EN EL SUBMUNDO DEL TERROR
(Fui un profanador de tumbas adolescente )
MARY WOLFMAN
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CAPÍTULO UNO
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Era como una pesadilla. Como uno de esos sueños irreales de los que te
despiertas a la mañana siguiente. Sólo que esta pesadilla estaba sucediendo
de verdad. Delante de mí alcanzaba a distinguir la linterna de Rankin: un
gran ojo amarillo en la sofocante oscuridad estival. Me tropecé con una
lápida y por poco no me desparramo de bruces. Rankin se volvió hacia mí,
siseando un juramento:
—¿Es que quieres despertar al vigilante, imbécil?
Susurré una respuesta y continuamos andando sigilosamente. Por fin,
Rankin se detuvo y enfocó el haz de la linterna sobre una lápida
recientemente cincelada. En ella podía leerse:
DANIEL WHEATHERBY
1899–1962
Reunido con su amada esposa en una tierra mejor
Sentí que me ponían una pala en las manos y, repentinamente, estuve
seguro de que no podría hacerlo. Pero entonces recordé al administrador de
becas meneando su cabeza y diciendo: Temo que no podemos darte más
tiempo, Dan. Tendrás que irte hoy mismo. Te ayudaría de alguna forma si
pudiera, créeme...
Excavé en la todavía blanda tierra y la arrojé por sobre mi hombro. Unos
quince minutos después mi pala entró en contacto con la madera. Ambos
nos pusimos a ensanchar el agujero rápidamente, hasta que la linterna de
Rankin reveló el ataúd. Nos metimos en el pozo y lo izamos.
Atontado, contemplé cómo Rankin le atizaba a los cerrojos con la pala.
Luego de unos pocos golpes éstos se rompieron y pudimos alzar la tapa. El
cadáver de Daniel Wheatherby nos miró con ojos vidriosos. Sentí que el
horror se derramaba lentamente sobre mí. Siempre creí que los ojos
permanecían cerrados cuando uno estaba muerto.
—No te quedes allí —susurró Rankin—; son casi las cuatro. ¡Tenemos
que largarnos de aquí!
Envolvimos el cuerpo con una manta y regresamos el ataúd al pozo. Lo
tapamos y reemplazamos el césped, rápido pero cuidadosamente.
Dispersamos toda la tierra que nos sobró.
Para cuando cargábamos con el cuerpo amortajado de blanco ya los
primeros rastros del alba comenzaban a iluminar el cielo oriental.
Atravesamos la valla que bordeaba el cementerio y nos internamos en el
bosque que lo limitaba por el oeste. Rankin se abrió paso expertamente
durante unos cuatrocientos metros hasta que lo cruzamos y llegamos al
automóvil, que seguía estacionado donde lo habíamos dejado, en una
rodada abandonada y cubierta de malezas que alguna vez había sido un
camino. El cadáver fue a parar al baúl. Poco después nos unimos al flujo de
automovilistas que se apresuraban en alcanzar el tren de las seis.
Me contemplaba las manos como si nunca antes las hubiera visto. La
mugre que tenía bajo mis uñas había estado amontonada sobre el lugar de
reposo final de un hombre, menos de veinticuatro horas atrás. Se sentía
inmundo.
La atención de Rankin se concentraba por entero en la conducción del
coche. Al mirarlo comprendí que el repulsivo acto que acabábamos de
cometer no le preocupaba en lo más mínimo; para él se trataba de un
trabajo más. Nos desviamos de la carretera principal y empezamos a
remontar el sinuoso, estrecho y sucio camino. Y entonces salimos al
espacio abierto y pude verla, la mansión victoriana que se elevaba en la
cumbre de la empinada pendiente. Rankin dió la vuelta y sin decir una
palabra enfiló hacia la escarpada roca de un acantilado que se alzaba
durante otros doce metros más, un poco a la derecha de la casa.
Se produjo un horrendo sonido chirriante y se abrió una parte de la
colina lo suficientemente ancha como para permitir el paso del automóvil.
Rankin nos condujo adentro y apagó el motor. Nos encontramos en una
estancia pequeña, con forma de cubo, que servía como garaje oculto. En
ese momento se abrió una puerta al otro extremo y un hombre alto y rígido
se nos acercó.
El rostro de Steffen Weinbaum parecía una calavera; tenía unos ojos
insondables y una piel que se le tensaba tanto sobre los pómulos que la
carne era casi transparente.
—¿Dónde está? —su voz era profunda, ominosa.
En silencio, Rankin se bajó y yo lo seguí. Rankin abrió el baúl y sacamos
la figura envuelta en la manta.
Weinbaum asintió lentamente.
—Bien, muy bien. Tráiganlo al laboratorio.
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CAPÍTULO DOS
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Mis padres murieron en un accidente automovilístico cuando yo tenía trece
años. Quedé solo y tendría que haber ido a parar a un orfanato. Pero el
testamento de mi padre reveló que me había dejado una sustancial suma de
dinero, y yo tenía mucha confianza en mí mismo. Los de asistencia social
nunca me rondaron y a los trece años me ví abandonado en el extraño rol
de ser el único inquilino de mi propia casa. Pagué la hipoteca de la cuenta
del banco e intenté estirar los dólares tanto como fuera posible.
El dinero escaseaba para cuando tuve dieciocho años y terminé el
colegio, pero igual quise ingresar en la universidad. Vendí la casa por diez
mil dólares por intermedio de un comprador de bienes raíces. A comienzos
de septiembre todo se me vino encima. Recibí una carta muy amable de
Erwin, Erwin y Bradstreet, Abogados. Para ponerlo en el idioma del
hombre de la calle, la carta decía que el departamento comercial en el que
mi padre había estado empleado había llevado una auditoría general de sus
libros; parecía que faltaban quince mil dólares y que tenían pruebas de que
mi padre se los había robado. El resto de la carta simplemente manifestaba
que si yo no pagaba los quince mil dólares iríamos a la corte y que
intentarían duplicar aquella cantidad.
Todo aquello me trastornó y, por esa razón, aquellas preguntas que se me
tendrían que haber ocurrido no lo hicieron. ¿Por qué no descubrieron antes
el error? ¿Por qué me estaban ofreciendo arreglar el asunto sin ir a la corte?
Fui hasta la oficina de Erwin, Erwin y Bradstreet y discutimos el tema.
Para decirlo en pocas palabras, pagué la suma que me estaban pidiendo y
me quedé sin dinero.
Al día siguiente busqué la firma Erwin, Erwin y Bradstreet en la guía
telefónica. No figuraba. Me dirigí a su oficina y encontré un cartel de Se
Alquila en la puerta. Fue entonces cuando comprendí que había sido
estafado como un niño incauto; cosa que, reflexioné miserablemente, era
justo lo que yo era.
A los de la universidad los engañé durante mis primeros meses, pero
finalmente descubrieron que no había sido convenientemente matriculado.
Ese mismo día conocí a Rankin en un bar. Fue mi primera experiencia en
una taberna. Tenía una licencia de conducir falsificada, así que pedí los
whiskys suficientes como para emborracharme. Imaginé que lograrlo me
llevaría algo así como dos whiskys puros, ya que nunca antes de aquella
noche había tomado más que una botella de cerveza.
El primero me sentó bien; el segundo logró que mi problema pareciera
más inconsistente. Me estaba zampando el tercero cuando Rankin entró en
el bar.
Se sentó en el taburete junto al mío y me miró con atención.
—¿Tienes algún problema? —le pregunté bruscamente.
Rankin sonrió.
—Sí, ando buscando un ayudante.
—¿Ah, sí? —le pregunté, interesado—. ¿Te refieres a que quieres
contratar a alguien?
—Sí.
—Bien, soy tu hombre.
Comenzó a decir algo pero luego cambió de idea.
—Mejor vayamos a un reservado y conversémoslo, ¿te parece?
Nos dirigimos a un reservado y comprendí que me estaba arriesgando
demasiado. Rankin tiró de la cortina.
—Así está mejor. Ahora, ¿quieres un trabajo?
Asentí.
—¿Te preocupa de qué pueda tratarse?
—No. ¿Cuánto es la paga?
—Quinientos el trabajo.
Se evaporó un poco la niebla rosada que me rodeaba. Algo no andaba
bien allí. No me gustó nada la forma en que usó la palabra «trabajo».
—¿A quién tengo que matar? —pregunté con una sonrisa poco jovial.
—No tienes que hacerlo. Pero antes de que pueda decirte de qué se trata,
tendrás que hablar con el señor Weinbaum.
—¿Quién es?
—Es un... científico.
La niebla se evaporó más aún. Me levanté.
—Uhuh.
No tengo interés en servir de conejito de indias. Consíguete a
otro flaco.
—No seas idiota —me dijo—. Nadie te hará daño.
—Bien, vamos —respondí, en contra de mi buen juicio.
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CAPÍTULO TRES
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Tras una recorrida por la casa que incluyó al laboratorio, Weinbaum se
refirió al propósito de mi labor. Vestía un guardapolvo blanco y había algo
en él que hacía que me estremeciera por dentro. Se apoltronó en la sala y
me señaló un asiento. Rankin había desaparecido. Weinbaum me observó
con esos ojos penetrantes y una vez más sentí que me atravesaba una
corriente helada.
—Se lo explicaré de este modo —dijo—; mis experimentos son
demasiado complicados como para describirlos con lujo de detalles, pero
están relacionados con la carne humana. Con carne humana muerta.
Empecé a notar que sus ojos se iluminaban con llamaradas vacilantes.
Parecía una araña lista para zamparse una mosca, y toda la casa era su
tejido. El sol se inflamaba al oeste, y profundos charcos de sombras se
extendían por el cuarto, ocultando su rostro, pero dejando los relucientes
ojos, como si se movieran en la creciente oscuridad.
Él continuaba hablando:
—A menudo, las personas donan sus cuerpos a los institutos científicos
para su estudio. Desafortunadamente soy un hombre que trabaja en
solitario, de modo que tengo que recurrir a otros métodos.
El horror saltó sonriendo desde las sombras, y por mi mente se filtró la
horrible imagen de dos hombres cavando a la luz de una luna imprecisa.
Una pala golpeaba la madera; el ruido congeló mi alma. Me puse de pie de
un salto.
—Creo que puedo encontrar el camino hasta la puerta, señor Weinbaum.
Se rió suavemente.
—¿Le comentó Rankin cuál es la paga por este trabajo?
—No estoy interesado.
—Mal hecho. Esperaba que pudiera verlo a mi manera. No le llevaría
más de un año ganar el dinero suficiente como para volver a la universidad.
Me sobresalté, experimentando la extraña sensación de que aquel
hombre estaba escrutando mi alma.
—¿Cuánto sabe de mí? ¿Cómo lo averiguó?
—Tengo mis recursos —rió entre dientes de nuevo—. ¿Va a
reconsiderarlo?
Vacilé.
—¿Hacemos la prueba? —me preguntó suavemente—. Estoy
convencido de que ambos podemos llegar a un mutuo entendimiento.
Tuve la terrible impresión de estar hablando con el mismísimo diablo,
que de algún modo me había obligado a venderle mi alma.
—Preséntese aquí a las ocho en punto, pasado mañana a la noche —me
dijo.
Así fue como todo empezó.
En cuanto Rankin y yo ubicamos el cadáver envuelto de Daniel
Wheatherby sobre la mesa del laboratorio se encendieron unas luces detrás
de unos paneles rectangulares que parecían tanques de vidrio.
—Weinbaum —sin darme cuenta, había olvidado llamarlo «señor»—;
me parece...
—¿Ha dicho algo? —preguntó, con sus ojos atravesando los míos. El
laboratorio pareció alejarse. Sólo quedábamos nosotros dos,
precipitándonos en un submundo repleto de horrores que estaban más allá
de la imaginación.
Rankin entró vestido con una blanca chaqueta corta, y rompió el hechizo
al decir:
—Todo listo, profesor.
Rankin me detuvo en la puerta.
—El viernes, a las ocho.
Un escalofrío helado y terrible me corrió por la espalda cuando miré
hacia atrás. Weinbaum había tomado un escalpelo y estaba cortando la
sábana que cubría el cuerpo. Ambos me miraron de manera extraña y yo
me largué de allí.
Me subí al auto y rápidamente desanduve el angosto y sucio sendero. No
volví la mirada. El aire era puro y caliente, con una promesa de verano en
ciernes. El cielo era azul, con algodonosas nubes blancas deslizándose por
la cálida brisa estival. La noche anterior parecía una pesadilla, un sueño
vago que, como todas las pesadillas, se vuelve irreal y transparente cuando
resplandece la brillante luz del día. Pero cuando conduje más allá de las
verjas de hierro del Cementerio Crestwood comprendí que no se trataba de
un sueño. Cuatro horas atrás mi pala había removido la tierra que cubría la
tumba de Daniel Wheatherby.
Un nuevo pensamiento me asaltó por primera vez. ¿Qué le estaban
haciendo al cuerpo de Daniel Wheatherby en ese momento? Relegé la
pregunta a un profundo rincón de mi mente y apreté el acelerador. Me
concentré en manejar el auto, agradecido por haber alejado de mi mente, al
menos durante un rato, la terrible acción que había llevado a cabo.
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CAPÍTULO CUATRO
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El paisaje de California se borroneaba a medida que aumentaba la
velocidad. Los neumáticos chirriaron en una curva y, cuando salí de ella,
varias cosas sucedieron al mismo tiempo.
Vi a una camioneta imprudentemente estacionada en medio de la línea
blanca, a una muchacha de unos dieciocho años corriendo justo hacia mi
auto, y a un hombre mayor detrás de ella. Clavé los frenos, que explotaron
como bombas. Maniobré el volante y el cielo de California de repente se
encontró debajo de mí. Entonces todo se acomodó y comprendí que había
dado una vuelta de campana. Por un momento quedé aturdido, pero
entonces un grito fuerte y chillón, penetrante, me atravesó la cabeza.
Abrí la puerta y corrí a toda velocidad por la ruta. El hombre tenía a la
muchacha y estaba arrastrándola hacia la camioneta. Era más fuerte que
ella, pero la chica le estaba arrancando unos centímetros de piel por cada
paso que él daba.
El tipo me descubrió.
—Tú te quedas donde estás, compañero. Yo soy su tutor.
Me detuve y me sacudí las telarañas de mi cerebro. Era exactamente lo
que él había estado esperando. Cargó con un puñetazo que me asestó a un
lado de la barbilla y me derribó al suelo. Agarró a la muchacha y
prácticamente la arrojó dentro de la cabina.
Cuando logré levantarme él ya estaba en el asiento del conductor y
haciendo rechinar los neumáticos. Pegué un salto y me subí al techo justo
cuando arrancaba. Por poco no salí despedido, aunque tuve que arañar
como cinco capas de pintura para poder sujetarme. Entonces extendí un
brazo a través de la ventanilla abierta y lo sujeté del cuello; con una
maldición, el tipo me agarró de la mano. Dio un volantazo, y el camión giró
locamente al borde de un empinado terraplén.
Lo último que recuerdo es la trompa del camión apuntando hacia abajo.
Entonces mi contrincante me salvó la vida al pegarme un tirón del brazo;
salí dando volteretas justo cuando el camión se zambullía por el precipicio.
Aterricé duro, aunque la piedra en la que aterricé lo era más. Todo se
desvaneció.
Algo fresco me tocó la frente cuando recuperé el sentido. Lo primero que
vi fue la luz roja que destellaba en el techo del auto de aspecto oficial,
estacionado junto al terraplén. Me erguí de repente, y unas manos suaves
me empujaron hacia abajo. Unas manos agradables, las manos de la
muchacha que me había metido en este enredo.
Tenía a un Agente de la Policía de Carreteras sobre mí, y a una voz
oficial que me decía:
—La ambulancia está en camino. ¿Cómo se encuentra?
—Machucado —le dije, sentándome de nuevo—. Aunque dígale a la
ambulancia que se largue. Estoy bien.
Intentaba sonar impertinente. La policía era lo último que necesitaba
luego del "trabajito" de las últimas noches.
—¿Qué puede decirme sobre esto? —preguntó el policía, sacando una
libreta de notas. Antes de contestarle caminé sobre el terraplén. El
estómago me dio un vuelco. La camioneta estaba enterrada de trompa en el
suelo de California, y mi compañero de boxeo estaba transformando a
aquella buena tierra de California en un barro rojizo con su propia sangre.
Yacía grotescamente, con una mitad dentro de la cabina, y con la otra mitad
fuera. Los fotógrafos estaban haciendo sus tomas. Estaba muerto.
Retrocedí. El agente de policía me miraba como esperando que vomitara
pero, gracias a mi nuevo trabajo, mi estómago era admirablemente fuerte.
—Yo venía conduciendo desde el distrito de Belwood —le respondí—,
aparecí doblando aquella curva…
Le conté el resto de la historia con la ayuda de la muchacha. Justo
cuando terminé llegó la ambulancia. A pesar de mis protestas y de las de mi
todavía anónima amiga, fuimos empujados a la parte trasera.
Dos horas después teníamos el visto bueno de salud por parte del agente
de policía y de los doctores, y nos pidieron que testimoniáramos en las
pesquisas de la semana siguiente.
Encontré mi automóvil en el bordillo. Se encontraba un poco peor que
antes, aunque las ruedas reventadas habían sido reemplazadas. ¡En el
salpicadero había una factura que daba cuenta de los gastos del camión
grúa, de los neumáticos, y del escuadrón de limpieza! Ascendía a casi
doscientos cincuenta dólares; la mitad del cheque por el trabajo de la noche
anterior.
—Pareces preocupado —dijo la chica.
Me volví hacia ella.
—Um, sí. Bien, ya que esta mañana casi nos asesinan juntos, ¿qué te
parece si me dices cómo te llamas y vamos a almorzar a algún lado?
—De acuerdo —dijo ella—. Mi nombre es Vicki Pickford. ¿Y el tuyo?
—Danny —respondí inexpresivamente mientras nos apartábamos del
bordillo. Cambié de tema con rapidez—. ¿Qué sucedió esta mañana? Le
escuché decir a ese tipo que era tu tutor...
—Sí —confirmó.
Me reí.
—Mi nombre es Danny Gerad. Te enterarás por los diarios vespertinos.
Ella sonrió gravemente.
—De acuerdo. Era mi custodio. También era un borrachín y un tipo
despreciable.
Sus mejillas se tiñeron de rojo. La sonrisa desapareció.
—Lo odiaba, y me alegro de que haya muerto.
Me echó una mirada cortante y por un instante vislumbré el húmedo
brillo del miedo en sus ojos; luego recuperó su autocontrol. Estacionamos y
comimos el almuerzo.
Cuarenta minutos después pagué la cuenta con mi dinero recientemente
adquirido y regresamos al auto.
—¿Hacia dónde? —pregunté.
—Motel Bonaventure —dijo ella—. Es donde estoy parando.
Ella notó un sobresalto de curiosidad en mis ojos y suspiró.
—Está bien, estaba huyendo. Mi tío David me encontró e intentó
arrastrarme de vuelta a casa. Cuando le dije que no iría me metió en la
camioneta. Estábamos pasando esa curva cuando le arrebaté el volante de
las manos. Entonces llegaste tú.
Se encerró en sí misma como una almeja y no intenté obtener más nada
de ella. Había algo extraño en su historia; no quise presionarla. La acerqué
hasta la playa de estacionamiento y apagué el motor.
—¿Cuándo puedo verte de nuevo? —pregunté—. ¿Qué tal si vemos una
película mañana?
—Seguro —contestó.
—Pasaré a buscarte a las siete y media —le dije y me alejé,
reflexionando pensativamente en los eventos que me habían ocurrido en las
últimas veinticuatro horas.
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CAPÍTULO CINCO
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Cuando entré en el departamento el teléfono estaba sonando. Lo descolgué
y tanto Vicki como el accidente y el luminoso mundo laboral de la
California suburbana se fundieron en un submundo de sombras, de seres
fantasmas. La voz que susurraba fríamente en el receptor era la de
Weinbaum.
—¿Problemas? —inquirió con suavidad, aunque había un tono ominoso
en su voz.
—Tuve un accidente —le contesté.
—Leí acerca de eso en el diario… —la voz de Weinbaum se arrastró. El
silencio descendió sobre nosotros durante un momento y luego dije:
—¿Eso significa que me está descartando?
Esperé que dijera que sí; yo no tenía la valentía suficiente para renunciar.
—No —respondió con suavidad—, tan sólo quería asegurarme de que no
reveló nada sobre el... trabajo... que está realizando para mí.
—Pues bien, no lo hice —le dije lacónicamente.
—Mañana a la noche —me recordó—. A las ocho.
Hubo un click y luego el tono de discar. Me estremecí y colgué el
receptor. Tenía la extrañísima sensación de acabar de cortar una
comunicación con la tumba.
La mañana siguiente a las siete y media en punto pasé a buscar a Vicki
por el Motel Bonaventure. Ella estaba ataviada con un vestido que le daba
un aspecto estupendo. Le silbé por lo bajo; ella se ruborizó
encantadoramente. No hablamos del accidente.
La película era buena y nos tomamos de la mano parte del tiempo,
comimos palomitas de maíz parte del tiempo, y nos besamos una o dos
veces. Todo aquello en una tarde agradable.
El segundo detalle importante sucedió llegando al climax de la película,
cuando un acomodador bajó por el pasillo.
Se detenía en cada fila y parecía irritado. Finalmente se plantó en la
nuestra. Barrió la fila de asientos con el haz de la linterna y preguntó:
—¿El señor Gerad? ¿Daniel Gerad?
—¿Sí? —pregunté, sintiendo la culpa y el miedo corriendo a través de
mí.
—Hay un caballero en el teléfono, señor. Dice que es una cuestión de
vida o muerte.
Vicki me miraba sobresaltada mientras yo seguía al acomodador
apresuradamente. Alertaron a la policía . Mentalmente tomé nota de mis
únicos parientes vivos. La tía Polly, la abuela Phibbs y mi tío abuelo
Charlie; hasta donde yo sabía todos ellos seguían con vida.
Podrían haberme derribado con una pluma cuando levanté el receptor y
escuché la voz de Rankin.
Habló rápidamente, con una cruda señal de miedo en su voz:
—¡Ven aquí, ahora mismo! Necesitamos...
Había sonidos de lucha, un grito ahogado, luego un chasquido y el tono
vacío del discado.
Colgué y regresé a toda prisa junto a Vicki.
—Ven —le dije.
Me siguió sin preguntarme nada. Al principio pensé en conducir hasta el
motel, pero el grito ahogado me hizo decidir que se trataba de una
emergencia. Ni Rankin ni Weinbaum me gustaban, pero sabía que tenía que
ayudarlos.
Nos largamos.
—¿De qué se trata? —preguntó Vicki ansiosamente, mientras yo pisaba
el acelerador y hacía patinar el automóvil.
—Mira —le dije—, algo me dice que tienes tus propios secretos con
respecto a tu tutor; yo también tengo los míos. Por favor, no preguntes.
Ella no volvió a hablar.
Tomé posesión de la senda de paso. El velocímetro subió de ciento
veinte a ciento treinta, continuó aumentando y tembló al borde de los ciento
cuarenta. Entré en el desvío en dos ruedas, y el auto se zarandeó, se aferró
al piso y empezó a volar por el sendero.
Podía ver la casa, siniestra y lúgubre contra el cielo encapotado. Detuve
el auto y me encontré afuera en un segundo.
—Espera aquí —le grité a Vicky por sobre mi hombro.
Había una luz encendida en el laboratorio; abrí la puerta violentamente.
Estaba vacío pero arrasado. El lugar era un lío de tubos de ensayo rotos,
aparatos destrozados y, sí, unas manchas sangrientas que cruzaban la puerta
entornada que llevaba al garaje en sombras. Entonces advertí el líquido
verde que fluía por el suelo en pegajosos riachuelos. Por primera vez noté
que se había roto uno de los diversos tanques. Caminé por encima de los
otros dos. Las luces que tenían adentro estaban apagadas, y los paneles que
los cubrían no dejaban ver qué podrían haber tenido dentro o, ya que
estamos, qué era lo que todavía tenían.
No tenía tiempo para andar mirando. No me gustó nada la vista de la
sangre, todavía fresca y sin coagular, que se dirigía a la puerta delantera del
garaje. Abrí la puerta con cuidado y entré en el garaje. Estaba oscuro y no
sabía dónde buscar el interruptor de la luz. Me maldije por no traer la
linterna que guardaba en la guantera. Me adelanté unos pocos pasos y me
di cuenta de que una corriente de aire frío me soplaba contra la cara; avancé
hacia ella.
La luz del laboratorio arrojaba un dorado pozo de luz a todo lo largo del
suelo del garaje, aunque no llegaba a alumbrar nada en esa espesa negrura.
Regresaron todos mis infantiles miedos a la oscuridad. Una vez más me
introduje en esos reinos del terror que sólo un niño puede llegar a conocer.
Comprendí que la sombra que me espiaba desde la oscuridad no podría
disiparse con ninguna luz brillante.
De repente, mi pie derecho pisó el vacío. Adiviné que la corriente de aire
provenía de una escalera en la que casi me había caído. Lo debatí durante
un momento, pero luego me volví y atravesé de prisa el laboratorio y corrí
hacia el auto.
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CAPÍTULO SEIS
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Vicki se me vino encima en cuanto abrí la puerta del auto.
—¿Danny, qué estás haciendo aquí?
Su tono de voz me hizo mirarla con atención. Su rostro se veía
aterrorizado bajo el enfermizo resplandor de la luz.
—Trabajo en este lugar —expliqué brevemente.
—Al principio no advertí donde nos encontrábamos —dijo ella, con
lentitud—. Sólo una vez estuve aquí.
—¿Has estado aquí antes? —exclamé— ¿Cuándo? ¿Y por qué?
—Una noche —dijo reservadamente—, le traje la comida al tío David.
Se la había olvidado.
El nombre hizo sonar una campanilla en mi mente. Ella comprendió que
yo intentaba recordar de quién se trataba.
—Mi tutor —explicó—. Quizás lo mejor sería que te cuente toda la
historia. Probablemente sepas que no se suele designar como tutor a las
personas que tienen problemas con la bebida. Bien, el tío David no siempre
los tuvo. Hace cuatro años, cuando papá y mamá murieron en un choque de
trenes, el tío David era la persona más amable que te puedas imaginar. La
corte lo designó como mi tutor hasta que yo llegara a la mayoría de edad,
con mi sustento completo.
Se quedó callada durante un momento, reviviendo sus recuerdos, y la
expresión que le cruzó por los ojos no fue nada agradable; luego continuó
el relato.
—Hace dos años cerró la compañía en la que trabajaba como vigilante
nocturno, y mi tío se quedó sin trabajo. Estuvo desempleado durante casi
año y medio. Comenzamos a desesperarnos, con tan sólo los cheques de
asistencia social para alimentarnos y con la universidad amenazando con
suspenderme. Entonces consiguió un trabajo. Era bien pago y originaba
sumas fabulosas. Solía bromear sobre los bancos que había tenido que
robar. Una noche él me miró y me dijo: «No se trata de bancos».
Sentí que el miedo y la culpa me daban golpecitos en el hombro con
unos dedos fríos. Vicki siguió hablando.
—Comenzó a volverse irritable. Empezó a traer whisky a la casa y a
emborracharse. Me esquivaba en las ocasiones en que le preguntaba por su
trabajo. Una noche me dijo que dejara de molestarlo y que me metiera en
mis propios asuntos.
»Lo vi derrumbarse delante de mis propios ojos. Hasta que una noche se
le escapó un nombre; Weinbaum, Steffen Weinbaum. Un par de semanas
después olvidó llevarse su comida de medianoche. Busqué el nombre en la
guía telefónica y se la llevé. Se puso terriblemente furioso, como nunca lo
había visto.
»En las semanas que siguieron se quedaba más y más tiempo en esta
casa horrible. Una noche, cuando volvió a casa, me pegó. Yo decidí
escapar. El tío David que conocía estaba muerto, al menos para mí. Pero
me atrapó... y entonces llegaste tú.
Se quedó callada.
Me estremecí de la cabeza a los pies. Tenía una idea bastante
aproximada acerca de qué fue lo que hizo el tío de Vicki para ganarse la
vida. La época en la que Rankin me había contratado coincidía con aquella
en la que el tutor de Vicki perdiera el control. En ese instante estuve a
punto de arrancar el auto y largarme, a pesar de la salvaje carnicería del
laboratorio, a pesar de la escalera secreta, incluso a pesar del reguero de
sangre en el piso. Pero entonces un grito lejano y débil llegó hasta nosotros.
Manoteé el botón del compartimiento de la guantera, metí la mano dentro,
y la revolví hasta encontrar la linterna.
La mano de Vicki me apretó el brazo.
—No, Danny. Por favor, no lo hagas. Sé que algo terrible está pasando
aquí. ¡Condúcenos lejos de eso!
El grito sonó de vuelta, esta vez más debilitado, y tomé una
determinación: agarré la linterna. Vicki me adivinó la intención.
—Muy bien, iré contigo.
—Uhuh
—dije—. Tú te quedas aquí. Tengo el presentimiento de que
hay algo... suelto allí afuera. Tú te quedas aquí.
Volvió al asiento de mala gana. Cerré la puerta y regresé corriendo al
laboratorio. Entré de nuevo al garaje, sin detenerme. La linterna alumbró el
agujero oscuro donde la pared se había deslizado para revelar la escalera.
Con la sangre tamborileándome densamente en las sienes, me aventuré allí
abajo. Fui contando los escalones, apuntando con la linterna hacia las
anodinas paredes, hacia la impenetrable oscuridad de las profundidades.
—Veinte, veintiuno, veintidós, veintitrés...
Al llegar al treinta, la escalera se convirtió repentinamente en un corto
pasadizo. Empecé a atravesarlo sigilosamente, deseando tener a mano un
revólver o incluso un cuchillo que me hiciera sentir un poco menos
desnudo y vulnerable.
De repente un grito, terrible y colmado de miedo, resonó en la oscuridad
que tenía enfrente. Era el sonido del terror, el sonido de un hombre
enfrentado con algo salido de los más profundos fosos del horror. Comencé
a correr. Mientras lo hacía advertí que la fría corriente de aire me estaba
soplando directamente en la cara. Supuse que el túnel debía dar al exterior.
Y entonces me tropecé con algo.
Era Rankin, tirado en el charco de su propia sangre; sus ojos
contemplaban el techo con un horror vidrioso. La parte trasera de su cabeza
estaba aplastada.
Delante de mí escuché el disparo de una pistola, una maldición, y otro
grito. Corrí hacia allí y por poco me caigo de bruces al tropezar con unos
nuevos escalones. Al subirlos distinguí, allá arriba, una escalera vagamente
enmarcada contra una abertura cubierta con malezas. Las hice a un lado y
me encontré con un cuadro sorprendente: silueteada contra el cielo, una
figura alta que sólo podía ser de Weinbaum, con un revólver colgándole de
una mano, y mirando hacia el suelo en sombras. Incluso las nubes, que se
habían abierto brevemente para dejar pasar la luz de las estrellas, volvieron
a cerrarse.
Él me escuchó y se dio vuelta con prontitud, con sus ojos vidriosos como
linternas rojas en la oscuridad.
—Oh, es usted, Gerad.
—Rankin está muerto —le dije.
—Lo sé —respondió—. Usted podría haberlo evitado llegando un poco
más rápido.
—Oh, cállese —le contesté, enojado—. Me apuré...
Fui interrumpido por un sonido que, desde entonces, me ha venido
persiguiendo en mis pesadillas, un horroroso sonido maullante, como si se
tratara del grito de dolor de alguna rata gigantesca. Por el rostro de
Weinbaum vi pasar el reconocimiento, el miedo, y finalmente un parpadeo
de determinación, todo en cuestión de segundos. Me sentí profundamente
aterrorizado.
—¿Qué es eso? —pregunté con la voz estrangulada.
Como al descuido, con toda su afectada indiferencia, barrió el fondo del
pozo con el haz de luz, y alcancé a notar que su mirada se apartaba de algo.
La cosa maulló de nuevo y experimenté otro espasmo de miedo. Estiré el
cuello para poder ver qué clase de horror yacía en aquel pozo, un horror
capaz de lograr que incluso Weinbaum gritara de abyecto terror. Y justo
antes de que pudiera verlo, un horrible alarido de espanto se alzó y
desplomó desde el difuso contorno de la casa.
Weinbaum dejó de alumbrar el pozo con su linterna y la apuntó contra
mi cara.
—¿Quién fue? ¿Con quién vino usted? —preguntó.
Pero yo tenía mi propia linterna encendida, de modo que volví a
atravesar corriendo el pasadizo, con Weinbaum pegado a mis talones.
Había reconocido el grito. Ya lo había oído antes, cuando una muchacha
asustada casi se abalanza contra mi auto mientras huía de su maniático
tutor.
¡Vicki!
_
CAPÍTULO SIETE
_
Escuché que Weinbaum ahogaba un grito cuando entramos en el
laboratorio. El lugar estaba inundado del líquido verde. ¡Los otros dos
recipientes estaban rotos! Sin detenerme, transpuse los recipientes
destruídos y vacíos y salí por la puerta. Weinbaum no me siguió.
No había nadie en el coche; la puerta del lado del pasajero estaba abierta.
Barrí el suelo con la luz de mi linterna. Aquí y allá se veían las huellas de
una chica que calzaba tacones altos, una chica que tenía que ser Vicki. El
resto de las huellas fueron borradas por algo monstruoso; vacilo al intentar
considerarla una huella. Era más bien como si algo grande se hubiera
arrastrado en dirección al bosque. Su enormidad quedó demostrada,
además, cuando descubrí los arbolillos quebrados y la maleza aplastada.
Volví corriendo al laboratorio, donde Weinbaum estaba sentado con la
cara pálida y estirada, contemplando los tres tanques vacíos y destrozados.
El revólver estaba sobre la mesa; me apoderé de él y me dirigí hacia la
puerta.
—¿Adónde se piensa que va con eso? —interpeló, poniéndose de pie.
—Afuera, en busca de Vicki —gruñí—. Y si llega a estar herida o...
—no terminé la frase.
Me precipité en la aterciopelada oscuridad de la noche. Me zambullí en
el bosque con la pistola en una mano y la linterna en la otra, siguiendo el
sendero trazado por algo en lo que no quería pensar. La pregunta vital que
me ardía en la mente era si tenía a Vicki o si aún la estaba arrastrando. Si la
tenía en su poder…
Mi pregunta fue respondida por un grito agudo que no sonó demasiado
lejos de mí.
Salí corriendo, más rápidamente ahora, cuando de repente aparecí en un
claro.
Quizás sea porque quiero olvidarlo, o tal vez sólo porque la noche era
oscura y comenzaba a ponerse brumosa, pero lo cierto es que tan solo
puedo recordar cómo Vicki apareció a la luz de mi linterna, corriendo hacia
mí, para enterrar su cabeza contra mi hombro y sollozar.
Una enorme sombra se me acercó maullando de manera asquerosa,
volviéndome casi loco del terror. Atropelladamente, escapamos de aquel
horror en la oscuridad, de regreso a las reconfortantes luces del laboratorio,
lejos del nunca visto terror que acechaba en la negrura. Mi cerebro,
enloquecido por el miedo, me decía que si sumabas dos y dos obtenías un
cinco.
Los tres tanques habían contenido tres cosas provenientes de los más
oscuros abismos de una mente retorcida. Una había escapado; Rankin y
Weinbaum la persiguieron. Había matado a Rankin, pero Weinbaum la
hizo caer en el pozo disimulado. La segunda cosa se debatía ahora
torpemente en el bosque, y de repente recordé que, fuera lo que fuese, era
muy grande y le había llevado bastante tiempo arrastrarse hasta allí.
Entonces comprendí que había retenido a Vicki en una hondonada. ¡Había
llegado al fondo... con mucha facilidad! Pero, ¿y volver a escalarla? Estaba
casi seguro de que no podría lograrlo.
Dos de ellas se encontraban fuera del juego. Pero, ¿dónde estaba la
tercera? Mi pregunta fue respondida en ese preciso instante por un grito
proveniente del laboratorio. Y por un… maullido.
_
CAPÍTULO OCHO
_
Corrimos hasta la puerta del laboratorio y la abrimos. Estaba vacío; los
gritos y los terribles sonidos maullantes provenían del garaje. Llegué a la
puerta, y desde aquel entonces he estado agradecido de que Vicki se
quedara en el laboratorio y se ahorrara la visión que me ha despertado de
mil espantosas pesadillas.
El laboratorio estaba en sombras y lo único que podía distinguir era una
enorme mancha moviéndose perezosamente. ¡Y los alaridos! Gritos de
terror, los gritos de un hombre que se está enfrentando a un monstruo
salido de los abismos del infierno. Algo maullaba espantosamente y parecía
jadear complacido.
Mi mano se movió en busca de la llave de la luz. ¡Allí estaba, la
encontré! La luz inundó el cuarto, iluminando un cuadro de horror que era
el resultado del asunto de la tumba en el que había participado, tanto el tío
muerto como yo.
Un gusano grande y blanquecino se retorcía en el suelo del garaje,
reteniendo a Weinbaum con sus ventosas extendidas, alzándolo hacia esa
boca rosa y goteante de la que provenían los desagradables maullidos. Las
venas, rojas y pulsantes, sobresalían bajo su carne viscosa, y millones de
diminutos gusanos serpenteaban en las vasos sanguíneos, en la piel, incluso
formaban un gran ojo que me miró fijamente. Un inmenso gusano,
compuesto de centenares de millones de gusanos, los festejantes de la carne
muerta que Weinbaum había utilizado tan desvergonzadamente.
Inmerso en el submundo del terror, disparé el revólver una y otra vez. La
cosa maulló y se convulsionó.
Weinbaum gritó algo mientras era arrastrado inexorablemente hacia la
boca que esperaba. Aunque no podía creerlo, logré entenderle por sobre el
horroroso sonido que producía la criatura.
—¡Dispárele! ¡Por el amor del cielo, dispárele!
Entonces noté los pegajosos charcos de líquido verde que, provenientes
del laboratorio, se rebalsaban sobre el suelo. Me puse a buscar mi
encendedor, lo encontré y lo accioné frenéticamente. De repente recordé
que había olvidado cambiarle la piedra. De modo que busqué la cajita de
fósforos, saqué uno y con aquél encendí todos los demás. Lo hice justo
cuando Weinbaum gritaba por última vez. Distinguí su cuerpo a través de
la translúcida piel de la criatura, que aún se sacudía mientras miles de
gusanos se le pegaban como sanguijuelas. Sintiendo náuseas, arrojé los
fósforos encendidos en el rezume verde. Era inflamable, tal como lo
imaginaba. Estalló en llamas resplandecientes. La criatura se enroscó en
una asquerosa pelota de carne pulsante y podrida.
Me volví y salí a los trompicones hasta donde se encontraba Vicki,
pálida y temblorosa.
—¡Vamos! —le dije—; salgamos de aquí! ¡Todo el lugar va a arder!
Nos abalanzamos dentro del auto y nos alejamos a toda velocidad.
_
CAPÍTULO NUEVE
_
No queda mucho por agregar. Imagino que habrán leído todo lo referente al
fuego que arrasó el distrito residencial Belwood de California, y que barrió
con casi veinte kilómetros cuadrados de bosques y casas residenciales. No
podría sentirme demasiado mal acerca de aquel incendio. Calculo que
cientos de personas habrían sido exterminadas por las gigantescas cosasgusano
que Weinbaum y Rankin estaban engendrando. Volví a aquel lugar
en el auto, luego del incendio. Todo estaba lleno de ruinas carbonizadas.
No quedaban restos reconocibles del horror contra el que luchamos esa
última noche, y, tras buscar durante un rato, encontré un armario de metal.
Adentro tenía tres cuadernos de anotaciones.
Uno de ellos era el diario de Weinbaum. Lo leí con detenimiento.
Revelaba que estaban experimentando con la carne muerta, exponiéndola a
los rayos gamma. Un día observaron una cosa extraña: algunos de los
gusanos que se arrastraban sobre la carne estaban creciendo, agrupándose.
Con el tiempo fueron creciendo juntos, formando tres grandes gusanos por
separado. Quizás la bomba radiactiva había acelerado la evolución.
No lo sé.
Además, no quiero saberlo.
Supongo que, en cierto modo, tuve algo que ver con la muerte de
Rankin; la carne del cadáver cuya tumba yo mismo había profanado quizás
había alimentado a la misma criatura que lo terminó matando.
Vivo con ese pensamiento. Pero creo que puede haber un perdón. Me
estoy esforzando por conseguirlo. O, más bien, ambos nos estamos
esforzando.
Vicki y yo. Juntos.
(Fui un profanador de tumbas adolescente )
MARY WOLFMAN
_
CAPÍTULO UNO
_
Era como una pesadilla. Como uno de esos sueños irreales de los que te
despiertas a la mañana siguiente. Sólo que esta pesadilla estaba sucediendo
de verdad. Delante de mí alcanzaba a distinguir la linterna de Rankin: un
gran ojo amarillo en la sofocante oscuridad estival. Me tropecé con una
lápida y por poco no me desparramo de bruces. Rankin se volvió hacia mí,
siseando un juramento:
—¿Es que quieres despertar al vigilante, imbécil?
Susurré una respuesta y continuamos andando sigilosamente. Por fin,
Rankin se detuvo y enfocó el haz de la linterna sobre una lápida
recientemente cincelada. En ella podía leerse:
DANIEL WHEATHERBY
1899–1962
Reunido con su amada esposa en una tierra mejor
Sentí que me ponían una pala en las manos y, repentinamente, estuve
seguro de que no podría hacerlo. Pero entonces recordé al administrador de
becas meneando su cabeza y diciendo: Temo que no podemos darte más
tiempo, Dan. Tendrás que irte hoy mismo. Te ayudaría de alguna forma si
pudiera, créeme...
Excavé en la todavía blanda tierra y la arrojé por sobre mi hombro. Unos
quince minutos después mi pala entró en contacto con la madera. Ambos
nos pusimos a ensanchar el agujero rápidamente, hasta que la linterna de
Rankin reveló el ataúd. Nos metimos en el pozo y lo izamos.
Atontado, contemplé cómo Rankin le atizaba a los cerrojos con la pala.
Luego de unos pocos golpes éstos se rompieron y pudimos alzar la tapa. El
cadáver de Daniel Wheatherby nos miró con ojos vidriosos. Sentí que el
horror se derramaba lentamente sobre mí. Siempre creí que los ojos
permanecían cerrados cuando uno estaba muerto.
—No te quedes allí —susurró Rankin—; son casi las cuatro. ¡Tenemos
que largarnos de aquí!
Envolvimos el cuerpo con una manta y regresamos el ataúd al pozo. Lo
tapamos y reemplazamos el césped, rápido pero cuidadosamente.
Dispersamos toda la tierra que nos sobró.
Para cuando cargábamos con el cuerpo amortajado de blanco ya los
primeros rastros del alba comenzaban a iluminar el cielo oriental.
Atravesamos la valla que bordeaba el cementerio y nos internamos en el
bosque que lo limitaba por el oeste. Rankin se abrió paso expertamente
durante unos cuatrocientos metros hasta que lo cruzamos y llegamos al
automóvil, que seguía estacionado donde lo habíamos dejado, en una
rodada abandonada y cubierta de malezas que alguna vez había sido un
camino. El cadáver fue a parar al baúl. Poco después nos unimos al flujo de
automovilistas que se apresuraban en alcanzar el tren de las seis.
Me contemplaba las manos como si nunca antes las hubiera visto. La
mugre que tenía bajo mis uñas había estado amontonada sobre el lugar de
reposo final de un hombre, menos de veinticuatro horas atrás. Se sentía
inmundo.
La atención de Rankin se concentraba por entero en la conducción del
coche. Al mirarlo comprendí que el repulsivo acto que acabábamos de
cometer no le preocupaba en lo más mínimo; para él se trataba de un
trabajo más. Nos desviamos de la carretera principal y empezamos a
remontar el sinuoso, estrecho y sucio camino. Y entonces salimos al
espacio abierto y pude verla, la mansión victoriana que se elevaba en la
cumbre de la empinada pendiente. Rankin dió la vuelta y sin decir una
palabra enfiló hacia la escarpada roca de un acantilado que se alzaba
durante otros doce metros más, un poco a la derecha de la casa.
Se produjo un horrendo sonido chirriante y se abrió una parte de la
colina lo suficientemente ancha como para permitir el paso del automóvil.
Rankin nos condujo adentro y apagó el motor. Nos encontramos en una
estancia pequeña, con forma de cubo, que servía como garaje oculto. En
ese momento se abrió una puerta al otro extremo y un hombre alto y rígido
se nos acercó.
El rostro de Steffen Weinbaum parecía una calavera; tenía unos ojos
insondables y una piel que se le tensaba tanto sobre los pómulos que la
carne era casi transparente.
—¿Dónde está? —su voz era profunda, ominosa.
En silencio, Rankin se bajó y yo lo seguí. Rankin abrió el baúl y sacamos
la figura envuelta en la manta.
Weinbaum asintió lentamente.
—Bien, muy bien. Tráiganlo al laboratorio.
_
CAPÍTULO DOS
_
Mis padres murieron en un accidente automovilístico cuando yo tenía trece
años. Quedé solo y tendría que haber ido a parar a un orfanato. Pero el
testamento de mi padre reveló que me había dejado una sustancial suma de
dinero, y yo tenía mucha confianza en mí mismo. Los de asistencia social
nunca me rondaron y a los trece años me ví abandonado en el extraño rol
de ser el único inquilino de mi propia casa. Pagué la hipoteca de la cuenta
del banco e intenté estirar los dólares tanto como fuera posible.
El dinero escaseaba para cuando tuve dieciocho años y terminé el
colegio, pero igual quise ingresar en la universidad. Vendí la casa por diez
mil dólares por intermedio de un comprador de bienes raíces. A comienzos
de septiembre todo se me vino encima. Recibí una carta muy amable de
Erwin, Erwin y Bradstreet, Abogados. Para ponerlo en el idioma del
hombre de la calle, la carta decía que el departamento comercial en el que
mi padre había estado empleado había llevado una auditoría general de sus
libros; parecía que faltaban quince mil dólares y que tenían pruebas de que
mi padre se los había robado. El resto de la carta simplemente manifestaba
que si yo no pagaba los quince mil dólares iríamos a la corte y que
intentarían duplicar aquella cantidad.
Todo aquello me trastornó y, por esa razón, aquellas preguntas que se me
tendrían que haber ocurrido no lo hicieron. ¿Por qué no descubrieron antes
el error? ¿Por qué me estaban ofreciendo arreglar el asunto sin ir a la corte?
Fui hasta la oficina de Erwin, Erwin y Bradstreet y discutimos el tema.
Para decirlo en pocas palabras, pagué la suma que me estaban pidiendo y
me quedé sin dinero.
Al día siguiente busqué la firma Erwin, Erwin y Bradstreet en la guía
telefónica. No figuraba. Me dirigí a su oficina y encontré un cartel de Se
Alquila en la puerta. Fue entonces cuando comprendí que había sido
estafado como un niño incauto; cosa que, reflexioné miserablemente, era
justo lo que yo era.
A los de la universidad los engañé durante mis primeros meses, pero
finalmente descubrieron que no había sido convenientemente matriculado.
Ese mismo día conocí a Rankin en un bar. Fue mi primera experiencia en
una taberna. Tenía una licencia de conducir falsificada, así que pedí los
whiskys suficientes como para emborracharme. Imaginé que lograrlo me
llevaría algo así como dos whiskys puros, ya que nunca antes de aquella
noche había tomado más que una botella de cerveza.
El primero me sentó bien; el segundo logró que mi problema pareciera
más inconsistente. Me estaba zampando el tercero cuando Rankin entró en
el bar.
Se sentó en el taburete junto al mío y me miró con atención.
—¿Tienes algún problema? —le pregunté bruscamente.
Rankin sonrió.
—Sí, ando buscando un ayudante.
—¿Ah, sí? —le pregunté, interesado—. ¿Te refieres a que quieres
contratar a alguien?
—Sí.
—Bien, soy tu hombre.
Comenzó a decir algo pero luego cambió de idea.
—Mejor vayamos a un reservado y conversémoslo, ¿te parece?
Nos dirigimos a un reservado y comprendí que me estaba arriesgando
demasiado. Rankin tiró de la cortina.
—Así está mejor. Ahora, ¿quieres un trabajo?
Asentí.
—¿Te preocupa de qué pueda tratarse?
—No. ¿Cuánto es la paga?
—Quinientos el trabajo.
Se evaporó un poco la niebla rosada que me rodeaba. Algo no andaba
bien allí. No me gustó nada la forma en que usó la palabra «trabajo».
—¿A quién tengo que matar? —pregunté con una sonrisa poco jovial.
—No tienes que hacerlo. Pero antes de que pueda decirte de qué se trata,
tendrás que hablar con el señor Weinbaum.
—¿Quién es?
—Es un... científico.
La niebla se evaporó más aún. Me levanté.
—Uhuh.
No tengo interés en servir de conejito de indias. Consíguete a
otro flaco.
—No seas idiota —me dijo—. Nadie te hará daño.
—Bien, vamos —respondí, en contra de mi buen juicio.
_
CAPÍTULO TRES
_
Tras una recorrida por la casa que incluyó al laboratorio, Weinbaum se
refirió al propósito de mi labor. Vestía un guardapolvo blanco y había algo
en él que hacía que me estremeciera por dentro. Se apoltronó en la sala y
me señaló un asiento. Rankin había desaparecido. Weinbaum me observó
con esos ojos penetrantes y una vez más sentí que me atravesaba una
corriente helada.
—Se lo explicaré de este modo —dijo—; mis experimentos son
demasiado complicados como para describirlos con lujo de detalles, pero
están relacionados con la carne humana. Con carne humana muerta.
Empecé a notar que sus ojos se iluminaban con llamaradas vacilantes.
Parecía una araña lista para zamparse una mosca, y toda la casa era su
tejido. El sol se inflamaba al oeste, y profundos charcos de sombras se
extendían por el cuarto, ocultando su rostro, pero dejando los relucientes
ojos, como si se movieran en la creciente oscuridad.
Él continuaba hablando:
—A menudo, las personas donan sus cuerpos a los institutos científicos
para su estudio. Desafortunadamente soy un hombre que trabaja en
solitario, de modo que tengo que recurrir a otros métodos.
El horror saltó sonriendo desde las sombras, y por mi mente se filtró la
horrible imagen de dos hombres cavando a la luz de una luna imprecisa.
Una pala golpeaba la madera; el ruido congeló mi alma. Me puse de pie de
un salto.
—Creo que puedo encontrar el camino hasta la puerta, señor Weinbaum.
Se rió suavemente.
—¿Le comentó Rankin cuál es la paga por este trabajo?
—No estoy interesado.
—Mal hecho. Esperaba que pudiera verlo a mi manera. No le llevaría
más de un año ganar el dinero suficiente como para volver a la universidad.
Me sobresalté, experimentando la extraña sensación de que aquel
hombre estaba escrutando mi alma.
—¿Cuánto sabe de mí? ¿Cómo lo averiguó?
—Tengo mis recursos —rió entre dientes de nuevo—. ¿Va a
reconsiderarlo?
Vacilé.
—¿Hacemos la prueba? —me preguntó suavemente—. Estoy
convencido de que ambos podemos llegar a un mutuo entendimiento.
Tuve la terrible impresión de estar hablando con el mismísimo diablo,
que de algún modo me había obligado a venderle mi alma.
—Preséntese aquí a las ocho en punto, pasado mañana a la noche —me
dijo.
Así fue como todo empezó.
En cuanto Rankin y yo ubicamos el cadáver envuelto de Daniel
Wheatherby sobre la mesa del laboratorio se encendieron unas luces detrás
de unos paneles rectangulares que parecían tanques de vidrio.
—Weinbaum —sin darme cuenta, había olvidado llamarlo «señor»—;
me parece...
—¿Ha dicho algo? —preguntó, con sus ojos atravesando los míos. El
laboratorio pareció alejarse. Sólo quedábamos nosotros dos,
precipitándonos en un submundo repleto de horrores que estaban más allá
de la imaginación.
Rankin entró vestido con una blanca chaqueta corta, y rompió el hechizo
al decir:
—Todo listo, profesor.
Rankin me detuvo en la puerta.
—El viernes, a las ocho.
Un escalofrío helado y terrible me corrió por la espalda cuando miré
hacia atrás. Weinbaum había tomado un escalpelo y estaba cortando la
sábana que cubría el cuerpo. Ambos me miraron de manera extraña y yo
me largué de allí.
Me subí al auto y rápidamente desanduve el angosto y sucio sendero. No
volví la mirada. El aire era puro y caliente, con una promesa de verano en
ciernes. El cielo era azul, con algodonosas nubes blancas deslizándose por
la cálida brisa estival. La noche anterior parecía una pesadilla, un sueño
vago que, como todas las pesadillas, se vuelve irreal y transparente cuando
resplandece la brillante luz del día. Pero cuando conduje más allá de las
verjas de hierro del Cementerio Crestwood comprendí que no se trataba de
un sueño. Cuatro horas atrás mi pala había removido la tierra que cubría la
tumba de Daniel Wheatherby.
Un nuevo pensamiento me asaltó por primera vez. ¿Qué le estaban
haciendo al cuerpo de Daniel Wheatherby en ese momento? Relegé la
pregunta a un profundo rincón de mi mente y apreté el acelerador. Me
concentré en manejar el auto, agradecido por haber alejado de mi mente, al
menos durante un rato, la terrible acción que había llevado a cabo.
_
CAPÍTULO CUATRO
_
El paisaje de California se borroneaba a medida que aumentaba la
velocidad. Los neumáticos chirriaron en una curva y, cuando salí de ella,
varias cosas sucedieron al mismo tiempo.
Vi a una camioneta imprudentemente estacionada en medio de la línea
blanca, a una muchacha de unos dieciocho años corriendo justo hacia mi
auto, y a un hombre mayor detrás de ella. Clavé los frenos, que explotaron
como bombas. Maniobré el volante y el cielo de California de repente se
encontró debajo de mí. Entonces todo se acomodó y comprendí que había
dado una vuelta de campana. Por un momento quedé aturdido, pero
entonces un grito fuerte y chillón, penetrante, me atravesó la cabeza.
Abrí la puerta y corrí a toda velocidad por la ruta. El hombre tenía a la
muchacha y estaba arrastrándola hacia la camioneta. Era más fuerte que
ella, pero la chica le estaba arrancando unos centímetros de piel por cada
paso que él daba.
El tipo me descubrió.
—Tú te quedas donde estás, compañero. Yo soy su tutor.
Me detuve y me sacudí las telarañas de mi cerebro. Era exactamente lo
que él había estado esperando. Cargó con un puñetazo que me asestó a un
lado de la barbilla y me derribó al suelo. Agarró a la muchacha y
prácticamente la arrojó dentro de la cabina.
Cuando logré levantarme él ya estaba en el asiento del conductor y
haciendo rechinar los neumáticos. Pegué un salto y me subí al techo justo
cuando arrancaba. Por poco no salí despedido, aunque tuve que arañar
como cinco capas de pintura para poder sujetarme. Entonces extendí un
brazo a través de la ventanilla abierta y lo sujeté del cuello; con una
maldición, el tipo me agarró de la mano. Dio un volantazo, y el camión giró
locamente al borde de un empinado terraplén.
Lo último que recuerdo es la trompa del camión apuntando hacia abajo.
Entonces mi contrincante me salvó la vida al pegarme un tirón del brazo;
salí dando volteretas justo cuando el camión se zambullía por el precipicio.
Aterricé duro, aunque la piedra en la que aterricé lo era más. Todo se
desvaneció.
Algo fresco me tocó la frente cuando recuperé el sentido. Lo primero que
vi fue la luz roja que destellaba en el techo del auto de aspecto oficial,
estacionado junto al terraplén. Me erguí de repente, y unas manos suaves
me empujaron hacia abajo. Unas manos agradables, las manos de la
muchacha que me había metido en este enredo.
Tenía a un Agente de la Policía de Carreteras sobre mí, y a una voz
oficial que me decía:
—La ambulancia está en camino. ¿Cómo se encuentra?
—Machucado —le dije, sentándome de nuevo—. Aunque dígale a la
ambulancia que se largue. Estoy bien.
Intentaba sonar impertinente. La policía era lo último que necesitaba
luego del "trabajito" de las últimas noches.
—¿Qué puede decirme sobre esto? —preguntó el policía, sacando una
libreta de notas. Antes de contestarle caminé sobre el terraplén. El
estómago me dio un vuelco. La camioneta estaba enterrada de trompa en el
suelo de California, y mi compañero de boxeo estaba transformando a
aquella buena tierra de California en un barro rojizo con su propia sangre.
Yacía grotescamente, con una mitad dentro de la cabina, y con la otra mitad
fuera. Los fotógrafos estaban haciendo sus tomas. Estaba muerto.
Retrocedí. El agente de policía me miraba como esperando que vomitara
pero, gracias a mi nuevo trabajo, mi estómago era admirablemente fuerte.
—Yo venía conduciendo desde el distrito de Belwood —le respondí—,
aparecí doblando aquella curva…
Le conté el resto de la historia con la ayuda de la muchacha. Justo
cuando terminé llegó la ambulancia. A pesar de mis protestas y de las de mi
todavía anónima amiga, fuimos empujados a la parte trasera.
Dos horas después teníamos el visto bueno de salud por parte del agente
de policía y de los doctores, y nos pidieron que testimoniáramos en las
pesquisas de la semana siguiente.
Encontré mi automóvil en el bordillo. Se encontraba un poco peor que
antes, aunque las ruedas reventadas habían sido reemplazadas. ¡En el
salpicadero había una factura que daba cuenta de los gastos del camión
grúa, de los neumáticos, y del escuadrón de limpieza! Ascendía a casi
doscientos cincuenta dólares; la mitad del cheque por el trabajo de la noche
anterior.
—Pareces preocupado —dijo la chica.
Me volví hacia ella.
—Um, sí. Bien, ya que esta mañana casi nos asesinan juntos, ¿qué te
parece si me dices cómo te llamas y vamos a almorzar a algún lado?
—De acuerdo —dijo ella—. Mi nombre es Vicki Pickford. ¿Y el tuyo?
—Danny —respondí inexpresivamente mientras nos apartábamos del
bordillo. Cambié de tema con rapidez—. ¿Qué sucedió esta mañana? Le
escuché decir a ese tipo que era tu tutor...
—Sí —confirmó.
Me reí.
—Mi nombre es Danny Gerad. Te enterarás por los diarios vespertinos.
Ella sonrió gravemente.
—De acuerdo. Era mi custodio. También era un borrachín y un tipo
despreciable.
Sus mejillas se tiñeron de rojo. La sonrisa desapareció.
—Lo odiaba, y me alegro de que haya muerto.
Me echó una mirada cortante y por un instante vislumbré el húmedo
brillo del miedo en sus ojos; luego recuperó su autocontrol. Estacionamos y
comimos el almuerzo.
Cuarenta minutos después pagué la cuenta con mi dinero recientemente
adquirido y regresamos al auto.
—¿Hacia dónde? —pregunté.
—Motel Bonaventure —dijo ella—. Es donde estoy parando.
Ella notó un sobresalto de curiosidad en mis ojos y suspiró.
—Está bien, estaba huyendo. Mi tío David me encontró e intentó
arrastrarme de vuelta a casa. Cuando le dije que no iría me metió en la
camioneta. Estábamos pasando esa curva cuando le arrebaté el volante de
las manos. Entonces llegaste tú.
Se encerró en sí misma como una almeja y no intenté obtener más nada
de ella. Había algo extraño en su historia; no quise presionarla. La acerqué
hasta la playa de estacionamiento y apagué el motor.
—¿Cuándo puedo verte de nuevo? —pregunté—. ¿Qué tal si vemos una
película mañana?
—Seguro —contestó.
—Pasaré a buscarte a las siete y media —le dije y me alejé,
reflexionando pensativamente en los eventos que me habían ocurrido en las
últimas veinticuatro horas.
_
CAPÍTULO CINCO
_
Cuando entré en el departamento el teléfono estaba sonando. Lo descolgué
y tanto Vicki como el accidente y el luminoso mundo laboral de la
California suburbana se fundieron en un submundo de sombras, de seres
fantasmas. La voz que susurraba fríamente en el receptor era la de
Weinbaum.
—¿Problemas? —inquirió con suavidad, aunque había un tono ominoso
en su voz.
—Tuve un accidente —le contesté.
—Leí acerca de eso en el diario… —la voz de Weinbaum se arrastró. El
silencio descendió sobre nosotros durante un momento y luego dije:
—¿Eso significa que me está descartando?
Esperé que dijera que sí; yo no tenía la valentía suficiente para renunciar.
—No —respondió con suavidad—, tan sólo quería asegurarme de que no
reveló nada sobre el... trabajo... que está realizando para mí.
—Pues bien, no lo hice —le dije lacónicamente.
—Mañana a la noche —me recordó—. A las ocho.
Hubo un click y luego el tono de discar. Me estremecí y colgué el
receptor. Tenía la extrañísima sensación de acabar de cortar una
comunicación con la tumba.
La mañana siguiente a las siete y media en punto pasé a buscar a Vicki
por el Motel Bonaventure. Ella estaba ataviada con un vestido que le daba
un aspecto estupendo. Le silbé por lo bajo; ella se ruborizó
encantadoramente. No hablamos del accidente.
La película era buena y nos tomamos de la mano parte del tiempo,
comimos palomitas de maíz parte del tiempo, y nos besamos una o dos
veces. Todo aquello en una tarde agradable.
El segundo detalle importante sucedió llegando al climax de la película,
cuando un acomodador bajó por el pasillo.
Se detenía en cada fila y parecía irritado. Finalmente se plantó en la
nuestra. Barrió la fila de asientos con el haz de la linterna y preguntó:
—¿El señor Gerad? ¿Daniel Gerad?
—¿Sí? —pregunté, sintiendo la culpa y el miedo corriendo a través de
mí.
—Hay un caballero en el teléfono, señor. Dice que es una cuestión de
vida o muerte.
Vicki me miraba sobresaltada mientras yo seguía al acomodador
apresuradamente. Alertaron a la policía . Mentalmente tomé nota de mis
únicos parientes vivos. La tía Polly, la abuela Phibbs y mi tío abuelo
Charlie; hasta donde yo sabía todos ellos seguían con vida.
Podrían haberme derribado con una pluma cuando levanté el receptor y
escuché la voz de Rankin.
Habló rápidamente, con una cruda señal de miedo en su voz:
—¡Ven aquí, ahora mismo! Necesitamos...
Había sonidos de lucha, un grito ahogado, luego un chasquido y el tono
vacío del discado.
Colgué y regresé a toda prisa junto a Vicki.
—Ven —le dije.
Me siguió sin preguntarme nada. Al principio pensé en conducir hasta el
motel, pero el grito ahogado me hizo decidir que se trataba de una
emergencia. Ni Rankin ni Weinbaum me gustaban, pero sabía que tenía que
ayudarlos.
Nos largamos.
—¿De qué se trata? —preguntó Vicki ansiosamente, mientras yo pisaba
el acelerador y hacía patinar el automóvil.
—Mira —le dije—, algo me dice que tienes tus propios secretos con
respecto a tu tutor; yo también tengo los míos. Por favor, no preguntes.
Ella no volvió a hablar.
Tomé posesión de la senda de paso. El velocímetro subió de ciento
veinte a ciento treinta, continuó aumentando y tembló al borde de los ciento
cuarenta. Entré en el desvío en dos ruedas, y el auto se zarandeó, se aferró
al piso y empezó a volar por el sendero.
Podía ver la casa, siniestra y lúgubre contra el cielo encapotado. Detuve
el auto y me encontré afuera en un segundo.
—Espera aquí —le grité a Vicky por sobre mi hombro.
Había una luz encendida en el laboratorio; abrí la puerta violentamente.
Estaba vacío pero arrasado. El lugar era un lío de tubos de ensayo rotos,
aparatos destrozados y, sí, unas manchas sangrientas que cruzaban la puerta
entornada que llevaba al garaje en sombras. Entonces advertí el líquido
verde que fluía por el suelo en pegajosos riachuelos. Por primera vez noté
que se había roto uno de los diversos tanques. Caminé por encima de los
otros dos. Las luces que tenían adentro estaban apagadas, y los paneles que
los cubrían no dejaban ver qué podrían haber tenido dentro o, ya que
estamos, qué era lo que todavía tenían.
No tenía tiempo para andar mirando. No me gustó nada la vista de la
sangre, todavía fresca y sin coagular, que se dirigía a la puerta delantera del
garaje. Abrí la puerta con cuidado y entré en el garaje. Estaba oscuro y no
sabía dónde buscar el interruptor de la luz. Me maldije por no traer la
linterna que guardaba en la guantera. Me adelanté unos pocos pasos y me
di cuenta de que una corriente de aire frío me soplaba contra la cara; avancé
hacia ella.
La luz del laboratorio arrojaba un dorado pozo de luz a todo lo largo del
suelo del garaje, aunque no llegaba a alumbrar nada en esa espesa negrura.
Regresaron todos mis infantiles miedos a la oscuridad. Una vez más me
introduje en esos reinos del terror que sólo un niño puede llegar a conocer.
Comprendí que la sombra que me espiaba desde la oscuridad no podría
disiparse con ninguna luz brillante.
De repente, mi pie derecho pisó el vacío. Adiviné que la corriente de aire
provenía de una escalera en la que casi me había caído. Lo debatí durante
un momento, pero luego me volví y atravesé de prisa el laboratorio y corrí
hacia el auto.
_
CAPÍTULO SEIS
_
Vicki se me vino encima en cuanto abrí la puerta del auto.
—¿Danny, qué estás haciendo aquí?
Su tono de voz me hizo mirarla con atención. Su rostro se veía
aterrorizado bajo el enfermizo resplandor de la luz.
—Trabajo en este lugar —expliqué brevemente.
—Al principio no advertí donde nos encontrábamos —dijo ella, con
lentitud—. Sólo una vez estuve aquí.
—¿Has estado aquí antes? —exclamé— ¿Cuándo? ¿Y por qué?
—Una noche —dijo reservadamente—, le traje la comida al tío David.
Se la había olvidado.
El nombre hizo sonar una campanilla en mi mente. Ella comprendió que
yo intentaba recordar de quién se trataba.
—Mi tutor —explicó—. Quizás lo mejor sería que te cuente toda la
historia. Probablemente sepas que no se suele designar como tutor a las
personas que tienen problemas con la bebida. Bien, el tío David no siempre
los tuvo. Hace cuatro años, cuando papá y mamá murieron en un choque de
trenes, el tío David era la persona más amable que te puedas imaginar. La
corte lo designó como mi tutor hasta que yo llegara a la mayoría de edad,
con mi sustento completo.
Se quedó callada durante un momento, reviviendo sus recuerdos, y la
expresión que le cruzó por los ojos no fue nada agradable; luego continuó
el relato.
—Hace dos años cerró la compañía en la que trabajaba como vigilante
nocturno, y mi tío se quedó sin trabajo. Estuvo desempleado durante casi
año y medio. Comenzamos a desesperarnos, con tan sólo los cheques de
asistencia social para alimentarnos y con la universidad amenazando con
suspenderme. Entonces consiguió un trabajo. Era bien pago y originaba
sumas fabulosas. Solía bromear sobre los bancos que había tenido que
robar. Una noche él me miró y me dijo: «No se trata de bancos».
Sentí que el miedo y la culpa me daban golpecitos en el hombro con
unos dedos fríos. Vicki siguió hablando.
—Comenzó a volverse irritable. Empezó a traer whisky a la casa y a
emborracharse. Me esquivaba en las ocasiones en que le preguntaba por su
trabajo. Una noche me dijo que dejara de molestarlo y que me metiera en
mis propios asuntos.
»Lo vi derrumbarse delante de mis propios ojos. Hasta que una noche se
le escapó un nombre; Weinbaum, Steffen Weinbaum. Un par de semanas
después olvidó llevarse su comida de medianoche. Busqué el nombre en la
guía telefónica y se la llevé. Se puso terriblemente furioso, como nunca lo
había visto.
»En las semanas que siguieron se quedaba más y más tiempo en esta
casa horrible. Una noche, cuando volvió a casa, me pegó. Yo decidí
escapar. El tío David que conocía estaba muerto, al menos para mí. Pero
me atrapó... y entonces llegaste tú.
Se quedó callada.
Me estremecí de la cabeza a los pies. Tenía una idea bastante
aproximada acerca de qué fue lo que hizo el tío de Vicki para ganarse la
vida. La época en la que Rankin me había contratado coincidía con aquella
en la que el tutor de Vicki perdiera el control. En ese instante estuve a
punto de arrancar el auto y largarme, a pesar de la salvaje carnicería del
laboratorio, a pesar de la escalera secreta, incluso a pesar del reguero de
sangre en el piso. Pero entonces un grito lejano y débil llegó hasta nosotros.
Manoteé el botón del compartimiento de la guantera, metí la mano dentro,
y la revolví hasta encontrar la linterna.
La mano de Vicki me apretó el brazo.
—No, Danny. Por favor, no lo hagas. Sé que algo terrible está pasando
aquí. ¡Condúcenos lejos de eso!
El grito sonó de vuelta, esta vez más debilitado, y tomé una
determinación: agarré la linterna. Vicki me adivinó la intención.
—Muy bien, iré contigo.
—Uhuh
—dije—. Tú te quedas aquí. Tengo el presentimiento de que
hay algo... suelto allí afuera. Tú te quedas aquí.
Volvió al asiento de mala gana. Cerré la puerta y regresé corriendo al
laboratorio. Entré de nuevo al garaje, sin detenerme. La linterna alumbró el
agujero oscuro donde la pared se había deslizado para revelar la escalera.
Con la sangre tamborileándome densamente en las sienes, me aventuré allí
abajo. Fui contando los escalones, apuntando con la linterna hacia las
anodinas paredes, hacia la impenetrable oscuridad de las profundidades.
—Veinte, veintiuno, veintidós, veintitrés...
Al llegar al treinta, la escalera se convirtió repentinamente en un corto
pasadizo. Empecé a atravesarlo sigilosamente, deseando tener a mano un
revólver o incluso un cuchillo que me hiciera sentir un poco menos
desnudo y vulnerable.
De repente un grito, terrible y colmado de miedo, resonó en la oscuridad
que tenía enfrente. Era el sonido del terror, el sonido de un hombre
enfrentado con algo salido de los más profundos fosos del horror. Comencé
a correr. Mientras lo hacía advertí que la fría corriente de aire me estaba
soplando directamente en la cara. Supuse que el túnel debía dar al exterior.
Y entonces me tropecé con algo.
Era Rankin, tirado en el charco de su propia sangre; sus ojos
contemplaban el techo con un horror vidrioso. La parte trasera de su cabeza
estaba aplastada.
Delante de mí escuché el disparo de una pistola, una maldición, y otro
grito. Corrí hacia allí y por poco me caigo de bruces al tropezar con unos
nuevos escalones. Al subirlos distinguí, allá arriba, una escalera vagamente
enmarcada contra una abertura cubierta con malezas. Las hice a un lado y
me encontré con un cuadro sorprendente: silueteada contra el cielo, una
figura alta que sólo podía ser de Weinbaum, con un revólver colgándole de
una mano, y mirando hacia el suelo en sombras. Incluso las nubes, que se
habían abierto brevemente para dejar pasar la luz de las estrellas, volvieron
a cerrarse.
Él me escuchó y se dio vuelta con prontitud, con sus ojos vidriosos como
linternas rojas en la oscuridad.
—Oh, es usted, Gerad.
—Rankin está muerto —le dije.
—Lo sé —respondió—. Usted podría haberlo evitado llegando un poco
más rápido.
—Oh, cállese —le contesté, enojado—. Me apuré...
Fui interrumpido por un sonido que, desde entonces, me ha venido
persiguiendo en mis pesadillas, un horroroso sonido maullante, como si se
tratara del grito de dolor de alguna rata gigantesca. Por el rostro de
Weinbaum vi pasar el reconocimiento, el miedo, y finalmente un parpadeo
de determinación, todo en cuestión de segundos. Me sentí profundamente
aterrorizado.
—¿Qué es eso? —pregunté con la voz estrangulada.
Como al descuido, con toda su afectada indiferencia, barrió el fondo del
pozo con el haz de luz, y alcancé a notar que su mirada se apartaba de algo.
La cosa maulló de nuevo y experimenté otro espasmo de miedo. Estiré el
cuello para poder ver qué clase de horror yacía en aquel pozo, un horror
capaz de lograr que incluso Weinbaum gritara de abyecto terror. Y justo
antes de que pudiera verlo, un horrible alarido de espanto se alzó y
desplomó desde el difuso contorno de la casa.
Weinbaum dejó de alumbrar el pozo con su linterna y la apuntó contra
mi cara.
—¿Quién fue? ¿Con quién vino usted? —preguntó.
Pero yo tenía mi propia linterna encendida, de modo que volví a
atravesar corriendo el pasadizo, con Weinbaum pegado a mis talones.
Había reconocido el grito. Ya lo había oído antes, cuando una muchacha
asustada casi se abalanza contra mi auto mientras huía de su maniático
tutor.
¡Vicki!
_
CAPÍTULO SIETE
_
Escuché que Weinbaum ahogaba un grito cuando entramos en el
laboratorio. El lugar estaba inundado del líquido verde. ¡Los otros dos
recipientes estaban rotos! Sin detenerme, transpuse los recipientes
destruídos y vacíos y salí por la puerta. Weinbaum no me siguió.
No había nadie en el coche; la puerta del lado del pasajero estaba abierta.
Barrí el suelo con la luz de mi linterna. Aquí y allá se veían las huellas de
una chica que calzaba tacones altos, una chica que tenía que ser Vicki. El
resto de las huellas fueron borradas por algo monstruoso; vacilo al intentar
considerarla una huella. Era más bien como si algo grande se hubiera
arrastrado en dirección al bosque. Su enormidad quedó demostrada,
además, cuando descubrí los arbolillos quebrados y la maleza aplastada.
Volví corriendo al laboratorio, donde Weinbaum estaba sentado con la
cara pálida y estirada, contemplando los tres tanques vacíos y destrozados.
El revólver estaba sobre la mesa; me apoderé de él y me dirigí hacia la
puerta.
—¿Adónde se piensa que va con eso? —interpeló, poniéndose de pie.
—Afuera, en busca de Vicki —gruñí—. Y si llega a estar herida o...
—no terminé la frase.
Me precipité en la aterciopelada oscuridad de la noche. Me zambullí en
el bosque con la pistola en una mano y la linterna en la otra, siguiendo el
sendero trazado por algo en lo que no quería pensar. La pregunta vital que
me ardía en la mente era si tenía a Vicki o si aún la estaba arrastrando. Si la
tenía en su poder…
Mi pregunta fue respondida por un grito agudo que no sonó demasiado
lejos de mí.
Salí corriendo, más rápidamente ahora, cuando de repente aparecí en un
claro.
Quizás sea porque quiero olvidarlo, o tal vez sólo porque la noche era
oscura y comenzaba a ponerse brumosa, pero lo cierto es que tan solo
puedo recordar cómo Vicki apareció a la luz de mi linterna, corriendo hacia
mí, para enterrar su cabeza contra mi hombro y sollozar.
Una enorme sombra se me acercó maullando de manera asquerosa,
volviéndome casi loco del terror. Atropelladamente, escapamos de aquel
horror en la oscuridad, de regreso a las reconfortantes luces del laboratorio,
lejos del nunca visto terror que acechaba en la negrura. Mi cerebro,
enloquecido por el miedo, me decía que si sumabas dos y dos obtenías un
cinco.
Los tres tanques habían contenido tres cosas provenientes de los más
oscuros abismos de una mente retorcida. Una había escapado; Rankin y
Weinbaum la persiguieron. Había matado a Rankin, pero Weinbaum la
hizo caer en el pozo disimulado. La segunda cosa se debatía ahora
torpemente en el bosque, y de repente recordé que, fuera lo que fuese, era
muy grande y le había llevado bastante tiempo arrastrarse hasta allí.
Entonces comprendí que había retenido a Vicki en una hondonada. ¡Había
llegado al fondo... con mucha facilidad! Pero, ¿y volver a escalarla? Estaba
casi seguro de que no podría lograrlo.
Dos de ellas se encontraban fuera del juego. Pero, ¿dónde estaba la
tercera? Mi pregunta fue respondida en ese preciso instante por un grito
proveniente del laboratorio. Y por un… maullido.
_
CAPÍTULO OCHO
_
Corrimos hasta la puerta del laboratorio y la abrimos. Estaba vacío; los
gritos y los terribles sonidos maullantes provenían del garaje. Llegué a la
puerta, y desde aquel entonces he estado agradecido de que Vicki se
quedara en el laboratorio y se ahorrara la visión que me ha despertado de
mil espantosas pesadillas.
El laboratorio estaba en sombras y lo único que podía distinguir era una
enorme mancha moviéndose perezosamente. ¡Y los alaridos! Gritos de
terror, los gritos de un hombre que se está enfrentando a un monstruo
salido de los abismos del infierno. Algo maullaba espantosamente y parecía
jadear complacido.
Mi mano se movió en busca de la llave de la luz. ¡Allí estaba, la
encontré! La luz inundó el cuarto, iluminando un cuadro de horror que era
el resultado del asunto de la tumba en el que había participado, tanto el tío
muerto como yo.
Un gusano grande y blanquecino se retorcía en el suelo del garaje,
reteniendo a Weinbaum con sus ventosas extendidas, alzándolo hacia esa
boca rosa y goteante de la que provenían los desagradables maullidos. Las
venas, rojas y pulsantes, sobresalían bajo su carne viscosa, y millones de
diminutos gusanos serpenteaban en las vasos sanguíneos, en la piel, incluso
formaban un gran ojo que me miró fijamente. Un inmenso gusano,
compuesto de centenares de millones de gusanos, los festejantes de la carne
muerta que Weinbaum había utilizado tan desvergonzadamente.
Inmerso en el submundo del terror, disparé el revólver una y otra vez. La
cosa maulló y se convulsionó.
Weinbaum gritó algo mientras era arrastrado inexorablemente hacia la
boca que esperaba. Aunque no podía creerlo, logré entenderle por sobre el
horroroso sonido que producía la criatura.
—¡Dispárele! ¡Por el amor del cielo, dispárele!
Entonces noté los pegajosos charcos de líquido verde que, provenientes
del laboratorio, se rebalsaban sobre el suelo. Me puse a buscar mi
encendedor, lo encontré y lo accioné frenéticamente. De repente recordé
que había olvidado cambiarle la piedra. De modo que busqué la cajita de
fósforos, saqué uno y con aquél encendí todos los demás. Lo hice justo
cuando Weinbaum gritaba por última vez. Distinguí su cuerpo a través de
la translúcida piel de la criatura, que aún se sacudía mientras miles de
gusanos se le pegaban como sanguijuelas. Sintiendo náuseas, arrojé los
fósforos encendidos en el rezume verde. Era inflamable, tal como lo
imaginaba. Estalló en llamas resplandecientes. La criatura se enroscó en
una asquerosa pelota de carne pulsante y podrida.
Me volví y salí a los trompicones hasta donde se encontraba Vicki,
pálida y temblorosa.
—¡Vamos! —le dije—; salgamos de aquí! ¡Todo el lugar va a arder!
Nos abalanzamos dentro del auto y nos alejamos a toda velocidad.
_
CAPÍTULO NUEVE
_
No queda mucho por agregar. Imagino que habrán leído todo lo referente al
fuego que arrasó el distrito residencial Belwood de California, y que barrió
con casi veinte kilómetros cuadrados de bosques y casas residenciales. No
podría sentirme demasiado mal acerca de aquel incendio. Calculo que
cientos de personas habrían sido exterminadas por las gigantescas cosasgusano
que Weinbaum y Rankin estaban engendrando. Volví a aquel lugar
en el auto, luego del incendio. Todo estaba lleno de ruinas carbonizadas.
No quedaban restos reconocibles del horror contra el que luchamos esa
última noche, y, tras buscar durante un rato, encontré un armario de metal.
Adentro tenía tres cuadernos de anotaciones.
Uno de ellos era el diario de Weinbaum. Lo leí con detenimiento.
Revelaba que estaban experimentando con la carne muerta, exponiéndola a
los rayos gamma. Un día observaron una cosa extraña: algunos de los
gusanos que se arrastraban sobre la carne estaban creciendo, agrupándose.
Con el tiempo fueron creciendo juntos, formando tres grandes gusanos por
separado. Quizás la bomba radiactiva había acelerado la evolución.
No lo sé.
Además, no quiero saberlo.
Supongo que, en cierto modo, tuve algo que ver con la muerte de
Rankin; la carne del cadáver cuya tumba yo mismo había profanado quizás
había alimentado a la misma criatura que lo terminó matando.
Vivo con ese pensamiento. Pero creo que puede haber un perdón. Me
estoy esforzando por conseguirlo. O, más bien, ambos nos estamos
esforzando.
Vicki y yo. Juntos.
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