EL FANTASMA DE LA OPERA -- GASTON LEROUX
__
FANTASMA DE LA ÓPERA
GASTON LEROUX
PROLOGO
_
Gastón Leroux y los fantasmas
Gastón Leroux y los fantasmas
__
Gastón Leroux vivió 59 años, entre 1868 y 1927. Su existencia se
deslizó en plena era espiritista, cuando en París circulaba profusamente
Le livre des sprits (1857), de Allan Kardec, y los metapsiquistas estudiaban
el doble y los fantasmas que algunos dotados de percepciones
extrasensoriales hablan creído verificar en algún momento. Por esa
época, cuando Gastón Leroux ya era un escritor, también se vendía
Phantasms of the Living, de Gurney, Myers y Podmore, publicado en
1886.
El tema de los fantasmas, unido al de los vampiros, lo atrajo
mientras ejercía el periodismo, y ya en la batalla de la creación escribió
La ponpée sanglante, donde los vampiros y la sangre serán algunos de
los enigmas que asediarán al protagonista. La tarea fue continuada en
un libro posterior (La máquina de asesinar), y en otros en los que tratare
de la resurrección entre los muertos.
Un día, sin embargo, Gastón Leroux sustituye el fantasma por un
ser de carne y hueso que nadie ha visto, pero que es capaz de cometer
un crimen en cuarto cerrada. Nadie sabrá cómo puede asesinarse a la
víctima que yace en una habitación herméticamente cerrada. Este será
el enigma de Le mystère de la chambre jaune (1908), donde aparece,
para eternizarse, su héroe Rouletabille.
La idea del fantasma hace impacto en otra obra no menos imperecedera
escrita en 1910: El fantasma de la Opera. Es la historia alucinante
de un amor imposible, cuyo protagonista oculta, su horrible
fealdad en los subsuelos del Teatro de la Opera de París, uno de los
cuales sirvió para los calabozos secretos improvisados por los federados
en el levantamiento de la Comuna. Hacia esos subsuelos, cruzados
de pasajes enigmáticos y paredes corredizas como en The Mysteries of
Udolfo (1794), de Ann Radcliffe, cl Fantasma (que carece de nariz y
no puede mover los labios), llevará a la actriz Cristina Daaé en la
Gastón Leroux vivió 59 años, entre 1868 y 1927. Su existencia se
deslizó en plena era espiritista, cuando en París circulaba profusamente
Le livre des sprits (1857), de Allan Kardec, y los metapsiquistas estudiaban
el doble y los fantasmas que algunos dotados de percepciones
extrasensoriales hablan creído verificar en algún momento. Por esa
época, cuando Gastón Leroux ya era un escritor, también se vendía
Phantasms of the Living, de Gurney, Myers y Podmore, publicado en
1886.
El tema de los fantasmas, unido al de los vampiros, lo atrajo
mientras ejercía el periodismo, y ya en la batalla de la creación escribió
La ponpée sanglante, donde los vampiros y la sangre serán algunos de
los enigmas que asediarán al protagonista. La tarea fue continuada en
un libro posterior (La máquina de asesinar), y en otros en los que tratare
de la resurrección entre los muertos.
Un día, sin embargo, Gastón Leroux sustituye el fantasma por un
ser de carne y hueso que nadie ha visto, pero que es capaz de cometer
un crimen en cuarto cerrada. Nadie sabrá cómo puede asesinarse a la
víctima que yace en una habitación herméticamente cerrada. Este será
el enigma de Le mystère de la chambre jaune (1908), donde aparece,
para eternizarse, su héroe Rouletabille.
La idea del fantasma hace impacto en otra obra no menos imperecedera
escrita en 1910: El fantasma de la Opera. Es la historia alucinante
de un amor imposible, cuyo protagonista oculta, su horrible
fealdad en los subsuelos del Teatro de la Opera de París, uno de los
cuales sirvió para los calabozos secretos improvisados por los federados
en el levantamiento de la Comuna. Hacia esos subsuelos, cruzados
de pasajes enigmáticos y paredes corredizas como en The Mysteries of
Udolfo (1794), de Ann Radcliffe, cl Fantasma (que carece de nariz y
no puede mover los labios), llevará a la actriz Cristina Daaé en la
esperanza de un amor que pudiera redimirlo de la asfixiante fealdad que
debe cubrir todos los días con una máscara.
Hay un juego entre el amor y el mal hábilmente barajado por Leroux.
Yo creo que esta singularidad le da vigencia permanente a El
fantasma de la Opera.
Gastón Leroux quiso ser abogado, pero abandonó sus estudios de
derecho y se dedicó al periodismo. Fue cronista de tribunales en el
diario Le Matin, de París, ocupación que también dejó para consagrarse
a la literatura. Expresan sus biógrafos que se encerraba para escribir.
Cuando terminaba, disparaba todos los proyectiles de su revólver.
Luego lo festejaba ruidosamente con su mujer y sus hijos. En París
estaban acostumbrados a sus extravagancias.
En cambio, su método de escritura participaba del azar y el acertijo.
No comenzaba ningún relato sin elegir previamente dos palabras
similares. Con ellas construía una serie de frases de igual significación
que después elegía para iniciar y cerrar el relato. Esto es lo que él confesaba
cuando se lo interrogaba acerca del método al que ajustaba su
escritura.
Leroux era un ser cabalístico que creía en el misterio y los milagros.
Creía en los seres fantasmales y en la vida del más allá. El tema
del espíritu y el de la vida de ultratumba lo indujeron, en algún momento,
a realizar una obra que no concretó. Sus extravagancias terminaban
cuando meditaba en lo que él llamaba el misterio de la muerte.
Acaso El fantasma de la Opera fue la tesis de una existencia en
que el bien y el mal, la vida y la muerte, se anulan recíprocamente en
presencia del amor.
debe cubrir todos los días con una máscara.
Hay un juego entre el amor y el mal hábilmente barajado por Leroux.
Yo creo que esta singularidad le da vigencia permanente a El
fantasma de la Opera.
Gastón Leroux quiso ser abogado, pero abandonó sus estudios de
derecho y se dedicó al periodismo. Fue cronista de tribunales en el
diario Le Matin, de París, ocupación que también dejó para consagrarse
a la literatura. Expresan sus biógrafos que se encerraba para escribir.
Cuando terminaba, disparaba todos los proyectiles de su revólver.
Luego lo festejaba ruidosamente con su mujer y sus hijos. En París
estaban acostumbrados a sus extravagancias.
En cambio, su método de escritura participaba del azar y el acertijo.
No comenzaba ningún relato sin elegir previamente dos palabras
similares. Con ellas construía una serie de frases de igual significación
que después elegía para iniciar y cerrar el relato. Esto es lo que él confesaba
cuando se lo interrogaba acerca del método al que ajustaba su
escritura.
Leroux era un ser cabalístico que creía en el misterio y los milagros.
Creía en los seres fantasmales y en la vida del más allá. El tema
del espíritu y el de la vida de ultratumba lo indujeron, en algún momento,
a realizar una obra que no concretó. Sus extravagancias terminaban
cuando meditaba en lo que él llamaba el misterio de la muerte.
Acaso El fantasma de la Opera fue la tesis de una existencia en
que el bien y el mal, la vida y la muerte, se anulan recíprocamente en
presencia del amor.
__
DOS PALABRAS
En las que el autor de este singular relato cuenta al lector de cómo
llegó atener la certeza de que el Fantasma de la Opera ha existido
realmente.
El Fantasma de la Opera ha existido. No fue, como se creyó durante
mucho tiempo, una invención de artistas, una superstición de
empresarios, la creación medrosa del cerebro excitado de las señoritas
del cuerpo de baile, de sus madres, de los acomodadores, de los empleados
de la guardarropía y de la portería.
Sí, ha existido en carne y hueso, aun cuando se le dio todas las
apariencias de un verdadero fantasma, es decir, de una sombra.
Desde que comencé a compulsar los archivos de la Academia Nacional
de Música, me llamó la atención la coincidencia sorprendente de
los fenómenos atribuidos al Fantasma, con el más fantástico de los
dramas que haya conmovido a la alta sociedad parisiense, y pronto
llegué a pensar que quizá se pudiera explicar racionalmente a éste por
medio de aquél. Los acontecimientos no datan más que de unos treinta
años, y no sería difícil encontrar todavía, en el propio foyer de la danza,
ancianos muy respetables, cuya palabra no puede ser puesta en
duda, que recuerdan, como si el suceso hubiera ocurrido ayer, los
acontecimientos misteriosos y trágicos que acompañaron el rapto de
Cristina Daaé, la desaparición del vizconde de Chagny y la muerte de
un hermano mayor, el conde Felipe, cuyo cuerpo fue encontrado en el
borde del lago que se extiende en cl subsuelo de la Opera, del lago de
la calle Scribe. Pero a ninguna de esas personas se les había ocurrido
hasta ahora relacionar con esa terrible aventura al personaje más bien
legendario del Fantasma de la Opera.
La verdad penetró con dificultad en mi espíritu perturbado por
una investigación que chocaba a cada instante con acontecimientos
que, a primera vista, podían parecer sobrenaturales, y, más de una vez,
estuve a punto de abandonar una persecución en que me extenuaba,
corriendo por aferrar una vana imagen. Por último, obtuve la prueba
que mis presentimientos no me hablan engañado y todos mis esfuerzos
quedaron recompensados cl día en que adquirí la certidumbre de que el
Fantasma de la Opera había sido algo más que una sombra.
Ese día pasé largas horas en compañía de las "Memorias de un director",
obra ligera del demasiado escéptico Moncharmin, que no entendió
una palabra de la conducta tenebrosa del Fantasma durante su
paso por la Opera, y que se reta de él a carcajadas en cl mismo instante
en que era él la primera víctima de la curiosa operación financiera que
se realizaba en el interior del "sobre mágico".
Acababa de salir desesperado de la biblioteca, cuando encontré al
amable administrador de la Academia Nacional, que estaba charlando
en un descanso de la escalera con un viejecito muy movedizo, y bien
puesto, a quien me presentó enseguida. El señor administrador estaba
al tanto de mis investigaciones y sabía con qué paciencia había tratado
en vano de descubrir el retiro del juez de instrucción del famoso asunto
Chagny, el señor Faure. No se sabía qué había sido de él, y si estaba
muerto o vivo; y hete aquí que, de regreso del Canadá, donde acababa
de pasar quince años, su primera diligencia en París habla sido ir a
pedir un sillón de favor en la secretara de la Opera. Aquel viejecito era
el mismísimo señor Faure.
Pasamos buena parte de la noche juntos y me contó el proceso
Chagny tal como lo había entendido. Había llegado a la conclusión, por
falta de pruebas, de que el vizconde se había vuelto loco y de que la
muerte de su hermano había sido accidental, pero le quedaba la presunción
de que entre los dos hermanos debió haber un drama terrible a
propósito de Cristina Daaé. No supo decirme qué habla sido de Cristina,
ni del vizconde. No hay para qué decir que cuando le hablé del
Fantasma se limitó a reír. El también había sido puesto al tanto de las
singulares manifestaciones que parecían atestiguar la existencia de un
ser excepcional, que había elegido domicilio en uno de los rincones
más misteriosos de la Opera, y había conocido la historia del "sobre",
pero no había visto en todo eso nada que mereciera llamar la atención
de un magistrado encargado de instruir el asunto Chagny, y apenas si
había escuchado durante unas instantes la deposición de un testigo que
se presentó espontáneamente para afirmar que habla tenido ocasión de
encontrarse numerases veces con cl Fantasma. Este personaje –el testigo
–era un individuo que en todo París se lo conocía por cl persa, siendo
popular entre las abonadas de la Opera. El juez lo había tomado por
un iluminado.
Puede imaginarse cuán prodigiosamente me interesaría esa historia
del persa. Quise encontrar, si es que eso era todavía posible, a ese
precioso y original testigo. Favoreciéndome por fin la buena suerte,
conseguí descubrirlo en su pequeño departamento de la calle de Rívoli,
que ocupaba desde aquella época y en cl que habla de morir cinco
meses después de mi visita. En un principio, desconfié; pero, cuando cl
persa me hubo cantado, con un candor infantil, todo lo que sabía personalmente
del Fantasma y me hubo dado en plena propiedad las pruebas
de su existencia, y sobre todo la extraña correspondencia de
Cristina Daaé, correspondencia que iluminaba con una luz tan deslumbrante
su espantoso destino, ya no me fue posible dudar. ¡No! ¡No! ¡El
Fantasma no era un mito!
Ya sé bien que se dirá que toda esa correspondencia quizá no sea
auténtica, y que pudo ser toda forjada por un hombre cuya imaginación
hubiera estado alimentada por los cuentos más seductores, pero felizmente
he podido conseguir cartas de Cristina ajenas al famoso legajo, y
he podido, por lo tanto, entregarme a un estudio comparativo que ha
disipado todas mis vacilaciones.
He podido también hacer averiguaciones respecto del persa, y
convencerme de que era un hombre honrado e incapaz de inventar una
maquinación que hubiera podido extraviar a la justicia.
Ese es, por otra parte, el parecer de las más graves personalidades
que han estado más o menos mezcladas en el asunto Chagny, que han
sido amigas de la familia Chagny, a quienes he expuesto todos mis
documentos y ante los cuales he desarrollado todas mis deducciones.
He recibido por ese lado las más nobles palabras de aliento y voy a
permitirme reproducir con este motivo, algunas líneas que me han sido
dirigidas por cl general D...
"Señor:
"No tengo palabras con qué incitarle a publicar los resultados de
su encuesta. Recuerdo perfectamente que algunas semanas antes de la
desaparición de la gran cantante Cristina Daaé, y del drama que enlutó
a todo el faubourg Saint-Germain, se hablaba mucho en el foyer de la
danza, del Fantasma, y creo que no se dejó de hablar de él sino después
que estalló ese drama que ocupó a todos los espíritus; pero si fuera
posible, como pienso, después de haberle oído a usted, explicar el
drama por medio del Fantasma, le ruego, señor, que nos hable usted de
él. Por misterioso que en un principio pueda parecer, siempre será más
explicable que esa sombría historia en que las gentes malintencionadas
han querido ver hacerse pedazos, hasta morir, a dos hermanos que se
adoraron toda su vida...
"Reciba las expresiones, etc...”
En fin, con mi expediente en la mano, había recorrido de nuevo
rudo cl vasto dominio del Fantasma, el formidable monumento de que
había hecho su imperio, y todo lo que mis ojos habían visto, todo lo
que mi espíritu había descubierto, corroboraban admirablemente los
documentos del persa, cuando un hallazgo providencial vino a coronar
definitivamente mis trabajos.
Se recordará que hace poco tiempo, al cavar cl subsuelo de la
ópera para enterrar las voces fonografiadas de los artistas, el pico de
los obreros puso a descubierto un cadáver. Pues bien, yo obtuve enseguida
la prueba que ese cadáver era el del Fantasma de la Opera. Le
hice palpar esa prueba al propio administrador del teatro, y poco me
importa que los diarios digan que esos restos eran los de una víctima de
la Comuna.
Los infelices que fueron muertos durante la Comuna, en los sótanos
de la Opera, no están enterrados en ese punto; puedo decir dónde
están esos esqueletos, bien lejos de esa cripta inmensa que, durante el
sitio, fue convertida en depósito de provisiones. He hecho esta averiguación
precisamente al buscar los restos del Fantasma de la Opera,
que no hubiera encontrado sin esta casualidad inaudita del entierro de
las voces vivas.
Pero hemos de volver a hablar de ese cadáver y de lo que conviene
hacer con él; ahora me interesa terminar este imprescindible prefacio,
dando las gracias al comisario de policía señor Mifroid (que fue
llamado a hacer las primeras indagaciones cuando la desaparición de
Cristina Daaé), al secretario señor Remy, al ex administrador señor
Mercier, al antiguo maestro de canto señor Gabriel y más particularmente
a la señora baronesa de Castelot-Barbezac, que fue la pequeña
Meg (de lo que no se sonroja), la más encantadora estrella de nuestro
admirable cuerpo de baile, la hija mayor de la honorable Mme. Giry –
antigua acomodadora ya privada del palco del Fantasma –quienes me
prestaron el más útil concurso, y gracias a los cuales voy a poder revivir
junto con el lector, en sus más pequeños detalles, aquellas horas de
puro amor y de espanto1.
Gastón Leroux.
1 Sería un ingrato si no les diera también las gracias antes de comenzar esta
espantosa y verídica historia a la actual dirección de la Opera, que se ha prestado
tan amablemente a todas mis investigaciones y en particular a M. Messager;
al muy simpático administrador M. Gabión y al muy amable arquitecto
encargado de la conservación del edificio, que no ha vacilado en prestarme las
obras de Charles Garnier, el ilustre arquitecto de la Opera, aunque convencido
de que no se las devolvería. Por último, debo reconocer públicamente la generosidad
de mi amigo y antiguo colaborador M. J. L. Croze, que ha permitido
servirme de su admirable biblioteca teatral y sacar de ella algunas ediciones
únicas a las que atribuyo inmensa importancia. –G. L.
En las que el autor de este singular relato cuenta al lector de cómo
llegó atener la certeza de que el Fantasma de la Opera ha existido
realmente.
El Fantasma de la Opera ha existido. No fue, como se creyó durante
mucho tiempo, una invención de artistas, una superstición de
empresarios, la creación medrosa del cerebro excitado de las señoritas
del cuerpo de baile, de sus madres, de los acomodadores, de los empleados
de la guardarropía y de la portería.
Sí, ha existido en carne y hueso, aun cuando se le dio todas las
apariencias de un verdadero fantasma, es decir, de una sombra.
Desde que comencé a compulsar los archivos de la Academia Nacional
de Música, me llamó la atención la coincidencia sorprendente de
los fenómenos atribuidos al Fantasma, con el más fantástico de los
dramas que haya conmovido a la alta sociedad parisiense, y pronto
llegué a pensar que quizá se pudiera explicar racionalmente a éste por
medio de aquél. Los acontecimientos no datan más que de unos treinta
años, y no sería difícil encontrar todavía, en el propio foyer de la danza,
ancianos muy respetables, cuya palabra no puede ser puesta en
duda, que recuerdan, como si el suceso hubiera ocurrido ayer, los
acontecimientos misteriosos y trágicos que acompañaron el rapto de
Cristina Daaé, la desaparición del vizconde de Chagny y la muerte de
un hermano mayor, el conde Felipe, cuyo cuerpo fue encontrado en el
borde del lago que se extiende en cl subsuelo de la Opera, del lago de
la calle Scribe. Pero a ninguna de esas personas se les había ocurrido
hasta ahora relacionar con esa terrible aventura al personaje más bien
legendario del Fantasma de la Opera.
La verdad penetró con dificultad en mi espíritu perturbado por
una investigación que chocaba a cada instante con acontecimientos
que, a primera vista, podían parecer sobrenaturales, y, más de una vez,
estuve a punto de abandonar una persecución en que me extenuaba,
corriendo por aferrar una vana imagen. Por último, obtuve la prueba
que mis presentimientos no me hablan engañado y todos mis esfuerzos
quedaron recompensados cl día en que adquirí la certidumbre de que el
Fantasma de la Opera había sido algo más que una sombra.
Ese día pasé largas horas en compañía de las "Memorias de un director",
obra ligera del demasiado escéptico Moncharmin, que no entendió
una palabra de la conducta tenebrosa del Fantasma durante su
paso por la Opera, y que se reta de él a carcajadas en cl mismo instante
en que era él la primera víctima de la curiosa operación financiera que
se realizaba en el interior del "sobre mágico".
Acababa de salir desesperado de la biblioteca, cuando encontré al
amable administrador de la Academia Nacional, que estaba charlando
en un descanso de la escalera con un viejecito muy movedizo, y bien
puesto, a quien me presentó enseguida. El señor administrador estaba
al tanto de mis investigaciones y sabía con qué paciencia había tratado
en vano de descubrir el retiro del juez de instrucción del famoso asunto
Chagny, el señor Faure. No se sabía qué había sido de él, y si estaba
muerto o vivo; y hete aquí que, de regreso del Canadá, donde acababa
de pasar quince años, su primera diligencia en París habla sido ir a
pedir un sillón de favor en la secretara de la Opera. Aquel viejecito era
el mismísimo señor Faure.
Pasamos buena parte de la noche juntos y me contó el proceso
Chagny tal como lo había entendido. Había llegado a la conclusión, por
falta de pruebas, de que el vizconde se había vuelto loco y de que la
muerte de su hermano había sido accidental, pero le quedaba la presunción
de que entre los dos hermanos debió haber un drama terrible a
propósito de Cristina Daaé. No supo decirme qué habla sido de Cristina,
ni del vizconde. No hay para qué decir que cuando le hablé del
Fantasma se limitó a reír. El también había sido puesto al tanto de las
singulares manifestaciones que parecían atestiguar la existencia de un
ser excepcional, que había elegido domicilio en uno de los rincones
más misteriosos de la Opera, y había conocido la historia del "sobre",
pero no había visto en todo eso nada que mereciera llamar la atención
de un magistrado encargado de instruir el asunto Chagny, y apenas si
había escuchado durante unas instantes la deposición de un testigo que
se presentó espontáneamente para afirmar que habla tenido ocasión de
encontrarse numerases veces con cl Fantasma. Este personaje –el testigo
–era un individuo que en todo París se lo conocía por cl persa, siendo
popular entre las abonadas de la Opera. El juez lo había tomado por
un iluminado.
Puede imaginarse cuán prodigiosamente me interesaría esa historia
del persa. Quise encontrar, si es que eso era todavía posible, a ese
precioso y original testigo. Favoreciéndome por fin la buena suerte,
conseguí descubrirlo en su pequeño departamento de la calle de Rívoli,
que ocupaba desde aquella época y en cl que habla de morir cinco
meses después de mi visita. En un principio, desconfié; pero, cuando cl
persa me hubo cantado, con un candor infantil, todo lo que sabía personalmente
del Fantasma y me hubo dado en plena propiedad las pruebas
de su existencia, y sobre todo la extraña correspondencia de
Cristina Daaé, correspondencia que iluminaba con una luz tan deslumbrante
su espantoso destino, ya no me fue posible dudar. ¡No! ¡No! ¡El
Fantasma no era un mito!
Ya sé bien que se dirá que toda esa correspondencia quizá no sea
auténtica, y que pudo ser toda forjada por un hombre cuya imaginación
hubiera estado alimentada por los cuentos más seductores, pero felizmente
he podido conseguir cartas de Cristina ajenas al famoso legajo, y
he podido, por lo tanto, entregarme a un estudio comparativo que ha
disipado todas mis vacilaciones.
He podido también hacer averiguaciones respecto del persa, y
convencerme de que era un hombre honrado e incapaz de inventar una
maquinación que hubiera podido extraviar a la justicia.
Ese es, por otra parte, el parecer de las más graves personalidades
que han estado más o menos mezcladas en el asunto Chagny, que han
sido amigas de la familia Chagny, a quienes he expuesto todos mis
documentos y ante los cuales he desarrollado todas mis deducciones.
He recibido por ese lado las más nobles palabras de aliento y voy a
permitirme reproducir con este motivo, algunas líneas que me han sido
dirigidas por cl general D...
"Señor:
"No tengo palabras con qué incitarle a publicar los resultados de
su encuesta. Recuerdo perfectamente que algunas semanas antes de la
desaparición de la gran cantante Cristina Daaé, y del drama que enlutó
a todo el faubourg Saint-Germain, se hablaba mucho en el foyer de la
danza, del Fantasma, y creo que no se dejó de hablar de él sino después
que estalló ese drama que ocupó a todos los espíritus; pero si fuera
posible, como pienso, después de haberle oído a usted, explicar el
drama por medio del Fantasma, le ruego, señor, que nos hable usted de
él. Por misterioso que en un principio pueda parecer, siempre será más
explicable que esa sombría historia en que las gentes malintencionadas
han querido ver hacerse pedazos, hasta morir, a dos hermanos que se
adoraron toda su vida...
"Reciba las expresiones, etc...”
En fin, con mi expediente en la mano, había recorrido de nuevo
rudo cl vasto dominio del Fantasma, el formidable monumento de que
había hecho su imperio, y todo lo que mis ojos habían visto, todo lo
que mi espíritu había descubierto, corroboraban admirablemente los
documentos del persa, cuando un hallazgo providencial vino a coronar
definitivamente mis trabajos.
Se recordará que hace poco tiempo, al cavar cl subsuelo de la
ópera para enterrar las voces fonografiadas de los artistas, el pico de
los obreros puso a descubierto un cadáver. Pues bien, yo obtuve enseguida
la prueba que ese cadáver era el del Fantasma de la Opera. Le
hice palpar esa prueba al propio administrador del teatro, y poco me
importa que los diarios digan que esos restos eran los de una víctima de
la Comuna.
Los infelices que fueron muertos durante la Comuna, en los sótanos
de la Opera, no están enterrados en ese punto; puedo decir dónde
están esos esqueletos, bien lejos de esa cripta inmensa que, durante el
sitio, fue convertida en depósito de provisiones. He hecho esta averiguación
precisamente al buscar los restos del Fantasma de la Opera,
que no hubiera encontrado sin esta casualidad inaudita del entierro de
las voces vivas.
Pero hemos de volver a hablar de ese cadáver y de lo que conviene
hacer con él; ahora me interesa terminar este imprescindible prefacio,
dando las gracias al comisario de policía señor Mifroid (que fue
llamado a hacer las primeras indagaciones cuando la desaparición de
Cristina Daaé), al secretario señor Remy, al ex administrador señor
Mercier, al antiguo maestro de canto señor Gabriel y más particularmente
a la señora baronesa de Castelot-Barbezac, que fue la pequeña
Meg (de lo que no se sonroja), la más encantadora estrella de nuestro
admirable cuerpo de baile, la hija mayor de la honorable Mme. Giry –
antigua acomodadora ya privada del palco del Fantasma –quienes me
prestaron el más útil concurso, y gracias a los cuales voy a poder revivir
junto con el lector, en sus más pequeños detalles, aquellas horas de
puro amor y de espanto1.
Gastón Leroux.
1 Sería un ingrato si no les diera también las gracias antes de comenzar esta
espantosa y verídica historia a la actual dirección de la Opera, que se ha prestado
tan amablemente a todas mis investigaciones y en particular a M. Messager;
al muy simpático administrador M. Gabión y al muy amable arquitecto
encargado de la conservación del edificio, que no ha vacilado en prestarme las
obras de Charles Garnier, el ilustre arquitecto de la Opera, aunque convencido
de que no se las devolvería. Por último, debo reconocer públicamente la generosidad
de mi amigo y antiguo colaborador M. J. L. Croze, que ha permitido
servirme de su admirable biblioteca teatral y sacar de ella algunas ediciones
únicas a las que atribuyo inmensa importancia. –G. L.
CAPITULO I
¿SERIA EL FANTASMA?
¿SERIA EL FANTASMA?
_
Aquella noche, que era la última en que los señores Debienne y
Poligny, los directores renunciantes de la Opera, daban su última función
de gala con motivo de su retiro, el camarín de la Sorelli, una de las
primeras figuras del cuerpo de baile, fue bruscamente invadido por
media docena de integrantes del aludido cuerpo, que volvían de la
escena después de haber "bailado" a "Poliuto". Se precipitaron con
gran confusión, las unas lanzando carcajadas excesivas y poco naturales
y las otras dando gritos de terror.
La Sorelli, que deseaba estar sola un momento para repasar las
palabras que deberla pronunciar poco después en el foyer ante los señores
Debienne y Poligny, vio con mal humor que aquellas aturdidas se le
echaran encima. Se volvió hacia sus camaradas y se inquietó del barullo
que hacían. Fue la pequeña Saint-James –la nariz predilecta de
Grévin, unos ojos de miosotis, mejillas de rosa, senos de lirio –, quien
dio la razón del alboroto en das palabras, con una voz trémula sofocada
por la angustia:
–¡El Fantasma!
Y cerró la puerta con llave. El camarín de la Sorelli era de una
elegancia oficial y trivial. Un tocador, un diván, un espejo de tres cuerpos
y unos armarios formaban el moblaje necesario. Algunos grabados
en las paredes, recuerdos de su madre, que había conocido los bellos
días de la antigua Opera de la calle Le Peltier. Retratos de Vestris, de
Gardel, de Dupunt, de Bibottini. Aquel camarín les parecía un palacio
alas chicos del cuerpo de baile, alojadas en cuartos comunes, en donde
se pasaban cl tiempo cantando, disputando, peleando con los peluqueros
y camareras, convidándose con vasos de cerveza, con copitas de
anís, y de ron hasta que sonaba la campana del avisador.
La Sorelli era muy supersticiosa. Al oírle hablar del Fantasma a la
pequeña Saint-James se estremeció y dijo:
–¡Chicuela tonta!
Y como era la primera en creer en los fantasmas en general y en
el de la Opera en particular, quiso que la informaran enseguida:
–¿Ustedes lo han visto? –preguntó.
–¡Cómo la estoy viendo! –replicó con un hilo de voz la pequeña
Saint-James, que, sin fuerzas en las piernas se dejó caer sobre una silla.
Y enseguida la pequeña Giry –unos ojos color ciruela, cabellos
retintos, tinte paliducho, un pobre pellejito sobre sus huesecitos –agregó:
–¡Si es él, es muy feo!
–¡Oh, sí! –dijeron en coro las bailarinas.
Y se pusieron a hablar todas a la vez. El fantasma se les había
aparecido con las trazas de un señor vestido de frac, que de pronto se
había erguido frente a ellas en el pasadizo, sin que pudieran saber de
dónde había salido. Su aparición fue tan súbita que se hubiera podido
creer que había brotado de la pared.
–¡Bah! –dijo una de las muchachas que había conservado un poco
de sangre fría, ustedes ven al Fantasma en todas partes.
Era cierto. Desde hacía algunos meses, no se hablaba de otra cosa
en la Opera más que de aquel Fantasma vestido de frac que se paseaba
por todo el edificio, que no dirigía la palabra a nadie, a quien nadie se
atrevía a hablar, y que se evaporaba en cuanto se lo veía, sin saber
cómo ni dónde. No hacía ruido al caminar, como conviene a un verdadero
fantasma. Se había comenzado por reír y por burlarse de aquel
aparecido que vestía como un caballero o como un lacayo de pompas
fúnebres, pero la leyenda del Fantasma adquirió proporciones colosales
en el cuerpo de baile; todas pretendían haber visto de más o menos
lejos a ese ser sobrenatural y halar sido víctimas de sus maleficios. Y
las que más reían no eran las menos asustadas. Cuando no se dejaba
ver, señalaba su presencia a su paso por medio de acontecimientos
burlescos o funestos, de los que la superstición casi general lo hacía
responsable. Si había que deplorar un accidente, si una de las chicas
del cuerpo de baile le hacía una travesura a alguna compañera, si
desaparecía un cisne de echarse polvos de arroz, ¡todo era culpa del Fantasma,
del Fantasma de la Opera!
Pero, al fin, ¿quién lo habla visto? ¡Se pueden encontrar tantos
fracs en la Opera que no son fantasmas! Pero éste tenía una especialidad
muy singular en su frac; vestía un esqueleto.
Así al menos decían aquellas señoritas.
Y tenía, naturalmente, por cabeza, una calavera.
¿Era serio todo eso? La verdad es que la versión del esqueleto había
nacido de la descripción que hiciera del Fantasma José Buquet, jefe
de maquinistas, que realmente lo había visto. Tropezó no puede decirse
que contra sus narices, pues el Fantasma carecía de ellas con cl misterioso
personaje en la pequeña escalera que baja, cerca de las candilejas,
directamente a la tramoya. Tuvo tiempo de verlo un segundo, porque el
fantasma huyó y había conservado un recuerdo imborrable de aquella
visión.
Y he aquí lo que José Buquet dijo del fantasma a todo cl que quiso
oírle:
"Es extraordinariamente flaco y el frac le flota como sobre un esqueleto.
Sus ojos están tan hundidos que no se distinguen sus pupilas
inmóviles. No se le ven, en suma, más que dos grandes cuencas negras
como en los cráneos de los muertos. Su piel, que está estirada sobre los
huesos como un parche de tambor, no es blanca, sino de un amarillo
sucio; su nariz es tan escasa, que no se la ve de perfil, y la ausencia de
la nariz es lo que más desagrada ver. Sólo tres o cuatro largas mechas
oscuras sobre la frente y detrás de las orejas constituyen su cabellera".
En vano fue que Buquet persiguiera aquella aparición. Desapareció
como por arte de magia, sin dejar rastro alguno.
Aquel jefe de maquinistas era un hombre serio, de imaginación
lenta y sobrio. Su palabra fue escuchada con estupor e interés, y enseguida
aparecieron muchas personas que también habían visto a un
hombre de frac y con una calavera por cabeza.
Las personas sensatas a quienes llegó aquella versión dijeron que
José Buquet había sido, sin duda, víctima de alguna bronca de sus
subordinados. Pero luego se produjeron unos acontecimientos tan curiosos
e inexplicables que los más escépticos empezaron a preocuparse.
Un teniente de bomberos es siempre un valiente. No teme nada, y,
sobre todo, no teme al fuego. Pues bien, un teniente de bomberos,2 que
habla ido a hacer una gira de inspección y que, según parece, se había
internado en la tramoya más que de costumbre, reapareció de pronto en
cl escenario, pálido, asustado, trémulo, con los ojos fuera de las órbitas,
y casi se desmayó entre los brazos de la noble madre de la pequeña
Saint-James. ¿Y por qué? Pues porque habla visto adelantarse hacia él,
"a la altura de la cabeza, pero sin cuerpo", una cabeza de fuego. Y lo
repito, un teniente de bomberos no teme al fuego. Ese teniente de
bomberos se llamaba Papin.
El cuerpo de baile quedó consternado. En primer lugar, esa cabeza
de fuego no coincidía con la descripción que había dado del Fantasma
José Buquet.
Se interrogó minuciosamente al bombero, se le hizo hablar otra
ver al jefe de maquinistas, y aquellas señoritas secaron en limpio que el
Fantasma tenía varias cabezas y se las cambiaba a voluntad. Naturalmente
que enseguida se imaginaron que corrían los más graves peligros.
Puesto que un teniente de bomberos vacilaba en desmayarse, bien
podía disculpárseles a las figurantas y partiquinas que viviesen aterrorizadas
y apelasen a toda la celeridad de sus patitas cuando tenían que
pasar por delante de algún rincón oscuro o por un pasadizo mal iluminado.
El caso fue que para proteger en la medida de lo posible cl monumento
de tan horribles maleficios, la propia Sorelli, rodeada por
rudas las bailarinas y formándole cola toda la chiquillada de las pequeñas
clases vestidas de malla, fue a depositar –al día siguiente del suceso
del teniente de bomberos –, una herradura sobre la mesa que hay en
el vestíbulo del conserje, del lado del patio de la administración. Toda
persona que penetrara en la Opera, y que no fuera un simple espectador,
estaba obligado a tocar cl hierro de esa herradura antes de pisar el
2 Esa anécdota, igualmente fantástica, me la ha referido cl señor Pedro Cailhand,
ex director de la Opera.
primer peldaño de la escalera. Y esto, so pena de convertirse en presa
de la potencia oculta que se habla apoderado del edificio, ¡desde los
sótanos hasta el tejado!
Esa herradura, así como por desgracia toda esta historia, yo no la
he inventado; y todavía hay se la puede ver allí, sobre la mesa del vestíbulo,
frente ala portería, cuando se entra en la Opera por la puerta de
la administración.
Basta esto para dar rápidamente una idea del estado de espíritu de
aquellas señoritas, la noche en que penetramos junto con ellas en cl
camarín de la Sorelli.
–¡El Fantasma! –había exclamado la pequeña Saint-James.
Y la inquietud de las bailarinas llegó al colmo. Ahora un angustiarte
silencio reinaba en el camarín. No se oía más que el ruido de las
respiraciones jadeantes. Por último, habiendo retrocedido Saint-James,
con las apariencias del más sincero espanto, hasta el rincón más apartado
de la pared, murmuró esta sola palabra:
–¡Escuchen!
Les pareció, en efecto, a todos, que se oía un roce tras de la puerta.
Ningún ruido de pasos. Se hubiera dicho que una seda fina rozaba
contra el tablero. Después, nada.
La Sorelli trató de mostrarse menos pusilánime que sus compañeras.
Se adelantó hacia la puerta y preguntó con voz demudada:
–¿Quién está ahí?
Pero nadie le respondió.
Entonces, viendo que todos los ojos, clavados en ella, espiaban
sus menores ademanes, se esforzó por mostrarse valiente y dijo con
energía:
–¿Hay alguien tras de la puerta?
–¡Oh! ¡Sí! ¡Sí! ¡No cabe duda! ¡Hay alguien detrás de la puerta! –
repitió aquella ciruelita seca de Meg Giry, que retuvo heroicamente a
la Sorelli por su falda de gasa. ¡No abra, por Dios! ¡No abra!
Pero la Sorelli, armada de un estilete del que no se separaba nunca,
se atrevió a quitar la llave y abrir la puerta, mientras que las bailarinas
retrocedían casi hasta la puerta del toilette y Meg Giry suspiraba:
–¡Mamá! ¡Mamá!
La Sorelli examinó el corredor valientemente. Estaba desierto;
una luciérnaga de fuego en su cárcel de vidrio ponía un fulgor rojo y
mortecino en el seno de las tinieblas ambientes, sin conseguir disiparlas.
Y la bailarina volvió a cerrar vivamente la puerta exhalando un
profundo suspiro.
–¡No –dijo –no hay nadie!
–¡Y, sin embargo, lo hemos oído muy bien! –afirmó otra vez
Saint-James, volviendo a ponerse toda asustada al lado de la Sorelli.
Debe andar bromeando por ahí. Yo no vuelvo para vestirme. Deberíamos
bajar todas juntas al foyer para la despedida y volvernos todas
juntas foyer para la despedida y volvernos todas juntas.
Y dicho esto, la chica tocó piadosamente el dedito de coral destinado
a preservarla del mal de ojo. Y la Sorelli dibujó a hurtadillas, con
la punta de la uña rosada de su pulgar derecho, una cruz de San Andrés
sobre el anillo de madera que usaba en el anular de la mano izquierda.
"La Sorelli ha escrito un cronista célebre, es una bailarina alta,
hermosa, de cara grave y voluptuosa, y talle tan dúctil como una rama
de sauce; se dice de ella generalmente que es "una imperial criatura".
Sus cabellos rubios y puros como el oro, coronan una frente mate bajo
la cual se balancean suavemente como un penacho sobre un cuello
largo, elegante y orgulloso.
Cuando baila, tiene un movimiento de cadera indescriptible, que
le da a todo su cuerpo un estremecimiento de inefable languidez.
Cuando levanta los brazos para iniciar una pirueta, acusando de ese
modo todo el dibujo del busto, y la inclinación del cuerpo acentúa las
caderas de esa deliciosa mujer, el cuadro que se ofrece es como para
perder el juicio. En cuanto a este último, parece cosa confirmada que
no lo tenla y nadie se lo reprochaba.
Volvió a decirles a las pequeñas bailarinas
–¡Vamos, chicas, repónganse! Déjense de fantasmas. Al fin y al
cabo quizá nadie lo ha visto...
–¡Sí, sí que lo hemos visto!.. ¡Lo vimos muy bien! –replicaron las
chicas. Tenla la cabeza de muerto y el frac como la noche que se le
apareció a José Buquet.
–¡Y Gabriel también lo ha visto! –exclamó Saint-James. Ayer no
más, ayer de tarde... en pleno día...
–¿Y Gabriel, el maestro de canto?
–El mismo. ¿Cómo, ustedes no lo sabían?
–¿Y andaba de frac de día?
–¿Quién? ¿Gabriel?
–¡No, mujer! ¡El Fantasma!
–¡Por supuesto que estaba de frac! –afirmó Saint-James. El mismo
Gabriel me lo dijo... ¡Y hasta fue por ese detalle que lo reconoció!
Las cosas pasaron así: Gabriel estaba en el despacho del director de
escena. De pronto se abrió la puerta y entró el persa. Ya saben ustedes
que el persa es" jettatore"...
–¡Ya lo creo! –respondieron en coro las pequeñas bailarinas, que
enseguida que hubieron evocado la imagen del persa le hicieron cuernos
al Destino con el índice y el meñique extendidos.
–¡Y que Gabriel es muy supersticioso! –continuó Saint-James.
Sin embargo, siempre es atento con el persa, y cuando lo ve se limita a
meterse la mano en el bolsillo y a tocar las llaves... Pues, esta vez,
cuando el perro apareció en la puerta, Gabriel dio un salto del sillón en
que estaba sentado hasta la cerradura del armario para tocar hierro. Al
hacer ese movimiento se rasgó en un clavo el faldón del paletó, y al
salir apresuradamente dio con la cabeza contra una percha y se hizo un
enorme chichón en la frente; luego, al echarse para atrás, golpeó con el
codo contra el biombo cerca del piano, se cierra la tapa y le aprieta los
dedos; saltó como un loco fuera de la pieza, pero iba tan aturdido que
tropezó al llegar a la escalera y bajó de espaldas todos los peldaños del
primer piso. Yo pasaba precisamente en ese momento con mamá. Nos
precipitamos para ayudarlo a pararse. Estaba todo machucado y con la
cara tan ensangrentada que nos dio miedo. Pero él se puso a sonreír y
exclamó: "¡Gracias a Dios que he escapado a tan poca costa!" Lo interrogamos
y nos contó la causa de su susto. ¡Era que había visto detrás
del persa al Fantasma, el Fantasma con cráneo de muerto, tal como lo
describió José Buquet!
Un murmullo de espanto saludó el fin de esta historia, a cuyo final
llegó Saint-James jadeante, tan ligerito la contó, como si la hubiese
ido persiguiendo el Fantasma, y luego hubo otro silencio que interrumpió
a media voz la pequeña Giry, mientras que muy impresionada la
Sorelli se pulía las uñas.
–Buquet haría mejor en callarse –comentó la ciruelita.
–¿Y por qué se había de callar? –le preguntaron.
–Así opina mamá –replicó Meg, en voz bajísima y mirando a su
alrededor como si hubiera temido por la vida de otras personas que las
que estaban allí reunidas.
–¿Y por qué opina así tu mamá?
–¡Chit! Mamá dice que al Fantasma no le gusta que le incomoden.
–¿Y por qué dice eso tu mamá?
–Porque... porque... no sé...
Esta hábil reticencia tuvo el don de exasperar la curiosidad de
aquellas señoritas, que se aglomeraron alrededor de la pequeña Giry y
le suplicaron que se explicase. Estaban agrupadas codo con codo, inclinadas
en el mismo movimiento de súplica y de espanto. Se contagiaban
su miedo con un placer agudo que las dejaba heladas.
–¡He jurado no decirlo! –replicó Meg con sutil voz.
Pero no la dejaron en paz, y tanto le prometieron guardar cl secreto,
que Meg, que ardía por contar lo que sabía, comenzó a decir, con
los ojos clavados en la puerta:
–Bueno..., es a causa del palco...
–¿Qué palco?
–El palco del Fantasma.
Al oír esto de que cl Fantasma tenía palco, las bailarinas no pudieron
contener la alegría funesta de su estupefacción. Lanzaron unas
leves gritos. Luego dijeron:
–¡Oh! ¡Dios mío! ¡Cuéntanos! ¡Cuéntanos!...
–¡Chit! Más despacio –ordenó Meg –. Es el palco bajo, número 5,
cl primer palco, saben, al lado del palco balcón de la izquierda.
–¡No digas!
–¡Pues así es... ¡Mamá es la acomodadora del palco, con que ya
ven! Pero, ¿me juran que no dirán nada?
–¡Sí, claro, sí!
–Pues bien, es el palco del Fantasma...
Nadie lo ocupa desde hace un mes, excepto cl Fantasma, por supuesto,
y se ha dado orden a la boletería de no venderlo nunca.
–¿Y es cierto que el Fantasma lo ocupa?
–Por supuesto.
–¿Entonces se verá a alguien?
–¡No, señor!... El Fantasma lo ocupa y no se ve a nadie.
Las pequeñas bailarinas se miraron unas a otras. Si el Fantasma
ocupaba el palco, tenía que vérsele, puesto que usaba frac y tenía cráneo
de muerto. Le hicieron comprender esto a la pequeña Meg, la cual
les replicó:
–¡Pues no se ve al Fantasma! No tiene frac ni cabeza. ¡Todo lo
que han contado sobre su calavera y su cabeza de fuego son patrañas!...
Solamente se le oye cuando está en el palco. Mamá no lo ha visto nunca,
pero lo ha oído. ¡Mamá lo sabe perfectamente, puesto que es ella la
que le da el programa!
La Sorelli creyó un deber intervenir:
–Pequeña Giry, te estás burlando de nosotras.
Entonces la pequeña Giry se echó a llorar.
–Mejor habría hecho en callarme... Si mamá supiera... Pero la
verdad es que José Buquet hace mal en ocuparse de cosas que no le
importan... eso le va a traer desgracia...; mamá lo decía anoche mismo...
En ese momento unos pasos pesados y precipitados resonaron en
cl corredor y una voz sofocada decía:
–Cecilia, Cecilia, ¿estás ahí?
–Es la voz de mamá –dijo Saint-James –. ¿Qué hay? –. Y abrió la
puerta. Una honorable señora de la talla de un granadero pomeriano se
precipitó en el camarín y se dejó caer en una silla. Los ojos se le salían
de las órbitas, iluminando lúgubremente su cara de terracota.
–¡Qué desgracia! –exclamó. ¡Qué desgracia!
–¿El qué? ¿El qué?
–José Buquet...
–Sí, José Buquet...
–José Buquet ha muerto.
El camarín se llenó de exclamaciones, de protestas llenas de sorpresa,
de pedidos, de explicaciones...
–Sí, acaban de encontrarle ahorcado en el tercer sótano...
–¡Ha sido cl Fantasma! –exclamó como a pesar suyo la pequeña
Giry, pero enseguida se retractó, llevándose los puños a la boca: ¡No!
¡No! ¡Yo no he querido decir eso!...
Alrededor de ella todas sus compañeras repetían en voz baja, aterrorizadas:
–¡Por supuesto! ¡Es el Fantasma!
La Sorelli estaba muy pálida...
–¿De dónde voy a sacar fuerzas para dirigirles la palabra? –exclamó.
La señora Saint-James dio su opinión vaciando una capita que
había quedado sobre una mesita.
–Sí, debía haber gato encerrado en este asunto...
La verdad es que nunca se supo a ciencia cierta cómo murió José
Buquet. La encuesta, muy somera, no dio ningún resultado, lucra de
comprobar el suicidio natural. En las "Memorias de un director", cl
señor Moncharmin, que era uno de los directores que sucedieron a los
señores Debienne y Poligny, está relatado en esta forma el incidente
del ahorcado:
"Un enojoso incidente vino a turbar la pequeña fiesta que daban
los señores Debienne y Poligny, para celebrar su partida. Yo estaba en
cl despacho de la dirección cuando vi entrar de pronto a Mercier –el
administrador –, todo azorado, quien me dijo que se acababa de encontrar
ahorcado en el tercer piso de la tramoya, entre un bastidor y
una decoración del “Roi de Lahore", el cuerpo de un hombre.
"Yo exclamé: ¡Corramos a descolgarlo! Bastó el tiempo transcurrido
en bajar las escaleras, para que, al llegar, el ahorcado no tuviera
ya la cuerda.”
He aquí un hecho que al señor Moncharmin le parece natural. Un
hombre se ahorca con una cuerda, van a descolgarlo y la cuerda ha
desaparecido. El señor Moncharmin le encuentra a esto una explicación
muy simple. Escuchemos: "Era la hora del baile, y primeras partes
y coros se proveyeron enseguida contra el mal de ojo". Y se da por
satisfecho. ¡Imaginemos al cuerpo de baile corriendo escaleras abajo
hasta el tercer sótano del escenario y repartiéndose la cuerda del ahorcado
en menos tiempo del que se necesita para escribirlo! Eso no es
serio. Cuando pienso, por cl contrario, en el sitio exacto en que el
cuerpo fue encontrado me imagino que podía existir, en "alguna parte",
especial interés en que esa cuerda desapareciera después que hubiera
desempeñado su tarea, y más tarde veremos si tuve razón al imaginarme
eso.
La siniestra noticia se esparció enseguida por toda la Opera, en la
que José Buquet era muy querido. Los camarines se vaciaron, y las
bailarinas, agrupadas alrededor de la Sorelli, como ovejas asustadas
alrededor del pastor, tomaron el camino del foyer, a través de los corredores
y las escaleras mal iluminadas, trotando con toda la prisa de
sus gráciles patitas rosadas.
Aquella noche, que era la última en que los señores Debienne y
Poligny, los directores renunciantes de la Opera, daban su última función
de gala con motivo de su retiro, el camarín de la Sorelli, una de las
primeras figuras del cuerpo de baile, fue bruscamente invadido por
media docena de integrantes del aludido cuerpo, que volvían de la
escena después de haber "bailado" a "Poliuto". Se precipitaron con
gran confusión, las unas lanzando carcajadas excesivas y poco naturales
y las otras dando gritos de terror.
La Sorelli, que deseaba estar sola un momento para repasar las
palabras que deberla pronunciar poco después en el foyer ante los señores
Debienne y Poligny, vio con mal humor que aquellas aturdidas se le
echaran encima. Se volvió hacia sus camaradas y se inquietó del barullo
que hacían. Fue la pequeña Saint-James –la nariz predilecta de
Grévin, unos ojos de miosotis, mejillas de rosa, senos de lirio –, quien
dio la razón del alboroto en das palabras, con una voz trémula sofocada
por la angustia:
–¡El Fantasma!
Y cerró la puerta con llave. El camarín de la Sorelli era de una
elegancia oficial y trivial. Un tocador, un diván, un espejo de tres cuerpos
y unos armarios formaban el moblaje necesario. Algunos grabados
en las paredes, recuerdos de su madre, que había conocido los bellos
días de la antigua Opera de la calle Le Peltier. Retratos de Vestris, de
Gardel, de Dupunt, de Bibottini. Aquel camarín les parecía un palacio
alas chicos del cuerpo de baile, alojadas en cuartos comunes, en donde
se pasaban cl tiempo cantando, disputando, peleando con los peluqueros
y camareras, convidándose con vasos de cerveza, con copitas de
anís, y de ron hasta que sonaba la campana del avisador.
La Sorelli era muy supersticiosa. Al oírle hablar del Fantasma a la
pequeña Saint-James se estremeció y dijo:
–¡Chicuela tonta!
Y como era la primera en creer en los fantasmas en general y en
el de la Opera en particular, quiso que la informaran enseguida:
–¿Ustedes lo han visto? –preguntó.
–¡Cómo la estoy viendo! –replicó con un hilo de voz la pequeña
Saint-James, que, sin fuerzas en las piernas se dejó caer sobre una silla.
Y enseguida la pequeña Giry –unos ojos color ciruela, cabellos
retintos, tinte paliducho, un pobre pellejito sobre sus huesecitos –agregó:
–¡Si es él, es muy feo!
–¡Oh, sí! –dijeron en coro las bailarinas.
Y se pusieron a hablar todas a la vez. El fantasma se les había
aparecido con las trazas de un señor vestido de frac, que de pronto se
había erguido frente a ellas en el pasadizo, sin que pudieran saber de
dónde había salido. Su aparición fue tan súbita que se hubiera podido
creer que había brotado de la pared.
–¡Bah! –dijo una de las muchachas que había conservado un poco
de sangre fría, ustedes ven al Fantasma en todas partes.
Era cierto. Desde hacía algunos meses, no se hablaba de otra cosa
en la Opera más que de aquel Fantasma vestido de frac que se paseaba
por todo el edificio, que no dirigía la palabra a nadie, a quien nadie se
atrevía a hablar, y que se evaporaba en cuanto se lo veía, sin saber
cómo ni dónde. No hacía ruido al caminar, como conviene a un verdadero
fantasma. Se había comenzado por reír y por burlarse de aquel
aparecido que vestía como un caballero o como un lacayo de pompas
fúnebres, pero la leyenda del Fantasma adquirió proporciones colosales
en el cuerpo de baile; todas pretendían haber visto de más o menos
lejos a ese ser sobrenatural y halar sido víctimas de sus maleficios. Y
las que más reían no eran las menos asustadas. Cuando no se dejaba
ver, señalaba su presencia a su paso por medio de acontecimientos
burlescos o funestos, de los que la superstición casi general lo hacía
responsable. Si había que deplorar un accidente, si una de las chicas
del cuerpo de baile le hacía una travesura a alguna compañera, si
desaparecía un cisne de echarse polvos de arroz, ¡todo era culpa del Fantasma,
del Fantasma de la Opera!
Pero, al fin, ¿quién lo habla visto? ¡Se pueden encontrar tantos
fracs en la Opera que no son fantasmas! Pero éste tenía una especialidad
muy singular en su frac; vestía un esqueleto.
Así al menos decían aquellas señoritas.
Y tenía, naturalmente, por cabeza, una calavera.
¿Era serio todo eso? La verdad es que la versión del esqueleto había
nacido de la descripción que hiciera del Fantasma José Buquet, jefe
de maquinistas, que realmente lo había visto. Tropezó no puede decirse
que contra sus narices, pues el Fantasma carecía de ellas con cl misterioso
personaje en la pequeña escalera que baja, cerca de las candilejas,
directamente a la tramoya. Tuvo tiempo de verlo un segundo, porque el
fantasma huyó y había conservado un recuerdo imborrable de aquella
visión.
Y he aquí lo que José Buquet dijo del fantasma a todo cl que quiso
oírle:
"Es extraordinariamente flaco y el frac le flota como sobre un esqueleto.
Sus ojos están tan hundidos que no se distinguen sus pupilas
inmóviles. No se le ven, en suma, más que dos grandes cuencas negras
como en los cráneos de los muertos. Su piel, que está estirada sobre los
huesos como un parche de tambor, no es blanca, sino de un amarillo
sucio; su nariz es tan escasa, que no se la ve de perfil, y la ausencia de
la nariz es lo que más desagrada ver. Sólo tres o cuatro largas mechas
oscuras sobre la frente y detrás de las orejas constituyen su cabellera".
En vano fue que Buquet persiguiera aquella aparición. Desapareció
como por arte de magia, sin dejar rastro alguno.
Aquel jefe de maquinistas era un hombre serio, de imaginación
lenta y sobrio. Su palabra fue escuchada con estupor e interés, y enseguida
aparecieron muchas personas que también habían visto a un
hombre de frac y con una calavera por cabeza.
Las personas sensatas a quienes llegó aquella versión dijeron que
José Buquet había sido, sin duda, víctima de alguna bronca de sus
subordinados. Pero luego se produjeron unos acontecimientos tan curiosos
e inexplicables que los más escépticos empezaron a preocuparse.
Un teniente de bomberos es siempre un valiente. No teme nada, y,
sobre todo, no teme al fuego. Pues bien, un teniente de bomberos,2 que
habla ido a hacer una gira de inspección y que, según parece, se había
internado en la tramoya más que de costumbre, reapareció de pronto en
cl escenario, pálido, asustado, trémulo, con los ojos fuera de las órbitas,
y casi se desmayó entre los brazos de la noble madre de la pequeña
Saint-James. ¿Y por qué? Pues porque habla visto adelantarse hacia él,
"a la altura de la cabeza, pero sin cuerpo", una cabeza de fuego. Y lo
repito, un teniente de bomberos no teme al fuego. Ese teniente de
bomberos se llamaba Papin.
El cuerpo de baile quedó consternado. En primer lugar, esa cabeza
de fuego no coincidía con la descripción que había dado del Fantasma
José Buquet.
Se interrogó minuciosamente al bombero, se le hizo hablar otra
ver al jefe de maquinistas, y aquellas señoritas secaron en limpio que el
Fantasma tenía varias cabezas y se las cambiaba a voluntad. Naturalmente
que enseguida se imaginaron que corrían los más graves peligros.
Puesto que un teniente de bomberos vacilaba en desmayarse, bien
podía disculpárseles a las figurantas y partiquinas que viviesen aterrorizadas
y apelasen a toda la celeridad de sus patitas cuando tenían que
pasar por delante de algún rincón oscuro o por un pasadizo mal iluminado.
El caso fue que para proteger en la medida de lo posible cl monumento
de tan horribles maleficios, la propia Sorelli, rodeada por
rudas las bailarinas y formándole cola toda la chiquillada de las pequeñas
clases vestidas de malla, fue a depositar –al día siguiente del suceso
del teniente de bomberos –, una herradura sobre la mesa que hay en
el vestíbulo del conserje, del lado del patio de la administración. Toda
persona que penetrara en la Opera, y que no fuera un simple espectador,
estaba obligado a tocar cl hierro de esa herradura antes de pisar el
2 Esa anécdota, igualmente fantástica, me la ha referido cl señor Pedro Cailhand,
ex director de la Opera.
primer peldaño de la escalera. Y esto, so pena de convertirse en presa
de la potencia oculta que se habla apoderado del edificio, ¡desde los
sótanos hasta el tejado!
Esa herradura, así como por desgracia toda esta historia, yo no la
he inventado; y todavía hay se la puede ver allí, sobre la mesa del vestíbulo,
frente ala portería, cuando se entra en la Opera por la puerta de
la administración.
Basta esto para dar rápidamente una idea del estado de espíritu de
aquellas señoritas, la noche en que penetramos junto con ellas en cl
camarín de la Sorelli.
–¡El Fantasma! –había exclamado la pequeña Saint-James.
Y la inquietud de las bailarinas llegó al colmo. Ahora un angustiarte
silencio reinaba en el camarín. No se oía más que el ruido de las
respiraciones jadeantes. Por último, habiendo retrocedido Saint-James,
con las apariencias del más sincero espanto, hasta el rincón más apartado
de la pared, murmuró esta sola palabra:
–¡Escuchen!
Les pareció, en efecto, a todos, que se oía un roce tras de la puerta.
Ningún ruido de pasos. Se hubiera dicho que una seda fina rozaba
contra el tablero. Después, nada.
La Sorelli trató de mostrarse menos pusilánime que sus compañeras.
Se adelantó hacia la puerta y preguntó con voz demudada:
–¿Quién está ahí?
Pero nadie le respondió.
Entonces, viendo que todos los ojos, clavados en ella, espiaban
sus menores ademanes, se esforzó por mostrarse valiente y dijo con
energía:
–¿Hay alguien tras de la puerta?
–¡Oh! ¡Sí! ¡Sí! ¡No cabe duda! ¡Hay alguien detrás de la puerta! –
repitió aquella ciruelita seca de Meg Giry, que retuvo heroicamente a
la Sorelli por su falda de gasa. ¡No abra, por Dios! ¡No abra!
Pero la Sorelli, armada de un estilete del que no se separaba nunca,
se atrevió a quitar la llave y abrir la puerta, mientras que las bailarinas
retrocedían casi hasta la puerta del toilette y Meg Giry suspiraba:
–¡Mamá! ¡Mamá!
La Sorelli examinó el corredor valientemente. Estaba desierto;
una luciérnaga de fuego en su cárcel de vidrio ponía un fulgor rojo y
mortecino en el seno de las tinieblas ambientes, sin conseguir disiparlas.
Y la bailarina volvió a cerrar vivamente la puerta exhalando un
profundo suspiro.
–¡No –dijo –no hay nadie!
–¡Y, sin embargo, lo hemos oído muy bien! –afirmó otra vez
Saint-James, volviendo a ponerse toda asustada al lado de la Sorelli.
Debe andar bromeando por ahí. Yo no vuelvo para vestirme. Deberíamos
bajar todas juntas al foyer para la despedida y volvernos todas
juntas foyer para la despedida y volvernos todas juntas.
Y dicho esto, la chica tocó piadosamente el dedito de coral destinado
a preservarla del mal de ojo. Y la Sorelli dibujó a hurtadillas, con
la punta de la uña rosada de su pulgar derecho, una cruz de San Andrés
sobre el anillo de madera que usaba en el anular de la mano izquierda.
"La Sorelli ha escrito un cronista célebre, es una bailarina alta,
hermosa, de cara grave y voluptuosa, y talle tan dúctil como una rama
de sauce; se dice de ella generalmente que es "una imperial criatura".
Sus cabellos rubios y puros como el oro, coronan una frente mate bajo
la cual se balancean suavemente como un penacho sobre un cuello
largo, elegante y orgulloso.
Cuando baila, tiene un movimiento de cadera indescriptible, que
le da a todo su cuerpo un estremecimiento de inefable languidez.
Cuando levanta los brazos para iniciar una pirueta, acusando de ese
modo todo el dibujo del busto, y la inclinación del cuerpo acentúa las
caderas de esa deliciosa mujer, el cuadro que se ofrece es como para
perder el juicio. En cuanto a este último, parece cosa confirmada que
no lo tenla y nadie se lo reprochaba.
Volvió a decirles a las pequeñas bailarinas
–¡Vamos, chicas, repónganse! Déjense de fantasmas. Al fin y al
cabo quizá nadie lo ha visto...
–¡Sí, sí que lo hemos visto!.. ¡Lo vimos muy bien! –replicaron las
chicas. Tenla la cabeza de muerto y el frac como la noche que se le
apareció a José Buquet.
–¡Y Gabriel también lo ha visto! –exclamó Saint-James. Ayer no
más, ayer de tarde... en pleno día...
–¿Y Gabriel, el maestro de canto?
–El mismo. ¿Cómo, ustedes no lo sabían?
–¿Y andaba de frac de día?
–¿Quién? ¿Gabriel?
–¡No, mujer! ¡El Fantasma!
–¡Por supuesto que estaba de frac! –afirmó Saint-James. El mismo
Gabriel me lo dijo... ¡Y hasta fue por ese detalle que lo reconoció!
Las cosas pasaron así: Gabriel estaba en el despacho del director de
escena. De pronto se abrió la puerta y entró el persa. Ya saben ustedes
que el persa es" jettatore"...
–¡Ya lo creo! –respondieron en coro las pequeñas bailarinas, que
enseguida que hubieron evocado la imagen del persa le hicieron cuernos
al Destino con el índice y el meñique extendidos.
–¡Y que Gabriel es muy supersticioso! –continuó Saint-James.
Sin embargo, siempre es atento con el persa, y cuando lo ve se limita a
meterse la mano en el bolsillo y a tocar las llaves... Pues, esta vez,
cuando el perro apareció en la puerta, Gabriel dio un salto del sillón en
que estaba sentado hasta la cerradura del armario para tocar hierro. Al
hacer ese movimiento se rasgó en un clavo el faldón del paletó, y al
salir apresuradamente dio con la cabeza contra una percha y se hizo un
enorme chichón en la frente; luego, al echarse para atrás, golpeó con el
codo contra el biombo cerca del piano, se cierra la tapa y le aprieta los
dedos; saltó como un loco fuera de la pieza, pero iba tan aturdido que
tropezó al llegar a la escalera y bajó de espaldas todos los peldaños del
primer piso. Yo pasaba precisamente en ese momento con mamá. Nos
precipitamos para ayudarlo a pararse. Estaba todo machucado y con la
cara tan ensangrentada que nos dio miedo. Pero él se puso a sonreír y
exclamó: "¡Gracias a Dios que he escapado a tan poca costa!" Lo interrogamos
y nos contó la causa de su susto. ¡Era que había visto detrás
del persa al Fantasma, el Fantasma con cráneo de muerto, tal como lo
describió José Buquet!
Un murmullo de espanto saludó el fin de esta historia, a cuyo final
llegó Saint-James jadeante, tan ligerito la contó, como si la hubiese
ido persiguiendo el Fantasma, y luego hubo otro silencio que interrumpió
a media voz la pequeña Giry, mientras que muy impresionada la
Sorelli se pulía las uñas.
–Buquet haría mejor en callarse –comentó la ciruelita.
–¿Y por qué se había de callar? –le preguntaron.
–Así opina mamá –replicó Meg, en voz bajísima y mirando a su
alrededor como si hubiera temido por la vida de otras personas que las
que estaban allí reunidas.
–¿Y por qué opina así tu mamá?
–¡Chit! Mamá dice que al Fantasma no le gusta que le incomoden.
–¿Y por qué dice eso tu mamá?
–Porque... porque... no sé...
Esta hábil reticencia tuvo el don de exasperar la curiosidad de
aquellas señoritas, que se aglomeraron alrededor de la pequeña Giry y
le suplicaron que se explicase. Estaban agrupadas codo con codo, inclinadas
en el mismo movimiento de súplica y de espanto. Se contagiaban
su miedo con un placer agudo que las dejaba heladas.
–¡He jurado no decirlo! –replicó Meg con sutil voz.
Pero no la dejaron en paz, y tanto le prometieron guardar cl secreto,
que Meg, que ardía por contar lo que sabía, comenzó a decir, con
los ojos clavados en la puerta:
–Bueno..., es a causa del palco...
–¿Qué palco?
–El palco del Fantasma.
Al oír esto de que cl Fantasma tenía palco, las bailarinas no pudieron
contener la alegría funesta de su estupefacción. Lanzaron unas
leves gritos. Luego dijeron:
–¡Oh! ¡Dios mío! ¡Cuéntanos! ¡Cuéntanos!...
–¡Chit! Más despacio –ordenó Meg –. Es el palco bajo, número 5,
cl primer palco, saben, al lado del palco balcón de la izquierda.
–¡No digas!
–¡Pues así es... ¡Mamá es la acomodadora del palco, con que ya
ven! Pero, ¿me juran que no dirán nada?
–¡Sí, claro, sí!
–Pues bien, es el palco del Fantasma...
Nadie lo ocupa desde hace un mes, excepto cl Fantasma, por supuesto,
y se ha dado orden a la boletería de no venderlo nunca.
–¿Y es cierto que el Fantasma lo ocupa?
–Por supuesto.
–¿Entonces se verá a alguien?
–¡No, señor!... El Fantasma lo ocupa y no se ve a nadie.
Las pequeñas bailarinas se miraron unas a otras. Si el Fantasma
ocupaba el palco, tenía que vérsele, puesto que usaba frac y tenía cráneo
de muerto. Le hicieron comprender esto a la pequeña Meg, la cual
les replicó:
–¡Pues no se ve al Fantasma! No tiene frac ni cabeza. ¡Todo lo
que han contado sobre su calavera y su cabeza de fuego son patrañas!...
Solamente se le oye cuando está en el palco. Mamá no lo ha visto nunca,
pero lo ha oído. ¡Mamá lo sabe perfectamente, puesto que es ella la
que le da el programa!
La Sorelli creyó un deber intervenir:
–Pequeña Giry, te estás burlando de nosotras.
Entonces la pequeña Giry se echó a llorar.
–Mejor habría hecho en callarme... Si mamá supiera... Pero la
verdad es que José Buquet hace mal en ocuparse de cosas que no le
importan... eso le va a traer desgracia...; mamá lo decía anoche mismo...
En ese momento unos pasos pesados y precipitados resonaron en
cl corredor y una voz sofocada decía:
–Cecilia, Cecilia, ¿estás ahí?
–Es la voz de mamá –dijo Saint-James –. ¿Qué hay? –. Y abrió la
puerta. Una honorable señora de la talla de un granadero pomeriano se
precipitó en el camarín y se dejó caer en una silla. Los ojos se le salían
de las órbitas, iluminando lúgubremente su cara de terracota.
–¡Qué desgracia! –exclamó. ¡Qué desgracia!
–¿El qué? ¿El qué?
–José Buquet...
–Sí, José Buquet...
–José Buquet ha muerto.
El camarín se llenó de exclamaciones, de protestas llenas de sorpresa,
de pedidos, de explicaciones...
–Sí, acaban de encontrarle ahorcado en el tercer sótano...
–¡Ha sido cl Fantasma! –exclamó como a pesar suyo la pequeña
Giry, pero enseguida se retractó, llevándose los puños a la boca: ¡No!
¡No! ¡Yo no he querido decir eso!...
Alrededor de ella todas sus compañeras repetían en voz baja, aterrorizadas:
–¡Por supuesto! ¡Es el Fantasma!
La Sorelli estaba muy pálida...
–¿De dónde voy a sacar fuerzas para dirigirles la palabra? –exclamó.
La señora Saint-James dio su opinión vaciando una capita que
había quedado sobre una mesita.
–Sí, debía haber gato encerrado en este asunto...
La verdad es que nunca se supo a ciencia cierta cómo murió José
Buquet. La encuesta, muy somera, no dio ningún resultado, lucra de
comprobar el suicidio natural. En las "Memorias de un director", cl
señor Moncharmin, que era uno de los directores que sucedieron a los
señores Debienne y Poligny, está relatado en esta forma el incidente
del ahorcado:
"Un enojoso incidente vino a turbar la pequeña fiesta que daban
los señores Debienne y Poligny, para celebrar su partida. Yo estaba en
cl despacho de la dirección cuando vi entrar de pronto a Mercier –el
administrador –, todo azorado, quien me dijo que se acababa de encontrar
ahorcado en el tercer piso de la tramoya, entre un bastidor y
una decoración del “Roi de Lahore", el cuerpo de un hombre.
"Yo exclamé: ¡Corramos a descolgarlo! Bastó el tiempo transcurrido
en bajar las escaleras, para que, al llegar, el ahorcado no tuviera
ya la cuerda.”
He aquí un hecho que al señor Moncharmin le parece natural. Un
hombre se ahorca con una cuerda, van a descolgarlo y la cuerda ha
desaparecido. El señor Moncharmin le encuentra a esto una explicación
muy simple. Escuchemos: "Era la hora del baile, y primeras partes
y coros se proveyeron enseguida contra el mal de ojo". Y se da por
satisfecho. ¡Imaginemos al cuerpo de baile corriendo escaleras abajo
hasta el tercer sótano del escenario y repartiéndose la cuerda del ahorcado
en menos tiempo del que se necesita para escribirlo! Eso no es
serio. Cuando pienso, por cl contrario, en el sitio exacto en que el
cuerpo fue encontrado me imagino que podía existir, en "alguna parte",
especial interés en que esa cuerda desapareciera después que hubiera
desempeñado su tarea, y más tarde veremos si tuve razón al imaginarme
eso.
La siniestra noticia se esparció enseguida por toda la Opera, en la
que José Buquet era muy querido. Los camarines se vaciaron, y las
bailarinas, agrupadas alrededor de la Sorelli, como ovejas asustadas
alrededor del pastor, tomaron el camino del foyer, a través de los corredores
y las escaleras mal iluminadas, trotando con toda la prisa de
sus gráciles patitas rosadas.
_
CAPITULO II
LA NUEVA MARGARITA
LA NUEVA MARGARITA
_
En el primer descanso, la Sorelli tropezó con el conde de Chagny.
El, que por lo general era muy tranquilo, parecía presa de una gran
exaltación.
–Iba para su camarín –dijo el conde, saludando ata bella artista,
de manera muy galante –. ¡Qué hermosa función, Sorelli! ¡Y qué triunfo
el de Daaé!
–¡No es posible! –protestó Meg Giry –. Hace seis meses cantaba
como un pato. Pero déjenos pasar, "querido conde" –dijo la chicuela
con una reverencia y un gracioso mohín –, vamos en busca de noticias
del pobre ahorcado.
En ese instante pasaba muy atareado el administrador, que se detuvo
bruscamente al oír aquellas palabras:
–¿Cómo? ¿Ya saben ustedes eso, señoritas? –exclamó con acento
bastante áspero –. Pues háganme el favor de olvidarlo por esta noche...
y sobre todo que no lo sepan los señores Debienne y Poligny; eso les
amargaría demasiado la despedida.
Y todos acudieron al foyer del baile, que ya estaba invadido.
El conde de Chagny tenía razón; jamás se había dado una función
de gala comparable a aquélla; los privilegiados que asistieron a ella la
recuerdan en sus conversaciones con sus hijos y con sus nietos, con
verdadera emoción. Imagínese que Gounod, Reyer, Saint-Saëns, Massenet,
Guiraud, Delibes, ocuparon sucesivamente el atril del director de
orquesta y dirigieron personalmente la interpretación de sus obras.
Tuvieron entre otros intérpretes a Faure y ala Kraus, y fue esa noche
que se reveló a todo París estupefacto y frenético a esa Cristina Daaé,
cuyo misterioso destino quiero dar a conocer en esta obra.
Gounod hizo ejecutar "La marche fúnèbre d’une Marionnette";
Reyer, su hermosa obertura de "Sigurd"; Saint-Saëns, "La danse macabre"
y una "Rêverie orientale"; Massenet, una "Marche hongroise"
inédita; Guiraud, su "Carnaval"; Delibes, "La valle lente de Coppelia"
y los pizzicati de "Sylvia". La señora Kraus y Denise Bloch cantaron,
la primera, el bolero de las "Vêpres siciliennes" y la segunda, el brindis
de "Lucrèce Borgia".
Pero el gran triunfo perteneció a Cristina Daaé, que se había hecho
oír primero en algunos pasajes de "Romeo et Juliette". Era la primera
vez que la joven artista cantaba esa obra de Gounod, que, por otra
parte, aún no habla sido llevada a la Opera, y la Opera Cómica acababa
de volver a poner en escena, después que la creara en el antiguo teatro
Lírico, Miolan Carvalho. ¡Oh, qué felices fueron aquellos que oyeron a
Cristina Daaé en ese papel de Julieta, que admiraron su gracia ingenua,
que vibraron con los acentos de su voz seráfica, que sintieron que sus
almas se cernían junto con la de ella sobre las tumbas de los amantes
de Verona:
¡Seigneur! ¡Seigneur! Pardonex-nous!
Y, sin embargo, aun eso fue poco al lado de los acentos sobrehumanos
que hizo oír en el acto de la prisión y el trío final de "Faust",
que cantó reemplazando ala Carlota, que estaba indispuesta. ¡Jamás se
habla visto ni oído cosa parecida!
Esa era la "nueva Margarita" que revelaba la Daaé, una Margarita
de un esplendor y de una grandeza insospechadas.
La sala entera, de pie, frenética, vitoreando y aplaudiendo, como
atacada de locura colectiva, había saludado con los mil clamores de su
inenarrable emoción a Cristina, que sollozaba y cata desmayada entre
los brazos de sus compañeros. Hubo que conducirla a su camarín.
Parecía haber exhalado el alma. El gran crítico P. de St. V. fijó el recuerdo
inolvidable de aquel minuto maravilloso en una crónica que
tituló precisamente “La nueva Margarita".
Gran artista como era, descubrió que, sencillamente, aquella dulce
y suave criatura había llevado aquella noche al escenario de la Opera
algo más que su arte, es decir, su corazón. Sus amigos de la Opera
sabían que cl corazón de Cristina seguía puro como a los quince años,
y P. de St. V. declaraba que “para comprender lo que había sucedido
con Daaé, era necesario imaginar que acababa de ornar por primera
vez. Yo quizá sea indiscreto –agregaba –,pero creo que sólo el amor es
capaz de realizar semejante milagro, raro transformación tan fulminante.
Hace dos años oímos a Cristina Daaé en sus exámenes del
Conservatorio, y nos hizo concebir halagüeñas esperanzas. ¿De dónde
procede lo sublime ahora? Si no desciende del cielo en las alas del
amor, tendré que pensar arre sube del infierno y gire Cristina, como el
maestro cantor del Ofterdingen, ha celebrado un pacto con el diablo.
El que no la haya oído a Cristina en el trío final de "Faust" no conoce
a “Faust”; la exaltación de la voz y la embriaguez sagrada de un olmo
puro no son capaces de ir más allá ".
Entretanto, algunos abonados protestaban. ¿Por qué se les habla
ocultado tanto tiempo aquel tesoro? Cristina Daaé había sido hasta
entonces un Liebel correcto al lado de aquella Margarita demasiado
espléndidamente material que era la Carlota. Y había sido necesario
aquella ausencia incomprensible de la Carlota en aquella función de
gola pare que la pequeña Daaé pudiera dar de improviso toda su medida
en una parte del programa reservado ala diva española. ¿Y por qué
se habrían dirigido a Daaé los señores Debienne y Poligny para reemplazar
a Carlota? ¿Conocían su genio oculto? Y ella ¿por qué lo ocultaba?
Cosa extraña, no se le conocía profesor de canto. Hacía algún
tiempo que había declarado que, en adelante, trabajaría sola. Todo eso
era muy inexplicable.
El conde de Chagny había asistido, parado en su palco, a aquel
delirio y había participado en él con sonoros bravos.
El conde de Chagny (Felipe Jorge María) tenía entonces exactamente
cuarenta y un años. Era un gran señor y un apuesto varón. De
talla algo mayor que la mediana, de cara agradable, a pesar de lo duro
de la frente y de una cierta frialdad en tos ojos, era de una urbanidad
refinada can las mujeres y algo altivo con los hombres, que no le perdonaban
sus éxitos mundanos. Tenla un corazón excelente y una conciencia
recta. A causa de la muerte del viejo conde Filiberto, era el jefe
de una de las más ilustres y antiguas familias de Francia, cuyos títulos
de nobleza ascendían a Luis de Hutin. La fortuna de los Chagny era
considerable, y cuando cl viejo conde, que era viudo, falleció, no fue
menuda tarea la que le tocó a Felipe al tener que administrar tan pesado
patrimonio. Sus dos hermanas y su hermano Raúl no quisieron por
nada que se repartiera la herencia, y ésta quedó indivisa, encargándole
de todo a Felipe, como si cl derecho de mayorazgo no hubiera dejado
de existir. Cuando las dos hermanas se casaron cl mismo día recibieron
su parte de los bienes de manos de su hermano, no como una cosa que
les perteneciera, sino como una dote, por lo que tuvieron que darle las
gracias.
La condesa de Chagny –una de Moerogis de La Martynière –murió
dando a luz a Raúl, que naciera veinte años después que su hermano
mayor. Cuando el viejo conde murió, Raúl renta doce años. Felipe
se ocupó activamente de la educación del niño. Fue admirablemente
secundado en esta tarea por sus hermanas, primero, y luego por una
vieja tía, viuda de un marino, que habitaba Brest y que le inspiró al
joven Raúl la afición por las cosas del mar. El joven entró al "Borda",
obtuvo en éste uno de los primeros números y realizó tranquilamente
su vuelta al mundo. Gracias a poderosas influencias acababa de ser
designado para formar parte de la expedición oficial del "Requin", que
tenía la misión de ir a buscar entre los hielos del polo a los sobrevivientes
de la expedición del duque de Artois, de la que no se rentan
noticias hacia tres años. Entretanto, estaba gozando de una larga licencia
que no terminarla sino dentro de tres meses, y las damas del noble
barrio de Saint-Germain, al ver a aquel hermoso joven, que parecía tan
frágil y delicado, lo compadecían por los duros trabajos que le esperaban.
La timidez de aquel marino, y casi estoy por decir su inocencia,
era notable. Parecía que salía de entre las faldas de las mujeres. Es que,
en efecto, mimado por sus dos hermanas y por su vieja tía, había conservado
de aquella educación puramente femenina maneras casi cándidas,
llenas de un encanto que hasta ahora nada habla podido empañar.
En aquella época renta poco más de veintiún años y parcha tener
En el primer descanso, la Sorelli tropezó con el conde de Chagny.
El, que por lo general era muy tranquilo, parecía presa de una gran
exaltación.
–Iba para su camarín –dijo el conde, saludando ata bella artista,
de manera muy galante –. ¡Qué hermosa función, Sorelli! ¡Y qué triunfo
el de Daaé!
–¡No es posible! –protestó Meg Giry –. Hace seis meses cantaba
como un pato. Pero déjenos pasar, "querido conde" –dijo la chicuela
con una reverencia y un gracioso mohín –, vamos en busca de noticias
del pobre ahorcado.
En ese instante pasaba muy atareado el administrador, que se detuvo
bruscamente al oír aquellas palabras:
–¿Cómo? ¿Ya saben ustedes eso, señoritas? –exclamó con acento
bastante áspero –. Pues háganme el favor de olvidarlo por esta noche...
y sobre todo que no lo sepan los señores Debienne y Poligny; eso les
amargaría demasiado la despedida.
Y todos acudieron al foyer del baile, que ya estaba invadido.
El conde de Chagny tenía razón; jamás se había dado una función
de gala comparable a aquélla; los privilegiados que asistieron a ella la
recuerdan en sus conversaciones con sus hijos y con sus nietos, con
verdadera emoción. Imagínese que Gounod, Reyer, Saint-Saëns, Massenet,
Guiraud, Delibes, ocuparon sucesivamente el atril del director de
orquesta y dirigieron personalmente la interpretación de sus obras.
Tuvieron entre otros intérpretes a Faure y ala Kraus, y fue esa noche
que se reveló a todo París estupefacto y frenético a esa Cristina Daaé,
cuyo misterioso destino quiero dar a conocer en esta obra.
Gounod hizo ejecutar "La marche fúnèbre d’une Marionnette";
Reyer, su hermosa obertura de "Sigurd"; Saint-Saëns, "La danse macabre"
y una "Rêverie orientale"; Massenet, una "Marche hongroise"
inédita; Guiraud, su "Carnaval"; Delibes, "La valle lente de Coppelia"
y los pizzicati de "Sylvia". La señora Kraus y Denise Bloch cantaron,
la primera, el bolero de las "Vêpres siciliennes" y la segunda, el brindis
de "Lucrèce Borgia".
Pero el gran triunfo perteneció a Cristina Daaé, que se había hecho
oír primero en algunos pasajes de "Romeo et Juliette". Era la primera
vez que la joven artista cantaba esa obra de Gounod, que, por otra
parte, aún no habla sido llevada a la Opera, y la Opera Cómica acababa
de volver a poner en escena, después que la creara en el antiguo teatro
Lírico, Miolan Carvalho. ¡Oh, qué felices fueron aquellos que oyeron a
Cristina Daaé en ese papel de Julieta, que admiraron su gracia ingenua,
que vibraron con los acentos de su voz seráfica, que sintieron que sus
almas se cernían junto con la de ella sobre las tumbas de los amantes
de Verona:
¡Seigneur! ¡Seigneur! Pardonex-nous!
Y, sin embargo, aun eso fue poco al lado de los acentos sobrehumanos
que hizo oír en el acto de la prisión y el trío final de "Faust",
que cantó reemplazando ala Carlota, que estaba indispuesta. ¡Jamás se
habla visto ni oído cosa parecida!
Esa era la "nueva Margarita" que revelaba la Daaé, una Margarita
de un esplendor y de una grandeza insospechadas.
La sala entera, de pie, frenética, vitoreando y aplaudiendo, como
atacada de locura colectiva, había saludado con los mil clamores de su
inenarrable emoción a Cristina, que sollozaba y cata desmayada entre
los brazos de sus compañeros. Hubo que conducirla a su camarín.
Parecía haber exhalado el alma. El gran crítico P. de St. V. fijó el recuerdo
inolvidable de aquel minuto maravilloso en una crónica que
tituló precisamente “La nueva Margarita".
Gran artista como era, descubrió que, sencillamente, aquella dulce
y suave criatura había llevado aquella noche al escenario de la Opera
algo más que su arte, es decir, su corazón. Sus amigos de la Opera
sabían que cl corazón de Cristina seguía puro como a los quince años,
y P. de St. V. declaraba que “para comprender lo que había sucedido
con Daaé, era necesario imaginar que acababa de ornar por primera
vez. Yo quizá sea indiscreto –agregaba –,pero creo que sólo el amor es
capaz de realizar semejante milagro, raro transformación tan fulminante.
Hace dos años oímos a Cristina Daaé en sus exámenes del
Conservatorio, y nos hizo concebir halagüeñas esperanzas. ¿De dónde
procede lo sublime ahora? Si no desciende del cielo en las alas del
amor, tendré que pensar arre sube del infierno y gire Cristina, como el
maestro cantor del Ofterdingen, ha celebrado un pacto con el diablo.
El que no la haya oído a Cristina en el trío final de "Faust" no conoce
a “Faust”; la exaltación de la voz y la embriaguez sagrada de un olmo
puro no son capaces de ir más allá ".
Entretanto, algunos abonados protestaban. ¿Por qué se les habla
ocultado tanto tiempo aquel tesoro? Cristina Daaé había sido hasta
entonces un Liebel correcto al lado de aquella Margarita demasiado
espléndidamente material que era la Carlota. Y había sido necesario
aquella ausencia incomprensible de la Carlota en aquella función de
gola pare que la pequeña Daaé pudiera dar de improviso toda su medida
en una parte del programa reservado ala diva española. ¿Y por qué
se habrían dirigido a Daaé los señores Debienne y Poligny para reemplazar
a Carlota? ¿Conocían su genio oculto? Y ella ¿por qué lo ocultaba?
Cosa extraña, no se le conocía profesor de canto. Hacía algún
tiempo que había declarado que, en adelante, trabajaría sola. Todo eso
era muy inexplicable.
El conde de Chagny había asistido, parado en su palco, a aquel
delirio y había participado en él con sonoros bravos.
El conde de Chagny (Felipe Jorge María) tenía entonces exactamente
cuarenta y un años. Era un gran señor y un apuesto varón. De
talla algo mayor que la mediana, de cara agradable, a pesar de lo duro
de la frente y de una cierta frialdad en tos ojos, era de una urbanidad
refinada can las mujeres y algo altivo con los hombres, que no le perdonaban
sus éxitos mundanos. Tenla un corazón excelente y una conciencia
recta. A causa de la muerte del viejo conde Filiberto, era el jefe
de una de las más ilustres y antiguas familias de Francia, cuyos títulos
de nobleza ascendían a Luis de Hutin. La fortuna de los Chagny era
considerable, y cuando cl viejo conde, que era viudo, falleció, no fue
menuda tarea la que le tocó a Felipe al tener que administrar tan pesado
patrimonio. Sus dos hermanas y su hermano Raúl no quisieron por
nada que se repartiera la herencia, y ésta quedó indivisa, encargándole
de todo a Felipe, como si cl derecho de mayorazgo no hubiera dejado
de existir. Cuando las dos hermanas se casaron cl mismo día recibieron
su parte de los bienes de manos de su hermano, no como una cosa que
les perteneciera, sino como una dote, por lo que tuvieron que darle las
gracias.
La condesa de Chagny –una de Moerogis de La Martynière –murió
dando a luz a Raúl, que naciera veinte años después que su hermano
mayor. Cuando el viejo conde murió, Raúl renta doce años. Felipe
se ocupó activamente de la educación del niño. Fue admirablemente
secundado en esta tarea por sus hermanas, primero, y luego por una
vieja tía, viuda de un marino, que habitaba Brest y que le inspiró al
joven Raúl la afición por las cosas del mar. El joven entró al "Borda",
obtuvo en éste uno de los primeros números y realizó tranquilamente
su vuelta al mundo. Gracias a poderosas influencias acababa de ser
designado para formar parte de la expedición oficial del "Requin", que
tenía la misión de ir a buscar entre los hielos del polo a los sobrevivientes
de la expedición del duque de Artois, de la que no se rentan
noticias hacia tres años. Entretanto, estaba gozando de una larga licencia
que no terminarla sino dentro de tres meses, y las damas del noble
barrio de Saint-Germain, al ver a aquel hermoso joven, que parecía tan
frágil y delicado, lo compadecían por los duros trabajos que le esperaban.
La timidez de aquel marino, y casi estoy por decir su inocencia,
era notable. Parecía que salía de entre las faldas de las mujeres. Es que,
en efecto, mimado por sus dos hermanas y por su vieja tía, había conservado
de aquella educación puramente femenina maneras casi cándidas,
llenas de un encanto que hasta ahora nada habla podido empañar.
En aquella época renta poco más de veintiún años y parcha tener
dieciocho. Tenía un bigotito rubio muy fino, ojos azules y un cutis de
doncella.
Felipe mimaba mucho a Raúl. En primer lugar, estaba muy orgulloso
de él y preveía con júbilo para su hermano menor una carrera
gloriosa en esa marina en que uno de sus antecesores, cl famoso Chagny
de la Roche, habla obtenido el grado de almirante. Aprovechaba la
licencia del joven para hacerle conocer París, que aquél ignoraba, en lo
que puede ofrecer de placeres lujosos y artísticos.
El conde estimaba que a la edad de Raúl tener demasiado juicio
no es juicioso. Era un carácter muy bien equilibrado cl de Felipe, ponderado
en sus trabajos como en sus placeres, siempre correctísimo,
incapaz de darle a su hermano un mal ejemplo. Le llevó consigo a
todas partes. Hasta le hizo conocer el foyer de la danza. Sé muy bien
que se decía que cl conde "estaba muy bien" con la Sorelli. Pero ¡vamos!
¿Se le podía reprochar a aquel caballero, que se había quedado
soltero, y que, por consiguiente, tenía muchos ocios, sobre todo después
que sus hermanos estaban establecidos, que lucra a pasar una hora
o dos, después de comer, en compañía de una bailarina que sin duda no
era muy espiritual, pero que poseía los más bellos ojos del mundo? Y,
además, hay sitios en que un verdadero parisiense, cuando ocupa la
posición del conde de Chagny, tiene que mostrarse, y en aquella época
cl foyer de la danza era uno de esos sitios.
En fin, puede ser que Felipe no hubiese llevado a su hermano entre
los bastidores de la Academia Nacional de Música si éste no hubiera
sido el primero que, por varias veces, se lo hubiera pedido con
una moderada obstinación de la que el conde se habla de acordar más
tarde.
Felipe, después de haber aplaudido aquel día a la Daaé se volvió
hacia Raúl y lo vio tan pálido que se asustó.
–¿No te parece –dijo Raúl –,que esa mujer se siente mal?
En efecto, en el escenario tenían que sostener a Cristina Daaé.
–¡El que se va a desmayar eres tú! –dijo el conde inclinándose
hacia Raúl –. ¿Qué te pasa?
Pero Raúl ya estaba de pie.
–Vamos –dijo con voz trémula.
–¿Adónde quieres ir, Raúl? –interrogó el conde, sorprendido por
la emoción del joven.
–¡Pero vamos a verla! Es la primera vez que canta así. El conde
miró atentamente a su hermano y una ligera sonrisa plegó sus labios
con cierta picardía.
–¡Bah!... –Y agregó enseguida –: ¡Vamos! ¡Vamos!
Parecía estar encantado.
Enseguida estuvieron en la entrada de los abonados que estaba
muy concurrida. A espera de poder pasar al escenario, Raúl rompía sus
guantes con un movimiento inconsciente. Felipe, que era bueno, no se
burló de su impaciencia. Pero ahora sabía a qué atenerse. Ahora sabía
por qué notaba distraído a Raúl cuando le hablaba, y por qué ponla
tanto empeño en encaminar todas las conversaciones hacia la Opera.
Penetraron en el escenario.
Numerosos fracs se encaminaban hacia el foyer de la danza o hacia
los camarines de las artistas. A los gritos de los maquinistas se
mezclaban las voces de los jefes de servicio. Los figurantes del último
cuadro que se van, un bastidor que pasa, un telón de fondo que baja del
telar, un practicable que están clavando a martillazos, el eterno ¡paso!
¡paso! que retumba en los oídos como la amenaza de una catástrofe
para cl sombrero de felpa o un empellón vigoroso en la espalda, tal es
la barahúnda habitual de los entreactos, que no deja de impresionar a
un novicio como el joven del bigote rubio, ojos azules y cutis de niña
que iba atravesando con la rapidez que le permitía el atiborramiento,
aquel escenario sobre cl que Cristina Daaé acababa de triunfar y bajo el
cual José Buquet acababa de morir.
Aquella noche la confusión era más completa que nunca, pero
Raúl jamás se había mostrado menos tímido. Apartaba con vigor todos
los obstáculos con que tropezaba y no se ocupaba de lo que pasaba a su
alrededor ni trataba de comprender las frases de los maquinistas.
Lo único que lo preocupaba era el deseo de ver a aquella cuya
voz mágica le habla arrancado el corazón. Sí, comprendía que su corazón,
intacto hasta entonces, ya no le pertenecía. Había tratado en vano
de defenderlo desde el día en que Cristina, a quien había conocido
cuando niña, había reaparecido ante sus ojos. Había sentido frente a
ella una emoción muy suave; que había querido después apartar de sí,
porque se había jurado, tal era el respeto que tenia de sí mismo y de su
fe, no amar más que a aquella que fuera su mujer, y no podía pensar ni
un segundo, por supuesto, en casarse con una cantante; pero he aquí
que a la emoción muy suave habla sucedido una sensación atroz. ¿Sensación?
¿Sentimiento? ¿Había en aquello algo en que se mezclaba lo
físico y lo moral? El pecho le dolía como si se lo hubiesen abierto para
sacarle el corazón. Sentía allí un vacío atroz, un vacío real que no podía
calmarse hasta que pudiera colocar allí el corazón de Cristina. Son
estos fenómenos de una psicología particular que, según parece, no
pueden ser comprendidos sino por aquellos a quienes el amor ha asestado
ese golpe que en el lenguaje corriente se llama el flechazo.
Al conde Felipe le costaba seguirlo. Continuaba sonriendo.
En el fondo del escenario, salvada la doble puerta que se abre sobre
las gradas que conducen al foyer y sobre las que conducen a los
camarines del piso bajo, Raúl tuvo que detenerse ante el pequeño grupo
de jóvenes bailarinas que, habiendo bajado apenas de su desván,
cerraban el paso en el pasadizo que él quería tomar. Más de una frase
intencionada le fue dirigida por pequeños labios pintados, a las que no
respondió. Por último, pudo pasar y se encaminó por un oscuro corredor
lleno de las exclamaciones que hacían oír entusiastas admiradores.
Un nombre cubría todos los rumores: ¡Daaé! ¡Daaé! El conde, siguiendo
a Raúl, se decía: "Este pícaro conoce el camino", y se preguntaba
cuándo lo habría aprendido. Jamás había conducido a Raúl al camarín
de Cristina. Era de creer, pues, que había ido solo mientras que el conde
permanecía, como de costumbre, charlando en el foyer con la Sorelli,
que le pedía a menudo que se quedara junto con ella hasta el
momento en que iba a la escena y en que ejercía la manía tiránica de
darle a guardar las pequeñas polainas con que bajaba de su camarín y
con las que preservaba el brillo de sus zapatos de raso y la pulcritud de
su malla rosada. La Sorelli tenla una disculpa: habla perdido a su madre.
El conde, aplazando por algunos minutos la visita que le debía a
la SoreIli, seguía el corredor que conducta al camarín de Daaé y comprobaba
que aquel pasadizo nunca había estado concurrido como
aquella noche, en que todo el teatro parecía estar impresionado por el
éxito de la artista y también por su desmayo. Porque la hermosa joven
no habla vuelto de su síncope, y hablan ido a buscar al médico del
teatro, que llegó en esas circunstancias, atropellando a los grupos y
seguido por Raúl, que le iba pisando las talones.
Así que en el mismo momento el médico y el enamorado se encontraron
al lado de Cristina, que recibió los primeros cuidados del
primero y reabrió los ojos en los brazos del segundo. El conde había
permanecido con muchos otros caballeros en el umbral de la puerta
delante de la cual la gente se amontonaba.
–¿No le parece, doctor, que esos señores deberían dejar algo más
libre la pieza? –preguntó Raúl con increíble audacia –. Aquí no puede
respirar.
–Tiene usted mucha razón –asintió el doctor, y echó a todos afuera,
con excepción de Raúl y de la camarera.
Esta miró a Raúl con los ojos dilatados por el miss sincero asombro.
No lo había visto nunca.
Sin embargo, no se atrevió a interrogarlo.
Y el doctor pensó que si el joven procedía de aquella manera, era,
evidentemente, porque renta derecho. De modo que el vizconde permaneció
en aquel camarín viendo volver a la vida a Daaé mientras que
los dos directores, las señores Debienne y Poligny, que habían ido a
expresar su admiración a su pupila, eran expulsados al corredor junto
con la aglomeración de los fracs. El conde Chagny, echado como los
demás al corredor, se reía de buena gana.
–¡Ah! ¡pero qué pícaro! ¡qué pícaro! –Y agregaba in peto –: Fíese
usted de estos jovencitos con aires de colegiala. Está radiante. –Y concluyó:
–¡Es un de Chagny! –dirigiéndose hacia cl camarín de la Sorelli;
pero ésta bajaba con su pequeño rebaño que temblaba de miedo, y cl
conde la encontró en el camino, como ya relatamos.
En su camarín, Cristina Daaé lanzó un profundo suspiro al que
respondió un sollozo. La joven volvió la cabeza, vio a Raúl y se estremeció.
Miró al doctor y le sonrió luego a su camarera y otra vez a
Raúl.
–¡Señor! –le preguntó a este último con una voz que todavía sólo
era un suspiro –: ¿quién es usted?
–Señorita –respondió el joven, que apoyó una rodilla en cl piso y
depositó un ardiente beso en la mano de la diva –: yo soy aquel niño
que fue a recoger su chal en el mar.
Cristina miró otra vez al doctor y ala camarera y los tres se echaron
a reír. Raúl se puso de pie ruborizado.
–Señorita, puesto que no le place reconocerme, quisiera decirle
algo en privado, algo muy importante.
–Cuándo me sienta mejor, señor, ¿quiere usted?... –y su voz temblaba.
Es usted muy exigente...
–Pero es preciso que usted se marche... –agregó cl doctor, con su
más atenta sonrisa. Déjeme asistir a la señorita.
–Yo no estoy enferma –dijo de pronto Cristina con una energía
tan extraña como inesperada.
Y se puso de pie, pasándose con un ademán rápido la mano por
los párpados ¡Muchas gracias, doctor!... Tengo necesidad de permanecer
sola... Váyanse todos, háganme el favor... Déjenme... Estoy muy
nerviosa esta noche... Les ruego que no me contraríen.
El médico quiso formular algunas palabras de protesta, pero en
viso de la agitación de la joven estimó que el mejor remedio en aquel
instante consistía en no contrariarla. Y se marchó con Raúl, que, una
vez en cl corredor, no supo qué hacer. El doctor le dijo:
–Parece otra persona esta noche... Una muchacha tan suave, por
lo general...
Y se despidió.
Raúl permaneció solo. Toda aquella parte del teatro estaba ahora
desierta. Iba a procederse a la ceremonia de la despedida en el Joven de
la danza.
Raúl pensó que quizá la Daaé fuera a hacer acto de presencia, y
esperó en la soledad y el silencio. Hasta se escondió en la sombra propicia
del marco de una puerta. Siempre sentía el mismo dolor atroz en
la región del corazón. Y era de eso que le quería hablar a la Daaé enseguida.
De pronto vio que la puerta del camarín se abría y que la camarera
se marchaba sola, llevando sus paquetes. La detuvo al paso y le
pidió noticias de su señora. La joven le respondió riendo, que seguía
muy bien, pero que no la fuera a molestar, porque quería estar sola. Y
se marchó a paso rápido. Una idea cruzó por cl cerebro exaltado de
Raúl: evidentemente la Daaé quería estar sola para recibirlo... ¿No le
habla dicho él que deseaba conversarle particularmente y no era esa la
razón por la que ella había hecho desalojar cl camarín? Respirando
apenas se acercó al camarín y acercando cl oído a la puerta para oír lo
que le contestaran se disponía a golpear. Pero dejó caer la mano. Acababa
de oír en el camarín una voz de hombre que decía con acento
singularmente autoritario:
–¡Cristina, es preciso que me ame usted!
Y la voz de Cristina, increíblemente dolorosa y que se adivinaba
acompañada de lágrimas, una voz temblorosa, respondió:
–¿Cómo puede usted decirme eso? ¡Y yo que sólo he cantado para
usted!
Raúl se apoyó al tablero, tal fue el dolor que sintió. Su corazón,
que creía desaparecido para siempre, había vuelto a alojarse en su
pecho y latía ruidosamente. Retumbaba en el corredor y ensordecía a
Raúl. De seguro que, si su corazón seguía haciendo tanto barullo abrirían
la puerta y lo despedirían de allí vergonzosamente. ¡Qué posición
para un de Chagny! ¡Escuchando detrás de las puertas! Tomó su corazón
a das manos para hacerlo callar. Pero su corazón no es el hocico de
un perro, y aun cuando se apriete entre ambas manos el hocico de un
perro –de un perro que ladra estruendosamente –, siempre se le oye
seguir gruñendo.
La voz del hombre prosiguió:
–¡Debes estar cansada!
–¡Oh, esta noche le he dado a usted toda mi alma y estoy muerta!
–Tu alma es muy hermosa –repuso la voz grave del hombre –y te
doy las gracias. No hay emperador que haya recibido regalo igual. Esta
noche los úngeles lloraron en el cielo.
Estas frases extrañas fueron comunicadas más tarde textualmente
al juez de instrucción Faure por el que las oyó, y aquí me limito a
transcribir las fojas de un interrogatorio judicial que fue publicado,
cuando el asunto Chagny estaba a la orden del día por toda la prensa y
que, además, encontré en un recorte que figuraba entre los papeles del
persa.
Después de las palabras: «Esta noche los ángeles lloraron en el
ciclo", el vizconde no oyó nada más.
Sin embargo, no se fue; pero como temía ser sorprendido se volvió
a esconder en el rincón oscuro, decidido a esperar allí que cl hombre
saliera del camarín. En el mismo segundo acababa de saber qué era
cl amor y qué era el odio. Sabia que amaba. Quería conocer a aquel a
quien odiaba. Con gran estupefacción suya, Cristina, envuelta en pieles
y con la cara envuelta en un encaje, salió completamente sola. Cerró la
puerta, pero Raúl notó que no le echaba la llave. Cristina pasó. No la
siguió ni con los ojos, pues tenla clavada la vista en la puerta, que no se
volvía a abrir. Entonces, estando el corredor de nuevo desierto, lo atravesó.
Abrió la puerta del camarín y la cerró enseguida tras él. Se encontró
en la más opaca oscuridad. El gas estaba apagado.
–¡Aquí hay alguien! –exclamó Raúl con voz vibrante. ¿Por qué se
oculta?
Y al decir esto apoyaba la espalda en el tablero de la puerta cerrada.
Sombra y silencio. Raúl sólo ola el ruido de su propia respiración.
No se daba cuenta, ciertamente, de que la indiscreción de su conducta
era injustificable.
–¡No saldrá usted de aquí hasta que yo lo permita! –gritó el joven.
¡Si no me responde usted es porque es un cobarde! ¡Pero enseguida lo
voy a desenmascarar!
Hizo crepitar un fósforo. La llama iluminó el camarín. ¡No había
allí absolutamente nadie! Raúl, después de echarle la llave a la puerta,
encendió las luces. Penetró en el toilette, abrió los armarios, buscó,
palpó con sus manos sudorosas las paredes. ¡Nada!.
–¡Vamos! –dijo en voz alta. ¿Me habré vuelto loco?
Permaneció así diez minutos oyendo el zumbido del gas en el silencio
de aquel camarín abandonado; a pesar de estar enamorado no
pensó en apoderarse de un retazo de cinta que le recordaba el perfume
de la adorada. Salió sin saber lo que hacía ni dónde iba. Al proseguir su
incoherente marcha, una ráfaga de aire helado le azotó la cera. Se encontraba
al pie de una estrecha escalera por la que descendían, detrás
de él, un cortejo de obreros que caminaban inclinados, llevando una
especie de camilla cubierta con una sábana.
–¿Dónde queda la salida? –preguntó a uno de aquellos hombres.
–Ahí delante, la puerta está abierta. Pero déjenos usted pasar.
Mostrando la camilla preguntó maquinalmente:
–¿Qué es eso?
–Esto es el pobre José Buquet, a quien encontramos ahorcado en
el tercer sótano, entre un bastidor y una decoración del "Roi de Lahore".
Raúl se echó a un lado para dar paso al cortejo, saludó y se fue.
_
doncella.
Felipe mimaba mucho a Raúl. En primer lugar, estaba muy orgulloso
de él y preveía con júbilo para su hermano menor una carrera
gloriosa en esa marina en que uno de sus antecesores, cl famoso Chagny
de la Roche, habla obtenido el grado de almirante. Aprovechaba la
licencia del joven para hacerle conocer París, que aquél ignoraba, en lo
que puede ofrecer de placeres lujosos y artísticos.
El conde estimaba que a la edad de Raúl tener demasiado juicio
no es juicioso. Era un carácter muy bien equilibrado cl de Felipe, ponderado
en sus trabajos como en sus placeres, siempre correctísimo,
incapaz de darle a su hermano un mal ejemplo. Le llevó consigo a
todas partes. Hasta le hizo conocer el foyer de la danza. Sé muy bien
que se decía que cl conde "estaba muy bien" con la Sorelli. Pero ¡vamos!
¿Se le podía reprochar a aquel caballero, que se había quedado
soltero, y que, por consiguiente, tenía muchos ocios, sobre todo después
que sus hermanos estaban establecidos, que lucra a pasar una hora
o dos, después de comer, en compañía de una bailarina que sin duda no
era muy espiritual, pero que poseía los más bellos ojos del mundo? Y,
además, hay sitios en que un verdadero parisiense, cuando ocupa la
posición del conde de Chagny, tiene que mostrarse, y en aquella época
cl foyer de la danza era uno de esos sitios.
En fin, puede ser que Felipe no hubiese llevado a su hermano entre
los bastidores de la Academia Nacional de Música si éste no hubiera
sido el primero que, por varias veces, se lo hubiera pedido con
una moderada obstinación de la que el conde se habla de acordar más
tarde.
Felipe, después de haber aplaudido aquel día a la Daaé se volvió
hacia Raúl y lo vio tan pálido que se asustó.
–¿No te parece –dijo Raúl –,que esa mujer se siente mal?
En efecto, en el escenario tenían que sostener a Cristina Daaé.
–¡El que se va a desmayar eres tú! –dijo el conde inclinándose
hacia Raúl –. ¿Qué te pasa?
Pero Raúl ya estaba de pie.
–Vamos –dijo con voz trémula.
–¿Adónde quieres ir, Raúl? –interrogó el conde, sorprendido por
la emoción del joven.
–¡Pero vamos a verla! Es la primera vez que canta así. El conde
miró atentamente a su hermano y una ligera sonrisa plegó sus labios
con cierta picardía.
–¡Bah!... –Y agregó enseguida –: ¡Vamos! ¡Vamos!
Parecía estar encantado.
Enseguida estuvieron en la entrada de los abonados que estaba
muy concurrida. A espera de poder pasar al escenario, Raúl rompía sus
guantes con un movimiento inconsciente. Felipe, que era bueno, no se
burló de su impaciencia. Pero ahora sabía a qué atenerse. Ahora sabía
por qué notaba distraído a Raúl cuando le hablaba, y por qué ponla
tanto empeño en encaminar todas las conversaciones hacia la Opera.
Penetraron en el escenario.
Numerosos fracs se encaminaban hacia el foyer de la danza o hacia
los camarines de las artistas. A los gritos de los maquinistas se
mezclaban las voces de los jefes de servicio. Los figurantes del último
cuadro que se van, un bastidor que pasa, un telón de fondo que baja del
telar, un practicable que están clavando a martillazos, el eterno ¡paso!
¡paso! que retumba en los oídos como la amenaza de una catástrofe
para cl sombrero de felpa o un empellón vigoroso en la espalda, tal es
la barahúnda habitual de los entreactos, que no deja de impresionar a
un novicio como el joven del bigote rubio, ojos azules y cutis de niña
que iba atravesando con la rapidez que le permitía el atiborramiento,
aquel escenario sobre cl que Cristina Daaé acababa de triunfar y bajo el
cual José Buquet acababa de morir.
Aquella noche la confusión era más completa que nunca, pero
Raúl jamás se había mostrado menos tímido. Apartaba con vigor todos
los obstáculos con que tropezaba y no se ocupaba de lo que pasaba a su
alrededor ni trataba de comprender las frases de los maquinistas.
Lo único que lo preocupaba era el deseo de ver a aquella cuya
voz mágica le habla arrancado el corazón. Sí, comprendía que su corazón,
intacto hasta entonces, ya no le pertenecía. Había tratado en vano
de defenderlo desde el día en que Cristina, a quien había conocido
cuando niña, había reaparecido ante sus ojos. Había sentido frente a
ella una emoción muy suave; que había querido después apartar de sí,
porque se había jurado, tal era el respeto que tenia de sí mismo y de su
fe, no amar más que a aquella que fuera su mujer, y no podía pensar ni
un segundo, por supuesto, en casarse con una cantante; pero he aquí
que a la emoción muy suave habla sucedido una sensación atroz. ¿Sensación?
¿Sentimiento? ¿Había en aquello algo en que se mezclaba lo
físico y lo moral? El pecho le dolía como si se lo hubiesen abierto para
sacarle el corazón. Sentía allí un vacío atroz, un vacío real que no podía
calmarse hasta que pudiera colocar allí el corazón de Cristina. Son
estos fenómenos de una psicología particular que, según parece, no
pueden ser comprendidos sino por aquellos a quienes el amor ha asestado
ese golpe que en el lenguaje corriente se llama el flechazo.
Al conde Felipe le costaba seguirlo. Continuaba sonriendo.
En el fondo del escenario, salvada la doble puerta que se abre sobre
las gradas que conducen al foyer y sobre las que conducen a los
camarines del piso bajo, Raúl tuvo que detenerse ante el pequeño grupo
de jóvenes bailarinas que, habiendo bajado apenas de su desván,
cerraban el paso en el pasadizo que él quería tomar. Más de una frase
intencionada le fue dirigida por pequeños labios pintados, a las que no
respondió. Por último, pudo pasar y se encaminó por un oscuro corredor
lleno de las exclamaciones que hacían oír entusiastas admiradores.
Un nombre cubría todos los rumores: ¡Daaé! ¡Daaé! El conde, siguiendo
a Raúl, se decía: "Este pícaro conoce el camino", y se preguntaba
cuándo lo habría aprendido. Jamás había conducido a Raúl al camarín
de Cristina. Era de creer, pues, que había ido solo mientras que el conde
permanecía, como de costumbre, charlando en el foyer con la Sorelli,
que le pedía a menudo que se quedara junto con ella hasta el
momento en que iba a la escena y en que ejercía la manía tiránica de
darle a guardar las pequeñas polainas con que bajaba de su camarín y
con las que preservaba el brillo de sus zapatos de raso y la pulcritud de
su malla rosada. La Sorelli tenla una disculpa: habla perdido a su madre.
El conde, aplazando por algunos minutos la visita que le debía a
la SoreIli, seguía el corredor que conducta al camarín de Daaé y comprobaba
que aquel pasadizo nunca había estado concurrido como
aquella noche, en que todo el teatro parecía estar impresionado por el
éxito de la artista y también por su desmayo. Porque la hermosa joven
no habla vuelto de su síncope, y hablan ido a buscar al médico del
teatro, que llegó en esas circunstancias, atropellando a los grupos y
seguido por Raúl, que le iba pisando las talones.
Así que en el mismo momento el médico y el enamorado se encontraron
al lado de Cristina, que recibió los primeros cuidados del
primero y reabrió los ojos en los brazos del segundo. El conde había
permanecido con muchos otros caballeros en el umbral de la puerta
delante de la cual la gente se amontonaba.
–¿No le parece, doctor, que esos señores deberían dejar algo más
libre la pieza? –preguntó Raúl con increíble audacia –. Aquí no puede
respirar.
–Tiene usted mucha razón –asintió el doctor, y echó a todos afuera,
con excepción de Raúl y de la camarera.
Esta miró a Raúl con los ojos dilatados por el miss sincero asombro.
No lo había visto nunca.
Sin embargo, no se atrevió a interrogarlo.
Y el doctor pensó que si el joven procedía de aquella manera, era,
evidentemente, porque renta derecho. De modo que el vizconde permaneció
en aquel camarín viendo volver a la vida a Daaé mientras que
los dos directores, las señores Debienne y Poligny, que habían ido a
expresar su admiración a su pupila, eran expulsados al corredor junto
con la aglomeración de los fracs. El conde Chagny, echado como los
demás al corredor, se reía de buena gana.
–¡Ah! ¡pero qué pícaro! ¡qué pícaro! –Y agregaba in peto –: Fíese
usted de estos jovencitos con aires de colegiala. Está radiante. –Y concluyó:
–¡Es un de Chagny! –dirigiéndose hacia cl camarín de la Sorelli;
pero ésta bajaba con su pequeño rebaño que temblaba de miedo, y cl
conde la encontró en el camino, como ya relatamos.
En su camarín, Cristina Daaé lanzó un profundo suspiro al que
respondió un sollozo. La joven volvió la cabeza, vio a Raúl y se estremeció.
Miró al doctor y le sonrió luego a su camarera y otra vez a
Raúl.
–¡Señor! –le preguntó a este último con una voz que todavía sólo
era un suspiro –: ¿quién es usted?
–Señorita –respondió el joven, que apoyó una rodilla en cl piso y
depositó un ardiente beso en la mano de la diva –: yo soy aquel niño
que fue a recoger su chal en el mar.
Cristina miró otra vez al doctor y ala camarera y los tres se echaron
a reír. Raúl se puso de pie ruborizado.
–Señorita, puesto que no le place reconocerme, quisiera decirle
algo en privado, algo muy importante.
–Cuándo me sienta mejor, señor, ¿quiere usted?... –y su voz temblaba.
Es usted muy exigente...
–Pero es preciso que usted se marche... –agregó cl doctor, con su
más atenta sonrisa. Déjeme asistir a la señorita.
–Yo no estoy enferma –dijo de pronto Cristina con una energía
tan extraña como inesperada.
Y se puso de pie, pasándose con un ademán rápido la mano por
los párpados ¡Muchas gracias, doctor!... Tengo necesidad de permanecer
sola... Váyanse todos, háganme el favor... Déjenme... Estoy muy
nerviosa esta noche... Les ruego que no me contraríen.
El médico quiso formular algunas palabras de protesta, pero en
viso de la agitación de la joven estimó que el mejor remedio en aquel
instante consistía en no contrariarla. Y se marchó con Raúl, que, una
vez en cl corredor, no supo qué hacer. El doctor le dijo:
–Parece otra persona esta noche... Una muchacha tan suave, por
lo general...
Y se despidió.
Raúl permaneció solo. Toda aquella parte del teatro estaba ahora
desierta. Iba a procederse a la ceremonia de la despedida en el Joven de
la danza.
Raúl pensó que quizá la Daaé fuera a hacer acto de presencia, y
esperó en la soledad y el silencio. Hasta se escondió en la sombra propicia
del marco de una puerta. Siempre sentía el mismo dolor atroz en
la región del corazón. Y era de eso que le quería hablar a la Daaé enseguida.
De pronto vio que la puerta del camarín se abría y que la camarera
se marchaba sola, llevando sus paquetes. La detuvo al paso y le
pidió noticias de su señora. La joven le respondió riendo, que seguía
muy bien, pero que no la fuera a molestar, porque quería estar sola. Y
se marchó a paso rápido. Una idea cruzó por cl cerebro exaltado de
Raúl: evidentemente la Daaé quería estar sola para recibirlo... ¿No le
habla dicho él que deseaba conversarle particularmente y no era esa la
razón por la que ella había hecho desalojar cl camarín? Respirando
apenas se acercó al camarín y acercando cl oído a la puerta para oír lo
que le contestaran se disponía a golpear. Pero dejó caer la mano. Acababa
de oír en el camarín una voz de hombre que decía con acento
singularmente autoritario:
–¡Cristina, es preciso que me ame usted!
Y la voz de Cristina, increíblemente dolorosa y que se adivinaba
acompañada de lágrimas, una voz temblorosa, respondió:
–¿Cómo puede usted decirme eso? ¡Y yo que sólo he cantado para
usted!
Raúl se apoyó al tablero, tal fue el dolor que sintió. Su corazón,
que creía desaparecido para siempre, había vuelto a alojarse en su
pecho y latía ruidosamente. Retumbaba en el corredor y ensordecía a
Raúl. De seguro que, si su corazón seguía haciendo tanto barullo abrirían
la puerta y lo despedirían de allí vergonzosamente. ¡Qué posición
para un de Chagny! ¡Escuchando detrás de las puertas! Tomó su corazón
a das manos para hacerlo callar. Pero su corazón no es el hocico de
un perro, y aun cuando se apriete entre ambas manos el hocico de un
perro –de un perro que ladra estruendosamente –, siempre se le oye
seguir gruñendo.
La voz del hombre prosiguió:
–¡Debes estar cansada!
–¡Oh, esta noche le he dado a usted toda mi alma y estoy muerta!
–Tu alma es muy hermosa –repuso la voz grave del hombre –y te
doy las gracias. No hay emperador que haya recibido regalo igual. Esta
noche los úngeles lloraron en el cielo.
Estas frases extrañas fueron comunicadas más tarde textualmente
al juez de instrucción Faure por el que las oyó, y aquí me limito a
transcribir las fojas de un interrogatorio judicial que fue publicado,
cuando el asunto Chagny estaba a la orden del día por toda la prensa y
que, además, encontré en un recorte que figuraba entre los papeles del
persa.
Después de las palabras: «Esta noche los ángeles lloraron en el
ciclo", el vizconde no oyó nada más.
Sin embargo, no se fue; pero como temía ser sorprendido se volvió
a esconder en el rincón oscuro, decidido a esperar allí que cl hombre
saliera del camarín. En el mismo segundo acababa de saber qué era
cl amor y qué era el odio. Sabia que amaba. Quería conocer a aquel a
quien odiaba. Con gran estupefacción suya, Cristina, envuelta en pieles
y con la cara envuelta en un encaje, salió completamente sola. Cerró la
puerta, pero Raúl notó que no le echaba la llave. Cristina pasó. No la
siguió ni con los ojos, pues tenla clavada la vista en la puerta, que no se
volvía a abrir. Entonces, estando el corredor de nuevo desierto, lo atravesó.
Abrió la puerta del camarín y la cerró enseguida tras él. Se encontró
en la más opaca oscuridad. El gas estaba apagado.
–¡Aquí hay alguien! –exclamó Raúl con voz vibrante. ¿Por qué se
oculta?
Y al decir esto apoyaba la espalda en el tablero de la puerta cerrada.
Sombra y silencio. Raúl sólo ola el ruido de su propia respiración.
No se daba cuenta, ciertamente, de que la indiscreción de su conducta
era injustificable.
–¡No saldrá usted de aquí hasta que yo lo permita! –gritó el joven.
¡Si no me responde usted es porque es un cobarde! ¡Pero enseguida lo
voy a desenmascarar!
Hizo crepitar un fósforo. La llama iluminó el camarín. ¡No había
allí absolutamente nadie! Raúl, después de echarle la llave a la puerta,
encendió las luces. Penetró en el toilette, abrió los armarios, buscó,
palpó con sus manos sudorosas las paredes. ¡Nada!.
–¡Vamos! –dijo en voz alta. ¿Me habré vuelto loco?
Permaneció así diez minutos oyendo el zumbido del gas en el silencio
de aquel camarín abandonado; a pesar de estar enamorado no
pensó en apoderarse de un retazo de cinta que le recordaba el perfume
de la adorada. Salió sin saber lo que hacía ni dónde iba. Al proseguir su
incoherente marcha, una ráfaga de aire helado le azotó la cera. Se encontraba
al pie de una estrecha escalera por la que descendían, detrás
de él, un cortejo de obreros que caminaban inclinados, llevando una
especie de camilla cubierta con una sábana.
–¿Dónde queda la salida? –preguntó a uno de aquellos hombres.
–Ahí delante, la puerta está abierta. Pero déjenos usted pasar.
Mostrando la camilla preguntó maquinalmente:
–¿Qué es eso?
–Esto es el pobre José Buquet, a quien encontramos ahorcado en
el tercer sótano, entre un bastidor y una decoración del "Roi de Lahore".
Raúl se echó a un lado para dar paso al cortejo, saludó y se fue.
_
CAPITULO III
EN EL QUE POR PRIMERA VEZ LOS SEÑORES DEBIENNE
Y POLIGNY DAN EN SECRETO A LOS NUEVOS
DIRECTORES DE LA OPERA, SEÑORES ARMANDO
MONCHARMIN Y FERMÍN RICHARD. LA VERDADERA Y
MISTERIOSA RAZÓN DE SU PARTIDA DE LA ACADEMIA
NACIONAL DE MÚSICA.
EN EL QUE POR PRIMERA VEZ LOS SEÑORES DEBIENNE
Y POLIGNY DAN EN SECRETO A LOS NUEVOS
DIRECTORES DE LA OPERA, SEÑORES ARMANDO
MONCHARMIN Y FERMÍN RICHARD. LA VERDADERA Y
MISTERIOSA RAZÓN DE SU PARTIDA DE LA ACADEMIA
NACIONAL DE MÚSICA.
_
Entretanto, se estaba verificando la ceremonia de tos adioses.
He dicho que aquella magnifica función de gala había sido dada
con motivo del retiro de los directores de la Opera, señores Debienne y
Poligny, que hablan querido morir, como decimos ahora, haciendo un
hermoso gesto.
Habían sido ayudados para la realización de ese programa ideal y
fúnebre, por todo lo que en París descollaba entonces en la vida social
y en las artes. París no olvidaba todo lo que aquellos dos hombres
habían hecho por él en los alias difíciles en que no bastaba consagrar
su talento y su vida a una obra para que tuviera buen éxito; pero en los
que era preciso, sobre todo, persistiendo aún las dificultades de la guerra,
hacer el mayor de los sacrificios: el del dinero. El señor Debienne
se habla mostrado entonces tan generoso con su propia fortuna, y el
señor Poligny, tan pródigo con la de los demás, que el público pudo
forjarse ilusiones durante algunos años respecto de la prosperidad de
aquella noble empresa. Más tarde corrieron rumores deplorables sobre
el tino de una administración que, por ser tan lujosa como artística,
apenas si podía juntar las dos puntas. En las altas esferas aquello causó
alarma: el Gobierno se dignó alarmarse y como el señor comisario del
Gobierno –alentado por el subsecretario de Bellas Artes –tuvo la audacia
y la imprudencia de hacer alusiones, ante los señores directores, a
su situación, que al fin y al cabo no lenta nada de desesperada; se cambiaron
frases duras que hicieron difíciles las relaciones entre las oficinas
de la Academia Nacional y el Ministerio. Se cometieron por una y
otra parte pequeñas bajezas, las damas se metieron en el lío y la vida se
volvió imposible. Y, sobre todo, el dinero comenzó a escasear, debido
a los compromisos considerables contraídos en los comienzos de la
gestión. La pequeña prensa política se volvió hostil a la empresa y no
dejaron pasar una ocasión de deplorar, en paralelo molesto, la famosa
dirección anterior. A pesar de los consuelos, que, por otra parte, se les
prodigaban, los señores Debienne y Poligny estaban muy desalentados,
cuando el fracaso del baile "Eudimión", por el que habían hecho grandes
sacrificios, pareció imponerles el retiro. En efecto, tres meses después
rescindían el contrato y cedían el puesto a dos personalidades
amigas del poder, los señores Armand Moncharmin y Fermín Richard.
No faltaron, sin embargo, quienes, conociendo el temperamento y
cl orgullo de Debienne y la habilidad e ingenio de Poligny en las negocios,
se sorprendieran de que abandonaran tal fácilmente la partida; y
era de eso que se hablaba en el foyer de la danza, mientras que Sorelli
con una copa de champaña en la mano y un pequeño discursito preparado
en la punta de la lengua, esperaba a los señores directores renunciantes.
Detrás de ella, sus jóvenes y sus viejos camaradas de cuerpo de
baile se aglomeraban, los unos conversando en voz baja de los acontecimientos
del día y los otros dirigiendo discretamente señales de inteligencia
a sus amigos, cuya aglomeración rumorosa rodeaba el bufete,
que había sido preparado sobre el piso inclinado entre la "Danza guerrera"
y la "Danza campestre", del señor Boulenger.
Algunas bailarinas se habían puesto ya sus trajes de calle, pero la
mayor parte vestían aún sus faldas de gasa ligera; todos tenían, entretanto,
aire de circunstancias.
Sólo la pequeña James, cuyos quince años parecían haber olvidado
ya feliz edad –el Fantasma y la muerte de José Buquet, no paraba de
charlar, cacarear, reír, proferir chillidos, hacer travesuras a punto de
que, al aparecer en las gradas del foyer los señores Debienne y Poligny,
fue llamada severamente al orden por la Sorelli.
Todos los presentes notaron que los señores directores renunciantes
tenían aspecto alegre, casa que en provincias no le hubiera
parecido natural a nadie; pero que en París fue encontrada de muy buen
gusto. Jamás será parisiense aquel que no haya aprendido a ponerle una
máscara de alegría a sus dolores, y el antifaz de la tristeza, el fastidio u
la indiferencia a su intima alegría.
Si uno de nuestros amigos tiene un pesar, no hay que tratar de
consolarlo; dirá que ya lo está; pero, si le ocurre algún suceso feliz, no
hay que caer en cl error de felicitarlo; le parecerá que aquella caricia de
la fortuna es tan natural que le chocará que le hablen de ella. En París
siempre es carnaval, y no sería en el foyer de la danza que personas tan
conocidas armo los señores Debienne y Poligny habrían cometido el
error de demostrar que su disgusto era real. Y ya le estaban sonriendo
con exceso a la Sorelli, que comenzaba a decir su discursito, cuando
una exclamación de aquella locuela de James vino a quebrar la sonrisa
de los señores directores de un modo tan brutal que la cara de desolación
y de espanto que aquélla disimulaba apareció de golpe ante los
ojos de todos:
–¡El Fantasma de la Opera!
James había lanzado aquella frase con un acento de indecible terror
y su índice indicaba en la aglomeración de los frac una cara tan
pálida, tan lúgubre y tan fea, con las cuencas de los ojos líen profundas,
que aquella calavera viviente, así designada, obtuvo inmediatamente
un éxito loco.
–¡El Fantasma de la Opera! ¡El Fantasma de la Opera!
Y cesando las risas, las gentes se atropellaban, querían invitar a
beber al Fantasma de la Opera; ¡pero ya había desaparecido! Se había
volatilizado entre la concurrencia y se le buscó en vano, mientras que
dos ancianos trataban de calmar a la pequeña James y que la pequeña
Giry lanzaba unos chillidos espantosos.
La Sorelli estaba furiosa; no había podido concluir su discurso;
los señores Debienne y Poligny la abrazaron, le dieron las gracias y se
escabulleron con tanta rapidez como el propio Fantasma. Nadie se
sorprendió de esto, porque sabía que tenia que soportar la misma ceremonia
en cl piso superior, en cl foyer del canto, y que, por fin, sus
amigos íntimos serían recibidos, por última vez por ellos en el gran
vestíbulo del despacho directorial, donde las esperaba una verdadera
cena.
Y es allí donde volvemos a encontrarlos con los nuevos directores,
señores Armando Moncharmin y Fermín Richard. Los primeros
apenas conocían a los segundos; pero abundaron ¡lora con ellos en
grandes cumplidos de amistad y éstas les respondieron con mil cumplimientos,
de manera que aquellas invitados que temieron terminar la
velada de una manera algo tristona se pusieron enseguida contentísimos.
La cena fue casi alegre y como se presentara la ocasión de brindar,
cl señor comisario del Gobierno fue tan hábil, mezclando la gloria
del pasado con los triunfos del porvenir, que la mayor cordialidad reinó
enseguida entre los convidados. La transmisión de los poderes directoriales
se había hecho la víspera, en la forma más simple posible y las
cuestiones que quedaban por arreglar entre la antigua y la nueva dirección,
quedaron resueltas bajo la presidencia del comisario de Gobierno,
con un espíritu de conciliación entre las partes, que no era de sorprender,
en efecto, que en aquella cena memorable hubiera cuatro caras de
directores tan sonrientes.
Los señores Debienne y Poligny habían entregado ya a los señores
Armando Moncharmin y Fermín Richard las dos llaves minúsculas
que abrían todas las puertas de la Academia Nacional de Música –
algunos miles –y enseguida aquellas pequeñas llaves, objeto de la
curiosidad general, pasaron de mano en mano, cuando la atención de
algunos fue atraída por un descubrimiento que acababan de hacer en el
extremo de la mesa. Allí estaba la pálida y fantástica cara de ojos
hundidos que ya había aparecido en el foyer de la danza y que había
sido saludada por la pequeña James con este apóstrofe:
–¡El Fantasma de la Opera!
Estaba allí como el más natural de los invitados, salvo que no
comía ni bebía.
Los que hablan comenzado a mirarle sonriendo, habían acabado
por volver la cabeza hacia otra parte, tales pensamientos fúnebres sugería
aquella imagen.
No había pronunciado una palabra y sus propios vecinos de
asiento no hubieran podido decir en qué momento preciso había entrado
a instalarse allí; pero todos pensaron que si los muertos acudían a
veces a sentarse en la mesa de los vivas, no pondrían cara más macabra
que aquella. Los amigos de los señores Fermín Richard y Armando
Moncharmin creyeron que aquel convidado esquelético era un íntimo
de los señores Debienne y Poligny, mientras que los amigos de las
señores Debienne y Poligny pensaron que aquel cadáver pertenecía a la
clientela de los señores Richard y Moncharmin. De modo que ninguna
frase incómoda, ninguna pregunta indiscreta, ninguna broma de mal
gusto molestó a aquel huésped de ultratumba.
Algunos invitados, que estaban al tanto de la leyenda del fantasma,
y que conocían la descripción que había hecho de aquél el maquinista
–ignoraban la muerte de José Buquet –, pensaban que cl hombre
de la punta de la mesa hubiera podido muy bien pasar por la realización
viva del personaje creado según ellos por la sólida superstición del
personal de la opera; y, sin embargo, según la leyenda, el fantasma no
tenía nariz y aquel hombre la tenía; pero el señor Moncharmin afirma
en sus memorias que la nariz del comensal era transparente –y agregaré
por mi parte que bien podía ser una nariz postiza –. El señor Moncharmin
pudo creer que era transparencia lo que sólo era brillo. Todo el
mundo sabe que la ciencia hace hoy admirables narices postizas para
aquellos que se ven privados de ella por la naturaleza o por alguna
operación. En realidad, ¿habla ido el fantasma a sentarse aquella noche
en el banquete de los directores, sin haber sido invitado? ¿Y podemos
estar seguros de que aquella cara era la del Fantasma de la Opera?
¿Quién se atrevería a decirlo? Si hablo aquí de ese incidente no es
porque quiera por segunda vez hacerle creer al lector que cl Fantasma
haya sido capaz de llevar a cabo tan soberbia audacia, sino porque al
fin y al cabo la cosa es posible.
Y he aquí una razón de ello que parece convincente; cl señor Armando
Moncharmin siempre en sus "Memorias" dice textualmente, en
el capítulo XI: "Cuando pienso en aquella primera velada, no puedo
prescindir de recordar la confidencia que nos hicieron en su despacho
los señores Debienne y Poligny, sobre la presencia en la cena de aquel
fantástico personaje a quien nadie conocía".
He aquí exactamente lo que sucedió:
Los señores Debienne y Poligny, sentados en el centro de la mesa,
no hablan notado al hombre de cabeza de muerto, cuando éste se
puso de pronto a hablar.
–Las chiquillas tienen razón –dijo –. La muerte de ese pobre Buquet
no es tan natural como parece creerse.
Debienne y Poligny se sobresaltaron.
–¿Ha muerto Buquet? –preguntaron.
–Sí –replicó tranquilamente el hombre o la sombra de hombre. Ha
sido encontrado ahorcado esta noche en cl tercer sótano, entre un bastidor
y una decoración del "Roi de Lahore".
Los dos directores, o, más bien dicho, ex directores, se pusieron
de pie enseguida, mirando con singular fijeza a su interlocutor. Estaban
más agitados de lo que era natural; es decir, más de lo que debían estarlo
por cl anuncio del suicidio de un maquinista. Se habían vuelto tan
pálidos como el mantel.
Por último, el señor Debienne hizo una seña a los señores Richard
y Moncharmin, Poligny se excusó ante los invitados con algunas
oportunas palabras, y los cuatro pasaron al gabinete directorial. Le dejo
la palabra al señor Moncharmin:
Los señores Debienne y Poligny parecían codo vez más agitados
–dice aquél en sus "Memorias" –y nos pareció arte tenían alga arte
decirnos y no hallaban manera de hacerlo. Primero nos preguntaron
si conocíamos al individuo que estaba sentado en la punta de la mesa y
que les comunicó la muerte de José Buquet, alarmándose orla más al
conocer nuestra respuesta negativa. Nos tomaron de las manos las
llaves del teatro, las consideraron un instante, menearon la cabeza y
por último nos aconsejaron que hiciéramos hacer en el mayor secreto
llaves nuevas para las piezas, gabinetes y objetos que deseáramos
tener en completa seguridad.
"Tenían unas expresiones tan singulares, al decir esto, que nos
echarnos a reír, preguntándoles si había tina gavilla de ladrones en la
Opera. Nos respondieron que había algo peor aún: el Fantasma. Volvimos
a echarnos a reír, persuadidos de que nos hacían una bromo
que debía ser el coronamiento de aquella pequeña fiesta íntima. Y
luego, como insistieron, nos pusimos serios, decididos n entrar por
complacerlos en aquella especie de juego. Nos dijeron que nunca nos
habrían hablado del Fantasma si no hubiesen recibido la orden formal
del propio Fantasma, de que nos incitaran a ser amables con él y a
concederle todo lo que nos pidieran. Sin embargo, muy contentos con
abandonar aquel dominio en que reinaba como dueño y señor aquella
sombra tiránica y verse libres de ella al mismo tiempo, habían vacilado
hasta el último momento en comunicarnos semejante aventura,
para la cual nuestros espíritus escépticos no estarían, sin duda, preparados,
cuando el anuncio de la muerte de José Buquet les había recordado
brutalmente que toda vez que no habían accedido a los deseos
del Fantasma, algún acontecimiento fantástico o funesto los había
enseguida penetrado del sentimiento de su dependencia.
"Durante estos discursos inesperados, dichos en el tono de la más
secreta e importante confidencia, yo miré a Richard. Este, cuando era
estudiante, tenía fama de bromista, es decir, de no ignorar las mil
maneras de burlarse con ingenio y algo de esto sabían los porteros del
bulevar Saint-Michel. Así es que parecía ser muy de su agrado el plato
que le servían a su vez. No perdía ni un bocado, bien que el condimento
fuera algo macabro, a causa de la muerte de José Buquet. Meneaba
la cabeza con tristeza y su expresión, a medida que los otros
hablaban, se volvía lamentable, como la de un hombre que deplorara
amargamente haber hecho aquel negocio de la Opera, ahora que sabía
que tenía un fantasma encerrado. Yo no podía haces nada mejor que
imitar servilmente aquella actitud desesperada. Sin embargo, a pesar
de todos estros esfuerzos, no pudimos al final dejar de estallar en las
barbas de los señores Debienne y Poligny, quienes, al vernos parar sin
transición de un estado de espíritu muy sombrío a la alegría más insolente,
hicieron como si creyeran que nos habíamos vuelto locos.
"Como la farsa se iba prolongando demasiado, Richard preguntó
entre bromas y veras: "Pero, en fin, ¿qué es lo que quiere ese Fantasma?".
“El señor Poligny se dirigió a su escritorio y tomó de él una copia
de su contrato.
El escrito comenzaba con estas palabras:
"La dirección de la Opera se obliga a dar a las representaciones
de la Academia Nacional de Música el esplendor que corresponde a la
primera escena lírica francesa”, y terminaba con el artículo 98, concebido
así:
El presente privilegio podrá ser retirado:
1°: Si el director no cumple las disposiciones estipuladas en las
obligaciones y especialmente en los artículos 1, 9 y 49. En el caso en
que el ministro creyese que no debía imponer la exoneración del director,
podrá imponerle multas de mil a veinticinco mil francos, según
la gravedad de las infracciones cometidas. Esas multas serán deducidas
de la subvención anual o sobre la garantía que, en este caso, deberá
ser completada en el día.
2°: Si el teatro permanece cerrado, sin autorización, durante tres
días de representación obligatoria.
3°: Si se incendia la sala.
4°: Si el director se encuentra en notorio estado de insolvencia o
si sus negocios marchan mal comprobándose esto por la suspensión de
pagos a los artistas, empleados o agentes, ó si es objeto de exigencias
privadas o judiciales, capaces de entorpecer la libertad de su gestión.
"Si al final de su ejercicio el director no ha dado cl número de
actos estipulados en el contrato, el ministro podrá imponerle una
multa proporcional al término medio de gastos que exige el poner en
escena cada acto.
Esta copia –dijo el señor Moncharmin estaba hecha con tinta negra
y era enteramente conforme con la que poseíamos.
"Entretanto, nosotros vimos que el documento que nos mostraba
el señor Poligny contenía al final una quinta disposición, escrita con
tinto roja, caligrafía extraña y difícil, como si hubiera sido trazada
con un fósforo, caligrafía de niño, que no supiera todavía unir las
letras. Y ese quinto párrafo, que venía a otorgar tan singularmente el
artículo 98, –enunciación de las causas que podrían determinar el
retiro del privilegio –, decía textualmente:
5°: Si el director retrasa más de quince días la mensualidad que
debe entregar al Fantasma de la Opera, mensualidad fijada hasta
nueva orden en 20.000 francos, o sea, 240.000 francos al año.
"El señor Poligny nos señalaba con un ademán vacilante aquella
cláusula decisiva, la que ciertamente no nos esperábamos.
–¿Y eso es todo? –preguntó Richard con la mayor sangre fría.
¿No quiere nodo más?
–Sí –replicó Poligny; quiere esto.
Hojeó el pliego de obligaciones y leyó:
"Artículo 6°. El gran avant-scene de la derecha de los palcos
principales número 1, será reservado durante todos las representaciones
al jefe del Estado.
"El palco bajo número 20, el lunes, y el palco principal número
30 los miércoles, serán puestos a disposición del ministro.
"El palco bajo número 27 será reservado todos los días para los
prefectos del Sena y de policía.
"El palco de cuarta fila número 12, estará siempre a disposición
del director del Conservatorio de Música y Declamación, para los
discípulos de ese establecimiento.
Y otra vez al final de este artículo, el señor Poligny nos mostró un
párrafo en tinta roja, que había sido agregado:
"El palco principal número 5 será puesto en todas las representaciones
a disposición del Fantasma de la Opera.
Al ver esto no pudimos menos que levantarnos y estrechar calurosamente
las manos de nuestros predecesores, felicitándolos por
haber imaginado aquella graciosa broma, demostradora de que el
viejo rumor francés seguía sin declinar. Richard creyó que debía
agregar, además, que ahora comprendía por qué los señores Debienne
y Poligny abandonaban la dirección de la Academia Nacional de
Entretanto, se estaba verificando la ceremonia de tos adioses.
He dicho que aquella magnifica función de gala había sido dada
con motivo del retiro de los directores de la Opera, señores Debienne y
Poligny, que hablan querido morir, como decimos ahora, haciendo un
hermoso gesto.
Habían sido ayudados para la realización de ese programa ideal y
fúnebre, por todo lo que en París descollaba entonces en la vida social
y en las artes. París no olvidaba todo lo que aquellos dos hombres
habían hecho por él en los alias difíciles en que no bastaba consagrar
su talento y su vida a una obra para que tuviera buen éxito; pero en los
que era preciso, sobre todo, persistiendo aún las dificultades de la guerra,
hacer el mayor de los sacrificios: el del dinero. El señor Debienne
se habla mostrado entonces tan generoso con su propia fortuna, y el
señor Poligny, tan pródigo con la de los demás, que el público pudo
forjarse ilusiones durante algunos años respecto de la prosperidad de
aquella noble empresa. Más tarde corrieron rumores deplorables sobre
el tino de una administración que, por ser tan lujosa como artística,
apenas si podía juntar las dos puntas. En las altas esferas aquello causó
alarma: el Gobierno se dignó alarmarse y como el señor comisario del
Gobierno –alentado por el subsecretario de Bellas Artes –tuvo la audacia
y la imprudencia de hacer alusiones, ante los señores directores, a
su situación, que al fin y al cabo no lenta nada de desesperada; se cambiaron
frases duras que hicieron difíciles las relaciones entre las oficinas
de la Academia Nacional y el Ministerio. Se cometieron por una y
otra parte pequeñas bajezas, las damas se metieron en el lío y la vida se
volvió imposible. Y, sobre todo, el dinero comenzó a escasear, debido
a los compromisos considerables contraídos en los comienzos de la
gestión. La pequeña prensa política se volvió hostil a la empresa y no
dejaron pasar una ocasión de deplorar, en paralelo molesto, la famosa
dirección anterior. A pesar de los consuelos, que, por otra parte, se les
prodigaban, los señores Debienne y Poligny estaban muy desalentados,
cuando el fracaso del baile "Eudimión", por el que habían hecho grandes
sacrificios, pareció imponerles el retiro. En efecto, tres meses después
rescindían el contrato y cedían el puesto a dos personalidades
amigas del poder, los señores Armand Moncharmin y Fermín Richard.
No faltaron, sin embargo, quienes, conociendo el temperamento y
cl orgullo de Debienne y la habilidad e ingenio de Poligny en las negocios,
se sorprendieran de que abandonaran tal fácilmente la partida; y
era de eso que se hablaba en el foyer de la danza, mientras que Sorelli
con una copa de champaña en la mano y un pequeño discursito preparado
en la punta de la lengua, esperaba a los señores directores renunciantes.
Detrás de ella, sus jóvenes y sus viejos camaradas de cuerpo de
baile se aglomeraban, los unos conversando en voz baja de los acontecimientos
del día y los otros dirigiendo discretamente señales de inteligencia
a sus amigos, cuya aglomeración rumorosa rodeaba el bufete,
que había sido preparado sobre el piso inclinado entre la "Danza guerrera"
y la "Danza campestre", del señor Boulenger.
Algunas bailarinas se habían puesto ya sus trajes de calle, pero la
mayor parte vestían aún sus faldas de gasa ligera; todos tenían, entretanto,
aire de circunstancias.
Sólo la pequeña James, cuyos quince años parecían haber olvidado
ya feliz edad –el Fantasma y la muerte de José Buquet, no paraba de
charlar, cacarear, reír, proferir chillidos, hacer travesuras a punto de
que, al aparecer en las gradas del foyer los señores Debienne y Poligny,
fue llamada severamente al orden por la Sorelli.
Todos los presentes notaron que los señores directores renunciantes
tenían aspecto alegre, casa que en provincias no le hubiera
parecido natural a nadie; pero que en París fue encontrada de muy buen
gusto. Jamás será parisiense aquel que no haya aprendido a ponerle una
máscara de alegría a sus dolores, y el antifaz de la tristeza, el fastidio u
la indiferencia a su intima alegría.
Si uno de nuestros amigos tiene un pesar, no hay que tratar de
consolarlo; dirá que ya lo está; pero, si le ocurre algún suceso feliz, no
hay que caer en cl error de felicitarlo; le parecerá que aquella caricia de
la fortuna es tan natural que le chocará que le hablen de ella. En París
siempre es carnaval, y no sería en el foyer de la danza que personas tan
conocidas armo los señores Debienne y Poligny habrían cometido el
error de demostrar que su disgusto era real. Y ya le estaban sonriendo
con exceso a la Sorelli, que comenzaba a decir su discursito, cuando
una exclamación de aquella locuela de James vino a quebrar la sonrisa
de los señores directores de un modo tan brutal que la cara de desolación
y de espanto que aquélla disimulaba apareció de golpe ante los
ojos de todos:
–¡El Fantasma de la Opera!
James había lanzado aquella frase con un acento de indecible terror
y su índice indicaba en la aglomeración de los frac una cara tan
pálida, tan lúgubre y tan fea, con las cuencas de los ojos líen profundas,
que aquella calavera viviente, así designada, obtuvo inmediatamente
un éxito loco.
–¡El Fantasma de la Opera! ¡El Fantasma de la Opera!
Y cesando las risas, las gentes se atropellaban, querían invitar a
beber al Fantasma de la Opera; ¡pero ya había desaparecido! Se había
volatilizado entre la concurrencia y se le buscó en vano, mientras que
dos ancianos trataban de calmar a la pequeña James y que la pequeña
Giry lanzaba unos chillidos espantosos.
La Sorelli estaba furiosa; no había podido concluir su discurso;
los señores Debienne y Poligny la abrazaron, le dieron las gracias y se
escabulleron con tanta rapidez como el propio Fantasma. Nadie se
sorprendió de esto, porque sabía que tenia que soportar la misma ceremonia
en cl piso superior, en cl foyer del canto, y que, por fin, sus
amigos íntimos serían recibidos, por última vez por ellos en el gran
vestíbulo del despacho directorial, donde las esperaba una verdadera
cena.
Y es allí donde volvemos a encontrarlos con los nuevos directores,
señores Armando Moncharmin y Fermín Richard. Los primeros
apenas conocían a los segundos; pero abundaron ¡lora con ellos en
grandes cumplidos de amistad y éstas les respondieron con mil cumplimientos,
de manera que aquellas invitados que temieron terminar la
velada de una manera algo tristona se pusieron enseguida contentísimos.
La cena fue casi alegre y como se presentara la ocasión de brindar,
cl señor comisario del Gobierno fue tan hábil, mezclando la gloria
del pasado con los triunfos del porvenir, que la mayor cordialidad reinó
enseguida entre los convidados. La transmisión de los poderes directoriales
se había hecho la víspera, en la forma más simple posible y las
cuestiones que quedaban por arreglar entre la antigua y la nueva dirección,
quedaron resueltas bajo la presidencia del comisario de Gobierno,
con un espíritu de conciliación entre las partes, que no era de sorprender,
en efecto, que en aquella cena memorable hubiera cuatro caras de
directores tan sonrientes.
Los señores Debienne y Poligny habían entregado ya a los señores
Armando Moncharmin y Fermín Richard las dos llaves minúsculas
que abrían todas las puertas de la Academia Nacional de Música –
algunos miles –y enseguida aquellas pequeñas llaves, objeto de la
curiosidad general, pasaron de mano en mano, cuando la atención de
algunos fue atraída por un descubrimiento que acababan de hacer en el
extremo de la mesa. Allí estaba la pálida y fantástica cara de ojos
hundidos que ya había aparecido en el foyer de la danza y que había
sido saludada por la pequeña James con este apóstrofe:
–¡El Fantasma de la Opera!
Estaba allí como el más natural de los invitados, salvo que no
comía ni bebía.
Los que hablan comenzado a mirarle sonriendo, habían acabado
por volver la cabeza hacia otra parte, tales pensamientos fúnebres sugería
aquella imagen.
No había pronunciado una palabra y sus propios vecinos de
asiento no hubieran podido decir en qué momento preciso había entrado
a instalarse allí; pero todos pensaron que si los muertos acudían a
veces a sentarse en la mesa de los vivas, no pondrían cara más macabra
que aquella. Los amigos de los señores Fermín Richard y Armando
Moncharmin creyeron que aquel convidado esquelético era un íntimo
de los señores Debienne y Poligny, mientras que los amigos de las
señores Debienne y Poligny pensaron que aquel cadáver pertenecía a la
clientela de los señores Richard y Moncharmin. De modo que ninguna
frase incómoda, ninguna pregunta indiscreta, ninguna broma de mal
gusto molestó a aquel huésped de ultratumba.
Algunos invitados, que estaban al tanto de la leyenda del fantasma,
y que conocían la descripción que había hecho de aquél el maquinista
–ignoraban la muerte de José Buquet –, pensaban que cl hombre
de la punta de la mesa hubiera podido muy bien pasar por la realización
viva del personaje creado según ellos por la sólida superstición del
personal de la opera; y, sin embargo, según la leyenda, el fantasma no
tenía nariz y aquel hombre la tenía; pero el señor Moncharmin afirma
en sus memorias que la nariz del comensal era transparente –y agregaré
por mi parte que bien podía ser una nariz postiza –. El señor Moncharmin
pudo creer que era transparencia lo que sólo era brillo. Todo el
mundo sabe que la ciencia hace hoy admirables narices postizas para
aquellos que se ven privados de ella por la naturaleza o por alguna
operación. En realidad, ¿habla ido el fantasma a sentarse aquella noche
en el banquete de los directores, sin haber sido invitado? ¿Y podemos
estar seguros de que aquella cara era la del Fantasma de la Opera?
¿Quién se atrevería a decirlo? Si hablo aquí de ese incidente no es
porque quiera por segunda vez hacerle creer al lector que cl Fantasma
haya sido capaz de llevar a cabo tan soberbia audacia, sino porque al
fin y al cabo la cosa es posible.
Y he aquí una razón de ello que parece convincente; cl señor Armando
Moncharmin siempre en sus "Memorias" dice textualmente, en
el capítulo XI: "Cuando pienso en aquella primera velada, no puedo
prescindir de recordar la confidencia que nos hicieron en su despacho
los señores Debienne y Poligny, sobre la presencia en la cena de aquel
fantástico personaje a quien nadie conocía".
He aquí exactamente lo que sucedió:
Los señores Debienne y Poligny, sentados en el centro de la mesa,
no hablan notado al hombre de cabeza de muerto, cuando éste se
puso de pronto a hablar.
–Las chiquillas tienen razón –dijo –. La muerte de ese pobre Buquet
no es tan natural como parece creerse.
Debienne y Poligny se sobresaltaron.
–¿Ha muerto Buquet? –preguntaron.
–Sí –replicó tranquilamente el hombre o la sombra de hombre. Ha
sido encontrado ahorcado esta noche en cl tercer sótano, entre un bastidor
y una decoración del "Roi de Lahore".
Los dos directores, o, más bien dicho, ex directores, se pusieron
de pie enseguida, mirando con singular fijeza a su interlocutor. Estaban
más agitados de lo que era natural; es decir, más de lo que debían estarlo
por cl anuncio del suicidio de un maquinista. Se habían vuelto tan
pálidos como el mantel.
Por último, el señor Debienne hizo una seña a los señores Richard
y Moncharmin, Poligny se excusó ante los invitados con algunas
oportunas palabras, y los cuatro pasaron al gabinete directorial. Le dejo
la palabra al señor Moncharmin:
Los señores Debienne y Poligny parecían codo vez más agitados
–dice aquél en sus "Memorias" –y nos pareció arte tenían alga arte
decirnos y no hallaban manera de hacerlo. Primero nos preguntaron
si conocíamos al individuo que estaba sentado en la punta de la mesa y
que les comunicó la muerte de José Buquet, alarmándose orla más al
conocer nuestra respuesta negativa. Nos tomaron de las manos las
llaves del teatro, las consideraron un instante, menearon la cabeza y
por último nos aconsejaron que hiciéramos hacer en el mayor secreto
llaves nuevas para las piezas, gabinetes y objetos que deseáramos
tener en completa seguridad.
"Tenían unas expresiones tan singulares, al decir esto, que nos
echarnos a reír, preguntándoles si había tina gavilla de ladrones en la
Opera. Nos respondieron que había algo peor aún: el Fantasma. Volvimos
a echarnos a reír, persuadidos de que nos hacían una bromo
que debía ser el coronamiento de aquella pequeña fiesta íntima. Y
luego, como insistieron, nos pusimos serios, decididos n entrar por
complacerlos en aquella especie de juego. Nos dijeron que nunca nos
habrían hablado del Fantasma si no hubiesen recibido la orden formal
del propio Fantasma, de que nos incitaran a ser amables con él y a
concederle todo lo que nos pidieran. Sin embargo, muy contentos con
abandonar aquel dominio en que reinaba como dueño y señor aquella
sombra tiránica y verse libres de ella al mismo tiempo, habían vacilado
hasta el último momento en comunicarnos semejante aventura,
para la cual nuestros espíritus escépticos no estarían, sin duda, preparados,
cuando el anuncio de la muerte de José Buquet les había recordado
brutalmente que toda vez que no habían accedido a los deseos
del Fantasma, algún acontecimiento fantástico o funesto los había
enseguida penetrado del sentimiento de su dependencia.
"Durante estos discursos inesperados, dichos en el tono de la más
secreta e importante confidencia, yo miré a Richard. Este, cuando era
estudiante, tenía fama de bromista, es decir, de no ignorar las mil
maneras de burlarse con ingenio y algo de esto sabían los porteros del
bulevar Saint-Michel. Así es que parecía ser muy de su agrado el plato
que le servían a su vez. No perdía ni un bocado, bien que el condimento
fuera algo macabro, a causa de la muerte de José Buquet. Meneaba
la cabeza con tristeza y su expresión, a medida que los otros
hablaban, se volvía lamentable, como la de un hombre que deplorara
amargamente haber hecho aquel negocio de la Opera, ahora que sabía
que tenía un fantasma encerrado. Yo no podía haces nada mejor que
imitar servilmente aquella actitud desesperada. Sin embargo, a pesar
de todos estros esfuerzos, no pudimos al final dejar de estallar en las
barbas de los señores Debienne y Poligny, quienes, al vernos parar sin
transición de un estado de espíritu muy sombrío a la alegría más insolente,
hicieron como si creyeran que nos habíamos vuelto locos.
"Como la farsa se iba prolongando demasiado, Richard preguntó
entre bromas y veras: "Pero, en fin, ¿qué es lo que quiere ese Fantasma?".
“El señor Poligny se dirigió a su escritorio y tomó de él una copia
de su contrato.
El escrito comenzaba con estas palabras:
"La dirección de la Opera se obliga a dar a las representaciones
de la Academia Nacional de Música el esplendor que corresponde a la
primera escena lírica francesa”, y terminaba con el artículo 98, concebido
así:
El presente privilegio podrá ser retirado:
1°: Si el director no cumple las disposiciones estipuladas en las
obligaciones y especialmente en los artículos 1, 9 y 49. En el caso en
que el ministro creyese que no debía imponer la exoneración del director,
podrá imponerle multas de mil a veinticinco mil francos, según
la gravedad de las infracciones cometidas. Esas multas serán deducidas
de la subvención anual o sobre la garantía que, en este caso, deberá
ser completada en el día.
2°: Si el teatro permanece cerrado, sin autorización, durante tres
días de representación obligatoria.
3°: Si se incendia la sala.
4°: Si el director se encuentra en notorio estado de insolvencia o
si sus negocios marchan mal comprobándose esto por la suspensión de
pagos a los artistas, empleados o agentes, ó si es objeto de exigencias
privadas o judiciales, capaces de entorpecer la libertad de su gestión.
"Si al final de su ejercicio el director no ha dado cl número de
actos estipulados en el contrato, el ministro podrá imponerle una
multa proporcional al término medio de gastos que exige el poner en
escena cada acto.
Esta copia –dijo el señor Moncharmin estaba hecha con tinta negra
y era enteramente conforme con la que poseíamos.
"Entretanto, nosotros vimos que el documento que nos mostraba
el señor Poligny contenía al final una quinta disposición, escrita con
tinto roja, caligrafía extraña y difícil, como si hubiera sido trazada
con un fósforo, caligrafía de niño, que no supiera todavía unir las
letras. Y ese quinto párrafo, que venía a otorgar tan singularmente el
artículo 98, –enunciación de las causas que podrían determinar el
retiro del privilegio –, decía textualmente:
5°: Si el director retrasa más de quince días la mensualidad que
debe entregar al Fantasma de la Opera, mensualidad fijada hasta
nueva orden en 20.000 francos, o sea, 240.000 francos al año.
"El señor Poligny nos señalaba con un ademán vacilante aquella
cláusula decisiva, la que ciertamente no nos esperábamos.
–¿Y eso es todo? –preguntó Richard con la mayor sangre fría.
¿No quiere nodo más?
–Sí –replicó Poligny; quiere esto.
Hojeó el pliego de obligaciones y leyó:
"Artículo 6°. El gran avant-scene de la derecha de los palcos
principales número 1, será reservado durante todos las representaciones
al jefe del Estado.
"El palco bajo número 20, el lunes, y el palco principal número
30 los miércoles, serán puestos a disposición del ministro.
"El palco bajo número 27 será reservado todos los días para los
prefectos del Sena y de policía.
"El palco de cuarta fila número 12, estará siempre a disposición
del director del Conservatorio de Música y Declamación, para los
discípulos de ese establecimiento.
Y otra vez al final de este artículo, el señor Poligny nos mostró un
párrafo en tinta roja, que había sido agregado:
"El palco principal número 5 será puesto en todas las representaciones
a disposición del Fantasma de la Opera.
Al ver esto no pudimos menos que levantarnos y estrechar calurosamente
las manos de nuestros predecesores, felicitándolos por
haber imaginado aquella graciosa broma, demostradora de que el
viejo rumor francés seguía sin declinar. Richard creyó que debía
agregar, además, que ahora comprendía por qué los señores Debienne
y Poligny abandonaban la dirección de la Academia Nacional de
Música, no era posible arte los negocios pudieran marchar; teniendo que
habérselas con un fantasma tan exigente.
–Evidentemente –replicó sin pestañear el señor Poligny –,
240.000 francos no se encuentran a la vuelta de una esquina. ¿Y ha
calculado usted lo que puede costarnos el no vender el palco número
5, reservado para el Fantasma en todas las representaciones? Sin
contar con que nos hemos visto obligados a reembolsar el abono. ¡Es
espantoso! ¡de veras, no hemos trabajado más que para sostener fantasmas!..
Preferimos marcharnos.
–Sí, preferimos marcharnos –repitió el señor Debienne. ¡Vámonos!
–Y se puso de pie.
–Richard dijo:
–Bueno, pero me parece que han sido ustedes demasiado atentos
con el fantasma. Si a mí me saliera un fantasma tan incómodo no vacilaría
en hacerlo arrestar.
–¿Cómo? ¿Dónde? –exclamaron los dos a la vez –. ¡Jamás lo
hemos visto!
–¿Cuándo asiste a su palco?
Jamás lo hemos visto en el palco.
–Entonces, ¿por qué no lo alquilaban?
–¡Alquilar el palco del Fantasma de la Opera! Bueno, señores,
traten de hacerlo ustedes.
Enseguida salimos juntos los cuatro del despacho directorial. Richard
y yo nunca nos hemos reído tanto.
_
habérselas con un fantasma tan exigente.
–Evidentemente –replicó sin pestañear el señor Poligny –,
240.000 francos no se encuentran a la vuelta de una esquina. ¿Y ha
calculado usted lo que puede costarnos el no vender el palco número
5, reservado para el Fantasma en todas las representaciones? Sin
contar con que nos hemos visto obligados a reembolsar el abono. ¡Es
espantoso! ¡de veras, no hemos trabajado más que para sostener fantasmas!..
Preferimos marcharnos.
–Sí, preferimos marcharnos –repitió el señor Debienne. ¡Vámonos!
–Y se puso de pie.
–Richard dijo:
–Bueno, pero me parece que han sido ustedes demasiado atentos
con el fantasma. Si a mí me saliera un fantasma tan incómodo no vacilaría
en hacerlo arrestar.
–¿Cómo? ¿Dónde? –exclamaron los dos a la vez –. ¡Jamás lo
hemos visto!
–¿Cuándo asiste a su palco?
Jamás lo hemos visto en el palco.
–Entonces, ¿por qué no lo alquilaban?
–¡Alquilar el palco del Fantasma de la Opera! Bueno, señores,
traten de hacerlo ustedes.
Enseguida salimos juntos los cuatro del despacho directorial. Richard
y yo nunca nos hemos reído tanto.
_
CAPITULO IV
EL PALCO NÚMERO 5
EL PALCO NÚMERO 5
_
Armando Moncharmin ha escrito unas memorias tan voluminosas
en lo que concierne particularmente al período bastante largo de su
codirección, que es coser de preguntarse de dónde sacaba tiempo para
ocuparse de la Opera, a menos que lo hiciera contando lo que pasaba
en ella.
El señor Moncharmin no conocía una nota de música, pero tuteaba
al ministro de Instrucción Pública y de Bellas Artes, había hecho un
poco de periodismo en el bulevar y poseía una fortuna considerable. En
fin, era una persona excelente y no carente de talento, puesto que,
decidido a comanditar la Opera, supo escoger al director que le convenía,
decidiéndose sin vacilar por Fermín Richard.
Fermín Richard era un músico distinguido y un hombre muy
amable. He aquí el retrato que le dedicó en el momento de la toma de
posesión la "Revista de los Teatros":
El señor Fermín Richard tiene unos cuarenta años, es alto, robusto.
Buena presencia, maneras distinguidas, cara encendido, cabellos
espesos y cortados al rape, y la barba corno el cabello. El aspecto
de su fisonomía tiene algo de triste, que atemperan enseguida una
mirada franca y una sonrisa atrayente.
El señor Fermín Richard es un músico muy distinguido. Armonista
hábil, contrapuntista profundo, la grandeza es el carácter principal
de su composición. Ha publicado música de cámara muy
apreciado por los aficionados, sonatas o piezas fugitivas llenas de
originalidad, uno colección de melodías. Por último, la "Muerte de
Hércules"; ejecutada en los conciertos del Conservatorio, respira un
aliento épico, que hace pensar en Gluck, uno de los maestros venerados
de Fermín Richard. Sin embargo, si adora a Gluck no le gusta
menos Puccini; el señor Fermín Richard toma su placer donde lo
Armando Moncharmin ha escrito unas memorias tan voluminosas
en lo que concierne particularmente al período bastante largo de su
codirección, que es coser de preguntarse de dónde sacaba tiempo para
ocuparse de la Opera, a menos que lo hiciera contando lo que pasaba
en ella.
El señor Moncharmin no conocía una nota de música, pero tuteaba
al ministro de Instrucción Pública y de Bellas Artes, había hecho un
poco de periodismo en el bulevar y poseía una fortuna considerable. En
fin, era una persona excelente y no carente de talento, puesto que,
decidido a comanditar la Opera, supo escoger al director que le convenía,
decidiéndose sin vacilar por Fermín Richard.
Fermín Richard era un músico distinguido y un hombre muy
amable. He aquí el retrato que le dedicó en el momento de la toma de
posesión la "Revista de los Teatros":
El señor Fermín Richard tiene unos cuarenta años, es alto, robusto.
Buena presencia, maneras distinguidas, cara encendido, cabellos
espesos y cortados al rape, y la barba corno el cabello. El aspecto
de su fisonomía tiene algo de triste, que atemperan enseguida una
mirada franca y una sonrisa atrayente.
El señor Fermín Richard es un músico muy distinguido. Armonista
hábil, contrapuntista profundo, la grandeza es el carácter principal
de su composición. Ha publicado música de cámara muy
apreciado por los aficionados, sonatas o piezas fugitivas llenas de
originalidad, uno colección de melodías. Por último, la "Muerte de
Hércules"; ejecutada en los conciertos del Conservatorio, respira un
aliento épico, que hace pensar en Gluck, uno de los maestros venerados
de Fermín Richard. Sin embargo, si adora a Gluck no le gusta
menos Puccini; el señor Fermín Richard toma su placer donde lo
encuentra. Lleno de admiración por Puccini, se inclino ente Meyerbeer,
se deleita con Cimarosa y nadie aprecia mejor que él el genio de Weber.
En fin, en lo que se refiere a Wagner; no está lejos de pretender
arte él, Fermín Richard, es el primero y quizás el único que lo haya
comprendido en Francia.
Suspendo aquí la trascripción, de la que parece resultar con bastante
claridad que si al señor Fermín Richard le gustaba toda la música
y todos los músicos, todos los músicos estaban en el deber de gustar
del señor Fermín Richard. Digamos, para terminar este rápido retrato,
que el señor Richard era lo que se ha convenido en llamar un autoritario,
es decir, que tenía mal carácter.
Los primeros días que los dos asociados pasaron en la Opera fueron
por completo ocupados por la satisfacción de sentirse dueñas de
una empresa tan vasta y hermosa y ya hablan sin duda olvidado aquella
extraña y curiosa historia del Fantasma, cuando se produjo un incidente
que vino a probarles que, si se trataba de una broma, la broma continuaba.
El señor Fermín Richard llegó aquella mañana a su escritorio. Su
secretario, el señor Remy, le entregó una media docena de cartas que
no había abierto porque llevaban la indicación "personal". Una de
aquellas cartas atrajo enseguida la atención de Richard no sólo porque
el sobre escrito estaba puesto con tinta encarnada, sino porque le pareció
que ya había visto en otra parte aquella letra. No tuvo que buscar
largo rato: era la letra con la cual habla sido escrito tan singularmente
el pliego de condiciones. Reconoció su aspecto de garabateo infantil.
Enseguida la abrió y la leyó:
Mi querido director: Le pido disculpas por venir a distraerlo en
estos momentos preciosos en arte decide usted respecto de la suerte de
los mejores artistas de la Opera, y en que renueva usted importantes
compromisos y en que celebra usted nuevos contratos; y esto con una
seguridad de vistas, un conocimiento del teatro, una ciencia del público
y de sus gustos, uno autoridad que ha estado a punto de asombrar
mi viejo experiencia.
Estoy al tanto de lo que acaba usted de hacer en favor de la
Carlota, la Sorelli, la pequeña James y algunas más cuyas admirables
cualidades, talento o genio, ha adivinado usted. (Ya se imaginará
usted de quién hablo al escribir estas palabras; no es, evidentemente,
de la Carlota, que canta como una jeringa y que no debería haber
salido nunca de los Amabassadeurs y del café Jaquin; ni de la Sorelli,
que tiene destacado éxito, sobre todo en su abundante anatomía, ni de
la pequeña James, que baila como un ternero en el prado; ni tampoco
de Cristina Daaé, cuyo genio es indudable, pero que es apenado con
celoso cuidado de toda creación imponente). En fin, claro está que
usted tiene el derecho de manejar su gestión como mejor le parezca,
pero, sin embargo, quiero aprovechar la circunstancia de que todavía
no haya usted puesto a Cristina Daaé en la calle para oírla esta noche
en la parte de Siebel, puesto que el de Margarita, después de su triunfo
del otro día, le está vedado; le ruego también no disponga de mi palco
hoy “ni los días siguientes”; porque no cerraré este carta sin expresarle
cuán desagradablemente me ha sorprendido en estos últimos
tiempos el saber, al llegar a la Opera, que mi palco había sido vendido
en la boletería por orden suya.
"No protesté, primero, porque soy enemigo del escándalo, y,
además, porque me imaginaba que sus predecesores, los señores Debienne
y Poligny; que siempre han sido amabilísimos conmigo, habrían
olvidado, al marcharse, de comunicarles a ustedes mis pequeñas
manías. Ahora bien, acabo de recibir la respuesta de los señores Debienne
y Poligny a mi pedido de explicaciones, respuesta que me prueba
que están ustedes al tanto de mi pliego de condiciones y, por
consiguiente, que se burlan ustedes conscientemente de mí. Si quieren
ustedes que vivamos en paz, no vuelvan a repetir la bromo de quitarme
el palco. Dejando a salvo estas menudas consideraciones, quiera
creerme, mi querido director, su muy atento servidor. –Firmando: F de
la Opera.
Esta carta venta acompañada de un recorte del "correo" de la
"Revista Teatral", en el que se leía esto:
"F. de la Opera: R y M. no tienen disculpa. Los hemos advertido
y les hemos entregarlo su pliego de condiciones. Saludémosle.
El señor Fermín Richard terminaba apenas aquella lectura, cuando
se abrió la puerta del despacho y el señor Armando Moncharmin se
adelantó hacia él llevando en la mano una carta absolutamente igual a
la que había recibido su colega. Se miraron y se pusieron a reír.
–La broma sigue –dijo el señor Richard; ¡pero no es graciosa!
–¿Qué significa esto? –preguntó Moncharmin. ¿Se imaginarán
que porque han sido rectores de la Opera les vamos a conceder un
palco a perpetuidad?
Porque tanto el primero como el segundo de aquellos señores no
tienen duda de que aquella doble sofisticación era el fruto de la colaboración
ingeniosa de sus predecesores.
–¡Yo no estoy con ganas de dejarme molestar largo rato! –declaró
Fermín Richard.
–¡Es una cosa inofensiva! –observó Armando Moncharmin.
–Pero, al fin, ¿qué es lo que quieren? ¿Un palco para esta noche?
El señor Fermín Richard dio orden de que se les mandara cl palco
número 5 a los señores Debienne y Poligny, que habitaban, cl primero,
en la esquina de la calle Scribe y bulevar de los Capuchinos y cl segundo
en la calle Auber. Las dos cartas del Fantasma (F. de la Opera)
habían sido echadas en la misma sucursal del correo del bulevar de los
Capuchinos. Fue el señor Moncharmin quien lo notó al examinar los
sobres.
–¡Ya lo ves, Richard!
Ambos se encogieron de hombros y deploraron que personas de
aquella edad se entretuvieran aún en hacer semejantes bromas.
–Sin embargo, hubieran podido mostrarse menos groseros –observó
Moncharmin. ¿Has visto cómo nos tratan a propósito de la Carlota,
de la Sorelli y de la pequeña James?
–¿Qué quieres? ¡Están enfermos de celos! ¡Cuándo pienso que
han llegado hasta a pagar un suelto del "correo" de la "Revista Teatral"!...
¿No tendrán nada que hacer?
–A propósito –dijo Moncharmin, parecen interesarse mucho por
Cristina Daaé... ¿De cuál de los dos era la amante?
–¡Sabes tan bien como yo que tiene fama de ser honesta! –replicó
Richard.
–Hay tantas reputaciones usurpadas –replicó Moncharmin. ¿Acaso
yo, que no soy capaz de distinguir la clave de fa de la clave de sol,
no tengo fama de ser entendido en música?
–Tranquilízate, Moncharmin, nunca has tenido esa reputación.
Enseguida, el señor Fermín Richard dio orden al ujier de que hiciera
pasar a los artistas que desde hacía dos horas se paseaban en cl
ancho pasadizo de la administración a la espera de que se abriese la
puma directorial, aquella puerta tras de la cual les esperaban la gloria y
cl dinero... o cl despido.
Todo aquel día transcurrió en tratos, discusiones, firmas o rescisiones
de contratos; de modo que aquella noche –la del 25 de enero –
nuestros dos directores, fatigados por una pesada jornada de enojos, de
intrigas, de recomendaciones, de amenazas, de protestas de aprecio o
de odio, se acostaron temprano sin preocuparse de ir a echar una ojeada
al palco número 5, para saber si los señores Debienne y Poligny encontraban
cl espectáculo a su gusto.
La Opera no había tenido descanso desde la partida de la antigua
dirección, y el señor Richard había iniciado algunas reparaciones necesarias
sin interrumpir las representaciones.
Al día siguiente los señores Richard y Moncharmin encontraron
en su correspondencia, por una parte, una esquela de agradecimiento
del Fantasma, concebida en estos términos:
"Mi querido director: Muchas gracias. Función espléndida. Daaé
exquisita. Cuide los coros. La Carlota, magnífico y trivial instrumento.
Pronto les escribiré respecto de los 240.000 francos –exactamente
233.424 francos 70 –, pues los señores Debienne y Poligny me remitieron
los 6.575 francos 30, que representan los diez primeros días de mi
pensión de este año, cuyo contrato vence el 10 por la noche.
"Salúdame. F. de la O."
Y por otra parte una carta de los señores Debienne y Poligny.
"Señores. Les agradecemos su amable atención, pero ustedes
comprenderán fácilmente que la perspectiva de oír "Fausto”; por
agradable que sea a ex directores de la Opera, no puede hacernos
olvidar que no tenemos ningún derecho para ocupar el palco balcón
número 5, que pertenece exclusivamente a "aquel" de quien hemos
tenido ocasión de hablarle releyendo junto con ustedes por última vez
el pliego de condiciones, último párrafo del artículo 63.
"Reciban, señores, los saludos, etc»
–¡Oh, pero al fin estas personas empiezan a fastidiarme! –declaró
violentamente Fermín Richard, estrujando la carta de los señores Debienne
y Poligny.
–Sí, esto se está volviendo una necedad –asintió Armando Moncharmin,
que deslizó precisamente en su cartera la esquela del Fantasma.
–¿Guardas eso? –preguntó Richard.
–Por curiosidad –dijo Moncharmin.
Aquella noche el palco balcón número 5 fue vendido.
Al día siguiente, al llegar a su despacho, los señores Richard y
Moncharmin encontraron un informe del inspector, relativo a los hechos
que habían ocurrido la víspera en el palco número 5. He aquí la
parte esencial del informe, que es breve:
"Me vi en la necesidad –escribe el inspector –de requerir esta
noche el inspector había escrito su informe la víspera, de llamar a un
guardia municipal para hacer evacuar por dos veces, al principio y a
mitad del segundo acto, el palco balcón número 5. Los ocupantes que
habrán llegado al principio del segundo acto, cansaban verdadero
escóndalo con sus risas y sus exclamaciones. De todas partes se les
reclamaba silencio y la sala comenzaba a protestar con energía cuando
la acomodadora fue a buscarme. Entré al palco e hice las observaciones
que eran del caso. Aquellas personas parecían no estar en su
juicio y me dijeron algunas estupideces. Les advertí que si se repetía
el escándalo me vería obligado a hacer evacuar el palco. Protestaron
con grandes risas, declarando que no se retirarían si no se les devolvía
el dinero. Por último, se calmaron y los dejé volver al palco; pero
enseguida las risas recomenzaron y esta vez los hice expulsar definitivamente.
Antes de salir del teatro, dijeron sus nombres. Entre ellos
había un periodista". –¡Bueno, comienzan los disgustos! –exclamó
Richard. "El cual declaro que escribiría una protesta”: –¡Por supuesto!
–exclamó Moncharmin. “Ese periodista se llama Máximo Defrance".
–No lo conozco –declararon a coro Moncharmin y Richard,
tranquilizados. –“Las otras cuatro personas son el señor y la señora
Darklay y su hija, que viven en la calle de la Paz ". –¡Los Darklay!
¡No es cierto! Los Darklay son incapaces de conducirse de semejante
manera, y los conozco; son personas muy correctas. ¿Qué significa
esto? –"Y el señor Malpertins”:
–¡Malpertins! –exclamaron los dos directores. ¡Con tal que no sea
el Malpertins de las Bellas Artes! –No, no. Hubiera pedido una butaca
o un palco. Malpertins no paga jamás su localidad en ninguna parte... –
¿Y si estaba invitado por los Darkley? –¡Diablos! –“El señor Malpertins
declaró al irse gire se quejaría n los señores directores".
–Que venga el inspector –le gritó Richard a su secretario, que ya
habla leído aquel informe y ya lo habla anotado con lápiz azul.
El secretario, señor Remy –veinticuatro años, bigote fino; elegante,
distinguido, gran parada; en aquel tiempo la levita negra era
obligatoria durante el día –, inteligente y tímido delante del director,
2.400 francos de haberes anuales, pagados por el director, compulsa los
diarios, responde las cartas, distribuye los palcos y las entradas de
favor, establece las citas, habla con los que hacen antesalas, acude a
casa de los artistas enfermos, busca a los suplentes, corresponde con
los jefes de servicio, pero ante todo es el cerrojo del gabinete directorial,
puede de un momento a otro ser puesto en la calle sin compensación
ninguna, porque no figura en el presupuesto. El secretario, que ya
habla hecho llamar al inspector, dio orden de que lo hicieran pasar. El
inspector entró algo inquieto.
–Díganos cómo pasaron las cosas –dijo bruscamente Richard.
El inspector se puso a balbucear y aludió al informe.
–Pero, en fin, ¿por qué se retan aquellas personas? –preguntó
Moncharmin.
–Señor director, debían haber comido bien y parecían estar más
dispuestos a hacer bromas que a oír buena música. Apenas habían
entrado en el palco, al llegar, cuando salieron al corredor y llamaron a
la acomodadora, que les preguntó qué se les ofrecía. –Fíjese en el palco.
¿No hay nadie, verdad?... –No –les respondió la acomodadora.
Pues bien, –afirmaron –, cuando entramos oímos una voz que decía
que "estaba ocupado".
Él señor Moncharmin no pudo mirar al señor Richard sin sonreír,
pero el señor Richard no sonreía. Había sido demasiado especialista en
el género como para reconocer en el relato que le hacía el inspector,
con la mayor ingenuidad del mundo, todos los rasgos de una de esas
bromas pesadas que primero divierten a los que son víctimas de ellas,
pero que acaban por ponerlos furiosos.
El señor inspector, para congraciarse con el señor Moncharmin,
que sonreía, creyó que él también debía sonreír. ¡Desafortunada sonrisa!
La mirada del señor Richard fulminó al empleado, que trató enseguida
de poner una cara atrozmente consternada.
–Pero, en fin, cuando esas personas llegaron –preguntó el terrible
Richard, ¿no había nadie en el palco?
–¡Nadie, señor director! ¡Absolutamente nadie! Ni tampoco en el
palco de la derecha ni en el de la izquierda, se lo juro a usted. La acomodadora
me lo ha repetido hasta el cansancio, lo que demuestra que
todo ha sido una broma.
–¡Oh! ¿Así que usted estima que es una broma, eh? ¡Es una broma!
¿Y, sin duda, la encuentra usted graciosa?
–Señor director, la encuentro de muy mal gusto.
–Y la acomodadora, ¿qué es lo que dice?
–¡Oh! La acomodadora sostiene, por supuesto, que es el Fantasma
de la Opera, ¡Claro!
Y se puso a reír burlonamente; pero enseguida comprendió que
también había hecho mal en mofarse, porque apenas había pronunciado
aquellas palabras, la fisonomía del señor Richard se puso furibunda.
–¡Que vayan a buscar a la acomodadora! –gritó. ¡Enseguida, y
que la traigan aquí! ¡Y que me echen toda esa gente a la calle!
El inspector quiso protestar, pero Richard le cerró la boca con un
enérgico: "¡Cállese la boca!" Luego, cuando los labios del pobre subordinado
parecían sellados para siempre, el señor director ordenó que
se reabrieran de nuevo.
–¿Qué es eso del Fantasma de la Opera? –se lanzó a preguntar
con un gruñido.
Pero el inspector no estaba ahora en condiciones de proferir una
palabra. Hizo comprender por medio de una mímica desesperada, que
no sabía, o, mejor dicho, que no quería saber nada al respecto.
–¿Usted ha visto al Fantasma de la Opera?
Con un enérgico movimiento de cabeza, el inspector negó haberlo
visto jamás.
–¡Tanto peor! –declaró fríamente el señor Richard.
El inspector abrió unos ojos enormes, unos ojos que se salían de
las órbitas, para preguntar por qué habla pronunciado el señor director
aquel siniestro: "¡Tanto peor!".
–¡Porque voy a hacer despedir a todos los empleados que no lo
hayan visto! –continuó el señor director. Puesto que está en todas partes,
es inadmisible que no se lo vea en ninguna. ¡Yo quiero que cada
cual cumpla con su obligación!
se deleita con Cimarosa y nadie aprecia mejor que él el genio de Weber.
En fin, en lo que se refiere a Wagner; no está lejos de pretender
arte él, Fermín Richard, es el primero y quizás el único que lo haya
comprendido en Francia.
Suspendo aquí la trascripción, de la que parece resultar con bastante
claridad que si al señor Fermín Richard le gustaba toda la música
y todos los músicos, todos los músicos estaban en el deber de gustar
del señor Fermín Richard. Digamos, para terminar este rápido retrato,
que el señor Richard era lo que se ha convenido en llamar un autoritario,
es decir, que tenía mal carácter.
Los primeros días que los dos asociados pasaron en la Opera fueron
por completo ocupados por la satisfacción de sentirse dueñas de
una empresa tan vasta y hermosa y ya hablan sin duda olvidado aquella
extraña y curiosa historia del Fantasma, cuando se produjo un incidente
que vino a probarles que, si se trataba de una broma, la broma continuaba.
El señor Fermín Richard llegó aquella mañana a su escritorio. Su
secretario, el señor Remy, le entregó una media docena de cartas que
no había abierto porque llevaban la indicación "personal". Una de
aquellas cartas atrajo enseguida la atención de Richard no sólo porque
el sobre escrito estaba puesto con tinta encarnada, sino porque le pareció
que ya había visto en otra parte aquella letra. No tuvo que buscar
largo rato: era la letra con la cual habla sido escrito tan singularmente
el pliego de condiciones. Reconoció su aspecto de garabateo infantil.
Enseguida la abrió y la leyó:
Mi querido director: Le pido disculpas por venir a distraerlo en
estos momentos preciosos en arte decide usted respecto de la suerte de
los mejores artistas de la Opera, y en que renueva usted importantes
compromisos y en que celebra usted nuevos contratos; y esto con una
seguridad de vistas, un conocimiento del teatro, una ciencia del público
y de sus gustos, uno autoridad que ha estado a punto de asombrar
mi viejo experiencia.
Estoy al tanto de lo que acaba usted de hacer en favor de la
Carlota, la Sorelli, la pequeña James y algunas más cuyas admirables
cualidades, talento o genio, ha adivinado usted. (Ya se imaginará
usted de quién hablo al escribir estas palabras; no es, evidentemente,
de la Carlota, que canta como una jeringa y que no debería haber
salido nunca de los Amabassadeurs y del café Jaquin; ni de la Sorelli,
que tiene destacado éxito, sobre todo en su abundante anatomía, ni de
la pequeña James, que baila como un ternero en el prado; ni tampoco
de Cristina Daaé, cuyo genio es indudable, pero que es apenado con
celoso cuidado de toda creación imponente). En fin, claro está que
usted tiene el derecho de manejar su gestión como mejor le parezca,
pero, sin embargo, quiero aprovechar la circunstancia de que todavía
no haya usted puesto a Cristina Daaé en la calle para oírla esta noche
en la parte de Siebel, puesto que el de Margarita, después de su triunfo
del otro día, le está vedado; le ruego también no disponga de mi palco
hoy “ni los días siguientes”; porque no cerraré este carta sin expresarle
cuán desagradablemente me ha sorprendido en estos últimos
tiempos el saber, al llegar a la Opera, que mi palco había sido vendido
en la boletería por orden suya.
"No protesté, primero, porque soy enemigo del escándalo, y,
además, porque me imaginaba que sus predecesores, los señores Debienne
y Poligny; que siempre han sido amabilísimos conmigo, habrían
olvidado, al marcharse, de comunicarles a ustedes mis pequeñas
manías. Ahora bien, acabo de recibir la respuesta de los señores Debienne
y Poligny a mi pedido de explicaciones, respuesta que me prueba
que están ustedes al tanto de mi pliego de condiciones y, por
consiguiente, que se burlan ustedes conscientemente de mí. Si quieren
ustedes que vivamos en paz, no vuelvan a repetir la bromo de quitarme
el palco. Dejando a salvo estas menudas consideraciones, quiera
creerme, mi querido director, su muy atento servidor. –Firmando: F de
la Opera.
Esta carta venta acompañada de un recorte del "correo" de la
"Revista Teatral", en el que se leía esto:
"F. de la Opera: R y M. no tienen disculpa. Los hemos advertido
y les hemos entregarlo su pliego de condiciones. Saludémosle.
El señor Fermín Richard terminaba apenas aquella lectura, cuando
se abrió la puerta del despacho y el señor Armando Moncharmin se
adelantó hacia él llevando en la mano una carta absolutamente igual a
la que había recibido su colega. Se miraron y se pusieron a reír.
–La broma sigue –dijo el señor Richard; ¡pero no es graciosa!
–¿Qué significa esto? –preguntó Moncharmin. ¿Se imaginarán
que porque han sido rectores de la Opera les vamos a conceder un
palco a perpetuidad?
Porque tanto el primero como el segundo de aquellos señores no
tienen duda de que aquella doble sofisticación era el fruto de la colaboración
ingeniosa de sus predecesores.
–¡Yo no estoy con ganas de dejarme molestar largo rato! –declaró
Fermín Richard.
–¡Es una cosa inofensiva! –observó Armando Moncharmin.
–Pero, al fin, ¿qué es lo que quieren? ¿Un palco para esta noche?
El señor Fermín Richard dio orden de que se les mandara cl palco
número 5 a los señores Debienne y Poligny, que habitaban, cl primero,
en la esquina de la calle Scribe y bulevar de los Capuchinos y cl segundo
en la calle Auber. Las dos cartas del Fantasma (F. de la Opera)
habían sido echadas en la misma sucursal del correo del bulevar de los
Capuchinos. Fue el señor Moncharmin quien lo notó al examinar los
sobres.
–¡Ya lo ves, Richard!
Ambos se encogieron de hombros y deploraron que personas de
aquella edad se entretuvieran aún en hacer semejantes bromas.
–Sin embargo, hubieran podido mostrarse menos groseros –observó
Moncharmin. ¿Has visto cómo nos tratan a propósito de la Carlota,
de la Sorelli y de la pequeña James?
–¿Qué quieres? ¡Están enfermos de celos! ¡Cuándo pienso que
han llegado hasta a pagar un suelto del "correo" de la "Revista Teatral"!...
¿No tendrán nada que hacer?
–A propósito –dijo Moncharmin, parecen interesarse mucho por
Cristina Daaé... ¿De cuál de los dos era la amante?
–¡Sabes tan bien como yo que tiene fama de ser honesta! –replicó
Richard.
–Hay tantas reputaciones usurpadas –replicó Moncharmin. ¿Acaso
yo, que no soy capaz de distinguir la clave de fa de la clave de sol,
no tengo fama de ser entendido en música?
–Tranquilízate, Moncharmin, nunca has tenido esa reputación.
Enseguida, el señor Fermín Richard dio orden al ujier de que hiciera
pasar a los artistas que desde hacía dos horas se paseaban en cl
ancho pasadizo de la administración a la espera de que se abriese la
puma directorial, aquella puerta tras de la cual les esperaban la gloria y
cl dinero... o cl despido.
Todo aquel día transcurrió en tratos, discusiones, firmas o rescisiones
de contratos; de modo que aquella noche –la del 25 de enero –
nuestros dos directores, fatigados por una pesada jornada de enojos, de
intrigas, de recomendaciones, de amenazas, de protestas de aprecio o
de odio, se acostaron temprano sin preocuparse de ir a echar una ojeada
al palco número 5, para saber si los señores Debienne y Poligny encontraban
cl espectáculo a su gusto.
La Opera no había tenido descanso desde la partida de la antigua
dirección, y el señor Richard había iniciado algunas reparaciones necesarias
sin interrumpir las representaciones.
Al día siguiente los señores Richard y Moncharmin encontraron
en su correspondencia, por una parte, una esquela de agradecimiento
del Fantasma, concebida en estos términos:
"Mi querido director: Muchas gracias. Función espléndida. Daaé
exquisita. Cuide los coros. La Carlota, magnífico y trivial instrumento.
Pronto les escribiré respecto de los 240.000 francos –exactamente
233.424 francos 70 –, pues los señores Debienne y Poligny me remitieron
los 6.575 francos 30, que representan los diez primeros días de mi
pensión de este año, cuyo contrato vence el 10 por la noche.
"Salúdame. F. de la O."
Y por otra parte una carta de los señores Debienne y Poligny.
"Señores. Les agradecemos su amable atención, pero ustedes
comprenderán fácilmente que la perspectiva de oír "Fausto”; por
agradable que sea a ex directores de la Opera, no puede hacernos
olvidar que no tenemos ningún derecho para ocupar el palco balcón
número 5, que pertenece exclusivamente a "aquel" de quien hemos
tenido ocasión de hablarle releyendo junto con ustedes por última vez
el pliego de condiciones, último párrafo del artículo 63.
"Reciban, señores, los saludos, etc»
–¡Oh, pero al fin estas personas empiezan a fastidiarme! –declaró
violentamente Fermín Richard, estrujando la carta de los señores Debienne
y Poligny.
–Sí, esto se está volviendo una necedad –asintió Armando Moncharmin,
que deslizó precisamente en su cartera la esquela del Fantasma.
–¿Guardas eso? –preguntó Richard.
–Por curiosidad –dijo Moncharmin.
Aquella noche el palco balcón número 5 fue vendido.
Al día siguiente, al llegar a su despacho, los señores Richard y
Moncharmin encontraron un informe del inspector, relativo a los hechos
que habían ocurrido la víspera en el palco número 5. He aquí la
parte esencial del informe, que es breve:
"Me vi en la necesidad –escribe el inspector –de requerir esta
noche el inspector había escrito su informe la víspera, de llamar a un
guardia municipal para hacer evacuar por dos veces, al principio y a
mitad del segundo acto, el palco balcón número 5. Los ocupantes que
habrán llegado al principio del segundo acto, cansaban verdadero
escóndalo con sus risas y sus exclamaciones. De todas partes se les
reclamaba silencio y la sala comenzaba a protestar con energía cuando
la acomodadora fue a buscarme. Entré al palco e hice las observaciones
que eran del caso. Aquellas personas parecían no estar en su
juicio y me dijeron algunas estupideces. Les advertí que si se repetía
el escándalo me vería obligado a hacer evacuar el palco. Protestaron
con grandes risas, declarando que no se retirarían si no se les devolvía
el dinero. Por último, se calmaron y los dejé volver al palco; pero
enseguida las risas recomenzaron y esta vez los hice expulsar definitivamente.
Antes de salir del teatro, dijeron sus nombres. Entre ellos
había un periodista". –¡Bueno, comienzan los disgustos! –exclamó
Richard. "El cual declaro que escribiría una protesta”: –¡Por supuesto!
–exclamó Moncharmin. “Ese periodista se llama Máximo Defrance".
–No lo conozco –declararon a coro Moncharmin y Richard,
tranquilizados. –“Las otras cuatro personas son el señor y la señora
Darklay y su hija, que viven en la calle de la Paz ". –¡Los Darklay!
¡No es cierto! Los Darklay son incapaces de conducirse de semejante
manera, y los conozco; son personas muy correctas. ¿Qué significa
esto? –"Y el señor Malpertins”:
–¡Malpertins! –exclamaron los dos directores. ¡Con tal que no sea
el Malpertins de las Bellas Artes! –No, no. Hubiera pedido una butaca
o un palco. Malpertins no paga jamás su localidad en ninguna parte... –
¿Y si estaba invitado por los Darkley? –¡Diablos! –“El señor Malpertins
declaró al irse gire se quejaría n los señores directores".
–Que venga el inspector –le gritó Richard a su secretario, que ya
habla leído aquel informe y ya lo habla anotado con lápiz azul.
El secretario, señor Remy –veinticuatro años, bigote fino; elegante,
distinguido, gran parada; en aquel tiempo la levita negra era
obligatoria durante el día –, inteligente y tímido delante del director,
2.400 francos de haberes anuales, pagados por el director, compulsa los
diarios, responde las cartas, distribuye los palcos y las entradas de
favor, establece las citas, habla con los que hacen antesalas, acude a
casa de los artistas enfermos, busca a los suplentes, corresponde con
los jefes de servicio, pero ante todo es el cerrojo del gabinete directorial,
puede de un momento a otro ser puesto en la calle sin compensación
ninguna, porque no figura en el presupuesto. El secretario, que ya
habla hecho llamar al inspector, dio orden de que lo hicieran pasar. El
inspector entró algo inquieto.
–Díganos cómo pasaron las cosas –dijo bruscamente Richard.
El inspector se puso a balbucear y aludió al informe.
–Pero, en fin, ¿por qué se retan aquellas personas? –preguntó
Moncharmin.
–Señor director, debían haber comido bien y parecían estar más
dispuestos a hacer bromas que a oír buena música. Apenas habían
entrado en el palco, al llegar, cuando salieron al corredor y llamaron a
la acomodadora, que les preguntó qué se les ofrecía. –Fíjese en el palco.
¿No hay nadie, verdad?... –No –les respondió la acomodadora.
Pues bien, –afirmaron –, cuando entramos oímos una voz que decía
que "estaba ocupado".
Él señor Moncharmin no pudo mirar al señor Richard sin sonreír,
pero el señor Richard no sonreía. Había sido demasiado especialista en
el género como para reconocer en el relato que le hacía el inspector,
con la mayor ingenuidad del mundo, todos los rasgos de una de esas
bromas pesadas que primero divierten a los que son víctimas de ellas,
pero que acaban por ponerlos furiosos.
El señor inspector, para congraciarse con el señor Moncharmin,
que sonreía, creyó que él también debía sonreír. ¡Desafortunada sonrisa!
La mirada del señor Richard fulminó al empleado, que trató enseguida
de poner una cara atrozmente consternada.
–Pero, en fin, cuando esas personas llegaron –preguntó el terrible
Richard, ¿no había nadie en el palco?
–¡Nadie, señor director! ¡Absolutamente nadie! Ni tampoco en el
palco de la derecha ni en el de la izquierda, se lo juro a usted. La acomodadora
me lo ha repetido hasta el cansancio, lo que demuestra que
todo ha sido una broma.
–¡Oh! ¿Así que usted estima que es una broma, eh? ¡Es una broma!
¿Y, sin duda, la encuentra usted graciosa?
–Señor director, la encuentro de muy mal gusto.
–Y la acomodadora, ¿qué es lo que dice?
–¡Oh! La acomodadora sostiene, por supuesto, que es el Fantasma
de la Opera, ¡Claro!
Y se puso a reír burlonamente; pero enseguida comprendió que
también había hecho mal en mofarse, porque apenas había pronunciado
aquellas palabras, la fisonomía del señor Richard se puso furibunda.
–¡Que vayan a buscar a la acomodadora! –gritó. ¡Enseguida, y
que la traigan aquí! ¡Y que me echen toda esa gente a la calle!
El inspector quiso protestar, pero Richard le cerró la boca con un
enérgico: "¡Cállese la boca!" Luego, cuando los labios del pobre subordinado
parecían sellados para siempre, el señor director ordenó que
se reabrieran de nuevo.
–¿Qué es eso del Fantasma de la Opera? –se lanzó a preguntar
con un gruñido.
Pero el inspector no estaba ahora en condiciones de proferir una
palabra. Hizo comprender por medio de una mímica desesperada, que
no sabía, o, mejor dicho, que no quería saber nada al respecto.
–¿Usted ha visto al Fantasma de la Opera?
Con un enérgico movimiento de cabeza, el inspector negó haberlo
visto jamás.
–¡Tanto peor! –declaró fríamente el señor Richard.
El inspector abrió unos ojos enormes, unos ojos que se salían de
las órbitas, para preguntar por qué habla pronunciado el señor director
aquel siniestro: "¡Tanto peor!".
–¡Porque voy a hacer despedir a todos los empleados que no lo
hayan visto! –continuó el señor director. Puesto que está en todas partes,
es inadmisible que no se lo vea en ninguna. ¡Yo quiero que cada
cual cumpla con su obligación!
_
CAPITULO V
LA ACOMODADORA DECLARA LO QUE SABE ACERCA
DEL FANTASMA ANTE LOS DIRECTORES DE LA OPERA.
CAPITULO V
LA ACOMODADORA DECLARA LO QUE SABE ACERCA
DEL FANTASMA ANTE LOS DIRECTORES DE LA OPERA.
_
Después de decir esto, el señor Richard no volvió a ocuparse del
inspector y trató diversos asuntos del teatro con el administrador, que
acababa de presentarse. El inspector pensó que podía irse, y muy despacio,
muy cautelosamente, fue retrocediendo hasta la puerta, cuando
al llegar a ésta, el señor Richard, que habla advertido la maniobra,
clavó al hombre en cl sitio con un imperativo: "¡No se mueva!".
Por mandato del señor Remy fueron a buscar a la acomodadora,
que era portera en la calle de Provenza, a dos pasos de la Opera. Casi
enseguida hizo su entrada.
–¿Cómo se llama usted?
–Madame Giry. Usted me conoce perfectamente, señor director;
soy la madre de la pequeña Giry, la pequeña Meg, ¡vamos!
Esto fue dicho con un tono áspero y solemne que impresionó un
instante al señor Richard. Examinó un instante a madame Giry –chal
desteñido, zapatos viejos, vieja falda de tafetán, sombrero color hollín
–. Era evidente, al ver la actitud del señor director, que éste no recordaba
haber conocido a madame Giry, a la pequeña Giry, y "ni siquiera
a la pequeña Meg". Pero el orgullo de aquella acomodadora era tan
inconmensurable, que se imaginaba que era conocida por todo el mundo.
–¡No la conozco! –acabó por declarar el señor director –; pero eso
no quita, madame Giry que quiera saber qué le pasó a usted anoche
para que se viera en el caso de apelar, junto con el señor inspector, a un
guardia municipal...
–Deseaba precisamente verlo para hablarle, señor director, para
que no tengan ustedes los mismos contratiempos que los señores Debienne
y Poligny... Ellos tampoco me querían hacer caso al principio...
–Yo no le pregunto eso. Le pregunto qué fue lo que pasó anoche.
Madame Giry se puso roja de indignación. Jamás le habían hablado
en semejante tono. Se puso de pie como para partir, recogiendo
los pliegues de su falda y agitando con dignidad las plumas de su sombrero
color hollín; pero, cambiando de resolución, volvió a sentarse y
dijo con voz de enfado:
–¡Sucedió que han vuelto a fastidiar al Fantasma!
Como el señor Richard iba a estallar al oír esto, el señor Moncharmin
intervino y dirigió el interrogatorio, del que resultó que madame
Giry encontraba muy natural que una voz se hiciera oír para
decir que estaba ocupado un palco en el que no había nadie. No podía
explicar ese fenómeno, que no era nuevo para ella, sino por intermedio
del Fantasma. Ese fantasma nadie lo veía en el palco, pero todo cl que
quería podía oírle. Lo había oído muchas veces ella, y se le podía
prestar fe, porque no mentía nunca. Podían preguntárselo a los sectores
Debienne y Poligny, a todos los que la conocían y también al señor
Isidoro Saack, a quien el fantasma le había roto una pierna.
–¡Diablos! –interrumpió el señor Moncharmin. ¿El Fantasma le
ha roto una pierna a ese pobre señor Isidoro Saack?
Madame Giry abrió unos grandes ojos en los que se pintó la sorpresa
que le causaba tanta ignorancia. Por último asintó en instruir a
aquellos dos "infelices inocentes". La cosa había ocurrido en el tiempo
de los señores Debienne y Poligny, siempre en cl palco número 5 e
igualmente durante una representación del "fausto".
Madame Giry carraspeó, tomó aliento... dando la impresión de
que se preparaba a cantar toda la partitura de Gounod.
–Bien, señores. Aquella noche, en los asientos de adelante, estaba
cl señor Maniera con su señora, los marmoleros de la calle Mogador, y
detrás de la señora de Maniera, el íntimo amigo del matrimonio, cl
señor Isidoro Saack. Mefistófeles cantaba –y madame Giry tarareó:
Vous qui faites l’endormie –, y entonces el señor Maniera, oye en el
oído derecho (tenía a su mujer a la izquierda) una voz que le dice: "¡Ja,
ja!, ¡no es Julia la que se hace la dormida!" (Su mujer se llama precisamente
Julia)
El señor Maniera se vuelve hacia la derecha para ver quién era
que hablaba así. ¡Nadie! Se frota la oreja y se dice a sí mismo: "¿Estaré
sonando?" Mefistófeles seguía cantando... Pero quizás esté fastidiando
a tos señores directores con mi relato.
–¡Absolutamente! ¡Siga nomás!
–Los señores directores son muy amables –mohín de madame Giry.
Pues Mefistófeles continuaba su canción (madame Giry canta):
Catherine que j’adore –porguoi repousser– a l’amant qui vous implore
–un si doux baiser, y enseguida el señor Maniera oye, siempre en su
oído derecho, una voz que le dice: "¡Ja, ja!, ¡no es Julia la que le negaría
un beso a Isidoro!" Enseguida se vuelve, pero esta vez hacia el lado
de su mujer y de Isidoro y ¿qué es lo que ve? A Isidoro que había tomado
por detrás la mano de su mujer y que la cubría de besos en la
pequeña abertura del guante... de este modo, mis buenos señores (madame
Giry cubre de besos en su mano cl pedacito de piel descubierto
por el guante de filosela) ¡Entonces! Ya se imaginarán ustedes la que
se armó. ¡Plif! ¡Plaf! El señor Maniera, que era grande y fuerte como
usted, señor Richard, aplicó un par de bofetadas al señor Isidoro Saack,
que era delgado y débil como cl señor Moncharmin, mejorando lo
presente. Fue un escándalo. En la sala gritaban: “¡Basta! ¡Basta! ¡Lo va
a matar!" Por último, cl señor Isidoro Saack pudo escapar...
–Pero entonces, ¿el Fantasma no le rompió la pierna? –preguntó
cl señor Moncharmin algo fastidiado de que su físico hubiera causado
tan pobre impresión en madame Giry.
–Se la rompió, señor –respondió madame Giry con altivez (porque
comprendió la intención ofensiva) –. Se la rompió con un vidrio en
la gran escalera, que iba bajando demasiado ligero, señor, y tan bien,
que el desgraciado no volverá nunca a tenerla como antes.
–¿Y fue el Fantasma el que le contó a usted las frases que le dijo
al oído al señor Maniera? –preguntó con una seriedad que juzgaba
extremadamente cómica el juez de instrucción Moncharmin.
–No, señor; fue el propio señor Maniera. Y si...
–¿Pero usted, mi buena mujer, ya le ha hablado al Fantasma?
–Como le estoy hablando a usted, mi buen señor.
–Y cuando le habla, ¿qué es lo que le dice el Fantasma?
–Pues me dice que le alcance un banquito.
Al decir estas palabras, pronunciadas solemnemente, la cara de
madame Giry se volvió de mármol, de mármol amarillo veteado de
rojo, como cl de las columnas que sostienen la gran escalera y que
llaman mármol sarracolino.
Esta vez Richard se echó a reír junto con Moncharmin y cl secretario
Remy; pero instruido por la experiencia, el inspector ya no reía.
Apoyado contra la pared, se preguntaba, agitando febrilmente las llaves
en el bolsillo, cómo iba a acabar aquel asunto. Y cuanto más altanera
se ponla madame Giry, más temía que volviera a irritarse el director. Y
ahora, hete aquí que ante la hilaridad directorial, madame Giry se atrevía
a tomar un acento amenazador, ¡pero amenazador de veras!
–En vez de reír del Fantasma –exclamó indignada –, harían ustedes
mejor en imitar al señor Poligny, que trató de darse cuenta por sí
mismo...
–¿Se dio cuenta de qué? –preguntó Moncharmin, que pocas veces
se había reído tanto.
–¡Del Fantasma!.. Pero no les estoy diciendo... ¡Óiganme!... Se
tranquiliza súbitamente, porque piensa que los momentos son solemnes.
¡Óiganme! Me acuerdo como si hubiera sido ayer. Esta vez cantaban
la "Juive". El señor Poligny quiso asistir solo desde el palco del
Fantasma a la representación. La señora Krauss había tenido un éxito
enorme. Acababa de cantar aquello del segundo acto que ustedes conocen
muy bien (Madame Giry canta a media voz):
Près de celui que j’aime
Je veux vivre et mourir
Et la mort elle même
Ne peut nous desunir.
–Sí, sí ya sé... –Observó el señor Moncharmin con una sonrisa
alentadora.
Madame Giry continúa a media voz, agitando la pluma de su
sombrero color hollín:
Partons!, partons! Ici-bas, dans les cieux
Même sort désormais nous attend tous les deux
–Si, sí, ya recordamos –repite Richard impaciente... ¿Y entonces?,
¿qué pasó?
–Pues aquel momento en que Leopoldo exclama: "¡Huyamos!",
¿no es así?, y en que Eleazar los detiene preguntándoles: "¿Adónde
coméis?" Pues bien, precisamente en ese momento, el señor Poligny, a
quien yo observaba desde el antepalco de al lado, que estaba vacío, se
puso de pie y salió rígido como una estatua y más pálido que un
muerto. Lo miré bajar la escalera; pero no se rompió una pierna... Sin
embargo, caminaba como un sonámbulo y no daba con su camino.
Así habló madame Giry, y luego calló para juzgar del efecto producido.
La historia de Poligny había hecho menear la cabeza a Moncharmin.
–Todo eso no me dice nada respecto de cómo y cuándo el Fantasma
de la Opera le pidió a usted un banquito para los pies –insistió,
mirando muy fijamente a madame Giry.
–Pues fue desde esa noche..., porque a partir de esa noche lo dejaron
quieto a nuestro Fantasma..., ya no se le volvió a disputar cl palco.
Los señores Debienne y Poligny dieron orden de que se lo reservaran
para todas las representaciones. Entonces, una vez que llegaba, me
pedía el banquito...
–¡Qué raro! ¡Un Fantasma que pida un banquito! ¿Entonces, es
una mujer su Fantasma? –interrogó Moncharmin.
–No, el Fantasma es un hombre.
–¿Y en qué se le conoce?
–Tiene voz de hombre, ¡ah! una voz de hombre muy suave! Voy
a contarles cómo se producen las cosas. Cuando viene a la Opera, llega
generalmente a la mitad del primer acto, da tres golpecitos secos en la
puerta del palco número 5. La primera vez que oí esos golpecitos,
sabiendo muy bien que el palco estaba vacío, ¡ya se imaginarán lo que
me intrigó aquello! Abrí la puerta del palco, escuché, miré: ¡nadie! Y
en esto oigo una voz que me dice: "Madame Giry, ¡un banquito, por
favor!" Con perdón de usted sea dicho, señor director, me puse como
un tomate... Pero la voz continuó: "¡No se asuste, madame Giry, soy
yo, el Fantasma de la Opera!" Miré hacia el lado de donde salía la voz,
que era, por lo demás, tan suave y tan amable que casi no me daba
miedo. La voz, señor director, estaba "sentada" en el sillón de adelante
a la derecha. Salvo que no veía a nadie en el sillón, se hubiera jurado
que alguien lo estaba ocupando, alguien que hablaba y que, dicha sea
la verdad, era muy educado.
–¿El palco situado a la derecha del número 5 estaba ocupado? –
preguntó Moncharmin.
–No: el palco número 7, como el palco número 3, a la izquierda,
no estaban aún ocupados. En ese momento daba principio el espectáculo.
–¿Y qué hizo usted?
–¡Qué había de hacer! Llevé el banquito. ¡Evidentemente no era
para él que lo quería, era para su señora! Pero a ella nunca la vi ni la oí.
–¡Eh! ¿Cómo? ¿Ahora resulta que el Fantasma tiene mujer?
La doble mirada de los señores Moncharmin y Richard ascendió
de madame Giry al inspector, que, colocado detrás de la acomodadora,
agitaba los brazos con el propósito de atraer sobre sí la atención de sus
jefes. Se golpeaba la sien con un ademán desolado para hacer comprender
a los directores que madame Giry estaba sin duda loca, pantomima
que incitó definitivamente al señor Richard a prescindir de un
inspector que conservaba bajo sus órdenes a una alucinada. La buena
mujer, completamente entregada a su fantasma, ponderaba ahora su
generosidad.
–Al concluir la función me da siempre dos francos, algunas veces
cinco, y otras hasta diez, cuando ha pasado varias noches sin venir.
Pero desde que han vuelto a fastidiarlo, no me da nada.
–Dígame, mi buena mujer –nueva rebelión de las plumas del
sombrero color hollín, ante tan persistente familiaridad –: ¿Cómo hace
el fantasma para entregarle los dos francos? –interroga Moncharmin,
que es curioso de nacimiento.
–¡Vaya!, los deja sobre la repisa del antepalco. Los encuentro
junto con el programa que le llevo siempre: a veces hasta encuentro
flores en el palco, alguna rosa caída de manos de la señora..., porque
no cabe duda que debe concurrir con su señora, porque un día se le
olvidó el abanico.
–¡Ah!, ¡Ah!, ¿Con que al Fantasma se le olvidó el abanico? ¿Y
qué hizo usted con él?
–¡Pues se lo volvía llevar a la función siguiente!
Aquí se hizo oír la voz del inspector:
–Madame Giry, le impongo una multa por haber faltado al reglamento.
–¡Cállese, imbécil! (Voz baja del señor Fermín Richard)
–Llevó usted el abanico, ¿y entonces?
Y entonces se lo llevaron, señor director, porque no lo encontré al
final de la función, y en su lugar me dejaron una caja de bombones
ingleses, de las que me gustan mucho, señor director. Una amabilidad
del Fantasma...
–Está bien, madame Giry, puede usted retirarse.
Cuando madame Giry hubo saludado respetuosamente –no sin
una cierta dignidad que no la abandonaba nunca –a sus directores,
éstos te declararon al señor inspector que estaban resueltos a prescindir
de los servicios de aquella vieja loca. Y despidieron al señor inspector.
Cuando el señor inspector se hubo retirado a su vez, después de
haber hecho protestos de fidelidad a la casa, los señores directores le
comunicaron al administrador que le arreglara sus cuentas al señor
inspector. Cuando estuvieron solos los señores directores, se comunicaron
un mismo pensamiento, que se les ocurrió a la vez a los dos: ir a
dar un paseito por el palco número 5.
Pronto les seguiremos allí.
_
Después de decir esto, el señor Richard no volvió a ocuparse del
inspector y trató diversos asuntos del teatro con el administrador, que
acababa de presentarse. El inspector pensó que podía irse, y muy despacio,
muy cautelosamente, fue retrocediendo hasta la puerta, cuando
al llegar a ésta, el señor Richard, que habla advertido la maniobra,
clavó al hombre en cl sitio con un imperativo: "¡No se mueva!".
Por mandato del señor Remy fueron a buscar a la acomodadora,
que era portera en la calle de Provenza, a dos pasos de la Opera. Casi
enseguida hizo su entrada.
–¿Cómo se llama usted?
–Madame Giry. Usted me conoce perfectamente, señor director;
soy la madre de la pequeña Giry, la pequeña Meg, ¡vamos!
Esto fue dicho con un tono áspero y solemne que impresionó un
instante al señor Richard. Examinó un instante a madame Giry –chal
desteñido, zapatos viejos, vieja falda de tafetán, sombrero color hollín
–. Era evidente, al ver la actitud del señor director, que éste no recordaba
haber conocido a madame Giry, a la pequeña Giry, y "ni siquiera
a la pequeña Meg". Pero el orgullo de aquella acomodadora era tan
inconmensurable, que se imaginaba que era conocida por todo el mundo.
–¡No la conozco! –acabó por declarar el señor director –; pero eso
no quita, madame Giry que quiera saber qué le pasó a usted anoche
para que se viera en el caso de apelar, junto con el señor inspector, a un
guardia municipal...
–Deseaba precisamente verlo para hablarle, señor director, para
que no tengan ustedes los mismos contratiempos que los señores Debienne
y Poligny... Ellos tampoco me querían hacer caso al principio...
–Yo no le pregunto eso. Le pregunto qué fue lo que pasó anoche.
Madame Giry se puso roja de indignación. Jamás le habían hablado
en semejante tono. Se puso de pie como para partir, recogiendo
los pliegues de su falda y agitando con dignidad las plumas de su sombrero
color hollín; pero, cambiando de resolución, volvió a sentarse y
dijo con voz de enfado:
–¡Sucedió que han vuelto a fastidiar al Fantasma!
Como el señor Richard iba a estallar al oír esto, el señor Moncharmin
intervino y dirigió el interrogatorio, del que resultó que madame
Giry encontraba muy natural que una voz se hiciera oír para
decir que estaba ocupado un palco en el que no había nadie. No podía
explicar ese fenómeno, que no era nuevo para ella, sino por intermedio
del Fantasma. Ese fantasma nadie lo veía en el palco, pero todo cl que
quería podía oírle. Lo había oído muchas veces ella, y se le podía
prestar fe, porque no mentía nunca. Podían preguntárselo a los sectores
Debienne y Poligny, a todos los que la conocían y también al señor
Isidoro Saack, a quien el fantasma le había roto una pierna.
–¡Diablos! –interrumpió el señor Moncharmin. ¿El Fantasma le
ha roto una pierna a ese pobre señor Isidoro Saack?
Madame Giry abrió unos grandes ojos en los que se pintó la sorpresa
que le causaba tanta ignorancia. Por último asintó en instruir a
aquellos dos "infelices inocentes". La cosa había ocurrido en el tiempo
de los señores Debienne y Poligny, siempre en cl palco número 5 e
igualmente durante una representación del "fausto".
Madame Giry carraspeó, tomó aliento... dando la impresión de
que se preparaba a cantar toda la partitura de Gounod.
–Bien, señores. Aquella noche, en los asientos de adelante, estaba
cl señor Maniera con su señora, los marmoleros de la calle Mogador, y
detrás de la señora de Maniera, el íntimo amigo del matrimonio, cl
señor Isidoro Saack. Mefistófeles cantaba –y madame Giry tarareó:
Vous qui faites l’endormie –, y entonces el señor Maniera, oye en el
oído derecho (tenía a su mujer a la izquierda) una voz que le dice: "¡Ja,
ja!, ¡no es Julia la que se hace la dormida!" (Su mujer se llama precisamente
Julia)
El señor Maniera se vuelve hacia la derecha para ver quién era
que hablaba así. ¡Nadie! Se frota la oreja y se dice a sí mismo: "¿Estaré
sonando?" Mefistófeles seguía cantando... Pero quizás esté fastidiando
a tos señores directores con mi relato.
–¡Absolutamente! ¡Siga nomás!
–Los señores directores son muy amables –mohín de madame Giry.
Pues Mefistófeles continuaba su canción (madame Giry canta):
Catherine que j’adore –porguoi repousser– a l’amant qui vous implore
–un si doux baiser, y enseguida el señor Maniera oye, siempre en su
oído derecho, una voz que le dice: "¡Ja, ja!, ¡no es Julia la que le negaría
un beso a Isidoro!" Enseguida se vuelve, pero esta vez hacia el lado
de su mujer y de Isidoro y ¿qué es lo que ve? A Isidoro que había tomado
por detrás la mano de su mujer y que la cubría de besos en la
pequeña abertura del guante... de este modo, mis buenos señores (madame
Giry cubre de besos en su mano cl pedacito de piel descubierto
por el guante de filosela) ¡Entonces! Ya se imaginarán ustedes la que
se armó. ¡Plif! ¡Plaf! El señor Maniera, que era grande y fuerte como
usted, señor Richard, aplicó un par de bofetadas al señor Isidoro Saack,
que era delgado y débil como cl señor Moncharmin, mejorando lo
presente. Fue un escándalo. En la sala gritaban: “¡Basta! ¡Basta! ¡Lo va
a matar!" Por último, cl señor Isidoro Saack pudo escapar...
–Pero entonces, ¿el Fantasma no le rompió la pierna? –preguntó
cl señor Moncharmin algo fastidiado de que su físico hubiera causado
tan pobre impresión en madame Giry.
–Se la rompió, señor –respondió madame Giry con altivez (porque
comprendió la intención ofensiva) –. Se la rompió con un vidrio en
la gran escalera, que iba bajando demasiado ligero, señor, y tan bien,
que el desgraciado no volverá nunca a tenerla como antes.
–¿Y fue el Fantasma el que le contó a usted las frases que le dijo
al oído al señor Maniera? –preguntó con una seriedad que juzgaba
extremadamente cómica el juez de instrucción Moncharmin.
–No, señor; fue el propio señor Maniera. Y si...
–¿Pero usted, mi buena mujer, ya le ha hablado al Fantasma?
–Como le estoy hablando a usted, mi buen señor.
–Y cuando le habla, ¿qué es lo que le dice el Fantasma?
–Pues me dice que le alcance un banquito.
Al decir estas palabras, pronunciadas solemnemente, la cara de
madame Giry se volvió de mármol, de mármol amarillo veteado de
rojo, como cl de las columnas que sostienen la gran escalera y que
llaman mármol sarracolino.
Esta vez Richard se echó a reír junto con Moncharmin y cl secretario
Remy; pero instruido por la experiencia, el inspector ya no reía.
Apoyado contra la pared, se preguntaba, agitando febrilmente las llaves
en el bolsillo, cómo iba a acabar aquel asunto. Y cuanto más altanera
se ponla madame Giry, más temía que volviera a irritarse el director. Y
ahora, hete aquí que ante la hilaridad directorial, madame Giry se atrevía
a tomar un acento amenazador, ¡pero amenazador de veras!
–En vez de reír del Fantasma –exclamó indignada –, harían ustedes
mejor en imitar al señor Poligny, que trató de darse cuenta por sí
mismo...
–¿Se dio cuenta de qué? –preguntó Moncharmin, que pocas veces
se había reído tanto.
–¡Del Fantasma!.. Pero no les estoy diciendo... ¡Óiganme!... Se
tranquiliza súbitamente, porque piensa que los momentos son solemnes.
¡Óiganme! Me acuerdo como si hubiera sido ayer. Esta vez cantaban
la "Juive". El señor Poligny quiso asistir solo desde el palco del
Fantasma a la representación. La señora Krauss había tenido un éxito
enorme. Acababa de cantar aquello del segundo acto que ustedes conocen
muy bien (Madame Giry canta a media voz):
Près de celui que j’aime
Je veux vivre et mourir
Et la mort elle même
Ne peut nous desunir.
–Sí, sí ya sé... –Observó el señor Moncharmin con una sonrisa
alentadora.
Madame Giry continúa a media voz, agitando la pluma de su
sombrero color hollín:
Partons!, partons! Ici-bas, dans les cieux
Même sort désormais nous attend tous les deux
–Si, sí, ya recordamos –repite Richard impaciente... ¿Y entonces?,
¿qué pasó?
–Pues aquel momento en que Leopoldo exclama: "¡Huyamos!",
¿no es así?, y en que Eleazar los detiene preguntándoles: "¿Adónde
coméis?" Pues bien, precisamente en ese momento, el señor Poligny, a
quien yo observaba desde el antepalco de al lado, que estaba vacío, se
puso de pie y salió rígido como una estatua y más pálido que un
muerto. Lo miré bajar la escalera; pero no se rompió una pierna... Sin
embargo, caminaba como un sonámbulo y no daba con su camino.
Así habló madame Giry, y luego calló para juzgar del efecto producido.
La historia de Poligny había hecho menear la cabeza a Moncharmin.
–Todo eso no me dice nada respecto de cómo y cuándo el Fantasma
de la Opera le pidió a usted un banquito para los pies –insistió,
mirando muy fijamente a madame Giry.
–Pues fue desde esa noche..., porque a partir de esa noche lo dejaron
quieto a nuestro Fantasma..., ya no se le volvió a disputar cl palco.
Los señores Debienne y Poligny dieron orden de que se lo reservaran
para todas las representaciones. Entonces, una vez que llegaba, me
pedía el banquito...
–¡Qué raro! ¡Un Fantasma que pida un banquito! ¿Entonces, es
una mujer su Fantasma? –interrogó Moncharmin.
–No, el Fantasma es un hombre.
–¿Y en qué se le conoce?
–Tiene voz de hombre, ¡ah! una voz de hombre muy suave! Voy
a contarles cómo se producen las cosas. Cuando viene a la Opera, llega
generalmente a la mitad del primer acto, da tres golpecitos secos en la
puerta del palco número 5. La primera vez que oí esos golpecitos,
sabiendo muy bien que el palco estaba vacío, ¡ya se imaginarán lo que
me intrigó aquello! Abrí la puerta del palco, escuché, miré: ¡nadie! Y
en esto oigo una voz que me dice: "Madame Giry, ¡un banquito, por
favor!" Con perdón de usted sea dicho, señor director, me puse como
un tomate... Pero la voz continuó: "¡No se asuste, madame Giry, soy
yo, el Fantasma de la Opera!" Miré hacia el lado de donde salía la voz,
que era, por lo demás, tan suave y tan amable que casi no me daba
miedo. La voz, señor director, estaba "sentada" en el sillón de adelante
a la derecha. Salvo que no veía a nadie en el sillón, se hubiera jurado
que alguien lo estaba ocupando, alguien que hablaba y que, dicha sea
la verdad, era muy educado.
–¿El palco situado a la derecha del número 5 estaba ocupado? –
preguntó Moncharmin.
–No: el palco número 7, como el palco número 3, a la izquierda,
no estaban aún ocupados. En ese momento daba principio el espectáculo.
–¿Y qué hizo usted?
–¡Qué había de hacer! Llevé el banquito. ¡Evidentemente no era
para él que lo quería, era para su señora! Pero a ella nunca la vi ni la oí.
–¡Eh! ¿Cómo? ¿Ahora resulta que el Fantasma tiene mujer?
La doble mirada de los señores Moncharmin y Richard ascendió
de madame Giry al inspector, que, colocado detrás de la acomodadora,
agitaba los brazos con el propósito de atraer sobre sí la atención de sus
jefes. Se golpeaba la sien con un ademán desolado para hacer comprender
a los directores que madame Giry estaba sin duda loca, pantomima
que incitó definitivamente al señor Richard a prescindir de un
inspector que conservaba bajo sus órdenes a una alucinada. La buena
mujer, completamente entregada a su fantasma, ponderaba ahora su
generosidad.
–Al concluir la función me da siempre dos francos, algunas veces
cinco, y otras hasta diez, cuando ha pasado varias noches sin venir.
Pero desde que han vuelto a fastidiarlo, no me da nada.
–Dígame, mi buena mujer –nueva rebelión de las plumas del
sombrero color hollín, ante tan persistente familiaridad –: ¿Cómo hace
el fantasma para entregarle los dos francos? –interroga Moncharmin,
que es curioso de nacimiento.
–¡Vaya!, los deja sobre la repisa del antepalco. Los encuentro
junto con el programa que le llevo siempre: a veces hasta encuentro
flores en el palco, alguna rosa caída de manos de la señora..., porque
no cabe duda que debe concurrir con su señora, porque un día se le
olvidó el abanico.
–¡Ah!, ¡Ah!, ¿Con que al Fantasma se le olvidó el abanico? ¿Y
qué hizo usted con él?
–¡Pues se lo volvía llevar a la función siguiente!
Aquí se hizo oír la voz del inspector:
–Madame Giry, le impongo una multa por haber faltado al reglamento.
–¡Cállese, imbécil! (Voz baja del señor Fermín Richard)
–Llevó usted el abanico, ¿y entonces?
Y entonces se lo llevaron, señor director, porque no lo encontré al
final de la función, y en su lugar me dejaron una caja de bombones
ingleses, de las que me gustan mucho, señor director. Una amabilidad
del Fantasma...
–Está bien, madame Giry, puede usted retirarse.
Cuando madame Giry hubo saludado respetuosamente –no sin
una cierta dignidad que no la abandonaba nunca –a sus directores,
éstos te declararon al señor inspector que estaban resueltos a prescindir
de los servicios de aquella vieja loca. Y despidieron al señor inspector.
Cuando el señor inspector se hubo retirado a su vez, después de
haber hecho protestos de fidelidad a la casa, los señores directores le
comunicaron al administrador que le arreglara sus cuentas al señor
inspector. Cuando estuvieron solos los señores directores, se comunicaron
un mismo pensamiento, que se les ocurrió a la vez a los dos: ir a
dar un paseito por el palco número 5.
Pronto les seguiremos allí.
_
CAPÍTULO VI
EL VIOLÍN ENCANTADO
EL VIOLÍN ENCANTADO
_
Cristina Daaé, víctima de intrigas de las que nos ocuparemos más
adelante, no volvió a encontrar enseguida en la Opera el triunfo de la
famosa función de gala. Desde entonces, sin embargo, había tenido
ocasión de hacerse oír en una fiesta social, en la casa de la duquesa de
Zurich, en la que cantó los más hermosos fragmentos de su repertorio;
y he aquí cómo se expresó a su respecto el gran crítico X. Y. Z, que se
encontraba entre los invitados de categoría:
"Cuando se la oye en "Hamlet" es cosa de preguntarse si Shakespeare
habrá acudido desde los Campos Elíseos para verla hacer de
Ofelia... Verdad es que cuando se ciñe la diadema de estrellas de la
reina de la noche, Mozart, por su parte, debe abandonar los eternos
recintos poro venir a oírla. Pero no, no es preciso que se incomode,
porque la voz vibrante de la intérprete de la "Flauta mágica" va a
buscarle al Cielo, al que asciende con facilidad, lo mismo que supo
ascender de su choza de la aldea de Skotclof al palacio de mármoles y
oro construido por Charles Garnier”:
Pero, después del sarao de la duquesa de Zurich, Cristina no volvió
a atorar en sociedad. No quiso aceptar más invitaciones de esa
clase. Sin dar pretexto plausible renunció a figurar en una fiesta de
caridad para la que se había comprometido. Parecía que ya no fuera
dueña de su destino y que tuviera miedo de obtener un nuevo triunfo.
Supo que el conde de Chagny, para complacer a su hermano, había
hecho gestiones muy insistentes en su favor acerca del señor Richard;
le escribió para darle las gracias y también para pedirle que no
les hablara más de ella a sus directores. ¿Cuáles podían ser las razones
de tan extraña actitud? Unos pretendían que aquello era el reflejo de un
inconmensurable orgullo, otros admiraron en Cristina una angelical
modestia. No se tiene tanta modestia cuando se está en el teatro; en
realidad, no sé si debería estampar aquí simplemente esta palabra:
espanto. Sí, creo que Cristina Daaé tenía entonces miedo de lo que
acababa de sucederle y que estaba tan estupefacta como lo estaban
todos a su alrededor. ¿Estupefacta? ¡Vamos! Tengo ahí una carta (colección
del persa) que se refiere a los acontecimientos de esta época.
Pues bien, después de haberla releído no puedo escribir que Cristina
estaba estupefacta, ni asustada de su triunfo; estaba, sí, espantada. ¡Sí,
si, espantada! "No sé lo que me pasa cuando canto", escribe.
–¡Oh, pobre, pura y suave criatura!
No se dejaba ver en ninguna parte y cl vizconde de Chagny trató
en vano de salirle al paso. Le escribió para pedirle permiso de presentarse
en su case, y ya desesperaba de recibir una respuesta, cuando una
mañana le envió cl billete siguiente:
"Señor, no me he olvidado del niño que fue a recoger mi chal al
mar. No puedo dejar de escribirle esto hoy que parto para Perros,
llevada allí por un deber sagrado. Mañana es el aniversario de la
muerte de mi pobre padre, que usted conoció y que le quería tanto.
Está enterrado allí con su violín, en el cementerio que rodeo la nueva
iglesia, al pie de la colina en que siendo pequeños jugamos tanto; al
borde de aquel camino en que, siendo ya más grandes, nos dijimos
adiós por última vez”
Así que recibió este billete de Cristina Daaé, el vizconde de
Chagny se precipitó a consultar un indicador de ferrocarriles, se vistió
apresuradamente, escribió algunas líneas para que su ayuda de cámara
las entregase a su hermano y se metió dentro de un coche que, por más
prisa que se dio, llegó demasiado tarde a la estación Montparnasse para
que pudiera alcanzar el tren de la mañana que quería tomar. Pasó el día
fastidiado y no volvió a encontrarse a gusto hasta la noche cuando
estuvo instalado en un vagón. Durante todo el trayecto releyó el billete
de Cristina, respiró su perfume, evocó su imagen durante los años
infantiles. Pasó toda aquella abominable noche de ferrocarril en un
sueño febril que tenía por principio y fin a Cristina Daaé. El día comenzaba
a apuntar cuando desembarcó en Lanion. Corrió a tomar la
diligencia de Perros-Guirec. Era el único viajero.
Interrogó al cochero. Supo que la víspera por la noche una joven
que tenía todas las trazas de una parisiense se había hecho conducir a
Perros, alojándose en la posada del Sol Poniente. No podía ser sino
Cristina. Había ido sola. Raúl dejó escapar un profundo suspiro. Iba a
poder hablar con toda calma con Cristina en medio de aquella soledad.
La amaba hasta no poder respirar. Aquel mozo, que ya había dado la
vuelta al mundo, era puro como una virgen que nunca se ha apartado
de las faldas de su madre.
A medida que se iba acercando a ella, recordaba devotamente la
historia de la pequeña cantora sueca. Muchos detalles son ignorados
aún en la generalidad.
Había una vez, en una pequeña aldea de los alrededores de Upsala,
un campesino que vivía allí con su familia, cultivando la tierra durante
la semana y cantando el domingo, acompañado por un violín.
Aquel campesino tenía una hija a la que enserió mucho antes que a
leer, a descifrar el alfabeto musical. El padre de Daaé, era, sin que
quizá lo sospechara, un músico notable. Tocaba el violín como no lo
hacia ningún menestral de toda Escandinavia. Su reputación se extendía
por toda la comarca y siempre se dirigían a él para que hiciera
bailar las parejas en las bodas y en los festines. La madre de Cristina
murió de consunción cuando ésta tenía seis años. Enseguida que esto
sucedió, el padre, que sólo amaba a su hija y a la música, vendió su
lote de tierra y se fue a buscar la gloria a Upsala. Sólo encontró allí la
miseria.
Entonces volvió a los campos, anduvo de feria en feria ejecutando
sus melodías escandinavas, mientras que su niña, que no se le separaba
nunca, lo escuchaba con éxtasis o lo acompañaba cantando. Un día, en
la feria de Ljinby, el profesor Valerius los oyó a los dos y los llevó a
Gotenburgo. Pretendía que el padre era el primer violinista del mundo
y que en su hija había la tela de una gran artista. Veló por la instrucción
y la educación de la niña. En todas partes deslumbraba a las gentes
con su belleza, su gracia y su deseo por saber y hacer bien las cosas.
Los progresos fueron rápidos. El profesor Valerius y su mujer tuvieron
por aquel entonces que venir a instalarse en Francia. Llevaron consigo
a Daaé y a Cristina. La señora Valerius trataba a Cristina como si fuera
su hija. En cuanto al viejo violinista, comenzó a decaer, dominado por
la nostalgia. En París no salta jamás a la calle. Vivía en una especie de
ensueño que alimentaba con su violín. Durante horas enteras se encerraba
en su cuarto con su hija y se les oía canturrear y tocar el violín,
muy bajito, muy bajito. A veces la señora Valerius los iba a oír contra
la puerta; exhalaba un profundo suspiro, se secaba una lágrima y se iba
en puntas de pie. Ella también renta la nostalgia de su pálido cielo
escandinavo.
El anciano Daaé parecía no recuperar fuerzas más que en verano
cuando toda la familia se marchaba a veraneara Perros-Guirec, un
rincón de Bretaña que entonces era casi desconocido de las parisienses.
Le gustaba mucho el mar de aquellas costas, encontrándole, decía, el
mismo color que el de allá, y a menudo tocaba en la playa sus aires
más dolientes, imaginándose que el mar se aplacaba para escucharlos.
Además, había suplicado tanto a la señora Valerius, que ésta había
consentido en tolerar otro capricho al viejo menestral.
En la época de las peregrinaciones, fiestas de aldea y bailes campestres,
se marchaba como antaño con su violín y tenía derecho de
llevarse a su hija consigo durante ocho días. No se hartaban de escucharles.
Derramaban en los más humildes villorrios armonías para todo
el año, y de noche se acostaban en los establos, apretándose uno contra
cl otro sobre el lecho de pajas, como en los tiempos en que eran pobres
en Suecia.
Ahora bien: como estaban muy decentemente vestidos, rechazaban
las monedas que les ofrecían, y no querían dormir en las pasadas;
los campesinos no podían comprender la conducta de aquel menestral
que andaba por los caminos con aquella bella niña que cantaba como
un ángel del paraíso. Se les seguía de aldea en aldea.
Un día un niño de la ciudad, que estaba con su aya, hizo hacer a
ésta un largo trayecto, porque no se decidía a separarse de la niña cuya
voz tan dulce y tan pura parecía haberlo subyugado. Llegaron así al
borde de una playita que todavía se llama Trestraou, pero en la que hay
un camino o algo parecido. En aquel tiempo allí no había más que mar,
cielo y la ribera dorada. Había, además, un fuerte viento, que arrastró
hasta cl mar el chal de Cristina. Cristina lanzó un grito y extendió el
brazo, pero el velo ya estaba lejos, en las olas. Cristina oyó una voz
que le decía:
–No se disguste, señorita, yo voy a ir a rescatar su chal al mar.
Y vio a un niño que corría a pesar de los gritos y de las protestas
indignadas de una buena señora, toda vestida de negro. El niño se echó
vestido al mar y le trajo su chal. ¡El niño y el chal quedaron en bonito
estado! La señora vestida de negro no conseguía tranquilizarse, pero
Cristina reía de buena gana y le dio un beso al chico. Era el vizconde
Raúl de Chagny. Habitaba en aquel momento con su tía, en Lonion.
Durante aquel verano se volvieron a ver casi todos los días y jugaban
juntos. A petición de la tía y por intercesión del profesor Valerius, el
viejo Daaé consintió en dar lecciones de violín al vizconde. De este
modo Raúl aprendió a amar los mismos aires que habían encantado la
infancia de Cristina.
Tenían ambos las mismas almitas soñadoras y serenas. No se divertían
más que con las viejas leyendas, los antiguos cuentos bretones,
y su mejor juego era ir a mendigarlos de puerta en puerta. “Señora, o,
mi buen señor, ¿no tendría usted algún cuentecillo que contamos?" Y
era raro que no les "dieran" algo. ¿Qué vieja abuela bretona no ha visto
alguna vez en su vida bailar a los korriganos al claro de la luna?
Pero su gran fiesta era cuando, a la hora del crepúsculo, en la gran
calma de la tarde, cuando el sol ya se habla puesto en el mar, el viejo
Daaé iba a sentarse con ellos al borde del camino, y les contaba en voz
baja, como si temiera asustar a los fantasmas que evocaba, las bellas,
suaves o terribles leyendas del país del Norte. Ora eran cosas tan bellas
como en los cuentos de Andersen, ora era algo tan triste como los
cuentos del gran poeta Rumberg. Cuando él callaba, los niños decían:
¡Otro más! ¡Otro más!
Había un cuento que comenzaba así:
"Un rey se había sentado en tina pequeña barquilla, en una de
esas aguas tranquilas y profundas que se abren como un ojo transparente
en medio de los montes de Noruega...”
Y otro decía:
“La pequeña Lota pensaba en todo y no pensaba en nada. Pájaro
ríe estío, se cernía entre los rayos riel sol, llevando sobre sus rizos
rubios su corona de primavera. Su alma era tan clara y azul como su
mirada. Era cariñosa con su madre, quería "a su muñeca"; cuidaba
mucho sus ropas, sus zapatos rojos y su violín, pero lo que más le
gustaba era dormirse arrullada por el Ángel de la Música"
Mientras que el viejo decía aquellas cosas, Raúl miraba los ojos
azules y la cabellera dorada de Cristina. Y Cristina pensaba que la
pequeña Lota tenía mucha suerte al poder dormirse oyendo al Ángel de
la Música. No habla cuento del tío Daaé en que no interviniese cl Ángel
de la Música, y los niños pedían que les explicase cómo era ese
Ángel que les intrigaba tanto. El tío Daaé pretendía que todos los grandes
músicos, todos los grandes artistas, reciben, por lo menos una vez
en su vida, la visita del Ángel de la Música.
Ese Ángel se ha inclinado algunas veces sobre tu cuna, como le
sucedió a la pequeña Lota, y es por eso que hay prodigios de seis años
que tocan cl violín mejor que los hombres de cincuenta, lo que, hay
que confesarlo, es realmente milagroso. Otras veces el Ángel se presenta
mucho más tarde, porque los niños no tienen juicio, no quieren
estudiar cl método y hacer escalas. Algunas veces el Ángel no llega
nunca, porque no se tiene cl corazón puro nido conciencia tranquila. Al
Ángel no se le ve nunca, pero se deja oír por las almas predestinadas.
Esto ocurre a veces en los momentos que menos lo esperan, cuando
están tristes y desalentados. Entonces cl oído percibe de pronto armonías
celestes, una voz divina, y no la olvida en toda su vida.
Las personas que son visitadas por el Ángel quedan como inflamadas
por él. Vibran con un entusiasmo que no conoce cl resto de los
mortales, y tienen el privilegio de que en adelante no pueden tocar un
instrumento ni abrir la boca para cantar sin producir sonidos que menoscaban
por su belleza a todos los demás sonidos humanos. Las personas
que no saben que esos músicos han sido visitados por el Ángel,
dicen que "tienen genio".
La pequeña Cristina preguntaba a su papá si había oído al Ángel.
Pero el viejo Daaé sacudía tristemente la cabeza, luego su mirada brillaba
mirando a su hija y le decía:
"¡Tú, hija mía, lo oirás un día! Cuando yo esté en el Cielo te lo
mandaré, te lo prometo!”
El viejo Daaé comenzaba a toser en aquel tiempo.
Llegó el otoño que separó a Raúl de Cristina.
Volvieron a verse tres años más tarde; crin ya dos jóvenes. Esto
pasó también en Perros, y Raúl conservó de ello tal impresión, que
después lo persiguió toda la vida. El profesor Valerius había muerto,
pero su mujer se había quedado en Francia, donde sus intereses la
retenían, junto con cl viejo Daaé y con su hija, quienes, siempre cantando
y tocando el violín habían envuelto en su sueño armonioso a su
amada protectora, que parecía no vivir ya más que de música. El joven
habla sólo ido en busca de recuerdos a Perros y así también penetró en
la casa que habitan su pequeña amiga. Vio primero al anciano Daaé,
que se puso de pie y lo abrazó con los ojos llenos de lágrimas, diciéndole
que habla conservado de él un fiel recuerdo. En efecto, no habla
pasado día sin que Cristina no hablase de Raúl. El anciano seguía hablando
cuando la puerta se abrió, y entró en la pieza, encantadora,
solicita, la joven Cristina, llevando en una bandeja el aromático té.
Reconoció a Raúl y una llamarada rápida se esparció por su faz delicada.
Permanecía vacilante, callaba. El anciano los miraba a los dos. Raúl
se acercó ala joven y le dio un beso que ella no evitó. Le hizo algunas
preguntas, desempeñó graciosamente sus deberes de dueña de case,
volvió a tomar la bandeja y se retiró del cuarto. Luego fue a refugiarse
en un banco, en la soledad del jardín. Sentimientos desconocidos agitaban
su corazón adolescente por primera vez. Raúl fue a reunírsele y
conversaron hasta la tarde presa de una gran turbación. Estaban completamente
cambiados, no reconocían sus personas que parecían haber
adquirido una importancia considerable. Eran prudentes como diplomáticos
y se contaban cosas que no tenían que ver con sus sentimientos
nacientes. Cuando se separaron en el borde del camino. Raúl dijo a
Cristina depositando un beso ceremonioso en su mano trémula: "¡Sewww.
ñorita, no la olvidaré jamás!" Y se marchó deplorando aquella frase
audaz, porque sabía muy bien que Cristina no podía ser la esposa del
vizconde de Chagny.
En cuanto a Cristina, fue a reunirse con su padre y le dijo: "¿No te
parece que Raúl no es ya tan simpático como antes? ¡No me agrada
nada!". Trató de no pensar más en él. Lo conseguía difícilmente y se
refugió por completo en su arte, que le absorbía todo cl tiempo. Sus
progresos eran maravillosos. Los que la escuchaban le decían que sería
la más grande artista del mundo. Pero su padre, en estas circunstancias,
murió, y Cristina pareció perder junto con cl su alma, su voz y su genio.
Le quedaron de esas cosas lo bastante como para entrar al Conservatorio.
No se distinguió en él de ningún modo, siguió las clases sin
entusiasmo y sólo disputó y obtuvo un premio para complacer a la
anciana señora Valerius, junto con la cual seguía viviendo. La primera
vez que Raúl volvió a ver a Cristina en la Opera quedó encentado por
la belleza de la joven y por la evocación de las dulces imágenes de
antaño, pero más bien lo había sorprendido cl resultado negativo de su
arte. Parcela ajena a todo. Volvió a escucharla. La siguió entre bastidores.
La esperó tras de un portante. Trató de llamar su atención. Más de
una vez la acompañó hasta la puerta de su camarín. Pero ella no lo
veía. Parecía, por lo demás, que no veía a nadie. Era la indiferencia en
marcha, Raúl sufrió con esto porque Cristina era muy bella; cl era
tímido y no se atrevía a confesarse a sí mismo que la amaba. Y luego
vino la fulguración de la noche de gala, los ciclos se abrieron, una voz
de ángel se hizo oír sobre la tierra para encanto de los hombres y arrebato
de su corazón.
Y luego, y luego se había oído aquella voz de hombre tras de la
puerta: "¡Es preciso que me ames!, y nadie en el camarín...
¿Por qué había reído en el momento en que él le dijo, al reabrir
ella los ojos: "Yo soy el niño que recogí su velo del mar"? ¿Por qué no
lo había reconocido entonces? ¿por qué después le escribió?
¡Ah! ¡Esta pendiente es interminable!... Aquí está cl cruce de los
tres caminos... Aquí están los médanos desiertos, el paisaje inmóvil
bajo el cielo blanco. Los cristales sacudidos por los barquinazos le
aturden el oído. ¡Cuánto estrépito hace esta diligencia que anda tan
despacio! Reconoce las chozas, las cercas, las zanjas, los árboles del
camino. Este es el último recodo del camino y enseguida se descenderá
hasta el mar... hasta la había de Perros.
Entonces se ha hospedado en la posada del Sol Poniente. ¡Claro!
No hay otra. Y, además, se está muy bien en ella. Recuerda que en un
tiempo le contaban muy lindas consejas en ella. Su corazón palpita.
¿Qué dirá Cristina cuando lo vea?
La primera persona que ve al entrar en la vieja sala ahumada de la
posada es a la tía Tricard. La vieja no lo reconoce. Le hace cumplidos.
Le pregunta qué es lo que lo lleva allí. Raúl se sonroja. Dice que lo ha
traído un negocio a Lanion y que ha querido llegar hasta allí para saludarla.
La posadera quiere servirle de almorzar, pero él le contesta que
dentro de un rato. Parece esperar algo o a alguien. La puerta se abre.
No se ha equivocado, ¡es ella! Quiere incorporarse, hablar, y vuelve a
caer sentado. Cristina permanece de pie delante de él, sonriente y nada
sorprendida. Su cara está fresca y rosada como una frutilla crecida en
la sombra. Sin duda, la joven está agitada por una marcha rápida. Su
seno, que guarda un corazón sincero, se alza suavemente. Sus ojos,
claros espejos de azul pálido, del color de los lagos pensativos, inmóviles,
allá en lo alto del norte del mundo, sus ojos reflejan tranquilamente
la placidez de su alma cándida. El tapado de pieles está
entreabierto sobre un talle delgado, sobre la línea armoniosa de su
joven cuerpo lleno de gracia. Raúl y Cristina se miran largo rato. La tía
Tricard sonríe y discretamente se escabulle. Por fin, Cristina habla.
–No me extraña su venida. Tenía el presentimiento de que lo encontraría
aquí, en esta posada, al volver de misa. "Alguien" me lo dijo
allá. Sí, me hablan anunciado su llegada.
–¿Quién? –preguntó Raúl tomando entre sus manos la pequeña
mano de Cristina que la joven no retiró.
El alma de mi pobre padre...
Hubo un silencio entre los dos jóvenes. Luego Raúl prosiguió:
–¿Le dijo también que yo la amo, Cristina, y que no puedo vivir
sin usted?
Cristina se sonrojó hasta el cabello y volvió la cabeza.
Luego agregó con voz trémula:
–¿A mí? ¿Se ha vuelto loco?
Y se echó a reír para disimular su turbación.
–No se ría Cristina, le hablo muy en serio.
Y ella replicó con gravedad:
–No lo he hecho venir para que me diga esas cosas.
–Usted "me ha hecho venir", Cristina; usted comprendió que enseguida
que leyera su carta acudirla aquí. ¿Cómo ha podido usted pensar
eso sino creyera que yo la amaba?
–Pensé que se acordaría usted de los juegos de nuestra infancia, a
los que mi padre se mezclaba tantas veces. En el fondo no sabia lo que
pensé... Quizá hice mal en escribirle. Este aniversario y aquella aparición
suya tan brusca en mi camarín, esas cosas me hicieron recordar el
pasado, y le escribí como la chiquilla que era en aquel entonces, como
una chiquilla que está jugando y que desearla en un momento de soledad
y de tristeza ver reaparecer al pequeño camarada al lado suyo...
Durante un instante guardaron silencio. Había en la actitud de
Cristina algo que Raúl no encontraba natural, sin que le fuera posible
decir qué. Sin embargo, no la encontraba hostil; lejos de eso... la ternura
desolada de sus ojos claros se lo decía. Pero, ¿por qué aquel cariño
era desolado? Eso era lo que era necesario saber y lo que ya irritaba al
joven...
–Cuando usted me vio en su camarín, ¿era la primera vez que me
advertía en la Opera, Cristina?
La joven no debía mentir.
–No –dijo –. Ya lo había notado varias veces en el palco de su
hermano. Y otras veces también entre bastidores.
–¡Lo sospechaba! –dijo Raúl mordiéndose los labios. Pero entonces,
¿por qué cuando me vio usted en su camarín, hincado de rodillas,
y haciéndole recordar que yo había recogido su chal del mar, por qué
me respondió usted como si no me conociera, y por qué se puso a reír?
El acento de aquellas preguntas era tan áspero, que Cristina miró
a Raúl y no le respondió. El joven, volviendo en sí, se sorprendió de
haberse atrevido a expresarse de aquel modo, cuando se habla propuesto
hacerle oír a Cristina las palabras más suaves de amor y sumisión.
Un marido, un amante que llenen todos los derechos no le
hablarían de otro modo a su mujer o a su querida, en caso de haber sido
ofendidos. Pero a él mismo lo irritó su falta, y juzgándose estúpido, no
encuentra más salida a aquella situación que la resolución desesperada
de mostrarse odioso.
"¡No responde nada! –exclamó con aspecto de rabia y desesperación
–¡pues entonces yo voy a responder por usted! ¡Era porque había
en el camarín alguien que la estorbaba! ¡Alguien, Cristina, a quien no
quería usted dejarle ver que se interesaba por otra persona más!...
–¡Si alguien me molestaba esa noche, amigo mío –interrumpió
Cristina con un acento helado –, tenía que ser usted, porque fue a usted
a quien puse en la puerta!...
–Sí.. ¡para quedar sola con el otro!
–¿Qué dice usted, señor –exclamó la joven jadeando... –y ¿quién
es ese otro de que se trata?
De aquel a quien usted dijo: "Yo no canto más que para vos.
¡Esta noche os he dado mi alma y estoy muerta!"
Cristina asió el brazo de Raúl y lo oprimió con una fuerza que
nadie habría sospechado en aquel organismo delicado.
–¿Estaba usted escuchando tras de la puerta?
–Sí, porque la amo.. Y lo oí todo...
–¿Y qué fue lo que usted oyó? –Y la joven, recuperando singularmente
la calma, cesó de apretar el brazo de Raúl.
–Él le respondió a usted: "¡Es preciso que me ame!”
Al oír estas palabras, una palidez cadavérica se esparció por la faz
de Cristina. Sus ojos se pusieron blancos... vaciló... iba a caer. Raúl se
precipitó, tendió los brazos, pero ya Cristina había dominado aquella
debilidad pasajera, y con voz baja, casi expirante, dijo...
–¡Prosiga, sí, dígame todo lo que oyó!...
Raúl la mira, vacila, no comprende qué es lo que pasa.
–¡Pero siga, siga! ¿No ve usted que me está matando?...
–Oí después que él le respondió, cuando usted le dijo que le había
dado cl alma: “Tu alma es muy bella, y te la agradezco. No hay emperador
que haya recibido más valioso regalo. ¡Los ángeles esta noche
han llorado!”
Cristina se llevó la mano al corazón. Miró a Raúl con una emoción
indescriptible. Su mirada era tan penetrante, tan fija, que parecía
la de una insensata. Raúl se llenó de espanto. Pero he aquí que los ojos
de Cristina se humedecen y que por sus mejillas de marfil ruedan dos
perlas, dos pesadas lágrimas.
–¡Cristina!
–¡Raúl!
El joven quiere tomarla en sus brazas, pero escapa de sus manos y
huye consternada.
Mientras que Cristina permanecía encerrada en su cuarto, Raúl se
hacía mil reproches por su brutalidad, pero, por otra parte, los celos
volvían a, encender llamas en sus venas. Para que la joven hubiera
demostrado aquella emoción al saber que habla sido sorprendido su
secreto, era preciso que aquél tuviera mucha importancia. Raúl no
dudaba, seguramente, a pesar de lo que había oído, de la pureza de
Cristina. Conocía su gran reputación de honestidad y no era tan novicio
que no comprendiera la necesidad a que se ve reducida a veces una
artista de oír frases de amor. Es verdad que ella había respondido afirmando
que habla dado su alma, pero, evidentemente, en todo aquello
sólo se trataba de canto y música. ¿Evidentemente? Y entonces, ¿a qué
aquella emoción de hacía un momento? ¡Qué desgraciado se sentía
Raúl! Y si hubiera podido encontrar al hombre, a la "voz de hombre",
le hubiera exigido explicaciones categóricas.
¿Por qué había huido Cristina? ¿Por qué no volvía a bajar?
No quiso almorzar. Estaba transido por cl dolor al ver correr tan
tristes aquellas horas que habla esperado serían tan dulces y felices.
¿Por qué no venía a recorrer junto con él los sitios en que tenían tantos
recuerden comunes? ¿Y por qué, puesto que no tenía ya nada que hacer
allí, no emprendía enseguida la vuelta a París? Averiguó que Cristina
había hecho decir una misa por el descanso del anciano Daaé, y que
había pasado largas horas orando en la pequeña iglesia y sobre la tumba
del menestral.
Triste, desesperado, Raúl se dirigió al cementerio que rodeaba la
iglesia. Empujó la pequeña puerta. Vagó solitario entre las tumbas,
descifrando las inscripciones, pero al llegar tras del ábside, enseguida
percibió la frescura de las flores que suspiraban sobre cl granito de las
tumbas y desbordaban hacia la tierra blanca: perfumaban todo aquel
helado rincón del invierno bretón. Eran milagrosas rosas rojas que
parecían haberse abierto aquella mañana entre la nieve. Aquello era un
poco de vida en la casa de los muertos, porque allí la muerte reinaba
soberana. Ella también desbordaba de la tierra, que había arrojado
fuera su exceso de cadáveres. Centenares de cráneos y esqueletos estaban
amontonados contra la pared de la iglesia, contenidos sólo por una
red de alambre que dejaba al descubierto todo cl macabro edificio. Los
cráneos de los muertos, apilados, alineados como ladrillos, consolidados
a trechos por huesos grandes y muy prolijamente limpios, parecían
formar los cimientos sobre los cuales se habían levantado las paredes
de la sacristía. La puerta de la sacristía se abría en medio de aquel
osario, como es frecuente que suceda en las viejas iglesias bretonas.
Raúl oró por Daaé, y luego, lamentablemente impresionado por
todas aquellas sonrisas eternas que tienen las bocas de las calaveras,
salió del cementerio, ascendió la loma y se sentó a la orilla del médano
que domina cl mar. El viento soplaba áspero por la costa, ladrando tras
de la pobre y tímida claridad del día, que fue apagándose poco a poco
hasta no ser más que una línea lívida en el horizonte. Entonces cl
viento calló. Era ya noche. Raúl estaba rodeado de sombras heladas,
pero no sentía frío. Todos sus recuerdos, todo su pensamiento estaba en
la landa desierta y desolada. Era allí, en aquel sitio, donde había ido
muchas veces al caer la noche, junto con la pequeña Cristina, para ver
bailar a los duendes korriganos, precisamente en cl instante en que sale
la luna. Nunca los había visto, y, sin embargo, tenla buenos ojos. Cristina
que, por el contrario, era un poco miope, pretendía haber visto
muchos. Sonrió al recordarlo y luego se estremeció. Una forma, una
forma definida, pero que había llegado allí quién sabe cómo, sin que el
menor ruido la delatara, una forma que estaba de pie a su lado, decía:
–¿Cree usted que los duendes korriganos vendrán esta noche?
Era Cristina. Quiso hablar, pero ella le cerró la boca con la mano
enguantada.
–Escúcheme, Raúl; estoy resuelta a decirle algo grave muy grave.
Su voz temblaba. Raúl esperó.
–¿Recuerda usted, Raúl, la leyenda del Ángel de la Música?
–¡Sí, la recuerdo! –exclamó –. Estoy seguro de que fue aquí que
su padre nos la contó por primera vez.
–Sí, aquí fue que me dijo: "Cuando esté en el Cielo, hija mía, te
lo enviaré". Pues bien: Raúl, mi padre está en cl Cielo y he recibido la
visita del Ángel de la Música.
–No lo dudo –replicó el joven, gravemente, porque creía comprender
que con un pensamiento piadoso su amiga mezclaba el recuerdo
de su padre al brillo de su último triunfo.
Cristina pareció ligeramente sorprendida por la sangre fría con
que el vizconde de Chagny se enteraba de que hubiera recibido aquella
mística visita.
–¿Qué es lo que quiere usted decir, Raúl? –dijo Cristina, inclinando
tanto la cabeza que el joven pudo creer que iba a darle un beso,
mientras que lo que quería era leer en sus ojos, a pesar de las tinieblas.
–Quiero decir –replicó Raúl –que una criatura humana no canta
como usted cantó la otra noche, sin que intervenga para ello algún
milagro, sin que el Cielo no tenga nada que ver en ello. No hay profesor
en la tierra que pueda enseñar semejantes acentos. Sí, Cristina, es
preciso que haya usted oído al Ángel de la Música.
–Sí –exclamó la joven solemnemente –, en mi camarín. Allí es
donde acude a darme sus lecciones cotidianas.
El acento con que dijo aquello era tan penetrante y tan singular,
que Raúl la miró inquieto, como se mira a una persona que ha dicho
una enormidad o que expresa alguna visión loca en que cree con todas
las fuerzas de su pobre cerebro enfermo. Pero habla retrocedido, y así
inmóvil y a lo lejos sólo parecía un foco de sombra entre la noche.
–¡En su camarín! –repitió Raúl, como un eco estúpido.
–Sí, allí fue que lo oí y no he sido la única en oírle...
–¿Quién más lo ha oído, Cristina?
–Usted, amigo mío.
–¿Yo? ¿Yo he oído al Ángel de la Música?
–Sí, él era quien hablaba la otra noche cuando usted estaba escuchando
tras de la puerta. Fue él quien me dijo: "Es preciso que me ame
". Pero yo creía ser la única en percibir su voz. Juzgue usted mi sorpresa
cuando supe esta mañana que lo habla oído usted también.
Raúl se echó a reír. Y enseguida, la noche se disipó en la landa
desierta, y los primeros rayos de la luna vinieron a envolver a los dos
jóvenes. Cristina se habla vuelto para mirar hostilmente a Raúl. Sus
ojos, generalmente tan dulces, lanzaban relámpagos.
–¿Por qué se ríe usted? ¿Creyó usted, sin duda, que habla oído
una voz de hombre?
–¡Claro! –respondió el joven –, cuyas ideas comenzaban a confundirse
ante la actitud agresiva de Cristina.
–¡Y es usted, Raúl quien me dice eso! ¡Mi pequeño camarada de
infancia, el amiguito de mi padre! ¡Me parece increíble! ¡Pero qué se
imagina usted! Yo soy una joven honrada, señor vizconde de Chagny,
y no me encierro con voces de hombre en mi camarín. Si hubiera usted
abierto la puerta, habría visto que estaba sola.
–¡Es cierto! Cuando usted se marchó abrí la puerta y vi que no
habla nadie en el camarín...
–Ya lo ve usted... ¿Entonces?
El vizconde apeló a todas sus fuerzas. Entonces, Cristina, pienso
que alguien se está burlando de usted.
La joven lanzó un gritó y huyó. Corrió tras ella, pero Cristina le
gritó con una irritación furiosa:
–¡Déjeme! ¡Déjeme!
Y desapareció. Raúl volvió ala posada, muy cansado, muy desalentado
y muy triste.
Allí supo que Cristina acababa de subir a su cuarto y que habla
advertido que no bajaría para comer. El joven preguntó si no estaba
enferma. La buena posadera le respondió de una manera ambigua, que
si estaba indispuesta no debía de ser una enfermedad muy grave; y
como creía que era una riña de enamorados, se alejó encogiéndose de
hombros, como deplorando socarronamente que aquellos jóvenes malgastaran
en vanas querellas las horas que Dios les permitía pasar juntos
sobre la tierra.
Raúl comió solo, cerca de la estufa, y, como es de suponer, de
muy mal humor. Luego, cuando estuvo en su cuarto, trató de leer, y
después, en el lecho trató de dormir. No se percibía el menor ruido en
la pieza contigua. ¿Qué hacia Cristina? ¿Dormía? Y si no dormía, ¿en
qué pensaba? Y él, ¿en qué pensaba? ¡Acaso era capaz de decirlo! La
extraña conversación que habla tenido con Cristina lo había desencantado
por completo.
Pensaba menos en Cristina que "alrededor" de Cristina, y este alrededor
era tan difuso, tan nebuloso, tan inasible, que le producía un
angustioso malestar.
Las horas transcurrieron lentamente; serian las once de la noche
cuando Raúl oyó claramente que caminaban en el cuarto contiguo al
suyo. Era un paso ligero, furtivo. ¿Cristina no se había acaso acostado?
Sin meditar en lo que hacia, el joven se vistió apresuradamente, tratando
de hacer el menor ruido posible. Dispuesto a todo, esperó. ¿Dispuesto
para qué? ¿Acaso lo sabía? Su corazón dio un salto, cuando oyó
que la puerta del cuarto de Cristina giraba sobre sus goznes. ¿Adónde
iba en aquel momento en que todo reposaba en silencio? Entreabrió
suavemente la puerta y pudo ver, entre un rayo de luna, la forma blanca
de Cristina, que se deslizaba sigilosamente por el corredor. Llegó ala
escalera y se puso a descenderla, mientras que él la miraba desde el
descansillo. De pronto oyó dos voces que conversaban rápidamente.
Una frase le llegó: "No vaya a perder la llave". Era la voz de la posadera.
En el piso bajo abrieron la puerta que daba del lado del mar. La
volvieron a cerrar. Y todo quedó en silencio. Raúl volvió enseguida a
su cuarto, y corrió a abrir la ventana. La forma blanca de Cristina se
destacaba en la costa desierta.
Aquel primer piso de la posada del Sol Poniente era de poca altura,
y un árbol plantado al pie de la casa que tendía sus ramas a los
brazos impacientes de Raúl, le permitió a éste salir de la casa sin que la
posadera sospechara su ausencia. Así, ¿cuál no fue la sorpresa de ésta,
cuando al día siguiente le condujeron al joven casi helado, más muerto
que vivo, y cuando supo que lo hablan encontrado tendido largo a largo
en las gradas del altar mayor de la pequeña iglesia de Perros? Enseguida
acudió a llevar la noticia a Cristina, que al instante bajó, y ayudada
por la posadera prodigó solícitos cuidados al joven, que no tardó en
abrir los ojos y volvió por completo a la vida al ver junto a sí la faz
encantadora de su amiga.
¿Qué había sucedido? El señor comisario Mifroid tuvo ocasión
alunas semanas más tarde, cuando el drama de la Opera acarreó la
intervención del ministerio público, de interrogar al vizconde de Chagny,
sobre los acontecimientos de la noche de Perros, y he aquí cómo
fueron aquellos asentadas en las hojas del expediente del sumario, folio
150:
"Pregunta. –¿La señorita Daaé no lo vio bajar de su aposento
por el singular camino que usted escogiera?
"Respuesta. –No, señor; no, no. Sin embargo, llegué adonde ella
estaba, descuidando de sofocar el ruido de mis pasos. Yo sólo deseaba
entonces una cosa: que se volviera hacia mí, que me viera y me reconociese.
Yo acababa de darme cuenta de que mi persecución era completamente
incorrecta y que el espionaje a que me entregaba era
indigno de mí. Pero no pareció oírme, y, en efecto, procedió como si
yo no estuviese allí. Se apartó tranquilamente del malecón, y luego, de
pronto, se puso a ascender rápidamente el camino.
"El reloj de la iglesia acababa de dar las once y tres cuartos, y
me pareció que el toque de la hora fue lo que determinara la prisa de
su marcha, porque casi se echó a correr. De esa manera llegó a la
puerta del cementerio.
"P. –¿La puerta del cementerio estaba abierta?
“R. –Sí, señor, y esto me sorprendió; pero no pareció sucederle
otro tanto a la señorita Daaé.
“P. –¿No había nadie en el cementerio?
“R. –Yo no vi a nadie. Si hubiera habido alguien, lo habría visto.
La luz de la luna era intenso, y la nieve que cubría el suelo, al reflejar
sus rayos, aumentaba todavía más la claridad.
"P. –¿No era posible ocultarse tras de las tumbas?
“R. –No, señor. Eran unas pobres losas que desaparecían bajo la
capa de nieve y alineaban sus calces al ras del suelo. Las únicas sombras
eran las de aquellas cruces y las dos nuestras. La iglesia estaba
deslumbrada de claridad. Jamás he visto semejante luz nocturna. Era
algo muy bello, muy transparente y muy frío. Yo nunca había estado de
noche en un cementerio e ignoraba que se pudiera encontrar en ellos
una luz semejante, "una luz que no pesa nada”
“P. –¿Es usted supersticioso?
"R. –No, señor. Soy creyente.
"P. –¿En qué estado de ánimo se encontraba usted?
"R. –Muy sano y muy tranquilo, por cierro. Sin dada que en un
principio la salida insólita de la señorita Daaé me había impresionado
profundamente; pero enseguida que vi que la joven penetraba en el
cementerio, me dije arte iba a cumplir algún voto en la tumba paterna;
y esto me pareció algo tan natural que enseguida recuperé toda mi
alma. Sólo me sorprendía que no me oyera caminar tras de ella, porque
la nieve crujía bajo mis pasos. Pero, sin duda, estaba toda absorta
en su idea piadosa. Resolví, por otro porte, no molestarla, y cuando
llegó a la tumba de su pudre, me mantuve a algunos pasos detrás de
ella. Cristina se arrodilló en la nieve, se hizo la señal de la cruz y
comenzó a orar. En ese momento dieron las doce. Todavía vibraba en
mi oído el duodécimo toque, cuando vi que, de pronto, la joven levantaba
la cabeza; su mirada se fijó en la bóveda celeste, sus brazos se
extendieron bocio el estro de la noche; me pereció que estaba en éxtasis,
y me preguntaba cuál sería la causa súbita y determinante de
aquel éxtasis, cuando yo mismo levanté la cabeza, eché a mi alrededor
una mirada azorada y todo mi ser se tendió hacia lo invisible, hacia lo
invisible que nos hacía oír música. ¡Y qué música, señor! Nosotros ya
la conocíamos. Cristina y yo la habíamos oído en nuestra juventud.
Pero nunca, ni aún en el violín del anciano Daaé, se había expresado
con un arte tan divino. Lo único que se me ocurrió en aquel instante
fue recordar todo lo que Cristina acababa de decirme del Ángel de la
Música, y no supe qué pensar de aquellos sonidos inolvidables, que si
no descendían del cielo, no delataban tampoco su origen en la tierra.
Allí no había instrumento ni mano que condujera el arco. ¡Oh! Recuerdo
muy bien la admirable melodía. Era la Resurrección de Lázaro,
que cl viejo Daaé nos tocaba en sus horas de tristeza y de fe. Si el
Ángel de Cristina hubiera existido, no habría tocado mejor aquella
noche, con el violín del antiguo menestral La invocación de Jesús nos
apartaba de la tierra, y en verdad casi esperaba ver levantarse la loso
que cubría la tumba del pudre de Cristina. También recordé que Daaé
había sido enterrado con su violín, y en verdad, no sé hasta donde se
fue, en aquel minuto fúnebre y radioso, en cl fondo de aquel apartado
cementerio de aldea, junio a todos aquellos esqueletos que reían con
sus mandíbulas inmóviles, la verdad es que no sé hasta dónde fue a
dar, ni dónde se detuvo mi imaginación.
"Pero la música cesó y recuperé mis sentidos. Me pereció oír un
rumor hacia el lado del osario.
"P. –¡Ah, ah! ¿Oyó usted reo mido del lado del osario?
"R. –Sí, me pareció que las calaveras se reían extrañamente y no
pude menos de estremecerme.
"P. –¿No pensó usted enseguida arte detrás del osmio podía
ocultarse, precisamente, el músico celeste que acababa de encartarlo?
"R. –Tanto pensé, que ya no pensé más que en eso, y me olvide de
seguir a la señorita Daaé, que acababa de ponerse de pie y se dirigía
tranquilamente hacia la puerta del cementerio. En cuanto a ella, estaba
tan absorta que no es extraño que no me notara. Yo no me moví,
con los ojos fijos en el osario, decidido a llegar hasta el fin de aquella
increíble aventura y penetrar su secreto.
"P. –Y entonces, ¿qué sucedió poro que al día siguiente se le encontraron
caído y medio muerto ante las gradas del altor mayor?
"R. –¡Ah! Fue algo rápido... Una calavera rodó a mis pies... luego
otra... luego otra. Se hubiera dicho que yo ere el blanco de aquel
extraño juego de bochas. Y se me ocurrió la idea de que un movimiento
falso había debido destruir la armonía de la construcción tras
de la cual se disimulaba nuestro músico. Esta hipótesis me pareció
tanto más razonable, cuanto que una sombra se deslizó de pronto
sobre la pared deslumbrante de la sacristía.
“Me precipité. La sombra, empujando la puerta, ya había penetrado
en la iglesia. Yo parecía tener alas, la sombra levaba una capa.
Pude correr lo bastante para asir un pliegue de la capa de la sombra.
En aquel momento la sombra y yo estábamos precisamente ante el
altar mayor y los rayos de la luna, penetrando por el gran ventanal del
ábside, caían directamente sobre nosotros. Como no consiguiera
arrancar la capa, la sombra se volvió, y al entreabrírsele su capa, vi
con toda precisión una espantosa calavera que clavaba en mí una
mirada en la que ardía el fuego infernal, Creí tener que habérmelas
con el propio Satanás, y ante aquella aparición de ultratumba; mi
corazón, a pesar de todo su valor, desfalleció, y no tenga recuerdo de
nada más hasta que desperté en mi pequeño cuarto de la posada del
Sol Poniente”
Cristina Daaé, víctima de intrigas de las que nos ocuparemos más
adelante, no volvió a encontrar enseguida en la Opera el triunfo de la
famosa función de gala. Desde entonces, sin embargo, había tenido
ocasión de hacerse oír en una fiesta social, en la casa de la duquesa de
Zurich, en la que cantó los más hermosos fragmentos de su repertorio;
y he aquí cómo se expresó a su respecto el gran crítico X. Y. Z, que se
encontraba entre los invitados de categoría:
"Cuando se la oye en "Hamlet" es cosa de preguntarse si Shakespeare
habrá acudido desde los Campos Elíseos para verla hacer de
Ofelia... Verdad es que cuando se ciñe la diadema de estrellas de la
reina de la noche, Mozart, por su parte, debe abandonar los eternos
recintos poro venir a oírla. Pero no, no es preciso que se incomode,
porque la voz vibrante de la intérprete de la "Flauta mágica" va a
buscarle al Cielo, al que asciende con facilidad, lo mismo que supo
ascender de su choza de la aldea de Skotclof al palacio de mármoles y
oro construido por Charles Garnier”:
Pero, después del sarao de la duquesa de Zurich, Cristina no volvió
a atorar en sociedad. No quiso aceptar más invitaciones de esa
clase. Sin dar pretexto plausible renunció a figurar en una fiesta de
caridad para la que se había comprometido. Parecía que ya no fuera
dueña de su destino y que tuviera miedo de obtener un nuevo triunfo.
Supo que el conde de Chagny, para complacer a su hermano, había
hecho gestiones muy insistentes en su favor acerca del señor Richard;
le escribió para darle las gracias y también para pedirle que no
les hablara más de ella a sus directores. ¿Cuáles podían ser las razones
de tan extraña actitud? Unos pretendían que aquello era el reflejo de un
inconmensurable orgullo, otros admiraron en Cristina una angelical
modestia. No se tiene tanta modestia cuando se está en el teatro; en
realidad, no sé si debería estampar aquí simplemente esta palabra:
espanto. Sí, creo que Cristina Daaé tenía entonces miedo de lo que
acababa de sucederle y que estaba tan estupefacta como lo estaban
todos a su alrededor. ¿Estupefacta? ¡Vamos! Tengo ahí una carta (colección
del persa) que se refiere a los acontecimientos de esta época.
Pues bien, después de haberla releído no puedo escribir que Cristina
estaba estupefacta, ni asustada de su triunfo; estaba, sí, espantada. ¡Sí,
si, espantada! "No sé lo que me pasa cuando canto", escribe.
–¡Oh, pobre, pura y suave criatura!
No se dejaba ver en ninguna parte y cl vizconde de Chagny trató
en vano de salirle al paso. Le escribió para pedirle permiso de presentarse
en su case, y ya desesperaba de recibir una respuesta, cuando una
mañana le envió cl billete siguiente:
"Señor, no me he olvidado del niño que fue a recoger mi chal al
mar. No puedo dejar de escribirle esto hoy que parto para Perros,
llevada allí por un deber sagrado. Mañana es el aniversario de la
muerte de mi pobre padre, que usted conoció y que le quería tanto.
Está enterrado allí con su violín, en el cementerio que rodeo la nueva
iglesia, al pie de la colina en que siendo pequeños jugamos tanto; al
borde de aquel camino en que, siendo ya más grandes, nos dijimos
adiós por última vez”
Así que recibió este billete de Cristina Daaé, el vizconde de
Chagny se precipitó a consultar un indicador de ferrocarriles, se vistió
apresuradamente, escribió algunas líneas para que su ayuda de cámara
las entregase a su hermano y se metió dentro de un coche que, por más
prisa que se dio, llegó demasiado tarde a la estación Montparnasse para
que pudiera alcanzar el tren de la mañana que quería tomar. Pasó el día
fastidiado y no volvió a encontrarse a gusto hasta la noche cuando
estuvo instalado en un vagón. Durante todo el trayecto releyó el billete
de Cristina, respiró su perfume, evocó su imagen durante los años
infantiles. Pasó toda aquella abominable noche de ferrocarril en un
sueño febril que tenía por principio y fin a Cristina Daaé. El día comenzaba
a apuntar cuando desembarcó en Lanion. Corrió a tomar la
diligencia de Perros-Guirec. Era el único viajero.
Interrogó al cochero. Supo que la víspera por la noche una joven
que tenía todas las trazas de una parisiense se había hecho conducir a
Perros, alojándose en la posada del Sol Poniente. No podía ser sino
Cristina. Había ido sola. Raúl dejó escapar un profundo suspiro. Iba a
poder hablar con toda calma con Cristina en medio de aquella soledad.
La amaba hasta no poder respirar. Aquel mozo, que ya había dado la
vuelta al mundo, era puro como una virgen que nunca se ha apartado
de las faldas de su madre.
A medida que se iba acercando a ella, recordaba devotamente la
historia de la pequeña cantora sueca. Muchos detalles son ignorados
aún en la generalidad.
Había una vez, en una pequeña aldea de los alrededores de Upsala,
un campesino que vivía allí con su familia, cultivando la tierra durante
la semana y cantando el domingo, acompañado por un violín.
Aquel campesino tenía una hija a la que enserió mucho antes que a
leer, a descifrar el alfabeto musical. El padre de Daaé, era, sin que
quizá lo sospechara, un músico notable. Tocaba el violín como no lo
hacia ningún menestral de toda Escandinavia. Su reputación se extendía
por toda la comarca y siempre se dirigían a él para que hiciera
bailar las parejas en las bodas y en los festines. La madre de Cristina
murió de consunción cuando ésta tenía seis años. Enseguida que esto
sucedió, el padre, que sólo amaba a su hija y a la música, vendió su
lote de tierra y se fue a buscar la gloria a Upsala. Sólo encontró allí la
miseria.
Entonces volvió a los campos, anduvo de feria en feria ejecutando
sus melodías escandinavas, mientras que su niña, que no se le separaba
nunca, lo escuchaba con éxtasis o lo acompañaba cantando. Un día, en
la feria de Ljinby, el profesor Valerius los oyó a los dos y los llevó a
Gotenburgo. Pretendía que el padre era el primer violinista del mundo
y que en su hija había la tela de una gran artista. Veló por la instrucción
y la educación de la niña. En todas partes deslumbraba a las gentes
con su belleza, su gracia y su deseo por saber y hacer bien las cosas.
Los progresos fueron rápidos. El profesor Valerius y su mujer tuvieron
por aquel entonces que venir a instalarse en Francia. Llevaron consigo
a Daaé y a Cristina. La señora Valerius trataba a Cristina como si fuera
su hija. En cuanto al viejo violinista, comenzó a decaer, dominado por
la nostalgia. En París no salta jamás a la calle. Vivía en una especie de
ensueño que alimentaba con su violín. Durante horas enteras se encerraba
en su cuarto con su hija y se les oía canturrear y tocar el violín,
muy bajito, muy bajito. A veces la señora Valerius los iba a oír contra
la puerta; exhalaba un profundo suspiro, se secaba una lágrima y se iba
en puntas de pie. Ella también renta la nostalgia de su pálido cielo
escandinavo.
El anciano Daaé parecía no recuperar fuerzas más que en verano
cuando toda la familia se marchaba a veraneara Perros-Guirec, un
rincón de Bretaña que entonces era casi desconocido de las parisienses.
Le gustaba mucho el mar de aquellas costas, encontrándole, decía, el
mismo color que el de allá, y a menudo tocaba en la playa sus aires
más dolientes, imaginándose que el mar se aplacaba para escucharlos.
Además, había suplicado tanto a la señora Valerius, que ésta había
consentido en tolerar otro capricho al viejo menestral.
En la época de las peregrinaciones, fiestas de aldea y bailes campestres,
se marchaba como antaño con su violín y tenía derecho de
llevarse a su hija consigo durante ocho días. No se hartaban de escucharles.
Derramaban en los más humildes villorrios armonías para todo
el año, y de noche se acostaban en los establos, apretándose uno contra
cl otro sobre el lecho de pajas, como en los tiempos en que eran pobres
en Suecia.
Ahora bien: como estaban muy decentemente vestidos, rechazaban
las monedas que les ofrecían, y no querían dormir en las pasadas;
los campesinos no podían comprender la conducta de aquel menestral
que andaba por los caminos con aquella bella niña que cantaba como
un ángel del paraíso. Se les seguía de aldea en aldea.
Un día un niño de la ciudad, que estaba con su aya, hizo hacer a
ésta un largo trayecto, porque no se decidía a separarse de la niña cuya
voz tan dulce y tan pura parecía haberlo subyugado. Llegaron así al
borde de una playita que todavía se llama Trestraou, pero en la que hay
un camino o algo parecido. En aquel tiempo allí no había más que mar,
cielo y la ribera dorada. Había, además, un fuerte viento, que arrastró
hasta cl mar el chal de Cristina. Cristina lanzó un grito y extendió el
brazo, pero el velo ya estaba lejos, en las olas. Cristina oyó una voz
que le decía:
–No se disguste, señorita, yo voy a ir a rescatar su chal al mar.
Y vio a un niño que corría a pesar de los gritos y de las protestas
indignadas de una buena señora, toda vestida de negro. El niño se echó
vestido al mar y le trajo su chal. ¡El niño y el chal quedaron en bonito
estado! La señora vestida de negro no conseguía tranquilizarse, pero
Cristina reía de buena gana y le dio un beso al chico. Era el vizconde
Raúl de Chagny. Habitaba en aquel momento con su tía, en Lonion.
Durante aquel verano se volvieron a ver casi todos los días y jugaban
juntos. A petición de la tía y por intercesión del profesor Valerius, el
viejo Daaé consintió en dar lecciones de violín al vizconde. De este
modo Raúl aprendió a amar los mismos aires que habían encantado la
infancia de Cristina.
Tenían ambos las mismas almitas soñadoras y serenas. No se divertían
más que con las viejas leyendas, los antiguos cuentos bretones,
y su mejor juego era ir a mendigarlos de puerta en puerta. “Señora, o,
mi buen señor, ¿no tendría usted algún cuentecillo que contamos?" Y
era raro que no les "dieran" algo. ¿Qué vieja abuela bretona no ha visto
alguna vez en su vida bailar a los korriganos al claro de la luna?
Pero su gran fiesta era cuando, a la hora del crepúsculo, en la gran
calma de la tarde, cuando el sol ya se habla puesto en el mar, el viejo
Daaé iba a sentarse con ellos al borde del camino, y les contaba en voz
baja, como si temiera asustar a los fantasmas que evocaba, las bellas,
suaves o terribles leyendas del país del Norte. Ora eran cosas tan bellas
como en los cuentos de Andersen, ora era algo tan triste como los
cuentos del gran poeta Rumberg. Cuando él callaba, los niños decían:
¡Otro más! ¡Otro más!
Había un cuento que comenzaba así:
"Un rey se había sentado en tina pequeña barquilla, en una de
esas aguas tranquilas y profundas que se abren como un ojo transparente
en medio de los montes de Noruega...”
Y otro decía:
“La pequeña Lota pensaba en todo y no pensaba en nada. Pájaro
ríe estío, se cernía entre los rayos riel sol, llevando sobre sus rizos
rubios su corona de primavera. Su alma era tan clara y azul como su
mirada. Era cariñosa con su madre, quería "a su muñeca"; cuidaba
mucho sus ropas, sus zapatos rojos y su violín, pero lo que más le
gustaba era dormirse arrullada por el Ángel de la Música"
Mientras que el viejo decía aquellas cosas, Raúl miraba los ojos
azules y la cabellera dorada de Cristina. Y Cristina pensaba que la
pequeña Lota tenía mucha suerte al poder dormirse oyendo al Ángel de
la Música. No habla cuento del tío Daaé en que no interviniese cl Ángel
de la Música, y los niños pedían que les explicase cómo era ese
Ángel que les intrigaba tanto. El tío Daaé pretendía que todos los grandes
músicos, todos los grandes artistas, reciben, por lo menos una vez
en su vida, la visita del Ángel de la Música.
Ese Ángel se ha inclinado algunas veces sobre tu cuna, como le
sucedió a la pequeña Lota, y es por eso que hay prodigios de seis años
que tocan cl violín mejor que los hombres de cincuenta, lo que, hay
que confesarlo, es realmente milagroso. Otras veces el Ángel se presenta
mucho más tarde, porque los niños no tienen juicio, no quieren
estudiar cl método y hacer escalas. Algunas veces el Ángel no llega
nunca, porque no se tiene cl corazón puro nido conciencia tranquila. Al
Ángel no se le ve nunca, pero se deja oír por las almas predestinadas.
Esto ocurre a veces en los momentos que menos lo esperan, cuando
están tristes y desalentados. Entonces cl oído percibe de pronto armonías
celestes, una voz divina, y no la olvida en toda su vida.
Las personas que son visitadas por el Ángel quedan como inflamadas
por él. Vibran con un entusiasmo que no conoce cl resto de los
mortales, y tienen el privilegio de que en adelante no pueden tocar un
instrumento ni abrir la boca para cantar sin producir sonidos que menoscaban
por su belleza a todos los demás sonidos humanos. Las personas
que no saben que esos músicos han sido visitados por el Ángel,
dicen que "tienen genio".
La pequeña Cristina preguntaba a su papá si había oído al Ángel.
Pero el viejo Daaé sacudía tristemente la cabeza, luego su mirada brillaba
mirando a su hija y le decía:
"¡Tú, hija mía, lo oirás un día! Cuando yo esté en el Cielo te lo
mandaré, te lo prometo!”
El viejo Daaé comenzaba a toser en aquel tiempo.
Llegó el otoño que separó a Raúl de Cristina.
Volvieron a verse tres años más tarde; crin ya dos jóvenes. Esto
pasó también en Perros, y Raúl conservó de ello tal impresión, que
después lo persiguió toda la vida. El profesor Valerius había muerto,
pero su mujer se había quedado en Francia, donde sus intereses la
retenían, junto con cl viejo Daaé y con su hija, quienes, siempre cantando
y tocando el violín habían envuelto en su sueño armonioso a su
amada protectora, que parecía no vivir ya más que de música. El joven
habla sólo ido en busca de recuerdos a Perros y así también penetró en
la casa que habitan su pequeña amiga. Vio primero al anciano Daaé,
que se puso de pie y lo abrazó con los ojos llenos de lágrimas, diciéndole
que habla conservado de él un fiel recuerdo. En efecto, no habla
pasado día sin que Cristina no hablase de Raúl. El anciano seguía hablando
cuando la puerta se abrió, y entró en la pieza, encantadora,
solicita, la joven Cristina, llevando en una bandeja el aromático té.
Reconoció a Raúl y una llamarada rápida se esparció por su faz delicada.
Permanecía vacilante, callaba. El anciano los miraba a los dos. Raúl
se acercó ala joven y le dio un beso que ella no evitó. Le hizo algunas
preguntas, desempeñó graciosamente sus deberes de dueña de case,
volvió a tomar la bandeja y se retiró del cuarto. Luego fue a refugiarse
en un banco, en la soledad del jardín. Sentimientos desconocidos agitaban
su corazón adolescente por primera vez. Raúl fue a reunírsele y
conversaron hasta la tarde presa de una gran turbación. Estaban completamente
cambiados, no reconocían sus personas que parecían haber
adquirido una importancia considerable. Eran prudentes como diplomáticos
y se contaban cosas que no tenían que ver con sus sentimientos
nacientes. Cuando se separaron en el borde del camino. Raúl dijo a
Cristina depositando un beso ceremonioso en su mano trémula: "¡Sewww.
ñorita, no la olvidaré jamás!" Y se marchó deplorando aquella frase
audaz, porque sabía muy bien que Cristina no podía ser la esposa del
vizconde de Chagny.
En cuanto a Cristina, fue a reunirse con su padre y le dijo: "¿No te
parece que Raúl no es ya tan simpático como antes? ¡No me agrada
nada!". Trató de no pensar más en él. Lo conseguía difícilmente y se
refugió por completo en su arte, que le absorbía todo cl tiempo. Sus
progresos eran maravillosos. Los que la escuchaban le decían que sería
la más grande artista del mundo. Pero su padre, en estas circunstancias,
murió, y Cristina pareció perder junto con cl su alma, su voz y su genio.
Le quedaron de esas cosas lo bastante como para entrar al Conservatorio.
No se distinguió en él de ningún modo, siguió las clases sin
entusiasmo y sólo disputó y obtuvo un premio para complacer a la
anciana señora Valerius, junto con la cual seguía viviendo. La primera
vez que Raúl volvió a ver a Cristina en la Opera quedó encentado por
la belleza de la joven y por la evocación de las dulces imágenes de
antaño, pero más bien lo había sorprendido cl resultado negativo de su
arte. Parcela ajena a todo. Volvió a escucharla. La siguió entre bastidores.
La esperó tras de un portante. Trató de llamar su atención. Más de
una vez la acompañó hasta la puerta de su camarín. Pero ella no lo
veía. Parecía, por lo demás, que no veía a nadie. Era la indiferencia en
marcha, Raúl sufrió con esto porque Cristina era muy bella; cl era
tímido y no se atrevía a confesarse a sí mismo que la amaba. Y luego
vino la fulguración de la noche de gala, los ciclos se abrieron, una voz
de ángel se hizo oír sobre la tierra para encanto de los hombres y arrebato
de su corazón.
Y luego, y luego se había oído aquella voz de hombre tras de la
puerta: "¡Es preciso que me ames!, y nadie en el camarín...
¿Por qué había reído en el momento en que él le dijo, al reabrir
ella los ojos: "Yo soy el niño que recogí su velo del mar"? ¿Por qué no
lo había reconocido entonces? ¿por qué después le escribió?
¡Ah! ¡Esta pendiente es interminable!... Aquí está cl cruce de los
tres caminos... Aquí están los médanos desiertos, el paisaje inmóvil
bajo el cielo blanco. Los cristales sacudidos por los barquinazos le
aturden el oído. ¡Cuánto estrépito hace esta diligencia que anda tan
despacio! Reconoce las chozas, las cercas, las zanjas, los árboles del
camino. Este es el último recodo del camino y enseguida se descenderá
hasta el mar... hasta la había de Perros.
Entonces se ha hospedado en la posada del Sol Poniente. ¡Claro!
No hay otra. Y, además, se está muy bien en ella. Recuerda que en un
tiempo le contaban muy lindas consejas en ella. Su corazón palpita.
¿Qué dirá Cristina cuando lo vea?
La primera persona que ve al entrar en la vieja sala ahumada de la
posada es a la tía Tricard. La vieja no lo reconoce. Le hace cumplidos.
Le pregunta qué es lo que lo lleva allí. Raúl se sonroja. Dice que lo ha
traído un negocio a Lanion y que ha querido llegar hasta allí para saludarla.
La posadera quiere servirle de almorzar, pero él le contesta que
dentro de un rato. Parece esperar algo o a alguien. La puerta se abre.
No se ha equivocado, ¡es ella! Quiere incorporarse, hablar, y vuelve a
caer sentado. Cristina permanece de pie delante de él, sonriente y nada
sorprendida. Su cara está fresca y rosada como una frutilla crecida en
la sombra. Sin duda, la joven está agitada por una marcha rápida. Su
seno, que guarda un corazón sincero, se alza suavemente. Sus ojos,
claros espejos de azul pálido, del color de los lagos pensativos, inmóviles,
allá en lo alto del norte del mundo, sus ojos reflejan tranquilamente
la placidez de su alma cándida. El tapado de pieles está
entreabierto sobre un talle delgado, sobre la línea armoniosa de su
joven cuerpo lleno de gracia. Raúl y Cristina se miran largo rato. La tía
Tricard sonríe y discretamente se escabulle. Por fin, Cristina habla.
–No me extraña su venida. Tenía el presentimiento de que lo encontraría
aquí, en esta posada, al volver de misa. "Alguien" me lo dijo
allá. Sí, me hablan anunciado su llegada.
–¿Quién? –preguntó Raúl tomando entre sus manos la pequeña
mano de Cristina que la joven no retiró.
El alma de mi pobre padre...
Hubo un silencio entre los dos jóvenes. Luego Raúl prosiguió:
–¿Le dijo también que yo la amo, Cristina, y que no puedo vivir
sin usted?
Cristina se sonrojó hasta el cabello y volvió la cabeza.
Luego agregó con voz trémula:
–¿A mí? ¿Se ha vuelto loco?
Y se echó a reír para disimular su turbación.
–No se ría Cristina, le hablo muy en serio.
Y ella replicó con gravedad:
–No lo he hecho venir para que me diga esas cosas.
–Usted "me ha hecho venir", Cristina; usted comprendió que enseguida
que leyera su carta acudirla aquí. ¿Cómo ha podido usted pensar
eso sino creyera que yo la amaba?
–Pensé que se acordaría usted de los juegos de nuestra infancia, a
los que mi padre se mezclaba tantas veces. En el fondo no sabia lo que
pensé... Quizá hice mal en escribirle. Este aniversario y aquella aparición
suya tan brusca en mi camarín, esas cosas me hicieron recordar el
pasado, y le escribí como la chiquilla que era en aquel entonces, como
una chiquilla que está jugando y que desearla en un momento de soledad
y de tristeza ver reaparecer al pequeño camarada al lado suyo...
Durante un instante guardaron silencio. Había en la actitud de
Cristina algo que Raúl no encontraba natural, sin que le fuera posible
decir qué. Sin embargo, no la encontraba hostil; lejos de eso... la ternura
desolada de sus ojos claros se lo decía. Pero, ¿por qué aquel cariño
era desolado? Eso era lo que era necesario saber y lo que ya irritaba al
joven...
–Cuando usted me vio en su camarín, ¿era la primera vez que me
advertía en la Opera, Cristina?
La joven no debía mentir.
–No –dijo –. Ya lo había notado varias veces en el palco de su
hermano. Y otras veces también entre bastidores.
–¡Lo sospechaba! –dijo Raúl mordiéndose los labios. Pero entonces,
¿por qué cuando me vio usted en su camarín, hincado de rodillas,
y haciéndole recordar que yo había recogido su chal del mar, por qué
me respondió usted como si no me conociera, y por qué se puso a reír?
El acento de aquellas preguntas era tan áspero, que Cristina miró
a Raúl y no le respondió. El joven, volviendo en sí, se sorprendió de
haberse atrevido a expresarse de aquel modo, cuando se habla propuesto
hacerle oír a Cristina las palabras más suaves de amor y sumisión.
Un marido, un amante que llenen todos los derechos no le
hablarían de otro modo a su mujer o a su querida, en caso de haber sido
ofendidos. Pero a él mismo lo irritó su falta, y juzgándose estúpido, no
encuentra más salida a aquella situación que la resolución desesperada
de mostrarse odioso.
"¡No responde nada! –exclamó con aspecto de rabia y desesperación
–¡pues entonces yo voy a responder por usted! ¡Era porque había
en el camarín alguien que la estorbaba! ¡Alguien, Cristina, a quien no
quería usted dejarle ver que se interesaba por otra persona más!...
–¡Si alguien me molestaba esa noche, amigo mío –interrumpió
Cristina con un acento helado –, tenía que ser usted, porque fue a usted
a quien puse en la puerta!...
–Sí.. ¡para quedar sola con el otro!
–¿Qué dice usted, señor –exclamó la joven jadeando... –y ¿quién
es ese otro de que se trata?
De aquel a quien usted dijo: "Yo no canto más que para vos.
¡Esta noche os he dado mi alma y estoy muerta!"
Cristina asió el brazo de Raúl y lo oprimió con una fuerza que
nadie habría sospechado en aquel organismo delicado.
–¿Estaba usted escuchando tras de la puerta?
–Sí, porque la amo.. Y lo oí todo...
–¿Y qué fue lo que usted oyó? –Y la joven, recuperando singularmente
la calma, cesó de apretar el brazo de Raúl.
–Él le respondió a usted: "¡Es preciso que me ame!”
Al oír estas palabras, una palidez cadavérica se esparció por la faz
de Cristina. Sus ojos se pusieron blancos... vaciló... iba a caer. Raúl se
precipitó, tendió los brazos, pero ya Cristina había dominado aquella
debilidad pasajera, y con voz baja, casi expirante, dijo...
–¡Prosiga, sí, dígame todo lo que oyó!...
Raúl la mira, vacila, no comprende qué es lo que pasa.
–¡Pero siga, siga! ¿No ve usted que me está matando?...
–Oí después que él le respondió, cuando usted le dijo que le había
dado cl alma: “Tu alma es muy bella, y te la agradezco. No hay emperador
que haya recibido más valioso regalo. ¡Los ángeles esta noche
han llorado!”
Cristina se llevó la mano al corazón. Miró a Raúl con una emoción
indescriptible. Su mirada era tan penetrante, tan fija, que parecía
la de una insensata. Raúl se llenó de espanto. Pero he aquí que los ojos
de Cristina se humedecen y que por sus mejillas de marfil ruedan dos
perlas, dos pesadas lágrimas.
–¡Cristina!
–¡Raúl!
El joven quiere tomarla en sus brazas, pero escapa de sus manos y
huye consternada.
Mientras que Cristina permanecía encerrada en su cuarto, Raúl se
hacía mil reproches por su brutalidad, pero, por otra parte, los celos
volvían a, encender llamas en sus venas. Para que la joven hubiera
demostrado aquella emoción al saber que habla sido sorprendido su
secreto, era preciso que aquél tuviera mucha importancia. Raúl no
dudaba, seguramente, a pesar de lo que había oído, de la pureza de
Cristina. Conocía su gran reputación de honestidad y no era tan novicio
que no comprendiera la necesidad a que se ve reducida a veces una
artista de oír frases de amor. Es verdad que ella había respondido afirmando
que habla dado su alma, pero, evidentemente, en todo aquello
sólo se trataba de canto y música. ¿Evidentemente? Y entonces, ¿a qué
aquella emoción de hacía un momento? ¡Qué desgraciado se sentía
Raúl! Y si hubiera podido encontrar al hombre, a la "voz de hombre",
le hubiera exigido explicaciones categóricas.
¿Por qué había huido Cristina? ¿Por qué no volvía a bajar?
No quiso almorzar. Estaba transido por cl dolor al ver correr tan
tristes aquellas horas que habla esperado serían tan dulces y felices.
¿Por qué no venía a recorrer junto con él los sitios en que tenían tantos
recuerden comunes? ¿Y por qué, puesto que no tenía ya nada que hacer
allí, no emprendía enseguida la vuelta a París? Averiguó que Cristina
había hecho decir una misa por el descanso del anciano Daaé, y que
había pasado largas horas orando en la pequeña iglesia y sobre la tumba
del menestral.
Triste, desesperado, Raúl se dirigió al cementerio que rodeaba la
iglesia. Empujó la pequeña puerta. Vagó solitario entre las tumbas,
descifrando las inscripciones, pero al llegar tras del ábside, enseguida
percibió la frescura de las flores que suspiraban sobre cl granito de las
tumbas y desbordaban hacia la tierra blanca: perfumaban todo aquel
helado rincón del invierno bretón. Eran milagrosas rosas rojas que
parecían haberse abierto aquella mañana entre la nieve. Aquello era un
poco de vida en la casa de los muertos, porque allí la muerte reinaba
soberana. Ella también desbordaba de la tierra, que había arrojado
fuera su exceso de cadáveres. Centenares de cráneos y esqueletos estaban
amontonados contra la pared de la iglesia, contenidos sólo por una
red de alambre que dejaba al descubierto todo cl macabro edificio. Los
cráneos de los muertos, apilados, alineados como ladrillos, consolidados
a trechos por huesos grandes y muy prolijamente limpios, parecían
formar los cimientos sobre los cuales se habían levantado las paredes
de la sacristía. La puerta de la sacristía se abría en medio de aquel
osario, como es frecuente que suceda en las viejas iglesias bretonas.
Raúl oró por Daaé, y luego, lamentablemente impresionado por
todas aquellas sonrisas eternas que tienen las bocas de las calaveras,
salió del cementerio, ascendió la loma y se sentó a la orilla del médano
que domina cl mar. El viento soplaba áspero por la costa, ladrando tras
de la pobre y tímida claridad del día, que fue apagándose poco a poco
hasta no ser más que una línea lívida en el horizonte. Entonces cl
viento calló. Era ya noche. Raúl estaba rodeado de sombras heladas,
pero no sentía frío. Todos sus recuerdos, todo su pensamiento estaba en
la landa desierta y desolada. Era allí, en aquel sitio, donde había ido
muchas veces al caer la noche, junto con la pequeña Cristina, para ver
bailar a los duendes korriganos, precisamente en cl instante en que sale
la luna. Nunca los había visto, y, sin embargo, tenla buenos ojos. Cristina
que, por el contrario, era un poco miope, pretendía haber visto
muchos. Sonrió al recordarlo y luego se estremeció. Una forma, una
forma definida, pero que había llegado allí quién sabe cómo, sin que el
menor ruido la delatara, una forma que estaba de pie a su lado, decía:
–¿Cree usted que los duendes korriganos vendrán esta noche?
Era Cristina. Quiso hablar, pero ella le cerró la boca con la mano
enguantada.
–Escúcheme, Raúl; estoy resuelta a decirle algo grave muy grave.
Su voz temblaba. Raúl esperó.
–¿Recuerda usted, Raúl, la leyenda del Ángel de la Música?
–¡Sí, la recuerdo! –exclamó –. Estoy seguro de que fue aquí que
su padre nos la contó por primera vez.
–Sí, aquí fue que me dijo: "Cuando esté en el Cielo, hija mía, te
lo enviaré". Pues bien: Raúl, mi padre está en cl Cielo y he recibido la
visita del Ángel de la Música.
–No lo dudo –replicó el joven, gravemente, porque creía comprender
que con un pensamiento piadoso su amiga mezclaba el recuerdo
de su padre al brillo de su último triunfo.
Cristina pareció ligeramente sorprendida por la sangre fría con
que el vizconde de Chagny se enteraba de que hubiera recibido aquella
mística visita.
–¿Qué es lo que quiere usted decir, Raúl? –dijo Cristina, inclinando
tanto la cabeza que el joven pudo creer que iba a darle un beso,
mientras que lo que quería era leer en sus ojos, a pesar de las tinieblas.
–Quiero decir –replicó Raúl –que una criatura humana no canta
como usted cantó la otra noche, sin que intervenga para ello algún
milagro, sin que el Cielo no tenga nada que ver en ello. No hay profesor
en la tierra que pueda enseñar semejantes acentos. Sí, Cristina, es
preciso que haya usted oído al Ángel de la Música.
–Sí –exclamó la joven solemnemente –, en mi camarín. Allí es
donde acude a darme sus lecciones cotidianas.
El acento con que dijo aquello era tan penetrante y tan singular,
que Raúl la miró inquieto, como se mira a una persona que ha dicho
una enormidad o que expresa alguna visión loca en que cree con todas
las fuerzas de su pobre cerebro enfermo. Pero habla retrocedido, y así
inmóvil y a lo lejos sólo parecía un foco de sombra entre la noche.
–¡En su camarín! –repitió Raúl, como un eco estúpido.
–Sí, allí fue que lo oí y no he sido la única en oírle...
–¿Quién más lo ha oído, Cristina?
–Usted, amigo mío.
–¿Yo? ¿Yo he oído al Ángel de la Música?
–Sí, él era quien hablaba la otra noche cuando usted estaba escuchando
tras de la puerta. Fue él quien me dijo: "Es preciso que me ame
". Pero yo creía ser la única en percibir su voz. Juzgue usted mi sorpresa
cuando supe esta mañana que lo habla oído usted también.
Raúl se echó a reír. Y enseguida, la noche se disipó en la landa
desierta, y los primeros rayos de la luna vinieron a envolver a los dos
jóvenes. Cristina se habla vuelto para mirar hostilmente a Raúl. Sus
ojos, generalmente tan dulces, lanzaban relámpagos.
–¿Por qué se ríe usted? ¿Creyó usted, sin duda, que habla oído
una voz de hombre?
–¡Claro! –respondió el joven –, cuyas ideas comenzaban a confundirse
ante la actitud agresiva de Cristina.
–¡Y es usted, Raúl quien me dice eso! ¡Mi pequeño camarada de
infancia, el amiguito de mi padre! ¡Me parece increíble! ¡Pero qué se
imagina usted! Yo soy una joven honrada, señor vizconde de Chagny,
y no me encierro con voces de hombre en mi camarín. Si hubiera usted
abierto la puerta, habría visto que estaba sola.
–¡Es cierto! Cuando usted se marchó abrí la puerta y vi que no
habla nadie en el camarín...
–Ya lo ve usted... ¿Entonces?
El vizconde apeló a todas sus fuerzas. Entonces, Cristina, pienso
que alguien se está burlando de usted.
La joven lanzó un gritó y huyó. Corrió tras ella, pero Cristina le
gritó con una irritación furiosa:
–¡Déjeme! ¡Déjeme!
Y desapareció. Raúl volvió ala posada, muy cansado, muy desalentado
y muy triste.
Allí supo que Cristina acababa de subir a su cuarto y que habla
advertido que no bajaría para comer. El joven preguntó si no estaba
enferma. La buena posadera le respondió de una manera ambigua, que
si estaba indispuesta no debía de ser una enfermedad muy grave; y
como creía que era una riña de enamorados, se alejó encogiéndose de
hombros, como deplorando socarronamente que aquellos jóvenes malgastaran
en vanas querellas las horas que Dios les permitía pasar juntos
sobre la tierra.
Raúl comió solo, cerca de la estufa, y, como es de suponer, de
muy mal humor. Luego, cuando estuvo en su cuarto, trató de leer, y
después, en el lecho trató de dormir. No se percibía el menor ruido en
la pieza contigua. ¿Qué hacia Cristina? ¿Dormía? Y si no dormía, ¿en
qué pensaba? Y él, ¿en qué pensaba? ¡Acaso era capaz de decirlo! La
extraña conversación que habla tenido con Cristina lo había desencantado
por completo.
Pensaba menos en Cristina que "alrededor" de Cristina, y este alrededor
era tan difuso, tan nebuloso, tan inasible, que le producía un
angustioso malestar.
Las horas transcurrieron lentamente; serian las once de la noche
cuando Raúl oyó claramente que caminaban en el cuarto contiguo al
suyo. Era un paso ligero, furtivo. ¿Cristina no se había acaso acostado?
Sin meditar en lo que hacia, el joven se vistió apresuradamente, tratando
de hacer el menor ruido posible. Dispuesto a todo, esperó. ¿Dispuesto
para qué? ¿Acaso lo sabía? Su corazón dio un salto, cuando oyó
que la puerta del cuarto de Cristina giraba sobre sus goznes. ¿Adónde
iba en aquel momento en que todo reposaba en silencio? Entreabrió
suavemente la puerta y pudo ver, entre un rayo de luna, la forma blanca
de Cristina, que se deslizaba sigilosamente por el corredor. Llegó ala
escalera y se puso a descenderla, mientras que él la miraba desde el
descansillo. De pronto oyó dos voces que conversaban rápidamente.
Una frase le llegó: "No vaya a perder la llave". Era la voz de la posadera.
En el piso bajo abrieron la puerta que daba del lado del mar. La
volvieron a cerrar. Y todo quedó en silencio. Raúl volvió enseguida a
su cuarto, y corrió a abrir la ventana. La forma blanca de Cristina se
destacaba en la costa desierta.
Aquel primer piso de la posada del Sol Poniente era de poca altura,
y un árbol plantado al pie de la casa que tendía sus ramas a los
brazos impacientes de Raúl, le permitió a éste salir de la casa sin que la
posadera sospechara su ausencia. Así, ¿cuál no fue la sorpresa de ésta,
cuando al día siguiente le condujeron al joven casi helado, más muerto
que vivo, y cuando supo que lo hablan encontrado tendido largo a largo
en las gradas del altar mayor de la pequeña iglesia de Perros? Enseguida
acudió a llevar la noticia a Cristina, que al instante bajó, y ayudada
por la posadera prodigó solícitos cuidados al joven, que no tardó en
abrir los ojos y volvió por completo a la vida al ver junto a sí la faz
encantadora de su amiga.
¿Qué había sucedido? El señor comisario Mifroid tuvo ocasión
alunas semanas más tarde, cuando el drama de la Opera acarreó la
intervención del ministerio público, de interrogar al vizconde de Chagny,
sobre los acontecimientos de la noche de Perros, y he aquí cómo
fueron aquellos asentadas en las hojas del expediente del sumario, folio
150:
"Pregunta. –¿La señorita Daaé no lo vio bajar de su aposento
por el singular camino que usted escogiera?
"Respuesta. –No, señor; no, no. Sin embargo, llegué adonde ella
estaba, descuidando de sofocar el ruido de mis pasos. Yo sólo deseaba
entonces una cosa: que se volviera hacia mí, que me viera y me reconociese.
Yo acababa de darme cuenta de que mi persecución era completamente
incorrecta y que el espionaje a que me entregaba era
indigno de mí. Pero no pareció oírme, y, en efecto, procedió como si
yo no estuviese allí. Se apartó tranquilamente del malecón, y luego, de
pronto, se puso a ascender rápidamente el camino.
"El reloj de la iglesia acababa de dar las once y tres cuartos, y
me pareció que el toque de la hora fue lo que determinara la prisa de
su marcha, porque casi se echó a correr. De esa manera llegó a la
puerta del cementerio.
"P. –¿La puerta del cementerio estaba abierta?
“R. –Sí, señor, y esto me sorprendió; pero no pareció sucederle
otro tanto a la señorita Daaé.
“P. –¿No había nadie en el cementerio?
“R. –Yo no vi a nadie. Si hubiera habido alguien, lo habría visto.
La luz de la luna era intenso, y la nieve que cubría el suelo, al reflejar
sus rayos, aumentaba todavía más la claridad.
"P. –¿No era posible ocultarse tras de las tumbas?
“R. –No, señor. Eran unas pobres losas que desaparecían bajo la
capa de nieve y alineaban sus calces al ras del suelo. Las únicas sombras
eran las de aquellas cruces y las dos nuestras. La iglesia estaba
deslumbrada de claridad. Jamás he visto semejante luz nocturna. Era
algo muy bello, muy transparente y muy frío. Yo nunca había estado de
noche en un cementerio e ignoraba que se pudiera encontrar en ellos
una luz semejante, "una luz que no pesa nada”
“P. –¿Es usted supersticioso?
"R. –No, señor. Soy creyente.
"P. –¿En qué estado de ánimo se encontraba usted?
"R. –Muy sano y muy tranquilo, por cierro. Sin dada que en un
principio la salida insólita de la señorita Daaé me había impresionado
profundamente; pero enseguida que vi que la joven penetraba en el
cementerio, me dije arte iba a cumplir algún voto en la tumba paterna;
y esto me pareció algo tan natural que enseguida recuperé toda mi
alma. Sólo me sorprendía que no me oyera caminar tras de ella, porque
la nieve crujía bajo mis pasos. Pero, sin duda, estaba toda absorta
en su idea piadosa. Resolví, por otro porte, no molestarla, y cuando
llegó a la tumba de su pudre, me mantuve a algunos pasos detrás de
ella. Cristina se arrodilló en la nieve, se hizo la señal de la cruz y
comenzó a orar. En ese momento dieron las doce. Todavía vibraba en
mi oído el duodécimo toque, cuando vi que, de pronto, la joven levantaba
la cabeza; su mirada se fijó en la bóveda celeste, sus brazos se
extendieron bocio el estro de la noche; me pereció que estaba en éxtasis,
y me preguntaba cuál sería la causa súbita y determinante de
aquel éxtasis, cuando yo mismo levanté la cabeza, eché a mi alrededor
una mirada azorada y todo mi ser se tendió hacia lo invisible, hacia lo
invisible que nos hacía oír música. ¡Y qué música, señor! Nosotros ya
la conocíamos. Cristina y yo la habíamos oído en nuestra juventud.
Pero nunca, ni aún en el violín del anciano Daaé, se había expresado
con un arte tan divino. Lo único que se me ocurrió en aquel instante
fue recordar todo lo que Cristina acababa de decirme del Ángel de la
Música, y no supe qué pensar de aquellos sonidos inolvidables, que si
no descendían del cielo, no delataban tampoco su origen en la tierra.
Allí no había instrumento ni mano que condujera el arco. ¡Oh! Recuerdo
muy bien la admirable melodía. Era la Resurrección de Lázaro,
que cl viejo Daaé nos tocaba en sus horas de tristeza y de fe. Si el
Ángel de Cristina hubiera existido, no habría tocado mejor aquella
noche, con el violín del antiguo menestral La invocación de Jesús nos
apartaba de la tierra, y en verdad casi esperaba ver levantarse la loso
que cubría la tumba del pudre de Cristina. También recordé que Daaé
había sido enterrado con su violín, y en verdad, no sé hasta donde se
fue, en aquel minuto fúnebre y radioso, en cl fondo de aquel apartado
cementerio de aldea, junio a todos aquellos esqueletos que reían con
sus mandíbulas inmóviles, la verdad es que no sé hasta dónde fue a
dar, ni dónde se detuvo mi imaginación.
"Pero la música cesó y recuperé mis sentidos. Me pereció oír un
rumor hacia el lado del osario.
"P. –¡Ah, ah! ¿Oyó usted reo mido del lado del osario?
"R. –Sí, me pareció que las calaveras se reían extrañamente y no
pude menos de estremecerme.
"P. –¿No pensó usted enseguida arte detrás del osmio podía
ocultarse, precisamente, el músico celeste que acababa de encartarlo?
"R. –Tanto pensé, que ya no pensé más que en eso, y me olvide de
seguir a la señorita Daaé, que acababa de ponerse de pie y se dirigía
tranquilamente hacia la puerta del cementerio. En cuanto a ella, estaba
tan absorta que no es extraño que no me notara. Yo no me moví,
con los ojos fijos en el osario, decidido a llegar hasta el fin de aquella
increíble aventura y penetrar su secreto.
"P. –Y entonces, ¿qué sucedió poro que al día siguiente se le encontraron
caído y medio muerto ante las gradas del altor mayor?
"R. –¡Ah! Fue algo rápido... Una calavera rodó a mis pies... luego
otra... luego otra. Se hubiera dicho que yo ere el blanco de aquel
extraño juego de bochas. Y se me ocurrió la idea de que un movimiento
falso había debido destruir la armonía de la construcción tras
de la cual se disimulaba nuestro músico. Esta hipótesis me pareció
tanto más razonable, cuanto que una sombra se deslizó de pronto
sobre la pared deslumbrante de la sacristía.
“Me precipité. La sombra, empujando la puerta, ya había penetrado
en la iglesia. Yo parecía tener alas, la sombra levaba una capa.
Pude correr lo bastante para asir un pliegue de la capa de la sombra.
En aquel momento la sombra y yo estábamos precisamente ante el
altar mayor y los rayos de la luna, penetrando por el gran ventanal del
ábside, caían directamente sobre nosotros. Como no consiguiera
arrancar la capa, la sombra se volvió, y al entreabrírsele su capa, vi
con toda precisión una espantosa calavera que clavaba en mí una
mirada en la que ardía el fuego infernal, Creí tener que habérmelas
con el propio Satanás, y ante aquella aparición de ultratumba; mi
corazón, a pesar de todo su valor, desfalleció, y no tenga recuerdo de
nada más hasta que desperté en mi pequeño cuarto de la posada del
Sol Poniente”
_
CAPITULO VII
UNA VISITA AL PALCO NÚMERO 5
CAPITULO VII
UNA VISITA AL PALCO NÚMERO 5
_
Cuando dejamos a los señores Fermín Richard y Armando Moncharmin
habían decidido ir a hacerle una pequeña visita al palco balcón
número 5.
Pasaron frente a la amplia escalera que conduce del vestíbulo de
la administración a la escena y sus dependencias; atravesaron el escenario,
entraron al teatro por la puerta de los abonados y luego ala sala
por el primer pasadizo de la izquierda. Entonces se escurrieron entre
las primeras filas de sillones de platea y miraron el palco balcón número
5. Lo percibían mal a causa de que estaba sumido en una semi oscuridad
y que una inmensa funda estaba corrida sobre el terciopelo rojo
de los antepechos.
En aquel momento estaban casi solos en la misma nave tenebrosa
y un gran silencio los rodeaba. Era la hora tranquila en que los maquinistas
van a beber.
Habían dejado momentáneamente vacío el escenario, en el que un
decorado estaba a medio colocar; algunos rayos de luz (una luz lívida,
siniestra, que parecía robada a un astro moribundo) se habían insinuado
quién sabe por qué abertura hasta la vieja torre que alzaba en la escena
sus almenas de cartón; las cosas en aquella noche ficticia, o, más bien,
en aquella claridad falsa, tomaban extraños aspectos. En las butacas de
la platea, las fundas que las cubrían tenían la apariencia de un mar
furioso, cuyas olas glaucas hablan sido instantáneamente inmovilizadas
por orden del gigante de las tempestades, que, como es sabido, se llama
Adamastor. Los señores Moncharmin y Richard eran los náufragos de
aquel temporal inmóvil de un mar de tela cruda. Avanzaron hacia los
palcos de la derecha a grandes brazadas, como marineros que han
abandonado su bote y tratan de llegar a la orilla. Las ocho grandes
columnas de jaspe pulido se erguían en la sombra como prodigiosos
puntales destinados a sostener el barranco amenazador, medio
Cuando dejamos a los señores Fermín Richard y Armando Moncharmin
habían decidido ir a hacerle una pequeña visita al palco balcón
número 5.
Pasaron frente a la amplia escalera que conduce del vestíbulo de
la administración a la escena y sus dependencias; atravesaron el escenario,
entraron al teatro por la puerta de los abonados y luego ala sala
por el primer pasadizo de la izquierda. Entonces se escurrieron entre
las primeras filas de sillones de platea y miraron el palco balcón número
5. Lo percibían mal a causa de que estaba sumido en una semi oscuridad
y que una inmensa funda estaba corrida sobre el terciopelo rojo
de los antepechos.
En aquel momento estaban casi solos en la misma nave tenebrosa
y un gran silencio los rodeaba. Era la hora tranquila en que los maquinistas
van a beber.
Habían dejado momentáneamente vacío el escenario, en el que un
decorado estaba a medio colocar; algunos rayos de luz (una luz lívida,
siniestra, que parecía robada a un astro moribundo) se habían insinuado
quién sabe por qué abertura hasta la vieja torre que alzaba en la escena
sus almenas de cartón; las cosas en aquella noche ficticia, o, más bien,
en aquella claridad falsa, tomaban extraños aspectos. En las butacas de
la platea, las fundas que las cubrían tenían la apariencia de un mar
furioso, cuyas olas glaucas hablan sido instantáneamente inmovilizadas
por orden del gigante de las tempestades, que, como es sabido, se llama
Adamastor. Los señores Moncharmin y Richard eran los náufragos de
aquel temporal inmóvil de un mar de tela cruda. Avanzaron hacia los
palcos de la derecha a grandes brazadas, como marineros que han
abandonado su bote y tratan de llegar a la orilla. Las ocho grandes
columnas de jaspe pulido se erguían en la sombra como prodigiosos
puntales destinados a sostener el barranco amenazador, medio
desmoronado y panzudo, cuyos cimientos eran figurados por líneas circulares,
paralelas y encorvadas de los balcones de los palcos de primero,
segundo y tercer orden. Allá arriba, en la cima del acantilado, perdidos
en el cielo de cobre del señor Lenepoen, unas ceras se contraían, hacían
muecas, se mofaban de la inquietud de los señores Richard y
Moncharmin. Eran, sin embargo, caras muy serias por lo regular. Se
llamaban Isis, Anfitrite, Hebe, Flora, Pandora, Psiche, Tetis, Pomona,
Dafné, Clitia, Galatea, Aretusa. Sí, Aretusa en persona, y Pandora, a
quien todos conocen a causa de su caja, miraban a los dos nuevos directores
de la Opera, que habla acabado por prenderse a alguna tabla y
que desde allí contemplaban en silencio el palco número 5. He dicho
que estaban inquietos. Por lo menos, lo presumo. En todo caso, el señor
Moncharmin confiesa que estaba impresionado. Dice textualmente:
“Aquella pavada (¡qué estilo!) del Fantasma de la Opera, que
cundió tan amablemente, así que tomamos la sucesión de los señores
Poligny y Debienne, habla acabado sin duda por perturbar el equilibrio
de mis facultades imaginativas, o a lo menos visuales, porque
¿sería la decoración excepcional en que nos movíamos, en el centro de
un increíble silencio lo que nos impresionó tanto?...
"¿Fuimos juguete de una especie de alucinación provocada por
la casi oscuridad de la sala y la penumbra que bañaba el palco número
5? Porque yo vi y Richard vio en el mismo momento tina forma en
el palco número 5. Richard no dijo nada, ni yo tampoco, por otra parte.
Pero nos tomamos de la mano, haciendo el mismo ademán. Luego
esperarnos algunos minutos, así, sin movemos, con los ojos siempre
fijos en el mismo punto, pero la forma habla desaparecido. Entonces
salimos y una vez en el corredor nos comunicamos nuestras impresiones
y hablarnos de la "forma”. Lo malo es que la forma arte yo vi no
tenía nada arte ver con la forma que vio Richard. Yo vi una calavera,
colocada sobre el antepecho, mientras que Richard vio un bulto de
vieja bastante parecido a madame Giry. De modo que nos convencimos
de que hablamos sido juguete de tina ilusión, y que enseguida nos
precipitarnos, riendo como locos, hacia el palco número 5, al que
penetramos, y en el que no hallarnos ninguna forma”
Y ahora henos en el palco número 5. Es un palco como todos los
de primera fila. En realidad nada distingue a este palco de sus vecinos.
Los señores Moncharmin y Richard, muy alegres ostensiblemente
y riéndose el uno del otro, registraban los muebles del palco, levantaban
las fundas y los sillones y examinaban especialmente aquel "en
que la voz tenía costumbre de sentarse". Pero comprobaron que era un
honesto sillón que no tenía nada de mágico. En resumen el palco era el
más común de los palcos, con su tapicería roja, sus sillones, su alfombra
y sus antepechos de terciopelo encarnado. Después de haber observado
la alfombra y no haber descubierto tampoco en ella nada de
especial, descendieron al palco bajo número 5. En este palco, que está
precisamente en el ángulo de la primera salida de la izquierda de la
platea, no encontraron nada, tampoco, que mereciera notarse.
–¡Toda esa gente se ha propuesto reírse de nosotros! –acabó por
exclamar Fermín Richard. El sábado se canta "Fausto" y los dos asistiremos
a la representación en el palco número 5.
paralelas y encorvadas de los balcones de los palcos de primero,
segundo y tercer orden. Allá arriba, en la cima del acantilado, perdidos
en el cielo de cobre del señor Lenepoen, unas ceras se contraían, hacían
muecas, se mofaban de la inquietud de los señores Richard y
Moncharmin. Eran, sin embargo, caras muy serias por lo regular. Se
llamaban Isis, Anfitrite, Hebe, Flora, Pandora, Psiche, Tetis, Pomona,
Dafné, Clitia, Galatea, Aretusa. Sí, Aretusa en persona, y Pandora, a
quien todos conocen a causa de su caja, miraban a los dos nuevos directores
de la Opera, que habla acabado por prenderse a alguna tabla y
que desde allí contemplaban en silencio el palco número 5. He dicho
que estaban inquietos. Por lo menos, lo presumo. En todo caso, el señor
Moncharmin confiesa que estaba impresionado. Dice textualmente:
“Aquella pavada (¡qué estilo!) del Fantasma de la Opera, que
cundió tan amablemente, así que tomamos la sucesión de los señores
Poligny y Debienne, habla acabado sin duda por perturbar el equilibrio
de mis facultades imaginativas, o a lo menos visuales, porque
¿sería la decoración excepcional en que nos movíamos, en el centro de
un increíble silencio lo que nos impresionó tanto?...
"¿Fuimos juguete de una especie de alucinación provocada por
la casi oscuridad de la sala y la penumbra que bañaba el palco número
5? Porque yo vi y Richard vio en el mismo momento tina forma en
el palco número 5. Richard no dijo nada, ni yo tampoco, por otra parte.
Pero nos tomamos de la mano, haciendo el mismo ademán. Luego
esperarnos algunos minutos, así, sin movemos, con los ojos siempre
fijos en el mismo punto, pero la forma habla desaparecido. Entonces
salimos y una vez en el corredor nos comunicamos nuestras impresiones
y hablarnos de la "forma”. Lo malo es que la forma arte yo vi no
tenía nada arte ver con la forma que vio Richard. Yo vi una calavera,
colocada sobre el antepecho, mientras que Richard vio un bulto de
vieja bastante parecido a madame Giry. De modo que nos convencimos
de que hablamos sido juguete de tina ilusión, y que enseguida nos
precipitarnos, riendo como locos, hacia el palco número 5, al que
penetramos, y en el que no hallarnos ninguna forma”
Y ahora henos en el palco número 5. Es un palco como todos los
de primera fila. En realidad nada distingue a este palco de sus vecinos.
Los señores Moncharmin y Richard, muy alegres ostensiblemente
y riéndose el uno del otro, registraban los muebles del palco, levantaban
las fundas y los sillones y examinaban especialmente aquel "en
que la voz tenía costumbre de sentarse". Pero comprobaron que era un
honesto sillón que no tenía nada de mágico. En resumen el palco era el
más común de los palcos, con su tapicería roja, sus sillones, su alfombra
y sus antepechos de terciopelo encarnado. Después de haber observado
la alfombra y no haber descubierto tampoco en ella nada de
especial, descendieron al palco bajo número 5. En este palco, que está
precisamente en el ángulo de la primera salida de la izquierda de la
platea, no encontraron nada, tampoco, que mereciera notarse.
–¡Toda esa gente se ha propuesto reírse de nosotros! –acabó por
exclamar Fermín Richard. El sábado se canta "Fausto" y los dos asistiremos
a la representación en el palco número 5.
_
CAPITULO VIII
EN EL QUE LOS SEÑORES FERMÍN RICHARD Y ARMANDO
MONCHARMIN TIENEN LA AUDACIA DE HACER
REPRESENTAR "FAUSTO" EN UNA SALA MALDITA Y DEL
ESPANTOSO SUCESO QUE SE PRODUJO.
CAPITULO VIII
EN EL QUE LOS SEÑORES FERMÍN RICHARD Y ARMANDO
MONCHARMIN TIENEN LA AUDACIA DE HACER
REPRESENTAR "FAUSTO" EN UNA SALA MALDITA Y DEL
ESPANTOSO SUCESO QUE SE PRODUJO.
_
Pero el sábado de mañana, al llegar a su despacho los directores,
encontraron una carta duplicada de "F. de la O.", concebida en estos
términos:
“Mis queridos directores: ¿Me declaran ustedes la guerra?
"Si deseen ustedes la paz, he aquí el ultimátum. Se limita a estas
cuatro condiciones:
"1°: Que se me devuelva mi palco y exijo que esté a mi libre disposición
desde ahora.
“2°: El papel de Margarita será cantado esta noche por la Daaé.
No se ocupen de la Carlota, que esta noche estará enferma.
"3°: Me intereso absolutamente por los buenos y fieles servicios
de madame Giry, mi acomodadora, a quien reintegrarán ustedes enseguida
en sus funciones.
"4°: Háganme saber por medio de una carta entregada a madame
Giry, que me la hará llegar, que ustedes aceptan, como sus predecesores,
las cláusulas de mi pliego de condiciones relativas a mi
indemnización mensual. Ulteriormente haré conocer en qué forma me
será oblada.
"Si no aceptan ustedes, esta noche se dará "Fausto" ante una
sala maldita. A buen entendedor, pocas palabras bastan. –F. de la O"
–¡Pues lo que es a mí me fastidia y en grande! –gritó Richard alzando
y dejando caer sobre su escritorio sus puños amenazadores.
En estas circunstancias, Mercier, el administrador, entró.
–Lachenal desea hablar con uno de ustedes. Parece que se trata de
algo urgente y está muy agitado.
–¿Quién es Lachenal? –interrogó Richard.
–Es su escudero mayor.
–Sí, señor –explicó Mercier. La Opera cuenta con varios escuderos,
y el señor Lachenal es su escudero en jefe.
–¿Y qué hace ese escudero?
–Tiene la alta dirección de la caballeriza.
–¿Qué caballeriza?
–Pues la suya, señor, la de la Opera.
–¡Hay una caballeriza en la Opera! La verdad es que no lo sabía...
¿Hacia qué parte queda?
–En los sótanos, del lado de la rotonda. Es un servicio muy importante.
Tenemos doce caballos.
–¿Doce caballos? ¿Y para qué?
–Pues para los desfiles de la "Juive", del "Prophète", etcétera, se
necesitan caballos bien adiestrados y que conozcan las tablas. Los
escuderos están encargados de enseñárselas. El señor Lachenal es muy
hábil maestro. Es el antiguo director de las caballerizas de Franconi.
–Muy bien...; pero, qué es lo que quiere?
–No lo sé... Nunca lo he visto en el estado en que se halla.
–¡Hágalo pasar!...
El señor Lachenal entra llevando en la mano una fusta, con la que
azuza sus botas.
–Buen día, señor Lachenal –dice Richard impresionado. ¿A qué
debo el honor de su visita?
–Señor director, vengo a pedirle que eche toda la caballeriza a la
calle.
–¡Cómo! ¿Quiere usted que echemos nuestros caballos a la calle?
–¡No se trata de los caballos, sino de los palafreneros!
–¿Cuántos palafreneros tiene usted, señor Lachenal?
–¡Seis!
–¡Seis palafreneros! Por lo menos hay dos de más.
–Esos son "puestos" –interrumpió Mercier –que han sido creados
y nos han sido impuestos por el subsecretario de Bellas Artes. Están
ocupados por protegidos del Gobierno, y si me permite indicar...
–¡El Gobierno me importa un bledo!... –afirmó Richard con energía
–. No necesitamos más de cuatro palafreneros para doce caballos.
–¡Once! –rectificó cl señor escudero mayor.
–¡Doce! –repitió Richard.
–¡Once! –repitió Lachenal.
–¡Ah! Pues ha sido cl señor administrador quien me dijo que tenía
usted doce caballas.
–Tenía doce, pero no tengo más que once, desde que nos robaron
a César.
Y el señor Lachenal se da un fuerte latigazo en la bota.
–¡Nos han robado a César –exclamó cl señor administrador –,
César, el caballo blanco del "Prophète"!
–¡No hay dos Césares! –declaró con acento seco el señor escudero
mayor –. He estado diez años con Franconi y estoy harto de ver
caballos. ¡No hay dos Césares! Y nos lo han robado.
–¿Y cómo ha sido eso?
–Es lo que no sé. Nadie sabe una palabra. Por eso es que vengo a
pedirle que eche usted a toda la caballeriza.
¿Y qué es lo que dicen sus palafreneros?
–Tonterías... Unos acusan a los comparsas, otros al conserje de la
administración...
–¡El conserje de la administración! Respondo de él como de mí
mismo protestó Mercier.
–En fin, señor escudero mayor –exclamó Mercier –usted debe tener
alguna sospecha.
–¡Sí, señor, tengo una! –declaró de pronto el señor Lachenal. Y
voy a decírsela; para mí no cabe duda.
El señor escudero mayor se acercó a los señores directores y les
dijo al oído:
–El que ha dado el golpe ha sido el Fantasma.
Richard tuvo un sobresalto.
–¡Ah! ¿Usted también? ¿Usted también?
–¿Cómo yo también? Pues si es la cosa más natural...
–Pero, ¿cómo no, señor Lachenal? Pero, ¿cómo no, señor escudero
mayor?
–La cosa más natural que piense así después de lo que he visto.
–¿Y qué ha visto usted, señor Lachenal?
–He visto tan claro como le estoy viendo a usted a una sombra
negra que montaba un caballo blanco que se parecía a César como se
parecen dos gotas de agua.
–¿Y no corrió usted tras de esa sombra negra y ese caballo blanco?
–Corrí y llamé, señor director; pero huyeron con una rapidez desconcertante,
desapareciendo entre la sombra de la galería...
El señor Richard se puso de pie:
–Está bien, señor Lachenal, puede usted retirarse... Vamos a presentarnos
en queja contra el Fantasma.
–Y van a echar ustedes a toda mis caballerizos a la calle.
–¡Perfectamente! ¡Hasta la vista!
El señor Lachenal saludó y salió.
Richard echaba espumarajos de cólera.
–¡Arréglele su cuenta a ese imbécil!
–¡Es un amigo del comisario del Gobierno! –se atrevió a insinuar
Mercier...
–Y toma su aperitivo en Tortoni con Lagréñé, Schole y Pertuiset,
el domador de leones agregó Moncharmin. ¡Nos vamos a echar a toda
la prensa encima! ¡Va a contar la historia del Fantasma y todo el mundo
se va a divertir a costa nuestra! ¡Si nos ponemos en ridículo, podemos
darnos por muertos!...
–Está bien, no hablemos más de eso –concedió Richard, que ya
estaba pensando en otra cosa.
En aquel momento la puerta se abrió y no debía estar guardada
por un cancerbero ordinario, porque se vio entrar de golpe a madame
Giry con una carta en la mano y diciendo precipitadamente:
–Disculpen, señores, pero he recibido esta mañana una carta del
fantasma de la Opera en la que me dice que pase enseguida a verlos,
porque tienen ustedes que...
No terminó la frase. Vio la cara de Fermín Richard y era algo terrible.
El honorable director de la Opera estaba pronto para estallar. El
furor que lo agitaba no se traducía aún al exterior, sino por el color
escarlata de su cara furibunda y por el brillo de sus ojos fulgurantes.
No dijo nada. No podía hablar. Pero de pronto su ademán estalló. Primero
fue su brazo derecho el que aferró la gelatinosa persona de madame
Giry y le hizo describir una media vuelta tan inesperada, una
pirueta tan rápida que ésta lanzó un clamor desesperado, y luego fue el
pie derecho, el pie derecho del mismo honorable director, el que imprimió
su suela en cl tafetán negro de su falda, que jamás habla sufrido
marca alguna en sitio semejante.
El tercero se produjo con tal rapidez, que cuando madame Giry se
encontró en la galería, estaba completamente aturdida y no se daba
cuenta de lo acontecido. Pero de pronto comprendió y la Opera retumbó
con sus gritos indignados, con sus protestas terribles, con sus amenazas
de muerte. Hubo que apelar a tres mozos para bajarla al patio de
la administración y a dos agentes para ponerla en la calle.
Casi a la misma hora, la Carlota, que habitaba un pequeño hotel
en la calle del Faubourg Saint-Honoré, llamaba a su camarera y se
hacía llevar a la cama su correo. Entre otras cartas encontró una en que
le decían.
“Si canta usted esta noche, le va a suceder una gran desgracia,
en el mismo instante de cantar...; una desgracia peor que la muerte”
Esta amenaza estaba trazada con tinta roja, por una letra hesitante
y garabateada. La carta se ha perdido, pero los señores Richard y Moncharmin
la vieron en las condiciones que diré enseguida.
Después de leer aquella carta, la Carlota perdió el apetito y no
pudo desayunarse. Rechazó la bandejilla en que la camarera le presentaba
cl chocolate humeante. Se sentó en la cama y reflexionó profundamente.
No era la primera carta de aquel género que llegaba a su
poder, pero ninguna habla sido tan amenazadora.
Se creía blanco en aquel momento de las mil artimañas de los
celos, y contaba a todos sus amigos que un enemigo secreto había
jurado su pérdida. Pretendía que andaba tramando contra ella un
Pero el sábado de mañana, al llegar a su despacho los directores,
encontraron una carta duplicada de "F. de la O.", concebida en estos
términos:
“Mis queridos directores: ¿Me declaran ustedes la guerra?
"Si deseen ustedes la paz, he aquí el ultimátum. Se limita a estas
cuatro condiciones:
"1°: Que se me devuelva mi palco y exijo que esté a mi libre disposición
desde ahora.
“2°: El papel de Margarita será cantado esta noche por la Daaé.
No se ocupen de la Carlota, que esta noche estará enferma.
"3°: Me intereso absolutamente por los buenos y fieles servicios
de madame Giry, mi acomodadora, a quien reintegrarán ustedes enseguida
en sus funciones.
"4°: Háganme saber por medio de una carta entregada a madame
Giry, que me la hará llegar, que ustedes aceptan, como sus predecesores,
las cláusulas de mi pliego de condiciones relativas a mi
indemnización mensual. Ulteriormente haré conocer en qué forma me
será oblada.
"Si no aceptan ustedes, esta noche se dará "Fausto" ante una
sala maldita. A buen entendedor, pocas palabras bastan. –F. de la O"
–¡Pues lo que es a mí me fastidia y en grande! –gritó Richard alzando
y dejando caer sobre su escritorio sus puños amenazadores.
En estas circunstancias, Mercier, el administrador, entró.
–Lachenal desea hablar con uno de ustedes. Parece que se trata de
algo urgente y está muy agitado.
–¿Quién es Lachenal? –interrogó Richard.
–Es su escudero mayor.
–Sí, señor –explicó Mercier. La Opera cuenta con varios escuderos,
y el señor Lachenal es su escudero en jefe.
–¿Y qué hace ese escudero?
–Tiene la alta dirección de la caballeriza.
–¿Qué caballeriza?
–Pues la suya, señor, la de la Opera.
–¡Hay una caballeriza en la Opera! La verdad es que no lo sabía...
¿Hacia qué parte queda?
–En los sótanos, del lado de la rotonda. Es un servicio muy importante.
Tenemos doce caballos.
–¿Doce caballos? ¿Y para qué?
–Pues para los desfiles de la "Juive", del "Prophète", etcétera, se
necesitan caballos bien adiestrados y que conozcan las tablas. Los
escuderos están encargados de enseñárselas. El señor Lachenal es muy
hábil maestro. Es el antiguo director de las caballerizas de Franconi.
–Muy bien...; pero, qué es lo que quiere?
–No lo sé... Nunca lo he visto en el estado en que se halla.
–¡Hágalo pasar!...
El señor Lachenal entra llevando en la mano una fusta, con la que
azuza sus botas.
–Buen día, señor Lachenal –dice Richard impresionado. ¿A qué
debo el honor de su visita?
–Señor director, vengo a pedirle que eche toda la caballeriza a la
calle.
–¡Cómo! ¿Quiere usted que echemos nuestros caballos a la calle?
–¡No se trata de los caballos, sino de los palafreneros!
–¿Cuántos palafreneros tiene usted, señor Lachenal?
–¡Seis!
–¡Seis palafreneros! Por lo menos hay dos de más.
–Esos son "puestos" –interrumpió Mercier –que han sido creados
y nos han sido impuestos por el subsecretario de Bellas Artes. Están
ocupados por protegidos del Gobierno, y si me permite indicar...
–¡El Gobierno me importa un bledo!... –afirmó Richard con energía
–. No necesitamos más de cuatro palafreneros para doce caballos.
–¡Once! –rectificó cl señor escudero mayor.
–¡Doce! –repitió Richard.
–¡Once! –repitió Lachenal.
–¡Ah! Pues ha sido cl señor administrador quien me dijo que tenía
usted doce caballas.
–Tenía doce, pero no tengo más que once, desde que nos robaron
a César.
Y el señor Lachenal se da un fuerte latigazo en la bota.
–¡Nos han robado a César –exclamó cl señor administrador –,
César, el caballo blanco del "Prophète"!
–¡No hay dos Césares! –declaró con acento seco el señor escudero
mayor –. He estado diez años con Franconi y estoy harto de ver
caballos. ¡No hay dos Césares! Y nos lo han robado.
–¿Y cómo ha sido eso?
–Es lo que no sé. Nadie sabe una palabra. Por eso es que vengo a
pedirle que eche usted a toda la caballeriza.
¿Y qué es lo que dicen sus palafreneros?
–Tonterías... Unos acusan a los comparsas, otros al conserje de la
administración...
–¡El conserje de la administración! Respondo de él como de mí
mismo protestó Mercier.
–En fin, señor escudero mayor –exclamó Mercier –usted debe tener
alguna sospecha.
–¡Sí, señor, tengo una! –declaró de pronto el señor Lachenal. Y
voy a decírsela; para mí no cabe duda.
El señor escudero mayor se acercó a los señores directores y les
dijo al oído:
–El que ha dado el golpe ha sido el Fantasma.
Richard tuvo un sobresalto.
–¡Ah! ¿Usted también? ¿Usted también?
–¿Cómo yo también? Pues si es la cosa más natural...
–Pero, ¿cómo no, señor Lachenal? Pero, ¿cómo no, señor escudero
mayor?
–La cosa más natural que piense así después de lo que he visto.
–¿Y qué ha visto usted, señor Lachenal?
–He visto tan claro como le estoy viendo a usted a una sombra
negra que montaba un caballo blanco que se parecía a César como se
parecen dos gotas de agua.
–¿Y no corrió usted tras de esa sombra negra y ese caballo blanco?
–Corrí y llamé, señor director; pero huyeron con una rapidez desconcertante,
desapareciendo entre la sombra de la galería...
El señor Richard se puso de pie:
–Está bien, señor Lachenal, puede usted retirarse... Vamos a presentarnos
en queja contra el Fantasma.
–Y van a echar ustedes a toda mis caballerizos a la calle.
–¡Perfectamente! ¡Hasta la vista!
El señor Lachenal saludó y salió.
Richard echaba espumarajos de cólera.
–¡Arréglele su cuenta a ese imbécil!
–¡Es un amigo del comisario del Gobierno! –se atrevió a insinuar
Mercier...
–Y toma su aperitivo en Tortoni con Lagréñé, Schole y Pertuiset,
el domador de leones agregó Moncharmin. ¡Nos vamos a echar a toda
la prensa encima! ¡Va a contar la historia del Fantasma y todo el mundo
se va a divertir a costa nuestra! ¡Si nos ponemos en ridículo, podemos
darnos por muertos!...
–Está bien, no hablemos más de eso –concedió Richard, que ya
estaba pensando en otra cosa.
En aquel momento la puerta se abrió y no debía estar guardada
por un cancerbero ordinario, porque se vio entrar de golpe a madame
Giry con una carta en la mano y diciendo precipitadamente:
–Disculpen, señores, pero he recibido esta mañana una carta del
fantasma de la Opera en la que me dice que pase enseguida a verlos,
porque tienen ustedes que...
No terminó la frase. Vio la cara de Fermín Richard y era algo terrible.
El honorable director de la Opera estaba pronto para estallar. El
furor que lo agitaba no se traducía aún al exterior, sino por el color
escarlata de su cara furibunda y por el brillo de sus ojos fulgurantes.
No dijo nada. No podía hablar. Pero de pronto su ademán estalló. Primero
fue su brazo derecho el que aferró la gelatinosa persona de madame
Giry y le hizo describir una media vuelta tan inesperada, una
pirueta tan rápida que ésta lanzó un clamor desesperado, y luego fue el
pie derecho, el pie derecho del mismo honorable director, el que imprimió
su suela en cl tafetán negro de su falda, que jamás habla sufrido
marca alguna en sitio semejante.
El tercero se produjo con tal rapidez, que cuando madame Giry se
encontró en la galería, estaba completamente aturdida y no se daba
cuenta de lo acontecido. Pero de pronto comprendió y la Opera retumbó
con sus gritos indignados, con sus protestas terribles, con sus amenazas
de muerte. Hubo que apelar a tres mozos para bajarla al patio de
la administración y a dos agentes para ponerla en la calle.
Casi a la misma hora, la Carlota, que habitaba un pequeño hotel
en la calle del Faubourg Saint-Honoré, llamaba a su camarera y se
hacía llevar a la cama su correo. Entre otras cartas encontró una en que
le decían.
“Si canta usted esta noche, le va a suceder una gran desgracia,
en el mismo instante de cantar...; una desgracia peor que la muerte”
Esta amenaza estaba trazada con tinta roja, por una letra hesitante
y garabateada. La carta se ha perdido, pero los señores Richard y Moncharmin
la vieron en las condiciones que diré enseguida.
Después de leer aquella carta, la Carlota perdió el apetito y no
pudo desayunarse. Rechazó la bandejilla en que la camarera le presentaba
cl chocolate humeante. Se sentó en la cama y reflexionó profundamente.
No era la primera carta de aquel género que llegaba a su
poder, pero ninguna habla sido tan amenazadora.
Se creía blanco en aquel momento de las mil artimañas de los
celos, y contaba a todos sus amigos que un enemigo secreto había
jurado su pérdida. Pretendía que andaba tramando contra ella un
complot, alguna cábala que estallaría un día u otro, "pero no era mujer que
se dejara intimidar", agregaba.
La verdad es que habla cábala; pero ésta era dirigida por la Carlota
contra la pobre Cristina, que no lo sospechaba. La Carlota no le
había perdonado a Cristina el triunfo que ésta había obtenido, reemplazándola
de improviso.
Cuando al despertar al día siguiente supo la acogida que le había
hecho el público a su reemplazante, la Carlota se sintió instantáneamente
curada de un principio de bronquitis y de un acceso de enojo
contra la administración, y no mostró la menor veleidad de querer
abandonar su puesto. Desde aquel momento trabajó con todas sus fuerzas
por "reventar" a su rival, haciendo incluir a sus amigos cerca de los
directores para que no le dieran ocasión de un nuevo triunfo a Cristina.
Algunos diarios, que habían empezado a ensalzar el talento de Cristina,
no se ocuparon más que de la gloria de la Carlota. En fin, en el propio
teatro la diva decía de Cristina las frases más ultrajantes y trataba de
causar mil pequeños agravios.
La Carlota no tenía alma ni entrañas, ¡Sólo era un instrumento!
Un maravilloso instrumento, no cabe duda. Su repertorio comprendía
rudo lo que puede tentar la ambición de una gran artista, tanto en los
maestros alemanes como en los italianos y los franceses. Nunca hasta
aquel día se le había oído a la Carlota desafinar ni carecer del volumen
de voz necesario para la traducción de un pasaje de su inmenso repertorio.
En una palabra, cl instrumento era extenso, poderoso y de una
exactitud admirable. Pero nadie le hubiera podido decir a la Carlota lo
que Rossini le dijera a la Krauss, después de haberla oído cantar para él
en alemán: "¡Cantas con el alma, hija mía, y tu alma es bella!"
Es que hay, en efecto, en todas las artes y en cl arte del canto especialmente,
un cierto lado exterior material que se dirige más bien a
los sentidos que al alma. Ese es cl lado que domina un instante a las
multitudes ignorantes, pero es también aquél que le da menos gloria y
le asegura menos su brillo. Las voces que no son más que voces se
marchitan pronto, y es justo que no duren, porque pronto cansan también
al auditorio que pudieran sorprender en el primer momento. Yo no
he sido cl que ha descubierto esto, y todo el mundo está de acuerdo en
que a las voces acompañadas por un alma y un estilo pertenecen los
éxitos duraderos. ¿Dónde estaba tu alma, Carlota, cuando bailabas en
las tabernas de Barcelona'? ¿Dónde cuando más tarde, en París, cantabas
en oscuras tablados tus cínicas coplas de bacante de café-concert?
¡Oh, Carlota, si hubieras tenido un alma y la hubieses extraviado, entonces
la hubieras vuelto a encontrar al convertirte en Julieta, en Elvira,
en Ofelia y en Margarita! Otras han ascendido todavía desde mías bajo
que tú, y cl arte, ayudado por clamor, las ha purificado.
En realidad, cuando pienso en todas las pequeñeces, todas las bajezas
que Cristina Daaé tuvo que sufrir en aquella época, por parte de
aquella Carlota, no puedo contener mi enojo, y no me sorprende que
mi indignación se traduzca en reflexiones algo vastas sobre cl arte en
general, y sobre el canto en particular, que no serán del agrado de los
admiradores de la Carlota.
Cuando la diva hubo concluido de pensar en la amenaza que encerraba
la extraña carta que acababa de recibir, se levantó:
–¡Ya verán quién soy yo! –dijo.
Y pronunció en español algunos juramentos con expresión decidida.
La Carlota era muy supersticiosa. Lo primero que vio al asomar
las narices ala ventana fue un carro fúnebre. El carro fúnebre y la carta
la persuadieron de que correría aquella noche los más graves peligros.
Reunió en su casa a la vanguardia y la retaguardia de sus amigos, les
dijo que estaba amenazada para aquella noche por un complot organizado
por Cristina Daaé, y que era preciso hacerle frente a aquella pequeña
intrigante, llenando la sala con admiradores suyos. Contaba con
ellos para que estuvieran listos a todo evento, e hicieran callar a los
alborotadores, si, como lo temía, se desencadenaba el escándalo.
El secretario particular del señor Richard, al ir a preguntar por la
salud de la divo, marchó con la seguridad de que estaba en perfecta
salud y de que "aun muriéndose" cantarla aquella noche en el papel de
Margarita. Como el secretario le recomendara de parte de su jefe que
no fuera a cometer ninguna imprudencia, que no saliera de su casa, que
se cuidara de las corrientes de aire, la Carlota no pudo menos que relacionar
aquellas recomendaciones excepcionales con las amenazas de la
carta.
Eran las cinco de la tarde cuando el correo le llevó una nueva
carta anónima de la misma letra que la primera. Era muy breve. Decía
simplemente: "Está usted resfriada, si usted fuera razonable, comprendería
que es una locura que cante esta noche”
La Carlota rió con desdén, encogió sus hombros, que eran magníficas,
y lanzó dos o tres notas que la tranquilizaron.
Sus amigos fueron fieles a su promesa. Aquella noche estaban todos
en la Opera; pero fue en vano que buscaran a su alrededor a aquellos
feroces conspiradores que tenían encargo de combatir. Si se
exceptuaba a algunos profanos, algunos honrados burgueses, cuyas
caras plácidas no expresaban más deseos que volver a oír una música
que desde hacía mucho tiempo había conquistado sus sufragios, no
había más que los abonados, cuyas costumbres elegantes, pacificas y
correctas excluían toda idea de manifestación hostil. Lo único que
parecía anormal era la presencia de los señores Richard y Moncharmin
en el palco número 5. Los amigos de la Carlota pensaron que quizá los
señores directores habían temido, por su parte, cl escándalo proyectado,
y habían acudido a la sala para hacerlo cesar en cuanto estallara;
pero esta hipótesis no renta fundamento, porque los señores Richard y
Moncharmin estaban por completo entregados a su Fantasma.
Rien!... En vain j’interroge en une ardente veille
La Nature et le Créateur
Pas une voix ne glisse à mon oreille
Un mot consolateur!...
El célebre barítono Carolus Fonta acababa apenas de lanzar cl
primer llamado del doctor Fausto a las potencias infernales, cuando cl
señor Fermín Richard, que se había sentado en la propia silla del Fantasma
–la silla delantera de la derecha –, se inclinó de muy buen humor
hacia su socio y le dijo:
–Y a ti, ¿no te ha dicho nada al oído alguna voz?
–¡Esperemos! No nos apresuremos demasiado –respondió con el
mimo tono juguetón el señor Armando Moncharmin. La representación
acaba de empezar, y bien sabes que el Fantasma sólo llega a la mitad
del primer acto.
El primer acto pasó sin incidente, lo que no sorprendió a los amigos
de la Carlota, porque Margarita no canta en ese acto. En cuanto a
los dos directores, se miraron sonriendo al caer el telón.
–¡Y va uno! –dijo Moncharmin.
–Sí, el Fantasma esta noche se está demorando –declaró Fermín
Richard.
–Te encuentro algo pálido –prosiguió bromeando Moncharmin.
–¡Me estás confundiendo con Poligny! –replicó el audaz Richard.
–A propósito de Poligny..., me parece haberlo visto allá, en cl
primer palco de enfrente.
–¡No es posible!
Buscaron con la vista a Poligny, pero no lo encontraron. En cambio,
vieron en el palco situado al lado de aquel en que Moncharmin
creyera ver a Poligny un personaje que atraía la atención de toda la
sala. Al levantarse para ir a dar una vuelta por el escenario, porque el
primer entreacto iba a ser más largo que en general, a causa de un
decorado que hacía estrenar la nueva dirección, unos amigos entraron
en su palco y les dijeron que el personaje sobre el cual tenía puestos los
ojos toda la sala era el nuevo embajador de Persia, a quien nadie conocía
todavía. Pero agregaron que la curiosidad del público estaba menos
excitada por la presencia de aquel personaje, que por la de otro que era
conocido por todo París, y que Moncharmin y Richard no podían ignorar:
el persa. En una palabra, se miraba si cl embajador de Persia miraba
al persa.
El persa era un enigma viviente que comenzaba a inquietar a París.
No hablaba con nadie. No sonreía nunca. Parecía adorar la música,
puesto que asistía a todos los espectáculos de música y, sin embargo,
no se entusiasmaba, no aplaudía, no se exaltaba nunca.
He aquí en qué términos se expresó respecto del persa un antiguo
periodista, que fue secretario de la Opera:
"Hace ya muchos años arte se desliza por nuestra existencia parisiense,
siempre solo, siempre mudo, pero gastando y briscando la
multitud, paseando a la claridad del día o al brillo de las brees, una
mirada impasible, un andar algo vacilante, presentándose, en fin, en
todos los espectáculos, con su eterno traje, el bonete persa y una
enorme hopalanda negra en las vastas mangas de la cual sus manos
pálidas, perfectamente enervadas, se restriegan y restriegan sin cesar”
Aquella noche, como todas las noches, nuestro persa estaba, pues,
vestido de persa; pero el nuevo embajador estaba vestido a la última
moda parisiense, y esto no tiene nada de particular, porque llegaba en
tinca recta de Londres.
La butaca ocupada por el persa quedaba exactamente debajo del
palco del embajador. Al caer el telón, el persa se puso de pie, volviendo
la espalda al palco. Pero, en fin, acabaría por volverse. ¿Lo advertiría
el embajador? ¿Qué haría? ¿Lo reconocería? ¿Habría alguien en
Persia que conociera al persa? Se decía que era un gran personaje. Pues
bien: ¡iba a saberse ahora!...
No se supo nada. El señor Moncharmin relata en sus Memorias,
que el persa pasó delante del embajador de Persia sin saludarlo siquiera,
y que le pareció que en la actitud del primero había más altivez y
más tranquilo desdén que de ordinario. A este propósito escribe el
señor Moncharmin que el persa era un hombre hermosísimo, "de talla
mediana, rasgos regalares, cara varonil y expresiva, llena de intensa
melancolía, ojos negros, ardientes y tristes, barba de azabache, cutis
ambarino, dorado por los soles de Oriente". El señor Moncharmin
cuenta que mientras la atención general estaba fija en el persa, se oía
en toda la sala como un ruido discreto de llaves. Los espectadores se
protegían de la jettattura. Y no volvió a hablar de aquel incidente.
Cuando los directores estuvieron de nuevo solos en su palco, el
señor Moncharmin dijo al señor Richard, siempre en tono juguetón:
–En fin, la sala no parece esta noche demasiado mal compuesta
por ser "una sala maldita".
El señor Richard se dignó sonreír. Le indicó a su colaborador una
buena señora gruesa, bastante vulgar y vestida de negro, que estaba
sentada en una butaca en medio de la platea, teniendo a cada lado un
hombre de aspecto equivoco en sus levitas de paño raído.
–¿Qué gente es ésa? –preguntó Moncharmin.
–Esa gente es mi portera, su hermano y su marido.
–¿Les diste entradas?
–¡Sí!.. Mi portera no había venido nunca a la Opera... Es la primera
vez... Y como ahora va a venir todas las noches, he querido que
estuviera bien colocada antes de que su ocupación consista en acomodar
a los demás.
Moncharmin pidió explicaciones y Richard le dijo que había decidido
que durante algún tiempo su portera, en quien tenia la mayor
confianza, reemplazara a madame Giry. Sí, ésa era la reemplazante de
la vieja loca y ya se vería si con ella el palco número 5 continuaba
llamando la atención de todo el mundo.
–A propósito de madame Giry: te aviso que se va a presentar en
queja contra ti.
–¿Ante quién? ¿Ante el Fantasma?
–¡El Fantasma! Moncharmin lo había olvidado por completo.
Por lo demás, el misterioso personaje no hacía nada para hacerse
presente en la memoria de los señores directores. Ninguno de esos
ruidos que se hacen oír en las mesas giratorias y que, como todos saben,
son atribuidos a una intervención del más allá, resonaba contra o
en los tabiques, cielorrasos o pisos; el sillón en que estaba sentado el
señor Richard se comportaba lo más honestamente del mundo, y la
voz, la famosa voz, seguía siempre callada.
Los señores directores lo estaban comprobando, cuando la puerta
del palco se abrió bruscamente, dando paso al azorado director de
escena.
–¿Qué pasa? –le preguntaron los dos, estupefactos, al verle allí en
aquel momento.
–Lo que hay es que los amigos de Cristina Daaé han preparado un
complot contra la Carlota y que ésta está furiosa.
–¿Qué significa esta nueva historia? –dijo Richard frunciendo cl
cebo.
Pero el telón se levantaba sobre la escena de la kermesse y el director
le hizo seña al director de escena de que se retirara. Se iba a
ocupar de aquello dentro de un rato.
Cuando el director de escena se hubo marchado, Moncharmin le
dijo al oído a Richard:
–Entonces, ¿Daaé tiene amigos?
–Sí –dijo Richard, tiene.
–¿Quiénes son?
Richard indicó con la vista un palco de primera fila, en el que no
había más que dos hombres.
–¿El conde de Chagny?
–Me la ha recomendado tan calurosamente, que si no supiese que
es amigo de la Sorelli...
–¡Ta! ¡Ta! ¡Ta!... –murmuró Moncharmin.
–¿Quién es ese joven tan pálido que está sentado a su lado?
–Es su hermano, el vizconde.
–Haría mejor en irse a meter en cama. Parece que estuviera enfermo.
La escena retumbaba con alegres cánticos. La embriaguez en música.
Triunfo de las copas...
Vin ou bière
Bière ou vin.
Que mon Verre
Soil plein!
Estudiantes, burgueses, soldados, muchachas y matronas, con cl
corazón alegre, remolineaban delante de la taberna del dios Ruco.
Liebel hico su entrada.
Cristina Daaé estaba encantadora en travestí. Su fresca juventud,
su gracia melancólica, seducían a primera vista. Enseguida los partidarios
de la Carlota se imaginaron que iba a ser saludada por una ovación
que tos impondría de las intenciones de sus amigas. Aquella ovación
indiscreta hubiera sido, por lo demás, de una torpeza insigne.
No se produjo.
Por el contrario, cuando Margarita atravesó la escena y hubo
cantado los dos únicos versos de su papel en el segundo acto:
Non messieur, je suis demoiselle et belle.
Et je n'ai pas besoin, qu'on me donne la main!
Bravos estrepitosos acogieron a h Carlota. Aquello fue tan imprevisto
y tan inútil, que los que no estaban al cabo de nada, se miraron
preguntándose qué era lo que sucedía, y el acto acabó otra vez, sin
incidente alguno. Todos dijeron entonces: "La cosa va a ser, sin duda,
en el acto que viene".
Algunos que, según parece, estaban mejor informados, dijeron
que el "bochinche" se iba a producir al comenzar la "Coupe du roi de
Thulé" y se precipitaron hacia la entrada de los abonados, para ir a
prevenir a Carlota. En aquel momento, los señores Moncharmin y
Richard bajaban de su palco. Los bastidores estaban ya invadidos. Al
llegar al escenario se dirigieron inmediatamente a la derecha, hacia el
camarín de la Carlota, cuyas ventanas daban sobre el patio de la administración.
Fue entonces que se cruzaron con la Sorelli, que se dirigía a
hablar con el conde de Chagny antes de volver a su camarín.
Le hicieron una seña que comprendió, porque enseguida se separó
del conde y se reunió a los dos directores, quienes le pidieron que inquiriera
discretamente del conde qué podía saber de verdad de un complot
preparado contra la Carlota.
Mientras esperaban la respuesta de la Sorelli, entraron en el camarín
de la Carlota. El camarín estaba lleno de amigos y camaradas, y
por encima de todas las voces sobresalía la de la Carlota, que profería
mil amenazas contra Daaé.
De origen español, Carlota había conservado un acento de sabor
muy particular, y cuando algún sentimiento excesivo, como la cólera,
precipitaba sus palabras, se expresaba de una manera tal, que los que la
oían no podían dejar de sonreír. Así es que a pesar de la gravedad de la
situación, aquella noche se sonreía en cl camarín de la Carlota.
Los dos directores se aproximaron a la artista, que estaba colocando
sobre su magnifica cabellera, más negra que la noche, orgullo de
su poseedora, otra cabellera, no menos magnífica, más rubia que la
aurora. Era la peluca con dos largas trenzas de la dulce Margarita. El
brillo de los ojos de azabache de la Carlota resaltaba más todavía en
aquel marco "dorado". Se puso de pie cuando vio entrar a "aquellos
señores", y poniéndose una mano sobre el corazón, protestó su adhesión
a la nueva dirección, con una vehemencia tal, que los señores
Moncharmin y Richard se habrían conmovido hasta las lágrimas si
hubieran podido entender algo de aquella sorprendente jerigonza. Por
último, les entregó un papel, cuya letra, escrita con tinta roja, tuvo el
don de interesar prodigiosamente a los dos directores. Poco trabajo les
costó reconocerla.
–¡F. de la O!.. ¡Siempre F. de la O!.. –exclamó el señor Richard
con gran satisfacción de la artista, y tomó cl sobre que ella le extendía.
La carta había sido también echada en la sucursal del correo del bulevar
de los Capuchinos, a dos pasos del domicilio de los antiguos directores.
Sin decir una palabra más se retiraron. El señor Richard
estaba furioso y persuadido de que los señores Debienne y Poligny
querían ponerlos en ridículo. Lista idea se había arraigado en su espíritu,
cuando, habiendo subido a su despacho con el señor Moncharmin,
su secretario particular, cl señor Remy, le entregó un diario de la tarde
que publicaba una interviú, en la que cl señor Debienne daba a entender
que hubiera preferido quebrar en su gestión en la Opera antes que
hacer fortuna en ella conduciéndose "comme un marchand de soue". El
señor Richard se dio por aludido en aquella frase sin razón alguna,
viendo una relación entre aquel personaje y un articulo aparecido en la
anterior fecha en el mismo periódico, en el que les reprochaba a los
nuevos directores que no ensayaran nada interesante, se redujeran a los
antiguos programas y se condujeran, en fin, con parsimonia. Temblando
con una cólera apenas contenida, se volvió hacia Moncharmin y
declaró a boca de jarro a su asociado que le encontraba una expresión
demasiado plácida para estar pasando por momentos como aquélla.
–¿Y qué es lo que pasa? –preguntó tranquilamente Moncharmin.
¿Es el F. de la O. que lo pone en ese estado?
–¿Y qué tiene que hacer el Fantasma? –replicó Richard furioso.
¿No ve usted que es Debienne y Poligny que se están burlando de
nosotros? ¡Que han organizado una campaña de prensa en cl exterior,
un complot en el interior, y que nos están creando mil fastidios!... ¡Me
río de su fantasma!
El señor Moncharmin iba a protestar contra la petición de su asociado
de atribuirle la exclusiva propiedad del Fantasma, cuando se
abrió la puerta del despacho directorial y la Sorelli entró.
Moncharmin se puso enseguida el monóculo, en honor de las famosas
piernas enguantadas de aquella señorita; pero Richard lo trajo a
la conciencia real de la situación que, según la Sorelli, era más grave
de lo que se podía suponer.
Afirmó, ante todo, que el conde de Chagny harta en adelante caso
omiso de Cristina Daaé. Hizo esta declaración con tanta más premura,
cuanto que no había dejado de saber que el conde hablaba con entusiasmo
del talento de aquella muchacha. Pero este entusiasmo había
pasado. En resumen, el conde no había consentido en ocuparse de ella
un instante, sino cediendo a las instancias de su hermano, el joven
vizconde, a quien Daaé le había inspirado unos sentimientos muy ridículos.
El conde veía ahora de muy mal ojo las asiduidades de su hermano
para con Cristina. Se lo había observado, según había creído
entender la Sorelli, pero cl vizconde no le había hecho caso, lo que, sin
duda, debió apesadumbrar mucho al conde. En cuanto al complot, el
conde no había negado que la Daaé, a quien creta una muchacha hipócrita
y muy artista, fuera capaz de enredar en semejante aventura a su
hermano, que era un muchacho ingenuo y generoso. La Sorelli no salió
del despacho directorial sin recomendarles a aquellos señores, la mayor
discreción sobre el "horrible secreto" que acababa de confiarles, porque,
si el conde llegaba a saber que había abusado de aquella manera
de su confianza, transmitiendo opiniones suyas, que debían ser olvidadas
tan pronto como hablan sido oídas, no se lo perdonarla en su vida.
Dicho esto se retiró y se dirigió al foyer de la danza. La finanza,
la nobleza, las letras, el periodismo bulevardero, la política, representada
por un diputado de la izquierda, dos senadores de la derecha y
algunos secretarios privados de ministros, cuchicheaban, retan, charlaban
alrededor de las más bellas piernas de nuestra Academia Nacional
de Música. Algunas corifeas, levantando con la mano su falda de tul,
después de haberle echado una ojeada al espejo, hacían una carrera de
puntas con la boca fruncida e iban a caer junto al grupo en que Meg
Giry contaba con amargura la deprimente aventura que le había tocado
vivir aquella misma mañana a su noble madre en el despacho directorial.
Naturalmente, como todos, había notado que los señores Richard y
Moncharmin asistían a la representación desde el palco número 5,
causa furiosa del deshonor de madame Giry y de la desesperación de
su hija; la confidencia de Meg tuvo el mayor éxito y otra ver más no se
habló sino del Fantasma y de su palco, mientras que aquellas señoritas
hacían cuernos con los dedos.
De pronto hubo un gran rumor y estallidos de ruidosas carcajadas.
Era la pequeña James, que acompañada de sus camaradas "Pico bailarín"
y "Pierna de hierro", hacían su entrada en el foyer. Las tres se
apoyaban en muletas que hablan ido a buscar al depósito de los accesorios.
Armadas de aquella manera desafiaban al Fantasma y sus maleficios,
porque era capaz de todo, según decían ellas, y había tenido la
audacia de robar a César, el caballo blanco del "Prophête", en las propias
narices del señor Lachenal, que estaba enfermo del disgusto.
Al conocer aquella nueva proeza del Fantasma, el pequeño batallón
de las bailarinas asustadas quiso tocar la madera de las muletas, y
la misma Sorelli no pudo resistir a aquella supersticiosa tentación antes
de ir a reunirse con el conde Chagny, que estaba en un rincón, solitario
y muy preocupado. ¿Preveía ya que la inclinación amorosa de su hermano
por la Daaé –inclinación que en un principio lo habla divertido –
se iba a convertir en una pasión avasalladora? Pero, ¿dónde estaba el
vizconde? Apoyado contra un portante de decoración que acababan de
colocar, entre una figuranta melancólica y "lancha" del cuerpo de baile
que, a la vez que comía nucas se dejaba cortejar, lejos de su madre, por
un galante anciano, estaba esperando el paso de Cristina. No dobla
tardar en llegar, puesto que cantando cl papel de Sichel, tenía que encontrarse
en escena antes de que se levantase el telón.
Precisamente llegaba y pasó a su lado sin verlo o haciendo como
si no lo hubiese visto. A su paso se produjeron algunos cuchicheos
hostiles proferidos por amigos de la Carlota, pero pareció también que
no los oía.
El vizconde volvió la cabeza, exhalando un profundo suspiro.
Entonces notó a los dos directores que lo miraban hablándose al oído.
Se imaginó que se mofaban de su amor. Se sonrojó y se marchó. Los
directores se retiraron también de la escena y se dirigieron al palco
número 5. Lo primero que vieron al entrar en la repico del antepecho,
fue una caja de bombones ingleses. ¿Quién la había puesto allí? Nadie
pudo decirlo; y enseguida, al volver a entrar al palco, encontraron junto
a la caja de bombones ingleses unos gemelos. Se miraron recíprocamente.
No tenían ganas de reír. Todo lo que les había dicho madame
Giry les volvía a la memoria..., y, además... además... les pareció que
había alrededor de ellos algo como una extraña corriente de aire... Se
sentaron en silencio.
La escena representaba el jardín de Margarita...
Faitez-lui mes avetux
Portez mes voeux...
Al cantar estos dos primeros versos con el ramo de lilas y rosas
en la mano, Cristina, al levantar la cabeza, notó en su palco al vizconde
de Chagny, y desde aquel momento su voz pareció menos segura,
menos pura, menos cristalina que de costumbre. Algo que no se sabía
qué sería velaba su canto... Se notaba algo como un temblor y un miedo
disimulado.
–Curiosa chica –observó casi en alta voz un amigo de la Carlota
que estaba en la platea. La otra noche estaba divina y ahora parece que
balbucea. ¡Ni método ni experiencia!
C'est en vous fue j’ai foi
Parlez pour moi.
El vizconde escondió la cabeza cofre las manos: Lloraba. El conde,
situado detrás de él, se mordía nerviosamente las puntas de los
bigotes, se encogía de hombros y fruncía el ceño. Para que tradujera
por medio de tantos signos exteriores sus sentimientos íntimos, el conde,
ordinariamente tan correcto y tan fino, debía estar furioso. Lo estaba.
Había visto volver a su hermano de un rápido y misterioso viaje en
un estado de salud alarmante. Las explicaciones que después le diera
no habían tenido, sin duda, la virtud de tranquilizar al conde, cl cual,
descoso de saber a qué atenerse, quiso tener una entrevista con Cristina
Daaé. Esta había tenido la audacia de contestarle que no podía recibirlo
ni a él ni a su hermano. Pensó que aquello era un cálculo perverso. No
le perdonaba a Cristina que hiciera sufrir a Raúl, pero menos le perdonaba
a Raúl que sufriera por Cristina. ¡Ah! ¡Qué mal había hecho en
interesarse por aquella muchacha cuyo triunfo de una noche seguía
siendo incomprensible para todos!
Que la fleur sur sa bouche
Sache nu moins déposer
Un doux baiser.
–¡Pequeña intrigante! –murmuró sordamente el conde.
Y se preguntó qué quería..., qué podía pretender... Decían que era
honesta, que no lenta ningún amigo ni protector... ¡Aquel ángel del
Norte debía ser muy astuto!
Raúl, con los ojos cubiertos por las manos, cortina que exultaba
sus lágrimas de niño, no pensaba más que en la carta que había recibido
al llegar a Pares, adonde Cristina llegara antes que él, pues huyó de
Perros como una ladrona: "Mi antiguo y querido amiguito: Es preciso
que tenga cl valor de no volver a verme, de no hablarme más... Si me
quiere un poco, bógalo por rol, por m, que no lo olvidaré nunca.. Mi
querido Raúl... Sobre todo no penetre jamás en mi camarín. Va en ello
mi vida. Y también la suya. Su pequeña Cristina”
Un trueno de aplausos... Es la Carlota que hace su entrada.
Je voudrais bien savoir
Quel était ce jeune homme
Si c'est un grand seigneur;
Et comment il se nomme.
El acto del jardín se iba desarrollando con sus peripecias acostumbradas.
Nada, ni en la escena, ni en la sala, ni en el palco, venía a
interrumpir cl orden del espectáculo.
Cuando Margarita hubo acabado de cantar cl aria del rey de Thulé,
se la aclamó, y se la aclamó también en el aria de las joyas:
Oh! je ris de me voir
Si belle en ce miroir
Ahora, ya segura de sí, de sus amigos, segura de su voz y de su
éxito, no temiendo ya nada, la Carlota se entregó por tolero, con ardor,
con entusiasmo, con embriaguez. Su juego escénico no tuvo ninguna
contención ni ningún pudor. Aquella no era Margarita. Era Carmen.
Los aplausos arreciaron y su dúo con Fausto parecía prepararle un
nuevo éxito, cuando de pronto se produjo algo espantoso.
Fausto estaba arrodillado:
Laisse-moi, laisse-moi contempler ton visage
sous la pâle clarté
Dont I'astre de la nuit, comme dans un nuage
Caresse ta beauté.
Y Margarita respondía:
O Silence! O bonheur inefable mystere!
Enivrante langeur!
I'ecoute... Et je comprends cette voix solitaire!
Qui chante dans mon coeur!
En aquel momento, pues... en aquel momento preciso... se produjo
algo... he dicho algo espantoso
...La sala se puso de pie en un solo movimiento. Los dos directores
en su palco no pudieron contener una exclamación de horror...
Espectadores y espectadoras se miraron los unos a los otros como
preguntándose la explicación de algo tan inesperado... La cara de la
Carlota expresa cl dolor más atroz, sus ojos parecen extraviados por la
locura. La pobre mujer se yergue, habiendo acabado de dejar exhalar
"aquella voz solitaria que cantaba un corazón". Pero aquella voz solitaria
ya no cantaba... no se atrevía a emitir una palabra, un sonido.
De aquella boca se acababa de escapar...
¡Un gallo!
¡Ah! ¡Increíble, odioso y cacareante gallo!
¿Cómo había podido meterse en aquella laringe para de pronto
saltar revoloteando las alas y dejar estupefacta a la sala?
La Carlota no quería dar crédito ni a su garganta ni a sus oídos.
Un rayo que hubiera caldo a sus pies la hubiese sorprendido menos que
aquel odioso gallo que acababa de salir de su boca.
Un rayo no la hubiese deshonrado. Mientras que es cosa sabida
que un gallo agazapado en la garganta de una cantante la deshonra
siempre. Algunas han muerto de eso.
¡Quién hubiese creído aquello!... Estaba cantando tan tranquila,
tan sin esfuerzo, como si hubiera estado diciendo: ¿Cómo está usted,
señor?
No se puede negar que hay cantantes presuntuosas, que cometen
el grave error de no medir sus fuerzas, y que, con la débil voz que Dios
les ha dado, quieren conseguir efectos excepcionales y lanzar notas que
les están vedadas. Entonces el Cielo, para castigar su arrogancia, les
mete en la boca, sin que ellas lo puedan evitar, un gallo. Nadie ignora
esto. Pero nadie podía admitir que una Carlota, que lenta por lo menos
dos octavas en la voz, tuviese, además, un gallo. No se podían olvidar
sus "contra-fa" estridentes, sus "staccati" inauditos en la "Flauta mágica".
Se recordaba el "Don Juan", en el que ella, Lucia Elvira, consiguió
el más ruidoso triunfo, cierta noche, dando el sí bemol que no podía
alcanzar su camarada doña Anna. ¿Entonces? Realmente, ¿qué significaba
aquel gallo al final de aquella apacible, tranquila frase suspirada?
Aquello no era natural. Allí había un sortilegio. Aquel gallo olía a
catástrofe. ¡Pobre, desesperada, anonadada Carlota!...
En la sala el rumor crecía. Si a otra que no fuera Carlota le hubiese
ocurrido semejante percance, la habrían silbado. Pero con aquella
artista, cuyo perfecto instrumento era conocido, no habla cólera, pero sí
consternación y espanto. Un espanto parecido debieron sentir los que
vieron romperse los brazos de la Venus de Mito, pero que podrían
adivinar el golpe fatal y comprender.
Pero ¿en este caso? Aquel gallo era incomprensible. Y tanto así
que después de haber pasado algunos segundos preguntándose si en
verdad ella había oído salir de su boca aquella nota –¿podría llamarse
nota aquel chiIlido? –la Carlota acabó por persuadirse que había sido
una ilusión de su oído y no una criminal traición de su órgano vocal...
Giró la vista a su alrededor como buscando un refugio, una protección
o más bien la confirmación espontánea de la inocencia de su
voz. Sus dedos crispadas se dirigieron a su garganta en un ademán de
protesta y de defensa. ¡No! ¡No! aquel gallo no lo había lanzado ella. Y
parecía que cl propio tenor fuera de aquel parecer, porque la miraba
con una expresión inenarrable de estupefacción infantil y gigantesca.
Porque, en fin, él estaba a su lado. No se le habla separado. ¡Quizás él
pudiera decirle cómo había sucedido aquello! No, no podía. Sus ojos
estaban estúpidamente clavados en la boca de la Carlota como los de
los niños chicos sobre el sombrero inagotable del prestidigitador. ¡Cómo
era posible que una boca tan pequeña hubiese podido contener
semejante gallo!
Todo eso el gallo, la emoción, el terror, los rumores de la sala, la
confusión del escenario y de los bastidores, todo eso que he descrito
detallándolo, duró apenas algunos segundos.
Algunos segundos atroces, que parecieron sobre todo interminables
a los directores, allá arriba, en el palco número 5.
Moncharmin y Richard estaban muy pálidos. Aquel episodio
inaudito e inexplicable los llenaba de una angustia tanto más misteriosa
cuanto que desde hacía un instante estaban bajo la influencia del Fantasma.
Habían sentido su aliento. Algunos pelos de Moncharmin se habían
erizado bajo aquel soplo... y Richard se habla pasado el pañuelo
por la frente sudorosa... ¡Sí, estaba allí, alrededor de ellos, al lado de
ellos, lo sentían sin verlo!... ¡Oían su respiración..., y tan cerca, tan
cerca de ellos! Se sabe cuando alguien está presente... Pues ahora tenían
esa sensación... Estaban seguros de que eran tres en el palco...
Estaban trémulos... Tenían ganas de huir... No se atrevían... No se
atrevían a hacer un movimiento, cambiar una palabra que le hubiera
podido hacer comprender al Fantasma que ellos sabían que estaba allí.
¿Qué iba a suceder? ¿Qué iba a producirse de allí en más?
¡Se produjo el gallo! Por encima de todos los ruidos de la sala se
oyó su doble exclamación de horror. Se sentían los golpes del Fantasma.
Inclinados en el borde del palco miraban a la Carlota como si no la
reconocieran. Aquella mujer del infierno debía haber dado con un gallo
la señal de alguna catástrofe. ¡Ah!
¡La catástrofe era inevitable! ¡El Fantasma se la había prometido!
¡La sala estaba maldita! El doble pecho directorial jadeaba bajo el peso
de la catástrofe. Se oía la voz sofocada de Richard que le gritaba a la
Carlota:
–¡Pero siga, pues!
–¡No! La Carlota no continuó... ¡Cómo volver a cantar con bravura,
heroicamente, el verso fatal al final del cual había aparecido el
gallo!
Un silencio espantoso sucedía a todos los ruidos. Sello la voz de
la Carlota llenó de nuevo la nave sonora.
J’écoute...
La sala entera también escucha.
...et je comprends cett voix solitaire (gallo);
...qui chante dans mon... (¡¡gallo!!)
La sala estalló en un prodigioso tumulto. Los dos directores,
vueltos a desplomarse en sus butacas, no se atreven ni a mirarse; no
tienen fuerzas ni para eso. El Fantasma les reta en la nuca. Y, por fin,
oyeron claramente en el oído derecho aquella voz imposible, la voz sin
boca que les decía:
–¡Ha cantado esta noche como para hacer desplomar la araña!
Con un movimiento simultáneo levantaron la mirada hacia cl techo
y lanzaron un grito terrible. La araña, la inmensa masca de la araña
se deslizaba, venia hacia ellos al llamado de aquella voz satánica. Desprendida
de sus poleas, la araña se precipitaba desde lo alto de la sala y
venía a estrellarse en el centro de la platea en medio de mil clamores.
Fue aquello un púnico, un sálvese quien pueda general. No tengo el
propósito de hacer revivir aquí una hora histórica. Los curiosos pueden
consultar los diarios de la época. Hubo varios heridos y una muerta. La
araña fue a caer sobre la cabeza de la desgraciada que había ido esa
noche por primera vez en su vida a la Opera, sobre aquella a quien el
señor Richard habla designado como reemplazante de madame Giry en
sus funciones de acomodadora, ¡de acomodadora del Fantasma! Murió
en el acto y al otro día un diario publicaba este título: “Doscientos mil
kilogramos sobre la cabeza de una portera”. Esa fue su oración fúnebre.
_
se dejara intimidar", agregaba.
La verdad es que habla cábala; pero ésta era dirigida por la Carlota
contra la pobre Cristina, que no lo sospechaba. La Carlota no le
había perdonado a Cristina el triunfo que ésta había obtenido, reemplazándola
de improviso.
Cuando al despertar al día siguiente supo la acogida que le había
hecho el público a su reemplazante, la Carlota se sintió instantáneamente
curada de un principio de bronquitis y de un acceso de enojo
contra la administración, y no mostró la menor veleidad de querer
abandonar su puesto. Desde aquel momento trabajó con todas sus fuerzas
por "reventar" a su rival, haciendo incluir a sus amigos cerca de los
directores para que no le dieran ocasión de un nuevo triunfo a Cristina.
Algunos diarios, que habían empezado a ensalzar el talento de Cristina,
no se ocuparon más que de la gloria de la Carlota. En fin, en el propio
teatro la diva decía de Cristina las frases más ultrajantes y trataba de
causar mil pequeños agravios.
La Carlota no tenía alma ni entrañas, ¡Sólo era un instrumento!
Un maravilloso instrumento, no cabe duda. Su repertorio comprendía
rudo lo que puede tentar la ambición de una gran artista, tanto en los
maestros alemanes como en los italianos y los franceses. Nunca hasta
aquel día se le había oído a la Carlota desafinar ni carecer del volumen
de voz necesario para la traducción de un pasaje de su inmenso repertorio.
En una palabra, cl instrumento era extenso, poderoso y de una
exactitud admirable. Pero nadie le hubiera podido decir a la Carlota lo
que Rossini le dijera a la Krauss, después de haberla oído cantar para él
en alemán: "¡Cantas con el alma, hija mía, y tu alma es bella!"
Es que hay, en efecto, en todas las artes y en cl arte del canto especialmente,
un cierto lado exterior material que se dirige más bien a
los sentidos que al alma. Ese es cl lado que domina un instante a las
multitudes ignorantes, pero es también aquél que le da menos gloria y
le asegura menos su brillo. Las voces que no son más que voces se
marchitan pronto, y es justo que no duren, porque pronto cansan también
al auditorio que pudieran sorprender en el primer momento. Yo no
he sido cl que ha descubierto esto, y todo el mundo está de acuerdo en
que a las voces acompañadas por un alma y un estilo pertenecen los
éxitos duraderos. ¿Dónde estaba tu alma, Carlota, cuando bailabas en
las tabernas de Barcelona'? ¿Dónde cuando más tarde, en París, cantabas
en oscuras tablados tus cínicas coplas de bacante de café-concert?
¡Oh, Carlota, si hubieras tenido un alma y la hubieses extraviado, entonces
la hubieras vuelto a encontrar al convertirte en Julieta, en Elvira,
en Ofelia y en Margarita! Otras han ascendido todavía desde mías bajo
que tú, y cl arte, ayudado por clamor, las ha purificado.
En realidad, cuando pienso en todas las pequeñeces, todas las bajezas
que Cristina Daaé tuvo que sufrir en aquella época, por parte de
aquella Carlota, no puedo contener mi enojo, y no me sorprende que
mi indignación se traduzca en reflexiones algo vastas sobre cl arte en
general, y sobre el canto en particular, que no serán del agrado de los
admiradores de la Carlota.
Cuando la diva hubo concluido de pensar en la amenaza que encerraba
la extraña carta que acababa de recibir, se levantó:
–¡Ya verán quién soy yo! –dijo.
Y pronunció en español algunos juramentos con expresión decidida.
La Carlota era muy supersticiosa. Lo primero que vio al asomar
las narices ala ventana fue un carro fúnebre. El carro fúnebre y la carta
la persuadieron de que correría aquella noche los más graves peligros.
Reunió en su casa a la vanguardia y la retaguardia de sus amigos, les
dijo que estaba amenazada para aquella noche por un complot organizado
por Cristina Daaé, y que era preciso hacerle frente a aquella pequeña
intrigante, llenando la sala con admiradores suyos. Contaba con
ellos para que estuvieran listos a todo evento, e hicieran callar a los
alborotadores, si, como lo temía, se desencadenaba el escándalo.
El secretario particular del señor Richard, al ir a preguntar por la
salud de la divo, marchó con la seguridad de que estaba en perfecta
salud y de que "aun muriéndose" cantarla aquella noche en el papel de
Margarita. Como el secretario le recomendara de parte de su jefe que
no fuera a cometer ninguna imprudencia, que no saliera de su casa, que
se cuidara de las corrientes de aire, la Carlota no pudo menos que relacionar
aquellas recomendaciones excepcionales con las amenazas de la
carta.
Eran las cinco de la tarde cuando el correo le llevó una nueva
carta anónima de la misma letra que la primera. Era muy breve. Decía
simplemente: "Está usted resfriada, si usted fuera razonable, comprendería
que es una locura que cante esta noche”
La Carlota rió con desdén, encogió sus hombros, que eran magníficas,
y lanzó dos o tres notas que la tranquilizaron.
Sus amigos fueron fieles a su promesa. Aquella noche estaban todos
en la Opera; pero fue en vano que buscaran a su alrededor a aquellos
feroces conspiradores que tenían encargo de combatir. Si se
exceptuaba a algunos profanos, algunos honrados burgueses, cuyas
caras plácidas no expresaban más deseos que volver a oír una música
que desde hacía mucho tiempo había conquistado sus sufragios, no
había más que los abonados, cuyas costumbres elegantes, pacificas y
correctas excluían toda idea de manifestación hostil. Lo único que
parecía anormal era la presencia de los señores Richard y Moncharmin
en el palco número 5. Los amigos de la Carlota pensaron que quizá los
señores directores habían temido, por su parte, cl escándalo proyectado,
y habían acudido a la sala para hacerlo cesar en cuanto estallara;
pero esta hipótesis no renta fundamento, porque los señores Richard y
Moncharmin estaban por completo entregados a su Fantasma.
Rien!... En vain j’interroge en une ardente veille
La Nature et le Créateur
Pas une voix ne glisse à mon oreille
Un mot consolateur!...
El célebre barítono Carolus Fonta acababa apenas de lanzar cl
primer llamado del doctor Fausto a las potencias infernales, cuando cl
señor Fermín Richard, que se había sentado en la propia silla del Fantasma
–la silla delantera de la derecha –, se inclinó de muy buen humor
hacia su socio y le dijo:
–Y a ti, ¿no te ha dicho nada al oído alguna voz?
–¡Esperemos! No nos apresuremos demasiado –respondió con el
mimo tono juguetón el señor Armando Moncharmin. La representación
acaba de empezar, y bien sabes que el Fantasma sólo llega a la mitad
del primer acto.
El primer acto pasó sin incidente, lo que no sorprendió a los amigos
de la Carlota, porque Margarita no canta en ese acto. En cuanto a
los dos directores, se miraron sonriendo al caer el telón.
–¡Y va uno! –dijo Moncharmin.
–Sí, el Fantasma esta noche se está demorando –declaró Fermín
Richard.
–Te encuentro algo pálido –prosiguió bromeando Moncharmin.
–¡Me estás confundiendo con Poligny! –replicó el audaz Richard.
–A propósito de Poligny..., me parece haberlo visto allá, en cl
primer palco de enfrente.
–¡No es posible!
Buscaron con la vista a Poligny, pero no lo encontraron. En cambio,
vieron en el palco situado al lado de aquel en que Moncharmin
creyera ver a Poligny un personaje que atraía la atención de toda la
sala. Al levantarse para ir a dar una vuelta por el escenario, porque el
primer entreacto iba a ser más largo que en general, a causa de un
decorado que hacía estrenar la nueva dirección, unos amigos entraron
en su palco y les dijeron que el personaje sobre el cual tenía puestos los
ojos toda la sala era el nuevo embajador de Persia, a quien nadie conocía
todavía. Pero agregaron que la curiosidad del público estaba menos
excitada por la presencia de aquel personaje, que por la de otro que era
conocido por todo París, y que Moncharmin y Richard no podían ignorar:
el persa. En una palabra, se miraba si cl embajador de Persia miraba
al persa.
El persa era un enigma viviente que comenzaba a inquietar a París.
No hablaba con nadie. No sonreía nunca. Parecía adorar la música,
puesto que asistía a todos los espectáculos de música y, sin embargo,
no se entusiasmaba, no aplaudía, no se exaltaba nunca.
He aquí en qué términos se expresó respecto del persa un antiguo
periodista, que fue secretario de la Opera:
"Hace ya muchos años arte se desliza por nuestra existencia parisiense,
siempre solo, siempre mudo, pero gastando y briscando la
multitud, paseando a la claridad del día o al brillo de las brees, una
mirada impasible, un andar algo vacilante, presentándose, en fin, en
todos los espectáculos, con su eterno traje, el bonete persa y una
enorme hopalanda negra en las vastas mangas de la cual sus manos
pálidas, perfectamente enervadas, se restriegan y restriegan sin cesar”
Aquella noche, como todas las noches, nuestro persa estaba, pues,
vestido de persa; pero el nuevo embajador estaba vestido a la última
moda parisiense, y esto no tiene nada de particular, porque llegaba en
tinca recta de Londres.
La butaca ocupada por el persa quedaba exactamente debajo del
palco del embajador. Al caer el telón, el persa se puso de pie, volviendo
la espalda al palco. Pero, en fin, acabaría por volverse. ¿Lo advertiría
el embajador? ¿Qué haría? ¿Lo reconocería? ¿Habría alguien en
Persia que conociera al persa? Se decía que era un gran personaje. Pues
bien: ¡iba a saberse ahora!...
No se supo nada. El señor Moncharmin relata en sus Memorias,
que el persa pasó delante del embajador de Persia sin saludarlo siquiera,
y que le pareció que en la actitud del primero había más altivez y
más tranquilo desdén que de ordinario. A este propósito escribe el
señor Moncharmin que el persa era un hombre hermosísimo, "de talla
mediana, rasgos regalares, cara varonil y expresiva, llena de intensa
melancolía, ojos negros, ardientes y tristes, barba de azabache, cutis
ambarino, dorado por los soles de Oriente". El señor Moncharmin
cuenta que mientras la atención general estaba fija en el persa, se oía
en toda la sala como un ruido discreto de llaves. Los espectadores se
protegían de la jettattura. Y no volvió a hablar de aquel incidente.
Cuando los directores estuvieron de nuevo solos en su palco, el
señor Moncharmin dijo al señor Richard, siempre en tono juguetón:
–En fin, la sala no parece esta noche demasiado mal compuesta
por ser "una sala maldita".
El señor Richard se dignó sonreír. Le indicó a su colaborador una
buena señora gruesa, bastante vulgar y vestida de negro, que estaba
sentada en una butaca en medio de la platea, teniendo a cada lado un
hombre de aspecto equivoco en sus levitas de paño raído.
–¿Qué gente es ésa? –preguntó Moncharmin.
–Esa gente es mi portera, su hermano y su marido.
–¿Les diste entradas?
–¡Sí!.. Mi portera no había venido nunca a la Opera... Es la primera
vez... Y como ahora va a venir todas las noches, he querido que
estuviera bien colocada antes de que su ocupación consista en acomodar
a los demás.
Moncharmin pidió explicaciones y Richard le dijo que había decidido
que durante algún tiempo su portera, en quien tenia la mayor
confianza, reemplazara a madame Giry. Sí, ésa era la reemplazante de
la vieja loca y ya se vería si con ella el palco número 5 continuaba
llamando la atención de todo el mundo.
–A propósito de madame Giry: te aviso que se va a presentar en
queja contra ti.
–¿Ante quién? ¿Ante el Fantasma?
–¡El Fantasma! Moncharmin lo había olvidado por completo.
Por lo demás, el misterioso personaje no hacía nada para hacerse
presente en la memoria de los señores directores. Ninguno de esos
ruidos que se hacen oír en las mesas giratorias y que, como todos saben,
son atribuidos a una intervención del más allá, resonaba contra o
en los tabiques, cielorrasos o pisos; el sillón en que estaba sentado el
señor Richard se comportaba lo más honestamente del mundo, y la
voz, la famosa voz, seguía siempre callada.
Los señores directores lo estaban comprobando, cuando la puerta
del palco se abrió bruscamente, dando paso al azorado director de
escena.
–¿Qué pasa? –le preguntaron los dos, estupefactos, al verle allí en
aquel momento.
–Lo que hay es que los amigos de Cristina Daaé han preparado un
complot contra la Carlota y que ésta está furiosa.
–¿Qué significa esta nueva historia? –dijo Richard frunciendo cl
cebo.
Pero el telón se levantaba sobre la escena de la kermesse y el director
le hizo seña al director de escena de que se retirara. Se iba a
ocupar de aquello dentro de un rato.
Cuando el director de escena se hubo marchado, Moncharmin le
dijo al oído a Richard:
–Entonces, ¿Daaé tiene amigos?
–Sí –dijo Richard, tiene.
–¿Quiénes son?
Richard indicó con la vista un palco de primera fila, en el que no
había más que dos hombres.
–¿El conde de Chagny?
–Me la ha recomendado tan calurosamente, que si no supiese que
es amigo de la Sorelli...
–¡Ta! ¡Ta! ¡Ta!... –murmuró Moncharmin.
–¿Quién es ese joven tan pálido que está sentado a su lado?
–Es su hermano, el vizconde.
–Haría mejor en irse a meter en cama. Parece que estuviera enfermo.
La escena retumbaba con alegres cánticos. La embriaguez en música.
Triunfo de las copas...
Vin ou bière
Bière ou vin.
Que mon Verre
Soil plein!
Estudiantes, burgueses, soldados, muchachas y matronas, con cl
corazón alegre, remolineaban delante de la taberna del dios Ruco.
Liebel hico su entrada.
Cristina Daaé estaba encantadora en travestí. Su fresca juventud,
su gracia melancólica, seducían a primera vista. Enseguida los partidarios
de la Carlota se imaginaron que iba a ser saludada por una ovación
que tos impondría de las intenciones de sus amigas. Aquella ovación
indiscreta hubiera sido, por lo demás, de una torpeza insigne.
No se produjo.
Por el contrario, cuando Margarita atravesó la escena y hubo
cantado los dos únicos versos de su papel en el segundo acto:
Non messieur, je suis demoiselle et belle.
Et je n'ai pas besoin, qu'on me donne la main!
Bravos estrepitosos acogieron a h Carlota. Aquello fue tan imprevisto
y tan inútil, que los que no estaban al cabo de nada, se miraron
preguntándose qué era lo que sucedía, y el acto acabó otra vez, sin
incidente alguno. Todos dijeron entonces: "La cosa va a ser, sin duda,
en el acto que viene".
Algunos que, según parece, estaban mejor informados, dijeron
que el "bochinche" se iba a producir al comenzar la "Coupe du roi de
Thulé" y se precipitaron hacia la entrada de los abonados, para ir a
prevenir a Carlota. En aquel momento, los señores Moncharmin y
Richard bajaban de su palco. Los bastidores estaban ya invadidos. Al
llegar al escenario se dirigieron inmediatamente a la derecha, hacia el
camarín de la Carlota, cuyas ventanas daban sobre el patio de la administración.
Fue entonces que se cruzaron con la Sorelli, que se dirigía a
hablar con el conde de Chagny antes de volver a su camarín.
Le hicieron una seña que comprendió, porque enseguida se separó
del conde y se reunió a los dos directores, quienes le pidieron que inquiriera
discretamente del conde qué podía saber de verdad de un complot
preparado contra la Carlota.
Mientras esperaban la respuesta de la Sorelli, entraron en el camarín
de la Carlota. El camarín estaba lleno de amigos y camaradas, y
por encima de todas las voces sobresalía la de la Carlota, que profería
mil amenazas contra Daaé.
De origen español, Carlota había conservado un acento de sabor
muy particular, y cuando algún sentimiento excesivo, como la cólera,
precipitaba sus palabras, se expresaba de una manera tal, que los que la
oían no podían dejar de sonreír. Así es que a pesar de la gravedad de la
situación, aquella noche se sonreía en cl camarín de la Carlota.
Los dos directores se aproximaron a la artista, que estaba colocando
sobre su magnifica cabellera, más negra que la noche, orgullo de
su poseedora, otra cabellera, no menos magnífica, más rubia que la
aurora. Era la peluca con dos largas trenzas de la dulce Margarita. El
brillo de los ojos de azabache de la Carlota resaltaba más todavía en
aquel marco "dorado". Se puso de pie cuando vio entrar a "aquellos
señores", y poniéndose una mano sobre el corazón, protestó su adhesión
a la nueva dirección, con una vehemencia tal, que los señores
Moncharmin y Richard se habrían conmovido hasta las lágrimas si
hubieran podido entender algo de aquella sorprendente jerigonza. Por
último, les entregó un papel, cuya letra, escrita con tinta roja, tuvo el
don de interesar prodigiosamente a los dos directores. Poco trabajo les
costó reconocerla.
–¡F. de la O!.. ¡Siempre F. de la O!.. –exclamó el señor Richard
con gran satisfacción de la artista, y tomó cl sobre que ella le extendía.
La carta había sido también echada en la sucursal del correo del bulevar
de los Capuchinos, a dos pasos del domicilio de los antiguos directores.
Sin decir una palabra más se retiraron. El señor Richard
estaba furioso y persuadido de que los señores Debienne y Poligny
querían ponerlos en ridículo. Lista idea se había arraigado en su espíritu,
cuando, habiendo subido a su despacho con el señor Moncharmin,
su secretario particular, cl señor Remy, le entregó un diario de la tarde
que publicaba una interviú, en la que cl señor Debienne daba a entender
que hubiera preferido quebrar en su gestión en la Opera antes que
hacer fortuna en ella conduciéndose "comme un marchand de soue". El
señor Richard se dio por aludido en aquella frase sin razón alguna,
viendo una relación entre aquel personaje y un articulo aparecido en la
anterior fecha en el mismo periódico, en el que les reprochaba a los
nuevos directores que no ensayaran nada interesante, se redujeran a los
antiguos programas y se condujeran, en fin, con parsimonia. Temblando
con una cólera apenas contenida, se volvió hacia Moncharmin y
declaró a boca de jarro a su asociado que le encontraba una expresión
demasiado plácida para estar pasando por momentos como aquélla.
–¿Y qué es lo que pasa? –preguntó tranquilamente Moncharmin.
¿Es el F. de la O. que lo pone en ese estado?
–¿Y qué tiene que hacer el Fantasma? –replicó Richard furioso.
¿No ve usted que es Debienne y Poligny que se están burlando de
nosotros? ¡Que han organizado una campaña de prensa en cl exterior,
un complot en el interior, y que nos están creando mil fastidios!... ¡Me
río de su fantasma!
El señor Moncharmin iba a protestar contra la petición de su asociado
de atribuirle la exclusiva propiedad del Fantasma, cuando se
abrió la puerta del despacho directorial y la Sorelli entró.
Moncharmin se puso enseguida el monóculo, en honor de las famosas
piernas enguantadas de aquella señorita; pero Richard lo trajo a
la conciencia real de la situación que, según la Sorelli, era más grave
de lo que se podía suponer.
Afirmó, ante todo, que el conde de Chagny harta en adelante caso
omiso de Cristina Daaé. Hizo esta declaración con tanta más premura,
cuanto que no había dejado de saber que el conde hablaba con entusiasmo
del talento de aquella muchacha. Pero este entusiasmo había
pasado. En resumen, el conde no había consentido en ocuparse de ella
un instante, sino cediendo a las instancias de su hermano, el joven
vizconde, a quien Daaé le había inspirado unos sentimientos muy ridículos.
El conde veía ahora de muy mal ojo las asiduidades de su hermano
para con Cristina. Se lo había observado, según había creído
entender la Sorelli, pero cl vizconde no le había hecho caso, lo que, sin
duda, debió apesadumbrar mucho al conde. En cuanto al complot, el
conde no había negado que la Daaé, a quien creta una muchacha hipócrita
y muy artista, fuera capaz de enredar en semejante aventura a su
hermano, que era un muchacho ingenuo y generoso. La Sorelli no salió
del despacho directorial sin recomendarles a aquellos señores, la mayor
discreción sobre el "horrible secreto" que acababa de confiarles, porque,
si el conde llegaba a saber que había abusado de aquella manera
de su confianza, transmitiendo opiniones suyas, que debían ser olvidadas
tan pronto como hablan sido oídas, no se lo perdonarla en su vida.
Dicho esto se retiró y se dirigió al foyer de la danza. La finanza,
la nobleza, las letras, el periodismo bulevardero, la política, representada
por un diputado de la izquierda, dos senadores de la derecha y
algunos secretarios privados de ministros, cuchicheaban, retan, charlaban
alrededor de las más bellas piernas de nuestra Academia Nacional
de Música. Algunas corifeas, levantando con la mano su falda de tul,
después de haberle echado una ojeada al espejo, hacían una carrera de
puntas con la boca fruncida e iban a caer junto al grupo en que Meg
Giry contaba con amargura la deprimente aventura que le había tocado
vivir aquella misma mañana a su noble madre en el despacho directorial.
Naturalmente, como todos, había notado que los señores Richard y
Moncharmin asistían a la representación desde el palco número 5,
causa furiosa del deshonor de madame Giry y de la desesperación de
su hija; la confidencia de Meg tuvo el mayor éxito y otra ver más no se
habló sino del Fantasma y de su palco, mientras que aquellas señoritas
hacían cuernos con los dedos.
De pronto hubo un gran rumor y estallidos de ruidosas carcajadas.
Era la pequeña James, que acompañada de sus camaradas "Pico bailarín"
y "Pierna de hierro", hacían su entrada en el foyer. Las tres se
apoyaban en muletas que hablan ido a buscar al depósito de los accesorios.
Armadas de aquella manera desafiaban al Fantasma y sus maleficios,
porque era capaz de todo, según decían ellas, y había tenido la
audacia de robar a César, el caballo blanco del "Prophête", en las propias
narices del señor Lachenal, que estaba enfermo del disgusto.
Al conocer aquella nueva proeza del Fantasma, el pequeño batallón
de las bailarinas asustadas quiso tocar la madera de las muletas, y
la misma Sorelli no pudo resistir a aquella supersticiosa tentación antes
de ir a reunirse con el conde Chagny, que estaba en un rincón, solitario
y muy preocupado. ¿Preveía ya que la inclinación amorosa de su hermano
por la Daaé –inclinación que en un principio lo habla divertido –
se iba a convertir en una pasión avasalladora? Pero, ¿dónde estaba el
vizconde? Apoyado contra un portante de decoración que acababan de
colocar, entre una figuranta melancólica y "lancha" del cuerpo de baile
que, a la vez que comía nucas se dejaba cortejar, lejos de su madre, por
un galante anciano, estaba esperando el paso de Cristina. No dobla
tardar en llegar, puesto que cantando cl papel de Sichel, tenía que encontrarse
en escena antes de que se levantase el telón.
Precisamente llegaba y pasó a su lado sin verlo o haciendo como
si no lo hubiese visto. A su paso se produjeron algunos cuchicheos
hostiles proferidos por amigos de la Carlota, pero pareció también que
no los oía.
El vizconde volvió la cabeza, exhalando un profundo suspiro.
Entonces notó a los dos directores que lo miraban hablándose al oído.
Se imaginó que se mofaban de su amor. Se sonrojó y se marchó. Los
directores se retiraron también de la escena y se dirigieron al palco
número 5. Lo primero que vieron al entrar en la repico del antepecho,
fue una caja de bombones ingleses. ¿Quién la había puesto allí? Nadie
pudo decirlo; y enseguida, al volver a entrar al palco, encontraron junto
a la caja de bombones ingleses unos gemelos. Se miraron recíprocamente.
No tenían ganas de reír. Todo lo que les había dicho madame
Giry les volvía a la memoria..., y, además... además... les pareció que
había alrededor de ellos algo como una extraña corriente de aire... Se
sentaron en silencio.
La escena representaba el jardín de Margarita...
Faitez-lui mes avetux
Portez mes voeux...
Al cantar estos dos primeros versos con el ramo de lilas y rosas
en la mano, Cristina, al levantar la cabeza, notó en su palco al vizconde
de Chagny, y desde aquel momento su voz pareció menos segura,
menos pura, menos cristalina que de costumbre. Algo que no se sabía
qué sería velaba su canto... Se notaba algo como un temblor y un miedo
disimulado.
–Curiosa chica –observó casi en alta voz un amigo de la Carlota
que estaba en la platea. La otra noche estaba divina y ahora parece que
balbucea. ¡Ni método ni experiencia!
C'est en vous fue j’ai foi
Parlez pour moi.
El vizconde escondió la cabeza cofre las manos: Lloraba. El conde,
situado detrás de él, se mordía nerviosamente las puntas de los
bigotes, se encogía de hombros y fruncía el ceño. Para que tradujera
por medio de tantos signos exteriores sus sentimientos íntimos, el conde,
ordinariamente tan correcto y tan fino, debía estar furioso. Lo estaba.
Había visto volver a su hermano de un rápido y misterioso viaje en
un estado de salud alarmante. Las explicaciones que después le diera
no habían tenido, sin duda, la virtud de tranquilizar al conde, cl cual,
descoso de saber a qué atenerse, quiso tener una entrevista con Cristina
Daaé. Esta había tenido la audacia de contestarle que no podía recibirlo
ni a él ni a su hermano. Pensó que aquello era un cálculo perverso. No
le perdonaba a Cristina que hiciera sufrir a Raúl, pero menos le perdonaba
a Raúl que sufriera por Cristina. ¡Ah! ¡Qué mal había hecho en
interesarse por aquella muchacha cuyo triunfo de una noche seguía
siendo incomprensible para todos!
Que la fleur sur sa bouche
Sache nu moins déposer
Un doux baiser.
–¡Pequeña intrigante! –murmuró sordamente el conde.
Y se preguntó qué quería..., qué podía pretender... Decían que era
honesta, que no lenta ningún amigo ni protector... ¡Aquel ángel del
Norte debía ser muy astuto!
Raúl, con los ojos cubiertos por las manos, cortina que exultaba
sus lágrimas de niño, no pensaba más que en la carta que había recibido
al llegar a Pares, adonde Cristina llegara antes que él, pues huyó de
Perros como una ladrona: "Mi antiguo y querido amiguito: Es preciso
que tenga cl valor de no volver a verme, de no hablarme más... Si me
quiere un poco, bógalo por rol, por m, que no lo olvidaré nunca.. Mi
querido Raúl... Sobre todo no penetre jamás en mi camarín. Va en ello
mi vida. Y también la suya. Su pequeña Cristina”
Un trueno de aplausos... Es la Carlota que hace su entrada.
Je voudrais bien savoir
Quel était ce jeune homme
Si c'est un grand seigneur;
Et comment il se nomme.
El acto del jardín se iba desarrollando con sus peripecias acostumbradas.
Nada, ni en la escena, ni en la sala, ni en el palco, venía a
interrumpir cl orden del espectáculo.
Cuando Margarita hubo acabado de cantar cl aria del rey de Thulé,
se la aclamó, y se la aclamó también en el aria de las joyas:
Oh! je ris de me voir
Si belle en ce miroir
Ahora, ya segura de sí, de sus amigos, segura de su voz y de su
éxito, no temiendo ya nada, la Carlota se entregó por tolero, con ardor,
con entusiasmo, con embriaguez. Su juego escénico no tuvo ninguna
contención ni ningún pudor. Aquella no era Margarita. Era Carmen.
Los aplausos arreciaron y su dúo con Fausto parecía prepararle un
nuevo éxito, cuando de pronto se produjo algo espantoso.
Fausto estaba arrodillado:
Laisse-moi, laisse-moi contempler ton visage
sous la pâle clarté
Dont I'astre de la nuit, comme dans un nuage
Caresse ta beauté.
Y Margarita respondía:
O Silence! O bonheur inefable mystere!
Enivrante langeur!
I'ecoute... Et je comprends cette voix solitaire!
Qui chante dans mon coeur!
En aquel momento, pues... en aquel momento preciso... se produjo
algo... he dicho algo espantoso
...La sala se puso de pie en un solo movimiento. Los dos directores
en su palco no pudieron contener una exclamación de horror...
Espectadores y espectadoras se miraron los unos a los otros como
preguntándose la explicación de algo tan inesperado... La cara de la
Carlota expresa cl dolor más atroz, sus ojos parecen extraviados por la
locura. La pobre mujer se yergue, habiendo acabado de dejar exhalar
"aquella voz solitaria que cantaba un corazón". Pero aquella voz solitaria
ya no cantaba... no se atrevía a emitir una palabra, un sonido.
De aquella boca se acababa de escapar...
¡Un gallo!
¡Ah! ¡Increíble, odioso y cacareante gallo!
¿Cómo había podido meterse en aquella laringe para de pronto
saltar revoloteando las alas y dejar estupefacta a la sala?
La Carlota no quería dar crédito ni a su garganta ni a sus oídos.
Un rayo que hubiera caldo a sus pies la hubiese sorprendido menos que
aquel odioso gallo que acababa de salir de su boca.
Un rayo no la hubiese deshonrado. Mientras que es cosa sabida
que un gallo agazapado en la garganta de una cantante la deshonra
siempre. Algunas han muerto de eso.
¡Quién hubiese creído aquello!... Estaba cantando tan tranquila,
tan sin esfuerzo, como si hubiera estado diciendo: ¿Cómo está usted,
señor?
No se puede negar que hay cantantes presuntuosas, que cometen
el grave error de no medir sus fuerzas, y que, con la débil voz que Dios
les ha dado, quieren conseguir efectos excepcionales y lanzar notas que
les están vedadas. Entonces el Cielo, para castigar su arrogancia, les
mete en la boca, sin que ellas lo puedan evitar, un gallo. Nadie ignora
esto. Pero nadie podía admitir que una Carlota, que lenta por lo menos
dos octavas en la voz, tuviese, además, un gallo. No se podían olvidar
sus "contra-fa" estridentes, sus "staccati" inauditos en la "Flauta mágica".
Se recordaba el "Don Juan", en el que ella, Lucia Elvira, consiguió
el más ruidoso triunfo, cierta noche, dando el sí bemol que no podía
alcanzar su camarada doña Anna. ¿Entonces? Realmente, ¿qué significaba
aquel gallo al final de aquella apacible, tranquila frase suspirada?
Aquello no era natural. Allí había un sortilegio. Aquel gallo olía a
catástrofe. ¡Pobre, desesperada, anonadada Carlota!...
En la sala el rumor crecía. Si a otra que no fuera Carlota le hubiese
ocurrido semejante percance, la habrían silbado. Pero con aquella
artista, cuyo perfecto instrumento era conocido, no habla cólera, pero sí
consternación y espanto. Un espanto parecido debieron sentir los que
vieron romperse los brazos de la Venus de Mito, pero que podrían
adivinar el golpe fatal y comprender.
Pero ¿en este caso? Aquel gallo era incomprensible. Y tanto así
que después de haber pasado algunos segundos preguntándose si en
verdad ella había oído salir de su boca aquella nota –¿podría llamarse
nota aquel chiIlido? –la Carlota acabó por persuadirse que había sido
una ilusión de su oído y no una criminal traición de su órgano vocal...
Giró la vista a su alrededor como buscando un refugio, una protección
o más bien la confirmación espontánea de la inocencia de su
voz. Sus dedos crispadas se dirigieron a su garganta en un ademán de
protesta y de defensa. ¡No! ¡No! aquel gallo no lo había lanzado ella. Y
parecía que cl propio tenor fuera de aquel parecer, porque la miraba
con una expresión inenarrable de estupefacción infantil y gigantesca.
Porque, en fin, él estaba a su lado. No se le habla separado. ¡Quizás él
pudiera decirle cómo había sucedido aquello! No, no podía. Sus ojos
estaban estúpidamente clavados en la boca de la Carlota como los de
los niños chicos sobre el sombrero inagotable del prestidigitador. ¡Cómo
era posible que una boca tan pequeña hubiese podido contener
semejante gallo!
Todo eso el gallo, la emoción, el terror, los rumores de la sala, la
confusión del escenario y de los bastidores, todo eso que he descrito
detallándolo, duró apenas algunos segundos.
Algunos segundos atroces, que parecieron sobre todo interminables
a los directores, allá arriba, en el palco número 5.
Moncharmin y Richard estaban muy pálidos. Aquel episodio
inaudito e inexplicable los llenaba de una angustia tanto más misteriosa
cuanto que desde hacía un instante estaban bajo la influencia del Fantasma.
Habían sentido su aliento. Algunos pelos de Moncharmin se habían
erizado bajo aquel soplo... y Richard se habla pasado el pañuelo
por la frente sudorosa... ¡Sí, estaba allí, alrededor de ellos, al lado de
ellos, lo sentían sin verlo!... ¡Oían su respiración..., y tan cerca, tan
cerca de ellos! Se sabe cuando alguien está presente... Pues ahora tenían
esa sensación... Estaban seguros de que eran tres en el palco...
Estaban trémulos... Tenían ganas de huir... No se atrevían... No se
atrevían a hacer un movimiento, cambiar una palabra que le hubiera
podido hacer comprender al Fantasma que ellos sabían que estaba allí.
¿Qué iba a suceder? ¿Qué iba a producirse de allí en más?
¡Se produjo el gallo! Por encima de todos los ruidos de la sala se
oyó su doble exclamación de horror. Se sentían los golpes del Fantasma.
Inclinados en el borde del palco miraban a la Carlota como si no la
reconocieran. Aquella mujer del infierno debía haber dado con un gallo
la señal de alguna catástrofe. ¡Ah!
¡La catástrofe era inevitable! ¡El Fantasma se la había prometido!
¡La sala estaba maldita! El doble pecho directorial jadeaba bajo el peso
de la catástrofe. Se oía la voz sofocada de Richard que le gritaba a la
Carlota:
–¡Pero siga, pues!
–¡No! La Carlota no continuó... ¡Cómo volver a cantar con bravura,
heroicamente, el verso fatal al final del cual había aparecido el
gallo!
Un silencio espantoso sucedía a todos los ruidos. Sello la voz de
la Carlota llenó de nuevo la nave sonora.
J’écoute...
La sala entera también escucha.
...et je comprends cett voix solitaire (gallo);
...qui chante dans mon... (¡¡gallo!!)
La sala estalló en un prodigioso tumulto. Los dos directores,
vueltos a desplomarse en sus butacas, no se atreven ni a mirarse; no
tienen fuerzas ni para eso. El Fantasma les reta en la nuca. Y, por fin,
oyeron claramente en el oído derecho aquella voz imposible, la voz sin
boca que les decía:
–¡Ha cantado esta noche como para hacer desplomar la araña!
Con un movimiento simultáneo levantaron la mirada hacia cl techo
y lanzaron un grito terrible. La araña, la inmensa masca de la araña
se deslizaba, venia hacia ellos al llamado de aquella voz satánica. Desprendida
de sus poleas, la araña se precipitaba desde lo alto de la sala y
venía a estrellarse en el centro de la platea en medio de mil clamores.
Fue aquello un púnico, un sálvese quien pueda general. No tengo el
propósito de hacer revivir aquí una hora histórica. Los curiosos pueden
consultar los diarios de la época. Hubo varios heridos y una muerta. La
araña fue a caer sobre la cabeza de la desgraciada que había ido esa
noche por primera vez en su vida a la Opera, sobre aquella a quien el
señor Richard habla designado como reemplazante de madame Giry en
sus funciones de acomodadora, ¡de acomodadora del Fantasma! Murió
en el acto y al otro día un diario publicaba este título: “Doscientos mil
kilogramos sobre la cabeza de una portera”. Esa fue su oración fúnebre.
_
CAPITULO IX
EL CUPÉ MISTERIOSO.
EL CUPÉ MISTERIOSO.
_
Aquella función fue trágica para todo el mundo. La Carlota cayó
enferma. En cuanto a Cristina Daaé, desapareció. Quince días transcurrieron
sin que se la viera en el teatro ni fuera de él. Raúl le había escrito
a casi de la señora Valerius y no recibió contestación. Esto no lo
sorprendió mayormente en un principio, conociendo su estado de ánimo
y la resolución que mostraba de romper con él toda relación sin
que, por otra parte, pudiera adivinar el porqué de aquello.
Su dolor había ido en aumento y acabó por inquietarse al no ver
el nombre de la cantante en ningún programa. Se dio "fausto" sin ella.
Una tarde, a eso de las cinco, fue a inquirir la causa de aquella ausencia
prolongada. Encontró a los directores muy fatigados, a causa de las
responsabilidades que había acarreado para ellos la caída de la araña.
La encuesta dedujo que se trataba de un accidente debido al desgaste
de los medios de suspensión, pero tanto hubiera correspondido a los
antiguos como a los nuevos directores el comprobar y poner remedio a
aquel desgaste antes de que terminara en catástrofe. Le pusieron mala
cara a Raúl cuando les preguntó por Cristina Daaé, y se limitaron a
decirle que estaba con licencia.
Preguntó cuánto duraría esa licencia y se le contestó, con bastante
sequedad, que era ilimitada, habiéndola solicitado Cristina a causa de
su salud.
–¿Está enferma? –exclamó. ¿Qué tiene?
–No lo sabemos.
–¿No le han mandado ustedes un médico del teatro'?
–¡No!, no lo ha pedido, y como tenemos confianza en ella, nos
hemos fiado en su palabra.
El asunto no le pareció claro a Raúl, que salió de la Opera presa
de los más sombríos presentimientos. Resolvió ir en busca de noticias,
sucediera lo que sucediese, a casa de la señora Valerius. Recordó, sin
duda, los términos enérgicos de la carta de Cristina, que le prohibía
hiciera ninguna tentativa por verla. Pero lo que habla visto en Perros,
lo que había oído tras de la puerta del camarín, la conversación que
habla tenido con Cristina en la orilla del Médano, le hacían presentir
alguna maquinación que, aunque de apariencias diabólicas, lenta que
ser perfectamente humana. La imaginación exaltada de la joven, su
alma tierna y crédula, la educación primitiva que había rodeado sus
años juveniles en un círculo de leyendas, el continuo recuerdo de su
padre muerto, y sobre todo, el estado sublime de éxtasis en que la música
la sumergía, cuando se le manifestaba en ciertas condiciones excepcionales
–¿no había podido notarlo acaso en la escena del
cementerio? –, todo eso le parecía un terreno moral propicio alas empresas
dañinas de algún personaje misterioso y sin escrúpulos. ¿De
quién era víctima Cristina Daaé? Esa era la pregunta muy sensata que
Raúl de Chagny se hacía al dirigirse con toda premura a case de la
señora Valerius.
Porque el vizconde tenía un espíritu muy sano. Sin duda era pacta
y amaba la música, en lo que tiene de más alado, y era aficionado a los
viejos cuentos bretones en que bailan los duendes, y sobre todo estaba
enamorado de aquella pequeña hada del Norte, que era Cristina Daaé;
esto no impide que no creyera en lo sobrenatural sino en materia de
religión y que la historia más fantástica del mundo no era capaz de
hacerle olvidar que dos y dos son cuatro.
¿Qué iba a suceder en casa de la señora Valerius? Temblaba al
llamar a la puerta del pequeño departamento de la calle Notre Damedes-
Victoires.
La camarera, que una noche saliera delante de él del camarín de
Cristina, salió a abrirle. Preguntó si la señora Valerius estaba visible.
Se le respondió que estaba enferma en cama y que no lo podía recibir –
Entréguele mi tarjeta –dijo.
No tuvo que esperar mucho rato. La camarera volvió y lo hizo
entrar a un saloncito, bastante oscuro y someramente amueblado, en cl
que se veían vis-à-vis los retratos del profesor Valerius y del anciano
Daaé.
La señora le ruega al señor vizconde que la disculpe. Sólo podrá
recibirle en su alcoba, porque sus pobres piernas apenas pueden sostenerla.
Cinco minutos después Raúl era introducido en una pieza casi a
oscuras, en la que distinguió después, en la penumbra cl rostro mismo
de la bienhechora de Cristina. La señora Valerius tenía ahora el cabello
completamente blanco, pero sus ojos no habían envejecido; jamás, por
el contrario, su mirada había sido tan clara, tan pura, tan infantil.
–¡Señor vizconde de Chagny! –exclamó tendiéndole ambas manos
al visitante. ¡Ah!, ¡el Cielo es quien lo ha traído! ¡Vamos a poder
hablar de ella!
Esta última frase sonó lúgubremente en los oídos del joven. Enseguida
preguntó:
–Señora, ¿dónde está Cristina?
Y la buena señora le respondió tranquilamente:
–¡Pues está junto a su buen Genio!
–¿Qué buen "Genio"? –exclamó Raúl.
–El Ángel de la Música.
El vizconde de Chagny se dejó caer consternado en un sillón.
¡Con que Cristina estaba con el Ángel de la Música! Y la buena señora
Valerius le sonreía desde el lecho poniéndose un dedo sobre los labios,
para recomendarle silencio. Después agregó:
–¡No le repita esto a nadie!
–¡Oh!, puede usted contar con mi discreción respondió Raúl sin
saber a ciencia cierta lo que decía, porque sus ideas sobre Cristina, ya
muy sombrías, se extraviaban cada vez más y le pareció que todo empezaba
a dar vueltas a su alrededor, alrededor del cuarto, alrededor de
aquella santa mujer, de cabellos blancos, ojos de un azul pulido, lejanos
...,ojos de ciclo vacío.... Puede usted contar con mi discreción.
–¡Ya lo sé, ya lo sé! –exclamó la anciana con una buena sonrisa,
contenta. Pero acérquese usted a mí como cuando era pequeñuelo.
Deme sus manos como cuando me repetía la historia de la pequeña
Lota, que le había contado Daaé. Usted sabe, señor Raúl, que yo le
quiero mucho. Y Cristina también lo quiere mucho.
...Me quiere mucho... suspiró el joven que difícilmente ataba cabos
en su pensamiento con el Genio de la señora Valerius, con el Ángel
de que tan singularmente le había hablado Cristina, con la calavera
que había entrevisto en una especie de pesadilla sobre las gradas del
altar mayor de Perros y con el Fantasma de la Opera, cuya reputación
había llegado hasta sus oídos una noche que se había demorado en cl
escenario, a dos pasos de un grupo de maquinistas, que recordaban la
descripción cadavérica que habla hecho de aquél José Buquet poco
antes de su misteriosa muerte.
Preguntó en voz baja:
–Y ¿qué es lo que le hace creer, señora, que Cristina me quiere
mucho?
–Me hablaba de usted constantemente.
–¿De veras? Y ¿qué le decía?
–¡Me dijo que usted le había hecho una declaración!...
Y la gentil anciana se echó a reír, mostrando todos sus dientes,
que había conservado celosamente. Raúl se puso de pie, con la cara
encendida y sufriendo atrozmente.
–¿Qué es eso? ¿Adónde va? Siéntese. ¿Cree que lo voy a dejar
marchar así?... Usted se ha molestado porque me he reído, ya lo veo.
Discúlpeme. ¡Qué culpa tiene usted de lo que ha pasado! Usted no
sabía... usted es joven... y creta que Cristina era libre.
–¿Cristina se ha comprometido? –preguntó con voz sofocada el
desdichado Raúl.
–¡No es eso, no!... Usted sabe bien que Cristina aunque lo quisiese,
no se puede casar.
–¡Pero yo no sé nada de eso!.. Por qué no se ha de poder casar
Cristina?
–¡Pues a causa del Genio de la Música!...
–¡Vamos!
–¡Sí, se lo prohíbe!... El Genio de la Música le prohíbe que se case.
Raúl se inclinaba hacia la anciana señora, con la mandíbula colgante,
como si fuera a morderla. Si hubiera tenido ganas de devorarla,
no la hubiera mirado con ojos más feroces. Hay momentos en que la
gran inocencia de alma parece tan monstruosa, que se vuelve odiosa.
Raúl encontraba a la señora de Valerius demasiado inocente.
Ella ni sospechó la mirada atroz que la fulminaba y prosiguió con
toda clama:
–Sí, se lo prohíbe... sin prohibírselo... ¡Le dice solamente que si
llega a casarse no lo volverá a oír! ¡Eso es todo!..., y que se marcharía
para siempre. Entonces usted comprende, no quiere dejar que se marche
el Genio de la Música. Es muy natural. Sí, sí, asintió Raúl con un
suspiro: ¡es lo más natural!
Por otra parte, yo creí que Cristina le hubiera dicho a usted todo
esto cuando lo encontró en Perros, adonde fue acompañada por su buen
"Genio".
–¡Ah! ¡ah!, ¿entonces fue a Perros con su buen "Genio"?
–Es decir, que él le dio cita allá, en el cementerio de Perros, frente
a la tumba de Daaé. Le había prometido tocar la "Resurrección de
Lázaro" en el violín de su padre.
Raúl de Chagny se puso de pie y pronunció estas palabras decisivas
con gran autoridad:
–¡Señora, usted tiene que decirme dónde vive ese Genio!
La vieja no pareció sorprenderse sobremanera al oír aquella pregunta
indiscreta, y respondió:
–¡En el Cielo!
Tanto candor lo desconcertó. Una fe tan simple y perfecta en un
Genio, que todas las noches bajaba del Cielo para frecuentar los camarines
de artistas de la Opera, lo dejó anonadado.
Entonces se dio cuenta del estado de ánimo en que podía encontrarse
una joven educada entre un menestral supersticioso y una buena
mujer iluminada, y tembló pensando en las consecuencias que podía
tener todo aquello.
–Dígame usted enseguida dónde está Cristina –imploró Raúl por
segunda vez.
–¡Pero si yo no lo sé, señor! Habría que preguntárselo al Genio de
la Música, él solamente lo sabe. No he vuelto a tener noticias de Cristiwww.
na desde la noche en que no regresó a case, y le confieso que comienzo
a aburrirme. Cuando lo vi a usted, me dije: "¡Quizá le haya escrito a
él!" Pero tranquilícese usted, no hay por qué inquietarse.
Raúl estuvo a punto de injuriarla, de tratarla de vieja loca.
Consiguió dominarse e imaginó que, para saber algo, sería miss
hábil halagar su manía. Se volvió a sentar, puso una cara casi serena,
mientras que una verdadera furia interna comenzaba a devorarlo.
–Bueno, muy bien... –dijo. Se marchó con el Genio; el Genio no
puede habérsela llevado al Cielo... Serla preciso saber dónde habita el
Genio en la Tierra. ¿Tiene usted algún indicio? ¿Qué noticias le transmitió
la noche en que no volvió más?
La señora Valerius abrió un cofrecito de laca que tenía a su alcance
y sacó de él una carta de Cristina, escrita en papel con las iniciales
de ella. Raúl lo reconoció enseguida por haber visto hojas iguales en su
camarín. Aquella carta había sido llevada por un mandadero, al que la
señora no había vuelto a ver.
No había en aquel papel más que algunas palabras garabateadas
por una mano trémula. "¡Estoy con él!... Vivo a su lado. Sobre todo, no
te preocupes, mi buena mamá, si mi ausencia se prolongo... El vela por
mí. Te abraza de todo corazón... Cristina"
–¿Y esto le bastó? –preguntó Raúl, conteniéndose para no estallar.
Y otra vez consiguió dominarse ante la expresión extasiada, completamente
tonta de la vieja Valerius. Luego se puso bruscamente de
pie, rígido como la justicia.
–¿Cristina sigue siendo una muchacha honrada?
–¡Se lo juro por lo más sagrado! –exclamó la vieja, que esta vez
pareció ofenderse. ¡Y si lo pone usted en duda señor, no sé qué ha
venido usted a hacer aquí!...
Raúl se arrancaba los guantes.
–¿Cuánto tiempo hace que entró en relación con ese "Genio"?
–Hará unos tres meses... Sí, hará unos tres meses que comenzó a
darle lecciones.
El vizconde extendió el brazo con un ademán inmenso y desesperado,
y lo volvió a dejar caer con abatimiento.
–¡El Genio le da lecciones! Pero, ¿dónde?
En su camarín de la Opera, señor Raúl; allí están más tranquilos.
Aquí, en este pequeño departamento, sería imposible. 'Toda la casa los
oiría. Mientras que en la Opera, a las ocho de la mañana, como no hay
nadie, nadie los incomoda, ¿comprende usted?
–¡Comprendo! ¡Sí, comprendo! –dijo el joven con precipitación,
y se despidió de la buena señora, que se quedó pensando si cl vizconde
no estaría algo chiflado.
Al volver a atravesar el salón, Raúl se encontró frente a la pequeña
camarera y tuvo por un instante la idea de interrogarla, pero creyó
sorprender en sus labios una ligera sonrisa.
Pensó que se burlaba de él. ¿No sabía acaso lo bastante?... Había
querido informarse. ¿Qué más podía desear?... Volvió al domicilio de
su hermano, a pie, en un estado que daba lástima.
Quiso castigarse, estrellar la cabeza contra las paredes. ¡Haber
creído en tanta inocencia, en tanta pureza! ¡Haber llegado hasta a querer
explicarlo todo con la ingenuidad, la sencillez de corazón, cl candor
inmaculado! ¡El Genio de la Música! Ahora lo conocía. Le parecía
verlo. Era algún ridículo tenorcillo, muy mono, y que cantaba con la
boca fruncida. Se encontraba ridículo y muy desgraciado. ¡Oh!, ¡qué
infeliz, insignificante y necio era el señor vizconde Chagny!, pensaba
furioso Raúl. ¡Y ella! ¡qué criatura más satánicamente falsa!
Entretanto, aquella caminata por las calles le había hecho bien,
había aplacado un poco cl ardor de su cerebro. Cuando entró en su
cuarto, sólo pensaba en arrojarse sobre el lecho; para sofocar sus sollozos.
Pero su hermano estaba allí. Raúl se dejó caer en sus brazos como
un niño. El conde lo consoló fraternalmente, sin pedirle explicaciones;
por otra parte, Raúl hubiera vacilado en contarle la absurda historia del
Genio de la Música. Si hay cosas de las que uno no se jacta, hay otras
por las que es demasiado humillante que le tengan a uno lástima.
El conde se llevó a su hermano a comer al restaurante. Era probable
que lo reciente del disgusto lo hubiera inducido a Raúl a declinar
toda invitación, si cl conde no le hubiese dicho que la noche anterior la
dama de sus pensamientos había sido vista por un sendero del bosque,
en amable compañía. En un principio el vizconde no quiso creerlo,
pero luego se le dieron detalles tan precisos, que no protestó más. Al
fin y al cabo, ¿no era aquélla la aventura más trivial? Se la había visto
en un cupé con los cristales bajadas. Parecía aspirar hondamente el aire
helado de la noche.. Hacía una luna espléndida. La hablan reconocido
perfectamente. En cuanto a su compañero, sólo se había distinguido
una vaga silueta en la sombra. El carruaje iba al paso, por el sendero
desierto, detrás de las tribunas de Longchamp.
Raúl se vistió con frenesí, pronto ya para olvidar su malestar, a
echarse, como dicen, en el torbellino del placer. ¡Pero, ay!, fue un triste
comensal, y, habiéndose separado del conde temprano, se encontró a
eso de la dice de la noche, en un coche del círculo detrás de las tribunas
de Lonchamp.
Hacía un frío atroz. El camino aparecía desierto y muy claro bajo
la luna. Dio orden al cochero de que lo esperase con paciencia en cl
ángulo de una avenida adyacente, y, disimulándose cuanto pudo, empezó
a andar de arriba abajo.
No haría media hora que se entregaba a aquel higiénico ejercicio,
cuando un coche que venta de París dio vuelta al ángulo del camino, y
al paso del caballo se dirigió hacia donde él estaba.
Pensó enseguida: "¡Es ella!" Y su corazón se puso a retumbar con
fuertes latidos sordos, que ya habla sentido en su pecho cuando escuchaba
la voz de un hombre tras de la puerta del camarín... ¡Santo Dios,
cómo la amaba!
El coche avanzaba siempre.
En cuanto a él, no se habla movido. ¡La esperaba!... ¡Si era ella,
estaba resuelto a saltar sobre el pescuezo de los caballos!... ¡Quería
tener a todo trance una explicación con el tal Genio de la Música!...
Algunos pasos más y el cupé iba a estar a su lado. No dudaba que
fuera ella. Una mujer, en efecto, asomaba la cabeza en la portezuela.
Y de pronto la luna la iluminó con una pálida aureola.
–¡Cristina!
El nombre sagrado de su amor le brotó de los labios y del corazón.
¡No pudo contenerlo! Saltó para detener el coche, porque aquel
nombre exhalado en el silencio de la noche fue como la señal de que
todo el equipaje se desbocara en una carrera loca, pero pasó con tan
vertiginosa rapidez, que no pudo poner su proyecto en ejecución. El
cristal de la ventanilla habla sido levantado. La cara de la joven había
desaparecido. Y el cupé, tras del cual seguía corriendo, ya no era más
que un punto negro en el camino blanco.
Volvió a gritar: "¡Cristina!", pero nada le respondió. Se detuvo en
medio del silencio.
Echó una mirada desesperada al cielo, a las estrellas; se dio puñetazos
en el pecho: amaba, y no era amado.
Con mirada sombría consideró aquella tierra desolada y fría, la
noche pálida y muerta. Nada había tan frío ni tan muerto como su corazón;
había amado a un ángel y despreciaba ahora a una mujer.
¡Raúl! ¡Cómo se ha burlado de ti la pequeña hada del Norte! ¿No
es verdad que no vale la pena tener mejillas tan frescas, una frente tan
tímida y siempre pronta a cubrirse con el velo sonrosado del pudor
para pasear en la noche solitaria, en el fondo de un cupé de lujo, en
compañía de un amante misterioso? ¿No es verdad que la hipocresía y
la mentira no debieron traspasar ciertos límites sagrados? ¿No es verdad
que no debiera tenerse los ojos claros de la infancia, cuando se
tiene el alma de las cortesanas?
...Había pasado sin responder a su llamado...
También, ¿para qué había ido él a salirle al camino?
., ¿Con qué derecho se habla erguido de pronto ante ella, que sólo
le pedía olvido, con el reproche de su presencia?...
"¡Vete!.. ¡desaparece!.. ¡Ya no eres nodo!”
¡Pensaba en morir y tenia veinte años!... Su camarero lo sorprendió
al día siguiente sentado en la cama. No se había desnudado, y el
ayuda de cámara creyó que habla sucedido una desgracia, tal era la
expresión de su rostro. Raúl le arrebató de las manos la correspondencia
que le llevaba. Había reconocido una letra, un papel, un monograma.
Cristina le decía:
“Amigo mío, vaya pasado mañana al baile de máscaras de la
Opera, y encuéntrese a medianoche en el pequeño salón situado tras
de la estufa del gran foyer; párese al lado de la puerta que conduce a
la rotonda. Póngase un dominó blanco, arre lo disfrace bien. Por su
vida, que no lo reconozcan. –Cristina”
_
Aquella función fue trágica para todo el mundo. La Carlota cayó
enferma. En cuanto a Cristina Daaé, desapareció. Quince días transcurrieron
sin que se la viera en el teatro ni fuera de él. Raúl le había escrito
a casi de la señora Valerius y no recibió contestación. Esto no lo
sorprendió mayormente en un principio, conociendo su estado de ánimo
y la resolución que mostraba de romper con él toda relación sin
que, por otra parte, pudiera adivinar el porqué de aquello.
Su dolor había ido en aumento y acabó por inquietarse al no ver
el nombre de la cantante en ningún programa. Se dio "fausto" sin ella.
Una tarde, a eso de las cinco, fue a inquirir la causa de aquella ausencia
prolongada. Encontró a los directores muy fatigados, a causa de las
responsabilidades que había acarreado para ellos la caída de la araña.
La encuesta dedujo que se trataba de un accidente debido al desgaste
de los medios de suspensión, pero tanto hubiera correspondido a los
antiguos como a los nuevos directores el comprobar y poner remedio a
aquel desgaste antes de que terminara en catástrofe. Le pusieron mala
cara a Raúl cuando les preguntó por Cristina Daaé, y se limitaron a
decirle que estaba con licencia.
Preguntó cuánto duraría esa licencia y se le contestó, con bastante
sequedad, que era ilimitada, habiéndola solicitado Cristina a causa de
su salud.
–¿Está enferma? –exclamó. ¿Qué tiene?
–No lo sabemos.
–¿No le han mandado ustedes un médico del teatro'?
–¡No!, no lo ha pedido, y como tenemos confianza en ella, nos
hemos fiado en su palabra.
El asunto no le pareció claro a Raúl, que salió de la Opera presa
de los más sombríos presentimientos. Resolvió ir en busca de noticias,
sucediera lo que sucediese, a casa de la señora Valerius. Recordó, sin
duda, los términos enérgicos de la carta de Cristina, que le prohibía
hiciera ninguna tentativa por verla. Pero lo que habla visto en Perros,
lo que había oído tras de la puerta del camarín, la conversación que
habla tenido con Cristina en la orilla del Médano, le hacían presentir
alguna maquinación que, aunque de apariencias diabólicas, lenta que
ser perfectamente humana. La imaginación exaltada de la joven, su
alma tierna y crédula, la educación primitiva que había rodeado sus
años juveniles en un círculo de leyendas, el continuo recuerdo de su
padre muerto, y sobre todo, el estado sublime de éxtasis en que la música
la sumergía, cuando se le manifestaba en ciertas condiciones excepcionales
–¿no había podido notarlo acaso en la escena del
cementerio? –, todo eso le parecía un terreno moral propicio alas empresas
dañinas de algún personaje misterioso y sin escrúpulos. ¿De
quién era víctima Cristina Daaé? Esa era la pregunta muy sensata que
Raúl de Chagny se hacía al dirigirse con toda premura a case de la
señora Valerius.
Porque el vizconde tenía un espíritu muy sano. Sin duda era pacta
y amaba la música, en lo que tiene de más alado, y era aficionado a los
viejos cuentos bretones en que bailan los duendes, y sobre todo estaba
enamorado de aquella pequeña hada del Norte, que era Cristina Daaé;
esto no impide que no creyera en lo sobrenatural sino en materia de
religión y que la historia más fantástica del mundo no era capaz de
hacerle olvidar que dos y dos son cuatro.
¿Qué iba a suceder en casa de la señora Valerius? Temblaba al
llamar a la puerta del pequeño departamento de la calle Notre Damedes-
Victoires.
La camarera, que una noche saliera delante de él del camarín de
Cristina, salió a abrirle. Preguntó si la señora Valerius estaba visible.
Se le respondió que estaba enferma en cama y que no lo podía recibir –
Entréguele mi tarjeta –dijo.
No tuvo que esperar mucho rato. La camarera volvió y lo hizo
entrar a un saloncito, bastante oscuro y someramente amueblado, en cl
que se veían vis-à-vis los retratos del profesor Valerius y del anciano
Daaé.
La señora le ruega al señor vizconde que la disculpe. Sólo podrá
recibirle en su alcoba, porque sus pobres piernas apenas pueden sostenerla.
Cinco minutos después Raúl era introducido en una pieza casi a
oscuras, en la que distinguió después, en la penumbra cl rostro mismo
de la bienhechora de Cristina. La señora Valerius tenía ahora el cabello
completamente blanco, pero sus ojos no habían envejecido; jamás, por
el contrario, su mirada había sido tan clara, tan pura, tan infantil.
–¡Señor vizconde de Chagny! –exclamó tendiéndole ambas manos
al visitante. ¡Ah!, ¡el Cielo es quien lo ha traído! ¡Vamos a poder
hablar de ella!
Esta última frase sonó lúgubremente en los oídos del joven. Enseguida
preguntó:
–Señora, ¿dónde está Cristina?
Y la buena señora le respondió tranquilamente:
–¡Pues está junto a su buen Genio!
–¿Qué buen "Genio"? –exclamó Raúl.
–El Ángel de la Música.
El vizconde de Chagny se dejó caer consternado en un sillón.
¡Con que Cristina estaba con el Ángel de la Música! Y la buena señora
Valerius le sonreía desde el lecho poniéndose un dedo sobre los labios,
para recomendarle silencio. Después agregó:
–¡No le repita esto a nadie!
–¡Oh!, puede usted contar con mi discreción respondió Raúl sin
saber a ciencia cierta lo que decía, porque sus ideas sobre Cristina, ya
muy sombrías, se extraviaban cada vez más y le pareció que todo empezaba
a dar vueltas a su alrededor, alrededor del cuarto, alrededor de
aquella santa mujer, de cabellos blancos, ojos de un azul pulido, lejanos
...,ojos de ciclo vacío.... Puede usted contar con mi discreción.
–¡Ya lo sé, ya lo sé! –exclamó la anciana con una buena sonrisa,
contenta. Pero acérquese usted a mí como cuando era pequeñuelo.
Deme sus manos como cuando me repetía la historia de la pequeña
Lota, que le había contado Daaé. Usted sabe, señor Raúl, que yo le
quiero mucho. Y Cristina también lo quiere mucho.
...Me quiere mucho... suspiró el joven que difícilmente ataba cabos
en su pensamiento con el Genio de la señora Valerius, con el Ángel
de que tan singularmente le había hablado Cristina, con la calavera
que había entrevisto en una especie de pesadilla sobre las gradas del
altar mayor de Perros y con el Fantasma de la Opera, cuya reputación
había llegado hasta sus oídos una noche que se había demorado en cl
escenario, a dos pasos de un grupo de maquinistas, que recordaban la
descripción cadavérica que habla hecho de aquél José Buquet poco
antes de su misteriosa muerte.
Preguntó en voz baja:
–Y ¿qué es lo que le hace creer, señora, que Cristina me quiere
mucho?
–Me hablaba de usted constantemente.
–¿De veras? Y ¿qué le decía?
–¡Me dijo que usted le había hecho una declaración!...
Y la gentil anciana se echó a reír, mostrando todos sus dientes,
que había conservado celosamente. Raúl se puso de pie, con la cara
encendida y sufriendo atrozmente.
–¿Qué es eso? ¿Adónde va? Siéntese. ¿Cree que lo voy a dejar
marchar así?... Usted se ha molestado porque me he reído, ya lo veo.
Discúlpeme. ¡Qué culpa tiene usted de lo que ha pasado! Usted no
sabía... usted es joven... y creta que Cristina era libre.
–¿Cristina se ha comprometido? –preguntó con voz sofocada el
desdichado Raúl.
–¡No es eso, no!... Usted sabe bien que Cristina aunque lo quisiese,
no se puede casar.
–¡Pero yo no sé nada de eso!.. Por qué no se ha de poder casar
Cristina?
–¡Pues a causa del Genio de la Música!...
–¡Vamos!
–¡Sí, se lo prohíbe!... El Genio de la Música le prohíbe que se case.
Raúl se inclinaba hacia la anciana señora, con la mandíbula colgante,
como si fuera a morderla. Si hubiera tenido ganas de devorarla,
no la hubiera mirado con ojos más feroces. Hay momentos en que la
gran inocencia de alma parece tan monstruosa, que se vuelve odiosa.
Raúl encontraba a la señora de Valerius demasiado inocente.
Ella ni sospechó la mirada atroz que la fulminaba y prosiguió con
toda clama:
–Sí, se lo prohíbe... sin prohibírselo... ¡Le dice solamente que si
llega a casarse no lo volverá a oír! ¡Eso es todo!..., y que se marcharía
para siempre. Entonces usted comprende, no quiere dejar que se marche
el Genio de la Música. Es muy natural. Sí, sí, asintió Raúl con un
suspiro: ¡es lo más natural!
Por otra parte, yo creí que Cristina le hubiera dicho a usted todo
esto cuando lo encontró en Perros, adonde fue acompañada por su buen
"Genio".
–¡Ah! ¡ah!, ¿entonces fue a Perros con su buen "Genio"?
–Es decir, que él le dio cita allá, en el cementerio de Perros, frente
a la tumba de Daaé. Le había prometido tocar la "Resurrección de
Lázaro" en el violín de su padre.
Raúl de Chagny se puso de pie y pronunció estas palabras decisivas
con gran autoridad:
–¡Señora, usted tiene que decirme dónde vive ese Genio!
La vieja no pareció sorprenderse sobremanera al oír aquella pregunta
indiscreta, y respondió:
–¡En el Cielo!
Tanto candor lo desconcertó. Una fe tan simple y perfecta en un
Genio, que todas las noches bajaba del Cielo para frecuentar los camarines
de artistas de la Opera, lo dejó anonadado.
Entonces se dio cuenta del estado de ánimo en que podía encontrarse
una joven educada entre un menestral supersticioso y una buena
mujer iluminada, y tembló pensando en las consecuencias que podía
tener todo aquello.
–Dígame usted enseguida dónde está Cristina –imploró Raúl por
segunda vez.
–¡Pero si yo no lo sé, señor! Habría que preguntárselo al Genio de
la Música, él solamente lo sabe. No he vuelto a tener noticias de Cristiwww.
na desde la noche en que no regresó a case, y le confieso que comienzo
a aburrirme. Cuando lo vi a usted, me dije: "¡Quizá le haya escrito a
él!" Pero tranquilícese usted, no hay por qué inquietarse.
Raúl estuvo a punto de injuriarla, de tratarla de vieja loca.
Consiguió dominarse e imaginó que, para saber algo, sería miss
hábil halagar su manía. Se volvió a sentar, puso una cara casi serena,
mientras que una verdadera furia interna comenzaba a devorarlo.
–Bueno, muy bien... –dijo. Se marchó con el Genio; el Genio no
puede habérsela llevado al Cielo... Serla preciso saber dónde habita el
Genio en la Tierra. ¿Tiene usted algún indicio? ¿Qué noticias le transmitió
la noche en que no volvió más?
La señora Valerius abrió un cofrecito de laca que tenía a su alcance
y sacó de él una carta de Cristina, escrita en papel con las iniciales
de ella. Raúl lo reconoció enseguida por haber visto hojas iguales en su
camarín. Aquella carta había sido llevada por un mandadero, al que la
señora no había vuelto a ver.
No había en aquel papel más que algunas palabras garabateadas
por una mano trémula. "¡Estoy con él!... Vivo a su lado. Sobre todo, no
te preocupes, mi buena mamá, si mi ausencia se prolongo... El vela por
mí. Te abraza de todo corazón... Cristina"
–¿Y esto le bastó? –preguntó Raúl, conteniéndose para no estallar.
Y otra vez consiguió dominarse ante la expresión extasiada, completamente
tonta de la vieja Valerius. Luego se puso bruscamente de
pie, rígido como la justicia.
–¿Cristina sigue siendo una muchacha honrada?
–¡Se lo juro por lo más sagrado! –exclamó la vieja, que esta vez
pareció ofenderse. ¡Y si lo pone usted en duda señor, no sé qué ha
venido usted a hacer aquí!...
Raúl se arrancaba los guantes.
–¿Cuánto tiempo hace que entró en relación con ese "Genio"?
–Hará unos tres meses... Sí, hará unos tres meses que comenzó a
darle lecciones.
El vizconde extendió el brazo con un ademán inmenso y desesperado,
y lo volvió a dejar caer con abatimiento.
–¡El Genio le da lecciones! Pero, ¿dónde?
En su camarín de la Opera, señor Raúl; allí están más tranquilos.
Aquí, en este pequeño departamento, sería imposible. 'Toda la casa los
oiría. Mientras que en la Opera, a las ocho de la mañana, como no hay
nadie, nadie los incomoda, ¿comprende usted?
–¡Comprendo! ¡Sí, comprendo! –dijo el joven con precipitación,
y se despidió de la buena señora, que se quedó pensando si cl vizconde
no estaría algo chiflado.
Al volver a atravesar el salón, Raúl se encontró frente a la pequeña
camarera y tuvo por un instante la idea de interrogarla, pero creyó
sorprender en sus labios una ligera sonrisa.
Pensó que se burlaba de él. ¿No sabía acaso lo bastante?... Había
querido informarse. ¿Qué más podía desear?... Volvió al domicilio de
su hermano, a pie, en un estado que daba lástima.
Quiso castigarse, estrellar la cabeza contra las paredes. ¡Haber
creído en tanta inocencia, en tanta pureza! ¡Haber llegado hasta a querer
explicarlo todo con la ingenuidad, la sencillez de corazón, cl candor
inmaculado! ¡El Genio de la Música! Ahora lo conocía. Le parecía
verlo. Era algún ridículo tenorcillo, muy mono, y que cantaba con la
boca fruncida. Se encontraba ridículo y muy desgraciado. ¡Oh!, ¡qué
infeliz, insignificante y necio era el señor vizconde Chagny!, pensaba
furioso Raúl. ¡Y ella! ¡qué criatura más satánicamente falsa!
Entretanto, aquella caminata por las calles le había hecho bien,
había aplacado un poco cl ardor de su cerebro. Cuando entró en su
cuarto, sólo pensaba en arrojarse sobre el lecho; para sofocar sus sollozos.
Pero su hermano estaba allí. Raúl se dejó caer en sus brazos como
un niño. El conde lo consoló fraternalmente, sin pedirle explicaciones;
por otra parte, Raúl hubiera vacilado en contarle la absurda historia del
Genio de la Música. Si hay cosas de las que uno no se jacta, hay otras
por las que es demasiado humillante que le tengan a uno lástima.
El conde se llevó a su hermano a comer al restaurante. Era probable
que lo reciente del disgusto lo hubiera inducido a Raúl a declinar
toda invitación, si cl conde no le hubiese dicho que la noche anterior la
dama de sus pensamientos había sido vista por un sendero del bosque,
en amable compañía. En un principio el vizconde no quiso creerlo,
pero luego se le dieron detalles tan precisos, que no protestó más. Al
fin y al cabo, ¿no era aquélla la aventura más trivial? Se la había visto
en un cupé con los cristales bajadas. Parecía aspirar hondamente el aire
helado de la noche.. Hacía una luna espléndida. La hablan reconocido
perfectamente. En cuanto a su compañero, sólo se había distinguido
una vaga silueta en la sombra. El carruaje iba al paso, por el sendero
desierto, detrás de las tribunas de Longchamp.
Raúl se vistió con frenesí, pronto ya para olvidar su malestar, a
echarse, como dicen, en el torbellino del placer. ¡Pero, ay!, fue un triste
comensal, y, habiéndose separado del conde temprano, se encontró a
eso de la dice de la noche, en un coche del círculo detrás de las tribunas
de Lonchamp.
Hacía un frío atroz. El camino aparecía desierto y muy claro bajo
la luna. Dio orden al cochero de que lo esperase con paciencia en cl
ángulo de una avenida adyacente, y, disimulándose cuanto pudo, empezó
a andar de arriba abajo.
No haría media hora que se entregaba a aquel higiénico ejercicio,
cuando un coche que venta de París dio vuelta al ángulo del camino, y
al paso del caballo se dirigió hacia donde él estaba.
Pensó enseguida: "¡Es ella!" Y su corazón se puso a retumbar con
fuertes latidos sordos, que ya habla sentido en su pecho cuando escuchaba
la voz de un hombre tras de la puerta del camarín... ¡Santo Dios,
cómo la amaba!
El coche avanzaba siempre.
En cuanto a él, no se habla movido. ¡La esperaba!... ¡Si era ella,
estaba resuelto a saltar sobre el pescuezo de los caballos!... ¡Quería
tener a todo trance una explicación con el tal Genio de la Música!...
Algunos pasos más y el cupé iba a estar a su lado. No dudaba que
fuera ella. Una mujer, en efecto, asomaba la cabeza en la portezuela.
Y de pronto la luna la iluminó con una pálida aureola.
–¡Cristina!
El nombre sagrado de su amor le brotó de los labios y del corazón.
¡No pudo contenerlo! Saltó para detener el coche, porque aquel
nombre exhalado en el silencio de la noche fue como la señal de que
todo el equipaje se desbocara en una carrera loca, pero pasó con tan
vertiginosa rapidez, que no pudo poner su proyecto en ejecución. El
cristal de la ventanilla habla sido levantado. La cara de la joven había
desaparecido. Y el cupé, tras del cual seguía corriendo, ya no era más
que un punto negro en el camino blanco.
Volvió a gritar: "¡Cristina!", pero nada le respondió. Se detuvo en
medio del silencio.
Echó una mirada desesperada al cielo, a las estrellas; se dio puñetazos
en el pecho: amaba, y no era amado.
Con mirada sombría consideró aquella tierra desolada y fría, la
noche pálida y muerta. Nada había tan frío ni tan muerto como su corazón;
había amado a un ángel y despreciaba ahora a una mujer.
¡Raúl! ¡Cómo se ha burlado de ti la pequeña hada del Norte! ¿No
es verdad que no vale la pena tener mejillas tan frescas, una frente tan
tímida y siempre pronta a cubrirse con el velo sonrosado del pudor
para pasear en la noche solitaria, en el fondo de un cupé de lujo, en
compañía de un amante misterioso? ¿No es verdad que la hipocresía y
la mentira no debieron traspasar ciertos límites sagrados? ¿No es verdad
que no debiera tenerse los ojos claros de la infancia, cuando se
tiene el alma de las cortesanas?
...Había pasado sin responder a su llamado...
También, ¿para qué había ido él a salirle al camino?
., ¿Con qué derecho se habla erguido de pronto ante ella, que sólo
le pedía olvido, con el reproche de su presencia?...
"¡Vete!.. ¡desaparece!.. ¡Ya no eres nodo!”
¡Pensaba en morir y tenia veinte años!... Su camarero lo sorprendió
al día siguiente sentado en la cama. No se había desnudado, y el
ayuda de cámara creyó que habla sucedido una desgracia, tal era la
expresión de su rostro. Raúl le arrebató de las manos la correspondencia
que le llevaba. Había reconocido una letra, un papel, un monograma.
Cristina le decía:
“Amigo mío, vaya pasado mañana al baile de máscaras de la
Opera, y encuéntrese a medianoche en el pequeño salón situado tras
de la estufa del gran foyer; párese al lado de la puerta que conduce a
la rotonda. Póngase un dominó blanco, arre lo disfrace bien. Por su
vida, que no lo reconozcan. –Cristina”
_
CAPITULO X
EN EL BAILE DE MÁSCARAS
EN EL BAILE DE MÁSCARAS
_
El sobrecito manchado de barro no llevaba estampilla. "Para entregar
al señor vizconde de Chagny" La dirección estaba puesta con
lápiz. Aquel sobre habla sido arrojado al suelo con la esperanza de que
alguien lo recogería y lo llevarla al domicilio, lo cual había sucedido.
La carta, había sido encontrada en la acera de la plaza de la Opera.
Raúl la releyó con fiebre.
No necesitaba más que aquello para que volviera a renacer la esperanza.
La triste imagen que se habla formado durante un instante de
una Cristina olvidada de sus deberes para consigo misma fue substituida
por la otra imagen inocente, víctima de una imprudencia y de su
excesiva sensibilidad.
¿Hasta qué punto sería ahora realmente víctima? ¿De quién era
prisionera? ¿A qué abismo la hablan arrastrado? Se preguntaba estas
cosas con cruel angustia; pero aquel mismo dolor le parecía soportable
al lado de la exaltación en que lo ponla la idea de una Cristina hipócrita
y mentirosa. ¿Qué habla sucedido? ¿Qué influencia la habría dominado?
¿Qué monstruo se la habla arrebatado y con qué armas?
...¿Con qué armas sino con las de la música? Sí, sí, cuanto más lo
pensaba, más se persuadía de que secta por ese lado que descubrirla la
verdad. ¿Había olvidado acaso el tono con que ella le anunció, en Perros,
que había recibido la visita del enviado celeste? ¿Y la propia
historia de Cristina en los últimos tiempos no debía ayudarle a iluminar
las tinieblas en que se debatía? ¿Acaso ignoraba la desesperación que
se apoderó de ella después de la muerte de su padre y el desgano que
había sentido entonces por todas las cosas de la vida, hasta por su propio
arte? En cl Conservatorio había pasado por ser una pobre máquina
cantante, desprovista de alma. Y de pronto se habla despertado como
bajo el soplo de una entidad divina.
El Ángel de la Música la habla visitado. Canta la Margarita de
Fausto y triunfa... ¡El Ángel de la Música! ¿Quién podría ser el que se
hacía pasar ante sus ojos por aquel maravilloso genio? Quién sería cl
que conociendo la leyenda más cara al anciano Daaé se vale de ella, de
tal modo que la joven artista sólo es entre sus manos un instrumento
sin defensa que hace vibrar a su antojo?
Y Raúl pensaba que semejante aventura no era excepcional. Recordaba
lo que le habla sucedido ala princesa Belmonte, que acababa
de perder a su marido y cuya desesperación se habla convertido en
estupor... Desde hacía un mes la princesa no podía ni hablar ni llorar.
Todas las noches llevaban a la enferma a los jardines, pero no parecía
saber siquiera dónde se encontraba.
Raff, el más grande cantante de Alemania, que estaba de paso en
Nápoles, quiso visitar aquellos jardines, famosos por su belleza. Una
de las damas de compañía de la princesa le rogó al gran artista que
cantara sin dejarse ver, cerca del bosquecillo en que la princesa estaba
recostada. Raff consintió y cantó un aire sencillo, que ella habla oído
en boca de su marido en las primeros tiempos de su casamiento. Aquel
aire expresivo y tocante, la melodía, las palabras, la voz admirable del
artista, todo concurrió a impresionar profundamente el alma de la princesa.
Las lágrimas le brotaron de los ojos..., lloró, se salvó, y quedó
persuadida de que aquella noche su marido habla bajado del cielo para
cantarle la canción de los días felices.
–¡Sí... una noche! Una sola noche –pensaba ahora Raúl –. Pero
aquella hermosa ilusión no hubiera subsistido ante una experiencia
repetida...
Hubiera acabado por descubrir a Raff tras de los arbustos la ideal
y doliente princesa de Belmonte, si hubiera vuelto a oír su voz allí
durante tres meses...
El Ángel de la Música le estaba dando lecciones a Cristina desde
hacia tres meses. ¡Oh!, era un profesor puntual... ¡Y ahora la llevaba a
pasear al bosque!...
Con los dedos crispadas, deslizados sobre el pecho, en que palpitaba
un corazón celoso, Raúl se desgarraba la piel. Carente de
El sobrecito manchado de barro no llevaba estampilla. "Para entregar
al señor vizconde de Chagny" La dirección estaba puesta con
lápiz. Aquel sobre habla sido arrojado al suelo con la esperanza de que
alguien lo recogería y lo llevarla al domicilio, lo cual había sucedido.
La carta, había sido encontrada en la acera de la plaza de la Opera.
Raúl la releyó con fiebre.
No necesitaba más que aquello para que volviera a renacer la esperanza.
La triste imagen que se habla formado durante un instante de
una Cristina olvidada de sus deberes para consigo misma fue substituida
por la otra imagen inocente, víctima de una imprudencia y de su
excesiva sensibilidad.
¿Hasta qué punto sería ahora realmente víctima? ¿De quién era
prisionera? ¿A qué abismo la hablan arrastrado? Se preguntaba estas
cosas con cruel angustia; pero aquel mismo dolor le parecía soportable
al lado de la exaltación en que lo ponla la idea de una Cristina hipócrita
y mentirosa. ¿Qué habla sucedido? ¿Qué influencia la habría dominado?
¿Qué monstruo se la habla arrebatado y con qué armas?
...¿Con qué armas sino con las de la música? Sí, sí, cuanto más lo
pensaba, más se persuadía de que secta por ese lado que descubrirla la
verdad. ¿Había olvidado acaso el tono con que ella le anunció, en Perros,
que había recibido la visita del enviado celeste? ¿Y la propia
historia de Cristina en los últimos tiempos no debía ayudarle a iluminar
las tinieblas en que se debatía? ¿Acaso ignoraba la desesperación que
se apoderó de ella después de la muerte de su padre y el desgano que
había sentido entonces por todas las cosas de la vida, hasta por su propio
arte? En cl Conservatorio había pasado por ser una pobre máquina
cantante, desprovista de alma. Y de pronto se habla despertado como
bajo el soplo de una entidad divina.
El Ángel de la Música la habla visitado. Canta la Margarita de
Fausto y triunfa... ¡El Ángel de la Música! ¿Quién podría ser el que se
hacía pasar ante sus ojos por aquel maravilloso genio? Quién sería cl
que conociendo la leyenda más cara al anciano Daaé se vale de ella, de
tal modo que la joven artista sólo es entre sus manos un instrumento
sin defensa que hace vibrar a su antojo?
Y Raúl pensaba que semejante aventura no era excepcional. Recordaba
lo que le habla sucedido ala princesa Belmonte, que acababa
de perder a su marido y cuya desesperación se habla convertido en
estupor... Desde hacía un mes la princesa no podía ni hablar ni llorar.
Todas las noches llevaban a la enferma a los jardines, pero no parecía
saber siquiera dónde se encontraba.
Raff, el más grande cantante de Alemania, que estaba de paso en
Nápoles, quiso visitar aquellos jardines, famosos por su belleza. Una
de las damas de compañía de la princesa le rogó al gran artista que
cantara sin dejarse ver, cerca del bosquecillo en que la princesa estaba
recostada. Raff consintió y cantó un aire sencillo, que ella habla oído
en boca de su marido en las primeros tiempos de su casamiento. Aquel
aire expresivo y tocante, la melodía, las palabras, la voz admirable del
artista, todo concurrió a impresionar profundamente el alma de la princesa.
Las lágrimas le brotaron de los ojos..., lloró, se salvó, y quedó
persuadida de que aquella noche su marido habla bajado del cielo para
cantarle la canción de los días felices.
–¡Sí... una noche! Una sola noche –pensaba ahora Raúl –. Pero
aquella hermosa ilusión no hubiera subsistido ante una experiencia
repetida...
Hubiera acabado por descubrir a Raff tras de los arbustos la ideal
y doliente princesa de Belmonte, si hubiera vuelto a oír su voz allí
durante tres meses...
El Ángel de la Música le estaba dando lecciones a Cristina desde
hacia tres meses. ¡Oh!, era un profesor puntual... ¡Y ahora la llevaba a
pasear al bosque!...
Con los dedos crispadas, deslizados sobre el pecho, en que palpitaba
un corazón celoso, Raúl se desgarraba la piel. Carente de
experiencia, se preguntaba ahora con terror a qué juego le invitaba aquella
señorita, dándole cita en una próxima mascarada. ¿Hasta qué punto una
muchacha de teatro podría burlarse de un joven completamente novicio
en cl amor? ¡Qué miseria!...
De este modo, el pensamiento de Raúl oscilaba de un extremo a
otro. No sabia si tenerle lástima a Cristina o maldecirla. Y sucesivamente
hacía lo uno y lo otro. Sin embargo, y a todo evento, se proveyó
de un dominó.
Por fin, llegó la hora de la cita. Con la cara cubierta por un antifaz
y "empierrotado" de blanco, al vizconde le pareció muy ridículo verse
revestido con aquel traje de las mascaradas románticas.
Un hombre de mundo no se disfraza para ir al baile de la Opera.
Hubiera sido motivo de burlas.
Un pensamiento consolaba al vizconde, cl de que no lo reconocerían.
Y, además, aquel traje y aquel antifaz tenían otra ventaja; Raúl iba
a poder pasearse allí como en su case, solo, con la tribulación de su
alma y la tristeza de su corazón. No tendría necesidad de fingir; le sería
superfluo componerse una máscara para su cara, puesto que llevaba
una.
Aquel baile era una fiesta excepcional, que se celebraba antes de
los días de carnaval, en honor del aniversario de un ilustre dibujante de
las francachelas de antaño, de un émulo de Gavarny. Por eso tenía un
color mucho más alegre, ruidoso y bohemio que los bailes de máscaras
ordinarias. Numerosos artistas se habían dado cita allí seguidos por
toda una corte de modelos y de fantasmas, que a eso de medianoche
empezaron a hacer un estrépito atroz.
Raúl subió la gran escalera alas doce menos cinco; no se detuvo a
contemplar a su alrededor el espectáculo de los trajes multicolores
agitándose por las gradas de mármol, en uno de los más suntuosos
decorados arquitectónicos del mundo, no se dejó detener por ninguna
máscara bromista, no respondió a ninguna ocurrencia, y rechazó rudamente
la familiaridad demasiado atrevida de algunas parejas alegres en
exceso. Después de atravesar el gran foyer y de escapar a una farándula,
que durante un momento lo envolviera, penetró por fin en el
señorita, dándole cita en una próxima mascarada. ¿Hasta qué punto una
muchacha de teatro podría burlarse de un joven completamente novicio
en cl amor? ¡Qué miseria!...
De este modo, el pensamiento de Raúl oscilaba de un extremo a
otro. No sabia si tenerle lástima a Cristina o maldecirla. Y sucesivamente
hacía lo uno y lo otro. Sin embargo, y a todo evento, se proveyó
de un dominó.
Por fin, llegó la hora de la cita. Con la cara cubierta por un antifaz
y "empierrotado" de blanco, al vizconde le pareció muy ridículo verse
revestido con aquel traje de las mascaradas románticas.
Un hombre de mundo no se disfraza para ir al baile de la Opera.
Hubiera sido motivo de burlas.
Un pensamiento consolaba al vizconde, cl de que no lo reconocerían.
Y, además, aquel traje y aquel antifaz tenían otra ventaja; Raúl iba
a poder pasearse allí como en su case, solo, con la tribulación de su
alma y la tristeza de su corazón. No tendría necesidad de fingir; le sería
superfluo componerse una máscara para su cara, puesto que llevaba
una.
Aquel baile era una fiesta excepcional, que se celebraba antes de
los días de carnaval, en honor del aniversario de un ilustre dibujante de
las francachelas de antaño, de un émulo de Gavarny. Por eso tenía un
color mucho más alegre, ruidoso y bohemio que los bailes de máscaras
ordinarias. Numerosos artistas se habían dado cita allí seguidos por
toda una corte de modelos y de fantasmas, que a eso de medianoche
empezaron a hacer un estrépito atroz.
Raúl subió la gran escalera alas doce menos cinco; no se detuvo a
contemplar a su alrededor el espectáculo de los trajes multicolores
agitándose por las gradas de mármol, en uno de los más suntuosos
decorados arquitectónicos del mundo, no se dejó detener por ninguna
máscara bromista, no respondió a ninguna ocurrencia, y rechazó rudamente
la familiaridad demasiado atrevida de algunas parejas alegres en
exceso. Después de atravesar el gran foyer y de escapar a una farándula,
que durante un momento lo envolviera, penetró por fin en el
pequeño salón que le indicaba el billete de Cristina y una de cuyas paredes
estaba cubierta por completo por la estufa monumental del gran foyer.
Allí, en aquel pequeño espacio habla una aglomeración sofocante,
porque era la encrucijada donde se cruzaban todos los que iban a cenar
a la rotonda o que volvían de beber una copa de champaña. El tumulto
era animado y alegre. Raúl pensó que Cristina habla creído más propicia
aquella aglomeración tumultuosa a un rincón aislado: allí, con un
antifaz, se pasaba por completo inadvertido.
Se recostó ala puerta, y esperó. No tuvo que esperar mucho. Pasó
un dominó negro y le estrechó rápidamente la punta de los dedos.
Comprendió que era ella.
La siguió
–¿Es usted, Cristina? –le preguntó entre dientes.
El dominó se volvió vivamente y levantó el dedo hasta la altura
de los labios, para recomendarle, sin duda, que no repitiera aquel nombre.
Pero él vio en los agujeros del antifaz los ojos, los ojos claros...
No podía equivocarse respecto de aquellos ojos.
Continuó andando en silencio.
Tenía miedo de perderla, después de haberla hallado tan singularmente.
No le tenía ya odio. Ya no dudaba que ella "no tenía nada
que reprocharse", por extraña y equivocada que pareciera su conducta.
Estaba pronto a todas las mansedumbres, a todos los perdones, a todas
las cobardeas. Amaba. Y, sin duda, dentro de un instante le explicaría
la razón de una ausencia tan singular...
El dominó negro se voluta de cuando en cuando para ver si era
seguido siempre por el dominó blanco.
En el momento en que Raúl volvía así a atravesar nuevamente
tras de su guía el gran foyer del público, no pudo menos que notar entre
la aglomeración otra aglomeración... Entre todos los grupos que se
entregaban a las más locas extravagancias, un grupo se oprimía alrededor
de un personaje, cuyo disfraz, actitud original y aspecto macabro,
provocaban sensación.
Aquel personaje estaba todo vestido de escarlata y llevaba un inmenso
sombrero con plumas sobre un cráneo de muerto. ¡Qué perfecta
imitación de una calavera era aquélla! Los pintorcillos lo rodeaban, lo
cumplimentaban, le preguntaban en el taller de qué maestro, frecuentado
por Plutón, le habían dibujado y pintado tan notable cabeza de
muerto. La propia muerte debía haber servido de modelo.
El hombre de la calavera, el sombrero con plumas y cl traje escarlata,
arrastraba por el suelo un inmenso manto de terciopelo rojo,
cuya cola se extendía regiamente, y en aquel manto había sido bordada
en letras de oro una frase que todos leían y repetían en voz alta: "¡No
me toquen! ¡Soy la muerte roja que pasa!”
Y alguien quiso tocarlo..., pero una mano de esqueleto que salió
de una manga de púrpura aferró brutalmente el brazo del imprudente, y
éste, habiendo sentido la presión de los huesecillos, la garra de la
muerte que parecía no le iba a soltar más, lanzó un grito de dolor y de
espanto. Cuando, por fin, la muerte roja le devolvió su libertad, huyó
como un loco en medio de la rechifla. Fue en aquel momento que Raúl
se cruzó con el fúnebre personaje, que precisamente acababa de volverse
hacia su lado. Y estuvo a punto de lanzar un grito: "La calavera
de Perros-Guirec". La había reconocido. Quiso precipitarse, olvidando
a Cristina; pero el dominó negro, que parecía ser presa él también de
una profunda agitación, le tomó cl brazo y lo arrastró..., lo arrastró
fuera del foyer, fuera de aquella muchedumbre endemoniada, entre la
cual paseaba la "Muerte roja"... A cada instante el dominó negro se
volvía y durante dos veces creyó ver sin duda algo que la llenaba de
espanto, porque precipitó su marcha y la de Raúl, como si los fueran
persiguiendo.
Así subieron dos pisos. Allí las escaleras y corredores del teatro
estaban casi desiertos. El dominó negro empujó la puerta de un palco y
te hizo seña al dominó blanco de que lo siguiera. Cristina (porque era
ella, habla reconocido sus ojos y reconoció luego su voz), Cristina
cerró enseguida la puerta del palco y le recomendó en voz baja a Raúl
que permaneciera en el antepalco y no se mostrara. Raúl se quitó el
antifaz. Cristina conservó el suyo. Y en el momento que el joven iba a
rogarle a la cantante que se descubriera la faz, le llamó la atención ver
que aquélla se inclinaba contra el tabique, para escuchar atentamente lo
que pasaba en el palco de al lado. Fue apenas que le oyó murmurar a
Cristina estas palabras:
–Hay alguien en el palco vecino... lo oigo moverse.
Quiso hablar, decirle que nada era más fácil que ir a hablar a otra
parte, pero ella le cerró los labios con un ¡chist! enérgico.
Cristina se deslizó, inclinándose sobre el antepecho del palco, y echó
una furtiva mirada hacia fuera, y esto le bastó para cerciorarse, porque
enseguida se echó para atrás, diciendo: "También me pareció haber
reconocido su voz. Está hablando solo”
Raúl, que comenzaba a intrigarse seriamente con las precauciones
de Cristina, le preguntó:
–¿Quién es?
–¡Es un capuchino! –le contestó siempre con voz baja, y estoy
cierta de que el otro va a venir enseguida.
–¿Qué otro? –Preguntó el vizconde en el mismo tono.
–El otro capuchino.
–Si teme usted tanto la vecindad de los capuchinos –repuso Raúl,
¡vámonos!
Pero Cristina parecía estar muy agitada.
–¡Oh! Ahora sería muy imprudente. ¡Sería una insensatez!... ¿Por
qué me diría que tenía cita en el "palco de los ciegos", que queda debajo?
De pronto se puso de pie.
–¡Pero entonces va a venir él también! Sí, ¡apartamos!, ¡partamos!
Abrió la puerta del palco y la volvió a cerrar casi enseguida.
–Demasiado tarde.
Y visiblemente se puso a temblar.
–Póngase el antifaz, "señor", y no se lo vuelva a quitar por ningún
motivo.
Y se apoyó contra la puerta, como para impedir que la abrieran.
Cristina desfallecía; Raúl quiso retenerla, pero ella lo apartó con la
mano y le indicó el tabique.
Enseguida se oyó una voz que decía:
–En fin, señor, aquí estamos, ¿pero no le parece que estaríamos
mejor para conversar en su escritorio? ¡Aquí, señor, siempre es de
temer un oído indiscreto! ¡Vamos a su escritorio, señor!
Y sólo se oyó entonces el ruido de una puerta que se abría...
Cristina exhaló un profundo suspiró. Parecía que al fin le era posible
respirar.
Y entreabrió la puerta diciendo:
–¡Ya no hay peligro, Raúl; pero he tenido mucho miedo!...
–¿Miedo de qué? ¿qué es lo que la asusta? Es preciso que me lo
diga, Cristina Imploró el joven, que se preguntaba si no iba a saber al
fin la explicación de todas aquellas extrañas idas y venidas, de todos
aquellos gestos de desesperación y de espanto.
Cristina no le respondió. Continuaba mirando atentamente por cl
intersticio pie la puerta y del tabique que pasaba en el corredor.
Raúl miró por detrás de ella. Vio ante todo dos frailes que se parecían
como si fueran gemelos y que ya iban bajando la escalera de los
palcos del segundo rango.
Los dos capuchones que les cubrían la cabeza no fueron muy luego
más que dos conos oscuros que sobresalían de la línea de los primeros
escalones y luego desaparecieron. En ese mismo instante Raúl, que
seguía la mirada de Cristina, vio posarse en el escalón más alto de la
escalera que ascendía al piso superior, un "pie rojo"
...Y luego, dos pies rojos..., y lentamente, majestuosamente, bajó
todo el traje escarlata de la muerte roja. Y volvió a ver la cabeza de
muerto de Perros-Guirec.
–¡Es él! –exclamó. ¡Esta vez no se me escapará!
Pero Cristina habla cerrado la puerta en el momento en que Raúl
se precipitaba. Quiso apartarla de su camino.
–¿Y quién es él? –le preguntó con voz desolada; ¿quién es, que
no se le escapará?
Brutalmente, Raúl trató de vencer la resistencia de la joven, pero
ella lo rechazaba con una fuerza inesperada... Comprendió o creyó
comprender, y se puso furioso enseguida.
–¿Quién es? –dijo con rabia. ¡Quién ha de ser sino él! ¡El hombre
que se oculta bajo esa atroz máscara mortuoria!.. el genio malo del
cementerio de Perros!... ¡la "Muerte Roja!"... En fin, su amigo, señora...
su Ángel de la Música. Pero yo le he de arrancar la careta, como
me atranco la mía, y nos miraremos esta vez cara a cara, sin velos ni
mentiras, y sabré quién es el que la ama y a quién ama usted.
Y estalló en una risa insensata, mientras que Cristina, detrás de su
antifaz, exhalaba un sollozo de angustia.
Extendió con un ademán trágico sus brazos, que pusieron una valla
de blancura sobre la puerta.
–¡En nombre de nuestro amor, Raúl, usted no saldrá de aquí!...
Raúl se detuvo, ¿Qué había dicho? ¿En nombre de su amor? ¡Pero
si jamás le había dicho hasta entonces que lo amara! Y, sin embargo,
no había sido por falta de ocasiones.
¡Ya lo había visto desesperado, lloroso ante ella, implorando una
palabra buena, una palabra de esperanza que no había querido decirle!...
Lo había visto enfermo, casi muerto de terror y de frío, después
de la noche del cementerio de Perros... ¿Se había quedado siquiera a su
lado en cl momento que más necesitaba de sus cuidados? ¡No, había
huido!.. ¡Y decía que lo amaba! Hablaba en nombre de su amor. Vamos,
no tenía más propósito que ganar algunos segundos... El tiempo
necesario para que la "Muerte Roja" escapara... ¿Su amor? ¡Mentira!
Y se lo dijo con acento de odio infantil.
–¡Miente usted, señora! ¡Usted no me quiere ni me ha querido
nunca! Es preciso ser pobre y desgraciado joven como yo, para dejarse
burlar, para dejarse poner en ridículo como yo. ¿Por qué entonces con
su actitud, con la alegría de su mirada, con su mismo silencio me permitió
usted concebir todas las esperanzas? Todas las esperanzas honestas,
señora; porque yo soy un hombre honesto y la creta a usted una
mujer honrada, mientras que sólo tenia usted la intención de burlarse
de mí. ¡Oh!, ¡sí, se ha burlado usted de todo el mundo! Usted ha abusado
vergonzosamente del corazón cándido de su propia bienhechora,
que sigue, sin embargo, creyendo en su sinceridad, cuando anda usted
pavoneando por el baile de máscaras de la Opera con personaje macabro...
¡La desprecio!...
Y se echó a llorar. Cristina dejaba que la injuriase. Sólo pensaba
en una cosa: retenerlo.
–¡Un día, Raúl, me ha de pedir usted perdón de todas estas calumnias,
y yo lo perdonaré!...
Raúl sacudió la cabeza.
–¡No! ¡no! ¡Usted me había vuelto loco! ¡Cuándo pienso que yo,
cl vizconde Raúl de Chagny, sólo pensaba en darle mi nombre a una
mujerzuela de teatro!
–¡Raúl! ¡Desdichado!
–¡Me moriré de vergüenza!
–¡Viva usted, amigo mío –dijo la voz grave de Cristina –, y
¡adiós! ¡Adiós, Raúl!
El joven se adelantó con paso vacilante. Se atrevió aún a decir un
sarcasmo.
–¡Oh!, permítame que venga a aplaudirla de cuando en cuando.
–¡No volveré a cantar jamás, Raúl!...
–¿De veras? –agregó con más ironía aún... Puede usted prescindir
del teatro: ¡la felicito!... ¡Ya nos veremos en el bosque una de estas
noches!
Ni en el bosque, ni en ninguna otra parte, no me volverá a ver jamás,
Raúl!
–¿Podría saber al menos en qué tinieblas va a hundirse, a qué infierno...
o a qué paraíso, se marcha usted, señora?
–Había venido para decirle, amigo mío... ¡pero ya no puedo decirle
nada, usted no me creerla!... ¡Ha perdido usted la fe en mí, Raúl, y
todo ha concluido!...
Cristina dijo "todo ha concluido", con un acento tan desesperado,
que el joven se estremeció y el remordimiento de su crueldad empezó a
hacerlo vacilar...
–Pero, en fin, ¿por qué no me dice usted qué significa todo esto?
Usted es libre, nada la retiene... Pasea usted por la ciudad..., se pone
usted un dominó para correr al baile... ¿Por qué no vuelve usted a su
case? ¿Qué hace usted desde hace quince días? ¿Qué significa esa
absurda historia del Ángel de la Música, que le ha contado usted a la
señora de Valerius? Alguien ha podido engañarla, abusando de su
credulidad... Yo mismo lo he comprobado en Perros..., pero ahora ya
sabe usted a qué atenerse...; usted, Cristina, es una persona sensata...
¡Usted sabe lo que hace!... ¡y, sin embargo, la señora Valerius sigue
esperándola e invocando su buen "Genio"! ¡Explíquese, Cristina, se lo
ruego!... ¿Cómo quiere que no interprete mal todo esto? ¿Qué significa,
en fin, esta comedia?...
Cristina se quitó sencillamente el antifaz, y dijo:
–¡Es una tragedia, amigo mío!
Raúl vio entonces su cara y no pudo contener una exclamación de
sorpresa y de espanto.
Los frescos colores de antes habían desaparecido. Una palidez
mortal bañaba aquellas facciones, que habla conocido tan encantadoras
y tan suaves, reflejos de la gracia apacible y de la conciencia tranquila.
¡Qué atormentados estaban ahora! El surco del dolor los había demacrado
implacablemente, y los bellos ojos claros de Cristina, antaño tan
límpidos como los lagos que servían de ojos ala pequeña Lota, aparecían
aquella noche de una profundidad ricura, misteriosa c insondable,
y todas rodeados por una sombra espantosamente triste.
–¡Amiga mía! Amiga mía –sollozó Raúl –, usted me ha prometido
perdonarme...
–Quizá... quizá algún día... –dijo Cristina, volviéndose a poner el
antifaz, y se fue haciéndole un ademán que le prohibía seguirla y que
lo echaba de su lado.
Quiso precipitarse tras ella, pero Cristina se volvió y repitió su
ademán de adiós con tal autoridad soberana, que Raúl no se atrevió a
dar un solo paso.
La miró alejarse... Y luego bajó a mezclarse con la muchedumbre,
no sabiendo precisamente lo que hacia, con el corazón desgarrado y
sintiendo martillazos en las sienes.
Preguntó al atravesar la sala si habían visto pasar la "Muerte Roja".
"¿Qué es eso de la "Muerte Roja"?, le decían. Y él respondía: "Es
un individuo disfrazado con una calavera y un gran manto colorado".
Por todas partes le decían que acababa de pasar la "Muerte Roja",
arrastrando su manto regio, pero no la encontró en ninguna parte, y a
eso de las dos de la mañana se encontró en el pasadizo que, por detrás
de la escena, conducta al camarín de Cristina Daaé.
Sin quererlo, habla ido a dar a aquel sitio en que habla comenzado
a sufrir. Golpeó a la puerta. No le respondieron. Entró como entrara
cuando buscaba por todas partes la "voz de hombre". El camarín estaba
desierto. Un pico de gas ardía muy bajo, como un velador. En un pequeño
escritorio había papel de cartas. Pensó en escribirle a Cristina,
pero oyó pasos en el corredor...
Apenas tuvo tiempo de esconderse en el boudoir, que estaba separado
del camarín por una simple cortina. Una mano empujó la puerta.
¡Era Cristina!
Contuvo la respiración. ¡Quería ver! ¡Quería saber!... Algo le decía
que iba a asistir a un paso misterio y que quizás iba a comenzar a
comprender...
Cristina entró, se quitó el antifaz con un ademán de cansancio y
lo arrojó sobre la mesa. Suspiró y dejó caer la cabeza entre las manos...
¿En qué pensaba? ¿En Raúl?... ¡no!, porque Raúl la oyó murmurar:
"¡Pobre Erik!".
Primero creyó haber oído mal.
Primero, porque estaba persuadido que si había alguien a quien
compadecer era él. Nada más natural que después de lo que acababa de
pasar entre ellos, dijera entre dos suspiros: "¡Pobre Raúl!" Pero Cristina
repitió, meneando la cabeza: "¡Pobre Erik!" ¿Quién era ese Erik que
venía a mezclarse en los suspiros de Cristina y por qué la pequeña hada
del Norte compadecía a Erik, cuando Raúl era tan desgraciado?
Cristina se puso a escribir tan tranquila, serena y pacíficamente,
que Raúl, que temblaba aún a causa del drama que los separaba, se
sintió molestamente impresionado. "¡Cuanta sangre fría!", pensaba.
Siguió escribiendo así, llenando dos, tres, cuatro cuartillas. De pronto
irguió la cabeza y se ocultó las cuartillas en el seno... parecía
estaba cubierta por completo por la estufa monumental del gran foyer.
Allí, en aquel pequeño espacio habla una aglomeración sofocante,
porque era la encrucijada donde se cruzaban todos los que iban a cenar
a la rotonda o que volvían de beber una copa de champaña. El tumulto
era animado y alegre. Raúl pensó que Cristina habla creído más propicia
aquella aglomeración tumultuosa a un rincón aislado: allí, con un
antifaz, se pasaba por completo inadvertido.
Se recostó ala puerta, y esperó. No tuvo que esperar mucho. Pasó
un dominó negro y le estrechó rápidamente la punta de los dedos.
Comprendió que era ella.
La siguió
–¿Es usted, Cristina? –le preguntó entre dientes.
El dominó se volvió vivamente y levantó el dedo hasta la altura
de los labios, para recomendarle, sin duda, que no repitiera aquel nombre.
Pero él vio en los agujeros del antifaz los ojos, los ojos claros...
No podía equivocarse respecto de aquellos ojos.
Continuó andando en silencio.
Tenía miedo de perderla, después de haberla hallado tan singularmente.
No le tenía ya odio. Ya no dudaba que ella "no tenía nada
que reprocharse", por extraña y equivocada que pareciera su conducta.
Estaba pronto a todas las mansedumbres, a todos los perdones, a todas
las cobardeas. Amaba. Y, sin duda, dentro de un instante le explicaría
la razón de una ausencia tan singular...
El dominó negro se voluta de cuando en cuando para ver si era
seguido siempre por el dominó blanco.
En el momento en que Raúl volvía así a atravesar nuevamente
tras de su guía el gran foyer del público, no pudo menos que notar entre
la aglomeración otra aglomeración... Entre todos los grupos que se
entregaban a las más locas extravagancias, un grupo se oprimía alrededor
de un personaje, cuyo disfraz, actitud original y aspecto macabro,
provocaban sensación.
Aquel personaje estaba todo vestido de escarlata y llevaba un inmenso
sombrero con plumas sobre un cráneo de muerto. ¡Qué perfecta
imitación de una calavera era aquélla! Los pintorcillos lo rodeaban, lo
cumplimentaban, le preguntaban en el taller de qué maestro, frecuentado
por Plutón, le habían dibujado y pintado tan notable cabeza de
muerto. La propia muerte debía haber servido de modelo.
El hombre de la calavera, el sombrero con plumas y cl traje escarlata,
arrastraba por el suelo un inmenso manto de terciopelo rojo,
cuya cola se extendía regiamente, y en aquel manto había sido bordada
en letras de oro una frase que todos leían y repetían en voz alta: "¡No
me toquen! ¡Soy la muerte roja que pasa!”
Y alguien quiso tocarlo..., pero una mano de esqueleto que salió
de una manga de púrpura aferró brutalmente el brazo del imprudente, y
éste, habiendo sentido la presión de los huesecillos, la garra de la
muerte que parecía no le iba a soltar más, lanzó un grito de dolor y de
espanto. Cuando, por fin, la muerte roja le devolvió su libertad, huyó
como un loco en medio de la rechifla. Fue en aquel momento que Raúl
se cruzó con el fúnebre personaje, que precisamente acababa de volverse
hacia su lado. Y estuvo a punto de lanzar un grito: "La calavera
de Perros-Guirec". La había reconocido. Quiso precipitarse, olvidando
a Cristina; pero el dominó negro, que parecía ser presa él también de
una profunda agitación, le tomó cl brazo y lo arrastró..., lo arrastró
fuera del foyer, fuera de aquella muchedumbre endemoniada, entre la
cual paseaba la "Muerte roja"... A cada instante el dominó negro se
volvía y durante dos veces creyó ver sin duda algo que la llenaba de
espanto, porque precipitó su marcha y la de Raúl, como si los fueran
persiguiendo.
Así subieron dos pisos. Allí las escaleras y corredores del teatro
estaban casi desiertos. El dominó negro empujó la puerta de un palco y
te hizo seña al dominó blanco de que lo siguiera. Cristina (porque era
ella, habla reconocido sus ojos y reconoció luego su voz), Cristina
cerró enseguida la puerta del palco y le recomendó en voz baja a Raúl
que permaneciera en el antepalco y no se mostrara. Raúl se quitó el
antifaz. Cristina conservó el suyo. Y en el momento que el joven iba a
rogarle a la cantante que se descubriera la faz, le llamó la atención ver
que aquélla se inclinaba contra el tabique, para escuchar atentamente lo
que pasaba en el palco de al lado. Fue apenas que le oyó murmurar a
Cristina estas palabras:
–Hay alguien en el palco vecino... lo oigo moverse.
Quiso hablar, decirle que nada era más fácil que ir a hablar a otra
parte, pero ella le cerró los labios con un ¡chist! enérgico.
Cristina se deslizó, inclinándose sobre el antepecho del palco, y echó
una furtiva mirada hacia fuera, y esto le bastó para cerciorarse, porque
enseguida se echó para atrás, diciendo: "También me pareció haber
reconocido su voz. Está hablando solo”
Raúl, que comenzaba a intrigarse seriamente con las precauciones
de Cristina, le preguntó:
–¿Quién es?
–¡Es un capuchino! –le contestó siempre con voz baja, y estoy
cierta de que el otro va a venir enseguida.
–¿Qué otro? –Preguntó el vizconde en el mismo tono.
–El otro capuchino.
–Si teme usted tanto la vecindad de los capuchinos –repuso Raúl,
¡vámonos!
Pero Cristina parecía estar muy agitada.
–¡Oh! Ahora sería muy imprudente. ¡Sería una insensatez!... ¿Por
qué me diría que tenía cita en el "palco de los ciegos", que queda debajo?
De pronto se puso de pie.
–¡Pero entonces va a venir él también! Sí, ¡apartamos!, ¡partamos!
Abrió la puerta del palco y la volvió a cerrar casi enseguida.
–Demasiado tarde.
Y visiblemente se puso a temblar.
–Póngase el antifaz, "señor", y no se lo vuelva a quitar por ningún
motivo.
Y se apoyó contra la puerta, como para impedir que la abrieran.
Cristina desfallecía; Raúl quiso retenerla, pero ella lo apartó con la
mano y le indicó el tabique.
Enseguida se oyó una voz que decía:
–En fin, señor, aquí estamos, ¿pero no le parece que estaríamos
mejor para conversar en su escritorio? ¡Aquí, señor, siempre es de
temer un oído indiscreto! ¡Vamos a su escritorio, señor!
Y sólo se oyó entonces el ruido de una puerta que se abría...
Cristina exhaló un profundo suspiró. Parecía que al fin le era posible
respirar.
Y entreabrió la puerta diciendo:
–¡Ya no hay peligro, Raúl; pero he tenido mucho miedo!...
–¿Miedo de qué? ¿qué es lo que la asusta? Es preciso que me lo
diga, Cristina Imploró el joven, que se preguntaba si no iba a saber al
fin la explicación de todas aquellas extrañas idas y venidas, de todos
aquellos gestos de desesperación y de espanto.
Cristina no le respondió. Continuaba mirando atentamente por cl
intersticio pie la puerta y del tabique que pasaba en el corredor.
Raúl miró por detrás de ella. Vio ante todo dos frailes que se parecían
como si fueran gemelos y que ya iban bajando la escalera de los
palcos del segundo rango.
Los dos capuchones que les cubrían la cabeza no fueron muy luego
más que dos conos oscuros que sobresalían de la línea de los primeros
escalones y luego desaparecieron. En ese mismo instante Raúl, que
seguía la mirada de Cristina, vio posarse en el escalón más alto de la
escalera que ascendía al piso superior, un "pie rojo"
...Y luego, dos pies rojos..., y lentamente, majestuosamente, bajó
todo el traje escarlata de la muerte roja. Y volvió a ver la cabeza de
muerto de Perros-Guirec.
–¡Es él! –exclamó. ¡Esta vez no se me escapará!
Pero Cristina habla cerrado la puerta en el momento en que Raúl
se precipitaba. Quiso apartarla de su camino.
–¿Y quién es él? –le preguntó con voz desolada; ¿quién es, que
no se le escapará?
Brutalmente, Raúl trató de vencer la resistencia de la joven, pero
ella lo rechazaba con una fuerza inesperada... Comprendió o creyó
comprender, y se puso furioso enseguida.
–¿Quién es? –dijo con rabia. ¡Quién ha de ser sino él! ¡El hombre
que se oculta bajo esa atroz máscara mortuoria!.. el genio malo del
cementerio de Perros!... ¡la "Muerte Roja!"... En fin, su amigo, señora...
su Ángel de la Música. Pero yo le he de arrancar la careta, como
me atranco la mía, y nos miraremos esta vez cara a cara, sin velos ni
mentiras, y sabré quién es el que la ama y a quién ama usted.
Y estalló en una risa insensata, mientras que Cristina, detrás de su
antifaz, exhalaba un sollozo de angustia.
Extendió con un ademán trágico sus brazos, que pusieron una valla
de blancura sobre la puerta.
–¡En nombre de nuestro amor, Raúl, usted no saldrá de aquí!...
Raúl se detuvo, ¿Qué había dicho? ¿En nombre de su amor? ¡Pero
si jamás le había dicho hasta entonces que lo amara! Y, sin embargo,
no había sido por falta de ocasiones.
¡Ya lo había visto desesperado, lloroso ante ella, implorando una
palabra buena, una palabra de esperanza que no había querido decirle!...
Lo había visto enfermo, casi muerto de terror y de frío, después
de la noche del cementerio de Perros... ¿Se había quedado siquiera a su
lado en cl momento que más necesitaba de sus cuidados? ¡No, había
huido!.. ¡Y decía que lo amaba! Hablaba en nombre de su amor. Vamos,
no tenía más propósito que ganar algunos segundos... El tiempo
necesario para que la "Muerte Roja" escapara... ¿Su amor? ¡Mentira!
Y se lo dijo con acento de odio infantil.
–¡Miente usted, señora! ¡Usted no me quiere ni me ha querido
nunca! Es preciso ser pobre y desgraciado joven como yo, para dejarse
burlar, para dejarse poner en ridículo como yo. ¿Por qué entonces con
su actitud, con la alegría de su mirada, con su mismo silencio me permitió
usted concebir todas las esperanzas? Todas las esperanzas honestas,
señora; porque yo soy un hombre honesto y la creta a usted una
mujer honrada, mientras que sólo tenia usted la intención de burlarse
de mí. ¡Oh!, ¡sí, se ha burlado usted de todo el mundo! Usted ha abusado
vergonzosamente del corazón cándido de su propia bienhechora,
que sigue, sin embargo, creyendo en su sinceridad, cuando anda usted
pavoneando por el baile de máscaras de la Opera con personaje macabro...
¡La desprecio!...
Y se echó a llorar. Cristina dejaba que la injuriase. Sólo pensaba
en una cosa: retenerlo.
–¡Un día, Raúl, me ha de pedir usted perdón de todas estas calumnias,
y yo lo perdonaré!...
Raúl sacudió la cabeza.
–¡No! ¡no! ¡Usted me había vuelto loco! ¡Cuándo pienso que yo,
cl vizconde Raúl de Chagny, sólo pensaba en darle mi nombre a una
mujerzuela de teatro!
–¡Raúl! ¡Desdichado!
–¡Me moriré de vergüenza!
–¡Viva usted, amigo mío –dijo la voz grave de Cristina –, y
¡adiós! ¡Adiós, Raúl!
El joven se adelantó con paso vacilante. Se atrevió aún a decir un
sarcasmo.
–¡Oh!, permítame que venga a aplaudirla de cuando en cuando.
–¡No volveré a cantar jamás, Raúl!...
–¿De veras? –agregó con más ironía aún... Puede usted prescindir
del teatro: ¡la felicito!... ¡Ya nos veremos en el bosque una de estas
noches!
Ni en el bosque, ni en ninguna otra parte, no me volverá a ver jamás,
Raúl!
–¿Podría saber al menos en qué tinieblas va a hundirse, a qué infierno...
o a qué paraíso, se marcha usted, señora?
–Había venido para decirle, amigo mío... ¡pero ya no puedo decirle
nada, usted no me creerla!... ¡Ha perdido usted la fe en mí, Raúl, y
todo ha concluido!...
Cristina dijo "todo ha concluido", con un acento tan desesperado,
que el joven se estremeció y el remordimiento de su crueldad empezó a
hacerlo vacilar...
–Pero, en fin, ¿por qué no me dice usted qué significa todo esto?
Usted es libre, nada la retiene... Pasea usted por la ciudad..., se pone
usted un dominó para correr al baile... ¿Por qué no vuelve usted a su
case? ¿Qué hace usted desde hace quince días? ¿Qué significa esa
absurda historia del Ángel de la Música, que le ha contado usted a la
señora de Valerius? Alguien ha podido engañarla, abusando de su
credulidad... Yo mismo lo he comprobado en Perros..., pero ahora ya
sabe usted a qué atenerse...; usted, Cristina, es una persona sensata...
¡Usted sabe lo que hace!... ¡y, sin embargo, la señora Valerius sigue
esperándola e invocando su buen "Genio"! ¡Explíquese, Cristina, se lo
ruego!... ¿Cómo quiere que no interprete mal todo esto? ¿Qué significa,
en fin, esta comedia?...
Cristina se quitó sencillamente el antifaz, y dijo:
–¡Es una tragedia, amigo mío!
Raúl vio entonces su cara y no pudo contener una exclamación de
sorpresa y de espanto.
Los frescos colores de antes habían desaparecido. Una palidez
mortal bañaba aquellas facciones, que habla conocido tan encantadoras
y tan suaves, reflejos de la gracia apacible y de la conciencia tranquila.
¡Qué atormentados estaban ahora! El surco del dolor los había demacrado
implacablemente, y los bellos ojos claros de Cristina, antaño tan
límpidos como los lagos que servían de ojos ala pequeña Lota, aparecían
aquella noche de una profundidad ricura, misteriosa c insondable,
y todas rodeados por una sombra espantosamente triste.
–¡Amiga mía! Amiga mía –sollozó Raúl –, usted me ha prometido
perdonarme...
–Quizá... quizá algún día... –dijo Cristina, volviéndose a poner el
antifaz, y se fue haciéndole un ademán que le prohibía seguirla y que
lo echaba de su lado.
Quiso precipitarse tras ella, pero Cristina se volvió y repitió su
ademán de adiós con tal autoridad soberana, que Raúl no se atrevió a
dar un solo paso.
La miró alejarse... Y luego bajó a mezclarse con la muchedumbre,
no sabiendo precisamente lo que hacia, con el corazón desgarrado y
sintiendo martillazos en las sienes.
Preguntó al atravesar la sala si habían visto pasar la "Muerte Roja".
"¿Qué es eso de la "Muerte Roja"?, le decían. Y él respondía: "Es
un individuo disfrazado con una calavera y un gran manto colorado".
Por todas partes le decían que acababa de pasar la "Muerte Roja",
arrastrando su manto regio, pero no la encontró en ninguna parte, y a
eso de las dos de la mañana se encontró en el pasadizo que, por detrás
de la escena, conducta al camarín de Cristina Daaé.
Sin quererlo, habla ido a dar a aquel sitio en que habla comenzado
a sufrir. Golpeó a la puerta. No le respondieron. Entró como entrara
cuando buscaba por todas partes la "voz de hombre". El camarín estaba
desierto. Un pico de gas ardía muy bajo, como un velador. En un pequeño
escritorio había papel de cartas. Pensó en escribirle a Cristina,
pero oyó pasos en el corredor...
Apenas tuvo tiempo de esconderse en el boudoir, que estaba separado
del camarín por una simple cortina. Una mano empujó la puerta.
¡Era Cristina!
Contuvo la respiración. ¡Quería ver! ¡Quería saber!... Algo le decía
que iba a asistir a un paso misterio y que quizás iba a comenzar a
comprender...
Cristina entró, se quitó el antifaz con un ademán de cansancio y
lo arrojó sobre la mesa. Suspiró y dejó caer la cabeza entre las manos...
¿En qué pensaba? ¿En Raúl?... ¡no!, porque Raúl la oyó murmurar:
"¡Pobre Erik!".
Primero creyó haber oído mal.
Primero, porque estaba persuadido que si había alguien a quien
compadecer era él. Nada más natural que después de lo que acababa de
pasar entre ellos, dijera entre dos suspiros: "¡Pobre Raúl!" Pero Cristina
repitió, meneando la cabeza: "¡Pobre Erik!" ¿Quién era ese Erik que
venía a mezclarse en los suspiros de Cristina y por qué la pequeña hada
del Norte compadecía a Erik, cuando Raúl era tan desgraciado?
Cristina se puso a escribir tan tranquila, serena y pacíficamente,
que Raúl, que temblaba aún a causa del drama que los separaba, se
sintió molestamente impresionado. "¡Cuanta sangre fría!", pensaba.
Siguió escribiendo así, llenando dos, tres, cuatro cuartillas. De pronto
irguió la cabeza y se ocultó las cuartillas en el seno... parecía
escuchar... Raúl también escuchaba... ¿De dónde venta aquel ruido extraño,
aquel ritmo lejano?
Un canto sordo parecía salir de las paredes... ¡Sí, se hubiera dicho
que las paredes cantaban!... El canto se tornaba más claro, las palabras
más inteligibles... se distinguió una voz... una voz muy bella, muy
suave y atrayente... pero tanta suavidad se mantenía, sin embargo, viril,
y era posible advertir que aquella voz no era de mujer. La voz se iba
aproximando siempre... brotó de la pared... llegó... y ahora la voz "estaba
en la pieza", delante de Cristina. Cristina se puso de pie y le habló
a la voz, como alguien que hubiese estado a su lado.
–Aquí estoy, Erik –dijo Cristina –, estoy pronta. Es usted, amigo
mío, el que llega retrasado.
Raúl, que miraba prudentemente, oculto en la cortina, no podía
creer en sus ojos, que no le mostraban nada.
La fisonomía de Cristina se iluminó. Una sonrisa breve vino a posarse
en sus labios exangües, una sonrisa como la de las convalecientes
cuando comienzan a sentir que el mal que las ha atacado no se las
llevará.
La voz sin cuerpo se puso de nuevo a cantar, y sin duda que Raúl
nunca había oído nada en el mundo –como voz que uniera al mismo
tiempo, con el mismo aliento, los extremos –nada más ampliamente y
heroicamente suave, nada más victoriosamente insidioso, nada más
delicado en la fineza, nada más fuerte en la delicadeza, en fin, nada
más irresistiblemente triunfante. Había allí acento definitivos, que
cantaban como el amor y que, ciertamente, por la sola virtud de su
audición, debían hacer nacer los acentos más elevados en los seres que
sienten, aman y traducen la música. Había allí una fuente tranquila y
pura de armonía, en la que los fieles podían devotamente beber, ciertos
de que en ella bebían la gracia musical. Y su arte, de golpe, habiendo
tocado lo divino, quedaba transfigurado. Raúl oía aquella voz con
fiebre y comenzaba a comprender cómo Cristina Daaé pudo aparecer
una noche ante el público estupefacto, exhalando acentos de una belleza
desconocida, de una exaltación sobrehumana, encontrándose, sin
duda, todavía bajo la influencia del invisible maestro. Y comprendía
tanto más tan considerable acontecimiento al escuchar la voz excepcional,
que no cantaba precisamente nada de excepcional: con un poco
de lodo habla tallado zafiros. La trivialidad del verso y la vulgaridad
casi popular de la melodía parecían tanto más convertidas en belleza
por un soplo que las levantaba y arrebataba al cielo en las alas de la
pasión. Porque aquella voz angélica glorificaba un himno pagano.
Aquella voz cantaba la "noche de himeneo", de "Romeo y Julieta".
Raúl vio a Cristina extendiendo los brazos hacia la voz, como había
hecho en el cementerio de Perros hacia el violín invisible que tocaba
la “Resurrección de Lázaro".
Nada podría expresar la pasión con que la voz dijo:
La destinée t'enchaîne â moi sans retour!...
Raúl sintió que una puñalada le partía cl corazón, y, luchando
contra el encanto que parecía quitarle toda voluntad y toda energía y
casi toda la lucidez en cl momento en que más la necesitaba, consiguió
correr h cortina que lo exultaba y dirigirse hacia Cristina. Esta, que se
dirigía hacia cl fondo del camarín, revestido por un espejo que reproducía
su imagen, no lo podía ver, porque estaba a sus espaldas y completamente
oculto por ella.
La destinée t énchaîne à moi sans retour!...
Cristina se dirigía siempre hacia su imagen reflejada, y su imagen
descendía hacia ella. Las dos Cristinas –el cuerpo y la imagen –acabaron
por tocarse, por confundirse, y Raúl extendió los brazos para tomarlas
de un golpe a las dos.
Pero, por un milagro, deslumbrador, que lo hizo tambalear, Raúl
fue empujado hacia atrás y mientras que un viento helado le azotaba la
cera, no vio ya dos, sino cuatro, ocho, veinte Cristinas que giraban a su
alrededor, con tal levedad, que se burlaban de él, y con tal rapidez lo
esquivaban, que sus manas no pudieron tocar ninguna. Por último, todo
quedó inmóvil, y Raúl se vio en el espejo. Pero Cristina habla desaparecido.
Se precipitó hacia cl espejo. Golpeó las paredes. ¡Nadie! Y, sin
embargo, en cl camarín resonaba aún con un ritmo lejano, apasionado:
La destinée t'enchaîne à moi sans retour!...
Sus manos aprisionaron su frente sudorosa, palparon su carne
despierta, tantearon la penumbra, devolvieron a la luz cl gesto de su
fuerza. Estaba seguro de que no soñaba. Se encontraba en cl centro de
un juego formidable, físico y moral, del que no conocía la clave y que
quizá lo iba a hacer pedazos. Se parecía vagamente a un príncipe
aventurero, que ha cruzado cl límite vedado de un cuento de hadas y
que ya no debe sorprenderse de ser presa de los fenómenos mágicos,
que inconsideradamente ha desafiado y desencadenado por amor...
–¿Por dónde se había marchado Cristina? ¿Por dónde?...
–¿Por dónde volvería?
–¿Volvería al menos?... ¡Ay!, ¿no le había dicho que todo había
concluido?... ¿y acaso las paredes no repetían aún: "La destinée t'enchaîne
a moi sans retour"? ¿Encadenada a qué?, ¿a quién?
Entonces, extenuado, vencido, con cl cerebro vacío, se sentó en cl
propio sitio que hacía un instante ocupaba Cristina. Como ella, dejó
caer la cabeza entre las manos. Cuando la levantó, las lágrimas corrían
por su faz, abundantes y pesadas, como las de los niños celosos, lágrimas
que lloraban una desdicha nada fantástica, común a todos los
amantes de la tierra, y que Raúl tradujo en voz alta.
–¿Quién es ese Erik? –murmuró.
_
CAPITULO XI
EL SOBRE MÁGICO
aquel ritmo lejano?
Un canto sordo parecía salir de las paredes... ¡Sí, se hubiera dicho
que las paredes cantaban!... El canto se tornaba más claro, las palabras
más inteligibles... se distinguió una voz... una voz muy bella, muy
suave y atrayente... pero tanta suavidad se mantenía, sin embargo, viril,
y era posible advertir que aquella voz no era de mujer. La voz se iba
aproximando siempre... brotó de la pared... llegó... y ahora la voz "estaba
en la pieza", delante de Cristina. Cristina se puso de pie y le habló
a la voz, como alguien que hubiese estado a su lado.
–Aquí estoy, Erik –dijo Cristina –, estoy pronta. Es usted, amigo
mío, el que llega retrasado.
Raúl, que miraba prudentemente, oculto en la cortina, no podía
creer en sus ojos, que no le mostraban nada.
La fisonomía de Cristina se iluminó. Una sonrisa breve vino a posarse
en sus labios exangües, una sonrisa como la de las convalecientes
cuando comienzan a sentir que el mal que las ha atacado no se las
llevará.
La voz sin cuerpo se puso de nuevo a cantar, y sin duda que Raúl
nunca había oído nada en el mundo –como voz que uniera al mismo
tiempo, con el mismo aliento, los extremos –nada más ampliamente y
heroicamente suave, nada más victoriosamente insidioso, nada más
delicado en la fineza, nada más fuerte en la delicadeza, en fin, nada
más irresistiblemente triunfante. Había allí acento definitivos, que
cantaban como el amor y que, ciertamente, por la sola virtud de su
audición, debían hacer nacer los acentos más elevados en los seres que
sienten, aman y traducen la música. Había allí una fuente tranquila y
pura de armonía, en la que los fieles podían devotamente beber, ciertos
de que en ella bebían la gracia musical. Y su arte, de golpe, habiendo
tocado lo divino, quedaba transfigurado. Raúl oía aquella voz con
fiebre y comenzaba a comprender cómo Cristina Daaé pudo aparecer
una noche ante el público estupefacto, exhalando acentos de una belleza
desconocida, de una exaltación sobrehumana, encontrándose, sin
duda, todavía bajo la influencia del invisible maestro. Y comprendía
tanto más tan considerable acontecimiento al escuchar la voz excepcional,
que no cantaba precisamente nada de excepcional: con un poco
de lodo habla tallado zafiros. La trivialidad del verso y la vulgaridad
casi popular de la melodía parecían tanto más convertidas en belleza
por un soplo que las levantaba y arrebataba al cielo en las alas de la
pasión. Porque aquella voz angélica glorificaba un himno pagano.
Aquella voz cantaba la "noche de himeneo", de "Romeo y Julieta".
Raúl vio a Cristina extendiendo los brazos hacia la voz, como había
hecho en el cementerio de Perros hacia el violín invisible que tocaba
la “Resurrección de Lázaro".
Nada podría expresar la pasión con que la voz dijo:
La destinée t'enchaîne â moi sans retour!...
Raúl sintió que una puñalada le partía cl corazón, y, luchando
contra el encanto que parecía quitarle toda voluntad y toda energía y
casi toda la lucidez en cl momento en que más la necesitaba, consiguió
correr h cortina que lo exultaba y dirigirse hacia Cristina. Esta, que se
dirigía hacia cl fondo del camarín, revestido por un espejo que reproducía
su imagen, no lo podía ver, porque estaba a sus espaldas y completamente
oculto por ella.
La destinée t énchaîne à moi sans retour!...
Cristina se dirigía siempre hacia su imagen reflejada, y su imagen
descendía hacia ella. Las dos Cristinas –el cuerpo y la imagen –acabaron
por tocarse, por confundirse, y Raúl extendió los brazos para tomarlas
de un golpe a las dos.
Pero, por un milagro, deslumbrador, que lo hizo tambalear, Raúl
fue empujado hacia atrás y mientras que un viento helado le azotaba la
cera, no vio ya dos, sino cuatro, ocho, veinte Cristinas que giraban a su
alrededor, con tal levedad, que se burlaban de él, y con tal rapidez lo
esquivaban, que sus manas no pudieron tocar ninguna. Por último, todo
quedó inmóvil, y Raúl se vio en el espejo. Pero Cristina habla desaparecido.
Se precipitó hacia cl espejo. Golpeó las paredes. ¡Nadie! Y, sin
embargo, en cl camarín resonaba aún con un ritmo lejano, apasionado:
La destinée t'enchaîne à moi sans retour!...
Sus manos aprisionaron su frente sudorosa, palparon su carne
despierta, tantearon la penumbra, devolvieron a la luz cl gesto de su
fuerza. Estaba seguro de que no soñaba. Se encontraba en cl centro de
un juego formidable, físico y moral, del que no conocía la clave y que
quizá lo iba a hacer pedazos. Se parecía vagamente a un príncipe
aventurero, que ha cruzado cl límite vedado de un cuento de hadas y
que ya no debe sorprenderse de ser presa de los fenómenos mágicos,
que inconsideradamente ha desafiado y desencadenado por amor...
–¿Por dónde se había marchado Cristina? ¿Por dónde?...
–¿Por dónde volvería?
–¿Volvería al menos?... ¡Ay!, ¿no le había dicho que todo había
concluido?... ¿y acaso las paredes no repetían aún: "La destinée t'enchaîne
a moi sans retour"? ¿Encadenada a qué?, ¿a quién?
Entonces, extenuado, vencido, con cl cerebro vacío, se sentó en cl
propio sitio que hacía un instante ocupaba Cristina. Como ella, dejó
caer la cabeza entre las manos. Cuando la levantó, las lágrimas corrían
por su faz, abundantes y pesadas, como las de los niños celosos, lágrimas
que lloraban una desdicha nada fantástica, común a todos los
amantes de la tierra, y que Raúl tradujo en voz alta.
–¿Quién es ese Erik? –murmuró.
_
CAPITULO XI
EL SOBRE MÁGICO
_
Madame Giry había sido reintegrada a sus funciones. No es, por
cierto, en las "Memorias" del señor Moncharmin donde se pueden
encontrar rastros de tan lamentable capitulación ante la fuerza oculta
del Fantasma. Por lo demás, sea que haya estado persuadido de que fue
burlado por alguien más pícaro que él y pronto veremos de guión sospechó
un momento sea que en verdad tuviera vergüenza de confesar o
de dejar sospechar la inquietud directorial, Moncharmin no volvió a
hablar del Fantasma sino de una manera vaga, prudente, y a menudo
incomprensible. Por otra parte, no cabe duda de que los señores Richard
y Moncharmin se esforzaron en disipar, como personas razonables
que eran, la modorra que había comenzado a dominarlos en el
palco número 5 durante la noche fatal. Ya al día siguiente estuvieron
de acuerdo para comunicarse que en aquel palco infernal no hablan
sentido, oído ni visto nada de extraordinario y la frase que les anunciara
el accidente: “Ha cantado esta noche como para hacer desplomar la
araña", pasó por una simple alucinación de sus imaginaciones sobreexcitadas.
Sin embargo, tuvieron un largo conciliábulo secreto después
de una visita tempestuosa a la pobre Carlota, que cayó en cama, inconsolable
de su desventura. Después pasaron toda una tarde bajo la techumbre
del edificio. Un examen atento de los medios de suspensión
de la araña los dejó pensativos, y aquella misma noche le mandaron
pedir disculpas a madame Giry.
Le pidieron que volviera a tomar el cuidado del palco número 5 y
resolvieron entrar en tratos con el Fantasma.
Pensaron que no podían adoptar una táctica más conveniente para
dominar al misterioso personaje, que hacerle creer que consentían la
tentativa de chantaje inscripta con tinta roja en el pliego de condiciones.
Como se ve, el temperamento de los señores directores había sufrido
una importante transformación. No se dijeron entonces que tenían
que habérselas con un bromista de mal gusto, pues creyeron que se
trataría de un estafador de extravagante audacia. Y quisieron atraparle,
de donde se sucedieron algunos incidentes que me han sido fielmente
referidos por madame Giry, por Mercier, el administrador, y por el
mismo Gabriel, el maestro de canto y confidente de Richard, así como
Mercier había sido cl de Moncharmin.
Madame Giry parecía no haber conservado ningún encono contra
los señores directores por la deplorable actitud que habían observado
para con ella. Por lo menos, procediendo con mucha altivez, no lo
demostraba. Conservaba su dignidad, su chal negro y su sombrero de
color hollín. Moncharmin, cuando ella volvió a entrar en cl servicio, le
entregó finalmente una carta para el Fantasma. Ella tomó la carta, la
puso con delicadeza en su cestillo, diciendo que aquella misma noche
le haría llegar la carta al Fantasma.
Inútil, es decir, que Ices señores directores, a partir de aquel día,
no volvieron a disputarle su palco al "amateur" invisible. Al día siguiente
a aquel en que le hablan escrito, recibieron su respuesta. El
correo, que lo único que tiene de fantástico es su exactitud, fue quien la
hizo llegar.
"Señores –escribía F. de la O. –tomo nota complacido de sus
ofrecimientos de hoy. Pero no se impacienten ustedes. Cuando suene
la hora les haré saber a ustedes cómo y cuándo deberán pagarme los
20.000 francos de mi mensualidad corriente. –P. D. Acabo de saber
que Cristina Daaé está ligeramente enferma, pero no se preocupen por
no verla estos días. Les escribirle dos líneas cuando se sienta mejor.
Esta joven necesita descenso. Pueden ustedes creerme.”
Este fantasma parece comprometedor para las mujeres declaró
Moncharmin.
Pero decidieron no tratar por el momento de averiguar el secreto
de aquella relación. Tampoco quisieron vigilar a madame Giry e ignoraban
cómo se las arreglaba ésta para hacerles cartearse con su nuevo
"amigo". De este modo trataban de disipar su desconfianza para pescarlo
in fraganti.
Todo esto había pasado antes del baile. Ahora bien: un acontecimiento
importante ocurrió en la mañana del día en que la Opera debía
dar su baile de máscaras conmemorativo. Los señores Moncharmin y
Richard recibieron cada uno por su parte una carta del F. de la O.,
haciéndoles recomendaciones "personales", poniéndolos en guardia al
uno contra el otro y dictándoles una conducta a la que debían ajustarse,
manteniéndola recíprocamente secreta.
Las das cartas, además, estaban redactadas en términos idénticos:
"Mi querido director: He pensado que es preferible que tratemos
directamente nuestros menudos asuntos; así nos entenderemos mejor;
y he resuelto tratar personalmente con usted, que es un hombre bien
educado, que conoce a las gentes y que tiene una inteligencia poco
común, cualidades muy apreciables, que me serte difícil encontrar en
su deplorable colaborador. Si usted desea que no ocurra entre nosotros
nada lamentable, le recomiendo mucho arte guarde usted solo el
secreto del programa que voy a confiarle. Es muy simple. Como usted
se imaginará, no le voy a decir que lleve consigo los 20.000 francos.
Usted me haría meter en prisión una vez que yo los tuviera en el bolsillo,
y el robado serla yo. No, le diré verbalmente cómo deberá proceder
usted para que todos los meses me lleguen, sin peligro para ellos
ni pera mí.
"Ahora, he aquí los condiciones en arre nos encontraremos. Esta
noche iré al baile, disfrazado de capuchino gris, con la capucha en la
cabeza. Asista usted también disfrazado y con el mismo traje. Cita:
entre doce y cuarto y doce y media en el tercer palco que se encuentra
exactamente bajo el “palco de los ciegos”. El primero que llegue esperará
al otro. Felicidades. P. D. Puede usted, prevenir a la policía:
¡nos divertiremos! –"F. de la O.
El señor Moncharmin no previno a nadie. El señor Richard hizo
otro tanto. Si por medio de este experimento, F. de la O. habla tratado
de averiguar qué grado de influencia comenzaba a tener en la voluntad
de los directores, debió quedar contento. Sus instrucciones fueron
seguidas al pie de la letra.
Llamaban en la Opera el "palco de los ciegos" a un palco bastante
vasto, situado en el último piso de la sala y desde el que no se podía
ver nada. Esta circunstancia no fue como podría creerse, la causa determinante
de tal denominación. Ella reside, más bien, en el hecho de
que su director precedente reservó aquel sitio exclusivamente a los
asilos de ciegos que llevaban allí gratuitamente a sus pensionistas,
melómanos y extáticos, con ceras apasionadas y fatigadas de fumadores
de opio, y con las manos formando pantallas tras de las orejas, para
aspirar mejor cl viento de la orquesta.
A la una y cuarto en punto, Moncharmin, bien arrebujado en su
hábito de paño burdo, de máscara y capuchón, entró en el palco indicado
bajo el "palco de los ciegos" y allí esperó. Richard, disfrazado
igualmente, no tardó en llegar y reunírsele. Se miraron largo rato por
los orificios de sus caretas, persuadido cada uno de ellos de que tenía
por delante al invisible F. de la O... y esperando que quisiera iniciar la
conversación.
Fue entonces que se oyó una voz que decía esto, que hemos consignado
en el anterior capitulo:
–En fin, señor, henos aquí. Pero, ¿no le parece que estaríamos
mejor para conversar en su gabinete? Aquí siempre es de temer la
presencia de un oído indiscreto. ¡Vamos a su escritorio, señor!
Como en aquel palco no había más que dos capuchinos, cada uno
de ellos creyó oír al otro y ambos se inclinaron. Richard fue el que
salió delante; Moncharmin lo siguió. Parecían graves y pensativos al
atravesar las salas y corredores en que se agitaba la mascarada. Enseguida
se encontraron tras de la escena y ascendieron la escalera de la
administración. El que iba delante, Richard, estaba convencido de que
le indicaba el camino el otro.
El segundo, Moncharmin, se decía: "¡Conoce el camino tan bien
como yo, y anda aquí como en su casa!".
Así penetraron en el despacho directorial. Moncharmin cerró la
puerta y esperó. Y esta vez pareció que ninguna voz tomaría la iniciativa
de la conversación.
Impacientado y nervioso, Richard fue el primero en romper aquel
instante de silencio.
–Es necesario que acabemos este asunto de una vez –dijo.
Al reconocer la voz de Richard, Moncharmin dio un paso hacia
atrás. Y luego, de pronto rompió a reír.
–En fin –dijo –, para un día de baile de máscaras la broma no está
mala.
Al reconocer la voz de Moncharmin, Richard corrió hacia el fraile
y le quitó cl capuchón. La careta cayó. Y apareció la cara de su colaborador,
que reía hasta derramar lágrimas.
–¡Eres un tonto! –declaró simplemente Richard, arrojando fastidiado
su careta sobre el escritorio.
–¡Tienes razón, soy un tonto! –replicó Moncharmin. ¡Debiera haber
sospechado que esta historia era una broma tuya! En fin, no ha
estado mal esto, mi querido F. de la O. ¡Mis felicitaciones!
–¿Cómo dices? –interrogó Richard.
–He dicho: mis felicitaciones.
–Pero, ¿te has vuelto loco? ¿Piensas seguir divirtiéndote a mi
costa?... Te prevengo que no estoy de humor para eso...
Ante el enojo real de Richard, Moncharmin, cada vez más estupefacto,
pareció reflexionar y sacó del bolsillo una carta que entregó a su
colega. Este la tomó, la recorrió y no pudo contener una exclamación:
–¡Pero si he recibido otra igual! Otra vez nos han burlado. ¿Pero
quién ha sido? Eso es lo que te juro averiguaré y te garantizo que me la
va a pagar...
Moncharmin dijo:
–¿Hablas en serio, Richard?
–Pero, hombre, ¿qué te imaginas? –exclamó Richard nervioso.
¿Quieres ver mi carta? ¡Pues aquí la tienes!
Y él también sacó de la manga de su hábito de paño burdo, la misiva
que habla recibido del F. de la O.
Sin embargo, Moncharmin miraba todavía a Richard de una manera
que no le gustó a este último. Era fácil ver que el primero
Madame Giry había sido reintegrada a sus funciones. No es, por
cierto, en las "Memorias" del señor Moncharmin donde se pueden
encontrar rastros de tan lamentable capitulación ante la fuerza oculta
del Fantasma. Por lo demás, sea que haya estado persuadido de que fue
burlado por alguien más pícaro que él y pronto veremos de guión sospechó
un momento sea que en verdad tuviera vergüenza de confesar o
de dejar sospechar la inquietud directorial, Moncharmin no volvió a
hablar del Fantasma sino de una manera vaga, prudente, y a menudo
incomprensible. Por otra parte, no cabe duda de que los señores Richard
y Moncharmin se esforzaron en disipar, como personas razonables
que eran, la modorra que había comenzado a dominarlos en el
palco número 5 durante la noche fatal. Ya al día siguiente estuvieron
de acuerdo para comunicarse que en aquel palco infernal no hablan
sentido, oído ni visto nada de extraordinario y la frase que les anunciara
el accidente: “Ha cantado esta noche como para hacer desplomar la
araña", pasó por una simple alucinación de sus imaginaciones sobreexcitadas.
Sin embargo, tuvieron un largo conciliábulo secreto después
de una visita tempestuosa a la pobre Carlota, que cayó en cama, inconsolable
de su desventura. Después pasaron toda una tarde bajo la techumbre
del edificio. Un examen atento de los medios de suspensión
de la araña los dejó pensativos, y aquella misma noche le mandaron
pedir disculpas a madame Giry.
Le pidieron que volviera a tomar el cuidado del palco número 5 y
resolvieron entrar en tratos con el Fantasma.
Pensaron que no podían adoptar una táctica más conveniente para
dominar al misterioso personaje, que hacerle creer que consentían la
tentativa de chantaje inscripta con tinta roja en el pliego de condiciones.
Como se ve, el temperamento de los señores directores había sufrido
una importante transformación. No se dijeron entonces que tenían
que habérselas con un bromista de mal gusto, pues creyeron que se
trataría de un estafador de extravagante audacia. Y quisieron atraparle,
de donde se sucedieron algunos incidentes que me han sido fielmente
referidos por madame Giry, por Mercier, el administrador, y por el
mismo Gabriel, el maestro de canto y confidente de Richard, así como
Mercier había sido cl de Moncharmin.
Madame Giry parecía no haber conservado ningún encono contra
los señores directores por la deplorable actitud que habían observado
para con ella. Por lo menos, procediendo con mucha altivez, no lo
demostraba. Conservaba su dignidad, su chal negro y su sombrero de
color hollín. Moncharmin, cuando ella volvió a entrar en cl servicio, le
entregó finalmente una carta para el Fantasma. Ella tomó la carta, la
puso con delicadeza en su cestillo, diciendo que aquella misma noche
le haría llegar la carta al Fantasma.
Inútil, es decir, que Ices señores directores, a partir de aquel día,
no volvieron a disputarle su palco al "amateur" invisible. Al día siguiente
a aquel en que le hablan escrito, recibieron su respuesta. El
correo, que lo único que tiene de fantástico es su exactitud, fue quien la
hizo llegar.
"Señores –escribía F. de la O. –tomo nota complacido de sus
ofrecimientos de hoy. Pero no se impacienten ustedes. Cuando suene
la hora les haré saber a ustedes cómo y cuándo deberán pagarme los
20.000 francos de mi mensualidad corriente. –P. D. Acabo de saber
que Cristina Daaé está ligeramente enferma, pero no se preocupen por
no verla estos días. Les escribirle dos líneas cuando se sienta mejor.
Esta joven necesita descenso. Pueden ustedes creerme.”
Este fantasma parece comprometedor para las mujeres declaró
Moncharmin.
Pero decidieron no tratar por el momento de averiguar el secreto
de aquella relación. Tampoco quisieron vigilar a madame Giry e ignoraban
cómo se las arreglaba ésta para hacerles cartearse con su nuevo
"amigo". De este modo trataban de disipar su desconfianza para pescarlo
in fraganti.
Todo esto había pasado antes del baile. Ahora bien: un acontecimiento
importante ocurrió en la mañana del día en que la Opera debía
dar su baile de máscaras conmemorativo. Los señores Moncharmin y
Richard recibieron cada uno por su parte una carta del F. de la O.,
haciéndoles recomendaciones "personales", poniéndolos en guardia al
uno contra el otro y dictándoles una conducta a la que debían ajustarse,
manteniéndola recíprocamente secreta.
Las das cartas, además, estaban redactadas en términos idénticos:
"Mi querido director: He pensado que es preferible que tratemos
directamente nuestros menudos asuntos; así nos entenderemos mejor;
y he resuelto tratar personalmente con usted, que es un hombre bien
educado, que conoce a las gentes y que tiene una inteligencia poco
común, cualidades muy apreciables, que me serte difícil encontrar en
su deplorable colaborador. Si usted desea que no ocurra entre nosotros
nada lamentable, le recomiendo mucho arte guarde usted solo el
secreto del programa que voy a confiarle. Es muy simple. Como usted
se imaginará, no le voy a decir que lleve consigo los 20.000 francos.
Usted me haría meter en prisión una vez que yo los tuviera en el bolsillo,
y el robado serla yo. No, le diré verbalmente cómo deberá proceder
usted para que todos los meses me lleguen, sin peligro para ellos
ni pera mí.
"Ahora, he aquí los condiciones en arre nos encontraremos. Esta
noche iré al baile, disfrazado de capuchino gris, con la capucha en la
cabeza. Asista usted también disfrazado y con el mismo traje. Cita:
entre doce y cuarto y doce y media en el tercer palco que se encuentra
exactamente bajo el “palco de los ciegos”. El primero que llegue esperará
al otro. Felicidades. P. D. Puede usted, prevenir a la policía:
¡nos divertiremos! –"F. de la O.
El señor Moncharmin no previno a nadie. El señor Richard hizo
otro tanto. Si por medio de este experimento, F. de la O. habla tratado
de averiguar qué grado de influencia comenzaba a tener en la voluntad
de los directores, debió quedar contento. Sus instrucciones fueron
seguidas al pie de la letra.
Llamaban en la Opera el "palco de los ciegos" a un palco bastante
vasto, situado en el último piso de la sala y desde el que no se podía
ver nada. Esta circunstancia no fue como podría creerse, la causa determinante
de tal denominación. Ella reside, más bien, en el hecho de
que su director precedente reservó aquel sitio exclusivamente a los
asilos de ciegos que llevaban allí gratuitamente a sus pensionistas,
melómanos y extáticos, con ceras apasionadas y fatigadas de fumadores
de opio, y con las manos formando pantallas tras de las orejas, para
aspirar mejor cl viento de la orquesta.
A la una y cuarto en punto, Moncharmin, bien arrebujado en su
hábito de paño burdo, de máscara y capuchón, entró en el palco indicado
bajo el "palco de los ciegos" y allí esperó. Richard, disfrazado
igualmente, no tardó en llegar y reunírsele. Se miraron largo rato por
los orificios de sus caretas, persuadido cada uno de ellos de que tenía
por delante al invisible F. de la O... y esperando que quisiera iniciar la
conversación.
Fue entonces que se oyó una voz que decía esto, que hemos consignado
en el anterior capitulo:
–En fin, señor, henos aquí. Pero, ¿no le parece que estaríamos
mejor para conversar en su gabinete? Aquí siempre es de temer la
presencia de un oído indiscreto. ¡Vamos a su escritorio, señor!
Como en aquel palco no había más que dos capuchinos, cada uno
de ellos creyó oír al otro y ambos se inclinaron. Richard fue el que
salió delante; Moncharmin lo siguió. Parecían graves y pensativos al
atravesar las salas y corredores en que se agitaba la mascarada. Enseguida
se encontraron tras de la escena y ascendieron la escalera de la
administración. El que iba delante, Richard, estaba convencido de que
le indicaba el camino el otro.
El segundo, Moncharmin, se decía: "¡Conoce el camino tan bien
como yo, y anda aquí como en su casa!".
Así penetraron en el despacho directorial. Moncharmin cerró la
puerta y esperó. Y esta vez pareció que ninguna voz tomaría la iniciativa
de la conversación.
Impacientado y nervioso, Richard fue el primero en romper aquel
instante de silencio.
–Es necesario que acabemos este asunto de una vez –dijo.
Al reconocer la voz de Richard, Moncharmin dio un paso hacia
atrás. Y luego, de pronto rompió a reír.
–En fin –dijo –, para un día de baile de máscaras la broma no está
mala.
Al reconocer la voz de Moncharmin, Richard corrió hacia el fraile
y le quitó cl capuchón. La careta cayó. Y apareció la cara de su colaborador,
que reía hasta derramar lágrimas.
–¡Eres un tonto! –declaró simplemente Richard, arrojando fastidiado
su careta sobre el escritorio.
–¡Tienes razón, soy un tonto! –replicó Moncharmin. ¡Debiera haber
sospechado que esta historia era una broma tuya! En fin, no ha
estado mal esto, mi querido F. de la O. ¡Mis felicitaciones!
–¿Cómo dices? –interrogó Richard.
–He dicho: mis felicitaciones.
–Pero, ¿te has vuelto loco? ¿Piensas seguir divirtiéndote a mi
costa?... Te prevengo que no estoy de humor para eso...
Ante el enojo real de Richard, Moncharmin, cada vez más estupefacto,
pareció reflexionar y sacó del bolsillo una carta que entregó a su
colega. Este la tomó, la recorrió y no pudo contener una exclamación:
–¡Pero si he recibido otra igual! Otra vez nos han burlado. ¿Pero
quién ha sido? Eso es lo que te juro averiguaré y te garantizo que me la
va a pagar...
Moncharmin dijo:
–¿Hablas en serio, Richard?
–Pero, hombre, ¿qué te imaginas? –exclamó Richard nervioso.
¿Quieres ver mi carta? ¡Pues aquí la tienes!
Y él también sacó de la manga de su hábito de paño burdo, la misiva
que habla recibido del F. de la O.
Sin embargo, Moncharmin miraba todavía a Richard de una manera
que no le gustó a este último. Era fácil ver que el primero
sospechaba del segundo o por lo menos le desconfiaba. A Richard esto lo
exasperó.
Moncharmin acabó por aclarar su pensamiento.
–Pero, dime, querido ¿quién fue el que habló en cl palco sino tú?
Richard inició un ademán furioso que contuvo. En cl momento en
que iba a golpear con el puño sobre la mesa de su escritorio, se oyeron
tres pequeños golpes secos en la mesa y su puño quedó en cl aire.
Los dos directores se miraron.
–¿Has oído? –preguntó Richard, cuya voz no era muy serena.
–Sí –dijo Moncharmin, que se había puesto un poco pálido.
Escucharon de nuevo... Pensaban en los tres golpecitos secos de
que les había hablado madame Giry.
Es que no cabía duda de que los habían oído... claramente oído...
dentro de la mesa... porque debajo de la mesa no había nadie...
Pero había algo encima... Un sobre formato oficio, y sobre éste
anotada la dirección con tinta roja. Y les pareció que los tres golpecitos
secos sólo habían sido dadas para llamarles la atención sobre aquella
carta.
Richard, que, aunque pretendiera lo contrario, no estaba completamente
exento de superstición, extendió prudentemente la mano hacia
el sobre, como si temiera que su contacto lo fuera a quemar.
Por último lo tomó sin que se produjese ningún incidente y lo
abrió con nerviosa precipitación después de haber leído junto con
Moncharmin que se había inclinado sobre su hombro el sobre escrito:
"Para los señores directores de la Opera".
"Mis queridos amigos –decía la carta –: Fui yo el que habló en el
palco. Estaba en él. Si ustedes no me vieron es porque desconfío un
poco de la policía, siempre dispuesta a cometer torpezas, bien que
hubiera tomado todas mis disposiciones, como pueden ustedes comprobarlo
ahora, para que, si a ustedes se les ocurría prevenirla, los
detuviera a ustedes primero, basada en los propios datos que ustedes
le darían, cosa que, convengan ustedes en ello, hubiera sido bastante
gracioso... Que esta perspectiva, mis queridos amigos, no se les olvide
en el caso de que quieran ustedes hacer intervenir en nuestras relaciones
a alguna potencia extranjera”.
“He aquí cómo hay que proceder con los 20.000 francos: Pongan
ustedes veinte billetes de mil francos en el sobre que acompaño y entreguen
ustedes ese sobre cerrado, media hora antes de la próxima
representación, a madame Giry; que hará lo necesario. Los salude
muy cordialmente. F. de la O.”
En el sobre que acababan de abrir, encontraron, en efecto, otro
exactamente igual, doblado en dos, y con esta inscripción en tinta roja:
“Señor F. de la O. –Personal”
A la noche siguiente, media hora antes de levantarse el telón, un
inspector fue a buscar a madame Giry, que estaba ya en su puesto de
acomodadora, y le dijo que fuera inmediatamente al despacho del señor
Richard.
La buena mujer no pareció sorprenderse absolutamente con el
llamado y, abandonando momentáneamente sus funciones, que consistían
en esperar la llegada de los espectadores, bajó rápidamente hasta la
entrada de los abonados, atravesó la escena, subió la escalera, encontró
en el descansillo a su hija Meg, que le estaba haciendo travesuras a un
bombero, le administró un par de cachetazos y enseguida llamó al
despacho del señor director.
–¡Pase!
No pareció notar que era examinada con una insistencia rara.
Tomó un sobre bastante pesado que le entregaban. Leyó la dirección, y
como llevaba en el brazo el cestillo del que raras veces se separaba,
introdujo en él la carta.
–¿Usted sabe, sin duda, lo que eso quiere decir?
–¡Claro, señor director! No hay que ser bruja para comprender
que es una carta para el Fantasma.
–¿Y va usted a entregársela personalmente?
–Así parece. ¿Qué quiere usted que haga con ella?
–¿Se la va a entregar en mano propia?
–Nunca he visto las manos del Fantasma, señor, y no le puedo
asegurar que las tenga...
–Pero entonces, ¿cómo hace usted?
–Se la pongo en su sitio, eso es todo... Y parece que cl la viene a
buscar, puesto que es "preciso" que así se hagan las cosas...
–¿Hace mucho tiempo que usted le sirve de buzón?
–La primera vez que esto me sucedió fue en tiempos de los señores
Debienne y Poligny, algunos días antes de que se retiraran... El
señor Poligny me entregó una carta, pero mucho menos pesada que
ésta... e hice con ella ni más ni menos de lo que voy a hacer con la
presente... Adiós, señor, salvo sus respetos, me largo... Los clientes
deben estar empezando a llegar y es preciso que cada cual se gane la
vida, ¿verdad?
Richard y Moncharmin no la retuvieron. No habían quitado los
ojos de encima a madame Giry y su cestillo. Apenas hubo cerrado la
puerta se puso a seguirla Mercier, el administrador. Todos lo movimientos
de la acomodadora fueron espiados. No hizo nada que mereciera
observarse y no tocó su cestillo hasta que estuvo delante del palco
número 5. Entonces lo abrió tranquilamente, sacó la preciosa misiva,
dejó sobre un taburete el cestillo y penetró en el palco, depositando el
sobre encima de la tableta del antepecho.
Mientras tanto, Mercier se había permitido, a su vez, abrir el cestillo
y comprobar que no contenta más que un pañuelo de encaje de la
mayor finura, marcado con las iniciales entrelazadas F. O., un manojo
de llaves, una caja de fósforos, doce sueldos, un número viejo de "Le
Petit Journal", doblado en la parte del folletín "La hija del vampiro".
En cuanto a Moncharmin y Richard, armados de larga vistas e
instalados en las palcos del piso superior, podían sin ser vistos tener
constantemente bajo su doble mirada policial la carta para cl Fantasma,
y así pasaron toda la función, actos y entreactos.
No vieron nada en el palco y siempre vieron el sobre colocado en
la repisa del antepecho. Se hablan arreglado para encontrarse al final
de la función en el palco número 5, sin que se interrumpiera la vigilancia
de que era objeto la carta ni siquiera un segundo.
Entonces los dos directores, delante de Mercier, que no entendía
lo que pasaba, porque había observado la consigna sin ser puesto al
corriente del suceso, abrieron cl sobre sonriendo. Pensaban que cl
Fantasma, que estaba sin duda animado de un espíritu práctico, se
había sentido vigilado y se había cuidado muy bien de tocar cl sobre
que contenía los 20.000 francos. Después recorrieron con actitud algo
fatua cl camino hasta la administración.
Pero al llegar a su despacho descubrieron en el escritorio, en cl
mismo sitio que la víspera, un pequeño sobre con una esquelita que
decía así:
"¡Araña y balaustrada! Las bromas cortas son las mejores; los
papeles de Santa Farsa no circulan en mi imperio. Traten de ser algo
más serios pasado mañana o si no me voy a enojar otro vez, araña y
balaustrada. Su servidor, F. De la O.”
¡Adiós palabras amistosas! Evidentemente, el Fantasma estaba furioso.
Pero, ¿cómo había sabido que eran falsos los billetes de banco
colocados en el sobre, puesto que éste había permanecido intacto y
nadie lo había tocado? ¿Y cómo esta última amenaza –¡araña y balaustrada!
–había llegado hasta el escritorio de Richard, puesto que
desde la víspera, habiendo recordado Richard algo tarde la recomendación
que les hicieran los directores salientes, había hecho colocar en su
escritorio unos cerrojos de seguridad de los que él solo tenla las llaves?
Richard estaba quebrado.
Ni gritos, ni maldiciones, ni gestos.
Pero parecía que en su silencio algo jadeante emanara exasperación.
Y lo que más lo exasperaba, más aún que las locas pretensiones
de F. de la O., era la mirada de Moncharmin... aquella mirada que lo
consideraba con una evidente ironía malévola. Porque aquella ironía no
podía encerrar más que dos cosas: o bien la idea que se hacía Moncharmin
de que P. de la O. gozaba particularmente en "fumarlo en
pipa" a Richard, o bien en razón de sospechas que Moncharmin demostraba
respecto de su colega. Y esta última posibilidad llevaba a su
colmo el fastidio de Richard.
¡Ser mistificado y pasar por mistificador!
De pronto exclamó:
–¡Mercier! ¡Vaya a buscarme a Gabriel!
Gabriel, el maestro de canto, era amigo de Richard. Contaba con
toda su confianza y a veces, en los casos difíciles, le habla suministrado
excelentes consejos. Cuando Mercier estuvo de vuelta con Gabriel,
Richard les indicó a los dos que se sentaran y después de verificar que
nadie podría oír lo que iba a decirse allí sino ellos cuatro y después de
recomendar a su secretario Remy, que velaba en la pieza inmediata,
que no dejara pasar a nadie, contó desde el principio todos los detalles
del extraño asunto. Gabriel y Mercier lo oyeron en perfecto silencio.
Cuando hubo callado, Gabriel se puso de pie y dijo:
–Hay que poner los 20.000 francos en el sobre, pero 20.000 francos
legítimos.
–Esa es mi opinión asintió Mercier, y agregó: Hay que prevenir al
comisario de policía.
–¡Jamás! –exclamó Gabriel.
–¿Y por qué, señor Gabriel, no quiere usted que se llame al comisario
de policía? –preguntó Moncharmin. Hay en esto una tentativa de
chantaje bien caracterizada y, además, tenemos la prueba de que se
penetra contra nuestra voluntad en nuestras oficinas. Siguiendo así,
podemos llegar a sospechar de los empleados más honorables de nuestra
administración.
–¡No, no! –repitió Gabriel. Nada de comisario de policía.
–¿Y por qué?
–Porque, una de dos: o es un verdadero fantasma...
Moncharmin cometió el error de sonreír.
Gabriel fue a plantarse delante de Moncharmin.
–¿Qué hay con eso? ¿Y si fuera un fantasma verdadero?...No hay
para qué echarlas de diablo, ¿sabe usted?... ¡Yo he visto una vez ese
fantasma!.. ¡Créame usted que no tenía cara de broma!
–¿Y qué hizo usted cuando lo vio?
–Eché a correr.
–¡Muy bien!...
–Y hasta disparé demasiado ligero, Bajé todo un piso sobre el trasero...
Pero, en fin, como decía, admito que sea un fantasma falso...
Pues bien, en ese caso es que menos conviene decírselo al comisario de
policía ni a nadie.
–¿Por qué? –volvió a preguntar Moncharmin encogiéndose de
hombros.
–Porque nos pondríamos en ridículo.
–Gabriel tiene razón: nos pondríamos en ridículo –asintió Richard.
–Puesto que ésa es tu opinión, no tengo nada más que decir –replicó
Moncharmin.
–¡Es un asunto que debemos arreglar entre nosotros! Si fuera un
falso fantasma y nos robaran 20.000 francos, la gente se reiría a más no
poder.
–¿Qué piensa usted, Mercier?
–Pienso como Gabriel, que hay que poner los 20.000 francos en
un sobre. Un fantasma verdadero no sabría qué hacer con los 20.000
francos. Si se lleva los 20.000 francos, es que tenemos que habérnoslas
con un falso fantasma. Al menos, así sabremos a qué atenernos.
–Sí, pero eso nos costará 20.000 francos –observó Moncharmin.
–Pero somos cuatro –observó Richard –, cuatro para vigilar el sobre
y, además, esa idiota de madame Giry... Apuesto a que no toca cl
sobre... Y si lo toca, siempre seremos cuatro para intervenir a tiempo.
Se dieron cita paca el día siguiente en cl despacho de Richard,
media hora antes de la representación.
Richard fue cl primero en llegar, y lo primero que vio sobre cl escritorio
fue un sobre igual al que encontró la última vez dirigido a: F.
de la O., personal. Aquel descubrimiento no era como para tranquilizarlo.
Se puso a recorrer la pieza como una fiera enjaulada. Juró, renegó,
pateó. Sospechó de todo el mundo. Recibió a su secretario Remy,
que se presentó en esas circunstancias, con palabras de tan misteriosa
cólera, y con tan incomprensibles amenazas contra quién sabe qué
perforadores de paredes, que durante un momento pasó por loco aquel
joven de espíritu tan equilibrado y maneras tan correctas. Por fin llegaron
Gabriel, Mercier y Moncharmin. Richard cerró tras ellos la puerta
y le echó dos vueltas de llave; les mostró después el sobre, sin ocultarles
que seguía ignorando cómo habría podido llegar hasta su mesa. Por
último sacó 20.000 francos de su cartera –perfectamente legítimas esta
vez –y los puso dentro del sobre, que entregó a Moncharmin, diciéndole:
–Tú mismo vas a llevarle este sobre a madame Giry. No se lo entregues
sino en el umbral del palco. No le quites los ojos de encima
hasta que penetre en cl palco. Cuando esté dentro del palco la vigilaremos
los tres; eso corre por mi cuenta.
Moncharmin se marchó con el sobre. Richard, Gabriel y Mercier
se situaron en la sala, de manera que el sobre fuera vigilado, aún más
que la primera vez. Constantemente hubo ocho ojos clavados sobre el
palco. Aquellos ocho ojos no veían más que un sobre.
Después de la representación, el sobre seguía donde lo había colocado
madame Giry: en la tabla del antepecho. Cuando los cuatro
hombres se encontraron reunidos alrededor del sobre, Richard lo levantó,
mostró que estaba intacto y dijo:
–Decididamente, es preciso que ese señor encuentre otro sistema
si quiere entrar en posesión de nuestros 20.000 francos.
Abrió el sobre.
Contó los billetes. Estaban todos.
–¡Se rompió el encanto! –declaró.
De pronto, Moncharmin palideció y le dijo:
–Déjeme ver eso...
Le tomó los billetes, les echó una mirada.
–¡Pero estos billetes son falsos! –gritó. ¡Se ha llevado los buenos
y los ha reemplazado con éstos!...
Era verdad.
Richard se desplomó en un sillón.
–Esto no puede quedar así –declaró Moncharmin con voz sorda...
Los cuatro se miraron consternados.
Richard dijo entre dientes:
–Esta prestidigitación resulta más cara que la de Hermann.
_
exasperó.
Moncharmin acabó por aclarar su pensamiento.
–Pero, dime, querido ¿quién fue el que habló en cl palco sino tú?
Richard inició un ademán furioso que contuvo. En cl momento en
que iba a golpear con el puño sobre la mesa de su escritorio, se oyeron
tres pequeños golpes secos en la mesa y su puño quedó en cl aire.
Los dos directores se miraron.
–¿Has oído? –preguntó Richard, cuya voz no era muy serena.
–Sí –dijo Moncharmin, que se había puesto un poco pálido.
Escucharon de nuevo... Pensaban en los tres golpecitos secos de
que les había hablado madame Giry.
Es que no cabía duda de que los habían oído... claramente oído...
dentro de la mesa... porque debajo de la mesa no había nadie...
Pero había algo encima... Un sobre formato oficio, y sobre éste
anotada la dirección con tinta roja. Y les pareció que los tres golpecitos
secos sólo habían sido dadas para llamarles la atención sobre aquella
carta.
Richard, que, aunque pretendiera lo contrario, no estaba completamente
exento de superstición, extendió prudentemente la mano hacia
el sobre, como si temiera que su contacto lo fuera a quemar.
Por último lo tomó sin que se produjese ningún incidente y lo
abrió con nerviosa precipitación después de haber leído junto con
Moncharmin que se había inclinado sobre su hombro el sobre escrito:
"Para los señores directores de la Opera".
"Mis queridos amigos –decía la carta –: Fui yo el que habló en el
palco. Estaba en él. Si ustedes no me vieron es porque desconfío un
poco de la policía, siempre dispuesta a cometer torpezas, bien que
hubiera tomado todas mis disposiciones, como pueden ustedes comprobarlo
ahora, para que, si a ustedes se les ocurría prevenirla, los
detuviera a ustedes primero, basada en los propios datos que ustedes
le darían, cosa que, convengan ustedes en ello, hubiera sido bastante
gracioso... Que esta perspectiva, mis queridos amigos, no se les olvide
en el caso de que quieran ustedes hacer intervenir en nuestras relaciones
a alguna potencia extranjera”.
“He aquí cómo hay que proceder con los 20.000 francos: Pongan
ustedes veinte billetes de mil francos en el sobre que acompaño y entreguen
ustedes ese sobre cerrado, media hora antes de la próxima
representación, a madame Giry; que hará lo necesario. Los salude
muy cordialmente. F. de la O.”
En el sobre que acababan de abrir, encontraron, en efecto, otro
exactamente igual, doblado en dos, y con esta inscripción en tinta roja:
“Señor F. de la O. –Personal”
A la noche siguiente, media hora antes de levantarse el telón, un
inspector fue a buscar a madame Giry, que estaba ya en su puesto de
acomodadora, y le dijo que fuera inmediatamente al despacho del señor
Richard.
La buena mujer no pareció sorprenderse absolutamente con el
llamado y, abandonando momentáneamente sus funciones, que consistían
en esperar la llegada de los espectadores, bajó rápidamente hasta la
entrada de los abonados, atravesó la escena, subió la escalera, encontró
en el descansillo a su hija Meg, que le estaba haciendo travesuras a un
bombero, le administró un par de cachetazos y enseguida llamó al
despacho del señor director.
–¡Pase!
No pareció notar que era examinada con una insistencia rara.
Tomó un sobre bastante pesado que le entregaban. Leyó la dirección, y
como llevaba en el brazo el cestillo del que raras veces se separaba,
introdujo en él la carta.
–¿Usted sabe, sin duda, lo que eso quiere decir?
–¡Claro, señor director! No hay que ser bruja para comprender
que es una carta para el Fantasma.
–¿Y va usted a entregársela personalmente?
–Así parece. ¿Qué quiere usted que haga con ella?
–¿Se la va a entregar en mano propia?
–Nunca he visto las manos del Fantasma, señor, y no le puedo
asegurar que las tenga...
–Pero entonces, ¿cómo hace usted?
–Se la pongo en su sitio, eso es todo... Y parece que cl la viene a
buscar, puesto que es "preciso" que así se hagan las cosas...
–¿Hace mucho tiempo que usted le sirve de buzón?
–La primera vez que esto me sucedió fue en tiempos de los señores
Debienne y Poligny, algunos días antes de que se retiraran... El
señor Poligny me entregó una carta, pero mucho menos pesada que
ésta... e hice con ella ni más ni menos de lo que voy a hacer con la
presente... Adiós, señor, salvo sus respetos, me largo... Los clientes
deben estar empezando a llegar y es preciso que cada cual se gane la
vida, ¿verdad?
Richard y Moncharmin no la retuvieron. No habían quitado los
ojos de encima a madame Giry y su cestillo. Apenas hubo cerrado la
puerta se puso a seguirla Mercier, el administrador. Todos lo movimientos
de la acomodadora fueron espiados. No hizo nada que mereciera
observarse y no tocó su cestillo hasta que estuvo delante del palco
número 5. Entonces lo abrió tranquilamente, sacó la preciosa misiva,
dejó sobre un taburete el cestillo y penetró en el palco, depositando el
sobre encima de la tableta del antepecho.
Mientras tanto, Mercier se había permitido, a su vez, abrir el cestillo
y comprobar que no contenta más que un pañuelo de encaje de la
mayor finura, marcado con las iniciales entrelazadas F. O., un manojo
de llaves, una caja de fósforos, doce sueldos, un número viejo de "Le
Petit Journal", doblado en la parte del folletín "La hija del vampiro".
En cuanto a Moncharmin y Richard, armados de larga vistas e
instalados en las palcos del piso superior, podían sin ser vistos tener
constantemente bajo su doble mirada policial la carta para cl Fantasma,
y así pasaron toda la función, actos y entreactos.
No vieron nada en el palco y siempre vieron el sobre colocado en
la repisa del antepecho. Se hablan arreglado para encontrarse al final
de la función en el palco número 5, sin que se interrumpiera la vigilancia
de que era objeto la carta ni siquiera un segundo.
Entonces los dos directores, delante de Mercier, que no entendía
lo que pasaba, porque había observado la consigna sin ser puesto al
corriente del suceso, abrieron cl sobre sonriendo. Pensaban que cl
Fantasma, que estaba sin duda animado de un espíritu práctico, se
había sentido vigilado y se había cuidado muy bien de tocar cl sobre
que contenía los 20.000 francos. Después recorrieron con actitud algo
fatua cl camino hasta la administración.
Pero al llegar a su despacho descubrieron en el escritorio, en cl
mismo sitio que la víspera, un pequeño sobre con una esquelita que
decía así:
"¡Araña y balaustrada! Las bromas cortas son las mejores; los
papeles de Santa Farsa no circulan en mi imperio. Traten de ser algo
más serios pasado mañana o si no me voy a enojar otro vez, araña y
balaustrada. Su servidor, F. De la O.”
¡Adiós palabras amistosas! Evidentemente, el Fantasma estaba furioso.
Pero, ¿cómo había sabido que eran falsos los billetes de banco
colocados en el sobre, puesto que éste había permanecido intacto y
nadie lo había tocado? ¿Y cómo esta última amenaza –¡araña y balaustrada!
–había llegado hasta el escritorio de Richard, puesto que
desde la víspera, habiendo recordado Richard algo tarde la recomendación
que les hicieran los directores salientes, había hecho colocar en su
escritorio unos cerrojos de seguridad de los que él solo tenla las llaves?
Richard estaba quebrado.
Ni gritos, ni maldiciones, ni gestos.
Pero parecía que en su silencio algo jadeante emanara exasperación.
Y lo que más lo exasperaba, más aún que las locas pretensiones
de F. de la O., era la mirada de Moncharmin... aquella mirada que lo
consideraba con una evidente ironía malévola. Porque aquella ironía no
podía encerrar más que dos cosas: o bien la idea que se hacía Moncharmin
de que P. de la O. gozaba particularmente en "fumarlo en
pipa" a Richard, o bien en razón de sospechas que Moncharmin demostraba
respecto de su colega. Y esta última posibilidad llevaba a su
colmo el fastidio de Richard.
¡Ser mistificado y pasar por mistificador!
De pronto exclamó:
–¡Mercier! ¡Vaya a buscarme a Gabriel!
Gabriel, el maestro de canto, era amigo de Richard. Contaba con
toda su confianza y a veces, en los casos difíciles, le habla suministrado
excelentes consejos. Cuando Mercier estuvo de vuelta con Gabriel,
Richard les indicó a los dos que se sentaran y después de verificar que
nadie podría oír lo que iba a decirse allí sino ellos cuatro y después de
recomendar a su secretario Remy, que velaba en la pieza inmediata,
que no dejara pasar a nadie, contó desde el principio todos los detalles
del extraño asunto. Gabriel y Mercier lo oyeron en perfecto silencio.
Cuando hubo callado, Gabriel se puso de pie y dijo:
–Hay que poner los 20.000 francos en el sobre, pero 20.000 francos
legítimos.
–Esa es mi opinión asintió Mercier, y agregó: Hay que prevenir al
comisario de policía.
–¡Jamás! –exclamó Gabriel.
–¿Y por qué, señor Gabriel, no quiere usted que se llame al comisario
de policía? –preguntó Moncharmin. Hay en esto una tentativa de
chantaje bien caracterizada y, además, tenemos la prueba de que se
penetra contra nuestra voluntad en nuestras oficinas. Siguiendo así,
podemos llegar a sospechar de los empleados más honorables de nuestra
administración.
–¡No, no! –repitió Gabriel. Nada de comisario de policía.
–¿Y por qué?
–Porque, una de dos: o es un verdadero fantasma...
Moncharmin cometió el error de sonreír.
Gabriel fue a plantarse delante de Moncharmin.
–¿Qué hay con eso? ¿Y si fuera un fantasma verdadero?...No hay
para qué echarlas de diablo, ¿sabe usted?... ¡Yo he visto una vez ese
fantasma!.. ¡Créame usted que no tenía cara de broma!
–¿Y qué hizo usted cuando lo vio?
–Eché a correr.
–¡Muy bien!...
–Y hasta disparé demasiado ligero, Bajé todo un piso sobre el trasero...
Pero, en fin, como decía, admito que sea un fantasma falso...
Pues bien, en ese caso es que menos conviene decírselo al comisario de
policía ni a nadie.
–¿Por qué? –volvió a preguntar Moncharmin encogiéndose de
hombros.
–Porque nos pondríamos en ridículo.
–Gabriel tiene razón: nos pondríamos en ridículo –asintió Richard.
–Puesto que ésa es tu opinión, no tengo nada más que decir –replicó
Moncharmin.
–¡Es un asunto que debemos arreglar entre nosotros! Si fuera un
falso fantasma y nos robaran 20.000 francos, la gente se reiría a más no
poder.
–¿Qué piensa usted, Mercier?
–Pienso como Gabriel, que hay que poner los 20.000 francos en
un sobre. Un fantasma verdadero no sabría qué hacer con los 20.000
francos. Si se lleva los 20.000 francos, es que tenemos que habérnoslas
con un falso fantasma. Al menos, así sabremos a qué atenernos.
–Sí, pero eso nos costará 20.000 francos –observó Moncharmin.
–Pero somos cuatro –observó Richard –, cuatro para vigilar el sobre
y, además, esa idiota de madame Giry... Apuesto a que no toca cl
sobre... Y si lo toca, siempre seremos cuatro para intervenir a tiempo.
Se dieron cita paca el día siguiente en cl despacho de Richard,
media hora antes de la representación.
Richard fue cl primero en llegar, y lo primero que vio sobre cl escritorio
fue un sobre igual al que encontró la última vez dirigido a: F.
de la O., personal. Aquel descubrimiento no era como para tranquilizarlo.
Se puso a recorrer la pieza como una fiera enjaulada. Juró, renegó,
pateó. Sospechó de todo el mundo. Recibió a su secretario Remy,
que se presentó en esas circunstancias, con palabras de tan misteriosa
cólera, y con tan incomprensibles amenazas contra quién sabe qué
perforadores de paredes, que durante un momento pasó por loco aquel
joven de espíritu tan equilibrado y maneras tan correctas. Por fin llegaron
Gabriel, Mercier y Moncharmin. Richard cerró tras ellos la puerta
y le echó dos vueltas de llave; les mostró después el sobre, sin ocultarles
que seguía ignorando cómo habría podido llegar hasta su mesa. Por
último sacó 20.000 francos de su cartera –perfectamente legítimas esta
vez –y los puso dentro del sobre, que entregó a Moncharmin, diciéndole:
–Tú mismo vas a llevarle este sobre a madame Giry. No se lo entregues
sino en el umbral del palco. No le quites los ojos de encima
hasta que penetre en cl palco. Cuando esté dentro del palco la vigilaremos
los tres; eso corre por mi cuenta.
Moncharmin se marchó con el sobre. Richard, Gabriel y Mercier
se situaron en la sala, de manera que el sobre fuera vigilado, aún más
que la primera vez. Constantemente hubo ocho ojos clavados sobre el
palco. Aquellos ocho ojos no veían más que un sobre.
Después de la representación, el sobre seguía donde lo había colocado
madame Giry: en la tabla del antepecho. Cuando los cuatro
hombres se encontraron reunidos alrededor del sobre, Richard lo levantó,
mostró que estaba intacto y dijo:
–Decididamente, es preciso que ese señor encuentre otro sistema
si quiere entrar en posesión de nuestros 20.000 francos.
Abrió el sobre.
Contó los billetes. Estaban todos.
–¡Se rompió el encanto! –declaró.
De pronto, Moncharmin palideció y le dijo:
–Déjeme ver eso...
Le tomó los billetes, les echó una mirada.
–¡Pero estos billetes son falsos! –gritó. ¡Se ha llevado los buenos
y los ha reemplazado con éstos!...
Era verdad.
Richard se desplomó en un sillón.
–Esto no puede quedar así –declaró Moncharmin con voz sorda...
Los cuatro se miraron consternados.
Richard dijo entre dientes:
–Esta prestidigitación resulta más cara que la de Hermann.
_
CAPITULO XII
HAY QUE OLVIDAR EL NOMBRE DE LA "VOZ DE
HOMBRE”
HAY QUE OLVIDAR EL NOMBRE DE LA "VOZ DE
HOMBRE”
_
Al día siguiente de aquel en que Cristina desapareció ante sus
ojos, en un destello que le hacia todavía dudar de sus sentidos, el señor
Vizconde de Chagny fue en busca de noticias a casa de la señorita
Valerius. Se encontró con un cuadro encantador.
A la cabecera de la anciana señora que sentada en la cama, tejía
calceta, Cristina estaba bordando un encaje.
Jamás óvalo más encantador, jamás frente más pura, reflejo de
una conciencia apacible, jamás mirada más dulce se inclinaron sobre
una labor de ángel. Los frescos colores habían vuelto alas mejillas de la
joven. Las ojeras azules de sus ojos claros hablan desaparecido. Raúl
no reconoció la faz trágica de la víspera. Si el velo de la melancolía
esparcido sobre sus facciones adorables no hubiera aparecido ante los
ojos del joven, como el último vestigio del drama inaudito en que se
debatía aquella misteriosa criatura, hubiera podido creer que Cristina
no era la incomprensible heroína.
Al aproximarse Raúl, Cristina se puso de pie, sin emoción aparente,
y le tendió la mano. Pero la estupefacción de Raúl era tal, que
permanecía allí, rígido, inmóvil, sin hacer un ademán ni decir una
palabra.
–¡Cómo es eso, señor de Chagny! ¿No reconoce usted más a
nuestra Cristina? Sí, su buen "Genio", nos la ha devuelto.
–¡Mamá! –interrumpió la joven con un acento breve, mientras
que un vivo sonrojo le subía hasta los ojos –Mamá, creía que no se
volvería a hablar jamás de eso... ¡Usted sabe muy bien que no hay tal
Genio de la Música!
–¡Pues, hija mía, te ha estado dando lecciones durante tres meses!
–Mamá, le he prometido explicárselo todo un día muy próximo,
espero; pero hasta ese día usted me ha prometido guardar silencio al
respecto y no interrogarme más.
–¡Si me prometieras no volver a abandonarme! ¿Me has prometido
eso, dime?
–Mamá, estas cosas no le interesan al señor de Chagny.
–En eso está usted equivocada –dijo el joven, con una voz que
quería aparentar serena y resuelta y que seguía siendo trémula –. Todo
lo que se refiera a usted me interesa hasta un punto que quizás acabe
usted por comprender. No le negaré que mi sorpresa es tan grande
como mi alegría al encontrarla junto a su segunda madre, pues todo lo
que pasó ayer, las cosas que usted me dijo y lo que pude adivinar, nada
me hacia prever una vuelta tan rápida. Sería el primero en felicitarme
de ello, si usted no se obstinara en conservar respecto de todo esto un
silencio que puede ser fatal... Yo soy su amigo desde hace demasiado
tiempo, como para no preocuparme, junto con la señora Valerius, de
una funesta aventura que seguirá siendo peligrosa mientras no hayamos
puesto en claro su trama y de la que acabará usted por ser la víctima,
Cristina.
Al oír estas palabras, la señora Valerius se agitó en el lecho.
–¿Qué significa eso? ¿Cristina está en peligro?
–Sí, señora... –declaró resueltamente Raúl, a pesar de las sellas
que le hacía Cristina.
–¡Dios mío! –exclamó azorada la buena e ingenua anciana. ¡Es
preciso, Cristina, que me lo digas todo! ¿Por qué me tranquilizabas?
¿Y de qué peligro se trata, señor de Chagny?
–¡Un impostor está abusando de su buena fe!
–¿El Genio de la Música es un impostor?
–Ella misma acaba de decirle que no hay tal Genio de la Música.
–¿Y qué es lo que hay, por Dios? –suplicó impotente. ¡Me van
ustedes a matar con estas cosas!
–Hay, señora, alrededor nuestro, a su alrededor, alrededor de
Cristina, un misterio terrestre mucho más de temer que todos los fantasmas
y todos los genios.
La señora Valerius se volvió espantada hacia Cristina, pero ésta
ya se había precipitado hacia su madre adoptiva y la estrechaba entre
sus brazos.
–No lo creas, mi buena mamá, no lo creas –repetía.
Y trataba de consolarla con sus caricias, porque la pobre señora
sollozaba tanto que partía el alma.
–¡Entonces, dime que no me abandonarás nunca! –imploró la pobre
anciana.
Cristina callaba y Raúl prosiguió:
–Eso es lo que debe usted prometer, Cristina... ¡Eso es lo único
que puede tranquilizarnos a su madre y a mí! Nos comprometemos a
no dirigirle una sola pregunta sobre el pasado, si usted nos promete
permanecer bajo nuestra salvaguardia en adelante...
–Ese es un compromiso que yo no pido y una promesa que no le
haré –pronunció la joven con altivez –. Soy libre de mis actos, señor de
Chagny; no tiene usted ningún derecho de vigilarme y le ruego que
prescinda usted de hacerlo en adelante. En cuanto a lo que he hecho en
estos últimos quince años, sólo un hombre en el mundo tendría derecho
a exigirme que se lo dijera: ¡mi marido! ¡Pero no tengo marido, ni me
casaré jamás!
Al decir esto con energía, extendió la mano en dirección a Raúl,
como para que sus palabras fueran más solemnes, y Raúl palideció, no
sólo a causa de las palabras que acababa de oír, sino porque acababa de
notar en cl anular de Cristina una sortija de oro.
–No tiene usted marido y, sin embargo, lleva usted una "alianza"
–y quiso tomarle la mano, pero rápidamente Cristina la retiró.
–¡Es un regalo! –dijo sonrojándose otra vez y esforzándose en
vano por ocultar su confusión.
–¡Cristina! Puesto que no tiene usted marido, este anillo no puede
haberle sido dado sino por alguien que espera llegar a serlo. ¿Por qué
insiste usted en engañarnos? ¿Por qué se empeña usted en torturarme?
¡Ese anillo es una promesa y esa promesa ha sido aceptada!...
–¡Eso es lo que le he dicho! –exclamó la anciana señora.
–¿Y qué le ha respondido, señora?
–Lo que se me ocurrió –exclamó Cristina exasperada –. ¿No le
parece, señor, que este interrogatorio ha durado demasiado?... En
cuanto a mí..
Raúl, muy emocionado, temió dejarla pronunciar las palabras de
una ruptura definitiva y le interrumpió:
–Discúlpeme, señorita, que le haya hablado así... Usted sabe muy
hico qué honrado sentimiento me hace mezclarme en este momento en
cosas, ¡ay!, en las que nada tengo que ver. Pero déjeme usted decirle,
que lo que he visto, y quizás haya visto más de lo que usted imagina...
o lo que he creído ver, porque en verdad, nada tiene de particular que
en una aventura semejante se dude del testimonio de los ojos...
–¿Qué ha visto usted, señor, o que ha creído ver?
–¡He visto su éxtasis al oír el sonido de la voz, Cristina, de la voz
que brotaba de la pared, o del tabique de un palco, o del palco inmediato...
sí, un éxtasis!... Y eso es lo que me da miedo por usted... ¡Está
usted bajo el más peligroso de los hechizos!... Y parece, sin embargo,
que se ha dado usted cuenta de la impostura, puesto que declara usted
hoy que no existe tal Genio de la Música... Entonces, Cristina, ¿por qué
se puso usted de pie con la faz radiante como si oyera la voz de los
ángeles?... ¡Oh! Esa voz es bien peligrosa, Cristina, puesto que yo
mismo, mientras que la oía, estaba tan encantado que usted desapareció
de mi vista sin que yo supiera cómo ni por dónde... ¡Cristina, Cristina!
En nombre del cielo, por la memoria de su padre, que la quiso tanto,
usted va a decirnos a su bienhechora y a mí a quién pertenece esa voz.
Y a pesar suyo, la salvaremos... ¡Vamos, Cristina, díganos cl nombre
de ese hombre!... ¡De ese hombre que ha tenido la audacia de ponerle
en el dedo un anillo de oro!
–¡Señor de Chagny –dijo fríamente la joven –, no lo sabrá usted
jamás!...
Y tras de esto se oyó la voz agria de la señora Valerius, que de
pronto se ponía a favor de Cristina, viendo la hostilidad con que su
pupila acababa de dirigirse al vizconde.
–¡Y si ella ama a ese hombre, señor vizconde, usted no tiene por
qué meterse en eso!
–¡Ay, así es, señora! –repuso humildemente Raúl, que no pudo
contener las lágrimas. ¡Ah, sí! En efecto, creo que Cristina lo ama...
Todo me lo demuestra..., pero no es eso sólo lo que me desespera, pues
no estoy seguro que aquel a quien Cristina ama sea digno de su amor...
–¡A mí solamente me corresponde apreciarlo, señor! dijo Cristina,
mirando a Raúl con una expresión de soberana irritación.
–... Cuando se apela para seducir a una joven... prosiguió Raúl,
que sentía que sus fuerzas le abandonaban... a medios tan románticos.
Es preciso, verdad, o que el hombre sea bien miserable o la joven bien
tonta.
–¿Por qué condena usted, Raúl, a un hombre que jamás ha visto,
que nadie conoce y del que usted mismo no sabe nada?
–Sí, Cristina... Sí.. Sé al menos el nombre que usted pretende
ocultarme para siempre... ¡Su Ángel de la Música, señorita, se llama
Erik!...
Cristina, al oír aquello, se traicionó en el acto. Se puso blanca
como un mantel del altar. Balbuceó:
–¿Quién se lo ha dicho?
–Usted misma.
–¿Cuándo?
–La otra noche, la noche del baile de máscaras. Al llegara su camarín,
¿no dijo usted: "Pobre Erik?" Pues bien, Cristina, había por allí
un pobre Raúl que la oyó.
–Esta es la segunda vez que escucha usted tras de la puerta, señor
de Chagny.
–¡Yo no estaba tras de la puerta!... Estaba en su camarín, en su
bondoir, señorita.
–¡Malaventurado! –dijo la joven sollozando y con todos los signas
de un indecible espanto. ¿Quiere usted entonces que lo maten?
–¡Quizá!
Raúl pronunció este "quizá" con tanto amor y tanta desesperación
que Cristina no pudo contener el llanto, pero su voluntad dominó enseguida
su emoción y tuvo el valor de interrogar al joven, sin apiadarse
más de su dolor.
–¿Por qué me ha preguntado usted "su" nombre si ya lo sabía?
–¡Para saber si no habla soñado, para saber si lo había oído realmente!...
Y ahora, Cristina, ya no tiene usted nada más que decirme...
¡Adiós!
El joven saludó ala señora Valerius, que no pronunció una sola
palabra para retenerlo, puesto que habla dejado de gustarle a su protegida;
después, más fríamente aún, se inclinó ante Cristina, que no le
devolvió el saludo, y enseguida, rígido como la justicia, pero débil
hasta cl punto que creyó que se iba a desmayar, empujó la puerta del
cuarto y pasó a la sala.
La mano suave de la joven se detuvo allí, posándose en su hombro.
Estaban solos entre los retratos del profesor Valerius y del anciano
Daaé. Cristina se los señaló y dijo:
–Si le juro delante de ellos que lo amo, ¿Me creerá usted, Raúl?
–Sí, Cristina, le creeré –dijo el joven –, que no quería sino ser
consolado.
–Pues bien, créame, Raúl, que si yo he complacido a Erik es porque
lo amo a usted.
–¡Dios mío! dijo –el vizconde con un suspiro, y se sentó.
Evidentemente, quería oír algo más y la conversación comenzaba
a gustarle.
–¡Hable, Cristina, le suplico, hable!... Sus palabras me devuelven
la vida, pues, por mi salud, creí que moría...
Ella se sentó a su lado, tan cerca que sintió el movimiento de su
suave respiración. La miraba sin poder hartarse la vista con aquel ángel
que lo amaba, pero ella no lo miraba. Y habló sin ver a Raúl, o más
bien mirándolo donde no estaba. Lo veía primero muy pequeño, cuando
había recogido su chal del mar, y le decía que a partir de ese día lo
había amado, a cause de su coraje de hombrecito, y luego lo recordaba
cuando escuchaba al lado de ella las leyendas de su padre y también lo
había amado entonces, porque era suave como una niña; y luego, cuando
volvió más tarde, lo detestó, porque no se había atrevido a pronunciar
las palabras que su corazón inconscientemente esperaba, y esto
también era una prueba de que lo quería. Y nunca había dejado de
quererlo con el más casto amor, a través de los años.
Raúl, que lloraba dulces lágrimas, tomó la mano de la joven y no
pudo dejar de preguntarle por qué se había conducido de una manera
tan glacial cuando él se arrojó a sus pies. en el camarín y por qué siempre
había tratado de huirle cuando él se aproximaba.
Cristina replicó con voz tranquila:
–Precisamente, amigo mío, porque no quería llegar a decirle lo
que le digo hoy. Mi propósito era que usted ignorara siempre este amor
que le confieso.
–¿Y la razón de esto? –imploró Raúl con ansiedad.
–La razón es que no quería apartarlo, Raúl, de su deber y que lo
amo lo bastante como para no querer crearle remordimientos. Vivo
entre estas dos imágenes –agregó, indicando los retratos de sus difuntos
queridos –; el día, amigo cofa, en que no sea digna de contemplarlos,
moriré.
–Cristina, usted será mi mujer.
Raúl pronunció aquella frase mirando a los dos testigos que le
sonreían en sus cuadros. La joven le contestó tranquilamente:
–Ya sabía que usted estarla pronto a cometer esa locura. Y ésa es
también, Raúl, otra razón por la que quería ocultarle mis sentimientos.
–¿Y qué locura ve usted en esto? –protestó el vizconde con candor
–. ¿Qué locura puede haber en que yo me case con usted, si la
amo? ¿Le parecería a usted más cuerdo que me casara con una mujer a
la que no amase?
–Es una locura, amigo mío –afirmó enérgicamente Cristina. Sería
una locura que "nos casáramos a su edad", usted descendiente de los
Chagny, y yo cómica y descendiente de un menestral de aldea, y, además,
contra la voluntad de su familia. ¡No consentiré jamás! Dirían que
usted ha perdido el juicio o que yo se lo habría hecho perder, lo que
seda peor.
Por áspera que hubiera sido la respuesta de la cantante, había sido
suavizada por estas palabras: "A su edad". Raúl vio en ellas una esperanza
cierta.
–¡Esperaré! –exclamó. Esperaré todo el tiempo que usted quiera,
para que se vea bien claro que mi resolución es irrevocable y que mi
corazón está de acuerdo con mi razón.
–¡Jamás su hermano consentirá semejante unión!
–Yo lo convenceré, Cristina. Cuando me vea próximo a morir de
desesperación, será preciso que ceda.
–¡Su familia lo rechazará!
–No, porque usted estará conmigo y cuando la hayan visto quedarán
conquistados por su hechizo. ¡Oh, Cristina, escúcheme!... Si usted
lo quisiera, nada en el mundo podría impedir que fuéramos felices.
Cristina se había puesto de pie. Meneó la cabeza y una sonrisa
llena de amargura pasó por sus labios pálidos.
–Es preciso renunciar a esa esperanza, amigo mío...
–¡Le juro que será usted mi mujer!
–Y yo –exclamó Cristina con un arranque de extraño dolor –, ¡y
yo he jurado que nunca lo seré!
Raúl vaciló; sin duda habla oído mal... Quiso oír otra vez.
–¿Usted ha jurado?... ¿Usted ha jurado que no será jamás mi mujer?
¿Y a quién, señorita, ha hecho usted ese juramento, si no es a aquel
a quien usted le aceptó el anillo?
Cristina no respondió. Raúl la asedió para que se explicara. La
agitación del joven iba en aumento. La fiebre de los celos lo dominaba
de nuevo. Le dio miedo.
–¡No desespere! exclamó Cristina en un arranque, en que el amor
y el pudor libraron el más seductor combate. Me he jurado a mí misma
que no tendré jamás otro esposo que usted.
–¡Sí, pero no se casará usted conmigo! –sollozó Raúl. ¡Qué triste
remedio es ése para mi dolor! ¡Y qué extraños juramentos, Cristina!
Todo esto está lleno de ambigüedad y, sin embargo, la creía a usted la
franqueza misma... ¿Cómo es esto? Se jura usted a sí misma que no
tendrá otro marido sino yo, y le jura usted a otra persona que no se
casará conmigo. ¿A quién se lo ha jurado usted, Cristina? Quiero saberlo...
¡Desgraciado de mí si no lo sé! ¡Y dice usted que me quiere y
me exige que le crea! ¡Usted se olvida que yo sé el nombre de "la voz
de hombre"!
Cristina le tomó entonces las manos y lo miró con toda la ternura
de que era capaz, y el joven, bajo aquellos ojos, sintió que su pena se
aliviaba.
–Raúl, le he confesado mi amor –dijo –para tener cl derecho de
decirle: es preciso olvidar "la voz de hombre" y no recordar siquiera
cómo se llama... y no volver a tratar jamás de penetrar en el misterio de
"la voz de hombre".
–¿Es entonces tan temible ese misterio?
Cristina alzó sus bellos brazos hacia las dos figuras mudas, testigos
semi sonrientes, semi tristes, de aquel extraño diálogo: su mirada
se enturbió, su garganta fue oprimida por un sollozo y por fin dijo:
–¡No puede haber otro más atroz en la Tierra!
Un silencio separó a los jóvenes.
Raúl estaba anonadado. Cristina quiso rematar su victoria.
–Júreme que no hará usted nada por "saber" –insistió Cristina. Júreme
que nunca volverá a entrar en mi camarín, sino a mi llamado.
–¿Me promete llamarme usted alguna vez?
–Se lo prometo.
–¿Cuándo?
–Mañana.
–¡Entonces, se lo juro!
Fueron las últimas palabras que se dijeron aquel día.
Raúl le beso las manos y se marchó maldiciendo a Erik y prometiéndose
tener paciencia.
_
CAPITULO XIII
ENCIMA DE LA TRAMOYA
Al día siguiente de aquel en que Cristina desapareció ante sus
ojos, en un destello que le hacia todavía dudar de sus sentidos, el señor
Vizconde de Chagny fue en busca de noticias a casa de la señorita
Valerius. Se encontró con un cuadro encantador.
A la cabecera de la anciana señora que sentada en la cama, tejía
calceta, Cristina estaba bordando un encaje.
Jamás óvalo más encantador, jamás frente más pura, reflejo de
una conciencia apacible, jamás mirada más dulce se inclinaron sobre
una labor de ángel. Los frescos colores habían vuelto alas mejillas de la
joven. Las ojeras azules de sus ojos claros hablan desaparecido. Raúl
no reconoció la faz trágica de la víspera. Si el velo de la melancolía
esparcido sobre sus facciones adorables no hubiera aparecido ante los
ojos del joven, como el último vestigio del drama inaudito en que se
debatía aquella misteriosa criatura, hubiera podido creer que Cristina
no era la incomprensible heroína.
Al aproximarse Raúl, Cristina se puso de pie, sin emoción aparente,
y le tendió la mano. Pero la estupefacción de Raúl era tal, que
permanecía allí, rígido, inmóvil, sin hacer un ademán ni decir una
palabra.
–¡Cómo es eso, señor de Chagny! ¿No reconoce usted más a
nuestra Cristina? Sí, su buen "Genio", nos la ha devuelto.
–¡Mamá! –interrumpió la joven con un acento breve, mientras
que un vivo sonrojo le subía hasta los ojos –Mamá, creía que no se
volvería a hablar jamás de eso... ¡Usted sabe muy bien que no hay tal
Genio de la Música!
–¡Pues, hija mía, te ha estado dando lecciones durante tres meses!
–Mamá, le he prometido explicárselo todo un día muy próximo,
espero; pero hasta ese día usted me ha prometido guardar silencio al
respecto y no interrogarme más.
–¡Si me prometieras no volver a abandonarme! ¿Me has prometido
eso, dime?
–Mamá, estas cosas no le interesan al señor de Chagny.
–En eso está usted equivocada –dijo el joven, con una voz que
quería aparentar serena y resuelta y que seguía siendo trémula –. Todo
lo que se refiera a usted me interesa hasta un punto que quizás acabe
usted por comprender. No le negaré que mi sorpresa es tan grande
como mi alegría al encontrarla junto a su segunda madre, pues todo lo
que pasó ayer, las cosas que usted me dijo y lo que pude adivinar, nada
me hacia prever una vuelta tan rápida. Sería el primero en felicitarme
de ello, si usted no se obstinara en conservar respecto de todo esto un
silencio que puede ser fatal... Yo soy su amigo desde hace demasiado
tiempo, como para no preocuparme, junto con la señora Valerius, de
una funesta aventura que seguirá siendo peligrosa mientras no hayamos
puesto en claro su trama y de la que acabará usted por ser la víctima,
Cristina.
Al oír estas palabras, la señora Valerius se agitó en el lecho.
–¿Qué significa eso? ¿Cristina está en peligro?
–Sí, señora... –declaró resueltamente Raúl, a pesar de las sellas
que le hacía Cristina.
–¡Dios mío! –exclamó azorada la buena e ingenua anciana. ¡Es
preciso, Cristina, que me lo digas todo! ¿Por qué me tranquilizabas?
¿Y de qué peligro se trata, señor de Chagny?
–¡Un impostor está abusando de su buena fe!
–¿El Genio de la Música es un impostor?
–Ella misma acaba de decirle que no hay tal Genio de la Música.
–¿Y qué es lo que hay, por Dios? –suplicó impotente. ¡Me van
ustedes a matar con estas cosas!
–Hay, señora, alrededor nuestro, a su alrededor, alrededor de
Cristina, un misterio terrestre mucho más de temer que todos los fantasmas
y todos los genios.
La señora Valerius se volvió espantada hacia Cristina, pero ésta
ya se había precipitado hacia su madre adoptiva y la estrechaba entre
sus brazos.
–No lo creas, mi buena mamá, no lo creas –repetía.
Y trataba de consolarla con sus caricias, porque la pobre señora
sollozaba tanto que partía el alma.
–¡Entonces, dime que no me abandonarás nunca! –imploró la pobre
anciana.
Cristina callaba y Raúl prosiguió:
–Eso es lo que debe usted prometer, Cristina... ¡Eso es lo único
que puede tranquilizarnos a su madre y a mí! Nos comprometemos a
no dirigirle una sola pregunta sobre el pasado, si usted nos promete
permanecer bajo nuestra salvaguardia en adelante...
–Ese es un compromiso que yo no pido y una promesa que no le
haré –pronunció la joven con altivez –. Soy libre de mis actos, señor de
Chagny; no tiene usted ningún derecho de vigilarme y le ruego que
prescinda usted de hacerlo en adelante. En cuanto a lo que he hecho en
estos últimos quince años, sólo un hombre en el mundo tendría derecho
a exigirme que se lo dijera: ¡mi marido! ¡Pero no tengo marido, ni me
casaré jamás!
Al decir esto con energía, extendió la mano en dirección a Raúl,
como para que sus palabras fueran más solemnes, y Raúl palideció, no
sólo a causa de las palabras que acababa de oír, sino porque acababa de
notar en cl anular de Cristina una sortija de oro.
–No tiene usted marido y, sin embargo, lleva usted una "alianza"
–y quiso tomarle la mano, pero rápidamente Cristina la retiró.
–¡Es un regalo! –dijo sonrojándose otra vez y esforzándose en
vano por ocultar su confusión.
–¡Cristina! Puesto que no tiene usted marido, este anillo no puede
haberle sido dado sino por alguien que espera llegar a serlo. ¿Por qué
insiste usted en engañarnos? ¿Por qué se empeña usted en torturarme?
¡Ese anillo es una promesa y esa promesa ha sido aceptada!...
–¡Eso es lo que le he dicho! –exclamó la anciana señora.
–¿Y qué le ha respondido, señora?
–Lo que se me ocurrió –exclamó Cristina exasperada –. ¿No le
parece, señor, que este interrogatorio ha durado demasiado?... En
cuanto a mí..
Raúl, muy emocionado, temió dejarla pronunciar las palabras de
una ruptura definitiva y le interrumpió:
–Discúlpeme, señorita, que le haya hablado así... Usted sabe muy
hico qué honrado sentimiento me hace mezclarme en este momento en
cosas, ¡ay!, en las que nada tengo que ver. Pero déjeme usted decirle,
que lo que he visto, y quizás haya visto más de lo que usted imagina...
o lo que he creído ver, porque en verdad, nada tiene de particular que
en una aventura semejante se dude del testimonio de los ojos...
–¿Qué ha visto usted, señor, o que ha creído ver?
–¡He visto su éxtasis al oír el sonido de la voz, Cristina, de la voz
que brotaba de la pared, o del tabique de un palco, o del palco inmediato...
sí, un éxtasis!... Y eso es lo que me da miedo por usted... ¡Está
usted bajo el más peligroso de los hechizos!... Y parece, sin embargo,
que se ha dado usted cuenta de la impostura, puesto que declara usted
hoy que no existe tal Genio de la Música... Entonces, Cristina, ¿por qué
se puso usted de pie con la faz radiante como si oyera la voz de los
ángeles?... ¡Oh! Esa voz es bien peligrosa, Cristina, puesto que yo
mismo, mientras que la oía, estaba tan encantado que usted desapareció
de mi vista sin que yo supiera cómo ni por dónde... ¡Cristina, Cristina!
En nombre del cielo, por la memoria de su padre, que la quiso tanto,
usted va a decirnos a su bienhechora y a mí a quién pertenece esa voz.
Y a pesar suyo, la salvaremos... ¡Vamos, Cristina, díganos cl nombre
de ese hombre!... ¡De ese hombre que ha tenido la audacia de ponerle
en el dedo un anillo de oro!
–¡Señor de Chagny –dijo fríamente la joven –, no lo sabrá usted
jamás!...
Y tras de esto se oyó la voz agria de la señora Valerius, que de
pronto se ponía a favor de Cristina, viendo la hostilidad con que su
pupila acababa de dirigirse al vizconde.
–¡Y si ella ama a ese hombre, señor vizconde, usted no tiene por
qué meterse en eso!
–¡Ay, así es, señora! –repuso humildemente Raúl, que no pudo
contener las lágrimas. ¡Ah, sí! En efecto, creo que Cristina lo ama...
Todo me lo demuestra..., pero no es eso sólo lo que me desespera, pues
no estoy seguro que aquel a quien Cristina ama sea digno de su amor...
–¡A mí solamente me corresponde apreciarlo, señor! dijo Cristina,
mirando a Raúl con una expresión de soberana irritación.
–... Cuando se apela para seducir a una joven... prosiguió Raúl,
que sentía que sus fuerzas le abandonaban... a medios tan románticos.
Es preciso, verdad, o que el hombre sea bien miserable o la joven bien
tonta.
–¿Por qué condena usted, Raúl, a un hombre que jamás ha visto,
que nadie conoce y del que usted mismo no sabe nada?
–Sí, Cristina... Sí.. Sé al menos el nombre que usted pretende
ocultarme para siempre... ¡Su Ángel de la Música, señorita, se llama
Erik!...
Cristina, al oír aquello, se traicionó en el acto. Se puso blanca
como un mantel del altar. Balbuceó:
–¿Quién se lo ha dicho?
–Usted misma.
–¿Cuándo?
–La otra noche, la noche del baile de máscaras. Al llegara su camarín,
¿no dijo usted: "Pobre Erik?" Pues bien, Cristina, había por allí
un pobre Raúl que la oyó.
–Esta es la segunda vez que escucha usted tras de la puerta, señor
de Chagny.
–¡Yo no estaba tras de la puerta!... Estaba en su camarín, en su
bondoir, señorita.
–¡Malaventurado! –dijo la joven sollozando y con todos los signas
de un indecible espanto. ¿Quiere usted entonces que lo maten?
–¡Quizá!
Raúl pronunció este "quizá" con tanto amor y tanta desesperación
que Cristina no pudo contener el llanto, pero su voluntad dominó enseguida
su emoción y tuvo el valor de interrogar al joven, sin apiadarse
más de su dolor.
–¿Por qué me ha preguntado usted "su" nombre si ya lo sabía?
–¡Para saber si no habla soñado, para saber si lo había oído realmente!...
Y ahora, Cristina, ya no tiene usted nada más que decirme...
¡Adiós!
El joven saludó ala señora Valerius, que no pronunció una sola
palabra para retenerlo, puesto que habla dejado de gustarle a su protegida;
después, más fríamente aún, se inclinó ante Cristina, que no le
devolvió el saludo, y enseguida, rígido como la justicia, pero débil
hasta cl punto que creyó que se iba a desmayar, empujó la puerta del
cuarto y pasó a la sala.
La mano suave de la joven se detuvo allí, posándose en su hombro.
Estaban solos entre los retratos del profesor Valerius y del anciano
Daaé. Cristina se los señaló y dijo:
–Si le juro delante de ellos que lo amo, ¿Me creerá usted, Raúl?
–Sí, Cristina, le creeré –dijo el joven –, que no quería sino ser
consolado.
–Pues bien, créame, Raúl, que si yo he complacido a Erik es porque
lo amo a usted.
–¡Dios mío! dijo –el vizconde con un suspiro, y se sentó.
Evidentemente, quería oír algo más y la conversación comenzaba
a gustarle.
–¡Hable, Cristina, le suplico, hable!... Sus palabras me devuelven
la vida, pues, por mi salud, creí que moría...
Ella se sentó a su lado, tan cerca que sintió el movimiento de su
suave respiración. La miraba sin poder hartarse la vista con aquel ángel
que lo amaba, pero ella no lo miraba. Y habló sin ver a Raúl, o más
bien mirándolo donde no estaba. Lo veía primero muy pequeño, cuando
había recogido su chal del mar, y le decía que a partir de ese día lo
había amado, a cause de su coraje de hombrecito, y luego lo recordaba
cuando escuchaba al lado de ella las leyendas de su padre y también lo
había amado entonces, porque era suave como una niña; y luego, cuando
volvió más tarde, lo detestó, porque no se había atrevido a pronunciar
las palabras que su corazón inconscientemente esperaba, y esto
también era una prueba de que lo quería. Y nunca había dejado de
quererlo con el más casto amor, a través de los años.
Raúl, que lloraba dulces lágrimas, tomó la mano de la joven y no
pudo dejar de preguntarle por qué se había conducido de una manera
tan glacial cuando él se arrojó a sus pies. en el camarín y por qué siempre
había tratado de huirle cuando él se aproximaba.
Cristina replicó con voz tranquila:
–Precisamente, amigo mío, porque no quería llegar a decirle lo
que le digo hoy. Mi propósito era que usted ignorara siempre este amor
que le confieso.
–¿Y la razón de esto? –imploró Raúl con ansiedad.
–La razón es que no quería apartarlo, Raúl, de su deber y que lo
amo lo bastante como para no querer crearle remordimientos. Vivo
entre estas dos imágenes –agregó, indicando los retratos de sus difuntos
queridos –; el día, amigo cofa, en que no sea digna de contemplarlos,
moriré.
–Cristina, usted será mi mujer.
Raúl pronunció aquella frase mirando a los dos testigos que le
sonreían en sus cuadros. La joven le contestó tranquilamente:
–Ya sabía que usted estarla pronto a cometer esa locura. Y ésa es
también, Raúl, otra razón por la que quería ocultarle mis sentimientos.
–¿Y qué locura ve usted en esto? –protestó el vizconde con candor
–. ¿Qué locura puede haber en que yo me case con usted, si la
amo? ¿Le parecería a usted más cuerdo que me casara con una mujer a
la que no amase?
–Es una locura, amigo mío –afirmó enérgicamente Cristina. Sería
una locura que "nos casáramos a su edad", usted descendiente de los
Chagny, y yo cómica y descendiente de un menestral de aldea, y, además,
contra la voluntad de su familia. ¡No consentiré jamás! Dirían que
usted ha perdido el juicio o que yo se lo habría hecho perder, lo que
seda peor.
Por áspera que hubiera sido la respuesta de la cantante, había sido
suavizada por estas palabras: "A su edad". Raúl vio en ellas una esperanza
cierta.
–¡Esperaré! –exclamó. Esperaré todo el tiempo que usted quiera,
para que se vea bien claro que mi resolución es irrevocable y que mi
corazón está de acuerdo con mi razón.
–¡Jamás su hermano consentirá semejante unión!
–Yo lo convenceré, Cristina. Cuando me vea próximo a morir de
desesperación, será preciso que ceda.
–¡Su familia lo rechazará!
–No, porque usted estará conmigo y cuando la hayan visto quedarán
conquistados por su hechizo. ¡Oh, Cristina, escúcheme!... Si usted
lo quisiera, nada en el mundo podría impedir que fuéramos felices.
Cristina se había puesto de pie. Meneó la cabeza y una sonrisa
llena de amargura pasó por sus labios pálidos.
–Es preciso renunciar a esa esperanza, amigo mío...
–¡Le juro que será usted mi mujer!
–Y yo –exclamó Cristina con un arranque de extraño dolor –, ¡y
yo he jurado que nunca lo seré!
Raúl vaciló; sin duda habla oído mal... Quiso oír otra vez.
–¿Usted ha jurado?... ¿Usted ha jurado que no será jamás mi mujer?
¿Y a quién, señorita, ha hecho usted ese juramento, si no es a aquel
a quien usted le aceptó el anillo?
Cristina no respondió. Raúl la asedió para que se explicara. La
agitación del joven iba en aumento. La fiebre de los celos lo dominaba
de nuevo. Le dio miedo.
–¡No desespere! exclamó Cristina en un arranque, en que el amor
y el pudor libraron el más seductor combate. Me he jurado a mí misma
que no tendré jamás otro esposo que usted.
–¡Sí, pero no se casará usted conmigo! –sollozó Raúl. ¡Qué triste
remedio es ése para mi dolor! ¡Y qué extraños juramentos, Cristina!
Todo esto está lleno de ambigüedad y, sin embargo, la creía a usted la
franqueza misma... ¿Cómo es esto? Se jura usted a sí misma que no
tendrá otro marido sino yo, y le jura usted a otra persona que no se
casará conmigo. ¿A quién se lo ha jurado usted, Cristina? Quiero saberlo...
¡Desgraciado de mí si no lo sé! ¡Y dice usted que me quiere y
me exige que le crea! ¡Usted se olvida que yo sé el nombre de "la voz
de hombre"!
Cristina le tomó entonces las manos y lo miró con toda la ternura
de que era capaz, y el joven, bajo aquellos ojos, sintió que su pena se
aliviaba.
–Raúl, le he confesado mi amor –dijo –para tener cl derecho de
decirle: es preciso olvidar "la voz de hombre" y no recordar siquiera
cómo se llama... y no volver a tratar jamás de penetrar en el misterio de
"la voz de hombre".
–¿Es entonces tan temible ese misterio?
Cristina alzó sus bellos brazos hacia las dos figuras mudas, testigos
semi sonrientes, semi tristes, de aquel extraño diálogo: su mirada
se enturbió, su garganta fue oprimida por un sollozo y por fin dijo:
–¡No puede haber otro más atroz en la Tierra!
Un silencio separó a los jóvenes.
Raúl estaba anonadado. Cristina quiso rematar su victoria.
–Júreme que no hará usted nada por "saber" –insistió Cristina. Júreme
que nunca volverá a entrar en mi camarín, sino a mi llamado.
–¿Me promete llamarme usted alguna vez?
–Se lo prometo.
–¿Cuándo?
–Mañana.
–¡Entonces, se lo juro!
Fueron las últimas palabras que se dijeron aquel día.
Raúl le beso las manos y se marchó maldiciendo a Erik y prometiéndose
tener paciencia.
_
CAPITULO XIII
ENCIMA DE LA TRAMOYA
_
Al día siguiente la volvió a ver en la Opera. Llevaba siempre
puesta la sortija de oro. Se mostró cariñosa y buena. Le hablo Raúl de
los proyectos que alimentaba, de la carrera y porvenir de ella.
Raúl le dijo que la partida de la expedición polar había sido adelantada
y que, dentro de tres semanas, un mes a más tardar, abandonaría
Francia.
Cristina lo incitó casi alegremente a que considerara aquel viaje
como un acontecimiento feliz, como una etapa de su gloria futura. Y
como él le respondiera que la gloria sin amor no tenía ante sus ojos
ningún encanto, lo trató como a un niño, cuyas penas tienen que ser
pasajeras.
Raúl le dijo:
–¿Cómo puede usted, Cristina, hablar tan ligeramente de cosas
tan graves? ¡Quizá no nos volvamos a ver jamás!.. ¡Yo puedo morir
durante esta expedición!...
–Y yo también –respondió Cristina con sencillez.
Ya no sonreía, ya no bromeaba, ya no mentía. Parecía meditar en
algo nuevo, que por primera vez penetraba en su alma. Su mirada estaba
llena de luz.
–¿En qué piensa usted, Cristina?
–Pienso en que no nos veremos más.
–¿Y eso es lo que la pone tan radiante?
–Y que dentro de un mes tendremos que decirnos adiós... para
siempre...
–A menos, Cristina, que comprometamos nuestra fe y que nos esperemos
para siempre.
Ella le puso la mano sobre la boca:
–¡Cállese, Raúl!... ¡No se trata de eso, bien lo sabe usted!... No
nos casaremos jamás. Así ha quedado convenido.
Parecía que de pronto no le era posible contener una alegría desbordante.
Batía palmas con una alegría infantil. Raúl la miraba inquieto,
sin comprender.
–Pero... pero... –exclamó enseguida, tendiendo ambas manos al
joven, o más bien dándoselas, como si de repente hubiera resuelto
regalárselas... –pero si no nos podemos casar, podemos ser novios...
¡Solo nosotros dos lo sabremos, Raúl!... ¡Ha habido casamientos secretos!
¡Bien puede haber noviazgos secretos!... ¡Seremos novios,
amigo mío, durante un mes!... Dentro de un mes usted partirá... y yo
podré ser feliz todo el resto de mi vida con el recuerdo de ese mes.
Estaba encantada con su idea... Pero volvió a ponerse grave.
–Esta –dijo –es una felicidad que no le hará dado a nadie.
Raúl había comprendido. Se aferró a aquella inspiración. Quiso
convertirla enseguida en realidad. Se inclinó ante Cristina con una
humildad sin igual y dijo:
–¡Señorita, tengo el honor de solicitar su mano!
–¡Ya es usted dueño de las dos, mi querido novio!...
–¡Oh, Raúl! ¡Qué felices vamos a ser!... ¡Vamos a jugar al futuro
maridito y a la futura mujercita!...
Raúl se decía: ¡Qué imprudente! Dentro de un mes habré conseguido
hacerla olvidar o habré puesto en claro y destruido cl misterio de
"la voz de hombre", y dentro de un mes Cristina consentirá en ser mi
mujer. ¡Mientras tanto, juguemos!
Fue el juego más delicioso del mundo, y en el que se divirtieron
como pocas criaturas. ¡Qué de maravillosas cosas se dijeron! ¡Cuántos
juramentos eternos cambiaron! La idea de que dentro de un mes no
habría nadie para cumplir aquellos compromisos, los llenaba de una
turbación que saboreaban con atroces delicias, entre risas y lágrimas.
Jugaban con el corazón como otros juegan en el volante, pero como
eran sus corazones los que se precipitaban en la pista, tenían que ser
muy diestros, pero muy diestros para no hacerles daño. Un día era –el
octavo del juego –Raúl sintió un gran dolor y detuvo la partida con
estas palabras extravagantes: "Ya no voy al Polo Norte".
Cristina, que en su inocencia no había pensado en la posibilidad
de esto, descubrió de pronto el peligro del juego y se reprochó amargamente.
No le respondió una palabra a Raúl y se volvió a su casa.
Esto pasó de tarde, en el camarín de la cantante, donde tenían lugar
sus citas y en donde se divertían en hacer festines con tres bizcochos,
dos copitas de oporto y un ramo de violetas.
Aquella noche Cristina no cantaba. Y Raúl no recibió la carta
acostumbrada, porque habían convenido en escribirse todos los días de
aquel mes de noviazgo. Al día siguiente corrió a cesa de la señora
Valerius, donde supo que Cristina permanecía ausente dos días. Había
partido la víspera a las cinco de la tarde, diciendo que no estaría de
regreso hasta pasado el día siguiente. Raúl estaba desconcertado. Detestaba
a la vieja señora, que le comunicaba semejante noticia con la
más absoluta tranquilidad. Trató se sonsacarle algo, pero, evidentemente,
la buena señora no sabía nada. Consintió sólo en responder a las
preguntas desesperadas del joven:
–Es un secreto de Cristina.
Y apuntaba al cielo con una unción profunda, que recomendaba
discreción, a la vez que pretendía tranquilizar.
–¡Oh, sí! –exclamaba Raúl, furioso, al bajar la escalera. ¡Esta señora
Valerius es mandada hacer para guardar señoritas!...
–¿Dónde podía estar Cristina?...
Dos días... Dos días de menas en una felicidad tan breve. ¡Y todo
por culpa suya!... ¿No estaba convenido que partiría? Y si tenía la
firme intención de no partir, ¿para qué habló tan pronto? Se acusaba de
torpeza y fue el más desgraciado de los hombres durante cuarenta y
ocho horas, al cabo de las cuales Cristina reapareció.
Reapareció en medio de un triunfo. Volvió a tener el éxito inaudito
de la función de gala. Desde la aventura del "gallo", la Carlota no
había podido salir a escena sin ser presa de la más cruel ansiedad. El
terror de un nuevo "gallo" habitaba en su corazón y le quitaba todos
sus medios, y los sitios que presenciaron su incomprensible caída se le
habían vuelto odiosos. Consiguió rescindir su contrato y partió a hacer
una gira por América. Daaé ocupó momentáneamente, a pedido de la
dirección, el empleo vacante. Un verdadero delirio la acogió en la
"Juive".
El vizconde, que, naturalmente, estaba presente en aquella función,
fue el único que sufrió al escuchar los mil ecos de aquel nuevo
triunfo; porque vio que Cristina llevaba siempre puesto el anillo de oro.
Una voz lejana murmuraba en el oído del joven: "Esta noche lleva
puesto el anillo de oro y no eres tú el que se lo ha dado. Esto noche ha
dado también su alma, pero no te la ha dado a ti".
Y la voz proseguía: "Si no quiere decirte lo que ha hecho en estos
dos días...; si te oculta el sitio de su retiro, debes ir a preguntárselo a
Erik".
Corrió al escenario. Trató de ponerse a su paso. Cristina lo vio,
porque sus ojos lo buscaban. "¡Pronto! ¡Pronto! ¡Venga!..." –le dijo..
Y lo arrastró a su camarín, sin preocuparse para nada de todos los
cortejantes de su naciente gloria, que murmuraban ante la puerta cerrada:
"¡Es un escándalo!".
Raúl cayó enseguida de rodillas. Le juró que pariría y le suplicó
que en adelante no abreviara ni un minuto de la felicidad ideal que se
habían prometido. Cristina dejó correr sus lágrimas. Se abrazaban
como dos hermanos desesperados que acababan de ser heridos por un
duelo común y que se encuentran para llorar a un muerto.
De pronto, Cristina se desprendió de la tímida presión del joven;
pareció escuchar algo desconocido... y con un ademán breve le indicó
la puerta a Raúl. Cuando estuvo en el umbral, Cristina le dijo con una
voz tan baja, que más adivinó sus palabras, de lo que realmente las
oyó:
–Mañana, a la misma hora... Y siéntase feliz, Raúl... Es para usted
que he cantado esta noche.
Pero, ¡ay!, aquellos dos días de ausencia habían roto el encanto de
su amable mentira. Se miraron sin decirse nada, con los ojos tristes.
Raúl se contenta para no gritar: "¡Estoy loco de celos! "Pero ella lo oía,
sin embargo.
Entonces le dijo: "Vamos a dar una vuelta, amigo mío, el aire nos
hará bien:
Raúl creyó que le iba a proponer algún paseo al campo, lejos de
aquel edificio, que detestaba como una prisión, cuyo carcelero se pastaba
entre sus paredes... el carcelero Erik... Pero Cristina lo condujo ata
sombra de un pórtico de iglesia de tela pintada y lo hizo sentar en un
banco de madera a la entrada de una puerta, entre la tranquilidad y el
fresco dudosos de la decoración, ya colocada para el próximo espectáculo;
otro día vagó con él, tomándolo de la mano, por los senderos de
un jardín, cuyas plantas trepadoras habían sido cortadas por las manos
hábiles de un decorador, como si los verdaderos cielos, las flores naturales
y la tierra de verdad le estuvieran vedados y estuvieran condenados
a no respirar más atmósfera que la del teatro. El joven vacilaba en
dirigirle la menor pregunta, porque, como enseguida reparaba que no le
podía responder, temía hacerla sufrir inútilmente. De cuando en cuando
pasaba un bombero, que parecía velar aquel idilio melancólico. A veces,
ella trataba de engañarlo y de engañarse respecto de la mentada
belleza de ese marco inventado para la ilusión de los hombres. Su
imaginación, siempre despierta, lo revestía con los más brillantes colores
y tules, decía, "como no los podía ostentar la Naturaleza". Se exaltaba,
mientras que Raúl lentamente oprimía su mano enfebrecida.
Cristina decía: "Mire, Raúl, esos muros, esos bosques, esas imágenes
de tela pintada han visto los más sublimes amores, porque aquí
han sido inventados por los poetas, que sobrepasan en cien codos la
estatura de los hombres. Dígame, Raúl, que nuestro amor está bien
aquí, porque él también ha sido inventado y porque él también no es,
¡ay!, más que una ilusión...".
Raúl, desesperado, no le respondía.
–Nuestro amor –insistía entonces –es demasiado triste en la tierra,
¡paseémoslo en el cielo! ¡Verá qué fácil es eso aquí!
Y Cristina lo arrastraba más allá de las nubes, en el desorden
magnífico del aparejo escénico, y se complacía en darle vértigo corriendo
delante de él por los puentecillos frágiles, entre los millares de
cuerdas amarradas a las poleas, a los cabrestantes a las roldanas, en
medio de un verdadero bosque aéreo de varas y de mástiles. Si Raúl
llegaba a vacilar, Cristina le decía en un mohín adorable: "¡Usted, un
marino!".
Y luego voluta a bajar a tierra firme, es decir, a algún pasadizo
bien sólido que los conducía a un sitio de risas, danzas, admoniciones
de una voz severa: "¡Con más soltura, señorita!... ¡Más esmero en esos
puntos!..." Era la clase de las chiquillas, de las que tienen entre seis y
diez años... y ya llevan bata escotada, falda transparente, malla blanca,
medias rosadas y trabajan, trabajan empeñosamente con sus piececitos
doloridos con la esperanza de llegar a ser discípulas de las cuadrillas,
corifeos, partiquinas, primeras bailarinas con muchos diamantes por
todas partes... Mientras tanto, Cristina le daba bombones.
Otro día lo hacía entrar en una vasta sala de su palacio, toda repleta
de oropeles, de jirones, de armaduras, de lanzas, de escudos y de
penachos, y pasar revista a todos los fantasmas de guerreros inmóviles
y cubiertos de polvo. Le dirigía palabras alentadoras, prometiéndole
que volvería a ver las noches deslumbrantes de luz y los desfiles al son
de la música y cl estrépito de la orquesta.
Lo paseó así por todo su imperio, que era ficticio, inmenso, y que
abarcaba diecisiete pisos desde el piso bajo hasta la techumbre y estaba
habitado por un ejército de súbditos. Pasaba entre ellos como una reina
popular, alentando a los trabajadores; sentándose en los talleres, dando
discretos consejos a los obreros, cuyas manos vacilaban al cortar las
ricas telas destinadas a revestir a los héroes. Los habitantes de aquel
país ejercían todos los oficios. Había zapateros y joyeros. Todos hablan
aprendido a quererla, porque se interesaba por los pesares y las alegrías
de todos. Conocía rincones desconocidos habitados en secreto por
viejos matrimonios.
Les golpeaba la puerta y les presentaba a Raúl como un príncipe
Colibrí que había pedido su mano, y los das, sentados en algún accesorio
apolillado, escuchaban las leyendas de la Opera como habían escuchado
juntos en su infancia los viejos cuentos bretones. Aquellos
ancianos no tenían recuerdos más que de la Opera. Habitaban allí desde
hacía innumerables años. Las administraciones desaparecidas los
habían olvidado allí; las revoluciones de palacio tos hablan ignorado;
en el exterior la historia de Francia había transcurrido sin que lo notaran
y nadie se acordaba de ellos. Así transcurrieron encantadores días y
Cristina y Raúl, a causa del excesivo interés que parecían poner en las
cosas exteriores, se esforzaban en ocultarse recíprocamente el único
pensamiento de sus corazones. Lo cierto es que Cristina, que se habla
mostrado hasta entonces la más fuerte, se puso nerviosa hasta lo indecible.
Durante sus paseos se echaba a correr sin razón o bien se detenía
bruscamente y su mano, que se ponía helada de golpe, detenía a Raúl.
Sus ojos parecían a veces perseguir sombras imaginarias. Gritaba:
"Por aquí", luego "por aquí", luego "por aquí", con una risa nerviosa
que a veces se convertía en llanto.
Raúl entonces quería hablar, interrogarla a pesar de sus promesas,
de sus compromisos. Pero antes de que él formulara ninguna pregunta,
ella se anticipaba a responder febrilmente: "¡No es nada!... ¡le juro que
no es nada!"
Una vez, al atravesar la escena, pasaron delante de una trampa
abierta, Raúl se inclinó sobre el abismo oscuro y dijo: "Me ha hecho
usted visitar las alturas de su imperio, Cristina..., pero cuentan extrañas
cosas respecto de sus sótanos... ¿Quiere que bajemos a recorrerlos?" Al
oírle decir aquello, Cristina lo tomó entre los brazos, como si temiera
verlo desaparecer en el agujero negro y le dijo en voz baja y trémula:
"¡Jamás! ¡Le prohíbo que vaya allá!.. Y, además, ese dominio no es
mío!... Todo lo que está bajo el suelo le pertenece...".
Raúl clavó sus ojos en los suyas y le dijo con voz áspera:
–¿Ese habita ahí abajo?
–¡Yo no he dicho eso!... ¿Quién le ha dicho semejante cosa?...
¡Vamos!, venga... ¡Hay momentos, Raúl, en que me pregunto si es
usted loco!... ¡Siempre oye usted cosas imposibles! ¡Venga! ¡Venga!
Y Cristina lo arrastró literalmente, porque él se obstinaba en quedar
frente a la trampa como si aquel agujero lo atrajese.
La trampa se cerró de golpe, tan de golpe que no notaron quito la
había manejado, dejándolos aquello sorprendidos.
–¿Quizás haya sido "él" quien estaba allí? –acabó por decir Raúl.
Cristina se encogió de hombros, pero no conseguía aparentar
tranquilidad.
–¡No, no!, son los cerradores de trampas. Para pasar cl tiempo les
da por abrir y cerrar las trampas sin razón...
–¿Y si fuera "él", Cristina?
–¡No, le repito que no! Ahora está encerrado, trabaja.
–¡Ah! De veras, ¿trabaja?
–¡Sí, no puede estar trabajando y abriendo y cerrando trampas!
Y al decir esto se estremecía.
–¿Y en qué trabaja?
–¡Ah!, ¡en algo terrible!... Podemos estar muy tranquilos...
¡Cuando trabaja en eso, no ve, ni come, ni bebe, ni respira... durante
días y noches es un muerto vivo y no tiene tiempo para divertirse en
hacer mover las trampas!
Cristina se estremeció de nuevo y se inclinó escuchando hacia la
trampa. Raúl no le dijo palabra.
Temía que su voz la hiciera de pronto recapacitar, deteniendo cl
curso todavía tan tenue de sus confidencias.
Cristina no se le había separado... lo tenía siempre entre sus brazos...,
suspiró:
–¡Si fuera "él"!
Raúl preguntó con timidez:
–¿Le tiene usted miedo?
–No, absolutamente.
El joven adoptó sin quererlo la actitud de tenerle lástima, como se
hace con los seres muy impresionables que acaban de tener un susto.
Parecía decir: "¡Tenga en cuenta que aquí estoy yo!" Y su expresión,
casi involuntariamente, se trocó en amenazadora; entonces Cristina lo
miró con sorpresa, como si fuera un fenómeno de coraje y de abnegación,
y pareció apreciar mentalmente en su justo valor tan inútil y audaz
caballerosidad. Le dio un beso al pobre Raúl, como un hermano
que le recompensa un exceso de ternura, por haber cerrado su pequeño
puño fraternal para defenderla de los peligros siempre posibles de la
vida.
Raúl comprendió y se sonrojó de vergüenza. Se sintió tan débil
como ella. Se decía a sí mismo: "Pretende que no tiene miedo, pero se
esfuerza temblando porque nos apartemos de la trampa". Era la verdad.
Al otro día y los subsiguientes fueron a pasear sus extraños y castos
amores casi en los desvanes, bien lejos de las trampas. La agitación de
Cristina iba en aumento a medida que transcurrían las horas. Por último,
una tarde, llegó muy retrasada, con la cara tan pálida y los ojos tan
irritados por el reciente llanto que Raúl se resolvió a todo, a expresarle,
por ejemplo, que no partiría al Polo si ella no le confiaba el secreto que
la atormentaba.
–¡Cállese, Raúl! Por Dios, cállese. Si "él" lo oyese, desgraciado
Raúl. Y los ojos azorados de la joven miraban con ansiedad en derredor.
–¡La arrancaré a su poder, se lo juro, Cristina! Y no volverá usted
a pensar más en "él".
–¿Sería posible?
Cristina expresó aquella duda, que era una palabra de aliento,
arrastrando al joven hasta el último piso del teatro, a la "cumbre", lejos,
muy lejos de las trampas. –La ocultaré en un rincón desconocido del
mundo, donde no vendrá a buscarla. La dejaré puesta a salvo y entonces
partiré.
Cristina asió las manos de Raúl con ímpetu increíble. Pero no se
atrevió a expresar de otro modo su alegría.
Enseguida volvió inquieta la cabeza
–¡Más arriba! –dijo solamente, vayamos más arriba. Y lo llevó
consigo hasta la cima.
Raúl seguía con dificultad. Pronto estuvieron en los techos, en el
laberinto de maderamen. Se deslizaban entre cabrias y llaves, saltando
de viga en viga ce no si pasaran en un bosque de árbol en árbol, de
troncos formidables.
Y a pesar de la precaución que tenía de mirar a cada instante detrás
de ella, no vio una sombra que la seguía como si fuera su sombra,
que se detenía cuando ella se detenía, que se ponía en marcha cuando
ella avanzaba y que no hacia más ruido que cl que hace una sombra.
Raúl, por su parte, no se dio cuenta de nada, porque teniendo a Cristina
Al día siguiente la volvió a ver en la Opera. Llevaba siempre
puesta la sortija de oro. Se mostró cariñosa y buena. Le hablo Raúl de
los proyectos que alimentaba, de la carrera y porvenir de ella.
Raúl le dijo que la partida de la expedición polar había sido adelantada
y que, dentro de tres semanas, un mes a más tardar, abandonaría
Francia.
Cristina lo incitó casi alegremente a que considerara aquel viaje
como un acontecimiento feliz, como una etapa de su gloria futura. Y
como él le respondiera que la gloria sin amor no tenía ante sus ojos
ningún encanto, lo trató como a un niño, cuyas penas tienen que ser
pasajeras.
Raúl le dijo:
–¿Cómo puede usted, Cristina, hablar tan ligeramente de cosas
tan graves? ¡Quizá no nos volvamos a ver jamás!.. ¡Yo puedo morir
durante esta expedición!...
–Y yo también –respondió Cristina con sencillez.
Ya no sonreía, ya no bromeaba, ya no mentía. Parecía meditar en
algo nuevo, que por primera vez penetraba en su alma. Su mirada estaba
llena de luz.
–¿En qué piensa usted, Cristina?
–Pienso en que no nos veremos más.
–¿Y eso es lo que la pone tan radiante?
–Y que dentro de un mes tendremos que decirnos adiós... para
siempre...
–A menos, Cristina, que comprometamos nuestra fe y que nos esperemos
para siempre.
Ella le puso la mano sobre la boca:
–¡Cállese, Raúl!... ¡No se trata de eso, bien lo sabe usted!... No
nos casaremos jamás. Así ha quedado convenido.
Parecía que de pronto no le era posible contener una alegría desbordante.
Batía palmas con una alegría infantil. Raúl la miraba inquieto,
sin comprender.
–Pero... pero... –exclamó enseguida, tendiendo ambas manos al
joven, o más bien dándoselas, como si de repente hubiera resuelto
regalárselas... –pero si no nos podemos casar, podemos ser novios...
¡Solo nosotros dos lo sabremos, Raúl!... ¡Ha habido casamientos secretos!
¡Bien puede haber noviazgos secretos!... ¡Seremos novios,
amigo mío, durante un mes!... Dentro de un mes usted partirá... y yo
podré ser feliz todo el resto de mi vida con el recuerdo de ese mes.
Estaba encantada con su idea... Pero volvió a ponerse grave.
–Esta –dijo –es una felicidad que no le hará dado a nadie.
Raúl había comprendido. Se aferró a aquella inspiración. Quiso
convertirla enseguida en realidad. Se inclinó ante Cristina con una
humildad sin igual y dijo:
–¡Señorita, tengo el honor de solicitar su mano!
–¡Ya es usted dueño de las dos, mi querido novio!...
–¡Oh, Raúl! ¡Qué felices vamos a ser!... ¡Vamos a jugar al futuro
maridito y a la futura mujercita!...
Raúl se decía: ¡Qué imprudente! Dentro de un mes habré conseguido
hacerla olvidar o habré puesto en claro y destruido cl misterio de
"la voz de hombre", y dentro de un mes Cristina consentirá en ser mi
mujer. ¡Mientras tanto, juguemos!
Fue el juego más delicioso del mundo, y en el que se divirtieron
como pocas criaturas. ¡Qué de maravillosas cosas se dijeron! ¡Cuántos
juramentos eternos cambiaron! La idea de que dentro de un mes no
habría nadie para cumplir aquellos compromisos, los llenaba de una
turbación que saboreaban con atroces delicias, entre risas y lágrimas.
Jugaban con el corazón como otros juegan en el volante, pero como
eran sus corazones los que se precipitaban en la pista, tenían que ser
muy diestros, pero muy diestros para no hacerles daño. Un día era –el
octavo del juego –Raúl sintió un gran dolor y detuvo la partida con
estas palabras extravagantes: "Ya no voy al Polo Norte".
Cristina, que en su inocencia no había pensado en la posibilidad
de esto, descubrió de pronto el peligro del juego y se reprochó amargamente.
No le respondió una palabra a Raúl y se volvió a su casa.
Esto pasó de tarde, en el camarín de la cantante, donde tenían lugar
sus citas y en donde se divertían en hacer festines con tres bizcochos,
dos copitas de oporto y un ramo de violetas.
Aquella noche Cristina no cantaba. Y Raúl no recibió la carta
acostumbrada, porque habían convenido en escribirse todos los días de
aquel mes de noviazgo. Al día siguiente corrió a cesa de la señora
Valerius, donde supo que Cristina permanecía ausente dos días. Había
partido la víspera a las cinco de la tarde, diciendo que no estaría de
regreso hasta pasado el día siguiente. Raúl estaba desconcertado. Detestaba
a la vieja señora, que le comunicaba semejante noticia con la
más absoluta tranquilidad. Trató se sonsacarle algo, pero, evidentemente,
la buena señora no sabía nada. Consintió sólo en responder a las
preguntas desesperadas del joven:
–Es un secreto de Cristina.
Y apuntaba al cielo con una unción profunda, que recomendaba
discreción, a la vez que pretendía tranquilizar.
–¡Oh, sí! –exclamaba Raúl, furioso, al bajar la escalera. ¡Esta señora
Valerius es mandada hacer para guardar señoritas!...
–¿Dónde podía estar Cristina?...
Dos días... Dos días de menas en una felicidad tan breve. ¡Y todo
por culpa suya!... ¿No estaba convenido que partiría? Y si tenía la
firme intención de no partir, ¿para qué habló tan pronto? Se acusaba de
torpeza y fue el más desgraciado de los hombres durante cuarenta y
ocho horas, al cabo de las cuales Cristina reapareció.
Reapareció en medio de un triunfo. Volvió a tener el éxito inaudito
de la función de gala. Desde la aventura del "gallo", la Carlota no
había podido salir a escena sin ser presa de la más cruel ansiedad. El
terror de un nuevo "gallo" habitaba en su corazón y le quitaba todos
sus medios, y los sitios que presenciaron su incomprensible caída se le
habían vuelto odiosos. Consiguió rescindir su contrato y partió a hacer
una gira por América. Daaé ocupó momentáneamente, a pedido de la
dirección, el empleo vacante. Un verdadero delirio la acogió en la
"Juive".
El vizconde, que, naturalmente, estaba presente en aquella función,
fue el único que sufrió al escuchar los mil ecos de aquel nuevo
triunfo; porque vio que Cristina llevaba siempre puesto el anillo de oro.
Una voz lejana murmuraba en el oído del joven: "Esta noche lleva
puesto el anillo de oro y no eres tú el que se lo ha dado. Esto noche ha
dado también su alma, pero no te la ha dado a ti".
Y la voz proseguía: "Si no quiere decirte lo que ha hecho en estos
dos días...; si te oculta el sitio de su retiro, debes ir a preguntárselo a
Erik".
Corrió al escenario. Trató de ponerse a su paso. Cristina lo vio,
porque sus ojos lo buscaban. "¡Pronto! ¡Pronto! ¡Venga!..." –le dijo..
Y lo arrastró a su camarín, sin preocuparse para nada de todos los
cortejantes de su naciente gloria, que murmuraban ante la puerta cerrada:
"¡Es un escándalo!".
Raúl cayó enseguida de rodillas. Le juró que pariría y le suplicó
que en adelante no abreviara ni un minuto de la felicidad ideal que se
habían prometido. Cristina dejó correr sus lágrimas. Se abrazaban
como dos hermanos desesperados que acababan de ser heridos por un
duelo común y que se encuentran para llorar a un muerto.
De pronto, Cristina se desprendió de la tímida presión del joven;
pareció escuchar algo desconocido... y con un ademán breve le indicó
la puerta a Raúl. Cuando estuvo en el umbral, Cristina le dijo con una
voz tan baja, que más adivinó sus palabras, de lo que realmente las
oyó:
–Mañana, a la misma hora... Y siéntase feliz, Raúl... Es para usted
que he cantado esta noche.
Pero, ¡ay!, aquellos dos días de ausencia habían roto el encanto de
su amable mentira. Se miraron sin decirse nada, con los ojos tristes.
Raúl se contenta para no gritar: "¡Estoy loco de celos! "Pero ella lo oía,
sin embargo.
Entonces le dijo: "Vamos a dar una vuelta, amigo mío, el aire nos
hará bien:
Raúl creyó que le iba a proponer algún paseo al campo, lejos de
aquel edificio, que detestaba como una prisión, cuyo carcelero se pastaba
entre sus paredes... el carcelero Erik... Pero Cristina lo condujo ata
sombra de un pórtico de iglesia de tela pintada y lo hizo sentar en un
banco de madera a la entrada de una puerta, entre la tranquilidad y el
fresco dudosos de la decoración, ya colocada para el próximo espectáculo;
otro día vagó con él, tomándolo de la mano, por los senderos de
un jardín, cuyas plantas trepadoras habían sido cortadas por las manos
hábiles de un decorador, como si los verdaderos cielos, las flores naturales
y la tierra de verdad le estuvieran vedados y estuvieran condenados
a no respirar más atmósfera que la del teatro. El joven vacilaba en
dirigirle la menor pregunta, porque, como enseguida reparaba que no le
podía responder, temía hacerla sufrir inútilmente. De cuando en cuando
pasaba un bombero, que parecía velar aquel idilio melancólico. A veces,
ella trataba de engañarlo y de engañarse respecto de la mentada
belleza de ese marco inventado para la ilusión de los hombres. Su
imaginación, siempre despierta, lo revestía con los más brillantes colores
y tules, decía, "como no los podía ostentar la Naturaleza". Se exaltaba,
mientras que Raúl lentamente oprimía su mano enfebrecida.
Cristina decía: "Mire, Raúl, esos muros, esos bosques, esas imágenes
de tela pintada han visto los más sublimes amores, porque aquí
han sido inventados por los poetas, que sobrepasan en cien codos la
estatura de los hombres. Dígame, Raúl, que nuestro amor está bien
aquí, porque él también ha sido inventado y porque él también no es,
¡ay!, más que una ilusión...".
Raúl, desesperado, no le respondía.
–Nuestro amor –insistía entonces –es demasiado triste en la tierra,
¡paseémoslo en el cielo! ¡Verá qué fácil es eso aquí!
Y Cristina lo arrastraba más allá de las nubes, en el desorden
magnífico del aparejo escénico, y se complacía en darle vértigo corriendo
delante de él por los puentecillos frágiles, entre los millares de
cuerdas amarradas a las poleas, a los cabrestantes a las roldanas, en
medio de un verdadero bosque aéreo de varas y de mástiles. Si Raúl
llegaba a vacilar, Cristina le decía en un mohín adorable: "¡Usted, un
marino!".
Y luego voluta a bajar a tierra firme, es decir, a algún pasadizo
bien sólido que los conducía a un sitio de risas, danzas, admoniciones
de una voz severa: "¡Con más soltura, señorita!... ¡Más esmero en esos
puntos!..." Era la clase de las chiquillas, de las que tienen entre seis y
diez años... y ya llevan bata escotada, falda transparente, malla blanca,
medias rosadas y trabajan, trabajan empeñosamente con sus piececitos
doloridos con la esperanza de llegar a ser discípulas de las cuadrillas,
corifeos, partiquinas, primeras bailarinas con muchos diamantes por
todas partes... Mientras tanto, Cristina le daba bombones.
Otro día lo hacía entrar en una vasta sala de su palacio, toda repleta
de oropeles, de jirones, de armaduras, de lanzas, de escudos y de
penachos, y pasar revista a todos los fantasmas de guerreros inmóviles
y cubiertos de polvo. Le dirigía palabras alentadoras, prometiéndole
que volvería a ver las noches deslumbrantes de luz y los desfiles al son
de la música y cl estrépito de la orquesta.
Lo paseó así por todo su imperio, que era ficticio, inmenso, y que
abarcaba diecisiete pisos desde el piso bajo hasta la techumbre y estaba
habitado por un ejército de súbditos. Pasaba entre ellos como una reina
popular, alentando a los trabajadores; sentándose en los talleres, dando
discretos consejos a los obreros, cuyas manos vacilaban al cortar las
ricas telas destinadas a revestir a los héroes. Los habitantes de aquel
país ejercían todos los oficios. Había zapateros y joyeros. Todos hablan
aprendido a quererla, porque se interesaba por los pesares y las alegrías
de todos. Conocía rincones desconocidos habitados en secreto por
viejos matrimonios.
Les golpeaba la puerta y les presentaba a Raúl como un príncipe
Colibrí que había pedido su mano, y los das, sentados en algún accesorio
apolillado, escuchaban las leyendas de la Opera como habían escuchado
juntos en su infancia los viejos cuentos bretones. Aquellos
ancianos no tenían recuerdos más que de la Opera. Habitaban allí desde
hacía innumerables años. Las administraciones desaparecidas los
habían olvidado allí; las revoluciones de palacio tos hablan ignorado;
en el exterior la historia de Francia había transcurrido sin que lo notaran
y nadie se acordaba de ellos. Así transcurrieron encantadores días y
Cristina y Raúl, a causa del excesivo interés que parecían poner en las
cosas exteriores, se esforzaban en ocultarse recíprocamente el único
pensamiento de sus corazones. Lo cierto es que Cristina, que se habla
mostrado hasta entonces la más fuerte, se puso nerviosa hasta lo indecible.
Durante sus paseos se echaba a correr sin razón o bien se detenía
bruscamente y su mano, que se ponía helada de golpe, detenía a Raúl.
Sus ojos parecían a veces perseguir sombras imaginarias. Gritaba:
"Por aquí", luego "por aquí", luego "por aquí", con una risa nerviosa
que a veces se convertía en llanto.
Raúl entonces quería hablar, interrogarla a pesar de sus promesas,
de sus compromisos. Pero antes de que él formulara ninguna pregunta,
ella se anticipaba a responder febrilmente: "¡No es nada!... ¡le juro que
no es nada!"
Una vez, al atravesar la escena, pasaron delante de una trampa
abierta, Raúl se inclinó sobre el abismo oscuro y dijo: "Me ha hecho
usted visitar las alturas de su imperio, Cristina..., pero cuentan extrañas
cosas respecto de sus sótanos... ¿Quiere que bajemos a recorrerlos?" Al
oírle decir aquello, Cristina lo tomó entre los brazos, como si temiera
verlo desaparecer en el agujero negro y le dijo en voz baja y trémula:
"¡Jamás! ¡Le prohíbo que vaya allá!.. Y, además, ese dominio no es
mío!... Todo lo que está bajo el suelo le pertenece...".
Raúl clavó sus ojos en los suyas y le dijo con voz áspera:
–¿Ese habita ahí abajo?
–¡Yo no he dicho eso!... ¿Quién le ha dicho semejante cosa?...
¡Vamos!, venga... ¡Hay momentos, Raúl, en que me pregunto si es
usted loco!... ¡Siempre oye usted cosas imposibles! ¡Venga! ¡Venga!
Y Cristina lo arrastró literalmente, porque él se obstinaba en quedar
frente a la trampa como si aquel agujero lo atrajese.
La trampa se cerró de golpe, tan de golpe que no notaron quito la
había manejado, dejándolos aquello sorprendidos.
–¿Quizás haya sido "él" quien estaba allí? –acabó por decir Raúl.
Cristina se encogió de hombros, pero no conseguía aparentar
tranquilidad.
–¡No, no!, son los cerradores de trampas. Para pasar cl tiempo les
da por abrir y cerrar las trampas sin razón...
–¿Y si fuera "él", Cristina?
–¡No, le repito que no! Ahora está encerrado, trabaja.
–¡Ah! De veras, ¿trabaja?
–¡Sí, no puede estar trabajando y abriendo y cerrando trampas!
Y al decir esto se estremecía.
–¿Y en qué trabaja?
–¡Ah!, ¡en algo terrible!... Podemos estar muy tranquilos...
¡Cuando trabaja en eso, no ve, ni come, ni bebe, ni respira... durante
días y noches es un muerto vivo y no tiene tiempo para divertirse en
hacer mover las trampas!
Cristina se estremeció de nuevo y se inclinó escuchando hacia la
trampa. Raúl no le dijo palabra.
Temía que su voz la hiciera de pronto recapacitar, deteniendo cl
curso todavía tan tenue de sus confidencias.
Cristina no se le había separado... lo tenía siempre entre sus brazos...,
suspiró:
–¡Si fuera "él"!
Raúl preguntó con timidez:
–¿Le tiene usted miedo?
–No, absolutamente.
El joven adoptó sin quererlo la actitud de tenerle lástima, como se
hace con los seres muy impresionables que acaban de tener un susto.
Parecía decir: "¡Tenga en cuenta que aquí estoy yo!" Y su expresión,
casi involuntariamente, se trocó en amenazadora; entonces Cristina lo
miró con sorpresa, como si fuera un fenómeno de coraje y de abnegación,
y pareció apreciar mentalmente en su justo valor tan inútil y audaz
caballerosidad. Le dio un beso al pobre Raúl, como un hermano
que le recompensa un exceso de ternura, por haber cerrado su pequeño
puño fraternal para defenderla de los peligros siempre posibles de la
vida.
Raúl comprendió y se sonrojó de vergüenza. Se sintió tan débil
como ella. Se decía a sí mismo: "Pretende que no tiene miedo, pero se
esfuerza temblando porque nos apartemos de la trampa". Era la verdad.
Al otro día y los subsiguientes fueron a pasear sus extraños y castos
amores casi en los desvanes, bien lejos de las trampas. La agitación de
Cristina iba en aumento a medida que transcurrían las horas. Por último,
una tarde, llegó muy retrasada, con la cara tan pálida y los ojos tan
irritados por el reciente llanto que Raúl se resolvió a todo, a expresarle,
por ejemplo, que no partiría al Polo si ella no le confiaba el secreto que
la atormentaba.
–¡Cállese, Raúl! Por Dios, cállese. Si "él" lo oyese, desgraciado
Raúl. Y los ojos azorados de la joven miraban con ansiedad en derredor.
–¡La arrancaré a su poder, se lo juro, Cristina! Y no volverá usted
a pensar más en "él".
–¿Sería posible?
Cristina expresó aquella duda, que era una palabra de aliento,
arrastrando al joven hasta el último piso del teatro, a la "cumbre", lejos,
muy lejos de las trampas. –La ocultaré en un rincón desconocido del
mundo, donde no vendrá a buscarla. La dejaré puesta a salvo y entonces
partiré.
Cristina asió las manos de Raúl con ímpetu increíble. Pero no se
atrevió a expresar de otro modo su alegría.
Enseguida volvió inquieta la cabeza
–¡Más arriba! –dijo solamente, vayamos más arriba. Y lo llevó
consigo hasta la cima.
Raúl seguía con dificultad. Pronto estuvieron en los techos, en el
laberinto de maderamen. Se deslizaban entre cabrias y llaves, saltando
de viga en viga ce no si pasaran en un bosque de árbol en árbol, de
troncos formidables.
Y a pesar de la precaución que tenía de mirar a cada instante detrás
de ella, no vio una sombra que la seguía como si fuera su sombra,
que se detenía cuando ella se detenía, que se ponía en marcha cuando
ella avanzaba y que no hacia más ruido que cl que hace una sombra.
Raúl, por su parte, no se dio cuenta de nada, porque teniendo a Cristina
No hay comentarios:
Publicar un comentario