EL FANTASMA DE LA OPERA -- 2ªparte
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CAPITULO XIV
LA LIRA DE APOLO
Así llegaron a la techumbre. Cristina se deslizó por las pizarras,
ligera y segura como una golondrina. Su mirada entre las tres cúpulas y
cl frontil triangular recorrió el espacio desierto. Cristina respiró con
fuerza, encima de París, cuyo valle, en plena labor, dominaba por completo.
Miró a Raúl con confianza. Lo atrajo contra ella, y así, muy
unidos, caminaron allá arriba, por las calles de zinc, por las avenidas de
hierro colado; contemplaron su sombra gemela en los vastos estanques
llenos de agua inmóvil, donde, durante el verano, los chiquillos de la
escuela de baile se zambullen y aprender a nadar. La sombra, tras de
ellos, siempre fiel a sus pasos, había surgido arrastrándose por los
techos, alargándose con movimientos de alas negras, en las encrucijadas
de las callejuelas de hierro, girando alrededor de los estanques,
contorneando silenciosa las cúpulas; y los desgraciados jóvenes no
sospechaban nada cuando se sentaron, por fin, tranquilos bajo la alta
protección de Apolo, que alzaba con su gesto de bronce su prodigiosa
lira, en el corazón de un cielo en llamas.
Una tarde luminosa de primavera los rodeaba. Unas nubes, que
acababan de recibir del poniente sus ligeros tules de oro y de púrpura,
pasaban lentamente dejándolos flotar sobre sus cabezas; y Cristina, que
los contemplaba, le dijo a Raúl: "Pronto iremos más ligero y más lejos
que esas nubes al fin del mundo, y luego usted me abandonará, Raúl".
Pero si cuando llegue el momento de llevarme yo no consintiera en
seguirlo, ¡arrebáteme usted, Raúl!". ¡Con qué fuerza, que parecía dirigida
contra ella misma, le dijo aquellas palabras, a la vez que se oprimía
nerviosamente contra él!
Raúl se sorprendió al oírla –¿Teme usted cambiar de opinión,
Cristina?
–¡No lo sé! –dijo sacudiendo con expresión extraña la cabeza. ¡Es
un demonio!
Cristina se estremeció y se guareció en los brazos de Raúl, emitiendo
un pequeño grito –¡Ahora tengo miedo de volver a habitar con
él en la tierra!
–¿Y quién la obliga a hacerlo, Cristina?
–¡Si no volviera cerca de él podrían suceder grandes desgracias!...
¡Pero ya no puedo miss!... Sé muy bien que hay que tener lástima de
las personas que viven "bajo la tierra"... ¡Pero eso es demasiado terrible!
"Y, sin embargo, el momento se aproxima; ya no me queda más
que un día, y si no voy será él quien vendrá a buscarme con su voz. Me
arrastrará consigo, a sus dominios, bajo la tierra, y se pondrá de rodillas
delante de mí con su cabeza de muerto. ¡Y me dirá que me ama!
¡Y llorará! ¡Ah, esas lágrimas, Raúl, esas lágrimas en las cuencas negras
de la calavera! No puedo ver correr más esas lágrimas.”
Cristina retorcía desesperadamente las manos, mientras que Raúl,
presa a su vez de aquella desesperación contagiosa, la oprimía contra
su corazón diciéndole:
–¡No, no! ¡Ya no lo oirá usted más decirle que la ama! ¡Ya no verá
usted más correr sus lágrimas! ¡Huyamos!... Huyamos enseguida,
Cristina.
Y ya la quería llevar consigo.
–No, no –dijo meneando dolorosamente la cabeza –, ¡ahora, no!,
sería demasiado cruel... Déjelo que me oiga cantar mañana, por última
vez... y después nos iremos. A medianoche usted vendrá a buscarme a
mi camarín; a medianoche exactamente. En ese momento él me estará
esperando en el comedor del lago...; estaremos libres y usted me llevará...
Aunque me niegue, júremelo, Raúl, porque esta vez comprendo
que si llego a ir allí no volveré jamás...
Y agregó:
–¡Usted no puede comprender!...
Y exhaló un suspiro al que le pareció que otro suspiro había respondido
detrás de ella. Se volvió a mirar.
–¿Oyó usted?
Cristina temblaba a más no poder
–No –afirmó Raúl, no he oído nada.
–Es espantoso –confesó Cristina –, vivir así temblando constantemente.
Y, sin embargo, aquí no corremos ningún peligro; estamos en
nuestra casa, en mi ambiente, en el cielo, en pleno aire, en pleno día.
¡El sol deslumbra y a loa pájaros nocturnos no les agrada el sol! ¡No le
he visto nunca a la luz del día!... ¡Debe ser horrible! –balbuceó, volviendo
hacia Raúl sus ojos extraviados –. ¡Oh, la primera vez que lo vi
creí que iba a morirme!
–¿Por qué? –preguntó Raúl, realmente espantado por cl tono de
aquella formidable confidencia, ¿por qué creyó usted que iba a morir?
–¡Porque yo lo había visto!
Esta vez Cristina y Raúl se volvieron al mismo tiempo.
–Hay alguien aquí que se queja –dijo Raúl, quizá sea un herido...
¿Oyó usted?
–Yo no sabría decirlo –confesó Cristina –: cuando él no está presente
tengo los oídos llenos de sus suspiros. Sin embargo, si usted ha
oído...
Se pusieron de pie, pasearon alrededor, algunos pasos. Estaban
bien solos sobre el inmenso techo de plomo. Raúl preguntó:
–¿Cómo fue que lo vio usted la primera vez?
–Hace tres meses que lo oía sin verlo. La primera vez que lo oí,
creí como usted, que esa voz adorable que se había puesto de pronto a
cantar a mi lado, cantaba en el camarín contiguo. Salí del mío y lo
busque por todas partes, pero fue en vano, porque "la voz" sólo se oía
dentro de mi camarín, que, como usted sabe, está aislado. Y no solamente
cantaba, sino que me hablaba, respondía a mis preguntas como
una verdadera voz de hombre, con la diferencia de que era bella como
la voz de un ángel. ¿Cómo explicar tan increíble fenómeno? Yo no
había dejado de pensar nunca en el Ángel de la Música que mi pobre
padre me habla prometido enviarme así que muriese. Me atrevo a hablar
de semejante niñería, Raúl, porque usted conoció a papá, que lo
quería a usted, porque cuando niño usted creía como yo en el Ángel de
la Música y estoy segura que no sonreirá ni se burlará de esto. Yo
conservaba, amigo mío, el alma tierna y crédula de la pequeña Lota y
no era la compañía de la señora Valerius la que me hubiera modificado.
Yo tomé mi pequeña almita blanca entre mis manos ingenuas y se
la ofrecí a "la voz de hombre", creyendo ofrecérsela al Ángel. La culpa
la tuvo, en parte, mi madre adoptiva, a la que no oculté nada del inexplicable
fenómeno. Ella fue la primera en decirme: "Debe ser cl Ángel,
en todo caso, bien puedes preguntárselo." Eso fue lo que hice y la "voz
de hombre" me respondió que, en efecto, era la voz del Ángel que yo
esperaba y que mi padre moribundo me había prometido enviarme. A
partir de ese momento una gran intimidad se estableció cofre "la voz" y
yo, y tuve en ella una confianza absoluta. Me dijo que habla descendido
ala tierra para hacerme conocer las alegrías supremas del arte eterno
y me pidió permiso para darme lecciones de canto todos los días. Consentí
en ello con ardor ferviente y no falte a ninguna de las citas que
me daba en mi camarín, a primera hora, cuando este rincón de la Opera
está desierto. Fueron lecciones celestiales. Parecía, amigo mío, que "la
voz" sabía exactamente cl punto de mis estudios en que me habla dejado
mi padre y qué sencillo método había empleado. De tal manera que
acordarme, o mejor dicho, recordando mi garganta todas las lecciones
pasadas y beneficiándose a la vez de las presentes, hizo progresos
prodigiosos y tales que, en otras condiciones, hubieran exigido años.
Tenga en cuenta, amigo mío, que soy algo débil, y que mi voz, en un
principio, tenla poco carácter; las notas bajas estaban poco desarrolladas,
las agudas eran algo duras y las centrales un poco veladas. Mi
padre había combatido y vencido durante un momento esos defectos,
pero "la voz" los venció definitivamente. Poco a poco el volumen de
los sonidos fue aumentando en proporciones que mis fuerzas no permitían
esperar; aprendí a darle a mi respiración mayor amplitud. "La
voz" me confió, sobre todo, el secreto de desarrollar las notas de pecho
en una voz de soprano. Por último, ella envolvió todo en el fuego de la
inspiración, despertó en mí una vida ardiente, devoradora, sublime. "La
voz" tenía la virtud, al hacerse oír, de elevarme hasta ella. Me ponía al
unísono de sus transportes sublimes. El alma de "la voz" habitaba en
mi boca y desataba en ella la armonía.
"¡Al cabo de pocas semanas no me reconocía cuando cantaba!...
Estaba asustada; tenía miedo de que hubiese oculto en aquello un sortilegio;
pero la señora Valerius me tranquilizó.
"Sabía que era demasiado honesta, me decía, para que pudiera hacer
presa en mí el demonio.
"Mis progresos eran un secreto, que, por orden de "la voz", sólo
conocíamos la señora Valerius y yo. Cosca curiosa, fuera del camarín,
cantaba con la voz de todos los días y nadie se daba cuenta de nada.
Hacía todo lo que me decía "la voz". Ella me decía: "Es preciso esperar...
Tenga fe... ¡Vamos a sorprender a París!". Y esperaba. Vivía en
una especie de sueño extático en el que obedecía a "la voz". En esas
circunstancias, Raúl, le advertí a usted una noche en la sala. Mi alegría
fue tal que no pensé en ocultarla al volver al camarín. Por desgracia "la
voz" ya estaba en él y notó en mi expresión que había algo de nuevo.
Me preguntó "qué tenía" y no vi inconveniente en contarle nuestra
dulce historia ni en disimularle el puesto que usted ocupaba en mi
corazón. Entonces "la voz" calló; la llamé, no me respondió; le supliqué,
pero fue en vano. ¡Tuve un miedo atroz de que se hubiera ido para
siempre! ¡Ojalá hubiera sido así!... Volví esa noche a casa desesperada.
Me eché al cuello de la señora Valerius diciéndole: "¡Sabes, "la voz" se
ha ido! ¡No volverá quizá jamás!" Ella se asustó tanto como yo y me
pidió explicaciones. Le contesté todo y entonces me dijo: "¡Claro! "¡La
voz" está celosa!" Esto, amigo, me hizo comprender que lo amaba!...”
Al llegar aquí Cristina se detuvo un instante. Inclinó la cabeza sobre
el pecho de Raúl y permanecieron un instante abrazados en silencio.
La emoción que las embargaba era tal que no vieron, o mejor
dicho, que no oyeron moverse próximos a ellos a la sombra de dos alas
negras que se aproximó rozando el suelo tan cerca, pero tan cerca de
ellos que hubiera podido ahogarlos al cerrarse...
–Al día siguiente –prosiguió Cristina exhalando un profundo suspiro
–volví a mi camarín muy pensativa. "La voz" estaba allí. Me habló
con gran tristeza; me dijo que si yo le entregaba mi corazón a alguien
en la tierra a ella no restaba más que volverse al ciclo. Y me dijo esto
con tal acento de dolor humano que desde ese momento debí desconwww.
fiar y comenzar a comprender que habla sido víctima de mis sentidos
singularmente alucinados. Pero mi fe en aquella aparición de "la voz" a
la que se mezclaba tan íntimamente el recuerdo de mi padre, estaba
intacta. Nada temía tanto como volverla a oír; por otra parte, habla
reflexionado respecto del sentimiento que me atraía hacia usted; me di
cuenta de todo el inútil peligro que encerraba; ignoraba hasta si usted
se acordaría de mí. Sea como fuese, su situación social me vedaba para
siempre la idea de una unión honesta; le juré a "la voz" que usted sólo
era para mi un hermano, que nunca sería otra cosa y que mi corazón
estaba libre de todo amor terrenal... y ésa es la razón, amigo mío, por la
cual volvía los ojos cuando lo encontraba en el escenario, en los corredores;
ésa era la razón por la que no le reconocía..., por la que no lo
veía... Mientras tanto, las horas de lección entre "la voz" y yo eran
horas de divino delirio. Jamás la belleza de los sonidos me habla poseído
hasta aquel punto, y un día "la voz" me dijo: "Ve ahora, Cristina
Daaé, a llevarles a los hombres un reflejo de la música del cielo".
"¿Por qué esa noche de gala la Carlota no vino al teatro?
¿Por qué fui designada para reemplazarla? No lo sé, pero canté...
canté con una inspiración rara, sentíme liviana como si me hubieran
puesto alas; creí durante un momento que mi alma exaltada había
abandonado mi cuerpo.”
–¡Oh, Cristina! –exclamó Raúl, cuyos ojos se humedecieron ante
aquel recuerdo –, aquella noche mi corazón vibró con cada acento de
su voz. Vi correr las lágrimas por sus mejillas pálidas y lloré con usted.
¿Cómo podía usted cantar llorando?
–Las fuerzas me abandonaron –dijo Cristina, cerré los ojos...
¡Cuando volvía abrirlos usted estaba a mi lado! ¡Pero "la voz" también
estaba allí, Raúl!... Tuve miedo por usted, y esa vez tampoco quise
reconocerlo y me eché a reír cuando usted me recordó que había recogido
mi chal en el mar...
"¡Ay! ¡No es posible engañar a "la voz"!.. Ella lo reconoció enseguida!..
¡Y "la voz" estaba celosa!... Los dos días siguientes me hizo
reproches atroces... Me decía: "Usted lo ama, si usted no lo amara, no
le huiría! Sería un viejo amigo a quien usted le estrecharía la mano
como a tantos otros... ¡Si usted no lo amara no temería encontrarlo en
su camarín, sola con él y conmigo!... ¡Si usted no lo amara no lo echaría
de su presencia!...".
–¡Basta! –le dije a mi vez irritada –; mañana debo ir a Perros a visitar
la tumba de mi padre. Voy a pedirle al señor Raúl de Chagny que
me acompañe. Entonces podrá usted juzgar hasta qué punto me es
indiferente.
–Perfectamente, pero tenga en cuenta que yo también iré a Perros
–dijo el Ángel de la Música –, porque yo siempre estoy junto a usted,
Cristina, y si usted es siempre digna de mi, si no me ha mentido usted,
a las doce en punto tocaré sobre la tumba de su padre "La resurrección
de Lázaro" en el violín del muerto...
"Así fue como le escribí, amigo mío, la carta que lo llevó a Perros.
¿Cómo pude ser engañada hasta ese punto? Cómo pude no sospechar
la impostura al conocer aquellas preocupaciones personales de "la
voz"?
"Es que yo había perdido el dominio de mí misma, era un objeto
entre sus manos... Y con los medios de que disponía tenia que engañar
fácilmente a una criatura crédula como yo.”
–Pero, en fin –exclamó Raúl, en aquel punto del relato en que
Cristina parecía deplorar llorando la inocencia demasiado ingenua de
un espíritu pueril... –pero, en fin, pronto supo usted la verdad... ¿Por
qué no escapó usted enseguida a esta abominable pesadilla?
–¡Saber la verdad... Raúl! ¡Salir de esta pesadilla! ¡Pero, si yo no
he caído en esta pesadilla sino desde el día en que supe la verdad!...
¡Cállese, cállese! No le he dicho una palabra... y ahora que vamos a
bajar del cielo a la tierra, ¡téngame lástima, Raúl!.. ¡compadézcame!..
Una noche... noche fatal... era la noche en que hablan de suceder tantas
desgracias..., la noche en que la Carlota lanzó un gallo y se puso a
cacarear como si toda la vida hubiese vivido en un gallinero... la noche
en que la sala quedó sumida de golpe en la oscuridad al caer la araña,
con un estrépito de trueno, a la platea... Esa noche hubo muertos y
heridos, y todo el teatro retumbaba con los más tristes clamores.
"Mi primer pensamiento, Raúl, en la batahola de la catástrofe, fue
al mismo tiempo para usted y para "la voz", porque en ese momento
formaban ustedes exactamente las dos mitades de mi corazón.
"Enseguida me tranquilicé respecto de usted porque lo vi en el
palco de su hermano sano y salvo. En cuanto a "la voz", me había
anunciado que asistirla a la representación y tuve miedo por ella; sí,
realmente miedo, como si ella hubiera sido una persona viva capaz de
morir. Yo me decía: "¡Dios mío!, ¡quizá la araña haya aplastado a "la
voz"! Estaba en ese momento en escena, y era tal mi emoción que me
disponía a correr a la sala a ver si encontraba "la voz" entre los muertos
y los heridos, cuando se me ocurrió que si no le habla pasado nada
malo estada ya en mi camarín, a donde se habría apresurado a ir para
tranquilizarme. De un salto fui al camarín. "La voz" no estaba allí. Me
encerré con llave y le supliqué llorando que si estaba todavía viva se
me manifestara. "La voz" no respondió, pero de pronto oí un largo, un
admirable gemido que me era muy conocido. Era el lamento de Lázaro
cuando ala voz de Jesús comenzó a abrir los párpados y a ver la luz del
día. Era el llanto del violín de mi padre. Reconocía el golpe de arco de
Daaé, el mismo, Raúl, el mismo que antaño, nos inmovilizara a orillas
del mar, el mismo que había hechizado la noche del cementerio. Y
luego, en el instrumento invisible y triunfante estalló el grito de alegría
de la vida, y "la voz", haciéndose oír por fin, se puso a cantar la frase
dominadora y soberana: «¡Ven, y cree en mí! ¡Los que crean en mí no
pueden morir! ¡Levántate y anda!". No podría decir la impresión de
fatalidad que me produjo aquella música que cantaba la vida eterna en
el mismo instante en que, al lado nuestro, unos infelices aplastados
quizá por la araña fatal, exhalaban el alma... Me pareció que me ordenaba
a mí también que me pusiera de pie, que caminara hacia ella. "La
Voz" se alejaba y yo la seguía. "Ven y cree en mí" Creía en ella y la
seguía... la seguía... y, cosa extraordinaria, mi camarín, ante mis pasos,
parecía alargarse, alargarse... Evidentemente, debía de haber en aquello
un efecto de espejos..., porque el espejo estaba delante de mí... Y, de
pronto, me encontré fuera de mi camarín sin saber cómo.”
Raúl interrumpió bruscamente a Cristina:
–¿Qué dice usted? ¿Sin saber cómo? ¡Vamos, Cristina! ¡Cristina!,
hay que tratar de no seguir soñando.
–No, amigo mío, no soñaba. Me encontré fuera de mi camarín sin
saber cómo. ¡Usted, que me vio desaparecer de mi camarín una noche,
quizá pueda explicármelo, pero yo no lo puedo!... Sólo puedo decir una
cosa y es que, encontrándome delante del espejo, de pronto no lo vi
más y que, al volverme a buscarlo, tras de mí no había ni espejo ni
camarín... Me encontré en un corredor oscuro, tuve miedo y grité.
"Todo era sombra en mi rededor; a lo lejos un fulgor rojizo iluminaba
un ángulo de pared, una esquina de encrucijada. Grité. Sólo mi
voz llenó las paredes, porque el canto y los violines hablan callado. Y
entonces, de pronto, una mano se posó sobre la mía, o más bien algo
huesoso y helado me tomó el brazo y no me dejó más. Grité. Un brazo
me tomó de la cintura y me sentí suspendida. Me debatí un instante
llena de horror; mis dedos se deslizaron sobre piedras húmedas, en las
que no pudieron hacer presa. Y luego permanecí inmóvil, rígida, convencida
de que me iba a morir de espanto. Me llevaba hacia la pequeña
luz roja; entramos en aquella luz y entonces vi que estaba entre las
manos de un hombre envuelto en una gran capa negra y que una máscara
le cubría toda la cara. Intenté un esfuerzo supremo, mi boca se
volvió a abrir para gritar mi espanto; pero una mano la cerró, una mano
que sentí sobre mis labios, sobre mi carne... ¡y que olía a muerto! Me
desmayé.
"Cuánto tiempo permanecí sin sentido, lo ignoro. Cuando volví a
abrir los ojos, siempre estábamos el hombre negro y yo en el seno de
las tinieblas. Entretanto, el pequeño fulgor rojo nos habla seguido. Era
una linterna sorda, colocada en el suelo y que iluminaba cl chorro de
una fuente. El agua que chapoteaba al salir del muro desaparecía casi
enseguida sobre el piso en que yo estaba extendida. Mi cabeza reposaba
sobre la rodilla del hombre de la capa y del antifaz negros, y mi
silencioso compañero me refrescaba las sienes con un cuidado, con una
atención, con una delicadeza que me parecieron más horrendas que la
brutalidad de su rapto de hacía un instante. Sus manos, por ligeras que
fuesen, olían a muerto. Las rechacé, pero sin fuerza. Pregunté con un
hilo de voz: "¿Quién es usted? ¿Dónde esta "la voz"?". Sólo un suspiro
me respondió. De pronto un aliento cálido me pasó por la cara y vagamente
distinguí en las tinieblas una forma blanca al lado de la forma
negra del hombre. Y enseguida un relincho alegre vino a herir mis
oídos estupefactos y murmuré: "César". La bestia resopló. Había reconocido,
amigo mío, al caballo blanco del "Prophète", al que tantas
veces diera terrones de azúcar. Una noche se había esparcido por el
teatro el rumor de que aquel animal había desaparecido y que lo habla
robado el Fantasma de la Opera. Yo, que creía en "la voz", no creía en
el Fantasma, y hete aquí que me preguntaba, sin embargo, si no era
prisionera del Fantasma. Llamé a "la voz" en mi auxilio, desde lo íntimo
del corazón, al sentir que era alzada sobre el caballo, porque jamás
hubiera creído que "la voz" y el Fantasma eran una misma cosa. ¿Ha
oído usted hablar del Fantasma de la Opera, Raúl?
–Sí –respondió el joven –. Pero, dígame, Cristina, ¿qué le pasó
una vez que estuvo sobre el caballo blanco del "Prophète"?
–No hice ningún movimiento, y me dejé llevar... Poco a poco una
extraña modorra sucedía al estado de angustia y de terror en que me
había puesto aquella infernal aventura. La forma negra me sostenía, y
yo ya no hacia nada por evitarla. Una calma singular iba esparciéndose
por mi ser, y pensé que debía estar bajo la influencia de algún poderoso
elixir. Tenía cl pleno dominio de mis sentidos. Mis ojos se iban acostumbrando
a las tinieblas, interrumpidas aquí y allá por débiles luces...
Me di cuenta de que estábamos en una estrecha galería circular, y pensé
que daría la vuelta de la Opera, que bajo tierra es inmensa. Una vez,
amigo mío, una sola vez había bajado a esos sótanos, que son prodigiosos,
pero me había detenido en el tercer piso, no atreviéndome a internarme
más abajo. Y, sin embargo, dos pisos más en los que habría
podido alojarse una ciudad, se abrían bajo mis pies. Pero las cosas que
habla visto me dieron miedo. Había allí demonios embadurnados de
negro delante de grandes hornallas, que agitaban palas y garfios, que
atizaban el fuego y amenazaban a los curiosos, abriendo de golpe ante
ellos las enormes fauces rojas de los hornos... Pues bien: mientras que
"César" trotaba tranquilamente, llevándome sobre el lomo en aquella
noche de pesadilla, vi de pronto lejos, muy lejos, y pequeñitos, muy
pequeñitos, como vistos con un anteojo invertido, a los demonios negros
delante de los braseros rojos de sus calderas... Aparecían... desaparecían...
reaparecían, de acuerdo con el ritmo extraño de nuestra
marcha... Por último, desaparecieron por completo. La forma de hombre
me sostenía siempre, y "César" caminaba sin necesidad de ser
guiado y con paso seguro... No podría decir ni aproximadamente
cuánto duró ese viaje en la sombra. Sólo tenia idea de que girábamos,
girábamos, girábamos...
"¿No sería mi cabeza la que daba vueltas?... ¡No lo creo, no! Estaba
perfectamente lúcida. Me decía: "¿Cuándo nos detendremos?
¿Cuándo llegaremos?". "César" levantó de pronto la cabeza, dilató el
hocico, resopló y aceleró un poco el paso. Sentí una impresión de aire
húmedo, y "César" se detuvo. La noche era menos densa: Una luz
azulada nos rodeaba. Miré dónde nos encontrábamos. Estábamos a
orillas de un lago, cuyas aguas de plomo se tendían en la sombra; pero
la luz azul iluminaba aquella orilla y vi una barquilla amarrada a un
anillo de hierro de aquel malecón.
"Sin duda, yo sabía que todo aquello existía, y la visión de aquel
lago y de aquella barquilla bajo tierra no tenla para mí nada de sobrenatural.
Pero tenga usted en cuenta las condiciones en que llegaba a la
orilla. Las almas de los muertos no debían sentir mayor inquietud al
elevarse a la Estigia. Caronte no era, sin duda, ni más lúgubre ni más
mudo que la forma de hombre que me transportó en la barquilla. ¿Había
agotado el elixir sus efectos? ¿La frescura de aquellos sitios habrá
bastado, acaso, para que volviera por completo en mí? Pero mi modorra
se desvaneció e hice algunos movimientos que denotaron que otra
vez volvía a dominarme el terror. Mi siniestro compañero debió notarlo,
porque con un ademán rápido me tomó en sus brazos y con un silbido
despidió a "César", que se internó en las tinieblas de la galería, y
cuyas herraduras oí retumbar en los peldaños sonoros de una escalera.
"El hombre me depositó en la barquilla, desamarró, se apoderó de
los remos y bogó con fuerza y rapidez. Sus ojos, bajo cl antifaz, no se
apartaban de mí; sentía el peso constante de aquellas pupilas inmóviles.
El agua a nuestro alrededor no hacía ningún ruido. Nos deslizábamos
entre aquel fulgor azulado de que ya hablé, y después nos hundimos
por completo en la sombra y abordamos. La barquilla chocó contra un
cuerpo duro. Y otra vez me cargó en sus brazos. Yo había recobrado la
fuerza de gritar. Clamé desesperadamente. Y luego de pronto, me callé
anonadada por la luz. Sí, una luz deslumbrante, entre la que había sido
depositada. Me puse de pie de un salto. Estaba en todo el dominio de
mis fuerzas. En cl centro del salón, que no parecía decorado, adornado,
amueblado más que con flores, la forma negra del hombre enmascarado
estaba de pie, con los brazos cruzados..., y me habló:
"–Tranquilícese, Cristina –me dijo –, no corre usted ningún peligro.
¡Era "la voz"!
"Mi furor superó mi estupefacción. Me precipité sobre la careta
para arrancársela y conocer la cara de "la voz". La forma de hombre
me dijo:
"–No corre usted ningún peligro, si no toca el antifaz.
"Y, tomándome suavemente de los brazos, me hizo sentar.
"Luego se hincó de rodillas delante de mí, y no dijo nada más.
"La humildad de aquella actitud me devolvió un poco de valor; la
luz, al iluminarlo todo a mí alrededor, me devolvió ala realidad de la
vida. Por extraordinaria que pareciera la aventura, tenla ahora un marco
de cosas mortales que yo podía ver y tocar. Tenía que habérmelas,
sin duda, con algún extravagante maniático que habla constituido domicilio
en los sótanos del teatro, así como otros, con la complicidad
muda de la administración, habían encontrado su refugio definitivo en
los desvanes de aquel monstruoso palacio.
"Miré al hombre hincado.
"Entonces, entonces... "la voz", "la voz", que había reconocido
bajo la careta, porque ella no fue disfrazada, estaba allí de rodillas
delante de mí... ¡y era un hombre!
"Ya no pensaba siquiera en la horrible situación en que me encontraba,
ya no me preguntaba ni que iba a ser de mi y cuál era el propósito
oscuro y fríamente tiránico que me había llevado a aquel salón
como se encierra a un preso en un calabozo o a una esclava en un hawww.
rén. No, no; yo sólo me decía: ¡"La voz" es eso, un hombre! Y me puse
a llorar.
El hombre, siempre de rodillas, comprendió, sin duda, el sentido
de mis lágrimas, porque me dijo:
–"¡Es verdad, Cristina! Yo no soy ángel, genio, ni fantasma ¡Yo
soy Erik!
"No, no; es imposible hacer nada contra Erik... ¡Sólo es posible
huirle!”
–¿Y cómo, pudiendo huirle, ha vuelto usted a su lado?
Porque era preciso... Y usted comprenderá esto cuando sepa cómo
salí de su casi.
–¡Oh, ya lo sé! –exclamó Raúl. Y usted, Cristina, dígame..., tengo
necesidad de que me diga eso para escuchar con más calma el final de
esta extraordinaria historia de amor..., y usted Cristina, ¿lo odia?
Aquí volvió a interrumpirse el relato de Cristina. A los dos jóvenes
les parecía que el eco había repetido tras de ellos "Erik"... ¿Qué
eco? Se volvieron y notaron que la noche había caldo. Raúl hizo un
movimiento como para levantarse; pero Cristina lo retuvo a su lado:
"¡No se mueva! Es preciso que usted lo sepa todo aquí".
–¿Por qué aquí, Cristina? Temo que le haga mal el fresco de la
noche.
–Lo único que debemos temer, amigo mío, son las trampas. Aquí
estamos lejísimos de ellas... y no tengo derecho para verle a usted fuera
del teatro... En este momento no debemos contrariarle... no despertemos
sus sospechas...
–¡Cristina! ¡Cristina! Tengo el presentimiento de que hacemos
mal en dejar para mañana por la noche lo que debiéramos hacer enseguida...
–Ya le he dicho que si no me oye cantar mañana le causaré un
dolor mortal.
–Sí, es difícil huirle para siempre y no darle un disgusto al señor
Erik.
–Tiene usted razón, Raúl, al decir eso, porque mi fuga le matará.
La joven agregó con voz sorda:
–Pero es un duelo a armas iguales, porque estamos expuestos a
que nos mate.
–¿La quiere a usted tanto?
–Hasta el crimen.
–Pero su paradero no es imposible de hallar... Vamos a buscarle.
Puesto que Erik no es un fantasma, es posible hablarle y hasta obligarle
a responder.
Cristina meneó la cabeza.
–¡No! –dijo Cristina sencillamente.
–¡Oh, para qué tantas palabras!... Usted lo ama, sin duda... Sus
miedos, sus terrores, todo eso es también amor y del más delicioso. El
amor que uno no se confiesa –explicó Raúl con amargura –. El amor
que cuando se piensa en él hace temblar... ¡Imagínese, un hombre que
habita un palacio bajo tierra!
Y rió sardónicamente.
–¿Se empeña usted en que vuelva allá? –interrumpió brutalmente
la joven. Tenga cuidado, Raúl, ya se lo he dicho, ¡de allí no volvería
jamás!
Hubo un silencio espantoso entre los tres... los dos que hablaban y
el que escuchaba en la sombra...
–Antes de responderle –dijo Raúl, por fin, con voz lenta –deseo
saber qué sentimiento le inspira, puesto que no lo odia usted.
–¡Me inspira horror! –dijo Cristina: y dijo esta frase con tal fuerza,
que cubrió los suspiros de la noche.
"Eso es lo más terrible –prosiguió con creciente vehemencia –. Le
tengo horror y no lo detesto. ¿Cómo odiarlo, Raúl? ¡Imagínese a Erik a
mis pies, en la sala del lago, bajo tierra! ¡Se acusa, se maldice, implora
mi perdón!
"Confiesa su impostura. ¡Me ama! Pone a mis pies un inmenso y
trágico amor... me ha encerrado con él bajo tierra, por amor... pero me
respeta... se arrastra a mis pies, solloza, ¡llora!... Y cuando me pongo
de pie, Raúl, cuando le digo que sólo puedo despreciarlo, si no me
devuelve en cl acto la libertad que me ha quitado, cosa increíble..., me
h ofrece..., sólo me resta partir. Está pronto a ensebarme el misterioso
camino; pero... solamente... solamente... tendré que recordar que si no
es fantasma, ni ángel, ni genio, es siempre "voz", ¡porque canta!...
"Y lo escucho... ¡y permanezco!...
"Aquella noche no cambiamos una palabra más... Habla tomado
un arpa y comenzó a cantarme, él, voz de hombre, voz de ángel, lo
romanza de Desdémona. El recuerdo de haberla cantado yo misma me
avergonzaba. Hay, Raúl, una virtud en la música que hace que nada
exista en cl mundo exterior fuera de sus sonidos que vienen a exaltarnos.
Olvidé mi extravagante aventura. Sólo revivía "la voz", y yo la
seguía embriagada en su viaje armonioso, como si formara parte del
auditorio de Orfeo. Me hizo estremecer de dolor, de desesperación, de
alegría, en el seno de la muerte y en triunfantes himeneos... Escuchaba...
"la voz" me hizo oír una música desconocida que me causó una
extraña impresión de suavidad, de languidez, de reposo... una música
que después de haber electrizado todo mi ser, lo apaciguó poco a poco
y lo condujo hasta el umbral del ensueño. Me adormecí.
"Cuando desperté estaba sola, recostada en un sofá, en un dormitorio
muy sencillo, en el que había un pequeño lecho de bronce, y
cuyas paredes estaban tapizadas de cretona, iluminando la pieza una
lámpara, colocada sobre el mármol de una vieja cómoda Luis Felipe.
¿Qué decoración nueva era aquélla?... Me pasé las manos por los ojos,
como para ahuyentar una pesadilla. ¡Ay, poco tardé en darme cuenta de
que no había soñado! Estaba presa y sólo pude descubrirle a mi corcel,
dos puertas, una de las cuales estaba herméticamente cerrada y la otra
daba sobre un cuarto de baño de los más confortables; agua fría y caliente
a discreción. Al volver a mi cuarto, noté sobre la cómoda una
esquela escrita con tinta roja que me puso al tanto de mi triste situación
y que, por si eso hubiese sido necesario, terminó por quitarme toda
duda sobre la realidad de los acontecimientos:
“Mi querida Cristina –decía el papel –, no tengo temor alguno
por su suerte. Usted no tiene en el mundo mejor ni más respetuoso
amigo que yo. Usted queda sola en esta residencia, que le pertenece.
Yo salgo a buscarle en las tiendas todo lo que pueda usted necesitar"
"¡Evidentemente –me dije –, he caído en manos de un loco! ¿Qué
va a ser de mí? ¿Y cuánto tiempo pensará este miserable mantenerme
encerrada en esta prisión subterránea?
"Recorrí como una insensata mi pequeño departamento buscando
siempre una salida que no encontraba. Me acusaba amargamente por
mi absurda superstición, y tuve un placer doloroso en burlarme de la
estúpida inocencia con que había oído, a través de las paredes, la voz
del Genio de la Música... Cuando se es tan tonta, me decía, hay que
esperar que a una le ocurran las más inauditas catástrofes. Tenía ganas
de darme de bofetadas y a la vez me inspiraba a mí misma lastima y
risa. Fue en este estado que Erik me volvió a ver.
"Después de dar tres golpecitos secos en la pared, torró tranquilamente
por una puerta que yo no había podido descubrir y que dejó
abierta. Estaba cargado de cajas de cartón y de paquetes, y los depositó
apresuradamente sobre mi cama, mientras que yo le cubría de ultrajes y
le ordenaba que se quitara el antifaz, si es que tenía la pretensión de
exultar debajo de aquel la cara de un hombre honrado.
"Me respondió con gran serenidad:
"–Jamás verá usted la cara de Erik.
"Me reprochó que todavía no me hubiera vestido a aquella hora
del día –se dignó informarme que eran las dos de la tarde –. Me iba a
conceder media hora para que procediera a mi toilette, y al decir esto
dio cuerda a mi reloj y lo puso en la hora. Hecho esto me invitó a que
pasara al comedor, donde me anunció que me esperaba un excelente
almuerzo. Yo tenía mucho apetito; le di con la puerta en las narices y
pasé al gabinete de toilette, Me di un baño, después de colocar cerca de
mí unas grandes tijeras, con las que estaba resuelta a matarme si Erik,
después de haberse conducido como un loco, cesaba de conducirse
como un caballero. La frescura del agua me hizo mucho bien, y cuando
reaparecí delante de Erik había adoptado la discreta resolución de no
ofenderle ni rozarle en nada, y de halagarle, si era preciso, para obtener
mi pronta liberación. Fue él cl primero en hablarme de sus proyectos
respecto de mí, y me los comunicó para tranquilizarme, según me dijo.
Le complacía demasiado mi presencia para privarse de ella enseguida.
Ahora debía yo haber perdido todo miedo de estar a su lado. Me amaba,
pero no me lo diría sino en la medida que yo se lo permitiera, y el
resto del tiempo se lo pasarla haciendo música.
"–¿Qué entiende usted por ese resto de tiempo? –le pregunté.
"Me respondió con firmeza:
–Cinco días.
–¿Y después quedaré libre?
–Quedará usted libre, Cristina, porque en esos cinco días usted
aprenderá a no tenerme miedo, y entonces de cuando en cuando volverá
usted a visitar al pobre Erik.
"El acento con que pronunció estas últimas palabras me impresionó
profundamente. Me pareció descubrir en él tan real, tan sincera
desesperación, que alcé sobre la máscara una mirada enternecida. No
podía ver los ojos tras de la careta, y esto aumentaba aun más el malestar
extraño que causaba el interrogar a aquel misterioso pedazo de
seda negra; pero bajo el antifaz, en la extremidad de la barba, aparecieron
una, dos, tres, cuatro lágrimas.
"Silenciosamente, me indicó un sitio frente a él, en una mesita
que ocupaba el centro de la pieza en que la víspera él tocara cl arpa, y
me senté, muy impresionada. Comí, sin embargo, con buen apetito
unos langostinos y un ala de pollo, acompañándolos con una copita de
Tokay, que él mismo había traído, me dijo, de las bodegas de
Koenigsberg, frecuentadas antaño por Falstaff. En cuanto a él, no comía
ni bebía. Le pregunté de que nacionalidad era, y si su nombre de
Erik no denotaba su origen escandinavo. Me respondió que no tenía ni
nombre ni patria, y que habla tomado el nombre de Erik para acercarse
a mí, que era sueca. Le pregunté por qué, si me amaba como decía, no
había buscado otro medio de hacérmelo saber que arrebatarme con él
para encerrarme bajo tierra.
"–¡Es muy difícil –le dije –hacerse amar en una tumba!
“–Cada cual tiene –me respondió con un acento extraño –las citas
que puede.
"Luego se puso de pie y me tendió la mano, porque quería, me
dijo, hacerme los honores de su residencia, pero yo retiré vivamente mi
mano de la suya, lanzando un grito. Es que había sentido una impresión
a la vez húmeda y ósea, y recordé que sus manos tenían olor a
muerto.
"–¡Oh!, disculpe –dijo con un suspiro.
"Se abrió la puerta delante de mí.
“–Este es mi cuarto –me dijo. Vale la pena de ser visitado... si es
que usted quiere verlo.
"No vacilé. Sus maneras, sus palabras, toda su actitud, me decían
que tuviera confianza... y comprendía que, en efecto, no debía tener
miedo.
"Entré. Me pareció que penetraba en una cámara mortuoria. Las
paredes estaban todas cubiertas de negro, pero en vez de las lágrimas
de plata que completan de ordinario ese fúnebre ornato, se vetan sobre
un inmenso pentagrama las notas repetidas del "Dies irae". En el medio
de la habitación había un trono, del que caían cortinados de damasco
rojo, y debajo de aquél había un féretro abierto.
"Al ver aquello retrocedí.
"–Es ahí dentro que duermo –me dijo Eric –. Hay que acostumbrarse
a todo en la vida, hasta a la eternidad.
"Volví la cabeza, tan siniestra impresión me había causado aquel
espectáculo. Mis ojos encontraron entonces el teclado de un órgano
que ocupaba toda una pared. En el atril había un cuaderno garabateado
con notas rojas. Pedí permiso para verlo, y en la primera página leí:
"Don Juan triunfante".
"–Sí –me dijo –, a veces compongo. Hace veinte años que comencé
este trabajo. Cuando lo termine, lo llevaré conmigo en este
féretro y no volveré a despertarme jamás.
"–Hay que trabajar en él entonces lo menos posible –dije.
–“A veces trabajo en él quince días y quince noches seguidas, durante
los cuales sólo vivo de música, y luego descanso años.
"–¿Quiere usted tocarme algo de su "Don Juan triunfante"? –le
pregunté creyendo que lo complacería, aunque apenas si podía vencer
la repugnancia de permanecer en aquel cuarto funerario.
"–¡No me pida usted nunca eso! –me respondió con voz sombría.
Este "Don Juan" no ha sido escrito sobre la letra de un Lorenzo
D’Aponte inspirado por el vino, los amorfos y el vicio finalmente castigado
por cl vicio. Le tocaré Mozart, que hará correr sus bellas lágrimas
y le inspirará honestas reflexiones. Pero mi "Don Juan" arde,
Cristina, y, sin embargo, no es fulminado por el fuego celeste.
"Después de esto, volvimos al salón del cual acabábamos de salir.
Noté que en aquel departamento no había espejos en ninguna parte. Iba
a hacer esta observación, pero Erik acababa de sentarse al piano. Me
decía:
“–Hay una música, Cristina, tan terrible que consume a todos los
que la conocen. Usted no ha oído todavía esa música, felizmente, porque
le quitarla sus frescos colores y nadie la reconocería al volver a la
vida de París. Cantemos ópera, Cristina Daaé.
"Y me dijo esta última frase como si me dirigiera una injuria.
"Pero no tuve tiempo de meditar sobre el tono que había impreso
a estas últimas palabras. Comenzamos el dúo de "Otelo" y ya la catástrofe
estaba sobre nuestras cabezas. Aquella vez me había dejado el
papel de Desdémona, que canté con una desesperación, con un espanto
que nunca había alcanzado hasta entonces. La vecindad de semejante
compañero, lejos de anonadarme, me inspiraba un terror magnifico.
Los acontecimientos de que era víctima me acercaban singularmente al
pensamiento del poeta y encontré acentos que hubieran deslumbrado al
músico. En cuanto a él, su voz era poderosa y su alma vengativa apoyaba
todas las notas, aumentando terriblemente su poder. El amor, los
celos, el odio, estallaban en gritos desgarradores. El antifaz negro de
Erik me hacia pensar en la máscara natural del moro de Venecia. Era el
mismo Otello. Creí que me iba a herir, que iba a caer bajo sus golpes...
y, sin embargo, no hacía ningún movimiento para huirle, para evitar su
furor, como la tímida Desdémona. Por el contrario, me acercaba a él,
atraída, fascinada, encontrándole encantos a la muerte en el centro de
semejante pasión, pero antes de morir quería conocer, para llevar su
imagen sublime en mi mirada, sus facciones desconocidas que debía
transfigurar el fuego del arte eterno. Quise ver la cara de "la voz" e
instintivamente, con un ademán involuntario, porque ya no me dominaba,
mis dedos arrancaron la máscara...
"–¡Oh! ¡Horror!..., ¡horror!... ¡horror!..."
Cristina se detuvo ante aquella visión que parecía que era apartada
de sus manos trémulas, mientras que los ecos de la noche así como
habían repetido el nombre de Erik, repetían tres veces el clamor: "¡Horror!,
¡horror! ¡horror!". Raúl y Cristina, más estrechamente unidos aún
por el terror del relato, alzaron los ojos hacia las estrellas que brillaban
en un cielo apacible y puro.
Raúl dijo:
–Es extraño, Cristina, cómo esta noche tan suave y tan tranquila
esté llena de sollozos. Difiérase que se lamenta junto con nosotros.
Cristina le respondió:
–Ahora que va usted a conocer el secreto, sus oídos, como los
míos, van a estar llenos de lamentos. –Luego, tomando entre las suyas
las manos protectoras de Raúl y sacudida por un largo estremecimiento,
prosiguió:
–¡Oh, sí!, aunque viva cien años, oirá, siempre el clamor sobrehumano
que exhaló el grito de su dolor y de su rabia infernales, mientras
que la cara aparecía ante mis ojos, inmensos de horror, como mi
boca, que no podía cerrarse y que ya, sin embargo, no gritaba. ¡Oh,
Raúl! ¡Cómo no ver más aquellas cosas, si mis oídos están para siempre
llenos de sus gritos, y mis ojos están siempre llenos de su imagen!...
¡Qué imagen! ¡Cómo no verla siempre y cómo hacérsela ver!...
Raúl, usted ha visto las cabezas de los muertos cuando han sido disecadas
por los siglos, y quizá, si no fue usted víctima de una atroz pesadilla,
usted vio su cabeza de muerto en la noche aquella del
cementerio. También vio usted pasearse en cl último baile de máscaras
a la "Muerte roja". Pero todas esas cabezas de muerto estaban inmóviles
y su horrenda mudez no vivía. Pero imagínese, si puede, la máscara
de la muerte poniéndose a vivir de golpe, para expresar con los cuatro
agujeros de sus ojos, de su boca y de su nariz, la cara en su más alto
grado, el furor soberano de un demonio y la falta de mirada en los
agujeros de los ojos, porque como lo vi más tarde, no se ven nunca sus
ojos, sino en la sombra profunda... Pegada contra la pared, con la boca
dilatada por el terror y el pelo erizado, yo debía parecer la imagen
misma del espanto, así como él era la efigie de lo horrendo.
"Acercó a mi oído el rechinar de sus dientes sin labios y mientras
yo caía de rodillas, exhaló lleno de odio, coses insensatas, frases sin
sentido, maldiciones, delirios...
"Inclinado sobre mí, me gritaba:
“–¿Has querido mirar? ¡Pues mira! ¡Hártate los ojos, embriaga tu
alma con mi fealdad maldita! ¡Mira la cara de Erik! ¡Ahora ya conoces
la cara de "la voz"! ¿No te bastaba con oírme? Has querido saber cómo
era... ¡Son tan curiosas las mujeres!...
"No cesaba de reír, repitiendo: "¡Son tan curiosas las mujeres!..."
con una risa amenazadora, ronca, formidable... Decía también cosas
como éstas:
“–¿Estas satisfecha? ¿Qué bello soy, eh? Cuando una mujer me
ha visto como me has visto tú, es mía, me ama para siempre. ¡Yo soy
un personaje de la estirpe de Don Juan!...
E irguiéndose por completo, con la mano puesta en la cadera, haciendo
oscilar sobre los hombros aquella cosa horrible que era su cabeza,
me gritaba:
“–¡Mírame! ¡Yo soy "Don Juan triunfante"!
"Y como yo volviera la cabeza pidiendo gracia, me hizo volver
violentamente la cara hacia él, encajando entre mis cabellos sus dedos
de esqueleto.
–¡Basta, basta! –interrumpió Raúl. Lo mataré, lo mataré. En
nombre del Cielo, Cristina, dígame dónde queda ese "corredor del
lago". ¡Es preciso que lo mate!
–Pues entonces, calle, Raúl, si quiere usted saber.
–¡Oh, sí, quiero saber cómo y por qué volvió usted allí! Ahí está
el secreto. ¡Cristina, tenga cuidado, no haya otro! Pero, sea como fuere,
¡lo mataré!
–¡Oh!, mi Raúl, escúcheme puesto que lo quiere saber, escúcheme.
Me arrastraba del cabello, me colocaba frente a la cosa que había
entre sus hombros. Y entonces... y entonces... ¡Oh, esto es más horrible
todavía!
–Y bien, entonces, ¿qué?... –exclamó Raúl con furia –. ¡Hable
usted, por fin!
–Entonces me silbó: "Cómo, ¿me tienes miedo? ¿Es posible esto?
¿Te imaginas quizá que llevo otra careta y que esto... esto... mi cara es
una máscara? Pues bien, se puso a bramar, arráncala como la otra.
¡Vamos, anda, anda! ¡Te lo exijo! Tus manos... tus manos..., dame tus
manos. Si no te bastan las tuyas, te prestaré las mías, y los dos nos
esforzaremos por arrancar la careta". Me eché, implorante, a sus pies;
pero me tomó las manos, Raúl, y las hundió en el horror de su cera...
¡Con las uñas se desolló las carnes, sus horribles carnes muertas!
“–¡Aprende!, ¡aprende! –me clamaba del fondo de su garganta,
que resoplaba como una fragua –. ¡Aprende que estoy hecho enteramente,
que estoy hecho con algo muerto... de la cabeza a los pies... y
que es un cadáver quien te ama, quien te adora y que no se apartará de
ti jamás!.. ¡Voy a hacer agrandar el féretro, Cristina, para más adelante,
para cuando estemos al término de nuestros amores!... ¡Mira!: ¡ya no
río! ¡Lloro sobre ti, Cristina, que me has quitado la máscara y a causa
de eso no me podrás dejar jamás!... Mientras podías creerme bello,
Cristina, era posible que volvieras... Pero ahora que conoces mi fealdad
horrenda huirías para siempre... Te guardo conmigo... ¿Por qué quisiste
verme?... Sí mi mismo padre no me ha visto nunca y mi madre para no
verme más me regaló, llorando, mi primera máscara.
"Me había dejado libre, al fin, y se arrastraba por cl suelo, sacudido
como por un hipo. Y luego, como un reptil, se arrastró fuera de la
pieza, penetró en su cuarto, cuya puerta se cerró y yo quedé sola, entregada
a mi horror y mis reflexiones, pero libre de la visión de la horrenda
cosa. Un prodigioso silencio, el silencio de la tumba, habla
sucedido a aquella tempestad y pude reflexionar en las consecuencias
terribles del gesto por cl que bahía arrancado la máscara. Las últimas
palabras del monstruo no podían ser más claras. Yo misma me había
emparedado para siempre y mi fatal curiosidad iba a ser causa de todas
mis desgracias. Me lo había repetido con insistencia... No correría
peligro alguno, mientras no tocara cl antifaz, y, sin embargo, se lo
arranqué... Maldije mi imprudencia, pero tuve que reconocer, en medio
de mi espanto, que el razonamiento del monstruo era lógico. Sí, habría
vuelto si no hubiera visto su cara... Ya me había conmovido, interesado,
apiadado lo bastante con sus lágrimas para que fuera insensible a
sus ruegos. En fin, yo no era una ingrata, y su impostura no podía hacerme
olvidar que era "la voz" y que me habla exaltado con su genio.
¡Hubiera vuelto! Y ahora, si salía de aquellas catacumbas, no volvería
a ellas. ¡No hay quien vuelva a una tumba a encerrarse con un cadáver
que la ama!
"En el modo furibundo de mirarme, o, más bien, de acercar a mí
los dos agujeros negros de su mirada recóndita, durante la espantosa
escena, pude medir todo el salvajismo de su pasión. Para que no me
hubiera tomado en sus brazos cuando yo no podía oponerle ninguna
resistencia, era necesario que aquel monstruo fuera a la vez un ángel, y
quizás era un poco cl Ángel de la Música, y puede que lo hubiese sido
por completo si Dios le hubiese vestido de belleza en vez de vestirle de
podredumbre. Sea como fuere, todo aquello, resaltaba para mí la certidumbre
de que Erik me amaba lo bastante furiosamente, lo bastante
vengativamente como para que me conservara para siempre cautiva. Y
ya, extraviado el pensamiento por la suerte que me esperaba, presa del
horror de ver reabrirse la puerta del cuarto funerario y de volver a ver
la cara del monstruo sin máscara, me deslicé a mi propio cuarto y me
apoderé de las tijeras que podían poner fin a mi espantoso destino...
cuando las voces del órgano se hicieron oír, atravesando las gruesas
paredes de mi cárcel.
"Fue entonces, amigo mío, que comencé a comprender las palabras
de Erik sobre lo que él llamaba, con un desprecio que me dejó
estupefacta, música de ópera. Lo que oía, no tenía nada que ver con lo
que había oído hasta aquel momento. Su "Don Juan triunfante" porque
para mi no cabía duda de que para olvidar el horror del minuto presente,
se había precipitado sobre su obra maestra su "Don Juan triunfante
no me pareció en un principio más que un largo, atroz y magnífico
sollozo, en el que el pobre Erik había encerrado toda su miseria maldita.
"Volvía a ver el cuaderno de notas rojas y me imaginaba fácilmente
que aquella música habla sido escrita con sangre. Me paseaba
por todos los detalles del martirio; me hacía penetrar en todos los rincones
del abismo habitado por el "hombre atroz"; me mostraba a Erik
golpeando su pobre, horrible cabeza contra las paredes fúnebres de
aquel infierno, huyendo, para no espantarlas, de la mirada de las sombras.
Asistía aniquilada, jadeante y vencida, al despertar de aquellos
acordes gigantescos en que era divinizado el Dolor, y luego los sonidos
brotaban del abismo y se agrupaban de golpe en un vuelo prodigioso y
amenazador; su tropel ascendió hacia cl cielo, describiendo giros, como
el águila asciende hacia el sol, y aquella sinfonía triunfal pareció
abarcar el mundo, y comprendí que la obra estaba realizada, que la
Fealdad, suspendida en las alas del Amor, se había atrevido a mirar
frente a frente ala Belleza. Yo estaba como ebria; la puerta de Erik
cedió bajo mis esfuerzos. Se puso de pie al oírme, pero no se atrevió a
volverse hacia mí.
"–Erik –exclamé –, muéstreme su cara sin temor. ¡Le juro que es
usted el más doloroso y sublime de los hombres, y si Cristina Daaé se
estremece otra vez al contemplarle, es que pensará en el esplendor de
su genio!”
"Entonces Erik se volvió, porque me creyó, y yo también ¡ay! tenía
fe en mí.. Alzó hacia el Destino sus manos descarnadas y cayó de
rodillas a mis pies balbuceando frases de amor en su boca de muerto...
y la música había callado... Besaba la orla de mi vestido y no vio que
yo había cerrado los ojos.”
–¿Qué más le contaré, amigo mío? Usted conoce ahora el drama...
Durante quince días se renovó... quince días durante los cuales le mentí.
Mi mentira fue tan horrible como el monstruo que me la inspiraba, y
pude recuperar mi libertad. Quemé su antifaz. Y tanto hice que, aun
cuando no cantaba, se atrevía a mendigar una de mis miradas, como un
perro tímido que da vueltas alrededor de su amo. Andaba también a mi
rededor como un esclavo fiel, y me rodeaba de mil cuidados. Poco a
poco llegué a inspirarle confianza, y se atrevió a hacerme pasear por la
orilla del lago Averno y llevarme en la barquilla por sus aguas de plomo;
durante las últimas noches de mi cautiverio, me hacia franquear
las rejas que cierran los subterráneos de la calle Scribe. Allí esperaba
un carruaje que nos llevaba en una carrera desenfrenada a las soledades
del bosque. Yo no pensaba en escaparle por medio de la fuerza. Ante
todo, Raúl, yo sabia que mientras no huyera de París, de Francia, de
Europa, del mundo, siempre volvería a apoderarse de mi; pero ya comprendía
que le tenia en mi poder y que la hora de mi libertad estaba
próxima. La noche del bosque en que nos encontramos estuvo a punto
de serme fatal, porque tiene unos celos tan furiosos de usted que no
pude calmarlo, sino afirmándole su próxima partida... Por último, después
de quince días de aquel abominable cautiverio en que cedí, sucesivamente,
de entusiasmo y de piedad, de desesperación y de horror,
me creyó cuando le dije: ¡volveré!
–¿Y usted ha vuelto, Cristina? –gimió Raúl con voz sombría.
–Es verdad, Raúl, y debo decir que no fueron las espantosas amenazas
con que acompañó mi devolución a la libertad las que me hicieron
mantener mi palabra; sino el sollozo desgarrador que exhaló en el
umbral de su tumba. Si, aquel sollozo –repitió Cristina, meneando
dolorosamente la cabeza–, me ató más a aquel desdichado de lo que yo
misma pude suponer en el momento de los adioses. ¡Pobre Erik! ¡Pobre
Erik!
–Cristina –dijo Raúl poniéndose de pie –, dice usted que me ama
y apenas habían transcurrido unas horas después que usted recuperara
su libertad y ya volvía usted junto a Erik... ¡Recuerde el baile de máscaras!
–Las cosas estaban dispuestas de ese modo... Recuerde usted
también que esas horas las pasé junto con usted, Raúl, con grave peligro
para ambos...
–Durante esas horas yo dudé que usted me amara.
–¿Lo duda usted aún, Raúl? Sépase entonces que ceda una de mis
visitas a Erik ha aumentado el horror que me inspira, porque cada una
de esas entrevistas, en vez de calmarle, como yo esperaba, lo ha vuelto
loco de amor... y tengo miedo... miedo... ¡mucho miedo!...
–¿Usted tiene miedo... y dice que me ama? Si Erik fuera bello,
¿me amaría usted, Cristina?
–¡Desgraciado! ¿Para qué tentar al Destino? ¿Para qué preguntarme
cosas que oculto como un pecado en el fondo de la conciencia?
Se puso a su vez de pie, rodeó la cabeza del joven can sus bellos
bracos trémulos y le dijo:
–¡Oh! mi novio de un día, si yo no te amara no te daría mis labios.
Por primera y última vez, aquí los tienes.
El posó encima los suyos, pero la sombra que los rodeaba pareció
desgarrarse con tal violencia como si se acercara la tempestad, y al huir
sus ojos, en que vivía el espanto de Erik, les mostró antes de que desapareciera
en el bosque de la techumbre, un inmenso pájaro nocturno
que los miraba con sus ojos de brasa y que parecía aferrado alas cuerdas
de la lira de Apolo.
_
LA LIRA DE APOLO
Así llegaron a la techumbre. Cristina se deslizó por las pizarras,
ligera y segura como una golondrina. Su mirada entre las tres cúpulas y
cl frontil triangular recorrió el espacio desierto. Cristina respiró con
fuerza, encima de París, cuyo valle, en plena labor, dominaba por completo.
Miró a Raúl con confianza. Lo atrajo contra ella, y así, muy
unidos, caminaron allá arriba, por las calles de zinc, por las avenidas de
hierro colado; contemplaron su sombra gemela en los vastos estanques
llenos de agua inmóvil, donde, durante el verano, los chiquillos de la
escuela de baile se zambullen y aprender a nadar. La sombra, tras de
ellos, siempre fiel a sus pasos, había surgido arrastrándose por los
techos, alargándose con movimientos de alas negras, en las encrucijadas
de las callejuelas de hierro, girando alrededor de los estanques,
contorneando silenciosa las cúpulas; y los desgraciados jóvenes no
sospechaban nada cuando se sentaron, por fin, tranquilos bajo la alta
protección de Apolo, que alzaba con su gesto de bronce su prodigiosa
lira, en el corazón de un cielo en llamas.
Una tarde luminosa de primavera los rodeaba. Unas nubes, que
acababan de recibir del poniente sus ligeros tules de oro y de púrpura,
pasaban lentamente dejándolos flotar sobre sus cabezas; y Cristina, que
los contemplaba, le dijo a Raúl: "Pronto iremos más ligero y más lejos
que esas nubes al fin del mundo, y luego usted me abandonará, Raúl".
Pero si cuando llegue el momento de llevarme yo no consintiera en
seguirlo, ¡arrebáteme usted, Raúl!". ¡Con qué fuerza, que parecía dirigida
contra ella misma, le dijo aquellas palabras, a la vez que se oprimía
nerviosamente contra él!
Raúl se sorprendió al oírla –¿Teme usted cambiar de opinión,
Cristina?
–¡No lo sé! –dijo sacudiendo con expresión extraña la cabeza. ¡Es
un demonio!
Cristina se estremeció y se guareció en los brazos de Raúl, emitiendo
un pequeño grito –¡Ahora tengo miedo de volver a habitar con
él en la tierra!
–¿Y quién la obliga a hacerlo, Cristina?
–¡Si no volviera cerca de él podrían suceder grandes desgracias!...
¡Pero ya no puedo miss!... Sé muy bien que hay que tener lástima de
las personas que viven "bajo la tierra"... ¡Pero eso es demasiado terrible!
"Y, sin embargo, el momento se aproxima; ya no me queda más
que un día, y si no voy será él quien vendrá a buscarme con su voz. Me
arrastrará consigo, a sus dominios, bajo la tierra, y se pondrá de rodillas
delante de mí con su cabeza de muerto. ¡Y me dirá que me ama!
¡Y llorará! ¡Ah, esas lágrimas, Raúl, esas lágrimas en las cuencas negras
de la calavera! No puedo ver correr más esas lágrimas.”
Cristina retorcía desesperadamente las manos, mientras que Raúl,
presa a su vez de aquella desesperación contagiosa, la oprimía contra
su corazón diciéndole:
–¡No, no! ¡Ya no lo oirá usted más decirle que la ama! ¡Ya no verá
usted más correr sus lágrimas! ¡Huyamos!... Huyamos enseguida,
Cristina.
Y ya la quería llevar consigo.
–No, no –dijo meneando dolorosamente la cabeza –, ¡ahora, no!,
sería demasiado cruel... Déjelo que me oiga cantar mañana, por última
vez... y después nos iremos. A medianoche usted vendrá a buscarme a
mi camarín; a medianoche exactamente. En ese momento él me estará
esperando en el comedor del lago...; estaremos libres y usted me llevará...
Aunque me niegue, júremelo, Raúl, porque esta vez comprendo
que si llego a ir allí no volveré jamás...
Y agregó:
–¡Usted no puede comprender!...
Y exhaló un suspiro al que le pareció que otro suspiro había respondido
detrás de ella. Se volvió a mirar.
–¿Oyó usted?
Cristina temblaba a más no poder
–No –afirmó Raúl, no he oído nada.
–Es espantoso –confesó Cristina –, vivir así temblando constantemente.
Y, sin embargo, aquí no corremos ningún peligro; estamos en
nuestra casa, en mi ambiente, en el cielo, en pleno aire, en pleno día.
¡El sol deslumbra y a loa pájaros nocturnos no les agrada el sol! ¡No le
he visto nunca a la luz del día!... ¡Debe ser horrible! –balbuceó, volviendo
hacia Raúl sus ojos extraviados –. ¡Oh, la primera vez que lo vi
creí que iba a morirme!
–¿Por qué? –preguntó Raúl, realmente espantado por cl tono de
aquella formidable confidencia, ¿por qué creyó usted que iba a morir?
–¡Porque yo lo había visto!
Esta vez Cristina y Raúl se volvieron al mismo tiempo.
–Hay alguien aquí que se queja –dijo Raúl, quizá sea un herido...
¿Oyó usted?
–Yo no sabría decirlo –confesó Cristina –: cuando él no está presente
tengo los oídos llenos de sus suspiros. Sin embargo, si usted ha
oído...
Se pusieron de pie, pasearon alrededor, algunos pasos. Estaban
bien solos sobre el inmenso techo de plomo. Raúl preguntó:
–¿Cómo fue que lo vio usted la primera vez?
–Hace tres meses que lo oía sin verlo. La primera vez que lo oí,
creí como usted, que esa voz adorable que se había puesto de pronto a
cantar a mi lado, cantaba en el camarín contiguo. Salí del mío y lo
busque por todas partes, pero fue en vano, porque "la voz" sólo se oía
dentro de mi camarín, que, como usted sabe, está aislado. Y no solamente
cantaba, sino que me hablaba, respondía a mis preguntas como
una verdadera voz de hombre, con la diferencia de que era bella como
la voz de un ángel. ¿Cómo explicar tan increíble fenómeno? Yo no
había dejado de pensar nunca en el Ángel de la Música que mi pobre
padre me habla prometido enviarme así que muriese. Me atrevo a hablar
de semejante niñería, Raúl, porque usted conoció a papá, que lo
quería a usted, porque cuando niño usted creía como yo en el Ángel de
la Música y estoy segura que no sonreirá ni se burlará de esto. Yo
conservaba, amigo mío, el alma tierna y crédula de la pequeña Lota y
no era la compañía de la señora Valerius la que me hubiera modificado.
Yo tomé mi pequeña almita blanca entre mis manos ingenuas y se
la ofrecí a "la voz de hombre", creyendo ofrecérsela al Ángel. La culpa
la tuvo, en parte, mi madre adoptiva, a la que no oculté nada del inexplicable
fenómeno. Ella fue la primera en decirme: "Debe ser cl Ángel,
en todo caso, bien puedes preguntárselo." Eso fue lo que hice y la "voz
de hombre" me respondió que, en efecto, era la voz del Ángel que yo
esperaba y que mi padre moribundo me había prometido enviarme. A
partir de ese momento una gran intimidad se estableció cofre "la voz" y
yo, y tuve en ella una confianza absoluta. Me dijo que habla descendido
ala tierra para hacerme conocer las alegrías supremas del arte eterno
y me pidió permiso para darme lecciones de canto todos los días. Consentí
en ello con ardor ferviente y no falte a ninguna de las citas que
me daba en mi camarín, a primera hora, cuando este rincón de la Opera
está desierto. Fueron lecciones celestiales. Parecía, amigo mío, que "la
voz" sabía exactamente cl punto de mis estudios en que me habla dejado
mi padre y qué sencillo método había empleado. De tal manera que
acordarme, o mejor dicho, recordando mi garganta todas las lecciones
pasadas y beneficiándose a la vez de las presentes, hizo progresos
prodigiosos y tales que, en otras condiciones, hubieran exigido años.
Tenga en cuenta, amigo mío, que soy algo débil, y que mi voz, en un
principio, tenla poco carácter; las notas bajas estaban poco desarrolladas,
las agudas eran algo duras y las centrales un poco veladas. Mi
padre había combatido y vencido durante un momento esos defectos,
pero "la voz" los venció definitivamente. Poco a poco el volumen de
los sonidos fue aumentando en proporciones que mis fuerzas no permitían
esperar; aprendí a darle a mi respiración mayor amplitud. "La
voz" me confió, sobre todo, el secreto de desarrollar las notas de pecho
en una voz de soprano. Por último, ella envolvió todo en el fuego de la
inspiración, despertó en mí una vida ardiente, devoradora, sublime. "La
voz" tenía la virtud, al hacerse oír, de elevarme hasta ella. Me ponía al
unísono de sus transportes sublimes. El alma de "la voz" habitaba en
mi boca y desataba en ella la armonía.
"¡Al cabo de pocas semanas no me reconocía cuando cantaba!...
Estaba asustada; tenía miedo de que hubiese oculto en aquello un sortilegio;
pero la señora Valerius me tranquilizó.
"Sabía que era demasiado honesta, me decía, para que pudiera hacer
presa en mí el demonio.
"Mis progresos eran un secreto, que, por orden de "la voz", sólo
conocíamos la señora Valerius y yo. Cosca curiosa, fuera del camarín,
cantaba con la voz de todos los días y nadie se daba cuenta de nada.
Hacía todo lo que me decía "la voz". Ella me decía: "Es preciso esperar...
Tenga fe... ¡Vamos a sorprender a París!". Y esperaba. Vivía en
una especie de sueño extático en el que obedecía a "la voz". En esas
circunstancias, Raúl, le advertí a usted una noche en la sala. Mi alegría
fue tal que no pensé en ocultarla al volver al camarín. Por desgracia "la
voz" ya estaba en él y notó en mi expresión que había algo de nuevo.
Me preguntó "qué tenía" y no vi inconveniente en contarle nuestra
dulce historia ni en disimularle el puesto que usted ocupaba en mi
corazón. Entonces "la voz" calló; la llamé, no me respondió; le supliqué,
pero fue en vano. ¡Tuve un miedo atroz de que se hubiera ido para
siempre! ¡Ojalá hubiera sido así!... Volví esa noche a casa desesperada.
Me eché al cuello de la señora Valerius diciéndole: "¡Sabes, "la voz" se
ha ido! ¡No volverá quizá jamás!" Ella se asustó tanto como yo y me
pidió explicaciones. Le contesté todo y entonces me dijo: "¡Claro! "¡La
voz" está celosa!" Esto, amigo, me hizo comprender que lo amaba!...”
Al llegar aquí Cristina se detuvo un instante. Inclinó la cabeza sobre
el pecho de Raúl y permanecieron un instante abrazados en silencio.
La emoción que las embargaba era tal que no vieron, o mejor
dicho, que no oyeron moverse próximos a ellos a la sombra de dos alas
negras que se aproximó rozando el suelo tan cerca, pero tan cerca de
ellos que hubiera podido ahogarlos al cerrarse...
–Al día siguiente –prosiguió Cristina exhalando un profundo suspiro
–volví a mi camarín muy pensativa. "La voz" estaba allí. Me habló
con gran tristeza; me dijo que si yo le entregaba mi corazón a alguien
en la tierra a ella no restaba más que volverse al ciclo. Y me dijo esto
con tal acento de dolor humano que desde ese momento debí desconwww.
fiar y comenzar a comprender que habla sido víctima de mis sentidos
singularmente alucinados. Pero mi fe en aquella aparición de "la voz" a
la que se mezclaba tan íntimamente el recuerdo de mi padre, estaba
intacta. Nada temía tanto como volverla a oír; por otra parte, habla
reflexionado respecto del sentimiento que me atraía hacia usted; me di
cuenta de todo el inútil peligro que encerraba; ignoraba hasta si usted
se acordaría de mí. Sea como fuese, su situación social me vedaba para
siempre la idea de una unión honesta; le juré a "la voz" que usted sólo
era para mi un hermano, que nunca sería otra cosa y que mi corazón
estaba libre de todo amor terrenal... y ésa es la razón, amigo mío, por la
cual volvía los ojos cuando lo encontraba en el escenario, en los corredores;
ésa era la razón por la que no le reconocía..., por la que no lo
veía... Mientras tanto, las horas de lección entre "la voz" y yo eran
horas de divino delirio. Jamás la belleza de los sonidos me habla poseído
hasta aquel punto, y un día "la voz" me dijo: "Ve ahora, Cristina
Daaé, a llevarles a los hombres un reflejo de la música del cielo".
"¿Por qué esa noche de gala la Carlota no vino al teatro?
¿Por qué fui designada para reemplazarla? No lo sé, pero canté...
canté con una inspiración rara, sentíme liviana como si me hubieran
puesto alas; creí durante un momento que mi alma exaltada había
abandonado mi cuerpo.”
–¡Oh, Cristina! –exclamó Raúl, cuyos ojos se humedecieron ante
aquel recuerdo –, aquella noche mi corazón vibró con cada acento de
su voz. Vi correr las lágrimas por sus mejillas pálidas y lloré con usted.
¿Cómo podía usted cantar llorando?
–Las fuerzas me abandonaron –dijo Cristina, cerré los ojos...
¡Cuando volvía abrirlos usted estaba a mi lado! ¡Pero "la voz" también
estaba allí, Raúl!... Tuve miedo por usted, y esa vez tampoco quise
reconocerlo y me eché a reír cuando usted me recordó que había recogido
mi chal en el mar...
"¡Ay! ¡No es posible engañar a "la voz"!.. Ella lo reconoció enseguida!..
¡Y "la voz" estaba celosa!... Los dos días siguientes me hizo
reproches atroces... Me decía: "Usted lo ama, si usted no lo amara, no
le huiría! Sería un viejo amigo a quien usted le estrecharía la mano
como a tantos otros... ¡Si usted no lo amara no temería encontrarlo en
su camarín, sola con él y conmigo!... ¡Si usted no lo amara no lo echaría
de su presencia!...".
–¡Basta! –le dije a mi vez irritada –; mañana debo ir a Perros a visitar
la tumba de mi padre. Voy a pedirle al señor Raúl de Chagny que
me acompañe. Entonces podrá usted juzgar hasta qué punto me es
indiferente.
–Perfectamente, pero tenga en cuenta que yo también iré a Perros
–dijo el Ángel de la Música –, porque yo siempre estoy junto a usted,
Cristina, y si usted es siempre digna de mi, si no me ha mentido usted,
a las doce en punto tocaré sobre la tumba de su padre "La resurrección
de Lázaro" en el violín del muerto...
"Así fue como le escribí, amigo mío, la carta que lo llevó a Perros.
¿Cómo pude ser engañada hasta ese punto? Cómo pude no sospechar
la impostura al conocer aquellas preocupaciones personales de "la
voz"?
"Es que yo había perdido el dominio de mí misma, era un objeto
entre sus manos... Y con los medios de que disponía tenia que engañar
fácilmente a una criatura crédula como yo.”
–Pero, en fin –exclamó Raúl, en aquel punto del relato en que
Cristina parecía deplorar llorando la inocencia demasiado ingenua de
un espíritu pueril... –pero, en fin, pronto supo usted la verdad... ¿Por
qué no escapó usted enseguida a esta abominable pesadilla?
–¡Saber la verdad... Raúl! ¡Salir de esta pesadilla! ¡Pero, si yo no
he caído en esta pesadilla sino desde el día en que supe la verdad!...
¡Cállese, cállese! No le he dicho una palabra... y ahora que vamos a
bajar del cielo a la tierra, ¡téngame lástima, Raúl!.. ¡compadézcame!..
Una noche... noche fatal... era la noche en que hablan de suceder tantas
desgracias..., la noche en que la Carlota lanzó un gallo y se puso a
cacarear como si toda la vida hubiese vivido en un gallinero... la noche
en que la sala quedó sumida de golpe en la oscuridad al caer la araña,
con un estrépito de trueno, a la platea... Esa noche hubo muertos y
heridos, y todo el teatro retumbaba con los más tristes clamores.
"Mi primer pensamiento, Raúl, en la batahola de la catástrofe, fue
al mismo tiempo para usted y para "la voz", porque en ese momento
formaban ustedes exactamente las dos mitades de mi corazón.
"Enseguida me tranquilicé respecto de usted porque lo vi en el
palco de su hermano sano y salvo. En cuanto a "la voz", me había
anunciado que asistirla a la representación y tuve miedo por ella; sí,
realmente miedo, como si ella hubiera sido una persona viva capaz de
morir. Yo me decía: "¡Dios mío!, ¡quizá la araña haya aplastado a "la
voz"! Estaba en ese momento en escena, y era tal mi emoción que me
disponía a correr a la sala a ver si encontraba "la voz" entre los muertos
y los heridos, cuando se me ocurrió que si no le habla pasado nada
malo estada ya en mi camarín, a donde se habría apresurado a ir para
tranquilizarme. De un salto fui al camarín. "La voz" no estaba allí. Me
encerré con llave y le supliqué llorando que si estaba todavía viva se
me manifestara. "La voz" no respondió, pero de pronto oí un largo, un
admirable gemido que me era muy conocido. Era el lamento de Lázaro
cuando ala voz de Jesús comenzó a abrir los párpados y a ver la luz del
día. Era el llanto del violín de mi padre. Reconocía el golpe de arco de
Daaé, el mismo, Raúl, el mismo que antaño, nos inmovilizara a orillas
del mar, el mismo que había hechizado la noche del cementerio. Y
luego, en el instrumento invisible y triunfante estalló el grito de alegría
de la vida, y "la voz", haciéndose oír por fin, se puso a cantar la frase
dominadora y soberana: «¡Ven, y cree en mí! ¡Los que crean en mí no
pueden morir! ¡Levántate y anda!". No podría decir la impresión de
fatalidad que me produjo aquella música que cantaba la vida eterna en
el mismo instante en que, al lado nuestro, unos infelices aplastados
quizá por la araña fatal, exhalaban el alma... Me pareció que me ordenaba
a mí también que me pusiera de pie, que caminara hacia ella. "La
Voz" se alejaba y yo la seguía. "Ven y cree en mí" Creía en ella y la
seguía... la seguía... y, cosa extraordinaria, mi camarín, ante mis pasos,
parecía alargarse, alargarse... Evidentemente, debía de haber en aquello
un efecto de espejos..., porque el espejo estaba delante de mí... Y, de
pronto, me encontré fuera de mi camarín sin saber cómo.”
Raúl interrumpió bruscamente a Cristina:
–¿Qué dice usted? ¿Sin saber cómo? ¡Vamos, Cristina! ¡Cristina!,
hay que tratar de no seguir soñando.
–No, amigo mío, no soñaba. Me encontré fuera de mi camarín sin
saber cómo. ¡Usted, que me vio desaparecer de mi camarín una noche,
quizá pueda explicármelo, pero yo no lo puedo!... Sólo puedo decir una
cosa y es que, encontrándome delante del espejo, de pronto no lo vi
más y que, al volverme a buscarlo, tras de mí no había ni espejo ni
camarín... Me encontré en un corredor oscuro, tuve miedo y grité.
"Todo era sombra en mi rededor; a lo lejos un fulgor rojizo iluminaba
un ángulo de pared, una esquina de encrucijada. Grité. Sólo mi
voz llenó las paredes, porque el canto y los violines hablan callado. Y
entonces, de pronto, una mano se posó sobre la mía, o más bien algo
huesoso y helado me tomó el brazo y no me dejó más. Grité. Un brazo
me tomó de la cintura y me sentí suspendida. Me debatí un instante
llena de horror; mis dedos se deslizaron sobre piedras húmedas, en las
que no pudieron hacer presa. Y luego permanecí inmóvil, rígida, convencida
de que me iba a morir de espanto. Me llevaba hacia la pequeña
luz roja; entramos en aquella luz y entonces vi que estaba entre las
manos de un hombre envuelto en una gran capa negra y que una máscara
le cubría toda la cara. Intenté un esfuerzo supremo, mi boca se
volvió a abrir para gritar mi espanto; pero una mano la cerró, una mano
que sentí sobre mis labios, sobre mi carne... ¡y que olía a muerto! Me
desmayé.
"Cuánto tiempo permanecí sin sentido, lo ignoro. Cuando volví a
abrir los ojos, siempre estábamos el hombre negro y yo en el seno de
las tinieblas. Entretanto, el pequeño fulgor rojo nos habla seguido. Era
una linterna sorda, colocada en el suelo y que iluminaba cl chorro de
una fuente. El agua que chapoteaba al salir del muro desaparecía casi
enseguida sobre el piso en que yo estaba extendida. Mi cabeza reposaba
sobre la rodilla del hombre de la capa y del antifaz negros, y mi
silencioso compañero me refrescaba las sienes con un cuidado, con una
atención, con una delicadeza que me parecieron más horrendas que la
brutalidad de su rapto de hacía un instante. Sus manos, por ligeras que
fuesen, olían a muerto. Las rechacé, pero sin fuerza. Pregunté con un
hilo de voz: "¿Quién es usted? ¿Dónde esta "la voz"?". Sólo un suspiro
me respondió. De pronto un aliento cálido me pasó por la cara y vagamente
distinguí en las tinieblas una forma blanca al lado de la forma
negra del hombre. Y enseguida un relincho alegre vino a herir mis
oídos estupefactos y murmuré: "César". La bestia resopló. Había reconocido,
amigo mío, al caballo blanco del "Prophète", al que tantas
veces diera terrones de azúcar. Una noche se había esparcido por el
teatro el rumor de que aquel animal había desaparecido y que lo habla
robado el Fantasma de la Opera. Yo, que creía en "la voz", no creía en
el Fantasma, y hete aquí que me preguntaba, sin embargo, si no era
prisionera del Fantasma. Llamé a "la voz" en mi auxilio, desde lo íntimo
del corazón, al sentir que era alzada sobre el caballo, porque jamás
hubiera creído que "la voz" y el Fantasma eran una misma cosa. ¿Ha
oído usted hablar del Fantasma de la Opera, Raúl?
–Sí –respondió el joven –. Pero, dígame, Cristina, ¿qué le pasó
una vez que estuvo sobre el caballo blanco del "Prophète"?
–No hice ningún movimiento, y me dejé llevar... Poco a poco una
extraña modorra sucedía al estado de angustia y de terror en que me
había puesto aquella infernal aventura. La forma negra me sostenía, y
yo ya no hacia nada por evitarla. Una calma singular iba esparciéndose
por mi ser, y pensé que debía estar bajo la influencia de algún poderoso
elixir. Tenía cl pleno dominio de mis sentidos. Mis ojos se iban acostumbrando
a las tinieblas, interrumpidas aquí y allá por débiles luces...
Me di cuenta de que estábamos en una estrecha galería circular, y pensé
que daría la vuelta de la Opera, que bajo tierra es inmensa. Una vez,
amigo mío, una sola vez había bajado a esos sótanos, que son prodigiosos,
pero me había detenido en el tercer piso, no atreviéndome a internarme
más abajo. Y, sin embargo, dos pisos más en los que habría
podido alojarse una ciudad, se abrían bajo mis pies. Pero las cosas que
habla visto me dieron miedo. Había allí demonios embadurnados de
negro delante de grandes hornallas, que agitaban palas y garfios, que
atizaban el fuego y amenazaban a los curiosos, abriendo de golpe ante
ellos las enormes fauces rojas de los hornos... Pues bien: mientras que
"César" trotaba tranquilamente, llevándome sobre el lomo en aquella
noche de pesadilla, vi de pronto lejos, muy lejos, y pequeñitos, muy
pequeñitos, como vistos con un anteojo invertido, a los demonios negros
delante de los braseros rojos de sus calderas... Aparecían... desaparecían...
reaparecían, de acuerdo con el ritmo extraño de nuestra
marcha... Por último, desaparecieron por completo. La forma de hombre
me sostenía siempre, y "César" caminaba sin necesidad de ser
guiado y con paso seguro... No podría decir ni aproximadamente
cuánto duró ese viaje en la sombra. Sólo tenia idea de que girábamos,
girábamos, girábamos...
"¿No sería mi cabeza la que daba vueltas?... ¡No lo creo, no! Estaba
perfectamente lúcida. Me decía: "¿Cuándo nos detendremos?
¿Cuándo llegaremos?". "César" levantó de pronto la cabeza, dilató el
hocico, resopló y aceleró un poco el paso. Sentí una impresión de aire
húmedo, y "César" se detuvo. La noche era menos densa: Una luz
azulada nos rodeaba. Miré dónde nos encontrábamos. Estábamos a
orillas de un lago, cuyas aguas de plomo se tendían en la sombra; pero
la luz azul iluminaba aquella orilla y vi una barquilla amarrada a un
anillo de hierro de aquel malecón.
"Sin duda, yo sabía que todo aquello existía, y la visión de aquel
lago y de aquella barquilla bajo tierra no tenla para mí nada de sobrenatural.
Pero tenga usted en cuenta las condiciones en que llegaba a la
orilla. Las almas de los muertos no debían sentir mayor inquietud al
elevarse a la Estigia. Caronte no era, sin duda, ni más lúgubre ni más
mudo que la forma de hombre que me transportó en la barquilla. ¿Había
agotado el elixir sus efectos? ¿La frescura de aquellos sitios habrá
bastado, acaso, para que volviera por completo en mí? Pero mi modorra
se desvaneció e hice algunos movimientos que denotaron que otra
vez volvía a dominarme el terror. Mi siniestro compañero debió notarlo,
porque con un ademán rápido me tomó en sus brazos y con un silbido
despidió a "César", que se internó en las tinieblas de la galería, y
cuyas herraduras oí retumbar en los peldaños sonoros de una escalera.
"El hombre me depositó en la barquilla, desamarró, se apoderó de
los remos y bogó con fuerza y rapidez. Sus ojos, bajo cl antifaz, no se
apartaban de mí; sentía el peso constante de aquellas pupilas inmóviles.
El agua a nuestro alrededor no hacía ningún ruido. Nos deslizábamos
entre aquel fulgor azulado de que ya hablé, y después nos hundimos
por completo en la sombra y abordamos. La barquilla chocó contra un
cuerpo duro. Y otra vez me cargó en sus brazos. Yo había recobrado la
fuerza de gritar. Clamé desesperadamente. Y luego de pronto, me callé
anonadada por la luz. Sí, una luz deslumbrante, entre la que había sido
depositada. Me puse de pie de un salto. Estaba en todo el dominio de
mis fuerzas. En cl centro del salón, que no parecía decorado, adornado,
amueblado más que con flores, la forma negra del hombre enmascarado
estaba de pie, con los brazos cruzados..., y me habló:
"–Tranquilícese, Cristina –me dijo –, no corre usted ningún peligro.
¡Era "la voz"!
"Mi furor superó mi estupefacción. Me precipité sobre la careta
para arrancársela y conocer la cara de "la voz". La forma de hombre
me dijo:
"–No corre usted ningún peligro, si no toca el antifaz.
"Y, tomándome suavemente de los brazos, me hizo sentar.
"Luego se hincó de rodillas delante de mí, y no dijo nada más.
"La humildad de aquella actitud me devolvió un poco de valor; la
luz, al iluminarlo todo a mí alrededor, me devolvió ala realidad de la
vida. Por extraordinaria que pareciera la aventura, tenla ahora un marco
de cosas mortales que yo podía ver y tocar. Tenía que habérmelas,
sin duda, con algún extravagante maniático que habla constituido domicilio
en los sótanos del teatro, así como otros, con la complicidad
muda de la administración, habían encontrado su refugio definitivo en
los desvanes de aquel monstruoso palacio.
"Miré al hombre hincado.
"Entonces, entonces... "la voz", "la voz", que había reconocido
bajo la careta, porque ella no fue disfrazada, estaba allí de rodillas
delante de mí... ¡y era un hombre!
"Ya no pensaba siquiera en la horrible situación en que me encontraba,
ya no me preguntaba ni que iba a ser de mi y cuál era el propósito
oscuro y fríamente tiránico que me había llevado a aquel salón
como se encierra a un preso en un calabozo o a una esclava en un hawww.
rén. No, no; yo sólo me decía: ¡"La voz" es eso, un hombre! Y me puse
a llorar.
El hombre, siempre de rodillas, comprendió, sin duda, el sentido
de mis lágrimas, porque me dijo:
–"¡Es verdad, Cristina! Yo no soy ángel, genio, ni fantasma ¡Yo
soy Erik!
"No, no; es imposible hacer nada contra Erik... ¡Sólo es posible
huirle!”
–¿Y cómo, pudiendo huirle, ha vuelto usted a su lado?
Porque era preciso... Y usted comprenderá esto cuando sepa cómo
salí de su casi.
–¡Oh, ya lo sé! –exclamó Raúl. Y usted, Cristina, dígame..., tengo
necesidad de que me diga eso para escuchar con más calma el final de
esta extraordinaria historia de amor..., y usted Cristina, ¿lo odia?
Aquí volvió a interrumpirse el relato de Cristina. A los dos jóvenes
les parecía que el eco había repetido tras de ellos "Erik"... ¿Qué
eco? Se volvieron y notaron que la noche había caldo. Raúl hizo un
movimiento como para levantarse; pero Cristina lo retuvo a su lado:
"¡No se mueva! Es preciso que usted lo sepa todo aquí".
–¿Por qué aquí, Cristina? Temo que le haga mal el fresco de la
noche.
–Lo único que debemos temer, amigo mío, son las trampas. Aquí
estamos lejísimos de ellas... y no tengo derecho para verle a usted fuera
del teatro... En este momento no debemos contrariarle... no despertemos
sus sospechas...
–¡Cristina! ¡Cristina! Tengo el presentimiento de que hacemos
mal en dejar para mañana por la noche lo que debiéramos hacer enseguida...
–Ya le he dicho que si no me oye cantar mañana le causaré un
dolor mortal.
–Sí, es difícil huirle para siempre y no darle un disgusto al señor
Erik.
–Tiene usted razón, Raúl, al decir eso, porque mi fuga le matará.
La joven agregó con voz sorda:
–Pero es un duelo a armas iguales, porque estamos expuestos a
que nos mate.
–¿La quiere a usted tanto?
–Hasta el crimen.
–Pero su paradero no es imposible de hallar... Vamos a buscarle.
Puesto que Erik no es un fantasma, es posible hablarle y hasta obligarle
a responder.
Cristina meneó la cabeza.
–¡No! –dijo Cristina sencillamente.
–¡Oh, para qué tantas palabras!... Usted lo ama, sin duda... Sus
miedos, sus terrores, todo eso es también amor y del más delicioso. El
amor que uno no se confiesa –explicó Raúl con amargura –. El amor
que cuando se piensa en él hace temblar... ¡Imagínese, un hombre que
habita un palacio bajo tierra!
Y rió sardónicamente.
–¿Se empeña usted en que vuelva allá? –interrumpió brutalmente
la joven. Tenga cuidado, Raúl, ya se lo he dicho, ¡de allí no volvería
jamás!
Hubo un silencio espantoso entre los tres... los dos que hablaban y
el que escuchaba en la sombra...
–Antes de responderle –dijo Raúl, por fin, con voz lenta –deseo
saber qué sentimiento le inspira, puesto que no lo odia usted.
–¡Me inspira horror! –dijo Cristina: y dijo esta frase con tal fuerza,
que cubrió los suspiros de la noche.
"Eso es lo más terrible –prosiguió con creciente vehemencia –. Le
tengo horror y no lo detesto. ¿Cómo odiarlo, Raúl? ¡Imagínese a Erik a
mis pies, en la sala del lago, bajo tierra! ¡Se acusa, se maldice, implora
mi perdón!
"Confiesa su impostura. ¡Me ama! Pone a mis pies un inmenso y
trágico amor... me ha encerrado con él bajo tierra, por amor... pero me
respeta... se arrastra a mis pies, solloza, ¡llora!... Y cuando me pongo
de pie, Raúl, cuando le digo que sólo puedo despreciarlo, si no me
devuelve en cl acto la libertad que me ha quitado, cosa increíble..., me
h ofrece..., sólo me resta partir. Está pronto a ensebarme el misterioso
camino; pero... solamente... solamente... tendré que recordar que si no
es fantasma, ni ángel, ni genio, es siempre "voz", ¡porque canta!...
"Y lo escucho... ¡y permanezco!...
"Aquella noche no cambiamos una palabra más... Habla tomado
un arpa y comenzó a cantarme, él, voz de hombre, voz de ángel, lo
romanza de Desdémona. El recuerdo de haberla cantado yo misma me
avergonzaba. Hay, Raúl, una virtud en la música que hace que nada
exista en cl mundo exterior fuera de sus sonidos que vienen a exaltarnos.
Olvidé mi extravagante aventura. Sólo revivía "la voz", y yo la
seguía embriagada en su viaje armonioso, como si formara parte del
auditorio de Orfeo. Me hizo estremecer de dolor, de desesperación, de
alegría, en el seno de la muerte y en triunfantes himeneos... Escuchaba...
"la voz" me hizo oír una música desconocida que me causó una
extraña impresión de suavidad, de languidez, de reposo... una música
que después de haber electrizado todo mi ser, lo apaciguó poco a poco
y lo condujo hasta el umbral del ensueño. Me adormecí.
"Cuando desperté estaba sola, recostada en un sofá, en un dormitorio
muy sencillo, en el que había un pequeño lecho de bronce, y
cuyas paredes estaban tapizadas de cretona, iluminando la pieza una
lámpara, colocada sobre el mármol de una vieja cómoda Luis Felipe.
¿Qué decoración nueva era aquélla?... Me pasé las manos por los ojos,
como para ahuyentar una pesadilla. ¡Ay, poco tardé en darme cuenta de
que no había soñado! Estaba presa y sólo pude descubrirle a mi corcel,
dos puertas, una de las cuales estaba herméticamente cerrada y la otra
daba sobre un cuarto de baño de los más confortables; agua fría y caliente
a discreción. Al volver a mi cuarto, noté sobre la cómoda una
esquela escrita con tinta roja que me puso al tanto de mi triste situación
y que, por si eso hubiese sido necesario, terminó por quitarme toda
duda sobre la realidad de los acontecimientos:
“Mi querida Cristina –decía el papel –, no tengo temor alguno
por su suerte. Usted no tiene en el mundo mejor ni más respetuoso
amigo que yo. Usted queda sola en esta residencia, que le pertenece.
Yo salgo a buscarle en las tiendas todo lo que pueda usted necesitar"
"¡Evidentemente –me dije –, he caído en manos de un loco! ¿Qué
va a ser de mí? ¿Y cuánto tiempo pensará este miserable mantenerme
encerrada en esta prisión subterránea?
"Recorrí como una insensata mi pequeño departamento buscando
siempre una salida que no encontraba. Me acusaba amargamente por
mi absurda superstición, y tuve un placer doloroso en burlarme de la
estúpida inocencia con que había oído, a través de las paredes, la voz
del Genio de la Música... Cuando se es tan tonta, me decía, hay que
esperar que a una le ocurran las más inauditas catástrofes. Tenía ganas
de darme de bofetadas y a la vez me inspiraba a mí misma lastima y
risa. Fue en este estado que Erik me volvió a ver.
"Después de dar tres golpecitos secos en la pared, torró tranquilamente
por una puerta que yo no había podido descubrir y que dejó
abierta. Estaba cargado de cajas de cartón y de paquetes, y los depositó
apresuradamente sobre mi cama, mientras que yo le cubría de ultrajes y
le ordenaba que se quitara el antifaz, si es que tenía la pretensión de
exultar debajo de aquel la cara de un hombre honrado.
"Me respondió con gran serenidad:
"–Jamás verá usted la cara de Erik.
"Me reprochó que todavía no me hubiera vestido a aquella hora
del día –se dignó informarme que eran las dos de la tarde –. Me iba a
conceder media hora para que procediera a mi toilette, y al decir esto
dio cuerda a mi reloj y lo puso en la hora. Hecho esto me invitó a que
pasara al comedor, donde me anunció que me esperaba un excelente
almuerzo. Yo tenía mucho apetito; le di con la puerta en las narices y
pasé al gabinete de toilette, Me di un baño, después de colocar cerca de
mí unas grandes tijeras, con las que estaba resuelta a matarme si Erik,
después de haberse conducido como un loco, cesaba de conducirse
como un caballero. La frescura del agua me hizo mucho bien, y cuando
reaparecí delante de Erik había adoptado la discreta resolución de no
ofenderle ni rozarle en nada, y de halagarle, si era preciso, para obtener
mi pronta liberación. Fue él cl primero en hablarme de sus proyectos
respecto de mí, y me los comunicó para tranquilizarme, según me dijo.
Le complacía demasiado mi presencia para privarse de ella enseguida.
Ahora debía yo haber perdido todo miedo de estar a su lado. Me amaba,
pero no me lo diría sino en la medida que yo se lo permitiera, y el
resto del tiempo se lo pasarla haciendo música.
"–¿Qué entiende usted por ese resto de tiempo? –le pregunté.
"Me respondió con firmeza:
–Cinco días.
–¿Y después quedaré libre?
–Quedará usted libre, Cristina, porque en esos cinco días usted
aprenderá a no tenerme miedo, y entonces de cuando en cuando volverá
usted a visitar al pobre Erik.
"El acento con que pronunció estas últimas palabras me impresionó
profundamente. Me pareció descubrir en él tan real, tan sincera
desesperación, que alcé sobre la máscara una mirada enternecida. No
podía ver los ojos tras de la careta, y esto aumentaba aun más el malestar
extraño que causaba el interrogar a aquel misterioso pedazo de
seda negra; pero bajo el antifaz, en la extremidad de la barba, aparecieron
una, dos, tres, cuatro lágrimas.
"Silenciosamente, me indicó un sitio frente a él, en una mesita
que ocupaba el centro de la pieza en que la víspera él tocara cl arpa, y
me senté, muy impresionada. Comí, sin embargo, con buen apetito
unos langostinos y un ala de pollo, acompañándolos con una copita de
Tokay, que él mismo había traído, me dijo, de las bodegas de
Koenigsberg, frecuentadas antaño por Falstaff. En cuanto a él, no comía
ni bebía. Le pregunté de que nacionalidad era, y si su nombre de
Erik no denotaba su origen escandinavo. Me respondió que no tenía ni
nombre ni patria, y que habla tomado el nombre de Erik para acercarse
a mí, que era sueca. Le pregunté por qué, si me amaba como decía, no
había buscado otro medio de hacérmelo saber que arrebatarme con él
para encerrarme bajo tierra.
"–¡Es muy difícil –le dije –hacerse amar en una tumba!
“–Cada cual tiene –me respondió con un acento extraño –las citas
que puede.
"Luego se puso de pie y me tendió la mano, porque quería, me
dijo, hacerme los honores de su residencia, pero yo retiré vivamente mi
mano de la suya, lanzando un grito. Es que había sentido una impresión
a la vez húmeda y ósea, y recordé que sus manos tenían olor a
muerto.
"–¡Oh!, disculpe –dijo con un suspiro.
"Se abrió la puerta delante de mí.
“–Este es mi cuarto –me dijo. Vale la pena de ser visitado... si es
que usted quiere verlo.
"No vacilé. Sus maneras, sus palabras, toda su actitud, me decían
que tuviera confianza... y comprendía que, en efecto, no debía tener
miedo.
"Entré. Me pareció que penetraba en una cámara mortuoria. Las
paredes estaban todas cubiertas de negro, pero en vez de las lágrimas
de plata que completan de ordinario ese fúnebre ornato, se vetan sobre
un inmenso pentagrama las notas repetidas del "Dies irae". En el medio
de la habitación había un trono, del que caían cortinados de damasco
rojo, y debajo de aquél había un féretro abierto.
"Al ver aquello retrocedí.
"–Es ahí dentro que duermo –me dijo Eric –. Hay que acostumbrarse
a todo en la vida, hasta a la eternidad.
"Volví la cabeza, tan siniestra impresión me había causado aquel
espectáculo. Mis ojos encontraron entonces el teclado de un órgano
que ocupaba toda una pared. En el atril había un cuaderno garabateado
con notas rojas. Pedí permiso para verlo, y en la primera página leí:
"Don Juan triunfante".
"–Sí –me dijo –, a veces compongo. Hace veinte años que comencé
este trabajo. Cuando lo termine, lo llevaré conmigo en este
féretro y no volveré a despertarme jamás.
"–Hay que trabajar en él entonces lo menos posible –dije.
–“A veces trabajo en él quince días y quince noches seguidas, durante
los cuales sólo vivo de música, y luego descanso años.
"–¿Quiere usted tocarme algo de su "Don Juan triunfante"? –le
pregunté creyendo que lo complacería, aunque apenas si podía vencer
la repugnancia de permanecer en aquel cuarto funerario.
"–¡No me pida usted nunca eso! –me respondió con voz sombría.
Este "Don Juan" no ha sido escrito sobre la letra de un Lorenzo
D’Aponte inspirado por el vino, los amorfos y el vicio finalmente castigado
por cl vicio. Le tocaré Mozart, que hará correr sus bellas lágrimas
y le inspirará honestas reflexiones. Pero mi "Don Juan" arde,
Cristina, y, sin embargo, no es fulminado por el fuego celeste.
"Después de esto, volvimos al salón del cual acabábamos de salir.
Noté que en aquel departamento no había espejos en ninguna parte. Iba
a hacer esta observación, pero Erik acababa de sentarse al piano. Me
decía:
“–Hay una música, Cristina, tan terrible que consume a todos los
que la conocen. Usted no ha oído todavía esa música, felizmente, porque
le quitarla sus frescos colores y nadie la reconocería al volver a la
vida de París. Cantemos ópera, Cristina Daaé.
"Y me dijo esta última frase como si me dirigiera una injuria.
"Pero no tuve tiempo de meditar sobre el tono que había impreso
a estas últimas palabras. Comenzamos el dúo de "Otelo" y ya la catástrofe
estaba sobre nuestras cabezas. Aquella vez me había dejado el
papel de Desdémona, que canté con una desesperación, con un espanto
que nunca había alcanzado hasta entonces. La vecindad de semejante
compañero, lejos de anonadarme, me inspiraba un terror magnifico.
Los acontecimientos de que era víctima me acercaban singularmente al
pensamiento del poeta y encontré acentos que hubieran deslumbrado al
músico. En cuanto a él, su voz era poderosa y su alma vengativa apoyaba
todas las notas, aumentando terriblemente su poder. El amor, los
celos, el odio, estallaban en gritos desgarradores. El antifaz negro de
Erik me hacia pensar en la máscara natural del moro de Venecia. Era el
mismo Otello. Creí que me iba a herir, que iba a caer bajo sus golpes...
y, sin embargo, no hacía ningún movimiento para huirle, para evitar su
furor, como la tímida Desdémona. Por el contrario, me acercaba a él,
atraída, fascinada, encontrándole encantos a la muerte en el centro de
semejante pasión, pero antes de morir quería conocer, para llevar su
imagen sublime en mi mirada, sus facciones desconocidas que debía
transfigurar el fuego del arte eterno. Quise ver la cara de "la voz" e
instintivamente, con un ademán involuntario, porque ya no me dominaba,
mis dedos arrancaron la máscara...
"–¡Oh! ¡Horror!..., ¡horror!... ¡horror!..."
Cristina se detuvo ante aquella visión que parecía que era apartada
de sus manos trémulas, mientras que los ecos de la noche así como
habían repetido el nombre de Erik, repetían tres veces el clamor: "¡Horror!,
¡horror! ¡horror!". Raúl y Cristina, más estrechamente unidos aún
por el terror del relato, alzaron los ojos hacia las estrellas que brillaban
en un cielo apacible y puro.
Raúl dijo:
–Es extraño, Cristina, cómo esta noche tan suave y tan tranquila
esté llena de sollozos. Difiérase que se lamenta junto con nosotros.
Cristina le respondió:
–Ahora que va usted a conocer el secreto, sus oídos, como los
míos, van a estar llenos de lamentos. –Luego, tomando entre las suyas
las manos protectoras de Raúl y sacudida por un largo estremecimiento,
prosiguió:
–¡Oh, sí!, aunque viva cien años, oirá, siempre el clamor sobrehumano
que exhaló el grito de su dolor y de su rabia infernales, mientras
que la cara aparecía ante mis ojos, inmensos de horror, como mi
boca, que no podía cerrarse y que ya, sin embargo, no gritaba. ¡Oh,
Raúl! ¡Cómo no ver más aquellas cosas, si mis oídos están para siempre
llenos de sus gritos, y mis ojos están siempre llenos de su imagen!...
¡Qué imagen! ¡Cómo no verla siempre y cómo hacérsela ver!...
Raúl, usted ha visto las cabezas de los muertos cuando han sido disecadas
por los siglos, y quizá, si no fue usted víctima de una atroz pesadilla,
usted vio su cabeza de muerto en la noche aquella del
cementerio. También vio usted pasearse en cl último baile de máscaras
a la "Muerte roja". Pero todas esas cabezas de muerto estaban inmóviles
y su horrenda mudez no vivía. Pero imagínese, si puede, la máscara
de la muerte poniéndose a vivir de golpe, para expresar con los cuatro
agujeros de sus ojos, de su boca y de su nariz, la cara en su más alto
grado, el furor soberano de un demonio y la falta de mirada en los
agujeros de los ojos, porque como lo vi más tarde, no se ven nunca sus
ojos, sino en la sombra profunda... Pegada contra la pared, con la boca
dilatada por el terror y el pelo erizado, yo debía parecer la imagen
misma del espanto, así como él era la efigie de lo horrendo.
"Acercó a mi oído el rechinar de sus dientes sin labios y mientras
yo caía de rodillas, exhaló lleno de odio, coses insensatas, frases sin
sentido, maldiciones, delirios...
"Inclinado sobre mí, me gritaba:
“–¿Has querido mirar? ¡Pues mira! ¡Hártate los ojos, embriaga tu
alma con mi fealdad maldita! ¡Mira la cara de Erik! ¡Ahora ya conoces
la cara de "la voz"! ¿No te bastaba con oírme? Has querido saber cómo
era... ¡Son tan curiosas las mujeres!...
"No cesaba de reír, repitiendo: "¡Son tan curiosas las mujeres!..."
con una risa amenazadora, ronca, formidable... Decía también cosas
como éstas:
“–¿Estas satisfecha? ¿Qué bello soy, eh? Cuando una mujer me
ha visto como me has visto tú, es mía, me ama para siempre. ¡Yo soy
un personaje de la estirpe de Don Juan!...
E irguiéndose por completo, con la mano puesta en la cadera, haciendo
oscilar sobre los hombros aquella cosa horrible que era su cabeza,
me gritaba:
“–¡Mírame! ¡Yo soy "Don Juan triunfante"!
"Y como yo volviera la cabeza pidiendo gracia, me hizo volver
violentamente la cara hacia él, encajando entre mis cabellos sus dedos
de esqueleto.
–¡Basta, basta! –interrumpió Raúl. Lo mataré, lo mataré. En
nombre del Cielo, Cristina, dígame dónde queda ese "corredor del
lago". ¡Es preciso que lo mate!
–Pues entonces, calle, Raúl, si quiere usted saber.
–¡Oh, sí, quiero saber cómo y por qué volvió usted allí! Ahí está
el secreto. ¡Cristina, tenga cuidado, no haya otro! Pero, sea como fuere,
¡lo mataré!
–¡Oh!, mi Raúl, escúcheme puesto que lo quiere saber, escúcheme.
Me arrastraba del cabello, me colocaba frente a la cosa que había
entre sus hombros. Y entonces... y entonces... ¡Oh, esto es más horrible
todavía!
–Y bien, entonces, ¿qué?... –exclamó Raúl con furia –. ¡Hable
usted, por fin!
–Entonces me silbó: "Cómo, ¿me tienes miedo? ¿Es posible esto?
¿Te imaginas quizá que llevo otra careta y que esto... esto... mi cara es
una máscara? Pues bien, se puso a bramar, arráncala como la otra.
¡Vamos, anda, anda! ¡Te lo exijo! Tus manos... tus manos..., dame tus
manos. Si no te bastan las tuyas, te prestaré las mías, y los dos nos
esforzaremos por arrancar la careta". Me eché, implorante, a sus pies;
pero me tomó las manos, Raúl, y las hundió en el horror de su cera...
¡Con las uñas se desolló las carnes, sus horribles carnes muertas!
“–¡Aprende!, ¡aprende! –me clamaba del fondo de su garganta,
que resoplaba como una fragua –. ¡Aprende que estoy hecho enteramente,
que estoy hecho con algo muerto... de la cabeza a los pies... y
que es un cadáver quien te ama, quien te adora y que no se apartará de
ti jamás!.. ¡Voy a hacer agrandar el féretro, Cristina, para más adelante,
para cuando estemos al término de nuestros amores!... ¡Mira!: ¡ya no
río! ¡Lloro sobre ti, Cristina, que me has quitado la máscara y a causa
de eso no me podrás dejar jamás!... Mientras podías creerme bello,
Cristina, era posible que volvieras... Pero ahora que conoces mi fealdad
horrenda huirías para siempre... Te guardo conmigo... ¿Por qué quisiste
verme?... Sí mi mismo padre no me ha visto nunca y mi madre para no
verme más me regaló, llorando, mi primera máscara.
"Me había dejado libre, al fin, y se arrastraba por cl suelo, sacudido
como por un hipo. Y luego, como un reptil, se arrastró fuera de la
pieza, penetró en su cuarto, cuya puerta se cerró y yo quedé sola, entregada
a mi horror y mis reflexiones, pero libre de la visión de la horrenda
cosa. Un prodigioso silencio, el silencio de la tumba, habla
sucedido a aquella tempestad y pude reflexionar en las consecuencias
terribles del gesto por cl que bahía arrancado la máscara. Las últimas
palabras del monstruo no podían ser más claras. Yo misma me había
emparedado para siempre y mi fatal curiosidad iba a ser causa de todas
mis desgracias. Me lo había repetido con insistencia... No correría
peligro alguno, mientras no tocara cl antifaz, y, sin embargo, se lo
arranqué... Maldije mi imprudencia, pero tuve que reconocer, en medio
de mi espanto, que el razonamiento del monstruo era lógico. Sí, habría
vuelto si no hubiera visto su cara... Ya me había conmovido, interesado,
apiadado lo bastante con sus lágrimas para que fuera insensible a
sus ruegos. En fin, yo no era una ingrata, y su impostura no podía hacerme
olvidar que era "la voz" y que me habla exaltado con su genio.
¡Hubiera vuelto! Y ahora, si salía de aquellas catacumbas, no volvería
a ellas. ¡No hay quien vuelva a una tumba a encerrarse con un cadáver
que la ama!
"En el modo furibundo de mirarme, o, más bien, de acercar a mí
los dos agujeros negros de su mirada recóndita, durante la espantosa
escena, pude medir todo el salvajismo de su pasión. Para que no me
hubiera tomado en sus brazos cuando yo no podía oponerle ninguna
resistencia, era necesario que aquel monstruo fuera a la vez un ángel, y
quizás era un poco cl Ángel de la Música, y puede que lo hubiese sido
por completo si Dios le hubiese vestido de belleza en vez de vestirle de
podredumbre. Sea como fuere, todo aquello, resaltaba para mí la certidumbre
de que Erik me amaba lo bastante furiosamente, lo bastante
vengativamente como para que me conservara para siempre cautiva. Y
ya, extraviado el pensamiento por la suerte que me esperaba, presa del
horror de ver reabrirse la puerta del cuarto funerario y de volver a ver
la cara del monstruo sin máscara, me deslicé a mi propio cuarto y me
apoderé de las tijeras que podían poner fin a mi espantoso destino...
cuando las voces del órgano se hicieron oír, atravesando las gruesas
paredes de mi cárcel.
"Fue entonces, amigo mío, que comencé a comprender las palabras
de Erik sobre lo que él llamaba, con un desprecio que me dejó
estupefacta, música de ópera. Lo que oía, no tenía nada que ver con lo
que había oído hasta aquel momento. Su "Don Juan triunfante" porque
para mi no cabía duda de que para olvidar el horror del minuto presente,
se había precipitado sobre su obra maestra su "Don Juan triunfante
no me pareció en un principio más que un largo, atroz y magnífico
sollozo, en el que el pobre Erik había encerrado toda su miseria maldita.
"Volvía a ver el cuaderno de notas rojas y me imaginaba fácilmente
que aquella música habla sido escrita con sangre. Me paseaba
por todos los detalles del martirio; me hacía penetrar en todos los rincones
del abismo habitado por el "hombre atroz"; me mostraba a Erik
golpeando su pobre, horrible cabeza contra las paredes fúnebres de
aquel infierno, huyendo, para no espantarlas, de la mirada de las sombras.
Asistía aniquilada, jadeante y vencida, al despertar de aquellos
acordes gigantescos en que era divinizado el Dolor, y luego los sonidos
brotaban del abismo y se agrupaban de golpe en un vuelo prodigioso y
amenazador; su tropel ascendió hacia cl cielo, describiendo giros, como
el águila asciende hacia el sol, y aquella sinfonía triunfal pareció
abarcar el mundo, y comprendí que la obra estaba realizada, que la
Fealdad, suspendida en las alas del Amor, se había atrevido a mirar
frente a frente ala Belleza. Yo estaba como ebria; la puerta de Erik
cedió bajo mis esfuerzos. Se puso de pie al oírme, pero no se atrevió a
volverse hacia mí.
"–Erik –exclamé –, muéstreme su cara sin temor. ¡Le juro que es
usted el más doloroso y sublime de los hombres, y si Cristina Daaé se
estremece otra vez al contemplarle, es que pensará en el esplendor de
su genio!”
"Entonces Erik se volvió, porque me creyó, y yo también ¡ay! tenía
fe en mí.. Alzó hacia el Destino sus manos descarnadas y cayó de
rodillas a mis pies balbuceando frases de amor en su boca de muerto...
y la música había callado... Besaba la orla de mi vestido y no vio que
yo había cerrado los ojos.”
–¿Qué más le contaré, amigo mío? Usted conoce ahora el drama...
Durante quince días se renovó... quince días durante los cuales le mentí.
Mi mentira fue tan horrible como el monstruo que me la inspiraba, y
pude recuperar mi libertad. Quemé su antifaz. Y tanto hice que, aun
cuando no cantaba, se atrevía a mendigar una de mis miradas, como un
perro tímido que da vueltas alrededor de su amo. Andaba también a mi
rededor como un esclavo fiel, y me rodeaba de mil cuidados. Poco a
poco llegué a inspirarle confianza, y se atrevió a hacerme pasear por la
orilla del lago Averno y llevarme en la barquilla por sus aguas de plomo;
durante las últimas noches de mi cautiverio, me hacia franquear
las rejas que cierran los subterráneos de la calle Scribe. Allí esperaba
un carruaje que nos llevaba en una carrera desenfrenada a las soledades
del bosque. Yo no pensaba en escaparle por medio de la fuerza. Ante
todo, Raúl, yo sabia que mientras no huyera de París, de Francia, de
Europa, del mundo, siempre volvería a apoderarse de mi; pero ya comprendía
que le tenia en mi poder y que la hora de mi libertad estaba
próxima. La noche del bosque en que nos encontramos estuvo a punto
de serme fatal, porque tiene unos celos tan furiosos de usted que no
pude calmarlo, sino afirmándole su próxima partida... Por último, después
de quince días de aquel abominable cautiverio en que cedí, sucesivamente,
de entusiasmo y de piedad, de desesperación y de horror,
me creyó cuando le dije: ¡volveré!
–¿Y usted ha vuelto, Cristina? –gimió Raúl con voz sombría.
–Es verdad, Raúl, y debo decir que no fueron las espantosas amenazas
con que acompañó mi devolución a la libertad las que me hicieron
mantener mi palabra; sino el sollozo desgarrador que exhaló en el
umbral de su tumba. Si, aquel sollozo –repitió Cristina, meneando
dolorosamente la cabeza–, me ató más a aquel desdichado de lo que yo
misma pude suponer en el momento de los adioses. ¡Pobre Erik! ¡Pobre
Erik!
–Cristina –dijo Raúl poniéndose de pie –, dice usted que me ama
y apenas habían transcurrido unas horas después que usted recuperara
su libertad y ya volvía usted junto a Erik... ¡Recuerde el baile de máscaras!
–Las cosas estaban dispuestas de ese modo... Recuerde usted
también que esas horas las pasé junto con usted, Raúl, con grave peligro
para ambos...
–Durante esas horas yo dudé que usted me amara.
–¿Lo duda usted aún, Raúl? Sépase entonces que ceda una de mis
visitas a Erik ha aumentado el horror que me inspira, porque cada una
de esas entrevistas, en vez de calmarle, como yo esperaba, lo ha vuelto
loco de amor... y tengo miedo... miedo... ¡mucho miedo!...
–¿Usted tiene miedo... y dice que me ama? Si Erik fuera bello,
¿me amaría usted, Cristina?
–¡Desgraciado! ¿Para qué tentar al Destino? ¿Para qué preguntarme
cosas que oculto como un pecado en el fondo de la conciencia?
Se puso a su vez de pie, rodeó la cabeza del joven can sus bellos
bracos trémulos y le dijo:
–¡Oh! mi novio de un día, si yo no te amara no te daría mis labios.
Por primera y última vez, aquí los tienes.
El posó encima los suyos, pero la sombra que los rodeaba pareció
desgarrarse con tal violencia como si se acercara la tempestad, y al huir
sus ojos, en que vivía el espanto de Erik, les mostró antes de que desapareciera
en el bosque de la techumbre, un inmenso pájaro nocturno
que los miraba con sus ojos de brasa y que parecía aferrado alas cuerdas
de la lira de Apolo.
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CAPITULO XV
UN GOLPE MAESTRO DEL AFICIONADO A LAS TRAMPAS
UN GOLPE MAESTRO DEL AFICIONADO A LAS TRAMPAS
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Raúl y Cristina corrieron, corrieron. Ahora huían del techo en que
brillaban los ojos de brasa que no se ven más que en la sombra profunda;
y no se detuvieron hasta el octavo piso, bajando hacia la tierra.
Aquella noche no había representación y los bastidores estaban desiertos.
–Me está usted haciendo cometer una cobardía, Cristina –dijo
Raúl, que estaba muy agitado –. Me está usted haciendo huir y jamás lo
he hecho en mi vida.
–¡Bah! –respondió Cristina, que comenzaba a calmarse; me parece
que hemos estado huyendo de nuestra propia sombra.
–Era Erik. Tenla los ojos de fuego de que usted me ha hablado.
Hubiera debido clavarle en los brazos de la lira de Apolo como se
clava a la lechuza en las puertas de nuestras granjas bretonas, y no se
hubiera oído hablar más de él.
–Mi buen Raúl, hubiera habido que comenzar por subir a la lira
de Apolo, pero no es casa fácil.
–Allí estaban, sin embargo, los ojos de fuego.
–¡Oh!, ahora está usted lo mismo que yo, que los veo en todas
partes, pero después reflexiono y me digo: lo que me parecieron dos
ojos de brasa eran los clavos de oro de dos estrellas que contemplaban
la ciudad a través del cordaje de la lira.
Y Cristina bajó otro piso, Raúl la seguía y dijo:
–Puesto que está usted decidida a partir, Cristina, le aseguro que
lo mejor serla hacerlo enseguida. ¿Para qué esperar a mañana? Quizás
haya oído lo que hablábamos...
–¡No, no! Está trabajando, le digo. Trabaja en su "Don Juan triunfante"
y no se ocupa de nosotros.
–Está usted tan poco segura de eso, que constantemente se vuelve
a mirar hacia atrás.
–Vamos a mi camarín.
–Démonos más bien cita fuera de la Opera.
–¡Jamás hasta el momento de nuestra fuga! Nos traería desgracia
el que yo no cumpliera mi palabra. Le he prometido no verle a usted
más que aquí.
–Tengo siquiera la suerte de que le haya permitido eso. ¿Sabe
usted que ha sido muy audaz al imaginar este juego del noviazgo?
–¡Pero si lo sabe! Me dijo: "Tengo confianza en usted, Cristina.
El señor Raúl de Chagny está enamorado de usted y debe partir. ¡Que
sea tan desgraciado como yo antes de irse!...”
–¿Y qué quiere decir eso?
–Eso es lo que yo le pregunto. ¿Se es desgraciado cuando se ama?
–¡Sí, Cristina; cuando se ama y no se tiene la seguridad de ser correspondido!
–¿Dice usted eso por Erik?
–Por Erik y por mí –respondió el joven sacudiendo la cabeza con
aire pensativo y desolado.
Llegaron al camarín de Cristina.
–¿Cómo puede usted creer que está más segura en este camarín
que en el teatro? –preguntó Raúl. Puesto que usted le ha oído a través
de las paredes él también puede oírnos.
–¡No! Me ha dado su palabra de que no se volverá a poner tras las
paredes de mi camarín y creo en la palabra de Erik. Mi camarín y mi
cuarto en la casita del lago son míos, exclusivamente míos y sagrados
para él.
–¿Cómo pudo usted salir de este camarín y ser transportada a la
galería oscura, Cristina? ¿Quiere usted que repitamos aquella escena?
–Es peligroso, amigo mío, porque el espejo podría otra vez arrastrarme
y en lugar de huir me verla obligada a ir al extremo del pasadizo
secreto que conduce a la orilla del lago y allí llamar a Erik.
–¿Y la oiría?
En todas partes donde le llamara, Erik me respondería. El mismo
me lo ha dicho, es un genio muy curioso. No crea, Raúl, que es sencillamente
un hombre que tiene la extravagancia de vivir bajo tierra.
Hace cosas que ningún otro hombre podría hacer, sabe cosas que el
resto del mundo ignora.
–Tenga cuidado, Cristina, va usted a convertirlo de nuevo en
fantasma.
–No, no es un fantasma, es un hombre del cielo y de la tierra, nada
más.
–¡Un hombre del ciclo y de la tierra!... Con qué naturalidad dice
usted eso. ¿Y sigue usted decidida a huirle?
–Sí, mañana.
–¿Quiere usted que le diga por qué descarta verla huir esta noche?
–¿Por qué, amigo mío?
–Porque mañana no se decidirá usted a nada.
–Entonces, Raúl, usted me llevará a pesar mío... ¿No ha quedado
así convenido? ¿Aquí, entonces, mañana por la noche?
–¡A las doce y media! –dijo el joven con aire sombrío. Suceda lo
que suceda cumpliré mi promesa. ¿Dice usted que después de asistir a
la representación la irá a esperar al comedor del lago?
–Allí es, en efecto, donde me ha dado cita.
–¿Y cómo podría usted ir al encuentro de Erik, Cristina, si no sabe
usted salir del camarín, "a través del espejo"?
–Pues yendo directamente al borde del lago.
–¿A través de toda la tramoya? ¿Por las escaleras y los pasadizos
en que andan los maquinistas y los peones de servicio? ¿Cómo hubiera
usted podido conservar el secreto de semejante expedición? Todos se
hubieran puesto a seguir a Cristina Daaé y ésta hubiera llegado ala
orilla del lago seguida por una muchedumbre.
Cristina sacó de un cofre una enorme llave y se la mostró a Raúl.
–¿Qué es eso? –le preguntó el joven.
–Es la llave del subterráneo de la calle Scribe.
–Comprendo, Cristina. Conduce directamente al lago... ¿Me quiere
dar esa llave?
–¡Jamás! –respondió Cristina con energía. Se la devolveré a Erik,
depositándola en el palco del Fantasma. Es preciso que Erik pueda
entrar tranquilamente de noche en su casa.
De pronto Raúl vio que Cristina cambiaba bruscamente de color.
Una palidez mortal se esparció por sus facciones.
–¡Oh! ¡Dios mío! –exclamó. ¡Erik! ¡Erik! ¡tenga piedad de mí!
–¡Cállese! –ordenó el joven ¿No me ha dicho usted que en cualquier
parte podría oírla?
Pero la actitud de la cantante se volvía cada vez más inexplicable.
Se retorcía los dedos, repitiendo con expresión extraviada.
–¡Oh! ¡Dios mío! ¡Dios mío!
–Pero, ¿qué hay?, ¿qué hay? –imploraba Raúl.
–El anillo.
–¿Cómo, el anillo? Se lo suplico, Cristina, explíquese.
–¡El anillo de oro que me había dado!...
–¡Oh! ¡Era Erik el que le habla dado el anillo!
–Usted lo sabía, Raúl, pero lo que no sabía es lo que dijo al dármelo:
"Le devuelvo su libertad, Cristina, pero es a condición de que
este anillo lucirá siempre en su dedo. Mientras usted lo conserve, estará
libre de todo peligro y Erik será su amigo. Pero si se separa de él, guay
de usted, Cristina, porque Erik se vengará..." Migo mío, amigo mío, mi
anillo ha desaparecido... ¡Desdichados de nosotros!
Fue en vano que buscaran el anillo alrededor de ellos. La joven
no se calmaba.
–Fue cuando le acordaba aquel beso, allá arriba, bajo la lira de
Apolo trató de explicarse temblando: el anillo debe haberse deslizado
del dedo y caído a la ciudad. ¿Cómo encontrarlo ahora? ¡Qué desdicha
nos amenazará, Raúl! ¡Oh, sí huyamos, huyamos!
–Huyamos enseguida –insistió una vez más Raúl.
Cristina vaciló. Raúl pensó que iba a decir que sí... Pero luego sus
claras pupilas se enturbiaron y dijo:
–¡No, mañana!
Y se le apartó precipitadamente, en un completo desconcierto,
deslizándose los dedos unos sobre otros, como si tuviera aún esperanzas
de que el anillo fuera a reaparecérsele en la mano.
En cuanto a Raúl, volvió a casi muy preocupado con todo lo que
había oído.
–Si no la salvo de manas de ese impostor –dijo hablando en voz
alta ni acostarse, está perdida... ¡Pero la salvaré!
Apagó la luz y sintió en las tinieblas la necesidad de injuriar a
Erik. Gritó por tres veces con voz muy fuerte:
–¡Farsante!... ¡Farsante!... ¡Farsante!..
Pero de pronto se incorporó sobre el codo; un sudor frío le corrió
por las sienes. Dos ojos, das ojos ardientes como brasas, acababan de
encenderse al pie de su cama. Lo miraban fijamente, terriblemente en
la noche negra.
Raúl era valiente y, sin embargo, temblaba. Adelantó la mano,
tambaleando, vacilando, inseguro sobre la mesa de luz. Habiendo encontrado
la caja de fósforos, encendió la luz. Los ojos desaparecieron.
Pensó nada tranquilizado:
–Cristina me ha dicho que sus ojos no se vetan más que en la oscuridad.
Sus ojos han desaparecido con la luz, pero quizá esté ahí.
Se levantó, buscó, registró prudentemente el cuarto. Miró bajo la
cama como los niños. Entonces se encontró ridículo y dijo en voz alta:
–¿Qué creer? ¿Qué no creer en semejante cuento de aparecidos?
¿Dónde acaba lo real? ¿Dónde principia lo fantástico? ¿Qué es lo que
ha visto Cristina? ¿Qué es lo que ha creído ver?
Y yo mismo –agregó con rabia –, ¿qué he visto? ¿He visto realmente
los ojos de brasa hace un instante? ¿No habrán brillado más que
en mi imaginación? ¡Ahora resulta que no estoy seguro de mí mismo y
que no podría jurar si he visto o no esos ojos!
Volvió a acostarse y de nuevo apagó la luz. Los ojos reaparecieron.
–¡Oh! –suspiró Raúl.
Erguido en su cama los miraba a su vez tan fijamente cuanto podía.
Después de un silencio que ocupó en apelar a todo su valor, gritó
de pronto:
–¿Eres tú, Erik? Hombre, genio o fantasma, ¿eres tú?
Y reflexionó:
–Si, es él... está en el balcón.
Entonces corrió en camisa a un pequeño mueble en el que tomó al
tanteo un revólver. Una vez armado abrió la puerta. La noche estaba
extremadamente fresca. Raúl echó una rápida mirada sobre el balcón
desierto, entró y volvió a cerrar la puerta. Volvió a acostarse muy agitado
con el revólver a su alcance, sobre la mesa de noche.
Otra vez volvió a apagar la luz.
Los ojos estaban siempre allí, al pie de su cama. ¿Estaba entre la
cama y el cristal de la ventana o detrás del cristal, es decir, en el balcón?
Eso era lo que quería saber Raúl. Quería también saber si aquellos
ojos pertenecían a un ser humano... quería saberlo todo.
Entonces, pacientemente, fríamente, sin turbar la sombra que lo
rodeaba, cl joven volvió a tomar su revólver y apuntó.
Apuntó a las dos estrellas de oro que lo miraban siempre con tan
singular fulgor inmóvil.
Apuntó algo más arriba de las das estrellas. Si aquellas estrellas
eran ojos y si encima de aquellos ojos había una frente y si no le vacilaba
el pulso...
Una detonación retumbó con terrible estrépito en el silencio de la
casa...
Y mientras que en los corredores se oían pasos precipitados, Raúl,
sentado en la cima, con el brazo extendido pronto a hacer fuego otra
vez, miraba...
Las dos estrellas esta vez habían desaparecido.
–¡Luz, sirvientes! –gritaba el conde Felipe atrozmente ansioso. –
¿Qué hay Raúl?
–Nada, que me parece que he soñado –respondió el joven. He hecho
fuego sobre das estrellas que no me dejaban dormir.
–¿Qué dices?... ¿Te sientes mal? Dime, Raúl, ¿qué te ha pasado?
Y el conde se apoderó del revólver.
–No, no creas que estoy divagando.
–Por otra parte, vamos a cerciorarnos...
Se levantó, se puso una bata, se calzó las pantuflas, tomó de manos
de un sirviente una luz y abriendo la puerta volvió a salir al balcón.
El conde había comprobado que la ventana había sido atravesada
por una bala a la altura de un hombre. Raúl se había inclinado sobre cl
balcón con la vela.
–¡Ah, ah –exclamó... –Sangre... sangre... aquí también... Tanto
mejor... Un fantasma que sangra es menos peligroso –dijo chanceándose.
–¡Raúl, Raúl, Raúl!
El conde lo sacudía como si hubiera querido hacer salir a un sonámbulo
de un peligro sueño.
–¡Pero si te digo que no estoy dormido! –protestó Raúl con impaciencia.
Aquí está la sangre y todos pueden verla. Yo creía estar soñando
y que hacía fuego sobre dos estrellas. Eran los ojos de Erik... y
aquí está su sangre.
Enseguida agregó, súbitamente inquieto:
–¡Quien sabe si no he hecho mal en tirar y Cristina es muy capaz
de no perdonármelo!... Todo esto no habría sucedido si hubiese tomado
la precaución de correr las cortinas al acostarme.
–¡Raúl! ¿Te has vuelto loco? ¡Despiértate! ¡Despiértate!.
–¡Vamos! Harías mejor en ayudarme a buscar a Erik, porque un
fantasma que sangra ha de ser posible encontrarle.
El ayuda de cámara del conde dijo:
–Es cierto, señor, hay sangre en el balcón.
Un sirviente trajo una lámpara y con su luz se pudo examinar todo.
El rastro de la sangre seguía la baranda del balcón e iba a dar a un
caño de desagüe por el que ascendía.
–Mi amigo –dijo cl conde Felipe, le has hecho fuego a un gato.
–¡Qué desgracia! –dijo Raúl con una risa que sonó dolorosamente
en los oídos del conde. Eso es muy posible porque con Erik nunca hay
medio de saber a qué atenerse. ¿Era Erik? ¿Era un gato? ¿Era el Fantasma?
¿Era carne o era tumba? No, no, con Erik nunca es posible
saber a qué atenerse. 'Desde ese día Raúl comenzó a decir estas frases
extrañas que respondían muy íntima y lógicamente a las preocupaciones
de su corazón y que formaban lógica continuación a las condiciones
extrañas, a la vez reales y de apariencia sobrenatural, de Cristina
Daaé; y estas frases no contribuyeron poco a persuadir a muchos que el
cerebro del joven comenzaba a desequilibrara. El mismo conde lo
creyó y más tarde el juez de instrucción, basado en el informe del comisario
de policía Mifroid, no vaciló en creerlo.
–Raúl, ¿quién es Erik? –preguntó el conde oprimiendo la mano de
su hermano.
–¡Es mi rival y si no ha muerto, tanto peor!
Con un ademán despidió a los sirvientes.
La puerta de la pieza se cerró quedando solos los dos Chagny. Pero
la servidumbre no se alejó tan deprisa que el ayuda de cámara del
conde no le oyera pronunciar claramente y con energía esta frase a
Raúl:
–Esta noche raptaré a Cristina Daaé.
Esta frase fue repetida después al juez de instrucción Faure; pero
nunca x supo exactamente lo que hablaron los hermanos en aquella
entrevista.
Los sirvientes afirmaron que aquélla no era la primera pelea que
los hacia encerrarse.
A través de las paredes se oían gritos y siempre se trataba de una
artista llamada Cristina Daaé.
En el momento del desayuno, que el conde tomaba siempre en su
escritorio, Felipe dio orden de que le pidieran a su hermano que fuera a
verlo. Raúl se presentó sombrío y mudo. La escena fue muy corta.
–¡Lee esto! –ordenó el conde.
Felipe entregó a su hermano un diario: "La Época".
Con el dedo le designó un suelto.
El vizconde, leyendo entre dientes:
"Una gran noticia social. El señor vizconde Raúl de Chagny se
ha comprometido a casarse con la artista líriva señorita Cristina Daaé.
Si hemos de dar crédito a los decires de entre bastidores, el conde
Felipe ha jurado que por primera vez un Chagny no cumpliría una
promesa. Como el amor es en la Opera tan omnipotente como en cualquier
otra parte, todos se preguntan de qué medios podrá disponer el
conde Felipe para impedir que su hermano el vizconde conduzca al
altar a la "nueva Margarita". Se dice que los dos hermanos se adoran,
pero el conde se ilusiona singularmente si cree que el amor fraternal
podrá más que el amor liso y llano”
El conde (triste) –. Ya lo ves, Raúl, nos estás poniendo en ridículo.
Esa muchacha te ha hecho perder la cabeza por completo con sus
historias de aparecidos.
(El vizconde le había, pues, transmitido cl relato de Cristina a su
hermano)
El vizconde. –¡Adiós, hermano mío!
El conde. –¿Es cosa resuelta? ¿Partes esta noche? (El vizconde no
responde) ¿Con ella?... No es posible que hagas semejante locura.
(Silencio del vizconde) Ya sabré impedírtelo.
El vizconde. –¡Adiós!
(Se va)
Esta escena ha sido contada al juez de instrucción por el mismo
conde, que no volvió a ver a su hermano Raúl sino esa misma noche en
la Opera, algunas minutos antes de la desaparición de Cristina.
Todo el día fue consagrado, en efecto, por Raúl a los preparativos
del rapto.
Los caballos, el coche, el cochero, las provisiones, los bagajes, el
dinero necesario –no tomarían ferrocarril para despistar al Fantasma –;
todo eso lo ocupó hasta las nueve de la noche.
A las nueve, una especie de berlina, cuyas cortinas estaban caídas
sobre las portezuelas herméticamente cerradas, se colocó en la fila del
lado de la rotonda. Tiraban de ella dos vigorosos caballos y la manejaba
un cochero, cuya cara era difícil de reconocer, tan arrebujado estaba
en los pliegues de su abrigo. Delante de aquella berlinesa había tres
coches. La instrucción estableció que eran el cupé de la Carlota, que
habla vuelto de repente a París, el de la Sorelli y el del conde Felipe de
Chagny. De la berlina no bajó nadie. El cochero permaneció en el
pescante. Los otros tres cocheros habían permanecido también en sus
asientos.
Una sombra, envuelta en una gran cepa, y llevando en la cabeza
un sombrero chambergo, pasó entre la rotonda y los carruajes. Parecía
examinar más atentamente la berlina. Se acercó a los caballos, luego al
cochero, y enseguida se marchó sin decir palabra. La instrucción creyó
más tarde que aquella sombra era la del vizconde Raúl de Chagny; por
mi parte no lo creo, porque esa noche, como las demás, cl vizconde de
Chagny llevaba un sombrero de copa que, por otra parte, fue hallado.
Me parece más bien que aquella sombra era la del propio Fantasma,
que estaba al corriente de todo, como se va a ver enseguida.
La Opera estaba en una de sus noches más brillantes. La aristocracia
estaba magníficamente representada. En aquella época los abonados
no cedían, no alquilaban ni compartían sus palcos con la finanza,
cl comercio o el extranjero. Hoy, en el palco del marqués de Tal, que
conserva siempre su titulo, palco del marqués Tal, porque el marqués
es el abonado titular, en ese palco se pavonea, con toda su distinguida
familia, un acaudalado carnicero, usando de un perfecto derecho,
puesto que contribuye a pagar el palco del marqués. Entonces estas
costumbres eran casi desconocidas. Los palcos de la Opera eran salones
en que se estaba casi seguro de encontrar o de ver gentes de mundo,
que a veces tienen afición a la música. Todo aquel público selecto
se conocía, sin que por esto se frecuentara necesariamente. Pero todas
las caras eran habituales y nadie ignoraba la fisonomía del conde
Chagny.
La noticia aparecida por la mañana en "La Época" había debido
producir su efecto, porque todos los ojos estaban vueltos hacia el palco
en que el conde Felipe, en apariencia muy indiferente y tranquilo,
estaba solo.
El elemento femenino de aquella deslumbrante asamblea parecía
singularmente intrigado y la ausencia del vizconde daba lugar a cien
cuchicheos detrás de los abanicos. Cristina Daaé fue acogida con bastante
frialdad. Aquel público especial no le perdonaba que hubiera
apuntado tan alto.
La diva se dio cuenta de la mala disposición de una parte de la
sala y se turbó.
Los abonados, que pretendían estar al cabo de los amores del vizconde,
no dejaron de sonreír en ciertos pasajes del papel de Margarita.
Fue así que se volvieron ostensiblemente hacia cl palco de Felipe
Chagny, cuando Cristina cantó la frase:
Je voudrais bien savoir
Quel était ce jeune homme
Si c’est un grand seigneur,
Et comment il se nomme.
Con cl mentón apoyado en la mano, el conde parecía no advertir
aquellas manifestaciones. Miraba atentamente la escena. Pero ¿la veía?
Parecía estar lejos de todo...
Cristina iba perdiendo cada vez más su aplomo. Temblaba. Iba
derecho a una catástrofe... Su partenaire Carolus Fonta se preguntó si
no estaría enferma, si podría permanecer en escena hasta el fin del
acto, que era el del jardín. En la sala se recordaba la desgracia que le
había sucedido al final de ese acto a la Carlota, y el "gallo" histórico
que había suspendido momentáneamente su carrera en París.
Precisamente en ese momento hacia su entrada la Carlota en un
palco balcón; entrada sensacional. La pobre Cristina levantó los ojos
hacia aquel nuevo motivo de emoción. Reconoció a su rival. Creyó
verla burlarse. Esto la salvó. Olvidó para triunfar una vez más.
A partir de aquel momento cantó con toda su alma. Trató de sobrepasar
todo lo que había hecho hasta entonces, y lo consiguió. En el
último acto, cuando comenzó a invocar a los ángeles y a alzarse del
suelo, arrastró en el mismo arranque a toda la sala estremecida, y todos
creyeron ver que tenía alas.
Ante aquel llamado sobrehumano, un hombre se había levantado
y permanecía de pie en el centro de la platea, de frente a la actriz, como
si en un movimiento único abandonara la tierra... Era Raúl.
Anges purs! Anges radieux!
Y Cristina, con los brazos extendidos, con la garganta encendida,
envuelta en la gloria de sus cabellos sueltos sobre sus hombros desnudos,
lanzaba el clamor divino:
Portez mon âme au sein des cieux
De pronto se hizo entonces una densa oscuridad en la sala. Aquello
fue tan rápido, que los espectadores tuvieron apenas tiempo para
dar un grito de estupor, porque la luz iluminó de nuevo la escena
..¡Pero Cristina ya no estaba allí!... ¿Qué había sucedido?... ¿Qué
milagro era aquél? Todos se miraban sin comprender, y la emoción
llegó a su colmo enseguida. La impresión no era menor en cl escenario
que en la sala.
Desde los bastidores se precipitaron hacia el sitio en que hacia un
instante Cristina cantaba. El espectáculo se interrumpió en medio del
mayor desconcierto.
¿Qué había sido de Cristina? ¿Qué sortilegio la había robado a
millares de espectadores entusiastas y de entre los brazos de Carolus
Fonta? En verdad, era cosa de preguntarse si oyendo su ruego inflamado
los ángeles no la habían arrebatado en cuerpo y alma...
Raúl, siempre de pie en la platea, había lanzado un grito. El conde
Felipe se había puesto de pie en el palco. Se miraba a la escena, al
conde, a Raúl, y se inquiría si aquel curioso suceso no tendría que ver
con el suelto aparecido aquella misma mañana en un diario. Pero Raúl
salió apresuradamente, cl conde desapareció de su palco, y mientras
caía cl telón, los abonados se precipitaban al escenario. El público
esperaba que se le diera una explicación en medio de un rumoroso
indescriptible. Todos hablaban a la vez.
Cada cual quería explicar las cosas a su manera. Unos decían:
"Cayó dentro de una trampa", otros: "Fue a dar a las bambalinas: la
desgraciada debe de haber sido víctima de algún nuevo mecanismo
inaugurado por la nueva dirección"; otros afirmaban: "Ha sido una
celada, como lo demuestra la coincidencia de la oscuridad y la desaparición".
Pero el telón se levantó lentamente, y Carolus Fonta, adelantándose
hasta cl atril del director de orquesta, anunció con voz grave y
triste:
"Señoras y señores: un acontecimiento inaudito y que nos sume
en la más profunda inquietud, acaba de producirse. Nuestra compañera,
Cristina Daaé, acaba de desaparecer bajo nuestros ojos, sin que
nadie pueda saber cómo".
Raúl y Cristina corrieron, corrieron. Ahora huían del techo en que
brillaban los ojos de brasa que no se ven más que en la sombra profunda;
y no se detuvieron hasta el octavo piso, bajando hacia la tierra.
Aquella noche no había representación y los bastidores estaban desiertos.
–Me está usted haciendo cometer una cobardía, Cristina –dijo
Raúl, que estaba muy agitado –. Me está usted haciendo huir y jamás lo
he hecho en mi vida.
–¡Bah! –respondió Cristina, que comenzaba a calmarse; me parece
que hemos estado huyendo de nuestra propia sombra.
–Era Erik. Tenla los ojos de fuego de que usted me ha hablado.
Hubiera debido clavarle en los brazos de la lira de Apolo como se
clava a la lechuza en las puertas de nuestras granjas bretonas, y no se
hubiera oído hablar más de él.
–Mi buen Raúl, hubiera habido que comenzar por subir a la lira
de Apolo, pero no es casa fácil.
–Allí estaban, sin embargo, los ojos de fuego.
–¡Oh!, ahora está usted lo mismo que yo, que los veo en todas
partes, pero después reflexiono y me digo: lo que me parecieron dos
ojos de brasa eran los clavos de oro de dos estrellas que contemplaban
la ciudad a través del cordaje de la lira.
Y Cristina bajó otro piso, Raúl la seguía y dijo:
–Puesto que está usted decidida a partir, Cristina, le aseguro que
lo mejor serla hacerlo enseguida. ¿Para qué esperar a mañana? Quizás
haya oído lo que hablábamos...
–¡No, no! Está trabajando, le digo. Trabaja en su "Don Juan triunfante"
y no se ocupa de nosotros.
–Está usted tan poco segura de eso, que constantemente se vuelve
a mirar hacia atrás.
–Vamos a mi camarín.
–Démonos más bien cita fuera de la Opera.
–¡Jamás hasta el momento de nuestra fuga! Nos traería desgracia
el que yo no cumpliera mi palabra. Le he prometido no verle a usted
más que aquí.
–Tengo siquiera la suerte de que le haya permitido eso. ¿Sabe
usted que ha sido muy audaz al imaginar este juego del noviazgo?
–¡Pero si lo sabe! Me dijo: "Tengo confianza en usted, Cristina.
El señor Raúl de Chagny está enamorado de usted y debe partir. ¡Que
sea tan desgraciado como yo antes de irse!...”
–¿Y qué quiere decir eso?
–Eso es lo que yo le pregunto. ¿Se es desgraciado cuando se ama?
–¡Sí, Cristina; cuando se ama y no se tiene la seguridad de ser correspondido!
–¿Dice usted eso por Erik?
–Por Erik y por mí –respondió el joven sacudiendo la cabeza con
aire pensativo y desolado.
Llegaron al camarín de Cristina.
–¿Cómo puede usted creer que está más segura en este camarín
que en el teatro? –preguntó Raúl. Puesto que usted le ha oído a través
de las paredes él también puede oírnos.
–¡No! Me ha dado su palabra de que no se volverá a poner tras las
paredes de mi camarín y creo en la palabra de Erik. Mi camarín y mi
cuarto en la casita del lago son míos, exclusivamente míos y sagrados
para él.
–¿Cómo pudo usted salir de este camarín y ser transportada a la
galería oscura, Cristina? ¿Quiere usted que repitamos aquella escena?
–Es peligroso, amigo mío, porque el espejo podría otra vez arrastrarme
y en lugar de huir me verla obligada a ir al extremo del pasadizo
secreto que conduce a la orilla del lago y allí llamar a Erik.
–¿Y la oiría?
En todas partes donde le llamara, Erik me respondería. El mismo
me lo ha dicho, es un genio muy curioso. No crea, Raúl, que es sencillamente
un hombre que tiene la extravagancia de vivir bajo tierra.
Hace cosas que ningún otro hombre podría hacer, sabe cosas que el
resto del mundo ignora.
–Tenga cuidado, Cristina, va usted a convertirlo de nuevo en
fantasma.
–No, no es un fantasma, es un hombre del cielo y de la tierra, nada
más.
–¡Un hombre del ciclo y de la tierra!... Con qué naturalidad dice
usted eso. ¿Y sigue usted decidida a huirle?
–Sí, mañana.
–¿Quiere usted que le diga por qué descarta verla huir esta noche?
–¿Por qué, amigo mío?
–Porque mañana no se decidirá usted a nada.
–Entonces, Raúl, usted me llevará a pesar mío... ¿No ha quedado
así convenido? ¿Aquí, entonces, mañana por la noche?
–¡A las doce y media! –dijo el joven con aire sombrío. Suceda lo
que suceda cumpliré mi promesa. ¿Dice usted que después de asistir a
la representación la irá a esperar al comedor del lago?
–Allí es, en efecto, donde me ha dado cita.
–¿Y cómo podría usted ir al encuentro de Erik, Cristina, si no sabe
usted salir del camarín, "a través del espejo"?
–Pues yendo directamente al borde del lago.
–¿A través de toda la tramoya? ¿Por las escaleras y los pasadizos
en que andan los maquinistas y los peones de servicio? ¿Cómo hubiera
usted podido conservar el secreto de semejante expedición? Todos se
hubieran puesto a seguir a Cristina Daaé y ésta hubiera llegado ala
orilla del lago seguida por una muchedumbre.
Cristina sacó de un cofre una enorme llave y se la mostró a Raúl.
–¿Qué es eso? –le preguntó el joven.
–Es la llave del subterráneo de la calle Scribe.
–Comprendo, Cristina. Conduce directamente al lago... ¿Me quiere
dar esa llave?
–¡Jamás! –respondió Cristina con energía. Se la devolveré a Erik,
depositándola en el palco del Fantasma. Es preciso que Erik pueda
entrar tranquilamente de noche en su casa.
De pronto Raúl vio que Cristina cambiaba bruscamente de color.
Una palidez mortal se esparció por sus facciones.
–¡Oh! ¡Dios mío! –exclamó. ¡Erik! ¡Erik! ¡tenga piedad de mí!
–¡Cállese! –ordenó el joven ¿No me ha dicho usted que en cualquier
parte podría oírla?
Pero la actitud de la cantante se volvía cada vez más inexplicable.
Se retorcía los dedos, repitiendo con expresión extraviada.
–¡Oh! ¡Dios mío! ¡Dios mío!
–Pero, ¿qué hay?, ¿qué hay? –imploraba Raúl.
–El anillo.
–¿Cómo, el anillo? Se lo suplico, Cristina, explíquese.
–¡El anillo de oro que me había dado!...
–¡Oh! ¡Era Erik el que le habla dado el anillo!
–Usted lo sabía, Raúl, pero lo que no sabía es lo que dijo al dármelo:
"Le devuelvo su libertad, Cristina, pero es a condición de que
este anillo lucirá siempre en su dedo. Mientras usted lo conserve, estará
libre de todo peligro y Erik será su amigo. Pero si se separa de él, guay
de usted, Cristina, porque Erik se vengará..." Migo mío, amigo mío, mi
anillo ha desaparecido... ¡Desdichados de nosotros!
Fue en vano que buscaran el anillo alrededor de ellos. La joven
no se calmaba.
–Fue cuando le acordaba aquel beso, allá arriba, bajo la lira de
Apolo trató de explicarse temblando: el anillo debe haberse deslizado
del dedo y caído a la ciudad. ¿Cómo encontrarlo ahora? ¡Qué desdicha
nos amenazará, Raúl! ¡Oh, sí huyamos, huyamos!
–Huyamos enseguida –insistió una vez más Raúl.
Cristina vaciló. Raúl pensó que iba a decir que sí... Pero luego sus
claras pupilas se enturbiaron y dijo:
–¡No, mañana!
Y se le apartó precipitadamente, en un completo desconcierto,
deslizándose los dedos unos sobre otros, como si tuviera aún esperanzas
de que el anillo fuera a reaparecérsele en la mano.
En cuanto a Raúl, volvió a casi muy preocupado con todo lo que
había oído.
–Si no la salvo de manas de ese impostor –dijo hablando en voz
alta ni acostarse, está perdida... ¡Pero la salvaré!
Apagó la luz y sintió en las tinieblas la necesidad de injuriar a
Erik. Gritó por tres veces con voz muy fuerte:
–¡Farsante!... ¡Farsante!... ¡Farsante!..
Pero de pronto se incorporó sobre el codo; un sudor frío le corrió
por las sienes. Dos ojos, das ojos ardientes como brasas, acababan de
encenderse al pie de su cama. Lo miraban fijamente, terriblemente en
la noche negra.
Raúl era valiente y, sin embargo, temblaba. Adelantó la mano,
tambaleando, vacilando, inseguro sobre la mesa de luz. Habiendo encontrado
la caja de fósforos, encendió la luz. Los ojos desaparecieron.
Pensó nada tranquilizado:
–Cristina me ha dicho que sus ojos no se vetan más que en la oscuridad.
Sus ojos han desaparecido con la luz, pero quizá esté ahí.
Se levantó, buscó, registró prudentemente el cuarto. Miró bajo la
cama como los niños. Entonces se encontró ridículo y dijo en voz alta:
–¿Qué creer? ¿Qué no creer en semejante cuento de aparecidos?
¿Dónde acaba lo real? ¿Dónde principia lo fantástico? ¿Qué es lo que
ha visto Cristina? ¿Qué es lo que ha creído ver?
Y yo mismo –agregó con rabia –, ¿qué he visto? ¿He visto realmente
los ojos de brasa hace un instante? ¿No habrán brillado más que
en mi imaginación? ¡Ahora resulta que no estoy seguro de mí mismo y
que no podría jurar si he visto o no esos ojos!
Volvió a acostarse y de nuevo apagó la luz. Los ojos reaparecieron.
–¡Oh! –suspiró Raúl.
Erguido en su cama los miraba a su vez tan fijamente cuanto podía.
Después de un silencio que ocupó en apelar a todo su valor, gritó
de pronto:
–¿Eres tú, Erik? Hombre, genio o fantasma, ¿eres tú?
Y reflexionó:
–Si, es él... está en el balcón.
Entonces corrió en camisa a un pequeño mueble en el que tomó al
tanteo un revólver. Una vez armado abrió la puerta. La noche estaba
extremadamente fresca. Raúl echó una rápida mirada sobre el balcón
desierto, entró y volvió a cerrar la puerta. Volvió a acostarse muy agitado
con el revólver a su alcance, sobre la mesa de noche.
Otra vez volvió a apagar la luz.
Los ojos estaban siempre allí, al pie de su cama. ¿Estaba entre la
cama y el cristal de la ventana o detrás del cristal, es decir, en el balcón?
Eso era lo que quería saber Raúl. Quería también saber si aquellos
ojos pertenecían a un ser humano... quería saberlo todo.
Entonces, pacientemente, fríamente, sin turbar la sombra que lo
rodeaba, cl joven volvió a tomar su revólver y apuntó.
Apuntó a las dos estrellas de oro que lo miraban siempre con tan
singular fulgor inmóvil.
Apuntó algo más arriba de las das estrellas. Si aquellas estrellas
eran ojos y si encima de aquellos ojos había una frente y si no le vacilaba
el pulso...
Una detonación retumbó con terrible estrépito en el silencio de la
casa...
Y mientras que en los corredores se oían pasos precipitados, Raúl,
sentado en la cima, con el brazo extendido pronto a hacer fuego otra
vez, miraba...
Las dos estrellas esta vez habían desaparecido.
–¡Luz, sirvientes! –gritaba el conde Felipe atrozmente ansioso. –
¿Qué hay Raúl?
–Nada, que me parece que he soñado –respondió el joven. He hecho
fuego sobre das estrellas que no me dejaban dormir.
–¿Qué dices?... ¿Te sientes mal? Dime, Raúl, ¿qué te ha pasado?
Y el conde se apoderó del revólver.
–No, no creas que estoy divagando.
–Por otra parte, vamos a cerciorarnos...
Se levantó, se puso una bata, se calzó las pantuflas, tomó de manos
de un sirviente una luz y abriendo la puerta volvió a salir al balcón.
El conde había comprobado que la ventana había sido atravesada
por una bala a la altura de un hombre. Raúl se había inclinado sobre cl
balcón con la vela.
–¡Ah, ah –exclamó... –Sangre... sangre... aquí también... Tanto
mejor... Un fantasma que sangra es menos peligroso –dijo chanceándose.
–¡Raúl, Raúl, Raúl!
El conde lo sacudía como si hubiera querido hacer salir a un sonámbulo
de un peligro sueño.
–¡Pero si te digo que no estoy dormido! –protestó Raúl con impaciencia.
Aquí está la sangre y todos pueden verla. Yo creía estar soñando
y que hacía fuego sobre dos estrellas. Eran los ojos de Erik... y
aquí está su sangre.
Enseguida agregó, súbitamente inquieto:
–¡Quien sabe si no he hecho mal en tirar y Cristina es muy capaz
de no perdonármelo!... Todo esto no habría sucedido si hubiese tomado
la precaución de correr las cortinas al acostarme.
–¡Raúl! ¿Te has vuelto loco? ¡Despiértate! ¡Despiértate!.
–¡Vamos! Harías mejor en ayudarme a buscar a Erik, porque un
fantasma que sangra ha de ser posible encontrarle.
El ayuda de cámara del conde dijo:
–Es cierto, señor, hay sangre en el balcón.
Un sirviente trajo una lámpara y con su luz se pudo examinar todo.
El rastro de la sangre seguía la baranda del balcón e iba a dar a un
caño de desagüe por el que ascendía.
–Mi amigo –dijo cl conde Felipe, le has hecho fuego a un gato.
–¡Qué desgracia! –dijo Raúl con una risa que sonó dolorosamente
en los oídos del conde. Eso es muy posible porque con Erik nunca hay
medio de saber a qué atenerse. ¿Era Erik? ¿Era un gato? ¿Era el Fantasma?
¿Era carne o era tumba? No, no, con Erik nunca es posible
saber a qué atenerse. 'Desde ese día Raúl comenzó a decir estas frases
extrañas que respondían muy íntima y lógicamente a las preocupaciones
de su corazón y que formaban lógica continuación a las condiciones
extrañas, a la vez reales y de apariencia sobrenatural, de Cristina
Daaé; y estas frases no contribuyeron poco a persuadir a muchos que el
cerebro del joven comenzaba a desequilibrara. El mismo conde lo
creyó y más tarde el juez de instrucción, basado en el informe del comisario
de policía Mifroid, no vaciló en creerlo.
–Raúl, ¿quién es Erik? –preguntó el conde oprimiendo la mano de
su hermano.
–¡Es mi rival y si no ha muerto, tanto peor!
Con un ademán despidió a los sirvientes.
La puerta de la pieza se cerró quedando solos los dos Chagny. Pero
la servidumbre no se alejó tan deprisa que el ayuda de cámara del
conde no le oyera pronunciar claramente y con energía esta frase a
Raúl:
–Esta noche raptaré a Cristina Daaé.
Esta frase fue repetida después al juez de instrucción Faure; pero
nunca x supo exactamente lo que hablaron los hermanos en aquella
entrevista.
Los sirvientes afirmaron que aquélla no era la primera pelea que
los hacia encerrarse.
A través de las paredes se oían gritos y siempre se trataba de una
artista llamada Cristina Daaé.
En el momento del desayuno, que el conde tomaba siempre en su
escritorio, Felipe dio orden de que le pidieran a su hermano que fuera a
verlo. Raúl se presentó sombrío y mudo. La escena fue muy corta.
–¡Lee esto! –ordenó el conde.
Felipe entregó a su hermano un diario: "La Época".
Con el dedo le designó un suelto.
El vizconde, leyendo entre dientes:
"Una gran noticia social. El señor vizconde Raúl de Chagny se
ha comprometido a casarse con la artista líriva señorita Cristina Daaé.
Si hemos de dar crédito a los decires de entre bastidores, el conde
Felipe ha jurado que por primera vez un Chagny no cumpliría una
promesa. Como el amor es en la Opera tan omnipotente como en cualquier
otra parte, todos se preguntan de qué medios podrá disponer el
conde Felipe para impedir que su hermano el vizconde conduzca al
altar a la "nueva Margarita". Se dice que los dos hermanos se adoran,
pero el conde se ilusiona singularmente si cree que el amor fraternal
podrá más que el amor liso y llano”
El conde (triste) –. Ya lo ves, Raúl, nos estás poniendo en ridículo.
Esa muchacha te ha hecho perder la cabeza por completo con sus
historias de aparecidos.
(El vizconde le había, pues, transmitido cl relato de Cristina a su
hermano)
El vizconde. –¡Adiós, hermano mío!
El conde. –¿Es cosa resuelta? ¿Partes esta noche? (El vizconde no
responde) ¿Con ella?... No es posible que hagas semejante locura.
(Silencio del vizconde) Ya sabré impedírtelo.
El vizconde. –¡Adiós!
(Se va)
Esta escena ha sido contada al juez de instrucción por el mismo
conde, que no volvió a ver a su hermano Raúl sino esa misma noche en
la Opera, algunas minutos antes de la desaparición de Cristina.
Todo el día fue consagrado, en efecto, por Raúl a los preparativos
del rapto.
Los caballos, el coche, el cochero, las provisiones, los bagajes, el
dinero necesario –no tomarían ferrocarril para despistar al Fantasma –;
todo eso lo ocupó hasta las nueve de la noche.
A las nueve, una especie de berlina, cuyas cortinas estaban caídas
sobre las portezuelas herméticamente cerradas, se colocó en la fila del
lado de la rotonda. Tiraban de ella dos vigorosos caballos y la manejaba
un cochero, cuya cara era difícil de reconocer, tan arrebujado estaba
en los pliegues de su abrigo. Delante de aquella berlinesa había tres
coches. La instrucción estableció que eran el cupé de la Carlota, que
habla vuelto de repente a París, el de la Sorelli y el del conde Felipe de
Chagny. De la berlina no bajó nadie. El cochero permaneció en el
pescante. Los otros tres cocheros habían permanecido también en sus
asientos.
Una sombra, envuelta en una gran cepa, y llevando en la cabeza
un sombrero chambergo, pasó entre la rotonda y los carruajes. Parecía
examinar más atentamente la berlina. Se acercó a los caballos, luego al
cochero, y enseguida se marchó sin decir palabra. La instrucción creyó
más tarde que aquella sombra era la del vizconde Raúl de Chagny; por
mi parte no lo creo, porque esa noche, como las demás, cl vizconde de
Chagny llevaba un sombrero de copa que, por otra parte, fue hallado.
Me parece más bien que aquella sombra era la del propio Fantasma,
que estaba al corriente de todo, como se va a ver enseguida.
La Opera estaba en una de sus noches más brillantes. La aristocracia
estaba magníficamente representada. En aquella época los abonados
no cedían, no alquilaban ni compartían sus palcos con la finanza,
cl comercio o el extranjero. Hoy, en el palco del marqués de Tal, que
conserva siempre su titulo, palco del marqués Tal, porque el marqués
es el abonado titular, en ese palco se pavonea, con toda su distinguida
familia, un acaudalado carnicero, usando de un perfecto derecho,
puesto que contribuye a pagar el palco del marqués. Entonces estas
costumbres eran casi desconocidas. Los palcos de la Opera eran salones
en que se estaba casi seguro de encontrar o de ver gentes de mundo,
que a veces tienen afición a la música. Todo aquel público selecto
se conocía, sin que por esto se frecuentara necesariamente. Pero todas
las caras eran habituales y nadie ignoraba la fisonomía del conde
Chagny.
La noticia aparecida por la mañana en "La Época" había debido
producir su efecto, porque todos los ojos estaban vueltos hacia el palco
en que el conde Felipe, en apariencia muy indiferente y tranquilo,
estaba solo.
El elemento femenino de aquella deslumbrante asamblea parecía
singularmente intrigado y la ausencia del vizconde daba lugar a cien
cuchicheos detrás de los abanicos. Cristina Daaé fue acogida con bastante
frialdad. Aquel público especial no le perdonaba que hubiera
apuntado tan alto.
La diva se dio cuenta de la mala disposición de una parte de la
sala y se turbó.
Los abonados, que pretendían estar al cabo de los amores del vizconde,
no dejaron de sonreír en ciertos pasajes del papel de Margarita.
Fue así que se volvieron ostensiblemente hacia cl palco de Felipe
Chagny, cuando Cristina cantó la frase:
Je voudrais bien savoir
Quel était ce jeune homme
Si c’est un grand seigneur,
Et comment il se nomme.
Con cl mentón apoyado en la mano, el conde parecía no advertir
aquellas manifestaciones. Miraba atentamente la escena. Pero ¿la veía?
Parecía estar lejos de todo...
Cristina iba perdiendo cada vez más su aplomo. Temblaba. Iba
derecho a una catástrofe... Su partenaire Carolus Fonta se preguntó si
no estaría enferma, si podría permanecer en escena hasta el fin del
acto, que era el del jardín. En la sala se recordaba la desgracia que le
había sucedido al final de ese acto a la Carlota, y el "gallo" histórico
que había suspendido momentáneamente su carrera en París.
Precisamente en ese momento hacia su entrada la Carlota en un
palco balcón; entrada sensacional. La pobre Cristina levantó los ojos
hacia aquel nuevo motivo de emoción. Reconoció a su rival. Creyó
verla burlarse. Esto la salvó. Olvidó para triunfar una vez más.
A partir de aquel momento cantó con toda su alma. Trató de sobrepasar
todo lo que había hecho hasta entonces, y lo consiguió. En el
último acto, cuando comenzó a invocar a los ángeles y a alzarse del
suelo, arrastró en el mismo arranque a toda la sala estremecida, y todos
creyeron ver que tenía alas.
Ante aquel llamado sobrehumano, un hombre se había levantado
y permanecía de pie en el centro de la platea, de frente a la actriz, como
si en un movimiento único abandonara la tierra... Era Raúl.
Anges purs! Anges radieux!
Y Cristina, con los brazos extendidos, con la garganta encendida,
envuelta en la gloria de sus cabellos sueltos sobre sus hombros desnudos,
lanzaba el clamor divino:
Portez mon âme au sein des cieux
De pronto se hizo entonces una densa oscuridad en la sala. Aquello
fue tan rápido, que los espectadores tuvieron apenas tiempo para
dar un grito de estupor, porque la luz iluminó de nuevo la escena
..¡Pero Cristina ya no estaba allí!... ¿Qué había sucedido?... ¿Qué
milagro era aquél? Todos se miraban sin comprender, y la emoción
llegó a su colmo enseguida. La impresión no era menor en cl escenario
que en la sala.
Desde los bastidores se precipitaron hacia el sitio en que hacia un
instante Cristina cantaba. El espectáculo se interrumpió en medio del
mayor desconcierto.
¿Qué había sido de Cristina? ¿Qué sortilegio la había robado a
millares de espectadores entusiastas y de entre los brazos de Carolus
Fonta? En verdad, era cosa de preguntarse si oyendo su ruego inflamado
los ángeles no la habían arrebatado en cuerpo y alma...
Raúl, siempre de pie en la platea, había lanzado un grito. El conde
Felipe se había puesto de pie en el palco. Se miraba a la escena, al
conde, a Raúl, y se inquiría si aquel curioso suceso no tendría que ver
con el suelto aparecido aquella misma mañana en un diario. Pero Raúl
salió apresuradamente, cl conde desapareció de su palco, y mientras
caía cl telón, los abonados se precipitaban al escenario. El público
esperaba que se le diera una explicación en medio de un rumoroso
indescriptible. Todos hablaban a la vez.
Cada cual quería explicar las cosas a su manera. Unos decían:
"Cayó dentro de una trampa", otros: "Fue a dar a las bambalinas: la
desgraciada debe de haber sido víctima de algún nuevo mecanismo
inaugurado por la nueva dirección"; otros afirmaban: "Ha sido una
celada, como lo demuestra la coincidencia de la oscuridad y la desaparición".
Pero el telón se levantó lentamente, y Carolus Fonta, adelantándose
hasta cl atril del director de orquesta, anunció con voz grave y
triste:
"Señoras y señores: un acontecimiento inaudito y que nos sume
en la más profunda inquietud, acaba de producirse. Nuestra compañera,
Cristina Daaé, acaba de desaparecer bajo nuestros ojos, sin que
nadie pueda saber cómo".
_
CAPITULO XVI
SINGULAR ACTITUD DE UN ALFILER DE GANCHO
CAPITULO XVI
SINGULAR ACTITUD DE UN ALFILER DE GANCHO
_
En el escenario había un alboroto indescriptible. Artistas, maquinistas,
bailarinas, figurantas, coristas, abonados, todo el mundo interrogaba,
se atropellaba, gritaba:
–¿Dónde está? ¿Se ha hecho raptar? Es el vizconde de Chagny
que se la ha llevado.
–No; es el conde.
–¡Ah! Ahí está la Carlota. Es ella la que debe de haber dado cl
golpe.
–¡No, es el Fantasma!
Y algunos ríen, sobre todo después de haberse comprobado por el
atento examen de las trampas y los pisos, que no se trataba de un accidente.
En aquella aglomeración rumorosa se destaca un grupo que conversa
en voz baja, haciendo ademanes de desesperación. Lo forman
Gabriel, cl maestro de canto, Mercier, el administrador, cl secretario
Remy. Se han retirado al ángulo de un biombo que pone en comunicación
la escena con el ancho pasadizo del foyer de la danza. Allí detrás
de enormes pilas de accesorios, parlamentan:
–¡He llamado y no me han respondido! No estarán quizás en el
despacho. En todo caso es imposible saberlo, porque se han llevado las
llaves.
Así se expresaba el secretario Remy, y no cabe duda de que en
aquellas palabras designa a los señores directores. Estos han dado
órdenes de que durante el último entreacto no vayan a incomodarlos ha
o ningún pretexto. "No están para nadie.”
–Sin embargo –exclamó Gabriel, no se roba todos los días a una
cantante en plena escena...
–¿Les ha gritarlo usted eso? –interroga Mercier.
–Me vuelvo allá –dice Remy; y desaparece corriendo. En eso llega
cl director de escena:
–¿Y bien, señor Mercier? ¿No viene usted? ¿Qué hacen ustedes
aquí? Le necesitamos allí, señor administrador.
–No quiero saber ni hacer nada antes de que llegue cl comisario –
declara Mercier –. He mandado llamar a Mifroid. Veremos cuando esté
aquí.
–Pues yo le digo que es preciso que baje enseguida a los conmutadores.
–No iré antes de que llegue cl comisario...
–Pues yo ya he bajado a los conmutadores.
–¡Ah!, ¿y qué vio usted allí?
–Pues no vi allí a nadie absolutamente, ¿oye usted?
–Entonces, ¿qué quiere que vaya a hacer?
–Evidentemente –replica el director de escena, que se pasa frenéticamente
los dedos entre una melena rebelde. ¡Evidentemente! Pero si
hubiera alguien en los conmutadores, ese alguien podría explicarnos
cómo fue que se oscureció la escena de golpe, y no se puede dar con
Mauclair en ninguna parte, ¿comprende usted?
Mauclair era cl jefe del alumbrado que dispensaba a voluntad cl
día y la noche en cl escenario de la Opera.
–¿Cómo? ¡No se puede encontrar a Mauclair! –repite Mercier
sorprendido. ¿Y sus ayudantes?
–¡Ni Mauclair ni ayudantes! ¡No hay nadie en los conmutadores,
le digo! Esta claro –grita el director de escena –que esta chica no se ha
raptado sola. El golpe estaba preparado, y es preciso averiguar cómo...
¡Y los directores no aparecen!... He prohibido que bajen a la iluminación
y he puesto un bombero delante de los conmutadores. ¿No se ha
hecho bien?
–Sí, sí, ha hecho usted bien... Y ahora, esperemos al comisario.
El director de escena se aleja, encogiéndose de hombros, exasperado,
mascullando injurias contra aquellas gallinas que permanecen
metidas en un rincón, cuando todo el teatro está sin pies ni cabeza.
Tranquilos no estaban, por cierto, Gabriel ni Mercier. Pero es cl
ceso que habían recibido una consigna que los paralizaba.
No debían incomodar a los señores directores por razón alguna.
Remy había infringido aquella orden y no le había valido de nada.
Precisamente, se lo ve que vuelve de su nueva expedición. Su expresión
está singularmente alterada.
–¿Y, qué tal?, ¿les habló usted? –interroga Mercier.
–Moncharmin acabó por abrir la puerta. Los ojos se le salían de
las órbitas. Creí que me iba a pegar. No pude decirle una palabra, y,
¿sabe usted lo que me gritó? "¿Tiene usted un alfiler de gancho?" –
¡No! –Pues, entonces, ¡déjeme en paz!" Quise explicarle que acababa
de ocurrir en el teatro un acontecimiento inaudito... Se puso a gritar:
"¡Un alfiler de gancho!
–¡Deme un alfiler de gancho!". Un escribiente que lo oyó –porque
gritaba como un loco –acudió con un alfiler de gancho y se lo dio enseguida.
Inmediatamente Moncharmin me dio con la puerta en las
narices, ¡y aquí estoy!
Y no pudo usted decirle que Cristina Daaé...
–¡Oh, hubiera querido verlo a usted! ¡Echaba chispas!... No quería
saber de nada, sino de su alfiler de gancho... ¡Me parece que si no
se lo hubiesen encontrado enseguida, le da un ataque! Todo esto, por
cierto, no es natural, y parece que nuestros directores se hubieran
vuelto locos...
Pero el secretario Remy no está contento, y lo demuestra.
–¡Esto no puede seguir así! ¡Yo no estoy acostumbrado a ser tratado
de este modo!
De pronto, Gabriel le dice al oído:
–Esto es otro golpe del F. de la O.
Remy se burla, Mercier suspira, parece dispuesto a hacer una confidencia...,
pero habiendo mirado a Gabriel, que le hace seña de que
calle, permanece mudo. No hay que olvidar que Gabriel y Mercier
están al tanto de las dificultades en que F. de la O. ha puesto a los señores
directores.
Entretanto, Mercier, que ve crecer su responsabilidad a medida
que transcurren los minutos, y que los directores no aparecen, no puede
contenerse:
–Pues allá voy a ver cómo me reciben.
Gabriel, poniéndose de pronto muy serio, lo detiene:
–¡Piense en lo que hace, Mercier! Si permanecen encerradas en su
despacho, es quizá porque ello es necesario. ¡F. de la O. tiene más de
una cuerda en su arco!
Pero Mercier sacude la cabeza:
–¡Tanto peor! ¡Voy allá! Si me hubiesen escuchado, hace ya mucho
tiempo que lo hubiera dicho todo a la policía.
Y se marchó:
–“Todo" ¿qué? –pregunta enseguida Remy. “¿Qué?" se le hubiera
dicho a la policía? ¡Ah!, usted calla, Gabriel. ¿Usted también está en la
confidencia? Pues hace mal en no ponerme a mí también al tanto de
ella, porque si no me voy a poner a gritar que todos ustedes se han
vuelto locos... sí, todos.
Gabriel pone cera de tonto y finge no comprender aquella salida
incorrecta del señor secretario particular.
–¿Qué confidencia? –murmura. No sé qué quiere usted decir.
Remy se exaspera.
–Esta noche, aquí mismo, Richard y Moncharmin hacían ademanes
y gestas de alienados.
–No lo noté –responde Gabriel muy fastidiado.
–¡Pues es usted el único!... Se imagina usted que no las vi... Y
que el señor Parabisse, el director del crédito Central no advirtió nada...
¿Y que el señor embajador de La Barderie tiene los ojos en la nuca?...
Pero, señor maestro de canto, todos los abonados han estado mostrando
con el dedo a nuestros directores...
–¿Y qué hacían nuestros directores? –preguntó Gabriel con su
expresión más boba.
–¿Qué hacían? ¡Usted sabe mejor que nadie qué hacían! ¡Usted
estaba ahí!... ¡Y usted los observaba junto con Mercier!.. Y ustedes
eran los únicos que no reían.
–No comprendo.
Muy frío, muy reservado, Gabriel alza los brazos y los deja caer,
lo que significa, evidentemente, que aquello no le importa nada... Remy
prosigue:
–¿Qué significa esta nueva manta? ¿Por qué no quieren ahora que
uno se les acerque?
–¿Cómo? ¿No quieren que uno se les acerque?
–No quieren que se les toque.
–¿De veras ha notado usted que no quieren que se los toque? ¡Eso
sí que es raro!
–¡Ah, conviene usted en ello! ¡Ya era tiempo! ¡Y caminan para
atrás!
–¡Para atrás! ¿Usted ha notado que nuestros directores caminan
para atrás? Yo creía que solamente los cangrejos caminaban así.
–¡No se ría, Gabriel, no se ría!
–No me río –protestó Gabriel, que se puso serio como una piedra.
–Puede usted explicarme, Gabriel, usted que es amigo íntimo de
la dirección, por qué en el entreacto del "jardín", estando delante del
foyer, al adelantarme con la mano tendida hacia el señor Richard, le oí
decirle al señor Moncharmin precipitadamente y en voz baja: "¡Apártese!
¡apártese! Y sobre todo, no toque al señor director..." ¿Soy acaso un
apestado?
–¡Increíble!
–Y, momentos más tarde, cuando el señor embajador de La Borderic se
dirigió a su vez al señor Richard, ¿no vio usted al señor Moncharmin
precipitarse entre ambas y no le oyó usted decir: "señor embajador, se
lo suplico, no toque usted al señor director?
–¡Singularísimo!... Y ¿qué hacía Richard mientras tanto?
–¿Qué hacia? Ya lo vio usted, daba media vuelta, saludaba delante
de sí, donde no habla nadie, y se retiraba caminando para atrás.
–¿Para atrás?
–Y Moncharmin, detrás de Richard, también dio media vuelta, es
decir, que hizo detrás de Richard un rápido semicírculo, y también se
retiró caminando para atrás. Y así se dirigieron hasta la escalera de la
administración... siempre de espaldas, ¿oye usted? ¡Siempre de espaldas!
En fin, si no están locos de atar, ¿me quiere usted explicar qué
significa eso?
–Quizás estuvieran ensayando –indicó Gabriel, sin convicción
una figura de baile.
El señor secretario se sintió ofendido por una gracia tan chabacana
en un momento tan dramático. Frunció el ceño, sus labios se contrajeron
y se inclinó al oído de Gabriel:
–No se pase de listo, Gabriel. Aquí ocurre algo en que a Mercier
y a usted quizá les incumba alguna responsabilidad.
–¿Qué pasa? –interrogó Gabriel.
–Cristina Daaé no es la única persona que haya desaparecido de
pronto esta noche.
–¡Ah!, ¡bah!
–No hay "¡Ah!, ¡bah!, ¿Puede usted decirme por qué cuando madame
Giry huyó hace un momento al foyer, Mercier la tomó de la mano
y se la llevó precipitadamente consigo?
–¡Hombre!, ¡pues no lo noté!
–Si, no lo notó usted, pero siguió usted a la vieja Giry y a Mercier
hasta el despacho de éste. Después se los vio a usted y a Mercier, pero
no se ha vuelto a ver a la acomodadora.
–¿Sospecha usted que nos la hemos comido?
–¡No!, pero la han encerrado en el escritorio bajo llave, y cuando
se pasa cerca de la puerta de ese escritorio, ¿sabe usted lo que se oye?
Se oyen estas palabras: "¡Oh, qué bandidos! ¡Oh!, ¡qué bandidos!”
En este momento la singular conversación fue interrumpida por la
llegada de Mercier, jadeante.
–¡Está bien! –dijo con voz desesperada –¡No hay nada que hacer!...
Les he gritado: "¡Es muy grave! ¡Abran! Soy yo, Mercier". Oí
pasos. Se abrió la puerta y apareció Moncharmin. Estaba muy pálido.
Me preguntó: "¿Qué quiere?" Le repliqué: "Se han llevado a Cristina
Daaé". ¿Saben ustedes lo que me respondió? "¡Tanto mejor para ella!"
Y cerró la puerta, poniéndome esto en la mano.
Mercier abrió la mano; Remy y Gabriel miraron.
–¡El alfiler de gancho! –exclama Remy.
–¡Extraño! ¡Muy extraño! –dice en voz baja Gabriel, que no puede
disimular un estremecimiento.
De pronto una voz hizo que los tres se volvieran:
–Disculpen señores, ¿podrían ustedes decirme dónde está Cristina
Daaé?
A pesar de la gravedad de las circunstancias, semejante pregunta
los hubiera hecho estallar en una carcajada, si no hubieran visto una
cara tan contraída por el dolor, que les dio pena en el acto. Era el vizconde
Raúl de Chagny.
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En el escenario había un alboroto indescriptible. Artistas, maquinistas,
bailarinas, figurantas, coristas, abonados, todo el mundo interrogaba,
se atropellaba, gritaba:
–¿Dónde está? ¿Se ha hecho raptar? Es el vizconde de Chagny
que se la ha llevado.
–No; es el conde.
–¡Ah! Ahí está la Carlota. Es ella la que debe de haber dado cl
golpe.
–¡No, es el Fantasma!
Y algunos ríen, sobre todo después de haberse comprobado por el
atento examen de las trampas y los pisos, que no se trataba de un accidente.
En aquella aglomeración rumorosa se destaca un grupo que conversa
en voz baja, haciendo ademanes de desesperación. Lo forman
Gabriel, cl maestro de canto, Mercier, el administrador, cl secretario
Remy. Se han retirado al ángulo de un biombo que pone en comunicación
la escena con el ancho pasadizo del foyer de la danza. Allí detrás
de enormes pilas de accesorios, parlamentan:
–¡He llamado y no me han respondido! No estarán quizás en el
despacho. En todo caso es imposible saberlo, porque se han llevado las
llaves.
Así se expresaba el secretario Remy, y no cabe duda de que en
aquellas palabras designa a los señores directores. Estos han dado
órdenes de que durante el último entreacto no vayan a incomodarlos ha
o ningún pretexto. "No están para nadie.”
–Sin embargo –exclamó Gabriel, no se roba todos los días a una
cantante en plena escena...
–¿Les ha gritarlo usted eso? –interroga Mercier.
–Me vuelvo allá –dice Remy; y desaparece corriendo. En eso llega
cl director de escena:
–¿Y bien, señor Mercier? ¿No viene usted? ¿Qué hacen ustedes
aquí? Le necesitamos allí, señor administrador.
–No quiero saber ni hacer nada antes de que llegue cl comisario –
declara Mercier –. He mandado llamar a Mifroid. Veremos cuando esté
aquí.
–Pues yo le digo que es preciso que baje enseguida a los conmutadores.
–No iré antes de que llegue cl comisario...
–Pues yo ya he bajado a los conmutadores.
–¡Ah!, ¿y qué vio usted allí?
–Pues no vi allí a nadie absolutamente, ¿oye usted?
–Entonces, ¿qué quiere que vaya a hacer?
–Evidentemente –replica el director de escena, que se pasa frenéticamente
los dedos entre una melena rebelde. ¡Evidentemente! Pero si
hubiera alguien en los conmutadores, ese alguien podría explicarnos
cómo fue que se oscureció la escena de golpe, y no se puede dar con
Mauclair en ninguna parte, ¿comprende usted?
Mauclair era cl jefe del alumbrado que dispensaba a voluntad cl
día y la noche en cl escenario de la Opera.
–¿Cómo? ¡No se puede encontrar a Mauclair! –repite Mercier
sorprendido. ¿Y sus ayudantes?
–¡Ni Mauclair ni ayudantes! ¡No hay nadie en los conmutadores,
le digo! Esta claro –grita el director de escena –que esta chica no se ha
raptado sola. El golpe estaba preparado, y es preciso averiguar cómo...
¡Y los directores no aparecen!... He prohibido que bajen a la iluminación
y he puesto un bombero delante de los conmutadores. ¿No se ha
hecho bien?
–Sí, sí, ha hecho usted bien... Y ahora, esperemos al comisario.
El director de escena se aleja, encogiéndose de hombros, exasperado,
mascullando injurias contra aquellas gallinas que permanecen
metidas en un rincón, cuando todo el teatro está sin pies ni cabeza.
Tranquilos no estaban, por cierto, Gabriel ni Mercier. Pero es cl
ceso que habían recibido una consigna que los paralizaba.
No debían incomodar a los señores directores por razón alguna.
Remy había infringido aquella orden y no le había valido de nada.
Precisamente, se lo ve que vuelve de su nueva expedición. Su expresión
está singularmente alterada.
–¿Y, qué tal?, ¿les habló usted? –interroga Mercier.
–Moncharmin acabó por abrir la puerta. Los ojos se le salían de
las órbitas. Creí que me iba a pegar. No pude decirle una palabra, y,
¿sabe usted lo que me gritó? "¿Tiene usted un alfiler de gancho?" –
¡No! –Pues, entonces, ¡déjeme en paz!" Quise explicarle que acababa
de ocurrir en el teatro un acontecimiento inaudito... Se puso a gritar:
"¡Un alfiler de gancho!
–¡Deme un alfiler de gancho!". Un escribiente que lo oyó –porque
gritaba como un loco –acudió con un alfiler de gancho y se lo dio enseguida.
Inmediatamente Moncharmin me dio con la puerta en las
narices, ¡y aquí estoy!
Y no pudo usted decirle que Cristina Daaé...
–¡Oh, hubiera querido verlo a usted! ¡Echaba chispas!... No quería
saber de nada, sino de su alfiler de gancho... ¡Me parece que si no
se lo hubiesen encontrado enseguida, le da un ataque! Todo esto, por
cierto, no es natural, y parece que nuestros directores se hubieran
vuelto locos...
Pero el secretario Remy no está contento, y lo demuestra.
–¡Esto no puede seguir así! ¡Yo no estoy acostumbrado a ser tratado
de este modo!
De pronto, Gabriel le dice al oído:
–Esto es otro golpe del F. de la O.
Remy se burla, Mercier suspira, parece dispuesto a hacer una confidencia...,
pero habiendo mirado a Gabriel, que le hace seña de que
calle, permanece mudo. No hay que olvidar que Gabriel y Mercier
están al tanto de las dificultades en que F. de la O. ha puesto a los señores
directores.
Entretanto, Mercier, que ve crecer su responsabilidad a medida
que transcurren los minutos, y que los directores no aparecen, no puede
contenerse:
–Pues allá voy a ver cómo me reciben.
Gabriel, poniéndose de pronto muy serio, lo detiene:
–¡Piense en lo que hace, Mercier! Si permanecen encerradas en su
despacho, es quizá porque ello es necesario. ¡F. de la O. tiene más de
una cuerda en su arco!
Pero Mercier sacude la cabeza:
–¡Tanto peor! ¡Voy allá! Si me hubiesen escuchado, hace ya mucho
tiempo que lo hubiera dicho todo a la policía.
Y se marchó:
–“Todo" ¿qué? –pregunta enseguida Remy. “¿Qué?" se le hubiera
dicho a la policía? ¡Ah!, usted calla, Gabriel. ¿Usted también está en la
confidencia? Pues hace mal en no ponerme a mí también al tanto de
ella, porque si no me voy a poner a gritar que todos ustedes se han
vuelto locos... sí, todos.
Gabriel pone cera de tonto y finge no comprender aquella salida
incorrecta del señor secretario particular.
–¿Qué confidencia? –murmura. No sé qué quiere usted decir.
Remy se exaspera.
–Esta noche, aquí mismo, Richard y Moncharmin hacían ademanes
y gestas de alienados.
–No lo noté –responde Gabriel muy fastidiado.
–¡Pues es usted el único!... Se imagina usted que no las vi... Y
que el señor Parabisse, el director del crédito Central no advirtió nada...
¿Y que el señor embajador de La Barderie tiene los ojos en la nuca?...
Pero, señor maestro de canto, todos los abonados han estado mostrando
con el dedo a nuestros directores...
–¿Y qué hacían nuestros directores? –preguntó Gabriel con su
expresión más boba.
–¿Qué hacían? ¡Usted sabe mejor que nadie qué hacían! ¡Usted
estaba ahí!... ¡Y usted los observaba junto con Mercier!.. Y ustedes
eran los únicos que no reían.
–No comprendo.
Muy frío, muy reservado, Gabriel alza los brazos y los deja caer,
lo que significa, evidentemente, que aquello no le importa nada... Remy
prosigue:
–¿Qué significa esta nueva manta? ¿Por qué no quieren ahora que
uno se les acerque?
–¿Cómo? ¿No quieren que uno se les acerque?
–No quieren que se les toque.
–¿De veras ha notado usted que no quieren que se los toque? ¡Eso
sí que es raro!
–¡Ah, conviene usted en ello! ¡Ya era tiempo! ¡Y caminan para
atrás!
–¡Para atrás! ¿Usted ha notado que nuestros directores caminan
para atrás? Yo creía que solamente los cangrejos caminaban así.
–¡No se ría, Gabriel, no se ría!
–No me río –protestó Gabriel, que se puso serio como una piedra.
–Puede usted explicarme, Gabriel, usted que es amigo íntimo de
la dirección, por qué en el entreacto del "jardín", estando delante del
foyer, al adelantarme con la mano tendida hacia el señor Richard, le oí
decirle al señor Moncharmin precipitadamente y en voz baja: "¡Apártese!
¡apártese! Y sobre todo, no toque al señor director..." ¿Soy acaso un
apestado?
–¡Increíble!
–Y, momentos más tarde, cuando el señor embajador de La Borderic se
dirigió a su vez al señor Richard, ¿no vio usted al señor Moncharmin
precipitarse entre ambas y no le oyó usted decir: "señor embajador, se
lo suplico, no toque usted al señor director?
–¡Singularísimo!... Y ¿qué hacía Richard mientras tanto?
–¿Qué hacia? Ya lo vio usted, daba media vuelta, saludaba delante
de sí, donde no habla nadie, y se retiraba caminando para atrás.
–¿Para atrás?
–Y Moncharmin, detrás de Richard, también dio media vuelta, es
decir, que hizo detrás de Richard un rápido semicírculo, y también se
retiró caminando para atrás. Y así se dirigieron hasta la escalera de la
administración... siempre de espaldas, ¿oye usted? ¡Siempre de espaldas!
En fin, si no están locos de atar, ¿me quiere usted explicar qué
significa eso?
–Quizás estuvieran ensayando –indicó Gabriel, sin convicción
una figura de baile.
El señor secretario se sintió ofendido por una gracia tan chabacana
en un momento tan dramático. Frunció el ceño, sus labios se contrajeron
y se inclinó al oído de Gabriel:
–No se pase de listo, Gabriel. Aquí ocurre algo en que a Mercier
y a usted quizá les incumba alguna responsabilidad.
–¿Qué pasa? –interrogó Gabriel.
–Cristina Daaé no es la única persona que haya desaparecido de
pronto esta noche.
–¡Ah!, ¡bah!
–No hay "¡Ah!, ¡bah!, ¿Puede usted decirme por qué cuando madame
Giry huyó hace un momento al foyer, Mercier la tomó de la mano
y se la llevó precipitadamente consigo?
–¡Hombre!, ¡pues no lo noté!
–Si, no lo notó usted, pero siguió usted a la vieja Giry y a Mercier
hasta el despacho de éste. Después se los vio a usted y a Mercier, pero
no se ha vuelto a ver a la acomodadora.
–¿Sospecha usted que nos la hemos comido?
–¡No!, pero la han encerrado en el escritorio bajo llave, y cuando
se pasa cerca de la puerta de ese escritorio, ¿sabe usted lo que se oye?
Se oyen estas palabras: "¡Oh, qué bandidos! ¡Oh!, ¡qué bandidos!”
En este momento la singular conversación fue interrumpida por la
llegada de Mercier, jadeante.
–¡Está bien! –dijo con voz desesperada –¡No hay nada que hacer!...
Les he gritado: "¡Es muy grave! ¡Abran! Soy yo, Mercier". Oí
pasos. Se abrió la puerta y apareció Moncharmin. Estaba muy pálido.
Me preguntó: "¿Qué quiere?" Le repliqué: "Se han llevado a Cristina
Daaé". ¿Saben ustedes lo que me respondió? "¡Tanto mejor para ella!"
Y cerró la puerta, poniéndome esto en la mano.
Mercier abrió la mano; Remy y Gabriel miraron.
–¡El alfiler de gancho! –exclama Remy.
–¡Extraño! ¡Muy extraño! –dice en voz baja Gabriel, que no puede
disimular un estremecimiento.
De pronto una voz hizo que los tres se volvieran:
–Disculpen señores, ¿podrían ustedes decirme dónde está Cristina
Daaé?
A pesar de la gravedad de las circunstancias, semejante pregunta
los hubiera hecho estallar en una carcajada, si no hubieran visto una
cara tan contraída por el dolor, que les dio pena en el acto. Era el vizconde
Raúl de Chagny.
_
CAPITULO XVII
"¡CRISTINA! ¡CRISTINA!”
"¡CRISTINA! ¡CRISTINA!”
_
La primera idea de Raúl, después de la desaparición fantástica de
Cristina Daaé, fue acusar a Erik. Ya no dudaba del poder casi sobrenatural
del Ángel de la Música en aquel dominio de la Opera, en que
aquél había establecido tan diabólicamente su imperio.
Y Raúl se había precipitado al escenario en un ímpetu de desesperación
y de amor. "¡Cristina! ¡Cristina!", sollozaba desesperado, llamándola
como ella debía llamarle desde el fondo de aquel abismo
oscuro al que el monstruo la había conducido como una presa, toda
estremecida aún de exaltación divina, toda vestida con el blanco sudario
en que ya se ofrecía a los ángeles del paraíso.
–"¡Cristina! ¡Cristina!" –repetía Raúl, y le parecía oír los gritos de
la joven a través de las frágiles tablas que le separaban de ella. Se agachaba,
escuchaba... Iba de un lado a otro como un insensato. ¡Ah!,
¡descender!, ¡descender, descender! a aquel pozo de tinieblas cuyas
puertas le estaban cerradas. ¡Oh!, aquel obstáculo frágil que antes se
deslizaba con tanta facilidad sobre sí mismo para dejar ver el abismo
hacia el que tiende todo su deseo. Aquellas tablas, que su paso hace
crujir y que hace retumbar bajo su peso el prodigioso vacío de la tramoya...
Aquellas tablas están más que inmóviles esta noche; parecen
inmutables. Aparentan la solidez de no haberse movido nunca... y hete
aquí que las escaleras que permiten bajar a los sótanos del escenario
están vedadas a todo el mundo...
¿Qué va a ser de él? ¿Qué es de ella?... "¡Cristina! ¡Cristina!" Lo
rechazan riendo, se burlan de él. Creen que el pobre novio es un chillado.
¿En qué carrera local y por entre qué pasadizos de sombra y misterios
por él sólo conocidos, habrá arrastrado Erik a la inocente criatura
hasta el antro funerario, cuya puerta se abre sobre el lago infernal?...
"¡Cristina! ¡Cristina!" ¿Por qué no respondes? ¿Estás siquiera todavía
viva, Cristina? ¿No has exhalado tu último suspiro en un minuto de
sobrehumano horror, bajo el aliento abrasador del monstruo?
Horribles pensamientos atraviesan como relámpagos cl cerebro
perturbado de Raúl.
Evidentemente, Erik ha sorprendido el secreto de ambos, ha sabido
que Cristina lo traicionaba. ¿Qué venganza va a ser la suya?
¿A qué no se atrevería el Ángel de la Música, precipitado de lo
alto de su orgullo? ¡Cristina, entre los brazos soberanos del monstruo,
está perdida!
Y Raúl piensa otra vez en las estrellas de oro que fueron la noche
última a vagar en su balcón y deplora que su arma resultara impotente
para fulminarlas.
Sin duda hay ojos de hombres que se dilatan en las tinieblas y
brillan como estrellas o como los ojos de los gatos. (Algunos albinos
que parecen tener ojos de conejo a la luz, tienen ojos de gato en la
sombra)
Si, no cabía duda de que era sobre Erik que había hecho fuego.
¿Por qué no lo habría muerto? El monstruo había huido por el caño
de desagüe, también como los gatos o como los presidiarios, que
serían capaces de escalar el cielo valiéndose de un caño de lluvia.
Sin duda Erik meditaba entonces algún golpe decisivo contra el
joven, pero habla sido herido y habla huido para volverse contra la
pobre Cristina.
Así pensaba lleno de angustia Raúl, al dirigirse al camarín de la
artista...
“¡Cristina! ¡Cristina!" lágrimas amargas quemaron los párpados
del joven al ver esparcidas sobre los muebles las ropas destinadas a
vestir a su bella novia en el instante de la fuga... ¡Ah! ¿Por qué no
querría partir antes? ¿Por qué habla demorado tanto? ¿Por qué se empeñaría
en jugar con la catástrofe amenazante, con el corazón del
monstruo?... ¿Por qué había querido, piedad suprema, arrojarle a aquella
alma de demonio la limosna última de aquel canto celeste?...
Anges purs, Anges radieux,
Portez mon âme au sein des cieux!
Raúl, con la garganta desbordante de sollozos, juramentos c injurias,
tantea con sus manas trémulas el gran espejo que un día se abrió
ante sus ojos para dar paso a Cristina al antro tenebroso. Oprime, sacude,
frota... golpea con el puño el espejo inmóvil... pero parece que el
espejo sólo obedece a Erik... Quizá todo esfuerzo sea inútil para mover
aquel espejo... quizá baste pronunciar ciertas palabras... Cuando era
pequeño le contaban que habla objetos que obedecían a la palabra.
De pronto, Raúl recuerda... "Una reja que da sobre la calle Scribe...
un subterráneo que sube directamente del lago a la calle Scribe..."
Sí, Cristina le ha hablado de eso... y enseguida sale, echa a correr.
Ya está en la calle, pasea sus manos trémulas por las piedras ciclópeas,
busca las salidas... encuentra los barrotes de una reja... ¿Será
aquélla? ¿Será esta otra? Desliza miradas impotentes entre los barrotes...
¡Qué noche profunda hay allá dentro!... Escucha... ¡Qué silencio!...
Gira alrededor del edificio... ¡Ah, he aquí unos barrotes
enormes! ¡Rejas prodigiosas!... ¡Es la puerta del patio de la administración!...
Raúl corre a la portería.
–Disculpe, señora, ¿usted no podría indicarme una reja, sí, una
puerta hecha con barrotes de hierro que da sobre la calle Scribe... y que
conduce al lago... Usted sabe, ¿no?, al lago. Si, al lago, pues, que está
bajo tierra, debajo de la Opera.
–Sí, señor; sé que hay un lago bajo la Opera; pero no sé qué
puerta conduce a él... No he ido nunca.
–¿Y la calle Scribe, señora? ¿La calle Scribe? ¿Nunca ha estado
usted en la calle Scribe?
La portera ríe, estalla en una carcajada. Raúl huye bramando,
salta, trepa escaleras, baja otras, atraviesa toda la administración, se
encuentra en la luz del escenario.
Se detiene, su corazón palpita con furia en su pecho jadeante.
¿Habrá reaparecido Cristina Daaé? Allí hay un grupo; interroga:
–Disculpen, señores: ¿no han visto ustedes a Cristina Daaé?
¡Y se largan a reír.
En el mismo minuto, el escenario zumba con un nuevo rumor y
entre una aglomeración de fracs negros que lo rodean, con grandes
ademanes explicativos, aparece un hombre que parece estar muy tranquilo
y que tiene una expresión amable, una cara sonrosada y regordeta,
encuadrada por cabellos riadas e iluminada por unos ojos azules de
serenidad maravillosa. El administrador Mercier le indica el recién
llegado al vizconde de Chagny, diciéndole:
–Aquí tiene usted, señor, la persona a quien en adelante podrá dirigir
esa pregunta. Le presento al comisario de policía Mifroid.
–¡Ah! ¡El señor vizconde Chagny! Me alegro de encontrarle señor
–dijo el comisario –. Si tuviera usted la bondad de acompañarme...
y ahora, ¿dónde están los directores? ¿Dónde están los directores?
Como el administrador callara, el secretario Remy tomó sobre sí
cl hacer saber al señor comisario que los señores directores se habían
encerrado en su despacho y que ignoraban aún todo b acontecido.
–¿Es posible? ¡Vamos a su despacho!
Y el señor Mifroid, seguido por el cortejo siempre creciente, se
dirigió hacia la administración. Mercier aprovecha la aglomeración
para deslizar una llave en la mano de Gabriel.
–Todo esto va mal –le murmuró. Ve a darle aire a la vieja Giry...
Y Gabriel se alejó.
Pronto llegaron ante la puerta directorial. En vano Mercier suplica
que abran; la puerta permanece inmóvil.
–¡Abran en nombre de la ley! –ordena la voz clara y un poco alterada
del señor Mifroid.
Por fin, la puerta se abre. Todos se precipitan en las oficinas detrás
del comisario.
Raúl es el último en entrar. En cl momento en que se dispone a
seguir al grupo, una mano se posa sobre su hombro y oye que le dicen
al oído:
–Los secretos de Erik no interesan a nadie.
¡Se volvió, sofocando un grito. La mano que se había posado sobre
su hombro estaba ahora sobre los labios de un personaje de tinte de
ébano, ojos de ónix, y con la cabeza cubierta por un gorro de astracán.
El desconocido prolongó el ademán que recomendaba discreción
y en cl momento en que el vizconde Iba a preguntarle, saludó y desapareció. ¡
La primera idea de Raúl, después de la desaparición fantástica de
Cristina Daaé, fue acusar a Erik. Ya no dudaba del poder casi sobrenatural
del Ángel de la Música en aquel dominio de la Opera, en que
aquél había establecido tan diabólicamente su imperio.
Y Raúl se había precipitado al escenario en un ímpetu de desesperación
y de amor. "¡Cristina! ¡Cristina!", sollozaba desesperado, llamándola
como ella debía llamarle desde el fondo de aquel abismo
oscuro al que el monstruo la había conducido como una presa, toda
estremecida aún de exaltación divina, toda vestida con el blanco sudario
en que ya se ofrecía a los ángeles del paraíso.
–"¡Cristina! ¡Cristina!" –repetía Raúl, y le parecía oír los gritos de
la joven a través de las frágiles tablas que le separaban de ella. Se agachaba,
escuchaba... Iba de un lado a otro como un insensato. ¡Ah!,
¡descender!, ¡descender, descender! a aquel pozo de tinieblas cuyas
puertas le estaban cerradas. ¡Oh!, aquel obstáculo frágil que antes se
deslizaba con tanta facilidad sobre sí mismo para dejar ver el abismo
hacia el que tiende todo su deseo. Aquellas tablas, que su paso hace
crujir y que hace retumbar bajo su peso el prodigioso vacío de la tramoya...
Aquellas tablas están más que inmóviles esta noche; parecen
inmutables. Aparentan la solidez de no haberse movido nunca... y hete
aquí que las escaleras que permiten bajar a los sótanos del escenario
están vedadas a todo el mundo...
¿Qué va a ser de él? ¿Qué es de ella?... "¡Cristina! ¡Cristina!" Lo
rechazan riendo, se burlan de él. Creen que el pobre novio es un chillado.
¿En qué carrera local y por entre qué pasadizos de sombra y misterios
por él sólo conocidos, habrá arrastrado Erik a la inocente criatura
hasta el antro funerario, cuya puerta se abre sobre el lago infernal?...
"¡Cristina! ¡Cristina!" ¿Por qué no respondes? ¿Estás siquiera todavía
viva, Cristina? ¿No has exhalado tu último suspiro en un minuto de
sobrehumano horror, bajo el aliento abrasador del monstruo?
Horribles pensamientos atraviesan como relámpagos cl cerebro
perturbado de Raúl.
Evidentemente, Erik ha sorprendido el secreto de ambos, ha sabido
que Cristina lo traicionaba. ¿Qué venganza va a ser la suya?
¿A qué no se atrevería el Ángel de la Música, precipitado de lo
alto de su orgullo? ¡Cristina, entre los brazos soberanos del monstruo,
está perdida!
Y Raúl piensa otra vez en las estrellas de oro que fueron la noche
última a vagar en su balcón y deplora que su arma resultara impotente
para fulminarlas.
Sin duda hay ojos de hombres que se dilatan en las tinieblas y
brillan como estrellas o como los ojos de los gatos. (Algunos albinos
que parecen tener ojos de conejo a la luz, tienen ojos de gato en la
sombra)
Si, no cabía duda de que era sobre Erik que había hecho fuego.
¿Por qué no lo habría muerto? El monstruo había huido por el caño
de desagüe, también como los gatos o como los presidiarios, que
serían capaces de escalar el cielo valiéndose de un caño de lluvia.
Sin duda Erik meditaba entonces algún golpe decisivo contra el
joven, pero habla sido herido y habla huido para volverse contra la
pobre Cristina.
Así pensaba lleno de angustia Raúl, al dirigirse al camarín de la
artista...
“¡Cristina! ¡Cristina!" lágrimas amargas quemaron los párpados
del joven al ver esparcidas sobre los muebles las ropas destinadas a
vestir a su bella novia en el instante de la fuga... ¡Ah! ¿Por qué no
querría partir antes? ¿Por qué habla demorado tanto? ¿Por qué se empeñaría
en jugar con la catástrofe amenazante, con el corazón del
monstruo?... ¿Por qué había querido, piedad suprema, arrojarle a aquella
alma de demonio la limosna última de aquel canto celeste?...
Anges purs, Anges radieux,
Portez mon âme au sein des cieux!
Raúl, con la garganta desbordante de sollozos, juramentos c injurias,
tantea con sus manas trémulas el gran espejo que un día se abrió
ante sus ojos para dar paso a Cristina al antro tenebroso. Oprime, sacude,
frota... golpea con el puño el espejo inmóvil... pero parece que el
espejo sólo obedece a Erik... Quizá todo esfuerzo sea inútil para mover
aquel espejo... quizá baste pronunciar ciertas palabras... Cuando era
pequeño le contaban que habla objetos que obedecían a la palabra.
De pronto, Raúl recuerda... "Una reja que da sobre la calle Scribe...
un subterráneo que sube directamente del lago a la calle Scribe..."
Sí, Cristina le ha hablado de eso... y enseguida sale, echa a correr.
Ya está en la calle, pasea sus manos trémulas por las piedras ciclópeas,
busca las salidas... encuentra los barrotes de una reja... ¿Será
aquélla? ¿Será esta otra? Desliza miradas impotentes entre los barrotes...
¡Qué noche profunda hay allá dentro!... Escucha... ¡Qué silencio!...
Gira alrededor del edificio... ¡Ah, he aquí unos barrotes
enormes! ¡Rejas prodigiosas!... ¡Es la puerta del patio de la administración!...
Raúl corre a la portería.
–Disculpe, señora, ¿usted no podría indicarme una reja, sí, una
puerta hecha con barrotes de hierro que da sobre la calle Scribe... y que
conduce al lago... Usted sabe, ¿no?, al lago. Si, al lago, pues, que está
bajo tierra, debajo de la Opera.
–Sí, señor; sé que hay un lago bajo la Opera; pero no sé qué
puerta conduce a él... No he ido nunca.
–¿Y la calle Scribe, señora? ¿La calle Scribe? ¿Nunca ha estado
usted en la calle Scribe?
La portera ríe, estalla en una carcajada. Raúl huye bramando,
salta, trepa escaleras, baja otras, atraviesa toda la administración, se
encuentra en la luz del escenario.
Se detiene, su corazón palpita con furia en su pecho jadeante.
¿Habrá reaparecido Cristina Daaé? Allí hay un grupo; interroga:
–Disculpen, señores: ¿no han visto ustedes a Cristina Daaé?
¡Y se largan a reír.
En el mismo minuto, el escenario zumba con un nuevo rumor y
entre una aglomeración de fracs negros que lo rodean, con grandes
ademanes explicativos, aparece un hombre que parece estar muy tranquilo
y que tiene una expresión amable, una cara sonrosada y regordeta,
encuadrada por cabellos riadas e iluminada por unos ojos azules de
serenidad maravillosa. El administrador Mercier le indica el recién
llegado al vizconde de Chagny, diciéndole:
–Aquí tiene usted, señor, la persona a quien en adelante podrá dirigir
esa pregunta. Le presento al comisario de policía Mifroid.
–¡Ah! ¡El señor vizconde Chagny! Me alegro de encontrarle señor
–dijo el comisario –. Si tuviera usted la bondad de acompañarme...
y ahora, ¿dónde están los directores? ¿Dónde están los directores?
Como el administrador callara, el secretario Remy tomó sobre sí
cl hacer saber al señor comisario que los señores directores se habían
encerrado en su despacho y que ignoraban aún todo b acontecido.
–¿Es posible? ¡Vamos a su despacho!
Y el señor Mifroid, seguido por el cortejo siempre creciente, se
dirigió hacia la administración. Mercier aprovecha la aglomeración
para deslizar una llave en la mano de Gabriel.
–Todo esto va mal –le murmuró. Ve a darle aire a la vieja Giry...
Y Gabriel se alejó.
Pronto llegaron ante la puerta directorial. En vano Mercier suplica
que abran; la puerta permanece inmóvil.
–¡Abran en nombre de la ley! –ordena la voz clara y un poco alterada
del señor Mifroid.
Por fin, la puerta se abre. Todos se precipitan en las oficinas detrás
del comisario.
Raúl es el último en entrar. En cl momento en que se dispone a
seguir al grupo, una mano se posa sobre su hombro y oye que le dicen
al oído:
–Los secretos de Erik no interesan a nadie.
¡Se volvió, sofocando un grito. La mano que se había posado sobre
su hombro estaba ahora sobre los labios de un personaje de tinte de
ébano, ojos de ónix, y con la cabeza cubierta por un gorro de astracán.
El desconocido prolongó el ademán que recomendaba discreción
y en cl momento en que el vizconde Iba a preguntarle, saludó y desapareció. ¡
---.
CAPITULO XVIII
REVELACIONES SORPRENDENTES DE MADAME GIRY
REFERENTES A SUS RELACIONES PERSONALES CON EL
FANTASMA
CAPITULO XVIII
REVELACIONES SORPRENDENTES DE MADAME GIRY
REFERENTES A SUS RELACIONES PERSONALES CON EL
FANTASMA
_
Antes de seguir al señor comisario de policía Mifroid al despacho
de los señores directores, el lector me permitirá que le hable de ciertos
sucesos extraordinarios que se desarrollaron en aquel despacho, en que
cl secretario Remy y el administrador Mercier hablan intentado en
vano penetrar, y donde los señores Moncharmin y Richard se hablan
encerrado herméticamente con un propósito que el lector ignora todavía
y que mi deber de relator me impone no callar por más tiempo.
No sorprenderé a nadie, afirmando que los señores Richard y
Moncharmin no habían abandonado la esperanza de hacer volver a su
caja los primeros veinte mil francos que el Fantasma les habla arrancado.
Y con ese fin no hablan vacilado en arriesgar otros veinte mil. Eso
era una audaz especulación, o, si se prefiere, un atrevido cálculo frecuente
en los jugadores en desgracia. Los señores directores hablan
perdido la primera apuesta con F. de la O., y esperaban su desquite en
la segunda.
–¡Ahora va a ser la nuestra! –exclamó Richard. No he predicado
tanto la paciencia, mi querido Moncharmin, sino para atrapar a F. de la
O. con las manos en la masa.
–La masa era nada menos que el sobre mágico.
Le había dicho esto aquella misma mañana, mostrándole una
nueva carta del Fantasma, que les recordaba el vencimiento. "Procedan
como la última vez –indicaba amablemente F. de la O. –, pues todo
salió muy bien. Entreguen el sobre en que ustedes hayan puesto los
veinte mil francos a la excelente madame Giry”
Y la esquela estaba acompañada del sobre acostumbrado. Sólo
faltaba llenarlo.
Esta operación debía ser realizada aquella misma noche, media
hora antes de la función. Es, pues, una media hora antes de que se
levantara cl telón para aquella tan famosa representación de "Fausto"
que penetramos en el antro directorial.
Richard le muestra el sobre a Moncharmin; luego cuenta delante
de él los veinte mil francos y los desliza en el sobre, pero sin cerrar.
–Y ahora –dice –llámeme a la vieja Giry.
Fueron a buscar a la acomodadora. Entró haciendo una elegante
reverencia. La señora lenta siempre su traje de tafetán negro, cuyo
color se estaba poniendo a trechos marrón o lila, y su sombrero con
plumas color hollín.
Parecía estar de buen humor. Al llegar, dijo enseguida:
–¡Buenas noches, señores! Sin duda se tratará otra vez del sobre.
–Sí, madame Giry –dijo Richard con una gran amabilidad. Se
trata del sobre... y también de otra cosa.
–¡A sus órdenes, señor director! ¡A sus órdenes! ¿Y de qué otra
coser se trata?
–Ante todo, madame Giry, tendría que hacerle una pequeña pregunta.
Muy bien, señor director, aquí me tiene lista para responderle.
–Estamos de acuerdo y vamos a entendernos. La historia del
Fantasma es una graciosa broma, ¿verdad?... Bueno, pues dicho sea
aquí entre nosotros, ¡ya ha durado bastante!
Madame Giry miró a los directores como si le hubiesen hablado
en chino. Se aproximó al escritorio de Richard y dijo bastante inquieta:
–¿Qué quiere usted decir? ¡No lo he comprendido!
–¡Oh! Nos comprende usted muy bien. En todo caso es preciso
que nos comprenda usted... Y para comenzar va usted a decir cómo es
que se llama.
–¿Quién?
–¡Esa persona de la que usted es cómplice, madame Giry!
–¡Yo soy cómplice del Fantasma! ¿Yo? ¿La cómplice en qué?
–Usted hace todo lo que él quiere.
–¡Oh! No es muy exigente, ¿sabe usted?
–¿Y siempre le da propinas?
–Sí, no me puedo quejar de él.
–¿Cuánto le da por llevarle este sobre?
–Diez francos.
–¡Diablos!, pero es de balde!
–¿Por qué?
Voy a decírselo dentro de un momento, madame Giry. Ahora quisiéramos
saber por qué razón... extraordinaria... se ha entregado usted
en cuerpo y alma a ese Fantasma en vez de entregarse a caro... No es
por cinco, ni por diez francos que puede conquistarse la amistad ni la
abnegación de madame Giry.
–¡Ah, eso es verdad!... Y esa razón no tengo por qué ocultársela,
señor director. Sin duda que no hay ningún desdoro en esto... Al contrario.
–No lo ponemos en duda, madame Giry.
–Bueno..., al Fantasma no le gusta que cuente sus historias...
–¡Ah, ah! –dijo burlonamente Richard.
–¡Pero ésta no se refiere más que a mí... –prosiguió la vieja –.
Bueno, era en cl palco número 5... una noche encuentro allí una carta
para mí... una especie de nota escrita con tinta colorada... Esta nota,
señor director, no tendría necesidad de leérsela, la sé de memoria... ¡y
no la olvidaré nunca, así viva cien años!
Y madame Giry recitó la carta con una actitud y una voz conmovedoras:
“–Señora. –1825: Mlle. Ménétier; figuranta, se vuelve marquesa
de Cusag. –1832: Mlle. María Taglioni, bailarina, es convertida en
condesa Cilbert des Voisins. –1846: la Sota, bailarina, se casa con un
hermano del rey de España. –1847. Lola Montes, bailarina, se casa
morganáticamente con el rey Luis de Baviera y es creada condesa de
Lansfeld. –1858: Mlle. Baría, bailarina, se casa con el barón de Hermeville.
–1870: Teresa Hessler, casa con don Fernando, hermano del
rey de Portugal"
Richard y Moncharmin escuchan a la vieja, que a medida que
adelanta en la enumeración de aquellos ilustres himeneos se anima, se
yergue, cobra audacia y, finalmente, inspirada como una sibila sobre su
trípode, lanza con una voz vibrante de orgullo la última frase de la
carta profética: "1885: Meg Giry, emperatriz”
Agotada por aquel esfuerzo supremo, la acomodadora cae desplomada
en una silla, diciendo: "Señores: aquella carta estaba firmada:
"¡El Fantasma de la Opera!", yo había oído hablar del Fantasma, pero
sólo creía en él a medias. Desde el día en que mi pequeña Meg, la
carne de mi carne, el fruto de mis entrañas, sería emperatriz, creí en él
por completo".
En verdad, no era necesario contemplar largo rato la fisonomía de
madame Giry para comprender lo que habría podido obtenerse de
aquella hermosa inteligencia con estas dos palabras: "fantasma y emperatriz".
–Pero, ¿quién era el que manejaba los hilos de aquel títere?...
¿Quién?
–Madame Giry, ¿sabe usted lo que contiene este sobre?
–No, señor, absolutamente.
–Pues bien, mire usted.
Madame Giry desliza en el sobre una mirada opaca, pero que enseguida
recupera su brillo.
–¡Papeles de mil francos! –exclama.
–¡Sí, madame Giry, papeles de mil francos... ¡Y usted lo sabía
muy bien!
–¿Yo? ¡Señor director! Yo le juro que...
–¡No jure, madame Giry!... Y ahora le voy a decir la otra cosa para
la cual la he llamado... Madame Giry, la voy a hacer arrestar.
Las dos plumas negras del sombrero color hollín que afectaban
generalmente la forma de dos puntos de interrogación, se convirtieron
enseguida en puntos de admiración; en cuanto al propio sombrero,
osciló amenazador sobre un peinado tempestuoso. La sorpresa, la indignación,
la protesta y el espanto se tradujeron, además, en madame
Giry por medio de una pirueta extravagante, pirueta de la Virtud ofendida,
que la llevó de un salto hasta las narices del señor director, que
no pudo menos que hacer retroceder su sillón.
–¡Hacerme arrestar!
La boca que dijo aquello pareció querer escupir a la cara del señor
Richard los tres dientes que aún le quedaban.
El señor Richard se mostró heroico. No retrocedió. Su índice
amenazador Indicaba ya a los magistrados ausentes la acomodadora del
palco número S.
–¡La voy a hacer arrestar, madame Giry, por ladrona!
Cosa extraordinaria: madame Giry parece calmarse de pronto.
–¡Si es a causa de los veinte mil dijo casi tranquilamente, usted
señor Richard, debe saber mejor que yo a dónde han ido a parar los
veinte mil!
–¿Yo? –interrogó Richard, estupefacto. ¿Y cómo lo sabría?
–¡Porque fueron a parar a su bolsillo!... dice la vieja en voz baja y
contemplándole como si viera al diablo.
Y agregó con voz sorda:
–Tanto peor... ¡No había más remedio! ¡Que cl Fantasma me perdone!
Y como Richard se pusiera de nuevo a gritar, Moncharmin le ordenó
que se callara.
–¡Bueno! ¡Bueno! Déjale explicarse a esta mujer.
Pero Richard, que está casi apoplético:
–¡Cómo! ¿Dice que yo me he metido los veinte mil trancos en el
bolsillo? ¿Y quiere que la deje decir eso?
Madame Giry levanta su cabeza de mártir nimbada por la fe de su
propia inocencia.
–¡Yo no he podido decir eso! –declaró enseguida, puesto que era
yo esa persona que colocaba los veinte mil francos en el bolsillo del
señor Richard, si es que había veinte mil francos en el sobre, porque, lo
repito, yo no lo sabía... ¡Ni el señor Richard tampoco, por lo demás!
–¡Ah, ah! –exclamó Richard, afectando un aire de amenaza que
desagradó a Moncharmin. ¡Yo tampoco sabia nada! ¡Usted me metía
veinte mil francos en el bolsillo y yo no lo sabía!... Me alegro mucho
de saberlo madame Giry.
–Sí, –asintió la terrible señora –, es cierto... No sabíamos palabra
ni uno ni otro... Pero usted, usted tuvo que acabar por no hacerlo.
Richard hubiera devorado, sin duda, a madame Giry si Moncharmin
no hubiera estado presente. Pero Moncharmin la protege y precipita
cl interrogatorio.
–¿Qué sobre era el que ponía usted en cl bolsillo del señor Richard?
No era el que nosotros le dábamos, el que usted llevaba delante
de nosotros al palco número 5, y, sin embargo, ése era cl que contenía
los veinte mil francos.
–No, disculpe. Era precisamente el que me daba el señor director
el que yo deslizaba en el bolsillo del señor director. En cuanto al que
depositaba en el palco del Fantasma, era otro exactamente igual y que
yo tenía pronto y escondido en la manga.
Al decir esto, madame Giry sacó de su bolsillo un sobre preparado
y con idéntico sobre escrito al que contenta los veinte mil francos.
Los señores directores se apoderan de él... Lo abren... Contiene veinte
billetes falsificados, como los que le sorprendieron tanto el mes anterior.
–¡Qué sencillo había sido! –exclama Richard.
–¡Qué sencillo! –repite Moncharmin más solemne que nunca.
–Los golpes más famosos –prosigue Richard –han sido siempre
los más sencillos... Basta con tener un cómplice.
–¡Sí, o una cómplice! –agrega Moncharmin con su voz más fría.
Y prosiguió con los ojos fijos en madame Giry, como si hubiese
querido hipnotizarla:
–¿Era realmente el Fantasma al que le hacia llegar este sobre y
era realmente él quien le decía que lo substituyese al que nosotros le
entregábamos? ¿Era él realmente quien le decía que colocara este último
en el bolsillo del señor Richard?
–¡Por supuesto que era él!
–Entonces, ¿querría usted, señora, darnos una pequeña muestra de
sus habilidades? Aquí está el sobre. Proceda como si nosotros no supiéramos
nada.
–Perfectamente, señores.
La vieja Giry vuelve a tomar el sobre que contiene los veinte billetes
de mil francos y se dirige hacia la puerta.
–Va a salir.
Los dos directores le cierran el paso.
–¡Ah, no! ¡Ya estamos escarmentados! ¡Basta! No vamos a caer
otra vez en la trampa.
–Pero, señores, ¿Qué voy a hacer entonces? ¡Ustedes me dicen
que proceda como si ustedes no supieran nada! Pues si ustedes realmente
no supieran nada, yo me marcharla llevándome el sobre.
–Y entonces, ¿cómo lo deslizaría usted en mi bolsillo? –argumenta
Richard, a quien Moncharmin no le quita de encima el ojo izquierdo,
mientras que su ojo derecho está muy ocupado con madame
Giry, posición difícil para la mirada, pero Moncharmin está dispuesto a
todo para descubrir la verdad.
–Tengo que deslizárselo en el bolsillo en el momento en que usted
menos lo sospeche, señor director. Usted, durante la representación
viene siempre a dar una vueltita por los bastidores, y yo con frecuencia,
usando de mi derecho de madre, acompaño a Meg hasta cl foyer de
la danza, le llevo sus chinelas en el momento de pasar al escenario y
hasta su pequeña regadera... En fin, voy y vengo tranquilamente...
Llegan los abonados, hay gente aglomerada; me mezclo entre ella,
paso detrás de usted, señor director, pongo cualquier pretexto para
agacharme y deslizo cl sobre en el bolsillo del faldón de su frac... ¡No
es una brujería!
–¡No es una brujería! brama Richard poniendo ojos de Júpiter sonante.
No es una brujería. Sí, pero yo la sorprendo en flagrante delito
de mentira, vieja bruja.
El insulto hiere menos a la honorable señora que la mancha que
se pretende arrojar sobre su buena fe. Se yergue hirsuta con sus tres
dientes de fiera.
–¿Y por qué?
A causa de que aquella noche la pasé en la sala vigilando el palco
número 5 y el sobre falsificado que usted depositó en él. No bajé al
foyer de la danza ni un segundo.
–Por eso fue, señor director, que esa noche no le deslicé cl sobre.
Se lo entregué durante la representación siguiente... Vea usted, era la
noche en que el subsecretario del ministerio de Bellas Artes...
Al oír estas palabras, el señor Richard interrumpe bruscamente a
madame Giry...
–¡Oh, es cierto! –dice pensativo –. Recuerdo... ¡Sí, ahora recuerdo!
El subsecretario estuvo entre bastidores. Me hizo llamar. Bajé un
momento al foyer de la danza. Estaba parado en las gradas del foyer...
El subsecretario y su jefe de gabinete estaban en el foyer... De pronto
me volví... Era usted quien pasaba detrás de mí.. Me pareció que usted
me habla rozado... Usted sola estaba detrás de mí... Sí, me parece que
la estoy viendo todavía, madame Giry.
–Sí, señor director, perfectamente, yo acababa de deslizarle el sobre
en el bolsillo del frac. Es un bolsillo muy cómodo, señor director.
Y madame Giry acompaña una vez más la palabra con cl ademán.
Pasa detrás del señor Richard y tan rápidamente que impresiona al
señor Moncharmin que está con los ojos bien abiertos, deposita el
sobre en el bolsillo de uno de los faldones del frac directorial.
–¡Evidentemente! –exclama Richard algo pálido... Muy hábil la
treta de F. de la O. El problema para él se planteaba de este modo:
suprimir todo intermediario peligroso entre el que da los veinte mil
francos y el que los toma. No podía acertar con nada mejor que venir,
sacármelos del bolsillo sin que yo b notara, puesto que no sabia siquiera
que estaban allí... ¡Es admirable!
–¡Oh! ¡Admirable, sin duda! –recalcó Moncharmin. Solamente te
olvidas, Richard, de que yo he dado diez mil francos sobre esas veinte
mil y que a mí no me han puesto nada en el bolsillo.
__
CAPITULO XIX
CONTINUACIÓN DE LA CURIOSA ACTITUD DE UN
ALFILER DE GANCHO
Antes de seguir al señor comisario de policía Mifroid al despacho
de los señores directores, el lector me permitirá que le hable de ciertos
sucesos extraordinarios que se desarrollaron en aquel despacho, en que
cl secretario Remy y el administrador Mercier hablan intentado en
vano penetrar, y donde los señores Moncharmin y Richard se hablan
encerrado herméticamente con un propósito que el lector ignora todavía
y que mi deber de relator me impone no callar por más tiempo.
No sorprenderé a nadie, afirmando que los señores Richard y
Moncharmin no habían abandonado la esperanza de hacer volver a su
caja los primeros veinte mil francos que el Fantasma les habla arrancado.
Y con ese fin no hablan vacilado en arriesgar otros veinte mil. Eso
era una audaz especulación, o, si se prefiere, un atrevido cálculo frecuente
en los jugadores en desgracia. Los señores directores hablan
perdido la primera apuesta con F. de la O., y esperaban su desquite en
la segunda.
–¡Ahora va a ser la nuestra! –exclamó Richard. No he predicado
tanto la paciencia, mi querido Moncharmin, sino para atrapar a F. de la
O. con las manos en la masa.
–La masa era nada menos que el sobre mágico.
Le había dicho esto aquella misma mañana, mostrándole una
nueva carta del Fantasma, que les recordaba el vencimiento. "Procedan
como la última vez –indicaba amablemente F. de la O. –, pues todo
salió muy bien. Entreguen el sobre en que ustedes hayan puesto los
veinte mil francos a la excelente madame Giry”
Y la esquela estaba acompañada del sobre acostumbrado. Sólo
faltaba llenarlo.
Esta operación debía ser realizada aquella misma noche, media
hora antes de la función. Es, pues, una media hora antes de que se
levantara cl telón para aquella tan famosa representación de "Fausto"
que penetramos en el antro directorial.
Richard le muestra el sobre a Moncharmin; luego cuenta delante
de él los veinte mil francos y los desliza en el sobre, pero sin cerrar.
–Y ahora –dice –llámeme a la vieja Giry.
Fueron a buscar a la acomodadora. Entró haciendo una elegante
reverencia. La señora lenta siempre su traje de tafetán negro, cuyo
color se estaba poniendo a trechos marrón o lila, y su sombrero con
plumas color hollín.
Parecía estar de buen humor. Al llegar, dijo enseguida:
–¡Buenas noches, señores! Sin duda se tratará otra vez del sobre.
–Sí, madame Giry –dijo Richard con una gran amabilidad. Se
trata del sobre... y también de otra cosa.
–¡A sus órdenes, señor director! ¡A sus órdenes! ¿Y de qué otra
coser se trata?
–Ante todo, madame Giry, tendría que hacerle una pequeña pregunta.
Muy bien, señor director, aquí me tiene lista para responderle.
–Estamos de acuerdo y vamos a entendernos. La historia del
Fantasma es una graciosa broma, ¿verdad?... Bueno, pues dicho sea
aquí entre nosotros, ¡ya ha durado bastante!
Madame Giry miró a los directores como si le hubiesen hablado
en chino. Se aproximó al escritorio de Richard y dijo bastante inquieta:
–¿Qué quiere usted decir? ¡No lo he comprendido!
–¡Oh! Nos comprende usted muy bien. En todo caso es preciso
que nos comprenda usted... Y para comenzar va usted a decir cómo es
que se llama.
–¿Quién?
–¡Esa persona de la que usted es cómplice, madame Giry!
–¡Yo soy cómplice del Fantasma! ¿Yo? ¿La cómplice en qué?
–Usted hace todo lo que él quiere.
–¡Oh! No es muy exigente, ¿sabe usted?
–¿Y siempre le da propinas?
–Sí, no me puedo quejar de él.
–¿Cuánto le da por llevarle este sobre?
–Diez francos.
–¡Diablos!, pero es de balde!
–¿Por qué?
Voy a decírselo dentro de un momento, madame Giry. Ahora quisiéramos
saber por qué razón... extraordinaria... se ha entregado usted
en cuerpo y alma a ese Fantasma en vez de entregarse a caro... No es
por cinco, ni por diez francos que puede conquistarse la amistad ni la
abnegación de madame Giry.
–¡Ah, eso es verdad!... Y esa razón no tengo por qué ocultársela,
señor director. Sin duda que no hay ningún desdoro en esto... Al contrario.
–No lo ponemos en duda, madame Giry.
–Bueno..., al Fantasma no le gusta que cuente sus historias...
–¡Ah, ah! –dijo burlonamente Richard.
–¡Pero ésta no se refiere más que a mí... –prosiguió la vieja –.
Bueno, era en cl palco número 5... una noche encuentro allí una carta
para mí... una especie de nota escrita con tinta colorada... Esta nota,
señor director, no tendría necesidad de leérsela, la sé de memoria... ¡y
no la olvidaré nunca, así viva cien años!
Y madame Giry recitó la carta con una actitud y una voz conmovedoras:
“–Señora. –1825: Mlle. Ménétier; figuranta, se vuelve marquesa
de Cusag. –1832: Mlle. María Taglioni, bailarina, es convertida en
condesa Cilbert des Voisins. –1846: la Sota, bailarina, se casa con un
hermano del rey de España. –1847. Lola Montes, bailarina, se casa
morganáticamente con el rey Luis de Baviera y es creada condesa de
Lansfeld. –1858: Mlle. Baría, bailarina, se casa con el barón de Hermeville.
–1870: Teresa Hessler, casa con don Fernando, hermano del
rey de Portugal"
Richard y Moncharmin escuchan a la vieja, que a medida que
adelanta en la enumeración de aquellos ilustres himeneos se anima, se
yergue, cobra audacia y, finalmente, inspirada como una sibila sobre su
trípode, lanza con una voz vibrante de orgullo la última frase de la
carta profética: "1885: Meg Giry, emperatriz”
Agotada por aquel esfuerzo supremo, la acomodadora cae desplomada
en una silla, diciendo: "Señores: aquella carta estaba firmada:
"¡El Fantasma de la Opera!", yo había oído hablar del Fantasma, pero
sólo creía en él a medias. Desde el día en que mi pequeña Meg, la
carne de mi carne, el fruto de mis entrañas, sería emperatriz, creí en él
por completo".
En verdad, no era necesario contemplar largo rato la fisonomía de
madame Giry para comprender lo que habría podido obtenerse de
aquella hermosa inteligencia con estas dos palabras: "fantasma y emperatriz".
–Pero, ¿quién era el que manejaba los hilos de aquel títere?...
¿Quién?
–Madame Giry, ¿sabe usted lo que contiene este sobre?
–No, señor, absolutamente.
–Pues bien, mire usted.
Madame Giry desliza en el sobre una mirada opaca, pero que enseguida
recupera su brillo.
–¡Papeles de mil francos! –exclama.
–¡Sí, madame Giry, papeles de mil francos... ¡Y usted lo sabía
muy bien!
–¿Yo? ¡Señor director! Yo le juro que...
–¡No jure, madame Giry!... Y ahora le voy a decir la otra cosa para
la cual la he llamado... Madame Giry, la voy a hacer arrestar.
Las dos plumas negras del sombrero color hollín que afectaban
generalmente la forma de dos puntos de interrogación, se convirtieron
enseguida en puntos de admiración; en cuanto al propio sombrero,
osciló amenazador sobre un peinado tempestuoso. La sorpresa, la indignación,
la protesta y el espanto se tradujeron, además, en madame
Giry por medio de una pirueta extravagante, pirueta de la Virtud ofendida,
que la llevó de un salto hasta las narices del señor director, que
no pudo menos que hacer retroceder su sillón.
–¡Hacerme arrestar!
La boca que dijo aquello pareció querer escupir a la cara del señor
Richard los tres dientes que aún le quedaban.
El señor Richard se mostró heroico. No retrocedió. Su índice
amenazador Indicaba ya a los magistrados ausentes la acomodadora del
palco número S.
–¡La voy a hacer arrestar, madame Giry, por ladrona!
Cosa extraordinaria: madame Giry parece calmarse de pronto.
–¡Si es a causa de los veinte mil dijo casi tranquilamente, usted
señor Richard, debe saber mejor que yo a dónde han ido a parar los
veinte mil!
–¿Yo? –interrogó Richard, estupefacto. ¿Y cómo lo sabría?
–¡Porque fueron a parar a su bolsillo!... dice la vieja en voz baja y
contemplándole como si viera al diablo.
Y agregó con voz sorda:
–Tanto peor... ¡No había más remedio! ¡Que cl Fantasma me perdone!
Y como Richard se pusiera de nuevo a gritar, Moncharmin le ordenó
que se callara.
–¡Bueno! ¡Bueno! Déjale explicarse a esta mujer.
Pero Richard, que está casi apoplético:
–¡Cómo! ¿Dice que yo me he metido los veinte mil trancos en el
bolsillo? ¿Y quiere que la deje decir eso?
Madame Giry levanta su cabeza de mártir nimbada por la fe de su
propia inocencia.
–¡Yo no he podido decir eso! –declaró enseguida, puesto que era
yo esa persona que colocaba los veinte mil francos en el bolsillo del
señor Richard, si es que había veinte mil francos en el sobre, porque, lo
repito, yo no lo sabía... ¡Ni el señor Richard tampoco, por lo demás!
–¡Ah, ah! –exclamó Richard, afectando un aire de amenaza que
desagradó a Moncharmin. ¡Yo tampoco sabia nada! ¡Usted me metía
veinte mil francos en el bolsillo y yo no lo sabía!... Me alegro mucho
de saberlo madame Giry.
–Sí, –asintió la terrible señora –, es cierto... No sabíamos palabra
ni uno ni otro... Pero usted, usted tuvo que acabar por no hacerlo.
Richard hubiera devorado, sin duda, a madame Giry si Moncharmin
no hubiera estado presente. Pero Moncharmin la protege y precipita
cl interrogatorio.
–¿Qué sobre era el que ponía usted en cl bolsillo del señor Richard?
No era el que nosotros le dábamos, el que usted llevaba delante
de nosotros al palco número 5, y, sin embargo, ése era cl que contenía
los veinte mil francos.
–No, disculpe. Era precisamente el que me daba el señor director
el que yo deslizaba en el bolsillo del señor director. En cuanto al que
depositaba en el palco del Fantasma, era otro exactamente igual y que
yo tenía pronto y escondido en la manga.
Al decir esto, madame Giry sacó de su bolsillo un sobre preparado
y con idéntico sobre escrito al que contenta los veinte mil francos.
Los señores directores se apoderan de él... Lo abren... Contiene veinte
billetes falsificados, como los que le sorprendieron tanto el mes anterior.
–¡Qué sencillo había sido! –exclama Richard.
–¡Qué sencillo! –repite Moncharmin más solemne que nunca.
–Los golpes más famosos –prosigue Richard –han sido siempre
los más sencillos... Basta con tener un cómplice.
–¡Sí, o una cómplice! –agrega Moncharmin con su voz más fría.
Y prosiguió con los ojos fijos en madame Giry, como si hubiese
querido hipnotizarla:
–¿Era realmente el Fantasma al que le hacia llegar este sobre y
era realmente él quien le decía que lo substituyese al que nosotros le
entregábamos? ¿Era él realmente quien le decía que colocara este último
en el bolsillo del señor Richard?
–¡Por supuesto que era él!
–Entonces, ¿querría usted, señora, darnos una pequeña muestra de
sus habilidades? Aquí está el sobre. Proceda como si nosotros no supiéramos
nada.
–Perfectamente, señores.
La vieja Giry vuelve a tomar el sobre que contiene los veinte billetes
de mil francos y se dirige hacia la puerta.
–Va a salir.
Los dos directores le cierran el paso.
–¡Ah, no! ¡Ya estamos escarmentados! ¡Basta! No vamos a caer
otra vez en la trampa.
–Pero, señores, ¿Qué voy a hacer entonces? ¡Ustedes me dicen
que proceda como si ustedes no supieran nada! Pues si ustedes realmente
no supieran nada, yo me marcharla llevándome el sobre.
–Y entonces, ¿cómo lo deslizaría usted en mi bolsillo? –argumenta
Richard, a quien Moncharmin no le quita de encima el ojo izquierdo,
mientras que su ojo derecho está muy ocupado con madame
Giry, posición difícil para la mirada, pero Moncharmin está dispuesto a
todo para descubrir la verdad.
–Tengo que deslizárselo en el bolsillo en el momento en que usted
menos lo sospeche, señor director. Usted, durante la representación
viene siempre a dar una vueltita por los bastidores, y yo con frecuencia,
usando de mi derecho de madre, acompaño a Meg hasta cl foyer de
la danza, le llevo sus chinelas en el momento de pasar al escenario y
hasta su pequeña regadera... En fin, voy y vengo tranquilamente...
Llegan los abonados, hay gente aglomerada; me mezclo entre ella,
paso detrás de usted, señor director, pongo cualquier pretexto para
agacharme y deslizo cl sobre en el bolsillo del faldón de su frac... ¡No
es una brujería!
–¡No es una brujería! brama Richard poniendo ojos de Júpiter sonante.
No es una brujería. Sí, pero yo la sorprendo en flagrante delito
de mentira, vieja bruja.
El insulto hiere menos a la honorable señora que la mancha que
se pretende arrojar sobre su buena fe. Se yergue hirsuta con sus tres
dientes de fiera.
–¿Y por qué?
A causa de que aquella noche la pasé en la sala vigilando el palco
número 5 y el sobre falsificado que usted depositó en él. No bajé al
foyer de la danza ni un segundo.
–Por eso fue, señor director, que esa noche no le deslicé cl sobre.
Se lo entregué durante la representación siguiente... Vea usted, era la
noche en que el subsecretario del ministerio de Bellas Artes...
Al oír estas palabras, el señor Richard interrumpe bruscamente a
madame Giry...
–¡Oh, es cierto! –dice pensativo –. Recuerdo... ¡Sí, ahora recuerdo!
El subsecretario estuvo entre bastidores. Me hizo llamar. Bajé un
momento al foyer de la danza. Estaba parado en las gradas del foyer...
El subsecretario y su jefe de gabinete estaban en el foyer... De pronto
me volví... Era usted quien pasaba detrás de mí.. Me pareció que usted
me habla rozado... Usted sola estaba detrás de mí... Sí, me parece que
la estoy viendo todavía, madame Giry.
–Sí, señor director, perfectamente, yo acababa de deslizarle el sobre
en el bolsillo del frac. Es un bolsillo muy cómodo, señor director.
Y madame Giry acompaña una vez más la palabra con cl ademán.
Pasa detrás del señor Richard y tan rápidamente que impresiona al
señor Moncharmin que está con los ojos bien abiertos, deposita el
sobre en el bolsillo de uno de los faldones del frac directorial.
–¡Evidentemente! –exclama Richard algo pálido... Muy hábil la
treta de F. de la O. El problema para él se planteaba de este modo:
suprimir todo intermediario peligroso entre el que da los veinte mil
francos y el que los toma. No podía acertar con nada mejor que venir,
sacármelos del bolsillo sin que yo b notara, puesto que no sabia siquiera
que estaban allí... ¡Es admirable!
–¡Oh! ¡Admirable, sin duda! –recalcó Moncharmin. Solamente te
olvidas, Richard, de que yo he dado diez mil francos sobre esas veinte
mil y que a mí no me han puesto nada en el bolsillo.
__
CAPITULO XIX
CONTINUACIÓN DE LA CURIOSA ACTITUD DE UN
ALFILER DE GANCHO
__
La última frase de Moncharmin expresaba de una manera demasiado
evidente la sospecha con que consideraba a su colaborador para
que no determinara en el acto una explicación tormentosa, al final de la
cual quedó convenido que Richard se someterla a todas las decisivas
pruebas de Moncharmin, tendientes a descubrir al extraño, fantástico y
miserable individuo que así se burlaba de ellos.
Así llegamos al entreacto "del jardín", durante el cual el secretario
Remy, a quien nada escapa, observó tan curiosamente la sorprendente
Conducta de sus directores, y desde luego nada nos será más fácil que
encontrar una razón a las actitudes tan excepcionalmente funambulescas
y sobre todo poco conformes con la idea que uno debe hacerse de
la dignidad directorial.
La conducta de Richard y Moncharmin les estaba de antemano
trazada por la revelación que se les acaba de hacer: 1°, Richard debía
repetir exactamente aquella noche todo lo que habla hecho cuando la
desaparición de los primeras veinte mil francos; 2°, Moncharmin no
debería perder de vista ni un segundo el bolsillo trasero de Richard, en
cl que madame Giry deslizaría los segundos veinte mil.
En el sitio exacto donde estuvo parado para saludar al subsecretario
de Bellas Artes fue a colocarse Richard, y a espaldas suyas, a algunos
pasos de distancia, se estacionó Moncharmin.
Madame Giry pasa, roza al señor Richard, desliza los veinte mil
francos en el bolsillo de su director y desaparece...
O más bien se la hace desaparecer. Cumpliendo la orden que
Moncharmin le ha dado minutos antes de la reconstrucción de la escena,
Mercier encierra ala buena mujer en el despacho de la administración.
De esta manera le será imposible a la vieja comunicarse con el
Fantasma.
Y se deja encerrar sin resistencia, porque madame Giry ya no es
más que una pobre gallina mojada, azorada de espanto, con ojos de
volátil asustado, bajo una cresta en desorden; parécele que ya oye en el
corredor sonoro el ruido de los pasos del comisario con el que está
amenazada, y exhala suspiros capaces de derribar las columnas de la
escalera de honor.
Mientras tanto, el señor Richard se inclina, hace una reverencia y
camina de espaldas, como si tuviera por delante a ese alto y omnipotente
funcionario que se llama el subsecretario de Bellas Artes.
Pero si semejantes muestras de atención no hubieran provocado
ninguna sorpresa en el caso en que delante del señor director se hubiese
encontrado el subsecretario de Estado, parecieron inexplicables y
produjeron una estupefacción muy comprensible, no habiendo absolutamente
nadie delante del señor director.
El señor Richard saludaba al vicio... se inclinaba ante el espacio...
y retrocedía –caminaba de espaldas –delante de nada.
En fin, algunos pasos más lejos, el señor Moncharmin hacía otro
tanto.
Y haciendo a un lado al señor Remy suplicaba al embajador de La
Borderie y al señor director del Crédito central que "no tocaran al señor
director".
Moncharmin, que lenta su plan, no quería que Richard pudiera
decirle dentro de un momento, cuando se comprobara ti desaparición
de los veinte mil francos: "Habrá sido el señor embajador, o el director
del Crédito Central o el propio secretario Remy".
Tanto más cuanto que, según la propia declaración de Richard,
éste no encontraba a nadie en el teatro, cuando la primera escena...
¿Por qué entonces, si hoy tenia que repetir todos sus pasos y ademanes,
uno por uno, había de encontrarse con alguien?
Habiendo primero marchado de espaldas, para saludar, Richard
continuó caminando de este modo por prudencia... hasta cl pasadizo de
la administración... De este modo siempre era vigilado de atrás por
Moncharmin y él mismo vigilaba sus aproches por delante.
Esta nueva manera de pasearse entre bastidores adoptada por los
señores directores de la Academia Nacional de Música no podía tampoco,
evidentemente, pasar inadvertida.
Se la notó.
Felizmente para los señores Richard y Moncharmin en el momento
de aquella curiosísima escena, todas las "lanchas" del cuerpo de
baile estaban en sus cuevas.
Porque los señores directores hubieran obtenido un gran, gran
éxito ante aquellas muchachas.
Pero ellos sólo pensaban en sus veinte mil francos.
Al llegar al corredor semioscuro de la administración, Richard le
dijo en voz baja a Moncharmin:
–Estoy seguro de que nadie me ha rozado siquiera... Ahora tú vas
quedar bastante lejos de mí y me vigilarías en la sombra hasta la puerta
de mi escritorio... Es necesario que no despertemos sospechas en nadie
y veremos qué sucede.
Pero Moncharmin replicó:
–¡No, Richard, no! Sigue adelante... Yo iré inmediatamente detrás
de ti. No me apartaré ni un paso.
–Pero –exclamó Richard –de esta manera jamás podrán robarnos
nuestros veinte mil francos.
–Así lo espero –declaró Moncharmin.
–Entonces lo que estamos haciendo es absurdo.
–Estamos haciendo exactamente lo que hicimos la última vez...
La última vez me acerqué a ti a la salida del escenario, en el codo dcI
pasadizo... y te seguí "pisándote los talones".
–¡Es exacto! –suspiró Richard meneando la cabeza y obedeciendo
pasivamente a Moncharmin.
Dos minutos después los dos directores se encontraban en cl despacho
directorial.
Fue el propio Moncharmin quien se echó la llave en el bolsillo.
–Aquí permanecimos encerrados los dos la vez pasada hasta que
tú saliste de la Opera para dirigirte a tu cesa.
–Es cierto. Y nadie vino a incomodarnos.
–Nadie.
–Entonces –interrogó Richard que trataba de refrescar sus recuerdos,
entonces seguramente fui robado en el trayecto de la Opera a mi
domicilio...
–¡No! –dijo con un tono más seco que nunca Moncharmin... no...
no es posible. Fui yo quien te condujo a tu casa en mi carruaje. Los
veinte mil francos desaparecieron en tu casa, no me cabe la menor
duda.
Esa era la idea que lenta ahora Moncharmin.
–¡Eso es imposible! –protestó Richard. Tengo plena confianza en
mis sirvientes... y si uno de ellos hubiera dado cl golpe, enseguida
habría desaparecido.
Moncharmin se encogió de hombros, como diciendo que no entraba
en esos detalles.
Lo que hace que Richard comience a encontrar que Moncharmin
emplea para con él un tono insoportable.
–¡Moncharmin, me tienes harto!
–Richard, esto no puede seguir.
–Te atreves a sospecharme.
–Si, de una broma de mal gusto.
–No se juega con veinte mil francos.
–Eso es precisamente lo que pienso –declara Moncharmin,
abriendo un diario y sumiéndose en su lectura con ostentación.
–¿Qué vas a hacer? –preguntó Richard. ¿Te vas a poner a leer el
diario?
–Si, Richard, hasta la hora en que te acompañe a tu casa.
–¿Cómo la última vez?
–Como la última vez.
Richard arranca el diario de las manos de Moncharmin. Moncharmin
se pone de pie, más irritado que nunca. Encuentra delante de
él a un Richard exasperado, que le dice, cruzándose de brazos, ademán
de insolente desafío desde el principio del mundo:
–Pues te voy a decir lo que estoy pensando. Estoy pensando en lo
que podría sospechar si, como la última vez, después de haber pasado
la noche junto contigo me acompañas hasta casa, y si en el momento
de separarnos compruebo que los veinte mil francos han desaparecido
del bolsillo de mi frac como la última vez.
–¿Y qué podrías pensar? –exclamó Moncharmin poniéndose carmesí.
–Podría pensar que tú no te has separado de mí un paso, y que,
según tu deseo, tú has sido el único en acercarte a mí, como la última
vez; podría pensar, que si esos veinte mil francas han desaparecido de
mi bolsillo, hay muchas probabilidades de que estén en los tuyos.
Moncharmin dio un salto al oír la hipótesis aquélla.
–¡Oh! –exclamó. Necesito un alfiler de gancho.
–¿Y qué quieres hacer con un alfiler de gancho?
–¡Prenderte!... ¡Un alfiler de gancho! ¡A ver, un alfiler de gancho!
–¿Quieres prenderme con un alfiler de gancho?
–Si, hombre, prenderte los veinte mil francos... De este modo, que
sea aquí, en el trayecto o en tu domicilio, sentirás la mano que tira de
tu bolsillo... y verás si es la mía Richard. ¡Ah! Ahora eres tú quien me
sospecha... ¡Un alfiler de gancho!
Y fue en ese momento que Moncharmin abrió la puerta del pasadizo,
diciendo:
–¡Un alfiler de gancho! ¿Quién me da un alfiler de gancho? Y
también sabemos cómo, en el mismo instante, el secretario Remy, que
no poseía un alfiler de gancho, fue recibido por el director Moncharmin,
mientras que una ordenanza proporcionaba el alfiler tan deseado.
Y he aquí lo que sucedió:
Moncharmin, una vez que hubo cerrado la puerta, se arrodilló a
espaldas de Richard.
–¿Supongo –dijo –que los veinte mil francos estarán siempre
aquí?
–Yo también.
–¿Los legítimos? –preguntó Moncharmin, que estaba bien resuelto
a no dejarse "fumar" esta vez.
–¡Fíjate tú! Yo no quiero tocarlos –declaró Richard.
Moncharmin sacó el sobre del bolsillo de Richard y contó temblando
los billetes. Se tranquilizó viendo que estaban todos y que eran
muy auténticos. Los volvió a poner en el bolsillo del faldón y los prendió
cuidadosamente con el alfiler.
Después de eso se sentó detrás del faldón, del que no apartó los
ojos, mientras que Richard, sentado delante de su escritorio, permanecía
inmóvil.
–Ten un poco de paciencia, Richard –dijo Moncharmin. No faltan
más que algunos minutos. El reloj va a dar muy pronto las doce campanadas
de la medianoche. A esta hora fue que partimos la última vez.
–¡Oh! Tengo toda la paciencia necesaria.
La hora transcurría lenta, pesada, misteriosa, sofocante. Richard
trató de reír.
–Voy a acabar por creer en la omnipotencia del Fantasma. Y en
este momento sobre todo, ¿no te parece, Moncharmin, que en la atmósfera
de esta pieza hay un no sé qué que inquieta, que indispone, que
asusta?
–Es cierto –confesó Moncharmin, que estaba realmente impresionado.
–¡El Fantasma! –prosiguió en voz baja Richard, como si temiera
ser escuchado por oídos invisibles. ¡El Fantasma! ¡Si fuera realmente
un fantasma el que dio aquellos tres golpes secos en esta mesa y que
oímos tan claramente... el que depositó en ella los sobres mágicos... el
que mató a José Buquet... el que desprendió la araña central... el que
nos roba! ¡Porque, en fin, aquí no estamos más que tú y yo!... Y si los
billetes desaparecen sin que tengamos nada que hacer en ello ni tú ni
yo... no va a haber más remedio que creer en el Fantasma... en cl Fantasma...
En ese momento el reloj de la chimenea produjo cl ruido del escape
y cl primer campanazo de las doce sonó.
Los dos directores se estremecieron.
Los oprimió una angustia cuya causa no hubieran podido determinar
y que en vano trataban de combatir. El sudor les bañaba las
frentes. Y cl duodécimo campanazo vibró singularmente en sus oídos.
Cuando el reloj calló, exhalaron un suspiro y se pusieron de pie.
–Me parece que podemos marcharnos –dijo Moncharmin.
–Así me parece –asintió Richard.
–Antes de marcharnos, ¿me permites que examine tu bolsillo?
–¡Cómo no, Moncharmin! ¡Es imprescindible!
–¿Y qué pasa? –le preguntó Richard a Moncharmin, que tanteaba.
–Siento siempre el alfiler.
–Evidentemente, como decías muy bien, no es posible que nos
rolen sin que yo lo note.
Pero Moncharmin, cuyas manos seguían tanteando siempre el
bolsillo por fuera, gritó:
–Sí, siento siempre el alfiler, pero no siento los papeles.
–¡No, no te burles, Moncharmin! El momento no es oportuno.
–¡Fíjate tú mismo! En un solo movimiento Richard se quitó el
frac. Los dos directores registran el bolsillo...
–¡Está vacío!
Lo más curioso es que el alfiler de gancho sigue prendido en el
mismo sitio.
Richard y Moncharmin palidecen. Ya no cabía duda del sortilegio.
–¡El Fantasma!... –murmura Moncharmin.
Pero Richard salta de golpe sobre su colega.
–¡Sólo tú has tocado mi bolsillo!... ¡Dame mis veinte mil francos!
¡Dame mis veinte mil francas!
–¡Te juro por lo más sagrado –dice Moncharmin, que parece estar
por desmayarse –que no los tengo!
Y como volvieran a golpear en la puerta, caminando con paso casi
automático, reconociendo apenas al administrador Mercier, cambiando
con él algunas frases deshilvanadas, sin comprender una
palabra de lo que cl otro le decía, depositó con un movimiento inconsciente
en la mano de aquel fiel servidor, completamente desconcertado,
cl alfiler de gancho que ya no le servía para nada.
_
CAPITULO XX
EL COMISARIO DE POLICÍA, EL VIZCONDE Y EL PERSA
La última frase de Moncharmin expresaba de una manera demasiado
evidente la sospecha con que consideraba a su colaborador para
que no determinara en el acto una explicación tormentosa, al final de la
cual quedó convenido que Richard se someterla a todas las decisivas
pruebas de Moncharmin, tendientes a descubrir al extraño, fantástico y
miserable individuo que así se burlaba de ellos.
Así llegamos al entreacto "del jardín", durante el cual el secretario
Remy, a quien nada escapa, observó tan curiosamente la sorprendente
Conducta de sus directores, y desde luego nada nos será más fácil que
encontrar una razón a las actitudes tan excepcionalmente funambulescas
y sobre todo poco conformes con la idea que uno debe hacerse de
la dignidad directorial.
La conducta de Richard y Moncharmin les estaba de antemano
trazada por la revelación que se les acaba de hacer: 1°, Richard debía
repetir exactamente aquella noche todo lo que habla hecho cuando la
desaparición de los primeras veinte mil francos; 2°, Moncharmin no
debería perder de vista ni un segundo el bolsillo trasero de Richard, en
cl que madame Giry deslizaría los segundos veinte mil.
En el sitio exacto donde estuvo parado para saludar al subsecretario
de Bellas Artes fue a colocarse Richard, y a espaldas suyas, a algunos
pasos de distancia, se estacionó Moncharmin.
Madame Giry pasa, roza al señor Richard, desliza los veinte mil
francos en el bolsillo de su director y desaparece...
O más bien se la hace desaparecer. Cumpliendo la orden que
Moncharmin le ha dado minutos antes de la reconstrucción de la escena,
Mercier encierra ala buena mujer en el despacho de la administración.
De esta manera le será imposible a la vieja comunicarse con el
Fantasma.
Y se deja encerrar sin resistencia, porque madame Giry ya no es
más que una pobre gallina mojada, azorada de espanto, con ojos de
volátil asustado, bajo una cresta en desorden; parécele que ya oye en el
corredor sonoro el ruido de los pasos del comisario con el que está
amenazada, y exhala suspiros capaces de derribar las columnas de la
escalera de honor.
Mientras tanto, el señor Richard se inclina, hace una reverencia y
camina de espaldas, como si tuviera por delante a ese alto y omnipotente
funcionario que se llama el subsecretario de Bellas Artes.
Pero si semejantes muestras de atención no hubieran provocado
ninguna sorpresa en el caso en que delante del señor director se hubiese
encontrado el subsecretario de Estado, parecieron inexplicables y
produjeron una estupefacción muy comprensible, no habiendo absolutamente
nadie delante del señor director.
El señor Richard saludaba al vicio... se inclinaba ante el espacio...
y retrocedía –caminaba de espaldas –delante de nada.
En fin, algunos pasos más lejos, el señor Moncharmin hacía otro
tanto.
Y haciendo a un lado al señor Remy suplicaba al embajador de La
Borderie y al señor director del Crédito central que "no tocaran al señor
director".
Moncharmin, que lenta su plan, no quería que Richard pudiera
decirle dentro de un momento, cuando se comprobara ti desaparición
de los veinte mil francos: "Habrá sido el señor embajador, o el director
del Crédito Central o el propio secretario Remy".
Tanto más cuanto que, según la propia declaración de Richard,
éste no encontraba a nadie en el teatro, cuando la primera escena...
¿Por qué entonces, si hoy tenia que repetir todos sus pasos y ademanes,
uno por uno, había de encontrarse con alguien?
Habiendo primero marchado de espaldas, para saludar, Richard
continuó caminando de este modo por prudencia... hasta cl pasadizo de
la administración... De este modo siempre era vigilado de atrás por
Moncharmin y él mismo vigilaba sus aproches por delante.
Esta nueva manera de pasearse entre bastidores adoptada por los
señores directores de la Academia Nacional de Música no podía tampoco,
evidentemente, pasar inadvertida.
Se la notó.
Felizmente para los señores Richard y Moncharmin en el momento
de aquella curiosísima escena, todas las "lanchas" del cuerpo de
baile estaban en sus cuevas.
Porque los señores directores hubieran obtenido un gran, gran
éxito ante aquellas muchachas.
Pero ellos sólo pensaban en sus veinte mil francos.
Al llegar al corredor semioscuro de la administración, Richard le
dijo en voz baja a Moncharmin:
–Estoy seguro de que nadie me ha rozado siquiera... Ahora tú vas
quedar bastante lejos de mí y me vigilarías en la sombra hasta la puerta
de mi escritorio... Es necesario que no despertemos sospechas en nadie
y veremos qué sucede.
Pero Moncharmin replicó:
–¡No, Richard, no! Sigue adelante... Yo iré inmediatamente detrás
de ti. No me apartaré ni un paso.
–Pero –exclamó Richard –de esta manera jamás podrán robarnos
nuestros veinte mil francos.
–Así lo espero –declaró Moncharmin.
–Entonces lo que estamos haciendo es absurdo.
–Estamos haciendo exactamente lo que hicimos la última vez...
La última vez me acerqué a ti a la salida del escenario, en el codo dcI
pasadizo... y te seguí "pisándote los talones".
–¡Es exacto! –suspiró Richard meneando la cabeza y obedeciendo
pasivamente a Moncharmin.
Dos minutos después los dos directores se encontraban en cl despacho
directorial.
Fue el propio Moncharmin quien se echó la llave en el bolsillo.
–Aquí permanecimos encerrados los dos la vez pasada hasta que
tú saliste de la Opera para dirigirte a tu cesa.
–Es cierto. Y nadie vino a incomodarnos.
–Nadie.
–Entonces –interrogó Richard que trataba de refrescar sus recuerdos,
entonces seguramente fui robado en el trayecto de la Opera a mi
domicilio...
–¡No! –dijo con un tono más seco que nunca Moncharmin... no...
no es posible. Fui yo quien te condujo a tu casa en mi carruaje. Los
veinte mil francos desaparecieron en tu casa, no me cabe la menor
duda.
Esa era la idea que lenta ahora Moncharmin.
–¡Eso es imposible! –protestó Richard. Tengo plena confianza en
mis sirvientes... y si uno de ellos hubiera dado cl golpe, enseguida
habría desaparecido.
Moncharmin se encogió de hombros, como diciendo que no entraba
en esos detalles.
Lo que hace que Richard comience a encontrar que Moncharmin
emplea para con él un tono insoportable.
–¡Moncharmin, me tienes harto!
–Richard, esto no puede seguir.
–Te atreves a sospecharme.
–Si, de una broma de mal gusto.
–No se juega con veinte mil francos.
–Eso es precisamente lo que pienso –declara Moncharmin,
abriendo un diario y sumiéndose en su lectura con ostentación.
–¿Qué vas a hacer? –preguntó Richard. ¿Te vas a poner a leer el
diario?
–Si, Richard, hasta la hora en que te acompañe a tu casa.
–¿Cómo la última vez?
–Como la última vez.
Richard arranca el diario de las manos de Moncharmin. Moncharmin
se pone de pie, más irritado que nunca. Encuentra delante de
él a un Richard exasperado, que le dice, cruzándose de brazos, ademán
de insolente desafío desde el principio del mundo:
–Pues te voy a decir lo que estoy pensando. Estoy pensando en lo
que podría sospechar si, como la última vez, después de haber pasado
la noche junto contigo me acompañas hasta casa, y si en el momento
de separarnos compruebo que los veinte mil francos han desaparecido
del bolsillo de mi frac como la última vez.
–¿Y qué podrías pensar? –exclamó Moncharmin poniéndose carmesí.
–Podría pensar que tú no te has separado de mí un paso, y que,
según tu deseo, tú has sido el único en acercarte a mí, como la última
vez; podría pensar, que si esos veinte mil francas han desaparecido de
mi bolsillo, hay muchas probabilidades de que estén en los tuyos.
Moncharmin dio un salto al oír la hipótesis aquélla.
–¡Oh! –exclamó. Necesito un alfiler de gancho.
–¿Y qué quieres hacer con un alfiler de gancho?
–¡Prenderte!... ¡Un alfiler de gancho! ¡A ver, un alfiler de gancho!
–¿Quieres prenderme con un alfiler de gancho?
–Si, hombre, prenderte los veinte mil francos... De este modo, que
sea aquí, en el trayecto o en tu domicilio, sentirás la mano que tira de
tu bolsillo... y verás si es la mía Richard. ¡Ah! Ahora eres tú quien me
sospecha... ¡Un alfiler de gancho!
Y fue en ese momento que Moncharmin abrió la puerta del pasadizo,
diciendo:
–¡Un alfiler de gancho! ¿Quién me da un alfiler de gancho? Y
también sabemos cómo, en el mismo instante, el secretario Remy, que
no poseía un alfiler de gancho, fue recibido por el director Moncharmin,
mientras que una ordenanza proporcionaba el alfiler tan deseado.
Y he aquí lo que sucedió:
Moncharmin, una vez que hubo cerrado la puerta, se arrodilló a
espaldas de Richard.
–¿Supongo –dijo –que los veinte mil francos estarán siempre
aquí?
–Yo también.
–¿Los legítimos? –preguntó Moncharmin, que estaba bien resuelto
a no dejarse "fumar" esta vez.
–¡Fíjate tú! Yo no quiero tocarlos –declaró Richard.
Moncharmin sacó el sobre del bolsillo de Richard y contó temblando
los billetes. Se tranquilizó viendo que estaban todos y que eran
muy auténticos. Los volvió a poner en el bolsillo del faldón y los prendió
cuidadosamente con el alfiler.
Después de eso se sentó detrás del faldón, del que no apartó los
ojos, mientras que Richard, sentado delante de su escritorio, permanecía
inmóvil.
–Ten un poco de paciencia, Richard –dijo Moncharmin. No faltan
más que algunos minutos. El reloj va a dar muy pronto las doce campanadas
de la medianoche. A esta hora fue que partimos la última vez.
–¡Oh! Tengo toda la paciencia necesaria.
La hora transcurría lenta, pesada, misteriosa, sofocante. Richard
trató de reír.
–Voy a acabar por creer en la omnipotencia del Fantasma. Y en
este momento sobre todo, ¿no te parece, Moncharmin, que en la atmósfera
de esta pieza hay un no sé qué que inquieta, que indispone, que
asusta?
–Es cierto –confesó Moncharmin, que estaba realmente impresionado.
–¡El Fantasma! –prosiguió en voz baja Richard, como si temiera
ser escuchado por oídos invisibles. ¡El Fantasma! ¡Si fuera realmente
un fantasma el que dio aquellos tres golpes secos en esta mesa y que
oímos tan claramente... el que depositó en ella los sobres mágicos... el
que mató a José Buquet... el que desprendió la araña central... el que
nos roba! ¡Porque, en fin, aquí no estamos más que tú y yo!... Y si los
billetes desaparecen sin que tengamos nada que hacer en ello ni tú ni
yo... no va a haber más remedio que creer en el Fantasma... en cl Fantasma...
En ese momento el reloj de la chimenea produjo cl ruido del escape
y cl primer campanazo de las doce sonó.
Los dos directores se estremecieron.
Los oprimió una angustia cuya causa no hubieran podido determinar
y que en vano trataban de combatir. El sudor les bañaba las
frentes. Y cl duodécimo campanazo vibró singularmente en sus oídos.
Cuando el reloj calló, exhalaron un suspiro y se pusieron de pie.
–Me parece que podemos marcharnos –dijo Moncharmin.
–Así me parece –asintió Richard.
–Antes de marcharnos, ¿me permites que examine tu bolsillo?
–¡Cómo no, Moncharmin! ¡Es imprescindible!
–¿Y qué pasa? –le preguntó Richard a Moncharmin, que tanteaba.
–Siento siempre el alfiler.
–Evidentemente, como decías muy bien, no es posible que nos
rolen sin que yo lo note.
Pero Moncharmin, cuyas manos seguían tanteando siempre el
bolsillo por fuera, gritó:
–Sí, siento siempre el alfiler, pero no siento los papeles.
–¡No, no te burles, Moncharmin! El momento no es oportuno.
–¡Fíjate tú mismo! En un solo movimiento Richard se quitó el
frac. Los dos directores registran el bolsillo...
–¡Está vacío!
Lo más curioso es que el alfiler de gancho sigue prendido en el
mismo sitio.
Richard y Moncharmin palidecen. Ya no cabía duda del sortilegio.
–¡El Fantasma!... –murmura Moncharmin.
Pero Richard salta de golpe sobre su colega.
–¡Sólo tú has tocado mi bolsillo!... ¡Dame mis veinte mil francos!
¡Dame mis veinte mil francas!
–¡Te juro por lo más sagrado –dice Moncharmin, que parece estar
por desmayarse –que no los tengo!
Y como volvieran a golpear en la puerta, caminando con paso casi
automático, reconociendo apenas al administrador Mercier, cambiando
con él algunas frases deshilvanadas, sin comprender una
palabra de lo que cl otro le decía, depositó con un movimiento inconsciente
en la mano de aquel fiel servidor, completamente desconcertado,
cl alfiler de gancho que ya no le servía para nada.
_
CAPITULO XX
EL COMISARIO DE POLICÍA, EL VIZCONDE Y EL PERSA
_
La primera palabra del señor comisario de policía al penetrar en
el despacho directorial fue pidiendo noticias de la cantante.
–¿Cristina Daaé no está aquí?
Lo seguía, como ya he dicho, una multitud compacta.
–¿Cristina Daaé? No. ¿Por qué? –respondió Richard.
En cuanto a Moncharmin, no tenía fuerzas ni para pronunciar una
palabra... Su estado de ánimo era mucho más grave que cl de Richard,
porque Richard puede todavía sospechar de Moncharmin, mientras que
Moncharmin se encuentra frente al gran misterio..., al que hace temblar
ala humanidad desde su origen: ¡lo desconocido!
Richard volvió a repetir, porque la muchedumbre que rodeaba a
los directores y al comisario observaba un silencio impresionante:
–¿Por qué me pregunta usted, señor comisario, si Cristina Daaé
está aquí?
–Porque es necesario que aparezca, señores directores de la Academia
Nacional de Música –declara solemnemente el señor comisario
de policía. ¿Cómo es eso que es preciso que aparezca? Entonces, ¿ha
desaparecido?
–¡En plena representación!
–¡En plena representación! ¡Es extraordinario!
–¿No es cierto? ¡Y algo tan extraordinario como la desaparición
misma, es que yo se la haga saber!
–¡En efecto! –asintió Richard, que se tomó la cabeza entre las
manos, murmurando: –¿Qué nuevo lío es éste? ¡Ah, decididamente es
como para echarlo todo a rodar!
Y se arrancó, sin notarlo, algunos pelos del bigote.
–Entonces –dijo, como si estuviera soñando, –¿ha desaparecido
en plena representación?
–Sí, ha sido arrebatada de la escena en el acto de la prisión, en cl
momento en que invocaba la ayuda del Cielo; pero dudo que haya sido
arrebatada por los ángeles.
Todo el mundo se volvió. Un joven pálido y trémulo de emoción
repite:
–¡Yo estoy seguro!
–¿De qué está seguro? –interroga Mifroid.
–Que Cristina Daaé ha sido raptada por un ángel, por un ángel,
señor comisario, y hasta podría decirle su nombre.
–¡Ah, ah! Señor vizconde de Chagny, usted pretende que la señorita
Cristina Daaé ha sido robada por un ángel, ¿por un ángel de la
Opera, sin duda?
Raúl mira a su alrededor. Evidentemente busca a alguien. En
aquel minuto en que le parecía tan necesario llamar en ayuda de su
novia el auxilio de la policía, no le desagradaría volver a ver a aquel
misterioso desconocido que hace un instante le recomendaba discreción.
Pero no lo descubre en ninguna parte. ¡Vamos, es preciso que
hable!... Sin embargo, se siente incapaz de explicarse ante aquella
muchedumbre que lo examina con una curiosidad indiscreta.
–Sí, señor, por un ángel de la Opera –le respondió al señor Mifroid
–, y cuando estemos solos le diré dónde habita.
–Tiene usted razón, señor.
Y el comisario de policía, después de hacer sentar a Raúl a su lado,
hace salir a todos los curiosos, excepto, sin embargo, los dos directores,
que, por otra parte, no hubieran protestado, tan por encima
parecían estar de todas las contingencias.
Entonces Raúl se decidió:
–Señor comisario, ese ángel se llama Erik, habita en la Opera y es
el Ángel de la Música.
–¿De veras? ¡El Ángel de la Música! Qué curioso es esto. ¡El ángel
de la Música!
Y volviéndose hacia los directores, el señor comisario Mifroid
preguntes:
–Señores, ¿tienen ustedes ese angelito en casa?
Los señores Richard y Moncharmin sacudieron la cabeza negativamente,
sin sonreír siquiera.
–¡Oh! –dijo el vizconde. Estos señores tienen que haber oído hablar
del Fantasma de la Opera... Pues bien; yo puedo afirmarles que cl
Fantasma de la Opera y el Ángel de la música son la misma persona. Y
su verdadero nombre es Erik.
El señor Mifroid se había puesto de pie y consideraba a Raúl con
atención.
–Disculpe, señor, ¿tiene usted acaso la intención de burlarse de la
justicia?
–¡Yo! –protestó Raúl, que pensó con angustia: "¡Otra persona
más que no va a querer oírme!".
–Entonces, ¿qué invención es esa del Fantasma de la Opera?
–¡Le digo a usted que estos señores han oído hablar de él!
–Señores, parece que ustedes conocen al Fantasma de la Opera...
–¡No, señor comisario, no lo conocemos, y bien quisiéramos conocerlo,
porque, sin ir más lejos, esta misma noche nos ha robado
veinte mil francos!
Y Richard dirigió a Moncharmin una mirada terrible que parecía
decir: "Devuélvame los veinte mil francos o lo digo todo". Moncharmin
lo comprendió tan bien que hizo un ademán desesperado: "¡Oh,
dilo todo! ¡Dilo todo!".
En cuanto al señor Mifroid, miraba sucesivamente a los directores
y a Raúl, y se preguntaba si no se habría metido por error en una casa
de locos. Se pasó la mano por el pelo.
–Un fantasma –dijo –, que la misma noche que rapta una cantante,
roba veinte mil francos, es un fantasma muy activo. Si ustedes me
permiten, voy a dividir los asuntos. La cantante primero, los veinte mil
francos después. Veamos, señor de Chagny, tratemos de hablar seriamente.
Usted cree que la señorita Cristina Daaé ha sido robada por un
individuo llamado Erik. ¿Lo conoce usted a ese individuo? ¿Lo ha
visto usted?
–Sí, señor comisario.
–¿Dónde?
–En un cementerio.
El señor Mifroid tuvo un sobresalto, volvió a contemplar a Raúl y
dijo:
–¡Evidentemente!... En ese sitio es donde se encuentran generalmente
los fantasmas. ¿Y qué hacía usted en el cementerio?
–Señor –dijo Raúl –, me doy perfecta cuenta de lo extravagante
de mis respuestas y del efecto que le causan a usted. Pero le ruego crea
que estoy en mi pleno juicio. Va en ello la vida de la persona que quiero
más en el mundo, junto con mi hermano Felipe. Quiero convencerlo,
en pocas palabras, porque el momento urge y los minutos son preciosos.
Desgraciadamente, si no le cuento a usted desde cl principio cl
más raro suceso del mundo, usted no me creerá. Voy a decirle, señor
comisario, todo b que sé sobre cl Fantasma de la Opera. Desgraciadamente,
señor comisario, lo que sé es muy poco.
–¡No importa! ¡Hable, hable! –exclamaron Richard y Moncharmin
súbitamente interesados.
Desgraciadamente, luego perdieron la esperanza, un instante acariciada,
de que iban a saber algún detalle que los pusiera en la pista de
su sofisticador, porque enseguida se persuadieron de la triste pero
evidente verdad de que el señor Raúl de Chagny habla perdido por
completo la razón. Todo aquel infundio de Perros-Guirec, de calaveras,
de violín encantado, de la "voz de hombre" en el camarín de la Daaé,
no podía haber nacido sino en la cabeza acalorada del enamorado.
Era visible, por lo demás, que el señor comisario Mifroid compartía
cada vez más aquella manera de ver y sin duda cl magistrado
hubiera puesto fin a aquel palabrerío incoherente, si las mismas circunstancias
no se hubieran encargado de interrumpirlo.
La puerta acababa de abrirse y un individuo, singularmente vestido
con un basto sobretodo negro y la cabeza cubierta por un sombrero
de copa, a la vez lustroso y pelado, que le entraba hasta las orejas, hizo
su entrada. Corrió hacia el comisario y le habló en voz baja. Era sin
duda, algún agente de la seguridad que venta a dar cuenta de una comisión
urgente.
Durante este coloquio, el señor Mifroid no le sacaba a Raúl los
ojos de encima.
Por último, dirigiéndose a él, dijo:
–Señor, ya hemos hablado bastante del Fantasma. Vamos a hablar
un poco de usted si no tiene inconveniente. ¿Usted debía raptar esta
noche a la señorita Cristina Daaé?
–Sí, señor comisario.
–Y, sin embargo, su carruaje sigue esperando sus órdenes, del lado
de la rotonda, ¿no es así?
–Sí, señor comisario.
–¿Sabía usted que al lado del suyo había otros tres coches?
–No reparé absolutamente en ello.
–Eran los de la señorita Sorelli, que no encontró sitio en el patio
de la administración; el de la Carlota y el de su hermano, el señor conde
de Chagny...
–Es posible.
–Lo cierto, en cambio, es que si su carruaje, el de la Sorelli y cl
de la Carlota están siempre en su sitio... cl del señor conde de Chagny
se ha ido.
–Eso no tiene nada que ver, señor comisario...
–¡Disculpe! El señor conde, ¿no se oponía a su casamiento con la
señorita Daaé?
–Esas son puramente cosas de familia.
–Usted me respondió antes que se oponía... y que era por eso que
usted iba a raptar a la señorita Daaé para eludir la oposición, de su
hermano... Pues bien, señor de Chagny, permítame decirle que su hermano
ha andado más rápido que usted... Él es quien ha raptado a Cristina
Daaé.
–¡Oh! –dijo Raúl llevándose la mano al corazón. ¡No es posible!
¿Está usted seguro de eso?
–Luego de haberse constatado la desaparición de la artista, organizada
con complicidades que hemos de verificar, el señor conde se
precipitó hacia su coche, y lo lanzó en una carrera furibunda a través
de París.
Un grito ronco se escapó de la boca crispada por la rabia del desgraciado
joven.
–¡Oh! –gritó –, cueste lo que cueste los alcanzaré.
Y en dos saltos estuvo fuera del despacho.
–Y tráigala aquí –gritó alegremente el comisario. Me parece que
esta pista vale más que la del Ángel de la Música.
Después de esto, el señor Mifroid se vuelve hacia su auditorio
estupefacto, y le administra este pequeño curso de policía honrada,
pero nada pueril:
–Yo no sé realmente si es el señor conde de Chagny cl que se ha
llevado a Cristina Daaé..., pero necesito saberlo y creo que en este
momento nadie mejor que el vizconde, su hermano, querría averiguar
esto. En este momento, corre, vuela, es mi principal auxiliar. Tal es,
señores, el arte de la policía que parece tan complicado y que como se
ve es sencillísimo; consiste sobre todo en hacer actuar como policías a
las personas que no pertenecen a la institución.
Pero quizás el señor Mifroid no hubiera estado tan contento de sí
mismo, si hubiese sabido que la carrera de Raúl había sido detenida
desde su entrada en el primer corredor, vacío, sin embargo, de la multitud
de curiosos que habría sido necesario dispersar.
Raúl se encontró con que le cerraba cl paso una gran sombra.
–¿Adónde va usted tan deprisa, señor de Chagny? –le preguntó la
sombra.
Raúl levantó la cabeza impacientado y reconoció el gorro de astracán
de hacía poco rato. Se detuvo.
–¿Quién es usted –le preguntó con voz nerviosa –, que sabe de los
secretos de Erik y no quiere que yo hable de ellos?
–Yo soy el persa –dijo la sombra.
_
CAPITULO XXI
EL PERSA Y EL VIZCONDE
La primera palabra del señor comisario de policía al penetrar en
el despacho directorial fue pidiendo noticias de la cantante.
–¿Cristina Daaé no está aquí?
Lo seguía, como ya he dicho, una multitud compacta.
–¿Cristina Daaé? No. ¿Por qué? –respondió Richard.
En cuanto a Moncharmin, no tenía fuerzas ni para pronunciar una
palabra... Su estado de ánimo era mucho más grave que cl de Richard,
porque Richard puede todavía sospechar de Moncharmin, mientras que
Moncharmin se encuentra frente al gran misterio..., al que hace temblar
ala humanidad desde su origen: ¡lo desconocido!
Richard volvió a repetir, porque la muchedumbre que rodeaba a
los directores y al comisario observaba un silencio impresionante:
–¿Por qué me pregunta usted, señor comisario, si Cristina Daaé
está aquí?
–Porque es necesario que aparezca, señores directores de la Academia
Nacional de Música –declara solemnemente el señor comisario
de policía. ¿Cómo es eso que es preciso que aparezca? Entonces, ¿ha
desaparecido?
–¡En plena representación!
–¡En plena representación! ¡Es extraordinario!
–¿No es cierto? ¡Y algo tan extraordinario como la desaparición
misma, es que yo se la haga saber!
–¡En efecto! –asintió Richard, que se tomó la cabeza entre las
manos, murmurando: –¿Qué nuevo lío es éste? ¡Ah, decididamente es
como para echarlo todo a rodar!
Y se arrancó, sin notarlo, algunos pelos del bigote.
–Entonces –dijo, como si estuviera soñando, –¿ha desaparecido
en plena representación?
–Sí, ha sido arrebatada de la escena en el acto de la prisión, en cl
momento en que invocaba la ayuda del Cielo; pero dudo que haya sido
arrebatada por los ángeles.
Todo el mundo se volvió. Un joven pálido y trémulo de emoción
repite:
–¡Yo estoy seguro!
–¿De qué está seguro? –interroga Mifroid.
–Que Cristina Daaé ha sido raptada por un ángel, por un ángel,
señor comisario, y hasta podría decirle su nombre.
–¡Ah, ah! Señor vizconde de Chagny, usted pretende que la señorita
Cristina Daaé ha sido robada por un ángel, ¿por un ángel de la
Opera, sin duda?
Raúl mira a su alrededor. Evidentemente busca a alguien. En
aquel minuto en que le parecía tan necesario llamar en ayuda de su
novia el auxilio de la policía, no le desagradaría volver a ver a aquel
misterioso desconocido que hace un instante le recomendaba discreción.
Pero no lo descubre en ninguna parte. ¡Vamos, es preciso que
hable!... Sin embargo, se siente incapaz de explicarse ante aquella
muchedumbre que lo examina con una curiosidad indiscreta.
–Sí, señor, por un ángel de la Opera –le respondió al señor Mifroid
–, y cuando estemos solos le diré dónde habita.
–Tiene usted razón, señor.
Y el comisario de policía, después de hacer sentar a Raúl a su lado,
hace salir a todos los curiosos, excepto, sin embargo, los dos directores,
que, por otra parte, no hubieran protestado, tan por encima
parecían estar de todas las contingencias.
Entonces Raúl se decidió:
–Señor comisario, ese ángel se llama Erik, habita en la Opera y es
el Ángel de la Música.
–¿De veras? ¡El Ángel de la Música! Qué curioso es esto. ¡El ángel
de la Música!
Y volviéndose hacia los directores, el señor comisario Mifroid
preguntes:
–Señores, ¿tienen ustedes ese angelito en casa?
Los señores Richard y Moncharmin sacudieron la cabeza negativamente,
sin sonreír siquiera.
–¡Oh! –dijo el vizconde. Estos señores tienen que haber oído hablar
del Fantasma de la Opera... Pues bien; yo puedo afirmarles que cl
Fantasma de la Opera y el Ángel de la música son la misma persona. Y
su verdadero nombre es Erik.
El señor Mifroid se había puesto de pie y consideraba a Raúl con
atención.
–Disculpe, señor, ¿tiene usted acaso la intención de burlarse de la
justicia?
–¡Yo! –protestó Raúl, que pensó con angustia: "¡Otra persona
más que no va a querer oírme!".
–Entonces, ¿qué invención es esa del Fantasma de la Opera?
–¡Le digo a usted que estos señores han oído hablar de él!
–Señores, parece que ustedes conocen al Fantasma de la Opera...
–¡No, señor comisario, no lo conocemos, y bien quisiéramos conocerlo,
porque, sin ir más lejos, esta misma noche nos ha robado
veinte mil francos!
Y Richard dirigió a Moncharmin una mirada terrible que parecía
decir: "Devuélvame los veinte mil francos o lo digo todo". Moncharmin
lo comprendió tan bien que hizo un ademán desesperado: "¡Oh,
dilo todo! ¡Dilo todo!".
En cuanto al señor Mifroid, miraba sucesivamente a los directores
y a Raúl, y se preguntaba si no se habría metido por error en una casa
de locos. Se pasó la mano por el pelo.
–Un fantasma –dijo –, que la misma noche que rapta una cantante,
roba veinte mil francos, es un fantasma muy activo. Si ustedes me
permiten, voy a dividir los asuntos. La cantante primero, los veinte mil
francos después. Veamos, señor de Chagny, tratemos de hablar seriamente.
Usted cree que la señorita Cristina Daaé ha sido robada por un
individuo llamado Erik. ¿Lo conoce usted a ese individuo? ¿Lo ha
visto usted?
–Sí, señor comisario.
–¿Dónde?
–En un cementerio.
El señor Mifroid tuvo un sobresalto, volvió a contemplar a Raúl y
dijo:
–¡Evidentemente!... En ese sitio es donde se encuentran generalmente
los fantasmas. ¿Y qué hacía usted en el cementerio?
–Señor –dijo Raúl –, me doy perfecta cuenta de lo extravagante
de mis respuestas y del efecto que le causan a usted. Pero le ruego crea
que estoy en mi pleno juicio. Va en ello la vida de la persona que quiero
más en el mundo, junto con mi hermano Felipe. Quiero convencerlo,
en pocas palabras, porque el momento urge y los minutos son preciosos.
Desgraciadamente, si no le cuento a usted desde cl principio cl
más raro suceso del mundo, usted no me creerá. Voy a decirle, señor
comisario, todo b que sé sobre cl Fantasma de la Opera. Desgraciadamente,
señor comisario, lo que sé es muy poco.
–¡No importa! ¡Hable, hable! –exclamaron Richard y Moncharmin
súbitamente interesados.
Desgraciadamente, luego perdieron la esperanza, un instante acariciada,
de que iban a saber algún detalle que los pusiera en la pista de
su sofisticador, porque enseguida se persuadieron de la triste pero
evidente verdad de que el señor Raúl de Chagny habla perdido por
completo la razón. Todo aquel infundio de Perros-Guirec, de calaveras,
de violín encantado, de la "voz de hombre" en el camarín de la Daaé,
no podía haber nacido sino en la cabeza acalorada del enamorado.
Era visible, por lo demás, que el señor comisario Mifroid compartía
cada vez más aquella manera de ver y sin duda cl magistrado
hubiera puesto fin a aquel palabrerío incoherente, si las mismas circunstancias
no se hubieran encargado de interrumpirlo.
La puerta acababa de abrirse y un individuo, singularmente vestido
con un basto sobretodo negro y la cabeza cubierta por un sombrero
de copa, a la vez lustroso y pelado, que le entraba hasta las orejas, hizo
su entrada. Corrió hacia el comisario y le habló en voz baja. Era sin
duda, algún agente de la seguridad que venta a dar cuenta de una comisión
urgente.
Durante este coloquio, el señor Mifroid no le sacaba a Raúl los
ojos de encima.
Por último, dirigiéndose a él, dijo:
–Señor, ya hemos hablado bastante del Fantasma. Vamos a hablar
un poco de usted si no tiene inconveniente. ¿Usted debía raptar esta
noche a la señorita Cristina Daaé?
–Sí, señor comisario.
–Y, sin embargo, su carruaje sigue esperando sus órdenes, del lado
de la rotonda, ¿no es así?
–Sí, señor comisario.
–¿Sabía usted que al lado del suyo había otros tres coches?
–No reparé absolutamente en ello.
–Eran los de la señorita Sorelli, que no encontró sitio en el patio
de la administración; el de la Carlota y el de su hermano, el señor conde
de Chagny...
–Es posible.
–Lo cierto, en cambio, es que si su carruaje, el de la Sorelli y cl
de la Carlota están siempre en su sitio... cl del señor conde de Chagny
se ha ido.
–Eso no tiene nada que ver, señor comisario...
–¡Disculpe! El señor conde, ¿no se oponía a su casamiento con la
señorita Daaé?
–Esas son puramente cosas de familia.
–Usted me respondió antes que se oponía... y que era por eso que
usted iba a raptar a la señorita Daaé para eludir la oposición, de su
hermano... Pues bien, señor de Chagny, permítame decirle que su hermano
ha andado más rápido que usted... Él es quien ha raptado a Cristina
Daaé.
–¡Oh! –dijo Raúl llevándose la mano al corazón. ¡No es posible!
¿Está usted seguro de eso?
–Luego de haberse constatado la desaparición de la artista, organizada
con complicidades que hemos de verificar, el señor conde se
precipitó hacia su coche, y lo lanzó en una carrera furibunda a través
de París.
Un grito ronco se escapó de la boca crispada por la rabia del desgraciado
joven.
–¡Oh! –gritó –, cueste lo que cueste los alcanzaré.
Y en dos saltos estuvo fuera del despacho.
–Y tráigala aquí –gritó alegremente el comisario. Me parece que
esta pista vale más que la del Ángel de la Música.
Después de esto, el señor Mifroid se vuelve hacia su auditorio
estupefacto, y le administra este pequeño curso de policía honrada,
pero nada pueril:
–Yo no sé realmente si es el señor conde de Chagny cl que se ha
llevado a Cristina Daaé..., pero necesito saberlo y creo que en este
momento nadie mejor que el vizconde, su hermano, querría averiguar
esto. En este momento, corre, vuela, es mi principal auxiliar. Tal es,
señores, el arte de la policía que parece tan complicado y que como se
ve es sencillísimo; consiste sobre todo en hacer actuar como policías a
las personas que no pertenecen a la institución.
Pero quizás el señor Mifroid no hubiera estado tan contento de sí
mismo, si hubiese sabido que la carrera de Raúl había sido detenida
desde su entrada en el primer corredor, vacío, sin embargo, de la multitud
de curiosos que habría sido necesario dispersar.
Raúl se encontró con que le cerraba cl paso una gran sombra.
–¿Adónde va usted tan deprisa, señor de Chagny? –le preguntó la
sombra.
Raúl levantó la cabeza impacientado y reconoció el gorro de astracán
de hacía poco rato. Se detuvo.
–¿Quién es usted –le preguntó con voz nerviosa –, que sabe de los
secretos de Erik y no quiere que yo hable de ellos?
–Yo soy el persa –dijo la sombra.
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CAPITULO XXI
EL PERSA Y EL VIZCONDE
_
Raúl recordó entonces que su hermano, una noche de espectáculo,
le había indicado a aquel singular personaje, del que no sabía nada, una
vez que dijeron de él que era un persa, y que habitaba una vieja casita
en la calle de Rívoli.
¿Por qué aquella noche el persa, "que no hablaba nunca", se obstinaba
en entrar en conversación con Raúl? ¿Y por qué le hablaba de
Erik? ¿Qué sabía de Erik?
¡Erik! Sólo estas dos sílabas eran capaces de detener al joven en
su rápida carrera. Y el hombre de tinte cetrino, ojos de azabache y
gorro de astracán, las volvió a pronunciar. Se inclinó hacia Raúl.
–¿Espero, señor de Chagny, que no habrá usted traicionado el secreto
de Erik?
–¿Y por qué habría vacilado en traicionar a ese monstruo, señor?
–replicó Raúl con altivez, tratando de hacer a un lado al importuno.
¿Es acaso su amigo?
–¡Espero que no haya dicho usted nada de Erik, porque el secreto
de Erik es el de Cristina Daaé y hablar del uno es hablar de la otra!
–¡Oh, señor! –exclamó Raúl con impaciencia. Parece usted estar
al corriente de muchas cosas que me interesan, pero en este momento
no puedo detenerme a oírle...
–Permítame que insista, señor de Chagny, ¿a dónde va usted?
–¿No lo adivina usted? A socorrer a Cristina Daaé...
–Entonces, señor, no se vaya, porque Cristina Daaé... está aquí...
–¿Con Erik?
–¡Con Erik!
–¿Cómo lo sabe usted?
–Yo estaba en la representación, y no hay más que un Erik en cl
mundo capaz de combinar un rapto semejante... ¡Oh! –agregó con un
suspiro –, he reconocido la mano del monstruo.
–¿Usted le conoce, entonces?
El persa no le oyó, pero se oyó un nuevo suspiro.
–¡Señor –dijo Raúl –, ignoro cuáles son sus intenciones!... pero,
¿podría usted hacer algo por mí?... es decir, por Cristina Daaé.
–Creo que sí, señor de Chagny, y por eso es que le he salido a
usted al paso.
–¿Y qué podría usted hacer?
–Tratar de llevarlo al lado de ella... y al lado de él.
–Ya he intentado esta noche en vano esa empresa, pero si me hace
usted semejante servicio mi vida será suya. Una palabra más: el
comisario de policía acaba de hacerme saber que Cristina Daaé ha sido
raptada por mi hermano, el conde Felipe...
–¡Oh, no lo creo, señor de Chagny!
–No es posible, ¿verdad?
–No sé si es posible, pero me parece absurdo atribuirle este rapto
al conde Felipe, que no ha trabajado nunca, que yo sepa, de ilusionista.
–Sus argumentos son contundentes, señor, y reconozco que estoy
loco... ¡Ah, señor, corramos, corramos!... Confío por completo en usted...
¡Cómo no he de creer en usted si es la única persona que me cree
a mí y la única que no sonríe cuando pronuncia el nombre de Erik!
Al decir esto, Raúl, cuyas manos quemaban de fiebre, en un
arranque espontáneo tomó entre las suyas las del persa. Estaban heladas
–¡Silencio! –dijo cl persa deteniéndose y poniéndose a escuchar
los ruidos lejanos del teatro y los menores crujidos que se producían en
las paredes y en los corredores próximos. No volvamos a pronunciar
ese nombre aquí. Llamémosle Él, y así es menos probable que llamemos
su atención.
–¿Lo cree usted tan próximo a nosotros?
–Todo es posible, señor, si en este momento no está junto con su
víctima en su residencia del lago...
–¡Ah! ¿Usted también conoce ese escondite?
– ...Si no está allí puede estar en esta pared, en este piso, en este
techo. ¡Qué sé yo! ¡El ojo en esa cerradura!... ¡El oído contra esa viga!
Y rogándole que apagara el ruido de sus pasos, cl persa encaminó
a Raúl por corredores que el joven no había visto nunca, aun en los
tiempos en que Cristina le hacía recorrer aquel laberinto.
–Con tal –dijo el persa –de que Darío haya llegado.
–¿Quién es Darío? –interrogó el joven, a la vez que seguía andando.
–Darío es mi sirviente.
Estaban en aquel momento en el centro de una verdadera plaza
desierta, plaza inmensa que apenas iluminaba un farolillo. El persa
detuvo a Raúl y en voz tan baja que Raúl tuvo dificultad en oírle, le
preguntó:
–¿Qué le dijo usted al comisario?
–Le dije que el ladrón de Cristina era el Ángel de la Música, alias
el Fantasma de la Opera, y que su verdadero nombre era...
–¡Chist!... ¿Y el comisario lo creyó?
–No.
–¿No le atribuyó ninguna importancia a lo que usted le decía?
–¡Ninguna!
–¿Lo tomó por un loco?
–Sí.
–¡Tanto mejor! –suspiró el persa.
Y la carrera recomenzó.
Después de haber dejado y subido algunas escaleras desconocidas
para Raúl, los dos hombres se encontraron frente a una puerta que cl
persa abrió con un pequeño llavín que sacó de un bolsillo del chaleco.
El persa, como Raúl, estaba, naturalmente, de frac. Pero, si Raúl llevaba
un sombrero de copa, el persa tenía un gorro de astracán, como ya
lo he hecho notar. Era una ofensa al código que rige entre bastidores,
donde el sombrero alto es de rigor; pero es cosa sabida que en Francia,
todo les está permitido a los extranjeros; la gorra de viaje a los ingleses
y el gorro de astracán a los persas.
–Señor –dijo el persa –, su sombrero alto va a molestarlo en la
expedición que proyectamos... Haría usted bien en dejarlo en cl camarín.
–¿En qué camarín?
¡En el camarín de Cristina Daaé!
Y el persa, después de hacer pasar a Raúl por la puerta que acababa
de abrir, le mostró enfrente el camarín de Cristina.
Raúl ignoraba que se podía visitar a Cristina por otro camino que
aquel qué él tomaba ordinariamente.
Se encontraba entonces en la extremidad del corredor que tenían
que recorrer por completo antes de golpear en la puerta del camarín.
–Conoce usted muy bien la Opera, señor.
–No tan bien como El –dijo modestamente cl persa.
Y empujó al joven hacia el camarín de Cristina. Estaba tal cual lo
había dejado Raúl momentos antes.
El persa, después de cerrar la puerta, se dirigió hacia un tabique
muy delgado que separaba el camarín de una pieza llena de trastos
viejos que había a continuación de éste.
Escuchó y luego tosió con fuerza.
Enseguida se oyó que alguien se movía en la pieza de al lado y
segundos miss tarde golpeaba en la puerta del camarín.
–¡Entra! –dijo el persa.
Entró un hombre que también usaba gorro de astracán y que vestía
una larga hopalanda.
Saludó y sacó debajo de su capote una caja ricamente cincelada.
La depositó sobre el tocador, volvió a saludar y se dirigió hacia la
puerta.
–¿Nadie te ha visto entrar, Darlo?
–No, señor.
–Que nadie te vea salir.
El sirviente deslizó una mirada por el corredor y rápidamente desapareció.
–Señor –dijo Raúl –,estaba pensando en que sería fácil que nos
sorprendieran aquí, y eso evidentemente nos molestaría. Es imposible
que cl comisario no venga a hacer un registro en este camarín.
–¡Oh, no es al comisario al que hay que temer!
El persa abrió la ceja. Había en ella un par de largas pistolas de
un dibujo y de un adorno magníficos.
Así que se produjo el rapto de Cristina Daaé hice prevenir a mi
sirviente para que me trajera estas armas. Las conozco desde hace
mucho tiempo, no las puede haber más seguras.
–¿Piensa usted batirse en duelo, señor? –interrogó el joven –, sorprendido
por la llegada de aquel arsenal.
–A un duelo vamos, efectivamente, señor –respondió el otro,
examinando la carga de pistolas. ¡Y qué duelo!
Después de esto le entregó una pistola a Raúl y le dijo:
–En este duelo seremos dos contra uno; pero esté listo para todo,
señor, porque no le oculto que vamos a tener que habérnosla con el
más terrible adversario que es posible imaginar. Pero, ¿usted ama a
Cristina Daaé, verdad?
–¡Sí, la amo! Pero usted que no la ama, señor, ¿me quiere explicar
por qué está pronto a arriesgar su vida por ella?.. ¡Sin duda odia
usted a Erik!
–No, señor –dijo con tristeza el persa –, no lo odio.
–Si lo odiara, hace mucho tiempo que no me haría daño.
–¿Le ha hecho daño a usted?
–El mal que me ha hecho se lo he perdonado.
–Es realmente extraordinario –prosiguió Raúl –oírle hablar a usted
de ese hombre. Le trata usted de monstruo, habla usted de sus crímenes,
le ha hecho a usted daño, y noto en usted la misma piedad
inaudita que me desesperaba en Cristina.
El persa no respondió. Había ido a buscar un taburete y lo colocó
contra cl muro opuesto al espejo que ocupaba toda la pared de enfrente.
Luego trepó sobre el taburete, y acercando la nariz al papel con que
estaba tapizado el cuarto, pareció buscar algo.
–Bueno, señor –dijo Raúl que hervía de impaciencia –, lo estoy
esperando. ¡Vamos!
–¿Vamos, dónde? –preguntó el persa sin volver la cabeza.
–¡Pero al encuentro del monstruo! ¡Bajemos! ¿No me ha dicho
usted que tenía un medio para hacerlo?
–¡Lo estoy buscando!
Y la nariz del persa seguía paseándose a lo largo de la pared.
–¡Ah! –exclamó de pronto el hombre del gorro, aquí está. Y su
índice se apoyó en un ángulo del dibujo del papel.
Luego se volvió y saltó del taburete al suelo.
–Dentro de medio minuto dijo, estaremos "en su camino".
Y atravesando el camarín fue a tantear cl gran espejo.
–No, todavía no cede... –murmuró.
–¡Cómo! –dijo Raúl, ¿vamos a salir por el espejo? ¡Cómo Cristina!
–¿Cómo supo usted que Cristina Daaé podía salir por el espejo?
–Porque yo mismo la vi... Estaba escondido ahí tras de esa cortina,
y la vi desaparecer no por el espejo pero en el espejo.
–¿Y qué hizo usted entonces?
–Creí, señor, en una aberración de mis sentidos, ¡en que estaba
loco o sonando!
–Es alguna nueva fantasía del Fantasma –dijo irónicamente el
persa... –¡Ah!, señor de Chagny –prosiguió con la mano siempre apoyada
en el espejo... –¡ojalá permitiera el Cielo que tuviésemos que
enfrentar a un fantasma! Podríamos dejar tranquilas en su caja estas
pistolas... Deje aquí su sombrero, hágame el favor... bien... y ahora
cierre su frac cuanto pueda sobre la pechera... como yo... cruce las
solapas y levante el cuello...; es preciso que nos hagamos invisibles en
la medida de lo posible...
Después de un corto silencio y empujando siempre el espejo,
agregó:
–El escape del contrapeso, cuando se aprieta el resorte desde el
interior del camarín tarda algo en producirse. No pasa lo mismo cuando
se está detrás de la pared y se puede manejar directamente el contrapeso.
Entonces el espejo gira instantáneamente y es levantado con
una rapidez fulminante.
–¿Qué contrapeso? –preguntó Raúl.
"El que hace correr, pues, todo este costado de la pared. No supondría
Y el persa, haciendo acercar a Raúl contra él, apoyaba siempre la
mano en la que tenía la pistola contra el espejo.
–Va a ver usted dentro de un momento, si pone mucha atención,
que el espejo se va a alzar algunos milímetros y luego se va a correr
unos milímetros de izquierda a derecha. Entonces estará sobre su eje y
girará. ¡Es increíble lo que puede hacerse con un contrapeso! Un niño
puede con su dedito hacer girar una casa... Cuando una pared, por
pesada que sea, es colocada por el contrapeso sobre su eje, bien en
equilibrio, no pesa más que un trompo sobre su púa.
–¡No gira! –exclamó Raúl impaciente.
–¡Ah, espere un poco! Ya tendrá tiempo de impacientarse. El mecanismo,
evidentemente, está oxidado o el resorte no funciona.
La frente del persa se puso pensativa.
–Y, además, agregó, puede haber otra cosa.
–¿El qué, señor?
–Quizá él haya cortado la cuerda del contrapeso e inmovilizado
todo el sistema...
–¿Por qué? Tiene que ignorar qué personas bajan por ahí.
–Lo habrá sospechado quizá porque sabe que yo conozco el sistema.
–¿Él fue quien se lo enseñó?
–¡No! Lo seguí para darme cuenta de sus desapariciones misteriosas
y di con el secreto. ¡Oh!, es el sistema más sencillo de puerta corrediza.
Es un mecanismo viejo como el palacio sagrado de Tebas,
como la sala del trono de Ecbatana, como la sala del trípode de Delfos...
como...
–¡No gira, señor no gira... ¡Y Cristina! ¡Cristina!
El persa dijo fríamente:
–¡Haremos todo lo que es humanamente posible!... Pero él puede
detenernos desde el primer piso.
–¿Domina entonces estas paredes?
–Domina las paredes, las puertas, las trampas. Entre nosotros le
llamábamos con un nombre que significa "el aficionado a trampas".
–Así fue como me habló de él Cristina... con el mismo misterio y
atribuyéndole el mismo terrible poderío... Pero todo esto me parece
muy extraordinario... ¿Por qué estas paredes le obedecen a él solo? ¡El
no las ha construido!
–¡Sí, señor!
Y como Raúl le miraba sorprendido, el persa le hizo seña de que
callara y luego le indicó el espejo... Parecía un reflejo trémulo. La
imagen doble de ambos se agitó como el agua rizada por el viento y
luego todo aquello quedó inmóvil.
–Ya ve usted, señor, que esto no gira. Tomaremos otro camino.
–¡Esta noche no hay otro! –declaró el persa con voz singularmente
lúgubre... Y ahora atención y esté pronto para hacer fuego.
El mismo apuntó con su pistola al espejo. Raúl imitó su ademán.
El persa atrajo al joven con el brazo que tenía libre contra su pecho y
de pronto el espejo giró entre un deslumbramiento, en un entrecruzamiento
de luces enceguecedor, giró como una de esas puertas rodantes
que dan acceso a las salas de los teatros..., giró arrastrando a Raúl y al
persa, precipitándoles de la plena luz ala más completa oscuridad.
_
Raúl recordó entonces que su hermano, una noche de espectáculo,
le había indicado a aquel singular personaje, del que no sabía nada, una
vez que dijeron de él que era un persa, y que habitaba una vieja casita
en la calle de Rívoli.
¿Por qué aquella noche el persa, "que no hablaba nunca", se obstinaba
en entrar en conversación con Raúl? ¿Y por qué le hablaba de
Erik? ¿Qué sabía de Erik?
¡Erik! Sólo estas dos sílabas eran capaces de detener al joven en
su rápida carrera. Y el hombre de tinte cetrino, ojos de azabache y
gorro de astracán, las volvió a pronunciar. Se inclinó hacia Raúl.
–¿Espero, señor de Chagny, que no habrá usted traicionado el secreto
de Erik?
–¿Y por qué habría vacilado en traicionar a ese monstruo, señor?
–replicó Raúl con altivez, tratando de hacer a un lado al importuno.
¿Es acaso su amigo?
–¡Espero que no haya dicho usted nada de Erik, porque el secreto
de Erik es el de Cristina Daaé y hablar del uno es hablar de la otra!
–¡Oh, señor! –exclamó Raúl con impaciencia. Parece usted estar
al corriente de muchas cosas que me interesan, pero en este momento
no puedo detenerme a oírle...
–Permítame que insista, señor de Chagny, ¿a dónde va usted?
–¿No lo adivina usted? A socorrer a Cristina Daaé...
–Entonces, señor, no se vaya, porque Cristina Daaé... está aquí...
–¿Con Erik?
–¡Con Erik!
–¿Cómo lo sabe usted?
–Yo estaba en la representación, y no hay más que un Erik en cl
mundo capaz de combinar un rapto semejante... ¡Oh! –agregó con un
suspiro –, he reconocido la mano del monstruo.
–¿Usted le conoce, entonces?
El persa no le oyó, pero se oyó un nuevo suspiro.
–¡Señor –dijo Raúl –, ignoro cuáles son sus intenciones!... pero,
¿podría usted hacer algo por mí?... es decir, por Cristina Daaé.
–Creo que sí, señor de Chagny, y por eso es que le he salido a
usted al paso.
–¿Y qué podría usted hacer?
–Tratar de llevarlo al lado de ella... y al lado de él.
–Ya he intentado esta noche en vano esa empresa, pero si me hace
usted semejante servicio mi vida será suya. Una palabra más: el
comisario de policía acaba de hacerme saber que Cristina Daaé ha sido
raptada por mi hermano, el conde Felipe...
–¡Oh, no lo creo, señor de Chagny!
–No es posible, ¿verdad?
–No sé si es posible, pero me parece absurdo atribuirle este rapto
al conde Felipe, que no ha trabajado nunca, que yo sepa, de ilusionista.
–Sus argumentos son contundentes, señor, y reconozco que estoy
loco... ¡Ah, señor, corramos, corramos!... Confío por completo en usted...
¡Cómo no he de creer en usted si es la única persona que me cree
a mí y la única que no sonríe cuando pronuncia el nombre de Erik!
Al decir esto, Raúl, cuyas manos quemaban de fiebre, en un
arranque espontáneo tomó entre las suyas las del persa. Estaban heladas
–¡Silencio! –dijo cl persa deteniéndose y poniéndose a escuchar
los ruidos lejanos del teatro y los menores crujidos que se producían en
las paredes y en los corredores próximos. No volvamos a pronunciar
ese nombre aquí. Llamémosle Él, y así es menos probable que llamemos
su atención.
–¿Lo cree usted tan próximo a nosotros?
–Todo es posible, señor, si en este momento no está junto con su
víctima en su residencia del lago...
–¡Ah! ¿Usted también conoce ese escondite?
– ...Si no está allí puede estar en esta pared, en este piso, en este
techo. ¡Qué sé yo! ¡El ojo en esa cerradura!... ¡El oído contra esa viga!
Y rogándole que apagara el ruido de sus pasos, cl persa encaminó
a Raúl por corredores que el joven no había visto nunca, aun en los
tiempos en que Cristina le hacía recorrer aquel laberinto.
–Con tal –dijo el persa –de que Darío haya llegado.
–¿Quién es Darío? –interrogó el joven, a la vez que seguía andando.
–Darío es mi sirviente.
Estaban en aquel momento en el centro de una verdadera plaza
desierta, plaza inmensa que apenas iluminaba un farolillo. El persa
detuvo a Raúl y en voz tan baja que Raúl tuvo dificultad en oírle, le
preguntó:
–¿Qué le dijo usted al comisario?
–Le dije que el ladrón de Cristina era el Ángel de la Música, alias
el Fantasma de la Opera, y que su verdadero nombre era...
–¡Chist!... ¿Y el comisario lo creyó?
–No.
–¿No le atribuyó ninguna importancia a lo que usted le decía?
–¡Ninguna!
–¿Lo tomó por un loco?
–Sí.
–¡Tanto mejor! –suspiró el persa.
Y la carrera recomenzó.
Después de haber dejado y subido algunas escaleras desconocidas
para Raúl, los dos hombres se encontraron frente a una puerta que cl
persa abrió con un pequeño llavín que sacó de un bolsillo del chaleco.
El persa, como Raúl, estaba, naturalmente, de frac. Pero, si Raúl llevaba
un sombrero de copa, el persa tenía un gorro de astracán, como ya
lo he hecho notar. Era una ofensa al código que rige entre bastidores,
donde el sombrero alto es de rigor; pero es cosa sabida que en Francia,
todo les está permitido a los extranjeros; la gorra de viaje a los ingleses
y el gorro de astracán a los persas.
–Señor –dijo el persa –, su sombrero alto va a molestarlo en la
expedición que proyectamos... Haría usted bien en dejarlo en cl camarín.
–¿En qué camarín?
¡En el camarín de Cristina Daaé!
Y el persa, después de hacer pasar a Raúl por la puerta que acababa
de abrir, le mostró enfrente el camarín de Cristina.
Raúl ignoraba que se podía visitar a Cristina por otro camino que
aquel qué él tomaba ordinariamente.
Se encontraba entonces en la extremidad del corredor que tenían
que recorrer por completo antes de golpear en la puerta del camarín.
–Conoce usted muy bien la Opera, señor.
–No tan bien como El –dijo modestamente cl persa.
Y empujó al joven hacia el camarín de Cristina. Estaba tal cual lo
había dejado Raúl momentos antes.
El persa, después de cerrar la puerta, se dirigió hacia un tabique
muy delgado que separaba el camarín de una pieza llena de trastos
viejos que había a continuación de éste.
Escuchó y luego tosió con fuerza.
Enseguida se oyó que alguien se movía en la pieza de al lado y
segundos miss tarde golpeaba en la puerta del camarín.
–¡Entra! –dijo el persa.
Entró un hombre que también usaba gorro de astracán y que vestía
una larga hopalanda.
Saludó y sacó debajo de su capote una caja ricamente cincelada.
La depositó sobre el tocador, volvió a saludar y se dirigió hacia la
puerta.
–¿Nadie te ha visto entrar, Darlo?
–No, señor.
–Que nadie te vea salir.
El sirviente deslizó una mirada por el corredor y rápidamente desapareció.
–Señor –dijo Raúl –,estaba pensando en que sería fácil que nos
sorprendieran aquí, y eso evidentemente nos molestaría. Es imposible
que cl comisario no venga a hacer un registro en este camarín.
–¡Oh, no es al comisario al que hay que temer!
El persa abrió la ceja. Había en ella un par de largas pistolas de
un dibujo y de un adorno magníficos.
Así que se produjo el rapto de Cristina Daaé hice prevenir a mi
sirviente para que me trajera estas armas. Las conozco desde hace
mucho tiempo, no las puede haber más seguras.
–¿Piensa usted batirse en duelo, señor? –interrogó el joven –, sorprendido
por la llegada de aquel arsenal.
–A un duelo vamos, efectivamente, señor –respondió el otro,
examinando la carga de pistolas. ¡Y qué duelo!
Después de esto le entregó una pistola a Raúl y le dijo:
–En este duelo seremos dos contra uno; pero esté listo para todo,
señor, porque no le oculto que vamos a tener que habérnosla con el
más terrible adversario que es posible imaginar. Pero, ¿usted ama a
Cristina Daaé, verdad?
–¡Sí, la amo! Pero usted que no la ama, señor, ¿me quiere explicar
por qué está pronto a arriesgar su vida por ella?.. ¡Sin duda odia
usted a Erik!
–No, señor –dijo con tristeza el persa –, no lo odio.
–Si lo odiara, hace mucho tiempo que no me haría daño.
–¿Le ha hecho daño a usted?
–El mal que me ha hecho se lo he perdonado.
–Es realmente extraordinario –prosiguió Raúl –oírle hablar a usted
de ese hombre. Le trata usted de monstruo, habla usted de sus crímenes,
le ha hecho a usted daño, y noto en usted la misma piedad
inaudita que me desesperaba en Cristina.
El persa no respondió. Había ido a buscar un taburete y lo colocó
contra cl muro opuesto al espejo que ocupaba toda la pared de enfrente.
Luego trepó sobre el taburete, y acercando la nariz al papel con que
estaba tapizado el cuarto, pareció buscar algo.
–Bueno, señor –dijo Raúl que hervía de impaciencia –, lo estoy
esperando. ¡Vamos!
–¿Vamos, dónde? –preguntó el persa sin volver la cabeza.
–¡Pero al encuentro del monstruo! ¡Bajemos! ¿No me ha dicho
usted que tenía un medio para hacerlo?
–¡Lo estoy buscando!
Y la nariz del persa seguía paseándose a lo largo de la pared.
–¡Ah! –exclamó de pronto el hombre del gorro, aquí está. Y su
índice se apoyó en un ángulo del dibujo del papel.
Luego se volvió y saltó del taburete al suelo.
–Dentro de medio minuto dijo, estaremos "en su camino".
Y atravesando el camarín fue a tantear cl gran espejo.
–No, todavía no cede... –murmuró.
–¡Cómo! –dijo Raúl, ¿vamos a salir por el espejo? ¡Cómo Cristina!
–¿Cómo supo usted que Cristina Daaé podía salir por el espejo?
–Porque yo mismo la vi... Estaba escondido ahí tras de esa cortina,
y la vi desaparecer no por el espejo pero en el espejo.
–¿Y qué hizo usted entonces?
–Creí, señor, en una aberración de mis sentidos, ¡en que estaba
loco o sonando!
–Es alguna nueva fantasía del Fantasma –dijo irónicamente el
persa... –¡Ah!, señor de Chagny –prosiguió con la mano siempre apoyada
en el espejo... –¡ojalá permitiera el Cielo que tuviésemos que
enfrentar a un fantasma! Podríamos dejar tranquilas en su caja estas
pistolas... Deje aquí su sombrero, hágame el favor... bien... y ahora
cierre su frac cuanto pueda sobre la pechera... como yo... cruce las
solapas y levante el cuello...; es preciso que nos hagamos invisibles en
la medida de lo posible...
Después de un corto silencio y empujando siempre el espejo,
agregó:
–El escape del contrapeso, cuando se aprieta el resorte desde el
interior del camarín tarda algo en producirse. No pasa lo mismo cuando
se está detrás de la pared y se puede manejar directamente el contrapeso.
Entonces el espejo gira instantáneamente y es levantado con
una rapidez fulminante.
–¿Qué contrapeso? –preguntó Raúl.
"El que hace correr, pues, todo este costado de la pared. No supondría
Y el persa, haciendo acercar a Raúl contra él, apoyaba siempre la
mano en la que tenía la pistola contra el espejo.
–Va a ver usted dentro de un momento, si pone mucha atención,
que el espejo se va a alzar algunos milímetros y luego se va a correr
unos milímetros de izquierda a derecha. Entonces estará sobre su eje y
girará. ¡Es increíble lo que puede hacerse con un contrapeso! Un niño
puede con su dedito hacer girar una casa... Cuando una pared, por
pesada que sea, es colocada por el contrapeso sobre su eje, bien en
equilibrio, no pesa más que un trompo sobre su púa.
–¡No gira! –exclamó Raúl impaciente.
–¡Ah, espere un poco! Ya tendrá tiempo de impacientarse. El mecanismo,
evidentemente, está oxidado o el resorte no funciona.
La frente del persa se puso pensativa.
–Y, además, agregó, puede haber otra cosa.
–¿El qué, señor?
–Quizá él haya cortado la cuerda del contrapeso e inmovilizado
todo el sistema...
–¿Por qué? Tiene que ignorar qué personas bajan por ahí.
–Lo habrá sospechado quizá porque sabe que yo conozco el sistema.
–¿Él fue quien se lo enseñó?
–¡No! Lo seguí para darme cuenta de sus desapariciones misteriosas
y di con el secreto. ¡Oh!, es el sistema más sencillo de puerta corrediza.
Es un mecanismo viejo como el palacio sagrado de Tebas,
como la sala del trono de Ecbatana, como la sala del trípode de Delfos...
como...
–¡No gira, señor no gira... ¡Y Cristina! ¡Cristina!
El persa dijo fríamente:
–¡Haremos todo lo que es humanamente posible!... Pero él puede
detenernos desde el primer piso.
–¿Domina entonces estas paredes?
–Domina las paredes, las puertas, las trampas. Entre nosotros le
llamábamos con un nombre que significa "el aficionado a trampas".
–Así fue como me habló de él Cristina... con el mismo misterio y
atribuyéndole el mismo terrible poderío... Pero todo esto me parece
muy extraordinario... ¿Por qué estas paredes le obedecen a él solo? ¡El
no las ha construido!
–¡Sí, señor!
Y como Raúl le miraba sorprendido, el persa le hizo seña de que
callara y luego le indicó el espejo... Parecía un reflejo trémulo. La
imagen doble de ambos se agitó como el agua rizada por el viento y
luego todo aquello quedó inmóvil.
–Ya ve usted, señor, que esto no gira. Tomaremos otro camino.
–¡Esta noche no hay otro! –declaró el persa con voz singularmente
lúgubre... Y ahora atención y esté pronto para hacer fuego.
El mismo apuntó con su pistola al espejo. Raúl imitó su ademán.
El persa atrajo al joven con el brazo que tenía libre contra su pecho y
de pronto el espejo giró entre un deslumbramiento, en un entrecruzamiento
de luces enceguecedor, giró como una de esas puertas rodantes
que dan acceso a las salas de los teatros..., giró arrastrando a Raúl y al
persa, precipitándoles de la plena luz ala más completa oscuridad.
_
CAPITULO XXII
EN LOS SÓTANOS DE LA OPERA
EN LOS SÓTANOS DE LA OPERA
_
–Apunte, pronto para hacer fuego –repitió rápidamente el compañero
de Raúl.
Detrás de ellos la pared, después de dar una vuelta completa, se
había cerrado.
Los dos hombres permanecieron un instante inmóviles, conteniendo
la respiración.
En aquellas tinieblas reinaba un silencio que nada, absolutamente
nada interrumpía.
El persa se decidió a hacer un movimiento y Raúl te oyó deslizarse
de rodillas, buscando al tanteo alguna cosa en la sombra.
De pronto, delante del joven, las tinieblas se iluminaron prudentemente
a la luz de una pequeña linterna sorda, y Raúl tuvo un sobresalto
instintivo como para escapar a la vigilancia de un enemigo
secreto. Pero enseguida comprendió que aquella luz la llevaba el persa,
cuyos movimientos observaba atentamente. El pequeño disco rojo se
paseaba por las paredes, arriba, abajo, alrededor de ellas, minuciosamente.
Aquellas paredes estaban formadas a la derecha por un muro, a
la izquierda por un tabique de madera, y arriba y abajo por pisos de
tabla. Y Raúl se decía que Cristina había salido por allí cl día en que
siguiera a la voz del Ángel de la Música. Ese debía ser el camino
acostumbrado de Erik cuando iba a través de las paredes a sorprender
la buena fe y a mistificar la inocencia de Cristina, Y Raúl, que recordaba
las palabras del persa, pensó que aquel camino había sido misteriosamente
establecido por trabajos del propio Fantasma. Sólo más tarde
supo que Erik había encontrado allí, como mandado hacer para él,
aquel corredor secreto, cuya existencia sólo él conociera durante mucho
tiempo. Aquel corredor había sido hecho cuando la Comuna de
París para que los carecieras pudieran llevar directamente a los presos
hasta los calabozos improvisados en los sótanos, porque los federados
ocuparon el edificio enseguida del 18 de marzo, convirtiendo la techumbre
en punto de partida de los globos que debían llevar a los departamentos
sus proclamas incendiarias y los sótanos en prisión de
Estado.
El persa se había puesto de rodillas y habla colocado en cl suelo
su linterna. Parecía ocupado en hacer una rápida tarea en cl piso y de
pronto veló la luz.
Entonces Raúl oyó un leve chirrido y notó en el piso del corredor
un cuadro luminoso muy pálido.
Era como si acabara de abrir una ventana sobre los sótanos todavía
iluminados de la Opera. Raúl no veía ya al persa, pero de pronto lo
sintió a su lado y oyó su respiración.
–Sígame y haga todo lo que yo haga.
Raúl vio entonces que el persa se arrodillaba junto al cuadrado
luminoso y que, suspendiéndose de las manos se dejaba deslizar en los
sótanos. El persa llevaba la pistola sujeta entre los dientes.
Cosa curiosa, el vizconde tenía plena confianza en cl persa. Aunque
no supiera nada de él, y aunque la mayor parte de sus frases sólo
habían concurrido a aumentar la oscuridad de aquella aventura, no
vacilaba en creer que, en aquella hora decisiva el persa estaba con él y
contra Erik. Su emoción le había parecido sincera cuando le hablaba
del "monstruo"; el interés que le había demostrado no le parecía sospechoso.
En fin, si el persa hubiera tenido algún siniestro proyecto contra
él no habría puesto un arma en sus manos como lo hizo. Y sea como
fuera, ¿no era preciso que llegara a cualquier precio junto a Cristina? Si
hubiese vacilado, aun teniendo dudas sobre las intenciones del persa, el
joven se hubiera considerado como cl último de los cobardes.
Raúl, a su vez, se arrodilló y se suspendió de la trampa con ambas
manos. "Tírese", oyó que le decía, y cayó en los brazos del persa que le
ordenó enseguida que se echara boca abajo en el suelo, cerró encima de
ellos la trampa, sin que Raúl viera por medio de qué estratagema y
luego vino a acostarse a su lado. Quiso hacerle una pregunta, pero la
mano del persa le tapó la boca y enseguida oyó una voz, en la que
–Apunte, pronto para hacer fuego –repitió rápidamente el compañero
de Raúl.
Detrás de ellos la pared, después de dar una vuelta completa, se
había cerrado.
Los dos hombres permanecieron un instante inmóviles, conteniendo
la respiración.
En aquellas tinieblas reinaba un silencio que nada, absolutamente
nada interrumpía.
El persa se decidió a hacer un movimiento y Raúl te oyó deslizarse
de rodillas, buscando al tanteo alguna cosa en la sombra.
De pronto, delante del joven, las tinieblas se iluminaron prudentemente
a la luz de una pequeña linterna sorda, y Raúl tuvo un sobresalto
instintivo como para escapar a la vigilancia de un enemigo
secreto. Pero enseguida comprendió que aquella luz la llevaba el persa,
cuyos movimientos observaba atentamente. El pequeño disco rojo se
paseaba por las paredes, arriba, abajo, alrededor de ellas, minuciosamente.
Aquellas paredes estaban formadas a la derecha por un muro, a
la izquierda por un tabique de madera, y arriba y abajo por pisos de
tabla. Y Raúl se decía que Cristina había salido por allí cl día en que
siguiera a la voz del Ángel de la Música. Ese debía ser el camino
acostumbrado de Erik cuando iba a través de las paredes a sorprender
la buena fe y a mistificar la inocencia de Cristina, Y Raúl, que recordaba
las palabras del persa, pensó que aquel camino había sido misteriosamente
establecido por trabajos del propio Fantasma. Sólo más tarde
supo que Erik había encontrado allí, como mandado hacer para él,
aquel corredor secreto, cuya existencia sólo él conociera durante mucho
tiempo. Aquel corredor había sido hecho cuando la Comuna de
París para que los carecieras pudieran llevar directamente a los presos
hasta los calabozos improvisados en los sótanos, porque los federados
ocuparon el edificio enseguida del 18 de marzo, convirtiendo la techumbre
en punto de partida de los globos que debían llevar a los departamentos
sus proclamas incendiarias y los sótanos en prisión de
Estado.
El persa se había puesto de rodillas y habla colocado en cl suelo
su linterna. Parecía ocupado en hacer una rápida tarea en cl piso y de
pronto veló la luz.
Entonces Raúl oyó un leve chirrido y notó en el piso del corredor
un cuadro luminoso muy pálido.
Era como si acabara de abrir una ventana sobre los sótanos todavía
iluminados de la Opera. Raúl no veía ya al persa, pero de pronto lo
sintió a su lado y oyó su respiración.
–Sígame y haga todo lo que yo haga.
Raúl vio entonces que el persa se arrodillaba junto al cuadrado
luminoso y que, suspendiéndose de las manos se dejaba deslizar en los
sótanos. El persa llevaba la pistola sujeta entre los dientes.
Cosa curiosa, el vizconde tenía plena confianza en cl persa. Aunque
no supiera nada de él, y aunque la mayor parte de sus frases sólo
habían concurrido a aumentar la oscuridad de aquella aventura, no
vacilaba en creer que, en aquella hora decisiva el persa estaba con él y
contra Erik. Su emoción le había parecido sincera cuando le hablaba
del "monstruo"; el interés que le había demostrado no le parecía sospechoso.
En fin, si el persa hubiera tenido algún siniestro proyecto contra
él no habría puesto un arma en sus manos como lo hizo. Y sea como
fuera, ¿no era preciso que llegara a cualquier precio junto a Cristina? Si
hubiese vacilado, aun teniendo dudas sobre las intenciones del persa, el
joven se hubiera considerado como cl último de los cobardes.
Raúl, a su vez, se arrodilló y se suspendió de la trampa con ambas
manos. "Tírese", oyó que le decía, y cayó en los brazos del persa que le
ordenó enseguida que se echara boca abajo en el suelo, cerró encima de
ellos la trampa, sin que Raúl viera por medio de qué estratagema y
luego vino a acostarse a su lado. Quiso hacerle una pregunta, pero la
mano del persa le tapó la boca y enseguida oyó una voz, en la que
reconoció enseguida la del comisario de policía que hacía un momento
le había interrogado.
Raúl y el persa se encontraban en ese momento detrás de un tabique
que los disimulaba perfectamente. Cerca de allí una estrecha escalera
subía a una piecita, en la que el comisario debía pasearse haciendo
preguntas, porque se oía al mismo tiempo el ruido de sus pasos y el eco
de su voz.
La luz que rodeaba los objetos era muy débil, pero al salir de
aquella oscuridad espesa que reinaba en cl pasadizo secreto de arriba,
Raúl no tuvo dificultad en distinguir la forma de las copas.
No pudo contener una sorda exclamación, porque había allí tres
cadáveres.
El primero estaba acostado en el estrecho descanso de la escalera
que ascendía hasta la puerta tras de la cual se oía al comisario; los otros
dos habían rodado hasta el pie de la escalera, con los brazos en cruz.
Raúl, si hubiera pasado los dedos a través de los intersticios del tabique
que los ocultaba, habría podido tocar la mano de uno de aquellos desgraciados.
–¡Silencio! –volvió a repetir el persa en voz bajísima.
–El también había visto los cuerpos caídos y sólo dijo una palabra
para explicarlo todo.
–"¡El!".
La voz del comisario se oía en aquel momento con más fuerza.
Pedía explicaciones sobre el sistema de iluminación y cl administrador
se la daba.
El comisario debía estar, pues, en el "teclado de órganos" o en sus
dependencias.
En aquella época, la electricidad no era empleada más que para
obtener ciertos efectos escénicos muy restringidos y para las campanillas.
El inmenso edificio y la propia escena estaban aún iluminados a
gas y era sobre todo con gas hidrógeno, que se regulaba y modificaba
la iluminación de las decoraciones y esto por medio de un aparato
especial que a causa de la multiplicidad de sus tubos fue llamado el
"teclado del órgano".
Junto ala escotilla del apuntador había un tragaluz reservado al jefe
de la iluminación, que desde allí impartía las órdenes a sus empleados
y vigilaba su ejecución. Debajo de aquel tragaluz tenía que estar
Mauclair durante toda la representación.
Entre tanto Mauclair no estaba en su puesto ni sus empleados
tampoco.
–¡Mauclair! ¡Mauclair!
La voz del director de escena retumbaba ahora en los sótanos como
un tambor. Pero Mauclair no respondía...
Hemos dicho que una puerta se abría sobre una pequeña escalera
que subía del segundo sótano. El comisario la empujó, pero la puerta
resistió. "¡Hola! ¡Hola!, señor director, no puedo abrir esta puerta
....¿Es siempre tan dura?”
El director de escena dio un fuerte empellón contra la puerta.
Notó que a la vez que la puerta, empujaba un cuerpo humano, y no
pudo contener una exclamación; a ese cuerpo humano lo reconoció
enseguida:
–¡Mauclair!
Todas las personas que habían seguido al comisario se adelantaron
inquietas.
–¡El pobre infeliz está muerto! –dijo el director.
Pero el comisario Mifroid, al que nada sorprendió, estaba ya inclinado
sobre aquel cuerpo robusto.
–No –dijo –, está ebrio, lo que es muy distinto.
–Sería la primera vez –declaró el director.
Entonces le habrán hecho tomar algún narcótico, es muy posible.
Mifroid se incorporó, bajó algunos escalones, y exclamó:
–¡Miren!
Al pie de la escalera, iluminada por la luz de un farolillo rojo, había
dos cuerpos extendidos. El director reconoció a los ayudantes de
Mauclair... Mifroid bajó y los auscultó.
–Duermen profundamente –dijo –curioso, muy curioso. Ya no
podemos poner en duda que un desconocido ha intervenido en cl servicio
de iluminación... y ese desconocido trabajaba evidentemente para
cl raptor... ¡Pero rara idea ésta de raptar a una artista en la escena!
¿Para qué complicar así las cosas? Que llamen al médico del teatro, por
favor...
Y el señor Mifroid repitió:
–¡Curioso! ¡Muy curioso!
Luego se volvió hacia el interior de la piecita, dirigiéndose a unas
personas que no era posible ver desde el sitio en que estaban Raúl y el
persa.
–¿Qué les parece todo esto, señores? –les preguntó. Sólo ustedes
no dan su opinión. Sin embargo, es imposible que no tengan ustedes
alguna idea al respecto...
Entonces Raúl y el persa vieron asomarse al descansillo las caras
desconcertadas de los dos directores y oyeron la voz alterada de Moncharmin.
Están pasando, señor comisario, una serie de cosas que no podemos
explicarnos.
Y las dos caras desaparecieron.
–Muchas gracias por el dato –dijo Mifroid con tono burlón.
Pero el director de escena, cuyo mentón descansaba sobre la palma
de su mano derecha, que es el gesto de la meditación profunda,
dijo:
–No es ésta la primera vez que Mauclair se duerme en el teatro.
Recuerdo que una noche lo encontré roncando en su pequeño cubil, al
lado de su caja de rapé.
–¿Hace mucho tiempo de eso? –preguntó el señor Mifroid.
–No, mucho no –dijo el director de escena... Era, me parece, sí
eso es, la noche en que la Carlota dio su famoso "gallo"...
–¿De veras, la noche del "gallo" de la Carlota?
Y el señor Mifroid miró atentamente al director de escena como
si hubiera querido penetrar su pensamiento.
–¿Mauclair toma rapé? –preguntó con expresión indiferente.
–Sí, señor comisario... Precisamente ahí está sobre ese estante su
caja de rapé... ¡Oh!, sí, es un gran rapetero.
–¡Y yo también! –dijo Mifroid, y deslizó la caja en su bolsillo.
Raúl y el persa asistieron, sin que nadie sospechara su presencia,
al transporte de los tres cuerpos que unos maquinistas fueron a cargar.
El comisario les siguió y todos subieron detrás de él. Durante un
rato todavía se oyó retumbar sus pasos en el escenario.
Cuando estuvieron solos, el persa le hizo señas a Raúl, de que se
pusiera de pie. Este obedeció, pero como se olvidara de volver a colocar
la pistola a la altura de los ojos, pronto para hacer fuego, aquél le
recomendó que volviera el arma a aquella posición y no la modificara
por causa alguna.
–¡Pero eso fatiga la mano inútilmente! –murmuró Raúl –, ¡y si
tengo que tirar no estaré seguro de mi pulso!
–Entonces cambie el arma de mano –concedió el persa.
–¡No sé tirar con la izquierda!
A esto el persa respondió con una declaración extraña, que no podía,
sin duda, contribuir a aclarar la situación en el cerebro atribulado
del joven:
–No se trata de tirar con la mano izquierda ni con la derecha; se
trata de tener una de las manos colocada como si fuera a hacer funcionar
el gatillo de una pistola, estando el brazo en semi flexión; en
cuanto a la pistola, puede usted, si quiere, guardarla en el bolsillo.
Y luego agregó:
–¡Que esto quede bien entendido o no respondo de nada! ¡Es una
cuestión de vida o muerte!... ¡Ahora, silencio y sígame!
Se encontraban entonces en el segundo nivel de sótanos, Raúl
sólo entreveía a la luz de algunas lucecitas inmóviles en sus celdas de
vidrio, una ínfima parte de aquel abismo extravagante, sublime e infantil,
divertido como un retablo de titiritero, espantoso como un antro,
que está debajo del escenario de la Opera.
Esos sótanos formidables son cinco. Reproducen todos los planos
del escenario, su trampa y trampillas. Los costados son reemplazados
por rieles y un maderamen transversal sostiene a las trampas y trampillas.
Unas vigas, que descansan sobre dados de hierro o de piedra,
forman series de molinetes que permiten el libre paso de las combinaciones
o "trucos". A estos aparatos se les da cierta estabilidad uniéndolos
le había interrogado.
Raúl y el persa se encontraban en ese momento detrás de un tabique
que los disimulaba perfectamente. Cerca de allí una estrecha escalera
subía a una piecita, en la que el comisario debía pasearse haciendo
preguntas, porque se oía al mismo tiempo el ruido de sus pasos y el eco
de su voz.
La luz que rodeaba los objetos era muy débil, pero al salir de
aquella oscuridad espesa que reinaba en cl pasadizo secreto de arriba,
Raúl no tuvo dificultad en distinguir la forma de las copas.
No pudo contener una sorda exclamación, porque había allí tres
cadáveres.
El primero estaba acostado en el estrecho descanso de la escalera
que ascendía hasta la puerta tras de la cual se oía al comisario; los otros
dos habían rodado hasta el pie de la escalera, con los brazos en cruz.
Raúl, si hubiera pasado los dedos a través de los intersticios del tabique
que los ocultaba, habría podido tocar la mano de uno de aquellos desgraciados.
–¡Silencio! –volvió a repetir el persa en voz bajísima.
–El también había visto los cuerpos caídos y sólo dijo una palabra
para explicarlo todo.
–"¡El!".
La voz del comisario se oía en aquel momento con más fuerza.
Pedía explicaciones sobre el sistema de iluminación y cl administrador
se la daba.
El comisario debía estar, pues, en el "teclado de órganos" o en sus
dependencias.
En aquella época, la electricidad no era empleada más que para
obtener ciertos efectos escénicos muy restringidos y para las campanillas.
El inmenso edificio y la propia escena estaban aún iluminados a
gas y era sobre todo con gas hidrógeno, que se regulaba y modificaba
la iluminación de las decoraciones y esto por medio de un aparato
especial que a causa de la multiplicidad de sus tubos fue llamado el
"teclado del órgano".
Junto ala escotilla del apuntador había un tragaluz reservado al jefe
de la iluminación, que desde allí impartía las órdenes a sus empleados
y vigilaba su ejecución. Debajo de aquel tragaluz tenía que estar
Mauclair durante toda la representación.
Entre tanto Mauclair no estaba en su puesto ni sus empleados
tampoco.
–¡Mauclair! ¡Mauclair!
La voz del director de escena retumbaba ahora en los sótanos como
un tambor. Pero Mauclair no respondía...
Hemos dicho que una puerta se abría sobre una pequeña escalera
que subía del segundo sótano. El comisario la empujó, pero la puerta
resistió. "¡Hola! ¡Hola!, señor director, no puedo abrir esta puerta
....¿Es siempre tan dura?”
El director de escena dio un fuerte empellón contra la puerta.
Notó que a la vez que la puerta, empujaba un cuerpo humano, y no
pudo contener una exclamación; a ese cuerpo humano lo reconoció
enseguida:
–¡Mauclair!
Todas las personas que habían seguido al comisario se adelantaron
inquietas.
–¡El pobre infeliz está muerto! –dijo el director.
Pero el comisario Mifroid, al que nada sorprendió, estaba ya inclinado
sobre aquel cuerpo robusto.
–No –dijo –, está ebrio, lo que es muy distinto.
–Sería la primera vez –declaró el director.
Entonces le habrán hecho tomar algún narcótico, es muy posible.
Mifroid se incorporó, bajó algunos escalones, y exclamó:
–¡Miren!
Al pie de la escalera, iluminada por la luz de un farolillo rojo, había
dos cuerpos extendidos. El director reconoció a los ayudantes de
Mauclair... Mifroid bajó y los auscultó.
–Duermen profundamente –dijo –curioso, muy curioso. Ya no
podemos poner en duda que un desconocido ha intervenido en cl servicio
de iluminación... y ese desconocido trabajaba evidentemente para
cl raptor... ¡Pero rara idea ésta de raptar a una artista en la escena!
¿Para qué complicar así las cosas? Que llamen al médico del teatro, por
favor...
Y el señor Mifroid repitió:
–¡Curioso! ¡Muy curioso!
Luego se volvió hacia el interior de la piecita, dirigiéndose a unas
personas que no era posible ver desde el sitio en que estaban Raúl y el
persa.
–¿Qué les parece todo esto, señores? –les preguntó. Sólo ustedes
no dan su opinión. Sin embargo, es imposible que no tengan ustedes
alguna idea al respecto...
Entonces Raúl y el persa vieron asomarse al descansillo las caras
desconcertadas de los dos directores y oyeron la voz alterada de Moncharmin.
Están pasando, señor comisario, una serie de cosas que no podemos
explicarnos.
Y las dos caras desaparecieron.
–Muchas gracias por el dato –dijo Mifroid con tono burlón.
Pero el director de escena, cuyo mentón descansaba sobre la palma
de su mano derecha, que es el gesto de la meditación profunda,
dijo:
–No es ésta la primera vez que Mauclair se duerme en el teatro.
Recuerdo que una noche lo encontré roncando en su pequeño cubil, al
lado de su caja de rapé.
–¿Hace mucho tiempo de eso? –preguntó el señor Mifroid.
–No, mucho no –dijo el director de escena... Era, me parece, sí
eso es, la noche en que la Carlota dio su famoso "gallo"...
–¿De veras, la noche del "gallo" de la Carlota?
Y el señor Mifroid miró atentamente al director de escena como
si hubiera querido penetrar su pensamiento.
–¿Mauclair toma rapé? –preguntó con expresión indiferente.
–Sí, señor comisario... Precisamente ahí está sobre ese estante su
caja de rapé... ¡Oh!, sí, es un gran rapetero.
–¡Y yo también! –dijo Mifroid, y deslizó la caja en su bolsillo.
Raúl y el persa asistieron, sin que nadie sospechara su presencia,
al transporte de los tres cuerpos que unos maquinistas fueron a cargar.
El comisario les siguió y todos subieron detrás de él. Durante un
rato todavía se oyó retumbar sus pasos en el escenario.
Cuando estuvieron solos, el persa le hizo señas a Raúl, de que se
pusiera de pie. Este obedeció, pero como se olvidara de volver a colocar
la pistola a la altura de los ojos, pronto para hacer fuego, aquél le
recomendó que volviera el arma a aquella posición y no la modificara
por causa alguna.
–¡Pero eso fatiga la mano inútilmente! –murmuró Raúl –, ¡y si
tengo que tirar no estaré seguro de mi pulso!
–Entonces cambie el arma de mano –concedió el persa.
–¡No sé tirar con la izquierda!
A esto el persa respondió con una declaración extraña, que no podía,
sin duda, contribuir a aclarar la situación en el cerebro atribulado
del joven:
–No se trata de tirar con la mano izquierda ni con la derecha; se
trata de tener una de las manos colocada como si fuera a hacer funcionar
el gatillo de una pistola, estando el brazo en semi flexión; en
cuanto a la pistola, puede usted, si quiere, guardarla en el bolsillo.
Y luego agregó:
–¡Que esto quede bien entendido o no respondo de nada! ¡Es una
cuestión de vida o muerte!... ¡Ahora, silencio y sígame!
Se encontraban entonces en el segundo nivel de sótanos, Raúl
sólo entreveía a la luz de algunas lucecitas inmóviles en sus celdas de
vidrio, una ínfima parte de aquel abismo extravagante, sublime e infantil,
divertido como un retablo de titiritero, espantoso como un antro,
que está debajo del escenario de la Opera.
Esos sótanos formidables son cinco. Reproducen todos los planos
del escenario, su trampa y trampillas. Los costados son reemplazados
por rieles y un maderamen transversal sostiene a las trampas y trampillas.
Unas vigas, que descansan sobre dados de hierro o de piedra,
forman series de molinetes que permiten el libre paso de las combinaciones
o "trucos". A estos aparatos se les da cierta estabilidad uniéndolos
con ganchos de hierro, según las necesidades del momento. Los
cabrestantes, los tambores y los contrapesos están casi todos distribuidos
en los sótanos. Sirven para maniobrar los grandes decorados, para
operar los cambios a la vista, para provocar la desaparición súbita de
los personajes en las escenas de magia. Es en los sótanos, han dicho los
señores X. Y. Z. –quienes han consagrado un estudio muy interesante a
la obra de Charles Garnier –que se transforma a los varones enclenques
en hermosos caballeros, a las brujas horribles en hadas radiosas de
juventud. Lucifer sale de los sótanos y en ellos se hunde. Las luces del
infierno se escapan de ellos y en ellos alinean los coros de los demonios.
...Y los fantasmas se pasean como en su casa...
Raúl seguía al persa, obedeciendo estrictamente sus recomendaciones,
no tratando de comprender los ademanes que le ordenaba hiciera...
diciéndose que toda su esperanza estaba en él.
...¿Qué hubiera hecho sin él en aquel dédalo desconcertante? ¿No
lo hubiera acaso detenido a cada paso el entrecruzamiento prodigioso
de vigas y cordajes? ¿No se hubiera enredado sin poderse desprender
en aquella tela de araña gigantesca?
Y si hubiera podido pasar entre aquella malla de hilos y contrapesos
que sin cesar se alzaba ante sus ojos, ¿no corría el riesgo de caer en
uno de esos agujeros que se abrían bajo sus pasos y cuyo fondo de
tinieblas no percibía la vista?
...Bajaban... Bajaban siempre...
Ahora estaban en los sótanos del tercer piso.
Y su marcha era siempre iluminada por algún fanal lejano...
Cuanto más bajaban más precauciones parecía tomar el persa...
No cesaba de volverse hacia Raúl y de recomendarle que llevara la
mano como era debido, mostrándole su puño, ahora desarmado, pero
pronto para hacer fuego, como si sostuviera una pistola.
De pronto una voz estentórea los clavó en su sitio. Alguien gritaba
allá arriba, sobre sus cabezas: "¡Suban a escena todos los conserjes!
Se oyeron pasos, unas sombras se deslizaron en la sombra. El
persa atrajo a Raúl tras de un portante... Vieron pasar cerca de ellos,
encima de ellos, a unos viejos encorvados por los años... Algunos,
apenas podían arrastrar las piernas...; otros, a causa del hábito, con la
cabeza gacha y las manos echadas hacia adelante parecían buscar
puertas que cerrar.
Porque eran los conserjes, o, más bien, cerradores de puertas... los
antiguos maquinistas agotados a quienes protegía una administración
generosa... Los habían convertido en cerradores de puertas en los pisos
altos y en los subterráneos. Iban y venían sin cesar por el escenario
para cerrar las puertas –y así los llamaban entonces, porque creo que
todos han muerto ya –los cazadores de corrientes de aire.
El persa y Raúl se felicitaron de este incidente, que los libraba de
testigos incómodos, porque algunos de aquellos cerradores de puertas,
no teniendo qué hacer y careciendo de domicilio, por necesidad o por
pereza pasaban la noche en la Opera. Era posible tropezar con ellos,
despertarlos, provocar un pedido de explicaciones. La encuesta del
señor Mifroid los libraba momentáneamente de aquellos malos encuentros.
Pero no gozaron largo rato de su soledad... Otras sombras bajaban
ahora por el camino por donde habían subido los porteros. Aquellas
sombras llevaban cada una un farolillo que movían mucho, que colocaban
arriba, abajo, a derecha, a izquierda, pareciendo, con toda evidencia,
que buscaban algo o a alguien.
–¡Diablo! –murmuró el persa. No sé qué es lo que buscan, pero
podrían encontrarnos aquí.. ¡Huyamos!... ¡Pronto!... Con la mano en
guardia, señor, siempre pronta para hacer fuego. Pleguemos el brazo,
¡así!... La mano a la altura del ojo, como si se batiera en duelo y oyera
la voz de "¡Fuego!". Deje la pistola en el bolsillo... Pronto, bajemos y
arrastraba a Raúl al cuarto sótano a la altura del ojo... ¡Cuestión de vida
o muerte!... Aquí, por esta escalera –llegaban al quinto sótano –. ¡Ah,
qué duelo, señor, qué duelo!...
El persa, al llegar al piso del quinto sótano, respiró...
Parecía gozar de un poco más de seguridad de la que sentía hacía
un instante, cuando ambos se detuvieron en el tercero; pero, sin embargo,
conservaba la mano en la misma actitud...
Raúl tuvo ocasión de sorprenderse una vez más; pero sin hacer,
por cierto, ninguna observación y de admirar en silencio aquella extraordinaria
concepción de la defensa personal, que consistía en conservar
la pistola en el bolsillo, mientras que la mano permanecía
siempre pronta para servirse de aquélla, en previsión de esperar ala
orden de "¡Fuego!".
A este respecto, Raúl creía recordar que le había dicho: "Estas son
pistolas de las que estoy seguro".
De lo que parecía lógico sacar esta conclusión interrogante:
"¿Qué puede importarle el estar seguro de una pistola de la que
parece inútil servirse?”
Pero el persa lo detuvo en sus vagos ensayos de cogitación. Haciéndole
seña de que permaneciera quieto, subió algunos peldaños de
la escalera que acababan de descender. Luego se volvió rápidamente
hacia Raúl.
–Somos unos tontos –le dijo –. Pronto vamos a vernos libres de
esas sombras con linterna...3
Los dos hombres permanecieron entonces a la defensiva durante,
por lo menos, cinco minutos, y luego el persa empujó de nuevo a Raúl
hacia la escalera que acababan de bajar; pero de pronto un ademán le
ordenó de nuevo que no se moviera.
Delante de ellos la sombra se agitaba.
–¡Boca abajo! –le dijo el persa al oído.
Los dos hombres se extendieron en el suelo.
Era tiempo.
Sintieron sobre sus caras la ráfaga cálida de su capa.
3 En aquella época los bomberos, aparte de su servicio durante las representaciones,
tenían encargo de velar por la seguridad de la Opera; pero este servicio
ha sido suprimido. Según me dijo el director, señor Pedro Gailbard, fue porque
se temió que, no conociendo bien la complicada y enorme tramoya del teatro,
"le pudieran poner fuego".
Porque pudieron verla lo bastante como para distinguir que la
sombra llevaba una capa que le cubría de la cabeza a los pies. En la
cabeza llevaba un chambergo.
La sombra se alejó rozando las paredes y dando a veces puntapiés
en los ángulos de las paredes.
–¡Uf! –exclamó el persa. ¡De buena nos hemos escapado!... Esa
sombra me conoce y ya me ha llevado dos veces al despacho directorial.
–¿Es alguien de la policía del teatro? –preguntó Raúl.
–¡Es algo mucho peor! –respondió el persa, sin dar más explicaciones.
–¿No es "él"?
–¿Él?... Si nos sorprende de frente, veremos siempre sus ojos de
oso... Eso es lo que constituye en parte nuestra fuerza en la sombra...
Pero puede llegar por la espalda... a pasos sordos... y podemos darnos
por muertos si no mantenemos siempre la mano a la altura de los ojos
como si fuésemos a hacer fuego hacia adelante.
El persa no había acabado todavía de formular esta reflexión,
cuando delante de los dos hombres surgió una cara fantástica.
Una cara entera, no solamente unos ojos.
Pero toda una cara luminosa, toda una cara de fuego que se adelantaba
a la altura de un hombre, ¡Pero sin cuerpo!
Aquella cara despedía llamas.
Parecía en la sombra una brasa con facciones de hombre.
4 Ni el autor ni el persa darán otra explicación más sobre la aparición de aquella
sombra. Mientras que en esta verídica historia todo será normalmente explicado,
por más anormales que parezcan algunos de sus acontecimientos, el autor
no le hará comprender expresamente al lector qué quiso decir el persa con estas
palabras: "¡Es algo mucho peor!" (que alguien de la policía del teatro). El
lector tendrá que adivinarlo porque el autor le ha prometido al ex director de la
Opera, señor Pedro Gailhard, guardar secreto sobre la personalidad muy interesante
y útil de la encapotada sombra errante que, a la vez que se condenaba a
vivir en los sótanos de la Opera, ha prestado inmensos servicios a aquellos que
en las noches de gala, por ejemplo, se atreven a colarse en los sótanos. Hablo
aquí de servicios de Estado, y no me atrevo a ser más explícito.
–¡Oh! –dijo el persa entre dientes. ¡es la primera vez que la veo!...
¡El teniente de bomberos no estaba loco! ¡La había visto perfectamente!...
¿Qué será esa cara? No es "él"; pero es quizás él quien nos la
manda... ¡Atención, atención!... ¡No quite, por Dios, su mano de la
altura de los ojos!
La cara de fuego, que parecía una cara del infierno, de demonio
en combustión, se adelantaba siempre a la altura de un hombre, sin
cuerpo, hacia los dos hombres desconcertad.
–Quizás "él" nos echa a esta figura por delante para sorprendernos
mejor de espalda o de costado... No se sabe nunca a qué atenerse
con él... Conozco muchas de sus tretas... ¡Pero ésta no la conozco todavía!
¡Huyamos!.. Por prudencia... verdad... ¡por prudencia!... ¡La
mano ala altura de los ojos!
Y los dos se escabulleron por un largo corredor subterráneo que
se abría ante ellos.
Después de algunos minutos de marcha se detuvieron.
–Sin embargo –dijo el persa –, ¡rara vez viene por aquí! ¡Este lado
no le interesa!... ¡Este lado no conduce al lago ni a la casa del lago!...
Pero quizá sepa que andamos en su busca... bien que yo le haya
jurado dejarlo tranquilo y no ocuparme en adelante de sus asuntos.
Al decir esto, volvió la cabeza y Raúl hizo otro tanto.
Y volvieron a ver la cabeza de fuego tras de sus cabezas. Los había
seguido... Y había debido correr también con más rapidez quizá,
porque les pareció que estaba más cerca.
Al mismo tiempo empezaron a sentir un cierto ruido cuya naturaleza
les era imposible adivinar; les pareció solamente que aquel ruido
cambiaba de sitio y se transportaba junto con la cara de fuego. Eran
unos chirridos, o más bien rechinamientos, como si millares de uñas
rascaran un pizarrón, ruido atrozmente insoportable que también produce
a veces una piedrita escondida en la tiza y que rechina contra la
pizarra.
Retrocedieron aún; pero la cara en llamas avanzaba, ganándoles
terreno. Los ojos eran redondos y fijos, la nariz algo torcida y la boca
grande con el labio inferior caído y en forma de semicírculo; semejanwww.
do los ojos, la nariz y el labio de luna, cuando la luna está toda roja,
color sangre.
¿Cómo se deslizaba aquella luna en has tinieblas, a la altura de un
hombre, sin punto de apoyo, sin cuerpo para soportarla, al menos aparentemente?
¿Y cómo andaba tan ligero, en línea recta, con los ojos
fijos? ¿Qué era todo aquel crepitar, chirriar y rechinar que arrastraba
consigo?
Llegó un momento en que el persa y Raúl no pudieron retroceder
más y se pegaron ala pared, sin saber qué iba a ser de ellas, a atusa de
aquella incomprensible cara de fuego, y sobre todo ahora, de aquel
ruido más intenso, más zumbador, más vivo, "muy numeroso", porque
sin duda aquel ruido era fornido por centenares de pequeños ruidos que
se agitaban en las tinieblas bajo la cara de fuego.
Sigue avanzando la cabeza de llamas .... ¡Ahí está!... Con su ruido...
ahí pasa...
Y los dos hombres, pegados contra la pared, sienten que sus cabellos
se les erizan de horror porque ahora saben de dónde provienen
aquellos millares de ruidos. Vienen en tropel, ruedan en la sombra en
pequeñas olas precipitadas, más rápidas que las olas de la marca creciente,
pequeñas olas de sombra que bullen bajo aquella luna cabeza de
fuego.
Y las pequeñas olas les pasan por las piernas, les suben por las
piernas, irresistiblemente. Entonces, Raúl y el persa no pueden contener
un grito de horror, de espanto y de dolor.
No pueden seguir teniendo la mano a la altura de los ojos. Las
manos les bajan alas piernas para rechazar las pequeñas olas que suben,
olas luminosas, que se arrastran, pequeñas cosas agudas, olas que
están llenas de patas, de uñas, y de garras, y de dientes.
Sí, Raúl y el persa están casi por desmayarse como el teniente de
bomberos Papin. Pero la cabeza de fuego se vuelve al oír sus voces de
espanto, se vuelve hacia ellos y les habla:
–¡No se muevan! ¡No se muevan!... Sobre todo, no me sigan... Yo
soy el matarratas... ¡Déjenme pasar con mis ratas!...
Y bruscamente la cabeza de fuego desaparece, desvanecida en las
tinieblas, mientras que el pasadizo se ilumina a lo lejos, a causa, sencillamente,
de la maniobra que el matador de ratas ha hecho hacer a su
linterna sorda. Hacía un momento, para no asustar alas ratas delante de
él, había vuelto la linterna hacia sí mismo, iluminando su propia cara;
ahora, para apresurar la huida de aquéllas, ilumina las tinieblas hacia
delante... Y entonces echa a correr, haciéndose preceder por la ola de
ratas que se trepan, rechinan, chillan, hacen ruidos sordos, indefinidos.
El persa y Raúl, pasado el susto, respiran, pero todavía están trémulos.
–Debí recordar que Erik me había hablado del matador de ratas,
pero no me había dicho que tuviera este aspecto... y es raro que nunca
lo haya encontrado5. ¡Creí que fuera una de las tretas del monstruo! –
suspiró; pero no..., jamás anda por estos sitios.
–¿Estamos, entonces, muy lejos del lago? –interrogó Raúl.
¿Cuándo llegaremos al lago, señor?... ¡Vamos al lago!... ¡Vamos al
lago!... ¡Cuándo estemos junto al lago llamaremos, sacudiremos las
paredes, gritaremos!... ¡Cristina nos oirá!... ¡Y él también nos oirá!... Y
puesto que usted lo conoce, le hablaremos.
–¡Es usted un niño! –dijo el persa. ¡Jamás penetraremos en la casa
del lago por el lago!
–¿Y por qué?
–Porque allí es donde ha acumulado toda su defensa. ¡Yo mismo
nunca he podido abordar la otra orilla... en la orilla de la casa!.. ¡Hay
5 El ex director de la Opera. M. Pedro Gailhard, me contó un día la inmensa
depredación subterránea causada por las ratas, hasta el día en que la administración
trató, por un precio bastante elevado, dicho sea de paso, con un individuo
que se comprometió a suprimir el azote haciendo una gira por los sótanos
cada quince días. Desde entonces no hay más ratas en la Opera. El señor Gailhard
creía que aquel hombre había descubierto un perfume secreto, que atraía
irresistiblemente a las ratas. Las arrastraba consigo hasta una pileta en que las
ratas se ahogaban por perseguirlo. Ya hemos visto el espanto que aquella cara
había causado al teniente de bomberos Papín, espanto que llegó hasta el desmayo
conversación con cl señor Gailhard, y para mí no cabe duda de que la
cabeza de fuego encontrada por aquel bombero fue la misma que causó tan
tremendo pánico al persa y al vizconde de Chagny. (Papeles del persa)
que atravesar el lago primero!.. ¡Y está bien defendido!... Temo que
alguno de estos viejos maquinistas, cerradores de puertas desaparecidos,
haya tratado de atravesar el lago. Yo mismo casi perezco... ¡Si el
monstruo no me hubiera reconocido a tiempo!.. Un consejo, señor, no
se acerque nunca al lago... Y sobre todo, tápese los oídos si oye cantar
la voz bajo el agua... la voz de la sirena.
–Pero entonces –dijo Raúl en un acceso de fiebre, de impaciencia
y de rabia –, ¿qué hacemos aquí?... Si usted no puede hacer nada por
Cristina, déjeme al menos morir por ella.
El persa trató de calmar al joven:
–No tenemos más que un medio para salvar a Cristina, créame
usted, y es penetrar en su escondrijo, sin que el monstruo lo advierta.
–¿Y podemos esperar eso, señor?
–Si no tuviera esa esperanza, no hubiera ido a buscarlo a usted.
–¿Y por dónde es posible entrar a la casa del lago sin atravesar cl
lago?
–Por el tercer sótano, del que fuimos tan inoportunamente expulsados...
señor, y donde vamos a volver enseguida... Voy a decirle,
señor –dijo el persa con la voz súbitamente alterada –, el sitio exacto...
Queda entre la pared y un decorado del "Roi de Lahore", olvidado
allí... exactamente el sitio en que fue hallado muerto José Buques...
–¡Ah! ¿Aquel jefe maquinista que fue encontrado ahorcado?
–Sí, señor –agregó con acento singular el persa; pero cuya cuerda
no se pudo encontrar... Vamos, valor y en marcha... y ponga su mano
en guardia, señor... Pero, ¿dónde es que estamos?
El persa tuvo que encender otra vez su linterna sorda.
Dirigió un haz de luz a los dos vastos corredores que se cortaban
en ángulo recto y cuyas bóvedas se perdían en lo infinito.
–Debemos estar –dijo –en la parte más particularmente reservada
al servicio de las aguas... No veo ningún caño de los caloríferos.
Precedió a Raúl, buscando el camino, deteniéndose de pronto,
cuando temía el paso de algún "hidráulico", luego tuvieron que evitar
el fulgor de una especie de faja subterránea que acababa de apagar y
delante de la cual Raúl reconoció los demonios entrevistos por Cristina
cuando su primer viaje el día de su primera cautividad.
De esta manera volvieron poco a poco hasta encontrarse bajo la
prodigiosa tramoya de la escena.
Debían estar entonces en el fondo del pozo, a una gran profundidad,
si se tiene en cuenta que hubo que cavar la tierra quince metros
más abajo de las napas de agua que existían en toda esa parte de la
capital; fue preciso agotar casi toda esa agua. Se sacó tanta agua, que
para hacerse una idea del agua expulsada por las bombas, habría que
imaginarse una superficie como la plaza del Louvre y una altura una
vez y media mayor que las torres de Notre Dame. Sin embargo, hubo
que conservar un lago.
En aquel momento el persa tocó una pared y dijo:
–Si no me equivoco, esta pared podía muy bien pertenecer a la
casa del lago.
Golpeaba contra una de las paredes del pozo. Quizá convenga que
el lector sepa cómo fueron construidos el fondo y las paredes del pozo.
A fin de evitar que las aguas que rodean la construcción quedaran
en contacto inmediato con las paredes que sostienen todo el establecimiento
de la maquinaria teatral, cuyo conjunto de maderamen, de carpintería,
de cerrajería, de telas pintadas al temple, debe ser preservado
muy especialmente de la humedad, el arquitecto se vio en la necesidad
de levantar en todas partes una doble pared aisladora.
El trabajo de hacer aquellas paredes exigió todo un año. Fue contra
el muro de la pared interior que golpeó el persa hablándole a Raúl
de la residencia del lago. Para alguien que hubiera conocido al arquitecto
del momento, el ademán del persa hubiera parecido indicar que la
misteriosa casa de Erik habla sido construida entre el doble recinto
formado por una gruesa pared construida con pedregullo, luego un
muro de ladrillo, una enorme capa de cemento y otra pared de varios
metros de espesor.
Al oír las palabras del persa, Raúl se precipitó contra la pared y se
puso a escuchar.
Pero no oyó nada... nada más que los pasos lejanos que retumbaban
en el piso en las partes altas del teatro.
El persa había apagado de nuevo su linterna.
–¡Atención! –dijo. Cuidado con la postura de la mano y ahora silencio,
porque vamos a tratar de penetrar en su casa.
Y lo empujó hasta la pequeña escalera que hacía un momento habían
bajado.
Volvieron a subir, deteniéndose en cada escalón, espiando la
sombra y el silencio...
Así llegaron al tercer sótano.
El persa le hizo entonces seña a Raúl de que se hincara y fue así,
arrastrándose de rodillas y sobre una mano –porque la otra la llevaba
en la posición indicada –que llegaron contra la pared del fondo.
Contra esa pared había una tela, un decorado del "Roi de Lahore".
Y muy cerca de ese decorado había un portante...
Entre ese decorado y aquel portante, había exactamente el ancho
de un cuerpo.
Un cuerpo que un día había sido hallado ahorcado... El cuerpo del
maquinista José Buquet.
El persa, siempre de rodillas, se había detenido. Escuchaba.
Un momento pareció vacilar y miró a Raúl; luego sus ojos se fijaron
en lo alto, en el segundo sótano que les enviaba la débil luz de la
linterna, por entre el intersticio de dos tablas.
Evidentemente aquella luz molestaba al persa. Por fin meneó la
cabeza y se decidió.
Se deslizó entre el portante y el decorado del "Roi de Lahore".
Raúl estaba de cuclillas.
La mano del persa tanteaba la pared.
Raúl lo vio apoyarse fuertemente como se habla apoyado sobre la
pared en el camarín de Cristina...
Y una piedra giró sobre sí misma...
Ahora habla un agujero en la pared...
El persa sacó entonces la pistola que llevaba en el bolsillo e indicó
a Raúl que debía imitarlo. Amartilló la pistola.
Y resueltamente, siempre de rodillas, se deslizó en el agujero que
la piedra habla formado al girar.
Raúl, que había querido ser el primero en pasar, tuvo que contentarse
con seguirlo.
Aquel agujero era muy estrecho. El persa se detuvo enseguida;
Raúl le oía tantear la piedra a su alrededor. Y luego volvió a sacar su
linterna sorda y se reclinó hacia delante, examinó algo a sus pies y
enseguida apagó la linterna. Raúl oyó que le decía bajísimo:
–Va a ser preciso que nos dejemos caer sin hacer ruido desde algunos
metros de altura; quítese los botines.
El persa estaba ya haciendo esta operación. Le pasó su calzado a
Raúl.
–Póngalos –le dijo –más allá de la pared... Los encontraremos al
salir.6
Después de esto el persa se adelantó un poco. Luego se volvió por
completo, siempre de rodillas y se encontró así frente afrente con Raúl.
Le dijo:
–Voy a suspenderme de las manos en la extremidad de la piedra y
dejarme caer en su casa. Enseguida usted hará otro tanto. No tenga
temor: lo recibiré en mis brazos.
El persa hizo lo que dijo y Raúl oyó enseguida un ruido sordo
producido evidentemente por la caída del cuerpo. El joven se estremeció,
temeroso de que aquel ruido delatara la presencia de ambos.
Sin embargo, más que aquel ruido, fue causa de gran angustia para
Raúl, la ausencia de todo otro ruido. ¡Cómo, según el persa, acababan
de penetrar en las propias paredes de la residencia del lago y no se
oía a Cristina!.. ¡Ni un grito!.. ¡Ni un llamado!.. ¡Ni un gemido! Dios
bendito: ¿llegarían acaso demasiado tarde?..
6 Nunca se volvió a encontrar aquel par de botines dejados, según los papeles
del persa, entre el portante y el decorado del Roi de Lahore, en cl sitio en que
fue encontrado José Buquet ahorcado. Debieron llevárselos algún maquinista o
un "cerrador de puertas".
Arrastrando las rodillas contra el piso, aferrándose a la piedra con
sus dedos nerviosos, Raúl se dejó caer, a su vez, y enseguida se sintió
oprimido por dos brazos.
–¡Soy yo! –dijo el persa –¡Silencio!
Y permanecieron inmóviles, escuchando.
Jamás alrededor de ellos la sombra había sido tan intensa... ni más
terrible.
Raúl se hundía las uñas en los labios para no gritar: "¡Cristina!
¡Soy yo! ¡Respóndeme, Cristina, si no estás muerta!”
Por fin la linterna sorda volvió a funcionar. El persa dirigió sus
rayos encima de sus cabezas, contra la pared, buscando el agujero por
donde habían penetrado, y que había desaparecido.
–¡Oh! –dijo. La piedra se ha vuelto a cerrar por sí sola.
Y la luz de la linterna bajó a lo largo de la pared hasta el piso.
El persa se agachó y recogió algo, una especie de hilo que examinó
enseguida y arrojó con horror.
–"¡El hilo del Pendjab!" –murmuró.
–¿Qué es eso? –preguntó Raúl.
–¡Esto –respondió el persa –bien pudiera ser la cuerda del ahorcado,
que tanto buscaron sin encontrarla!
Y enseguida, presa de una ansiedad nueva, paseó el pequeño disco
rojo de luz por las paredes... De ese modo, suceso extraño, iluminó
un tronco de árbol que parecía aún lleno de vida, cubierto de hojas... Y
las ramas de aquel árbol subían a lo largo de la pared e iban a perderse
en el techo.
A causa de la pequeñez del disco luminoso, era difícil darse
cuenta en el primer momento de qué era aquello... Se veta un montón
de ramas... y luego una hoja... luego otra... y al lado no se veía nada...
nada más que el chorro luminoso que parecía reflejarse a sí mismo...
Raúl deslizó su mano sobre aquello, sobre aquel reflejo.
–¡Hola! –dijo. ¡La pared es un espejo!
–¡Sí, un espejo! –dijo el persa, con el acento de la emoción más
profunda.
Y agregó, pasándose la mano con que sostenía la pistola por la
frente sudorosa:
–¡Hemos caído precisamente en la cámara de los suplicios!
_
CAPITULO XXIII
INTERESANTES E INSTRUCTIVAS TRIBULACIONES DE UN
PERSA EN LOS SUBSUELOS DE LA OPERA
(Relato del persa)
cabrestantes, los tambores y los contrapesos están casi todos distribuidos
en los sótanos. Sirven para maniobrar los grandes decorados, para
operar los cambios a la vista, para provocar la desaparición súbita de
los personajes en las escenas de magia. Es en los sótanos, han dicho los
señores X. Y. Z. –quienes han consagrado un estudio muy interesante a
la obra de Charles Garnier –que se transforma a los varones enclenques
en hermosos caballeros, a las brujas horribles en hadas radiosas de
juventud. Lucifer sale de los sótanos y en ellos se hunde. Las luces del
infierno se escapan de ellos y en ellos alinean los coros de los demonios.
...Y los fantasmas se pasean como en su casa...
Raúl seguía al persa, obedeciendo estrictamente sus recomendaciones,
no tratando de comprender los ademanes que le ordenaba hiciera...
diciéndose que toda su esperanza estaba en él.
...¿Qué hubiera hecho sin él en aquel dédalo desconcertante? ¿No
lo hubiera acaso detenido a cada paso el entrecruzamiento prodigioso
de vigas y cordajes? ¿No se hubiera enredado sin poderse desprender
en aquella tela de araña gigantesca?
Y si hubiera podido pasar entre aquella malla de hilos y contrapesos
que sin cesar se alzaba ante sus ojos, ¿no corría el riesgo de caer en
uno de esos agujeros que se abrían bajo sus pasos y cuyo fondo de
tinieblas no percibía la vista?
...Bajaban... Bajaban siempre...
Ahora estaban en los sótanos del tercer piso.
Y su marcha era siempre iluminada por algún fanal lejano...
Cuanto más bajaban más precauciones parecía tomar el persa...
No cesaba de volverse hacia Raúl y de recomendarle que llevara la
mano como era debido, mostrándole su puño, ahora desarmado, pero
pronto para hacer fuego, como si sostuviera una pistola.
De pronto una voz estentórea los clavó en su sitio. Alguien gritaba
allá arriba, sobre sus cabezas: "¡Suban a escena todos los conserjes!
Se oyeron pasos, unas sombras se deslizaron en la sombra. El
persa atrajo a Raúl tras de un portante... Vieron pasar cerca de ellos,
encima de ellos, a unos viejos encorvados por los años... Algunos,
apenas podían arrastrar las piernas...; otros, a causa del hábito, con la
cabeza gacha y las manos echadas hacia adelante parecían buscar
puertas que cerrar.
Porque eran los conserjes, o, más bien, cerradores de puertas... los
antiguos maquinistas agotados a quienes protegía una administración
generosa... Los habían convertido en cerradores de puertas en los pisos
altos y en los subterráneos. Iban y venían sin cesar por el escenario
para cerrar las puertas –y así los llamaban entonces, porque creo que
todos han muerto ya –los cazadores de corrientes de aire.
El persa y Raúl se felicitaron de este incidente, que los libraba de
testigos incómodos, porque algunos de aquellos cerradores de puertas,
no teniendo qué hacer y careciendo de domicilio, por necesidad o por
pereza pasaban la noche en la Opera. Era posible tropezar con ellos,
despertarlos, provocar un pedido de explicaciones. La encuesta del
señor Mifroid los libraba momentáneamente de aquellos malos encuentros.
Pero no gozaron largo rato de su soledad... Otras sombras bajaban
ahora por el camino por donde habían subido los porteros. Aquellas
sombras llevaban cada una un farolillo que movían mucho, que colocaban
arriba, abajo, a derecha, a izquierda, pareciendo, con toda evidencia,
que buscaban algo o a alguien.
–¡Diablo! –murmuró el persa. No sé qué es lo que buscan, pero
podrían encontrarnos aquí.. ¡Huyamos!... ¡Pronto!... Con la mano en
guardia, señor, siempre pronta para hacer fuego. Pleguemos el brazo,
¡así!... La mano a la altura del ojo, como si se batiera en duelo y oyera
la voz de "¡Fuego!". Deje la pistola en el bolsillo... Pronto, bajemos y
arrastraba a Raúl al cuarto sótano a la altura del ojo... ¡Cuestión de vida
o muerte!... Aquí, por esta escalera –llegaban al quinto sótano –. ¡Ah,
qué duelo, señor, qué duelo!...
El persa, al llegar al piso del quinto sótano, respiró...
Parecía gozar de un poco más de seguridad de la que sentía hacía
un instante, cuando ambos se detuvieron en el tercero; pero, sin embargo,
conservaba la mano en la misma actitud...
Raúl tuvo ocasión de sorprenderse una vez más; pero sin hacer,
por cierto, ninguna observación y de admirar en silencio aquella extraordinaria
concepción de la defensa personal, que consistía en conservar
la pistola en el bolsillo, mientras que la mano permanecía
siempre pronta para servirse de aquélla, en previsión de esperar ala
orden de "¡Fuego!".
A este respecto, Raúl creía recordar que le había dicho: "Estas son
pistolas de las que estoy seguro".
De lo que parecía lógico sacar esta conclusión interrogante:
"¿Qué puede importarle el estar seguro de una pistola de la que
parece inútil servirse?”
Pero el persa lo detuvo en sus vagos ensayos de cogitación. Haciéndole
seña de que permaneciera quieto, subió algunos peldaños de
la escalera que acababan de descender. Luego se volvió rápidamente
hacia Raúl.
–Somos unos tontos –le dijo –. Pronto vamos a vernos libres de
esas sombras con linterna...3
Los dos hombres permanecieron entonces a la defensiva durante,
por lo menos, cinco minutos, y luego el persa empujó de nuevo a Raúl
hacia la escalera que acababan de bajar; pero de pronto un ademán le
ordenó de nuevo que no se moviera.
Delante de ellos la sombra se agitaba.
–¡Boca abajo! –le dijo el persa al oído.
Los dos hombres se extendieron en el suelo.
Era tiempo.
Sintieron sobre sus caras la ráfaga cálida de su capa.
3 En aquella época los bomberos, aparte de su servicio durante las representaciones,
tenían encargo de velar por la seguridad de la Opera; pero este servicio
ha sido suprimido. Según me dijo el director, señor Pedro Gailbard, fue porque
se temió que, no conociendo bien la complicada y enorme tramoya del teatro,
"le pudieran poner fuego".
Porque pudieron verla lo bastante como para distinguir que la
sombra llevaba una capa que le cubría de la cabeza a los pies. En la
cabeza llevaba un chambergo.
La sombra se alejó rozando las paredes y dando a veces puntapiés
en los ángulos de las paredes.
–¡Uf! –exclamó el persa. ¡De buena nos hemos escapado!... Esa
sombra me conoce y ya me ha llevado dos veces al despacho directorial.
–¿Es alguien de la policía del teatro? –preguntó Raúl.
–¡Es algo mucho peor! –respondió el persa, sin dar más explicaciones.
–¿No es "él"?
–¿Él?... Si nos sorprende de frente, veremos siempre sus ojos de
oso... Eso es lo que constituye en parte nuestra fuerza en la sombra...
Pero puede llegar por la espalda... a pasos sordos... y podemos darnos
por muertos si no mantenemos siempre la mano a la altura de los ojos
como si fuésemos a hacer fuego hacia adelante.
El persa no había acabado todavía de formular esta reflexión,
cuando delante de los dos hombres surgió una cara fantástica.
Una cara entera, no solamente unos ojos.
Pero toda una cara luminosa, toda una cara de fuego que se adelantaba
a la altura de un hombre, ¡Pero sin cuerpo!
Aquella cara despedía llamas.
Parecía en la sombra una brasa con facciones de hombre.
4 Ni el autor ni el persa darán otra explicación más sobre la aparición de aquella
sombra. Mientras que en esta verídica historia todo será normalmente explicado,
por más anormales que parezcan algunos de sus acontecimientos, el autor
no le hará comprender expresamente al lector qué quiso decir el persa con estas
palabras: "¡Es algo mucho peor!" (que alguien de la policía del teatro). El
lector tendrá que adivinarlo porque el autor le ha prometido al ex director de la
Opera, señor Pedro Gailhard, guardar secreto sobre la personalidad muy interesante
y útil de la encapotada sombra errante que, a la vez que se condenaba a
vivir en los sótanos de la Opera, ha prestado inmensos servicios a aquellos que
en las noches de gala, por ejemplo, se atreven a colarse en los sótanos. Hablo
aquí de servicios de Estado, y no me atrevo a ser más explícito.
–¡Oh! –dijo el persa entre dientes. ¡es la primera vez que la veo!...
¡El teniente de bomberos no estaba loco! ¡La había visto perfectamente!...
¿Qué será esa cara? No es "él"; pero es quizás él quien nos la
manda... ¡Atención, atención!... ¡No quite, por Dios, su mano de la
altura de los ojos!
La cara de fuego, que parecía una cara del infierno, de demonio
en combustión, se adelantaba siempre a la altura de un hombre, sin
cuerpo, hacia los dos hombres desconcertad.
–Quizás "él" nos echa a esta figura por delante para sorprendernos
mejor de espalda o de costado... No se sabe nunca a qué atenerse
con él... Conozco muchas de sus tretas... ¡Pero ésta no la conozco todavía!
¡Huyamos!.. Por prudencia... verdad... ¡por prudencia!... ¡La
mano ala altura de los ojos!
Y los dos se escabulleron por un largo corredor subterráneo que
se abría ante ellos.
Después de algunos minutos de marcha se detuvieron.
–Sin embargo –dijo el persa –, ¡rara vez viene por aquí! ¡Este lado
no le interesa!... ¡Este lado no conduce al lago ni a la casa del lago!...
Pero quizá sepa que andamos en su busca... bien que yo le haya
jurado dejarlo tranquilo y no ocuparme en adelante de sus asuntos.
Al decir esto, volvió la cabeza y Raúl hizo otro tanto.
Y volvieron a ver la cabeza de fuego tras de sus cabezas. Los había
seguido... Y había debido correr también con más rapidez quizá,
porque les pareció que estaba más cerca.
Al mismo tiempo empezaron a sentir un cierto ruido cuya naturaleza
les era imposible adivinar; les pareció solamente que aquel ruido
cambiaba de sitio y se transportaba junto con la cara de fuego. Eran
unos chirridos, o más bien rechinamientos, como si millares de uñas
rascaran un pizarrón, ruido atrozmente insoportable que también produce
a veces una piedrita escondida en la tiza y que rechina contra la
pizarra.
Retrocedieron aún; pero la cara en llamas avanzaba, ganándoles
terreno. Los ojos eran redondos y fijos, la nariz algo torcida y la boca
grande con el labio inferior caído y en forma de semicírculo; semejanwww.
do los ojos, la nariz y el labio de luna, cuando la luna está toda roja,
color sangre.
¿Cómo se deslizaba aquella luna en has tinieblas, a la altura de un
hombre, sin punto de apoyo, sin cuerpo para soportarla, al menos aparentemente?
¿Y cómo andaba tan ligero, en línea recta, con los ojos
fijos? ¿Qué era todo aquel crepitar, chirriar y rechinar que arrastraba
consigo?
Llegó un momento en que el persa y Raúl no pudieron retroceder
más y se pegaron ala pared, sin saber qué iba a ser de ellas, a atusa de
aquella incomprensible cara de fuego, y sobre todo ahora, de aquel
ruido más intenso, más zumbador, más vivo, "muy numeroso", porque
sin duda aquel ruido era fornido por centenares de pequeños ruidos que
se agitaban en las tinieblas bajo la cara de fuego.
Sigue avanzando la cabeza de llamas .... ¡Ahí está!... Con su ruido...
ahí pasa...
Y los dos hombres, pegados contra la pared, sienten que sus cabellos
se les erizan de horror porque ahora saben de dónde provienen
aquellos millares de ruidos. Vienen en tropel, ruedan en la sombra en
pequeñas olas precipitadas, más rápidas que las olas de la marca creciente,
pequeñas olas de sombra que bullen bajo aquella luna cabeza de
fuego.
Y las pequeñas olas les pasan por las piernas, les suben por las
piernas, irresistiblemente. Entonces, Raúl y el persa no pueden contener
un grito de horror, de espanto y de dolor.
No pueden seguir teniendo la mano a la altura de los ojos. Las
manos les bajan alas piernas para rechazar las pequeñas olas que suben,
olas luminosas, que se arrastran, pequeñas cosas agudas, olas que
están llenas de patas, de uñas, y de garras, y de dientes.
Sí, Raúl y el persa están casi por desmayarse como el teniente de
bomberos Papin. Pero la cabeza de fuego se vuelve al oír sus voces de
espanto, se vuelve hacia ellos y les habla:
–¡No se muevan! ¡No se muevan!... Sobre todo, no me sigan... Yo
soy el matarratas... ¡Déjenme pasar con mis ratas!...
Y bruscamente la cabeza de fuego desaparece, desvanecida en las
tinieblas, mientras que el pasadizo se ilumina a lo lejos, a causa, sencillamente,
de la maniobra que el matador de ratas ha hecho hacer a su
linterna sorda. Hacía un momento, para no asustar alas ratas delante de
él, había vuelto la linterna hacia sí mismo, iluminando su propia cara;
ahora, para apresurar la huida de aquéllas, ilumina las tinieblas hacia
delante... Y entonces echa a correr, haciéndose preceder por la ola de
ratas que se trepan, rechinan, chillan, hacen ruidos sordos, indefinidos.
El persa y Raúl, pasado el susto, respiran, pero todavía están trémulos.
–Debí recordar que Erik me había hablado del matador de ratas,
pero no me había dicho que tuviera este aspecto... y es raro que nunca
lo haya encontrado5. ¡Creí que fuera una de las tretas del monstruo! –
suspiró; pero no..., jamás anda por estos sitios.
–¿Estamos, entonces, muy lejos del lago? –interrogó Raúl.
¿Cuándo llegaremos al lago, señor?... ¡Vamos al lago!... ¡Vamos al
lago!... ¡Cuándo estemos junto al lago llamaremos, sacudiremos las
paredes, gritaremos!... ¡Cristina nos oirá!... ¡Y él también nos oirá!... Y
puesto que usted lo conoce, le hablaremos.
–¡Es usted un niño! –dijo el persa. ¡Jamás penetraremos en la casa
del lago por el lago!
–¿Y por qué?
–Porque allí es donde ha acumulado toda su defensa. ¡Yo mismo
nunca he podido abordar la otra orilla... en la orilla de la casa!.. ¡Hay
5 El ex director de la Opera. M. Pedro Gailhard, me contó un día la inmensa
depredación subterránea causada por las ratas, hasta el día en que la administración
trató, por un precio bastante elevado, dicho sea de paso, con un individuo
que se comprometió a suprimir el azote haciendo una gira por los sótanos
cada quince días. Desde entonces no hay más ratas en la Opera. El señor Gailhard
creía que aquel hombre había descubierto un perfume secreto, que atraía
irresistiblemente a las ratas. Las arrastraba consigo hasta una pileta en que las
ratas se ahogaban por perseguirlo. Ya hemos visto el espanto que aquella cara
había causado al teniente de bomberos Papín, espanto que llegó hasta el desmayo
conversación con cl señor Gailhard, y para mí no cabe duda de que la
cabeza de fuego encontrada por aquel bombero fue la misma que causó tan
tremendo pánico al persa y al vizconde de Chagny. (Papeles del persa)
que atravesar el lago primero!.. ¡Y está bien defendido!... Temo que
alguno de estos viejos maquinistas, cerradores de puertas desaparecidos,
haya tratado de atravesar el lago. Yo mismo casi perezco... ¡Si el
monstruo no me hubiera reconocido a tiempo!.. Un consejo, señor, no
se acerque nunca al lago... Y sobre todo, tápese los oídos si oye cantar
la voz bajo el agua... la voz de la sirena.
–Pero entonces –dijo Raúl en un acceso de fiebre, de impaciencia
y de rabia –, ¿qué hacemos aquí?... Si usted no puede hacer nada por
Cristina, déjeme al menos morir por ella.
El persa trató de calmar al joven:
–No tenemos más que un medio para salvar a Cristina, créame
usted, y es penetrar en su escondrijo, sin que el monstruo lo advierta.
–¿Y podemos esperar eso, señor?
–Si no tuviera esa esperanza, no hubiera ido a buscarlo a usted.
–¿Y por dónde es posible entrar a la casa del lago sin atravesar cl
lago?
–Por el tercer sótano, del que fuimos tan inoportunamente expulsados...
señor, y donde vamos a volver enseguida... Voy a decirle,
señor –dijo el persa con la voz súbitamente alterada –, el sitio exacto...
Queda entre la pared y un decorado del "Roi de Lahore", olvidado
allí... exactamente el sitio en que fue hallado muerto José Buques...
–¡Ah! ¿Aquel jefe maquinista que fue encontrado ahorcado?
–Sí, señor –agregó con acento singular el persa; pero cuya cuerda
no se pudo encontrar... Vamos, valor y en marcha... y ponga su mano
en guardia, señor... Pero, ¿dónde es que estamos?
El persa tuvo que encender otra vez su linterna sorda.
Dirigió un haz de luz a los dos vastos corredores que se cortaban
en ángulo recto y cuyas bóvedas se perdían en lo infinito.
–Debemos estar –dijo –en la parte más particularmente reservada
al servicio de las aguas... No veo ningún caño de los caloríferos.
Precedió a Raúl, buscando el camino, deteniéndose de pronto,
cuando temía el paso de algún "hidráulico", luego tuvieron que evitar
el fulgor de una especie de faja subterránea que acababa de apagar y
delante de la cual Raúl reconoció los demonios entrevistos por Cristina
cuando su primer viaje el día de su primera cautividad.
De esta manera volvieron poco a poco hasta encontrarse bajo la
prodigiosa tramoya de la escena.
Debían estar entonces en el fondo del pozo, a una gran profundidad,
si se tiene en cuenta que hubo que cavar la tierra quince metros
más abajo de las napas de agua que existían en toda esa parte de la
capital; fue preciso agotar casi toda esa agua. Se sacó tanta agua, que
para hacerse una idea del agua expulsada por las bombas, habría que
imaginarse una superficie como la plaza del Louvre y una altura una
vez y media mayor que las torres de Notre Dame. Sin embargo, hubo
que conservar un lago.
En aquel momento el persa tocó una pared y dijo:
–Si no me equivoco, esta pared podía muy bien pertenecer a la
casa del lago.
Golpeaba contra una de las paredes del pozo. Quizá convenga que
el lector sepa cómo fueron construidos el fondo y las paredes del pozo.
A fin de evitar que las aguas que rodean la construcción quedaran
en contacto inmediato con las paredes que sostienen todo el establecimiento
de la maquinaria teatral, cuyo conjunto de maderamen, de carpintería,
de cerrajería, de telas pintadas al temple, debe ser preservado
muy especialmente de la humedad, el arquitecto se vio en la necesidad
de levantar en todas partes una doble pared aisladora.
El trabajo de hacer aquellas paredes exigió todo un año. Fue contra
el muro de la pared interior que golpeó el persa hablándole a Raúl
de la residencia del lago. Para alguien que hubiera conocido al arquitecto
del momento, el ademán del persa hubiera parecido indicar que la
misteriosa casa de Erik habla sido construida entre el doble recinto
formado por una gruesa pared construida con pedregullo, luego un
muro de ladrillo, una enorme capa de cemento y otra pared de varios
metros de espesor.
Al oír las palabras del persa, Raúl se precipitó contra la pared y se
puso a escuchar.
Pero no oyó nada... nada más que los pasos lejanos que retumbaban
en el piso en las partes altas del teatro.
El persa había apagado de nuevo su linterna.
–¡Atención! –dijo. Cuidado con la postura de la mano y ahora silencio,
porque vamos a tratar de penetrar en su casa.
Y lo empujó hasta la pequeña escalera que hacía un momento habían
bajado.
Volvieron a subir, deteniéndose en cada escalón, espiando la
sombra y el silencio...
Así llegaron al tercer sótano.
El persa le hizo entonces seña a Raúl de que se hincara y fue así,
arrastrándose de rodillas y sobre una mano –porque la otra la llevaba
en la posición indicada –que llegaron contra la pared del fondo.
Contra esa pared había una tela, un decorado del "Roi de Lahore".
Y muy cerca de ese decorado había un portante...
Entre ese decorado y aquel portante, había exactamente el ancho
de un cuerpo.
Un cuerpo que un día había sido hallado ahorcado... El cuerpo del
maquinista José Buquet.
El persa, siempre de rodillas, se había detenido. Escuchaba.
Un momento pareció vacilar y miró a Raúl; luego sus ojos se fijaron
en lo alto, en el segundo sótano que les enviaba la débil luz de la
linterna, por entre el intersticio de dos tablas.
Evidentemente aquella luz molestaba al persa. Por fin meneó la
cabeza y se decidió.
Se deslizó entre el portante y el decorado del "Roi de Lahore".
Raúl estaba de cuclillas.
La mano del persa tanteaba la pared.
Raúl lo vio apoyarse fuertemente como se habla apoyado sobre la
pared en el camarín de Cristina...
Y una piedra giró sobre sí misma...
Ahora habla un agujero en la pared...
El persa sacó entonces la pistola que llevaba en el bolsillo e indicó
a Raúl que debía imitarlo. Amartilló la pistola.
Y resueltamente, siempre de rodillas, se deslizó en el agujero que
la piedra habla formado al girar.
Raúl, que había querido ser el primero en pasar, tuvo que contentarse
con seguirlo.
Aquel agujero era muy estrecho. El persa se detuvo enseguida;
Raúl le oía tantear la piedra a su alrededor. Y luego volvió a sacar su
linterna sorda y se reclinó hacia delante, examinó algo a sus pies y
enseguida apagó la linterna. Raúl oyó que le decía bajísimo:
–Va a ser preciso que nos dejemos caer sin hacer ruido desde algunos
metros de altura; quítese los botines.
El persa estaba ya haciendo esta operación. Le pasó su calzado a
Raúl.
–Póngalos –le dijo –más allá de la pared... Los encontraremos al
salir.6
Después de esto el persa se adelantó un poco. Luego se volvió por
completo, siempre de rodillas y se encontró así frente afrente con Raúl.
Le dijo:
–Voy a suspenderme de las manos en la extremidad de la piedra y
dejarme caer en su casa. Enseguida usted hará otro tanto. No tenga
temor: lo recibiré en mis brazos.
El persa hizo lo que dijo y Raúl oyó enseguida un ruido sordo
producido evidentemente por la caída del cuerpo. El joven se estremeció,
temeroso de que aquel ruido delatara la presencia de ambos.
Sin embargo, más que aquel ruido, fue causa de gran angustia para
Raúl, la ausencia de todo otro ruido. ¡Cómo, según el persa, acababan
de penetrar en las propias paredes de la residencia del lago y no se
oía a Cristina!.. ¡Ni un grito!.. ¡Ni un llamado!.. ¡Ni un gemido! Dios
bendito: ¿llegarían acaso demasiado tarde?..
6 Nunca se volvió a encontrar aquel par de botines dejados, según los papeles
del persa, entre el portante y el decorado del Roi de Lahore, en cl sitio en que
fue encontrado José Buquet ahorcado. Debieron llevárselos algún maquinista o
un "cerrador de puertas".
Arrastrando las rodillas contra el piso, aferrándose a la piedra con
sus dedos nerviosos, Raúl se dejó caer, a su vez, y enseguida se sintió
oprimido por dos brazos.
–¡Soy yo! –dijo el persa –¡Silencio!
Y permanecieron inmóviles, escuchando.
Jamás alrededor de ellos la sombra había sido tan intensa... ni más
terrible.
Raúl se hundía las uñas en los labios para no gritar: "¡Cristina!
¡Soy yo! ¡Respóndeme, Cristina, si no estás muerta!”
Por fin la linterna sorda volvió a funcionar. El persa dirigió sus
rayos encima de sus cabezas, contra la pared, buscando el agujero por
donde habían penetrado, y que había desaparecido.
–¡Oh! –dijo. La piedra se ha vuelto a cerrar por sí sola.
Y la luz de la linterna bajó a lo largo de la pared hasta el piso.
El persa se agachó y recogió algo, una especie de hilo que examinó
enseguida y arrojó con horror.
–"¡El hilo del Pendjab!" –murmuró.
–¿Qué es eso? –preguntó Raúl.
–¡Esto –respondió el persa –bien pudiera ser la cuerda del ahorcado,
que tanto buscaron sin encontrarla!
Y enseguida, presa de una ansiedad nueva, paseó el pequeño disco
rojo de luz por las paredes... De ese modo, suceso extraño, iluminó
un tronco de árbol que parecía aún lleno de vida, cubierto de hojas... Y
las ramas de aquel árbol subían a lo largo de la pared e iban a perderse
en el techo.
A causa de la pequeñez del disco luminoso, era difícil darse
cuenta en el primer momento de qué era aquello... Se veta un montón
de ramas... y luego una hoja... luego otra... y al lado no se veía nada...
nada más que el chorro luminoso que parecía reflejarse a sí mismo...
Raúl deslizó su mano sobre aquello, sobre aquel reflejo.
–¡Hola! –dijo. ¡La pared es un espejo!
–¡Sí, un espejo! –dijo el persa, con el acento de la emoción más
profunda.
Y agregó, pasándose la mano con que sostenía la pistola por la
frente sudorosa:
–¡Hemos caído precisamente en la cámara de los suplicios!
_
CAPITULO XXIII
INTERESANTES E INSTRUCTIVAS TRIBULACIONES DE UN
PERSA EN LOS SUBSUELOS DE LA OPERA
(Relato del persa)
_
El persa ha relatado él mismo cuán en vano intentara hasta aquella
noche penetrar en la residencia del lago por el lago; cómo descubriera
la entrada por el tercer sótano y cómo, por último, el vizconde de
Chagny y él se encontraron en la lucha con la infernal imaginación del
Fantasma en la cámara de los suplicios. He aquí el relato escrito que
nos ha dejado (en condiciones que serán descritas más adelante) y en el
que no he cambiado una sola palabra. Lo doy tal cual, porque he creído
que no debía dejar pasar en silencio las aventuras personales del "Daroga"
alrededor de la casa del lago, antes de que cayera en ella en
compañía de Raúl. Si durante un instante este comienzo tan interesante
parece alejamos un poco de la cámara de los suplicios, ello no es más
que para volvernos a ella enseguida en mejores condiciones, después
de haber explicado cosas muy importantes y ciertas actitudes y maneras
de ser del persa, que han podido parecer muy extraordinarias.
“Era la primera vez que penetraba en la casa del lago –escribe el
persa –. En vano le había rogado al "aficionado a trampas" –así era
como le llamábamos en Persia a Erik –que me abriera sus misteriosas
puertas. Siempre se negó a ello. Yo, que estaba pago para conocer
muchos de sus secretos y sus tretas, en vano había tratado de forzar la
consigna por medio de la astucia. Desde que encontrara a Erik en la
Opera, donde parecía haber elegido domicilio, le espiaba con frecuencia,
ora entre bastidores, ora en los subsuelos, ora a orillas del lago;
citando se creía solo, subía a la barquilla y abordaba directamente al
muro de enfrente. Pero la sombra que lo rodeaba era siempre demasiado
opaca para permitirme ver en qué sitio exacto hacía girar su
puerta en la pared. La curiosidad, y también urca idea espantosa que
se une ocurrió reflexionando respecto de ciertas frases que me dijeron
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un día en que, a mi vez, me creía solo, indujéronme a meterme en la
barquilla y dirigirme hacia aquella parte del muro en que había visto
desaparecer a Eric. Fue entonces que tuve que habérmelas con la
Sirena que vigilaba los alrededores de aquel sitio y cuyo encanto hubo
de serme fatal. Apenas une había apartado de la orilla cuando el silencio
en el que navegaba fríe insensiblemente turbado por una especie
de suspiro constante que une rodeó. Era aquello a la vez tina
respiración y una música que ascendía de las agitas del lago y que une
envolvía sin que yo pudiera darme cuenta del extraño artificio.
"Aquello une seguía, se trasladaba junto conmigo y era algo tan
suave que no une daba miedo. Deseoso, por el contrario, de acercarme
a la fuente de aquella suave y cautivadora armonía, une incliné en la
borda de la barquilla, porque no une cabía duda de que aquel encanto
surgió de las aguas. Ya estaba en el medio del lago y no había nadie
más en el bote que yo; la voz –porque ahora era claramente una voz lo
que se oía –estaba a mi lado, sobre el agua. Me incliné, me incliné más
aún... El lago estaba absolutamente tranquilo y un rayo de luna que
pasaba por la reja de la calle Scribe venía a iluminarlo; no me delató
nada en la superficie lisa y negra como tinta. Me restregué los oídos
con el objeto de libertarme de algún zumbido posible, pero tuve que
reconocer que no podía haber zumbido tan armonioso como el soplo
constante que me seguía y que ahora une atraía.
"Si yo hubiese sido un espíritu supersticioso y fácilmente accesible
a las fábulas, no hubiera dejado de pensar que tenía que habérmelas
con alguna sirena encargada de marear al viajero que se
atreviera a bogar sobre las aguas de la casa del lago, pero, a Dios
gracias, soy de un país en que se ama demasiado lo fantástico como
para conocerlo a fondo y yo mismo lo había estudiado, demasiado
hacía años, con Erik de modo que no ignoraba cómo se puede engañar
con las tretas más sencillas a la pobre imaginación humana.
"No dudaba, pues, que me encontraba ante una nueva artimaña
de Erik, pero aquella invención era tan perfecta que, al inclinarme en
el borde de la pequeña barca, me impulsaba menos el deseo de descuwww.
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261
brir la superchería que el gozar de su encanto. Y me incliné, me incliné
hasta hacer volcar la barquilla.
De pronto, dos brazos monstruosos salieron del seno de las
aguas y me aferraron del cuello, arrastrándome al fondo con una
fuerza irresistible. Estaba irremediablemente perdido si no hubiera
tenido tiempo de lanzar un grito por medio del cual Erik me reconoció.
"Porque era él, y en lugar de ahogarme, como había tenido sin
duda la intención, nadó y me depositó suavemente en la orilla.
"–Qué imprudente eres –me dijo irguiéndose delante de mí, todo
empapado en aquella agua del infierno –. ¿Por qué has intentado
entrar en mi casa? Yo no te había invitado. No quiero que vengan a
ella ni tú ni nadie. ¿Me salvaste acaso la vida para volvérmela insoportable?
Por grande que haya sido el servicio prestado, Erik acabará
por olvidarlo, y ya sabes que nada puede contener a Erik, ni aún el
propio Erik.
Mientras él me hablaba, yo no sentía otro deseo que no fuera el
de conocer lo que ya llamaba, entonces, la treta de la Sirena. Aceptó
satisfacer mi curiosidad, porque Erik que es un verdadero monstruo –
yo lo juzgo así porque en Persia tuve ocasión de verlo en acción –es,
además, un niño vanidoso, y nada lo complace tanto, después de haber
sorprendido a la gente, como demostrarle la ingeniosidad verdaderamente
milagrosa de su espíritu.
"Se puso a reír y me mostró una larga caña.
–“¡Nada más simple! –me dijo. Pero es muy cómodo para respirar
y cantar bajo el agua. Es una treta que aprendí de los piratas de
Tonkín, que pueden permanecer así horas enteras ocultos en el fondo
de los ríos7
"Le hablé suavemente.
“–Es una treta que ha estado a punto de matarme –le dije, y que
quizás ha sido fatal para otros.
7 Un informe oficial consigna, en 1908, cómo el célebre pirata De Tham pudo
escapar con todos los suyos a los soldados franceses, sumergiéndose, provistos
de cartas, en un río.
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"No me respondió, pero se puso de pie ante mí con ese aspecto
terrible que le conozco muy bien.
No me dejé amilanar y le dije resueltamente:
“–¡Ya sabes lo que me has prometido, Erik! Basta de crímenes...
–"¿Pero es cierto, acaso –repuso, volviendo a tomar su expresión
afable –que yo he cometido crímenes?
“–¡Cómo, desgraciado! –exclamé. ¿Has olvidado acaso las Horas
Rosadas de Mazenderan?
"–Sí, –respondió poniéndose triste de repente. Más vale que las
haya olvidado, pero ¡cuánto la hice reír a la pequeña sultana!
"–Todo eso –declaré –son cosas del pasado... Pero me refiero al
presente..., ¡y tú tienes que darme cuenta del presente, porque si yo lo
hubiese querido no existiría para ti!.. Acuérdate de esto, Erik: ¡yo te
salvé la vida!
“Y aproveché el giro que habla tomado la conversación para hablarle
de algo que desde hacía algún tiempo me volvía a la mente.
“–Erik –le dije –, Erik vas a jurarme...
"–¿El qué? –exclamó. Ya sabes que yo no cumplo mis juramentos.
Los juramentos sólo sirven para atrapar a los tontos...
“–Dime una cosa.. Bien me la puedes decir a mí.
"–¿El qué?
“–La araña; Erik... La caída de la gran araña.
“–¿Y qué hay con eso?
“–Sabes muy bien lo que quiero decir.
“–¡Oh! –dijo burlonamente. Eso de la araña... ¡no tengo por qué
ocultártelo!... ¡Lo de la araña no fui yo! Estaba muy gastada y yo no
era por cierto el encargado de hacerla componer.
"Cuando Erik reía se ponía más atroz que nunca saltó a la barquilla,
mofándose de una manera tan siniestra que no pude menos de
estremecerme.
"–Muy gastada, querido Daroga8. Estaba muy gastada la araña...
Se cayó sola.. ¡Hizo: bum! Y ahora oye un consejo, Daroga; ¡ve a
8 Daroga se llama en Persia al jefe de policía.
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263
secare si no te quieres resfriar!... Y no vuelvas a subir nunca a mi bote
y, sobre todo, no trates de entrar en mi casa... No siempre llego a
tiempo... Daroga. Y sentiría tener que dedicarte mi oración fúnebre.
"Y al decir esto estaba parado en la popa de su barca y reinaba
con un balanceo de mono. Así parecíase más que nunca al fatal barquero,
con los ojos de oro por añadidura. Después no vi más que sus
ojos y por último desapareció en la noche del lago.
“Fue a partir de ese día que renuncié a penetrar en su casa por
el lago. Evidentemente aquella entrada estaba bien guardada, sobre
todo desde que sabía que yo la conocía. Pero pensé que debía haber
otra, porque más de una vez había visto desaparecer a Erik en el tercer
subsuelo, mientras lo vigilaba y sin que yo pudiese saber cómo. No
me cansaré en repetir que desde que descubría Erik instalado en la
Opera vivía en un perpetuo tenor a carera de sus horribles fantasías,
no ciertamente por lo que pudiese ocurrirme pero lo temía todo por los
demás9.
"Y cuando sucedía algún accidente, algún suceso fatal no dejaba
de decirme: "¡Quizá sea Erik!”; así como otros dicen a mi alrededor:
"¡Es el Fantasma!" ¡Cuántas veces he oído decir esta frase a personas
que sonreían! ¡Infelices! Si hubiesen sabido que ese fantasma existía
en carne y hueso y era hasta más terrible que la sombra vana ¿Pie
evocaban, seguro estoy de que hubieran dejado de reír... Si hubieran
sabido solamente de lo que era capaz Erik sobre todo en un campo de
maniobras como la Opera... ¡Y si hubiesen conocido el fondo íntimo de
su pensamiento!..
"En cuanto a mí, ¡ya no vivía!... Aunque Erik me hubiera dicho
muy solemnemente que había cambiado mucho y irte se había vuelto el
más virtuoso de los hombres desde que era amado por él mismo, no
podía dejar de estremecerme pensando en el monstruo. Su horrible;
singular y repulsiva fealdad lo ponía fuera de la humanidad, y muchas
9 Aquí el persa hubiera debido confesar que la suerte de Erik le interesaba
igualmente, porque si el gobierno de Teherán hubiese sabido que Erik vivía,
habría suprimido su modesta pensión al antiguo Daroga, generoso, como lo
demuestra claramente esta verídica historia.
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veces pensé que por eso mismo él creía no tener deber alguno para
con la especie humana. La manera como ene había hablado de su
amor no había hecho más que aumentar mis inquietudes, porque yo
preveía en aquel acontecimiento al que había hecho alusión con el
tono voluble que yo le conocía, la causa de nuevos dramas, más horrendos
que los anteriores. Yo sabía hasta qué grado de sublime y
desastrosa desesperación podía llegar el dolor de Erik y las fiases que
ene había dicho –vagamente anunciadoras de la más horrible catástrofe
–no cesaban de ocupar mi pensamiento.
"Por otra parte, yo había descubierto las extrañas relaciones que
se habían establecido entre el monstruo y Cristina Daaé. Oculto en el
desván situado junto al camarín de la joven diva, asistí a sesiones
admirables de música, que sumergían evidentemente a Cristina en un
maravilloso éxtasis, pero, sin embargo, yo no hubiese creído que la
voz de Erik que era tonante como la del trueno o dulce corno la de los
ángeles, pudiera hacer olvidar su fealdad. Lo comprendí todo citando
supe que Cristina nunca lo había visto. Tuve ocasión de penetrar en el
camarín, y recordando las lecciones que él me había dado en un tiempo,
no me costó mayor trabajo dar con el resorte que hacía girar la
pared que sostenía el espejo, y comprobé irte por medio de un arreglo
de ladrillos huecos, de ladrillos portavoces, se hacía oír de Cristina
como si hubiera estado a su lado. Así descubrí también el camino que
conducía a la puerta y a la celda la celda de los comuneros y también
la trampa que debía permitirle a Erik introducirse directamente en la
tramoya de la escena.
Algunos días más tarde, cuál no sería mi estupefacción al comprobar
con mis propios ojos y mis propios oídos que Erik y Cristina se
veían, y al sorprender al monstruo, inclinado sobre la pequeña fuente
que mana, en el camino de los comuneros (allá en las entrarías de la
tierra) refrescando las sienes de la Daaé desvanecida. Un caballo
blanco, el caballo blanco del "Prophète" que había desaparecido de
las caballerizas situadas en el subsuelo de la Opera, estaba tranquilo
al lado de ellos. Me mostré. Fue algo temible. Y chispear los ojos de
oro y antes de que pudiera decir una palabra recibí en plena frente un
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golpe que une aturdió. Cuando volví en uní, Erik, Cristina y el caballo
blanco habían desaparecido. No dudé que la desdichada estuviera
cautiva en la casa del lago.
"Sin vacilar resolví volver a la orilla, a pesar del peligro cierto
de semejante tentativa. Durante veinticuatro horas velé, espiando
oculto en la negra ribera, la aparición del monstruo, porque comprendía
que tendría que salir, impulsado por la necesidad de buscar provisiones.
"Y a este respecto debo decir que cuando Erik salía por París o
se atrevía a mostrarse en público, se colocaba en el horrible agujero
de su nariz, tina nariz artificial, provista de bigotes, lo que no le quitaba
por completo su aire macabro, puesto que cuando pasaba, decían a
sus espaldas: "Ese anda paseando con permiso del sepulturero"; pero
lo hacía algo más –digo algo más –soportable a la vista.
"Estaba, pues, espiándolo en la orilla del lago del Lago Averno,
como le llamó varias veces delante de uní a su lago y cansado por la
larga espera pensé: Debe haber salido por otra puerta, por la del
tercer subsuelo, citando oí un leve chapoteo en la sombra, vi brillar
dos ojos de oro, corno dos fanales, y enseguida la barquilla atracó.
Erik saltó a tierra y se dirigió hacia mí
"–¡Hace veinticuatro horas que estás ahí! –me dijo. ¡Me estás incomodando!
Te prevengo que todo esto va a concluir mal. Y serás tú el
que habrá tenido la culpa, porque mi paciencia va dejando de tener
límites para contigo. Te imaginas que me sigues, inmenso tonto –(textual)
–, y soy yo el que te sigue y sé todo lo que tú sabes de uní aquí.
Ayer te perdoné la vida en mi camino de los comuneros, pero te recomiendo,
que no te vuelva a ver en él. Todo esto es muy imprudente y no
sé, a fe unía, qué te has propuesto.
"Estaba tan irritado que no se une ocurrió ni por un momento interrumpirle.
Después de haber resoplado corno una foca, precisó su
horrible pensamiento, que coincidía con mi pensamiento temeroso.
“–Sí, es preciso que sepa de una vez qué es lo que te propones.
Te digo que con tus imprudencias –porque ya te has hecho detener dos
veces por la sombra del sombrero de fieltro, que no sabía qué andabas
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haciendo por los sótanos y que te condujo a los directores, los que te
tomaron por un persa fantástico aficionado a los cuadros de magia y a
los bastidores de teatro (sí, yo estaba allí en el despacho; tú sabes muy
bien que yo estoy en todas partes). Te repito, pites, que con tus imprudencias
van a acabar por preguntarse qué es lo que buscas aquí... y
acabarán por saber que buscas a Erik... y querrán, como tú, buscar a
Erik y descubrirán la casa del lago... ¡Bueno, querido, está bien, tanto
peor! ¡Yo no respondo de nada!
"Volvió a resoplar como una foca.
"–¡No respondo de nada! ¡Si los secretos de Erik dejan de ser los
secretos de Erik tanto peor para machos! Eso es todo lo que tenía que
decirte y a menos que seas un grandísimo tonto –(textual) –esto debería
bastarte...
"Se había sentado en la popa del bote y golpeaba contra la madera
de su pequeña embarcación con los talones, esperando a ver qué
le respondía yo. Le dije sencillamente:
"–No es a Erik a quien vengo a buscar aquí.
"–¿Ya quién es?
“–Sabes muy bien que es a Cristina Daaé.
"Erik me replicó:
“–Tengo perfecto derecho de darle cita en mi casa. Me arma por
mí mismo.
"–No es cierto –le dije. La has raptado y la mantienes cautiva.
“–Escucha –me dijo: ¿me prometes no volver a ocuparte más de
mis asuntos si te demuestro que Cristina ene ama?
"–Sí, te lo prometo –respondí sin vacilar, porque pensé que semejante
monstruo jamás podría darme aquella prueba.
“–Pues bien, es muy sencillo: Cristina Daaé saldrá de aquí citando
le plazca y volverá cuando quiera... Sí, volverá cuando guste...
Volverá por su voluntad, porque me ama...
“–¡Oh! Dudo que vuelva, pero tienes el deber de dejarla partir.
“–Mi deber, grandísimo tonto –(textual) –, es mi voluntad de dejarla
ir, y volverá, te digo, porque me ama... Todo esto concluirá, te lo
aseguro, con un casamiento en la Magdalena, inmenso tonto –(textual)
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–¿Me crees al fin? Si hasta la misa del casamiento está ya escrita...
¡Verás que Kirye!
"Golpeó de nuevo con los talones contra las tablas del bote, con
una especie de ritmo que acompañaba a media voz cantando: "¡Kirye!
¡Kirye!.. ¡Kirye Eleison! ¡Ya verás, ya verás qué misa!"
“–Escucha –le interrumpí –, te creeré si veo a Cristina Daaé salir
de la casa del lago y volver a ella libremente.
"–¿Y no te volverás a ocupar más de mis asuntos?
“–Te lo prometo.
“–Pues bien, lo verás esta noche... Ven al baile de máscaras;
Cristina y yo iremos a da runa vuelta por la fiesta. Ve enseguida a
ocultarte en el desván contiguo a su camarín y verás a Cristina tomar
resueltamente el camino de los comuneros.
“–¡Perfectamente!
"Si lo que decía era verdad, no tenía que hacer otra cosa más que
inclinarme, pues una mujer hermosísima tiene el derecho de amar a un
monstruo horrible, sobre todo cuando éste tiene a su favor la seducción
de la música y cuando esa mujer es, precisamente, una notable
cantante.
“–¡Y ahora, vete! Porque es preciso que salga a hacer mis compras.
"Me fui siempre inquieto respecto de Cristina Daaé, pero llevando
en el fondo de mi pensamiento tina idea agobiante, sobre todo después
que Erik la había despertado tan brutalmente a propósito de mis
imprudencias.
'”Me preguntaba: "¿Cómo irá a acabar todo esto?" Y bien que
fuera de temperamento bastante fatalista, no podía librarme de una
indefinible angustia a causa de la enorme responsabilidad que me
había echado encima sin día, al dejar vivir a sin monstruo que ahora
amenazaba "a muchos miembros de la especie humana”
"Con gran sorpresa mía, las cosas pasaron como me las había
anunciado. Cristina salió de la casa del lago y volvió a ella varias
veces, sin que aparentemente nada la forzara a ello. Mi espíritu quiso
entonces apartarse de aquel misterio amoroso, pero me era difícil no
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pensar en Erik, sobre todo a causa de aquel pensamiento temeroso que
me embargaba. Sin embargo, resignado a proceder con extremada
prudencia, no cometí la falta de volver a orillas del lago ni recorrer el
camino de los comuneros. Pero la preocupación de la puerta secreta
del tercer sótano no me abandonaba, y más de una vez me dirigí a
aquel sitio, que yo sabía que estaba desierto durante el día. Hacía allí
estaciones interminables, haciendo girar los pulgares, oculto detrás de
un decorado del "Roi de Lahore" que habían dejado allí no sé por qué,
pues esa obra se daba muy pocas veces. Tanta paciencia, había de ser
recompensada. Un día vi avanzar de rodillas al monstruo. Yo estaba
seguro de que no me veía. Pasó entre el decorado y se dirigió hasta el
muro, y en sin sitio que traté de fijar exactamente a la distancia,
apretó un resorte que, al hacer girar una piedra dejó un espacio libre.
Desapareció por aquel hueco y la piedra se cerró tras él. Conocía, al
fin, el secreto del monstruo, secreto que podía, en el momento preciso,
librarme la entrada de la casa del lago.
“Para estar seguro de ello esperé por lo menos una media hora y
a mi vez hice funcionar el resorte. Todo se produjo como anteriormente,
pero me guardé bien de deslizarme por el agujero, sabiendo
que Erik estaba en su casa. Por otra parte, la idea de que podía ser
sorprendido allí por Erik, me recordó de pronto la muerte de José
Buquet, y no queriendo comprometer semejante descubrimiento, que
podía llegar a ser útil para tantos, salí de los sótanos del teatro después
de haber vuelto a colocar cuidadosamente la piedra en su sitio,
según un sistema que era el mismo empleado en Persia.
"Como es de imaginar, seguían intrigándome mucho las relaciones
de Erik y de Cristina Daaé, no porque me moviera en este caso
una curiosidad enfermiza, sino a causa, como ya te dicho, de aquel
tenaz pensamiento oculto que no me abandonaba.
“–Si Erik llega a descubrir –decía yo –que no es amado por sí
mismo, podemos esperarlo todo.
"Y no cesando de vagar prudentemente por la Opera, pronto supe
la verdad sobre los tristes amores del monstruo. Dominaba el espíritu
de la angelical criatura por medio del terror, pero el corazón de Criswww.
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tina pertenecía por completo al vizconde de Chagny. Mientras que
estos dos jugaban inocentemente a los novios en los techos de la Opera
–huyendo del monstruo –, no sospechaban que alguien velaba por
ellos. Estaba decidido a todo, a matar al monstruo si era preciso y
presentarse luego a la justicia. Pero Erik no se dejó ver, y esto por
cierto no concurría a tranquilizarme.
“Es preciso que relate todo mi plan. Yo creía que el monstruo,
empujado fuera de su guarida por los celos, me permitiría de ese modo
penetrar en la casa del lago por el pasaje del tercer sótano. ¡Tenía
tanto interés en bien de todos por saber exactamente que podía haber
allá dentro! Un día, cansado de esperar una ocasión, hice girar la
piedra y oí una música admirable. El monstruo trabajaba con todas
las puertas abiertas en su Don Juan Triunfante”. Yo sabía que ésa era
la obra de su vida. Dejó un momento de tocar y se puso a caminar por
su cuarto corno un loco. Y dijo en voz alta, con acento tonante:
“–Es necesario que todo esto esté concluido "antes". ¡Bien concluido!
“Aquella frase no era como para tranquilizarme, y al volver a
sonar la música, cerré la piedra sigilosamente. A pesar de estar cerrada
la piedra, seguí oyendo un vago canto lejano que salía del fondo de
la tierra, como habrá oído el canto de la sirena brotar del fondo del
agua. Y me acordé de las palabras de algunos maquinistas que habían
hecho sonreír cuando la muerte de José Buquet:
"Había cerca del cuerpo del ahorcado un rumor que parecía el
canto por los muertos.
"El día del rapto de Cristina Daaé no llegué al teatro, sino ya
tarde y temblando ante la perspectiva de saber malas noticias. Habrá
pasado un día negro, porque después de leer en un diario la noticia
del casamiento de Cristina y del vizconde de Chagny, no cesaba de
preguntarme si al fin y al cabo no haría bien en denunciar al monstruo.
Pero el sentido común venció, persuadiéndome que tal actitud
sólo podía servir para precipitar la catástrofe posible.
"Cuando mi carruaje se detuvo delante de la Opera, miré aquel
monumento como si une sorprendiera verlo todavía en pie.
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"Pero soy, como todo buen oriental, un poco fatalista y entré resuelto
a esperarlo todo. El rapto de Cristina en la escena de la prisión,
que naturalmente sorprendió a todos, me encontró preparado. Era, sin
duda, Erik el que la había escamoteado, siendo, como él es de verdad,
el rey, de los prestidigitadores. Y pensé que había llegado su último
instante para Cristina y para todos los que esperábamos allí.
“Momentos hubo en que estuve por aconsejarle a todo aquel público
que se iba demorando en el teatro que huyera. Pero otra vez me
detuvo en aquel propósito de denuncia la certidumbre en que estaba de
que une tornarían por loco. Por último no ignoraba que si, por ejemplo,
gritaba "¡Fuego!", podía motivar una catástrofe, sofocaciones en
la huida, pisoteos, forcejeos salvajes, peor aún que el desastre tan
tenido.
“Sin embargo, resolví proceder sin tardanza, personalmente. El
momento me parecía por lo demás propicio. Había muchas probabilidades
de que Erik no pensara en aquel momento más que en su cautiva.
Había que aprovechar la situación para penetrar en su antro por
el tercer sótano y pensaba asociarme en esta empresa con el pobre
desesperado vizconde, quien aceptó de plano mi proposición con una
confianza en mí que me impresionó profundamente; yo había mandado
briscar mis pistolas por mi sirviente. Darío se nos reunió en el camarín
de Cristina con la caja de las armas. Le di una pistola al vizconde
y le aconsejé que estuviera pronto para hacer fuego como yo, porque
al fin y al cabo Erik podía esperarnos demás de la pared. Había resuelto
entrar en el camino de los comuneros por la trampa.
“El joven vizconde me preguntó al ver las pistolas, si íbamos a
batirnos en duelo. Sin duda –le respondí –, ¡y qué duelo! Pero no tuve
tiempo, por supuesto, de explicarle nada.
“El vizconde era valiente, pero ignoraba casi por completo las
condiciones de su adversario. Y eso era una ventaja
"¿Qué es un duelo con el más temible de los esgrimistas al lado
de un combate con el más genial de los prestidigitadores? Yo mismo
me resignaba difícilmente a la idea de tener que combatir con un hombre
que no era realmente visible sino cuando lo quería y que, en camwww.
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271
bio, veía todo a nuestro rededor en medio de la más completa oscuridad...
Con un hombre cuya extraña ciencia, cuya sutileza, imaginación
y destreza le permitían disponer de todas las fuerzas naturales combinadas
para crear ante los ojos y ante los oídos la ilusión que engaña y
pierde. ¿Y esto, en los sótanos de la Opera, es decir, en el mismo país
de la fantasmagoría? ¿Puede imaginarse esto sin temblar? ¿Puede
tenerse tina idea siquiera de lo que podría suceder ante los ojos y los
oídos de u n habitante de la Opera si se hubiera encerrado en la Opera
–en sus cinco subsuelos y sus veinte pisos altos –a un Robert Houdini,
feroz bromista, que ora se burla y ora odia, que ora vacía los
bolsillos y ora mata? Imaginemos esto: "¡Combatir al aficionado a
trampas!" ¡La cantidad de trampas con eje, de esas sorprendentes
trampas con eje, que son las mejores, que colocó en Persia, en todos
nuestros palacios! ¡Combatir al maestro en trampas en el país de las
trampas!...
"Si, por un lado, mi esperanza era que no se hubiera separado de
Cristina Daaé en aquella casa del lago a que la había, sin duda, llevado
otra vez desmayada, por otro lado, mi terror era que estuviera en
alguna pare alrededor de nosotros preparando el lazo de Pendjab.
"Nadie como él sabía tirar el lazo de Pendjab y es el príncipe de
los estranguladores así corno es el rey de los prestidigitadores. Cuando
había concluido de hacer reír a la pequeña sultana en los tiempos
de las Horas Rosadas de Mazenderan, aquélla le pedía que la divirtiera
arrastrándola. Y no había encontrado cosa mejor que el juego del
lazo de Pendjab. Erik, que había residido en la India, habrá vuelto de
allí con una destreza increíble para estrangular. Se hacía encerrar en
un patio al que conducían a un guerrero –generalmente un condenado
a muerte –armado de una larga lanza y de una larga espada. Erik no
contaba más que con un lazo, y siempre en el instante en que el guerrero
creía que iba a batir a Erik de un formidable golpe, se oía silbar
el lazo de un brusco tirón. Erik oprimía la delgada cuerda al cuello de
su enemigo y enseguida lo arrastraba delante de la pequeña sultana y
sus mujeres que miraban desde una ventana y aplaudían. La pequeña
sultana aprendió también a arrojar el lazo de Pendjab, y mató así a
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varias de sus doncellas y hasta algunas amigas que estaban de visita.
Pero prefiero dejar a un lado este tema terrible de las Horas Rosadas
de Mazenderan. Si he hablado de él es porque habiendo entrado con el
vizconde de Chagny en los sótanos de la Opera, tuve que poner en
guardia a mi compañero contra la posibilidad siempre amenazadora
de un estrangulamiento. Una vez en los sótanos, mis pistolas ya no
podían servirnos de nada, puesto que yo estaba seguro de que no habiéndose
opuesto en el primer instante a nuestra entrada en el camino
de los comuneros, Erik ya no se dejaría ver: Pero siempre le sería
posible estrangularnos. No tuve tiempo de explicarle todo esto al vizconde
y no sé si, aunque hubiera dispuesto de ese tiempo, lo hubiera
invertido en contarle que había por allí, en la sombra, un lazo de
Pendjab pronto para entrar en acción. Era inútil complicar la situación
y me limité a aconsejarle al señor de Chagny que mantuviera
siempre la mano a la altura de los ojos con el brazo plegado, en la
actitud del tirador que espera la orden de hacer fuego. En esta posición
le es imposible, aun al más diestro estrangulador, echar con eficacia
el lazo de Pendjab. A la vez que el cuello, el lazo oprime la mano
o el brazo, volviéndose así inofensivo, pues es muy fácil quitárselo.
“Después de haber evitado al comisario de policía, a algunos cerradores
de puertas, a los bomberos, de haber encontrado por primera
vez al matador de ratas y de haber pasado inadvertidos ante los ojos
del hombre del sombrero de fieltro, el vizconde y yo llegamos al tercer
sótano entre el pilar y los decorados del “Roi de Lahore”. Hice girar
la piedra y saltamos a la morada que Erik se había construido entre la
doble pared de los cimientos de la Opera (y esto lo más tranquilamente
del mundo, porque Erik fue uno de los primeros empresarios de
construcción de Ch. Garnier, el arquitecto de la Opera, y porque después
siguió trabajando secretamente solo, cuando todos los trabajos se
suspendieron oficialmente durante la guerra franco-prusiana, el sitio
de París y la Comuna).
"Yo conocía demasiado a Erik como para tener la pretensión de
que iba a descubrir todas las tretas que había podido fabricar durante
aquel tiempo; así es que no estaba nada tranquilo al entrar de un salto
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en la casa. Yo sabía lo que había hecho en algunos palacios de Mazenderan.
A la más honesta construcción del mundo pronto la convertía
en la casa del diablo, y enseguida era espiada o comunicada por el
eco. ¡Cuántos dramas de familia, cuántas tragedias sangrientas había
producido aquel monstruo con sus trampas! Tenía invenciones sorprendentes.
Y, sin duda, que la más curiosa, la más horrible, y la más
peligrosa de todas, era la cámara de los suplicios.
“Excepto en los casos raros en que la pequeña sultana se divertía
en hacer sufrir a algunos infelices, no se dejaba entrar en ella más que
a los condenados a muerte. Era aquélla, a mi entender, la invención
más atroz de las Horas Rosadas de Mazenderan. Así es que cuando el
visitante que había entrado ingenua e imprudentemente en la cámara
de los suplicios se daba por satisfecho, le era permitido recurrir al
lazo de Pendjab que se dejaba siempre a su disposición colgando de
las ramas del árbol de hierro.
"Cual no sería mi emoción cuando, enseguida de haber penetrado
en la casa del monstruo, me di cuenta de que la pieza a la que acabábamos
de saltar el señor vizconde de Chagny y yo, era la
reconstrucción exacta de aquella cámara de los suplicios de las floras
Rosadas de Mazenderan.
“A nuestros pies encontré el lazo de Pendjab que había temido
tanto durante todo el trayecto. Yo estaba convencido de que aquella
cuerda ya había servido para losé Buques. El maquinista debió sorprender,
como yo, alguna noche a Erik en el momento en que hacía
girar la piedra del tercer sótano. Debió querer entrar a su vez antes de
que la piedra se cerrara, y cayendo a la cámara de los suplicios no
salió de ella más que ahorcado. Me imaginé a Erik arrastrando el
cuerpo del que quería librarse hasta el decorado del "Roi de Lahore" y
suspendiéndolo de ella, para que sirviera de ejemplo o para aumentar
el terror supersticioso que lo ayudaba a proteger las inmediaciones de
su caverna.
“Pero luego, después de haberlo pensado, Erik volvía para recuperar
el lazo de Pendjab, que está singularmente trenzado con tripas
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de gato y que hubiera podido excitar la curiosidad del juez de instrucción.
Así se explicaba la desaparición de la cuerda del ahorcado.
"Y he aquí que yo acababa de descubrir aquel lazo a mis pies, en
la cámara de los suplicios... No soy pusilánime, pero un sudor frío me
inundó la cara.
“La linterna, cuyo pequeño disco rojo hacía pasear por las paredes
de la famosa cámara, temblaba en mi mano.
"El señor de Chagny lo notó y me dijo:
"–¿Qué sucede, señor?
“Le hice señas violentamente de que callara, porque me restaba
esa suprema esperanza de que podríamos estar en la cámara de los
suplicios y que el monstruo lo ignorara.
"Y aun esta esperanza no era la salvación, porque me imaginaba
que quizá la cámara de los suplicios estuviera encargada de proteger
la casa del lago por la parte del tercer sótano, y esto automáticamente.
"Sí, los suplicios quizás iban a comenzar automáticamente.
¿Quién podrá decir qué movimiento nuestro esperaba para esto?
"Le recomendé a mi compañero la inmovilidad más absoluta.
"Un silencio aplastante nos rodeaba.
"Y mi linterna roja seguía recorriendo las paredes de la cámara
fatal...
"¡Era la misma! ¡Sí, era la misma!...
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CAPITULO XXIV
EN LA CÁMARA DE LOS SUPLICIOS
”Estábamos en el centro de una pequeña sala de forma perfectamente
hexagonal... cuyas seis paredes estaban interiormente revestirlas
de espejos... de arriba abajo...; en los ángulos se distinguían muy
bien los listones de espejo... los pequeños sectores destinados a girar
sobre sus tambores... sí, sí... los reconocía... y reconocía el árbol de
hierro, en su ángulo, en el fondo de uno de esos pequeños sectores... el
árbol de hierro, con su rama cíe hierro para los ahorrados.
"Tomé el brazo de mi compañero.
“El vizconde estaba desesperado por gritarle a su amada que
acudía a socorrerla... Temía que no pudiera contenerse.
“De pronto oímos un ruido a nuestro lado.
“Primero fue como si abrieran y cerraran una puerta a nuestra
izquierda, en la pieza contigua; después oímos un largo lamento. Retuve
más fuertemente aún el brazo del señor Chagny, y luego oímos
claramente estas palabras:
“–¡No cabe otra solución! O la misa nupcial o la misa de los
muertos.
"Reconocí la voz del monstruo.
"Se oyó otro gemido.
“Después hubo un largo silencio.
“Ahora yo estaba persuadido de que el monstruo ignoraba nuestra
presencia en su antro, porque de otra manera se hubiera arreglado
para que no lo oyéramos. Le hubiera bastado para eso cerrar la pequeña
ventana invisible, por la cual los aficionados a las torturas
observan la cámara de los suplicios.
“Además, yo estaba seguro de que si "él" hubiera sabido de
nuestra presencia, los suplicios hubieran comenzado enseguida.
"Teníamos, desde luego, una gran ventaja sobre Erik. Estábamos
junto a él y él no lo sabía.
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“Lo importante era no revelárselo y yo no temía nada tanto como
la impulsividad del vizconde de Chagny; que quería precipitarse a
través de las paredes para reunirse con Cristina Daaé, cuyos gemidos
creíamos oír a intervalos.
“–¡La misa de los muertos no es alegre! –prosiguió la voz de
Erik, mientras que la misa nupcial es espléndida, magnífica. Es preciso
tomar una resolución y saber qué es lo que se quiere. No quiero
seguir viviendo así, bajo tierra, en un agujero, como un topo. “Don
Juan triunfante " ya esta terminado. Ahora quiero vivir como todos,
quiero tener una mujer como todo el mundo. He inventado una máscara
que me permite tener una cara como cualquier otro. Ni se volverán
para mirarme. Y tú serás la más feliz de las mujeres. Y cantaremos
para nosotros solos hasta hartarnos. ¿Lloras? ¿Tienes miedo de mí?
Sin embargo, en el fondo, no soy malo. Ayúdame y verás. ¡Sólo me ha
faltado ser amado para ser bueno! Si tu me amaras sería manso como
un cordero y harías de mí lo que quisieras.
"El gemido que acompañaba aquella letanía de amor creció, creció.
Jamás he oído nada más desesperante; y el señor de Chagny, y yo
reconocimos que aquella lacerante lamentación pertenecía al propio
Eric. En cuanto a Cristina, debía hallarse en alguna parte, quizá del
otro lado de la pared que estábamos mirando, muda de horror, sin
fuerzas para gritar, con el monstruo echado a sus pies.
“Aquella lamentación era sonora, y bramaba como la queja de
un océano. Por tres veces Erik arrancó aquella queja de la roca de su
pecho.
–¡No me amas! ¡No me amas!
“Luego se dulcificó.
“–¿Por qué lloras? Sabes que eso me apenas...
"Un silencio.
"Cada silencio era para nosotros una nueva esperanza. Nos decíamos:
“–Quizás haya dejado sola a Cristina detrás de la pared.
“Y sólo pensábamos en la posibilidad de advertir a Cristina de
nuestra presencia sin que el monstruo lo sospechara. Ahora no podíawww.
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277
mos salir del cuarto de los suplicios si Cristina no nos abría la puerta;
y era mediante esa condición esencial que podríamos socorrerla, porque
ignorábamos dónde podía encontrarse esa puerta.
“De pronto, el silencio de al lado fue interrumpido por el sonido
de un timbre eléctrico.
“Se oyó un salto del otro lado de la pared y la voz de trueno de
Erik.
“–¡Están llamando! ¡Pasen adelante!
"Una carcajada lúgubre.
“–¿Quién será que viene a molestarnos? Espéreme un momento
aquí... Voy a decirle a la Sirena que abra.
"Unos pasos se alejaron, una puerta se cerró. No tuve tiempo de
pensar en el nuevo honor que se preparaba; olvidé que el monstruo
quizá no salía sino para cometer un nuevo crimen; sólo me di cuenta
de una cosa: ¡Cristina estaba sola del otro lado de la pared!
“El vizconde de Chagny ya estaba llamándola:
–¡Cristina! ¡Cristina!
“Puesto que oíamos lo que se decía en la pieza de al lacto, no
habrá ninguna razón para que mi compañero no fuera oído a su vez.
Y, sin embargo, el vizconde tuvo que repetir varias veces su llamado.
Por fin, una voz débil llegó hasta nosotros.
“–¡Estoy soñando! gemía...
“–¡Cristina! ¡Cristina! Soy yo, Raúl.
"Silencio.
“–¡Pero respóndeme, Cristina!... Si estás sola, por Dios, respóndeme.
“Entonces la voz de Cristina murmuró el nombre de Raúl.
–¡Sí! ¡Sí! ¡Soy yo! No es sueño... ¡Cristina, ten confianza! hemos
venido para salvarte... No vayas a incurrir en ninguna imprudencia...
Cuando oigas que vuelve el monstruo, avísanos.
–¡Raúl!.. ¡Raúl!..
–Le hizo repetir varias veces que no estaba soñando y que Raúl
de Chagny había podido llegar hasta ella guiado por un amigo abnegado
que conocía el secreto de la guarida de Erik.
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Pero a la rápida alegría que le proporcionarnos sucedió un estado
de terror más grande. Quería que Raúl se alejara enseguida. Temblaba
de que Erik fuera a descubrir su escondite, porque en ese caso
no hubiera vacilado en matar al joven. Nos dijo en algunas palabras
precipitadas, que Erik se había vuelto completamente loco de amor y
que había resuelto exterminar a todo el mundo y a él mismo, si ella no
consentía ser su esposa ante el alcalde y el cura, el cura del templo de
la Magdalena. Le había dado plazo hasta las once de la noche del día
siguiente. Era el último plazo. Tendría entonces que escoger, como
decía, entre la misa nupcial y la misa de los muertos.
"Y Erik había pronunciado esta frase que Cristina sólo había
comprendido a medias:
"Sí o no; si es no, ¡todo el mundo muerto y enterrado!
“Pero yo comprendía perfectamente aquella frase, porque respondía
de una manera terrible a mi temerosa idea.
"–¿Puede usted decirnos dónde está Erik? –pregunté.
“Respondió que debía estar fuera de la casa.
“–¿Podría usted cerciorarse de esto?
“–No... estoy atada... no puedo hacer un solo movimiento.
Al oír esto, el señor de Chagny y yo no pudimos contener un grito
de rabia.
¡La salvación de los tres dependía de la libertad de movimientos
de la joven.
"–¡Oh, liberarla! ¡Llegar hasta ella!
"–Pero, ¿dónde están ustedes? –volvió a preguntar Cristina. No
hay más que dos puertas en mi cuarto: el cuarto Luis Felipe, del que le
he hablado, Raúl...; una puerta por donde entra y sale Erik y otra que
no ha abierto nunca delante de mí y que me ha prohibido que cruce
jamás, porque es, me ha dicho, la más peligrosa de las puertas... la
puerta de los suplicios...
“–¡Cristina, estamos detrás de esa puerta...
"–¿Están en la cámara de los suplicios?
"–Sí, pero no vemos la puerta.
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“–¡Ah! Si pudiera arrastrarme siquiera hasta allí... golpearía
contra la puerta, y ustedes se darían cuenta del sitio donde queda.
"–¿Es una puerta con cerradura? –pregunté.
"–Sí, con cerradura.
“Pensé un instante. Se abre del otro lado con una llave, como todas
las puertas, pero de nuestro lado se abre mediante un resorte y no
va a ser fácil descubrirlo.
“–¡Señorita! –dije –. Es absolutamente necesario que nos abra
usted esa puerta.
"–Pero, ¿cómo? –respondió la voz sollozante de la desdichada...
Oírnos un cuerpo que se agitaba, que trataba evidentemente de librarse
de las ligaduras que la inmovilizaban...
“–No saldremos del paso sino por medio de la astucia. Es preciso
conseguir la llave de esa puerta...
–Yo sé dónde está –respondió Cristina, que parecía agorada por
el esfuerzo que acababa de hacer. Pero no consigo desatarme... ¡Qué
miserable!..
"Hubo un sollozo.
“–¿Dónde está la llave? –pregunté, ordenándole al señor de
Chagny que callara y me dejara hacer a mí, porque no teníamos que
perder un segundo.
“–En su cuarto, al lado del órgano, junto con otra llavecita de
bronce que también me ha prohibido que toque las dos están en un
saquito de cuero, al que llama la bolsa de la vida y de la muerte.. ¡Raúl!
¡Raúl!... ¡huya!... Todo aquí es misterioso y terrible... y Erik se va a
volver loco por completo... y ustedes están en el cuarto de los suplicios..
Váyanse por donde vinieron... Debe haber razones para que ese
cuarto se llame así.
“–¡Cristina! –dijo el joven –, saldremos juntos de aquí o aquí
moriremos juntos.
"–Sólo depende de nosotros el que salgamos sanos y salvos –dije
–, pero es preciso que conservemos nuestra sangre fría ¿Por qué la ha
atado a usted señorita? Usted no puede, sin embargo, escapar de aquí,
él lo sabe muy bien.
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"–¡Es que me quise matar! Esta noche el monstruo, después de
haberme transportado aquí desmayada, medio cloroformada, se ausentó.
Parece que fue –él me lo dijo –a casa de un banquero... Cuando
regresó une encontró con la cara ensangrentada. Intenté matarme...
Me golpeé la frente contra las paredes.
“–¡Cristina! –gritó Raúl, y se puso a sollozar.
"–Entonces me ató... ¡No tengo derecho a morir hasta mañana a
las once de la noche...
“Toda esta conversación a través de la pared fue mucho más entrecortada
y mucho más prudente que la forma en que la transcribo. A
menudo nos deteníamos en medio de una frase, porque nos parecía oír
un crujido, un rumor insólito... Cristina nos decía: ¡No, no es él! ¡Ha
salido, estoy segura de que ha salido! Reconocí el ruido que hace al
cerrarse la puerta del lago. Ha ido a ver qué desgraciado imprudente
ha hecho sonar al pasar la piedra del lago
–¡Señorita! –dije –ha sido el monstruo el que la ató... y él es
quien la desatará... Para eso sólo se precisa representar un poco de
comedia... No olvide usted que él la ama.
"–¡Ay de mí! –oímos decir. ¿Cómo haría para olvidarlo nunca?
“–Recuérdelo para sonreírle... suplíquele... dígale que esas ligaduras
le hacen daño.
“Pero Cristina Daaé nos dijo:
“–¡Silencio!.. Oigo ruido contra la pared del lago... Es él.. ¡Váyanse!..
¡Váyanse!... ¡Váyanse!..
“–¡No podríamos irnos aunque lo quisiéramos! –afirmé de modo
que impresionara a la joven. No podríamos salir de aquí... y estamos en
la cámara de los suplicios.
–"¡Silencio! –dijo con voz sorda Cristina. Los tres callamos.
"Unos pasos pesados se arrastraban lentamente detrás de la pared
y luego se detenían para volver de nuevo a hacer crujir el piso.
"Luego oyóse un suspiro formidable, seguido por un grito de horror
de Cristina, y oímos la voz de Erik.
“–Te pido une perdones si te muestro semejante cara. En qué
estado estoy, ¿verdad? La culpa la tiene el otro...
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"–¿Para qué llamó? ¿Acaso les pregunto yo a los que pasan qué
hora es? Ya no le preguntará más la hora a nadie. La culpa es de la
Sirena...
"Oyóse otro suspiro más profundo, más formidable, que salía de
lo más hondo del abismo de su alma.
"–¿Por qué has gritado, Cristina?
“–Porque estoy sufriendo, Eric.
–Creí que te habías asustado.
"–Erik, desata mis ligaduras. ¿Acaso aquí no quedo presa?
“–Querrías otra vez morir.
"–Tú me has dado el plazo, Erik hasta mañana a las once de la
noche.
Los pasos volvieron a hacer crujir el piso.
"–Al fin y al cabo, puesto que debernos morir juntos... y que tengo
tanta prisa como tú, sí, yo también, estoy harto de esta vida, ¿comprendes?
Espera... no te muevas... voy a desatarte... Basta con que
digas una palabra: ¡NO! y todo habrá concluido para todos... Tienes
razón... sí, tienes razón. ¿Para qué esperar hasta mañana a las once
de la noche? ¡Ah, sí, porque hubiera sido más bello... He tenido siempre
la manía del decoro... de lo grandioso... es infantil... No hay que
pensar más que en sí mismo... en la propia muerte... lo demás es superfluo...
¿Estás mirando qué mojado estoy? ¡Oh, querida, es que
cometí el error de salir!.. Hace un tiempo atroz... Además, une está
pareciendo que tengo alucinaciones... ¿Sabes, ese que estaba llamando
hace un momento a la puerta de la Sirena? (Va a ver el fondo del
lago si sigue llamando). Pues se parecía... Bien, date vuelta... ¿Estás
contenta? Ya estás desatada... ¡Dios mío, tus muñecas, Cristina! ¿Les
he hecho daño, di? Sólo por esto merecería la muerte... Y a propósito
de muerte, tengo que cantar la misa.
"Al oír aquellas palabras no dejaba de tener un presentimiento
atroz... Yo también había llamado una vez a la puerta del monstruo...
y, sin saberlo por cierto... había puesto en marcha alguna corriente de
alarma... Y recordé los dos brazos surgiendo de las aguas negras cowww.
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mo tinta... ¿Quién sería el infeliz que se extraviara por aquellas orillas?
"La idea de aquel desgraciado me impedía casi regocijarme de la
estratagema de Cristina, y, entretanto, el vizconde de Chagny murmuraba
a mi oído esta palabra mágica: ¡liberada!.. ¿Quién era? ¿Quién
sería el "otro", aquel por quien oíamos ahora la misa de los muertos?
"¡Ah, qué canto sublime y precioso! Toda la casa del lago se estremecía...
Todas las entrañas de la tierra temblaban... Habíamos
puesto el oído contra la pared para oír mejor a Cristina Daaé, que se
ocupaba en libertarnos, pero sólo oíamos la misa de difuntos. Aquello
era más bien una misa de condenados... Formaba en el seno de la
tierra una ronda de demonios.
“Recuerdo que el “Dies irae" que cantó nos envolvió como una
tormenta. Sí, el rayo y el relámpago estaban alrededor nuestro. Sin
duda, yo le había oído anteriormente. Llegaba hasta a hacer cantar a
las bocas de piedra de mis toros androcéfalos, sobre los muros del
palacio de Mazenderan... Pero cantar así, ¡nunca! ¡jamás! Cantaba
como el dios del trueno.
"De pronto el órgano y la voz se detuvieron tan bruscamente, que
el señor de Chagny y yo retrocedimos, tanto nos impresionó aquello. Y
la voz, súbitamente cambiada, transformada, chilló, distintamente,
estas sílabas metálicas:
"–¿Qué has hecho de mi bolso?
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CAPITULO XXV
LOS SUPLICIOS COMIENZAN
(Continuación del relato del persa)
“–La voz repitió con furor
–¿Qué has hecho de mi bolso?
Cristina Daaé debía temblar tanto como nosotros.
“–¡Era para quitarme mi bolso que querías que te desatara, di?..
“Se oyeron pasos precipitadas, la carrera de Cristina que volvía
al cuarto Luis Felipe, como para buscar un abrigo delante de nuestra
pared.
“–¿Por qué me huyes? –decía la voz fumosa que la seguía. ¡Devuélveme
enseguida la bolsa! ¿No sabes que es la bolsa de la vida y de
la muere?
–Escúchame, Erik –suspiró la voz de la joven –, puesto que es cosa
resuelta que en adelante viviremos juntos... ¿qué le importa a usted?..
¡Todo lo suyo me pertenece!...
Aquello iba dicho con una voz tan temblorosa, que despertaba
lástima. La desgraciada debía estar empleando toda la energía que le
quedaba en dominar su terror... Pero no era con tan infantiles argumentos,
que era posible aplacar al monstruo.
“–Sabes muy bien, que en esa bolsita no hay más que dos llaves...
¿qué quieres hacer con ellas? –preguntó.
“–Quisiera –dijo Cristina –visitar ese cuarto que no conozco, y
que usted siempre me ha ocultado... ¡Es una curiosidad de mujer! –
agregó con un tono que quiso ser juguetón y que sólo debió concurrir
a aumentar la desconfianza de Erik, tan falso debió parecerle.
"–¡No me gustan las mujeres curiosas! –replicó Erik, y tú debieras
desconfiar de esto si conoces la historia de Barba Azul... Vamos,
devuélveme mi bolso... ¡Devuélveme mi bolso.. ¿Quieres darme esa
llave, pequeña curiosa?
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"Y se echó a reír, mientras que Cristina exhalaba un grito de dolor...
“Erik acababa de quitarle la bolsita.
“Fue en ese momento que el vizconde, no perdiendo contenerse,
lanzo un grito de rabia y de impotencia, que difícilmente conseguí
sofocar en sus labios...
"–¡Oh! –exclamó el monstruo, ¿qué es eso? ¿No has oído, Cristina?
“–¡No! ¡no! –respondió la desdichada, ¡no he oído nada!
“–Me pareció oír un grito.
“–¡Un grito! ¿Se ha vuelto usted loco, Erik?... ¿Quién quiere usted
que grite en el fondo de ese pozo? Fui yo quien gritó, porque usted
me hacía daño... ¡Yo no he oído nada!
“–¿Con qué tono me dices eso! ¡Estás trémula! ¡Qué impresionada
te noto! ¡Mientes! ¡Han gritado! ¡Han gritado!.. ¡Hay alguien en
la cámara de los suplicios!.. ¡Ahora lo comprendo todo!..
"–¡No hay nadie, Erik!
–¡Ahora comprendo!
“–¿Nadie?
“–¡Tu novio... quizá!
“–¡Ay!, ¡yo no tengo novio, bien lo sabe usted!
Oyóse otra carcajada sardónica.
“–¡Fácil es averiguarlo!.. Mi pequeña Cristina, mi amor; no hay
necesidad de abrir la puerta, para ver lo que ocurre en la cámara de
los suplicios... ¿Quieres ver?.. ¿Quieres ver?.. Mira... si hay alguien...
si hay realmente alguien, vas a ver iluminarse allá arriba, cerca del
techo, la ventana invisible... Basta para ello correr esta cortina negra y
apagar toda luz... Bien, así... ¡Apaguemos!.. ¡No tengas miedo de estar
en la sombra al lado de tu esposo...
Entonces se oyó la voz desfallecida de Cristina:
“–¡Por Dios, no apague!.. ¡Tengo miedo! Me da miedo estar a
oscuras... Esa cámara no me interesa absolutamente... Es usted quien
siempre me asusta con esa cámara, como a una criatura... Tenía cuwww.
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riosidad de verla, es cierto. ¡Pero ahora ya no me interesa nada, absolutamente
nada!
"Y lo que yo temía sobre todo, comenzó "automáticamente"... De
pronto nos vimos inundados de luz. ¡Sí! Tras de nuestra pared hubo
como un incendio. El vizconde de Chagny, que no lo esperaba, se
sorprendió tanto que casi cayó al suelo. Y la voz colérica estalló otra
vez al lado...
"–¡No te decía que había alguien!.. ¿Ves ahora la ventana luminosa...
allá arriba? ¡El que está detrás de esa pared no la ve! Pero tú
vas a subir a la escalera doble. ¡Está ahí para eso!.. Me has preguntado
con frecuencia para qué servía... Pues bien, ahora ya lo sabes...
¡Sirve para mirar por el ventanillo de la cámara de los suplicios!..
¡Son entretenimientos para niños!.. Ve, querida, sube a mirar por el
ventanillo.
"Yo no sé si el vizconde oía ahora a mi lado la voz desfallecida
de la joven, tanto le preocupaba el espectáculo inaudito que acababa
de surgir ante su vista... En cuanto a mí, que había visto repetidamente
aquel espectáculo por el ventanillo de las Horas Rosadas de Manzenderam,
no me ocupaba sino de lo que se decía al lado, buscando en
ello una oportunidad para proceder
“–¡Sube, sube a mirar por la ventanilla! Después me dirás qué
facha tiene nuestro visitante.
"Oímos arrastrar la escalera que fue aplicada contra la pared...
"–¿Subes?... ¿No?... ¡Voy a subir yo... querida!
“–Bueno, pues voy a subir a ver... ¡Déjeme!
“–¡Oh! ¡querida...!, qué amable eres... Qué bien está que quieras
ahorrarme ese esfuerzo a mis años... Me dirás qué facha tiene, si es
ñato o aguileño... ¡Si las gentes supieran qué felicidad es tener una
nariz.... una nariz propia... no se les ocurriría venir a pasearse por la
cámara de los suplicios...
“En aquel instante oímos encima de nuestras cabezas una voz
que decía muy claramente estas palabras...
"–Amigo mío, no hay nadie.
"–¿Nadie...? ¿Estás segura de que no hay nadie?
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"–¿Nadie...? Absolutamente nadie.
“–Pues me alegro... ¿Qué tienes, Cristina? ¿Qué te pasa? ¿Te
sientes mal? Pero si no hay nadie... Vamos, baja... Bueno, responde...
puesto que no hay nadie... ¿Qué te pareció el paisaje?
"–¡Ah! muy hermoso.
“–Bueno, estás mejor, ¡muy bien! ¡Nada de emociones! ¿Y qué
diantre de casa, eh, en que se pueden ver semejantes paisajes?
"Sí, parece que una estuviera en el museo Grévin. ¿Pero dígame,
Erik, ahí dentro no hay suplicios? ¡Qué susto me ha dado usted!
"–¿Por qué, si no hay nadie?
"¿Fue usted el que hizo esa cámara, Erik? Decididamente, es
usted un gran artista, Erik.
"–¡Sí, un gran artista en mi género!
“–Pero dígame, Erik ¿por qué ha llamado usted a esa pieza la
cámara de los suplicios?...
"–¡Oh! es muy sencillo. Ante todo ¿qué vio usted?
–Vi un bosque.
"–¿Y qué hay en ese bosque?
"–Árboles...
“–¿Y qué hay en un árbol?
“–Pájaros.
"–¿Has visto pájaros?
“–No, no he visto pájaros.
“–Entonces, ¿qué viste? ¡busca!.. ¡Has visto ramas! ¿Y qué hay
en una rama? –dijo la voz terrible. ¡Hay una horca! ¡Por eso le llamo
a mi bosque la cámara de los suplicios.. ¡Ya ves, no es más que una
manera de decir! ¡Todo eso es broma!.. ¡Yo no me expreso nunca
como los demás.. ¡No hago nada como los demás!.. ¡Pero estoy muy
fatigado... muy cansado!.. Ya estoy harto, créeme, de tener un bosque
en casa, y una cámara de los suplicios... ¡Y de estar alojado como un
impostor en el fondo de una caja de doble fondo!.. ¡Estoy harto...
harto! ¡Quiero tener una casa tranquila, con puertas y ventanas comunes
y una mujer honesta adentro! ¡Tu debieras comprender esto,
Cristina, y no imponerme que te lo repita a cada rato!... Una mujer a
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la que yo querría, a la que llevaría a pasear el domingo, y a la que
haría reír toda la semana. ¡Ah; no te aburrirías conmigo! Sé muchas
cosas ingeniosas, sin contar las pruebas de naipes. ¿Oyes? ¿Quieres
que te llaga una prueba de naipes? Eso nos haría pasar un rato, esperando
que lleguen las once de mañana por la noche! ¡Mi Cristina! ¡Mi
pequeña Cristina! ¿Me escuchas.. ¿Ya no me escuchas, di?.. ¿Me
quieres?... No, no me quieres. ¡Pero no importa! ¡Me querrás! Antes
no podías mirar mi máscara porque sabías lo que había debajo... Y
ahora la miras y te olvidas de lo que hay debajo y ya no me rechazas...
¡Uno se habitúa a todo cuando quiere bien... cuando pone buena voluntad!..
¡Cuántos jóvenes que no se aman antes del matrimonio se
han adorado después! ¡Oh, ya no sé lo que digo... ¡Pero te divertirías
mucho conmigo! No hay otro como yo –te lo juro ante el buen Dios
que nos casará, si eres razonable–, no hay otro como yo para hacer el
ventrílocuo! ¡Yo soy el primer ventrílocuo del mundo!.. ¡Te vas!.. ¿No
quieres creerme?.. Escucha...
“El miserable, que era en efecto el primer ventrílocuo del mundo,
estaba aturdiendo a Cristina, yo me daba clara cuenta de eso, para
apartar su atención de la cámara de los suplicios... ¡Cálculo estúpido!
¡Cristina sólo pensaba en nosotros!... Varias veces la oí repetir con el
acento más dulce que pudo encontrar y con el tono de la más ardiente
súplica
"–¡Apague el ventanillo, Erik, apague el ventanillo!
“Porque Cristina se imaginaba que aquella luz que apareciera
de golpe en la pequeña ventana, y de la que el monstruo había hablado
de manera tan amenazadora, tenía su terrible razón de ser... Una sola
cosa la tranquilizaba momentáneamente, y era que nos había visto a
los dos, detrás de la pared, en el centro de la magnífica iluminación;
de pie y sin daño alguno. Pero hubiera estado más tranquila, sin duda,
si la luz se hubiese apagado.
“El otro había comenzado ya a hablar como ventrílocuo. Decía:
“–¡Mira! Estoy levantando un poco mi máscara. ¡Oh! ¡Un poco
solamente!.. ¿Ves mis labios? ¿Acaso tengo labios? No se mueven...
Mi boca está cerrada... esto que parece una boca... ¡Y, sin embargo,
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oyes mi voz! hablo con el vientre... es lo más natural.. ¡Le dicen a esto
ser ventrílocuo... Es algo muy conocido: ¿oyes mi voz? ¿dónde quieres
que la ponga? ¿En tu oído derecho? ¿En tu oído izquierdo? ¿En la
mesa? ¿En los cofrecillos de ébano de la chimenea? ¿Quieres oírla
más lejana? ¿Quieres oírla más próxima? ¿La prefieres agria, estridente,
gangosa?... Mi voz se pasea por todas partes... ¡Por todas partes!..
Escúchala, querida, en el cofrecillo de la derecha de la chimenea
y oye lo que dice: "¿Hay que dar vuelta al escorpión?"... Y ahora,
¡zas!, oye lo que dice en el cofrecillo de la izquierda: ¿Hay que dar
vuela a la langosta?" Y ahora, ¡zas! ya está en la bolsita de cuero...
¿Qué es lo que dice?: "¡Yo soy la bolsita de la vida o de la muerte!" Y
ahora ¡zas! ¡La pongo en la garganta de la Carlota, en el fondo de la
garganta de oro, de la garganta de cristal de la Carlota! ¿Qué es lo
que dice? Dice: "Es cierto, señor Gallo, soy la que canta: "J’écoute
cette voix solitaire... (un gallo) que chante dans mon... " (¡otro gallo!).
Y ahora está en la silla del palco del Fantasma... y dice: "¡La señora
Carlota canta esta noche como para hacer caer la araña!..”
Y ahora ¡zas! ¿Dónde está la voz de Erik? Escucha, querida
Cristina, escucha... ¡Está tras de la puerta del cuarto de los suplicios...
¡Escúchame... Y ¿qué es lo que digo?.. Escúchame: digo: "¡Ay de
aquellos que tienen la felicidad de poseer tina nariz, tina nariz bien
propia, y que vienen a metería en la cámara de los suplicios! ¡Ja! ¡Ja!
¡Ja!”
"¡Maldita voz del formidable ventrílocuo! ¡Estaba en todas partes,
en todas partes!.. Entraba por la pequeña ventana invisible... a
través de las paredes.. corría alrededor nuestro.. entre nosotros...
¡Erik estaba ahí!.. ¡Nos hablaba! Hicimos un ademán como para
echarnos encima de él, pero ya más rápida, huís impalpable que la voz
sonora de Eco, la voz de Erik había pasado de un salto al otro lado de
la pared.
Después no pudimos oír nada más, porque he aquí lo que pasó.
La voz de Cristina:
"–¡Erik! ¡Erik! Me fatiga usted con su voz.. ¡Cállese, Erik!.. ¿No
le parece que hace calor aquí?
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“–¡Oh, sí! –responde la voz de Erik. El calor se está volviendo
insoportable...
"Y otra vez la voz de Cristina embargada por la angustia
“–¿Qué significa esto?... ¡La pared está caliente... ¡La pared está
quemando!...
“–Te lo voy a explicar, querida. Es a causa del "bosque de al lado
"–¿Qué quiere usted decir... el bosque de al lado?
–¿No reparaste que era un bosque del Congo?
"Y la risa del monstruo se elevó tan terrible, que dejamos de distinguir
los clamores suplicantes de Cristina... El vizconde de Chagny
gritaba y golpeaba contra las paredes, como un loco... Me era imposible
contenerlo... Pero sólo se oía la risa del monstruo... y el propio
monstruo sólo debía oír su risa... Luego, un ruido rápido, de luchas, el
de un cuerpo que cae al suelo y lo arrastran, y el estrépito de un violento
portazo... Y luego nada, nada más alrededor nuestro, salvo el
silencio abrasador del mediodía... en el centro de un bosque africano...
"He dicho de aquel cuarto en que nos encontrábamos el señor
vizconde de Chagny y yo, que era regularmente hexagonal y cubierto
enteramente de espejos. Lo he visto después, especialmente en algunas
exposiciones, esa obra de cuartos dispuestos así y llamados "casas de
espejismo" o “palacios de las ilusiones”. Pero la invención corresponde
por entero a Erik, que construyó bajo mi vista la primera sala
de este género en los tiempos de las Horas Rosadas de Mazenderan.
Bastaba colocar en los ángulos algunos motivos decorativos, como,
por ejemplo, una columna, para ver instantáneamente un palacio de
mil columnas, pues gracias a la ilusión de los espejos, la sala real se
aumentaba con seis salas hexagonales, multiplicándose cada una de
éstas hasta el infinito.
“Antaño, para divertir a la pequeña sultana, había dispuesto de
esa manera una decoración, que denominaba "el templo innumerable";
pero la sultanita se aburrió muy pronto de tan infantil ilusión y
entonces Erik transformó su invento en cámara de los suplicios. En
lugar del motivo arquitectónico colocado en los ángulos, puso en priwww.
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mer plano un árbol de hierro. ¿Por qué aquel árbol que imitaba perfectamente
la vicia, con sus hojas pantallas, era de hierro? Porque
debía ser bastante sólido como para resistir todos los ataques del
“paciente”, que era encerrado en la cámara de los suplicios. Veremos
cómo, por dos veces, la decoración así obtenida se transformaba instantáneamente
en otras dos decoraciones sucesivas, gracias a la rotación
automática de los tambores disimulados en los ángulos y que
habían sido divididos en tres partes, uniéndose a los ángulos de los
espejos y soportando cada uno un motivo decorativo que apareciera
sucesivamente.
“Las paredes de aquella extraña sala no le daban ningún asidero
al paciente, puesto que, fuera del motivo decorativo de su solidez a
toda prueba, estaban solamente guarnecidas de espejos tan gruesos
que no tuvieran nada que temer del furor del infeliz arrojado allí, por
otra parte, con las manos y los pies desnudos.
"Ningún mueble. El techo era luminoso. Un ingenioso sistema de
calefacción eléctrica, que ha sido después imitado, permitía elevar la
temperatura de las paredes a voluntad, dándole así a la sala la atmósfera
que se deseaba.
"Me empeño en enumerar todos los detalles exactos de tina invención
muy natural, y que daba, merced a algunas ramas pintadas, la
ilusión sobrenatural de un bosque ecuatorial incendiado por el sol de
mediodía, para que nadie ponga en duda el equilibrio actual de mi
cerebro y para que nadie tenga el derecho de decir: "Este hombre se
ha vuelto loco" o "Este hombre nos está tomando por tontos"10. Si yo
hubiera contado las cosas simplemente así: "Habiendo bajado al fondo
de un sótano nos encontramos con un bosque ecuatorial incendiado
por el sol del mediodía ", hubiera obtenido un hermoso efecto de sorpresa
estúpida; pero yo no busco ningún efecto, siendo mi objeto al
escribir estas líneas el contar exactamente lo que nos sucedió al señor
10 Se explica que en la época en que escribía el persa tomara todas esas precauciones
contra la incredulidad. Hoy, que todo el mundo ha visto salas como la
descripta, esas precauciones serían superfluas.
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vizconde de Chagny y a mí en el curso de una aventura terrible que, en
cierto momento, ocupó la justicia de este país.
"Vuelvo a reanudar el relato donde lo suspendí
"Cuando el techo se iluminó y que alrededor nuestro el bosque se
llenó de luz, la estupefacción del vizconde fue enorme. La aparición
cíe aquel bosque impenetrable, cuyos troncos y ramas innumerables
nos envolvían hasta el infinito, lo sumió en tina consternación agobiante.
Se pasó las manos por la frente como para ahuyentar una visión
de ensueño, y sus ojos parpadearon, como parpadean al despertar
y cuesta trabajo reanudar el convencimiento sobre la realidad de las
cosas. Durante un momento se olvidó cíe escuchar.
"He dicho que la aparición del bosque no me sorprendió, de manera
que continué escuchando lo que seguía ocurriendo en la pieza
contigua. En fin, mi atención era atraída menos por el decorado, del
que mi pensamiento Podía prescindir, que por el propio espejo que la
producía. Aquel espejo estaba "roto " a trechos.
"Sí, tenía roturas, habían conseguido rajarlo a pesar de su solidez,
y esto me demostraba de la manera más evidente que la cámara
en que nos encontrábamos “ya había servido"
"Un desgraciado, cuyos pies y manos habían estado menos desnudos
que los pies y manos de los condenados de Mazenderan, había
caído sin duda en aquella "ilusión mortal”, y loco de rabia había golpeado
aquellos espejos que, a pesar de sus leves heridas, habían seguido
reflejando su agonía. Y la rama del árbol en que había
terminado su suplicio estaba dispuesta de tal modo, que antes de morir
había podido ver –supremo consuelo –agitarse en el espacio a mil
ahorcados como él ¡Sí, sí, José Buque había pasado por allí!
"¿Iríamos a morir como él?
“No lo pensaba, porque sabía que teníamos algunas horas por
delante, y que yo sería capaz de emplearlas más útilmente de lo que
había podido hacerlo José Buquet.
“¿No tenía acaso un conocimiento completo de las tretas de
Erik? Pues no podía darse ocasión más propicia para servirme de ello.
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"En primer lugar, no pensé absolutamente en regresar por el pasaje
que nos había conducido hasta aquella cámara maldita, y no me
ocupé de la probabilidad de volver a hacer funcionar la piedra interior
que cerraba aquel pasaje. La razón era obvia: ¡Me era imposible por
falta de medios! Habíamos saltado de demasiado alto en la cámara de
los suplicios.
"Y ningún mueble nos permitía ahora alcanzar al techo, ni la rama
del árbol de hierro, ni los hombros de uno de nosotros a modo de
escabel.
"No había más que una salida posible, la que se abrió sobre el
cuarto Luis Felipe, y en la que se encontraban Erik y Cristina Daaé.
Pero si aquella salida tenía el aspecto de una puerta común del lado
exterior, era completamente invisible por el lado de adentro...
“Había, pies, que intentar abrirla sin saber siquiera su ubicación
exacta, lo que no era una tarea vulgar. Sea como fuere, me daba ánimo
la certidumbre en que estaba de que había un medio de abrir
aquella pueda desde el interior de la cámara de los suplicios. Sí, yo
había visto entrar a Erik en su casa por el camino de aquella pieza.
"Cuando estuve bien cierto de que ya no quedaba esperanza ninguna
para nosotros por el lado de Cristina Daaé, cuando hube oído al
monstruo llevar, o más bien arrastrar a la desgraciada joven fuera del
cuarto Luis Felipe, para que no "estorbara nuestro suplicio”, resolví
ponerme enseguida a la obra, es decir, a buscar el secreto de la puerta.
“Pero, ante todo, tuve que calmar al señor de Chagny, que se paseaba
entre el bosque como un alucinado, exhalando clamores incoherentes.
“Los retazos de conversación que había sorprendido a pesar de
todo entre Cristina y el monstruo, no habían contribuido poco a ponerlo
fuera de sí; si a esto se agrega la impresión del bosque mágico y
el calor que comenzaba a hacer correr el sudor por nuestras sienes, no
será difícil darse cuenta de que el espíritu del señor de Chagny comenzara
a extraviarse un tanto.
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“A pesar de todas mis recomendaciones, mi compañero procedía
sin la menor prudencia.
“Iba y venía sin razón precipitándose hacia un espacio inexistente,
creyendo entrar en un sendero que lo llevaría hasta el horizonte,
y dándose de narices a los pocos pasos en el propio reflejo de su ilusión
de bosque.
"Y al hacer estas cosas gritaba: ¡Cristina! ¡Cristina! Y agitaba la
pistola y llamaba con todas sus fuerzas al monstruo, desafiaba a
muerte al Ángel de la Música e injuriaba al bosque ilusorio. Era el
suplicio que producía su efecto en su espíritu no prevenido.
"Traté de tranquilizar al pobre vizconde, razonando lo más serenamente
que pude, haciéndole palpar los espejos y el árbol de hierro,
las ramas colocadas sobre los tambores, y explicándole, según las
leyes de la óptica, todo el sofisticado dispositivo luminoso que nos
rodeaba, y del que no podíamos ser víctimas como tinos ignorantes
vulgares.
"–Estamos encerrados en una pieza, en una pequeña pieza esto es
lo que debe usted repetirse... Y saldremos de esta pieza sólo cuando
hayamos encontrado la puerta. ¡Busquémosla, pues, con afán!
"Y le prometí que si me dejaba proceder sin aturdirme con sus
gritos y con sus paseos de loco, antes de una hora descubriría el secreto
de la puerta.
"Entonces se acostó en el suelo como se hace en los bosques y
declaró que esperaría que yo encontrara la puerta del bosque, puesto
que no podía hacer cosa mejor. Y creyó deber agregar que en el sitio
en que se hallaba la vista era espléndida. (El suplicio, a pesar de todas
mis explicaciones, hacía su efecto)
"En cuanto a mí, olvidando el bosque, la emprendí con uno de los
espejos, y me puse a tantear en todos sentidos, briscando el punto
débil en que había de apoyar para hacer girar la puerta, según el
sistema de las puertas y trampas giratorias de Eric. Unas veces ese
punto débil podía ser una simple mancha en el espejo, grande como
una lenteja, y bajo la cual se encontraba el resorte que había que
hacer funcionar. ¡Busqué! ¡Busqué! Tantée hasta donde podían alcanzar
El persa ha relatado él mismo cuán en vano intentara hasta aquella
noche penetrar en la residencia del lago por el lago; cómo descubriera
la entrada por el tercer sótano y cómo, por último, el vizconde de
Chagny y él se encontraron en la lucha con la infernal imaginación del
Fantasma en la cámara de los suplicios. He aquí el relato escrito que
nos ha dejado (en condiciones que serán descritas más adelante) y en el
que no he cambiado una sola palabra. Lo doy tal cual, porque he creído
que no debía dejar pasar en silencio las aventuras personales del "Daroga"
alrededor de la casa del lago, antes de que cayera en ella en
compañía de Raúl. Si durante un instante este comienzo tan interesante
parece alejamos un poco de la cámara de los suplicios, ello no es más
que para volvernos a ella enseguida en mejores condiciones, después
de haber explicado cosas muy importantes y ciertas actitudes y maneras
de ser del persa, que han podido parecer muy extraordinarias.
“Era la primera vez que penetraba en la casa del lago –escribe el
persa –. En vano le había rogado al "aficionado a trampas" –así era
como le llamábamos en Persia a Erik –que me abriera sus misteriosas
puertas. Siempre se negó a ello. Yo, que estaba pago para conocer
muchos de sus secretos y sus tretas, en vano había tratado de forzar la
consigna por medio de la astucia. Desde que encontrara a Erik en la
Opera, donde parecía haber elegido domicilio, le espiaba con frecuencia,
ora entre bastidores, ora en los subsuelos, ora a orillas del lago;
citando se creía solo, subía a la barquilla y abordaba directamente al
muro de enfrente. Pero la sombra que lo rodeaba era siempre demasiado
opaca para permitirme ver en qué sitio exacto hacía girar su
puerta en la pared. La curiosidad, y también urca idea espantosa que
se une ocurrió reflexionando respecto de ciertas frases que me dijeron
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un día en que, a mi vez, me creía solo, indujéronme a meterme en la
barquilla y dirigirme hacia aquella parte del muro en que había visto
desaparecer a Eric. Fue entonces que tuve que habérmelas con la
Sirena que vigilaba los alrededores de aquel sitio y cuyo encanto hubo
de serme fatal. Apenas une había apartado de la orilla cuando el silencio
en el que navegaba fríe insensiblemente turbado por una especie
de suspiro constante que une rodeó. Era aquello a la vez tina
respiración y una música que ascendía de las agitas del lago y que une
envolvía sin que yo pudiera darme cuenta del extraño artificio.
"Aquello une seguía, se trasladaba junto conmigo y era algo tan
suave que no une daba miedo. Deseoso, por el contrario, de acercarme
a la fuente de aquella suave y cautivadora armonía, une incliné en la
borda de la barquilla, porque no une cabía duda de que aquel encanto
surgió de las aguas. Ya estaba en el medio del lago y no había nadie
más en el bote que yo; la voz –porque ahora era claramente una voz lo
que se oía –estaba a mi lado, sobre el agua. Me incliné, me incliné más
aún... El lago estaba absolutamente tranquilo y un rayo de luna que
pasaba por la reja de la calle Scribe venía a iluminarlo; no me delató
nada en la superficie lisa y negra como tinta. Me restregué los oídos
con el objeto de libertarme de algún zumbido posible, pero tuve que
reconocer que no podía haber zumbido tan armonioso como el soplo
constante que me seguía y que ahora une atraía.
"Si yo hubiese sido un espíritu supersticioso y fácilmente accesible
a las fábulas, no hubiera dejado de pensar que tenía que habérmelas
con alguna sirena encargada de marear al viajero que se
atreviera a bogar sobre las aguas de la casa del lago, pero, a Dios
gracias, soy de un país en que se ama demasiado lo fantástico como
para conocerlo a fondo y yo mismo lo había estudiado, demasiado
hacía años, con Erik de modo que no ignoraba cómo se puede engañar
con las tretas más sencillas a la pobre imaginación humana.
"No dudaba, pues, que me encontraba ante una nueva artimaña
de Erik, pero aquella invención era tan perfecta que, al inclinarme en
el borde de la pequeña barca, me impulsaba menos el deseo de descuwww.
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brir la superchería que el gozar de su encanto. Y me incliné, me incliné
hasta hacer volcar la barquilla.
De pronto, dos brazos monstruosos salieron del seno de las
aguas y me aferraron del cuello, arrastrándome al fondo con una
fuerza irresistible. Estaba irremediablemente perdido si no hubiera
tenido tiempo de lanzar un grito por medio del cual Erik me reconoció.
"Porque era él, y en lugar de ahogarme, como había tenido sin
duda la intención, nadó y me depositó suavemente en la orilla.
"–Qué imprudente eres –me dijo irguiéndose delante de mí, todo
empapado en aquella agua del infierno –. ¿Por qué has intentado
entrar en mi casa? Yo no te había invitado. No quiero que vengan a
ella ni tú ni nadie. ¿Me salvaste acaso la vida para volvérmela insoportable?
Por grande que haya sido el servicio prestado, Erik acabará
por olvidarlo, y ya sabes que nada puede contener a Erik, ni aún el
propio Erik.
Mientras él me hablaba, yo no sentía otro deseo que no fuera el
de conocer lo que ya llamaba, entonces, la treta de la Sirena. Aceptó
satisfacer mi curiosidad, porque Erik que es un verdadero monstruo –
yo lo juzgo así porque en Persia tuve ocasión de verlo en acción –es,
además, un niño vanidoso, y nada lo complace tanto, después de haber
sorprendido a la gente, como demostrarle la ingeniosidad verdaderamente
milagrosa de su espíritu.
"Se puso a reír y me mostró una larga caña.
–“¡Nada más simple! –me dijo. Pero es muy cómodo para respirar
y cantar bajo el agua. Es una treta que aprendí de los piratas de
Tonkín, que pueden permanecer así horas enteras ocultos en el fondo
de los ríos7
"Le hablé suavemente.
“–Es una treta que ha estado a punto de matarme –le dije, y que
quizás ha sido fatal para otros.
7 Un informe oficial consigna, en 1908, cómo el célebre pirata De Tham pudo
escapar con todos los suyos a los soldados franceses, sumergiéndose, provistos
de cartas, en un río.
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"No me respondió, pero se puso de pie ante mí con ese aspecto
terrible que le conozco muy bien.
No me dejé amilanar y le dije resueltamente:
“–¡Ya sabes lo que me has prometido, Erik! Basta de crímenes...
–"¿Pero es cierto, acaso –repuso, volviendo a tomar su expresión
afable –que yo he cometido crímenes?
“–¡Cómo, desgraciado! –exclamé. ¿Has olvidado acaso las Horas
Rosadas de Mazenderan?
"–Sí, –respondió poniéndose triste de repente. Más vale que las
haya olvidado, pero ¡cuánto la hice reír a la pequeña sultana!
"–Todo eso –declaré –son cosas del pasado... Pero me refiero al
presente..., ¡y tú tienes que darme cuenta del presente, porque si yo lo
hubiese querido no existiría para ti!.. Acuérdate de esto, Erik: ¡yo te
salvé la vida!
“Y aproveché el giro que habla tomado la conversación para hablarle
de algo que desde hacía algún tiempo me volvía a la mente.
“–Erik –le dije –, Erik vas a jurarme...
"–¿El qué? –exclamó. Ya sabes que yo no cumplo mis juramentos.
Los juramentos sólo sirven para atrapar a los tontos...
“–Dime una cosa.. Bien me la puedes decir a mí.
"–¿El qué?
“–La araña; Erik... La caída de la gran araña.
“–¿Y qué hay con eso?
“–Sabes muy bien lo que quiero decir.
“–¡Oh! –dijo burlonamente. Eso de la araña... ¡no tengo por qué
ocultártelo!... ¡Lo de la araña no fui yo! Estaba muy gastada y yo no
era por cierto el encargado de hacerla componer.
"Cuando Erik reía se ponía más atroz que nunca saltó a la barquilla,
mofándose de una manera tan siniestra que no pude menos de
estremecerme.
"–Muy gastada, querido Daroga8. Estaba muy gastada la araña...
Se cayó sola.. ¡Hizo: bum! Y ahora oye un consejo, Daroga; ¡ve a
8 Daroga se llama en Persia al jefe de policía.
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secare si no te quieres resfriar!... Y no vuelvas a subir nunca a mi bote
y, sobre todo, no trates de entrar en mi casa... No siempre llego a
tiempo... Daroga. Y sentiría tener que dedicarte mi oración fúnebre.
"Y al decir esto estaba parado en la popa de su barca y reinaba
con un balanceo de mono. Así parecíase más que nunca al fatal barquero,
con los ojos de oro por añadidura. Después no vi más que sus
ojos y por último desapareció en la noche del lago.
“Fue a partir de ese día que renuncié a penetrar en su casa por
el lago. Evidentemente aquella entrada estaba bien guardada, sobre
todo desde que sabía que yo la conocía. Pero pensé que debía haber
otra, porque más de una vez había visto desaparecer a Erik en el tercer
subsuelo, mientras lo vigilaba y sin que yo pudiese saber cómo. No
me cansaré en repetir que desde que descubría Erik instalado en la
Opera vivía en un perpetuo tenor a carera de sus horribles fantasías,
no ciertamente por lo que pudiese ocurrirme pero lo temía todo por los
demás9.
"Y cuando sucedía algún accidente, algún suceso fatal no dejaba
de decirme: "¡Quizá sea Erik!”; así como otros dicen a mi alrededor:
"¡Es el Fantasma!" ¡Cuántas veces he oído decir esta frase a personas
que sonreían! ¡Infelices! Si hubiesen sabido que ese fantasma existía
en carne y hueso y era hasta más terrible que la sombra vana ¿Pie
evocaban, seguro estoy de que hubieran dejado de reír... Si hubieran
sabido solamente de lo que era capaz Erik sobre todo en un campo de
maniobras como la Opera... ¡Y si hubiesen conocido el fondo íntimo de
su pensamiento!..
"En cuanto a mí, ¡ya no vivía!... Aunque Erik me hubiera dicho
muy solemnemente que había cambiado mucho y irte se había vuelto el
más virtuoso de los hombres desde que era amado por él mismo, no
podía dejar de estremecerme pensando en el monstruo. Su horrible;
singular y repulsiva fealdad lo ponía fuera de la humanidad, y muchas
9 Aquí el persa hubiera debido confesar que la suerte de Erik le interesaba
igualmente, porque si el gobierno de Teherán hubiese sabido que Erik vivía,
habría suprimido su modesta pensión al antiguo Daroga, generoso, como lo
demuestra claramente esta verídica historia.
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264
veces pensé que por eso mismo él creía no tener deber alguno para
con la especie humana. La manera como ene había hablado de su
amor no había hecho más que aumentar mis inquietudes, porque yo
preveía en aquel acontecimiento al que había hecho alusión con el
tono voluble que yo le conocía, la causa de nuevos dramas, más horrendos
que los anteriores. Yo sabía hasta qué grado de sublime y
desastrosa desesperación podía llegar el dolor de Erik y las fiases que
ene había dicho –vagamente anunciadoras de la más horrible catástrofe
–no cesaban de ocupar mi pensamiento.
"Por otra parte, yo había descubierto las extrañas relaciones que
se habían establecido entre el monstruo y Cristina Daaé. Oculto en el
desván situado junto al camarín de la joven diva, asistí a sesiones
admirables de música, que sumergían evidentemente a Cristina en un
maravilloso éxtasis, pero, sin embargo, yo no hubiese creído que la
voz de Erik que era tonante como la del trueno o dulce corno la de los
ángeles, pudiera hacer olvidar su fealdad. Lo comprendí todo citando
supe que Cristina nunca lo había visto. Tuve ocasión de penetrar en el
camarín, y recordando las lecciones que él me había dado en un tiempo,
no me costó mayor trabajo dar con el resorte que hacía girar la
pared que sostenía el espejo, y comprobé irte por medio de un arreglo
de ladrillos huecos, de ladrillos portavoces, se hacía oír de Cristina
como si hubiera estado a su lado. Así descubrí también el camino que
conducía a la puerta y a la celda la celda de los comuneros y también
la trampa que debía permitirle a Erik introducirse directamente en la
tramoya de la escena.
Algunos días más tarde, cuál no sería mi estupefacción al comprobar
con mis propios ojos y mis propios oídos que Erik y Cristina se
veían, y al sorprender al monstruo, inclinado sobre la pequeña fuente
que mana, en el camino de los comuneros (allá en las entrarías de la
tierra) refrescando las sienes de la Daaé desvanecida. Un caballo
blanco, el caballo blanco del "Prophète" que había desaparecido de
las caballerizas situadas en el subsuelo de la Opera, estaba tranquilo
al lado de ellos. Me mostré. Fue algo temible. Y chispear los ojos de
oro y antes de que pudiera decir una palabra recibí en plena frente un
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golpe que une aturdió. Cuando volví en uní, Erik, Cristina y el caballo
blanco habían desaparecido. No dudé que la desdichada estuviera
cautiva en la casa del lago.
"Sin vacilar resolví volver a la orilla, a pesar del peligro cierto
de semejante tentativa. Durante veinticuatro horas velé, espiando
oculto en la negra ribera, la aparición del monstruo, porque comprendía
que tendría que salir, impulsado por la necesidad de buscar provisiones.
"Y a este respecto debo decir que cuando Erik salía por París o
se atrevía a mostrarse en público, se colocaba en el horrible agujero
de su nariz, tina nariz artificial, provista de bigotes, lo que no le quitaba
por completo su aire macabro, puesto que cuando pasaba, decían a
sus espaldas: "Ese anda paseando con permiso del sepulturero"; pero
lo hacía algo más –digo algo más –soportable a la vista.
"Estaba, pues, espiándolo en la orilla del lago del Lago Averno,
como le llamó varias veces delante de uní a su lago y cansado por la
larga espera pensé: Debe haber salido por otra puerta, por la del
tercer subsuelo, citando oí un leve chapoteo en la sombra, vi brillar
dos ojos de oro, corno dos fanales, y enseguida la barquilla atracó.
Erik saltó a tierra y se dirigió hacia mí
"–¡Hace veinticuatro horas que estás ahí! –me dijo. ¡Me estás incomodando!
Te prevengo que todo esto va a concluir mal. Y serás tú el
que habrá tenido la culpa, porque mi paciencia va dejando de tener
límites para contigo. Te imaginas que me sigues, inmenso tonto –(textual)
–, y soy yo el que te sigue y sé todo lo que tú sabes de uní aquí.
Ayer te perdoné la vida en mi camino de los comuneros, pero te recomiendo,
que no te vuelva a ver en él. Todo esto es muy imprudente y no
sé, a fe unía, qué te has propuesto.
"Estaba tan irritado que no se une ocurrió ni por un momento interrumpirle.
Después de haber resoplado corno una foca, precisó su
horrible pensamiento, que coincidía con mi pensamiento temeroso.
“–Sí, es preciso que sepa de una vez qué es lo que te propones.
Te digo que con tus imprudencias –porque ya te has hecho detener dos
veces por la sombra del sombrero de fieltro, que no sabía qué andabas
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haciendo por los sótanos y que te condujo a los directores, los que te
tomaron por un persa fantástico aficionado a los cuadros de magia y a
los bastidores de teatro (sí, yo estaba allí en el despacho; tú sabes muy
bien que yo estoy en todas partes). Te repito, pites, que con tus imprudencias
van a acabar por preguntarse qué es lo que buscas aquí... y
acabarán por saber que buscas a Erik... y querrán, como tú, buscar a
Erik y descubrirán la casa del lago... ¡Bueno, querido, está bien, tanto
peor! ¡Yo no respondo de nada!
"Volvió a resoplar como una foca.
"–¡No respondo de nada! ¡Si los secretos de Erik dejan de ser los
secretos de Erik tanto peor para machos! Eso es todo lo que tenía que
decirte y a menos que seas un grandísimo tonto –(textual) –esto debería
bastarte...
"Se había sentado en la popa del bote y golpeaba contra la madera
de su pequeña embarcación con los talones, esperando a ver qué
le respondía yo. Le dije sencillamente:
"–No es a Erik a quien vengo a buscar aquí.
"–¿Ya quién es?
“–Sabes muy bien que es a Cristina Daaé.
"Erik me replicó:
“–Tengo perfecto derecho de darle cita en mi casa. Me arma por
mí mismo.
"–No es cierto –le dije. La has raptado y la mantienes cautiva.
“–Escucha –me dijo: ¿me prometes no volver a ocuparte más de
mis asuntos si te demuestro que Cristina ene ama?
"–Sí, te lo prometo –respondí sin vacilar, porque pensé que semejante
monstruo jamás podría darme aquella prueba.
“–Pues bien, es muy sencillo: Cristina Daaé saldrá de aquí citando
le plazca y volverá cuando quiera... Sí, volverá cuando guste...
Volverá por su voluntad, porque me ama...
“–¡Oh! Dudo que vuelva, pero tienes el deber de dejarla partir.
“–Mi deber, grandísimo tonto –(textual) –, es mi voluntad de dejarla
ir, y volverá, te digo, porque me ama... Todo esto concluirá, te lo
aseguro, con un casamiento en la Magdalena, inmenso tonto –(textual)
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–¿Me crees al fin? Si hasta la misa del casamiento está ya escrita...
¡Verás que Kirye!
"Golpeó de nuevo con los talones contra las tablas del bote, con
una especie de ritmo que acompañaba a media voz cantando: "¡Kirye!
¡Kirye!.. ¡Kirye Eleison! ¡Ya verás, ya verás qué misa!"
“–Escucha –le interrumpí –, te creeré si veo a Cristina Daaé salir
de la casa del lago y volver a ella libremente.
"–¿Y no te volverás a ocupar más de mis asuntos?
“–Te lo prometo.
“–Pues bien, lo verás esta noche... Ven al baile de máscaras;
Cristina y yo iremos a da runa vuelta por la fiesta. Ve enseguida a
ocultarte en el desván contiguo a su camarín y verás a Cristina tomar
resueltamente el camino de los comuneros.
“–¡Perfectamente!
"Si lo que decía era verdad, no tenía que hacer otra cosa más que
inclinarme, pues una mujer hermosísima tiene el derecho de amar a un
monstruo horrible, sobre todo cuando éste tiene a su favor la seducción
de la música y cuando esa mujer es, precisamente, una notable
cantante.
“–¡Y ahora, vete! Porque es preciso que salga a hacer mis compras.
"Me fui siempre inquieto respecto de Cristina Daaé, pero llevando
en el fondo de mi pensamiento tina idea agobiante, sobre todo después
que Erik la había despertado tan brutalmente a propósito de mis
imprudencias.
'”Me preguntaba: "¿Cómo irá a acabar todo esto?" Y bien que
fuera de temperamento bastante fatalista, no podía librarme de una
indefinible angustia a causa de la enorme responsabilidad que me
había echado encima sin día, al dejar vivir a sin monstruo que ahora
amenazaba "a muchos miembros de la especie humana”
"Con gran sorpresa mía, las cosas pasaron como me las había
anunciado. Cristina salió de la casa del lago y volvió a ella varias
veces, sin que aparentemente nada la forzara a ello. Mi espíritu quiso
entonces apartarse de aquel misterio amoroso, pero me era difícil no
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pensar en Erik, sobre todo a causa de aquel pensamiento temeroso que
me embargaba. Sin embargo, resignado a proceder con extremada
prudencia, no cometí la falta de volver a orillas del lago ni recorrer el
camino de los comuneros. Pero la preocupación de la puerta secreta
del tercer sótano no me abandonaba, y más de una vez me dirigí a
aquel sitio, que yo sabía que estaba desierto durante el día. Hacía allí
estaciones interminables, haciendo girar los pulgares, oculto detrás de
un decorado del "Roi de Lahore" que habían dejado allí no sé por qué,
pues esa obra se daba muy pocas veces. Tanta paciencia, había de ser
recompensada. Un día vi avanzar de rodillas al monstruo. Yo estaba
seguro de que no me veía. Pasó entre el decorado y se dirigió hasta el
muro, y en sin sitio que traté de fijar exactamente a la distancia,
apretó un resorte que, al hacer girar una piedra dejó un espacio libre.
Desapareció por aquel hueco y la piedra se cerró tras él. Conocía, al
fin, el secreto del monstruo, secreto que podía, en el momento preciso,
librarme la entrada de la casa del lago.
“Para estar seguro de ello esperé por lo menos una media hora y
a mi vez hice funcionar el resorte. Todo se produjo como anteriormente,
pero me guardé bien de deslizarme por el agujero, sabiendo
que Erik estaba en su casa. Por otra parte, la idea de que podía ser
sorprendido allí por Erik, me recordó de pronto la muerte de José
Buquet, y no queriendo comprometer semejante descubrimiento, que
podía llegar a ser útil para tantos, salí de los sótanos del teatro después
de haber vuelto a colocar cuidadosamente la piedra en su sitio,
según un sistema que era el mismo empleado en Persia.
"Como es de imaginar, seguían intrigándome mucho las relaciones
de Erik y de Cristina Daaé, no porque me moviera en este caso
una curiosidad enfermiza, sino a causa, como ya te dicho, de aquel
tenaz pensamiento oculto que no me abandonaba.
“–Si Erik llega a descubrir –decía yo –que no es amado por sí
mismo, podemos esperarlo todo.
"Y no cesando de vagar prudentemente por la Opera, pronto supe
la verdad sobre los tristes amores del monstruo. Dominaba el espíritu
de la angelical criatura por medio del terror, pero el corazón de Criswww.
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tina pertenecía por completo al vizconde de Chagny. Mientras que
estos dos jugaban inocentemente a los novios en los techos de la Opera
–huyendo del monstruo –, no sospechaban que alguien velaba por
ellos. Estaba decidido a todo, a matar al monstruo si era preciso y
presentarse luego a la justicia. Pero Erik no se dejó ver, y esto por
cierto no concurría a tranquilizarme.
“Es preciso que relate todo mi plan. Yo creía que el monstruo,
empujado fuera de su guarida por los celos, me permitiría de ese modo
penetrar en la casa del lago por el pasaje del tercer sótano. ¡Tenía
tanto interés en bien de todos por saber exactamente que podía haber
allá dentro! Un día, cansado de esperar una ocasión, hice girar la
piedra y oí una música admirable. El monstruo trabajaba con todas
las puertas abiertas en su Don Juan Triunfante”. Yo sabía que ésa era
la obra de su vida. Dejó un momento de tocar y se puso a caminar por
su cuarto corno un loco. Y dijo en voz alta, con acento tonante:
“–Es necesario que todo esto esté concluido "antes". ¡Bien concluido!
“Aquella frase no era como para tranquilizarme, y al volver a
sonar la música, cerré la piedra sigilosamente. A pesar de estar cerrada
la piedra, seguí oyendo un vago canto lejano que salía del fondo de
la tierra, como habrá oído el canto de la sirena brotar del fondo del
agua. Y me acordé de las palabras de algunos maquinistas que habían
hecho sonreír cuando la muerte de José Buquet:
"Había cerca del cuerpo del ahorcado un rumor que parecía el
canto por los muertos.
"El día del rapto de Cristina Daaé no llegué al teatro, sino ya
tarde y temblando ante la perspectiva de saber malas noticias. Habrá
pasado un día negro, porque después de leer en un diario la noticia
del casamiento de Cristina y del vizconde de Chagny, no cesaba de
preguntarme si al fin y al cabo no haría bien en denunciar al monstruo.
Pero el sentido común venció, persuadiéndome que tal actitud
sólo podía servir para precipitar la catástrofe posible.
"Cuando mi carruaje se detuvo delante de la Opera, miré aquel
monumento como si une sorprendiera verlo todavía en pie.
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"Pero soy, como todo buen oriental, un poco fatalista y entré resuelto
a esperarlo todo. El rapto de Cristina en la escena de la prisión,
que naturalmente sorprendió a todos, me encontró preparado. Era, sin
duda, Erik el que la había escamoteado, siendo, como él es de verdad,
el rey, de los prestidigitadores. Y pensé que había llegado su último
instante para Cristina y para todos los que esperábamos allí.
“Momentos hubo en que estuve por aconsejarle a todo aquel público
que se iba demorando en el teatro que huyera. Pero otra vez me
detuvo en aquel propósito de denuncia la certidumbre en que estaba de
que une tornarían por loco. Por último no ignoraba que si, por ejemplo,
gritaba "¡Fuego!", podía motivar una catástrofe, sofocaciones en
la huida, pisoteos, forcejeos salvajes, peor aún que el desastre tan
tenido.
“Sin embargo, resolví proceder sin tardanza, personalmente. El
momento me parecía por lo demás propicio. Había muchas probabilidades
de que Erik no pensara en aquel momento más que en su cautiva.
Había que aprovechar la situación para penetrar en su antro por
el tercer sótano y pensaba asociarme en esta empresa con el pobre
desesperado vizconde, quien aceptó de plano mi proposición con una
confianza en mí que me impresionó profundamente; yo había mandado
briscar mis pistolas por mi sirviente. Darío se nos reunió en el camarín
de Cristina con la caja de las armas. Le di una pistola al vizconde
y le aconsejé que estuviera pronto para hacer fuego como yo, porque
al fin y al cabo Erik podía esperarnos demás de la pared. Había resuelto
entrar en el camino de los comuneros por la trampa.
“El joven vizconde me preguntó al ver las pistolas, si íbamos a
batirnos en duelo. Sin duda –le respondí –, ¡y qué duelo! Pero no tuve
tiempo, por supuesto, de explicarle nada.
“El vizconde era valiente, pero ignoraba casi por completo las
condiciones de su adversario. Y eso era una ventaja
"¿Qué es un duelo con el más temible de los esgrimistas al lado
de un combate con el más genial de los prestidigitadores? Yo mismo
me resignaba difícilmente a la idea de tener que combatir con un hombre
que no era realmente visible sino cuando lo quería y que, en camwww.
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271
bio, veía todo a nuestro rededor en medio de la más completa oscuridad...
Con un hombre cuya extraña ciencia, cuya sutileza, imaginación
y destreza le permitían disponer de todas las fuerzas naturales combinadas
para crear ante los ojos y ante los oídos la ilusión que engaña y
pierde. ¿Y esto, en los sótanos de la Opera, es decir, en el mismo país
de la fantasmagoría? ¿Puede imaginarse esto sin temblar? ¿Puede
tenerse tina idea siquiera de lo que podría suceder ante los ojos y los
oídos de u n habitante de la Opera si se hubiera encerrado en la Opera
–en sus cinco subsuelos y sus veinte pisos altos –a un Robert Houdini,
feroz bromista, que ora se burla y ora odia, que ora vacía los
bolsillos y ora mata? Imaginemos esto: "¡Combatir al aficionado a
trampas!" ¡La cantidad de trampas con eje, de esas sorprendentes
trampas con eje, que son las mejores, que colocó en Persia, en todos
nuestros palacios! ¡Combatir al maestro en trampas en el país de las
trampas!...
"Si, por un lado, mi esperanza era que no se hubiera separado de
Cristina Daaé en aquella casa del lago a que la había, sin duda, llevado
otra vez desmayada, por otro lado, mi terror era que estuviera en
alguna pare alrededor de nosotros preparando el lazo de Pendjab.
"Nadie como él sabía tirar el lazo de Pendjab y es el príncipe de
los estranguladores así corno es el rey de los prestidigitadores. Cuando
había concluido de hacer reír a la pequeña sultana en los tiempos
de las Horas Rosadas de Mazenderan, aquélla le pedía que la divirtiera
arrastrándola. Y no había encontrado cosa mejor que el juego del
lazo de Pendjab. Erik, que había residido en la India, habrá vuelto de
allí con una destreza increíble para estrangular. Se hacía encerrar en
un patio al que conducían a un guerrero –generalmente un condenado
a muerte –armado de una larga lanza y de una larga espada. Erik no
contaba más que con un lazo, y siempre en el instante en que el guerrero
creía que iba a batir a Erik de un formidable golpe, se oía silbar
el lazo de un brusco tirón. Erik oprimía la delgada cuerda al cuello de
su enemigo y enseguida lo arrastraba delante de la pequeña sultana y
sus mujeres que miraban desde una ventana y aplaudían. La pequeña
sultana aprendió también a arrojar el lazo de Pendjab, y mató así a
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varias de sus doncellas y hasta algunas amigas que estaban de visita.
Pero prefiero dejar a un lado este tema terrible de las Horas Rosadas
de Mazenderan. Si he hablado de él es porque habiendo entrado con el
vizconde de Chagny en los sótanos de la Opera, tuve que poner en
guardia a mi compañero contra la posibilidad siempre amenazadora
de un estrangulamiento. Una vez en los sótanos, mis pistolas ya no
podían servirnos de nada, puesto que yo estaba seguro de que no habiéndose
opuesto en el primer instante a nuestra entrada en el camino
de los comuneros, Erik ya no se dejaría ver: Pero siempre le sería
posible estrangularnos. No tuve tiempo de explicarle todo esto al vizconde
y no sé si, aunque hubiera dispuesto de ese tiempo, lo hubiera
invertido en contarle que había por allí, en la sombra, un lazo de
Pendjab pronto para entrar en acción. Era inútil complicar la situación
y me limité a aconsejarle al señor de Chagny que mantuviera
siempre la mano a la altura de los ojos con el brazo plegado, en la
actitud del tirador que espera la orden de hacer fuego. En esta posición
le es imposible, aun al más diestro estrangulador, echar con eficacia
el lazo de Pendjab. A la vez que el cuello, el lazo oprime la mano
o el brazo, volviéndose así inofensivo, pues es muy fácil quitárselo.
“Después de haber evitado al comisario de policía, a algunos cerradores
de puertas, a los bomberos, de haber encontrado por primera
vez al matador de ratas y de haber pasado inadvertidos ante los ojos
del hombre del sombrero de fieltro, el vizconde y yo llegamos al tercer
sótano entre el pilar y los decorados del “Roi de Lahore”. Hice girar
la piedra y saltamos a la morada que Erik se había construido entre la
doble pared de los cimientos de la Opera (y esto lo más tranquilamente
del mundo, porque Erik fue uno de los primeros empresarios de
construcción de Ch. Garnier, el arquitecto de la Opera, y porque después
siguió trabajando secretamente solo, cuando todos los trabajos se
suspendieron oficialmente durante la guerra franco-prusiana, el sitio
de París y la Comuna).
"Yo conocía demasiado a Erik como para tener la pretensión de
que iba a descubrir todas las tretas que había podido fabricar durante
aquel tiempo; así es que no estaba nada tranquilo al entrar de un salto
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en la casa. Yo sabía lo que había hecho en algunos palacios de Mazenderan.
A la más honesta construcción del mundo pronto la convertía
en la casa del diablo, y enseguida era espiada o comunicada por el
eco. ¡Cuántos dramas de familia, cuántas tragedias sangrientas había
producido aquel monstruo con sus trampas! Tenía invenciones sorprendentes.
Y, sin duda, que la más curiosa, la más horrible, y la más
peligrosa de todas, era la cámara de los suplicios.
“Excepto en los casos raros en que la pequeña sultana se divertía
en hacer sufrir a algunos infelices, no se dejaba entrar en ella más que
a los condenados a muerte. Era aquélla, a mi entender, la invención
más atroz de las Horas Rosadas de Mazenderan. Así es que cuando el
visitante que había entrado ingenua e imprudentemente en la cámara
de los suplicios se daba por satisfecho, le era permitido recurrir al
lazo de Pendjab que se dejaba siempre a su disposición colgando de
las ramas del árbol de hierro.
"Cual no sería mi emoción cuando, enseguida de haber penetrado
en la casa del monstruo, me di cuenta de que la pieza a la que acabábamos
de saltar el señor vizconde de Chagny y yo, era la
reconstrucción exacta de aquella cámara de los suplicios de las floras
Rosadas de Mazenderan.
“A nuestros pies encontré el lazo de Pendjab que había temido
tanto durante todo el trayecto. Yo estaba convencido de que aquella
cuerda ya había servido para losé Buques. El maquinista debió sorprender,
como yo, alguna noche a Erik en el momento en que hacía
girar la piedra del tercer sótano. Debió querer entrar a su vez antes de
que la piedra se cerrara, y cayendo a la cámara de los suplicios no
salió de ella más que ahorcado. Me imaginé a Erik arrastrando el
cuerpo del que quería librarse hasta el decorado del "Roi de Lahore" y
suspendiéndolo de ella, para que sirviera de ejemplo o para aumentar
el terror supersticioso que lo ayudaba a proteger las inmediaciones de
su caverna.
“Pero luego, después de haberlo pensado, Erik volvía para recuperar
el lazo de Pendjab, que está singularmente trenzado con tripas
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de gato y que hubiera podido excitar la curiosidad del juez de instrucción.
Así se explicaba la desaparición de la cuerda del ahorcado.
"Y he aquí que yo acababa de descubrir aquel lazo a mis pies, en
la cámara de los suplicios... No soy pusilánime, pero un sudor frío me
inundó la cara.
“La linterna, cuyo pequeño disco rojo hacía pasear por las paredes
de la famosa cámara, temblaba en mi mano.
"El señor de Chagny lo notó y me dijo:
"–¿Qué sucede, señor?
“Le hice señas violentamente de que callara, porque me restaba
esa suprema esperanza de que podríamos estar en la cámara de los
suplicios y que el monstruo lo ignorara.
"Y aun esta esperanza no era la salvación, porque me imaginaba
que quizá la cámara de los suplicios estuviera encargada de proteger
la casa del lago por la parte del tercer sótano, y esto automáticamente.
"Sí, los suplicios quizás iban a comenzar automáticamente.
¿Quién podrá decir qué movimiento nuestro esperaba para esto?
"Le recomendé a mi compañero la inmovilidad más absoluta.
"Un silencio aplastante nos rodeaba.
"Y mi linterna roja seguía recorriendo las paredes de la cámara
fatal...
"¡Era la misma! ¡Sí, era la misma!...
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CAPITULO XXIV
EN LA CÁMARA DE LOS SUPLICIOS
”Estábamos en el centro de una pequeña sala de forma perfectamente
hexagonal... cuyas seis paredes estaban interiormente revestirlas
de espejos... de arriba abajo...; en los ángulos se distinguían muy
bien los listones de espejo... los pequeños sectores destinados a girar
sobre sus tambores... sí, sí... los reconocía... y reconocía el árbol de
hierro, en su ángulo, en el fondo de uno de esos pequeños sectores... el
árbol de hierro, con su rama cíe hierro para los ahorrados.
"Tomé el brazo de mi compañero.
“El vizconde estaba desesperado por gritarle a su amada que
acudía a socorrerla... Temía que no pudiera contenerse.
“De pronto oímos un ruido a nuestro lado.
“Primero fue como si abrieran y cerraran una puerta a nuestra
izquierda, en la pieza contigua; después oímos un largo lamento. Retuve
más fuertemente aún el brazo del señor Chagny, y luego oímos
claramente estas palabras:
“–¡No cabe otra solución! O la misa nupcial o la misa de los
muertos.
"Reconocí la voz del monstruo.
"Se oyó otro gemido.
“Después hubo un largo silencio.
“Ahora yo estaba persuadido de que el monstruo ignoraba nuestra
presencia en su antro, porque de otra manera se hubiera arreglado
para que no lo oyéramos. Le hubiera bastado para eso cerrar la pequeña
ventana invisible, por la cual los aficionados a las torturas
observan la cámara de los suplicios.
“Además, yo estaba seguro de que si "él" hubiera sabido de
nuestra presencia, los suplicios hubieran comenzado enseguida.
"Teníamos, desde luego, una gran ventaja sobre Erik. Estábamos
junto a él y él no lo sabía.
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“Lo importante era no revelárselo y yo no temía nada tanto como
la impulsividad del vizconde de Chagny; que quería precipitarse a
través de las paredes para reunirse con Cristina Daaé, cuyos gemidos
creíamos oír a intervalos.
“–¡La misa de los muertos no es alegre! –prosiguió la voz de
Erik, mientras que la misa nupcial es espléndida, magnífica. Es preciso
tomar una resolución y saber qué es lo que se quiere. No quiero
seguir viviendo así, bajo tierra, en un agujero, como un topo. “Don
Juan triunfante " ya esta terminado. Ahora quiero vivir como todos,
quiero tener una mujer como todo el mundo. He inventado una máscara
que me permite tener una cara como cualquier otro. Ni se volverán
para mirarme. Y tú serás la más feliz de las mujeres. Y cantaremos
para nosotros solos hasta hartarnos. ¿Lloras? ¿Tienes miedo de mí?
Sin embargo, en el fondo, no soy malo. Ayúdame y verás. ¡Sólo me ha
faltado ser amado para ser bueno! Si tu me amaras sería manso como
un cordero y harías de mí lo que quisieras.
"El gemido que acompañaba aquella letanía de amor creció, creció.
Jamás he oído nada más desesperante; y el señor de Chagny, y yo
reconocimos que aquella lacerante lamentación pertenecía al propio
Eric. En cuanto a Cristina, debía hallarse en alguna parte, quizá del
otro lado de la pared que estábamos mirando, muda de horror, sin
fuerzas para gritar, con el monstruo echado a sus pies.
“Aquella lamentación era sonora, y bramaba como la queja de
un océano. Por tres veces Erik arrancó aquella queja de la roca de su
pecho.
–¡No me amas! ¡No me amas!
“Luego se dulcificó.
“–¿Por qué lloras? Sabes que eso me apenas...
"Un silencio.
"Cada silencio era para nosotros una nueva esperanza. Nos decíamos:
“–Quizás haya dejado sola a Cristina detrás de la pared.
“Y sólo pensábamos en la posibilidad de advertir a Cristina de
nuestra presencia sin que el monstruo lo sospechara. Ahora no podíawww.
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mos salir del cuarto de los suplicios si Cristina no nos abría la puerta;
y era mediante esa condición esencial que podríamos socorrerla, porque
ignorábamos dónde podía encontrarse esa puerta.
“De pronto, el silencio de al lado fue interrumpido por el sonido
de un timbre eléctrico.
“Se oyó un salto del otro lado de la pared y la voz de trueno de
Erik.
“–¡Están llamando! ¡Pasen adelante!
"Una carcajada lúgubre.
“–¿Quién será que viene a molestarnos? Espéreme un momento
aquí... Voy a decirle a la Sirena que abra.
"Unos pasos se alejaron, una puerta se cerró. No tuve tiempo de
pensar en el nuevo honor que se preparaba; olvidé que el monstruo
quizá no salía sino para cometer un nuevo crimen; sólo me di cuenta
de una cosa: ¡Cristina estaba sola del otro lado de la pared!
“El vizconde de Chagny ya estaba llamándola:
–¡Cristina! ¡Cristina!
“Puesto que oíamos lo que se decía en la pieza de al lacto, no
habrá ninguna razón para que mi compañero no fuera oído a su vez.
Y, sin embargo, el vizconde tuvo que repetir varias veces su llamado.
Por fin, una voz débil llegó hasta nosotros.
“–¡Estoy soñando! gemía...
“–¡Cristina! ¡Cristina! Soy yo, Raúl.
"Silencio.
“–¡Pero respóndeme, Cristina!... Si estás sola, por Dios, respóndeme.
“Entonces la voz de Cristina murmuró el nombre de Raúl.
–¡Sí! ¡Sí! ¡Soy yo! No es sueño... ¡Cristina, ten confianza! hemos
venido para salvarte... No vayas a incurrir en ninguna imprudencia...
Cuando oigas que vuelve el monstruo, avísanos.
–¡Raúl!.. ¡Raúl!..
–Le hizo repetir varias veces que no estaba soñando y que Raúl
de Chagny había podido llegar hasta ella guiado por un amigo abnegado
que conocía el secreto de la guarida de Erik.
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Pero a la rápida alegría que le proporcionarnos sucedió un estado
de terror más grande. Quería que Raúl se alejara enseguida. Temblaba
de que Erik fuera a descubrir su escondite, porque en ese caso
no hubiera vacilado en matar al joven. Nos dijo en algunas palabras
precipitadas, que Erik se había vuelto completamente loco de amor y
que había resuelto exterminar a todo el mundo y a él mismo, si ella no
consentía ser su esposa ante el alcalde y el cura, el cura del templo de
la Magdalena. Le había dado plazo hasta las once de la noche del día
siguiente. Era el último plazo. Tendría entonces que escoger, como
decía, entre la misa nupcial y la misa de los muertos.
"Y Erik había pronunciado esta frase que Cristina sólo había
comprendido a medias:
"Sí o no; si es no, ¡todo el mundo muerto y enterrado!
“Pero yo comprendía perfectamente aquella frase, porque respondía
de una manera terrible a mi temerosa idea.
"–¿Puede usted decirnos dónde está Erik? –pregunté.
“Respondió que debía estar fuera de la casa.
“–¿Podría usted cerciorarse de esto?
“–No... estoy atada... no puedo hacer un solo movimiento.
Al oír esto, el señor de Chagny y yo no pudimos contener un grito
de rabia.
¡La salvación de los tres dependía de la libertad de movimientos
de la joven.
"–¡Oh, liberarla! ¡Llegar hasta ella!
"–Pero, ¿dónde están ustedes? –volvió a preguntar Cristina. No
hay más que dos puertas en mi cuarto: el cuarto Luis Felipe, del que le
he hablado, Raúl...; una puerta por donde entra y sale Erik y otra que
no ha abierto nunca delante de mí y que me ha prohibido que cruce
jamás, porque es, me ha dicho, la más peligrosa de las puertas... la
puerta de los suplicios...
“–¡Cristina, estamos detrás de esa puerta...
"–¿Están en la cámara de los suplicios?
"–Sí, pero no vemos la puerta.
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“–¡Ah! Si pudiera arrastrarme siquiera hasta allí... golpearía
contra la puerta, y ustedes se darían cuenta del sitio donde queda.
"–¿Es una puerta con cerradura? –pregunté.
"–Sí, con cerradura.
“Pensé un instante. Se abre del otro lado con una llave, como todas
las puertas, pero de nuestro lado se abre mediante un resorte y no
va a ser fácil descubrirlo.
“–¡Señorita! –dije –. Es absolutamente necesario que nos abra
usted esa puerta.
"–Pero, ¿cómo? –respondió la voz sollozante de la desdichada...
Oírnos un cuerpo que se agitaba, que trataba evidentemente de librarse
de las ligaduras que la inmovilizaban...
“–No saldremos del paso sino por medio de la astucia. Es preciso
conseguir la llave de esa puerta...
–Yo sé dónde está –respondió Cristina, que parecía agorada por
el esfuerzo que acababa de hacer. Pero no consigo desatarme... ¡Qué
miserable!..
"Hubo un sollozo.
“–¿Dónde está la llave? –pregunté, ordenándole al señor de
Chagny que callara y me dejara hacer a mí, porque no teníamos que
perder un segundo.
“–En su cuarto, al lado del órgano, junto con otra llavecita de
bronce que también me ha prohibido que toque las dos están en un
saquito de cuero, al que llama la bolsa de la vida y de la muerte.. ¡Raúl!
¡Raúl!... ¡huya!... Todo aquí es misterioso y terrible... y Erik se va a
volver loco por completo... y ustedes están en el cuarto de los suplicios..
Váyanse por donde vinieron... Debe haber razones para que ese
cuarto se llame así.
“–¡Cristina! –dijo el joven –, saldremos juntos de aquí o aquí
moriremos juntos.
"–Sólo depende de nosotros el que salgamos sanos y salvos –dije
–, pero es preciso que conservemos nuestra sangre fría ¿Por qué la ha
atado a usted señorita? Usted no puede, sin embargo, escapar de aquí,
él lo sabe muy bien.
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"–¡Es que me quise matar! Esta noche el monstruo, después de
haberme transportado aquí desmayada, medio cloroformada, se ausentó.
Parece que fue –él me lo dijo –a casa de un banquero... Cuando
regresó une encontró con la cara ensangrentada. Intenté matarme...
Me golpeé la frente contra las paredes.
“–¡Cristina! –gritó Raúl, y se puso a sollozar.
"–Entonces me ató... ¡No tengo derecho a morir hasta mañana a
las once de la noche...
“Toda esta conversación a través de la pared fue mucho más entrecortada
y mucho más prudente que la forma en que la transcribo. A
menudo nos deteníamos en medio de una frase, porque nos parecía oír
un crujido, un rumor insólito... Cristina nos decía: ¡No, no es él! ¡Ha
salido, estoy segura de que ha salido! Reconocí el ruido que hace al
cerrarse la puerta del lago. Ha ido a ver qué desgraciado imprudente
ha hecho sonar al pasar la piedra del lago
–¡Señorita! –dije –ha sido el monstruo el que la ató... y él es
quien la desatará... Para eso sólo se precisa representar un poco de
comedia... No olvide usted que él la ama.
"–¡Ay de mí! –oímos decir. ¿Cómo haría para olvidarlo nunca?
“–Recuérdelo para sonreírle... suplíquele... dígale que esas ligaduras
le hacen daño.
“Pero Cristina Daaé nos dijo:
“–¡Silencio!.. Oigo ruido contra la pared del lago... Es él.. ¡Váyanse!..
¡Váyanse!... ¡Váyanse!..
“–¡No podríamos irnos aunque lo quisiéramos! –afirmé de modo
que impresionara a la joven. No podríamos salir de aquí... y estamos en
la cámara de los suplicios.
–"¡Silencio! –dijo con voz sorda Cristina. Los tres callamos.
"Unos pasos pesados se arrastraban lentamente detrás de la pared
y luego se detenían para volver de nuevo a hacer crujir el piso.
"Luego oyóse un suspiro formidable, seguido por un grito de horror
de Cristina, y oímos la voz de Erik.
“–Te pido une perdones si te muestro semejante cara. En qué
estado estoy, ¿verdad? La culpa la tiene el otro...
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281
"–¿Para qué llamó? ¿Acaso les pregunto yo a los que pasan qué
hora es? Ya no le preguntará más la hora a nadie. La culpa es de la
Sirena...
"Oyóse otro suspiro más profundo, más formidable, que salía de
lo más hondo del abismo de su alma.
"–¿Por qué has gritado, Cristina?
“–Porque estoy sufriendo, Eric.
–Creí que te habías asustado.
"–Erik, desata mis ligaduras. ¿Acaso aquí no quedo presa?
“–Querrías otra vez morir.
"–Tú me has dado el plazo, Erik hasta mañana a las once de la
noche.
Los pasos volvieron a hacer crujir el piso.
"–Al fin y al cabo, puesto que debernos morir juntos... y que tengo
tanta prisa como tú, sí, yo también, estoy harto de esta vida, ¿comprendes?
Espera... no te muevas... voy a desatarte... Basta con que
digas una palabra: ¡NO! y todo habrá concluido para todos... Tienes
razón... sí, tienes razón. ¿Para qué esperar hasta mañana a las once
de la noche? ¡Ah, sí, porque hubiera sido más bello... He tenido siempre
la manía del decoro... de lo grandioso... es infantil... No hay que
pensar más que en sí mismo... en la propia muerte... lo demás es superfluo...
¿Estás mirando qué mojado estoy? ¡Oh, querida, es que
cometí el error de salir!.. Hace un tiempo atroz... Además, une está
pareciendo que tengo alucinaciones... ¿Sabes, ese que estaba llamando
hace un momento a la puerta de la Sirena? (Va a ver el fondo del
lago si sigue llamando). Pues se parecía... Bien, date vuelta... ¿Estás
contenta? Ya estás desatada... ¡Dios mío, tus muñecas, Cristina! ¿Les
he hecho daño, di? Sólo por esto merecería la muerte... Y a propósito
de muerte, tengo que cantar la misa.
"Al oír aquellas palabras no dejaba de tener un presentimiento
atroz... Yo también había llamado una vez a la puerta del monstruo...
y, sin saberlo por cierto... había puesto en marcha alguna corriente de
alarma... Y recordé los dos brazos surgiendo de las aguas negras cowww.
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mo tinta... ¿Quién sería el infeliz que se extraviara por aquellas orillas?
"La idea de aquel desgraciado me impedía casi regocijarme de la
estratagema de Cristina, y, entretanto, el vizconde de Chagny murmuraba
a mi oído esta palabra mágica: ¡liberada!.. ¿Quién era? ¿Quién
sería el "otro", aquel por quien oíamos ahora la misa de los muertos?
"¡Ah, qué canto sublime y precioso! Toda la casa del lago se estremecía...
Todas las entrañas de la tierra temblaban... Habíamos
puesto el oído contra la pared para oír mejor a Cristina Daaé, que se
ocupaba en libertarnos, pero sólo oíamos la misa de difuntos. Aquello
era más bien una misa de condenados... Formaba en el seno de la
tierra una ronda de demonios.
“Recuerdo que el “Dies irae" que cantó nos envolvió como una
tormenta. Sí, el rayo y el relámpago estaban alrededor nuestro. Sin
duda, yo le había oído anteriormente. Llegaba hasta a hacer cantar a
las bocas de piedra de mis toros androcéfalos, sobre los muros del
palacio de Mazenderan... Pero cantar así, ¡nunca! ¡jamás! Cantaba
como el dios del trueno.
"De pronto el órgano y la voz se detuvieron tan bruscamente, que
el señor de Chagny y yo retrocedimos, tanto nos impresionó aquello. Y
la voz, súbitamente cambiada, transformada, chilló, distintamente,
estas sílabas metálicas:
"–¿Qué has hecho de mi bolso?
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CAPITULO XXV
LOS SUPLICIOS COMIENZAN
(Continuación del relato del persa)
“–La voz repitió con furor
–¿Qué has hecho de mi bolso?
Cristina Daaé debía temblar tanto como nosotros.
“–¡Era para quitarme mi bolso que querías que te desatara, di?..
“Se oyeron pasos precipitadas, la carrera de Cristina que volvía
al cuarto Luis Felipe, como para buscar un abrigo delante de nuestra
pared.
“–¿Por qué me huyes? –decía la voz fumosa que la seguía. ¡Devuélveme
enseguida la bolsa! ¿No sabes que es la bolsa de la vida y de
la muere?
–Escúchame, Erik –suspiró la voz de la joven –, puesto que es cosa
resuelta que en adelante viviremos juntos... ¿qué le importa a usted?..
¡Todo lo suyo me pertenece!...
Aquello iba dicho con una voz tan temblorosa, que despertaba
lástima. La desgraciada debía estar empleando toda la energía que le
quedaba en dominar su terror... Pero no era con tan infantiles argumentos,
que era posible aplacar al monstruo.
“–Sabes muy bien, que en esa bolsita no hay más que dos llaves...
¿qué quieres hacer con ellas? –preguntó.
“–Quisiera –dijo Cristina –visitar ese cuarto que no conozco, y
que usted siempre me ha ocultado... ¡Es una curiosidad de mujer! –
agregó con un tono que quiso ser juguetón y que sólo debió concurrir
a aumentar la desconfianza de Erik, tan falso debió parecerle.
"–¡No me gustan las mujeres curiosas! –replicó Erik, y tú debieras
desconfiar de esto si conoces la historia de Barba Azul... Vamos,
devuélveme mi bolso... ¡Devuélveme mi bolso.. ¿Quieres darme esa
llave, pequeña curiosa?
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"Y se echó a reír, mientras que Cristina exhalaba un grito de dolor...
“Erik acababa de quitarle la bolsita.
“Fue en ese momento que el vizconde, no perdiendo contenerse,
lanzo un grito de rabia y de impotencia, que difícilmente conseguí
sofocar en sus labios...
"–¡Oh! –exclamó el monstruo, ¿qué es eso? ¿No has oído, Cristina?
“–¡No! ¡no! –respondió la desdichada, ¡no he oído nada!
“–Me pareció oír un grito.
“–¡Un grito! ¿Se ha vuelto usted loco, Erik?... ¿Quién quiere usted
que grite en el fondo de ese pozo? Fui yo quien gritó, porque usted
me hacía daño... ¡Yo no he oído nada!
“–¿Con qué tono me dices eso! ¡Estás trémula! ¡Qué impresionada
te noto! ¡Mientes! ¡Han gritado! ¡Han gritado!.. ¡Hay alguien en
la cámara de los suplicios!.. ¡Ahora lo comprendo todo!..
"–¡No hay nadie, Erik!
–¡Ahora comprendo!
“–¿Nadie?
“–¡Tu novio... quizá!
“–¡Ay!, ¡yo no tengo novio, bien lo sabe usted!
Oyóse otra carcajada sardónica.
“–¡Fácil es averiguarlo!.. Mi pequeña Cristina, mi amor; no hay
necesidad de abrir la puerta, para ver lo que ocurre en la cámara de
los suplicios... ¿Quieres ver?.. ¿Quieres ver?.. Mira... si hay alguien...
si hay realmente alguien, vas a ver iluminarse allá arriba, cerca del
techo, la ventana invisible... Basta para ello correr esta cortina negra y
apagar toda luz... Bien, así... ¡Apaguemos!.. ¡No tengas miedo de estar
en la sombra al lado de tu esposo...
Entonces se oyó la voz desfallecida de Cristina:
“–¡Por Dios, no apague!.. ¡Tengo miedo! Me da miedo estar a
oscuras... Esa cámara no me interesa absolutamente... Es usted quien
siempre me asusta con esa cámara, como a una criatura... Tenía cuwww.
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riosidad de verla, es cierto. ¡Pero ahora ya no me interesa nada, absolutamente
nada!
"Y lo que yo temía sobre todo, comenzó "automáticamente"... De
pronto nos vimos inundados de luz. ¡Sí! Tras de nuestra pared hubo
como un incendio. El vizconde de Chagny, que no lo esperaba, se
sorprendió tanto que casi cayó al suelo. Y la voz colérica estalló otra
vez al lado...
"–¡No te decía que había alguien!.. ¿Ves ahora la ventana luminosa...
allá arriba? ¡El que está detrás de esa pared no la ve! Pero tú
vas a subir a la escalera doble. ¡Está ahí para eso!.. Me has preguntado
con frecuencia para qué servía... Pues bien, ahora ya lo sabes...
¡Sirve para mirar por el ventanillo de la cámara de los suplicios!..
¡Son entretenimientos para niños!.. Ve, querida, sube a mirar por el
ventanillo.
"Yo no sé si el vizconde oía ahora a mi lado la voz desfallecida
de la joven, tanto le preocupaba el espectáculo inaudito que acababa
de surgir ante su vista... En cuanto a mí, que había visto repetidamente
aquel espectáculo por el ventanillo de las Horas Rosadas de Manzenderam,
no me ocupaba sino de lo que se decía al lado, buscando en
ello una oportunidad para proceder
“–¡Sube, sube a mirar por la ventanilla! Después me dirás qué
facha tiene nuestro visitante.
"Oímos arrastrar la escalera que fue aplicada contra la pared...
"–¿Subes?... ¿No?... ¡Voy a subir yo... querida!
“–Bueno, pues voy a subir a ver... ¡Déjeme!
“–¡Oh! ¡querida...!, qué amable eres... Qué bien está que quieras
ahorrarme ese esfuerzo a mis años... Me dirás qué facha tiene, si es
ñato o aguileño... ¡Si las gentes supieran qué felicidad es tener una
nariz.... una nariz propia... no se les ocurriría venir a pasearse por la
cámara de los suplicios...
“En aquel instante oímos encima de nuestras cabezas una voz
que decía muy claramente estas palabras...
"–Amigo mío, no hay nadie.
"–¿Nadie...? ¿Estás segura de que no hay nadie?
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"–¿Nadie...? Absolutamente nadie.
“–Pues me alegro... ¿Qué tienes, Cristina? ¿Qué te pasa? ¿Te
sientes mal? Pero si no hay nadie... Vamos, baja... Bueno, responde...
puesto que no hay nadie... ¿Qué te pareció el paisaje?
"–¡Ah! muy hermoso.
“–Bueno, estás mejor, ¡muy bien! ¡Nada de emociones! ¿Y qué
diantre de casa, eh, en que se pueden ver semejantes paisajes?
"Sí, parece que una estuviera en el museo Grévin. ¿Pero dígame,
Erik, ahí dentro no hay suplicios? ¡Qué susto me ha dado usted!
"–¿Por qué, si no hay nadie?
"¿Fue usted el que hizo esa cámara, Erik? Decididamente, es
usted un gran artista, Erik.
"–¡Sí, un gran artista en mi género!
“–Pero dígame, Erik ¿por qué ha llamado usted a esa pieza la
cámara de los suplicios?...
"–¡Oh! es muy sencillo. Ante todo ¿qué vio usted?
–Vi un bosque.
"–¿Y qué hay en ese bosque?
"–Árboles...
“–¿Y qué hay en un árbol?
“–Pájaros.
"–¿Has visto pájaros?
“–No, no he visto pájaros.
“–Entonces, ¿qué viste? ¡busca!.. ¡Has visto ramas! ¿Y qué hay
en una rama? –dijo la voz terrible. ¡Hay una horca! ¡Por eso le llamo
a mi bosque la cámara de los suplicios.. ¡Ya ves, no es más que una
manera de decir! ¡Todo eso es broma!.. ¡Yo no me expreso nunca
como los demás.. ¡No hago nada como los demás!.. ¡Pero estoy muy
fatigado... muy cansado!.. Ya estoy harto, créeme, de tener un bosque
en casa, y una cámara de los suplicios... ¡Y de estar alojado como un
impostor en el fondo de una caja de doble fondo!.. ¡Estoy harto...
harto! ¡Quiero tener una casa tranquila, con puertas y ventanas comunes
y una mujer honesta adentro! ¡Tu debieras comprender esto,
Cristina, y no imponerme que te lo repita a cada rato!... Una mujer a
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la que yo querría, a la que llevaría a pasear el domingo, y a la que
haría reír toda la semana. ¡Ah; no te aburrirías conmigo! Sé muchas
cosas ingeniosas, sin contar las pruebas de naipes. ¿Oyes? ¿Quieres
que te llaga una prueba de naipes? Eso nos haría pasar un rato, esperando
que lleguen las once de mañana por la noche! ¡Mi Cristina! ¡Mi
pequeña Cristina! ¿Me escuchas.. ¿Ya no me escuchas, di?.. ¿Me
quieres?... No, no me quieres. ¡Pero no importa! ¡Me querrás! Antes
no podías mirar mi máscara porque sabías lo que había debajo... Y
ahora la miras y te olvidas de lo que hay debajo y ya no me rechazas...
¡Uno se habitúa a todo cuando quiere bien... cuando pone buena voluntad!..
¡Cuántos jóvenes que no se aman antes del matrimonio se
han adorado después! ¡Oh, ya no sé lo que digo... ¡Pero te divertirías
mucho conmigo! No hay otro como yo –te lo juro ante el buen Dios
que nos casará, si eres razonable–, no hay otro como yo para hacer el
ventrílocuo! ¡Yo soy el primer ventrílocuo del mundo!.. ¡Te vas!.. ¿No
quieres creerme?.. Escucha...
“El miserable, que era en efecto el primer ventrílocuo del mundo,
estaba aturdiendo a Cristina, yo me daba clara cuenta de eso, para
apartar su atención de la cámara de los suplicios... ¡Cálculo estúpido!
¡Cristina sólo pensaba en nosotros!... Varias veces la oí repetir con el
acento más dulce que pudo encontrar y con el tono de la más ardiente
súplica
"–¡Apague el ventanillo, Erik, apague el ventanillo!
“Porque Cristina se imaginaba que aquella luz que apareciera
de golpe en la pequeña ventana, y de la que el monstruo había hablado
de manera tan amenazadora, tenía su terrible razón de ser... Una sola
cosa la tranquilizaba momentáneamente, y era que nos había visto a
los dos, detrás de la pared, en el centro de la magnífica iluminación;
de pie y sin daño alguno. Pero hubiera estado más tranquila, sin duda,
si la luz se hubiese apagado.
“El otro había comenzado ya a hablar como ventrílocuo. Decía:
“–¡Mira! Estoy levantando un poco mi máscara. ¡Oh! ¡Un poco
solamente!.. ¿Ves mis labios? ¿Acaso tengo labios? No se mueven...
Mi boca está cerrada... esto que parece una boca... ¡Y, sin embargo,
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oyes mi voz! hablo con el vientre... es lo más natural.. ¡Le dicen a esto
ser ventrílocuo... Es algo muy conocido: ¿oyes mi voz? ¿dónde quieres
que la ponga? ¿En tu oído derecho? ¿En tu oído izquierdo? ¿En la
mesa? ¿En los cofrecillos de ébano de la chimenea? ¿Quieres oírla
más lejana? ¿Quieres oírla más próxima? ¿La prefieres agria, estridente,
gangosa?... Mi voz se pasea por todas partes... ¡Por todas partes!..
Escúchala, querida, en el cofrecillo de la derecha de la chimenea
y oye lo que dice: "¿Hay que dar vuelta al escorpión?"... Y ahora,
¡zas!, oye lo que dice en el cofrecillo de la izquierda: ¿Hay que dar
vuela a la langosta?" Y ahora, ¡zas! ya está en la bolsita de cuero...
¿Qué es lo que dice?: "¡Yo soy la bolsita de la vida o de la muerte!" Y
ahora ¡zas! ¡La pongo en la garganta de la Carlota, en el fondo de la
garganta de oro, de la garganta de cristal de la Carlota! ¿Qué es lo
que dice? Dice: "Es cierto, señor Gallo, soy la que canta: "J’écoute
cette voix solitaire... (un gallo) que chante dans mon... " (¡otro gallo!).
Y ahora está en la silla del palco del Fantasma... y dice: "¡La señora
Carlota canta esta noche como para hacer caer la araña!..”
Y ahora ¡zas! ¿Dónde está la voz de Erik? Escucha, querida
Cristina, escucha... ¡Está tras de la puerta del cuarto de los suplicios...
¡Escúchame... Y ¿qué es lo que digo?.. Escúchame: digo: "¡Ay de
aquellos que tienen la felicidad de poseer tina nariz, tina nariz bien
propia, y que vienen a metería en la cámara de los suplicios! ¡Ja! ¡Ja!
¡Ja!”
"¡Maldita voz del formidable ventrílocuo! ¡Estaba en todas partes,
en todas partes!.. Entraba por la pequeña ventana invisible... a
través de las paredes.. corría alrededor nuestro.. entre nosotros...
¡Erik estaba ahí!.. ¡Nos hablaba! Hicimos un ademán como para
echarnos encima de él, pero ya más rápida, huís impalpable que la voz
sonora de Eco, la voz de Erik había pasado de un salto al otro lado de
la pared.
Después no pudimos oír nada más, porque he aquí lo que pasó.
La voz de Cristina:
"–¡Erik! ¡Erik! Me fatiga usted con su voz.. ¡Cállese, Erik!.. ¿No
le parece que hace calor aquí?
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“–¡Oh, sí! –responde la voz de Erik. El calor se está volviendo
insoportable...
"Y otra vez la voz de Cristina embargada por la angustia
“–¿Qué significa esto?... ¡La pared está caliente... ¡La pared está
quemando!...
“–Te lo voy a explicar, querida. Es a causa del "bosque de al lado
"–¿Qué quiere usted decir... el bosque de al lado?
–¿No reparaste que era un bosque del Congo?
"Y la risa del monstruo se elevó tan terrible, que dejamos de distinguir
los clamores suplicantes de Cristina... El vizconde de Chagny
gritaba y golpeaba contra las paredes, como un loco... Me era imposible
contenerlo... Pero sólo se oía la risa del monstruo... y el propio
monstruo sólo debía oír su risa... Luego, un ruido rápido, de luchas, el
de un cuerpo que cae al suelo y lo arrastran, y el estrépito de un violento
portazo... Y luego nada, nada más alrededor nuestro, salvo el
silencio abrasador del mediodía... en el centro de un bosque africano...
"He dicho de aquel cuarto en que nos encontrábamos el señor
vizconde de Chagny y yo, que era regularmente hexagonal y cubierto
enteramente de espejos. Lo he visto después, especialmente en algunas
exposiciones, esa obra de cuartos dispuestos así y llamados "casas de
espejismo" o “palacios de las ilusiones”. Pero la invención corresponde
por entero a Erik, que construyó bajo mi vista la primera sala
de este género en los tiempos de las Horas Rosadas de Mazenderan.
Bastaba colocar en los ángulos algunos motivos decorativos, como,
por ejemplo, una columna, para ver instantáneamente un palacio de
mil columnas, pues gracias a la ilusión de los espejos, la sala real se
aumentaba con seis salas hexagonales, multiplicándose cada una de
éstas hasta el infinito.
“Antaño, para divertir a la pequeña sultana, había dispuesto de
esa manera una decoración, que denominaba "el templo innumerable";
pero la sultanita se aburrió muy pronto de tan infantil ilusión y
entonces Erik transformó su invento en cámara de los suplicios. En
lugar del motivo arquitectónico colocado en los ángulos, puso en priwww.
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mer plano un árbol de hierro. ¿Por qué aquel árbol que imitaba perfectamente
la vicia, con sus hojas pantallas, era de hierro? Porque
debía ser bastante sólido como para resistir todos los ataques del
“paciente”, que era encerrado en la cámara de los suplicios. Veremos
cómo, por dos veces, la decoración así obtenida se transformaba instantáneamente
en otras dos decoraciones sucesivas, gracias a la rotación
automática de los tambores disimulados en los ángulos y que
habían sido divididos en tres partes, uniéndose a los ángulos de los
espejos y soportando cada uno un motivo decorativo que apareciera
sucesivamente.
“Las paredes de aquella extraña sala no le daban ningún asidero
al paciente, puesto que, fuera del motivo decorativo de su solidez a
toda prueba, estaban solamente guarnecidas de espejos tan gruesos
que no tuvieran nada que temer del furor del infeliz arrojado allí, por
otra parte, con las manos y los pies desnudos.
"Ningún mueble. El techo era luminoso. Un ingenioso sistema de
calefacción eléctrica, que ha sido después imitado, permitía elevar la
temperatura de las paredes a voluntad, dándole así a la sala la atmósfera
que se deseaba.
"Me empeño en enumerar todos los detalles exactos de tina invención
muy natural, y que daba, merced a algunas ramas pintadas, la
ilusión sobrenatural de un bosque ecuatorial incendiado por el sol de
mediodía, para que nadie ponga en duda el equilibrio actual de mi
cerebro y para que nadie tenga el derecho de decir: "Este hombre se
ha vuelto loco" o "Este hombre nos está tomando por tontos"10. Si yo
hubiera contado las cosas simplemente así: "Habiendo bajado al fondo
de un sótano nos encontramos con un bosque ecuatorial incendiado
por el sol del mediodía ", hubiera obtenido un hermoso efecto de sorpresa
estúpida; pero yo no busco ningún efecto, siendo mi objeto al
escribir estas líneas el contar exactamente lo que nos sucedió al señor
10 Se explica que en la época en que escribía el persa tomara todas esas precauciones
contra la incredulidad. Hoy, que todo el mundo ha visto salas como la
descripta, esas precauciones serían superfluas.
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vizconde de Chagny y a mí en el curso de una aventura terrible que, en
cierto momento, ocupó la justicia de este país.
"Vuelvo a reanudar el relato donde lo suspendí
"Cuando el techo se iluminó y que alrededor nuestro el bosque se
llenó de luz, la estupefacción del vizconde fue enorme. La aparición
cíe aquel bosque impenetrable, cuyos troncos y ramas innumerables
nos envolvían hasta el infinito, lo sumió en tina consternación agobiante.
Se pasó las manos por la frente como para ahuyentar una visión
de ensueño, y sus ojos parpadearon, como parpadean al despertar
y cuesta trabajo reanudar el convencimiento sobre la realidad de las
cosas. Durante un momento se olvidó cíe escuchar.
"He dicho que la aparición del bosque no me sorprendió, de manera
que continué escuchando lo que seguía ocurriendo en la pieza
contigua. En fin, mi atención era atraída menos por el decorado, del
que mi pensamiento Podía prescindir, que por el propio espejo que la
producía. Aquel espejo estaba "roto " a trechos.
"Sí, tenía roturas, habían conseguido rajarlo a pesar de su solidez,
y esto me demostraba de la manera más evidente que la cámara
en que nos encontrábamos “ya había servido"
"Un desgraciado, cuyos pies y manos habían estado menos desnudos
que los pies y manos de los condenados de Mazenderan, había
caído sin duda en aquella "ilusión mortal”, y loco de rabia había golpeado
aquellos espejos que, a pesar de sus leves heridas, habían seguido
reflejando su agonía. Y la rama del árbol en que había
terminado su suplicio estaba dispuesta de tal modo, que antes de morir
había podido ver –supremo consuelo –agitarse en el espacio a mil
ahorcados como él ¡Sí, sí, José Buque había pasado por allí!
"¿Iríamos a morir como él?
“No lo pensaba, porque sabía que teníamos algunas horas por
delante, y que yo sería capaz de emplearlas más útilmente de lo que
había podido hacerlo José Buquet.
“¿No tenía acaso un conocimiento completo de las tretas de
Erik? Pues no podía darse ocasión más propicia para servirme de ello.
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"En primer lugar, no pensé absolutamente en regresar por el pasaje
que nos había conducido hasta aquella cámara maldita, y no me
ocupé de la probabilidad de volver a hacer funcionar la piedra interior
que cerraba aquel pasaje. La razón era obvia: ¡Me era imposible por
falta de medios! Habíamos saltado de demasiado alto en la cámara de
los suplicios.
"Y ningún mueble nos permitía ahora alcanzar al techo, ni la rama
del árbol de hierro, ni los hombros de uno de nosotros a modo de
escabel.
"No había más que una salida posible, la que se abrió sobre el
cuarto Luis Felipe, y en la que se encontraban Erik y Cristina Daaé.
Pero si aquella salida tenía el aspecto de una puerta común del lado
exterior, era completamente invisible por el lado de adentro...
“Había, pies, que intentar abrirla sin saber siquiera su ubicación
exacta, lo que no era una tarea vulgar. Sea como fuere, me daba ánimo
la certidumbre en que estaba de que había un medio de abrir
aquella pueda desde el interior de la cámara de los suplicios. Sí, yo
había visto entrar a Erik en su casa por el camino de aquella pieza.
"Cuando estuve bien cierto de que ya no quedaba esperanza ninguna
para nosotros por el lado de Cristina Daaé, cuando hube oído al
monstruo llevar, o más bien arrastrar a la desgraciada joven fuera del
cuarto Luis Felipe, para que no "estorbara nuestro suplicio”, resolví
ponerme enseguida a la obra, es decir, a buscar el secreto de la puerta.
“Pero, ante todo, tuve que calmar al señor de Chagny, que se paseaba
entre el bosque como un alucinado, exhalando clamores incoherentes.
“Los retazos de conversación que había sorprendido a pesar de
todo entre Cristina y el monstruo, no habían contribuido poco a ponerlo
fuera de sí; si a esto se agrega la impresión del bosque mágico y
el calor que comenzaba a hacer correr el sudor por nuestras sienes, no
será difícil darse cuenta de que el espíritu del señor de Chagny comenzara
a extraviarse un tanto.
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“A pesar de todas mis recomendaciones, mi compañero procedía
sin la menor prudencia.
“Iba y venía sin razón precipitándose hacia un espacio inexistente,
creyendo entrar en un sendero que lo llevaría hasta el horizonte,
y dándose de narices a los pocos pasos en el propio reflejo de su ilusión
de bosque.
"Y al hacer estas cosas gritaba: ¡Cristina! ¡Cristina! Y agitaba la
pistola y llamaba con todas sus fuerzas al monstruo, desafiaba a
muerte al Ángel de la Música e injuriaba al bosque ilusorio. Era el
suplicio que producía su efecto en su espíritu no prevenido.
"Traté de tranquilizar al pobre vizconde, razonando lo más serenamente
que pude, haciéndole palpar los espejos y el árbol de hierro,
las ramas colocadas sobre los tambores, y explicándole, según las
leyes de la óptica, todo el sofisticado dispositivo luminoso que nos
rodeaba, y del que no podíamos ser víctimas como tinos ignorantes
vulgares.
"–Estamos encerrados en una pieza, en una pequeña pieza esto es
lo que debe usted repetirse... Y saldremos de esta pieza sólo cuando
hayamos encontrado la puerta. ¡Busquémosla, pues, con afán!
"Y le prometí que si me dejaba proceder sin aturdirme con sus
gritos y con sus paseos de loco, antes de una hora descubriría el secreto
de la puerta.
"Entonces se acostó en el suelo como se hace en los bosques y
declaró que esperaría que yo encontrara la puerta del bosque, puesto
que no podía hacer cosa mejor. Y creyó deber agregar que en el sitio
en que se hallaba la vista era espléndida. (El suplicio, a pesar de todas
mis explicaciones, hacía su efecto)
"En cuanto a mí, olvidando el bosque, la emprendí con uno de los
espejos, y me puse a tantear en todos sentidos, briscando el punto
débil en que había de apoyar para hacer girar la puerta, según el
sistema de las puertas y trampas giratorias de Eric. Unas veces ese
punto débil podía ser una simple mancha en el espejo, grande como
una lenteja, y bajo la cual se encontraba el resorte que había que
hacer funcionar. ¡Busqué! ¡Busqué! Tantée hasta donde podían alcanzar
mis manos. Erik era más o menos de la misma estatura que yo, y
pensaba que no habría colocado el resorte a mayor altura que su talla
–no era solamente una hipótesis, sino mi última esperanza –Yo había
decidido recorrer así, minuciosamente y sin desmayar, los seis costados
de espejos y examinar muy atentamente el piso.
"Al mismo tiempo que examinaba los tableros con gran prolijidad,
trataba de no perder un minuto, porque el calor iba creciendo
cada vez más y nos estábamos asando literalmente en aquel bosque
incendiado.
“Estaba trabajando así hacía inedia hora y ya había recomido
tres costados, cuando nuestra mala suerte quiso que me volviese al oír
una sorda exclamación lanzada por el vizconde.
“–¡Me ahogo! –decía. Todos estos espejos multiplican el calor de
un modo infernal... ¿Acabaremos por encontrar ese resorte?.. ¡Si tarda
usted un poco nos vamos a asar aquí!
“No me disgustó oírle hablar así.
“No había dicho una palabra del bosque y esperé que la razón de
mi compañero podría todavía luchar largo rato con el suplicio. Pero
enseguida agregó:
“–Lo que me consuela es que el monstruo le ha dado de plazo a
Cristina hasta mañana a las once de la noche; si no podemos salir de
aquí para socorrerla, por lo menos habremos muerto antes de que ella
y la misa de Erik puedan servir para todos.
"Y aspiró una bocanada de aire caliente que casi lo hizo desmayar...
Como yo no tenía las mismas razones desesperadas del vizconde
de Chagny para aceptar la muerte, me volví, después de dirigirle algunas
palabras de aliento, hacia el espejo; pero había cometido el error
de dar, al hablar; algunos pasos, de modo que en la maraña inaudita
del bosque ilusorio, no pude volver a dar con mi tablero. Tenía que
volver a recomenzar la tarea al azar.. No pude ocultar mi desagrado y
el vizconde comprendió que había que comenzar de nuevo. Esto lo
desesperó más todavía.
“–¡Jamás saldremos de este bosque! –gimió.
"Y su desesperación, al crecer, le hada olvidar cada vez más que
allí sólo había espejos y que tenía que habérselas con un bosque verdadero.'"
Yo me había puesto de nuevo a buscar... a tantear... La fiebre
me iba a su vez dominando... porque no encontraba nada, absolutamente
nada... En el cuarto de al lado siempre reinaba el mismo silencio.
Estábamos bien perdidos en el bosque... sin salida... sin brújula...
sin guía... sin nada. ¡Oh! Yo sabía lo que nos esperaba si nadie venía
en nuestro auxilio... o si yo no encontraba el resorte... Pero por más
que buscaba el resorte, sólo encontraba ramas.. Admirables ramas que
se erguían rectas delante de mí o se arqueaban graciosamente encima
de mi cabeza... Pero no daban sombra... Era esto bastante natural,
puesto que estábamos en un bosque ecuatorial, con el sol exactamente
encima de nuestras cabezas... Un bosque del Congo...
"Varias veces el señor de Chagny y yo nos habíamos quitado y
vuelto a poner el frac, encontrando tinas veces que nos daba más calor
y otras, por el contrario, que nos preservaba del calor.
"Yo resistía todavía moralmente; pero el señor de Chagny me pareció
que estaba completamente perdido. Pretendía que hacía tres días
y eres noches que caminaba sin cesar por aquel bosque, en busca de
Cristina Daré. De cuando en citando creía vela tras de fin bosque, de
un árbol o deslizándose a través de las ramas, y la llamaba con frases
suplicantes que me llenaban de lágrimas los ojos.
“–¡Cristina, Cristina! –decía ¿Por qué une huyes? ¿Ya no une
quieres? ¿No somos novios? ¡Cristina, espérame! ¡Ya ves que no puedo
más... ¡Cristina, ten piedad!... ¡Voy a morir en el bosque... lejos de
ti!..
“–¡Oh, tengo sed! –se quejaba con acento delirante.
"Yo también tenía sed... La garganta me ardía...
"Y entretanto, de cuclillas ahora en el piso, seguía buscando,
buscando... el resorte de la puerta invisible... tanto más cuanto que la
permanencia en el bosque se iba volviendo peligrosa al acercarse la
noche... Ya comenzaban a rodearnos las sombras de la noche... Habían
llegado rápidamente, como cae la noche en los bosques ecuatoriales...
de golpe, casi sin pasar por el crepúsculo...
“Ahora bien, la noche en los bosques ecuatoriales es siempre peligrosa,
sobre todo no teniendo, corno nosotros, con qué hacer fuego
para ahuyentar a los animales feroces. Dejando a un lado, por un
instante, la búsqueda del resorte, traté de romper algunas ramas para
hacer un juego con mi linterna sorda, pero yo también choqué con los
malditos cristales, y eso une volvió a tiempo a la realidad.
"El calor no se había ido con la luz.. Al contrario... Ahora hacía
más calor a la luz azulada de la luna. Le recomendé al vizconde que
tuviera las armas prontas a hacer fuego y de apartarse del sitio de
nuestro campamento, mientras que yo seguía buscando el resorte.
“De pronto, el rugido del león se dejó oír a algunos pasos. Quedamos
con los oídos zumbando.
“–¡Oh! –dijo el vizconde en voz baja. ¡No anda lejos!.. ¿No lo ve
usted? Allá, entre los árboles, en aquella maleza... Si vuelve a rugir
otra vez hago fuego.
"Y el rugido recomenzó más formidable. Y el vizconde disparó el
arma, pero no creo que hiriera al león, sólo rompió el espejo, lo comprobé
al día siguiente al amanecer. Durante la noche debimos andar
un buen trecho, porque nos encontramos de pronto en la orilla del
desierto, de un inmenso desierto de piedras y de rocas. No valía mi
pena, en verdad, salir del bosque para caer en el desierto. Harto de
luchar, me extendí al lado del vizconde, con el cuerpo fatigado de
buscar resortes que no podía encontrar.
"Me tenía sorprendido –y se lo dije al vizconde –de que no hubiéramos
tenido otros malos encuentros durante la noche. Generalmente,
después del león, aparecía el leopardo, y después se oía a veces el
zumbido de la mosca tsé-tsé. Eran imitaciones muy fáciles de conseguir,
y le expliqué al señor de Chagny, mientras descansábamos antes
de la travesía del desierto, que Erik conseguía el urgido del león con
un largo tamboril terminado por una piel de asno en una de las extremidades.
Sobre esa piel está tendida urna cuerda de tripa atada por el
centro a otra cuerda del mismo género, que atraviesa el tambor en
toda su altura.
"Erik no tenía más que frotar esta cuerda con un guante empolvado
con resina, y según la manera de Botar, conseguirá imitar de una
manera sorprendente el bramido del león, del leopardo, el zumbido de
la mosca tsé-tsé.
“La creencia de que Erik podía estar en la pieza contigua con sus
tacos, me sugirió de pronto la idea de entrar a parlamentar con él,
porque evidentemente había que renunciar a la idea de sorprenderle. Y
ahora debía saber a qué atenerse respecto de los habitantes de la
cámara de los suplicios. Yo llamé: ¡Erik! ¡Erik! Grité lo más fuerte
que pude a través del desierto, pero nada respondió a mi voz.. Por
todas partes, alrededor nuestro, sólo había silencio y la inmensidad
desnuda de aquel desierto pétreo...
"¿Qué iba a ser de nosotros en medio de aquella horrible soledad?
“Literalmente comenzábamos a morir de calor; de hambre y de
sed... De sed sobre todo. Por último vi al señor de Chagny erguirse y
designarme con la mano un punto del horizonte ¡Acababa de descubrir
un oasis!
"Sí, allá lejos, muy lejos, el desierto era reemplazado por el oasis...
un oasis con agua... agua límpida como un espejo... ¡agua que
reflejaba el árbol de hierro!.. ¡Oh, sí, era el cuadro del espejismo!.. Lo
reconocí enseguida... el más temible... Nadie lo había podido resistir...
Nadie... Me esforcé por dominar toda mi razón... y no ponerme a esperar
el agua, porque sabía que si me ponía a esperar el agua que reflejaba
el árbol de hierro, y después de esperar el agua me daba de
cabeza contra el espejo, no me quedaría más que una cosa por hacer:
¡ahorcarme en el árbol de hierro!
“Por eso le grité al señor de Chagny. "¡Es un espejismo!.. ¡Es un
espejismo!.. No crea en el agria, es otro suplicio basado en el reflejo...
"Entonces, sin más me mandó a pasear; como se dice generalmente,
con mis cuentos del espejo, mis resortes, mis puertas giratorias y mi
palacio de espejismos... Afirmó colérico que yo estaba loco o ciego
para imaginar que toda el agua que corría allá a lo lejos, no era verdadera
agua.. ¡Y el desierto era real! ¡Y el bosque también! No era
posible que le hiciera tragar a él todas aquellas patrañas. Había viajado
bastante.. en lodos los países... Y empezó a arrastrarse, implorando:
"¡Agua, agua!..
"Y tenía la boca abierta, como si bebiera... Y yo también tenía la
boca abierta como si bebiera...
"Porque no sólo veíamos el agua, sino que la oíamos... La oíamos
correr... ¡chapotear!.. ¿Comprenden esta palabra: chapotear?.. ¡Es
una palabra que se oye con la lengua!.. ¡La lengua se sale de la boca
para oírla mejor!...
"En fin, suplicio más intolerable aún: oíamos llover y no llovía.
Aquella era la invención más demoníaca... ¡Oh! Yo sabía cómo obtenía
Erik aquel efecto. Colocaba piedrecitas en una caja muy estrecha y
larga, cortada a trechos por tabiques de madera y metal.
“Las piedrecitas, al caer, tropezaban en esos tabiques y salaban
del uno al otro, lo que producía sonidos que recordaban exactamente
el repiqueteo de una lluvia de tormenta.. Así es que había que vernos a
Chagny y a mí, arrastrándonos, hacia la ribera... nuestros ojos y
nuestros oídos se llenaban de agua, pero nuestra lengua seguía seca
como yesca...
“Al llegar al espejo el señor de Chagny lo lamió... y yo también
lamí el espejo... ¡Estaba ardiendo!
"Entonces nos retorcimos en el suelo con un estertor desesperado.
El señor de Chagny se acercó a la sien la última pistola que había
quedado cargada y yo miré a mis pies el lazo de Pendjab.
"Yo bien sabía por qué en aquel nuevo decorado había reaparecido
el árbol de hierro. ¡El árbol de hierro me estaba esperando!
“Pero mientras miraba el lazo del Pendjab, vi una cosa que me
hizo estremecer con tal violencia, que el señor de Chagny contuvo su
movimiento suicida. Ya estaba murmurando: "Adiós, Cristina”.
“Le tomé el brazo, y le quité la pistola... después me arrastré de
rodillas hasta lo que había visto.
“Acababa de descubrir junto al lazo del Pendjab, en una pintura
del piso, un clavo de cabeza negra, cuyo uso no ignoraba.
"Por fin había encontrado el resorte... el resorte que iba a hacer
girar la puerta... que iba a devolvernos la libertad... que iba a librarnos
de Erik.. Tanteé el clavo... lo oprimí... Miré al señor de Chagny
con una cara radiante... El clavo de cabeza negra cedía bajo mi presión...
Y entonces no se abrió una puerta en el muro, pero se corrió
una trampa en el suelo.
"Enseguida nos llegó el aire fresco por aquel pozo negro. Nos inclinamos
sobre aquel cuadro de sombra como sobre una fuente límpida.
Con la cara metida en la sombra fresca la bebíamos. Y cada vez
nos inclinábamos más encima de la trampa. ¿Qué podría haber en
aquel agujero? En aquel sótano que acababa de descubrir misteriosamente
su puerta, en aquel recinto... ¡Quizá hubiera agua! Agua para
beber...
"Extendí un brazo en las tinieblas y encontré una piedra, luego
otra... Una escalera negra que bajaba al sótano.
"El vizconde estaba ya listo para arrojarse al agujero.
“Allá abajo, aún cuando no encontráramos agua, nos escaparíamos
a la opresión radiante de aquellos malditos espejos...
“Pero detuve al vizconde, porque temía una mala pasada del
monstruo, y, una vez encendida mi linterna sorda fui el primero en
bajar.
"La escalera se internaba en las tinieblas más profundas girando
sobre sí misma. ¡Ah, qué adorable frescura la de la escalera y las
tinieblas!...
“Aquella frescura debía proceder menos del sistema de ventilación
establecido necesariamente por Erik, que de la frescura misina de
la tierra, que debía estar toda saturada de agua en el nivel en que nos
encontrábamos...
"¡Y, además, el lago no debía estar lejos!...
"Pronto, nos encontramos al final de la escalera... Nuestros ojos
comenzaban a acostumbrarse a la sombra, a distinguir alrededor
nuestras formas... formas redondas... hacia las cuales dirigí el pequeño
sol luminoso de mi linterna...
"Eran toneles...
"¡Estábamos en la bodega de Erik!
"El señor de Chagny acariciaba las firmas redondas y repetía incansablemente
"¡Toneles, toneles! ¡Cuántos toneles!
“En efecto, había cierta cantidad alineados muy simétricamente
en dos filas, entre las que nos encontrábamos...
"Eran pequeños toneles, y me imaginé que Erik los había elegido
de aquel tamaño para poderlos transportar con mayor facilidad a la
casa del lago.
“Los examinábamos uno tras otro, buscando a ver si alguno tenía
una espita, indicándonos, por lo tanto, que se le quitaba líquido de
cuando en cuando.
"Pero todos los toneles estaban muy herméticamente cerrados.
"Entonces, después de haber sopesado uno para comprobar que
estaba lleno, nos pusimos de rodillas y con la hoja de un cortaplumas
que siempre llevo conmigo traté de hacer saltar el tapón.
"En aquel momento nos pareció oír, como si llegara de muy lejos,
una especie de canto monótono, cuyo ritmo conocía por haberlo oído
muchas veces en las calles de París.
“–¡Toneles!.. ¡Toneles! ¿Hay toneles para vender?
“–Mi mano quedó un instante inmovilizada. El señor de Chagny
también había oído. Me dijo:
“–Es curioso... ¡Parece que fuera el tonel el que cantara!...
"El canto se repitió más lejano... "¡Toneles!... ¡Toneles!... ¿Hay
toneles para vender?
"–Sí, sí, se lo juro –me dijo el vizconde ¡El canto se aloja dentro
del tonel!..
"Nos pusimos de pie y fuimos a mirar tras el tonel...
“–Es adentro –decía el señor de Chagny. ¡Le aseguro que es
adentro!..
"Pero no oímos nada más y tuvimos que limitarnos a acusar el
mal estado, la perturbación real de nuestros sentidos.
"Volvimos al tapón. El señor de Chagny lo tomó a dos manos y
con un esfuerzo supremo lo hizo saltar
“–¿Qué es eso? –exclamó enseguida el vizconde. ¡esto no es vino!
“El vizconde había acercado sus dos manos llenas de algo a mi
linterna... Me incliné hacia las manos del vizconde... y enseguida
arrojé lejos de nosotros y tan violentamente mi linterna que se apagó e
hizo pedazos.
“Lo que yo acababa de ver en las manos del señor de Chagny..
¡era pólvora!
_
pensaba que no habría colocado el resorte a mayor altura que su talla
–no era solamente una hipótesis, sino mi última esperanza –Yo había
decidido recorrer así, minuciosamente y sin desmayar, los seis costados
de espejos y examinar muy atentamente el piso.
"Al mismo tiempo que examinaba los tableros con gran prolijidad,
trataba de no perder un minuto, porque el calor iba creciendo
cada vez más y nos estábamos asando literalmente en aquel bosque
incendiado.
“Estaba trabajando así hacía inedia hora y ya había recomido
tres costados, cuando nuestra mala suerte quiso que me volviese al oír
una sorda exclamación lanzada por el vizconde.
“–¡Me ahogo! –decía. Todos estos espejos multiplican el calor de
un modo infernal... ¿Acabaremos por encontrar ese resorte?.. ¡Si tarda
usted un poco nos vamos a asar aquí!
“No me disgustó oírle hablar así.
“No había dicho una palabra del bosque y esperé que la razón de
mi compañero podría todavía luchar largo rato con el suplicio. Pero
enseguida agregó:
“–Lo que me consuela es que el monstruo le ha dado de plazo a
Cristina hasta mañana a las once de la noche; si no podemos salir de
aquí para socorrerla, por lo menos habremos muerto antes de que ella
y la misa de Erik puedan servir para todos.
"Y aspiró una bocanada de aire caliente que casi lo hizo desmayar...
Como yo no tenía las mismas razones desesperadas del vizconde
de Chagny para aceptar la muerte, me volví, después de dirigirle algunas
palabras de aliento, hacia el espejo; pero había cometido el error
de dar, al hablar; algunos pasos, de modo que en la maraña inaudita
del bosque ilusorio, no pude volver a dar con mi tablero. Tenía que
volver a recomenzar la tarea al azar.. No pude ocultar mi desagrado y
el vizconde comprendió que había que comenzar de nuevo. Esto lo
desesperó más todavía.
“–¡Jamás saldremos de este bosque! –gimió.
"Y su desesperación, al crecer, le hada olvidar cada vez más que
allí sólo había espejos y que tenía que habérselas con un bosque verdadero.'"
Yo me había puesto de nuevo a buscar... a tantear... La fiebre
me iba a su vez dominando... porque no encontraba nada, absolutamente
nada... En el cuarto de al lado siempre reinaba el mismo silencio.
Estábamos bien perdidos en el bosque... sin salida... sin brújula...
sin guía... sin nada. ¡Oh! Yo sabía lo que nos esperaba si nadie venía
en nuestro auxilio... o si yo no encontraba el resorte... Pero por más
que buscaba el resorte, sólo encontraba ramas.. Admirables ramas que
se erguían rectas delante de mí o se arqueaban graciosamente encima
de mi cabeza... Pero no daban sombra... Era esto bastante natural,
puesto que estábamos en un bosque ecuatorial, con el sol exactamente
encima de nuestras cabezas... Un bosque del Congo...
"Varias veces el señor de Chagny y yo nos habíamos quitado y
vuelto a poner el frac, encontrando tinas veces que nos daba más calor
y otras, por el contrario, que nos preservaba del calor.
"Yo resistía todavía moralmente; pero el señor de Chagny me pareció
que estaba completamente perdido. Pretendía que hacía tres días
y eres noches que caminaba sin cesar por aquel bosque, en busca de
Cristina Daré. De cuando en citando creía vela tras de fin bosque, de
un árbol o deslizándose a través de las ramas, y la llamaba con frases
suplicantes que me llenaban de lágrimas los ojos.
“–¡Cristina, Cristina! –decía ¿Por qué une huyes? ¿Ya no une
quieres? ¿No somos novios? ¡Cristina, espérame! ¡Ya ves que no puedo
más... ¡Cristina, ten piedad!... ¡Voy a morir en el bosque... lejos de
ti!..
“–¡Oh, tengo sed! –se quejaba con acento delirante.
"Yo también tenía sed... La garganta me ardía...
"Y entretanto, de cuclillas ahora en el piso, seguía buscando,
buscando... el resorte de la puerta invisible... tanto más cuanto que la
permanencia en el bosque se iba volviendo peligrosa al acercarse la
noche... Ya comenzaban a rodearnos las sombras de la noche... Habían
llegado rápidamente, como cae la noche en los bosques ecuatoriales...
de golpe, casi sin pasar por el crepúsculo...
“Ahora bien, la noche en los bosques ecuatoriales es siempre peligrosa,
sobre todo no teniendo, corno nosotros, con qué hacer fuego
para ahuyentar a los animales feroces. Dejando a un lado, por un
instante, la búsqueda del resorte, traté de romper algunas ramas para
hacer un juego con mi linterna sorda, pero yo también choqué con los
malditos cristales, y eso une volvió a tiempo a la realidad.
"El calor no se había ido con la luz.. Al contrario... Ahora hacía
más calor a la luz azulada de la luna. Le recomendé al vizconde que
tuviera las armas prontas a hacer fuego y de apartarse del sitio de
nuestro campamento, mientras que yo seguía buscando el resorte.
“De pronto, el rugido del león se dejó oír a algunos pasos. Quedamos
con los oídos zumbando.
“–¡Oh! –dijo el vizconde en voz baja. ¡No anda lejos!.. ¿No lo ve
usted? Allá, entre los árboles, en aquella maleza... Si vuelve a rugir
otra vez hago fuego.
"Y el rugido recomenzó más formidable. Y el vizconde disparó el
arma, pero no creo que hiriera al león, sólo rompió el espejo, lo comprobé
al día siguiente al amanecer. Durante la noche debimos andar
un buen trecho, porque nos encontramos de pronto en la orilla del
desierto, de un inmenso desierto de piedras y de rocas. No valía mi
pena, en verdad, salir del bosque para caer en el desierto. Harto de
luchar, me extendí al lado del vizconde, con el cuerpo fatigado de
buscar resortes que no podía encontrar.
"Me tenía sorprendido –y se lo dije al vizconde –de que no hubiéramos
tenido otros malos encuentros durante la noche. Generalmente,
después del león, aparecía el leopardo, y después se oía a veces el
zumbido de la mosca tsé-tsé. Eran imitaciones muy fáciles de conseguir,
y le expliqué al señor de Chagny, mientras descansábamos antes
de la travesía del desierto, que Erik conseguía el urgido del león con
un largo tamboril terminado por una piel de asno en una de las extremidades.
Sobre esa piel está tendida urna cuerda de tripa atada por el
centro a otra cuerda del mismo género, que atraviesa el tambor en
toda su altura.
"Erik no tenía más que frotar esta cuerda con un guante empolvado
con resina, y según la manera de Botar, conseguirá imitar de una
manera sorprendente el bramido del león, del leopardo, el zumbido de
la mosca tsé-tsé.
“La creencia de que Erik podía estar en la pieza contigua con sus
tacos, me sugirió de pronto la idea de entrar a parlamentar con él,
porque evidentemente había que renunciar a la idea de sorprenderle. Y
ahora debía saber a qué atenerse respecto de los habitantes de la
cámara de los suplicios. Yo llamé: ¡Erik! ¡Erik! Grité lo más fuerte
que pude a través del desierto, pero nada respondió a mi voz.. Por
todas partes, alrededor nuestro, sólo había silencio y la inmensidad
desnuda de aquel desierto pétreo...
"¿Qué iba a ser de nosotros en medio de aquella horrible soledad?
“Literalmente comenzábamos a morir de calor; de hambre y de
sed... De sed sobre todo. Por último vi al señor de Chagny erguirse y
designarme con la mano un punto del horizonte ¡Acababa de descubrir
un oasis!
"Sí, allá lejos, muy lejos, el desierto era reemplazado por el oasis...
un oasis con agua... agua límpida como un espejo... ¡agua que
reflejaba el árbol de hierro!.. ¡Oh, sí, era el cuadro del espejismo!.. Lo
reconocí enseguida... el más temible... Nadie lo había podido resistir...
Nadie... Me esforcé por dominar toda mi razón... y no ponerme a esperar
el agua, porque sabía que si me ponía a esperar el agua que reflejaba
el árbol de hierro, y después de esperar el agua me daba de
cabeza contra el espejo, no me quedaría más que una cosa por hacer:
¡ahorcarme en el árbol de hierro!
“Por eso le grité al señor de Chagny. "¡Es un espejismo!.. ¡Es un
espejismo!.. No crea en el agria, es otro suplicio basado en el reflejo...
"Entonces, sin más me mandó a pasear; como se dice generalmente,
con mis cuentos del espejo, mis resortes, mis puertas giratorias y mi
palacio de espejismos... Afirmó colérico que yo estaba loco o ciego
para imaginar que toda el agua que corría allá a lo lejos, no era verdadera
agua.. ¡Y el desierto era real! ¡Y el bosque también! No era
posible que le hiciera tragar a él todas aquellas patrañas. Había viajado
bastante.. en lodos los países... Y empezó a arrastrarse, implorando:
"¡Agua, agua!..
"Y tenía la boca abierta, como si bebiera... Y yo también tenía la
boca abierta como si bebiera...
"Porque no sólo veíamos el agua, sino que la oíamos... La oíamos
correr... ¡chapotear!.. ¿Comprenden esta palabra: chapotear?.. ¡Es
una palabra que se oye con la lengua!.. ¡La lengua se sale de la boca
para oírla mejor!...
"En fin, suplicio más intolerable aún: oíamos llover y no llovía.
Aquella era la invención más demoníaca... ¡Oh! Yo sabía cómo obtenía
Erik aquel efecto. Colocaba piedrecitas en una caja muy estrecha y
larga, cortada a trechos por tabiques de madera y metal.
“Las piedrecitas, al caer, tropezaban en esos tabiques y salaban
del uno al otro, lo que producía sonidos que recordaban exactamente
el repiqueteo de una lluvia de tormenta.. Así es que había que vernos a
Chagny y a mí, arrastrándonos, hacia la ribera... nuestros ojos y
nuestros oídos se llenaban de agua, pero nuestra lengua seguía seca
como yesca...
“Al llegar al espejo el señor de Chagny lo lamió... y yo también
lamí el espejo... ¡Estaba ardiendo!
"Entonces nos retorcimos en el suelo con un estertor desesperado.
El señor de Chagny se acercó a la sien la última pistola que había
quedado cargada y yo miré a mis pies el lazo de Pendjab.
"Yo bien sabía por qué en aquel nuevo decorado había reaparecido
el árbol de hierro. ¡El árbol de hierro me estaba esperando!
“Pero mientras miraba el lazo del Pendjab, vi una cosa que me
hizo estremecer con tal violencia, que el señor de Chagny contuvo su
movimiento suicida. Ya estaba murmurando: "Adiós, Cristina”.
“Le tomé el brazo, y le quité la pistola... después me arrastré de
rodillas hasta lo que había visto.
“Acababa de descubrir junto al lazo del Pendjab, en una pintura
del piso, un clavo de cabeza negra, cuyo uso no ignoraba.
"Por fin había encontrado el resorte... el resorte que iba a hacer
girar la puerta... que iba a devolvernos la libertad... que iba a librarnos
de Erik.. Tanteé el clavo... lo oprimí... Miré al señor de Chagny
con una cara radiante... El clavo de cabeza negra cedía bajo mi presión...
Y entonces no se abrió una puerta en el muro, pero se corrió
una trampa en el suelo.
"Enseguida nos llegó el aire fresco por aquel pozo negro. Nos inclinamos
sobre aquel cuadro de sombra como sobre una fuente límpida.
Con la cara metida en la sombra fresca la bebíamos. Y cada vez
nos inclinábamos más encima de la trampa. ¿Qué podría haber en
aquel agujero? En aquel sótano que acababa de descubrir misteriosamente
su puerta, en aquel recinto... ¡Quizá hubiera agua! Agua para
beber...
"Extendí un brazo en las tinieblas y encontré una piedra, luego
otra... Una escalera negra que bajaba al sótano.
"El vizconde estaba ya listo para arrojarse al agujero.
“Allá abajo, aún cuando no encontráramos agua, nos escaparíamos
a la opresión radiante de aquellos malditos espejos...
“Pero detuve al vizconde, porque temía una mala pasada del
monstruo, y, una vez encendida mi linterna sorda fui el primero en
bajar.
"La escalera se internaba en las tinieblas más profundas girando
sobre sí misma. ¡Ah, qué adorable frescura la de la escalera y las
tinieblas!...
“Aquella frescura debía proceder menos del sistema de ventilación
establecido necesariamente por Erik, que de la frescura misina de
la tierra, que debía estar toda saturada de agua en el nivel en que nos
encontrábamos...
"¡Y, además, el lago no debía estar lejos!...
"Pronto, nos encontramos al final de la escalera... Nuestros ojos
comenzaban a acostumbrarse a la sombra, a distinguir alrededor
nuestras formas... formas redondas... hacia las cuales dirigí el pequeño
sol luminoso de mi linterna...
"Eran toneles...
"¡Estábamos en la bodega de Erik!
"El señor de Chagny acariciaba las firmas redondas y repetía incansablemente
"¡Toneles, toneles! ¡Cuántos toneles!
“En efecto, había cierta cantidad alineados muy simétricamente
en dos filas, entre las que nos encontrábamos...
"Eran pequeños toneles, y me imaginé que Erik los había elegido
de aquel tamaño para poderlos transportar con mayor facilidad a la
casa del lago.
“Los examinábamos uno tras otro, buscando a ver si alguno tenía
una espita, indicándonos, por lo tanto, que se le quitaba líquido de
cuando en cuando.
"Pero todos los toneles estaban muy herméticamente cerrados.
"Entonces, después de haber sopesado uno para comprobar que
estaba lleno, nos pusimos de rodillas y con la hoja de un cortaplumas
que siempre llevo conmigo traté de hacer saltar el tapón.
"En aquel momento nos pareció oír, como si llegara de muy lejos,
una especie de canto monótono, cuyo ritmo conocía por haberlo oído
muchas veces en las calles de París.
“–¡Toneles!.. ¡Toneles! ¿Hay toneles para vender?
“–Mi mano quedó un instante inmovilizada. El señor de Chagny
también había oído. Me dijo:
“–Es curioso... ¡Parece que fuera el tonel el que cantara!...
"El canto se repitió más lejano... "¡Toneles!... ¡Toneles!... ¿Hay
toneles para vender?
"–Sí, sí, se lo juro –me dijo el vizconde ¡El canto se aloja dentro
del tonel!..
"Nos pusimos de pie y fuimos a mirar tras el tonel...
“–Es adentro –decía el señor de Chagny. ¡Le aseguro que es
adentro!..
"Pero no oímos nada más y tuvimos que limitarnos a acusar el
mal estado, la perturbación real de nuestros sentidos.
"Volvimos al tapón. El señor de Chagny lo tomó a dos manos y
con un esfuerzo supremo lo hizo saltar
“–¿Qué es eso? –exclamó enseguida el vizconde. ¡esto no es vino!
“El vizconde había acercado sus dos manos llenas de algo a mi
linterna... Me incliné hacia las manos del vizconde... y enseguida
arrojé lejos de nosotros y tan violentamente mi linterna que se apagó e
hizo pedazos.
“Lo que yo acababa de ver en las manos del señor de Chagny..
¡era pólvora!
_
CAPITULO XXVI
¿HAY QUE DAR VUELTA AL ESCORPIÓN? ¿HAY QUE DAR
VUELTA A LA LANGOSTA?
(Fin del relato del persa)
“¡De manera que al descender al fondo de la bodega, había tocado
el fondo mismo de mi idea tenebrosa! ¡El miserable no me había
engañado con sus vagas amenazas dirigidas contra muchos de la especie
humana! Fuera de la humanidad, se había construido lejos de
los hombres una guarida de alimañas subterráneas, resuelto a hacer
saltar todo junto con él, en una espantosa catástrofe, si los de encima
de la tierra iban a acosarlo al antro en que había refugiado su espantosa
fealdad.
Tu descubrimiento que acabábamos de hacer nos causó una impresión
tan violenta que nos hizo olvidar todos los suplicios pasados,
todos los sufrimientos presentes...
"Nuestra excepcional situación, bien que un instante antes nos
hubiéramos encontrado al borde mismo del suicidio, no se habrá presentado
aún tan claramente espantosa. Ahora comprendíamos todo lo
que había querido decir y todo lo que le había dicho el monstruo a
Cristina Daaé, y todo lo que significaba la abominable frase: "Sí o
no". Si es no, todos pueden darse por muertos y enterrados... Sí, enterrados
bajo los escombros de la que habrá sido la Gran Opera de
París... ¿Podía imaginarse más horrible crimen para abandonar la
vida en una apoteosis de honor?..
“Preparada para garantizar la tranquilidad de su guarida, la
catástrofe iba a servir para vengar los amores del más horrible monstruo
que hubiese visto jamás la luz del día... "Mañana a las once de la
noche, último plazo". ¡Oh! ¡Había escogido bien la hora!.. ¡Habría
mucha gente en la fiesta!... Allá arriba... ¡en los altos deslumbradores
da la casa de música!.. ¿Qué mejor séquito podía ambicionar para
morir? Iba a bajar a la tumba con los más bellos escotes del mundo,
adornados con todas las alhajas... ¡Mañana, a las once de la noche!..
¡Y cómo podía Cristina Daaé responder otra cosa que no? ¿Acaso no
preferiría desposarse con la muerte antes que con aquel cadáver viviente?
¿Acaso no ignoraba que de su negativa dependía la suerte
desastrosa de muchos de la especie humana?.. ¿Mañana o las once de
la noche?..
"Y arrastrándonos en las tinieblas, huyendo de la pólvora, tratando
de encontrar los escalones de piedra... porque allá arriba sobre
nuestras cabezas... la trampa de acceso al cuarto de los suplicios se
había apagado a su vez, nos repetíamos: ¡Mañana, a las once de la
noche!
"Por último encontré la escalera; pero de pronto me paré rígido
de espanto en el primer escalón, porque una idea terrible acababa de
brotar de mi cerebro.
"–¿Qué hora es?
"–¡Oh! ¿Qué hora es? ¿Qué hora? Porque en fin, mañana a las
once de la noche es quizás enseguida, ¡es quizás ahora mismo! Me
pareció que estábamos encerrados en aquel infierno desde hacía días
y días... desde hacía años... desde el principio del mundo... Todo esto
va a saltar quizá dentro de un momento... ¡Oh, un ruido... un crujido!
¿Ha oído usted, señor? ¡Ahí, ahí, en ese rincón! ¡Santo Dios! ¡Un
ruido como el de un aparato de relojería!.. ¡otra vez!.. ¡Ah! ¡Están sin
luz! Es quizás el mecanismo que lo va a hacer saltar todo dentro de un
instante... Sí, un ruido como de un mecanismo, ¿no lo oye usted? ¿Está
usted sordo?
“El señor de Chagny y yo nos ponemos a gritar como locos... El
miedo nos acosa... Subimos la escalera llevándonos por delante los
peldaños... ¡La trampa quizás esté cerrada allá arriba!.. Quizá sea el
cierre de esa puerta lo que cause toda esta sombra... ¡Ah! ¡Salir de la
sombra!.. ¡Volver a hallar la claridad mortal de la cámara de los
espejos!..
“Llegamos al fin a la cima de la escalera... ¡No, la trampa no
está cerrada, pero ahora hay tanta sombra en la cámara de los espejos
como en la bodega de la cual salimos!... Salimos por completo de la
bodega... Nos arrastramos por el piso de los suplicios... el piso que nos
separa de aquel polvorín... ¿Qué hora es?... Gritamos... Llamamos...
El señor de Chagny grita con todas sus fuerzas que empiezan a renacer:
"¡Cristina! ¡Cristina!" ¡Y yo llamo a Erik!... ¡Le recuerdo que le
he salvado la vida!... ¡Pero nada nos responde!... Nada más que nuestra
propia desesperación... que nuestra propia locura... ¿Qué hora
es?.. "Mañana, a las once de la noche!"... Discutimos... Nos esforzamos
por medir el tiempo que hemos pasado encerrados allí... Pero no
somos capaces de razonar... ¡Si se pudiera ver siquiera la esfera de un
reloj con las agujas en marcha! Mi reloj se ha parado hace rato... pero
el del señor de Chagny camina... Me dice que le dio cuerda al vestirse
para venir a la Opera... Tratamos de deducir de este hecho alguna
conclusión que nos haga esperar que no hemos llegado aún al minuto
fatal...
“El menor ruido que nos llega por la trampa, que en vano he
tratado de volver a cerrar, nos oprime con la más atroz angustia...
¿Qué hora es? No nos queda un solo fósforo... Y, sin embargo, habría
que ver. Al señor de Chagny se le ocurre romper el vidrio del reloj y
tantear las dos agujas... Un silencio profundo, mientras tantea, interroga
los minuteros con la punta de los dedos... ¡El anillo del reloj le
sirve de punto de partida!.. Calcula por la separación de las agujas
que deben ser justamente las once...
"Pero las once que nos hacen estremecer han podido pasar ya,
¿no es cierto?.. Quizá sean las once y diez minutos... y tendríamos por
lo menos doce horas por delante.
"Y de pronto gritó
–¡Silencio!
“Me ha parecido oír pasos en la pieza contigua.
“¡No me he engañado! Oigo un ruido de puertas, seguido de pasos
precipitados. Golpean contra la pared. Es la voz de Cristina Daaé:
"–¡Raúl! ¡Raúl!
"¡Oh! Ahora gritamos todos a la vez de un lado y otro de la pared,
Cristina solloza; no sabía si encontraría al señor de Chagny con
vida... El monstruo ha estado terrible, según parece... No ha hecho
más que delirar esperando que ella se resolviera a pronunciar el "sí"
que le negaba... Y, sin embargo, ella le prometía aquel "sí" si la conducía
hasta la cámara de los suplicios... Pero él se había opuesto
obstinadamente, profiriendo amenazas atroces contra toda la especie
humana... En fin, después de horas y horas de aquel infierno, acababa
de salir hacía un instante... dejándola sola para que reflexionara por
última vez...
“Horas y horas... ¿Qué hora es? ¿Qué hora es, Cristina?
"¡Son las once..., las once menos cinco minutos!
“–¿Pero qué once son?
“–¡Las once que deben decidir de la vida o de la muerte!.. Acaba
de repetírmelo al marcharse –prosigue la voz angustiada de Cristina –
. ¡Esta espantoso!.. ¡Delira; se ha arrancado la máscara y sus ojos de
oro echan llamas!... ¡No hace más que reír... Me ha dicho riendo como
fin demonio ebrio: "¡Cinco minutos! ¡Te dejo sola a causa de tu pudor
notorio!... ¡No quiero que te sonrojes delante de mí cuando me digas
"sí" como las tímidas desposadas! ¡Qué diablos, también tengo maneras!"
¡esta, les digo, como un demonio ebrio!... "Toma –me dijo, metiendo
los dedos en la bolsita de la vida y de la muerte; tonta la
llavecita de bronce que abre los cofrecillos de ébano que están sobre
la chimenea Luis Felipe... En uno de esos cofrecillos encontrarás un
escorpión y en el otro una langosta, unos animalitos muy bien imitados
en bronce del Japón; son unos animalitos que dicen sí o no. Es decir,
que no tendrás más que hacer girar al escorpión sobre su eje y colocarlo
en la posición contraria a aquella en que lo encontrarás... Eso
significará para mi cuando vuelva a entrar en el cuarto Luis Felipe, en
el cuarto de los desposorios: ¡sí! La langosta, si es a ésta que haces
girar, significará: ¡no! ¡Cuando vuelva al cuarto Luis Felipe, al
cuarto de la muerte!.." Y reía como un demonio ebrio. Yo no hacía
otra cosa más que pedirle de rodillas la llave de la cámara de los
suplicios, prometiéndole ser su mujer para siempre si me concedía
eso... ¡Pero me dijo que jamás volvería a necesitarse esa llave y que la
iba a arrojar al fondo del lago!.. Y luego, riendo como un demonio
ebrio, me dejó, diciéndome que volvería dentro de cinco minutos, porque
¿HAY QUE DAR VUELTA AL ESCORPIÓN? ¿HAY QUE DAR
VUELTA A LA LANGOSTA?
(Fin del relato del persa)
“¡De manera que al descender al fondo de la bodega, había tocado
el fondo mismo de mi idea tenebrosa! ¡El miserable no me había
engañado con sus vagas amenazas dirigidas contra muchos de la especie
humana! Fuera de la humanidad, se había construido lejos de
los hombres una guarida de alimañas subterráneas, resuelto a hacer
saltar todo junto con él, en una espantosa catástrofe, si los de encima
de la tierra iban a acosarlo al antro en que había refugiado su espantosa
fealdad.
Tu descubrimiento que acabábamos de hacer nos causó una impresión
tan violenta que nos hizo olvidar todos los suplicios pasados,
todos los sufrimientos presentes...
"Nuestra excepcional situación, bien que un instante antes nos
hubiéramos encontrado al borde mismo del suicidio, no se habrá presentado
aún tan claramente espantosa. Ahora comprendíamos todo lo
que había querido decir y todo lo que le había dicho el monstruo a
Cristina Daaé, y todo lo que significaba la abominable frase: "Sí o
no". Si es no, todos pueden darse por muertos y enterrados... Sí, enterrados
bajo los escombros de la que habrá sido la Gran Opera de
París... ¿Podía imaginarse más horrible crimen para abandonar la
vida en una apoteosis de honor?..
“Preparada para garantizar la tranquilidad de su guarida, la
catástrofe iba a servir para vengar los amores del más horrible monstruo
que hubiese visto jamás la luz del día... "Mañana a las once de la
noche, último plazo". ¡Oh! ¡Había escogido bien la hora!.. ¡Habría
mucha gente en la fiesta!... Allá arriba... ¡en los altos deslumbradores
da la casa de música!.. ¿Qué mejor séquito podía ambicionar para
morir? Iba a bajar a la tumba con los más bellos escotes del mundo,
adornados con todas las alhajas... ¡Mañana, a las once de la noche!..
¡Y cómo podía Cristina Daaé responder otra cosa que no? ¿Acaso no
preferiría desposarse con la muerte antes que con aquel cadáver viviente?
¿Acaso no ignoraba que de su negativa dependía la suerte
desastrosa de muchos de la especie humana?.. ¿Mañana o las once de
la noche?..
"Y arrastrándonos en las tinieblas, huyendo de la pólvora, tratando
de encontrar los escalones de piedra... porque allá arriba sobre
nuestras cabezas... la trampa de acceso al cuarto de los suplicios se
había apagado a su vez, nos repetíamos: ¡Mañana, a las once de la
noche!
"Por último encontré la escalera; pero de pronto me paré rígido
de espanto en el primer escalón, porque una idea terrible acababa de
brotar de mi cerebro.
"–¿Qué hora es?
"–¡Oh! ¿Qué hora es? ¿Qué hora? Porque en fin, mañana a las
once de la noche es quizás enseguida, ¡es quizás ahora mismo! Me
pareció que estábamos encerrados en aquel infierno desde hacía días
y días... desde hacía años... desde el principio del mundo... Todo esto
va a saltar quizá dentro de un momento... ¡Oh, un ruido... un crujido!
¿Ha oído usted, señor? ¡Ahí, ahí, en ese rincón! ¡Santo Dios! ¡Un
ruido como el de un aparato de relojería!.. ¡otra vez!.. ¡Ah! ¡Están sin
luz! Es quizás el mecanismo que lo va a hacer saltar todo dentro de un
instante... Sí, un ruido como de un mecanismo, ¿no lo oye usted? ¿Está
usted sordo?
“El señor de Chagny y yo nos ponemos a gritar como locos... El
miedo nos acosa... Subimos la escalera llevándonos por delante los
peldaños... ¡La trampa quizás esté cerrada allá arriba!.. Quizá sea el
cierre de esa puerta lo que cause toda esta sombra... ¡Ah! ¡Salir de la
sombra!.. ¡Volver a hallar la claridad mortal de la cámara de los
espejos!..
“Llegamos al fin a la cima de la escalera... ¡No, la trampa no
está cerrada, pero ahora hay tanta sombra en la cámara de los espejos
como en la bodega de la cual salimos!... Salimos por completo de la
bodega... Nos arrastramos por el piso de los suplicios... el piso que nos
separa de aquel polvorín... ¿Qué hora es?... Gritamos... Llamamos...
El señor de Chagny grita con todas sus fuerzas que empiezan a renacer:
"¡Cristina! ¡Cristina!" ¡Y yo llamo a Erik!... ¡Le recuerdo que le
he salvado la vida!... ¡Pero nada nos responde!... Nada más que nuestra
propia desesperación... que nuestra propia locura... ¿Qué hora
es?.. "Mañana, a las once de la noche!"... Discutimos... Nos esforzamos
por medir el tiempo que hemos pasado encerrados allí... Pero no
somos capaces de razonar... ¡Si se pudiera ver siquiera la esfera de un
reloj con las agujas en marcha! Mi reloj se ha parado hace rato... pero
el del señor de Chagny camina... Me dice que le dio cuerda al vestirse
para venir a la Opera... Tratamos de deducir de este hecho alguna
conclusión que nos haga esperar que no hemos llegado aún al minuto
fatal...
“El menor ruido que nos llega por la trampa, que en vano he
tratado de volver a cerrar, nos oprime con la más atroz angustia...
¿Qué hora es? No nos queda un solo fósforo... Y, sin embargo, habría
que ver. Al señor de Chagny se le ocurre romper el vidrio del reloj y
tantear las dos agujas... Un silencio profundo, mientras tantea, interroga
los minuteros con la punta de los dedos... ¡El anillo del reloj le
sirve de punto de partida!.. Calcula por la separación de las agujas
que deben ser justamente las once...
"Pero las once que nos hacen estremecer han podido pasar ya,
¿no es cierto?.. Quizá sean las once y diez minutos... y tendríamos por
lo menos doce horas por delante.
"Y de pronto gritó
–¡Silencio!
“Me ha parecido oír pasos en la pieza contigua.
“¡No me he engañado! Oigo un ruido de puertas, seguido de pasos
precipitados. Golpean contra la pared. Es la voz de Cristina Daaé:
"–¡Raúl! ¡Raúl!
"¡Oh! Ahora gritamos todos a la vez de un lado y otro de la pared,
Cristina solloza; no sabía si encontraría al señor de Chagny con
vida... El monstruo ha estado terrible, según parece... No ha hecho
más que delirar esperando que ella se resolviera a pronunciar el "sí"
que le negaba... Y, sin embargo, ella le prometía aquel "sí" si la conducía
hasta la cámara de los suplicios... Pero él se había opuesto
obstinadamente, profiriendo amenazas atroces contra toda la especie
humana... En fin, después de horas y horas de aquel infierno, acababa
de salir hacía un instante... dejándola sola para que reflexionara por
última vez...
“Horas y horas... ¿Qué hora es? ¿Qué hora es, Cristina?
"¡Son las once..., las once menos cinco minutos!
“–¿Pero qué once son?
“–¡Las once que deben decidir de la vida o de la muerte!.. Acaba
de repetírmelo al marcharse –prosigue la voz angustiada de Cristina –
. ¡Esta espantoso!.. ¡Delira; se ha arrancado la máscara y sus ojos de
oro echan llamas!... ¡No hace más que reír... Me ha dicho riendo como
fin demonio ebrio: "¡Cinco minutos! ¡Te dejo sola a causa de tu pudor
notorio!... ¡No quiero que te sonrojes delante de mí cuando me digas
"sí" como las tímidas desposadas! ¡Qué diablos, también tengo maneras!"
¡esta, les digo, como un demonio ebrio!... "Toma –me dijo, metiendo
los dedos en la bolsita de la vida y de la muerte; tonta la
llavecita de bronce que abre los cofrecillos de ébano que están sobre
la chimenea Luis Felipe... En uno de esos cofrecillos encontrarás un
escorpión y en el otro una langosta, unos animalitos muy bien imitados
en bronce del Japón; son unos animalitos que dicen sí o no. Es decir,
que no tendrás más que hacer girar al escorpión sobre su eje y colocarlo
en la posición contraria a aquella en que lo encontrarás... Eso
significará para mi cuando vuelva a entrar en el cuarto Luis Felipe, en
el cuarto de los desposorios: ¡sí! La langosta, si es a ésta que haces
girar, significará: ¡no! ¡Cuando vuelva al cuarto Luis Felipe, al
cuarto de la muerte!.." Y reía como un demonio ebrio. Yo no hacía
otra cosa más que pedirle de rodillas la llave de la cámara de los
suplicios, prometiéndole ser su mujer para siempre si me concedía
eso... ¡Pero me dijo que jamás volvería a necesitarse esa llave y que la
iba a arrojar al fondo del lago!.. Y luego, riendo como un demonio
ebrio, me dejó, diciéndome que volvería dentro de cinco minutos, porque
sabía todo lo que se debe, cuando se es un caballero, al pudor de
las mujeres... Y me volvió a gritar: "¡Ten cuidado con la langosta! No
sólo gira, sino que salta. ¡Y de qué modo salta!”
“Trato de reproducir aquí con frases, palabras entrecortadas,
exclamaciones, el sentido de las palabras delirantes de Cristina...
Porque ella también, durante aquellas veinticuatro horas, debió tocar
el fondo del dolor humano... ¡y quizás había sufrido más que nosotros!...
“A cada instante Cristina se interrumpía y nos interrumpía para
exclamar: "¡Raúl! ¿Sufres mucho?... "Y tanteaba las paredes que estaban
frías ahora, y preguntaba por qué razón habían estado calientes...
¡Y los cinco minutos transcurrieron y en mi pobre cabeza se agitaban
las patas de todos los escorpiones y de todas las langostas!..
"Yo había conservado, sin embargo, bastante lucidez para comprender
que si se hacía girar la langosta, la langosta saltaba... y, con
ella muchos de la especie humana. No cabía duda de que la langosta
estaba en conexión con alguna corriente eléctrica destinada a hacer
saltar el polvorín... El señor de Chagny, que desde que volviera a oír
la voz de Cristina parecía haber recobrado toda su fuerza moral, explicaba
rápidamente a la joven la situación crítica en que nos encontrábamos
nosotros y toda la Opera... Era necesario hacer girar el
escorpión enseguida...
“Aquel escorpión que respondía al sí tan deseado por Erik, debía
ser algo que impediría quizá que se produjera la catástrofe.
–"Ve... Cristina, mi adorada –ordenó Raúl.
"Hubo un silencio.
“–Cristina –exclamé, ¿dónde está usted?
“–¡Junto al escorpión!
"–¡No lo toque!
"Se me había ocurrido la idea –porque conocía a Erik –que el
monstruo había engañado otra vez a la joven. Era quizá el escorpión
que iba a hacerlo saltar todo. Porque, en fin ¿por qué se había marchado
de allí?... hacía buen rato ya que los cinco minutos habían
transcurrido... y no había vuelto... ¡Sin duda se habría puesto a salwww.
vo!... Y estaba esperando quizá la explosión formidable... ¡Y no esperaba
más que eso!... No podía esperar en verdad que Cristina consentiría
jamás en ser su presa voluntaria... ¿Por qué no había vuelto?..
¡No toque el escorpión!
“–¡Ahí está!... –exclamó Cristina. Lo digo... ¡viene!...
"Llegaba, en efecto. Oímos sus pasos que se acercaban al cuarto
Luis Felipe. Se había aproximado a Cristina. No decía una palabra...
"Entonces alcé la voz
“–¡Erik! Soy yo, ¿me reconoces?
“A este llamado respondió enseguida con un tono extremadamente
pacífico
"–¿Todavía están ustedes vivos ahí dentro? Bueno, traten de
permanecer quietos...
"Quise interrumpirle, pero me dejó helado al oírle decir muy
fríamente: "Ni una palabra más, "Daroga" o hago volar todo por el
aire”
Y enseguida agregó:
“–¡Ese honor va a tenerlo esta señorita!... La señorita no ha tocado
el escorpión (¡con qué calma habla!); la señorita no ha tocado la
langosta (¡con qué espantosa sangre fría!), pero hay tiempo para todo.
Yo no necesito llaves... abro y cierro todo cuando quiero y como quiero...
Abro los cofrecillos de ébano; mire usted, señorita, dentro de los
cofrecillos de ébano. ¡Qué lindos animalitos! ¡Qué bien imitados están...
y qué inofensivos parecen!.. ¡Pero el hábito no hace al monje! Si
se hace girar la langosta, ¡saltamos todos, señorita! Hay debajo de
nuestros pies bastante pólvora como para hacer saltar un barrio de
París... ¡Si se hace girar el escorpión, toda esa pólvora queda anegada!...
Señorita, con motivo de nuestra boda va usted a hacerles un
precioso regalo a los centenares de parisienses que aplauden en este
momento una pobre obra maestra de Meyerbeer.. Va usted a regalarles
la vida... ¡porque usted va, con sus lindas manos, señorita, a dar
vuelta el escorpión!... Y enseguida, ¡ah, alegría! nos casaremos. Si
dentro de dos minutos, señorita, no ha hecho usted girar el escorpión...
yo haré girar y saltar a la langosta, que salta a maravilla.
"El silencio reinó de nuevo, más espantoso que todos los silencios.
Yo sabía que cuando Erik adoptaba aquella voz pacífica, tranquila
y fatigada, es que había llegado al extremo de todo, capaz del
más titánico crimen o de la más inaudita abnegación, y que una sílaba
ingrata a su oído podía desencadenar el huracán. El señor de Chagny
había comprendido por su parte que sólo le restaba orar, y puesto de
rodillas oraba...
“En cuanto a mí, mi corazón latía con tal violencia que tuve que
oprimirlo con las manos, de miedo a que estallara... Presentíamos
demasiado lo que pasaba en aquellos segundos supremos en el espíritu
atribulado de Cristina Daaé... Comprendíamos su hesitación en hacer
girar el escorpión... ¡Y si fuera el escorpión, sí, el que hiciera saltar
todo!.. ¿Si Erik hubiese resuelto perecer junto con nosotros?
En fin, la voz de Erik volvió a oírse pero esta vez suave, de una
suavidad angelical...
“–Los dos minutos han transcurrido... ¡Adiós, señorita!.. ¡Salta,
langostita, salta!..
"–Erik –exclamó Cristina, que debió precipitarse sobre las manos
del monstruo: –¿me juras por ni infernal amor que es el escorpión el
que hay que hacer girar?
"–Sí, para que de un salto pasemos a nuestras bodas.
“–¡Ah! Ya ves, vamos a saltar...
"–¡A nuestras bodas!.. ¡Inocente criatura! ¡El escorpión abre el
baile!... Pero basta, ¿no quieres hacer girar el escorpión? ¡Pues entonces
déjame que haga saltar la langosta!
“–¡Erik!
–¡Basta!..
"Yo había unido mis gritos a los de Cristina Daaé. El señor de
Chagny, siempre de rodillas, continuaba rezando.
"–¡Erik! ¡He hecho girar el escorpión!..
"¡Ah, qué segundos vivimos entonces! ¡Esperábamos!
"Esperábamos convertirnos en migajas, en medio del trueno y de
los escombros...
"Sentí crujir bajo nuestros pies, en el abismo abierto... cosas...
cosas que podían ser el principio de la apoteosis de horror; porque
por la trampa abierta sobre las tinieblas, fauce negra sobre la negra
noche, llegaba un silbido inquietante, como el primer escape de un
cohete.
"Primero débil... después, más denso... después, muy fuerte...
"¡Pero escuchemos! ¡Escuchemos y oprimamos con ambas manos
nuestras cabezas, nuestro corazón pronto a saltar con otros muchos
de la especie humana.
"Eso no es el silbido del fuego.
"Parece más bien un escape de agua...
“Acerquémonos a la trampa.
"¡Escuchemos! ¡Escuchemos!
“Acerquémonos a la trampa, ¡Qué frescura!
"Nuestra sed, que se había disipado con el susto, vuelve más
fuerte con el ruido del agua.
"¡Agua! ¡Agua! Sí, es agua lo que sube.
"Que sube en la bodega por arriba de los toneles de pólvora... El
agua, el agua, hacia la cual descendemos con la garganta ardiendo...
El agua que sube hasta nuestros labios, hasta nuestras bocas...
"Y bebemos en el fondo de la bodega, bebemos a plena boca...
"Y volvemos a subir entre la sombra la escalera que habíamos
bajado para ir al encuentro del agua y que volvíamos a subir junto con
el agua.
"¡Cuánta pólvora perdida y bien mojada! ¡Buena tarea!
"No se repara en el agua, en la casa del Lago... Si esto sigue, todo
el lago va a entrar en la bodega.
“Porque, en verdad, no se sabe cuándo va esto a detenerse...
Hemos subido de la bodega en la que el agua sigue ascendiendo... Y el
agua sale de la bodega, se derrama por el piso... Si esto continúa toda
la casa del Lago va a quedar inundada. El suelo de la cámara de los
suplicios es ahora un lago pequeño en el que chapalean nuestros pies.
Basta de agua. Es preciso que Erik cierre la llave; ¡Erik! ¡Erik! ¡Basta
de agua! Cierra la llave... ¡Ya nos llega a media pierna!..
“–¡Cristina, Cristina! ¡El agua sube, nos alcanza a las rodillas!
–grita el señor de Chagny.
“Pero Cristina no responde; sólo se oyen los ruidos que hace el
agua al subir
“Nada ni nadie en la pieza de al lado... No ha quedado nadie que
cierre la llave, que haga girar el escorpión.
"Estamos solos en la sombra y el agua negra nos oprime, nos
inunda, nos hiela. ¡Erik! ¡Erik! ¡Cristina! ¡Cristina!
Ahora hemos perdido pie y damos manotadas, arrastrados por un
movimiento de rotación irresistible, porque el agua gira con nosotros
y tropezarnos contra los espejos negros que nos rechazan... y nuestras
gargantas surgiendo del torbellino gritan desesperadas...
"¿Iremos a morir así, ahogados en la cámara de los suplicios?..
¡Nunca vi esto! En los tiempos de las Horas Rosadas de Mazenderan,
Erik no me hizo ver nunca este espectáculo por la ventanilla invisible...
¡Erik! ¡Erik! ¡Yo te salvé la vida!
"¡Acuérdate!.. ¡Estabas condenado!.. lbas a morir... Yo te abrí
las puertas de la vida... ¡Erik!
"¡Ah! giramos en el agua como los restos de un naufragio.
“Pero de pronto mis manos extraviadas aferran el tronco del árbol
de hierro... y llamo al señor de Chagny.. Y henos aquí a los dos
suspendidos de la rama del árbol de hierro...
"¡Y el agua sube siempre!
"... Qué espacio habrá, ¿recuerda usted?, entre la rama del árbol
de hierro y el techo en forma de cúpula del cuarto de los espejos...
Trate de recordar. ¿Irá a inundar esta agua los sótanos de la Opera?
¿Rebalsará sobre París? No, lo natural es que encuentre su nivel... ¡Sí,
me parece que se detiene!.. ¡No!.. ¡no!.. ¡Horror! ¡Nademos!.. Nuestros
brazos al nadar se entrelazan, nos ahogamos... chapoteamos en el
agua negra... nos cuesta respirar encima del agua negra.. el aire huye,
lo oímos huir encima de nuestras cabezas, quién sabe por qué aparato
de ventilación... ¡Oh!, giremos, giremos, hasta que hayamos encontrado
ese respiradero de aire... Pero las fuerzas me abandonan, trato de
asirme a las paredes. ¡Oh, que resbalosos son los espejos mojados...
¡Volvemos a girad!.. Nos hundimos... ¡Un último esfuerzo! ¡Un último
grito! ¡Erik! ¡Cristina!.. glú, glú, glú... en los oídos... glú, glú, glú... en
el fondo del agua negra... glú, glú, glú... Y me parece oír todavía antes
de perder por completo el conocimiento entre dos glú, glú..: "¡Toneles!..
¡Toneles!.. ¿Quién quiere vender toneles?
_
las mujeres... Y me volvió a gritar: "¡Ten cuidado con la langosta! No
sólo gira, sino que salta. ¡Y de qué modo salta!”
“Trato de reproducir aquí con frases, palabras entrecortadas,
exclamaciones, el sentido de las palabras delirantes de Cristina...
Porque ella también, durante aquellas veinticuatro horas, debió tocar
el fondo del dolor humano... ¡y quizás había sufrido más que nosotros!...
“A cada instante Cristina se interrumpía y nos interrumpía para
exclamar: "¡Raúl! ¿Sufres mucho?... "Y tanteaba las paredes que estaban
frías ahora, y preguntaba por qué razón habían estado calientes...
¡Y los cinco minutos transcurrieron y en mi pobre cabeza se agitaban
las patas de todos los escorpiones y de todas las langostas!..
"Yo había conservado, sin embargo, bastante lucidez para comprender
que si se hacía girar la langosta, la langosta saltaba... y, con
ella muchos de la especie humana. No cabía duda de que la langosta
estaba en conexión con alguna corriente eléctrica destinada a hacer
saltar el polvorín... El señor de Chagny, que desde que volviera a oír
la voz de Cristina parecía haber recobrado toda su fuerza moral, explicaba
rápidamente a la joven la situación crítica en que nos encontrábamos
nosotros y toda la Opera... Era necesario hacer girar el
escorpión enseguida...
“Aquel escorpión que respondía al sí tan deseado por Erik, debía
ser algo que impediría quizá que se produjera la catástrofe.
–"Ve... Cristina, mi adorada –ordenó Raúl.
"Hubo un silencio.
“–Cristina –exclamé, ¿dónde está usted?
“–¡Junto al escorpión!
"–¡No lo toque!
"Se me había ocurrido la idea –porque conocía a Erik –que el
monstruo había engañado otra vez a la joven. Era quizá el escorpión
que iba a hacerlo saltar todo. Porque, en fin ¿por qué se había marchado
de allí?... hacía buen rato ya que los cinco minutos habían
transcurrido... y no había vuelto... ¡Sin duda se habría puesto a salwww.
vo!... Y estaba esperando quizá la explosión formidable... ¡Y no esperaba
más que eso!... No podía esperar en verdad que Cristina consentiría
jamás en ser su presa voluntaria... ¿Por qué no había vuelto?..
¡No toque el escorpión!
“–¡Ahí está!... –exclamó Cristina. Lo digo... ¡viene!...
"Llegaba, en efecto. Oímos sus pasos que se acercaban al cuarto
Luis Felipe. Se había aproximado a Cristina. No decía una palabra...
"Entonces alcé la voz
“–¡Erik! Soy yo, ¿me reconoces?
“A este llamado respondió enseguida con un tono extremadamente
pacífico
"–¿Todavía están ustedes vivos ahí dentro? Bueno, traten de
permanecer quietos...
"Quise interrumpirle, pero me dejó helado al oírle decir muy
fríamente: "Ni una palabra más, "Daroga" o hago volar todo por el
aire”
Y enseguida agregó:
“–¡Ese honor va a tenerlo esta señorita!... La señorita no ha tocado
el escorpión (¡con qué calma habla!); la señorita no ha tocado la
langosta (¡con qué espantosa sangre fría!), pero hay tiempo para todo.
Yo no necesito llaves... abro y cierro todo cuando quiero y como quiero...
Abro los cofrecillos de ébano; mire usted, señorita, dentro de los
cofrecillos de ébano. ¡Qué lindos animalitos! ¡Qué bien imitados están...
y qué inofensivos parecen!.. ¡Pero el hábito no hace al monje! Si
se hace girar la langosta, ¡saltamos todos, señorita! Hay debajo de
nuestros pies bastante pólvora como para hacer saltar un barrio de
París... ¡Si se hace girar el escorpión, toda esa pólvora queda anegada!...
Señorita, con motivo de nuestra boda va usted a hacerles un
precioso regalo a los centenares de parisienses que aplauden en este
momento una pobre obra maestra de Meyerbeer.. Va usted a regalarles
la vida... ¡porque usted va, con sus lindas manos, señorita, a dar
vuelta el escorpión!... Y enseguida, ¡ah, alegría! nos casaremos. Si
dentro de dos minutos, señorita, no ha hecho usted girar el escorpión...
yo haré girar y saltar a la langosta, que salta a maravilla.
"El silencio reinó de nuevo, más espantoso que todos los silencios.
Yo sabía que cuando Erik adoptaba aquella voz pacífica, tranquila
y fatigada, es que había llegado al extremo de todo, capaz del
más titánico crimen o de la más inaudita abnegación, y que una sílaba
ingrata a su oído podía desencadenar el huracán. El señor de Chagny
había comprendido por su parte que sólo le restaba orar, y puesto de
rodillas oraba...
“En cuanto a mí, mi corazón latía con tal violencia que tuve que
oprimirlo con las manos, de miedo a que estallara... Presentíamos
demasiado lo que pasaba en aquellos segundos supremos en el espíritu
atribulado de Cristina Daaé... Comprendíamos su hesitación en hacer
girar el escorpión... ¡Y si fuera el escorpión, sí, el que hiciera saltar
todo!.. ¿Si Erik hubiese resuelto perecer junto con nosotros?
En fin, la voz de Erik volvió a oírse pero esta vez suave, de una
suavidad angelical...
“–Los dos minutos han transcurrido... ¡Adiós, señorita!.. ¡Salta,
langostita, salta!..
"–Erik –exclamó Cristina, que debió precipitarse sobre las manos
del monstruo: –¿me juras por ni infernal amor que es el escorpión el
que hay que hacer girar?
"–Sí, para que de un salto pasemos a nuestras bodas.
“–¡Ah! Ya ves, vamos a saltar...
"–¡A nuestras bodas!.. ¡Inocente criatura! ¡El escorpión abre el
baile!... Pero basta, ¿no quieres hacer girar el escorpión? ¡Pues entonces
déjame que haga saltar la langosta!
“–¡Erik!
–¡Basta!..
"Yo había unido mis gritos a los de Cristina Daaé. El señor de
Chagny, siempre de rodillas, continuaba rezando.
"–¡Erik! ¡He hecho girar el escorpión!..
"¡Ah, qué segundos vivimos entonces! ¡Esperábamos!
"Esperábamos convertirnos en migajas, en medio del trueno y de
los escombros...
"Sentí crujir bajo nuestros pies, en el abismo abierto... cosas...
cosas que podían ser el principio de la apoteosis de horror; porque
por la trampa abierta sobre las tinieblas, fauce negra sobre la negra
noche, llegaba un silbido inquietante, como el primer escape de un
cohete.
"Primero débil... después, más denso... después, muy fuerte...
"¡Pero escuchemos! ¡Escuchemos y oprimamos con ambas manos
nuestras cabezas, nuestro corazón pronto a saltar con otros muchos
de la especie humana.
"Eso no es el silbido del fuego.
"Parece más bien un escape de agua...
“Acerquémonos a la trampa.
"¡Escuchemos! ¡Escuchemos!
“Acerquémonos a la trampa, ¡Qué frescura!
"Nuestra sed, que se había disipado con el susto, vuelve más
fuerte con el ruido del agua.
"¡Agua! ¡Agua! Sí, es agua lo que sube.
"Que sube en la bodega por arriba de los toneles de pólvora... El
agua, el agua, hacia la cual descendemos con la garganta ardiendo...
El agua que sube hasta nuestros labios, hasta nuestras bocas...
"Y bebemos en el fondo de la bodega, bebemos a plena boca...
"Y volvemos a subir entre la sombra la escalera que habíamos
bajado para ir al encuentro del agua y que volvíamos a subir junto con
el agua.
"¡Cuánta pólvora perdida y bien mojada! ¡Buena tarea!
"No se repara en el agua, en la casa del Lago... Si esto sigue, todo
el lago va a entrar en la bodega.
“Porque, en verdad, no se sabe cuándo va esto a detenerse...
Hemos subido de la bodega en la que el agua sigue ascendiendo... Y el
agua sale de la bodega, se derrama por el piso... Si esto continúa toda
la casa del Lago va a quedar inundada. El suelo de la cámara de los
suplicios es ahora un lago pequeño en el que chapalean nuestros pies.
Basta de agua. Es preciso que Erik cierre la llave; ¡Erik! ¡Erik! ¡Basta
de agua! Cierra la llave... ¡Ya nos llega a media pierna!..
“–¡Cristina, Cristina! ¡El agua sube, nos alcanza a las rodillas!
–grita el señor de Chagny.
“Pero Cristina no responde; sólo se oyen los ruidos que hace el
agua al subir
“Nada ni nadie en la pieza de al lado... No ha quedado nadie que
cierre la llave, que haga girar el escorpión.
"Estamos solos en la sombra y el agua negra nos oprime, nos
inunda, nos hiela. ¡Erik! ¡Erik! ¡Cristina! ¡Cristina!
Ahora hemos perdido pie y damos manotadas, arrastrados por un
movimiento de rotación irresistible, porque el agua gira con nosotros
y tropezarnos contra los espejos negros que nos rechazan... y nuestras
gargantas surgiendo del torbellino gritan desesperadas...
"¿Iremos a morir así, ahogados en la cámara de los suplicios?..
¡Nunca vi esto! En los tiempos de las Horas Rosadas de Mazenderan,
Erik no me hizo ver nunca este espectáculo por la ventanilla invisible...
¡Erik! ¡Erik! ¡Yo te salvé la vida!
"¡Acuérdate!.. ¡Estabas condenado!.. lbas a morir... Yo te abrí
las puertas de la vida... ¡Erik!
"¡Ah! giramos en el agua como los restos de un naufragio.
“Pero de pronto mis manos extraviadas aferran el tronco del árbol
de hierro... y llamo al señor de Chagny.. Y henos aquí a los dos
suspendidos de la rama del árbol de hierro...
"¡Y el agua sube siempre!
"... Qué espacio habrá, ¿recuerda usted?, entre la rama del árbol
de hierro y el techo en forma de cúpula del cuarto de los espejos...
Trate de recordar. ¿Irá a inundar esta agua los sótanos de la Opera?
¿Rebalsará sobre París? No, lo natural es que encuentre su nivel... ¡Sí,
me parece que se detiene!.. ¡No!.. ¡no!.. ¡Horror! ¡Nademos!.. Nuestros
brazos al nadar se entrelazan, nos ahogamos... chapoteamos en el
agua negra... nos cuesta respirar encima del agua negra.. el aire huye,
lo oímos huir encima de nuestras cabezas, quién sabe por qué aparato
de ventilación... ¡Oh!, giremos, giremos, hasta que hayamos encontrado
ese respiradero de aire... Pero las fuerzas me abandonan, trato de
asirme a las paredes. ¡Oh, que resbalosos son los espejos mojados...
¡Volvemos a girad!.. Nos hundimos... ¡Un último esfuerzo! ¡Un último
grito! ¡Erik! ¡Cristina!.. glú, glú, glú... en los oídos... glú, glú, glú... en
el fondo del agua negra... glú, glú, glú... Y me parece oír todavía antes
de perder por completo el conocimiento entre dos glú, glú..: "¡Toneles!..
¡Toneles!.. ¿Quién quiere vender toneles?
_
CAPITULO XXVII
FINAL DE LOS AMORES DEL FANTASMA
Aquí termina el relato escrito que me dejó el persa.
A pesar del horror de una situación que parecía condenarlos sin
remisión a muerte, el señor de Chagny y su compañero fueron salvados
por la abnegación sublime de Cristina Daaé. Y el resto de la aventura
la supe de labios del propio "Daroga".
Cuando fui a verlo habitaba siempre su pequeño departamento de
la calle Rívoli frente a las Tullerías. Estaba muy enfermo y se necesitaba
nada menos que todo mi ardor para revivir para mí el increíble drama.
Era siempre su viejo y fiel sirviente Darío el que lo servía y me
hacía entrar a verlo. El "Daroga" me recibía junto a la ventana que
daba sobre el jardín, sentado en un gran sillón en el que trataba aún de
erguir su busto, que no había carecido de belleza. Nuestro persa conservaba
aún sus magníficos ojos, pero su pobre cara estaba muy fatigada.
Se había hecho afeitar por completo la cabeza, que cubría
generalmente con un gorro de astracán, vestía una amplia hopalanda
muy sencilla, bajo cuyas mangas se entretenía inconscientemente en
hacer girar los pulgares, pero su espíritu se conservaba muy lúcido.
No podía recordar las pasadas angustias sin que cierta fiebre lo
dominara, y era a retazos que le podía arrancar el final sorprendente de
esa extraña historia. A veces se hacía rogar mucho antes de responder a
mis preguntas, y a veces exaltado por sus recuerdos evocaba espontáneamente
ante mis ojos, con un relieve sorprendente, la imagen espantosa
de Erik y las terribles horas que el señor de Chagny y él habían
vivido en la morada del lago.
Había que ver el estremecimiento que lo agitaba cuando me pintaba
su despertar en la penumbra inquietante del cuarto Luis Felipe...
después del drama de las aguas...
Al abrir los ojos se había visto extendido sobre un lecho... El señor
de Chagny estaba acostado sobre un canapé, al lado del ropero de
espejo. Un ángel y un demonio velaban junto a ellos...
Después de los espejismos e ilusiones del cuarto de los suplicios,
la precisión de los detalles burgueses de aquella pequeña pieza tranquila,
parecían haber sido inventados con el objeto de perturbar también
cl espíritu del mortal temerario que se extraviara en aquel dominio
de la pesadilla viviente. Aquella cama marquesa, aquellas sillas de
caoba lustrada, aquella cómoda con sus bronces, el cuidado con que las
mantas de croché estaban colocadas en el respaldo de los sillones, el
reloj, a cada lado de la chimenea los pequeños cofrecillos de apariencia
tan inofensiva... en fin, aquella rinconera adornada con objetos de
conchilla, almohadillas rojas para alfileres, barcos de nácar y un enorme
huevo de avestruz... iluminado todo discretamente por una lámpara
con pantalla colocada sobre una mesita... todo aquel moblaje que era
de una fealdad casera tan apacible, tan razonable, "en el fondo de los
sótanos de la Opera", desconcertaba aún más la imaginación que todas
las fantasmagorías pasadas.
Y la sombra del hombre de la máscara, en aquel pequeño cuadro
anticuado, ordenado y prolijo, se destacaba aun más formidable.
Se acercó al oído del persa y le dijo:
–¿Te sientes mejor, "Daroga"? ¿Estás mirando mis muebles?... Es
lo único que me queda de mi desdichada madre...
Le dijo otras cosas que yo no recordaba; pero y esto le parecía
muy singular –el persa tenía el recuerdo exacto de que durante aquella
visión lejana del cuarto Luis Felipe, sólo Erik hablaba. Cristina Daaé
no decía una palabra: se movía sin hacer ruido, poniendo en juego
todas las virtudes de una samaritana... y callaba. Llevaba en una taza té
o un licor cordial humeante... El hombre de la máscara se la tomaba de
la mano y se la alcanzaba al persa.
En cuanto al señor de Chagny, dormía...
–Erik –dijo echando un poco de ron en la taza del "Daroga":
Volvió en sí antes de que pudiéramos saber si usted volvería a ver
el día, "Daroga". Está muy bien... duerme... No debemos despertarle...
Durante un instante Erik salió del cuarto y el persa, irguiéndose
sobre el codo, miró a su rededor... Advirtió junto a la chimenea la
silueta de Cristina Daaé. Le dirigió la palabra... la llamó... pero estaba
todavía muy débil y volvió a caer sobre su almohada... Cristina se le
acercó, le puso la mano sobre la frente y luego se alejó. Y el persa
recuerda que entonces, al irse, no le dirigió una sola mirada al señor de
Chagny, que es cierto, dormía... volvió a sentarse en un sillón, junto a
la chimenea, silenciosa como una hermana de caridad que hubiera
hecho voto de silencio.
Erik volvió con unos pequeños frascos, que depositó sobre la
chimenea. Y hablando siempre en voz baja, para no despertar al señor
de Chagny, le dijo al persa, después de haberse sentado a su cabecera y
tomándole el pulso:
–Ahora están salvos los dos. Dentro de un rato los voy a reconducir
a la superficie de la tierra “para complacer a mi mujer".
Después de decir esto se puso de pie y volvió a salir sin dar más
explicaciones.
El persa se puso a contemplar el perfil tranquilo de Cristina Daaé
a la luz de la lámpara. Leía un pequeño libro de cantos dorados, como
suelen ser los libros religiosos.
Hay ediciones análogas de "La Imitación de Cristo". Y el persa
guardaba en el oído el acento natural con que el otro le había dicho:
"por complacer a mi mujer".
El "Daroga" volvió a llamar en voz baja, pero Cristina debía estar
“muy lejos", en su lectura, porque no lo oyó...
Erik volvió... le hizo beber al "Daroga" una poción, después de
haberle recomendado que no le dirigiera la palabra a su mujer ni a
nadie, porque eso podría ser muy peligroso para la salud de todos.
A partir de ese momento el persa recuerda aún la sombra de Erik
y la silueta de Cristina, que se deslizaba siempre en silencio por el
cuarto, inclinándose encima de él y del señor de Chagny. El persa
estaba aún muy débil y el menor ruido, el de la puerta del espejo, que
se abriera, por ejemplo, le hacía doler la cabeza... y luego se durmió
como el señor de Chagny.
Esta vez no debía ya despertar sino en su casa, cuidado por su fiel
Darío quien le dijo que la noche precedente lo habían encontrado contra
la puerta de su departamento, donde había sido transportado por un
desconocido, que había tenido cuidado de llamar antes de marcharse.
Así que el "Daroga" hubo recobrado las fuerzas y la responsabilidad,
mandó preguntar noticias del vizconde al dominio del conde Felipe.
Se le respondió que el joven no había reaparecido y que cl conde
Felipe había muerto. Se había encontrado el cadáver de éste en la ribera
del lago de la Opera, del lado de la calle Scribe. El persa recordó la
misa fúnebre que había escuchado detrás de la pared del cuarto de los
espejos y ya no dudó del crimen ni del criminal.
Conociendo tanto a Erik no le costó trabajo reconstruir el drama.
Convencido de que su hermano había raptado a Cristina Daaé, Felipe
se había lanzado en su persecución por el camino de Bruselas, donde
sabía que todo estaba preparado para aquella aventura. No habiendo
encontrado allí a los jóvenes, volvió a la Opera, recordó las extrañas
confidencias de Raúl sobre su fantástico rival, supo que el vizconde lo
había intentado todo para penetrar en los sótanos de la Opera y, en fin,
que había desparecido, dejando su sombrero en el camarín de la diva,
junto a una caja de pistolas. Y cl conde, que no dudaba ya de la locura
de su hermano, se lanzó a su vez a aquel espantoso laberinto subterráneo.
¿Se necesitaba acaso más ante los ojos del persa, para que se encontrara
el cadáver del conde en la orilla del lago donde velaba el canto
de la Sirena, la sirena de Erik?
El persa no vaciló, pues. Espantado por aquel nuevo crimen, no
pudiendo permanecer en la incertidumbre en que se encontraba, relativa
a la suerte definitiva del vizconde y de Cristina Daaé, se decidió a
decírselo todo a la justicia.
Ahora bien, la instrucción del proceso había sido confiada al señor
juez Faure y fue a casa de éste que acudió a golpear. Ya se imaginará
cómo recibiría su deposición un espíritu escéptico, vulgar,
superficial (lo digo corlo lo pienso), y nada preparado para tal confidencia.
Lo trató al "Daroga" como si fuera un loco.
El persa, desesperado de que no llegara a oírle, se puso a escribir.
Puesto que la justicia no quería atender su testimonio, la prensa se
ocuparía de él, quizás, y una noche en que acababa de trazar la última
línea del relato que acabo de transcribir fielmente, su sirviente le anunció
que un extranjero que no había dicho su nombre y cuya cara no era
posible ver, le había declarado sencillamente que no se movería de allí
hasta haber hablado con el "Daroga".
El persa, presintiendo enseguida la personalidad de aquel singular
visitante, ordenó que lo hicieran pasar en el acto.
El "Daroga" no se había equivocado.
¡Era el Fantasma! ¡Era Erik!
Parecía dominarle una debilidad extremada y se apoyaba a la pared,
como si temiera caer... Habiéndose quitado el sombrero, dejó ver
la frente pálida como era. El resto de la cara lo ocultaba el antifaz.
El persa se había puesto de pie frente a él.
Asesino del conde Felipe, ¿qué has hecho de su hermano y de
Cristina Daaé?
Al oír este apóstrofe formidable, Erik vaciló y guardó un instante
de silencio; después, arrastrándose hasta un sillón, se dejó caer en él
exhalando un profundo suspiro.
Y allí dijo la frase entrecortada, en palabras sueltas, jadeando:
“–Daroga", no me hables del conde Felipe... Estaba muerto... ya...
cuando salí de la casa... Estaba muerto... cuando la Sirena cantó... Es
un accidente... un triste... un lamentable accidente...
–¡Mientes! –gritó el persa.
Entonces Erik inclinó la cabeza y dijo:
–No he venido aquí para hablar del tal conde Felipe, sino para decirte
que voy a morir.
–¿Dónde están Raúl de Chagny y Cristina Daaé?
–Voy a morir...
–¿Raúl de Chagny y Cristina Daaé?
– ...de amor... "Daroga"... voy a morir de amor... créeme... ¡la
amaba tanto!... Y la amo aún, "Daroga", porque de eso me muero, te lo
juro... ¡Si supieras qué hermosa estaba cuando me permitió que la
besara viva!.. Era la primera vez, "Daroga", la primera vez, oyes, que
yo besaba una mujer... Sí, la besé, viva, y estaba hermosa como una
muerta...
El persa se había puesto de pie y había osado tocar a Erik. Le sacudía
el brazo.
–¿Me dirás en fin si está muerta o viva?
–¿Por qué me sacudes así? –dijo Erik con dificultad. Te digo que
soy yo el que va a morir... la besé viva...
–Y ahora, ¿está muerta?
–Te digo que la besé en la frente... y no retiró su frente de mis labios.
¡Ah!, es una muchacha honrada. En cuanto a que haya muerto, no
lo creo... pero con eso ya no tengo nada que hacer... ¡No!, ¡no!, no ha
muerto. Y que yo no sepa que alguien le ha tocado un cabello... Es una
buena y honrada muchacha... Y que además te ha salvado la vida, "Daroga",
en un momento en que yo no hubiera dado dos centavos por
ella. En el fondo, nadie se ocupaba de ti. ¿Por qué estabas allí con
aquel joven? Ibas a morir, sí. Ella me suplicaba que salvara a su jovencito,
pero yo le respondía que puesto que ella había hecho girar al escorpión,
ese acto, por voluntad expresa suya, me convertía en su novio
y que no tenía necesidad de dos novios, lo que era bastante justo; en
cuanto a ti, tú no existías, ya no existías, te lo repito, e ibas a morir
junto con el otro novio.
"Pero lo que hubo, escúchame bien, "Deroga", es que como ustedes
gritaban como unos condenados, a causa del agua, Cristina se me
acercó, con sus grandes bellos ojos azules abiertos y me juró, por su
salvación eterna, que consentía en ser mi mujer. Hasta entonces en el
fondo de sus ojos, "Deroga", había visto siempre a mi novia muerta;
era la primera vez que la veía viva. Me hablaba con sinceridad, me
juraba por su salvación eterna. No se mataría... Medio minuto más
tarde todas las aguas habían vuelto al lago, se acabó la inundación y yo
tuve que hacerte vomitar, "Daroga", por que me pareció que no escapabas...
¡En fin! ¡Bueno!, era cosa entendida que yo les llevaría a la
superficie de la tierra a los dos. Por último, cuando me hubieron ustedes
dejado la plaza libre en el cuarto Luis Felipe, regresé a él solo.
–¿Qué habías hecho del vizconde de Chagny? –interrumpió el
persa.
–¡Oh!, como comprendes, "Deroga", a ése no le iba a devolver
enseguida a la superficie de la tierra... Era un rehén... Pero tampoco
podía guardarlo en la casa del lago... a causa de Cristina; entonces lo
encerré muy confortablemente, le puse a cadena (el perfume de Mazenderan
lo había vuelto blando como un harapo) en el calabozo de los
comuneros, que está en la parte más desierta del sótano más apartado
de la Opera, más abajo del quinto subsuelo, allí donde nunca va nadie y
donde no es posible hacerse oír de nadie. Estaba muy tranquilo al respecto,
y volví a reunirme con Cristina. Esta me esperaba...
Al llegar a este punto de su relato, parece que el Fantasma se puso
de pie tan solemnemente, que el persa, que había vuelto a sentarse,
tuvo que volver a levantarse, como obedeciendo al mismo impulso y
comprendiendo que era imposible permanecer sentado en un momento
tan solemne y hasta se quitó (el mismo persa me lo dijo) su gorro de
astracán, a pesar de que tenía la cabeza afeitada.
–¡Sí! Me esperaba –prosiguió Erik, que se puso a temblar como
una hoja, pero a temblar con una verdadera emoción solemne... –, me
esperaba de pie, rígida, viva, como una verdadera novia que ha comprometido
su salvación eterna... Y cuando yo me adelanté, más tímido
que una criatura, no me huyó... no, no... permaneció allí... me esperó...
y hasta me parece, "Deroga", que adelantó un poco, ¡oh!, muy poco, su
frente como una novia viva... Y yo..., sí... ¡yo la besé!... Yo... ¡Yo...
yo!.. ¡Y no cayó muerta!.. Permaneció sencillamente a mi lado... después
que la hube besado así... en la frente... ¡Oh! "Deroga", ¡qué bueno
es besar a alguien! ¡Tú no puedes saber lo que es eso!.. ¡Pero yo!..
¡yo!.. Mi madre, "Daroga", mi pobre madre, no quiso nunca que yo la
besara... Huía, arrojándome el antifaz... ni ninguna mujer, jamás, jamás,
jamás consintió en ello... ¡Oh!, entonces, ¿verdad?, ante semejante
felicidad lloré. Y caí llorando a sus pies... Y tú también estás
llorando, "Daroga"... Y ella también lloraba... lloraba como un ángel...
Al contar estas cosas, Erik lloraba y el persa, en efecto, no podía
contener sus lágrimas ante aquel hombre enmascarado, que con los
hombros sacudidos por los sollozos y las manos oprimidas contra el
pecho, ora jadeaba de dolor y ora de enternecimiento.
–... ¡Oh!, "Daroga", sentí sus lágrimas correr sobre mi frente.
Eran cálidas... eran suaves... Corrían por debajo de mi máscara sus
lágrimas e iban a mezclarse con las lágrimas de mis ojos... corrían
hasta mis labios... ¡Oh!, sus lágrimas bañando mi cara. Escucha, "Daroga",
escucha lo que hice... Me arranqué la careta para no perder una
sola de sus lágrimas... Y no huyó... Y no cayó muerta... Permaneció
viva llorando sobre mí... Junto conmigo... Lloramos juntos... ¡Oh!
Dios, infinitamente bueno, en ese instante me concediste toda la felicidad
del mundo.
Y Erik se desplomó jadeante en el sillón. El persa se precipitó hacia
él, pero lo detuvo con un ademán.
–¡Oh!, no voy a morir enseguida, en el acto... pero déjame llorar...
AI cabo de un rato el hombre de la máscara dijo:
–Escucha, "Daroga", escucha bien esto... Mientras yo estaba a sus
pies... oí que Cristina decía: "¡Pobre, desdichado Erik!" ¡Y me tomó las
manos!... Entonces, ya no fui, "Daroga", como comprendes, más que
un pobre perro a sus pies.
Figúrate que yo tenía en la mano un anillo, un anillo de oro, que
yo le había dado... que ella había perdido... y yo había encontrado...
Una sortija de compromiso, ¡vamos!
Se lo deslicé en su pequeña manita y te dije: ¡Toma esto! Toma
esto para ti... y para él... Este es mi regalo de bodas... el regalo del
pobre desgraciado Erik... Sé que lo amas a ese joven... ¡No llores
más!.. Me preguntó con voz suave qué quería decir. Entonces le hice
comprender, y enseguida comprendió, que yo no era para ella más que
un pobre perro, dispuesto a morir... y que ella, ella podía casarse con el
joven cuando quisiera, porque había llorado junto conmigo. ¡Oh!,
créeme, "Daroga", cuando le decía esas cosas, era como si me arrancara
el corazón, pero había llorado conmigo... y había dicho: "¡Pobre
desdichado Erik!"
La emoción de Erik era tal que tuvo que advertirle al persa que no
lo mirara, porque se ahogaba y se veía en la necesidad de quitarse la
máscara. El "Daroga" se dirigió a la ventana y la abrió, con el corazón
oprimido por la piedad, pero teniendo cuidado de fijar la vista en las
cimas de los árboles del jardín de las Tullerías, para no ver la cara del
monstruo.
Después fui –prosiguió Erik –a poner en libertad al joven y le dije
que me acompañara hasta donde estaba Cristina... Se abrazaron delante
de mí en el cuarto Luis Felipe... Cristina tenía puesto mi anillo... Le
hice jurar a Cristina que cuando yo muriese vendría una noche, pasando
por el lago de la calle Scribe, a hacerme enterrar en gran secreto con
el anillo de oro que ella usaría hasta aquel momento... le dije cómo
encontraría mi cuerpo y lo que habría que hacer... Entonces Cristina
me besó, por primera vez a mí, en la frente, aquí... (no me mires, "Daroga",
en la frente, en mi frente, sí aquí (no me mires, "Daroga"), y los
dos se marcharon... Cristina ya no lloraba... el único que lloraba era yo,
"Daroga", "Daroga"... Si Cristina cumple su juramento, pronto volverá...
Y Erik calló. El persa no le dirigía ya ninguna pregunta. Estaba
completamente tranquilo respecto de la suerte de Raúl de Chagny y de
Cristina Daaé, pues nadie, después de oír su relato de aquella noche,
hubiera puesto en duda la palabra de Erik.
El monstruo volvió a ponerse la máscara y apeló a todas sus fuerzas
para separarse del "Daroga".
Le anunció que cuando sintiera su muerte muy próxima, le mandaría,
para agradecerle los servicios que le debía, las cosas que más
quería en el mundo, todos los papeles de Cristina Daaé, que ella había
escrito en los momentos de aquella aventura, destinados a Raúl y que
le había dejado a Erik, y algunos objetos que habían sido de ella, dos
pañuelos, un par de guantes y un moño del zapato. Respondiendo a una
pregunta del persa, Erik le informó que los dos jóvenes habían resuelto
ir a buscar un sacerdote en el fondo de alguna soledad donde ocultarían
su felicidad y que se habían dirigido con ese propósito a la estación del
Norte. En fin, Erik contaba con el persa para que cuando recibiera los
papeles y reliquias prometidas, les anunciara su muerte a los dos jóvenes.
FINAL DE LOS AMORES DEL FANTASMA
Aquí termina el relato escrito que me dejó el persa.
A pesar del horror de una situación que parecía condenarlos sin
remisión a muerte, el señor de Chagny y su compañero fueron salvados
por la abnegación sublime de Cristina Daaé. Y el resto de la aventura
la supe de labios del propio "Daroga".
Cuando fui a verlo habitaba siempre su pequeño departamento de
la calle Rívoli frente a las Tullerías. Estaba muy enfermo y se necesitaba
nada menos que todo mi ardor para revivir para mí el increíble drama.
Era siempre su viejo y fiel sirviente Darío el que lo servía y me
hacía entrar a verlo. El "Daroga" me recibía junto a la ventana que
daba sobre el jardín, sentado en un gran sillón en el que trataba aún de
erguir su busto, que no había carecido de belleza. Nuestro persa conservaba
aún sus magníficos ojos, pero su pobre cara estaba muy fatigada.
Se había hecho afeitar por completo la cabeza, que cubría
generalmente con un gorro de astracán, vestía una amplia hopalanda
muy sencilla, bajo cuyas mangas se entretenía inconscientemente en
hacer girar los pulgares, pero su espíritu se conservaba muy lúcido.
No podía recordar las pasadas angustias sin que cierta fiebre lo
dominara, y era a retazos que le podía arrancar el final sorprendente de
esa extraña historia. A veces se hacía rogar mucho antes de responder a
mis preguntas, y a veces exaltado por sus recuerdos evocaba espontáneamente
ante mis ojos, con un relieve sorprendente, la imagen espantosa
de Erik y las terribles horas que el señor de Chagny y él habían
vivido en la morada del lago.
Había que ver el estremecimiento que lo agitaba cuando me pintaba
su despertar en la penumbra inquietante del cuarto Luis Felipe...
después del drama de las aguas...
Al abrir los ojos se había visto extendido sobre un lecho... El señor
de Chagny estaba acostado sobre un canapé, al lado del ropero de
espejo. Un ángel y un demonio velaban junto a ellos...
Después de los espejismos e ilusiones del cuarto de los suplicios,
la precisión de los detalles burgueses de aquella pequeña pieza tranquila,
parecían haber sido inventados con el objeto de perturbar también
cl espíritu del mortal temerario que se extraviara en aquel dominio
de la pesadilla viviente. Aquella cama marquesa, aquellas sillas de
caoba lustrada, aquella cómoda con sus bronces, el cuidado con que las
mantas de croché estaban colocadas en el respaldo de los sillones, el
reloj, a cada lado de la chimenea los pequeños cofrecillos de apariencia
tan inofensiva... en fin, aquella rinconera adornada con objetos de
conchilla, almohadillas rojas para alfileres, barcos de nácar y un enorme
huevo de avestruz... iluminado todo discretamente por una lámpara
con pantalla colocada sobre una mesita... todo aquel moblaje que era
de una fealdad casera tan apacible, tan razonable, "en el fondo de los
sótanos de la Opera", desconcertaba aún más la imaginación que todas
las fantasmagorías pasadas.
Y la sombra del hombre de la máscara, en aquel pequeño cuadro
anticuado, ordenado y prolijo, se destacaba aun más formidable.
Se acercó al oído del persa y le dijo:
–¿Te sientes mejor, "Daroga"? ¿Estás mirando mis muebles?... Es
lo único que me queda de mi desdichada madre...
Le dijo otras cosas que yo no recordaba; pero y esto le parecía
muy singular –el persa tenía el recuerdo exacto de que durante aquella
visión lejana del cuarto Luis Felipe, sólo Erik hablaba. Cristina Daaé
no decía una palabra: se movía sin hacer ruido, poniendo en juego
todas las virtudes de una samaritana... y callaba. Llevaba en una taza té
o un licor cordial humeante... El hombre de la máscara se la tomaba de
la mano y se la alcanzaba al persa.
En cuanto al señor de Chagny, dormía...
–Erik –dijo echando un poco de ron en la taza del "Daroga":
Volvió en sí antes de que pudiéramos saber si usted volvería a ver
el día, "Daroga". Está muy bien... duerme... No debemos despertarle...
Durante un instante Erik salió del cuarto y el persa, irguiéndose
sobre el codo, miró a su rededor... Advirtió junto a la chimenea la
silueta de Cristina Daaé. Le dirigió la palabra... la llamó... pero estaba
todavía muy débil y volvió a caer sobre su almohada... Cristina se le
acercó, le puso la mano sobre la frente y luego se alejó. Y el persa
recuerda que entonces, al irse, no le dirigió una sola mirada al señor de
Chagny, que es cierto, dormía... volvió a sentarse en un sillón, junto a
la chimenea, silenciosa como una hermana de caridad que hubiera
hecho voto de silencio.
Erik volvió con unos pequeños frascos, que depositó sobre la
chimenea. Y hablando siempre en voz baja, para no despertar al señor
de Chagny, le dijo al persa, después de haberse sentado a su cabecera y
tomándole el pulso:
–Ahora están salvos los dos. Dentro de un rato los voy a reconducir
a la superficie de la tierra “para complacer a mi mujer".
Después de decir esto se puso de pie y volvió a salir sin dar más
explicaciones.
El persa se puso a contemplar el perfil tranquilo de Cristina Daaé
a la luz de la lámpara. Leía un pequeño libro de cantos dorados, como
suelen ser los libros religiosos.
Hay ediciones análogas de "La Imitación de Cristo". Y el persa
guardaba en el oído el acento natural con que el otro le había dicho:
"por complacer a mi mujer".
El "Daroga" volvió a llamar en voz baja, pero Cristina debía estar
“muy lejos", en su lectura, porque no lo oyó...
Erik volvió... le hizo beber al "Daroga" una poción, después de
haberle recomendado que no le dirigiera la palabra a su mujer ni a
nadie, porque eso podría ser muy peligroso para la salud de todos.
A partir de ese momento el persa recuerda aún la sombra de Erik
y la silueta de Cristina, que se deslizaba siempre en silencio por el
cuarto, inclinándose encima de él y del señor de Chagny. El persa
estaba aún muy débil y el menor ruido, el de la puerta del espejo, que
se abriera, por ejemplo, le hacía doler la cabeza... y luego se durmió
como el señor de Chagny.
Esta vez no debía ya despertar sino en su casa, cuidado por su fiel
Darío quien le dijo que la noche precedente lo habían encontrado contra
la puerta de su departamento, donde había sido transportado por un
desconocido, que había tenido cuidado de llamar antes de marcharse.
Así que el "Daroga" hubo recobrado las fuerzas y la responsabilidad,
mandó preguntar noticias del vizconde al dominio del conde Felipe.
Se le respondió que el joven no había reaparecido y que cl conde
Felipe había muerto. Se había encontrado el cadáver de éste en la ribera
del lago de la Opera, del lado de la calle Scribe. El persa recordó la
misa fúnebre que había escuchado detrás de la pared del cuarto de los
espejos y ya no dudó del crimen ni del criminal.
Conociendo tanto a Erik no le costó trabajo reconstruir el drama.
Convencido de que su hermano había raptado a Cristina Daaé, Felipe
se había lanzado en su persecución por el camino de Bruselas, donde
sabía que todo estaba preparado para aquella aventura. No habiendo
encontrado allí a los jóvenes, volvió a la Opera, recordó las extrañas
confidencias de Raúl sobre su fantástico rival, supo que el vizconde lo
había intentado todo para penetrar en los sótanos de la Opera y, en fin,
que había desparecido, dejando su sombrero en el camarín de la diva,
junto a una caja de pistolas. Y cl conde, que no dudaba ya de la locura
de su hermano, se lanzó a su vez a aquel espantoso laberinto subterráneo.
¿Se necesitaba acaso más ante los ojos del persa, para que se encontrara
el cadáver del conde en la orilla del lago donde velaba el canto
de la Sirena, la sirena de Erik?
El persa no vaciló, pues. Espantado por aquel nuevo crimen, no
pudiendo permanecer en la incertidumbre en que se encontraba, relativa
a la suerte definitiva del vizconde y de Cristina Daaé, se decidió a
decírselo todo a la justicia.
Ahora bien, la instrucción del proceso había sido confiada al señor
juez Faure y fue a casa de éste que acudió a golpear. Ya se imaginará
cómo recibiría su deposición un espíritu escéptico, vulgar,
superficial (lo digo corlo lo pienso), y nada preparado para tal confidencia.
Lo trató al "Daroga" como si fuera un loco.
El persa, desesperado de que no llegara a oírle, se puso a escribir.
Puesto que la justicia no quería atender su testimonio, la prensa se
ocuparía de él, quizás, y una noche en que acababa de trazar la última
línea del relato que acabo de transcribir fielmente, su sirviente le anunció
que un extranjero que no había dicho su nombre y cuya cara no era
posible ver, le había declarado sencillamente que no se movería de allí
hasta haber hablado con el "Daroga".
El persa, presintiendo enseguida la personalidad de aquel singular
visitante, ordenó que lo hicieran pasar en el acto.
El "Daroga" no se había equivocado.
¡Era el Fantasma! ¡Era Erik!
Parecía dominarle una debilidad extremada y se apoyaba a la pared,
como si temiera caer... Habiéndose quitado el sombrero, dejó ver
la frente pálida como era. El resto de la cara lo ocultaba el antifaz.
El persa se había puesto de pie frente a él.
Asesino del conde Felipe, ¿qué has hecho de su hermano y de
Cristina Daaé?
Al oír este apóstrofe formidable, Erik vaciló y guardó un instante
de silencio; después, arrastrándose hasta un sillón, se dejó caer en él
exhalando un profundo suspiro.
Y allí dijo la frase entrecortada, en palabras sueltas, jadeando:
“–Daroga", no me hables del conde Felipe... Estaba muerto... ya...
cuando salí de la casa... Estaba muerto... cuando la Sirena cantó... Es
un accidente... un triste... un lamentable accidente...
–¡Mientes! –gritó el persa.
Entonces Erik inclinó la cabeza y dijo:
–No he venido aquí para hablar del tal conde Felipe, sino para decirte
que voy a morir.
–¿Dónde están Raúl de Chagny y Cristina Daaé?
–Voy a morir...
–¿Raúl de Chagny y Cristina Daaé?
– ...de amor... "Daroga"... voy a morir de amor... créeme... ¡la
amaba tanto!... Y la amo aún, "Daroga", porque de eso me muero, te lo
juro... ¡Si supieras qué hermosa estaba cuando me permitió que la
besara viva!.. Era la primera vez, "Daroga", la primera vez, oyes, que
yo besaba una mujer... Sí, la besé, viva, y estaba hermosa como una
muerta...
El persa se había puesto de pie y había osado tocar a Erik. Le sacudía
el brazo.
–¿Me dirás en fin si está muerta o viva?
–¿Por qué me sacudes así? –dijo Erik con dificultad. Te digo que
soy yo el que va a morir... la besé viva...
–Y ahora, ¿está muerta?
–Te digo que la besé en la frente... y no retiró su frente de mis labios.
¡Ah!, es una muchacha honrada. En cuanto a que haya muerto, no
lo creo... pero con eso ya no tengo nada que hacer... ¡No!, ¡no!, no ha
muerto. Y que yo no sepa que alguien le ha tocado un cabello... Es una
buena y honrada muchacha... Y que además te ha salvado la vida, "Daroga",
en un momento en que yo no hubiera dado dos centavos por
ella. En el fondo, nadie se ocupaba de ti. ¿Por qué estabas allí con
aquel joven? Ibas a morir, sí. Ella me suplicaba que salvara a su jovencito,
pero yo le respondía que puesto que ella había hecho girar al escorpión,
ese acto, por voluntad expresa suya, me convertía en su novio
y que no tenía necesidad de dos novios, lo que era bastante justo; en
cuanto a ti, tú no existías, ya no existías, te lo repito, e ibas a morir
junto con el otro novio.
"Pero lo que hubo, escúchame bien, "Deroga", es que como ustedes
gritaban como unos condenados, a causa del agua, Cristina se me
acercó, con sus grandes bellos ojos azules abiertos y me juró, por su
salvación eterna, que consentía en ser mi mujer. Hasta entonces en el
fondo de sus ojos, "Deroga", había visto siempre a mi novia muerta;
era la primera vez que la veía viva. Me hablaba con sinceridad, me
juraba por su salvación eterna. No se mataría... Medio minuto más
tarde todas las aguas habían vuelto al lago, se acabó la inundación y yo
tuve que hacerte vomitar, "Daroga", por que me pareció que no escapabas...
¡En fin! ¡Bueno!, era cosa entendida que yo les llevaría a la
superficie de la tierra a los dos. Por último, cuando me hubieron ustedes
dejado la plaza libre en el cuarto Luis Felipe, regresé a él solo.
–¿Qué habías hecho del vizconde de Chagny? –interrumpió el
persa.
–¡Oh!, como comprendes, "Deroga", a ése no le iba a devolver
enseguida a la superficie de la tierra... Era un rehén... Pero tampoco
podía guardarlo en la casa del lago... a causa de Cristina; entonces lo
encerré muy confortablemente, le puse a cadena (el perfume de Mazenderan
lo había vuelto blando como un harapo) en el calabozo de los
comuneros, que está en la parte más desierta del sótano más apartado
de la Opera, más abajo del quinto subsuelo, allí donde nunca va nadie y
donde no es posible hacerse oír de nadie. Estaba muy tranquilo al respecto,
y volví a reunirme con Cristina. Esta me esperaba...
Al llegar a este punto de su relato, parece que el Fantasma se puso
de pie tan solemnemente, que el persa, que había vuelto a sentarse,
tuvo que volver a levantarse, como obedeciendo al mismo impulso y
comprendiendo que era imposible permanecer sentado en un momento
tan solemne y hasta se quitó (el mismo persa me lo dijo) su gorro de
astracán, a pesar de que tenía la cabeza afeitada.
–¡Sí! Me esperaba –prosiguió Erik, que se puso a temblar como
una hoja, pero a temblar con una verdadera emoción solemne... –, me
esperaba de pie, rígida, viva, como una verdadera novia que ha comprometido
su salvación eterna... Y cuando yo me adelanté, más tímido
que una criatura, no me huyó... no, no... permaneció allí... me esperó...
y hasta me parece, "Deroga", que adelantó un poco, ¡oh!, muy poco, su
frente como una novia viva... Y yo..., sí... ¡yo la besé!... Yo... ¡Yo...
yo!.. ¡Y no cayó muerta!.. Permaneció sencillamente a mi lado... después
que la hube besado así... en la frente... ¡Oh! "Deroga", ¡qué bueno
es besar a alguien! ¡Tú no puedes saber lo que es eso!.. ¡Pero yo!..
¡yo!.. Mi madre, "Daroga", mi pobre madre, no quiso nunca que yo la
besara... Huía, arrojándome el antifaz... ni ninguna mujer, jamás, jamás,
jamás consintió en ello... ¡Oh!, entonces, ¿verdad?, ante semejante
felicidad lloré. Y caí llorando a sus pies... Y tú también estás
llorando, "Daroga"... Y ella también lloraba... lloraba como un ángel...
Al contar estas cosas, Erik lloraba y el persa, en efecto, no podía
contener sus lágrimas ante aquel hombre enmascarado, que con los
hombros sacudidos por los sollozos y las manos oprimidas contra el
pecho, ora jadeaba de dolor y ora de enternecimiento.
–... ¡Oh!, "Daroga", sentí sus lágrimas correr sobre mi frente.
Eran cálidas... eran suaves... Corrían por debajo de mi máscara sus
lágrimas e iban a mezclarse con las lágrimas de mis ojos... corrían
hasta mis labios... ¡Oh!, sus lágrimas bañando mi cara. Escucha, "Daroga",
escucha lo que hice... Me arranqué la careta para no perder una
sola de sus lágrimas... Y no huyó... Y no cayó muerta... Permaneció
viva llorando sobre mí... Junto conmigo... Lloramos juntos... ¡Oh!
Dios, infinitamente bueno, en ese instante me concediste toda la felicidad
del mundo.
Y Erik se desplomó jadeante en el sillón. El persa se precipitó hacia
él, pero lo detuvo con un ademán.
–¡Oh!, no voy a morir enseguida, en el acto... pero déjame llorar...
AI cabo de un rato el hombre de la máscara dijo:
–Escucha, "Daroga", escucha bien esto... Mientras yo estaba a sus
pies... oí que Cristina decía: "¡Pobre, desdichado Erik!" ¡Y me tomó las
manos!... Entonces, ya no fui, "Daroga", como comprendes, más que
un pobre perro a sus pies.
Figúrate que yo tenía en la mano un anillo, un anillo de oro, que
yo le había dado... que ella había perdido... y yo había encontrado...
Una sortija de compromiso, ¡vamos!
Se lo deslicé en su pequeña manita y te dije: ¡Toma esto! Toma
esto para ti... y para él... Este es mi regalo de bodas... el regalo del
pobre desgraciado Erik... Sé que lo amas a ese joven... ¡No llores
más!.. Me preguntó con voz suave qué quería decir. Entonces le hice
comprender, y enseguida comprendió, que yo no era para ella más que
un pobre perro, dispuesto a morir... y que ella, ella podía casarse con el
joven cuando quisiera, porque había llorado junto conmigo. ¡Oh!,
créeme, "Daroga", cuando le decía esas cosas, era como si me arrancara
el corazón, pero había llorado conmigo... y había dicho: "¡Pobre
desdichado Erik!"
La emoción de Erik era tal que tuvo que advertirle al persa que no
lo mirara, porque se ahogaba y se veía en la necesidad de quitarse la
máscara. El "Daroga" se dirigió a la ventana y la abrió, con el corazón
oprimido por la piedad, pero teniendo cuidado de fijar la vista en las
cimas de los árboles del jardín de las Tullerías, para no ver la cara del
monstruo.
Después fui –prosiguió Erik –a poner en libertad al joven y le dije
que me acompañara hasta donde estaba Cristina... Se abrazaron delante
de mí en el cuarto Luis Felipe... Cristina tenía puesto mi anillo... Le
hice jurar a Cristina que cuando yo muriese vendría una noche, pasando
por el lago de la calle Scribe, a hacerme enterrar en gran secreto con
el anillo de oro que ella usaría hasta aquel momento... le dije cómo
encontraría mi cuerpo y lo que habría que hacer... Entonces Cristina
me besó, por primera vez a mí, en la frente, aquí... (no me mires, "Daroga",
en la frente, en mi frente, sí aquí (no me mires, "Daroga"), y los
dos se marcharon... Cristina ya no lloraba... el único que lloraba era yo,
"Daroga", "Daroga"... Si Cristina cumple su juramento, pronto volverá...
Y Erik calló. El persa no le dirigía ya ninguna pregunta. Estaba
completamente tranquilo respecto de la suerte de Raúl de Chagny y de
Cristina Daaé, pues nadie, después de oír su relato de aquella noche,
hubiera puesto en duda la palabra de Erik.
El monstruo volvió a ponerse la máscara y apeló a todas sus fuerzas
para separarse del "Daroga".
Le anunció que cuando sintiera su muerte muy próxima, le mandaría,
para agradecerle los servicios que le debía, las cosas que más
quería en el mundo, todos los papeles de Cristina Daaé, que ella había
escrito en los momentos de aquella aventura, destinados a Raúl y que
le había dejado a Erik, y algunos objetos que habían sido de ella, dos
pañuelos, un par de guantes y un moño del zapato. Respondiendo a una
pregunta del persa, Erik le informó que los dos jóvenes habían resuelto
ir a buscar un sacerdote en el fondo de alguna soledad donde ocultarían
su felicidad y que se habían dirigido con ese propósito a la estación del
Norte. En fin, Erik contaba con el persa para que cuando recibiera los
papeles y reliquias prometidas, les anunciara su muerte a los dos jóvenes.
Para esto le bastaría pagar una línea en los avisos necrológicos del
diario "La Época”
El persa acompañó a Erik hasta la puerta de su departamento y
Darío lo acompañó hasta la calle, sosteniéndolo. Un fiacre estaba esperando.
Erik subió al coche. El persa, que había vuelto a levantarse, oyó
que le decía al cochero: "Lléveme a la Opera".
Y luego el fiacre desapareció en la sombra. El persa había visto
por última vez al pobre y desdichado Erik.
Tres semanas después, el diario "La Época" publicaba este anuncio
necrológico: "Erik ha muerto"
_
diario "La Época”
El persa acompañó a Erik hasta la puerta de su departamento y
Darío lo acompañó hasta la calle, sosteniéndolo. Un fiacre estaba esperando.
Erik subió al coche. El persa, que había vuelto a levantarse, oyó
que le decía al cochero: "Lléveme a la Opera".
Y luego el fiacre desapareció en la sombra. El persa había visto
por última vez al pobre y desdichado Erik.
Tres semanas después, el diario "La Época" publicaba este anuncio
necrológico: "Erik ha muerto"
_
EPILOGO
Tal es la verídica historia del Fantasma de la Opera. Como lo
anunciaba al principio de esta obra, no es posible dudar ahora de que
haya existido. Demasiadas pruebas de esta existencia están puestas al
alcance de todos para que no se puedan seguir razonablemente todos
los hechos y gestos de Erik a través del drama de los de Chagny.
No hay para qué repetir aquí cuánto apasionó este asunto al público
de la capital. Aquella artista raptada, el conde de Chagny muerto
en condiciones tan excepcionales, su hermano desaparecido y el triple
sueño de los empleados de la iluminación de la Opera... ¡Qué dramas!
¡Qué pasiones! ¡Qué crímenes se habían desarrollado alrededor del
idilio de Raúl y de la dulce y encantadora Cristina!... ¿Qué habrá sido
de la sublime y misteriosa cantante a la que jamás se volvería a oír?...
Se la presentó como una víctima de la rivalidad de los dos hermanos, y
nadie sospechó lo que en realidad había pasado; nadie comprendió que
puesto que Cristina y Raúl habían desaparecido a la vez, los dos novios
se habían retirado lejos del mundo para gozar una felicidad que deseaban
no fuera pública después de la muerte inexplicable del conde Felipe.
Un día habían tomado un tren en la estación del Norte... Yo
también quizá tome algún día ese tren y vaya a buscar alrededor de tus
lagos, ¡oh, Noruega!, ¡oh, silenciosa Escandinavia!, los rastros aun
vivientes de Raúl y de Cristina, y también de la señora Valerius, desaparecida
igualmente en aquella época... Quizás un día oiga repetir al
eco solitario de los hielos, el canto de aquella que conoció al Ángel de
la Música...
Mucho tiempo después de que la causa fuera sobreseída por la
acción inteligente del juez de instrucción Faure, la prensa, de cuando
en cuando, trataba aún de penetrar el misterio... y continuaba preguntándose
dónde estaba la mano monstruosa que había preparado y llevado
a cabo tan inauditas catástrofes (crimen y desaparición)
Un diario del bulevar, que estaba al tanto de todos los chismes de
bastidores, era el único que había escrito:
–Esa mano es la del Fantasma de la Opera.
Pero lo había dicho, naturalmente, en sentido irónico.
Solamente el persa, a quien no se habían querido oír y que no repitió,
después de la visita de Erik, su primera tentativa respecto de la
justicia, era el único que poseía toda la verdad.
Y conservaba en su poder las pruebas principales que le habían
llegado junto con las piadosas reliquias anunciadas por el Fantasma...
Esas pruebas yo habría de completarlas con la ayuda del propio
"Daroga". Yo las iba poniendo al día, siguiendo el curso de mis investigaciones
y él las guiaba. Desde hacía años y años no había vuelto a la
Opera, pero había conservado el recuerdo más preciso del monumento
y no podía darse mejor guía para descubrirme los rincones más secretos.
Era él también quien me indicaba las fuentes que podía consultar,
los personajes que podía interrogar. Fue él quien me incitó a que fuera
a golpear a la puerta del señor Poligny, en el momento en que el pobre
estaba casi moribundo. Yo no sabía que estaba tan mal y no olvidaré
jamás el efecto que produjeron en él mis preguntas relativas al Fantasma.
Me miró como si viera al diablo y no me respondió más que algunas
frases sueltas, pero que atestiguaban (era lo esencial) cuánto había
perturbado el Fantasma de la Opera aquella vida ya tan agitada. (El
señor Poligny era lo que se ha convenido en llamar un calavera)
Cuando le comuniqué al persa el pobre resultado de mi visita al
señor Poligny, el "Daroga" sonrió vagamente y me dijo: “Jamás supo a
ciencia cierta Poligny hasta qué punto ese extraordinario crápula de
Erik (cl persa tan pronto hablaba de Erik como de un dios como de un
vil canalla) lo ha conducido de las narices. Poligny era supersticioso y
Erik lo sabía. Erik sabía también muchas cosas sobre los negocios
públicos y privados de la Opera.
"Cuando el señor Poligny oyó a una voz misteriosa contarle en el
palco número 5 el empleo que hacía de su tiempo y de la confianza de
su asociado, no quiso saber nada más. Como herido por una voz del
Cielo, se creyó condenado y luego, como la voz le pidiera dinero, vio
muy bien que era víctima de un estafador que también explotó a Debienne.
Los dos, cansados de su dirección por diferentes motivos, se
marcharon sin tratar de conocer más a fondo la personalidad de aquel
extraño F. de la O. que les había hecho llegar un pliego de condiciones
tan extraño. Legaron todo el misterio a la dirección siguiente, exhalando
un profundo suspiro de satisfacción, muy contentos de verse libres
de un lío que los había intrigado mucho, pero que les había hecho muy
poca gracia".
Así se expresó el persa respecto de los señores Debienne y Poligny.
Con este motivo le hablé de los sucesores de éstas y me sorprendí
deque en las "Memorias de un director", del señor Moncharmin, se
hablara de un modo tan completo de los hechos y dichos del F. de la O.
en la primera parte, y que casi no lo nombrara en la segunda. El persa,
que conocía aquellas "Memorias" como si las hubiera escrito él mismo,
me hizo observar que encontraría la explicación de todo si me tomaba
el trabajo de reflexionar respecto de unas pocas líneas que, precisamente
en la segunda parte de esas "Memorias", consagra Moncharmin
al Fantasma. He aquí esas líneas, que nos interesan particularmente,
porque en ellas se relata de una manera muy sencilla cómo terminó el
famoso asunto de los 20.000 francos:
A propósito de F. de la O. (es el señor Moncharmin el que habla),
algunas de cuyas singulares fantasías he narrado en el comienzo de
estas "Memorias”, sólo quiero decir aquí una cosa y es que recompensó
con un generoso arranque todas las molestias que nos causara a mi
querido colaborador y a mí. Pensó, sin duda, que toda broma debe
tener sus límites, sobre todo cuando resulta muy cara y el comisario de
policía toma cartas en el asunto, porque en el mismo instante en que
habíamos dado cita en nuestro despacho al señor Mifroid para contarle
toda la historia, algunos días después de la desaparición de
Cristina Daaé, encontrarnos sobre el escritorio de Richard un sobre
con esta inscripción impresa en tinta colorada: "De parte de F. de la
O."; las sumas bastante importantes que había conseguido substraernos
de la caja directorial. Richard opinó que las cosas no debían pasar
de ahí. Y así se resolvió para bien de todos. ¿No es verdad,
querido F. de la O?”
Evidentemente, Moncharmin, sobre todo después de aquella restitución,
seguía creyendo que había sido juguete durante un momento
de la imaginación burlesca de Richard, así como Richard no cesó de
creer que Moncharmin había inventado la patraña del Fantasma de la
Opera para vengarse de algunas bromas suyas.
Había llegado la oportunidad de que le preguntara al persa de qué
artificio se valía el Fantasma para hacer desaparecer veinte mil francos
del bolsillo de Richard a pesar del alfiler de gancho. Me dijo que no
conocía a fondo ese detalle, pero que si "trabajaba" en cl sitio donde
los hechos se producían, acabaría por descubrir el enigma, recordando
que no en balde Erik había sido apodado el maestro de trampas. Le
prometí al persa dedicarme cuando tuviera tiempo a hacer útiles investigaciones
por ese lado. Diré, desde luego, que el resultado de esas
investigaciones fue completamente satisfactorio. No creía en verdad
que iba a descubrir tantas pruebas innegables de la autenticidad de los
fenómenos atribuidos al Fantasma.
Es bueno que se sepa que los papeles del persa, los de Cristina
Daaé, las declaraciones que me fueron hechas por los antiguos colaboradores
de los señores Richard y Moncharmin y por la misma pequeña
Meg (porque, ¡ay!, la excelente madame Giry ha muerto), y la Sorelli,
que está ahora retirada en Lovenciennes, es bueno que se sepa, digo,
que todo eso que constituye las pruebas documentadas de la existencia
del Fantasma, y que voy a depositar en los archivos de la Opera, ha
sido reforzando por varios descubrimientos importantes, de los que
estoy bastante satisfecho.
Si no he podido encontrar la casa del lago, por haber condenado
Erik todas sus puertas secretas, sin embargo, estoy seguro de que sería
fácil penetrar hasta ella si se procediera al agotamiento del lago, como
lo he solicitado varias veces ala administración de las Bellas Artes11, y
11 De esto se hablaba cuarenta y ocho horas antes de la aparición de esta obra
al señor Dujardin-Beaumetz, el simpático secretario de Estado en las Bellas
Artes que me ha dado alguna esperanza. Así se desvanecería la leyenda del
Fantasna y se substituiría con la historia tan curiosa de Erik. ¡Y quién nos dice
que no se encontrada en la casa del lago la famosa partitura del "Don Juan
aunque, además, haya querido mi mala suerte que numerosos trabajos
hayan modificado los planos de los camarines en el sitio en que se
encontraba cl de Cristina Daaé, con todo, he descubierto el corredor
secreto de los comuneros, cuya pared de tablas se está desmoronando
en partes; y del mismo modo he descubierto la trampa por donde Raúl
y cl persa bajaron a los sótanos del teatro.
He encontrado en el calabozo de los comuneros muchas iniciales
trazadas en las paredes por los desgraciados que fueron encerrados allí;
entre esas iniciales una R., una D. y una C. –R.D.C. ¿No es esto significativo?
¡Raúl de Chagny! Las letras están todavía muy visibles. Naturalmente
que no me he limitado a eso. En el primero y segundo sótanos
he hecho funcionar dos trampas de un sistema giratorio completamente
desconocido para los maquinistas, que sólo usan trampas corredizas.
En fin, puedo decirle con pleno conocimiento de causa al lector:
Visitad un día la Opera, pedid que os permitan recorrerla en paz sin
cicerones estúpidos, entrad en el palco número 5 y golpead la enorme
columna que separa a este palco de avant-scène. Golpead con cl bastón
o con cl puño y escuchad: ¡Veréis que suena a hueco! Después de esto
no os sorprenderéis de que haya podido estar habitado por "la voz" del
Fantasma; hay dentro de esa columna sitio para dos hombres. No es
extraño que cuando los fenómenos del palco número 5, nadie se volviera
a esa columna, porque tiene el aspecto de ser de mármol macizo
y que la voz que se encerraba en ella parecía más bien venir del lado
opuesto, porque la voz del Fantasma, ventrílocuo, parecía salir de donde
él quería. La columna está trabajada, esculpida, calada por el cincel
del artista. No desespero de que he de descubrir algún día cl pedazo de
escultura que debía quitarse y ponerse a voluntad, para dar libre paso a
la correspondencia del Fantasma con madame Giry y a sus generosidades.
Sin duda que todo esto, que yo he visto y palpado, no es nada al
lado de lo que un ser extraordinario y fabuloso como Erik debió crear
en el misterio de un monumento como la Opera, pero daría todos estos
descubrimientos por el que me fue dado hacer delante del propio admi-
Triunfante", obra capital de Erik, cuyo inmenso talento musical ya nadie niega!..
nistrador, en el despacho directorial. Bajo el escritorio del director, a
algunos centímetros del sillón, una trampa, del ancho de la hoja del
piso y del largo de un antebrazo, nada más...; una trampa que se abría
como la tapa de un cofrecillo, una trampa por la que veo salir una mano
que trabaja con destreza en el faldón colgante de un frac...
¡Era por allí que se habían marchado los cuarenta mil francos!..
Era por allí que gracias a algún ingenioso mecanismo habían vuelto...
Cuando le hablé de aquello al persa, presa de una emoción bien
comprensible, le dije:
–¿Entonces Erik simplemente se divertía en hacerse el caprichoso
con su pliego de condiciones, puesto que devolvió los cuarenta mil
francos?
El persa me respondió:
–¡No lo crea usted!... Erik necesitaba dinero. Creyendo que estaba
fuera de la humanidad, no lo detenían los escrúpulos y se servía de las
dotes extraordinarias de habilidad y destreza que le había dado la naturaleza
en compensación de su atroz fealdad, para explotar a los humanos,
y esto, a veces, de la manera más artística del mundo. Si devolvió
espontáneamente los cuarenta mil francos a los señores Richard y
Moncharmin, es porque en el momento de la restitución nos los necesitaba.
Había renunciado a su casamiento con Cristina Daaé. Había
renunciado a todos los bienes de la tierra...
Según el persa, Erik era originario de un pequeño pueblo de los
alrededores de Ruan. Era hijo de un maestro constructor. Había huido
siendo muy muchacho, del domicilio paterno, en cl que su fealdad era
un motivo de espanto para sus padres. Durante algún tiempo se había
exhibido en las ferias, en las que su empresario lo mostraba con la
denominación del "muerto vivo". Atravesó la Europa de feria en feria,
y fue a completar su extraña educación de artista y de ilusionista en la
fuente misma del arte, entre los gitanos. Todo un período de la existencia
de Erik permanecía oscuro. Se lo vuelve a encontrar en la feria de
Nijni-Novgorod, donde entonces se hallaba en el apogeo de su espantosa
gloria. Ya cantaba como no ha cantado nadie en el mundo, hacía el
ventrílocuo y mil hechicerías de las que las caravanas todavía hablaban
al volver a Asia durante todo cl camino. Un mercader de pieles que iba
a Samarkanda de regreso de Nijni-Novgorod, contó los milagros que
había visto en la carpa de Erik. Se hizo ir al mercader a palacio y cl
"Daroga" de Mazenderan lo interrogó. Después el "Daroga" fue encargado
de buscar a Erik. Consiguió llevarlo a Persia y durante algunos
meses fue allí el niño mimado. Cometió allí no pocas atrocidades porque
parecía no distinguir entre cl bien y cl mal, y cooperó en algunos
bellos asesinatos políticos, tan tranquilamente como combatió con
invenciones diabólicas al emir del Afghanistán en guerra con cl imperio.
El shamsha le tomó cariño. Fue ése el momento de las lloras Rosadas
de Mazenderan de que nos ha dado una idea el relato del “Daroga".
Como Erik tenía en arquitectura ideas completamente personales y que
concebía un palacio lo mismo que un prestidigitador puede imaginar
un cofrecillo con dobles fondos, cl shamsha le ordenó una construcción
de este género, que llevó a cabo y que era, según parece, tan ingeniosa,
que su majestad podía pasearse por toda ella sin que se lo notara y
desaparecer sin que fuera posible saber por medio de qué artificio.
Cuando cl shamsha se vio dueño de semejante joya ordenó, imitando lo
que hizo cierto zar con cl genial arquitecto de una iglesia de la plaza
Roja, en Moscú, que le vaciaran a Erik sus ojos de oro. Pero reflexionó
que, aun ciego Erik, podría construir para otro soberano una residencia
tan inaudita, y también que estando Erik vivo, alguien poseería cl secreto
del maravilloso palacio. La muerte de Erik quedó resuelta, así
como la de todos los obreros que habían trabajado bajo sus órdenes. El
"Daroga" de Mazenderan fue encargado de la ejecución de esta orden
abominable. Erik le había prestado algunos servicios y lo había hecho
reír mucho. Lo salvó proporcionándole los medios de huir. Pero casi
hubo de pagar con su cabeza aquella debilidad generosa. Felizmente
para el "Daroga", se encontró en la orilla del Mar Caspio un cadáver
medio comido por los pájaros del mar y que pasó por el de Erik gracias
a que unos amigos del "Daroga" vistieron los despojos con ropas que
habían pertenecido a Erik. El "Daroga" se salvó, pero perdió su favor,
sus bienes y fue desterrado. El tesoro persa continuó, sin embargo,
pasándole al "Daroga", porque era de sangre real, una pensión de algunos
Tal es la verídica historia del Fantasma de la Opera. Como lo
anunciaba al principio de esta obra, no es posible dudar ahora de que
haya existido. Demasiadas pruebas de esta existencia están puestas al
alcance de todos para que no se puedan seguir razonablemente todos
los hechos y gestos de Erik a través del drama de los de Chagny.
No hay para qué repetir aquí cuánto apasionó este asunto al público
de la capital. Aquella artista raptada, el conde de Chagny muerto
en condiciones tan excepcionales, su hermano desaparecido y el triple
sueño de los empleados de la iluminación de la Opera... ¡Qué dramas!
¡Qué pasiones! ¡Qué crímenes se habían desarrollado alrededor del
idilio de Raúl y de la dulce y encantadora Cristina!... ¿Qué habrá sido
de la sublime y misteriosa cantante a la que jamás se volvería a oír?...
Se la presentó como una víctima de la rivalidad de los dos hermanos, y
nadie sospechó lo que en realidad había pasado; nadie comprendió que
puesto que Cristina y Raúl habían desaparecido a la vez, los dos novios
se habían retirado lejos del mundo para gozar una felicidad que deseaban
no fuera pública después de la muerte inexplicable del conde Felipe.
Un día habían tomado un tren en la estación del Norte... Yo
también quizá tome algún día ese tren y vaya a buscar alrededor de tus
lagos, ¡oh, Noruega!, ¡oh, silenciosa Escandinavia!, los rastros aun
vivientes de Raúl y de Cristina, y también de la señora Valerius, desaparecida
igualmente en aquella época... Quizás un día oiga repetir al
eco solitario de los hielos, el canto de aquella que conoció al Ángel de
la Música...
Mucho tiempo después de que la causa fuera sobreseída por la
acción inteligente del juez de instrucción Faure, la prensa, de cuando
en cuando, trataba aún de penetrar el misterio... y continuaba preguntándose
dónde estaba la mano monstruosa que había preparado y llevado
a cabo tan inauditas catástrofes (crimen y desaparición)
Un diario del bulevar, que estaba al tanto de todos los chismes de
bastidores, era el único que había escrito:
–Esa mano es la del Fantasma de la Opera.
Pero lo había dicho, naturalmente, en sentido irónico.
Solamente el persa, a quien no se habían querido oír y que no repitió,
después de la visita de Erik, su primera tentativa respecto de la
justicia, era el único que poseía toda la verdad.
Y conservaba en su poder las pruebas principales que le habían
llegado junto con las piadosas reliquias anunciadas por el Fantasma...
Esas pruebas yo habría de completarlas con la ayuda del propio
"Daroga". Yo las iba poniendo al día, siguiendo el curso de mis investigaciones
y él las guiaba. Desde hacía años y años no había vuelto a la
Opera, pero había conservado el recuerdo más preciso del monumento
y no podía darse mejor guía para descubrirme los rincones más secretos.
Era él también quien me indicaba las fuentes que podía consultar,
los personajes que podía interrogar. Fue él quien me incitó a que fuera
a golpear a la puerta del señor Poligny, en el momento en que el pobre
estaba casi moribundo. Yo no sabía que estaba tan mal y no olvidaré
jamás el efecto que produjeron en él mis preguntas relativas al Fantasma.
Me miró como si viera al diablo y no me respondió más que algunas
frases sueltas, pero que atestiguaban (era lo esencial) cuánto había
perturbado el Fantasma de la Opera aquella vida ya tan agitada. (El
señor Poligny era lo que se ha convenido en llamar un calavera)
Cuando le comuniqué al persa el pobre resultado de mi visita al
señor Poligny, el "Daroga" sonrió vagamente y me dijo: “Jamás supo a
ciencia cierta Poligny hasta qué punto ese extraordinario crápula de
Erik (cl persa tan pronto hablaba de Erik como de un dios como de un
vil canalla) lo ha conducido de las narices. Poligny era supersticioso y
Erik lo sabía. Erik sabía también muchas cosas sobre los negocios
públicos y privados de la Opera.
"Cuando el señor Poligny oyó a una voz misteriosa contarle en el
palco número 5 el empleo que hacía de su tiempo y de la confianza de
su asociado, no quiso saber nada más. Como herido por una voz del
Cielo, se creyó condenado y luego, como la voz le pidiera dinero, vio
muy bien que era víctima de un estafador que también explotó a Debienne.
Los dos, cansados de su dirección por diferentes motivos, se
marcharon sin tratar de conocer más a fondo la personalidad de aquel
extraño F. de la O. que les había hecho llegar un pliego de condiciones
tan extraño. Legaron todo el misterio a la dirección siguiente, exhalando
un profundo suspiro de satisfacción, muy contentos de verse libres
de un lío que los había intrigado mucho, pero que les había hecho muy
poca gracia".
Así se expresó el persa respecto de los señores Debienne y Poligny.
Con este motivo le hablé de los sucesores de éstas y me sorprendí
deque en las "Memorias de un director", del señor Moncharmin, se
hablara de un modo tan completo de los hechos y dichos del F. de la O.
en la primera parte, y que casi no lo nombrara en la segunda. El persa,
que conocía aquellas "Memorias" como si las hubiera escrito él mismo,
me hizo observar que encontraría la explicación de todo si me tomaba
el trabajo de reflexionar respecto de unas pocas líneas que, precisamente
en la segunda parte de esas "Memorias", consagra Moncharmin
al Fantasma. He aquí esas líneas, que nos interesan particularmente,
porque en ellas se relata de una manera muy sencilla cómo terminó el
famoso asunto de los 20.000 francos:
A propósito de F. de la O. (es el señor Moncharmin el que habla),
algunas de cuyas singulares fantasías he narrado en el comienzo de
estas "Memorias”, sólo quiero decir aquí una cosa y es que recompensó
con un generoso arranque todas las molestias que nos causara a mi
querido colaborador y a mí. Pensó, sin duda, que toda broma debe
tener sus límites, sobre todo cuando resulta muy cara y el comisario de
policía toma cartas en el asunto, porque en el mismo instante en que
habíamos dado cita en nuestro despacho al señor Mifroid para contarle
toda la historia, algunos días después de la desaparición de
Cristina Daaé, encontrarnos sobre el escritorio de Richard un sobre
con esta inscripción impresa en tinta colorada: "De parte de F. de la
O."; las sumas bastante importantes que había conseguido substraernos
de la caja directorial. Richard opinó que las cosas no debían pasar
de ahí. Y así se resolvió para bien de todos. ¿No es verdad,
querido F. de la O?”
Evidentemente, Moncharmin, sobre todo después de aquella restitución,
seguía creyendo que había sido juguete durante un momento
de la imaginación burlesca de Richard, así como Richard no cesó de
creer que Moncharmin había inventado la patraña del Fantasma de la
Opera para vengarse de algunas bromas suyas.
Había llegado la oportunidad de que le preguntara al persa de qué
artificio se valía el Fantasma para hacer desaparecer veinte mil francos
del bolsillo de Richard a pesar del alfiler de gancho. Me dijo que no
conocía a fondo ese detalle, pero que si "trabajaba" en cl sitio donde
los hechos se producían, acabaría por descubrir el enigma, recordando
que no en balde Erik había sido apodado el maestro de trampas. Le
prometí al persa dedicarme cuando tuviera tiempo a hacer útiles investigaciones
por ese lado. Diré, desde luego, que el resultado de esas
investigaciones fue completamente satisfactorio. No creía en verdad
que iba a descubrir tantas pruebas innegables de la autenticidad de los
fenómenos atribuidos al Fantasma.
Es bueno que se sepa que los papeles del persa, los de Cristina
Daaé, las declaraciones que me fueron hechas por los antiguos colaboradores
de los señores Richard y Moncharmin y por la misma pequeña
Meg (porque, ¡ay!, la excelente madame Giry ha muerto), y la Sorelli,
que está ahora retirada en Lovenciennes, es bueno que se sepa, digo,
que todo eso que constituye las pruebas documentadas de la existencia
del Fantasma, y que voy a depositar en los archivos de la Opera, ha
sido reforzando por varios descubrimientos importantes, de los que
estoy bastante satisfecho.
Si no he podido encontrar la casa del lago, por haber condenado
Erik todas sus puertas secretas, sin embargo, estoy seguro de que sería
fácil penetrar hasta ella si se procediera al agotamiento del lago, como
lo he solicitado varias veces ala administración de las Bellas Artes11, y
11 De esto se hablaba cuarenta y ocho horas antes de la aparición de esta obra
al señor Dujardin-Beaumetz, el simpático secretario de Estado en las Bellas
Artes que me ha dado alguna esperanza. Así se desvanecería la leyenda del
Fantasna y se substituiría con la historia tan curiosa de Erik. ¡Y quién nos dice
que no se encontrada en la casa del lago la famosa partitura del "Don Juan
aunque, además, haya querido mi mala suerte que numerosos trabajos
hayan modificado los planos de los camarines en el sitio en que se
encontraba cl de Cristina Daaé, con todo, he descubierto el corredor
secreto de los comuneros, cuya pared de tablas se está desmoronando
en partes; y del mismo modo he descubierto la trampa por donde Raúl
y cl persa bajaron a los sótanos del teatro.
He encontrado en el calabozo de los comuneros muchas iniciales
trazadas en las paredes por los desgraciados que fueron encerrados allí;
entre esas iniciales una R., una D. y una C. –R.D.C. ¿No es esto significativo?
¡Raúl de Chagny! Las letras están todavía muy visibles. Naturalmente
que no me he limitado a eso. En el primero y segundo sótanos
he hecho funcionar dos trampas de un sistema giratorio completamente
desconocido para los maquinistas, que sólo usan trampas corredizas.
En fin, puedo decirle con pleno conocimiento de causa al lector:
Visitad un día la Opera, pedid que os permitan recorrerla en paz sin
cicerones estúpidos, entrad en el palco número 5 y golpead la enorme
columna que separa a este palco de avant-scène. Golpead con cl bastón
o con cl puño y escuchad: ¡Veréis que suena a hueco! Después de esto
no os sorprenderéis de que haya podido estar habitado por "la voz" del
Fantasma; hay dentro de esa columna sitio para dos hombres. No es
extraño que cuando los fenómenos del palco número 5, nadie se volviera
a esa columna, porque tiene el aspecto de ser de mármol macizo
y que la voz que se encerraba en ella parecía más bien venir del lado
opuesto, porque la voz del Fantasma, ventrílocuo, parecía salir de donde
él quería. La columna está trabajada, esculpida, calada por el cincel
del artista. No desespero de que he de descubrir algún día cl pedazo de
escultura que debía quitarse y ponerse a voluntad, para dar libre paso a
la correspondencia del Fantasma con madame Giry y a sus generosidades.
Sin duda que todo esto, que yo he visto y palpado, no es nada al
lado de lo que un ser extraordinario y fabuloso como Erik debió crear
en el misterio de un monumento como la Opera, pero daría todos estos
descubrimientos por el que me fue dado hacer delante del propio admi-
Triunfante", obra capital de Erik, cuyo inmenso talento musical ya nadie niega!..
nistrador, en el despacho directorial. Bajo el escritorio del director, a
algunos centímetros del sillón, una trampa, del ancho de la hoja del
piso y del largo de un antebrazo, nada más...; una trampa que se abría
como la tapa de un cofrecillo, una trampa por la que veo salir una mano
que trabaja con destreza en el faldón colgante de un frac...
¡Era por allí que se habían marchado los cuarenta mil francos!..
Era por allí que gracias a algún ingenioso mecanismo habían vuelto...
Cuando le hablé de aquello al persa, presa de una emoción bien
comprensible, le dije:
–¿Entonces Erik simplemente se divertía en hacerse el caprichoso
con su pliego de condiciones, puesto que devolvió los cuarenta mil
francos?
El persa me respondió:
–¡No lo crea usted!... Erik necesitaba dinero. Creyendo que estaba
fuera de la humanidad, no lo detenían los escrúpulos y se servía de las
dotes extraordinarias de habilidad y destreza que le había dado la naturaleza
en compensación de su atroz fealdad, para explotar a los humanos,
y esto, a veces, de la manera más artística del mundo. Si devolvió
espontáneamente los cuarenta mil francos a los señores Richard y
Moncharmin, es porque en el momento de la restitución nos los necesitaba.
Había renunciado a su casamiento con Cristina Daaé. Había
renunciado a todos los bienes de la tierra...
Según el persa, Erik era originario de un pequeño pueblo de los
alrededores de Ruan. Era hijo de un maestro constructor. Había huido
siendo muy muchacho, del domicilio paterno, en cl que su fealdad era
un motivo de espanto para sus padres. Durante algún tiempo se había
exhibido en las ferias, en las que su empresario lo mostraba con la
denominación del "muerto vivo". Atravesó la Europa de feria en feria,
y fue a completar su extraña educación de artista y de ilusionista en la
fuente misma del arte, entre los gitanos. Todo un período de la existencia
de Erik permanecía oscuro. Se lo vuelve a encontrar en la feria de
Nijni-Novgorod, donde entonces se hallaba en el apogeo de su espantosa
gloria. Ya cantaba como no ha cantado nadie en el mundo, hacía el
ventrílocuo y mil hechicerías de las que las caravanas todavía hablaban
al volver a Asia durante todo cl camino. Un mercader de pieles que iba
a Samarkanda de regreso de Nijni-Novgorod, contó los milagros que
había visto en la carpa de Erik. Se hizo ir al mercader a palacio y cl
"Daroga" de Mazenderan lo interrogó. Después el "Daroga" fue encargado
de buscar a Erik. Consiguió llevarlo a Persia y durante algunos
meses fue allí el niño mimado. Cometió allí no pocas atrocidades porque
parecía no distinguir entre cl bien y cl mal, y cooperó en algunos
bellos asesinatos políticos, tan tranquilamente como combatió con
invenciones diabólicas al emir del Afghanistán en guerra con cl imperio.
El shamsha le tomó cariño. Fue ése el momento de las lloras Rosadas
de Mazenderan de que nos ha dado una idea el relato del “Daroga".
Como Erik tenía en arquitectura ideas completamente personales y que
concebía un palacio lo mismo que un prestidigitador puede imaginar
un cofrecillo con dobles fondos, cl shamsha le ordenó una construcción
de este género, que llevó a cabo y que era, según parece, tan ingeniosa,
que su majestad podía pasearse por toda ella sin que se lo notara y
desaparecer sin que fuera posible saber por medio de qué artificio.
Cuando cl shamsha se vio dueño de semejante joya ordenó, imitando lo
que hizo cierto zar con cl genial arquitecto de una iglesia de la plaza
Roja, en Moscú, que le vaciaran a Erik sus ojos de oro. Pero reflexionó
que, aun ciego Erik, podría construir para otro soberano una residencia
tan inaudita, y también que estando Erik vivo, alguien poseería cl secreto
del maravilloso palacio. La muerte de Erik quedó resuelta, así
como la de todos los obreros que habían trabajado bajo sus órdenes. El
"Daroga" de Mazenderan fue encargado de la ejecución de esta orden
abominable. Erik le había prestado algunos servicios y lo había hecho
reír mucho. Lo salvó proporcionándole los medios de huir. Pero casi
hubo de pagar con su cabeza aquella debilidad generosa. Felizmente
para el "Daroga", se encontró en la orilla del Mar Caspio un cadáver
medio comido por los pájaros del mar y que pasó por el de Erik gracias
a que unos amigos del "Daroga" vistieron los despojos con ropas que
habían pertenecido a Erik. El "Daroga" se salvó, pero perdió su favor,
sus bienes y fue desterrado. El tesoro persa continuó, sin embargo,
pasándole al "Daroga", porque era de sangre real, una pensión de algunos
centenares de francos mensuales, y fue entonces que acudió a refugiarse
en París.
En cuanto a Erik, había pasado a Asia Menor; después fue a
Constantinopla, donde entró al servicio del sultán. Dará idea de los
servicios que pudo prestar a un soberano en quien hacían presa todos
los terrores, cuando haya dicho que fue Erik quien construyó todas las
famosas trampas y cuartos secretos y cajas de hierro que se descubrieron
en Yildis-Kiosk, después de la revolución turca. Fue a él también
que se le ocurrió fabricar autómatas vestidos como el príncipe, autómatas
que hacían creer que el jefe de los creyentes estaba despierto en
un sitio mientras que estaba descansando en otro.
Naturalmente, tuvo que dejar el servicio del sultán por las mismas
razones que hubo de huir de Persia. Sabía demasiadas cosas. Entonces,
muy cansado de su aventurera y formidable y monstruosa vida, quiso
ser alguien como todo el mundo. Se hizo constructor, como un empresario
vulgar que construye casas con vulgares ladrillos. Licitó varios
trabajos de los cimientos de la Opera. Cuando se vio en el subsuelo de
tan vasto teatro, su temperamento de artista fantaseador y mágico, le
dominó. Y, además, ¡seguía siendo siempre horroroso! Soñó con crearse
una residencia ignorada por el resto de la tierra y que lo ocultaría
para siempre de las miradas de los hombres.
Se sabe y se adivina lo demás. Está en las páginas de esta increíble,
y, sin embargo, verídica aventura. ¡Pobre, desdichado Erik! ¿Hay
que tenerle lástima? ¿Hay que maldecirle? Sólo quería ser alguien
como todo el mundo. ¡Pero era demasiado feo! Tuvo que ocultar su
genio o hacer pruebas con él, mientras que con una cara regular hubiera
sido uno de los ejemplares más nobles de la especie humana.
Tenía un corazón capaz de contener un mundo y tuvo que contentarse,
al fin, con un sótano de la Opera. ¡Decididamente, hay que compadecer
al Fantasma de la Opera!
He orado, a pesar de sus crímenes, sobre sus despojos, y que Dios
se apiade de él.
Estoy seguro, muy seguro, de haber rezado el otro día sobre su
cadáver, cuando cavaron tierra, y en el mismo sitio en que enterraban
las voces vivas; era un esqueleto. No fue en la fealdad de la cabeza que
lo reconocí, porque cuando están muertos desde hace tanto tiempo,
todos los hombres son feos, pero a causa del anillo de oro que llevaba,
y que sin duda Cristina Daaé habría acudido a deslizarle en el dedo
antes de enterrarlo, como se lo había prometido.
El esqueleto se encontraba junto a la pequeña fuente, en el sitio
en que por primera vez, cuando la arrebató por los sótanos del teatro, el
Ángel de la Música había sostenido entre sus brazos temblorosos a
Cristina Daaé desmayada.
Y ahora, ¿qué irán a hacer de ese esqueleto? No es posible que lo
manden a la fosa común. Yo digo que el sitio de ese esqueleto del
Fantasma de la Opera está en los archivos de la Academia Nacional de
Música. Ese esqueleto no es un esqueleto vulgar.
FIN
en París.
En cuanto a Erik, había pasado a Asia Menor; después fue a
Constantinopla, donde entró al servicio del sultán. Dará idea de los
servicios que pudo prestar a un soberano en quien hacían presa todos
los terrores, cuando haya dicho que fue Erik quien construyó todas las
famosas trampas y cuartos secretos y cajas de hierro que se descubrieron
en Yildis-Kiosk, después de la revolución turca. Fue a él también
que se le ocurrió fabricar autómatas vestidos como el príncipe, autómatas
que hacían creer que el jefe de los creyentes estaba despierto en
un sitio mientras que estaba descansando en otro.
Naturalmente, tuvo que dejar el servicio del sultán por las mismas
razones que hubo de huir de Persia. Sabía demasiadas cosas. Entonces,
muy cansado de su aventurera y formidable y monstruosa vida, quiso
ser alguien como todo el mundo. Se hizo constructor, como un empresario
vulgar que construye casas con vulgares ladrillos. Licitó varios
trabajos de los cimientos de la Opera. Cuando se vio en el subsuelo de
tan vasto teatro, su temperamento de artista fantaseador y mágico, le
dominó. Y, además, ¡seguía siendo siempre horroroso! Soñó con crearse
una residencia ignorada por el resto de la tierra y que lo ocultaría
para siempre de las miradas de los hombres.
Se sabe y se adivina lo demás. Está en las páginas de esta increíble,
y, sin embargo, verídica aventura. ¡Pobre, desdichado Erik! ¿Hay
que tenerle lástima? ¿Hay que maldecirle? Sólo quería ser alguien
como todo el mundo. ¡Pero era demasiado feo! Tuvo que ocultar su
genio o hacer pruebas con él, mientras que con una cara regular hubiera
sido uno de los ejemplares más nobles de la especie humana.
Tenía un corazón capaz de contener un mundo y tuvo que contentarse,
al fin, con un sótano de la Opera. ¡Decididamente, hay que compadecer
al Fantasma de la Opera!
He orado, a pesar de sus crímenes, sobre sus despojos, y que Dios
se apiade de él.
Estoy seguro, muy seguro, de haber rezado el otro día sobre su
cadáver, cuando cavaron tierra, y en el mismo sitio en que enterraban
las voces vivas; era un esqueleto. No fue en la fealdad de la cabeza que
lo reconocí, porque cuando están muertos desde hace tanto tiempo,
todos los hombres son feos, pero a causa del anillo de oro que llevaba,
y que sin duda Cristina Daaé habría acudido a deslizarle en el dedo
antes de enterrarlo, como se lo había prometido.
El esqueleto se encontraba junto a la pequeña fuente, en el sitio
en que por primera vez, cuando la arrebató por los sótanos del teatro, el
Ángel de la Música había sostenido entre sus brazos temblorosos a
Cristina Daaé desmayada.
Y ahora, ¿qué irán a hacer de ese esqueleto? No es posible que lo
manden a la fosa común. Yo digo que el sitio de ese esqueleto del
Fantasma de la Opera está en los archivos de la Academia Nacional de
Música. Ese esqueleto no es un esqueleto vulgar.
FIN
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