podría obtener un lugar allí donde se veneran los nombres de Homero y
Shakespeare. Tú estás bien al corriente de mi fracaso y de cuán amargo fue para mí este
desengaño. Pero justo entonces heredé la fortuna de mi primo, y, mis pensamientos retornaron
a su antiguo cauce.
Han pasado seis años desde que decidí llevar a cabo la presente empresa. Incluso ahora
puedo recordar el momento preciso en el que decidí dedicarme a esta gran labor. Empecé
por acostumbrar mi cuerpo a la privación. Acompañé a los balleneros en varias expediciones
al mar del Norte y voluntariamente sufrí frío, hambre, sed y sueño. A menudo
trabajé más durante el día que cualquier marinero, mientras dedicaba las noches al estudio
de las matemáticas, la teoría de la Medicina y aquellas ramas de las ciencias físicas
que pensé serían de mayor utilidad práctica para un aventurero del mar. En dos ocasiones
me enrolé como segundo de a bordo en un ballenero de Groenlandia y ambas veces
salí con éxito. Debo reconocer que me sentí orgulloso cuando el capitán me ofreció
el puesto de piloto en el barco y me pidió reiteradamente que me quedara ya que tanto
apreciaba mis servicios.
Y ahora, querida Margaret, ¿no merezco llevar a cabo alguna gran empresa? Podía
haber pasado mi vida rodeado de lujo y comodidad, pero he preferido la gloria a cualquiera
de los placeres que me pudiera proporcionar la riqueza. ¡Si tan sólo una voz,
alentadora me respondiera afirmativamente! Mi valor y mi resolución son firmes, pero
mis esperanzas fluctúan y mi ánimo se deprime con frecuencia. Estoy a punto de emprender
un largo y difícil viaje, cuyas vicisitudes exigirán de mí todo mi valor. Se me pide
no sólo que levante el ánimo de otros, sino que conserve mi entereza cuando ellos flaqueen.
Esta es la época más favorable para viajar por Rusia. Vuelan sobre la nieve en sus trineos;
el movimiento es agradable y, a mi modo de ver, mucho más cómodo que el de los
coches de caballos ingleses. El frío no es extremado, si vas envuelto en pieles, atuendo
que yo ya he adoptado. Hay una gran diferencia entre andar por la cubierta y permanecer
sentado, inmóvil durante horas, sin hacer el ejercicio que impediría que la sangre se
te hiele materialmente en las venas. ¡No tengo la intención de perder la vida en la ruta
entre San Petersburgo y Arkángel.
Partiré hacia esta última ciudad dentro de dos o tres semanas, y pienso fletar allí un
barco, cosa que me será fácil si le pago el seguro al dueño; también contrataré cuantos
marineros considere precisos de entre los que están acostumbrados a ir en balleneros.
No pienso navegar hasta el mes de Junio; y en cuanto a mi regreso, querida hermana,
¿cómo responder a esta pregunta? Si tengo éxito, pasarán muchos, muchos meses, incluso
años, antes de que tú y yo nos volvamos a encontrar. Si fracaso, me verás o muy
pronto, o nunca.
Hasta la vista, mi querida y excelente Margaret. Que el cielo te envíe todas las bendiciones
y a mí me proteja para que pueda atestiguarte una y otra vez mi gratitud por todo
tu amor y tu bondad.
Tu afectuoso hermano,
ROBERT WALTON.

CARTA 2


A la señora SAVILLE, Inglaterra
Arkángel, 28 de marzo de 17..


¡Qué despacio pasa aquí el tiempo, rodeado como estoy de nieve y hielo!. Sin embargo,
he dado ya un segundo paso hacia la realización de mi empresa. He fletado un barco y
estoy ocupado en reunir la tripulación; los que ya he contratado parecen hombres en
quienes puedo confiar e indudablemente están dotados de invencible valor.
Tengo, empero, un deseo aún por satisfacer y este vacío me acucia ahora de manera
terrible. No tengo amigo alguno, Margaret; cuando arda con el entusiasmo del éxito, no
habrá nadie que comparta mi alegría; si soy víctima del desaliento, nadie se esforzará
por disipar mi desánimo. Podré plasmar mis pensamientos en el papel, cierto, pero es un
pobre medio para comunicar los sentimientos. Añoro la compañía de un hombre que pudiera
compenetrarse conmigo, cuya mirada respondiera a la mía. Me puedes tachar de
romántico, querida hermana, pero echo muy en falta a un amigo. No tengo a nadie cerca
que sea tranquilo a la vez que valeroso, culto y capaz, cuyos gustos se parezcan a los
míos, que pueda aprobar o corregir mis proyectos. ¡Qué bien enmendaría un amigo así
los fallos de tu pobre hermano! Soy demasiado impulsivo en la ejecución y demasiado
impaciente con los obstáculos. Pero aún me resulta más nocivo el hecho de haberme
autoeducado. Durante los primeros catorce años de mi vida corrí por los campos como
un salvaje, y no leí nada salvo los libros de viajes de nuestro tío Thomas. A esa edad empecé
a familiarizarme con los renombrados poetas de nuestra patria. Pero no vi la necesidad
de aprender otras lenguas que la mía hasta que no estaba en mi poder el sacar los
máximos beneficios de esta convicción. Tengo ahora veintiocho años, y en realidad soy
más inculto que muchos colegiales de quince. Es cierto que he reflexionado más, y que
mis sueños son más ambiciosos y magníficos, pero carecen de equilibrio (como dicen los
pintores). Me hace mucha falta un amigo que tuviera el suficiente sentido común como
para no despreciarme por romántico y que me estimara lo bastante como para intentar
ordenar mi mente.
Bien, son éstas lamentaciones vanas; sé que no encontraré amigo alguno en el vasto
océano, ni siquiera aquí, en Arkángel, entre mercaderes y hombres de mar. Sin embargo,
incluso en estos rudos corazones laten algunos sentimientos, extraños a la escoria de la
naturaleza humana. Mi lugarteniente, por ejemplo, es un hombre de enorme valor e iniciativa,
empecinado en su afán de gloria. Es inglés, y, aunque lleno de prejuicios nacionales
y profesionales, jamás limados por la educación, retiene algunas de las más preciosas
cualidades humanas. Lo conocí a bordo de un ballenero, y, al saber que se encontraba
en esta ciudad sin trabajo, no tuve ninguna dificultad para persuadirlo de que
me ayudara en mi aventura.
El capitán es una persona de excelente disposición y muy querido en el barco por su
amabilidad y flexibilidad en la disciplina. Tanta es la bondad de su naturaleza, que no
quiere calar (deporte favorito aquí) casi la única diversión, porque no soporta derramar
sangre. Es además de una heroica generosidad. Hace algunos años se enamoró de una
joven rusa de familia relativamente acomodada; tras hacerse con una considerable fortuna
por la captura de navíos enemigos, el padre de la joven dio su consentimiento al
matrimonio. Él vio a su prometida una vez antes de la ceremonia. Bañada en lágrimas,
se le arrojó a los pies, y le suplicó la perdonara, a la vez que le confesaba su amor por
otro hombre con el cual su padre nunca consentiría que se casara, ya que carecía de
fortuna. Mi desprendido amigo tranquilizó a la suplicante muchacha y, en cuanto supo el
nombre de su amado, abandonó al instante su galanteo. Había ya comprado con su dinero
una granja, en la cual pensaba pasar el resto de su vida, pero se la cedió a su rival,
junto con el resto de su fortuna, para que pudiera comprar algunas reses. El mismo solicitó
del padre de la joven el consentimiento para la boda, mas el anciano se negó considerándose
en deuda de honor con mi amigo, el cual, al ver al padre en actitud tan inflexible,
abandonó el país para no regresar hasta saber que su antigua novia se había casado
con el hombre a quien amaba. «¡Qué persona tan noble!», exclamarás sin duda, y
así es, pero desgraciadamente ha pasado toda su vida a bordo de un barco y apenas tiene
idea de algo que no sean las maromas y los obenques.
Mas no pienses que el que me queje un poco, o crea que quizá nunca llegue a conocer
el consuelo para mi tristeza, signifique que titubeo en mi decisión. Esta es tan firme como
el destino mismo, y mi viaje se ve retrasado tan sólo porque espero un tiempo favorable
que me permita zarpar. El invierno ha sido tremendamente duro; pero la primavera
promete ser buena e incluso parece que se adelantará, de modo que quizá pueda hacerme
a la mar antes de lo previsto. No actuaré con precipitación; me conoces lo suficientemente
bien como para fiarte de mi prudencia y moderación cuando tengo confiada la
seguridad de otros.
No puedo describirte la emoción que tengo ante la proximidad del comienzo de mi empresa.
Es imposible transmitirte una idea de la tremenda emoción, mezcla de agrado y de
temor, con la cual me dispongo a partir. Marcho hacia lugares inexplorados, hacia «la
región de la brumas la nieve», pero no mataré a ningún albatros, así que no temas por mi
suerte.
¿Te encontraré de nuevo, tras cruzar inmensos mares y rodear los cabos de Africa o
América? ,No me atrevo a esperar tal éxito, y no obstante no puedo soportar la idea del
fracaso.
Continúa aprovechando toda oportunidad de escribirme; puede que reciba tus cartas
(si bien hay pocas esperanzas) cuando más las necesite para animarme. Te quiero mucho.
Recuérdame con afecto si no vuelves a saber de mí.
Tu afectuoso hermano,
ROBERT WALTON

CARTA 3


A la señora SAVILLE, Inglaterra
7 de julio de 17...


Mi querida hermana:
Te escribo con premura unas líneas para decirte que estoy bien y que mi viaje está muy
avanzado. Te llegará esta carta por un buque mercante que regresa a casa desde Ankángel;
es más afortunado que yo, que puede que no vea mi patria en muchos años. Sin embargo,
estoy animado; mis hombres son valerosos y parecen tener una firme voluntad.
No les desaniman ni siquiera las capas de hielo que constantemente flotan a nuestro lado,
presagio de los peligros que alberga la región hacia la cual nos dirigimos. Ya hemos
alcanzado una latitud muy alta, pero estamos en pleno verano, y, aunque la temperatura
es menos alta que en Inglaterra, los vientos del sur, que nos empujan velozmente hacia
las costas que ansío ver, traen consigo un alentador grado de calor que no había esperado.
Hasta el momento no nos ha acaecido ningún incidente que merezca la pena contar.
Un par de ventiscas fuertes y la ruptura de un mástil son accidentes que navegantes avezados
apenas si recordarían. Yo me encontraré satisfecho si nada peor nos acontece durante
el viaje.
Adiós, querida Margaret. Estáte tranquila, pues tanto por mi bien como por el tuyo no
afrontaré peligros innecesariamente. Permaneceré sereno, perseverante y prudente.
Mis saludos a mis amigos ingleses.
Tuyo afectísimo,
ROBERT WALTON

CARTA 4


A la señora SAV1LLE, Inglaterra
5 de agosto de 17...


Nos ha ocurrido un accidente tan extraño, que no puedo dejar de anotarlo, si bien es
muy probable que me veas antes de que estos papeles lleguen a tus manos.
El lunes pasado (31 de julio) nos hallábamos rodeados por el hielo, que cercaba el
barco por todos los lados, dejándonos apenas el agua precisa para continuar a flote.
Nuestra situación era algo peligrosa, sobre todo porque nos envolvía una espesa niebla.
Decidimos, por tanto, permanecer al pairo con la esperanza de que adviniera algún
cambio en la atmósfera y el tiempo. Hacia las dos de la tarde, la niebla levantó y observamos,
extendiéndose en todas direcciones, inmensas e irregulares capas de hielo que
parecían no tener fin. Algunas de mis compañeros lanzaron un gemido, y yo mismo empezaba
a intranquilizarme, cuando de pronto una insólita imagen acaparó nuestra atención
y distrajo nuestros pensamientos de la situación en la que nos encontrábamos. Como
a media milla y en dirección al norte vimos un vehículo de poca altura, sujeto a un
trineo y tirado por perros. Un ser de apariencia humana, pero de gigantesca estatura,
iba sentado en el trineo y dirigía los perros. Observamos con el catalejo el rápido avance
del viajero hasta que se perdió entre los lejanos montículos de hielo.
Esta visión provocó nuestro total asombro. Nos creíamos a muchas millas de cualquier
tierra, pero esta aparición parecía demostrar que en realidad no nos encontrábamos tan
lejos como suponíamos. Pero, cercados como estábamos por el hielo, era imposible seguir
el rastro de aquel hombre al que habíamos observado con la mayor atención.
Unas dos horas después de esto oímos el bramido del mar y antes del anochecer el
hielo rompió, liberando nuestro navío. Sin embargo, permanecimos allí hasta la mañana
siguiente, temerosos de encontrarnos con esos grandes témpanos sueltos que flotan tras
haberse roto el hielo. Aproveché ese tiempo para descansar unas horas.
Por la mañana, en cuanto hubo amanecido, salí a cubierta y me encontré a toda la tripulación
hacinada a un lado del navío, aparentemente conversando con alguien fuera
del barco. En efecto, sobre un gran fragmento de hielo, que se nos había acercado durante
la noche, había un trineo parecido al que ya habíamos divisado.
Unicamente un perro permanecía vivo; pero había un ser humano en el trineo, al cual
los marineros intentaban persuadir de que subiera al barco. No parecía, como el viajero
de la noche anterior, un habitante salvaje procedente de alguna isla inexplorada, sino un
europeo. Cuando aparecí en cubierta, mi segundo oficial gritó:
––Aquí está nuestro capitán, y no permitirá que usted muera en mar abierto.
Al verme, el hombre se dirigió a mí en inglés, si bien con acento extranjero.
––Antes de subir al navío ––dijo––––, ¿tendría la amabilidad de indicarme hacia dónde
se dirige?
Podrás imaginar mi sorpresa al oír semejante pregunta de labios de una persona al
borde de la muerte y para la cual yo habría pensado que mi barco ofrecía un recurso que
no hubiese cambiado ni por las mayores riquezas del mundo. Le respondí, sin embargo,
que nos dirigíamos al Polo Norte en viaje de exploración. Pareció satisfacerle y consintió
en subir a bordo. ¡Santo cielo, Margaret! Si hubieras visto al hombre que de esta
forma ponía condiciones a su salvación, tu sorpresa hubiera sido ilimitada. Tenía los
miembros casi helados y el cuerpo horriblemente demacrado por la fatiga y el sufrimiento.
Jamás vi hombre alguno en condición tan lastimosa. Intentamos llevarlo al camarote,
pero en cuanto dejó de estar al aire libre perdió el conocimiento, de manera que
volvimos a subirlo a cubierta y lo reanimamos frotándolo con coñac y obligándolo a beber
una pequeña cantidad. En cuanto volvió a mostrar síntomas de vida lo envolvimos en
mantas y lo colocamos cerca del fogón de la cocina. Poco a poco se fue recuperando, y
tomó un poco de sopa, que le hizo mucho bien.
Así pasaron dos días, sin que pudiera hablar, y a menudo temí que los sufrimientos le
hubiesen privado de la razón. Cuando se hubo repuesto un poco, lo llevé a mi propio
camarote y lo atendí cuanto me lo permitían mis obligaciones. Nunca había conocido a
nadie más interesante. Suele tener una expresión exaltada, como de locura, en la mirada.
Pero hay momentos en los que, si alguien le demuestra alguna atención o le presta el
más mínimo servicio, se le ilumina la fas con una benevolencia j ternura que no he visto
en otro hombre. Mas por lo general está melancólico y resignado; a veces aprieta los
dientes, como si se impacientara con el peso de los males que lo afligen.
Cuando mi huésped se encontró un poco mejor, me costó protegerlo del acoso de la
tripulación que quería hacerle mil preguntas. No permití que lo atormentaran con su
ociosa curiosidad, ya que aún se encontraba en un estado físico y moral cuyo restablecimiento
dependía por completo del reposo. Sin embargo, en una ocasión el lugarteniente
le preguntó que por qué había llegado tan lejos por el hielo en un vehículo tan
extraño.
Una expresión de dolor le cubrió el rostro de inmediato; y respondió:
––Voy en busca de alguien que huyó de mí.
¿Y el hombre a quien perseguía viajaba de manera semejante?
––Sí.
–Entonces pienso que lo hemos visto, pues el día antes de recogerlo a usted vimos unos
perros tirando de un trineo, en el cual iba un hombre. Esto despertó la atención del extranjero,
e hizo múltiples preguntas acerca de la dirección que había tomado aquel demonio,
como él le llamó. Al poco rato, cuando se hallaba solo conmigo, dio:
––Sin duda he despertado su curiosidad, así como la de esta buena gente, aunque es
usted demasiado discreto como para hacerme ninguna pregunta.
––Sería impertinente e inhumano por mi parte él molestarlo con ellas.
Y no obstante ––prosiguió––, me rescató usted de una extraña y peligrosa situación.
Usted me ha devuelto generosamente la vida.
Poco después de esto quiso saber si yo creía que el hielo, al resquebrajarse, habría
destruido el otro trineo. Le contesté que no podía responderle con ninguna certeza, ya
que el hielo no se había roto hasta cerca de medianoche, y el viajero podía haber llegada
a algún lugar seguro con anterioridad. Me era imposible aventurar juicio alguno.
A partir de este momento el extranjero demostró gran interés por estar en cubierta, para
vigilar la aparición del otro trineo. He conseguido persuadirlo de que permanezca en
el camarote, pues está aún demasiado débil para soportar las inclemencias del tiempo,
pero le he prometido que alguien oteará en su lugar y lo avisará en cuanto aparezca
cualquier objeto nuevo a la vista.
Por lo que respecta a este extraño incidente, éste es mi diario hasta el momento. La
salud de nuestro huésped ha ido mejorando gradualmente, pero apenas habla, y parece
inquietarse cuando alguien que no sea yo entra en su camarote. Sin embargo, sus modales
son tan conciliadores y delicados, que todos los marineros se interesan por su estado,
a pesar de no haber tenido apenas relación con él. Por mi parte, empiezo a quererlo como
a un hermano, y su constante y profundo pesar me llena de piedad y simpatía. Debe
haber sido una persona muy noble en otros tiempos, ya que, deshecho como está ahora,
sigue siendo tan interesante y amable.
Te decía en una de mis cartas, querida Margaret, que no hallaría ningún amigo en el
vasto océano, pero he encontrado un hombre a quien, antes de que la desgracia quebrara
su espíritu, me hubiera gustado tener por hermano.
De tener nuevos incidentes que relatar respecto del extranjero, continuaré a intervalos
mi diario.

13 de agosto de 17...

El afecto que siento por mi invitado aumenta cada día. Suscita a la vez mi piedad y mi
admiración hasta extremos asombrosos. ¿Cómo puedo ver a tan noble criatura destruida
por la miseria sin sentir el dolor más acuciante? Es tan dulce y a la vez tan sabio; tiene
la mente muy cultivada, y cuando habla, si bien escoge las palabras cuidadosamente,
éstas fluyen con una rapidez y elocuencia poco frecuentes.
Está muy restablecido de su enfermedad, y pasea continuamente por la cubierta, vigilando
la aparición del trineo que precedió al suyo. Sin embargo, aunque apenado, no
está tan sumido en su propia desgracia como para no interesarse profundamente por los
quehaceres de los demás. Me ha hecho muchas preguntas respecto a mis propósitos y yo
le he contado mi pequeña historia con toda sinceridad. Pareció alegrarle mi franqueza, y
me sugirió varios cambios en mis planes, que encontraré sumamente útiles. No hay pedantería
en su ademán, sino que más bien todo lo que hace parece brotar tan sólo del
interés que instintivamente siente por el bienestar de todos los que lo rodean. A menudo
le invade la tristeza y entonces se sienta sólo e intenta superar todo lo que de hosco y
antisocial hay en su humor. Estos paroxismos pasan, como una nube por delante del sol,
si bien su abatimiento nunca le abandona. Me he esforzado por granjearme su confianza
y espero haber tenido éxito. Un día le mencioné mi eterno deseo de encontrar un amigo
que pudiera simpatizar conmigo y orientarme con su consejo. Le dije que no pertenecía a
la clase de hombres a quienes un consejo puede ofender.
––Soy autodidacta, y quizá no confíe demasiado en mi propia capacidad. Por tanto,
desearía que mi amigo fuera más sabio y avezado que yo, para afianzarme y apoyarme
en él. Tampoco creo que sea imposible encontrar un verdadero amigo.
––Estoy de acuerdo con usted contestó el extranjero–– en que la amistad es algo no
sólo deseable, sino posible. Tuve una vez un amigo, el más noble de los seres humanos, y
por tanto estoy capacitado para juzgar con respecto a la amistad. Tiene usted esperanzas
y el mundo ante usted es suyo, y no tiene razón para desesperar. Mas yo..., yo he perdido
todo y no puedo empezar la vida de nuevo.
Al decir esto, su rostro cobró una expresión de sereno y resignado dolor que me llegó
al corazón. Pero él permaneció en silencio, y al poco se retiró a su camarote.
Incluso desfondado como está, nadie puede gozar con mayor intensidad que él de la
hermosura de la naturaleza. El cielo estrellado, el mar y todo el paisaje que estas maravillosas
regiones nos proporcionan parecen tener aún el poder de despegar su alma de la
tierra. Un hombre así tiene una doble existencia: puede padecer desgracias, y verse
arrollado por el desencanto; pero, cuando se encierre en sí mismo, será como un espíritu
celeste rodeado de un halo cuyo círculo no ose atravesar ni el pesar ni la locura.
¿Te ríes del entusiasmo que demuestro respecto a este divino nómada? Si fuera así, debes
haber perdido esa inocencia que constituía tu encanto característico. Pero, si quieres,
sonríete ante el calor de mis alabanzas, mientras yo sigo encontrando ––mayores razones
para ellas de día en día.

19 de agosto de 17...

Ayer el extranjero me dijo:
––Fácilmente habrá podido comprobar, capitán Walton, que he padecido grandes y
singulares desventuras. Una vez decidí que el recuerdo de estos males moriría conmigo,
pero usted me ha inducido a cambiar mis propósitos. Busca usted el conocimiento y la
sabiduría, como me sucedió a mí antaño; deseo con fervor que el fruto de sus ansias no
se convierta para usted en una serpiente que le muerda, como me ocurrió a mí. No creo
que el relato de mis desventuras le sea útil, pero, si quiere, escuche mi historia. Pienso
que los extraños sucesos a ella vinculados pueden proporcionarle una visión de la naturaleza
humana que amplíe sus facultades y conocimientos, y le descubrirá poderes y sucesos
que usted ha estado acostumbrado a creer imposibles. Pero no dudo de que a lo
largo de mi relato se pruebe la evidencia interna de la veracidad de los sucesos que lo
componen.
Como te puedes imaginar, me halagó mucho la confianza que depositaba en mí, pero
me dolía que él reavivara sus sufrimientos contándome sus desventuras. Estaba ansioso
por escuchar la narración prometida, en parte por curiosidad y en parte por un deseo de
aliviar su suerte, caso de que esto estuviera en mi mano, y así se lo expresé en mi respuesta.
––Le agradezco su amabilidad me contestó––, pero es inútil; mi sino casi se ha cumplido.
Espero sólo un acontecimiento y luego descansaré en paz. Comprendo lo que siente
continuó al advertir que quería interrumpirlo––, pero está confundido, amigo mío, si
así me permite llamarle. Nada puede alterar mi destino. Escuche mi relato y verá cuán
irrevocablemente está determinado.
Me dio entonces que empezaría su narración al día siguiente, cuando yo estuviera más
libre. Esta promesa provocó mi más profundo agradecimiento. Me he propuesto escribir
cada noche, cuando no esté ocupado, lo que me haya contado durante el día, empleando
en lo posible sus propias palabras. De estarlo, al menos tomaré algunas notas. Sin duda
este manuscrito te proporcionará gran placer. ¡Y con qué interés y simpatía lo leeré yo
algún día en el futuro! ¡Yo, que lo conozco y que lo oigo de sus propios labios!.


Capítulo 1

Soy ginebrino de nacimiento, y mi familia es una de las más distinguidas de esa república.
Durante muchos años mis antepasados habían sido consejeros y jueces, y mi padre
había ocupado con gran honor y buena reputación diversos cargos públicos. Todos los
que lo conocían lo respetaban por su integridad e infatigable dedicación. Pasó su juventud
dedicado por completo a los asuntos de su país, y sólo al final de su vida pensó en el matrimonio
y así dar al Estado unos hijos que pudieran perpetuar su nombre y sus virtudes.
Puesto que las circunstancias de su matrimonio reflejan su personalidad, no puedo dejar
de referirme a ellas. Uno de sus más íntimos amigos era un comerciante, que, debido a
numerosos contratiempos, cayó en la miseria tras gozar de una muy desahogada situación.
Este hombre, de nombre Beaufort, era de carácter orgulloso y altivo y se resistía a
vivir en la pobreza y el olvido en el mismo país en el que, con anterioridad, se le distinguiera
por su categoría y riqueza. Habiendo, pues, saldado sus deudas en la forma más
honrosa, se retiró a la ciudad de Lucerna con su hija, donde vivió sumido en el anonimato
y la desdicha. Mi padre profesaba a Beaufort una auténtica amistad, y su reclusión en estas
desgraciadas circunstancias le afligió mucho. También sentía íntimamente la ausencia
de su compañía, y se propuso encontrarlo y persuadirlo de que, con su crédito y ayuda,
empezara de nuevo.
Beaufort había tomado medidas eficaces para esconderse, y mi padre tardó diez meses
en descubrir su paradero. Entusiasmado con el descubrimiento, mi padre se apresuró hacia
su casa situada en una humilde calle cerca del Reuss. Pero al llegar sólo encontró miseria
y desesperación. Beaufort no había logrado salvar más que una pequeña cantidad de
dinero de los despojos de su fortuna. Era suficiente para sustentarlo durante algunos meses
y, mientras tanto, esperaba encontrar un trabajo respetable con algún comerciante. Así
pues, pasó el intervalo inactivo; y, con tanto tiempo para reflexionar sobre su dolor, se hizo
más profundo y amargo y, al fin, se apoderó de tal forma de él, que tres meses después
estaba enfermo en cama, incapaz de realizar cualquier esfuerzo.
Su hija lo cuidaba con el máximo cariño, pero veía con desazón que su pequeño capital
disminuía con rapidez y que no había otras perspectivas de sustento. Pero Caroline Beaufort
estaba dotada de una inteligencia poco común; y su valor vino en su ayuda en la adversidad.
Empezó a hacer labores sencillas; trenzaba paja, y de diversas maneras cons iguió
ganar una miseria que apenas le bastaba para sustentarse.
Así pasaron varios meses. Su padre empeoró, y ella cada vez tenía que emplear más
tiempo en atenderlo; sus medios de sustento menguaban. A los diez meses murió su padre
dejándola huérfana e indigente. Este golpe final fue demasiado para ella. Al entrar en la
casa mi padre, la encontró arrodillada junto al ataúd, llorando amargamente; llegó como
un espíritu protector para la pobre criatura, que se encomendó a él. Tras el entierro de su
amigo, mi padre la llevó a Ginebra, confiándola al cuidado de un pariente; y dos años
después se casó con ella.
Cuando mi padre se convirtió en esposo y padre, las obligaciones de su nueva situación
le ocupaban tanto tiempo que dejó varios de sus trabajos públicos y se dedicó por entero a
la educación de sus hijos. Yo era el mayor y el destinado a heredar todos sus derechos y
obligaciones. Nadie puede haber tenido padres más tiernos que yo. Mi salud y desarrollo
eran su constante ocupación, ya que fui hijo único durante varios años. Pero, antes de
proseguir mi narración, debo contar un incidente que tuvo lugar cuando yo tenía cuatro
años.
Mi padre tenía una hermana a quien amaba tiernamente y que se había casado muy joven
con un caballero italiano. Poco después de su boda, había acompañado a su marido a
su país natal, y durante algunos años mi padre tuvo muy poca relación con ella. Murió alrededor
de la época de la que hablo, y pocos meses después mi padre recibió una carta de
su cuñado haciéndole saber que tenía la intención de casarse con una dama italiana y pidiéndole
que se hiciera cargo de la pequeña Elizabeth, la única hija de su difunta hermana.
Es mi deseo ––dijo–– que la consideres como hija tuya y que como a tal la eduques. Es
la heredera de la fortuna de su madre, y te enviaré los documentos que así lo demuestran.
Reflexiona sobre esta propuesta y decide si preferirías educar a tu sobrina tú mismo o
que lo haga una madrastra.
Mi padre no dudó un instante, y de inmediato se puso en camino hacia Italia con el fin
de acompañar a la pequeña Elizabeth hasta su futuro hogar. A menudo he oído a mi madre
decir que era la criatura más preciosa que jamás había visto, e incluso ya entonces
mostraba síntomas de un carácter dulce y afectuoso. Estas características y el deseo de
afianzar los lazos del amor familiar hicieron que mi madre considerara a Elizabeth como
mi futura esposa, plan del cual nunca encontró razón para arrepentirse.
A partir de este momento, Elizabeth Lavenza se convirtió en mi compañera de juegos y,
a medida que crecíamos, en una amiga. Era dócil y de buen carácter, a la vez que alegre y
juguetona como un insecto de verano. A pesar de que era vivaz y animada, tenía fuertes y
profundos sentimientos y era desacostumbradamente afectuosa. Nadie podía disfrutar
mejor de la libertad ni podía plegarse con más gracia que ella a la sumisión o lanzarse al
capricho. Su imaginación era exuberante, pero tenía una gran capacidad para aplicarla. Su
persona era el reflejo de su mente, sus ojos de color avellana, aunque vivos como los de
un pájaro, poseían una atractiva dulzura. Su figura era ligera y airosa y, aunque era capaz
de soportar gran fatiga, parecía la criatura más frágil del mundo. A pesar de que me cautivaba
su comprensión y fantasía, me deleitaba cuidarla como a un animalillo predilecto.
Nunca vi más gracia, tanto personal como mental, ligada a mayor modestia.
Todos querían a Elizabeth. Si los criados tenían que pedir algo, siempre lo hacían a través
de ella. No conocíamos ni la desunión ni las peleas, pues aunque éramos muy diferentes
de carácter, incluso en esa diferencia había armonía. Yo era más tranquilo y filosófico
que mi compañera, pero menos dócil. Mi capacidad de concentración era mayor, pero
no tan firme. Yo me deleitaba investigando los hechos relativos al mundo en sí, ella
prefería las aéreas creaciones de los poetas. Para mí el mundo era un secreto que anhelaba
descubrir, para ella era un vacío que se afanaba por poblar con imaginaciones personales.
Mis hermanos eran mucho más jóvenes que yo; pero tenía un amigo entre mis compañeros
del colegio, que compensaba esta deficiencia. Henry Clerval era hijo de un comerciante
de Ginebra, íntimo amigo de mi padre, y un chico de excepcional talento e imaginación.
Recuerdo que, cuando tenía nueve años, escribió un cuento que fue la delicia y el
asombro de todos sus compañeros. Su tema de estudio favorito eran los libros de caballería
y romances, y recuerdo que de muy jóvenes solíamos representar obras escritas por él,
inspiradas en estos sus libros predilectos, siendo los principales personajes Orlando, Robin
Hood, Amadís y San Jorge.
Juventud más feliz que la mía no puede haber existido. Mis padres eran indulgentes y
mis compañeros amables. Para nosotros los estudios nunca fueron una imposición; siempre
teníamos una meta a la vista que nos espoleaba a proseguirlos. Esta era el método, y
no la emulación, que nos inducía a aplicarnos. Con el fin de que sus compañeras no la
dejaran atrás, a Elizabeth no se la orientaba hacia el dibujo. Sin embargo, se dedicaba a él
motivada por el deseo de agradar a su tía, representando alguna escena favorita dibujada
por ella misma. Aprendimos inglés y latín para poder leer lo que en esas lenguas se había
escrito. Tan lejos estaba el estudio de resultarnos odioso a consecuencia de los castigos,
que disfrutábamos con él, y nuestros entretenimientos constituían lo que para otros niños
hubieran sido pesadas tareas. Quizá no leímos tantos libros ni aprendimos lenguas tan rápidamente
como aquellos a quienes se les educaba conforme a los métodos habituales,
pero lo que aprendimos se nos fijó en la memoria con mayor profundidad.
Incluyo a Henry Clerval en esta descripción de nuestro círculo doméstico, pues estaba
con nosotros continuamente. Iba al colegio conmigo, y solía pasar la tarde con nosotros;
pues, siendo hijo único y encontrándose solo en su casa, a su padre le complacía que tuviera
amigos en la nuestra. Por otro lado nosotros tampoco estábamos del todo felices
cuando Clerval estaba ausente.
Siento placer al evocar mi infancia, antes de que la desgracia me empañara la mente y
cambiara esta alegre visión de utilidad universal por tristes y mezquinas reflexiones personales.
Pero al esbozar el cuadro de mi niñez, no debo omitir aquellos acontecimientos
que me llevaron, con paso inconsciente, a mi ulterior infortunio. Cuando quiero explicarme
a mí mismo el origen de aquella pasión que posteriormente regiría mi destino, veo
que arranca, como riachuelo de montaña, de fuentes poco nobles y casi olvidadas, engrosándose
poco a poco hasta que se convierte en el torrente que ha arrasado todas mis esperanzas
y alegrías.
La filosofía natural es lo que ha forjado mi destino. Deseo, pues, en esta narración explicar
las causas que me llevaron a la predilección por esa ciencia. Cuando tenía trece
años fui de excursión con mi familia a un balneario que hay cerca de Thonon. La inclemencia
del tiempo nos obligó a permanecer todo un día encerrados en la posada, y allí,
casualmente, encontré un volumen de las obras de Cornelius Agrippa. Lo abrí con aburrimiento,
pero la teoría que intentaba demostrar y los maravillosos hechos que relataba
pronto tornaron mi indiferencia en entusiasmo. Una nueva luz pareció iluminar mi mente,
y lleno de alegría le comuniqué a mi padre el descubrimiento. No puedo dejar de comentar
aquí las múltiples oportunidades de que disponen los educadores para orientar la atención
de sus alumnos hacia conocimientos prácticos, y que desaprovechan lamentablemente.
Mi padre ojeó distraídamente la portada del libro y dijo:
¡Ah, Cornelius Agrippa! Víctor, hijo mío, no pierdas el tiempo con esto, son tonterías.
Si en vez de hacer este comentario, mi padre se hubiera molestado en explicarme que
los principios de Agrippa estaban totalmente superados, que existía una concepción científica
moderna con posibilidades mucho mayores que la antigua, puesto que eran reales y
prácticas mientras que las de aquélla eran quiméricas, tengo la seguridad de que hubiera
perdido el interés por Agrippa. Probablemente, sensibilizada como tenía la imaginación,
me hubiera dedicado a la química, teoría más racional y producto de descubrimientos
modernos. Es incluso posible que mi pensamiento no hubiera recibido el impulso fatal
que me llevó a la ruina. Pero la indiferente ojeada de mi padre al volumen que leía en
modo alguno me indicó que él estuviera familiarizado con el contenido del mismo, y proseguí
mi lectura con mayor avidez.
Mi primera preocupación al regresar a casa fue hacerme con la obra completa de este
autor y, después, con la de Paracelso y Alberto Magno. Leí y estudié con gusto las locas
fantasías de estos escritores. Me parecían tesoros que, salvo yo, pocos conocían. Aunque
a menudo hubiera querido comunicarle a mi padre estas secretas reservas de mi sabiduría,
me lo impedía su imprecisa desaprobación de mi querido Agrippa. Por tanto, y bajo promesa
de absoluto secreto, le comuniqué mis descubrimientos a Elizabeth, pero el tema no
le interesó y me vi obligado á continuar solo.
Puede parecer extraño que en el siglo XVIII surja un discípulo de Alberto Magno, pero
nuestra familia no era científica, y yo no había asistido a ninguna de las clases que se daban
en la universidad de Ginebra. Así pues, mis sueños no se veían turbados por la realidad,
y me lancé con enorme diligencia a la búsqueda de la piedra filosofal y el elixir de la
vida. Pero era esto último lo que recibía mi más completa atención: la riqueza era un objetivo
inferior; pero ¡qué fama rodearía al descubrimiento si yo pudiera eliminar de la
humanidad toda enfermedad y hacer invulnerables a los hombres a todo salvo a la muerte
violenta!
No eran éstos mis únicos pensamientos. Provocar la aparición de fantasmas y demonios
era algo que mis autores predilectos prometían que era fácil, cumplimiento que yo ansiaba
fervorosamente conseguir. Atribuía el que mis hechizos jamás tuvieran éxito más a mi
inexperiencia y error que a la falta de habilidad o veracidad por parte de mis instructores.
Los fenómenos naturales que a diario tienen lugar no escapaban a mi observación. La
destilación y los maravillosos efectos del vapor, procesos que mis autores favoritos desconocían
por completo, provocaban mi asombro. Pero mi mayor sorpresa la suscitaron
unos experimentos con una bomba de aire que empleaba un caballero al cual solíamos visitar.
El desconocimiento de los antiguos filósofos sobre éste y varios otros temas disminuyeron
mi fe en ellos, pero no podía desecharlos por completo sin que algún otro sistema
ocupara su lugar en mi mente.
Tenía alrededor de quince años cuando, habiéndonos retirado a la casa que teníamos
cerca de Belrive, presenciamos una terrible y violenta tormenta. Había surgido detrás de
las montañas del Jura, y los truenos estallaban al unísono desde varios puntos del cielo
con increíble estruendo. Mientras duró la tormenta, observé el proceso con curiosidad y
deleite. De pronto, desde el dintel de la puerta, vi emanar un haz de fuego de un precioso
y viejo roble que se alzaba a unos quince metros de la casa; en cuanto se desvaneció el
resplandor, el roble había desaparecido y no quedaba nada más que un tocón destrozado.
Al acercarnos a la mañana siguiente, encontramos el árbol insólitamente destruido. No
estaba astillado por la sacudida; se encontraba reducido por completo a pequeñas virutas
de madera. Nunca había visto nada tan deshecho.
La catástrofe de este árbol avivó mi curiosidad, y con enorme interés le pregunté a mi
padre acerca del origen y naturaleza de los truenos y los relámpagos.
Es la electricidad me contestó, a la vez que me describía los diversos efectos de esa
energía.
Construyó una pequeña máquina eléctrica y realizó algunos experimentos. También hizo
una cometa con cable y cuerda, que arrancaba de las nubes ese fluido.
Esto último acabó de destruir a Cornelius Agrippa, Alberto Magno y Paracelso, que durante
tanto tiempo habían reinado como dueños de mi imaginación. Pero, por alguna fatalidad,
no me sentí inclinado a empezar el estudio de los sistemas modernos, desinclinación
que se vio influida por la siguiente circunstancia. Mi padre expresó el deseo de que
asistiera a un curso sobre filosofía natural. Gustosamente asentí a esto, pero algún motivo
me impidió ir hasta que el curso estuvo casi terminado. Por tanto, al ser ésta una de las
últimas clases, me resultó totalmente incomprensible. El profesor disertaba con la mayor
locuacidad sobre el potasio y el boro, los sulfatos y óxidos, términos que yo no podía
asociar a ninguna idea. Empecé a aborrecer la ciencia de la filosofía natural, aunque seguí
leyendo a Plinio y Buffon con deleite, autores, a mi juicio, de similar interés y utilidad.
A esta edad las matemáticas y la mayoría de las ramas cercanas a esa ciencia constituían
mi principal ocupación. También me afanaba por aprender lenguas; el latín ya me
era familiar, y sin ayuda del diccionario empecé a leer algunos de los autores griegos más
asequibles. También entendía inglés y alemán perfectamente. Este era mi bagaje cultural
a los diecisiete años, además de las muchas horas empleadas en la adquisición y conservación
del conocimiento de la vasta literatura.
También recayó sobre mí la obligación de instruir a mis hermanos. Ernest, seis años
menor que yo, era mi principal alumno. Desde la infancia había sido enfermizo, y Elizabeth
y yo lo habíamos cuidado constantemente; era de disposición dócil, pero incapaz de
cualquier prolongado esfuerzo mental. William, el benjamín de la familia, era todavía un
niño y la criatura más preciosa del mundo; tenía los ojos vivos y azules, hoyuelos en las
mejillas y modales zalameros, e inspiraba la mayor ternura.
Tal era nuestro ambiente familiar, en el cual el dolor y la inquietud no parecían tener
cabida. Mi padre dirigía nuestros estudios, y mi madre participaba de nuestros entretenimientos.
Ninguno de nosotros gozaba de más influencia que el otro; la voz de la autoridad
no se oía en nuestro hogar, pero nuestro mutuo afecto nos obligaba a obedecer y satisfacer
el más mínimo deseo del otro.


Capítulo 2

Cuando contaba diecisiete años, mis padres decidieron que fuera a estudiar a la universidad
de Ingolstadt. Hasta entonces había ido a los colegios de Ginebra, pero mi padre
consideró conveniente que, para completar mi educación, me familiarizara con las costumbres
de otros países. Se fijó mi marcha para una fecha próxima, pero, antes de que
llegara el día acordado, sucedió la primera desgracia de mi vida, como si fuera un presagio
de mis futuros sufrimientos.
Elizabeth había cogido la escarlatina, pero la enfermedad no era grave y se recuperó
con rapidez. Muchas habían sido las razones expuestas para convencer a mi madre de que
no la atendiera personalmente, y en un principio había accedido a nuestros ruegos. Pero,
cuando supo que su favorita mejoraba, no quiso seguir privándose de su compañía y comenzó
a frecuentar su dormitorio mucho antes de que él peligro de infección hubiera pasado.
Las consecuencias de esta imprudencia fueron fatales. Mi madre cayó gravemente
enferma al tercer día, y el semblante de los que la atendían pronosticaba un fatal desenlace.
La bondad y grandeza de alma de esta admirable mujer no la abandonaron en su lecho
de muerte. Uniendo mis manos y las de Elizabeth dijo:
––Hijos míos, tenía puestas mis mayores esperanzas en la posibilidad de vuestra futura
unión. Esta esperanza será ahora el consuelo de vuestro padre. Elizabeth, cariño, debes
ocupar mi puesto y cuidar de tus primos pequeños. ¡Ay!, siento dejaros. ¡Qué difícil resulta
abandonaros habiendo sido tan feliz y habiendo gozado de tanto cariño! Pero no son
éstos los pensamientos que debieran ocuparme. Me esforzaré por resignarme a la muerte
con alegría y abrigaré la esperanza de reunirme con vosotros en el más allá.
Murió dulcemente; y su rostro aun en la muerte reflejaba su cariño. No necesito describir
los sentimientos de aquellos cuyos lazos más queridos se ven rotos por el más irreparable
de los males, el vacío que inunda el alma y la desesperación que embarga el rostro.
Pasa tanto tiempo antes de que uno se pueda persuadir de que aquella a quien veíamos
cada día, y cuya existencia misma formaba parte de la nuestra, ya no está con nosotros;
que se ha extinguido la viveza de sus amados ojos y que su voz tan dulce y familiar se ha
apagado para siempre. Estos son los pensamientos de los primeros días. Pero la amargura
del dolor no comienza hasta que el transcurso del tiempo demuestra la realidad de la pérdida.
¿Pero a quién no le ha robado esa desconsiderada mano algún ser querido? ¿Por
qué, pues, había de describir el dolor que todos han sentido y deberán sentir? Con el
tiempo llega el momento en el que el sufrimiento es más una costumbre que una necesidad
y, aunque parezca un sacrilegio, y a no se reprime la sonrisa que asoma a los labios.
Mi madre había muerto, pero nosotros aún teníamos obligaciones que cumplir; debíamos
continuar nuestro camino junto a los demás y considerarnos afortunados mientras quedara
a salvo al menos uno de nosotros.
De nuevo se volvió a hablar sobre mi viaje a Ingolstadt, que se había visto aplazado por
los acontecimientos. Obtuve de mi padre algunas semanas de reposo, período que transcurrió
tristemente. La muerte de mi madre y mi cercana marcha nos deprimía, pero Elizabeth
intentaba reavivar la alegría en nuestro pequeño círculo. Desde la muerte de su tía
había adquirido una nueva firmeza y vigor. Se propuso llevar a cabo sus obligaciones con
la mayor exactitud, y entendió que su principal misión consistía en hacer felices a su tío y
primos. A mí me consolaba, a su tío lo distraía, a mis hermanos los educaba. Nunca la vi
tan encantadora como en estos momentos, cuando se desvivía por lograr la felicidad de
los demás, olvidándose por completo de sí misma.
Llegó por fin el día de mi marcha. Me había despedido de todos mis amigos menos
Clerval, que pasó la última velada con nosotros. Lamentaba profundamente no acompañarme,
pero su padre se resistió a dejarlo partir. Tenía la intención de que su hijo lo ayudara
en el negocio, y seguía su teoría favorita de que los estudios resultaban superfluos en
la vida diaria. Henry tenía una mente educada; no era su intención permanecer ocioso ni
le disgustaba ser el socio de su padre, sin embargo creía que se podría ser muy buen negociante
y no obstante ser una persona culta.
Estuvimos hasta muy tarde escuchando sus lamentaciones y haciendo múltiples pequeños
planes para el futuro. Las lágrimas asomaban a los ojos de Elizabeth, lágrimas ante
mi partida y ante el pensamiento de que mi marcha debía haberse producido meses antes
y acompañada de la bendición de mi madre.
Me dejé caer en la calesa que debía transportarme, y me embargaron los pensamientos
más tristes. Yo, que siempre había vivido rodeado de afectuosos compañeros, prestos todos
a proporcionarnos mutuas alegrías, me encontraba ahora solo. En la universidad hacia
la que me dirigía debería buscarme mis propios amigos y valerme por mí mismo. Hasta
aquel momento mi vida había sido extraordinariamente hogareña y resguardada, y esto
me había creado una invencible repugnancia hacia los rostros desconocidos. Adoraba a
mis hermanos, a Elizabeth y a Clerval; sus caras eran «viejas conocidas»; pero me consideraba
totalmente incapaz de tratar con extraños. Estos eran mis pensamientos al comenzar
el viaje, pero a medida que avanzaba se me fue levantando el ánimo. Deseaba ardientemente
adquirir nuevos conocimientos. En casa, a menudo había reflexionado sobre
lo penoso de permanecer toda la juventud encerrado en el mismo lugar, y ansiaba descubrir
el mundo y ocupar mi puesto entre los demás seres humanos. Ahora se cumplían mis
deseos, y no hubiera sido consecuente arrepentirme.
Durante el viaje, que fue largo y fatigoso, tuve tiempo suficiente para pensar en estas y
otras muchas cosas. Por fin apareció el alto campanario blanco de la ciudad. Bajé y me
condujeron a mi solitaria habitación. Disponía del resto de la tarde para hacer lo que quisiera.
A la mañana siguiente entregué mis cartas de presentación y visité a los principales profesores,
entre otros al señor Krempe, profesor de filosofía natural. Me recibió con mucha
educación y me hizo diversas preguntas sobre mi conocimiento de las distintas ramas
científicas, relacionadas con la filosofía natural. Temblando y con cierto miedo, a decir
verdad, cité los únicos autores cuyas obras yo había leído al respecto. El profesor me miró
fijamente:
––¿De verdad que ha pasado usted el tiempo estudiando semejantes tonterías? --me
preguntó.
Al responder afirmativamente, el señor Krempe continuó con énfasis:
––Ha malgastado cada minuto invertido en esos libros. Se ha embotado la memoria de
teorías rebasadas y nombres inútiles, ¡Dios mío! ¿En qué desierto ha vivido usted que no
había nadie lo suficientemente caritativo como para informarle de que esas fantasías que
tan concienzudamente ha absorbido tienen va mil años y están tan caducas como anticuadas?
No esperaba encontrarme con un discípulo de Alberto Magno y Paracelso en esta
época ilustrada. Mi buen señor, deberá empezar de nuevo sus estudios.
Y diciendo esto, se apartó, me hizo una lista de libros sobre filosofía natural, que me
pidió que leyera, y me despidió, comunicándome que a principios de la semana próxima
comenzaría un seminario sobre filosofía natural y sus implicaciones generales, y que el
señor Waldman, un colega suyo, en días alternos a él hablaría de química.
Regresé a casa no del todo disgustado, pues hacía tiempo que yo mismo consideraba
inútiles a aquellos autores tan desaprobados por el profesor, si bien no me sentía demasiado
inclinado a leer los libros que conseguí bajo su recomendación. El señor Krempe
era un hombrecillo fornido, de voz ruda y desagradable aspecto, y por tanto me predisponía
poco en favor de su doctrina. Además yo sentía cierto desprecio por la aplicación de
la filosofía natural moderna. Era muy distinto cuando los maestros de la ciencia buscaban
la inmortalidad y el poder; tales enfoques, si bien carentes de valor, tenían grandeza; pero
ahora el panorama había cambiado. El objetivo del investigador parecía limitarse a la
aniquilación de las expectativas sobre las cuales se fundaba todo mi interés por la ciencia.
Se me pedía que trocara quimeras de infinita grandeza por realidades de escaso valor.
Estos fueron mis pensamientos durante los dos o tres primeros días que pasé en casi
completa soledad. Pero al comenzar la semana siguiente recordé la información que sobre
las conferencias me había dado el señor Krempe, y aunque no pensaba escuchar al fatuo
hombrecillo pronunciando sentencias desde la cátedra, me vino a la memoria lo que había
dicho sobre el señor Waldman, al cual aún no había conocido por hallarse fuera de la ciudad.
En parte por curiosidad y en parte por ocio, me dirigí a la sala de conferencias, donde
poco después hizo su entrada el señor Waldman. Era muy distinto de su colega. Aparentaba
tener unos cincuenta años, pero su aspecto demostraba una gran benevolencia.
Sus sienes aparecían levemente encanecidas, pero tenía el resto del pelo casi negro. No
era alto pero sí erguido, y tenía la voz más dulce que hasta entonces había oído. Empezó
su conferencia con un resumen histórico de la química y los diversos progresos llevados a
cabo por los sabios, pronunciando con gran respeto el nombre de los investigadores más
relevantes. Pasó entonces a hacer una exposición rápida del estado actual en el que se encontraba
la ciencia, y explicó muchos términos elementales. Tras algunos experimentos
preparatorios concluyó con un panegírico de la química moderna, en términos que nunca
olvidaré.
––Los antiguos maestros de esta ciencia ––dijo–– prometían cosas imposibles, y no llevaban
nada a cabo. Los científicos modernos prometen muy poco; saben que los metales
no se pueden transmutar, y que el elixir de la vida es una ilusión. Pero éstos filósofos, cuyas
manos parecen hechas sólo para hurgar en la suciedad, y cuyos ojos parecen servir
tan sólo para escrutar con el microscopio o el crisol, han conseguido milagros. Conocen
hasta las más recónditas intimidades de la naturaleza y demuestran cómo funciona en sus
escondrijos. Saben del firmamento, de cómo circula la sangre y de la naturaleza del aire
que respiramos. Poseen nuevos y casi ilimitados poderes; pueden dominar el trueno, imitar
terremotos, e incluso parodiar el mundo invisible con su propia sombra.
Me fui contento con el profesor y su conferencia, y lo visité esa misma tarde. Sus modales
resultaron en privado aún más atractivos y complacientes que en público; pues durante
la conferencia su apariencia reflejaba una dignidad, que sustituía en su casa por
afecto y amabilidad. Escuchó con atención lo que le conté respecto de mis estudios, sonriendo,
pero sin el desdén del señor Krempe, ante los nombres de Cornelius Agrippa y
Paracelso. Dijo que «a la entrega infatigable de estos hombres debían los filósofos modernos
los cimientos de su sabiduría. Nos habían legado, como tarea más fácil, el dar
nuevos nombres y clasificar adecuadamente los datos que en gran medida ellos habían
sacado a la luz. El trabajo de los genios, por muy desorientados que estén, siempre suele
revertir a la larga en sólidas ventajas para la humanidad». Escuché sus palabras, pronunciadas
sin alarde ni presunción, y añadí que su conferencia había desvanecido los prejuicios
que tenía hacia los químicos modernos, a la vez que solicité su consejo acerca de
nuevas lecturas.
––Me alegra haber ganado un discípulo ––dijo el señor Waldman, y si su aplicación va
pareja a su capacidad, no dudo de que tendrá éxito. La química es la parte de la filosofía
natural en la cual se han hecho y se harán mayores progresos; precisamente por eso la escogí
como dedicación. Pero no por ello he abandonado las otras ramas de la ciencia. Mal
químico sería el que se limitara exclusivamente a esa porción del conocimiento humano.
Si su deseo es ser un auténtico hombre de ciencia y no un simple experimentadorcillo, le
aconsejo encarecidamente que se dedique a todas las ramas de la filosofía natural, incluidas
las matemáticas.
Me condujo entonces a su laboratorio y me explicó el uso de sus diversas máquinas, indicándome
lo que debía comprarme. Me prometió que, cuando hubiera progresado lo suficiente
en mis estudios como para no deteriorarlo, me permitiría utilizar su propio material.
También me dio la lista de libros que le había pedido y seguidamente me marché.
Así concluyó un día memorable para mí, pues había de decidir mi futuro destino.


Capítulo 3

A partir de este día, la filosofía natural y en especial la química, en el más amplio sentido
de la palabra, se convirtieron en casi mi única ocupación. Leí con gran interés las
obras que, llenas de sabiduría y erudición, habían escrito los investigadores modernos sobre
esas materias. Asistí a las conferencias y cultivé la amistad de los hombres de ciencia
de la universidad; incluso encontré en el señor Krempe una buena dosis de sentido común
y sólida cultura, no menos valiosos por el hecho de ir parejos a unos modales y aspecto
repulsivo. En el señor Waldman hallé un verdadero amigo. Jamás el dogmatismo empañó
su bondad, e impartía su enseñanza con tal aire de franqueza y amabilidad, que excluía
toda idea de pedantería. Quizá fuese el carácter amable de aquel hombre, más que un interés
intrínseco por esta ciencia, lo que me inclinaba hacia la rama de la filosofía natural a
la cual se dedicaba. Pero este estado de ánimo sólo se dio en las primeras etapas de mi
camino hacia el saber, pues cuanto más me adentraba en la ciencia más se convertía en un
fin en sí misma. Esa entrega, que en un principio había sido fruto del deber y la voluntad,
se fue haciendo tan imperiosa y exigente que con frecuencia los albores del día me encontraban
trabajando aún en mi laboratorio. No es de extrañar, pues, que progresara con
rapidez. Mi interés causaba el asombro de los alumnos, y mis adelantos el de los maestros.
A menudo el profesor Krempe me preguntaba con sonrisa maliciosa por Cornelius
Agrippa, mientras que el señor Waldman expresaba su más cálido elogio ante mis avances.
Así pasaron dos años durante los cuales no volví a Ginebra, pues estaba entregado de
lleno al estudio de los descubrimientos que esperaba hacer. Nadie salvo los que lo han
experimentado, puede concebir lo fascinante de la ciencia. En otros terrenos, se puede
avanzar hasta donde han llegado otros antes, y no pasar de ahí; pero en la investigación
científica siempre hay materia por descubrir y de la cual asombrarse. Cualquier inteligencia
normalmente dotada que se dedique con interés a una determinada área, llega sin duda
a dominarla con cierta profundidad. También yo, que me afanaba por conseguir una meta,
y a cuyo fin me dedicaba por completo, progresé con tal rapidez que tras dos años conseguí
mejorar algunos instrumentos químicos, lo que me valió gran, admiración y respeto
en la universidad. Llegado a este punto, y, habiendo aprendido todo lo que sobre la práctica
y la teoría de la filosofía natural podían enseñarme los profesores de Ingolstadt, pensé
en volver con los míos a mi ciudad, dado que mi permanencia en la universidad ya no
conllevaría mayor progreso. Pero se produjo un accidente que detuvo mi marcha.
Uno de los fenómenos que más me atraían era el de la estructura del cuerpo humano y
la de cualquier ser vivo. A menudo me preguntaba de dónde vendría el principio de la vida.
Era una, pregunta osada, ya que siempre se ha considerado un misterio. Sin embargo,
¡cuántas cosas estamos a punto de descubrir si la cobardía y la dejadez no entorpecieran
nuestra curiosidad! Reflexionaba mucho sobre todo ello, y había decidido dedicarme preferentemente
a aquellas ramas de la filosofía natural vinculadas a la fisiología. De no haberme
visto animado por un entusiasmo casi sobrehumano, esta clase de estudios me hubieran
resultado tediosos y casi intolerables. Para examinar los orígenes de la vida debemos
primero conocer la muerte. Me familiaricé con la anatomía, pero esto no era suficiente.
Tuve también que observar la descomposición natural y la corrupción del cuerpo
humano. Al educarme, mi padre se había esforzado para que no me atemorizaran los horrores
sobrenaturales. No recuerdo haber temblado ante relatos de supersticiones o temido
la aparición de espíritus. La oscuridad no me afectaba la imaginación, y los cementerios
no eran para mí otra cosa que el lugar donde yacían los cuerpos desprovistos de vida, que
tras poseer fuerza y belleza ahora eran pasto de los gusanos. Ahora me veía obligado a
investigar el curso y el proceso de esta descomposición y a pasar días y noches en osarios
y panteones. Los objetos que más repugnan a la delicadeza de los sentimientos humanos
atraían toda mi atención. Vi cómo se marchitaba y acababa por perderse la belleza; cómo
la corrupción de la muerte reemplazaba la mejilla encendida; cómo los prodigios del ojo
y del cerebro eran la herencia del gusano. Me detuve a examinar v analizar todas las minucias
que componen el origen, demostradas en la transformación de lo vivo en lo muerto
y de lo muerto en lo vivo. De pronto, una luz surgió de entre estas tinieblas; una luz tan
brillante y asombrosa, y a la vez tan sencilla, que, si bien me cegaba con las perspectivas
que abría, me sorprendió que fuera yo, de entre todos los genios que habían dedicado sus
esfuerzos a la misma ciencia, el destinado a descubrir tan extraordinario secreto.
Recuerde que no narro las fantasías de un iluminado; lo que digo es tan cierto como que
el sol brilla en el cielo. Quizá algún milagro hubiera podido producir esto, mas las etapas
de mi investigación eran claras y verosímiles. Tras noches y días de increíble labor y fatiga,
conseguí descubrir el origen de la generación y la vida; es más, yo mismo estaba capacitado
para infundir vida en la materia inerte.
La estupefacción que en un principio experimenté ante el descubrimiento pronto dio
paso al entusiasmo y al arrebato. El alcanzar de repente la cima de mis aspiraciones, tras
tanto tiempo de arduo trabajo, era la recompensa más satisfactoria. Pero el descubrimiento
era tan inmenso y sobrecogedor, que olvidé todos los pasos que progresivamente
me habían ido llevando a él, para ver sólo el resultado final. Lo que desde la creación del
mundo había sido motivo de afanes y desvelos por parte de los sabios se hallaba ahora en
mis manos. No es que se me revelara todo de golpe, como si de un juego de magia se
tratara. Los datos que había obtenido no eran la meta final; más bien tenían la propiedad
de, bien dirigidos, poder encaminar mis esfuerzos hacia la consecución de mi objetivo.
Me sentía como el árabe que enterrado junto a los muertos encontró un pasadizo por el
cual volver al mundo, sin más ayuda que una luz mortecina y apenas suficiente.
Amigo mío, veo por su interés, y por el asombro y expectativa que reflejan sus ojos,
que espera que le comunique el secreto que poseo; mas no puede ser: escuche con paciencia
mi historia hasta el final y comprenderá entonces mi discreción al respecto. No
seré yo quien, encontrándose usted en el mismo estado de entusiasmo y candidez en el
que yo estaba entonces, le conduzca a la destrucción y a la desgracia. Aprenda de mí, si
no por mis advertencias, sí al menos por mi ejemplo, lo peligroso de adquirir conocimientos;
aprenda cuánto más feliz es el hombre que considera su ciudad natal el centro
del universo, que aquel que aspira a una mayor grandeza de la que le permite su naturaleza.
Cuando me encontré con este asombroso poder entre mis manos, dudé mucho tiempo
en cuanto a la manera de utilizarlo. A pesar de que poseía la capacidad de infundir vida,
el preparar un organismo para recibirla, con las complejidades de nervios, músculos y
venas que ello entraña, seguía siendo una labor terriblemente ardua y difícil. En un principio
no sabía bien si intentar crear un ser semejante a mí o uno de funcionamiento más
simple; pero estaba demasiado embriagado con mi primer éxito como para que la imaginación
me permitiera dudar de mi capacidad para infundir vida a un animal tan maravilloso
y complejo como el hombre. Los materiales con los que de momento contaba apenas
si parecían adecuados para empresa tan difícil, pero tenía la certeza de un éxito final.
Me preparé para múltiples contratiempos; mis tentativas podrían frustrarse, y mi labor resultar
finalmente imperfecta. Sin embargo, me animaba cuando consideraba los progresos
que día a día se llevan a cabo en las ciencias y la mecánica; pensando que mis experimentos
al menos servirían de base para futuros éxitos. Tampoco podía tomar la amplitud
y complejidad de mi proyecto como argumento para no intentarlo siquiera. Imbuido de
estos sentimientos, comencé la creación de un ser humano. Dado que la pequeñez de los
órganos suponía un obstáculo para la rapidez, decidí, en contra de mi primera decisión,
hacer una criatura de dimensiones gigantescas; es decir, de unos ocho pies de estatura y
correctamente proporcionada. Tras esta decisión, pasé algunos meses recogiendo y preparando
los materiales, y empecé.
Nadie puede concebir la variedad de sentimientos que, en el primer entusiasmo por el
éxito, me espoleaban como un huracán. La vida y la muerte me parecían fronteras imaginarias
que yo rompería el primero, con el fin de desparramar después un torrente de luz
por nuestro tenebroso mundo. Una nueva especie me bendeciría como a su creador, muchos
seres felices y maravillosos me deberían su existencia. Ningún padre podía reclamar
tan completamente la gratitud de sus hijos como yo merecería la de éstos. Prosiguiendo
estas reflexiones, pensé que, si podía infundir vida a la materia inerte, quizá, con el tiempo
(aunque ahora lo creyera imposible), pudiese devolver la vida a aquellos cuerpos que,
aparentemente, la muerte había entregado a la corrupción.
Estos pensamientos me animaban, mientras proseguía mi trabajo con infatigable entusiasmo.
El estudio había empalidecido mi rostro, y el constante encierro me había demacrado.
A veces fracasaba al borde mismo del éxito, pero seguía aferrado a la esperanza
que podía convertirse en realidad al día o a la hora siguiente. El secreto del cual yo era el
único poseedor era la ilusión a la que había consagrado mi vida. La luna iluminaba mis
esfuerzos nocturnos mientras yo, con infatigable y apasionado ardor, perseguía a la naturaleza
hasta sus más íntimos arcanos. ¿Quién puede concebir los horrores de mi encubierta
tarea, hurgando en la húmeda oscuridad de las tumbas o atormentando a algún
animal vivo para intentar animar el barro inerte? Ahora me tiemblan los miembros con
sólo recordarlo; entonces me espoleaba un impulso irresistible y casi frenético. Parecía
haber perdido el sentimiento y sentido de todo, salvo de mi objetivo final. No fue más
que un período de tránsito, que incluso agudizó mi sensibilidad cuando, al dejar de operar
el estímulo innatural, hube vuelto a mis antiguas costumbres. Recogía huesos de los osarios,
y violaba, con dedos sacrílegos, los tremendos secretos de la naturaleza humana.
Había instalado mi taller de inmunda creación en un cuarto solitario, o mejor dicho, en
una celda, en la parte más alta de la casa, separada de las restantes habitaciones por una
galería y un tramo de escaleras. Los ojos casi se me salían de las órbitas de tanto observar
los detalles de mi labor. La mayor, parte de los materiales me los proporcionaban la sala
de disección, y el matadero. A menudo me sentía asqueado con mi trabajo; pero, impelido
por una incitación que aumentaba constantemente, iba ultimando mi tarea.
Transcurrió el verano mientras yo seguía entregado a mi objetivo en cuerpo y alma. Fue
un verano hermosísimo; jamás habían producido los campos cosecha más abundante ni
las cepas, mayor vendimia; pero yo estaba ciego a los encantos de la naturaleza. Los
mismos sentimientos que me hicieron insensible a lo que me rodeaba me hicieron olvidar
aquellos amigos, a tantas, millas de mí, a quienes no había visto en mucho tiempo. Sabía
que mi silencio les inquietaba, y recordaba claramente las palabras de mi padre: «Mientras
estés contento de ti mismo, sé que pensarás en nosotros con afecto, y sabremos de ti.
Me disculparás si tomo cualquier interrupción en tu correspondencia como señal de que
también estás abandonando el resto de tus obligaciones.»
Por tanto, sabía muy bien lo que mi padre debía sentir; pero me resultaba imposible
apartar mis pensamientos de la odiosa labor que se había aferrado tan irresistiblemente a
mi mente. Deseaba, por así decirlo, dejar a un lado todo lo relacionado con mis sent imientos
de cariño hasta alcanzar el gran objetivo que había anulado todas mis anteriores
costumbres.
Entonces pensé que mi padre no sería justo si achacaba mi negligencia a vicio o incorrección
por mi parte; pero ahora sé que él estaba en lo cierto al no creerme del todo inocente.
El ser humano perfecto debe conservar siempre la calma y la paz de espíritu y no
permitir jamás que la pasión o el deseo fugaz turben su tranquilidad. No creo que la búsqueda
del saber sea una excepción. Si el estudio al que te consagras tiende a debilitar tu
afecto y a destruir esos placeres sencillos en los cuales no debe intervenir aleación alguna,
entonces ese estudio es inevitablemente negativo, es decir, impropio de la mente humana.
Si se acatara siempre esta regla, si nadie permitiera que nada en absoluto empañara
su felicidad doméstica, Grecia no se habría esclavizado, César habría protegido a su país,
América se habría descubierto más pausadamente y no se hubieran destruido los imperios
de México y Perú.
Pero olvido que estoy divagando en el punto más interesante de mi relato, y su mirada
me recuerda que debo continuar.
Mi padre no me reprochaba nada en sus cartas. Su manera de hacerme ver que reparaba
en mi silencio era preguntándome con mayor insistencia por mis ocupaciones. El invierno,
primavera y verano pasaron mientras yo continuaba mis tareas, pero tan absorto estaba
que no vi romper los capullos o crecer las hojas, escenas que otrora me habían llenado
de alegría. Aquel año las hojas se habían ya marchitado cuando mi trabajo empezaba a
tocar su fin, y cada día traía con mayor claridad nuevas muestras de mi éxito. Pero la ansiedad
reprimía mi entusiasmo, y más que un artista dedicado a su entretenimiento preferido
tenía el aspecto de un condenado a trabajos forzados en las minas o cualquier otra
ocupación insana. Cada noche tenía accesos de fiebre y me volví muy nervioso, lo que
me incomodaba, ya que siempre había disfrutado de excelente salud y había alardeado de
dominio de mí mismo. Pero pensé que el ejercicio y la diversión pronto acabarían con los
síntomas, y me prometí disfrutar de ambos en cuanto hubiera completado mi creación.


Capítulo 4

Una desapacible noche de noviembre contemplé el final de mis esfuerzos. Con una ansiedad
rayana en la agonía, coloqué a mí alrededor los instrumentos que me iban a permitir
infundir un hálito de vida a la cosa inerte que yacía a mis pies. Era ya la una de la
madrugada; la lluvia golpeaba las ventanas sombríamente, y la vela casi se había consumido,
cuando, a la mortecina luz de la llama, vi cómo la criatura abría sus ojos amarillentos
y apagados. Respiró profundamente y un movimiento convulsivo sacudió su cuerpo.
¿Cómo expresar mi sensación ante esta catástrofe, o describir el engendro que con tanto
esfuerzo e infinito trabajo había creado? Sus miembros estaban bien proporcionados y
había seleccionado sus rasgos por hermosos. ¡Hermosos!: ¡santo cielo! Su piel amarillenta
apenas si ocultaba el entramado de músculos y arterias; tenía el pelo negro, largo y
lustroso, los dientes blanquísimos; pero todo ello no hacía más que resaltar el horrible
contraste con sus ojos acuosos, que parecían casi del mismo color que las pálidas órbitas
en las que se hundían, el rostro arrugado, y los finos y negruzcos labios.
Las alteraciones de la vida no son ni mucho menos tantas como las de los sentimientos
humanos. Durante casi dos años había trabajado infatigablemente con el único propósito
de infundir vida en un cuerpo inerte. Para ello me había privado de descanso y de salud.
Lo había deseado con un fervor que sobrepasaba con mucho la moderación; pero ahora
que lo había conseguido, la hermosura del sueño se desvanecía y la repugnancia y el horror
me embargaban. Incapaz de soportar la visión del ser que había creado, salí precipitadamente
de la estancia. Ya en mi dormitorio, paseé por la habitación sin lograr conciliar
el sueño. Finalmente, el cansancio se impuso a mi agitación, y vestido me eché sobre la
cama en el intento de encontrar algunos momentos de olvido. Mas fue en vano; pude
dormir, pero tuve horribles pesadillas. Veía a Elizabeth, rebosante de salud, paseando por
las calles de Ingolstadt. Con sorpresa y alegría la abrazaba, pero en cuanto mis labios rozaron
los suyos, empalidecieron con el tinte de la muerte; sus rasgos parecieron cambiar,
y tuve la sensación de sostener entre mis brazos el cadáver de mi madre; un sudario la
envolvía, y vi cómo los gusanos reptaban entre los dobleces de la tela. Me desperté horrorizado;
un sudor frío me bañaba la frente, me castañeteaban los dientes y movimientos
convulsivos me sacudían los miembros. A la pálida y amarillenta luz de la luna que se
filtraba por entre las contraventanas, vi al engendro, al monstruo miserable que había
creado. Tenía levantada la cortina de la cama, y sus ojos, si así podían llamarse, me miraban
fijamente. Entreabrió la mandíbula y murmuró unos sonidos ininteligibles, a la vez
que una mueca arrugaba sus mejillas. Puede que hablara, pero no lo oí. Tendía hacia mí
una mano, como si intentara detenerme, pero esquivándola me precipité escaleras abajo.
Me refugié en el patio de la casa, donde permanecí el resto de la noche, paseando arriba y
abajo, profundamente agitado, escuchando con atención, temiendo cada ruido como si
fuera a anunciarme la llegada del cadáver demoníaco al que tan fatalmente había dado vida.
¡Ay!, Ningún mortal podría soportar el horror que inspiraba aquel rostro. Ni una momia
reanimada podría ser tan espantosa como aquel engendro. Lo había observado cuando
aún estaba incompleto, y ya entonces era repugnante; pero cuando sus músculos y articulaciones
tuvieron movimiento, se convirtió en algo que ni siquiera Dante hubiera podido
concebir.
Pasé una noche terrible. A veces, el corazón me latía con tanta fuerza y rapidez que
notaba las palpitaciones de cada arteria, otras casi me caía al suelo de pura debilidad y
cansancio. Junto a este horror, sentía la amargura de la desilusión. Los sueños que; durante
tanto tiempo habían constituido mi sustento y descanso se me convertían ahora en
un infierno; ¡y el cambio era tan brusco, tan total!
Por fin llegó el amanecer, gris y lluvioso, e iluminó ante mis agotados y doloridos ojos
la iglesia de Ingolstadt, el blanco campanario y el reloj, que marcaba las seis. El portero
abrió las verjas del patio, que había sido mi asilo aquella noche, y salí fuera cruzando las
calles con paso rápido, como si quisiera evitar al monstruo que temía ver aparecer al doblar
cada esquina. No me atrevía a volver a mi habitación; me sentía empujado a seguir
adelante pese a que me empapaba la lluvia que, a raudales, enviaba un cielo oscuro e
inhóspito.
Seguí caminando así largo tiempo, intentando aliviar con el ejercicio el peso que oprimía
mi espíritu. Recorrí las calles, sin conciencia clara de dónde estaba o de lo que hacía.
El corazón me palpitaba con la angustia del temor, pero continuaba andando con paso inseguro,
sin osar mirar hacia atrás:
Como alguien que, en un solitario camino,
Avanza con miedo y terror,
Y habiéndose vuelto una vez, continúa,
Sin volver la cabeza ya más,
Porque sabe que cerca, detrás,
Tiene a un terrible enemigo.
Así llegué por fin al albergue donde solían detenerse las diligencias y carruajes. Aquí
me detuve, sin saber por qué, y permanecí un rato contemplando cómo se acercaba un
vehículo desde el final de la calle. Cuando estuvo más cerca vi que era una diligencia suiza.
Paró delante de mí y al abrirse la puerta reconocí a Henry Clerval, que, al verme, bajó
enseguida.
––Mi querido Frankenstein ––gritó—. ¡Qué alegría! ¡Qué suerte que estuvieras aquí
justamente ahora!
Nada podría igualar mi gozo al verlo. Su presencia traía recuerdos de mi padre, de Elizabeth
y de esas escenas hogareñas tan queridas. Le estreché la mano y al instante olvidé
mi horror y mi desgracia. Repentinamente, y por primera vez en muchos meses, sentí que
una serena y tranquila felicidad me embargaba. Recibí, por tanto, a mi amigo de la manera
más cordial, y nos encaminamos hacia la universidad. Clerval me habló durante algún
rato de amigos comunes y de lo contento que estaba de que le hubieran permitido venir a
Ingolstadt.
Puedes suponer lo difícil que me fue convencer a mi padre de que no es absolutamente
imprescindible para un negociante el no saber nada más que contabilidad. En realidad,
creo que aún tiene sus dudas, pues su eterna respuesta a mis incesantes súplicas era la
misma que la del profesor holandés de El Vicario de Wakefield: «Gano diez mil florines
anuales sin saber griego, y como muy bien sin saber griego».
––Me hace muy feliz volver a verte, pero dime cómo están mis padres, mis hermanos y
Elizabeth.
––Bien, y contentos; aunque algo inquietos por la falta de noticias tuyas. Por cierto, que
yo mismo pienso sermonearte un poco. Pero, querido Frankenstein continuó, deteniéndose
de pronto y mirándome fijamente––, no me había dado cuenta de tu mal aspecto. Pareces
enfermo; ¡estás muy pálido y delgado! Como si llevaras varias noches en vela.
––Estás en lo cierto. He estado tan ocupado últimamente que, como ves, no he podido
descansar lo suficiente. Pero espero sinceramente que mis tareas hayan concluido y pueda
estar ya más libre.
Temblaba; era incapaz de pensar, y mucho menos de referirme a los sucesos de la noche
pasada. Apresuré el paso, y pronto llegamos a la universidad. Pensé entonces, y esto
me hizo estremecer, que la criatura que había dejado en mi habitación aún podía encontrarse
allí viva, y en libertad. Temía ver a este monstruo, pero me horrorizaba aún más
que Henry lo descubriera. Le rogué, por tanto, que esperara unos minutos al pie de la escalera,
y subí a mi cuarto corriendo. Con la mano ya en el picaporte me detuve unos instantes
para sobreponerme. Un escalofrío me recorrió el cuerpo. Abrí la puerta de par en
par, como suelen hacer los niños cuando esperan encontrar un fantasma esperándolos; pero
no ocurrió nada. Entré temerosamente: la habitación estaba vacía. Mi dormitorio también
se encontraba libre de su horrendo huésped. Apenas si podía creer semejante suerte.
Cuando me hube asegurado de que mi enemigo ciertamente había huido, bajé corriendo
en busca de Clerval, dando saltos de alegría.
Subimos a mi cuarto, y el criado enseguida nos sirvió el desayuno; pero me costaba
dominarme. No era júbilo lo único que me embargaba. Sentía que un hormigueo de aguda
sensibilidad me recorría todo el cuerpo, y el pecho me latía fuertemente. Me resultaba
imposible permanecer quieto; saltaba por encima de las sillas, daba palmas y me reía a
carcajadas. En un principio Clerval atribuyó esta insólita alegría a su llegada. Pero al observarme
con mayor detención, percibió una inexplicable exaltación en mis ojos. Sorprendido
y asustado ante mi alboroto irrefrenado y casi cruel, me dijo:
––¡Dios Santo!, ¿Víctor, qué te sucede? No te rías así. Estás enfermo. ¿Qué significa
todo esto?
––No me lo preguntes le grité, tapándome los ojos con las manos, pues creí ver al
aborrecido espectro deslizándose en el cuarto—. El te lo puede decir. ¡Sálvame! ¡Sálvame!
Me pareció que el monstruo me asía; luché violentamente, y caí al suelo con un ataque
de nervios.
¡Pobre Clerval! ¿Qué debió pensar? El reencuentro, que esperaba con tanto placer, se
tornaba de pronto en amargura. Pero yo no fui testigo de su dolor; estaba inconsciente, y
no recobré el conocimiento hasta mucho más tarde.
Fue éste el principio de una fiebre nerviosa que me obligó a permanecer varios meses
en cama. Durante todo ese tiempo, sólo Henry me cuidó. Supe después que, debido a la
avanzada edad de mi padre, lo impropio de un viaje tan largo y lo mucho que mi enfermedad
afectaría a Elizabeth, Clerval les había ahorrado este pesar ocultándoles la gravedad
de mi estado. Sabía que nadie me cuidaría con más cariño y desvelo que él, y convencido
de mi mejoría no dudaba de que, lejos de obrar mal, realizaba para con ellos la
acción más bondadosa.
Pero mi enfermedad era muy grave, y sólo los constantes e ilimitados cuidados de mi
amigo me devolvieron la vida. Tenía siempre ante los ojos la imagen del monstruo al que
había dotado de vida, y deliraba constantemente sobre él. Sin duda, mis palabras sorprendieron
a Henry. En un principio, las tomó por divagaciones de mi mente trastornada; pero
la insistencia con que recurría al mismo tema le convenció de que mi enfermedad se debía
a algún suceso insólito y terrible.
Muy poco a poco, y con numerosas recaídas que inquietaban y apenaban a mi amigo,
me repuse. Recuerdo que la primera vez que con un atisbo de placer me pude fijar en los
objetos a mí alrededor, observé que habían desaparecido las hojas muertas, y tiernos
brotes cubrían los árboles que daban sombra a mi ventana. Fue una primavera deliciosa, y
la estación contribuyó mucho a mi mejoría. Sentí renacer en mí sentimientos de afecto y
alegría; desapareció mi pesadumbre, y pronto recuperé la animación que tenía antes de
sucumbir a mi horrible obsesión.
Querido Clerval ––exclamé un día—, ¡qué bueno eres conmigo! En vez de dedicar el
invierno al estudio, como habías planeado, lo has pasado junto a mi lecho. ¿Cómo podré
pagarte esto jamás? Siento el mayor remordimiento por los trastornos que te he causado.
Pero ¿me perdonarás, verdad?
Me consideraré bien pagado si dejas de atormentarte y te recuperas rápidamente, y
puesto que te veo tan mejorado, ¿me permitirás una pregunta?
Temblé. ¡Una pregunta! ¿Cuál sería? ¿Se referiría acaso a aquello en lo que no me atrevía
ni a pensar?
––Tranquilízate ––dijo Clerval al observar que mi rostro cambiaba de color––, no lo
mencionaré si ha de inquietarte, pero tu padre y tu prima se sentirían muy felices si recibieran
una carta de tu puño y letra. Apenas saben de tu gravedad, y tu largo silencio les
desasosiega.
––¿Nada más, querido Henry? ¿Cómo pudiste suponer que mis primeros pensamientos
no fueran para aquellos seres tan queridos y que tanto merecen mi amor?
––Siendo esto así, querido amigo, quizá té alegre leer esta carta que lleva aquí unos días.
Creo que es de tu prima.


Capítulo 5

Clerval me puso entonces la siguiente carta entre las manos.

A V. FRANKENSTEIN.

Mi querido primo:

No pueda describirte la inquietud que hemos sentido por tu salud.
No podemos evitar pensar que tu amigo Clerval nos oculta la magnitud de tu enfermedad,
pues hace ya varios meses que no vemos tu propia letra. Todo este tiempo te has
visto obligado a dictarle las cartas a Henry, lo cual indica, Víctor, que debes haber estado
muy enfermo. Esto nos entristece casi tanto como la muerte de tu querida madre. Tan
convencido estaba mi tío de tu gravedad, que nos costó mucho disuadirlo de su idea de
viajar a Ingolstadt. Clerval nos asegura constantemente que mejoras; espero sinceramente
que pronto nos demuestres lo cierto de esta afirmación mediante una carta de tu
puño y letra, pues nos tienes a todos, Víctor, muy preocupados. Tranquilízanos a este
respecto, y seremos los seres más dichosos del mundo. Tu padre está tan bien de salud,
que parece haber rejuvenecido diez años desde el invierno pasado. Ernest ha cambiado
tanto que apenas lo conocerías; va a cumplir los dieciséis y ha perdido el aspecto enfermizo
que tenía hace algunos años; tiene una vitalidad desbordante.
Mi tío y yo hablamos durante largo rato anoche acerca de la profesión que Ernest debía
elegir. Las continuas enfermedades de su niñez le han impedido crear hábitos de estudio.
Ahora que goda de buena salud, suele pasar el día al aire libre, escalando montañas
o remando en el lago. Yo sugiero que se haga granjero; ya sabes, primo, que esto ha
sido un sueño que siempre ha acariciado. La vida del granjero es sana y feliz y es la
profesión menos dañina, mejor dicho, más beneficiosa de todas. Mi tío pensaba en la
abogacía para que, con su influencia, pudiera luego hacerse juez. Pero, aparte de que no
está capacitado para ello en absoluto, creo que es más honroso cultivar la tierra para
sustento de la humanidad que ser el confidente e incluso el cómplice de sus vicios, que es
la tarea del abogado. De que la labor de un granjero próspero, si no más honrosa, sí al
menos era más grata que la de un juez, cuya triste suerte es la de andar siempre inmiscuido
en la parte más sórdida de la naturaleza humana. Ante esto, mi tío esbozó una sonrisa,
comentando que yo era la que debía ser abogado, lo que puso fin a la conversación.
Y ahora te contaré una pequeña historia que te gustará e incluso quizá te entretenga un
rato. ¿Te acuerdas de Justine Moritz? Probablemente no, así que te resumiré su vida en
pocas palabras. Su madre, la señora Moritz se quedó viuda con cuatro hijos, de los cuales
Justine era la tercera. Había sido siempre la preferida de su padre, pero, incomprensiblemente,
su madre la aborrecía y, tras la muerte del señor Moritz, la maltrataba. Mi
tía, tu madre, se dio cuenta, y cuando Justine tuvo doce años convenció a su madre para
que la dejara vivir con nosotros. Las instituciones republicanas de nuestro país han permitido
costumbres más sencillas y felices que las que suelen imperar en las grandes monarquías
que lo circundan. Por ende hay menos diferencias entre las distintas clases sociales
de sus habitantes, y los miembros de las más humildes, al no ser ni tan pobres ni
estar tan despreciados, tienen modales más refinados y morales. Un criado en Ginebra
no es igual que un criado en Francia o Inglaterra. Así pues, en nuestra familia Justine
aprendió las obligaciones de una sirvienta, condición que en nuestro afortunado país no
conlleva la ignorancia ni el sacrificar la dignidad del ser humano.
Después de recordarte esto supongo que adivinarás quién es la heroína de mi pequeña
historia, porque tú apreciabas mucho a Justine. Incluso me acuerdo que una vez comentaste
que cuando estabas de mal humor se te pasaba con que Justine te mirase, por la
misma razón que esgrime Ariosto al hablar de la hermosura de Angélica: desprendía
alegría y franquea. Mi tía se encariñó mucho con ella, lo cual la indujo a darle una educación
más esmerada de lo que en principio pensaba. Esto se vio pronto recompensado;
la pequeña Justine era la criatura más agradecida del mundo. No quiero decir que lo
manifestara abiertamente, jamás la oí expresar su gratitud, pero sus ojos delataban la
adoración que sentía por su protectora. Aunque era de carácter juguetón e incluso en
ocasiones distraída, estaba pendiente del menor gesto de mi tía, que era para ella modelo
de perfección. Se esforzaba por imitar sus ademanes y manera de hablar, de forma
que incluso ahora a menudo me la recuerda.
Cuando murió mi querida tía, todos estábamos demasiado llenos de nuestro propio
dolor para reparar en la pobre Justine, que a lo largo de su enfermedad la había atendido
con el más solícito afecto. La pobre Justine estaba muy enferma, pero la aguardaban
otras muchas pruebas.
Uno tras otro, murieron sus hermanos y hermanas, y su madre se quedó sin más hijos
que aquella a la que había desatendido desde pequeña. La mujer sintió remordimiento y
empezó a pensar que la muerte de sus preferidos era el castigo que por su parcialidad le
enviaba el cielo. Era católica, y creo que su confesor coincidía con ella en esa idea.
Tanto es así que, a los pocos meses de partir tú hacia Ingolstadt, la arrepentida madre de
Justine la hizo volver a su casa. ¡Pobrecilla! ¡Cómo lloraba al abandonar nuestra casa!
Estaba muy cambiada desde la muerte de mi tía; la pena le había dado una dulzura y seductora
docilidad que contrastaban con la tremenda vivacidad de antaño. Tampoco era
la casa de su madre el lugar más adecuado para que recuperara su alegría. La pobre
mujer era muy titubeante en su arrepentimiento. A veces le suplicaba a Justine que perdonara
su maldad, pero con mayor frecuencia la culpaba de la muerte de sus hermanos y
hermana. La obsesión constante acabó enfermando a la señora Moritz, lo cual agravó su
irascibilidad. Ahora ya descansa en paz. Murió a principios de este invierno, al llegar
los primeros fríos. Justine está de nuevo con nosotros, , y te aseguro que la amo tiernamente.
Es muy inteligente y dulce, y muy bonita. Como te dije antes, sus gestos y expresión
me recuerdan con frecuencia a mi querida tía.
También quiero contarte algo, querido primo, del pequeño William. Me gustaría que lo
vieras. Es muy alto para su edad; tiene los ojos azules, dulces y sonrientes, las pestañas
oscuras y el pelo rizado. Cuando se ríe, le aparecen dos hoyuelos en las mejillas sonrosadas.
Ya ha tenido una o dos pequeñas novias, pero Louisa Biron es su favorita, una
bonita criatura de cinco años.
Y ahora, querido Víctor, supongo que te gustarán algunos cotilleos sobre las buenas
gentes de Ginebra. La agraciada señorita Mansfield ya ha recibido varias visitas de felicitación
por su próximo enlace con un joven inglés, John Melbourne. Su fea hermana,
Manon, se casó el otoño pasado con el señor Duvillard, el rico banquero. A tu compañero
predilecto de colegio, Louis Manoir, le han acaecido varios infortunios desde que
Clerval salió de Ginebra. Pero ya se ha recuperado, y se dice que está apunto de casarse
con madame Tavarnier, una joven francesa muy animada. Es viuda y mucho mayor que
Manoir; pero es muy admirada y agrada a todos.
Escribiéndote me he animado mucho, querido primo. Pero no puedo terminar sin volver
a preguntarte por tu salud. Querido Víctor, si no estás muy enfermo, escribe tú mismo
y hamos felices a tu padre y a todos los demás. Si no..., lloro sólo de pensar en la otra
posibilidad. Adiós mi queridísimo primo.

ELIZABETH LAVENZA

Ginebra, 18 de marzo de 17...


––Querida, queridísima Elizabethexclamé al terminar su carta––, escribiré de inmediato
para aliviar la ansiedad que deben sentir.
Escribí, pero me fatigué mucho. Sin embargo, había comenzado mi convalecencia y
mejoraba con rapidez. Al cabo de dos semanas pude abandonar mi habitación.
Una de mis primeras obligaciones tras mi recuperación era presentar a Clerval a los
distintos profesores de la universidad. Al hacerlo, pasé muy malos ratos, poco convenientes
a las heridas que había sufrido mi mente. Desde aquella noche fatídica, final de
mi labor y principio de mis desgracias, sentía un violento rechazo por el mero nombre de
filosofía natural. Incluso cuando me hube restablecido por completo, la sola visión de un
instrumento químico reavivaba mis síntomas nerviosos. Henry lo había notado, y retiró
todos los aparatos. Cambió el aspecto de mi habitación, pues observó que sentía repugnancia
por el cuarto que había sido mi laboratorio. Pero estos cuidados de Clerval no sirvieron
de nada cuando visité a mis profesores. El señor Waldman me hirió aceradamente
al alabar, con ardor y amabilidad, los asombrosos adelantos que había hecho en las ciencias.
Pronto observó que me disgustaba el tema, pero, desconociendo la verdadera razón,
lo atribuyó a mi modestia y pasó de mis progresos a centrarse en la ciencia misma, con la
intención de interesarme. ¿Qué podía yo hacer? Con su afán de ayudarme, sólo me atormentaba.
Era como si hubiera colocado ante mí, uno a uno y con mucho cuidado, aquellos
instrumentos que posteriormente se utilizarían para proporcionarme una muerte lenta
y cruel. Me torturaban sus palabras, mas no osaba manifestar el dolor que sentía. Clerval,
cuyos ojos y sensibilidad estaban siempre prontos para intuir las sensaciones de los demás,
desvió el tema, alegando como excusa su absoluta ignorancia, y la conversación tomó
un rumbo más general. De corazón le agradecí esto a mi amigo, pero no tomé parte en
la charla. Vi claramente que estaba sorprendido, pero nunca trató de extraerme el secreto.
Aunque lo quería con una mezcla de afecto y respeto ilimitados, no me atrevía a confesarle
aquello que tan a menudo me volvía a la memoria, pues temía que, al revelárselo a
otro, se me grabaría todavía más.
El señor Krempe no fue tan delicado. En el estado de hipersensibilidad en el que estaba,
sus alabanzas claras y rudas me hicieron más que la benévola aprobación del señor
Waldman.
¡Maldito chico! exclamó––. Le aseguro, señor Clerval, que nos ha superado a todos.
Piense lo que quiera, pero así es. Este chiquillo, que hace poco creía en Cornelius Agrippa
como en los evangelios, se ha puesto a la cabeza de la universidad. Y si no lo echamos
pronto, nos dejará en ridículo a todos... ¡Vaya, vaya!––continuó al observar el sufr imiento
que reflejaba mi rostro––, el señor Frankenstein es modesto, excelente virtud en
un joven. Todos los jóvenes debieran desconfiar de sí mismos, ¿no cree, señor Clerval? A
mí, de muchacho, me ocurría, pero eso pronto se pasa.
El señor Krempe se lanzó entonces a un elogio de su persona, lo que felizmente desvió
la conversación del tema que tanto me desagradaba.
Clerval no era un científico vocacional. Tenía una imaginación demasiado viva para
aguantar la minuciosidad que requieren las ciencias. Le interesaban las lenguas, y pensaba
adquirir en la universidad la base elemental que le permitiera continuar sus estudios
por su cuenta una vez volviera a Ginebra. Tras dominar el griego y el latín perfectamente,
el persa, árabe y hebreo atrajeron su atención. A mí, personalmente, siempre me había
disgustado la inactividad; y ahora que quería escapar de mis recuerdos y odiaba mi anterior
dedicación me confortaba el compartir con mi amigo sus estudios, encontrando no
sólo formación sino consuelo en los trabajos de los orientalistas. Su melancolía es relajante,
y su alegría anima hasta puntos nunca antes experimentados al estudiar autores de
otros países. En sus escritos la vida parece hecha de cálido sol y jardines de rosas, de sonrisas
y censuras de una dulce enemiga y del fuego que consume el corazón. ¡Qué distinto
de la poesía heroica y viril de Grecia y Roma!
Así se me pasó el verano, y fijé mi regreso a Ginebra para finales de otoño. Varios incidentes
me detuvieron. Llegó el invierno, y con él la nieve, que hizo inaccesibles las carreteras
y retrasé mi viaje hasta la primavera. Sentí mucho esta demora, pues ardía en deseos
de volver a mi ciudad natal y a mis seres queridos. Mi retraso obedecía a cierto reparo
por mi parte por dejar a Clerval en un lugar desconocido para él, antes de que se hubiera
relacionado con alguien. No obstante, pasamos el invierno agradablemente, y cuando
llegó la primavera, si bien tardía, compensó su tardanza con su esplendor.
Entrado mayo, y cuando a diario esperaba la carta que fijaría el día de mi partida, Henry
propuso una excursión a pie por los alrededores de Ingolstadt, con el fin de que me
despidiera del lugar en el cual había pasado tanto tiempo. Acepté con gusto su sugerencia.
Me gustaba el ejercicio, y Clerval había sido siempre mi compañero preferido en este
tipo de paseos, que acostumbrábamos a dar en mi ciudad natal.
La excursión duró quince días. Hacía tiempo que había recobrado el ánimo y la salud, y
ambas se vieron reforzadas por el aire sano, los incidentes normales del camino y la animación
de mi amigo. Los estudios me habían alejado de mis compañeros y me había ido
convirtiendo en un ser insociable, pero Clerval supo hacer renacer en mí mis mejores
sentimientos. De nuevo me inculcó el amor por la naturaleza y por los alegres rostros de
los niños. ¡Qué gran amigo! Cuán sinceramente me amaba y se esforzaba por elevar mi
espíritu hasta el nivel del suyo. Un objetivo egoísta me había disminuido y empequeñecido
hasta que su bondad y cariño reavivaron mis sentidos. Volví a ser la misma criatura
feliz que, unos años atrás, amando a todos y querido por todos, no conocía ni el dolor ni
la preocupación. Cuando me sentía contento, la naturaleza tenía la virtud de proporcionarme
las más exquisitas sensaciones. Un cielo apacible y verdes prados me llenaban de
emoción. Aquella primavera fue verdaderamente hermosa; las flores de primavera brotaban
en los campos anunciando las del verano que empezaban ya a despuntar. No me importunaban
los pensamientos que, a pesar de mis intentos, me habían oprimido el año
anterior con un peso invencible.
Henry disfrutaba con mi alegría y compartía mis sentimientos. Se esforzaba por distraerme
mientras me comunicaba sus impresiones. En esta ocasión, sus recursos fueron
verdaderamente asombrosos; su conversación era animadísima y a menudo inventaba
cuentos de una fantasía y pasión maravillosas, imitando los de los escritores árabes y persas.
Otras veces repetía mis poemas favoritos, o me inducía a temas polémicos argumentando
con ingenio.
Regresamos a la universidad un domingo por la noche. Los campesinos bailaban y las
gentes con las que nos cruzábamos parecían contentas y felices. Yo mismo me sentía
muy animado y caminaba con paso jovial, lleno de desenfado y júbilo.


Capítulo 6

De vuelta, encontré la siguiente carta de mi padre:

A V. FRANKENSTEIN.

Mi querido Víctor:

Con impaciencia debes haber aguardado la carta que fiara tu regreso a casa; tentado
estuve en un principio de mandarte sólo unas líneas con el día en que debíamos esperarte.
Pero hubiera sido un acto de cruel caridad, y no me atreví a hacerlo. Cuál no hubiera
sido tu sorpresa, hijo mío, cuando, esperando una feliz y dichosa bienvenida, te encontraras
por el contrario con el llanto y el sufrimiento. ¿Cómo podré, hijo, explicarte
nuestra desgracia? La ausencia no puede haberte hecho indiferente a nuestras penas y
alegrías, y ¿cómo puedo yo infligir daño a un hijo ausente? Quisiera prepararte para la
dolorosa noticia, pero sé que es imposible. Sé que tus ojos se saltan las líneas buscando
las palabras que te revelarán las horribles nuevas.
¡William ha muerto! Aquella dulce criatura cuyas sonrisas caldeaban y llenaban de
gozo mi corazón, aquella criatura tan cariñosa y a la par tan alegre, Víctor, ha sido asesinada.
No intentaré consolarte. Sólo te contaré las circunstancias de la tragedia.
El jueves pasado. (7 de mayo yo, mi sobrina y tus dos hermanos fuimos a Plainpalais a
dar un paseo. La tarde era cálida y apacible, y nos tardamos algo más que de costumbre.
Ya anochecía cuando pensamos en volver. Entonces nos dimos cuenta de que William y
Ernest, que iban delante, habían desaparecido. Nos sentamos en un banco a aguardar su
regreso. De pronto llegó Ernest, y nos preguntó si habíamos visto a su hermano. Dijo
que habían estado jugando juntos y que William se había adelantado para esconderse, y
que lo había buscado en vano. Llevaba ya mucho tiempo esperándolo pero aún no había
regresado.
Esto nos alarmó considerablemente, y estuvimos buscándolo hasta que cayó la noche y
entonces Elizabeth sugirió que quizá hubiera vuelto a casa. Allí no estaba. Volvimos al
lugar con antorchas; pues yo no podía descansar pensando en que mi querido hijo se
había perdido y se encontraría expuesto a la humedad y el frío de la noche. Elizabeth
también sufría enormemente. Alrededor de las cinco de la madrugada hallé a mi pequeño,
que la noche anterior rebosaba actividad y salud, tendido en la hierba, pálido e
inerte, con las huellas en el cuello de los dedos del asesino.
Lo llevamos a casa, y la agonía de mi rostro pronto delató el secreto a Elizabeth. Se
empeñó en ver el cadáver. Intenté disuadirla pero insistió. Entró en la habitación donde
reposaba, examinó precipitadamente el cuello de la víctima, y retorciéndose las manos
exclamó:
¡Dios mío! He matado a mi querido chiquillo.
Perdió el conocimiento y nos costó mucho reanimarla. Cuando volvió en sí, sólo lloraba
y suspiraba. Me dijo que esa misma tarde William la había convencido para que le
dejara ponerse una valiosa miniatura que ella tenía de tu madre. Esta joya ha desaparecido,
y, sin duda, fue lo que tentó al asesino al crimen. No hay rastro de él hasta el momento,
aunque las investigaciones continúan sin cesar. De todas formas, esto no le devolverá
la vida a nuestro amado William.
Vuelve, querido Víctor; sólo tú podrás consolar a Elizabeth. Llora sin cesar, y se acusa
injustamente de su muerte. Me destroza el corazón con sus palabras. Estamos todos desolados,
pero ¿no será esa una razón más para que tú, hijo mío, vengas y seas nuestro
consuelo? ¡Tu pobre madre, Víctor! Ahora le doy gracias a Dios de que no haya vivido
para ser testigo de la cruel y atroz muerte de su benjamín.
Vuelve, Víctor; no con pensamientos de venganza contra el asesino, sino con sentimientos
de paz y cariño que curen nuestras heridas en vez de ahondar en ellas. Únete a
nuestro luto, hijo, pero con dulzura y cariño para quienes te quieren y no con odio para
con tus enemigos.
Tu afligido padre que te quiere,

ALPHONSE FRANKENSTEIN

Ginebra, 12 de mayo de 17...

Clerval, que me había estado observando mientras leía la carta, se sorprendió al ver la
desesperación en que se trocaba la alegría que había expresado al saber que habían llegado
noticias de mis amigos. Tiré la carta sobre la mesa y me cubrí el rostro con las manos.
––Querido Frankenstein ––dijo al verme llorar con amargura––, ¿habrás de ser siempre
desdichado? ¿Qué ha ocurrido, amigo mío?
Le indiqué que leyera la carta, mientras yo paseaba arriba y abajo de la habitación lleno
de angustia. Las lágrimas le corrieron por las mejillas a medida que leía y comprendía mi
desgracia.
––No puedo ofrecerte consuelo alguno, amigo mío ––dijo––, tu pérdida es irreparable.
¿Qué piensas hacer?
––Ir de inmediato a Ginebra. Acompáñame, Henry, a pedir los caballos.
Mientras caminábamos, Clerval se desvivía por animarme, no con los tópicos usuales,
sino manifestando su más profunda amistad.
––Pobre William. Aquella adorable criatura duerme ahora junto a su madre. Sus amigos
lo lloramos y estamos de luto, pero él descansa en paz. Ya no siente la presión de la mano
asesina; el césped cubre su dulce cuerpo y ya no puede sufrir. Ya no se le puede compadecer.
Los supervivientes somos los que más sufrimos, y para nosotros el tiempo es el
único consuelo. No debemos esgrimir aquellas máximas de los estoicos de que la muerte
no es un mal y que el hombre debe estar por encima de la desesperación ante la ausencia
eterna del objeto amado. Incluso Catón lloró ante el cadáver de su hermano.
Así hablaba Clerval mientras cruzábamos las calles. Las palabras se me quedaron grabadas,
y más tarde las recordé en mi soledad. En cuanto llegaron los caballos, subí a la
calesa, y me despedí de mi amigo.
El viaje fue triste. Al principio iba con prisa, pues estaba impaciente por consolar a los
míos; pero á medida que nos acercábamos a mi ciudad natal aminoré la marcha. Apenas
si podía soportar el cúmulo de pensamientos que se me agolpaban en la mente. Revivía
escenas familiares de mi juventud, escenas que no había visto hacía casi seis años. ¿Qué
cambios habría habido en ese tiempo? Se había producido de repente uno brusco y desolador;
pero miles de pequeños acontecimientos podían haber dado lugar, poco a poco, a
otras alteraciones, no por más tranquilas menos decisivas. Me invadió el miedo. Temía
avanzar, aguardando miles de inesperados e indefinibles males que me hacían temblar.
Me quedé dos días en Lausana, sumido en este doloroso estado de ánimo. Contemplé el
lago: sus aguas estaban en calma, todo a mí alrededor respiraba paz y los nevados montes,
«palacios de la naturaleza», no habían cambiado. Poco a poco, el maravilloso y sereno
espectáculo me restableció, y proseguí mi viaje hacia Ginebra.
La carretera bordeaba el lago y se angostaba al acercarse a mi ciudad natal. Distinguí
con la mayor claridad las oscuras laderas de los montes jurásicos y la brillante cima del
Mont Blanc. Lloré como un chiquillo: «¡Queridas montañas! ¡Mi hermoso lago! ¿Cómo
recibís al caminante? Vuestras cimas centellean, el lago y el cielo son azules... ¿Es esto
una promesa de paz o es una burla a mi desgracia?»
Temo, amigo mío, hacerme pesado si me sigo remansando en estos preliminares, pero
fueron días de relativa felicidad y los recuerdo con placer. ¡Mi tierra!, ¡Mi querida tierra!
¿Quién, salvo el que haya nacido aquí, puede comprender el placer que me causó volver a
ver tus riachuelos, tus montañas, y sobre todo tu hermoso lago?
Sin embargo, a medida que me iba acercando a casa, volvió a cernirse sobre mí el miedo
y la ansiedad. Cayó la noche; y cuando dejé de poder ver las montañas, aún me sentí
más apesadumbrado. El paisaje se me presentaba como una inmensa y sombría escena
maléfica, y presentí confusamente que estaba destinado a ser el más desdichado de los
humanos. ¡Ay de mí!, Vaticiné certeramente. Me equivoqué en una sola cosa: todas las
desgracias que imaginaba y temía no llegaban ni a la centésima parte de la angustia que el
destino me tenía reservada.
Era completamente de noche cuando llegué a las afueras de Ginebra; las puertas de la
ciudad ya estaban cerradas, y tuve que pasar la noche en Secheron, un pueblecito a media
legua al este de la ciudad. El cielo estaba sereno, y puesto que no podía dormir, decidí visitar
el lugar donde habían asesinado a mi pobre William. Como no podía atravesar la
ciudad, me vi obligado a cruzar hasta Plainpalais en barca, por el lago. Durante el corto
recorrido, vi los relámpagos que, sobre la cima del Mont Blanc, dibujaban las más he rmosas
figuras. La tormenta parecía avecinarse con rapidez y, al desembarcar, subí a una
colina para desde allí observar mejor su avance. Se acercaba; el cielo se cubrió de nubes,
y pronto sentí la lluvia caer lentamente, y las gruesas y dispersas gotas se fueron convirtiendo
en un diluvio.
Abandoné el lugar y seguí andando, aunque la oscuridad y la tormenta aumentaban por
minutos y los truenos retumbaban ensordecedores sobre mi cabeza. La cordillera de Saléve,
los montes de jura y los Alpes de Saboya repetían su eco. Deslumbrantes relámpagos
iluminaban el lago, dándole el aspecto de una inmensa explanada de fuego. Luego, tras
unos instantes, todo quedaba sumido en las tinieblas, mientras la retina se reponía del
resplandor. Como sucede con frecuencia en Suiza, la tormenta había estallado en varios
puntos a la vez. Lo más violento se cernía sobre el norte de la ciudad, sobre esa parte del
lago entre el promontorio de Belrive y el pueblecito de Copét. Otro núcleo iluminaba más
débilmente los montes jurásicos, y un tercero ensombrecía y revelaba intermitentemente
la Móle, un escarpado monte al este del lago.
Admiraba la tormenta, tan hermosa y a un tiempo terrible, mientras caminaba con paso
ligero. Esta noble lucha de los cielos elevaba mi espíritu. Junté las manos y exclamé:
«William, mi querido hermano. Este es tu funeral, ésta tu endecha.» Apenas había pronunciado
estas palabras cuando divisé en la oscuridad una figura que emergía subrepticiamente
de un bosquecillo cercano. Me quedé inmóvil, mirándola fijamente: no había
duda. Un relámpago la iluminó y me descubrió sus rasgos con claridad. La gigantesca
estatura y su aspecto deformado, más horrendo que nada de lo que existe en la humanidad,
me demostraron de inmediato que era el engendro, el repulsivo demonio al que había
dotado de vida. ¿Qué hacía allí? ¿Sería acaso me estremecía sólo de pensarlo–– el asesino
de mi hermano? No bien me hube formulado la pregunta cuando llegó la respuesta con
claridad; los dientes me castañetearon, y me tuve que apoyar en un árbol para no caerme.
La figura pasó velozmente por delante de mí y se perdió en la oscuridad. Nada con la
forma de un humano hubiera podido dañar a un niño. El era el asesino, no había duda. La
sola ocurrencia de la idea era prueba irrefutable. Pensé en perseguir a aquel demonio, pero
hubiera sido en vano, pues el siguiente relámpago me lo descubrió trepando por las rocas
de la abrupta ladera del monte Saléve, el monte que limita a Plainpalais por el sur.
Rápidamente escaló la cima y desapareció.
Permanecí inmóvil. La tormenta cesó; pero la lluvia continuaba, y todo estaba envuelto
en tinieblas. Repasé los sucesos que hasta el momento había tratado de olvidar: todos los
pasos que di hasta la creación; el fruto de mis propias manos, vivo, junto a mi cama; su
huida. Habían transcurrido ya casi dos años desde la noche en que le había dado vida.
¿Era éste su primer crimen? ¡Dios mío! Había lanzado al mundo un engendro depravado,
que se deleitaba causando males y desgracias. ¿No era la muerte de mi hermano prueba
de ello?
Nadie puede concebir la angustia que sufrí durante el resto de la noche, que pasé, frío y
mojado, a la intemperie. Mas no notaba la inclemencia del tiempo. Tenía la imaginación
asaltada por escenas de horror y desesperación. Consideraba a este ser con el que había
afligido a la humanidad, este ser dotado de voluntad y poder para cometer horrendos crímenes,
como el que acababa de realizar, como mi propio vampiro, mi propia alma escapada
de la tumba, destinada a destruir todo lo que me era querido. Amaneció, y me encaminé
hacia la ciudad. Las puertas ya estaban abiertas y me dirigí a la casa de mi padre.
Mi primer pensamiento fue comunicar lo que sabía acerca del asesino, y hacer que de inmediato
se emprendiera su búsqueda, pero me detuve cuando reflexioné sobre lo que tendría
que explicar: me había encontrado a media noche, en la ladera de una montaña ina ccesible,
con un ser al cual yo mismo había creado y dotado de vida. Recordé también la
fiebre nerviosa que había contraído en el momento de su creación y que daría un cierto
aire de delirio a una historia de por sí increíble. Bien sabía que si alguien me hubiera
contado algo parecido lo habría tomado por el producto de su demencia. Además, las extrañas
características de la bestia harían imposible su captura, suponiendo que lograra
convencer a mis familiares de que la iniciaran. Y ¿de qué serviría perseguirla? ¿Quién
podría atrapar a un ser capaz de escalar las laderas verticales del monte Saléve? Estas reflexiones
acabaron por convencerme y opté por guardar silencio.
Eran alrededor de las cinco de la mañana cuando entré en casa de mi padre. Les dije a
los criados que no despertaran a mi familia, y me fui a la biblioteca a aguardar la hora en
que solían levantarse.
Salvo por una marca indeleble, habían pasado seis años casi como un sueño. Me encontraba
en el mismo lugar en el que por última vez había abrazado a mi padre al partir
hacia Ingolstadt. ¡Padre querido y venerado! Felizmente, aún vivía. Miré el cuadro de mi
madre, colgado encima de la chimenea. Era un tema histórico pintado por encargo de mi
padre, y representaba a Caroline Beaufort en actitud de desesperación, postrada ante el
féretro de su padre. Su vestido era rústico, y la palidez cubría sus mejillas, pero emanaba
un aire de dignidad y hermosura que anulaba todo sentimiento de piedad. Debajo de este
cuadro había una miniatura de William que me hizo saltar las lágrimas. En' aquel momento
entró Ernest; me había oído llegar y venía a darme la bienvenida. Expresó una
mezcla de tristeza y alegría al verme.
Bienvenido, querido Víctor. Ojalá hubieras regresado tres meses atrás; nos hubieras encontrado
felices y contentos. Pero ahora estamos desolados; y me temo que sean las lágrimas
y no las sonrisas las que te reciban. Nuestro padre está muy apenado; este terrible
suceso parece hacer revivir en él el dolor que sintió a la muerte de nuestra madre. La pobre
Elizabeth está también muy afligida.
Mientras hablaba las lágrimas le resbalaban por las mejillas. No me recibas así le dije––
, intenta serenarte para que no me sienta completamente desgraciado al entrar en la casa
de mi padre tras tan larga ausencia. Dime, ¿cómo lleva mi padre esta desgracia?, ¿y cómo
está mi pobre Elizabeth?
––Es la que más ayuda necesita. Se acusa de haber causado la muerte de mi hermano, y
esto la atormenta horriblemente. Aunque ahora que han descubierto al asesino...
––¿Que lo han descubierto? ¡Dios mío! ¿Cómo es posible?, ¿Quién ha podido intentar
perseguirlo? Es imposible; sería como intentar atrapar el viento, o detener un torrente con
una caña.
No entiendo lo que quieres decir pero a todos nos dolió el descubrirlo. Al principio nadie
se lo podía creer, e incluso ahora, a pesar de las pruebas, Elizabeth se niega a admitirlo.
Es verdaderamente increíble que Justine Moritz, tan dulce y tan encariñada como
parecía con todos nosotros, haya podido, de pronto, hacer algo tan horrible.
––¡Justine Moritz! Pobrecilla, ¿la acusan a ella? Están equivocados, es evidente. No se
lo creerá nadie, ¿no, Ernest?
––Al principio no; pero hay varios detalles que nos han forzado a aceptar los hechos.
Su propio comportamiento es tan desconcertante, que añade a las pruebas un peso que
temo no deja lugar a duda. Hoy la juzgan, y podrás convencerte tú mismo.
Me contó que la mañana en que encontraron el cadáver del pobre William, Justine se
puso enferma y se vio obligada a guardar cama. Días más tarde, una de las criadas revisó
por casualidad las prendas que Justine llevaba el día del crimen y encontró en un bolsillo
la miniatura de mi madre, que se suponía fue el móvil del asesinato. Se lo enseñó al instante
a otra sirvienta, la cual, sin decirnos ni una palabra, se fue a un magistrado. A consecuencia
de la declaración de la criada, Justine fue detenida. Al acusársela del crimen, la
pobrecilla confirmó las sospechas, en gran medida con su total confusión y aturdimiento.
Parecía una historia de extrañas coincidencias, pero no logró convencerme.
––Estáis todos equivocados ––le contesté seriamente––. Yo sé quien es el asesino. Justine,
la pobre Justine, es inocente.
En aquel instante entró mi padre. Advertí cómo la tristeza había hecho mella en su
semblante; pese a todo, trató de recibirme con alegría, y, tras intercambiar nuestro apenado
saludo, hubiera iniciado otro tema de conversación que no fuera el de nuestra desgr acia,
de no ser porque Ernest exclamó:
––¡Dios mío, padre! Víctor dice saber quién asesinó a William.
––Por desgracia, nosotros también ––respondió mi padre––. Hubiera preferido ignorarlo
para siempre, antes que descubrir tanta maldad e ingratitud en alguien a quien apreciaba
tanto.
––Querido padre, estáis equivocados; Justine es inocente.
––Si es así, no permita Dios que se la acuse. Hoy la juzgarán, y espero de todo corazón
que la absuelvan.
Estas palabras me tranquilizaron. Estaba del todo convencido de que Justine, es más,
cualquier otro ser humano, era inocente de este crimen. Por tanto, no temía que se pudiera
presentar ninguna prueba contundente que bastara para condenarla. Con esta confianza,
me calmé, y esperé el juicio con interés, pero sin sospechar ningún resultado negativo.
Elizabeth pronto se reunió con nosotros. El tiempo había producido en ella grandes
cambios desde que la vi por última vez. Seis años atrás era una joven bonita y agradable,
a la cual todos querían. Ahora se había convertido en una mujer de excepcional hermosura.
La frente, amplia y despejada, indicaba gran inteligencia y franqueza. Sus ojos de color
miel denotaban ternura, mezclada ahora con la pena de su reciente dolor. El pelo era
de un brillante castaño rojizo, la tez clara y la figura menuda y grácil. Me saludó con el
mayor afecto.
Querido primo ––––dijo––, tu llegada me llena de esperanza. Tú quizá encuentres algún
medio para probar la inocencia de la pobre Justine. Si a ella la condenan, quién podrá estar
seguro de aquí en adelante? Confío en su inocencia como en la mía propia. Nuestra
desgracia es doblemente penosa: no sólo hemos perdido a nuestro adorado chiquillo, sino
que ahora un destino aún peor nos arrebata a Justine. Jamás volveré a saber lo que es la
alegría si la condenan. Pero estoy segura de que no será así y entonces, pese a la muerte
de mi pequeño William, volveré a ser feliz.
––Es inocente, Elizabeth ––––le contesté––, y se probará, no temas. Deja que el convencimiento
de que será absuelta calme tu espíritu.
––¡Qué bueno eres! Todos la creen culpable y eso me entristecía mucho, porque sabía
que era imposible. El ver a todos tan predispuestos en contra suya me desesperaba ––dijo
llorando.
––Querida sobrina ––dijo mi padre––––, seca tus lágrimas. Si como crees es inocente,
confía en la justicia de nuestros jueces, y en el interés con que yo impediré la más ligera
sombra de parcialidad.


Capítulo 7

Vivimos horas penosas hasta las once de la mañana, hora en la que había de comenzar
el juicio. Acompañé a mi padre y restantes miembros de la familia, que estaban citados
como testigos. Durante toda aquella odiosa farsa de justicia, sufrí un calvario. Debía decidirse
si mi curiosidad e ilícitos experimentos desembocarían en la muerte de dos seres
humanos: el uno, una encantadora criatura llena de inocencia y alegría; la otra, más terriblemente
asesinada aún, puesto que tendría todos los agravantes de la infamia para hacerla
inolvidable. Justine era una buena chica, y poseía cualidades que prometían una vida
feliz. Ahora todo estaba a punto de acabar en una ignominiosa tumba por mi culpa.
Mil veces hubiera preferido confesarme yo culpable del crimen que se le atribuía a Justine,
pero me encontraba ausente cuando se cometió, y hubieran tomado semejante declaración
por las alucinaciones de un demente, por lo que tampoco hubiera servido para exculpar
a la que sufría por mi culpa.
El aspecto de Justine al entrar era sereno. Iba de luto; y la intensidad de sus sentimientos
daban a su rostro, siempre atractivo, una exquisita belleza. Parecía confiar en su inocencia.
No temblaba, a pesar de que miles de personas la miraban y vituperaban, pues toda
la bondad que su belleza hubiera de otro modo despertado quedaba ahora ahogada, en
el espíritu de los espectadores, por la idea del crimen que se suponía que había cometido.
Estaba tranquila; sin embargo esta tranquilidad era evidentemente forzada; y puesto que
su anterior aturdimiento se había esgrimido como prueba de su culpabilidad, intentaba
ahora dar la impresión de valor. Al entrar recorrió con la vista la sala, y pronto descubrió
el lugar donde nos encontrábamos sentados. Los ojos parecieron nublársele al vernos, pero
pronto se dominó, y una mirada de pesaroso afecto pareció atestiguar su completa inocencia.
Empezó el juicio; cuando los fiscales hubieron expuesto su informe, se llamó a varios
testigos. Había varios hechos aislado que se combinaban en su contra, y que hubieran desorientado
cualquiera que no tuviera, como yo, la seguridad de su inocencia Había pasado
fuera de casa toda la noche del crimen, y, amanecer, una mujer del mercado la había visto
cerca del lugar donde más tarde se encontraría el cadáver del niño asesinado. La mujer le
preguntó qué hacía allí, pero Justine, de forma muy extraña, le había contestado confusa e
ininteligiblemente. Regresó a casa hacia las ocho de la mañana; y cuando alguien quiso
sabe dónde había pasado la noche, respondió que había estado buscando al niño y preguntó
ansiosamente si se sabía algo acerca de él. Cuando le mostraron el cuerpo, tuvo un
violento ataque de nervios, que la obligó a guardar cama durante varios días. Se mostró
entonces la miniatura que la criada había encontrado en el bolsillo, y un murmullo de horror
e indignación recorrió la sala cuando Elizabeth, con voz temblorosa, la identificó
como la misma que había colgado del cuello de William una hora antes de que se lo echara
en falta.
Llamaron a Justine para que se defendiera. A medida que el juicio había ido avanzando,
su aspecto había cambiado y expresaba ahora sorpresa, horror y tristeza. A veces luchaba
contra el llanto que la embargaba, pero, cuando la requirieron que se declarara inocente o
culpable, se sobrepuso y habló con voz audible aunque entrecortada.
––Dios sabe bien que soy inocente; pero no pretendo que mis afirmaciones me absue lvan.
Baso mi inocencia en una interpretación llana y sencilla de los hechos que se me imputan.
Espero que la buena reputación de que siempre he gozado incline a los jueces a
interpretar a mi favor lo que puede a primera vista parecer dudoso o sospechoso.
A continuación declaró que con permiso de Elizabeth había pasado la tarde de la noche
del crimen en casa de una tía en Chéne, pueblecito que dista una legua de Ginebra. A su
regreso, hacia las nueve de la noche, se encontró con un hombre que le preguntó si había
visto a la criatura que buscaban. Esto la alarmó, y estuvo varias horas intentando encontrarlo.
Las puertas de Ginebra cerradas, se vio obligada a pasar parte de la noche en el
cobertizo de una casa, no sintiéndose inclinada a despertar a los dueños, que la conocían
bien. Incapaz de dormir, abandonó pronto su refugio, y reemprendió la búsqueda de mi
hermano. Si se había acercado al lugar donde yacía el cuerpo, fue sin saberlo. Su aturdimiento
al ser interrogada por la mujer del mercado no era de extrañar, puesto que no había
dormido en toda la noche, y la suerte de William aún estaba por saber. Respecto a la
miniatura, no podía aclarar nada.
Sé bien cuánto pesa esto en mi contra ––continuó la entristecida víctima—, pero no
puedo dar explicación alguna. Tras expresar mi total ignorancia en este punto no me queda
más que hacer conjeturas acerca de cómo pudo llegar a mi bolsillo. Pero aquí también
me encuentro con otra barrera, pues no tengo enemigos y no puede haber nadie tan malvado
como para querer destruirme de forma tan deliberada. ¿Fue acaso el propio asesino
el que la puso allí? Pero no veo cómo hubiera podido hacerlo, y además, ¿qué finalidad
tendría robar la joya para desprenderse de ella tan pronto?
»Confío mi suerte a la justicia de mis jueces, si bien veo poco lugar para la esperanza.
Ruego se haga declarar a algún testigo respecto de mi reputación, y si su testimonio no
prevalece sobre la acusación, que me condenen, aunque fundo mi esperanza en el hecho
de ser inocente.
Se llamó a varios testigos que la conocían desde hacía muchos años, y todos hablaron
bien de ella; pero el temor y la repulsión por el crimen del cual la creían culpable les
amilanó, e impidió que la apoyaran con ardor. Elizabeth percibió que este postrer recurso,
la bondad y conducta irreprochables de la acusada, también iba a fallar. Muy alterada solicitó
la venia del tribunal para dirigirse a él.
––Soy ––dijo–– la prima del pobre chiquillo asesinado, mejor dicho: soy su hermana,
pues fui educada por sus padres y vivo con ellos desde mucho antes de que William naciera.
Quizá por ello pueda no resultar decoroso que declare en esta ocasión. Pero ante la
posibilidad de que la cobardía de sus supuestos amigos hunda a un ser humano, me veo
obligada a hablar en su favor. Conozco bien a la acusada. Hemos vivido bajo el mismo
techo primero durante cinco años y después durante dos. En todo ese tiempo, siempre se
mostró la más bondadosa y amable de las criaturas. Cuidó con el mayor afecto y devoción
a mi tía, la señora Frankenstein, durante su última enfermedad. Luego tuvo que
atender a su propia madre, también enferma durante largo tiempo, y lo hizo con una abnegación
que admiró a todos los que la conocíamos. Fallecida su madre, regresó de nuevo
a casa de mi tío, donde todos la queremos. Sentía un especial cariño por la criatura ahora
muerta y la trataba como una madre. Por mi parte, no tengo la más mínima duda de que, a
pesar de todas las pruebas en su contra, es absolutamente inocente. No tenía motivos para
hacerlo; y en cuanto a la minucia que constituye la prueba principal, de haberla pedido,
con gusto se la hubiera regalado, tanto es el cariño que hacia Justine siento.
¡Qué magnífica Elizabeth! Un murmullo de aprobación recorrió la sala, más dirigido a
su generosa intervención que en favor de la pobre Justine, contra la cual se volcó la indignación
del público con renovada violencia, acusándola de la mayor ingratitud. Las lágrimas
le corrían por las mejillas mientras escuchaba en silencio a Elizabeth. Durante todo
el juicio, yo , estuve preso de la mayor angustia y nerviosismo. Creía en su inocencia;
sabía que no era culpable. ¿Acaso el diabólico ser que había matado no lo dudaba ni por
un minuto a mi hermano, había vendido, en su demoníaco juego, la inocencia a la muerte
y a la ignominia?
El horror de la situación me resultaba insoportable, y cuando la reacción del público y
el rostro de los jueces me indicaron que mi pobre víctima había sido condenada, me precipité
fuera de la sala lleno de pesar. El sufrimiento de la acusada no igualaba al mío. A
ella la sostenía su inocencia, pero a mí me laceraban los latigazos del remordimiento, que
no cedía su presa.
Pasé una noche de indescriptible desesperación. Por la mañana fui al tribunal. Tenía la
boca y la garganta secas y no me atreví a hacer la pregunta fatal. Pero me conocían y el
ujier adivinó la razón de mi visita. Se habían echado las bolas y eran todas negras; Justine
había sido condenada.
No intentaré explicar lo que sentí. Había experimentado ya antes sensaciones de horror,
las cuales me he esforzado por describir, pero no existen palabras que definan la nauseabunda
desesperación de aquel momento. El funcionario entonces añadió que Justine ya
había confesado su culpabilidad.
––Lo cual apenas era necesario ––añadió–– en un caso tan evidente. Pero me alegro; a
ninguno de nuestros jueces le gusta condenar a un criminal por pruebas circunstanciales,
por decisivas que parezcan.
Cuando regresé a casa, Elizabeth me preguntó ansiosamente por el resultado.
Querida prima contesté––, han decidido lo que ya esperábamos. Todos los jueces prefieren
condenar a diez inocentes antes de que se escape un culpable. Pero ella ha confesado.
Para Elizabeth, que había creído firmemente en la inocencia de Justine, esto fue un duro
golpe.
¡Ay! ––dijo––, ¿cómo podré volver a creer en la bondad humana? ¿Cómo habrá podido
Justine, a quien yo quería como a una hermana, sonreírnos con aquella inocencia y después
traicionarnos así? Sus dulces ojos parecían asegurar que era incapaz de aspereza o
mal humor, y sin embargo ha cometido un asesinato. Al poco tiempo, nos comunicaron
que la pobre víctima había manifestado el deseo de ver a mi prima. Mi padre no quería
que fuese, pero dejó la decisión al criterio de Elizabeth.
––Sí iré ––dijo Elizabeth. Aunque sea culpable. Acompáñame tú, Víctor. No quiero ir
sola.
La sola idea de esta visita me atormentaba, pero no podía negarme.
Entramos en la celda desoladora, al fondo de la cual estaba Justine, sentada sobre un
montón de paja. Tenía las manos encadenadas y apoyaba la cabeza en las rodillas. Al
vernos entrarse levantó, y cuando estuvimos a solas, se echó llorando a los pies de Elizabeth,
que también comenzó a sollozar.
Justine ––dijo––, ¿por qué me has arrebatado mi último consuelo? Confiaba en tu inocencia
y, aunque me sentía muy desgraciada, no estaba tan triste como ahora.
––¿Usted también me cree tan perversa? ¿Se une a mis enemigos para condenarme?
Justine se ahogaba por el llanto.
Levántate, pobre amiga mía ––dijo Elizabeth. ¿Por qué. te arrodillas, si eres inocente?
No soy uno de tus enemigos. Te creía inocente hasta que supe que tú misma habías confesado
tu culpabilidad. Ahora me dices que eso es falso. Ten la seguridad, Justine querida,
de qué nada, salvo tu propia confesión, puede quebrar mi confianza en ti.
Es cierto que confesé, pero confesé una mentira, para poder obtener la absolución. Y
ahora esa mentira pesa más sobre mi conciencia que cualquier otra falta. ¡Dios me perdone!
Desde el momento en que me condenaron, el confesor ha insistido y amenazado hasta
que casi me ha convencido de que soy el monstruo que dicen que soy. Me amenazó con
la excomunión y las llamas del infierno si persistía en declararme inocente. Mi querida
señora, no tenía a nadie que me ayudara. Todos me consideran un ser despreciable abocado
a la ignominia y perdición. ¿Qué otra cosa podía hacer? En mala hora consentí en
mentir; ahora me siento más desgraciada que nunca.
El llanto la obligó a callar unos instantes.
––Pensaba con horror ––continuó–– en la posibilidad de que ahora usted creería que
Justine, a quien su tía tenía en tanta consideración y a quien usted estimaba tanto, era capaz
de cometer un crimen que ni siquiera el demonio ha osado perpetrar. ¡Mi querido
William!, ¡Mi querido pequeño! Pronto me reuniré contigo en el cielo, donde seremos
felices. Ese es mi consuelo, en mi camino hacia la muerte y la difamación.
¡Justine! Perdóname si he dudado de ti un instante. ¿Por qué confesaste? Pero no te
atormentes, querida mía; proclamaré tu inocencia por doquier y les obligaré a creerte. Sin
embargo, has de morir; tú, mi compañera de juegos, mi amiga, más que una hermana para
mí. No sobreviviré a tan tremenda desgracia.
––Dulce Elizabeth. Seque sus lágrimas. Debería animarme con pensamientos sobre una
vida mejor, y hacerme pasar por encima de las pequeñeces de este mundo injusto y agresivo.
No sea usted, mi querida amiga, la que me induzca a la desesperación.
––Trataré de consolarte, pero me temo que este mal sea demasiado punzante para que
quepa el consuelo, pues no hay esperanza. Que el cielo te bendiga, querida Justine, con
una resignación y confianza sobrehumanas. ¡Cómo odio las farsas e ironías de este mundo!
En cuanto una criatura es asesinada, a otra se le priva de la vida de forma lenta y tortuosa.
Y los verdugos, con manos aún teñidas de sangre inocente, creen haber llevado a
cabo una gran obra. A esto lo llaman retribución. ¡Odioso nombre! Cuando oigo esa palabra,
sé que se avecinan castigos más horribles que los que tirano alguno jamás haya podido
inventar para saciar su venganza. Pero esto no es consuelo para ti, Justine, a no ser
que te alegres de abandonar semejante guarida. ¡Quisiera estar con mi tía y mi adorado
William, lejos de este mundo odioso, y de los rostros de unos seres que aborrezco!
Justine sonrió con tristeza.
––Esto, querida señora, no es resignación sino desesperación. No debo aprender la lección
que quiere usted inculcarme. Hábleme de otras cosas, de algo que me traiga paz, y
no mayor tristeza.
Durante esta conversación me había retirado a una esquina de la celda, donde pudiera
esconder la angustia que me embargaba. ¡Desesperación! ¿Quién osaba hablar de eso? La
pobre víctima que debía al día siguiente traspasar la tenebrosa frontera entre la vida y la
muerte no sentía tan amarga y penetrante agonía como yo. Apreté los dientes, haciéndolos
rechinar, y un suspiro salido del alma se escapó de entre mis labios. Justine se alarmó.
Al reconocerme, se acercó a mí, diciendo:
––Querido señor, qué bondadoso ha sido al venir a verme. Espeto que usted tampoco
me crea culpable.
No pude contestar.
––No, Justine ––dijo Elizabeth, cree aún más que yo en tu inocencia. Ni siquiera al saber
que habías confesado dudó de ti. ––Se lo agradezco de corazón. En estos últimos
momentos siento la mayor gratitud hacia aquellos que me juzgan con benevolencia. ¡Qué
dulce resulta el afecto de los demás a una infeliz como yo! Me alivia la mitad de mis desgracias.
Ahora que usted, mi querida señora, y su primo, creen en mi inocencia, puedo
morir en paz.
Así intentaba la pobre niña consolarnos a nosotros y mitigar su dolor. Consiguió la resignación
que buscaba. Pero yo, el verdadero asesino, sentía viva en mi seno como una
carcoma que imposibilitaba toda esperanza o sosiego. Elizabeth también lloraba entristecida;
pero la suya era también la aflicción del inocente, como la nube que puede oscurecer
la luna un breve rato pero no logra apagar su fulgor. La angustia y la desesperación se
habían apoderado de mi corazón, y me abrasaba en un fuego que: nada podía apagar.
Permanecimos con Justine varias horas, y Elizabeth no logró, separarse de ella sino con
gran dificultad.
Quiero morir contigo ––gritaba––, no puedo vivir en este mundo lleno de miseria.
Justine procuró adoptar un aire de alegría, pese a que apenas podía contener las lágr imas.
Abrazó a Elizabeth y, con voz ahogada por la emoción, dijo:
Adiós, mi querida señora, mi dulce Elizabeth, mi amada y única amiga. Que el cielo la
bendiga y que sea ésta su última desgracia. Viva, sea feliz y haga felices a los demás.
Mientras regresábamos, Elizabeth me dijo:
No sabes, querido Víctor, lo tranquila que me encuentro ahora que confío en la inocencia
de esta infeliz muchacha. No hubiera vuelto a conocer la paz de haberme equivocado
con Justine. Los pocos momentos que la creí culpable, sentí una angustia que no hubiera
podido soportar durante demasiado tiempo. Ahora me siento aliviada. Se la castiga equivocadamente;
pero me consuela pensar que la persona a quien yo creía llena de bondad
no ha traicionado la confianza que en ella puse.
¡Prima querida!, estos eran tus pensamientos tan tiernos y dulces como tus propios ojos
y la voz que los expresaba. Pero yo, yo era un miserable, y nadie puede concebir la agonía
que padecí entonces.

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