FRANKENSTEIN
Mary W. Shelley
VOLUMEN III
Capítulo 1
A mi vuelta a Ginebra pasaron muchos días y muchas semanas sin que encontrara en mí
valor suficiente para reemprender mi trabajo. Temía la venganza del ser demoníaco si lo
defraudaba, pero lograba vencer la repugnancia que me inspiraba la tarea que me había
impuesto. Me di cuenta de que no podía crear una hembra sin de nuevo dedicar varios
meses al estudio profundo y a laboriosos experimentos. Tenía conocimiento de ciertos
descubrimientos llevados a cabo por un científico inglés, cuyas experiencias me serían
valiosas, y a veces pensaba en solicitar permiso de mi padre para ir a Inglaterra con este
fin; pero me aferraba a cualquier pretexto para no interrumpir la incipiente tranquilidad
que empezaba a sentir. Mi salud, muy debilitada hasta el momento, comenzaba ahora a
fortalecerse, y mi estado de ánimo, cuando el triste recuerdo de la promesa hecha no lo
empañaba, se elevaba bastante. Mi padre observaba con agrado esta mejoría, y se afanaba
por buscar la mejor forma de borrar por completo la melancolía, que de vez en cuando
me retornaba y ensombrecía tenazmente la tenue luz que intentaba abrirse paso en mí.
Entonces buscaba refugio en la más absoluta soledad; pasaba días enteros en el lago,
tumbado en una barca, silencioso e indolente mirando las nubes y escuchando el murmullo
de las olas. El aire puro y el sol brillante solían devolverme, al menos en parte, la
compostura; y, a mi regreso, respondía a los saludos de mis amigos con la sonrisa más
presta y el corazón más ligero.
Fue a la vuelta de una de estas salidas cuando mi padre, llamándome aparte, me dijo:
Me satisface mucho, hijo, que vuelvas a tus antiguas distracciones y a ser el mismo de
antes. Sin embargo, sigues triste y aún esquivas nuestra compañía. Durante algún tiempo
he estado muy desorientado acerca de cuál podría ser la razón de esto; pero ayer tuve una
idea, y te ruego que, si estoy en lo cierto, me la confirmes. Cualquier reserva a este respecto
no sólo sería injustificada, sino que aumentaría nuestras preocupaciones.
Al oír estas palabras me puse a temblar, pero mi padre continuó:
––Te confieso, hijo, que siempre he deseado tu matrimonio con tu prima, considerándolo
el centro de nuestra felicidad doméstica y el báculo de mis postreros años. Os habéis
sentido muy unidos desde niños; estudiabais juntos, y parecíais, por gustos y aficiones,
idóneos el uno al otro. Pero somos tan ciegos los humanos, que las cosas que yo consid eraba
favorables a este proyecto quizá hayan sido precisamente las que lo hayan destruido
por completo. Puede que tú la consideres como una hermana, y no tengas ningún deseo de
que se convierta en tu esposa. Es incluso posible que hayas conocido a otra mujer a la cual
ames y que, considerándote ligado a tu prima por razones de honor, te debatas en una
lucha que ocasiona la visible tristeza que te aflige.
Querido padre, tranquilízate. Te aseguro que amo a Elizabeth tierna y profundamente.
No he conocido a ninguna mujer que me inspire, como ella, tanta admiración y afecto.
Mis esperanzas y deseos para el futuro se fundan en la perspectiva de nuestra unión.
––Tus palabras, querido Víctor, me producen una alegría que no experimentaba hacía
mucho tiempo. Si esto es lo que sientes, nuestra felicidad está asegurada, por mucho que
sucesos recientes puedan entristecernos. Pero es justo esta tristeza, que parece haberse
adueñado de forma tan poderosa de ti, la que quisiera disipar. Dime, pues, si tienes alguna
objeción a que se celebre la boda de inmediato. Hemos sido desdichados últimamente,
y recientes sucesos nos han robado la paz cotidiana que mi edad requiere. Tú eres joven;
pero no creo que, con la fortuna de que dispones, una boda precoz pueda interferir en los
planes de honor o provecho que te hayas podido trazar. No creas, empero, que quiero imponerte
la felicidad, o que una demora por tu parte me fuera a ocasionar desazón. Interpreta
bien mis palabras, y te ruego me contestes con confianza y franqueza.
Escuché a mi padre en silencio, y durante algunos instantes no logré darle respuesta.
Por mi mente discurría un cúmulo de pensamientos que intentaba ordenar para poder llegar
a alguna conclusión. La idea de una inmediata unión con mi prima me llenaba de horror
y aflicción. Estaba atado por una solemne promesa que aún no había cumplido y que
no osaba romper, pues, de hacerlo, ¡qué desdichas no acarrearía para mí y mi afectuosa
familia el incumplimiento de mi palabra! No creo que pudiera entrar en este festejo con
semejante peso muerto atado del cuello, y doblegándome hacia el suelo. Debía llevar a
cabo mi compromiso, dejando al monstruo que partiera con su pareja, antes de permitirme
disfrutar de las delicias de un matrimonio del que esperaba la paz.
Recordé también la necesidad que tendría de viajar a Inglaterra, o de comenzar una larga
correspondencia con científicos de aquel país cuyos conocimientos e investigaciones
me eran imprescindibles en mi tarea. Esta segunda manera de obtener la información que
precisaba era lenta y poco satisfactoria; además: cualquier cambio me serviría de distracción,
y me ilusionaba la idea de pasar un año o dos en otro lugar, cambiando de ocupación
y lejos de mi familia; durante este período podría ocurrir cualquier suceso que me
permitiese volver a ellos en paz y tranquilidad: quizá hubiera ya cumplido mi promesa, y
el monstruo hubiera desaparecido; o quizá algún accidente lo hubiera destruido, poniendo
así fin a mi esclavitud.
Estos sentimientos me dictaron la respuesta que le di a mi padre. Manifesté el deseo de
visitar Inglaterra; pero oculté mis verdaderas intenciones bajo el pretexto de que quería
viajar y ver mundo antes de asentarme para el resto de mi vida en mi ciudad natal.
Le rogué insistentemente que me dejara partir y accedió con prontitud, pues no existía
en el mundo padre más indulgente y menos impositivo que él. Pronto estuvieron arreglados
los preparativos. Yo viajaría a Estrasburgo, donde me reuniría con Clerval. Estaríamos
una corta temporada en Holanda, pero la mayor parte del tiempo lo pasaríamos en
Inglaterra. El regreso lo haríamos por Francia; y acordamos que el viaje duraría dos años.
Mi padre se consolaba con el pensamiento de que mi boda con Elizabeth tendría lugar
en cuanto volviera a Ginebra.
––Estos dos años pasarán muy deprisa ––dijo––, y será la última demora que se interponga
en el camino de tu felicidad. Espero con impaciencia la llegada del momento en
que estemos todos unidos y ningún temor altere nuestra paz familiar.
––Estoy de acuerdo con tu proyecto le contesté––. Dentro de dos años tanto Elizabeth
como yo seremos más maduros, y espero que más felices de lo que ahora somos.
Suspiré; pero mi padre, delicadamente, se abstuvo de hacerme más preguntas respecto
de las causas de mi pesadumbre. Esperaba que el cambio de ambiente y la distracción del
viaje me devolvieran la tranquilidad.
Empecé, pues, a preparar mi marcha; pero me obsesionaba un pensamiento que me llenaba
de angustia y temor. Durante mi ausencia, mi familia seguiría ignorando la existencia
de su enemigo, y quedaría a merced de sus ataques caso de que él, irritado por mi
viaje, se lanzara contra ellos. Pero había prometido seguirme donde quiera que fuera; así
que ¿no vendría tras de mí a Inglaterra? Este pensamiento era terrorífico en sí mismo, pero
reconfortante, en cuanto que suponía que los míos estarían a salvo. Me torturaba la
idea de que sucediera lo contrario de esto. Pero durante todo el tiempo que fui esclavo de
mi criatura siempre me dejé guiar por los impulsos del momento; y en ese instante tenía
la seguridad de que me perseguiría, y, por tanto, mi familia quedaría libre del peligro de
sus maquinaciones.
Partí hacia mis dos años de exilio a finales de agosto. Elizabeth aprobaba los motivos
de mi marcha, y sólo lamentaba el no tener las mismas oportunidades que yo para ampliar
su campo de experiencia y cultivar su mente. Lloró al despedirme, y me rogó que retornara
feliz y en paz conmigo mismo.
––Todos confiamos en ti ––dijo––; y si tú estás apenado, ¿cuál puede ser nuestro estado
de ánimo?
Me metí en el carruaje que debía alejarme de los míos, apenas sin saber adónde me dirigía,
e importándome poco lo que sucedía a mi alrededor. Sólo recuerdo que, con inmensa
amargura, pedí que empaquetaran el instrumental químico que quería llevarme conmigo,
pues había decidido cumplir mi promesa mientras estaba en el extranjero y regresar, a
ser posible, un hombre libre. Lleno de sombríos pensamientos, atravesé hermosísimos lugares
de majestuosa belleza; pero tenía la mirada fija y abstraída. Sólo pensaba en la meta
de mi viaje, y el trabajo del cual debía ocuparme mientras durara.
Tras varios días de inquieta indolencia, durante los cuales recorrí muchas leguas, llegué
a Estrasburgo, donde tuve que aguardar durante dos días la llegada de Clerval. Vino, y
¡que inmensa diferencia había entre nosotros! El respondía vivamente ante cualquier paraje
nuevo; se emocionaba con las hermosas puestas de sol, y aún más con el amanecer
cuando se estrenaba un nuevo día; me señalaba los cambios de colorido en el paisaje y el
aspecto del cielo.
¡Esto es lo que yo llamo vivir! ––exclamaba––. ¡Cómo me gusta existir! ¿Pero por qué
estás tú, querido Frankenstein, tan apenado y abatido?
Lo cierto es que me embargaban tristes pensamientos, y permanecía indiferente ante el
anochecer o el dorado amanecer reflejado en el Rin. Y usted, amigo mío, se divertiría
mucho más con el diario de Clerval, gozoso y sensible admirador del paisaje, que con las
reflexiones de esta criatura miserable, perseguido por una maldición que impedía toda
posibilidad de dicha.
Habíamos decidido bajar en barco por el Rin desde Estrasburgo hasta Rotterdam, donde
embarcaríamos para Londres. Durante este trayecto pasamos muchas islas cubiertas de
sauces, y vimos varias ciudades hermosas. Paramos un día en Mannhein, y cinco días
después de salir de Estrasburgo llegábamos a Maguncia. A partir de aquí, el curso del Rin
se hace mucho más pintoresco. El río desciende velozmente, serpenteando entre colinas
no muy altas pero sí escarpadas y de formas muy bellas. Vimos numerosos castillos en
ruinas, lejanos e inaccesibles, que, rodeados de espesos y sombríos bosques, se alzaban al
borde de los despeñaderos. Esta parte del Rin ofrece un paisaje de singular variedad.
Pueden verse irregulares montañas, castillos en ruinas dominando tremendos precipicios,
a cuyos pies el sombrío Rin fluye en precipitada carrera; y, de repente, tras rodear un
promontorio, el paisaje lo constituyen prósperos viñedos, que cubren las verdes y ondulantes
laderas, sinuosos ríos y pobladas ciudades.
Era la época de la vendimia, y, mientras viajábamos río abajo, escuchábamos las canciones
de los trabajadores. Incluso yo, a pesar de mi ánimo decaído, y lleno como estaba
de sombríos pensamientos, me sentía contento. Tumbado en el fondo de la barca, miraba
el límpido cielo azul, y parecía imbuirme de una tranquilidad que hacía mucho no sentía.
Si éstas eran mis sensaciones, ¿cómo explicar las de Henry? Se creía transportado a un
país de hadas, y sentía una felicidad poco común en el hombre.
––He visto ––decía–– los parajes más hermosos de mi país; conozco los lagos de Lucerna
y Uri, donde las nevadas montañas entran casi a pico en el agua, proyectando oscuras
e impenetrables sombras que, de no ser por los verdes islotes que alegran la vista, parecerían
lúgubres y tenebrosos; he visto también agitarse este lago con una tempestad,
cuando el viento arremolinaba las aguas, dando una idea de lo que puede ser una tromba
marina en el inmenso océano; he visto las olas estrellarse con furia al pie de las montañas,
donde cayó la avalancha sobre el cura y su amante, cuyas moribundas voces, se dice,
todavía se oyen cuando se acallan los vientos; he visto las montañas de Valais y las del
país de Vaud, pero este país, Víctor, me gusta mucho más que todas aquellas maravillas.
Las montañas de Suiza son más majestuosas y extrañas; pero hay un encanto especial en
las márgenes de este río tan divino, que no es comparable a nada. Mira ese castillo que
domina aquel precipicio; y ese en aquella isla, casi oculto por el follaje de los hermosos
árboles; y ese grupo de trabajadores que vienen de sus viñedos; y esa aldea medio oculta
por los pliegues de la montaña. Sin duda, los espíritus que habitan y cuidan de este lugar
tienen un alma más comprensiva para con el hombre que aquellos que pueblan el glaciar
o que se refugian en las cimas inaccesibles de las montañas de nuestro país.
¡Clerval!, ¡amigo del alma!, incluso ahora me llena de satisfacción recordar tus palabras
y dedicarte los elogios que tan merecidos tienes. Era un ser que se había educado en «la
poesía de la naturaleza». Su desbordante y entusiasta imaginación se veía matizada por la
gran sensibilidad de su espíritu. Su corazón rezumaba afecto, y su amistad era de esa naturaleza
fiel y maravillosa que la gente de mundo se empeña en hacernos creer que sólo
existe en el reino de lo imaginario. Pero ni siquiera la comprensión y el cariño humanos
bastaban para satisfacer su ávida mente. El espectáculo de la naturaleza, que en otros
despierta simplemente admiración, era para él objeto de una pasión ardiente:
La sonora catarata
Le obsesionaba como una pasión: la erguida roca,
La montaña, y el bosque sombrío y tupido,
Sus formas y colores, eran para él
Un deseo; un sentimiento, y un amor,
Que no necesitaba de otros encantos remotos,
Que el pensamiento puede proporcionar, u otro atractivo
Que los ojos jamás vieron.
¿Y dónde está ahora? ;Se ha perdido para siempre este ser tan dulce y hermoso? ¿Ha
perecido esta mente tan repleta de pensamientos, de magníficas y caprichosas fantasías
que formaban un mundo cuya existencia dependía de la vida de su creador? ¿Existe ahora
sólo en mi recuerdo? No, no puede ser; aquel cuerpo, tan perfectamente modelado, que
irradiaba hermosura, se ha descompuesto, pero su espíritu sigue alentando y visitando a
su desdichado amigo.
Perdóneme usted este arranque de dolor; estas pobres palabras son tan sólo un insignificante
tributo a la inapreciable valía de Henry, pero calman mi corazón, tan angustiado por
su recuerdo. Continuaré mi relato.
Dejamos Colonia y descendimos a las llanuras de Holanda, donde decidimos continuar
por tierra el resto del viaje, pues el viento era desfavorable y–– la corriente del río demasiado
lenta para ayudarnos.
Aquí nuestro viaje perdió el interés que el magnífico paisaje había proporcionado hasta
ahora; pero a los pocos días llegamos a Rotterdam desde donde proseguimos viaje a Inglaterra
por mar. Era una límpida mañana, de finales de diciembre, cuando vi por primera
vez los blancos acantilados de Gran Bretaña. Las orillas del Támesis ofrecían un nuevo
paisaje; eran llanas pero fértiles, y casi todas las ciudades se significaban por algún recuerdo
histórico. Vimos el fuerte Tilbury, y recordamos la Armada Invencible; Gravesend,
Woolwich y Greenwich, lugares de los que había oído hablar ya en mi país.
Por fin divisamos los innumerables campanarios de Londres, dominados todos por la
impresionante cúpula de San Pablo, y la Torre, famosa en la historia de Inglaterra.
Capítulo 2
Londres era nuestro lugar de asiento, y decidimos quedarnos algunos meses en esta maravillosa
y célebre ciudad. Clerval quería conocer a los hombres de genio y talento que
despuntaban entonces, pero para mí esto era secundario, pues mi principal interés era la
obtención de los conocimientos que necesitaba para poder llevar a cabo mi promesa. A
este fin, me apresuré a entregar a los más distinguidos científicos las cartas de presentación
que había traído conmigo.
Si este viaje hubiera tenido lugar en la época de mis primeros estudios, cuando aún estaba
lleno de felicidad, me habría proporcionado un inmenso placer. Pero una maldición
había ensombrecido mi existencia, y sólo visitaba a estas personas con el afán de conseguir
la información que me pudieran proporcionar acerca del tema que, por motivos tan
tremendos, tanto me interesaba. La compañía de otras personas me resultaba molesta;
cuando me encontraba solo podía dejar vagar mi imaginación hacia cosas agradables; la
voz de Henry me apaciguaba, y así llegaba a engañarme y a conseguir una paz transitoria.
Pero los rostros gesticulantes, alegres y poco interesantes de los demás me volvían a sumir
en la desesperación. Veía alzarse una infranqueable barrera entre mis semejantes y
yo; barrera teñida con la sangre de William y Justine; y el recuerdo de los sucesos relacionados
con estos nombres me llenaba de angustia.
En Clerval veía la imagen de lo que yo había sido; era inquisitivo y estaba ansioso por
adquirir sabiduría y experiencia. La diferencia de costumbres que advertía era para él
fuente inagotable de enseñanza y distracción. Estaba siempre ocupado; y lo único que
empañaba su felicidad era mi abatimiento y pesadumbre. Yo, por mi parte, intentaba disimular
mis sentimientos cuanto podía, a fin de no privarle de los lógicos placeres que
uno siente cuando, libre de tristes recuerdos y agobios, encuentra nuevos horizontes en su
vida. A menudo me excusaba, alegando compromisos anteriores, para así no tener que
acompañarlo, y poder permanecer solo. Comencé a recabar por entonces los materiales
que necesitaba para mi nueva creación, lo que me suponía la misma tortura que para los
condenados el interminable goteo del agua sobre sus cabezas. Cada pensamiento dedicado
al tema me producía una tremenda angustia, y cada palabra alusiva a ello hacía que me
temblaran los labios y me palpitara el corazón.
Cuando llevábamos unos meses en Londres, recibimos una carta de una persona que
vivía en Escocia y que nos había visitado en Ginebra. En ella se refería a la belleza de su
país natal y se preguntaba si esto no sería un motivo suficiente para que nos decidiéramos
a prolongar nuestro viaje hasta Perth, donde él vivía. Clerval estaba ansioso por aceptar la
invitación; y yo, aunque detestaba la compañía de otras personas, quería ver de nuevo
riachuelos y montañas y todas las maravillas con las cuales la naturaleza adorna sus lugares
predilectos.
Habíamos llegado a Inglaterra a principios de octubre y ya estábamos en febrero, de
modo que decidimos emprender nuestro viaje hacia el norte a finales del mes siguiente.
En este viaje no pensábamos seguir la carretera principal a Edimburgo, pues queríamos
visitar Windsor, Oxford, Madock y los lagos de Cumberland, esperando llegar a nuestro
destino a finales de julio. Embalé, pues, mis instrumentos químicos y el material que había
conseguido, con la intención de acabar mi tarea en algún lugar apartado de las montañas
del norte de Escocia.
Dejamos Londres el 27 de marzo y nos quedamos unos días en Windsor, paseando por
su hermosísimo bosque. Este paisaje era completamente nuevo para nosotros, habitantes
de un país montañoso; los robles majestuosos, la abundancia de caza y las manadas de
altivos ciervos constituían una novedad para 'nosotros.
Continuamos luego hacia Oxford. Al llegar a la ciudad, rememoramos los sucesos que
allí habían ocurrido hacía más de ciento cincuenta años. Fue allí donde Carlos I reunió
sus tropas. La ciudad le había permanecido fiel mientras toda la nación abandonaba su
causa y se unía al estandarte del parlamento y la libertad. El recuerdo de aquel desdichado
monarca y de sus compañeros, el afable Falkland, el orgulloso Gower, su reina y su
hijo, daban un interés especial a cada rincón de la ciudad, que se supone debieron habitar.
El espíritu de días pasados tenía aquí su morada y nos deleitaba perseguir sus huellas. Pero
aunque estos sentimientos no hubieran bastado para satisfacer nuestra imaginación, la
ciudad en sí era lo suficientemente hermosa como para despertar nuestra admiración. La
universidad es antigua y pintoresca; las calles, casi magníficas; y el delicioso Isis, que corre
por entre prados de un exquisito verde, se ensancha formando un tranquilo remanso
de agua, donde se reflejan el magnífico conjunto de torres, campanarios y cúpulas que
asoman por entre los viejos árboles.
Disfrutaba con este paisaje; pero veía turbado mi gozo tanto por el recuerdo del pasado
como por los acontecimientos del futuro. Había nacido para ser feliz. Durante mi juventud
nunca me había afligido la tristeza, y si en algún momento me sentía abatido, contemplar
las maravillas de la naturaleza o estudiar lo que de sublime y excelente ha hecho
el hombre siempre conseguía interesarme y animarme. Pero no soy más que un árbol
destrozado, corroído hasta la médula, y ya entonces presentí que sobreviviría hasta convertirme
en lo que pronto dejaré de ser: una miserable ruina humana, objeto de compasión
para los demás y de repugnancia para mí mismo.
Pasamos bastante tiempo en Oxford, recorriendo sus alrededores e intentando localizar
los lugares relacionados con la época más agitada de la historia de Inglaterra. Nuestros
pequeños viajes de investigación a menudo se veían prolongados por los sucesivos descubrimientos
que íbamos haciendo. Visitamos la tumba del ilustre Hampden y el campo
de batalla donde cayó aquel patriota. Por un momento mi espíritu logró olvidarse de sus
miserables y denigrantes temores al recordar las maravillosas ideas de libertad y sacrificio,
de las cuales estos lugares eran recuerdo y exponente. Por un instante conseguí librarme
de mis cadenas y mirar a mi alrededor con un espíritu libre y elevado, pero el hierro
se me había clavado profundamente, y, tembloroso y atemorizado, volví a hundirme
en la miseria.
Dejamos Oxford con pesar, y continuamos hacia Matlock, nuestro próximo lugar de
asiento. El campo que rodea este pueblo se parece en cierto modo al de Suiza, pero todo a
menor escala; las verdes colinas carecen del fondo que en mi país natal proporcionan los
distantes Alpes nevados, asomando siempre por detrás de las montañas cubiertas de pinos.
Visitamos la maravillosa gruta y las pequeñas vitrinas dedicadas a las ciencias naturales,
donde los objetos están dispuestos de la misma manera que las colecciones de Servox
y Chamonix. El mero nombre de éste último lugar me hizo temblar cuando Henry lo
pronunció, y me apresuré a abandonar Matlock ––por la vinculación que tenía con aquel
horrible sitio.
Desde Derby, y siguiendo hacia el norte, nos detuvimos dos meses en Cumberland y
Westmoreland. Aquí sí que casi me pareció encontrarme entre las montañas de Suiza. Las
pequeñas extensiones de nieve que aún quedaban en la ladera norte de las montañas, los
lagos y el tumultuoso curso de los rocosos torrentes me resultaban escenas familiares y
queridas. Aquí también hicimos nuevas amistades que casi consiguieron crearme la ilusión
de felicidad. La alegría que Clerval manifestaba era muy superior a la mía; él se crecía
ante hombres de talento, y descubrió que poseía mayores recursos y posibilidades de
lo que hubiera creído cuando frecuentaba la compañía de personas menos dotadas intelectualmente
que él. «Podría vivir aquí ––decía––; y rodeado de estas montañas apenas si
añoraría Suiza o el Rin.»
Pero descubrió que la vida de un viajero incluye muchos pesares entre sus satisfacciones.
El espíritu se encuentra siempre en tensión; y justo cuando empieza a aclimatarse, se
ve obligado a cambiar aquello que le interesa por nuevas cosas que atraen su atención y
que también abandonará en favor de otras novedades.
Apenas habíamos visitado los lagos de Cumberland y Westmoreland, y comenzado a
sentir afecto por algunos de sus habitantes, cuando tuvimos que partir, pues se aproximaba
la fecha en que debíamos reunirnos con nuestro amigo escocés. Yo, personalmente, no
lo sentí. Estaba retrasando el cumplimiento de mi promesa y temía las consecuencias del
enojo de aquel ser diabólico. Cabía la posibilidad de que se hubiera quedado en Suiza y
se vengara en mis familiares. Esta idea me perseguía y me atormentaba durante todos
aquellos momentos que de otra manera me hubieran proporcionado paz y tranquilidad.
Esperaba las cartas de mi familia con febril impaciencia; si se retrasaban, me disgustaba y
me atenazaban mil temores; y cuando llegaban, y reconocía la letra de Elizabeth o de mi
padre, apenas me atrevía a leerlas. A veces imaginaba que el bellaco me perseguía, y que
quizá pretendiera acelerar mi indolencia asesinando a mi compañero. Cuando me venían
estos pensamientos, permanecía al lado de Henry constantemente, lo seguía como si fuera
su sombra para protegerlo de la imaginada furia de su destructor. Me sentía como si yo
mismo hubiera cometido algún tremendo crimen, cuyo remordimiento me obsesionaba.
Me sabía inocente, pero no obstante había atraído una maldición sobre mí, tan fatal como
la de un crimen.
Visité Edimburgo con espíritu distraído; y, sin embargo, esa ciudad hubiera despertado
el interés del ser más apático. A Clerval no le gustó tanto como Oxford, pues le había
atraído mucho la antigüedad de esta ciudad. Pero la belleza y regularidad de la moderna
Edimburgo, su romántico castillo y los alrededores, los más hermosos del mundo, Arthur's
Seat, Saint Bernard's Well y las colinas de Portland, le compensaron el cambio y lo
llenaron de alegría y admiración. Yo, sin embargo, estaba intranquilo por llegar al término
de nuestro viaje.
Salimos de Edimburgo al cabo de una semana, pasando por Coupar, Saint Andrews y
siguiendo la orilla del Tay hasta Perth, donde nos esperaba nuestro amigo. Pero yo no me
sentía con fuerzas para conversar y reír con extraños, o para adaptarme a sus gustos y
planes con la disposición propia de un buen huésped, de manera que le dije a Clerval que
visitaría solo el resto de Escocia.
––Diviértete ––le dije—. Aquí nos encontraremos de nuevo. Puede que me ausente un
mes o dos; pero no te inquietes por mi, te lo ruego. Déjame un tiempo en la paz y soledad
que necesito; y cuando regrese, espero hacerlo con el corazón más aligerado y más de
acuerdo con tu estado de ánimo.
Henry trató de disuadirme; pero, al verme tan decidido, dejó de insistir. Me rogó que le
escribiera con frecuencia.
Preferiría ––dijo–– acompañarte en tus excursiones solitarias que quedarme con estos
escoceses a quienes apenas conozco. Apresúrate a regresar, querido amigo, para que de
nuevo me sienta como en casa, cosa que me será imposible durante tu ausencia.
Despidiéndome de mi amigo, decidí buscar algún apartado lugar de Escocia donde concluir
a solas mi labor. No tenía ninguna duda de que el monstruo me seguía y de que, una
vez hubiera terminado mi obra, se me presentaría para recibir a su compañera.
Tomada esta resolución, atravesé las tierras altas del norte y elegí, como lugar de trabajo,
una de las islas Orcadas, que eran las más alejadas. Era éste un lugar idóneo para
llevar a cabo mi tarea, pues era poco más que una roca cuyos escarpados laterales batían
las olas constantemente. El terreno era yermo, apenas si ofrecía pasto para algunas escuálidas
vacas y avena para sus cinco habitantes, cuyos cuerpos esqueléticos y retorcidos
daban prueba de su miserable existencia. El pan y las verduras, cuando se permitían semejantes
lujos, e incluso el agua potable, venían del continente, que quedaba a unas cinco
millas de allí.
En toda la isla no había más que tres míseras chozas, una de las cuales encontré desocupada
al llegar. La alquilé. Tenía sólo dos cuartos, que mostraban la suciedad propia de
las más absoluta indigencia. La techumbre, de ramas y rastrojos, se estaba hundiendo; las
paredes no estaban encaladas, y la puerta colgaba, torcida, de uno de los goznes. Ordené
que la repararan, compré algunos muebles y me instalé, lo que sin duda hubiera ocasionado
bastante sorpresa de no ser porque la necesidad y la pobreza habían entumecido por
completo las mentes de estos habitantes. El hecho es que ni me molestaban ni curioseaban,
y apenas si me agradecieron los víveres y ropas que les di, lo que demuestra hasta
qué punto el sufrimiento insensibiliza incluso los sentimientos más elementales del hombre.
En este retiro dedicaba las mañanas al trabajo; pero por la noche, cuando el tiempo lo
permitía, paseaba por la pedregosa playa y escuchaba el bramido de las olas que rompían
a mis pies. Era un paisaje monótono y a la vez siempre cambiante. Me acordaba de Suiza
y lo distinta que era de este lugar desolado y atemorizante. Allí, las viñas cubren las colinas,
y las casitas puntillean tupidamente las llanuras. Sus hermosos lagos reflejan un cielo
suave y azul; y cuando los vientos los alteran, su efervescencia es como un juego de niños,
comparada con los bramidos del inmenso océano.
Así distribuí mi tiempo al llegar; pero a medida que avanzaba en mi labor, me resultaba
más molesta y repulsiva cada día. Había veces que me era imposible entrar en mi laboratorio
durante días enteros; otras, trabajaba día y noche sin cesar para concluir cuanto antes.
Realmente era una obra repugnante la que me ocupaba. En mi primer experimento,
una especie de frenético entusiasmo me había impedido ver el horror de lo que hacía; estaba
absorto por completo en mi trabajo y ciego ante lo horrible de mi quehacer. Pero
ahora lo llevaba a cabo a sangre fría, y a menudo me asqueaba la labor.
En esta situación, dedicado como estaba a ocupación tan detestable, inmerso en una
soledad donde nada podía distraerme un solo momento de aquello a lo que me aplicaba,
empecé a desequilibrarme; y me volví inquieto y nervioso. A cada momento temía encontrarme
con mi perseguidor. A veces me quedaba sentado, con los ojos fijos en el suelo,
temeroso de levantar la vista y encontrar frente a mí la criatura cuya aparición tanto
me espantaba. No me alejaba de mis vecinos por miedo a que, viéndome solo, se me
acercara para reclamarme su compañera.
Empero seguía trabajando y tenía ya la labor muy avanzada. Aguardaba el final con
ahelante y trémula impaciencia, sobre la que no me quería interrogar, pero que se entremezclaba
con oscuros y siniestros presentimientos que me hacían desfallecer.
Capítulo 3
Una noche me encontraba sentado en mi laboratorio; el sol se había puesto, y la luna
empezaba a asomar por entre las olas; no tenía suficiente luz para seguir trabajando y
permanecía ocioso, preguntándome si debía dar por terminada la jornada o, por el contrario,
hacer un esfuerzo y continuar mi labor y acelerar así su final. Al meditar sobre esto,
allí sentado, se me fueron ocurriendo otros pensamientos y me hicieron considerar las posibles
consecuencias de mi obra. Tres años antes me encontraba ocupado en lo mismo, y
había creado un diabólico ser cuya incomparable maldad me había destrozado el corazón
y llenado de amargos remordimientos. Y ahora estaba a punto de crear otro ser, una mujer,
cuyas inclinaciones desconocía igualmente; podía incluso ser diez mil veces más diabólica
que su pareja y disfrutar con el crimen por el puro placer de asesinar. El había jurado
que abandonaría la vecindad de los hombres, y que se escondería en los desiertos,
pero ella no; ella, que con toda probabilidad podría ser un animal capaz de pensar y razonar,
quizá se negase a aceptar un acuerdo efectuado antes de su creación. Incluso podría
ser que se odiasen; la criatura que ya vivía aborrecía su propia fealdad, y ¿no podía ser
que la aborreciera aún más cuando se viera reflejado en una versión femenina? Quizá ella
también lo despreciara y buscara la hermosura superior del hombre; podría abandonarlo y
él volvería a encontrarse solo, más desesperado aún por la nueva provocación de verse
desairado por una de su misma especie.
Y aunque abandonaran Europa, y habitaran en los desiertos del Nuevo Mundo, una de
las primeras consecuencias de ese amor que tanto ansiaba el vil ser serían los hijos. Se
propagaría entonces por la Tierra una raza de demonios que podrían sumir a la especie
humana en el terror y hacer de su misma existencia algo precario. ¿Tenía yo derecho, en
aras de mi propio interés, a dotar con esta maldición a las generaciones futuras? Me habían
conmovido los sofismas del ser que había creado; sus malévolas amenazas me habían
nublado los sentidos. Pero ahora por primera vez veía claramente lo devastadora que
podía llegar a ser mi promesa; temblaba al pensar que generaciones futuras me podrían
maldecir como el causante de esa plaga, como el ser cuyo egoísmo no había tenido reparos
en comprar su propia paz al precio quizá de la existencia de todo el género humano.
Un escalofrío me recorrió el cuerpo y me fallaban las fuerzas cuando, al levantar la
vista hacia la ventana, vi el rostro de aquel demonio a la luz de la luna. Una horrenda
mueca le fruncía los labios, al ver cómo llevaba a cabo la tarea que él me había impuesto.
Sí, me había seguido en mis viajes, había atravesado bosques, se había escondido en cavernas
o refugiado en los inmensos brezales deshabitados; y venía ahora a comprobar mis
progresos y a reclamar el cumplimiento de mi promesa.
Al mirarlo, vi que su rostro expresaba una increíble malicia y traición. Recordé con una
sensación de locura la promesa de crear otro ser como él, y entonces, temblando de ira,
destrocé la cosa en la que estaba trabajando. Aquel engendro me vio destruir la criatura
en cuya futura existencia había fundado sus esperanzas de felicidad, y, con un aullido de
diabólica desesperación y venganza, se alejó.
Salí de la habitación, y, cerrando la puerta, me hice la solemne promesa de no reanudar
jamás mi labor. Luego, con paso tembloroso, me fui a mi dormitorio. Estaba solo; no había
nadie a mi lado para disipar mi tristeza y aliviarme de la opresión de mis terribles reflexiones.
Pasaron varias horas, y yo seguía junto a la ventana, mirando hacia el mar, que se hallaba
casi inmóvil, pues los vientos se habían calmado y la naturaleza dormía bajo la vigilancia
de la silenciosa luna. Sólo unos cuantos barcos pesqueros salpicaban el mar, y de
vez en cuando la suave brisa me traía el eco de las voces de los pescadores que se llamaban
de una barca a otra. Sentía el silencio, aunque apenas me daba cuenta de su temible
profundidad; hasta que de pronto oí el chapoteo de unos remos que se acercaban a la orilla,
y alguien desembarcó cerca de mi casa.
Pocos minutos después, oí crujir la puerta, como si intentaran abrirla silenciosamente.
Un escalofrío me recorrió de pies a cabeza; presentí quién sería, y estuve a punto de despertar
a un pescador que vivía en una barraca cerca de la mía; pero me invadió esa sensación
de impotencia que tan a menudo se experimenta en las pesadillas, cuando en vano se
intenta huir del inminente peligro y los pies rehusan moverse.
Al poco oí pisadas por el pasillo; se abrió la puerta y apareció el temido engendro. La
cerró, y, acercándoseme, me dijo con voz sorda:
––Has destruido la obra que empezaste; ¿qué es lo que pretendes? ¿Osas romper tu
promesa? He soportado fatigas y miserias; me marché de Suiza contigo; gateé por las
orillas del Rin, por sus islas de sauces, por las cimas de sus montañas. He vivido meses
en los brezales de Inglaterra y en los desérticos parajes de Escocia. He padecido cansancio,
hambre, frío; ¿te atreves a destruir mis esperanzas?
––¡Aléjate! Efectivamente rompo mi promesa; jamás crearé otro ser como tú, semejante
en deformidad y vileza.
Esclavo, antes intenté razonar contigo, pero te has mostrado inmerecedor de mi condescendencia.
Recuerda mi fuerza; te crees desgraciado, pero puedo hacerte tan infeliz que la
misma luz del día te resulte odiosa. Tú eres mi creador, pero yo soy tu dueño: ¡obedece!
La hora de mi debilidad ha pasado, y con ella la de tu poder. Tus amenazas no me obligarán
a cometer tamaña equivocación; más bien me confirman en mi propósito de no
crear una compañera para tus vicios. ¿Querrías que, a sangre fría, infectara la Tierra con
otro demonio que se complaciera con la muerte y la desgracia? ¡Aléjate! Estoy decidido,
y. con tus palabras sólo acrecentarás mi cólera.
El monstruo vio la determinación en mi rostro y rechinó los dientes con rabia imponente.
––¿Encontrará todo hombre ––gritó–– esposa, todo animal su hembra mientras yo he de
permanecer solo? Tenía sentimientos de afecto, que el desprecio y el odio anularon en mí.
Mortal, podrás odiar, pero ¡ten cuidado! Pasarás tus horas preso de terror y tristeza, y
pronto caerá sobre ti el golpe que te ha de robar para siempre la felicidad. ¿Acaso piensas
que puedes ser feliz mientras yo me arrastro bajo el peso de mi desdicha? Podrás destrozar
mis otras pasiones; pero queda mi venganza, una venganza que a partir de ahora me
será más querida que la luz o los alimentos. Podré morir, pero antes, tú, mi tirano y verdugo,
maldecirás el sol que alumbra tus desgracias. Ten cuidado; pues no conozco el
miedo y soy, por tanto, poderoso. Vigilaré con la astucia de la serpiente, y con su veneno
te morderé. ¡Mortal!, te arrepentirás del daño que me has hecho.
––Calla, diablo, y no envenenes el aire con tus malvados ruidos. Te he comunicado mi
decisión, y no soy un cobarde al que puedas convencer con tus amenazas. Déjame; soy
implacable.
––Bien. Me iré; pero recuerda: estaré a tu lado en tu noche de bodas.
Abalanzándome sobre él, grité:
––¡Miserable! Antes de firmar mi sentencia de muerte asegúrate de que tú estás a salvo.
Hubiera querido atacarlo; pero me esquivó, y salió de la casa con rapidez. Al cabo de
pocos instantes lo vi en la barca cruzando las aguas como una saeta, y pronto se perdió
entre las olas.
Volvió a reinar el silencio; pero sus palabras seguían resonando en mis oídos. Me consumía
el deseo de perseguir al asesino de mi tranquilidad y hundirlo en el océano. Inquieto
y preocupado paseaba de un lado a otro de la habitación, mientras la imaginación
me asediaba con mil ideas torturantes. ¿Por qué no lo había perseguido y entablado con él
un combate a muerte? Le había permitido escapar y ahora se dirigía hacia el continente.
Temblaba al pensar en quién sería la próxima víctima sacrificada a su insaciable venganza.
De pronto recordé sus palabras: «Estaré a tu lado en tu noche de bodas.» Esa, pues,
era la fecha en la que se cumpliría mi destino. Entonces moriría y, al tiempo, quedaría
satisfecha y extinguida su maldad. Esto no me asustaba; pero la imagen de mi querida
Elizabeth, derramando lágrimas de inconsolable dolor al ver que su marido le era arrebatado
cruelmente, me hizo, por primera vez en muchos meses, prorrumpir en llanto, y decidí
no sucumbir ante mi enemigo sin luchar.
Terminó la noche, y el sol se levantó por el horizonte. Empecé a tranquilizarme, si se
puede llamar tranquilidad a aquello en lo que nos sumimos cuando la violencia de la ira
deja paso a la desesperación. Abandoné la casa, horrible escenario de la contienda de la
pasada noche, y paseé por la orilla del mar, que me parecía levantarse como una barrera
insuperable entre mis semejantes y yo; tuve entonces el deseo de que aquello se hiciera
realidad. Acaricié la idea de pasar el resto de mis días en aquella desnuda roca; sería una
existencia penosa, cierto, pero al menos se vería exenta del miedo a cualquier repentina
desgracia. Si me iba, era para morir asesinado, o para ver cómo perdían la vida, a manos
del diablo que yo mismo había creado, aquellos a quienes más quería.
Vagué por la isla como un fantasma, alejado de todo lo que amaba, y entristecido por
esta separación. Hacia mediodía, cuando el sol estaba en su cima, me tumbé en la hierba
v me invadió un profundo sueño. No había dormido la noche anterior, tenía los nervios
alterados y los ojos irritados por el llanto y la vigilia. El sueño en el cual me sumí me recuperó;
y, al despertar, sentí de nuevo como si perteneciera a una raza de seres humanos
como yo. Me puse a reflexionar con más serenidad, pero aún resonaban en mi oído, como
un toque a muerto, las palabras del malvado ser; parecían lejanas, como un sueño, pero
eran claras y apremiantes como la misma realidad.
El sol se encontraba ya muy bajo, y yo aún seguía en la playa, saciando el apetito con
unas galletas de avena, cuando vi atracar una barca no lejos de mí. Se acercó uno de los
hombres v me dio un paquete; contenía cartas de Ginebra y una de Clerval en la que me
rogaba me reuniera con él. Decía que hacía casi un año que habíamos abandonado Suiza,
y no habíamos visitado Francia. Me insistía, por tanto, en que abandonara mi isla solitaria
y me reuniera con él en Perth, al cabo de una semana, y juntos hiciéramos planes para
continuar nuestro viaje. Esta carta me hizo, en parte, volver a la realidad, y decidí que me
iría de la isla a los dos días.
Pero, antes de partir, me esperaba una tarea que me producía escalofríos sólo de pensar
en ello: tenía que empaquetar mis instrumentos de química, para lo cual era preciso que
entrara en la habitación donde había llevado a cabo mi odioso trabajo, y tenía que tocar
aquellos instrumentos, cuya simple vista me producía náuseas. Cuando amaneció, al día
siguiente, me armé de valor y abrí la puerta del laboratorio. Los restos de la criatura a
medio hacer que había destruido estaban esparcidos por el suelo y casi tuve la sensación
de haber mutilado la carne viva de un ser humano. Me detuve para sobreponerme, y entré
en el cuarto. Con manos temblorosas saqué los instrumentos de allí; pero pensé que no
debía dejar los restos de mi obra, que llenarían de horror v sospechas a los campesinos.
Por tanto, los metí en una cesta, junto con un gran número de piedras, y, apartándola, decidí
arrojarla al mar aquella misma noche; en espera de lo cual me fui a la playa a limpiar
mi material.
Desde la noche en que apareciera aquel diablo, mis sentimientos habían cambiado totalmente.
Hasta entonces pensaba en mi promesa con profunda desesperación y la cons ideraba
como algo que debía cumplir, cualesquiera que fueran las consecuencias. Pero
ahora me parecía como si me hubieran quitado una venda de delante de los ojos y que,
por primera vez, veía las cosas con claridad. Ni por un instante se me ocurrió reanudar mi
tarea; la amenaza que había oído pesaba en mi mente, pero no creía que un acto voluntario
por mi parte consiguiera anularla. Tenía muy presente que, de crear otro ser tan ma lvado
como el que ya había hecho, estaría cometiendo una acción de indigno y atroz
egoísmo, y apartaba de mis pensamientos cualquier idea que pudiera llevarme a variar mi
decisión.
La luna salió entre las dos y las tres de la madrugada; metí el cesto en un bote, y me
adentré en el mar unas millas. El lugar estaba_ completamente solitario; unas cuantas
barcas volvían hacia la isla, pero yo navegaba lejos de ellas. Me sentía como si fuera a
cometer algún terrible crimen y quería evitar cualquier encuentro. De repente, la luna,
que hasta entonces había brillado clarísima, se ocultó tras una espesa nube, v aproveché
el momento de tinieblas para arrojar mi cesta al mar; escuché el gorgoteo que hizo al
hundirse y me alejé. El cielo se ensombreció; pero el aire era límpido aunque fresco, debido
a la brisa del noreste que se estaba levantando. Me invadió una sensación tan agr adable,
que me animó y decidí demorar mi regreso a la isla; sujeté el timón en posición
recta, y me tumbé en el fondo de la barca. Las nubes ocultaban la luna, todo estaba oscuro,
y sólo se oía el ruido de la barca cuando la quilla cortaba las olas; el murmullo me
arrullaba, y pronto me quedé profundamente dormido.
No sé el tiempo que transcurrió, pero cuando me desperté vi que el sol ya estaba alto.
Se había levantado un viento que amenazaba la seguridad de mi pequeña embarcación.
Venía del nordeste, y debía haberme alejado mucho de la costa donde embarqué; traté de
cambiar mi rumbo pero en seguida me di cuenta de que zozobraría si lo intentaba de nuevo.
No tenía más solución que intentar navegar con el viento de popa. Confieso que me
asusté. Carecía de brújula, y estaba tan poco familiarizado con esta parte del mundo, que
el sol no me servía de gran ayuda. Podía adentrarme en el Atlántico, y sufrir las torturas
de la sed y del hambre, o verme tragado por las inmensas olas que surgían a mi alrededor.
Llevaba ya fuera muchas horas y la sed, preludio de mayores sufrimientos, empezaba a
torturarme. Observé el cielo cubierto de nubes que, empujadas por el viento, iban a la zaga
unas de otras; observé el mar que había de ser mi tumba.
––¡Villano! Exclamé––, tu tarea está cumplida.
Pensé en Elizabeth, en mi padre, en Clerval; y me sumí en un delirio tan horrendo y desesperante,
que incluso ahora, cuando todo está a punto de terminar para mí, tiemblo al
recordarlo.
Así transcurrieron algunas horas, pero poco a poco, a medida que el sol caminaba hacia
el horizonte, el viento fue remitiendo hasta convertirse en una suave brisa, y las olas se
fueron calmando. Seguía habiendo una fuerte marejada, me encontraba mal, y apenas podía
sujetar el timón, cuando de pronto divisé hacia el sur una franja de tierras altas. A pesar
de lo agotado que estaba por la fatiga y la terrible emoción que había soportado durante
algunas horas, esta repentina certeza de vida me llenó el corazón de cálida ternura,
y las lágrimas empezaron a correrme por las mejillas.
¡Qué mudables son nuestros sentimientos y que extraño el apego que tenemos a la vida,
incluso en los momentos de máximo sufrimiento! Con parte de mis vestidos confeccioné
otra vela, y me afané por poner rumbo a tierra firme. Tenía un aspecto rocoso y salvaje,
pero así que me acercaba vi claras muestras de cultivo. Había embarcaciones en la playa,
y de pronto me encontré devuelto a la civilización. Recorrí las ondulaciones de la tierra y
divisé al fin un campanario que asomaba por detrás de una colina. A causa de mi estado
de extrema debilidad, decidí dirigirme directamente al pueblo como el lugar donde más
fácilmente encontraría alimento. Afortunadamente llevaba dinero conmigo. Al doblar el
promontorio vi ante mí un pequeño y aseado pueblo y un buen puerto en el que entré con
el corazón rebosante de alegría tras mi inesperada salvación.
Mientras me ocupaba en atracar la barca y arreglar las velas, varias personas se aglomeraron
a mi alrededor. Parecían muy sorprendidas por mi aspecto, pero en lugar de ofrecerme
su ayuda murmuraban entre ellos y gesticulaban de una manera que, en otras circunstancias,
me hubiera alarmado. Pero en aquel momento sólo advertí que hablaban inglés,
y, por tanto, me dirigí a ellos en ese idioma.
––Buena gente dije––, ¿tendrían la bondad de decirme el nombre de este pueblo e indicarme
dónde me encuentro?
––¡Pronto lo sabrá! contestó un hombre con brusquedad––. Quizá haya llegado a un
lugar que no le guste demasiado; en todo caso le aseguro que nadie le va a consultar acerca
de dónde querrá usted vivir.
Me sorprendió enormemente recibir de un extraño una respuesta tan áspera; también
me desconcertó ver los ceñudos y hostiles rostros de sus compañeros.
––¿Por qué me contesta con tanta rudeza? ––le pregunté––: no es costumbre inglesa el
recibir a los extranjeros de forma tan poco hospitalaria.
––Desconozco las costumbres de los ingleses ––respondió el hombre––; pero es costumbre
entre los irlandeses el odiar a los criminales.
Mientras se desarrollaba este diálogo la muchedumbre iba aumentando. Sus rostros
demostraban una mezcla de curiosidad y cólera, que me molestó e inquietó. Pregunté por
el camino que llevaba a la posada; pero nadie quiso responderme. Empecé entonces a
caminar, y un murmullo se levantó de entre la muchedumbre que me seguía y me rodeaba.
En aquel momento se acercó un hombre de aspecto desagradable y, cogiéndome por
el hombro, dijo:
––Venga usted conmigo a ver al señor Kirwin. Tendrá que explicarse.
––¿Quién es el señor Kirwin? ¿Por qué debo explicarme?, ¿no es éste un país libre?
––Sí, señor; libre para la gente honrada. El señor Kirwin es el magistrado, y usted deberá
explicar la muerte de un hombre que apareció estrangulado aquí anoche.
Esta respuesta me alarmó pero pronto me sobrepuse. Yo era inocente y podía probarlo
fácilmente; así que seguí en silencio a aquel hombre, que me llevó hasta una de las mejores
casas del pueblo. Estaba a punto de desfallecer de hambre y de cansancio; pero, rodeado
como me encontraba por aquella multitud, consideré prudente hacer acopio de todas
mis energías para que la debilidad física no se pudiera tomar como prueba de mi temor
o culpabilidad. Poco esperaba entonces la calamidad que en pocos momentos iba a
caer sobre mí, ahogando con su horror todos mis miedos ante la ignominia o la muerte.
Aquí debo hacer una pausa, pues requiere todo mi valor recordar los terribles sucesos
que, con todo detalle, le narraré.
Capítulo 4
Pronto me llevaron ante la presencia del magistrado, un benévolo anciano de modales
tranquilos y afables. Me observó, empero, con vierta severidad, y luego, volviéndose hacia
los que allí me habían llevado, preguntó que quiénes eran los testigos.
Una media docena de hombres se adelantaron; el magistrado señaló a uno de ellos, que
declaró que la noche anterior había salido a pescar con su hijo y su cuñado, Daniel Nugent,
cuando, hacia las diez, se había levantado un fuertes viento del norte que les obligó
a volver al puerto. Era una noche muy oscura, pues la luna aún no había salido. No desembarcaron
en el puerto sino, como solían hacer, en una rada a unas dos millas de distancia.
El iba delante con los aparejos de la pesca, y sus compañeros le seguían un poco
más atrás. Andando así por la playa, tropezó con algún objeto y cayó al suelo. Sus compañeros
se apresuraron para ayudarlo, y a la luz de las linternas vieron que se había caído
sobre el cuerpo de un hombre que parecía muerto. En un principio supusieron que era el
cadáver de un ahogado que el mar habría arrojado sobre la playa; pero al examinarlo descubrieron
que no tenía las ropas mojadas y que el cuerpo aún no estaba frío. Lo llevaron
de inmediato a casa de una anciana que vivía cerca e intentaron, en vano, devolverle la
vida. Era un joven bien parecido de unos veinticinco años. Parecían haberlo estrangulado,
pues no se apreciaban señales de violencia salvo la negra huella de unos dedos en la garganta.
La primera parte de esta declaración carecía de todo interés para mí; pero cuando oí
mencionar la huella de los dedos, recordé el asesinato de mi hermano, y me inquieté en
extremo; me temblaban las piernas y se me nubló la vista, de manera que tuve que
.apoyarme en una silla. El magistrado me observaba con atención, e indudablemente extrajo
de mi actitud una impresión desfavorable.
El hijo corroboró la declaración de su padre; pero cuando llamaron a Daniel Nugent juró
solemnemente que, justo antes de que tropezara su cuñado, había visto a poca distancia
de la playa una barca en la que iba un hombre solo; y por lo que había podido ver a la luz
de las pocas estrellas, era la misma barca de la cual yo acababa de desembarcar.
Una mujer declaró que vivía cerca de la playa, y que, una hora antes de conocer el hallazgo
del cadáver, se hallaba esperando a la puerta de su casa la llegada de los pescadores,
cuando vio una barca manejada por un solo hombre, que se alejaba de aquella parte
de la orilla donde luego se encontró el cadáver.
Otra mujer confirmó que, en efecto, los pescadores habían llevado el cuerpo a su casa y
que aún no estaba frío. Lo tendieron sobre una cama y lo friccionaron, mientras Daniel
iba al pueblo en busca del boticario, pero no pudieron reanimarlo.
Preguntaron a varios otros hombres sobre mi llegada, y todos coincidieron en que, con
el fuerte viento del norte que había soplado durante la noche, era muy probable que no
hubiera podido controlar la barca y me hubiera visto obligado a volver al mismo lugar de
donde había partido. Además, afirmaron que parecía como si hubiera traído el cuerpo
desde otro lugar y que, al desconocer la costa, me hubiera dirigido al puerto ignorando la
poca distancia que separaba el pueblo de... del sitio donde había abandonado el cadáver.
El señor Kirwin, al oír estas declaraciones, ordenó que se me condujera a la habitación
donde habían depositado el cadáver hasta que se enterrara. Quería observar la impresión
que me produciría el verlo. Probablemente esta idea se le había ocurrido al observar la
gran agitación que había demostrado cuando oí la forma en que se había cometido el asesinato.
Así pues, el magistrado y varias otras personas me condujeron hasta la posada. No
podía dejar de extrañarme ante las numerosas coincidencias que habían tenido lugar esa
fatídica noche; pero, como recordaba que alrededor de la hora en que había sido descubierto
el cadáver había estado hablando con los habitantes de la isla en la que vivía, estaba
muy tranquilo en cuanto a las consecuencias que aquel asunto pudiera tener.
Entré en el cuarto donde estaba el cadáver y me acerqué al ataúd. ¿Cómo describir mis
sensaciones al verlo? Aún ahora el horror me hiela la sangre, y no puedo recordar aquel
terrible momento sin un temblor que me evoca vagamente la angustia que sentí al reconocer
el cadáver. El juicio, la presencia del magistrado y los testigos, todo se me esfumó
como un sueño cuando vi ante mí el cuerpo inerte de Henry Clerval. Me faltaba el aliento
y, arrojándome sobre su cuerpo, exclamé:
¿También a ti, mi querido Henry, te han costado la vida mis criminales maquinaciones?
Ya he destruido a dos; otras víctimas aguardan su destino, ¡pero tú, Clerval, mi amigo, mi
consuelo ...
No pude soportar más el tremendo sufrimiento, y preso de violentas convulsiones me
sacaron de la habitación.
A esto siguió una fiebre. Durante dos meses estuve al borde de la muerte. Como supe
más tarde, deliraba de forma terrible; me acusaba de las muertes de William, Justine y
Clerval. A veces suplicaba a los que me atendían que me ayudaran a destruir al diabólico
ser que me atormentaba; otras notaba los dedos del monstruo en mi garganta y gritaba
aterrorizado. Por fortuna, como hablaba en mi lengua natal, sólo me entendía el señor
Kirwin. Pero mis aspavientos y gritos agudos bastaban para asustar a los demás.
¿Por qué no morí entonces? Era el más desdichado de los hombres, ¿por qué, pues, no
me hundí en el olvido y el descanso? La muerte arrebata a muchas criaturas sanas, que
son la única esperanza de sus embelesados padres: ¡cuántas novias y jóvenes amantes
estaban un día llenos de salud y esperanza y al siguiente eran pasto de los gusanos y la
descomposición! ¿De qué sustancia estaba hecho yo para soportar tantas pruebas que,
como el continuo girar de la rueda, iban renovando las torturas?
Pero estaba condenado a vivir, y, pasados dos meses, me encontré, como si saliera de
un sueño, en la cárcel, tumbado en un miserable jergón y rodeado de cancerberos, guardias
y todo aquello que de siniestro acompaña a una mazmorra. Recuerdo que desperté
una mañana; había olvidado los detalles de lo ocurrido, y tenía sólo el vago recuerdo de
haber sufrido una tremenda desgracia. Pero cuando miré a mi alrededor y vi las ventanas
enrejadas y la miseria del cuarto en que me hallaba, todo se me vino a la mente, y no pude
reprimir un amargo gemido.
El ruido despertó a una anciana que dormía en una silla junto a mí. Era una enfermera
contratada, esposa de uno de los cancerberos, y su rostro demostraba todos los defectos
que a menudo caracterizan a esas personas. Tenía las facciones duras y toscas como
aquellos que se han acostumbrado a ver la miseria sin conmoverse. Su tono de voz denotaba
una total indiferencia; me habló en inglés, y me pareció reconocerla como la que había
oído durante mi enfermedad.
¿Está usted mejor? ––me preguntó.
––Creo que sí ––le contesté débilmente en inglés––. Pero si todo esto es cierto, si no
es una pesadilla, lamento volver a la vida para sufrir esta angustia y este horror.
––Si se refiere a lo del hombre que asesinó ––continuó la anciana––, creo que sí, que
más le valdría haber muerto, pues no tendrán ninguna compasión con usted. Lo ahorcarán
cuando lleguen las próximas sesiones. Pero eso no es asunto mío. Me han encargado de
cuidarlo y sanarlo, y tengo la conciencia tranquila porque he cumplido con mi obligación.
¡Ojalá todos hicieran lo mismo!
Asqueado, volví el rostro ante las palabras de la mujer, que podía hablar tan inhumanamente
a alguien que acaba de escapar de la muerte. Pero estaba muy débil y no podía
reflexionar bien sobre todo lo que había sucedido. Mi vida entera se me aparecía como
una pesadilla; me preguntaba si todo aquello era cierto, pues los hechos nunca conseguían
imponérseme con la fuerza de la realidad.
A medida que las borrosas imágenes que me envolvían se iban haciendo más precisas,
me volvió la fiebre; estaba rodeado de una oscuridad que nadie disipaba con la dulce voz
del afecto; no tenía junto a mí a nadie que me tendiera una mano. Vino el médico y me
recetó unas medicinas, que la anciana se dispuso a preparar; pero el rostro del primero reflejaba
una expresión de total desinterés, mientras que en el de la mujer se apreciaban claros
síntomas de brutalidad ¿A quién podría incumbirle la suerte de un asesino, salvo al
verdugo que cobraría por su trabajo?
Estos fueron mis primeros pensamientos; pero más tarde supe que el señor Kirwin había
mostrado gran amabilidad para conmigo. Había ordenado que se me instalara en la
mejor celda de la prisión (aunque bien sórdida era), y se había encargado de procurarme
el médico y la enfermera. Cierto que no solía venir a visitarme; pues, aunque deseaba
mitigar los sufrimientos de todo ser humano, no quería presenciar las angustias y delirios
de un asesino. Venía de vez en cuando, para comprobar que no estaba desatendido; pero
se quedaba poco, y espaciaba mucho sus visitas.
Un día, cuando empezaba a recobrarme, me sentaron en una silla. Ténía los ojos entornados
y las mejillas pálidas, me invadían la tristeza y el abatimiento y pensaba si no sería
mejor buscar la muerte antes que permanecer encerrado o, en el mejor de los casos, vo lver
a un mundo repleto de desgracias. Consideré incluso si no sería mejor declararme
culpable y sufrir, con más razón que Justine, el castigo de la ley. Me encontraba pensando
en esto, cuando se abrió la puerta y entró el señor Kirwin. Su rostro denotaba amabilidad
y compasión. Acercó una silla y me dijo en francés:
––Me temo que este lugar le resulte muy desagradable; puedo hacer algo para que se
encuentre más cómodo?
––Se lo agradezco ––respondí––; pero la comodidad no me preocupa: no hay en toda la
Tierra nada que me pueda hacer la vida más grata.
––Sé que la comprensión de un extraño poco puede ayudar a alguien hundido por tan
insólita desgracia. Pero confío en que pronto podrá abandonar este lóbrego lugar, pues
indudablemente se podrán aportar pruebas que le eximan de culpa.
––Eso es algo qué no me preocupa: debido a una extraña cadena de acontecimientos,
me he convertido en el más infeliz de los mortales. Perseguido y atormentado como estoy,
¿existe alguna razón para que tema a la muerte?
––En efecto, pocas cosas habrá más desafortunadas y penosas que las extrañas coincidencias
que han ocurrido recientemente. De forma accidental vino a parar a esta costa,
famosa por su hospitalidad; fue detenido inmediatamente y culpado de asesinato. La primera
cosa que le obligamos a ver fue el cadáver de su amigo, asesinado de forma inexplicable,
y puesto en su camino por algún criminal.
Esta observación del señor Kirwin, a pesar de la agitación que me produjo el recuerdo
de mis sufrimientos, me sorprendió considerablemente por la información que parecía
entrañar respecto a mí. Mi rostro debió reflejar esta sorpresa, porque el señor Kirwin se
apresuró a añadir:
––Hasta un par de días después de que cayera enfermo, no se me ocurrió examinar sus
ropas con el fin de descubrir algún dato que me permitiera enviar a sus familiares noticias
de su enfermedad. Encontré varias cartas, y entre ellas una que, a juzgar por el encabezamiento,
era de su padre. Escribí de inmediato a Ginebra, y desde entonces han transcurrido
casi dos meses. Pero está usted enfermo; tiembla. Hay que evitarle cualquier emoción.
––Estas dudas son mil veces más horribles que la peor noticia. Dígame cuál ha sido la
siguiente muerte que ha habido y qué debo llorar.
––Su familia se encuentra bien ––dijo el señor Kirwin con dulzura––; y alguien, un
amigo, ha venido a visitarlo.
No sé qué asociación de ideas me hizo pensar que el asesino había venido a burlarse de
mis desgracias y a utilizar la muerte de Clerval de señuelo para que accediera a sus diabólicos
deseos. Tapándome la cara con las manos, exclamé con desesperación:
––¡Lléveselo! No quiero verlo. Por el amor de Dios, que no entre.
El señor Kirwin me miró sorprendido. No podía por menos de considerar mi arrebato
como prueba de mi culpabilidad, y con tono severo dijo:
––Joven, hubiera creído que la presencia de su padre lo agradaría, en lugar de inspirarle
tan violenta repugnancia.
––¡Mi padre! ,exclamé, mientras sentía que cada músculo se relajaba, y en mi alma la
angustia se tornaba en alegría—. ¿Ha venido de verdad mi padre? ¡Qué felicidad! Pero
¿dónde está?, ¿por qué no entra?
El cambio sorprendió y agradó al magistrado; quizá atribuyó mi anterior exclamación a
un momentáneo retorno del delirio, e instantáneamente recobró su benevolencia. Levantándose,
abandonó la celda con la enfermera, y al momento entró mi padre.
En ese momento nada podría haberme alegrado más que su llegada. Tendiendo hacia él
los brazos, exclamé:
––¿Entonces estás a salvo?; ¿y Elizabeth?; ¿y Ernest?
Mi padre me tranquilizó, asegurándome que todos estaban bien, e intentó, hablándome
de estos temas tan entrañables para mí, levantarme el ánimo; pero pronto se dio cuenta de
que una cárcel no era el lugar más propicio para la alegría.
––¡Qué sitio este para vivir, hijo mío! ––dijo, observando con tristeza las enrejadas
ventanas y el aspecto siniestro del cuarto––. Partiste de viaje en busca de distracciones;
pero parece perseguirte la fatalidad. ¡Y el pobre Clerval...!
El oír el nombre de mi infeliz compañero fue demasiado para el estado en que me hallaba,
y prorrumpí en llanto.
––¡Padre! respondí–– un destino fatal pende sobre mi cabeza, y debo vivir para cumplirlo;
de no ser por esto, hubiera muerto ya sobre el ataúd de Henry.
No pudimos hablar mucho tiempo, pues mi delicada salud requería que se tomaran todas
las precauciones para asegurarme la tranquilidad. Entró el señor Kirwin e insistió en
que mis escasas fuerzas no admitían tanta emoción. Mas la presencia de mi padre había
sido para mí como la aparición del ángel bueno, y gradualmente fui recobrándome.
Pero, a medida que mejoraba, me iba invadiendo una sombría melancolía que nada lograba
despejar. La espantosa imagen de Henry asesinado me rondaba constantemente.
Más de una vez la agitación que este recuerdo me producía les hacía temer a mis amigos
que sufriera una nueva recaída. ¿Por qué se esforzaban en salvar una vida tan miserable y
odiosa? Sin duda para permitirme cumplir el destino del cual ya estoy cerca. Pronto, sí,
muy pronto, la muerte acallará estos latidos y me librará del terrible fardo de angustias
que me doblega hasta el suelo; y, cuando haya hecho justicia, también yo podré descansar
ya. Pero entonces la muerte se hallaba aún muy lejos de mí, a pesar de que el deseo de
morir ocupaba todos mis pensamientos. A menudo permanecía sentado, inmóvil y silencioso,
esperando alguna inmensa catástrofe que me aniquilaría a mí a la vez que a mi
destructor.
Se acercaba el momento de las sesiones. Ya llevaba en la cárcel tres meses; y aunque
seguía estando muy débil y continuaba el peligro de una recaída, tuve que viajar unas
cien millas hasta la ciudad en la que se encontraba el tribunal. El señor Kirwin se encargó
de convocar a los testigos y de organizar mi defensa. Me evitaron la vergüenza de aparecer
en público como un asesino, puesto que no llevaron el caso ante el tribunal de convictos
de homicidio.
La acusación fue desestimada, al comprobarse que yo estaba en las islas Orcadas cuando
se halló el cadáver de mi amigo; y quince días después de haberme trasladado a la capital
estaba en libertad.
Mi padre tuvo una inmensa alegría al saberme absuelto del cargo de asesinato, y de
pensar que ya podía volver a respirar el aire libre y regresar a nuestra patria. Yo no compartía
estos sentimientos; las paredes de la cárcel no me resultaban más odiosas que las
de un palacio. Mi vida se había visto emponzoñada para siempre; y, aunque el sol brillaba
para mí igual que para aquellos cuyo corazón rebosara de alegría, a mi alrededor no había
más que densas y temibles tinieblas, en las que la única luz que penetraba la proporcionaban
dos ojos clavados en mí. A veces eran los expresivos ojos de Henry, apagados por la
muerte, las negras órbitas casi ocultas por los párpados, bordeados de largas pestañas oscuras;
otras eran los acuosos ojos del monstruo, tal como los vi la primera vez en mi
cuarto de Ingolstadt.
Mi padre intentaba despertar en mí sentimientos de afecto. Hablaba de Ginebra, donde
pronto llegaríamos, de Elizabeth, de Ernest; pero la mención de estos nombres sólo lograba
arrancarme profundos suspiros. Había veces en que deseaba ser feliz, y pensaba
con melancólica dicha en mi hermosa prima; o añoraba, con una desesperada nostalgia,
ver de nuevo el lago azul y el veloz Ródano que tanto había querido en mi juventud; pero
mi estado general era de apatía, y tanto me daba la cárcel como el más maravilloso paisaje
de la naturaleza; y estos ataques de pesimismo sólo se veían interrumpidos por el paroxismo
de la angustia y la desesperación. En aquellos momentos, con frecuencia intentaba
poner fin a esa existencia que tanto odiaba; y se precisaron un cuidado y una vigilancia
continuos para impedir que cometiera algún acto de violencia.
Recuerdo que, al abandonar la cárcel, oí decir a uno de los hombres:
––Puede que sea inocente del crimen, ¡pero está claro que tiene mala conciencia!
Estas palabras se me quedaron grabadas. ¡Mala conciencia!, era cierto. William, Justine,
Clerval habían muerto víctimas de mis infernales maquinaciones.
––¿Y cuál será la muerte que ponga fin a esta tragedia? ––grité––. Padre, no permane zcamos
más tiempo en este horrible país; llévame donde pueda olvidarme de mí mismo, de
mi propia existencia, del mundo entero.
Mi padre accedió gustoso a mis deseos; y, tras despedirnos del señor Kirwin, partimos
para Dublín. Me sentía como si me hubieran aligerado de un terrible peso cuando, con
viento favorable, la embarcación dejó Irlanda atrás, y abandoné para siempre el país que
había sido el escenario de tantas tristezas.
Era media noche. Mi padre dormía en el camarote, y yo estaba tumbado en la cubierta,
mirando las estrellas y escuchando el batir de las olas. Bendije la oscuridad que borraba
Irlanda de mi vista, y el pulso se me aceleró cuando pensé que pronto vería Ginebra. El
pasado se me antojó una horrible pesadilla; pero el barco en el que navegaba, el viento
que me alejaba de la odiada costa irlandesa v el mar que me rodeaba, todo servía para indicar
claramente que no estaba engañado y que Clerval, mi queridísimo amigo y compañero,
había caído víctima mía y del monstruo de mi creación. Hice un repaso de toda mi
vida: la tranquila felicidad mientras viví en Ginebra con mi familia, la muerte de mi madre
y mi partida hacia Ingolstadt; recordé los escalofríos que me recorrieron ante el alocado
entusiasmo que me empujaba hacia la creación de mi horrendo enemigo, y rememoré
la noche en que vivió por primera vez. No pude continuar el hilo de mis pensamientos;
me oprimían mil angustias, y lloré amargamente.
Desde que me había repuesto de la fiebre me había acostumbrado a tomar cada noche
una pequeña cantidad de láudano, pues sólo con la ayuda de esta droga conseguía obtener
el descanso necesario para mantenerme con vida. Torturado por el recuerdo de mis múltiples
desgracias, tomé una doble dosis y pronto me dormí profundamente. Pero el sueño
no me liberó de mis pensamientos ni de mi desgracia, y soñé con mil cosas que me atemorizaban.
Cerca del amanecer tuve una horrible pesadilla: sentí cómo el malvado ser me
oprimía la garganta; yo no me podía librar de su zarpa, y lamentos y alaridos resonaban
en mi cabeza. Mi padre, que velaba mi sueño, advirtió mi inquietud y, despertándome,
me señaló el puerto de Holyhead, en el cual estábamos entrando.
Capitulo 5
Habíamos decidido no pasar por Londres, sino cruzar directamente hacia Portsmouth,
desde donde embarcaríamos para El Havre. Yo prefería este plan, porque temía volver a
ver aquellos lugares en los que, con Clerval, había disfrutado de algunos momentos de
paz. Pensaba con horror en ver de nuevo a aquellas personas a quienes habíamos visitado
juntos, y que podrían hacer preguntas sobre un suceso cuyo mero recuerdo hacía revivir
en mí el dolor que había sufrido al ver su cuerpo inerte en la posada de...
En cuanto a mi padre, todos sus esfuerzos se encaminaban hacia mi recuperación y a
que mi mente encontrara de nuevo la paz. Sus cuidados y cariño no tenían límite; mi
tristeza y pesadumbre eran tenaces, pero él no se daba por vencido. A veces pensaba que
me sentía avergonzado de verme inmiscuido en un delito de asesinato, e intentaba convencerme
de la inutilidad de la soberbia.
Padre, ¡qué poco me conoces! le dije. Es verdad que el ser humano, sus sentimientos y
sus pasiones se verían humillados si un desgraciado como yo pecara de soberbia. La pobre
e infeliz Justine era tan inocente como yo, y fue culpada de lo mismo; murió acusada
de un acto que no había cometido; yo fui el culpable, yo la asesiné. William, Justine y
Henry..., ;los tres murieron a manos mías.
Durante mi encarcelamiento, mi padre me había oído hacer esta afirmación con frecuencia
y, cuando me oía hablar así, a veces parecía desear una explicación; otras, tomaba
mis palabras como ocasionadas por la fiebre, pensando que durante la enfermedad se
me había ocurrido esta idea, cuyo recuerdo mantenía incluso durante la convalecencia.
Yo evitaba las explicaciones, y guardaba silencio respecto del engendro que había creado.
Tenía el presentimiento de que me tacharía de loco, lo cual me impediría darle una posible
explicación, si bien hubiera dado un mundo por poder confiarle el funesto secreto.
En esta ocasión, y con profunda sorpresa, mi padre me preguntó:
––¿Qué quieres decir, Víctor?, ¿estás loco? Mi querido hijo, te ruego que no vuelvas a
decir semejante cosa.
––No estoy loco ––grité con vehemencia—. El sol y la luna, que han presenciado mis
operaciones, pueden atestiguar lo que digo. Soy el asesino de esas víctimas inocentes;
murieron a causa de mis maquinaciones. Mil veces habría derramado mi propia sangre,
gota a gota, si así hubiera podido salvar sus vidas; pero no podía, padre, no podía sacrificar
a toda la humanidad.
Mis últimas palabras convencieron a mi padre de que tenía las ideas trastornadas, y al
instante cambió el tema de nuestra conversación, intentando desviar así mis pensamientos.
Deseaba borrar de mi memoria las escenas que habían tenido lugar en Irlanda, y ni
aludía a ellas ni me permitía hablar de mis desgracias. A medida que pasaba el tiempo me
fui tranquilizando; la pesadumbre seguía bien asentada en mi corazón, pero ya no hablaba
de mis crímenes de forma incoherente; me bastaba tener conciencia de ellos. Mediante la
más atroz represión, acallé la imperiosa voz de la amargura, que a veces ansiaba confiarse
al mundo entero. También mi comportamiento se hizo más tranquilo y moderado de lo
que había sido desde mi viaje al mar de hielo. Llegamos a El Havre el 8 de mayo, y proseguimos
de inmediato a París, donde mi padre tenía que atender unos asuntos que nos
detuvieron unas semanas. En esta ciudad, recibí la siguiente carta de Elizabeth.
A VÍCTOR FRANKENSTEIN
Mi queridísimo amigo:
Me dio mucha alegría recibir de mi tío una carta fechada en París; ya no estáis a una
distancia tan tremenda y puedo abrigarla esperanza de veros antes de quince días. ¡Mi
pobre primo, cuánto debes haber sufrido! Me figuro que vendrás aún más enfermo que
cuando te fuiste de Ginebra. El invierno ha sido triste, pues me turbaba la angustia de la
incertidumbre; no obstante espero verte con el semblante tranquilo y el ánimo no del todo
desprovisto de paz y serenidad.
Temo, sin embargo, que aún existen en ti los mismos sentimientos que tanto te atormentaban
hace un año, quizá incluso avivados por el tiempo. No quisiera importunarte
en estos momentos, cuando pesan sobre ti tantas desgracias; pero una conversación
mantenida con mi tío antes de su marcha hacen necesarias algunas explicaciones antes
de que nos veamos.
«¿Explicaciones?», te preguntarás. «¿Qué tendrá que explicar Elizabeth?» Si esto es lo
que realmente dices, habrás ya respondido a mis preguntas y no me resta más que terminar
la carta y firmar tu querida prima. Pero estás muy lejos, y es posible que temas pero
que a la vez agradezcas esta explicación; y existiendo la posibilidad de que éste sea el
caso, no me atrevo a permanecer más tiempo sin expresarte lo que, durante tu ausencia,
a menudo he querido decirte, sin que jamás haya encontrado el valor para hacerlo.
Sabes bien, Víctor, que desde nuestra infancia tus padres han acariciado la idea de
nuestra unión. Nos la comunicaron siendo nosotros muy jóvenes, y nos enseñaron a esperar
esto como algo que con toda seguridad se llevaría a cabo. Fuimos siempre buenos
compañeros de juegos durante nuestra niñez y creo que a medida que crecimos nos convertimos,
el uno para el otro, en estimados y apreciados amigos. Pero ¿no podría ser el
nuestro el mismo caso que el de los hermanos que, aun cuando sienten un gran cariño,
no desean una unión más íntima entre sí? Dímelo, querido Víctor. Contéstame, te lo ruego
en nombre de nuestra mutua felicidad, con franquea: ¿quieres a otra mujer?
Has viajado; has pasado varios años de tu vida en Ingolstadt. Te confieso, amigo mío,
que cuando te vi tan apenado el otoño pasado, en busca siempre de la soledad y rehuyendo
la compañía de todos, no pude por menos de suponer que quizá lamentaras nuestra
relación y te creyeras obligado por el honor a cumplir los deseos de tus padres, aunque
se opusieran á tus inclinaciones. Pero es éste un razonamiento falso. Confieso, primo
mío, que te quiero, y que en mis etéreos sueños de futuro tú siempre has sido mi constante
amigo y compañero. Pero es tu felicidad la que deseo tanto como la mía, cuando te
digo que nuestro matrimonio me haría desgraciada para siempre si no respondiera a tu
propia elección. Lloro de pensar que, abrumado como te encuentras por tus cruelísimas
desdichas, ahogaras, debido a tu idea del honor, toda esperanza de amor y felicidad que
son lo único que puede hacer que te repongas. Quizá sea precisamente yo, que te amo
tanto, la que esté incrementando mil veces tus sufrimientos, al ser obstáculo para la realización
de tus deseos. Víctor, ten la seguridad de que tu prima y compañera de juegos te
quiere con demasiada sinceridad como para que esta posibilidad no la entristezca. Sé feliz,
amigo mío; y si acatas ésta mi única petición, ten la seguridad de que nada en el
mundo perturbará mi tranquilidad.
No dejes que esta carta te preocupe; no contestes ni mañana ni pasado, ni siquiera
antes de tu vuelta si ello te va a resultar doloroso. Mi tío me informará de tu salud; y si
al encontrarnos veo en tus labios una sonrisa, que se deba a mi actual esfuerzo, no pediré
mayor recompensa.
ELIZABETH LAVENZA
Ginebra, 18 de marzo de 17...
Esta carta me trajo a la memoria algo que había olvidado: la amenaza del bellaco: «Estaré
a tu lado en tu noche de bodas.» Esta era mi sentencia, y esa noche aquel demonio
desplegaría todas sus artes para destruirme y arrancarme el atisbo de felicidad que prometía,
en parte, compensar mis sufrimientos. Esa noche había decidido terminar sus crímenes
con mi muerte. ¡Que así fuera!; tendría entonces lugar un combate a muerte, tras el
cual, si él vencía, yo hallaría la paz, y el poder que ejercía sobre mí acabaría. Si lo derrotaba,
sería un hombre libre. Pero, ¿qué libertad tendría?; la del campesino que, asesinada
su familia ante sus ojos, quemada su casa, destrozadas sus tierras, vaga sin hogar, sin recursos
y solo, pero libre. Tal sería mi libertad, sólo que en Elizabeth poseía un tesoro, por
desventura contrarrestado por los horrores del remordimiento que me perseguirían hasta
la muerte. ¡Dulce y adorable Elizabeth! Leí y releí su carta, y noté cómo ciertos sent imientos
de ternura se adueñaban de mi corazón y osaban susurrarme idílicas promesas de
amor y felicidad; pero la manzana había sido mordida, y el brazo del ángel se armaba para
privarme de toda esperanza. Sin embargo, estaba dispuesto a morir por conseguir la
felicidad de Elizabeth. Si el monstruo llevaba a cabo su amenaza, la muerte sería inevitable.
Recapacitaba sobre el hecho de que mi matrimonio acelerara mi sino. Ciertamente mi
destrucción se adelantaría así algunos meses; pero, por otra parte, si mi verdugo llegaba a
sospechar que, influido por su amenaza, demoraba la ceremonia, urdiría otro medio de
venganza quizá aún más terrible. Había jurado estar a mi lado en mi noche de bodas, pero
esta amenaza no le obligaba a mantener entretanto la paz. ¿Acaso no había asesinado a
Clerval inmediatamente después de nuestra conversación, como para indicarme que aún
no estaba saciada su sed de sangre?
Decidí, por tanto, que si el inmediato matrimonio con mi prima iba a suponer la felicidad
de Elizabeth y la de mi padre, las intenciones de mi adversario de acabar con mi vida
no lo retrasarían ni una hora.
En este estado de ánimo escribí a Elizabeth. Mi carta era afectuosa y serena. «Temo,
amada mía ––escribí––, que no es mucha la felicidad que nos resta en este mundo; sin
embargo en ti se centra toda la que pueda un día disfrutar. Aleja de tu pensamiento tus infundados
temores; a ti, y sólo a ti consagro mi vida y mis esperanzas de consuelo. Tengo
un solo secreto, Elizabeth, un secreto tan terrible que cuando te lo revele se te helará la
sangre; entonces, lejos de sorprenderte ante mis sufrimientos, te admirarás de que haya
podido soportarlos. Te comunicaré esta historia de horrores y desgracias el día siguiente a
nuestra boda, pues debe reinar entre nosotros, mi queridísima prima, una absoluta confianza.
Pero hasta ese momento te ruego que no lo menciones o hagas alusión alguna a
ello. Te lo suplico de corazón, y confío en que así sea.»
Una semana después de recibida la carta de Elizabeth, llegábamos a Ginebra. Mi prima
me recibió con cálido afecto, mas los ojos se le llenaron de lágrimas al advertir mi aspecto
desmejorado y mis febriles mejillas. Ella también estaba cambiada. Estaba más
delgada y había perdido algo aquella deliciosa vivacidad que tanto me cautivara antes;
pero su dulzura y mirada suave llena de compasión hacían de ella una compañera mucho
más idónea para el ser hundido y apesadumbrado en el que yo me había convertido.
La paz de la que ahora disfrutaba no duró. Los recuerdos me asaltaban de nuevo, haciéndome
enloquecer; y cuando pensaba en todo lo ocurrido perdía por completo la razón.
En ocasiones me poseía una terrible furia, otras me encontraba abatido y desanimado.
Ni hablaba ni miraba a nadie; permanecía inmóvil, abrumado por el cúmulo de desgracias
que se abatían sobre mí.
Sólo Elizabeth conseguía sacarme de estos momentos de depresión; su dulce voz me serenaba
cuando me poseía la cólera, y sabía despertar en mí sentimientos humanos cuando
la apatía hacía de mí su presa. Lloraba conmigo y por mí. Cuando volvía en razón me regañaba,
y se esforzaba por inculcarme resignación. Mas, si bien los desdichados pueden
aprender a resignarse, ¡no hay paz posible para los culpables! Las torturas del remordimiento
envenenan hasta la tranquilidad que, a veces, procura una tristeza infinita.
Poco después de nuestra llegada, mi padre se refirió a mi próxima unión con mi prima.
Yo permanecía en silencio.
––¿Estás, acaso, enamorado de otra persona? ––preguntó.
––En modo algunole respondí—. Quiero a Elizabeth, y deseo nuestra boda. Por tanto,
fijemos el día; en él me consagraré, vivo o muerto, a la felicidad de mi prima.
––Mi querido Víctor, no hables así. Han caído sobre nosotros grandes desgracias; pero
esto debe servir para unirnos aún más a lo que nos queda, y volcar sobre los que viven el
amor que sentíamos por aquellos que ya no están con nosotros. Nuestro círculo será reducido,
pero fuertemente ceñido por los lazos del afecto y los sufrimientos comunes. Y
cuando el tiempo haya limado tu desesperación, nacerán nuevos y queridos seres que reemplazarán
aquellos que nos han sido arrebatados de forma tan cruel.
Estos eran los consejos de mi padre, pero no conseguía apartar de mí el recuerdo de
aquella amenaza. Tampoco es de extrañar que, omnipotente como se había mostrado
aquel infame demonio en sus sanguinarias acciones, yo lo considerara casi invencible, y
que, cuando pronunció las terribles palabras «Estaré a tu lado en tu noche de bodas»,
considerara la amenaza como inevitable. La muerte no hubiera supuesto para mi mayor
desgracia, de no ser porque arrastraba la pérdida de Elizabeth y, por tanto, coincidí gozoso,
incluso alegre, con mi padre en que, si mi prima aceptaba, celebraríamos la ceremonia
al cabo de diez días; así creía sellar mi suerte.
¡Dios mío!; si por un instante hubiera imaginado las intenciones reales de mi diabólico
adversario, hubiera preferido exiliarme para siempre de mi tierra, y errar en soledad por
el mundo como un renegado, antes que consentir en tan desdichada unión. Pero, como si
poseyera poderes mágicos, el monstruo me había engañado respecto de sus verdaderas
intenciones; y mientras creía que estaba preparando mi propia muerte, lo que hacía era
acelerar la de una víctima muchísimo más querida.
A medida que se aproximaba la fecha de nuestra boda, no sé si debido a una falta de
valor o a algún presentimiento, me sentía más y más deprimido. Pero ocultaba mis sent imientos
bajo muestras de alborozo que llenaban de dicha el rostro de mi padre, pero apenas
si conseguían engañar la mirada más atenta de Elizabeth. Mi prima esperaba nuestra
unión con una serena alegría, no exenta del temor despertado por las recientes desgracias,
de que lo que ahora parecía una felicidad tangible pudiera desaparecer como un sueño,
sin dejar más huella que un profundo y eterno pesar.
Se hicieron los preparativos para el acontecimiento; recibimos numerosas visitas que,
sonrientes, nos felicitaban. Yo disimulaba cuanto podía la ansiedad que me corroía el corazón,
y acepté con fingido ardor los planes de mi padre, aunque sólo fueran a servir de
decorado para mi tragedia. Se nos compró una casa no lejos de Cologny, que, por estar
cerca de Ginebra, nos permitiría disfrutar del campo y sin embargo visitar a mi padre cada
día, pues él, con el fin de que Ernest pudiera proseguir sus estudios en la universidad,
seguiría viviendo en la ciudad.
Entretanto, yo tomé todas las precauciones para garantizar mi defensa caso de que mi
enemigo me atacara abiertamente. Llevaba siempre conmigo un puñal y un par de pistolas,
y permanecía alerta para evitar cualquier posible intento por su parte; de este modo
conseguí una mayor tranquilidad. Lo cierto es que así la felicidad que esperaba de mi
matrimonio se iba materializando, y al hablar todos de nuestra unión como algo que ningún
acontecimiento podría impedir, la amenaza se difuminaba y hasta llegué a creerme
que carecía de la suficiente entidad como para alterar mi paz.
Elizabeth parecía contenta, pues mi aspecto sereno contribuía mucho a calmarla. Pero
el día en que se iban a cumplir mis deseos y que iba también a sellar mi destino, estaba
apesadumbrada, como si tuviera algún mal presentimiento. Quizá también pensara en el
terrible secreto que había prometido contarle al día siguiente. Mi padre sin embargo rebosaba
de felicidad y, con el ajetreo de los últimos momentos, atribuyó la melancolía de su
sobrina al pudor comprensible de una novia.
Después de la ceremonia, los numerosos invitados se reunieron en casa de mi padre. Se
había decidido que Elizabeth y yo pasaríamos la tarde y la noche en Evian, y que a la
mañana siguiente nos iríamos a Cologny. Hacía un día hermoso y, ya que el viento era
favorable, decidimos ir en barco.
Fueron esos los últimos momentos de mi vida durante los cuales me sentí feliz. Navegábamos
deprisa; el sol calentaba con fuerza, pero nos protegía un pequeño toldo. Admiramos
la belleza del paisaje, costeando las orillas del lago; un lado nos ofrecía el monte
Saléve, las orillas de Montalégre, el maravilloso Mont Blanc, dominando a distancia el
conjunto y las montañas coronadas de nieve, que en vano intentaba competir con él. Al
otro lado quedaba el majestuoso jura, con su sombría ladera, que parecía interponerse a la
inquietud del que quisiera abandonar el país y a la intrepidez del invasor que pretendiera
esclavizarlo.
––Estás triste, mi amor. ¡Ay!, si supieras lo que he sufrido y cuánto me queda aún por
pasar, harías que disfrutara de la paz y el sosiego que este día, al menos, me depara.
Alégrate, mi querido Víctor ––respondió ella––; confío en que no tengas motivos para
entristecerte; y te aseguro que, aunque mi rostro no exprese mi dicha, mi corazón rebosa
de felicidad. Hay algo que me previene en contra de poner demasiadas esperanzas en el
futuro que hoy se abre ante nosotros; pero no escucharé tan lóbrega voz. Mira la rapidez
con que nos movemos y cómo las nubes, que bien nos ensombrecen, bien rebasan la cima
del Mont Blanc, hacen aún más interesantes este hermosísimo paisaje. Observa también
los numerosos peces que nadan en este agua, tan clara, que nos permite ver cada guijarro
del fondo. ¡Qué día tan precioso!; ¡qué tranquila y serena se muestra la naturaleza!
Elizabeth trataba así de alejar nuestros pensamientos de temas dolorosos. Pero su humor
fluctuaba; había instantes en que los ojos le brillaban con alegría, pero ésta en seguida
dejaba paso al ensimismamiento y la abstracción.
El sol comenzaba a declinar. Cruzamos el río Drance y vimos cómo continuaba su curso
por entre los barrancos y vallecillos de las colinas. Aquí los Alpes se acercan bastante
al lago, y poco a poco nos fuimos aproximando al anfiteatro de montañas que lo cercan
por el lado este. El campanario de Evian brillaba recortado sobre el oscuro fondo de bosques
que rodean la ciudad, custodiada por la cordillera de altas cumbres.
Al anochecer, el viento, que hasta entonces nos había empujado con asombrosa rapidez,
se tornó en una suave brisa que apenas ondulaba las aguas y movía los árboles suavemente.
Nos acercábamos a la orilla desde la que nos llegaba el más delicioso aroma de
flores y heno. El sol se puso en el momento en que desembarcamos; y al poner pie en tierra,
sentí revivir en mí la ansiedad y el temor, que tan pronto se iban a aferrar a mí para
siempre.
Capítulo 6
Eran las ocho cuando desembarcamos. Paseamos unos momentos por la orilla disfrutando
del crepúsculo y luego nos dirigimos a la posada, desde donde contemplamos la
hermosa vista del lago, bosques y montañas, que, envueltas en la oscuridad, aún mostraban
sus negros perfiles.
El viento, que casi había cesado por el sur, se levantó ahora con gran violencia desde el
oeste. La luna, alcanzado su cenit, empezaba a descender; ante ella, las nubes corrían,
más veloces que el vuelo de los buitres, y nublaban sus rayos; en las aguas del lago se reflejaba
el atareado firmamento, de manera aún más bulliciosa, pues las olas empezaban a
crisparse. De pronto cayó una fuerte tormenta de agua.
Yo había permanecido tranquilo a lo largo de todo el día, pero, en cuanto la noche difuminó
la forma de las cosas, me asaltaron mil temores. Alerta y lleno de ansiedad, empuñaba
con la mano derecha una pistola que llevaba escondida en el pecho; el más leve
ruido me aterrorizaba; pero decidí que iba a vender cara mi vida y que no abandonaría la
lucha que se avecinaba hasta que o mi adve rsario o yo cayéramos.
Elizabeth observó mi agitación en silencio durante algún tiempo. Por fin dijo:
––¿Qué te intranquiliza, mi querido Víctor? ¿Qué es lo que tanto temes?
––Paciencia, querida mía, paciencia le respondí––. Pasada esta noche, el peligro habrá
acabado. Pero esta noche es terrible, muy terrible.
Transcurrió una hora en esta inquietud; de pronto, pensé en lo espantoso que le result aría
a mi esposa el combate que esperaba de un momento a otro. Le rogué que se acostara,
dispuesto a no reunirme con ella en tanto no conociera las intenciones de mi enemigo.
Me quedé solo, y continué durante algún tiempo paseando por los pasillos de la casa y
examinando cada rincón que pudiera servirle de escondrijo a mi adversario. Pero no descubrí
rastro alguno de él; y empezaba a pensar que alguna providencial casualidad habría
intervenido para impedirle llevar a cabo su amenaza, cuando oí un grito agudo y estremecedor.
Venía de la habitación donde descansaba Elizabeth. Al oírlo comprendí la estremecedora
verdad, y me quedé paralizado; noté cómo la sangre me corría por las venas y
me ardía en las puntas de los dedos. Un instante después escuché un nuevo grito y corrí
hacia la alcoba.
¡Dios mío!, ¿cómo no morí entonces? ¿Por qué me hallo aquí narrando la destrucción
de mi mayor esperanza, y la muerte de la más pura criatura? Estaba tendida en el lecho,
inánime, la cabeza ladeada, las facciones pálidas y convulsas, semiocultas por el cabello.
Doquiera que vaya veo la misma imagen: los brazos exangües y el cuerpo lacio, tirado
sobre el tálamo nupcial por su asesino. ¿Cómo pude ver esto y seguir viviendo? ¡Cuán tenaz
es la vida, y cómo se aferra a quienes más la desprecian! En un instante perdí el conocimiento,
y caí al suelo.
Cuando volví en mí, me encontré rodeado de la gente de la posada; sus rostros demo straban
un terror inenarrable; pero su espanto no era más que una parodia, una sombra de
los sentimientos que me oprimían a mí. Escapé hacia la habitación donde yacía el cuerpo
de Elizabeth, mi amor, mi esposa tan querida y venerada, viva aún pocos momentos antes.
No estaba ya en la posición en la que la había encontrado; tenía ahora la cabeza recostada
en un brazo, y el rostro y cuello ocultos por un pañuelo, y se la podía creer dormida.
Corrí hacia ella y la abracé con ardor, pero la mortal quietud y la frialdad de sus
miembros delataban que lo que estrechaba entre mis brazos ya no era la Elizabeth a quien
tanto había adorado. En su garganta se veían las horrendas señales del diabólico ser, y ni
el menor aliento salía de sus labios.
Mientras con agonizante desesperación me inclinaba sobre ella, levanté la vista. Me invadió
una especie de pánico al ver que la pálida luz de la luna iluminaba la habitación,
pues las contraventanas que se habían cerrado anteriormente ahora estaban abiertas. Con
inexpresable horror vi asomarse a una de las ventanas el aborrecido y repugnante rostro
del monstruo. Esbozó una mueca burlona mientras señalaba con su inmundo dedo el cadáver
de mi esposa. Me abalancé hacia la ventana y, extrayendo del pecho una pistola,
disparé; pero esquivó la bala, y, huyendo del lugar a la velocidad del rayo, se zambulló en
las aguas del lago. ,
El ruido del disparo atrajo a la gente hacia la habitación. Indiqué el lugar por donde había
desaparecido, y lo seguimos con barcas; echamos incluso redes, pero todo en vano.
Regresamos desesperanzados después de varias horas, la mayoría de mis compañeros
convencidos de que el fugitivo era fruto de mi imaginación. Tras desembarcar, se dispusieron
a registrar los alrededores, organizando distintas patrullas, que se esparcieron por
los bosques y viñedos.
No fui con ellos; me encontraba exhausto. Un velo me nublaba la vista, y la piel me ardía
con el calor de la fiebre. En este estado, apenas consciente de lo que había ocurrido,
me tendieron en una cama, desde donde recorría el cuarto con la mirada en busca de algo
que había perdido.
Recordé entonces que mi padre estaría esperando con ansiedad a que Elizabeth y yo regresáramos,
y que ahora debería volver solo. Este pensamiento me trajo lágrimas a los
ojos y di libre curso a mi llanto. Mis errantes pensamientos iban de un punto a otro, centrándose
en mis desgracias, y en lo que las había ocasionado. Me envolvía una nube de
incredulidad y horror. La muerte de William, la ejecución de Justine, la muerte de Clerval
y finalmente la de mi esposa; ni siquiera sabía si el resto de mis familiares se encontraban
a salvo de la maldad del villano; quizá mi padre se agitaba ya entre las manos asesinas,
mientras Ernest yacía inerte a sus pies. Esta idea me hizo estremecer y me devolvió a la
realidad. Me levanté, y decidí vo lver a Ginebra de inmediato.
No había caballos disponibles, y tuve que hacer el viaje a través del lago, aunque el
viento no era favorable y llovía torrencialmente. Sin embargo, apenas había amanecido y
podía confiar en estar en casa por la noche. Contraté algunos remeros, y yo mismo tomé
uno de los remos, pues siempre había notado que el ejercicio físico paliaba los sufr imientos
del espíritu. Pero lo inmenso de mi pesar y el exceso de agitación que había padecido
me impedían cualquier esfuerzo. Dejé el remo, y apoyando la cabeza entre las
manos me abandoné al dolor. Al levantar la vista veía los parajes que me eran familiares
de los tiempos lejanos de mi felicidad, y que aún el día anterior había contemplado con la
que ahora no era sino una sombra y un recuerdo. Lloré amargamente. La lluvia había cesado
unos instantes, y vi los peces jugando en el agua igual que lo habían hecho pocas
horas antes bajo la mirada de Elizabeth. Nada hay tan doloroso para la mente humana
como un cambio brusco y profundo. Podía brillar el sol, o las nubes ensombrecer el cielo;
para mí ya nada podía volver a ser lo mismo que el día anterior. Un infame me había
arrebatado todas mis esperanzas de felicidad. No habrá habido jamás criatura tan desgraciada
como yo; suceso tan espeluznante es único en la historia del hombre.
Pero para qué narrar los acontecimientos que siguieron a esta tragedia. El horror ha llenado
toda mi vida; había llegado al punto culminante del sufrimiento, y lo que resta no
puede más que aburrirle. Uno a uno me fueron arrebatados aquellos a quienes amaba; y
me quedé solo. No tengo ya fuerzas; y explicaré lo que queda de mi horrenda narración
en pocas palabras.
Llegué a Ginebra. Mi padre y Ernest aún vivían; pero el primero se hundió ante la trágica
nueva que traía. ¡Cómo le recuerdo!, ¡padre bondadoso y amable!; la luz huyó de sus
ojos, pues habían perdido a aquella a quien adoraban: Elizabeth, su sobrina, más que una
hija para él, a la cual quería con todo el cariño que siente un hombre que, próximo el fin
de sus días, y teniendo pocos seres a quienes dedicar su afecto, se aferra con mayor intensidad
a aquellos que le quedan. ¡Maldito, maldito villano que llenó de tristeza sus canas y
le hizo morir de dolor! No podía vivir bajo el tormento de los horrores que se acumulaban
en torno suyo; sufrió una hemorragia cerebral, y murió en mis brazos al cabo de unos días.
¿Qué fue entonces de mí? No lo sé; perdí la noción de todo, y me vi envuelto en cadenas
y tinieblas. Soñaba, a veces, que con los amigos de juventud vagaba por alegres valles
y prados llenos de flores; pero despertaba una y otra vez en la misma celda. A esto
seguía la melancolía, pero poco a poco fui cobrando una idea exacta de mis aflicciones y
de mi situación, y por fin me liberaron. Me habían creído loco y, como supe más tarde,
durante muchos meses estuve encerrado en una celda solitaria.
Pero la libertad hubiera sido un fútil regalo, si al recobrar la razón no hubiera recobrado
a la vez un deseo de venganza. Así que iba recuperando el recuerdo de mis desdichas,
empecé a pensar en su causa: el monstruo que había creado, el miserable demonio que,
para mi ruina, había traído al mundo. Al pensar en él, me invadía una enloquecedora furia
y entonces, deseando que cayera en mis manos, rezaba para que así fuera y pudiera desatar
sobre su infame cabeza una inmensa y mortal venganza.
Mi cólera no se satisfizo mucho tiempo con inútiles deseos; empecé a pensar en cómo
podía perseguirlo; a este fin, un mes después de puesto en libertad, me dirigí a uno de los
jueces de la ciudad, diciéndole que quería formular una acusación;, dije que conocía al
asesino de mis familiares, y que le rogaba que ejerciera toda su autoridad para que se le
detuviera.
Me escuchó con benevolencia e interés.
––Esté usted seguro ––dijo–– de que no ahorraré esfuerzos para encontrar al villano.
Le quedo muy agradecido ––respondí—. Escuche, pues, la declaración que voy a hacer.
Es en verdad una historia tan extraña que temería que usted no me creyera, de no ser por
que hay algo en las verdades, por insólitas que parezcan, que fuerzan la convicción. Mi
relato es demasiado coherente como para que pueda tomarse por un sueño, y no tengo
motivos para mentir.
De esta forma me dirigí a él, con voz tranquila pero seria; había decidido perseguir a mi
destructor hasta la muerte, y este propósito calmaba mi angustia y me reconciliaba un poco
con la vida. Narré mi historia brevemente, pero con firmeza y precisión, dando fechas
exactas y sin desviarme del tema para lamentarme de los hechos.
Al principio, el magistrado demostraba una total incredulidad, pero a medida que proseguía
escuchó con mayor atención e interés; hubo momentos en que lo vi estremecerse,
otros en que su rostro denotaba un vivo asombro, exento de escepticismo.
Al concluir mi relato, dije:
––Este es el ser al que acuso, y en cuya detención y castigo le ruego ejerza su máxima
autoridad. Es su deber como magistrado, y creo y espero que sus sentimientos como
hombre no rehusarán cumplir con él en esta ocasión.
Estas últimas palabras provocaron un sensible cambio en la expresión del magistrado.
Había escuchado mi relato con ese tipo de credulidad que producen las narraciones de
fantasmas y sucesos sobrenaturales; pero cuando le requerí que actuara de forma oficial,
volvió a desconfiar. Sin embargo, me respondió templadamente:
––Con gusto le ayudaría en lo que me fuera posible; pero el ser de quien usted me habla
parece estar dotado de unos poderes que harían inútiles todos mis esfuerzos. ¿Quién puede
perseguir a un animal capaz de atravesar el mar de hielo, habitar en grutas y cavernas,
donde ser humano jamás osaría entrar? Además, han pasado algunos meses desde que
cometió sus crímenes y es imposible saber a dónde huyó o en qué lugar se halla actua lmente
ahora.
No dudo de que ronda el lugar en el que yo me encuentro. Y caso de haberse refugiado
en los Alpes; se le puede dar caza como si fuera una gamuza y destruirlo como a una
bestia feroz.
Pero leo su pensamiento; no cree mi relato, y no tiene la intención de perseguir a mi
enemigo y aplicarle el castigo que merece.
Al hablar, tenía los ojos encendidos de cólera, y el magistrado se asustó.
––Está usted equivocado ––dijo—. Haré todo lo que esté en mi mano y, si logro capturar
al monstruo,, sepa que será castigado de acuerdo con sus crímenes. Pero temo, por lo
que usted mismo ha descrito sobre su resistencia, que esto resulte imposible, y que a la
par que se toman las medidas necesarias, usted se debería resignar al fracaso.
––Eso no es posible; pero nada de lo que diga puede servirme de mucho. Mi venganza
no es de su incumbencia; y sin embargo, aunque reconozca en ello un vicio, le confieso
que es la única y devoradora pasión de mi espíritu. Mi ira no tiene límites, cuando pienso
que el asesino, que lancé entre la sociedad, sigue con vida. Me niega usted mi justa petición:
me queda un único camino, y desde ahora me dedicaré, vivo o muerto, a conseguir
su destrucción.
Temblaba al decir esto; mi actitud debía rezumar aquel mismo frenesí y altivo fanatismo
que se dice tenían los antiguos mártires. Pero para un magistrado ginebrino, cuyos
pensamientos están muy lejos de los ideales y heroísmos, esta grandeza de espíritu debía
asemejarse mucho a la locura. Intentó apaciguarme como haría una niñera con una criatura,
y achacó mi relato a los efectos del delirio.
––¡Mortal! ––exclamé––, está endiosado con su sabiduría, mas cuánta ignorancia demuestra.
¡Calle!; no sabe lo que dice.
Salí de la casa tembloroso e iracundo, y me retiré a pensar en otros medios de acción.
Capítulo 7
Mi estado era tal que no lograba controlar voluntariamente el pensamiento. Me inundaba
la ira, y sólo el deseo de venganza me proporcionaba fuerza y comedimiento, reprimía
mis sentimientos y me permitía estar sereno y calculador en momentos en que, de otro ––
modo, me hubiera abandonado al delirio y a la muerte. Mi primera decisión fue abandonar
Ginebra para siempre; mis desgracias hicieron que aborreciese la patria que tan intensamente
había amado cuando era feliz y querido. Me hice con una importante cantidad de
dinero, y algunas joyas que habían pertenecido a mi madre, y partí.
Y aquí empezó una peregrinación que sólo con mi muerte terminará. He recorrido una
inmensa parte del mundo, y he sufrido todas las penurias que suelen tener que afrontar los
viajeros en los desiertos y en las tierras salvajes. Apenas sé cómo he sobrevivido; con
frecuencia me he tendido desfallecido sobre la arena, rogando que me sobreviniera la
muerte. Pero las ansias de venganza me mantenían vivo; no me atrevía a morir si mi
enemigo continuaba con vida.
Al abandonar Ginebra, mi primer quehacer fue encontrar algún indicio que me permitiera
seguir los pasos de mi infame enemigo. Pero estaba desorientado, y anduve por la
ciudad durante muchas horas dudando sobre qué dirección tomar. Cuando empezaba a
anochecer, me encontré en el cementerio donde reposaban William, Elizabeth y mi padre.
Entré, y me acerqué a sus tumbas. Reinaba el silencio, turbado tan sólo por el murmullo
de las hojas que el viento agitaba suavemente; era ya casi de noche, y la escena hubiera
resultado solemne y conmovedora incluso para un observador ajeno a ella. Los espíritus
de mis difuntos parecían rodearme, proyectando una sombra invisible pero palpable en
torno a mi cabeza.
La honda tristeza que en un principio esta escena me había provocado pronto dio paso a
la ira y a la desesperación. Ellos estaban muertos, y sin embargo yo vivía; también vivía
su asesino, y para aniquilarlo debía yo continuar mi tediosa existencia. Arrodillado en la
hierba, besé la tierra y, con labios temblorosos, grité:
––Por la sagrada tierra en la que estoy postrado, por los espíritus que me rodean, por el
profundo y eterno dolor que siento, por ti, oh Noche, y por los fantasmas que te pueblan,
juro perseguir a ese demonio, que ocasionó estas desgracias, hasta que uno de los dos sucumba
en un combate a muerte. A este fin preservaré mi vida; para ejecutar esta cara
venganza volveré a ver el sol y pisar la verde hierba, de todo lo cual, de otro modo, prescindiría
para siempre. Y yo os conjuro, espíritus de los muertos, y a vosotros, errantes
administradores de venganza, a que me ayudéis y orientéis en mi tarea. ¡Que el maldito e
infernal monstruo beba de la copa de la angustia y sienta la misma desesperación que
ahora me atormenta!
Había comenzado el juramento en tono solemne, y con un fervor, que me hizo pensar
que los espíritus de mis familiares asesinados escuchaban y aprobaban mi devoción; pero
así que concluí, las Furias se apoderaron de mí, y la ira ahogaba mis palabras.
Desde la profunda quietud de la noche, me llegó entonces una estruendosa y diabólica
carcajada. Resonó en mis oídos larga y dolorosamente; los montes me devolvieron su
eco, y sentí que el infierno me rodeaba burlándose y riéndose de mí. En aquel momento,
de no ser porque aquello significaba que mi juramento había sido escuchado y que me
aguardaba la venganza, me hubiera dejado dominar por el frenesí y hubiera acabado con
mi existencia miserable. La carcajada se fue extinguiendo, y una voz, familiar y aborrecida,
me susurró con claridad, cerca del oído:
––¡Estoy satisfecho, miserable criatura! Has decidido vivir, y eso me satisface.
Corrí hacia el lugar de donde procedía el sonido, pero aquel demonio me eludió. De
pronto salió la luna, iluminando su horrenda y deforme silueta, que se alejaba con velocidad
sobrenatural.
Lo perseguí; y desde hace varios meses ese es mi objetivo. Siguiendo una vaga pista,
recorrí el curso del Ródano, pero en vano; hasta llegar a las azules aguas del Mediterráneo.
Casualmente, una noche vi cómo el infame ser abordaba y se escondía en un bajel
con destino al Mar Negro. Zarpé en el mismo barco; pero escapó, ignoro cómo.
Aunque continuaba esquivándome, seguí sus pasos por las estepas de Tartaria y de Rusia.
A veces, campesinos, atemorizados por su horrenda aparición, me informaban de la
dirección que había tomado; otras, él mismo, temeroso de que si perdía toda esperanza
me desesperara y muriera, dejaba tras de sí algún indicio para que me guiara. Cuando cayeron
las nieves, hallé en la llanura la huella de su gigantesco pie. Para usted, que se encuentra
comenzando la vida, que desconoce el sufrimiento y el dolor, es imposible saber
lo que he padecido y aún padezco. El frío, el hambre y la fatiga eran los males menores
que hube de aguantar; me maldijo un demonio, y llevo un infierno dentro de mí; sin embargo,
algún espíritu bueno siguió y dirigió mis pasos, y me libraba de pronto de dificultades
aparentemente insalvables. A veces, cuando vencido por el hambre me encontraba
ya exhausto, encontraba en el desierto una comida reparadora que me devolvía las energías
y me prestaba de nuevo aliento; eran alimentos toscos, del tipo que tomaban los
campesinos de la región, pero no dudo de que los había depositado allí el espíritu que había
invocado en mi ayuda. Muchas veces, cuando todo estaba seco, el cielo despejado y
yo me encontraba sediento, aparecía una pequeña nube en el firmamento que, tras dejar
caer algunas gotas para reavivarme, desaparecía.
Cuando podía, seguía el curso de los ríos; pero el infame engendro solía evitarlos por
ser los lugares más poblados por los habitantes del país. En los lugares donde encontraba
pocos seres humanos me alimentaba de los animales salvajes que se cruzaban en mi camino.
Tenía dinero, y me, ganaba las simpatías de los campesinos distribuyéndolo, o repartiendo,
entre aquellos que me habían permitido el uso de su fuego y utensilios de cocina,
la caza que, tras separar la porción que destinaba a mi alimento, me sobraba.
Esta vida me asqueaba, y únicamente mientras dormía saboreaba algo de alegría. ¡Bendito
sueño! A menudo, encontrándome en el límite de mi angustia, me tendía a dormir, y
los sueños me proporcionaban la ilusión de felicidad. Los espíritus que velaban por mí
me deparaban estos momentos, mejor dicho, estas horas de felicidad, a fin de que pudiera
retener las fuerzas suficientes para proseguir mi peregrinación. De no ser por este respiro,
hubiera sucumbido bajo mis angustias. Durante el día, me mantenía y animaba la perspectiva
de la noche, pues en mis sueños veía a mis familiares, a mi esposa y a mi amado
país; veía de nuevo la bondadosa faz de mi padre, oía la cristalina voz de Elizabeth y encontraba
a Clerval rebosante de salud y juventud.
Muchas veces, extenuado por una caminata agotadora, intentaba convencerme mientras
andaba de que estaba soñando y que cuando llegara la noche despertaría a la realidad en
brazos de los míos. ¡Qué punzante cariño sentía hacia ellos!; ¡cómo me aferraba a sus
queridas siluetas, cuando a veces me visitaban, incluso estando despierto, e intentaba
convencerme de que aún estaban con vida! En aquellos momentos, la venganza que me
corroía el corazón se aplacaba, y continuaba mi camino hacia la destrucción de aquel demonio
más como un deber impuesto por el cielo, como el impulso mecánico de un poder
del cual era inconsciente, que como el ardiente deseo de mi espíritu.
Desconozco los sentimientos de aquel a quien perseguía. A veces dejaba cosas escritas
en los troncos de los árboles o talladas en la piedra, que me guiaban o avivaban mi cólera.
«Mi reinado aún no ha acabado ––estas eran las palabras que se leían en una de las inscripciones––;
sigues viviendo y mi poder es total. Sígueme; voy hacia el norte en busca
de las nieves eternas, donde padecerás el tormento del frío y el hielo al que yo soy insensible.
Si me sigues de cerca, encontrarás no lejos de aquí una liebre muerta; come y recupérate.
¡Adelante, enemigo!; aún nos queda luchar por nuestra vida; pero hasta entonces
te esperan largas horas de sufrimiento.»
¡Demonio burlón! De nuevo juro vengarme; de nuevo te condeno, miserable criatura, a
atormentarte hasta la muerte. Nunca abandonaré mi persecución hasta que uno de los dos
muera; y entonces, ¡con qué júbilo me reuniré con Elizabeth y aquellos que ya me preparan
la recompensa por mis fatigas y sombrío peregr inaje!
A medida que avanzaba hacia el norte, la nieve aumentaba, y el frío era tan intenso que
apenas si podía soportarse. Los campesinos permanecían encerrados en sus chozas, y sólo
algunos de los más fornidos se aventuraban en busca de los animales que el hambre forzaba
a salir de sus guaridas. Los ríos se habían helado y al no poder pescar me encontré
privado de mi principal alimento.
La victoria de mi enemigo se consolidaba, así que aumentaban mis dificultades. Otra
inscripción que me dejó decía: «¡Prepárate!: tus sufrimientos no han hecho más que empezar.
Abrígate con pieles, y aprovisiónate, pues pronto iniciaremos una etapa en la que
tus desgracias satisfarán mi odio eterno.»
Estas burlonas palabras reavivaron mi valor y perseverancia. Decidí no fallar en mi resolución;
e, invocando la ayuda de los cielos, continué con infatigable ahínco cruzando
aquella desértica región hasta que, en la lejanía, apareció el océano, último límite en el
horizonte. ¡Qué distinto de los azules mares del sur! Cubierto de hielo, sólo se diferenciaba
de la tierra por una mayor desolación y desigualdad. Los griegos lloraron de emoción
al ver el Mediterráneo desde las colinas de Asia, y celebraron con entusiasmo el fin de
sus vicisitudes. Yo no lloré; pero me arrodillé y, con el corazón rebosante, agradecí a mis
espíritus el que me hubieran guiado sano y salvo hasta el lugar donde esperaba, pese a las
burlas de mi enemigo, poder enfrentarme con él.
Hacía algunas semanas que me había procurado un trineo y unos perros, lo que me
permitía cruzar la nieve a gran velocidad. Ignoraba si aquel infame ser disfrutaba de la
misma ventaja que yo; pero vi que, así como antes había ido perdiendo terreno, ahora me
iba acercando más a él; tanto es así, que cuando divisé el océano sólo me llevaba un día
de ventaja y esperaba poder alcanzarlo antes de llegar a la orilla. Con renovado valor proseguí
mi carrera, y al cabo de dos días llegué a una miserable aldea de la costa. Pregunté
a los habitantes por aquel villano y me dieron datos precisos. Un gigantesco monstruo,
dijeron, había llegado la noche anterior, armado con una escopeta y varias pistolas, haciendo
huir, atemorizados ante su espantoso aspecto, a los habitantes de una solitaria cabaña.
Les había robado sus provisiones para el invierno, y las había puesto en un trineo,
al cual ató varios perros amaestrados que asimismo robó. Esa misma noche, y ante el alivio
de aquellas asustadas personas, había reanudado su viaje sobre el helado océano en
dirección a un punto donde no había tierra alguna; suponían que pronto sería destruido
por alguna de las grietas que con frecuencia se abrían en el hielo, o que moriría de frío.
Al oír esto, sufrí un ataque momentáneo de desesperación. Había conseguido escapar
de mí; y yo debía ahora emprender un viaje peligroso e interminable a través de las montañas
de hielo del océano, bajo los rigores de un frío que pocos indígenas podían soportar,
y que yo, nativo de una tierra cálida y soleada, no resistiría. Pero, ante la idea de que
aquel engendro viviera y venciera, se me avivó de nuevo la ira y el ansia de venganza y,
cual poderoso alud, barrieron mis otros sentimientos. Tras un breve descanso, durante el
cual me visitaron los espíritus de mis difuntos y me animaron a la venganza, me preparé
para el viaje.
Cambié el trineo de tierra por uno adecuado a las irregularidades del océano helado; y,
después de comprar una buena cantidad de provisiones, abandoné tierra firme tras de mí.
No puedo calcular los días que han pasado desde entonces; pero he padecido torturas
que, de no ser por el eterno sentimiento de una justa retribución que me inflama el corazón,
nada hubiera podido hacerme padecer. Con frecuencia inmensas y escarpadas montañas
de hielo me cerraban el camino, y muchas veces oía rugir, amenazante, una mar
gruesa. Pero las constantes heladas garantizaban la solidez de las sendas del mar.
A juzgar por la cantidad de provisiones consumidas, debían haber transcurrido tres semanas.
Más de una vez, la continua demora en alcanzar lo que tanto deseo, esperanza que
me acompaña siempre, me arrancaba lágrimas de dolor. En una ocasión la desesperación
casi se adueñó de mí, y estuve a punto de sucumbir; los pobres animales que me arrastraban
habían alcanzado con esfuerzo increíble la cima de una montaña, muriendo uno de
ellos de fatiga, y yo contemplaba con angustia la inmensidad del hielo ante mí, cuando de
pronto divisé un minúsculo punto oscuro en la distancia. Agudicé la vista para adivinar lo
que era, y prorrumpí en una jubilosa exclamación al distinguir un trineo y las deformes
proporciones de aquella figura tan conocida. ¡Con qué ardor volvió la esperanza a mi corazón!
Cálidas lágrimas brotaron de mis ojos, aunque las enjuagué con rapidez para que
no me hicieran perder de vista aquella infame criatura; pero las ardientes gotas seguían
nublándome la visión y, finalmente, bajo la emoción que me embargaba, prorrumpí en
llanto.
No era éste momento para entretenerme; desaté los arneses del perro muerto, di de comer
a los restantes en abundancia y, tras descansar una hora, lo cual era imprescindible,
aunque estaba inquieto por continuar, proseguí mi camino. Aún veía el trineo en la lejanía;
no volví a perderlo de vista, excepto cuando algún saliente de las rocas de hielo lo
ocultaba. Iba ganándole terreno; y cuando, al cabo de dos días, me encontré a menos de
una milla de mi enemigo, temí que el corazón me estallara de alegría.
Pero, justo entonces, cuando estaba a punto de darle alcance, mis esperanzas se vieron
de pronto truncadas, y perdí todo rastro de él. Empecé a oír el bramido del mar; las olas
se abatían furiosamente bajo la capa de hielo, y notaba cómo se henchían y se hacían más
amenazadoras y terribles. En vano intenté proseguir. El viento se levantó; el mar rugía; y,
como con la tremenda sacudida de un terremoto, se abrió el hielo con un ruido atronador.
Pronto concluyó todo; en pocos minutos, un agitado mar me separó de mi enemigo, y me
hallé flotando sobre un témpano de hielo, que menguaba por momentos y me preparaba
una horrenda muerte.
Así pasaron horas terribles; murieron varios de mis perros; y yo estaba a punto de sucumbir,
cuando divisé su navío, que navegaba sujeto por el ancla y me devolvió la esperanza
de vivir. Ignoraba que los barcos se aventuraran tan al norte y me sorprendió verlo;
rápidamente destruí una parte de mi trineo para hacer con él unos remos y así pude, con
enorme esfuerzo, acercar mi improvisada balsa hacia el barco. Había decidido que, caso
de que ustedes se dirigieran hacia el sur, me encomendaría a la clemencia de los mares
antes que desistir de mi propósito. Esperaba poder convencerlo de que me diera un bote
con el cual pudiera aún perseguir a mi enemigo. Pero iban hacia el norte. Me subieron a
bordo cuando mis fuerzas estaban ya agotadas, y cuando mis múltiples desgracias me
arrastraban hacia una muerte que aún no deseo, pues mi tarea está inconclusa.
¿Cuándo me permitirán gozar del descanso que tanto anhelo los espíritus que me guían
hacia el infame ser?; ¿o es que yo debo morir y él sobrevivirme? Si así fuere, júreme
Walton, que no lo dejará escapar; júreme que usted lo acosará, y llevará a cabo mi venganza
dándole muerte. ¿Pero puedo pedirle que asuma mi peregrinación, que sufra las
penurias que yo he pasado? No; no soy tan egoísta. Pero, cuando yo haya muerto, si él
apareciese, si los dioses de la venganza lo condujeran ante usted, júreme que no vivirá;
júreme que no triunfará sobre mis desgracias, y que no podrá hacer a otro tan desgraciado
como me hizo a mí. Es elocuente y persuasivo; incluso una vez logró enternecerme el corazón;
pero desconfíe de él. Tiene el alma tan inmunda como las facciones, y repleta de
maldad y traición. No lo escuche; invoque a William, Justine, Clerval, Elizabeth, mi padre
y al infeliz Víctor, y húndale la espada en el corazón. Yo me encontraré a su lado para
dirigir el acero.
Prosigue la narración de WALTON
26 de agosto de 17...
Has leído este extraño e impresionante relato, Margaret; ¿no sientes que, como a mí
aún ahora, se te hiela la sangre en las venas? Había veces en que el sufrimiento lo vencía,
y no podía continuar su narración; otras, con voz entrecortada y conmovedora, pronunciaba
con dificultad las palabras tan repletas de dolor. A veces los ojos hermosos y
expresivos le brillaban con indignación; otras, el dolor los apagaba y llenaba de tristeza.
A veces podía controlar sus sentimientos y palabras y narraba los más horrendos sucesos
con voz serena, suprimiendo toda señal de agitación; pero de pronto, como un volcán
en erupción, su rostro tomaba una expresión de fiereza, y, lanzaba mil insultos contra su
perseguidor.
La historia es coherente y la ha contado con la naturalidad que da la verdad más sencilla;
pero te confieso que las cartas de Félix y Safie, que me enseñó, y la visión del
monstruo que tuvimos desde el barco, me convencieron más que todas sus afirmaciones,
por muy coherentes y convincentes que parecieran. No tengo ninguna duda, pues, de que
existe semejante monstruo; pero sin embargo estoy lleno de asombro y admiración. He
intentado que Frankenstein me cuente en detalle la creación del ser; pero sobre este
punto permaneció inescrutable.
¿Está usted loco, amigo mío? ––me contestó—. ¿Hasta dónde le va a llevar su absurda
curiosidad? ¿Es que quiere crear, también, un ser diabólico, enemigo suyo y del
mundo? Si no, ¿a dónde quiere ir aparar con sus preguntas? ¡No insista! Aprenda de mis
sufrimientos, y no se empeñe en aumentar los suyos.
Frankenstein observó que tomaba notas de su narración; quiso verlas, y él mismo las
corrigió y aumentó en muchos puntos; sobre todo en los diálogos con su enemigo, a los
que dotó de mayor autenticidad.
––Ya que ha anotado usted mi narración ––dio––, no quisiera que la posteridad la heredara
en forma mutilada.
Así ha transcurrido una semana, escuchando la historia más extraña que jamás hubiera
podido concebir imaginación alguna. El interés que siento por mi huésped, y que
ha despertado tanto su relato como la nobleza y dulzura de su carácter, me ha seducido
la mente y el alma por completo.
Quisiera ayudarlo; pero ¿cómo aconsejar que siga viviendo a alguien tan infeliz y carente
de toda esperanza? La única dicha de que puede gozar es la que experimentará
preparando su dolorida alma para la paz y la muerte. Disfruta, empero, de algún consuelo,
fruto de la soledad y el delirio: cree, cuando en sueños conversa con los seres que
le fueron queridos, y obtiene de esa comunicación cierto alivio para su sufrimiento o
ánimo para la venganza, no que sean creaciones de su fantasía, sino que ciertamente son
seres reales que, desde el más allá, vienen a visitarlo. Esta fe da a sus delirios una solemnidad
que hace que me resulten casi tan imponentes e interesantes como la verdad
misma.
Nuestras conversaciones no se limitan tan sólo a su historia y la de sus desgracias.
Demuestra poseer un gran conocimiento de la literatura, y una aguda y rápida percepción.
Su elocuencia cautiva y conmueve; hasta el punto de que, cuando narra un episodio
patético, o intenta provocar la piedad o el cariño, no puedo escucharlo sin que los ojos
se me llenen de lágrimas. qué magnífico hombre debió ser en sus tiempos de felicidad
para mostrarse tan noble aun en la desgracia! Parece tener conocimiento de su propia
valía, y de la magnitud de su ruina.
Cuando era joven ––me dijo un día–– sentía como si hubiera nacido para llevar a cabo
grandes cosas. Tengo una naturaleza sensible; pero poseía entonces una serenidad de
juicio que me capacitaba para triunfar. Este convencimiento de mi valía me ha sostenido
en situaciones en que otros hubieran sucumbido; pues me parecía poco digno malgastar
en vanas lamentaciones unos talentos que podían ser de utilidad a mis semejantes.
Cuando recuerdo lo que he conseguido, nada menos que la creación de un ser racional y
sensible, no me puedo considerar simplemente como uno más entre el conjunto de científicos.
Pero esta sensación, que me sostenía al principio de mi carrera, ahora sólo sirve
para hundirme más en la miseria. Todas mis esperanzas y proyectos no son nada, y, como
el arcángel que aspiraba al poder supremo, me encuentro ahora encadenado en un
infierno eterno. Tenía una viva imaginación y a la vez una gran capacidad de análisis y
concentración; mediante la estrecha colaboración de estas dos cualidades concebí la
idea, y llevé a cabo la creación de un hombre. Incluso ahora no puedo rememorar con
serenidad las ilusiones que me invadían mientras no tuve terminado el trabajo. Llegaba
con la imaginación hasta las más altas esferas, a veces exultante de júbilo ante mi poder,
otras estremecido al pensar en las consecuencias de mi investigación. Desde pequeño
había concebido las mayores ambiciones y esperanzas; ¡cómo me he hundido! Amigo
mío, si me hubiera conocido antaño, no me reconocería en mi actual estado de denigración.
Desconocía casi por completo lo que era el desánimo; parecía estar destinado a un
brillante porvenir, hasta que me hundí para siempre.
¿Habré, pues, de perder a tan admirable ser? He añorado la compañía de un amigo;
he buscado a alguien que me apreciara y comprendiera. Y he aquí que lo encuentro en
estos remotos mares; mas temo que sólo me valga para conocer su valía, justo antes de
que muera. Quisiera reconciliarlo con la vida, pero odia esta idea.
––Le agradezco, Walton ––dio––, las buenas intenciones que demuestra hacia alguien
tan miserable como yo; pero, cuando habla usted de nuevos lazos, de nuevos afectos,
¿piensa que hay alguno que pudiera sustituir jamás a aquellos queja he perdido? ¿Puede
otro hombre significar para mí lo mismo que Clerval?; ¿qué mujer podría ser otra Elizabeth?
Incluso cuando nuestro amor no viene reforzado por cualidades superiores, los
compañeros de niñez siempre ejercen sobre nosotros una influencia que amigos posteriores
raras veces suelen tener. Conocen nuestras primeras inclinaciones, que, por mucho
que después se modifiquen, jamás se llegan a borrar; y en cuanto a la honestidad de
nuestros actos, son los que mejor pueden juzgar nuestros motivos. Un hermano no podrá
jamás sospechar que el otro lo engaña o traiciona, salvo que esta inclinación se haya
manifestado desde edad muy temprana, mientras que a un amigo, pese a que su afecto
sea inmenso, le puede invadir, incluso a pesar suyo, la desconfianza. Pero he tenido amigos
a los que he querido no sólo por costumbre o contacto, sino por sus cualidades personales;
y donde quiera que me encuentre, la apacible voz de Elizabeth y la conversación
de Clerval siempre susurrarán en mis oídos. Ellos han muerto; y en mi soledad sólo hay
un objetivo que pueda inducirme a conservar la vida. Si me encontrara realizando una
importante empresa que revistiera utilidad para mis semejantes, podría seguir viviendo
para concluirla. Pero no es éste mi sino; debo perseguir y destruir al ser que creé; y entonces,
sólo entonces habré cumplido mi cometido en la tierra y podré morir.
2 de septiembre
Mi querida hermana:
Te escribo acechado por un grave peligro, e ignoro si el destino me permitirá volver a
ver mi querida Inglaterra y a los amigos que allí viven. Me cercan montañas de nieve
que impiden la salida y amenazan a cada momento con aplastar el barco. Los valerosos
hombres, a quienes convencí de que me acompañaran, vienen a mí en busca de una solución;
pero no tengo ninguna que ofrecer. Hay algo terriblemente espantoso en nuestra
situación, pero aún conservo la confianza y el valor. Quizá sobrevivamos; y, si no, como
Séneca, moriré con buen ánimo.
¿Pero cuáles serán tus pensamientos, Margaret? No sabrás que he muerto, y esperarás
ansiosamente mi regreso. Pasarán los años, y vivirás momentos de desesperación, pero
siempre te atenazará la tortura de la esperanza. ¡Mi querida hermana!, la horrible desilusión
de tus esperanzas me resulta más terrible aún que mi propia muerte. Pero tienes a
tu marido y a tus hermosos hijos; y puedes ser feliz. ¡Que el cielo te bendiga, y permita
que lo seas!
Mi desdichado huésped me mira con la mayor compasión. Intenta devolverme la esperanza;
y habla de la vida como de un tesoro preciado. Me recuerda la frecuencia con que
estos accidentes les han ocurrido a otros navegantes que se aventuraron hasta estos mares
y, a pesar mío, me contagia la idea de buenas perspectivas. Incluso los marineros
notan el poder de su elocuencia; cuando él habla, vuelven a confiar; reaviva sus energías,
y, mientras lo escuchan, llegan a creer que estas gigantescas montañas de hielo son
pequeños montículos, que desaparecerán bajo la fuerza de la voluntad humana. Estos
sentimientos son pasajeros; cada día que transcurre, la frustración de sus esperanzas les
llena de espanto, y temo que el miedo les haga amotinarse.
5 de septiembre
Acaba de suceder algo tan insólito que, aunque es muy probable que nunca llegues a
leer estos papeles, no puedo por menos de narrarlo.
Seguimos rodeados de montañas de nieve, y en inminente peligro de que nos aplasten.
El frío es intensísimo, y muchos de mis desafortunados compañeros ya han encontrado su
tumba en este paraje desolador. La salud de Frankenstein empeora día a día; le sigue
brillando una luz febril en los ojos, pero está extenuado, y si hace el menor esfuerzo,
vuelve a caer en la total agonía.
Mencioné en la última carta el temor que tenía a que se produjera un motín. Esta mañana,
mientras contemplaba el ceniciento rostro de mi amigo ––los ojos entornados y los
miembros inertes—, me interrumpieron media docena de marineros, que querían entrar
en el camarote. Les hice pasar; y el que actuaba de portavoz se dirigió a mí. Me dio que
él y sus compañeros habían sido elegidos por el resto de la tripulación para que, a modo
de delegación, me comunicaran una petición, a la que en justicia no me podía negar.
Estábamos cercados por el hielo, y probablemente no lograríamos escapar; pero temían
que, si acaso, como era posible, el hielo cediera, Y se abriera un camino, yo fuera lo
bastante imprudente como para querer continuar mi viaje, y los condujera a nuevos peligros,
después de haber salvado éste felizmente. Pedían, pues, que me comprometiera
bajo solemne promesa a que, si el barco quedaba libre, me dirigiría de inmediato al sur.
Esta petición me perturbó. Aún no había perdido las esperanzas; ni siquiera había
pensado en regresar, caso de quedar libres del hielo. Sin embargo, ¿podría yo, en justicia,
oponerme a ello? ¿tenía siquiera la posibilidad de hacerlo?. Pensaba en estas preguntas
antes de contestar, cuando Frankenstein, que en un principio había permanecido
callado y parecía no tener ni fuerzas para atender, se incorporó; los ojos le brillaban y
tenía las mejillas encendidas por un repentino rubor. Dirigiéndose a los hombres, dio:
¿Qué significa esto? ¿Qué estáis pidiendo a vuestro capitán? ¿Tan pronto os desanimáis?
¿No le llamabais a ésta la expedición gloriosa?, ¿por qué iba a ser gloriosa?,
¿porque la ruta era fácil y apacible como un mar del sur? No; la llamabais así porque
estaba llena de peligros y acechamos; porque a cada nueva dificultad debíais renovar
vuestro valor y fortaleza; porque os rodeaba el peligro y la muerte y debíais vencer ambas.
Por esto la llamabais gloriosa, porque era una empresa digna. La posteridad os
aclamaría como bienhechores de la humanidad; se veneraría vuestro nombre, como el de
aquellos hombres valerosos que se enfrentaron con honor a la muerte en beneficio de la
especie humana. ¡Y mirad ahora!: con la primera impresión de peligro, o, si lo preferís,
la primera gran prueba, vuestro valor se desvanece y estáis dispuestos a pasar por hombres
que no tuvieron la fuera suficiente para afrontar el frío y el peligro...; los pobres tenían
frío y volvieron junto a sus chimeneas. En verdad que para esto no se hubieran requerido
tantos preparativos; no teníais por qué haberos aventurado hasta aquí, ni hacer
pasar a vuestro capitán por la vergüenza del fracaso, para demostrar que sois unos cobardes.
¡Sed hombres!, ¡sed más que hombres! Sed fieles a vuestros propósitos, firmes
como las rocas. Este hielo no está hecho del mismo material del que podrían estar hechos
vuestros corazones; es vulnerable, no puede venceros si os empeñáis en que no lo
haga. No volváis a vuestras familias con la frente marcada por el estigma de la vergüenza.
Regresad como héroes que lucharon y vencieron y que desconocen lo que es darle la
espalda a su enemigo.
A lo largo del discurso, su voz se había ido adaptando tan bien a los distintos sentimientos
que expresaba, y sus ojos brillaban tan llenos de heroísmo y sana ambición, que
no fue de extrañar que mis hombres se conmovieran. Se miraron unos a otros, sin saber
qué decir. Yo me dirigí a ellos, y les rogué que recapacitaran sobre lo que habían oído;
añadí que por mi parte no seguiría avanzando hacia el norte en contra de su voluntad,
pero que esperaba que, tras considerarlo, recobraran el valor perdido.
Salieron, y me volví hacia mi amigo; pero se hallaba muy abatido y casi privado de
aliento.
Ignoro cómo concluirá todo esto; pero preferiría la muerte a regresar, cubierto de vergüenza,
sin haber podido alcanzar mis objetivos. Sin embargo, temo que ese sea mi destino;
sin el ánimo que les pudiera infundir la idea de la gloria y el honor, mis hombres
jamás se avendrán a proseguir sus actuales penurias.
7 de septiembre
¡La suerte está echada!, he accedido a nuestro regreso si los hielos nos lo permiten.
Veo truncadas mis esperanzas por la cobardía y la indecisión; regreso desilusionado e
ignorante. Necesitaría más tolerancia de la que me ha sido dada para sufrir esta injusticia
con paciencia.
12 de septiembre
Todo ha concluido; vuelvo a Inglaterra. He perdido mis esperanzas de gloria y mi ansia
de servir a la humanidad; y he perdido a mi amigo. Pero trataré, querida hermana,
de contarte con detalle estos tristes sucesos; no quiero navegar rumbo a Inglaterra, y
hacia ti, lleno de pesadumbre.
El diecinueve de septiembre el hielo empezó a ceder, y en la distancia escuchamos
atronadores crujidos, así que las islas de hielo se resquebrajaban en todas las direcciones.
Corríamos enorme peligro; pero, puesto que nada podíamos hacer, todo mi interés
se centraba en mi infeliz huésped, cuya salud había declinado hasta el punto de no poder
levantarse de la cama. El hielo se rompió a nuestras espaldas y fue empujado con rapidez
en dirección norte; del oeste comenzó a soplar una brisa y el día once el camino hacia
el sur quedaba despejado. Cuando los marineros vieron esto, y comprendieron que
quedaba asegurado su regreso a su país natal, prorrumpieron en continuos gritos de loca
alegría. Frankenstein, que se había adormilado, despertó, y preguntó la causa del alboroto.
––Gritan ––contesté––, porque pronto regresarán a Inglaterra. ¿Regresa usted entonces?
Sí ––respondí—, no puedo oponerme a sus peticiones. No puedo conducirlos hacia
nuevos peligros contra su voluntad, y debo volver.
––Hágalo si quiere. Yo me quedo. Usted puede abandonar su objetivo; pero el mío me
lo fió el cielo, y no puedo renunciar. Estoy débil; pero confío en que los espíritus que me
ayudan en mi venganza me prestarán las fuerzas necesarias.
Al decir esto intentó saltar de la cama, pero el esfuerzo fue demasiado grande; cayó y
perdió el sentido.
Tardó mucho en volver en sí, y a menudo me pareció que había muerto. Finalmente
abrió los ojos; respiraba con dificultad, y no podía hablar. El médico le dio un brebaje
reconstituyente, y nos ordenó que no lo molestáramos. A mí me advirtió que a mi amigo
le restaban pocas horas de vida.
Se había pronunciado su sentencia, y a mí ya sólo me quedaba lamentarme y tener paciencia.
Permanecí sentado a la cabecera de su lecho, mirándolo; tenía los ojos cerrados,
y pensé que dormía. De pronto, con voz apagada, me llamó, indicándome que me
acercara, y dio:
––Me abandonan las fueras en las que confiaba. Presiento que pronto habré de morir,
y él, mi enemigo y verdugo, está aún con vida. No piense, Walton, que en mis últimos
instantes mi alma reuma todavía el punzante odio y la sed de venganza que días pasados
le manifesté, pero creo que estoy justificado al desear la muerte de mi adversario. Durante
estos días he meditado sobre mis acciones pasadas y no hallo en ellas nada reprensible;
en un ataque de loco entusiasmo creé una criatura racional, y tenía para con él el
deber de asegurarle toda la felicidad y bienestar que me fuera posible darle. Esta era mi
obligación, pero había otra superior. Mis obligaciones para con mis semejantes debían
tener prioridad, puesto que suponían una mayor proporción de felicidad o desgracia.
Impulsado por esta creencia, me negué, e hice bien, a crearle una compañera al primer
ser. Dio pruebas entonces de una maldad y un egoísmo sin precedentes: asesinó a mis
seres más queridos; se consagró a la destrucción de personas llenas de delicadeza, sabiduría
y bondad; e ignoro dónde terminará esta sed de venganza. Desgraciado como es,
debe morir a fin de que no pueda hacer desgraciados a los demás. La tarea de su destrucción
me había sido encomendada a mí, pero he fracasado. Empujado por motivos
egoístas e insanos, le pedí a usted que completara mi labor; ahora, empujado únicamente
por la razón y la virtud, se lo reitero.
»Sin embargo no puedo pedirle que renuncie a su país y a sus amigos para llevar a cabo
esta labor; y ahora, que regresa a Inglaterra, tendrá pocas ocasiones de encontrarse
con él. Pero dejo en sus manos el reflexionar sobre estos puntos, y el determinar lo que
usted considere que es su deber. La proximidad de la muerte turba mis pensamientos y
mi razón, y no me atrevo a pedirle que haga lo que yo considero justo, pues puedo estar
cegado por la Pasión.
»Me inquieta el que siga con vida y sea un instrumento de maldad; y sin embargo, esta
hora, en la que aguardo que cada instante me traiga la liberación, es la única en la que
durante muchos años he sido feliz. Pasan ante mí los espíritus de aquellos a los que tanto
quise, y corro hacia ellos. ¡Adiós, Walton! Busque la felicidad en la paz y, evite la ambición,
aun aquella, inofensiva en apariencia, de distinguirse por sus descubrimientos
científicos. ¿Mas por qué hablo así?; yo he visto truncadas mis esperanzas, pero otro
puede triunfar.
La voz se le iba apagando a medida que hablaba; y finalmente, vencido por el esfuerzo,
se acalló del todo. Media hora más tarde intentó volver a hablar pero no pudo; oprimió
mi mano débilmente, y sus ojos se cerraron para siempre, mientras sus labios esbozaron
una débil sonrisa.
Margaret, ¿qué puedo decir sobre la prematura muerte de esta magnífica persona?
¿Qué puedo decir para que entiendas lo profundo de mi pesar? Todo lo que diera sería
pobre e inadecuado. Las lágrimas abrasan mis mejillas; y una nube de desilusión nubla
mi mente. Pero navego rumbo a Inglaterra, y allí quizá encuentre un consuelo.
Me interrumpen. ¿Qué significan estos ruidos? Es medianoche; la brisa sopla suavemente
y, en cubierta, los hombres de guardia no se mueven. De nuevo el ruido; parece la
voy de un hombre, pero mucho más ronca; viene del camarote donde reposan los restos
de Frankenstein. Debo levantarme a ver qué sucede. Buenas noches, hermana mía.
¡Dios mío!, ¡qué escena acaba de tener lugar! Todavía estoy aturdido con el recuerdo.
Apenas sé si tendré fueras para contarla; mas el relato que he anotado quedaría incompleto
sin referir esta última y soberbia catástrofe.
Entré en el camarote donde yacían los restos de mi malhadado y admirable amigo. Sobre
él se inclinaba un ser para cuya descripción no tengo palabras; era de estatura gigantesca,
pero de constitución deforme y tosca. Agachado sobre el ataúd, tenía el rostro
oculto por largos mechones de pelo enmarañado; tenía extendida una inmensa mano, del
color y la textura de una momia. Cuando me oyó entrar, dejó de proferir exclamaciones
de pena y horror, y saltó hacia la ventana. jamás he visto nada tan horrendo como su
rostro, de una fealdad repugnante y terrible. Involuntariamente cerré los ojos e intenté
recordar mis obligaciones acerca de este destructivo ser. Le ordené que se quedara.
Se detuvo, y me miró sorprendido; y, volviéndose de nuevo hacia el cadáver de su
creador, pareció olvidar mi presencia; sus facciones y sus gestos parecían animados por
la furia de una pasión incontrolable. ––Esa es también mi víctima ––exclamó––; con su
muerte consumo mis crímenes. El horrible drama de mi existencia llega a su fin. ¡Frankenstein!,
¡hombre generoso y abnegado!, ¿de qué sirve que ahora implore tu perdón? A
ti, a quien destruí despiadadamente, arrebatándote todo lo que amabas. ¡Está frío!; no
puede contestarme.
Su voz se ahogaba; y mis primeros impulsos, que me inducían a la obligación de cumplir
el último deseo de mi amigo, y destrozar a aquel ser, se vieron frenados por una
mezcla de curiosidad y compasión. Me acerqué a esta extraña criatura; no me atrevía a
mirarlo, pues había algo demasiado pavoroso e inhumano en su fealdad. Traté de hablar,
pero las palabras se me quedaron en los labios. El monstruo seguía profiriendo
exaltadas y confusas recriminaciones. Por fin logré dominarme y, aprovechando una
pausa en su agitado monólogo, dije:
––Tu arrepentimiento es ya superfluo. Si hubieras escuchado la voz, de la conciencia, y
atendido a los dardos del remordimiento, antes de llevar tu diabólica sed de venganza
hasta este extremo, Frankenstein seguiría vivo.
––¿Imagina me, respondió la infernal criatura–– que era insensible al dolor y al remordimiento?
El–– continuó, señalando el cadáver—, él no ha sufrido nada con la consumación
del hecho; no ha sufrido ni la milésima parte de angustia que yo durante el
distendido proceso. Me impulsaba un terrible egoísmo, a la par que el remordimiento me
torturaba el corazón. ¿Piensa que los estertores de Clerval eran música para mí? Tenía
el corazón sensible al amor y la ternura; y cuando mis desgracias me empujaron hacia el
odio y la maldad, no soporté la violencia del cambio sin sufrir lo que usted jamás podrá
imaginar.
»Tras la muerte de Clerval regresé a Suma con el corazón destrozado. Sentía compasión
por Frankenstein,y mi piedad se fue tornando en horror, hasta tal punto que me
aborrecía a mí mismo. Pero al descubrir que él, el autor de mi existencia a la vez que de
mis atroces desdichas, se atrevía a esperar la felicidad; que, mientras por su culpa se
acumulaban sobre mí tormentos y aflicciones, él buscaba la satisfacción de sus sentimientos
y pasiones, satisfacción que a mí me estaba vedada, una envidia incontrolable y
una punzante indignación me atenazaron con la insaciable sed de la venganza. Recordé
mi amenaza y decidí llevarla a cabo. Sabía que yo mismo me estaba preparando una terrible
tortura; pero me encontraba esclavo, no dueño, de un impulso que detestaba, pero
no podía desobedecer. Mas cuando ella murió, no experimenté ningún pesar. En lo inmenso
de mi desesperación, había conseguido desechar todos mis sentimientos y ahogar
todos mis escrúpulos. A partir de ahí, el mal se convirtió para mí en el bien. Llegado a
este punto ya no tenía elección; adapté mi naturaleza al estado que había escogido voluntariamente.
El cumplimiento de mi diabólico proyecto se convirtió en una pasión dominante.
Y ahora se ha terminado, ¡ahí yace mi última víctima!
Al principio la narración de sus sufrimientos me conmovió, pero cuando recordé lo que
Frankenstein me había dicho respecto de su elocuencia y poder de persuasión, y vi ante
mí el cuerpo inanimado de mi amigo, sentí cómo revivía en mí la indignación.
¡Miserable! ––grité––, ¿ahora vienes a lamentarte de la desolación que has creado?
Lanzas una antorcha encendida en medio de los edificios y, cuando han ardido, te sientas
a llorar entre las ruinas. ¡Engendro hipócrita!, si aún viviera éste a quien lloras, volvería
a ser el objeto de tu maldita venganza. ¡No es pena lo que sientes!; sólo gimes porque
la víctima de tu maldad escapó ya a tu poder.
––No; no es así ––me interrumpió el engendro—. Aunque esa debe ser la impresión
que le causan mis actos. No intento despertar su simpatía; jamás encontraré comprensión.
Cuando primero traté de hallarla, quise compartir el amor por la virtud, el sentimiento
de felicidad y ternura que me llenaba el corazón. Pero ahora que esa virtud es
tan sólo un recuerdo, y la felicidad y ternura se han convertido en amarga y odiosa desesperación,
¿dónde debo buscar comprensión? Me avengo a sufrir en soledad, mientras
duren mis desgracias; y acepto que, cuando muera, el odio y el oprobio acompañen mi
recuerdo. Tiempo atrás mi imaginación se colmaba de sueños de virtud, fama y placer.
Antaño esperé ingenuamente encontrarme con seres que, obviando mi aspecto externo,
me quisieran por las excelentes cualidades que llevaba dentro de mí. Me nutría de elevados
pensamientos de honor y devoción. Pero ahora la maldad me ha degradado, y soy
peor que las más despreciables alimañas. No hay crimen, maldad, perversidad, comparables
a los míos. Cuando repaso la horrenda sucesión de mis crímenes, no puedo creer
que soy el mismo cuyos pensamientos estaban antes llenos de imágenes sublimes y trascendentales,
que hablaban de la hermosura y la magnificencia del bien. Pero es así; el
ángel caído se convierte en pérfido demonio. Pero incluso ese enemigo de Dios y de los
hombres tenía amigos y compañeros en su desolación; yo estoy completamente solo.
»Usted, que llama a Frankenstein su amigo, parece tener conocimiento de mis crímenes
y sus desventuras. Pero, por muchos detalles que de ellos le diera, no pudo contarle
las horas y meses de miseria que he soportado, consumiéndome bajo pasiones impotentes.
Pues, aunque destruía sus esperanzas, no por ello satisfacía mis propios deseos, que
seguían ardientes e insatisfechos. Seguía necesitando amor y compañía y continuaban
rechazándome. ¿No era esto injusto? ¿Soy yo el único criminal, cuando toda la raza humana
ha pecado contra mí? ¿Por qué no odia usted a Félix, que arrojó de su casa, asqueado,
a su amigo? ¿Por qué no maldice al campesino que intentó matar a quien acababa
de salvar a su hija? Pero estos son seres virtuosos y puros. Yo, el infeliz, el proscrito,
soy el aborto, creado para que lo pateen, lo golpeen, lo rechacen. Incluso ahora
me arde la sangre bajo el recuerdo de esta injusticia.
»Pero es cierto que soy despreciable. He asesinado lo hermoso y lo indefenso; he estrangulado
a inocentes mientras dormían, y he oprimido con mis manos la garganta de
alguien que jamás me había dañado, ni a mí ni a ningún otro ser. He llevado a la desgracia
a mi creador, ejemplo escogido de todo cuanto hay digno de amor y admiración
entre los hombres; lo he perseguido hasta convertirlo en esta ruina. Ahí yace, pálido y
entumecido por la muerte. Usted me odia; pero su repulsión no puede igualar la que yo
siento por mí mismo. Contemplo las manos con las que he llevado esto a cabo; pienso en
el corazón que concibió su ruina, y ansío que llegue el momento en que pueda mirarme a
mí mismo, y mis remordimientos no torturen más mi corazón.
»No tema, no volveré a cometer más crímenes. Mi tarea casi ha concluido. No se necesita
su muerte ni la de ningún otro hombre para consumar el drama de mi vida, y cumplir
aquello que debe cumplirse; sólo se requiere la mía. No piense que tardaré en llevar a
cabo el sacrificio. Me alejaré de su bajel en la balsa que me trajo hasta é1 y buscaré el
punto más alejado y septentrional del hemisferio; haré una pira funeraria, donde reduciré
a cenizas este cuerpo miserable, para que mis restos no le sugieran a algún curioso y
desgraciado infeliz la idea de crear un ser semejante a mí. Moriré. Dejaré de padecer la
angustia que ahora me consume, y de ser la presa de sentimientos insatisfechos e insaciables.
Ha muerto aquel que me creó; y, cuando yo deje de existir, el recuerdo de ambos
desaparecerá pronto. Jamás volveré a ver el sol, ni las estrellas, ni a sentir el viento acariciarme
las mejillas. Desaparecerán la luz, las sensaciones, los sentimientos; y entonces
encontraré la felicidad. Hace algunos años, cuando por primera vez se abrieron ante mí
las imágenes que este mundo ofrece, cuando notaba la alegre calidez, del verano, y oía el
murmullo de las hojas y el trinar de los pájaros, cosas que lo fueron todo para mí, hubiera
llorado de pensar en morir; ahora es mi único consuelo. Infectado por mis crímenes,
y destrozado por el remordimiento, ¿dónde sino en la muerte puedo hallar reposo?
»¡Adiós! Lo abandono. Usted será el último hombre que vean mis ojos. ¡Adiós, Frankenstein!
Si aún estuvieras vivo, y mantuvieras el deseo de satisfacer en mí tu venganza,
mejor la satisfarías dejándome vivir que dándome muerte. Pero no fue así; buscaste mi
aniquilación para que no pudiera cometer más atrocidades; mas si, de forma desconocida
para mí, aún no has dejado del todo de pensar y de sentir, sabe que para aumentar mi
desgracia no debieras desear mi muerte. Destrozado como te hallabas, mis sufrimientos
eran superiores a los tuyos, pues el zarpazo del remordimiento no dejará de hurgar en
mis heridas hasta que la muerte las cierre para siempre.
»Pero pronto exclamó, con solemne y triste entusiasmo–– moriré, y lo que ahora siento
ya no durará mucho. Pronto cesará este fuego abrasador. Subiré triunfante a mi pira funeraria,
y exultaré de júbilo en la agonía de las llamas. Se apagará el reflejo del fuego, y
el viento esparcirá mis cenizas por el mar. Mi espíritu descansará en paz; o, si es que
puede seguir pensando, no lo hará de esta manera. Adiós.
Con estas palabras saltó por la ventana del camarote a la balsa que flotaba junto al
barco. Pronto las olas lo alejaron, y se perdió en la distancia y en la oscuridad.
FIN
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If You Could See What I See. 50 out of 5 stars 1.
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Patrick S Day
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Hace 3 años
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