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sábado, 31 de enero de 2009

EL QUE CIERRA EL CAMINO -- Robert Bloch

EL QUE CIERRA EL CAMINO -- Robert BIoch

Hasta el día de hoy sigo sin saber como consiguieron traerme al asilo.
Los acontecimientos que condujeron a mi internamiento constituyen un
misterio que desafía las sondas de mi memoria, y contra el que no puedo luchar.
Familia y amigos hablaron, en su tiempo, de un «estado nervioso», pero eso es
indudablemente un educado eufemismo. Prefieren llamar al asilo un «sanatorio
privado», y a mi encarcelamiento se refieren como «convalecencia».
Pero ahora que no tengo familia —ni amigos— puedo finalmente hablar con
libertad y franqueza de mi situación. Estaba loco.
¡Dios, qué hipócritas nos volvemos! Cuanto mayor es la incidencia de la locura
en nuestra sociedad, más tabú se vuelve esa palabra. En un mundo que se ha vuelto
loco ya no es posible hablar de la locura humana; en esta era lunática se supone que
no existen los lunáticos; la locura se agrava porque nos negamos a admitir que
alguien esté loco.
«Mentalmente enfermo» es la frase que utilizaba el doctor Connors.
«Esquizofrenia paranoide» era otra descripción más elaboradamente clínica.
Ninguna de las dos ofrece una visión exacta del horror inherente a la realidad... o
irrealidad.
La locura es una larga pesadilla de la cual algunos no llegan a despertar nunca.
Otros, como yo, abren finalmente sus ojos para dar la bienvenida al amanecer del
nuevo día, regocijándose de su nueva conciencia. Es una maravillosa sensación darse
cuenta de que la pesadilla ha terminado. Te hace sentir deseos de cantar, como yo
hice.
—Sí, he recuperado los tomillos... El doctor Connors me miró
desapasionadamente.
—¿Qué se supone que significa eso? —dijo.
—Que me siento completamente bien de nuevo. —Sonreí—. Perder un
tomillo..., una forma de describir la locura. Es una especie de chiste.
—Entiendo.
Pero realmente el doctor Connors no entendía nada. Cuando le aseguré que ya
no me sentía desorientado, hostil o temeroso, se limitó a asentir. Y cuando le dije que
estaba listo para irme a casa, meneó la cabeza.
—Hay algunos problemas que debemos trabajar primero —dijo.
—Trabajar, ése es mi único problema —le dije—. ¡Tengo que volver a mi
trabajo! ¿No se da cuenta de lo que me cuesta el estar aquí? El doctor Connors se alzó
de hombros.
—Su trabajo es uno de los problemas de los que tenemos que hablar. Creo que
puedo ayudarle a descubrir la causa de sus dificultades. —Abrió un cajón de su
escritorio y extrajo un libro—. He estado leyendo alguna de las cosas que ha escrito
usted, y hay un cierto número de preguntas...
—De acuerdo —dije—. Si desea usted jugar a algo, supongo que me permitirá
que yo haga el primer movimiento. El libro que tiene ahí, el que ha estado leyendo,
es Psycho, ¿verdad?
—Sí.
—No ponga esa cara de sorpresa. Todo el mundo parece empezar leyendo
Psycho. Y leyendo cosas en él. He pasado por ese tipo de inquisición tantas veces que
ni siquiera necesita usted formular las preguntas. Los dos podemos ahorrarnos un
tiempo valioso si simplemente le doy de forma directa las respuestas.
—Le escucho.
—Antes que nada, no odio a mi madre. Y ella nunca me dominó. Mi entorno
familiar era perfectamente normal; ni obsesiones ni problemas en lo que a mis padres
o mi hermana se refiere. Mi madre era asistente social y maestra, una mujer muy
inteligente, que me animó a escribir. La quería mucho, pero no había implicada
ninguna fijación edípica.
»En segundo lugar, nunca he sido consciente de ninguna tendencia
homosexual, ni he sentido el menor deseo de experimentar el travestismo. O la
taxidermia, incidentalmente. No sé nada acerca de cómo se lleva un motel, o de
ocultar coches y cuerpos en marismas.
»De modo que, como puede ver, no soy Norman Bates. Y en cuanto a
identificarme con otros personajes del libro..., nunca me apropié indebidamente de
ningún dinero de mi jefe, ni salí huyendo, ni mantuve una relación clandestina a
largo plazo. Incidentalmente también, siempre he preferido la bañera a la ducha.
Sonreí al doctor Connors.
—La idea del libro me vino después de leer acerca de un caso real de asesinato.
No utilicé a ninguno de los actores reales como personajes, y tampoco la situación
real. Lo que me hizo centrar todo el asunto fue preguntarme cómo un hombre que
viviera durante toda su vida en una pequeña ciudad, bajo la constante inspección de
sus vecinos, podía conseguir ocultar sus crímenes violentos. Lo que hice..., llámelo
situación de base si quiere, fue construir un perfil psicológico de un hombre así, del
mismo modo que lo hace usted en su trabajo. Una vez creí comprender al personaje y
sus motivaciones, el resto fue sencillo. El doctor Connors asintió.
—Gracias por su cooperación. Ha anticipado y respondido usted a todas mis
preguntas excepto una.
—¿Y ésa es...?
—Déjeme plantearla así. Imagino que habrá leído usted gran número de casos
reales de asesinato, como documentación de base; es algo normal hacerlo, en su tipo
de trabajo.
—Es cierto.
—Y algunos de ellos son más bien sensacionales, ¿no? Asesinatos en masa,
sorprendentes acuchillamientos, asesinatos rituales, extrañas muertes ocurridas bajo
extrañas circunstancias...
—Cierto también.
—Algunos de ellos, estoy seguro, son mucho más impresionantes y violentos
que el crimen en particular que, usando sus propias palabras, utilizó como situación
de base.
—Correcto.
—Entonces mi pregunta es muy simple. ¿Por qué le intrigó ese asesinato? ¿Por
qué lo eligió en vez de cualquier otro?
—Pero si ya se lo he explicado... Me preguntaba cómo el asesino podía
conseguir ocultar sus actividades y seguir con ellas, cómo era capaz de evitar las
sospechas, de llevar una doble vida...
—Eso es interesante. El problema de ocultarlo todo, de evitar las sospechas. —
El doctor Connors se inclinó hacia delante—. ¿Lleva usted una doble vida?
Me lo quedé mirando durante un largo momento antes de responder.
—Perdóneme por decírselo, pero creo que está usted loco.
—Quizá. Pero el hecho de que yo esté loco no importa aquí. Es su mente la que
importa, no la mía. —Se puso en pie—. Creo que ya es suficiente por ahora.
Hablaremos de nuevo mañana.
—¿Más preguntas?
—Y, espero, más respuestas. —Dejó escapar una risita—. Tengo la impresión de
que voy a tener que leer algo más esta noche.
—Bien, que tenga suerte. Y sueños agradables.
—Ése es el título de uno de sus libros, ¿no?... Sueños agradables.
—He escrito un montón de libros —dije—. Y un montón de relatos.
—Lo sé. —Me acompañó a la puerta del despacho—. Ah, una última cosa. ¿Se le
ha ocurrido pensar alguna vez que toda forma de ficción es una forma de mentira?
¿Y que la única diferencia importante entre un escritor y un psicópata es que el
primero traslada sus fantasías al papel? Debería usted pensar en eso.
—Lo haré —le dije.
Y lo hice, durante todo el día y durante toda la noche siguiente. Al final llegué a
una firme conclusión. El doctor Connors me desagradaba intensamente.
A última hora de la tarde del día siguiente la señorita Frobisher vino a mi
habitación para decirme que el doctor Connors estaba listo para recibirme. La larga
espera no había sido fácil para mis nervios, y estoy seguro de que ella se dio cuenta
de lo tenso que estaba. La señorita Frobisher era una buena enfermera, supongo, y el
tratar a sus pacientes como niños perversos era simplemente parte de su trabajo. El
hecho de que fuera una mujer un tanto varonil probablemente contribuía a su suave
autoritarismo, pero yo consideraba que sus modales eran un tanto irritantes.
—¿Cómo nos encontramos hoy? —me saludó—. ¿Estamos preparados para
nuestra sesión de terapia?
—En lo que a mí respecta, no tengo objeción —dije—. Pero ocurre que estoy
solo. Si insiste usted en dirigirse a mí en plural, quizá necesite más terapia que yo.
La señorita Frobisher rió profesionalmente (nunca mostrar irritación, nunca
dejar que te atrapen, ése es el secreto), y me condujo pasillo abajo.
—El doctor le está esperando en cirugía —dijo.
—No me diga que van a hacerme una lobotomía prefrontal —murmuré—. La
necesito tanto como un agujero en la cabeza. La señorita Frobisher rió de nuevo.
—¡Nada de eso! Pero los pintores están trabajando en el despacho del doctor y
no van a terminar hasta mañana. Así que, si no le importa...
—Por mí no hay ningún problema.
Me condujo al ascensor y nos trasladamos a la tercera planta. Nunca antes había
estado allí arriba, y me sentí un poco sorprendido al descubrir que el doctor Connors
tenía instalada una compacta y muy eficiente unidad quirúrgica. Por supuesto, sabía
que era neurocirujano además de psiquiatra, pero me sentí muy impresionado ante el
moderno quirófano completamente equipado que entrevi al otro lado de la pared de
cristal que poseía la estancia donde me esperaba el doctor Connors. Le sonreí cuando
la señorita Frobisher se marchó.
—No podemos seguir viéndonos de esta forma —dije.
—Siéntese.
Su mirada me convenció de que no estaba de humor para chistes y juegos. Me
senté y le miré desde el otro lado de la pequeña mesa, sobre la cual había un bloc de
notas y un libro.
—¡Aja! —murmuré, echándole una ojeada al libro—. Así que he leído usted
Sueños agradables.
—Esta noche.
—Veo que ha tomado algunas notas —le dije—. ¿Desde cuándo se ha vuelto
crítico literario?
—No estoy aquí para criticar, sólo para discutir.
—Adelante. A los escritores nos gusta que la gente hable de nuestras obras.
—Esperaba que fuera usted quien hablara.
—¿Para decir qué? Todo está en el libro.
—¿Lo está?
—Oiga, ¿es realmente necesario hablar como un remiendacabezas?
—No si usted está dispuesto a dejar de hablar como un paciente. El doctor
Connors sonrió y echó una mirada al bloc de notas.
—Pero yo soy un paciente —protesté—. Según usted.
—A Juzgar por Sueños agradables, es usted un montón de cosas. Por ejemplo,
un colaborador de Edgar Allan Poe.
—La casa de la luz —asentí—. Un alumno de Poe, allá en el este, encontró la
historia sin terminar, y sugirió que yo la completara.
—¿Toma usted frecuentemente argumentos o ideas de otras personas?
—Nada que me sea de utilidad. La mayor parte de mi material procede de mi
propio entorno o intereses. Escribí Los hacedores de sueños porque siempre fui un
aficionado a las películas mudas; y El señor Steinway representa una preocupación
similar por la música. Me gusta utilizar lugares que he visitado o en los que he
vivido. Milwaukee en Los estafadores. Nueva Orleans en La belleza durmiente, el
norte del estado de Wisconsin en Dulces dieciséis, Tren al infierno y Rapsodia
húngara... —Le sonreí—. Pero eso es solamente el fondo de la historia. Nunca he sido
propietario de un par de gafas mágicas, ni he dormido con un esqueleto, ni he
conducido una moto, ni he hecho un trato con el diablo, ni he tenido una aventura
con un vampiro.
—Por supuesto. —El doctor Connors echó una mirada de soslayo a sus notas—.
Hasta ahora hemos estado hablando de las cosas que le gustan. Hablemos ahora de
las que no le gustan.
—Eso es fácil —le dije—. Las cenas demasiado formales inspiraron El espíritu
apropiado. Y supongo que La casa hambrienta representa una aversión hacia los
espejos. De hecho, si de veras desea usted sondear un poco más, significa que
siempre me he sentido conscientemente disgustado ante mi propia apariencia. Creo
que soy bastante sincero con usted, ¿no cree, doctor?
—No del todo. —Se me quedó mirando—. ¿Por qué no desea discutir el
auténtico problema?
—¿Como cuál?
—Su actitud hacia los niños.
—No tengo nada en contra de los niños.
—Eso no es lo que dicen sus historias. —Golpeó el bloc de notas con su pluma
—. En Dulces para dulzura, una niña pequeña es una bruja. El aprendiz de brujo
trata de un joven mentalmente retrasado cuyos delirios lo conducen al asesinato.
Hierba gatera es un retrato absolutamente vengativo de la adolescencia. Dulces
dieciséis es una acusación hacia toda una generación...; escribía usted acerca de
satánicas bandas de motoristas una década antes de que otras personas las utilizaran
para sus filmes. Incluso en una historia comparativamente amable como Tren al
infierno, el protagonista inicia su vida como fugitivo, una persona sin ocupación fija
que roba tapacubos y gasolina de los depósitos. Y en Enoc, el personaje central es un
quinceañero psicótico que se convierte en un asesino de masas.
—Los chicos no son mi problema —dije—. No lo olvide, yo escribo historias de
horror. Y en una sociedad orientada hacia la juventud, la gente se siente más
inclinada a impresionarse cuando se le pintan niños como monstruos. El truco reside
en violar los tabúes que consideramos sagrados; eso es lo que hice con la imagen de
la madre en Psycho.
—Trucos —dijo suavemente el doctor Connors—. Mentiras. Sonreí de nuevo.
—Así que ahora nos dedicamos a los juegos de palabras, ¿eh? En ese caso,
llamémoslo simplemente un desliz freudiano. —Se alzó de hombros—. Eso me
recuerda otro elemento en su obra —prosiguió—; no precisamente en esta
recopilación de relatos, sino en docenas de sus historias. La hostilidad hacia los
psiquiatras.
—No odio a los psiquiatras.
—Sus personajes parece que sí. Hay referencias despectivas a los
psicoterapeutas en El aprendiz de brujo, Beso tu sombra y otros títulos. Y en Enoc, su
doctor Silversmith es una caricatura, un burdo libelo de la profesión.
—Pero eso es simplemente otra forma de impresionar a la gente —protesté—.
Los psiquiatras se han convertido en los altos sacerdotes de una sociedad que adora a
la ciencia. Mostrarlos como incompetentes, o como impotentes para prevalecer sobre
las fuerzas del mal, es un truco efectivo. El doctor Connors se me quedó mirando.
—Trucos efectivos, eso es lo que busca usted. Lo cual significa cosas que
produzcan miedo en el lector. Toda su carrera ha sido empleada en buscar formas de
impresionar a la gente, de horrorizarla.
—Es una forma de ganarse la vida.
—Que usted eligió voluntariamente. Nadie pasa toda su vida asustando a
aquellos a quienes ama. ¿Por qué odia usted a la gente?
—No la odio.
—Piense en ello. Piense en ello seriamente. Yo pienso hacerlo también. —Miró
su reloj de pulsera—. Hasta mañana.
—Lamento si suena como obstruccionismo —dije—, pero realmente no odio a la
gente. Lo cual era cierto. No odio a mis lectores, ni a los niños, ni a los
remiendacabezas per se. Pero estaba empezando a odiar al doctor Connors.
Fue una mala noche. No conseguí dormir, porque estaba demasiado atareado
planeando mi propia defensa. Quizá suene un poco melodramático, pero realmente
no hay ninguna otra palabra para describirlo. Tenía que defenderme cuando el
doctor Connors me atacara utilizando mis propias palabras, mi propia obra. Era
desleal, injusto, indecible... Sólo un idiota equipararía ficción a realidad. Los actores
que representaban el papel de villanos no eran monstruos en su vida real; Boris
Karloff y Christopher Lee eran dos de las personas más encantadoras que yo haya
conocido jamás. Mi propio mentor literario, H. P. Lovecraft, era un hombre gentil y
afectuoso. Si el doctor Connors pensaba de otra manera, lo único que hacía era
exhibir su propia ignorancia.
O su propia habilidad.
Estaba buscando algo; algo que a mí se me escapaba. Algo conectado con mi
propia condición, sin la menor duda, algo bloqueado y oscurecido por una reacción
amnésica. Si yo pudiera recordar lo que había ocurrido...
Pero ahora eso no era importante. Lo importante era estar preparado para el
ataque de mañana. Ataque por medio de mis propios libros. ¿Qué título habría
seleccionado?
Intenté anticipar su elección. Gótico americano, Mundo nocturno, Pirómano, El
gorrón, El secuestrador, La voluntad de matar, EI pañuelo... Todos ellos eran
elecciones posibles. De hecho, todas esas novelas poseían un tema común: la
facilidad con que un psicópata podía actuar dentro de nuestra supuestamente cuerda
sociedad. Seguramente esta premisa constituye un legítimo tema de examen. Y si el
doctor Connors planeaba actuar como el abogado del diablo y preguntarme por qué
yo me sentía tan preocupado por los psicópatas, le diría la verdad: «Tengo miedo de
ellos, doctor. ¿No lo tenemos todos?» Eso era. Simplemente, decir la verdad. La
verdad te hace libre... Tuve mucho tiempo para estudiar el asunto, puesto que la
señorita Frobisher no vino a por mí hasta la tarde siguiente, después de la cena.
El doctor Connors, me dijo, había sido retenido por unos asuntos personales
durante toda la tarde. Pero acababa de regresar, y me estaba esperando de nuevo en
la antesala de la unidad de cirugía.
—Lamento recibirle aquí de nuevo —me dijo cuando se marchó la señorita
Frobisher—. Los pintores han terminado con mi despacho, pero aún no he tenido
tiempo de arreglar de nuevo todas las cosas. Así que, si no le importa...
—En absoluto.
El doctor Connors estaba sentado al otro lado de la mesa, su bloc de notas
colocado encima de un libro. Miré el libro mientras hablaba, intentando ver el título.
¿Cuál sería el que había elegido?
No había necesidad de jugar a las suposiciones. En aquel momento estaba
alzando el bloc, exponiendo el volumen que había debajo. Era El que abre el camino.
Me dedicó una inclinación de cabeza.
—Como puede ver, he hecho los deberes. Es lo que usted esperaba, ¿no?
—Sí, pero no su elección. ¿Por qué ése, en vez de una novela?
—Porque es su primer libro, su primera recopilación de relatos publicada. Y por
el título.
—Si lo ha leído, sabrá que El que abre el camino es una de las historias.
—Pero no es ésa la razón de que usted seleccionara ese título, ¿verdad? Estaba
afirmando sus intenciones...; este libro abría el camino a su carrera de escritor.
—Muy perspicaz. ¿Qué otra cosa ha observado?
—Que algunos elementos constantes en su obra aparecen ya en sus inicios.
Asesinatos en masa, por ejemplo, en Figuras de cera. La casa del hacha y Suyo
afectísimo, Jack el Destripador. La invasión o profanación del cuerpo humano, en
Escarabajos, El oscuro demonio. El merodeador de las estrellas, Los honorarios del
violinista y el propio El que abre... Además, el tema de la posesión por fuerzas
malignas o un álter ego, en La capa. El maniquí. El oscuro demonio. Los ojos de la
momia. Admitirá usted que todo esto parece sumarse.
—¿A qué?
—A la imagen recurrente de un hombre poseído por un demonio, y que mutila
a sus víctimas en una serie de asesinatos múltiples. Me alcé de hombros.
—Tal como le dije, es una forma de ganarse la vida. Y como usted me dijo a mí,
toda ficción es una forma de mentir. Resulta que es con esas mentiras en particular
con las que yo vivo. Funcionaron cuando empecé a escribir, y siguen funcionando
para mí hoy en día.
—Pero usted no miente todo el tiempo, ¿verdad? —El doctor Connors abrió el
libro—. ¿Qué hay acerca de la introducción que escribió para esta recopilación?
Empieza formulando la misma pregunta que yo le he estado haciendo. ¿De dónde
saca usted las ideas para sus historias?
—Ya se lo he dicho. El doctor Connors pasó una página.
—Aquí da usted una respuesta distinta. Dice que un autor de fantasía se halla
atrapado en el papel dual del doctor Jekyll y míster Hyde.
—Es una forma de hablar.
—¿Lo es? —Miró al texto—. Déjeme leerle sus propias palabras. «El doctor
Jekyll intenta negar la existencia real de míster Hyde. Pero... míster Hyde existe. Lo
sé, porque forma parte de mí. Ha sido mi mentor literario desde hace más de una
década.» Y ahora, el último párrafo de su introducción: «Y cuando alguien me
pregunta de dónde saco las ideas para mis historias, lo único que puedo hacer es
alzarme de hombros y responder: "De mi colaborador..., míster Hyde"». Es una cita
textual.
Me lo quedé mirando. Ayer me había dicho a mí mismo que estaba empezando
a odiar a aquel hombre. Hoy...
—¿Ocurre algo?
—Sólo con respecto a sus conclusiones.
—No mías. Suyas.
—Deje de hablar con doble sentido. ¿Está diciendo acaso que soy una
personalidad múltiple?
—Usted lo está diciendo, en esta introducción. Y en toda su obra. Eso es hablar
con doble sentido por medio de una venganza.
—No estoy interesado en venganzas. —Meneé la cabeza—. Y no odio a la gente.
—Eso es lo que dice el doctor Jekyll. Pero míster Hyde cuenta una historia
distinta. Una y otra vez.
—Es simplemente una historia.
—¿Está seguro? —El doctor Connors meneó la cabeza—. Entonces, ¿por qué
está aquí?
—No lo sé.
—¿No lo sabe, o no lo recuerda?
—Ambas cosas.
—Exactamente. En los desórdenes de personalidad múltiple existe siempre ese
elemento de amnesia, de disociación. Mi trabajo consiste en ayudarle a recordar.
Analizando su trabajo esperaba poder conducirle a descubrir indicios hacia la
realidad. Una vez se enfrente usted a la verdad...
—¿Qué es la verdad?
—Hay muchas verdades. Estúdielas. Se encuentra usted en un sanatorio
privado, y no estaría aquí si no existiera una razón. Se halla bajo estrictas medidas de
seguridad, y eso debería sugerirle que la razón es seria. Es usted incapaz de recordar
lo que ocurrió antes de su llegada; seguramente eso implica una escisión de
personalidad, protegida por una reacción amnésica. Inspiré profundamente.
—¿Acaso pretende decirme que me volví loco y maté a alguien?
—No. —Sonrió—. Considere los hechos. Si hubiera matado a alguien, estaría en
la ciudad, en la cárcel del condado.
—Pero me volví loco, ¿no?
—Sí. —Sonrió de nuevo—. Antes de que prosigamos, quizá será mejor que le
recuerde otra verdad. Estoy aquí porque me siento interesado por su bienestar. No
soy su enemigo.
«Mirándome fijamente. Jugando al gato y al ratón conmigo. Hurgando en mis
historias, en mis secretos. ¿Y espera que me crea que no es mi enemigo? Quizá esté
loco, pero no soy estúpido.»
—Por supuesto que no. —Le devoM la sonrisa—. ¿Tenemos que seguir adelante
con esto?
El doctor Connors consultó su bloc de notas.
—Hay otro hilo que se teje a lo largo de su ficción. No en las fantasías, sino en
las historias de misterio y suspense. Gran cantidad de ellas tratan de variaciones de
un único desenlace.
—¿Cuál?
—La decapitación.
—¿Es eso tan poco usual? Se trata de un truco común para impresionar al
lector. Incluso la Reina, en Alicia en el País de las Maravillas, no deja de decir...
—Limitémonos a su propio trabajo, y a lo que usted dice. Al coleccionista de
cabezas, en Un hombre con un hobby, y al coleccionista de cráneos, en El cráneo del
marqués de Sade. Y a ese coleccionista llamado Enoc. ¿Qué le motivó a escribir La
cura, El cazador de cabezas o Mirad cómo corren?. Hay una cabeza cercenada en
Psycho, y la escena final de Mundo nocturno habla por sí misma. Caen cabezas en La
jauría de Pedro y Esta antigua prueba escolar. —El doctor Connors tomó el libro—. Y
lo mismo ocurre aquí, en Figuras de cera. Y en la primera historia que publicó usted
en su vida. La fiesta en la abadía.
—Y fue una muy buena idea —dije—. Eso es lo que más impresionó a los
lectores. No sólo la idea del canibalismo, sino cuando el narrador descubre qué es lo
que ha estado comiendo..., cuando alza la tapa de la pequeña bandeja de plata y ve la
cabeza de su hermano...
—Completamente efectivo, lo admito —El doctor Connors me miró fijamente—.
Observo que escribió usted en primera persona.
—Eso forma parte del impacto.
—Pero ¿de dónde surgió la idea? ¿Una historia en un periódico? ¿Algo que
usted oyó o leyó?
—No lo recuerdo. Después de todo, hace tantos años...
—Es curioso que ése fuera uno de sus primeros logros, ¿no? Y que luego
prosiguiera con el mismo tema durante años y años. —No dejaba de mirarme—. Me
ha contado usted la fuente de tantas de sus historias... seguro que existe un origen
común para estas y otras que siguieron el mismo esquema.
—¡Ya se lo he dicho, no puedo recordarlo!
—¿Nada en su entorno personal?
—No soy un caníbal, si es eso lo que está insinuando. Tengo una hermana más
joven, pero ningún hermano, así que difícilmente podría haberle cortado la cabeza.
Era difícil hablar sosegadamente, debido a que lo odiaba tanto. Y ahora resultaba
difícil también oírle, ya que mi cerebro estaba latiendo furiosamente, latiendo,
latiendo...
—Mire —dijo el doctor Connors—. Voy a decirle algo que le ayudará a
recordar. Puede que le cause un shock, pero a veces la terapia de shock es el método
más efectivo.
—Adelante —le animé—. Métase de cabeza en ello. «De cabeza. La cabeza. Era
la cabeza de mi hermano...» El doctor Connors estaba observando mi rostro, pero
estoy convencido de que no podía oír la voz dentro de mi cabeza. «Mi cabeza. Su
cabeza. Sus cabezas.»
Me obligué a mirarle, me obligué a sonreír.
—No me diga que le corté la cabeza a alguien —dije.
—No. Pero lo intentó.
—¡Eso es una mentira! —Me puse en pie; ahora ya no sonreía—. ¡Una mentira!
—Querrá decir que no puede recordarlo. Pero lo hizo, y consiguieron detenerle
justo a tiempo. Está todo aquí, en el informe.
—Pero ¿por qué..., por qué?
—Porque al parecer la persona a la que intentó matar le recordó a alguien.
Alguien de hace mucho tiempo.
El doctor Connors se inclinó hacia delante, hablando muy suavemente, de
modo que tuve que tensarme para oírle. Pero le oí —tuve que oírle—, porque el odio
siguió subiendo y subiendo, a medida que él hablaba.
Sólo que sigo sin poder recordar lo que dijo. Era acerca de algo que ocurrió
cuando yo era muy joven. Algo que le hice a alguien y mamá lo descubrió, y vino el
doctor, y entonces me enviaron fuera durante mucho tiempo, y cuando volví de
nuevo a casa lo había olvidado todo acerca de todo. Era simplemente un niño; no
sabía, no quería hacerlo, pero lo olvidé todo y nadie volvió a hablar de ello jamás,
nadie llegó a saberlo siquiera. Excepto que ahora el doctor Connors lo sabía... Había
retrocedido todo aquel tiempo y había examinado la información, y ahora me lo
estaba contando, y se lo iba a decir a todo el mundo, y yo lo odiaba porque pese a
todo yo seguía sin poder recordar.
Pero sí que recuerdo lo que hice cuando él me lo dijo. Fue una gran suerte,
realmente, estar en aquella estancia al lado del quirófano, y luego descubrir la
escalera de atrás y salir por la puerta trasera y saltar el muro.
Fue también una gran suerte que hubiera una de esas cosas plateadas con tapa,
justo al lado del armario de los bisturíes del quirófano.
Sigo pensando en ello ahora... Pienso en lo que debió de ver la señorita
Frobisher cuando regresó y alzó aquella tapa... Era la cabeza de mi psiquiatra.

jueves, 29 de enero de 2009

El duque de L'Omelette -- ALLAN POE

El duque de L'Omelette

The Duc de L'Omlette, 1832
Y pasó al punto a un clima más fresco.
COWPER


Keats sucumbió a una crítica. ¿Quién murió de una Andrómaca?3 ¡Almas innobles! El
duque De L'Omelette pereció de un verderón. L'histoire en est brève. ¡Ayúdame, espíritu
de Apicio!
Una jaula de oro llevó al pequeño vagabundo alado, enamorado, derretido,
indolente, desde su hogar en el lejano Perú a la Chaussée d'Antin; de su regia dueña, La
Bellísima, al duque De L'Omelette; y seis pares del reino transportaron el dichoso
pájaro.
Aquella noche el duque debía cenar a solas. En la intimidad de su despacho
reclinábase lánguidamente sobre aquella otomana por la cual había sacrificado su
lealtad al pujar más que su rey en la subasta... la famosa otomana de Cadêt.
El duque hunde el rostro en la almohada. ¡Suena el reloj! Incapaz de contener sus
sentimientos, su Gracia come una aceituna. En ese instante ábrese la puerta a los dulces
sones de una música y, ¡oh maravilla!, el más delicado de los pájaros aparece ante el más
enamorado de los hombres. Pero, ¿qué inexpresable espanto se difunde en las facciones
del duque? “Horreur!  chien  Baptiste!  L'oiseau! ah, bon Dieu! cet oiseau modeste que tu
as déshabillé de ses plumes, et que tu as servi sans papier!» Sería superfluo agregar nada: el
duque expira en un paroxismo de asco.
—¡Ja, ja, ja! —dijo su Gracia, tres días después de su fallecimiento.
—¡Je, je, je! —repuso suavemente el diablo, enderezándose con un aire de hauteur.
—Vamos, supongo que esto no es en serio —observó De L'Omelette— . He pecado,
c'est vrai, pero, querido señor... ¡supongo que no tendrá la intención de llevar a la
práctica tan bárbaras amenazas!
—¿Tan qué? —dijo su Majestad—. ¡Vamos, señor, desnúdese!
—¿Desnudarme? ¡Muy bonito en verdad? ¡No, señor, no me desnudaré! ¿Quién es
usted para que yo, duque De L'Omelette, príncipe de Foie-Gras, apenas mayor de edad,
autor de la Mazurquiada y miembro de la Academia, tenga que quitarme obedientemente
los mejores pantalones jamás cortados por Bourdon, la más bonita robe de chambre salida
3 Montfleury. El autor del Parnasse Réformé le hace decir en el Hades: L'homme donc qui voudrais savoir ce
dont je suis mort, qu’il ne demande pas s’il fût de fièvre ou de podagre ou d’autre chose, mais qu’il entende que ce
fût de “L’Andromache”.
de manos de Rombèrt, por no decir nada de los papillotes y para no mencionar la
molestia que me representaría quitarme los guantes?
—¿Que quién soy? ¡Ah, es verdad! Soy Baal-Zebub, príncipe de la Mosca. Acabo de
sacarte de un ataúd de palo de rosa incrustado de marfil. Estabas extrañamente
perfumado y tenías, una etiqueta como si te hubieran facturado. Te mandaba Belial, mi
inspector de cementerios. En cuanto a esos Pantalones que dices cortados por Bourdon,
son un excelente par de calzoncillos de lino, y tu robe de chambre es una mortaja de no
pequeñas dimensiones.
—¡Caballero —replicó el duque— , no me dejo insultar impunemente! ¡Aprovecharé
la primera oportunidad para vengarme de esta afrenta! ¡Oirá usted hablar de mí!
¡Entretanto... au revoir!
Y el duque se inclinaba, antes de apartarse de la satánica presencia, cuando se vio
interrumpido y devuelto a su sitio por un guardián. En vista de ello, su Gracia se frotó
los ojos, bostezó, encogióse de hombros y reflexionó. Luego de quedar satisfecho sobre
su identidad, echó una mirada a vuelo de pájaro sobre los alrededores.
El aposento era soberbio a un punto tal, que De L'Omelette lo declaró bien comme il
faut. No tanto por su largo o su ancho, sino por su altura... ¡ah, qué espantosa altura! No
había techo... ciertamente no lo había... Solamente una densa masa atorbellinada de
nubes de color de fuego. Su Gracia sintió que la cabeza le daba vueltas al mirar hacia
arriba. Desde lo alto colgaba una cadena de un metal desconocido de color rojo sangre;
su extremidad superior se perdía, como la ciudad de Boston, parmi les nuages. En su
extremo inferior se balanceaba un enorme fanal. El duque comprendió que se trataba de
un rubí; pero de ese rubí emanaba una luz tan intensa, tan fija, como jamás fue adorada
en Persia, o imaginada por Gheber, o soñada por un musulmán cuando, intoxicado de
opio, cae tambaleándose en un lecho de amapolas, la espalda contra las flores y el rostro
vuelto al dios Apolo. El duque murmuró un suave juramento, decididamente
aprobatorio.
Los ángulos del aposento se curvaban formando nichos. Tres de ellos aparecían
ocupados por estatuas de proporciones gigantescas. Su hermosura era griega, su
deformación egipcia, su tout ensemble francés. En el cuarto nicho, la estatua aparecía
velada y no era colosal. Veíase empero un tobillo ahusado, un pie con sandalia. De
L'Omelette llevó su mano al corazón, cerró los ojos, volvió a abrirlos y sorprendió a su
satánica majestad... cuando se sonrojaba.
¡Pero aquellas pinturas! ¡Kupris! ¡Astarté! ¡Astoreth! ¡Mil y la misma! ¡Y Rafael las ha
contemplado! Sí, Rafael estuvo aquí: ¡acaso no pintó la ... ? ¿Y no se condenó a causa de
ello? ¡Las pinturas, las pinturas! ¡Oh lujo, oh amor! ¿Quién, contemplando aquellas
bellezas prohibidas, tendría ojos para las exquisitas obras que, en sus marcos de oro,
salpican como estrellas las paredes de jacinto y de pórfido?
Empero, el corazón del duque desfallece. No se siente, como lo suponéis, marcado
por la magnificencia, ni embriagado por el intenso perfume de los innumerables
incensarios. C'est vrai que de toutes ces choses il a pensé beaucoup  mais! El duque De
L'Omelette está aterrado. ¡A través de la cárdena visión que le ofrece la sola ventana sin
cortinas se divisa el más espantoso de los fuegos!
Le pauvre Duc! No podía impedirse imaginar que las admirables, las voluptuosas, las
inmortales melodías que invadían aquel salón, a medida que pasaban filtrándose y
trasmutándose por la alquimia de las encantadas ventanas, eran los gemidos y los
alaridos de los condenados sin esperanza. ¡Y allí, allí, sobre la otomana! ¿Quién está ahí?
¡Es él, el petit-maître... no, la Deidad... sentado como si estuviera esculpido en mármol, et
qui sourit, con su pálido rostro, si amèrement!
Mais il faut agir... vale decir que un francés no se desmaya nunca de golpe. Además,
a su Gracia le repugna una escena... De L'Omelette ha recobrado todo su dominio. Ha
visto unos floretes sobre la mesa y unas dagas. El duque ha estudiado con B...; il avait tué
ses six hommes. Por lo tanto, il peut s'échapper. Mide dos armas y, con inimitable gracia,
ofrece la elección a su Majestad. Horreur! ¡Su Majestad no sabe esgrima!
Mais il joue! ¡Feliz idea! Su Gracia tuvo siempre una excelente memoria. Alguna vez
hojeó Le Diable, del abate Gualtier. Allí se dice que le Diable n'ose pas refuser un jeu
d'écarté.
¡Pero las probabilidades... las probabilidades! Remotísimas, desesperadas, es verdad;
empero, apenas más desesperadas que el duque mismo. Además, ¿no está en el secreto?
¿No ha leído al Pére Le Brun? ¿No era miembro del Club Vingt-et-un? Si je perds  dice
je serai deux fois perdu... quedaré dos veces condenado... voilà tout! (Y aquí su Gracia se
encogió de hombros.) Si je gagne, je reviendrai á mes ortolons... que les cartes soient préparées!
Su Gracia era todo cuidado, todo atención; su Majestad, todo confianza. Un
espectador hubiera pensado en Francisco y en Carlos. Su Gracia pensaba en su juego. Su
Majestad no pensaba: barajaba. El duque cortó.
Distribuyéronse las cartas. Diose vuelta la primera. ¡El rey! ¡Pero no... era la reina! Su
Majestad maldijo sus vestimentas masculinas. De L'Omelette se llevó la mano al
corazón.
Jugaron. El duque contaba. Había terminado la mano. Su Majestad contaba
lentamente, sonriendo, bebiendo vino. El duque escamoteó una carta.
—C'est á vous de faire —dijo su Majestad, cortando—. Su Gracia se inclinó, barajó las
cartas y levantóse en presentant leRoi.
Su Majestad pareció apesadumbrado.
Si Alejandro no hubiese sido Alejandro, hubiera querido ser Diógenes, y el duque
aseguró a su antagonista mientras se despedía de él, que s'il n'eût été De L'Omelette il
n’aurait point d’objection d’être le Diable.

Metzengerstein -- Poe -- Metzangerstein, 1932

Metzengerstein

Pestis eram vivus
moriens tua mor ero.
MARTÍN LUTERO

El horror y la fatalidad han estado al acecho en todas las edades. ¿Para qué,
entonces, atribuir una fecha a la historia que he de contar? Baste decir que en la época de
que hablo existía en el interior de Hungría una firme aunque oculta creencia en las
doctrinas de la metempsícosis. Nada diré de las doctrinas mismas, de su falsedad o su
probabilidad. Afirmo, sin embargo, que mucha de nuestra incredulidad (como lo dísela
Bruyére de nuestra infelicidad) vient de ne pouvoir étre seuls2.
Pero, en algunos puntos, la superstición húngara se aproximaba mucho a lo
absurdo. Diferían en esto por completo de sus autoridades orientales. He aquí un
ejemplo: El alma —afirmaban (según lo hace notar un agudo e inteligente parisiense)—
nedemeure qu'une seule fois dans un corps sensible: au reste, un cheval, un chien, un homme
méme, n'est que la ressemblance peu tangible de ces animaux.
Las familias de Berlifitzing y Metzengerstein hallábanse enemistadas desde hacía
siglos. Jamás hubo dos casas tan ilustres separadas por una hostilidad tan letal. El origen
de aquel odio parecía residir en las palabras de una antigua profecía: «Un augusto
nombre sufrirá una terrible caída cuando, como el jinete en su caballo, la mortalidad de
Metzengerstein triunfe sobre la inmortalidad de Berlifitzing».
Las palabras en sí significaban poco o nada. Pero causas aún más triviales han tenido
—y no hace mucho— consecuencias memorables. Además, los dominios de las casas
rivales eran contiguos y ejercían desde hacía mucho una influencia rival en los negocios
del Gobierno. Los vecinos inmediatos son pocas veces amigos, y los habitantes del
castillo de Berlifitzing podían contemplar, desde sus encumbrados contrafuertes, las
ventanas del palacio de Metzengerstein. La más que feudal magnificencia de este último
se prestaba muy poco a mitigar los irritables sentimientos de los Berlifitzing, menos
antiguos y menos acaudalados. ¿Cómo maravillarse entonces de que las tontas palabras
de una profecía lograran hacer estallar y mantener vivo el antagonismo entre dos
familias ya predispuestas a querellarse por todas las razones de un orgullo hereditario?
2 En L’an deux mille quatre cents quarante, Mercier defiende seriamente la doctrina de la
metempsicosis, y J. d'Israeli afirma que «no hay ningún sistema tan sencillo y que repugne menos a
lainteligencia. Se dice asimismo que el coronel Ethan Allen, «el muchacho de las Montañas Verdes»,
era asimismo un firme convencido de la metempsicosis.
La profecía parecía entrañar —si entrañaba alguna cosa— el triunfo final de la casa más
poderosa, y los más débiles y menos influyentes la recordaban con amargo
resentimiento.
Wilhelm, conde de Berlifitzing, aunque de augusta ascendencia, era, en el tiempo de
nuestra narración, un anciano inválido y chocho que sólo se hacía notar por una
excesiva cuanto inveterada antipatía personal hacia la familia de su rival, y por un amor
apasionado hacia la equitación y la caza, a cuyos peligros ni sus achaques corporales ni
su incapacidad mental le impedían dedicarse diariamente.
Frederick, barón de Metzengerstein, no había llegado, en cambio a la mayoría de
edad. Su padre, el ministro G..., había muerto joven, y su madre, lady Mary, lo siguió
muy pronto. En aquellos días, Frederick tenía dieciocho años. No es ésta mucha edad en
las ciudades; pero en una soledad, y en una soledad tan magnífica como la de aquel
antiguo principado, el péndulo vibra con un sentido más profundo.
Debido a las peculiares circunstancias que rodeaban la administración de su padre,
el joven barón heredó sus vastas posesiones inmediatamente después de muerto aquél.
Pocas veces se había visto a un noble húngaro dueño de semejantes bienes. Sus castillos
eran incontables. El más esplendoroso, el más amplio era el palacio Metzengerstein. La
línea limítrofe de sus dominios no había sido trazada nunca claramente, pero su parque
principal comprendía un circuito de cincuenta millas.
En un hombre tan joven, cuyo carácter era ya de sobra conocido, semejante herencia
permitía prever fácilmente su conducta venidera. En efecto, durante los tres primeros
días, el comportamiento del heredero sobrepasó todo lo imaginable y excediólas
esperanzas de sus más entusiastas admiradores. Vergonzosas orgías, flagrantes
traiciones, atrocidades inauditas, hicieron comprender rápidamente a sus temblorosos
vasallos que ninguna sumisión servil de su parte y ningún resto de conciencia por parte
del amo proporcionarían en adelante garantía alguna contra las garras despiadadas de
aquel pequeño Calígula. Durante la noche del cuarto día estalló un incendio en las
caballerizas del castillo de Berlifitzing, y la opinión unánime agregó la acusación de
incendiario a la ya horrorosa lista de los delitos y enormidades del barón.
Empero, durante el tumulto ocasionado por lo sucedido, el joven aristócrata
hallábase aparentemente sumergido en la meditación en un vasto y desolado aposento
del palacio solariego de Metzengerstein. Las ricas aunque desvaídas colgaderas que
cubrían lúgubremente las paredes representaban imágenes sombrías y majestuosas de
mil ilustres antepasados. Aquí, sacerdotes de manto de armiño y dignatarios pontificios,
familiarmente sentados junto al autócrata y al soberano, oponían su veto a los deseos de
un rey temporal, o contenían con el fiat de la supremacía papal el cetro rebelde del
archienemigo. Allí, las atezadas y gigantescas figuras de los príncipes de
Metzengerstein, montados en robustos corceles de guerra, que pisoteaban al enemigo
caído, hacían sobresaltar al más sereno contemplador con su expresión vigorosa; otra
vez aquí, las figuras voluptuosas, como de cisnes, de las damas de antaño, flotaban en el
laberinto de una danza irreal, al compás de una imaginaria melodía.
Pero mientras el barón escuchaba o fingía escuchar el creciente tumulto en las
caballerizas de Berlifitzing —y quizá meditaba algún nuevo acto, aún más audaz—, sus
ojos se volvían distraídamente hacia la imagen de un enorme caballo, pintado con un
color que no era natural, y que aparecía en las tapicerías como perteneciente a un
sarraceno, antecesor de la familia de su rival. En el fondo de la escena, el caballo
permanecía inmóvil y estatuario, mientras aún más lejos su derribado jinete perecía bajo
el puñal de un Metzengerstein.
En los labios de Frederick se dibujó una diabólica sonrisa, al darse cuenta de lo que
sus ojos habían estado contemplando inconscientemente. No pudo, sin embargo,
apartarlos de allí. Antes bien, una ansiedad inexplicable pareció caer cerro un velo
fúnebre sobre sus sentidos. Le resultaba difícil conciliar sus soñolientas e incoherentes
sensaciones con la certidumbre de estar despierto. Cuanto más miraba, más absorbente
se hacía aquel encantamiento y más imposible parecía que alguna vez pudiera alejar sus
ojos de la fascinación de aquella tapicería. Pero como afuera el tumulto era cada vez más
violento, logró, por fin, concentrar penosamente su atención en los rojizos resplandores
que las incendiadas caballerizas proyectaban, sobre las ventanas del aposento.
Con todo, su nueva actitud no duró mucho y sus ojos volvieron a posarse
mecánicamente en el muro. Para su indescriptible horror y asombro, la cabeza del
gigantesco corcel parecía haber cambiado, entretanto, de posición. El cuello del animal,
antes arqueado como si la compasión lo hiciera inclinarse sobre el postrado cuerpo de su
amo, tendíase ahora en dirección al barón. Los ojos, antes invisibles, mostraban una
expresión enérgica y humana, brillando con un extraño resplandor rojizo como de
fuego; y los abiertos belfos de aquel caballo, aparentemente enfurecido, dejaban a la
vista sus sepulcrales y repugnantes dientes.
Estupefacto de terror, el joven aristócrata se encaminó, tambaleante, hacia la puerta.
En el momento de abrirla, un destello de luz roja, inundando el aposento, proyectó
claramente su sombra contra la temblorosa tapicería, y Frederick se estremeció al
percibir que aquella sombra (mientras él permanecía titubeando en el umbral) asumía la
exacta posición y llenaba completamente el contorno del triunfante matador del
sarraceno Berlifitzing.
Para calmar la depresión de su espíritu, el barón corrió al aire libre. En la puerta
principal del palacio encontró a tres escuderos. Con gran dificultad, y a riesgo de sus
vidas, los hombres trataban de calmar los convulsivos saltos de un gigantesco caballo de
color de fuego.
—¿De quién es este caballo? ¿Dónde lo encontrasteis? —demandó el joven, con voz
tan sombría como colérica, al darse cuenta de que el misterioso corcel de la tapicería era
la réplica exacta del furioso animal que estaba contemplando.
—Es vuestro, sire —repuso uno de los escuderos—, o, por lo menos, no sabemos que
nadie lo reclame. Lo atrapamos cuando huía, echando humo y espumante de rabia, de
las caballerizas incendiadas del conde de Berlifitzing. Suponiendo que era uno de los
caballos extranjeros del conde, fuimos a devolverlo a sus hombres. Pero éstos negaron
haber visto nunca al animal, lo cual es raro, pues bien se ve que escapó por muy poco de
perecer en las llamas.
—Las letras W. V. B. están claramente marcadas en su frente —interrumpió otro
escudero—. Como es natural, pensamos que eran las iniciales de Wilhelm Von
Berlifitzing, pero en el castillo insisten en negar que el caballo les pertenezca.
—¡Extraño, muy extraño! —dijo el joven barón con aire pensativo, y sin cuidarse, al
parecer, del sentido de sus palabras—. En efecto, es un caballo notable, un caballo
prodigioso... aunque, como observáis justamente, tan peligroso como intratable... Pues
bien, dejádmelo —agregó, luego de una pausa—. Quizá un jinete como Frederick de
Metzengerstein sepa domar hasta el diablo de las caballerizas de Berlifitzing.
—Os engañáis, señor; este caballo, como creo haberos dicho, no proviene de las
caballadas del conde. Si tal hubiera sido el caso, conocemos demasiado bien nuestro
deber para traerlo a presencia de alguien de vuestra familia.
—¡Cierto! —observó secamente el barón.
En ese mismo instante, uno de los pajes de su antecámara vino corriendo desde el
palacio, con el rostro empurpurado. Habló al oído de su amo para informarle de la
repentina desaparición de una pequeña parte de las tapicerías en cierto aposento, y
agregó numerosos detalles tan precisos como completos. Como hablaba en voz muy
baja, la excitada curiosidad de los escuderos quedó insatisfecha.
Mientras duró el relato del paje, el joven Frederick pareció agitado por encontradas
emociones. Pronto, sin embargo, recobró la compostura, y mientras se difundía en su
rostro una expresión de resuelta malignidad, dio perentorias órdenes para que el
aposento en cuestión fuera inmediatamente cerrado y se le entregara al punto la llave.
—¿Habéis oído la noticia de la lamentable muerte del viejo cazador Berlifitzing?—
dijo uno de sus vasallos al barón, quien después de la partida del paje seguía
mirándolos botes y las arremetidas del enorme caballo que acababa de adoptar como
suyo, i.e. redoblaba su furia mientras lo llevaban por la larga avenida que unía el palacio
con las caballerizas de los Metzengerstein.
—¡No! —exclamó el barón, volviéndose bruscamente hacia el que había hablado—.
¿Muerto, dices?
—Por cierto que sí, sire, y pienso que para el noble que ostenta vuestro nombre no
será una noticia desagradable.
Una rápida sonrisa pasó por el rostro del barón.
—¿Cómo murió?
—Entre las llamas, esforzándose por salvar una parte de sus caballos de caza
favoritos.
—¡Re ...al...mente! —exclamó el barón, pronunciando cada sílaba como si una
apasionante idea se apoderara en ese momento de él.
—¡Realmente! —repitió el vasallo.
—¡Terrible! —dijo serenamente el joven, y se volvió en silencio al palacio.
Desde aquel día, una notable alteración se manifestó en la conducta exterior del
disoluto barón Frederick de Metzengerstein. Su comportamiento decepcionó todas las
expectativas, y se mostró en completo desacuerdo con las esperanzas de muchas damas,
madres de hijas casaderas; al mismo tiempo, sus hábitos y manera de ser siguieron
diferenciándose más que nunca de los de la aristocracia circundante. Jamás se le veía
fuera de los límites de sus dominios, y en aquellas vastas extensiones parecía andar sin
un solo amigo —a menos que aquel extraño, impetuoso corcel de ígneo color, que
montaba continuamente, tuviera algún misterioso derecho a ser considerado como su
amigo.
Durante largo tiempo, empero, llegaron a palacio las invitaciones de los nobles
vinculados con su casa. «¿Honrará el barón nuestras fiestas con su presencia?» «¿Vendrá
el barón a cazar con nosotros el jabalí?» Las altaneras y lacónicas respuestas eran
siempre: «Metzengerstein no irá a la caza», o «Metzengerstein no concurrirá».
Aquellos repetidos insultos no podían ser tolerados por una aristocracia igualmente
altiva. Las invitaciones se hicieron menos cordiales y frecuentes, hasta que cesaron por
completo. Incluso se oyó a la viuda del infortunado conde Berlifitzing expresar la
esperanza de que «el barón tuviera que quedarse en su casa cuando no deseara estar en
ella, ya que desdeñaba la sociedad de sus pares, y que cabalgara cuando no quisiera
cabalgar, puesto que prefería la compañía de un caballo». Aquellas palabras eran sólo el
estallido de un rencor hereditario, y servían apenas para probar el poco sentido que
tienen nuestras frases cuando queremos que sean especialmente enérgicas.
Los más caritativos, sin embargo, atribuían aquel cambio en la conducta del joven
noble a la natural tristeza de un hijo por la prematura pérdida de sus padres; ni que
decir que echaban al olvido su odiosa y desatada conducta en el breve período
inmediato a aquellas muertes. No faltaban quienes presumían en el barón un concepto
excesivamente altanero de la dignidad. Otros —entre los cuales cabe mencionar al
médico de la familia— no vacilaban en hablar de una melancolía morbosa y mala salud
hereditaria; mientras la multitud hacía correr oscuros rumores de naturaleza aún más
equívoca.
Por cierto que el obstinado afecto del joven hacia aquel caballo de reciente
adquisición —afecto que parecía acendrarse a cada nueva prueba que daba el animal de
sus Broces y demoníacas tendencias terminó por parecer tan odioso como anormal aojos
de todos los hombres de buen sentido. Bajo el resplandor del mediodía, en la oscuridad
nocturna, enfermo o sano, con buen tiempo o en plena tempestad, el joven
Metzengerstein parecía clavado en la montura del colosal caballo, cuya intratable fiereza
se acordaba tan bien con su propia manera de ser.
Agregábanse además ciertas circunstancias que, unidas a los últimos sucesos,
conferían un carácter extraterreno y portentoso a la manía del jinete y a las posibilidades
del caballo. Habíase medido cuidadosamente la longitud de alguno de sus saltos, que
excedían de manera asombrosa las más descabelladas conjeturas. El barón no había
dado ningún nombre a su caballo, a pesar de que todos los otros de su propiedad los
tenían. Su caballeriza, además, fue instalada lejos de las otras, y sólo su amo osaba
penetrar allí y acercarse al animal para darle de comer y ocuparse de su cuidado. Era
asimismo de observar que, aunque los tres escuderos que se habían apoderado del
caballo cuando escapaba del incendio en la casa de los Berlifitzing, lo habían contenido
por medio de una cadena y un lazo, ninguno podía afirmar con certeza que en el curso
de la peligrosa lucha, o en algún momento más tarde, hubiera apoyado la mano en el
cuerpo de la bestia. Si bien los casos de inteligencia extraordinaria en la conducta de un
caballo lleno de bríos no tienen por qué provocar una atención fuera de lo común,
ciertas circunstancias se imponían por la fuerza aun a los más escépticos y flemáticos; se
afirmó incluso que en ciertas ocasiones la boquiabierta multitud que contemplaba a
aquel animal había retrocedido horrorizada ante el profundo e impresionante
significado de la terrible apariencia del corcel; ciertas ocasiones en que aun el joven
Metzengerstein palidecía y se echaba atrás, evitando la viva, la interrogante mirada de
aquellos ojos que parecían humanos.
Empero, en el séquito del barón nadie ponía en duda el ardoroso extraordinario
efecto que las fogosas características de su caballo provocaban en el joven aristócrata;
nadie, a menos que mencionemos a un insignificante pajecillo contrahecho, que
interponía su fealdad en todas partes y cuyas opiniones carecían por completo de
importancia. Este paje (si vale la pena mencionarlo) tenía el descaro de afirmar que su
amo jamás se instalaba en la montura sin un estremecimiento tan imperceptible como
inexplicable, y que al volver de sus largas y habituales cabalgatas, cada rasgo de su
rostro aparecía deformado por una expresión de triunfante malignidad.
Una noche tempestuosa, al despertar de un pesado sueño, Metzengerstein bajó como
un maníaco de su aposento y, montando a caballo con extraordinaria prisa, sé lanzó a
las profundidades de la floresta. Una conducta tan habitual en él no llamó especialmente
la atención, pero sus domésticos esperaron con intensa ansiedad su retorno cuando,
después de algunas horas de ausencia, las murallas del magnífico y suntuoso palacio de
los Metzengerstein comenzaron a agrietarse y a temblar hasta sus cimientos, envueltas
en la furia ingobernable de un incendio.
Aquellas lívidas y densas llamaradas fueron descubiertas demasiado tarde; tan
terrible era su avance que, comprendiendo la imposibilidad de salvar la menor parte del
edificio, la muchedumbre se concentró cerca del mismo, envuelta en silencioso y
patético asombro. Pero pronto un nuevo y espantoso suceso reclamó el interés de la
multitud, probando cuánto más intensa es la excitación que provoca la contemplación
del sufrimiento humano, que los más espantosos espectáculos que pueda proporcionarla
materia inanimada.
Por la larga avenida de antiguos robles que llegaba desde la floresta a la entrada
principal del palacio se vio venir un caballo dando enormes saltos, semejante al
verdadero Demonio de la Tempestad, y sobre el cual había un jinete sin sombrero y con
las ropas revueltas.
Veíase claramente que aquella carrera no dependía de la voluntad del caballero. La
agonía que se reflejaba en su rostro, la convulsiva lucha de todo su cuerpo, daban
pruebas de sus esfuerzos sobrehumanos; pero ningún sonido, salvo un solo alarido,
escapó de sus lacerados labios, que se había mordido una y otra vez en la intensidad de
su terror. Transcurrió un instante, y el resonar de los cascos se oyó clara y agudamente
sobre el rugir de las llamas y el aullar de los vientos; pasó otro instante y, con un sólo
salto que le hizo franquear el portón y el foso, el corcel penetró en la escalinata del
palacio llevando siempre a su jinete y desapareciendo en el torbellino de aquel caótico
fuego.
La furia de la tempestad cesó de inmediato, siendo sucedida por una profunda y
sorda calma. Blancas llamas envolvían aún el palacio como una mortaja, mientras en la
serena atmósfera brillaba un resplandor sobrenatural que llegaba hasta muy lejos;
entonces una nube de humo se posó pesadamente sobre las murallas, mostrando
distintamente la colosal figura de... un caballo.

LA RABIA -- GUY DE MAUPASSANT

LA RABIA


Mi querida Genoveva: Me pides que te cuente mi viaje de boda. Me atreveré? ¡Ah! ¿Por qué no me dijiste algo, por qué no me diste a entender algo? Yo, ignorante, no sabia nada; pero absolutamente nada. ¡Me parece bien! Hacia dieciocho meses que te casaste, dieciocho meses que lo sabes todo, tú, mi amiga del alma, que antes eras tan comunicativa conmigo, y en ocasión tan dificultosa no tuviste ni caridad para prevenirme. Si me hubieses advertido, si hubieses despertado siquiera mi curiosidad, si me hubieses dejado entrever la menor sospecha, me habrías ahorrado una simpleza de que aún me avergüenzo, de la cual se reirá mi marido toda la vida; y es tuya la culpa.
He quedado en ridículo para siempre; cometí una estupidez, cuyo recuerdo no se borra fácilmente. Y tú podías evitarlo. ¡Ah, si yo lo hubiera sabido!
Prométeme que no te reirás de mí, si quieres que te diga lo que pasó.
No; no es una comedia, es un drama.
Me casé por la tarde, y debíamos tomar el tren de la noche para el viaje de novios; ya lo sabes, yo distaba mucho de parecerme a Paulina, cuyas aventuras nos ha referido tan graciosamente Gyp en su bonita novela En torno del matrimonio.
Y si mamita me hubiese dicho como la señora de Haütretan dice a su hija: «Tu marido te oprimirá entre sus brazos, y...», yo no podría responder como Paulina, riendo: «No sigas, no me hace falta preparación; estoy al tanto de lo que debe ocurrirme...»
Yo lo ignoraba todo, y mamá, la pobre mamá, conmovida, no se atrevió a insinuarme la menor idea referente a un suceso tan escabroso.
A las cinco desfilaban ya los invitados; el coche nos aguardaba para llevarnos a la estación.
Aún me parece ver a los criados cargando los baúles, y oigo la voz de papá, cascada por el llanto, que a duras penas podía contener. Los hombres han de ser fuertes. Al despedirse de mí, besándome y abrazándome, dijo: « ¡Valor, hijita!», como si fuesen a sacarme una muela. En cambio, mamá estaba hecha un mar de lagrimas. Mi marido apresuraba la despedida, procurando acortar aquella situación difícil. Yo, completamente dichosa, en aquel momento, sin embargo, lloraba también. De pronto sentí que me tiraban de la falda: era Bijou, al cual había olvidado por completo, no haciéndole ninguna caricia; y el animalito me daba su adiós a su manera. Me enternecí, y cogiéndole—ya sabes que no abulta más que un puño—, le cubrí de besos. Me gusta mucho acariciar a los animalitos; el contacto de su piel me produce una sensación agradable, un escalofrío delicioso.
El perrito estaba loco de alegría, y agitándose y lamiéndome, de pronto, me clavó los dientes en la nariz, No pude contener un grito, y solté a Bijou, porque la menuda herida me dolía y sangraba. Toda la familia se alarmó. Pidieron agua, vinagre, hilas y mi cariñoso marido me hizo la cura. No era nada; una rozadura insignificante. Al cabo de cinco minutos nos fuimos.
Pensábamos permanecer mes y medio en Normandía, y a media noche llegamos a Dieppe.
Ya sabes de qué modo me gusta el mar. Comuniqué a mi esposo mi deseo de no acostarme sin haberlo visto, y comprendí que mi pretensión le contrariaba. «¿Tienes ya sueño?»—le pregunté riendo, y respondió—: «No tengo sueño; pero comprenderás que tengo un ansia de hallarme solo contigo»
Su respuesta me sorprendió y dije:
«¿Solo conmigo? ¿Pues no hemos venido solos en el vagón» «Sí—replicó sonriendo—, pero un vagón de tren, aun estando solos no puede compararse con una alcoba nupcial»
«También en la playa estaremos solos a estas horas...—insistí—. Nadie nos acompañará.»
Decididamente mi proyecto no era de su gusto, pero accedió afectuoso: «Lo que tú quieras, ángel mío.»
¡Espléndida noche! Una de esas noches que inspiran ideas grandiosas y vagas, casi más que pensamientos, emociones; algo asi como un ansia de abrir los brazos, de extender las alas, de abarcar el cielo,... ¡qué sé yo! Algo así como si fuéramos de pronto a comprender lo incomprensible, a conocer lo desconocido.
Respiramos el ensueño, la poesía penetrante del ambiente, una delicia ultraterrena, un encanto que tal vez irradian las estrellas, la luna, la plateada y rugiente superficie del mar. Son los más bellos instantes de la vida, y que no nos permiten adivinar la otra existencia, como la revelación de lo que podía ser..., o de lo que será.
Sin embargo, mi esposo mostraba impaciencia, inquietud.
«¿Tienes frío?»—le preguntaba yo; y él me respondía negativamente.
Quise comunicarle mi entusiasmo.
«¿No ves a lo lejos un buque? Parece que se ha dormido sobre las aguas. Míralo... ¿Dónde podíamos disfrutar lo que disfrutamos aquí? Yo pasaría aquí toda la noche... ¿Quieres que aguardemos a ver salir el sol?»
Creyendo que me burlaba, me arrastró casi violentamente hasta el hotel. Si yo hubiera sospechado... ¡Ah miserable!
Cuando estuvimos en nuestras habitaciones, me sentí avergonzada, cohibida, sin saber por qué; te lo juro. Le rogué que me dejara sola para desnudarme y meterme en la cama.
Y ahora llega lo dificultoso, No sé cómo decírtelo. Haré lo posible para darme a entender.
Creyó malicia mi extremada inocencia, y fingimiento mi absoluta ignorancia; supuso que mi abandono, confiado y sencillo, era un estudio, una táctica, y no se preocupó de las delicadas atenciones precisas para que semejantes misterios no sorprendan y resulten siquiera tolerables a una criatura que no está preparada ni advertida.
Primero temí que se hubiera vuelto loco, y después me aterró la idea de morir a sus manos. El miedo no deja lugar a la reflexión; poseída por el miedo, sin razonar, imaginé cosas horribles en un segundo. Todas las gacetillas de los periódicos donde se refieren sucesos extraordinarios, crímenes complicados, todas las relaciones de fieros dramas conyugales, acudieron a mi memoria, ¿No podía ser un malvado quien me trataba de aquel modo? Me defendí, le rechacé como pude, y, defendiéndome desesperadamente, hasta le arranqué un mechón de pelo y una guía del bigote; al fin, conseguí librarme de sus garras con un. supremo esfuerzo, y gritando «¡Socorro! ¡Socorro!», me precipité, casi desnuda, por la escalera.
Se abrieron a mis gritos, ante mí, varias habitaciones, asomando a las puertas hombres en camisa, con la palmatoria en la mano. Me arrojé desatinada en los brazos de uno de ellos, implorando su protección. Otro detuvo a mi marido.
No puedo precisarte lo que ocurrió entonces. Vocearon, se golpearon y acabaron riendo a carcajadas, unas carcajadas ruidosas y estremecidas. ¡Qué manera de reír! Toda la casa se reía, desde los desvanes hasta las bodegas. Resonaban en los corredores y en las alcobas ecos de hilaridad; los cocineros y las doncellas, se retorcían de tanto reír en las buhardillas, y el mozo de guardia rodaba sobre su colchón, como si se hallase accidentado, en el vestíbulo.
Imagínate, mujer. ¡En una fonda!
Volví a verme sola con mi esposo, el cual me ofreció algunas ligeras nociones del caso, como explican los maestros, antes de realizarlo, un experimento de química. El hombre no se mostraba muy satisfecho; yo lloré toda la noche, y en cuanto amaneció, huimos de allí.
Pero aún hay más.
Al día siguiente llegamos a Pourville, que sólo es un embrión de balneario. Mi esposo me agobiaba con sus atenciones y sus ternuras. Pasado el primer sofocón, parecía muy satisfecho. Avergonzada y desolada por mi aventura de la víspera, procuré mostrarme todo lo amable y dócil que pude; pero, no te imaginarás todo el horror, la repugnancia, casi el odio que me inspiró Enrique, al revelarme del todo el infame secreto que se oculta con tanto afán a las muchachas. Me sentía desconsolada, con una tristeza mortal, arrepentida, y espoleada por el deseo de volver al hogar paterno, a mi vida sin azares, de soltera. Llegamos a Etretat. Los bañistas se hallaban hondamente preocupados por un horrible suceso: acababa de morir una joven a la cual había mordido un perrito rabioso. Al enterarme, sacudió mi cuerpo un escalofrío. Me dolió al instante la mordedura de mi perrito —de cuyo accidente ya no me acordaba siquiera—, y sentí un cosquilleo extraño.
Por la noche no me fue posible dormir, sobresaltada, olvidándome por completo de mi marido. ¡También yo podía morir de hidrofobia! Por la mañana le hice referir detalladamente al camarero la historia de la víctima. ¡Qué angustia! Pasé todo el día paseando por la playa, sin hablar, meditando: «¡Morir de hidrofobia! ¡ Qué muerte tan horrible! »...
Mi esposo me preguntaba:
«¿En qué piensas? Te veo triste.»
Y le respondía:
«No estoy triste; no pienso nada.»
Mis ojos se fijaban desvanecidos en el mar, en los campos, en las alquerías; pero sin ver nada preciso. Nadie hubiera podido saber lo que me atormentaba, y a nadie hubiera comunicado yo mis pensamientos. Sentía un dolorcillo, un verdadero dolor en la nariz. Quise retirarme.
Apenas de regreso en la fonda, me encerré, sola, para examinar la mordedura. No pude ver nada, y, sin embargo, era indudable que me dolía.
Escribí a mamá una carta breve, ansiosa—que debió de causarle mucha sorpresa—pidiéndole una respuesta categórica y urgente a insignificantes preguntas. Y cuando hube firmado, añadí esta posdata.
«Sobre todo, no dejes de hablarme del perrito; me interesa mucho.»
A la mañana siguiente, se me atravesaba la comida, no pude tragar ni un bocado, pero no consentí que llamaran al médico. Recostada en la arena, veía como se chapuzaban los bañistas. Los había gordos y flacos, pero todos me parecieron horribles o ridículos. Yo no tenía humor de burla ni ganas de risa, y pensaba:
«¡Qué felices deben de ser todos! No les ha mordido un perro, como a mí, como a la desventurada que ya murió. Nada temen y nada les apura. Vivirán mientras yo muero. Pueden saltar y alegrarse; divertirse a su gusto, satisfechos.»
A cada momento me llevaba la mano a la nariz, palpándome. ¿No se hinchaba? Y de regreso en la fonda, me encerré sola para mirarme al espejo. ¡Sí! Tenía ya otro color. ¡Estaba próxima la muerte!
Por la noche, sentí de pronto una ternura inexplicable hacia mi esposo, una ternura desesperada. Le creí amable y busqué apoyo en su brazo. Estuve a punto veinte veces de confesarle mi secreto espantoso; pero me contuve.
Abusó ferozmente de mi abandono y de mi languidez. Me faltaron fuerza y voluntad para resistirle. Al día siguiente, recibí carta de mamá, contestando a mis preguntas, pero sin decirme ni una sola palabra del perrito. De pronto pensé: «Habrá muerto y trata de ocultármelo.» Quise ir inmediatamente al telégrafo para librarme de tantas dudas en pocas horas; pero me detuvo esta reflexión: «Tampoco sabré la verdad; si el animalito ha muerto, no se atreverán a decírmelo.» Me resigné a pasar otros dos días de angustia y escribí de nuevo. En mi carta pedía que nos facturasen al perro, para que me acompañara y me distrajera, porque me aburría un poco.
Por la tarde, comencé a sentir temblores. No cogía un vaso de agua sin que se me derramara la mitad. Era lamentable mi situación. Al anochecer, huyendo a mi esposo, me fui a la iglesia, y recé mucho.
Al salir de la iglesia, me dolió más que nunca la nariz; y entrando en una farmacia expliqué al farmacéutico el caso de una señora mordida por un perro y le pregunté qué seria prudente hacer. El farmacéutico era un hombre muy afable y servicial; me dio toda clase de instrucciones pero yo las iba olvidando a medida que iba él explicándolas; a tal punto estaba perturbado mi espíritu. Solamente retuve un consejo: «Los purgantes han estado con frecuencia indicados» Y compré varias botellas de no sé qué medicamentos «para enviárselos a la paciente»
Los perros que me salían al paso por la calle me horrorizaban, y me costaba gran esfuerzo contenerme y no echar a correr. También me pareció sentir deseo de morderlos.
Pasé toda la noche horriblemente agitada; mi marido se aprovechó. Al día siguiente, recibí carta de mamá, excusándose de facturar al perrito por temor a que padeciese hambre o ser abandonado tantas horas en una perrera del ferrocarril. Entendí que no podía enviármelo, que sin duda estaba muerto.
No dormí en toda la noche. Mi esposo roncaba; se despertó varías veces. Mi abatimiento era mayor a cada instante.
Quise bañarme y estuve a punto de caer desmayada en cuanto metí los pies en el mar; tanto me impresionó el frío del agua. Las piernas, temblorosas, apenas podían sostenerme; pero ya no me dolía la nariz.
Casualmente, me salió al encuentro el médico director de los baños; un hombre muy amable. Con habilidad suma, encaminó la conversación según mi conveniencia. Le dije que un perrito me había mordido en la nariz, algunos días antes, y pregunté qué sería necesario hacer si la inflamación sobreviniera. Riendo, me contestó:
«En su caso, no se me ocurre más que un remedio, señora mía: ponerse narices postizas, de cartón.»
Y segura de que yo no le había comprendido, añadió:
«O decirle a su esposo que tenga cuidado.»
No quedé más tranquila ni más enterada.
Enrique parecía estar aquella noche más alegre y más satisfecho que nunca. Fuimos al concierto, y antes que acabará me propuso que nos retirásemos y accedí porque todo me resultaba indiferente.
Me revolvía, sin cesar, fatigosa, inquieta en la cama; los nervios, alterados y vibrantes, no me dejaban punto de reposo. Enrique tampoco dormía. Suavemente me acariciaba, me besaba, como si hubiera comprendido al fin mi sufrimiento y tratase de aplacarlo con su ternura. Yo recibía sus caricias sin emocionarme, sin comprenderlas.
Pero de pronto, una sensación extraordinaria, violenta, enloquecedora, me hizo estremecer. Lancé un grito espantoso y desasiéndome del hombre que me tenía oprimida, salté al suelo y fui a desplomarme junto a la puerta. ¡Era la hidrofobia; la horrible hidrofobia. No habla salvación para mí.
Enrique me recogió, asustado, curioso de saber lo que yo sentía. Resignada, insensible, aguardando la muerte próxima, creía yo que después de algunas horas de tranquilidad, vendría otra conmoción violenta, y otra, y otra, repitiéndose hasta la crisis mortal.
Me dejé llevar a la cama, y al amanecer, las irritantes obsesiones de mi esposo, provocaron otro desequilibrio, que fue más duradero. Yo ansiaba chillar, morder, arañar, era terrible, pero menos doloroso de lo que yo temía.
Las ocho daban cuando me dormí; no había dormido en cuatro noches.
A las once me despertó una voz adorada. Era mamá, que asustada por mi correspondencia, quiso verme. llevaba en la mano un canastillo, dentro del cual, un bicho ladraba. Lo abrí con inquietud, esperanzada y vacilante a un tiempo. Y el perrito saltó sobre mi cama, lamiéndome, bailoteando, revolcándose, loco de alegría.
Pues bien, Genoveva; tampoco entonces comprendí...
Pero a la noche siguiente...
¡Oh la imaginación! ¡Cómo trabaja! ¡Y pensar que yo supuse!... ¡Que simpleza!, ¿verdad?
No he confesado a nadie —comprenderás la razón— mis torturas de aquellos cuatro días. ¡Mira tú que si Enrique lo supiera!... Ya se burla bastante de mí por el escándalo que armé la primera noche.
Sin embargo, sus burlas no me desagradan.
Me voy acostumbrando.
Nos acostumbramos a todo en la vida...

jueves, 8 de enero de 2009

RITUALES SATANICOS

RITUALES SATANICOS

El acto de ejercer el Satanismo no es una concepcion ni moda nueva. Nos podemos remitir a todas las religiones conocidas y reveladas y podremos ver que todas poseen sus principios y sus dogmas. Pues bien los Satanistas aun odiando estos paradigmas y estos dogmas tienen sus propios ritos, los cuales han ido evolucionando a traves de los tiempos.
Y es que "El Adversario" y "El Enemigo" que es el significado profundo de las raices del nombre "Satanas" en hebreo, aquel que la Biblia denomina como "Angel Caido" en su largo deambular por la vida creando y desarrollando "El Mal" como asi lo declara la Iglesia Catolica, tambien desea ser amado y reverenciado. En una palabra a Satanas hay que conjurarlo para que escuche y decida acudir, ¿que mejor conjuro que la practica de los denominados "Ritos Satanicos?.
Segun antiguos grimorios, los oficiantes y los asistentes masculinos debian vestir ropas de color negro o muy obscuro. Se decia que lo mejor era emplear unas tunicas con capucha y a ser posible una mascara para cubrir el rostro. El objetivo de cubrirse la cara era permitir a los participantes expresar emociones faciales sin que los demas las vieran. Asimismo distraia menos a los participantes, cuya vision quedaba mucho mas concentrada.
Las mujeres debian acudir a los ritos con ropas sugestivas sexualmente, y las hembras mas viejas, prendas negras. Todos los asistentes debian ostentar amuletos con el sello del "Bafomet" o el tradicional pentagrama de Satanas. Hubo un tiempo que estuvo de moda lucir el Sello de Salomon, cosa que aun se sigue haciendo.
Los hombres debian ponerse la antes mentada tunica antes de penetrar en la sala ceremonial y la debian llevar durante todo el ritual. Como antes deciamos el color negro debia imperar, y su simbolismo no era otro que rememorar bien claro "el inexcrutable poder de las tinieblas". El atuendo de las mujeres se basaba que segun el grado de exotismo que desprendieran sus ropas debidamente de caracter sugestivo, tenia el proposito de estimular las emociones sensuales de los participantes varones, intensificando asi la energia adrenalistica o bioelectrica.
En cuanto al altar, existen muchas variantes. Asi los primitivos altares de los Rituales Infernales, en principio estaban constituidos por seres vivos, y su fundamento era el principio fundamental del Satanismo o las Artes Satanicas basadas en el "Instinto Natural" del hombre, mediante el cual cada uno a su libre albedrio basaba sus creencias o religiones. Pero se dice aunque se ha deseado ocultar, que todas las religiones tuvieron esos altares y eso no fué patrimonio de los Satanistas. Todo ello con el fin de disimular las inclinaciones naturales de los hombres y mujeres, que podian convertirse en pecaminosas. Asi los altares fueron derivando y se covirtieron en piedra o metal.
Sin extendernos en el tema de las denominadas "Misas Negras" podremos decir que su practica debia ser hecha con el cuerpo de una mujer como ara, es decir constituir el altar con un ser vivo. Ya que se debia concentrar toda la atencion de los asistentes en el mismo, esencialmente como "Punto Focal". Y asi en los antiguos "Tratados Negros" se especificaba bien claro que en una autentica "Misa Negra" era preciso utilizar el cuerpo de una joven desnuda como altar ya que la mujer era el "Receptor Pasivo" y representaba a la "Madre Tierra".
Se celebraban los rituales utilizando comunmente un altar trapezoidal de metro o metro diez de altura y cuatro metros de largo, a fin de poder sostener comodamente a la joven sacrificada. Al parecer en algunas ocasiones no se podian cumplir estos requisitos y estaba permitida la improvisacion, aunque quedaba bien especificado que si se usaba a una mujer como altar, debian de colocarse los demas instrumentos al alcance comodo del "Oficiante".

Los cirios usados en el ritual venian a representar "La Luz de Lucifer" que es "el Portador de la Luz", del conocimiento y la razon, la "llama viva", del "Deseo Ardiente" y de "Las Llamas del Pozo Insondable". Generalmente se usaban cirios y velas blancas y negras. Sin embargo nunca habia de encenderse mas de un cirio blanco, pudiendo haber tantos cirios negros como se quisiera para iluminar la "Camara del Ritual". Un cirio negro al menos debia de colocarse a la izquierda del altar, representando al "Poder de las Tinieblas" y "El Sendero de la Izquierda", en cuanto a los demas cirios negros se encendian para la correcta iluminacion del lugar. A la derecha del altar se colocaba el cirio blanco, representando la hipocresia de los magos blancos y los "Seguidores del Sendero de la Derecha". A parte de todo esto no debia usarse otro tipo de fuente luminosa.
Los cirios negros tenian como finalidad conseguir el poder y el exito de los participantes, y se empleaban asimismo para consumir los pergaminos en donde se escribian las bendiciones satanicas para los participantes. El cirio blanco se usaba para lograr la destruccion de los enemigos. Asi los pergaminos en los que se escribian las maldiciones se quemaban con el cirio blanco. Se habla que la famosa bruja de "La Voisin" de los tiempos de Luis XIV, de la que hablamos en otro articulo en esta web, se hacia construir los cirios negros, preparados con grasa de los ahorcados.
Asi en los "Tratados Infernales" estaba bien claro que en las evocaciones al Diablo, era aconsejable que el "Evocador" se alumbrara con tres velas de clase semejante, y entre los brujos un cabo de vela fabricado con grasa de ahorcado, o en ultimo caso que hubiera servido para alumbrar el velatorio de un difunto.
En cuanto a la "Campanilla" se utilizaba el efecto estremecedor de su repiqueteo para señalar de manera clara el principio y el fin de la ceremonia. El oficiante agitaba la campanilla nueve veces, girandola en direccion contraria a las agujas del reloj, y dirigiendo los toques a los cuatro puntos cardinales. Esto se efectuaba al inicio de la ceremonia para purificar el ambiente de todo sonido externo y de nuevo al finalizar los ritos para intensificar el objetivo y actuar como indicador de la "Finalidad Perseguida". En todo momento el sonido de la campanilla debia ser alto y estridente.
Tenemos despues "El Caliz", que venia a representar "El Caliz del Extasis". Se tenia preferencia a que este fuera de plata, pero si habian problemas se utilizaba otro metal, incluso la ceramica, con la unica excepcion del oro. Esta salvedad con el oro era debido a que desde siempre se habia utilizado este metal precioso en las ceremonias de las demas religiones y en la Iglesia Catolica, es decir que era el preferido en "El Reino de los Cielos". En el caliz bebia primero el oficiante, y despues uno de los participantes. En las "Ceremonias Privadas" la persona que celebraba era la que bebia del caliz.
El "Elixir Sagrado" o "Elixir de la Vida" usado por los paganos se convirtió despues en el "Vino Sagrado de los Cristianos". Originalmente el licor utilizado en los ritos paganos se bebia con el fin de relajar o intensificar las emociones de los participes en la ceremonia. Las intrucciones de los Grimorios Satanicos especificaban que en las Ceremonias Satanicas, no se adoraba a Dios sino al Diablo, por lo que dejaban bien claro que el vino no se empleara sino cualquier otra bebida mas o menos estimulante y afrodisiaca. Tambien se especificaba que "El Elixir de Vida" se beberia en el caliz ya mencionado y a este acto le seguiria una invocacion a Satanas.
Otro de los componentes de los ritos satanicos era "El Falo". El falo era un simbolo pagano por excelencia y el representante de "La Fertilidad" que representaba la generacion, la virilidad y la agresion. Generalmente estaba construido de metal, arcilla, cera o madera y estaba erecto. En la ceremonia se sostenia con ambas manos por parte de uno de los ayudantes del oficiante y se agitaba metodicamente hacia cada uno de los puntos cardinales, bendiciendo la camara. Generalmente solo se usaba cuando la ceremonia se celebraba en grupo.

Otro más de los elementos a usar en las ceremonias satanicas era la espada. Existian unas condiciones precisas para la fabricacion de la espada si esta se debia de usar en ceremonias satanicas. Se debia de elegir el dia martes, dia de Marte, Dios de la Guerra, durante el Gobierno de Capricornio, que va desde el 21 de Diciembre hasta el 21 de Enero y la hora estaba centrada desde medianoche a las seis de la mañana, con Luna Llena sobre el horizonte. Otra de las condiciones requeridas era tener reservado un topo para ser sacrificado el mismo dia, bañando la espada con su sangre mezclada con el jugo de la hierba pimpinela. El mango de la espada podia ser de madera de avellano o hueso. Se tenia por costumbre grabar en la espada el deseo del participante o del grupo en general. El poder de la espada era la fuerza agresiva y venia a actuar como una extension y una intensificacion del brazo que el oficiante empleaba para sus gestos rituales. Se tenian tambien unas normas durante la ceremonia con la espada. Y eran que debia ser apuntada en algunos de sus instantes hacia la figura del Bafomet, para posteriormente dirigir su punta hacia cada uno de los pergaminos que ostentaban los deseos y maldiciones de los participantes. En casos extremos de que no se pudiera contar con la citada espada, se podia optar por un baston o garrote de madera de avellano.
Tambien estaba el gongo que se usaba para invocar a las Fuerzas de las Tiniebas. Habia que golpearlo cada vez que los participantes repetian las palabras del Oficiante: "Viva Satanas". No era muy utilizado comunmente y solo se servian de el, los grupos organizados.
Estaba tambien otro elemento basico: Los Pergaminos. Y se empleaba el pergamino porque sus propiedades organicas eran compatibles con los "Elementos de la Naturaleza". El pergamino debia de ser fabricado con la piel de una oveja, despues de consumir su carne. En caso de no poder contar con el pergamino, se procedia habitualmente con otra clase de papel, que al menos fuera muy consistente. El pergamino era el medio por el que el deseo escrito podia ser consumido en la llama del cirio blanco y asi ser enviado al espacio. Cada deseo escrito debia ser leido por el oficiante en medio de la celebración del ritual y acontinuacion se procedia ostentosamente a su quemado. Antes de comenzar las celebraciones las peticiones perversas y malvadas se colocaban a la derecha del oficiante y los encantamientos o bendiciones a la izquierda.

miércoles, 7 de enero de 2009

Poemas y Antipoemas

Poemas y Antipoemas
Nicanor Parra

SINFONÍA DE CUNA

Una vez andando
Por un parque inglés
Con un angelorum
Sin querer me hallé.

Buenos días, dijo,
Yo le contesté,
-El en castellano,
Pero yo en francés.

Dítes moi, don angel.
Comment va monsieur.

El me dio la mano,
Yo le tomé el pie,
¡Hay que ver, señores,
Cómo un ángel es!

Fatuo como el cisne,
Frío como un riel,
Gordo como un pavo,
Feo como usted.

Susto me dio un poco
Pero no arranqué.

Le busqué las plumas,
Plumas encontré,
Duras como el duro
Cascarón de un pez.

¡Buenas con que hubiera
Sido Lucifer!

Se enojó conmigo,
Me tiró un revés
Con su espada de oro,
Yo me le agaché.

Angel más absurdo
Non volveré a ver.

Muerto de la risa
Dije good bye sir,
Siga su camino,
Que le vaya bien,
Que la pise el auto,
Que la mate el tren.

Ya se acabó el cuento,
Uno, dos y tres.



DEFENSA DEL ÁRBOL


Por qué te entregas a esa piedra
Niño de ojos almendrados
Con el impuro pensamiento.
De derramarla contra el árbol.
Quien no hace nunca daño a nadie
No se merece tan mal trato.
Ya sea sauce pensativo
Ya melancólico naranjo
Debe ser siempre por el hombre
Bien distinguido y respetado:
Niño perverso que lo hiera
Hiere a su padre y a su hermano.
Yo no comprendo, francamente,
Cómo es posible que un muchacho,
Tenga este gesto tan indigno
Siendo tan rubio y delicado.
Seguramente que tu madre
No sabe el cuervo que ha criado,
Te cree un hombre verdadero,
Yo pienso todo lo contrario:
Creo que no hay en todo Chile
Niño tan malintencionado.
¡Por qué te entregas a esa piedra
Como a un puñal envenenado,
Tú que comprendes claramente
La gran persona que es el árbol!
El da la fruta deleitosa
Más que la leche, más que el nardo;
Leña de oro en el invierno,
Sombra de plata en el verano
Y, lo que es más que todo junto,
Crea los vientos y los pájaros.
Piénsalo bien y reconoce
Que no hay amigo como el árbol,
Adonde quiera que te-vuelvas
Siempre lo encuentras a tu lado,
Vayas pisando tierra firme
.O móvil mar alborotado,
Estés meciéndote en la cuna
0 bien un día agonizando,
Más fiel que el vidrio del espejo
Y más sumiso que un esclavo.
Medita un poco lo que haces
Mira que Dios te está mirando,
Ruega al Señor que te perdone
De tan gravísimo pecado
Y nunca más la piedra ingrata
Salga silbando de tu mano.

CATALINA PARRA

Caminando sola
Por ciudad extraña
Qué será de nuestra
Catalina Parra.

Cuánto tiempo ¡un a- no.
Que no sé palabra
De esta memorable
Catalina Parra.

Bajo impenitente
Lluvia derramada
Dónde irá la pobre
Catalina Parra.

¡Ah, si yo supiera!
Pero no sé nada
Cuál es tu destino
Catalina Pálida.

Sólo sé que mientras
Digo estas palabras
En volver a verte
Cifro la esperanza.

Aunque sólo seas
Vista a. la distancia
Niña inolvidable,
Catalina Parra.

Hija mía, ¡cuántas
Veces comparada
Con la rutilante
Luz de la mañanas

Ay, amor perdido,
¡Lámpara sellada!
Que esta rosa nunca
Pierda su fragancia.



PREGUNTAS A LA HORA DEL TE

Este señor desvaído parece
Una figura de un museo de cera;
Mira a través de los visillos rotos:
Qué vale más, ¿el oro o la belleza?,
¿Vale más el arroyo que se mueve
O la chépica fija a la ribera?
A lo lejos se oye una campana
Que abre una herida más, o que la cierra:
¿ Es más real el agua de la fuente
O la muchacha que se mira en ella?
No se sabe, la gente se lo pasa -
Construyendo castillos en la arena.
¿Es superior el vaso transparente
A la mano del hombre que lo crea?
Se respira una atmósfera cansada
De ceniza, de humo, de tristeza:
Lo que se vio una vez ya no se vuelve
A ver igual, dicen las hojas secas.
Hora del té, tostadas, margarina,
Todo envuelto en una especie de niebla.



HAY UN DÍA FELIZ


A recorrer me dediqué esta tarde
Las solitarias calles de mi aldea
Acompañado por el buen crepúsculo
Que es el único amigo que me queda.
Todo está como entonces, el otoño
Y su difusa lámpara de niebla,
Sólo que el tiempo lo ha invadido todo
Con su pálido manto de tristeza.
Nunca pensé, creédmelo, un instante
Volver a ver esta querida tierra,
Pero ahora que he vuelto no comprendo
Cómo pude alejarme de su puerta.
Nada ha cambiado, ni sus casas blancas
Ni sus viejos portones de madera.
Todo, está en su lugar; las golondrinas
En la torre más alta de la iglesia;
El caracol en el jardín, y el musgo
En las húmedas manos de las piedras.
No se puede dudar, éste es el reino
Del cielo azul y de las hojas secas
En donde todo y cada cosa tiene
Su singular y plácida, leyenda:
Hasta en la propia sombra reconozco
La mirada celeste de mi abuela.
Estos fueron los hechos memorables
Que presenció mi juventud primera,
El correo en la esquina de la plaza
Y la humedad en las murallas viejas.
¡Buena cosa, Dios mío!; nunca sabe
Uno apreciar la dicha verdadera, .
Cuando la imaginamos más lejana
Es justamente cuando está más cerca.
Ay de mí, ¡ay de mí!; algo me dice
Que la vida no es más que una quimera;
Una ilusión, un sueño sin orillas,
Una pequeña nube pasajera.
Vamos por partes, no sé bien qué digo,
La emoción se me sube a la cabeza.
Como ya era la hora del silencio
Cuando emprendí mi singular empresa,
Una tras otra, en oleaje mudo,
Al estable volvían las ovejas.
Las saludé personalmente a todas
Y cuando estuve frente a la arboleda
Que alimenta el oído del viajero
Con su inefable música secreta
Recordé el mar y enumeré las hojas
En homenaje a mis hermanas muertas.
Perfectamente bien. Seguí mi viaje
Como quien de la vida nada espera.
Pasé frente a la rueda del molino,
Me detuve delante de una tienda:
El olor del café siempre es el, mismo,
Siempre la misma luna en mi cabeza;
Entre el río de entonces y el de ahora
No distingo ninguna diferencia.
Lo reconozco bien, éste es el árbol ,
Que mi padre plantó frente a la puerta
Ilustre padre que en sus buenos tiempos
Fuera mejor que una ventana abierta.
Yo me atrevo a afirmar que su conducta
Era un trasunto fiel de la Edad Media,
Cuando el perro dormía dulcemente
Bajo el ángulo recto de una estrella.
A estas alturas siento que me envuelve
El delicado olor de las violetas
Que mi amorosa madre cultivaba
Para curar la tos y la tristeza.
Cuánto tiempo ha pasado desde entonces
No podría decirlo con certeza;
Todo está igual, seguramente,
El vino y el ruiseñor encima de la mesa,
Mis hermanos menores a esta hora
Deben venir de vuelta de la escuela:
¡Sólo que el tiempo lo ha borrado todo
Como una blanca tempestad de arena!



ES OLVIDO


Juro que no recuerdo ni su nombre,
Mas moriré llamándola María,
No por simple capricho de poeta:
Por su aspecto de plaza de provincia.
¡Tiempos:aquellos!, yo un espantapájaros,
Ella una joven pálida y sombría.
Al volver una tarde del Liceo
Supe de la su muerte inmerecida.
Nueva que me causó tal desengaño
Que derramé una lágrima al oírla.
Una lágrima, sí, ¡quién lo creyera! -
Y eso que soy persona de energía.
Si he de conceder crédito a lo dicho
Por la gente que trajo la noticia
Debo creer, sin vacilar un punto,
Que murió con mi nombre en las pupilas,
Hecho que me sorprende, porque nunca
Fue para mí otra cosa que una amiga.
Nunca tuve con ella más que simples
Relaciones de estricta cortesía,
Nada más que palabras y palabras
Y una que otra mención de golondrinas.
La conocí en mi pueblo (de mi pueblo
Sólo queda un puñado de cenizas),
Pero jamás vi en ella otro destino
Que el de una joven triste y pensativa.
Tanto fue así que hasta llegué a tratarla.
Con el celeste nombre de María,
Circunstancia que prueba claramente
La exactitud central de mi doctrina.
Puede ser que una vez la, haya besado,
¡Quién es el que no besa a sus amigas!
Pero tened presente que lo hice
Sin darme cuenta bien de lo que hacía.
No negaré, eso sí, que me gustaba
Su inmaterial y vaga compañía
Que era como el espíritu sereno
Que a las flores domésticas anima.
Yo no puedo ocultar de ningún modo
La importancia que tuvo su sonrisa
Ni desvirtuar el favorable influjo
Que hasta en las mismas piedras ejercía.
Agreguemos, aun, que de la noche
Fueron sus ojos fuente fidedigna.
Mas, a pesar de todo, es necesario
Que comprendan que yo no la quería
Sino con ese vago sentimiento
Con que a un pariente enfermo se designa.
Sin embargo sucede, sin embargo,
Lo que a esta fecha aún me maravilla,
Ese inaudito y singular ejemplo
De morir con mi nombre en las pupilas,
Ella, múltiple rosa inmaculada,
Ella que era una lámpara legítima.
Tiene razón, mucha razón, la gente
Que se pasa quejando noche y día
De que el mundo traidor en que vivimos

Vale menos que rueda detenida:
Mucho más honorable es una tumba,
Vale más una hoja enmohecida.
Nada es verdad, aquí nada perdura,
Ni el color del cristal con que se mira.

Hoy es un día azul, de primavera,
Creo que moriré de poesía,
De esa famosa joven melancólica
No recuerdo ni el, nombre que tenía.
Sólo sé que pasó por este mundo
Como una paloma fugitiva:
La olvidé sin quererlo, lentamente,
Como todas las cosas de la vida.



SE CANTA AL MAR


Nada podrá apartar de mi memoria
La luz de aquella misteriosa lámpara,
Ni el resultado que en mis ojos tuvo
Ni la impresión que me dejó en el alma.
Todo lo puede el tiempo, sin embargó
Creo que ni la muerte ha de borrarla.
Voy a explicarme aquí, si me permiten,
Con el eco mejor de mi garganta.
Por aquel tiempo yo no comprendía
Francamente ni cómo me llamaba,
No había escrito aún mi primer verso
Ni derramado mi primera lágrima;
Era mi corazón ni más ni menos
Que el olvidado kiosko de una plaza.
Mas sucedió que cierta vez mi padre
Fue desterrado al sur, a la lejana
Isla de Chiloé donde el invierno
Es como una ciudad abandonada.
Partí con él y sin pensar llegamos
A Puerto Montt una mañana clara.
Siempre había vivido mi familia
En el valle central o en la montaña,
De manera que nunca, ni por pienso,
Se conversó del mar era nuestra casa.
Sobre este punto yo sabía apenas
Lo que en la escuela pública enseñaban
Y una que otra cuestión de contrabando
De las cartas de amor de mis hermanas.
Descendimos del tren entre,banderas
Y una solemne fiesta de campanas
Cuando mi padre me cogió de un brazo
Y volviendo los ojos a la blanca,
Libre y eterna espuma que a lo lejos
Hacia un país sin nombre navegaba,
Como quien reza una oración me dijo
Con voz que tengo en el oído intacta:
"Este es, muchacho, el mar". El mar sereno,
El mar que baña de cristal la patria.
No sé decir por qué, pero es el caso
Que una fuerza mayor me llenó el alma
Y sin medir, sin sospechar siquiera,
La magnitud real de mi campaña,
Eché a correr, sin orden ni concierto,
Como un desesperado hacia la playa
Y en un instante memorable estuve
Frente a ese gran señor de las batallas.
Entonces fue cuando extendí los brazos
Sobre el haz ondulante de las aguas,
Rígido el cuerpo, las pupilas fijas,
En la verdad sin fin de la distancia,
Sin que en mi ser moviérase un cabello,
¡Como la sombra azul de las estatuas!
Cuánto tiempo duró nuestro saludo
No podrían decirlo las palabras.
Sólo debo agregar que en aquel día
Nació en mi mente la inquietud y el ansia
De hacer en verso lo que en ola y ola
Dios a mi vista sin cesar creaba.
Desde ese entonces data la ferviente
Y abrasadora sed que me arrebata:
Es que, en verdad, desde que existe el inundo,
La voz del mar en mi persona estaba.



DESORDEN EN EL CIELO


Un cura sin saber cómo
Llegó a las puertas del cielo,
Tocó la aldaba de bronce,
A abrirle vino San Pedro:
"Si no me dejas entrar
Te corto los crisantemos".
Con voz respondióle el santo
Que se parecía al trueno:
"Retírate de mi vista
Caballo de mal agüero,
Cristo Jesús no se compra
Con.mandas ni con dinero
Y no se llega a sus pies
Con dichos de marinero.
Aquí no se necesita
Del brillo de tu esqueleto
Para amenizar el baile
De Dios y de sus adeptos.
Viviste entre los humanos
Del miedo de los enfermos
Vendiendo medallas falsas

Y cruces de cementerio.
Mientras los demás mordían
Un mísero pan de afrecho
Tú te llenabas la panza
De carne y de huevos frescos.
La araña de la lujuria
Se multiplicó en tu cuerpo
Paraguas chorreando sangre
¡Murciélago del infierno!"

Después resonó un portazo,
Un ray o iluminó el cielo,
Temblaron los corredores
Y el ánima sin respeto
Del fraile rodó de espaldas
Al hoyo de los infiernos.



SAN ANTONIO


En un rincón de la capilla
El eremita se complace
En el dolor de las espinas
Y en el martirio de la carne.

A sus pies rotos por la lluvia
Caen mañana-, materiales
Y la serpiente de la duda
Silba detrás de los cristales.

Sus labios rojos con el vino
De los placeres terrenales
Ya se desprenden de su boca
Como coágulos de sangre.

Esto no es todo, sus mejillas
A la luz negra de la tarde
Muestran las hondas cicatrices
De las espinas genitales

Y en las arrugas de su frente
Que en el vacío se debate
Están grabados a porfía
Los siete vicios capitales.

AUTORRETRATO

Considerad, muchachos,
Este gabán de fraile mendicante:
Soy profesor en un liceo obscuro,
He perdido la voz haciendo clases.
(Después de todo o nada
Hago cuarenta horas semanales).
¿Qué les dice mi cara abofeteada?
¡Verdad que inspira lástima mirarme!
Y qué les sugieren estos zapatos de cura
Que envejecieron sin arte ni parte.

En materia de ojos, a tres metros
No reconozco ni a mi propia madre.
¿Qué me sucede? -¡Nada!
Me los he arruinado haciendo clases:
La mala luz, el sol,
La venenosa luna miserable.
Y todo ¡para qué!
Para ganar un pan imperdonable
Duro como la cara del burgués
Y con olor y con sabor a sangre.
¡Para qué hemos nacido como hombres
Si nos dan una muerte de animales¡

Por el exceso de trabajo, a veces
Veo formas extrañas en el aire,
Oigo carreras locas,
Risas, conversaciones criminales.
Observad estas manos
Y estas mejillas blancas de cadáver,
Estos escasos pelos que me quedan.
¡Estas negras arrugas infernales!
Sin embargo yo fui tal como ustedes,
Joven, lleno de bellos ideales,
Soñé fundiendo el cobre
Y limando las caras del diamante:
Aquí me tienen hoy
Detrás de este mesón inconfortable
Embrutecido por el sonsonete
De las quinientas horas semanales


CANCIÓN

Quién eres tú repentina
Doncella que te desplomas
Como la araña que pende
Del pétalo de una rosa.

Tu cuerpo relampaguea
Entre las maduras pomas
Que el aire caliente arranca
Del árbol de la centolla.,

Caes con el sol, esclava
Dorada de la amapola
Y lloras entre los brazos
Del hombre que te deshoja.

¿ Eres mujer o eres dios
Muchacha que te incorporas
Como una nueva Afrodita
Del fondo de una corola?

Herida en lo más profundo
Del cáliz, te desenrollas,
Gimes de placer, te estiras,
Te, rompes como una copa.

Mujer parecida al mar,
-Violada entre ola y ola-
Eres más ardiente aún
Que un cielo de nubes rojas.

La mesa está puesta, muerde
La uva que te trastorna
Y besa con ira el duro
Cristal que te vuelve loca.


ODA A UNAS PALOMAS

Qué divertidas son
Estas palomas que se burlan de todo,
Con sus pequeñas plumas de colores
Y sus enormes vientres redondos.
Pasan del comedor a la cocina
Como hojas que dispersa el otoño
Y en el jardín se instalan a comer
Moscas, de todo un poco,
Picotean las piedras amarillas
O se paran en el lomo del toro:
Más ridículas son que una escopeta
O que una rosa.llena de piojos.
Sus estudiados vuelos, sin embargo,
Hipnotizan a mancos y cojos
Que creen ver en ellas
La explicación de este mundo y el otro.
Aunque no hay que confiarse porque tienen
El olfato del zorro,
La inteligencia fría del reptil
Y la experiencia larga del loro.
Más hipócritas son que el profesor
Y que el abad que se cae, de gordo.
Pero al menor descuido se abalanzan
Como bomberos locos,
Entran por la ventana al edificio
Y se apoderan de la caja de fondos.



A ver si alguna vez
Nos agrupamos realmente todos
Y nos ponemos firmes
Como gallina que defiende sus pollos.



EPITAFIO

De estatura mediana,
Con una voz ni delgada ni gruesa,
Hijo mayor de profesor primario
Y de tía modista de trastienda;
Flaco de nacimiento
Aunque devoto de la buena mesa;
De mejillas escuálidas
Y de más bien abundantes orejas;
Con un rostro cuadrado
En que los ojos se abren apenas
Y una nariz de boxeador mulato
Baja a la boca de ídolo azteca
-Todo esto bailado
Por una luz entre irónica y pérfida-
Ni muy listo ni tonto de remate
Fui lo que fui: una mezcla
De vinagre y de aceite de comer
¡Un embutido de ángel y bestial



ADVERTENCIA AL LECTOR


El autor no responde de las molestias que puedan
ocasionar sus escritos:
Aunque le pese.
El lector tendrá que darse siempre por satisfecho.
Sabelius, que además de teólogo fue un humorista consumado,
Después de haber reducido a polvo el dogma de la
Santísima Trinidad
¿Respondió acaso de su herejía?
Y si llegó a responder, ¡cómo lo hizo!
¡En qué forma descabellada!
¡Basándose en qué cúmulo de contradicciones!

Según los doctores de la ley este libro no debiera
publicarse:
La palabra arco iris no aparece en él en ninguna parte, Menos aún la palabra dolor,
La palabra torcuato.
Sillas y mesas sí que figuran a granel,
¡ataúdes!, ¡útiles de escritorio!
Lo que me llena de orgullo
Porque, a mi modo de ver, el cielo se está cayendo
a pedazos.

Los mortales que hayan leído el Tractatus de Wittgenstein
Pueden darse con una piedra en el pecho
Porque es una obra difícil de conseguir:
Pero el Círculo de Viena se disolvió hace años,
Sus miembros se dispersaron sin dejar huella
Y yo he decidido declarar la guerra a los cavalieri
della luna.

Mi poesía puede perfectamente no conducir a ninguna
parte:
¡Las risas de este libro son falsas!, argumentarán
mis detractores
"Sus lágrimas, ¡artificiales!"
"En vez de suspirar, en estas páginas se bosteza"
"Se patalea como un niño de pecho"
"El autor se da a entender a estornudas"
Conforme: os invito a quemar vuestras naves,
Como los fenicios pretendo formarme mi propio
alfabeto.

"¿A qué molestar al público entonces?", se preguntarán
los amigos lectores:
"Si el propio autor empieza por desprestigiar sus escritos,
¡Qué podrá esperarse de ellos!"
Cuidado, yo no desprestigio nada
O, mejor dicho, yo exalto mi punto de vista,
Me vanagloria de mis limitaciones
Pongo por las nubes mis creaciones.

Los pájaros de Aristófanes
Enterraban en sus propias cabezas
Los cadáveres de sus padres,
(Cada pájaro era un verdadero cementerio volante
A mi modo de ver

Ha llegado la hora de modernizar esta ceremonia
¡Y Yo entierro mis plumas en la cabeza de los señores
lectores


ROMPECABEZAS


No doy a nadie el derecho.
Adoro un trozo de trapo.
Traslado tumbas de lugar.

Traslado tumbas de lugar.
No doy a nadie el derecho.
Yo soy un tipo ridículo
A los rayos del sol,
Azote de las fuentes de soda
Yo me muero de rabia.

Yo no tengo remedio,
Mis propios pelos me acusan
En un altar de ocasión
Las máquinas no perdonan.

Me río detrás de una silla,
mi cara se llena de moscas.

Yo soy quien se expresa mal
Expresa en vistas de qué.

Yo tartamudeo,
Con el pie toco una especie de feto.

¿Para qué son estos estómagos?
¿Quién hizo esta mescolanza?
Lo mejor es hacer el indio.
Yo digo una cosa por otra.



PAISAJE


¡Veis esa pierna humana que cuelga de la luna
Como un árbol que crece para abajo
Esa pierna temible que flota en el vacío
Iluminada apenas por el rayo
De la luna y el aire del olvidos



CARTAS A UNA DESCONOCIDA

Cuando pasen los años, cuando pasen
Los años y el aire haya cavado un foso
Entre tu alma y la mía; cuando pasen los años
Y yo sólo sea un hombre que amó, un ser que se detuvo
Un instante frente a tus labios,
Un pobre hombre cansado de andar por los jardines,
¿Dónde estarás tú? ¡Dónde
Estarás, oh hija de mis besos!



NOTAS DE VIAJE

Yo me mantuve alejado de mi puesto durante años.
Me dediqué a viajar, a cambiar impresiones con mis
interlocutores,

Me dediqué a dormir;
Pero las escenas vividas en épocas anteriores se hacían
presentes en mi memoria.
Durante el baile yo pensaba en cosas absurdas:
Pensaba en unas lechugas vistas el día anterior
Al pasar delante de la cocina,
Pensaba un sinnúmero de cosas fantásticas relacionadas
con mí familia;
Entretanto el barco ya había entrado al río
Se abría paso a través de un banco de medusas. Aquellas escenas fotográficas afectaban mi espíritu, Me obligaban a encerrarme en mi camarote; Comía a la fuerza, me rebelaba contra mí mismo, Constituía un peligro permanente a bordo Puesto que en cualquier momento podía salir con un
contrasentido.



MADRIGAL

Yo me haré millonario una noche
Gracias a un truco que me permitirá fijar las imágenes En un espejo cóncavo.
o convexo.

Me parece que el éxito será completo
Cuando logre inventar un ataúd de doble fondo
Que permita al cadáver asomarse a otro mundo.

Ya me he quemado bastante las pestañas
En esta absurda carrera de caballos
En que los jinetes son arrojados de sus cabalgaduras
Y van a caer entre los espectadores.

Justo es, entonces, que trate de crear algo
Que me permita vivir holgadamente .
O que por lo menos me permita morir.

Estoy seguro de que mis piernas tiemblan,
Sueño que se me caen los dientes
Y que llego tarde a unos funerales.

SOLO DE PIANO


Ya que la vida del hombre no es sino una acción a distancia,
Un poco de espuma que brilla en el interior de un vaso;
Ya que los árboles no son sino muebles que se agitan:
No, son sino sillas y mesas en movimiento perpetuo;
Ya que nosotros mismos no somos más que seres
(Como el dios mismo no es otra cosa que dios)
Ya que no hablamos para ser escuchados,
Sino que para que los demás hablen
Y el eco es anterior a las voces que lo producen;
Ya que ni siquiera tenemos el consuelo de un caos
-En el jardín que bosteza y que se llena de aire,
Un rompecabezas que es preciso resolver antes de morir
Para poder resucitar después tranquilamente
Cuando se. ha usado en exceso de la mujer;
Ya que también existe un cielo en el infierno,
Dejad que yo también haga algunas cosas:

Yo quiero hacer un ruido con los pies
Y quiero que mi alma encuentre su cuerpo.

EL PEREGRINO


Atención, señoras y señores, un momento de atención-
Volved un instante.la cabeza hacia este lado de la república,
Olvidad por una noche vuestros asuntos personales,
El placer y el dolor pueden aguardar a la puerta:
Una voz se oye desde este lado de la república.
¡Atención, señoras y señores! ¡un momento de atención!

Un alma que ha estado embotellada durante años
En una especie de abismo sexual e intelectual
Alimentándose escasamente por la nariz
Desea hacerse escuchar por ustedes.
Deseo que se me informe sobre algunas materias,
Necesito un poco de luz, el jardín se cubre de moscas,
Me encuentro en un desastroso estado mental,
Razono a mi manera;
Mientras digo estas cosas veo una bicicleta apoyada
en un muro,
Veo un puente
Y un automóvil que desaparece entre los edificios.

Ustedes se peinan, es cierto, ustedes andan a pie por los
jardines,
Debajo de la piel ustedes tienen otra piel, Ustedes poseen un séptimo sentido
Que les permite entrar y salir automáticamente. Pero y soy un niño que llama a su madre detrás
de las rocas,
Soy un peregrino que hace saltar las piedras a la altura
de su nariz,
Un árbol que pide a gritos se le cubra de hojas.

PALABRAS A TOMAS LAGO


Antes de entrar en materia,
Antes, pero mucho antes de entrar en espíritu,
Piensa un Poco en ti mismo, Tomás
Lago, y considera lo que está por venir,,
También lo que está por huir para siempre
De ti, de mí,,
De las - personas que nos escuchan.
Me refiero a una sombra,
A ese trozo de ser que tú arrastras
Como a una, bestia a quien hay que dar de comer y beber
Y me refiero a un objeto,
A esos muebles de estilo que tú coleccionas con horror,
A esas coronas mortuorias y a esas espantosas sillas de montar,
(Me refiero a una luz).

Te vi por primera vez en Chillán
En una sala llena de sillas y mesas
A unos pasos de la tumba de tu padre.
Tú comías un pollo frío,
A grandes sorbos hacías sonar una botella de vino.

Dime de dónde habías llegado.
El nocturno siguió viaje al sur,
Tú.hacías un viaje de placer
¿te presentabas acaso vestido de incógnito?

En aquella época ya eras un hombre de edad,
Luego vinieron unas quintas de recreo
Que más parecían mataderos de seres humanos:
Había que andar casi toda la noche en tranvía
Para llegar a ese lugar maldito,
A esa letrina cubierta de flores.

Vinieron también esas conferencias desorganizadas,
Ese polvo mortal de la Feria del Libro,
Vinieron, Tomás, esas elecciones Esas ilusiones y esas alucinaciones.
¡qué triste ha sido todo esto!
¡Qué triste! pero ¡qué alegre a la vez!
¡Qué edificante espectáculo hemos dado nosotros
Con nuestras llagas, con nuestros dolores!
A todo lo cual vino a sumarse un afán,
Un temor,
Vinieron a sumarse miles de pequeños dolores,
¡Vino a sumarse, en fin, un dolor más profundo y más
agudo!

Piensa, pues, un momento en estas cosas,
En lo poco.y nada -que va quedando de nosotros,
Si te parece, piensa en el más allá,
Porque es justo pensar
Y porque es útil creer que pensamos.



RECUERDOS DE JUVENTUD


Lo cierto es que yo iba de un lado a otro,
A veces chocaba con los árboles,
Chocaba con los mendigos,
Me abría paso a través de un bosque de sillas y mesas,
Con el alma en un hilo veía caer las grandes hojas.
Pero todo era inútil,
Cada vez me hundía más y más en una especie de jalea;
La gente se reía de mis arrebatos,
Los individuos se agitaban en sus butacas como algas
movidas por las olas
Y las mujeres me dirigían miradas de odio
-Haciéndome subir, haciéndome bajar,
Haciéndome llorar y reír en contra de mi voluntad.

De todo esto resultó un sentimiento de asco,
Resultó una tempestad de frases incoherentes,
Amenazas, insultos, juramentos que no venían al caso,
Resultaron unos movimientos agotadores de caderas,
Aquellos bailes fúnebres
Que me dejaban sin respiración
Y que me impedían levantar cabeza durante días,
Durante noches.

Yo iba de un lado a otro, es verdad,
Mi alma flotaba en las calles
Pidiendo socorro, pidiendo un poco de ternura;
Como una hoja de papel y un lápiz yo entraba en los cementerios
Dispuesto a no dejarme engañar.
Daba vueltas y vueltas en torno al mismo asunto,
Observaba de cerca las cosas
O en un ataque de ira me arrancaba los cabellos.

De esa manera hice mi debut en las galas de clases,
Como un herido a bala me arrastré por los ateneos,
Crucé el umbral de las casas particulares,
Con el filo de la lengua traté de comunicarme con los espectadores:
Ellos leían el periódico
O desaparecían detrás de un taxi.

¡Adónde ir entonces!
A esas horas el comercio estaba cerrado;
Yo pensaba en un trozo de cebolla visto durante la cena
Y en el abismo que nos separa de los otros abismos.


EL TUNEL

Pasé una época de mi juventud en casa de unas tías
A raíz de la muerte de un señor íntimamente ligado a ellas
cuyo fantasma las molestaba sin piedad
Haciéndoles imposible la vida.

En el principio yo me mantuve sordo a sus telegramas
A sus epístolas concebidas en un lenguaje de otra época
Llenas de alusiones mitológicas
Y de nombres propios desconocidos para mí
Varios de ellos pertenecientes a sabios de la antigüedad
A filósofos medievales de menor cuantía
Asimples vecinos de la localidad que ellas habitaban.

Abandonar de buenas a primeras la universidad
Romper con los encantos de la vida galante
Interrumpirlo todo .
Con el objeto de satisfacer los caprichos de tres ancianas
histéricas
Llenas de toda clase de problemas personales
Resultaba, para una persona de mi carácter,
Un porvenir poco halagador
Una idea descabellada.

Cuatro años viví en El Túnel, sin embargo,
En comunidad con aquellas temibles damas
Cuatro años de martirio constante
De la mañana a la noche.
Las horas de regocijo que pasé debajo de los árboles
Tornáronse pronto en semanas de hastío
En meses de angustia que yo trataba de disimular al
máximo
Con el objeto de no despertar curiosidad en tomo a mi
persona,
Tomáronse en años de ruina y de miseria
¡En siglos de prisión vividos por mi alma
En el interior de una botella de mesa!

Mi concepción espiritualista del mundo
Me situó ante los hechos en un plano de franca
inferioridad:
Yo lo veía todo a través de un prisma
En el fondo del cual las imágenes de mis tías se
entrelazaban como hilos vivientes
Formando una especie de malla impenetrable
Que hería mi vista haciéndola cada vez más ineficaz.

Un joven de escasos recursos no se da cuenta de las cosas.
El vive en una campana de vidrio que se llama Arte
Que se llama Lujuria, que se llama Ciencia
Tratando de establecer contacto con un mundo de relaciones
Que sólo existen para él y para un pequeño grupo de
amigos.

Bajo los efectos de una especie de vapor de agua
Que se filtraba por el piso de la habitación
Inundando la atmósfera hasta hacerlo todo invisible
Yo pasaba las noches ante mi mesa de trabajo
Absorbido en la práctica de la escritura, automática.

Pero para qué profundizar en estas materias
desagradables
Aquellas matronas se burlaron miserablemente de mí
Con sus falsas promesas, con sus extrañas fantasías
Con sus dolores sabiamente simulados
Lograron retenerme entre sus redes durante años
obligándome tácitamente a trabajar para ellas
En faenas de agricultura
En compraventa de animales
Hasta que una noche, mirando por la cerradura
Me impuse que una de ellas
¡Mi tía paralítica!
Caminaba perfectamente sobre la punta de sus piernas
Y volví a la realidad con un sentimiento de los demonios.


LA VIBORA

Durante largos años estuve condenado a adorar a una
mujer despreciable
Sacrificarme por ella, sufrir humillaciones y burlas sin
cuento,
Trabajar día y noche para alimentarla y vestirla,
Llevar a cabo algunos delitos, cometer algtmas faltas,
A la luz de la luna realizar pequeños robos,
Falsificaciones de documentos comprometedores,
So pena de caer en descrédito ante sus ojos fascinantes.
En horas de comprensión solíamos concurrir a los
parques
Y retratarnos juntos manejando una lancha a motor,
O nos íbamos a un café danzante
Donde nos entregábamos a un baile desenfrenado
Que se prolongaba hasta altas horas de la madrugada.

Largos años viví prisionero del encanto de aquella mujer
Que solía presentarse a mi oficina completamente
desnuda
Ejecutando las cortorsiones más difíciles de imaginar
Con el propósito de incorporar mi pobre alma a su órbita
Y, sobre todo, para extorsionarme hasta el último centavo.
Me prohibía estrictamente que me relacionase con mi
familia.
Mis amigos eran separados de mí mediante libelos
infamantes
Que la víbora hacía publicar en un diario. de su propiedad.
Apasionada hasta el delirio no me daba un instante de
tregua,
Exigiéndome perentoriamente que besara su boca
Y que contestase sin dilación sus necias preguntas
Varias de ellas referentes a la eternidad y a la vida futura
Temas que producían en mí un lamentable estado de
ánimo,
Zumbidos de oídos, entrecortadas náuseas,
desvanecimientos prematuros
Que ella sabía aprovechar con ese espíritu práctico
que la caracterizaba
Para vestirse rápidamente sin pérdida de tiempo
Y abandonar mi departamento dejándome con un palmo
de narices.

Esta situación se prolongó por más de cinco años.
Por temporadas vivíamos juntos en una pieza redonda
Que pagábamos a medias en un barrio de lujo cerca del
cementerio.
(Algunas noches hubimos de interrumpir nuestra luna
de miel
Para hacer frente a las ratas que se colaban por la
ventana).
Llevaba la víbora un minucioso libro de cuentas
En el que anotaba hasta el más mínimo centavo que yo
le pedía en préstamo;
No me permitía usar el cepillo de dientes que yo mismo
le había regalado
Y me acusaba de haber arruinado su juventud:
Lanzando llamas por los ojos me emplazaba a
comparecer ante el juez ,
Y pagarle dentro de un plazo prudente parte de la deuda
Pues ella necesitaba ese dinero para continuar sus estudios
Entonces hube de salir a la calle y vivir de la caridad
pública,
Dormir en los bancos de las plazas,
Donde fui encontrado muchas veces moribundo
por la policía
Entre las primeras hojas del otoño.
Felizmente aquel estado de cosas no pasó más adelante,
Porque cierta vez en que yo me encontraba
en una plaza también
Posando frente a una cámara fotográfica
Unas deliciosas manos femeninas me vendaron de
pronto la vista
Mientras una voz amada para mí me preguntaba
quién soy yo.
Tú eres mi amor, respondí con serenidad.
¡Angel mío, dijo ella nerviosamente,
Permite que me siente en tus rodillas una vez más!
Entonces pude percatarme de que ella se presentaba
ahora provista de un pequeño taparrabos.
Fue un encuentro memorable, aunque lleno de notas
discordantes:
Me he comprado una parcela, no lejos del matadero,
exclamó,
Allí pienso construir una especie de pirámide
En la que podainos pasar los últimos días de nuestra vida.
Ya he terminado mis estudios, me he recibido de abogado,
Dispongo de un buen capital;
Dediquémonos a un negocio productivo, los dos,
amor mío, agregó,
Lejos del mundo construyamos nuestro nido.
Basta de sandeces, repliqué, tus planes me inspiran
desconfianza,
Piensa que de un momento a otro mi verdadera mujer
Puede dejarnos a todos en la miseria más espantosa.
Mis hijos han crecido ya, el tiempo ha transcurrido,
Me siento profundamente agotado, déjame reposar
un instante,
Tráeme un poco de agua, mujer,
Consígueme algo de comer en alguna parte,
Estoy muerto de hambre,
no puedo trabajar, más para ti,
Todo ha terminado entre nosotros.


LA TRAMPA

Por aquel tiempo yo rehuía las escenas demasiado
misteriosas.
Como los enfermos del estómago que evitan las comidas
pesadas
Prefería quedarme en casa dilucidando algunas cuestiones
Referentes a la reproducción de las arañas,
Con cuyo objeto me recluía en el jardín
Y no aparecía en público hasta avanzadas horas
de la noche;
O también en mangas de camisa, en actitud desafiante,
Solía lanzar iracundas miradas a la luna
Procurando evitar esos pensamientos atrabiliarios
Que se pegan como pólipos al alma humana.
En la soledad poseía un dominio absoluto sobre mí
mismo,
iba de un lado a otro con plena conciencia de mis actos
O me tendía entre las tablas de la bodega
A soñar, a idear mecanismos, a resolver pequeños
problemas de emergencia.
Aquellos eran los momentos en que ponía en práctica
mi célebre método onírico,
Que consiste en violentarse a sí mismo y soñar
lo que se desea,
En promover escenas preparadas de antemano con
participación del más allá.
De este modo lograba obtener informaciones preciosas
Referentes a una serie de dudas que, aquejan al ser:
Viajes al extranjero, confusiones eróticas, complejos
religiosos.
Pero todas las precauciones eran pocas
Puesto que por razones difíciles de precisar
Comenzaba a deslizarme automáticamente por una
especie de plano inclinado,
Como un globo que se desinfla mi alma perdía altura,
El instinto de conservación dejaba de funcionar
Y privado de mis prejuicios más esenciales
Caía fatalmente en la trampa del teléfono
Que como un abismo atrae a los objetos que lo rodean
Y con manos trémulas marcaba ese número maldito
Que aún suelo repetir automáticamente mientras duermo.
De incertidumbre y de miseria eran aquellos segundos
Es que yo, como un esqueleto de pie delante de esa
mesa del infierno
Cubierta de una cretona amarilla,
Esperaba una respuesta desde el ot'ro extremo del mundo,
La otra mitad de mi ser prisionera en un hoyo.
Esos ruidos entrecortados del teléfono
Producían en mí el efecto de las máquinas perforadoras
de los dentistas,
Se incrustaban en mi alma como agujas lanzadas
desde lo alto
Hasta que, llegado el momento preciso,
Comenzaba a transpirar y a tartamudear febrilmente.
Mi lengua parecida a un beefsteak de ternera
Se interponía entre mi ser y mi interlocutora
Como esas cortinas negras que nos separan de los
muertos.
Yo no deseaba sostener esas conversaciones
demasiado íntimas
Que, sin embargo, yo mismo provocaba en forma torpe
Con mi voz anhelante, cargada de electricidad.
Sentirme llamado por mi nombre de pila
En ese tono de familiaridad forzada
Me producía malestares difusos,
Perturbaciones locales de angustia que yo procuraba
conjurar
A través de un método rápido de preguntas y respuestas
Creando en ella un estado de efervescencia
pseudoerótico
Que a la postre venía a repercutir en mí mismo
Bajo la forma de incipientes erecciones y de una
sensación de fracaso.
Entonces me reía a la fuerza cayendo después en un
estado de postración mental.
Aquellas charlas absurdas se prolongaban algunas horas
Hasta que la dueña de la pensión aparecía detrás
del biombo
Interrumpiendo bruscamente aquel idilio estúpido,
Aquellas contorsiones de postulante al cielo
Y aquellas catástrofes tan deprimentes para mi espíritu
Que no terminaban completamente con colgar el teléfono
Ya que, por lo general, quedábamos comprometidos
A vernos al día siguiente en una fuente de soda
O en la puerta de una iglesia de cuyo nombre
no quiero acordarme.

LOS VICIOS DEL MUNDO MODERNO

Los delincuentes modernos
Están autorizados para concurrir diariamente
a parques y jardines.
Provistos de poderosos anteojos y de relojes de bolsillo
Entran a saco en los kioskos favorecidos por la muerte
E instalan sus laboratorios entre los rosales en flor.
Desde allí controlan a fotógrafos y mendigos que
deambulan por los alrededores
Procurando levantar un pequeño templo a la miseria
Y si se presenta la oportunidad llegan a poseer a un
lustrabotas melancólico.
La policía atemorizada huye de estos monstruos
En dirección del centro de la ciudad
En donde estallan los grandes incendios de fines de año
Y un valiente encapuchado pone manos arriba
a dos madres de la caridad.

Los vicios del mundo moderno:
El automóvil y el cine sonoro,
Las discriminaciones raciales,
El exterminio de los pieles rojas,
Los trucos de la alta banca,
La catástrofe de los ancianos,
El comercio clandestino de blancas realizado por
sodomitas internacionales,
El auto-bombo y la gula
Las Pompas Fúnebres
Los amigos personales de su excelencia
La exaltación del folklore a categoría del espíritu,
El abuso de los estupefacientes y de la filosofía,
El reblandecimiento de los hombres favorecidos
por la fortuna
El auto-erotismo y la crueldad sexual
La exaltación de lo onírico y del subconsciente en
desmedro del sentido común.
La confianza exagerada en sueros y vacunas
El endiosamiento del falo,
La política internacional de piernas abiertas patrocinada
por la prensa reaccionaria
El afán desmedido de poder y de lucro,
La carrera del oro,
La fatídica danza de los dólares,
La especulación y el aborto,
La destrucción de los ídolos.
El desarrollo excesivo de la dietética y de la psicología
pedagógica,
El vicio del baile, del cigarrillo, de los juegos de azar,
Las gotas de sangre que suelen encontrarse entre las
sábanas de los recién desposados,
La locura. del mar,
La agorafobia y la claustrofobia,
La desintegración del átomo,
El humorismo sangriento de la teoría de la relatividad,
El delirio de retorno al vientre materno,
El culto de lo exótico,
Los accidentes aeronáuticas,
Las incineraciones, las purgas en masa, la retención
de los pasaportes,
Todo esto porque sí,
Porque produce vértigo,
La interpretación de los suefíos
Y la difusión de la radiomanía.
Como queda demostrado, el mundo moderno
se compone de flores artificiales
Que se cultivan en unas campanas de vidrio parecidas
a la muerte,
Está formado por estrellas de cine,
Y de sangrientos boxeadores que pelean a,la luz ,
de la luna,
Se compone de hombres ruiseñores que controlan la vida
económica de los países
Mediante algunos mecanismos fáciles de explicar;
Ellos visten generalmente de negro como los precursores
del otoño
Y se alimentan de raíces y de hierbas silvestres.
Entretanto los sabios, comidos por las ratas,
Se pudren en los sótanos de las catedrales,
Y las almas nobles son perseguidas implacablemente
por la policía.

El mundo moderno es una gran cloaca:
Los restoranes de lujo están atestados de cadáveres
digestivos
Y de pájaros que vuelan peligrosamente a escasa altura.
Esto no es todo: Los hospitales están llenos de
impostores,
Sin mencionar a los herederos del espíritu que
establecen sus colonias en el año de los recién
operados.

Los industriales modernos sufren a veces el efecto
de la atmósfera envenenada,
Junto a las máquinas. de tejer suelen caer enfermos
del espantoso mal del sueño
Que los transforma a la larga en unas especies de ángeles.
Niegan la existencia del mundo físico
Y se vanaglorian de ser unos pobres hijos del sepulcro.
Sin embargo, el mundo ha sido siempre así.
La verdad, como la belleza, no se crea ni se pierde
Y la poesía reside en las cosas o es simplemente
un espejismo del espíritu.
Reconozco que un terremoto bien concebido
Puede acabar en algunos segundos con una ciudad rica
en tradiciones
Y que un minucioso bombardeo aéreo
Derribe árboles, caballos, tronos, música.
Pero qué importa todo esto
Si mientras la bailarina más grande del mundo
Muere pobre y abandonada en una pequeña aldea
del sur de Francia
La primavera devuelve al hombre una parte de las
flores desaparecidas.

Tratemos de ser felices, recomiendo yo, chupando la
miserable costilla humana.
Extraigamos de ella el líquido renovador,
Cada cual de acuerdo con sus inclinaciones personales.
¡Aferrémonos a esta piltrafa divina!
Jadeantes y tremebundos
Chupemos estos labios que nos enloquecen;
La suerte está echada.
Aspiremos este perfume enervador y destructor
Y vivamos un día más la vida de los elegidos:
De sus axilas extrae el hombre la cera necesaria para
forjar el rostro de sus ídolos.
Y del sexo de la mujer la paja y el barro de sus templos.
Por todo lo cual
Cultivo un piojo en mi corbata
Y sonrío a los imbéciles que bajan de los árboles.


LAS TABLAS

Soñé que me encontraba en un desierto y que
hastiado de mí mismo
Comenzaba a golpear a una mujer.
Hacía un frío de los demonios; era necesario hacer algo,
Hacer fuego, hacer un poco de ejercicio;
Pero a mí me dolía la cabeza, me sentía fatigado
Sólo quería dormir, quería morir.
Mi traje estaba empapado de sangre
Y entre mis dedos se veían algunos cabellos
-Los cabellos de mi pobre madre-
"Por qué maltratas a tu madre" me preguntaba entonces
una piedra
Una piedra cubierta de polvo "por qué la maltratas".
Yo no sabía de dónde venían esas voces que me hacían
temblar
Me miraba las uñas y me las mordía,
Trataba de pensar infructuosamente en algo
Pero sólo veía en torno a mí un desierto
Y veía la imagen de ese ídolo,
Mi dios que me miraba hacer estas cosas.
Aparecieron entonces unos pájaros
Y al mismo tiempo en la obscuridad descubrí unas rocas.
En un supremo esfuerzo logré distinguir las tablas
de la ley:
"Nosotras somos las tablas de la ley" decían ellas
"Por qué maltratas a tu madre"
"Ves esos pájaros que se han venido a posar sobre
nosotras"
"Ahí están ellos para registrar tus crímenes"
Pero yo bostezaba, me aburría de estas admoniciones.
"Espanten esos pájaros" dije en voz alta
"No" respondió una piedra
"Ellos representan tus diferentes pecados"
"Ellos están ahí para mírarte"
Entonces yo me volví de nuevo a mi dama
Y le empecé a dar más firme que antes
Para mantenerse despierto había que hacer algo
Estaba en la obligación de actuar
So pena de caer dormido entre aquellas rocas
Aquellos pájaros.
Saqué entonces una caja de fósforos de uno de mis
bolsillos
Y decidí quemar el busto del dios
Tenía un frío espantoso, necesitaba calentarme
Pero este fuego sólo duró algunos segundos
Desesperado busqué de nuevo las tablas
Pero ellas habían desaparecido:
Las rocas tampoco estaban allí
Mi madre me había abandonado.
Me toqué la frente; pero no:
Ya no podía más.

SOLILOQUIO DEL INDIVIDUO

Yo soy el Individuo.
Primero viví en una roca
(Allí grabé algunas figuras).
Luego busqué un lugar más apropiado.
Yo soy el Individuo.
Primero tuve que procurarme alimentos,
Buscar peces, pájaros, buscar, leña,
(Ya me preocuparía de los demás asuntos).
Hacer una fogata,
Leña, leña, dónde encontrar un poco de leña,
Algo de leña para hacer una fogata,
Yo soy el Individuo.
Al mismo tiempo me pregunté,
Fui a un abismo lleno de aire;
Me respondió una voz:
Yo soy el Individuo.
Después traté de cambiarme a otra roca,
Allí también grabé figuras,
Grabé un río, búfalos,
Grabé una serpiente
Yo soy el Individuo.
Pero no. Me aburrí de las cosas que hacía,
El fuego me molestaba,
Quería ver más,
Yo soy el Individuo.
Bajé a un valle regado por un río,
Allí encontré lo que necesitaba,
Encontré un pueblo salvaje,
Una tribu,
Yo soy el Individuo.
Vi que allí se hacían algunas cosas,
Figuras grababan en las rocas,
Hacían fuego, ¡también hacían fuego!
Yo soy el Individuo.
Me preguntaron que de dónde venía.
Contesté que sí, que no tenía planes determinados,
Contesté que no, que de allí en adelante.
Bien.
Tomé entonces un trozo de piedra que encontré en un
río
Y empecé a trabajar con ella,
Empecé a pulirla,
De ella hice una parte de mi propia vida.
Pero esto es demasiado largo.
Corté unos árboles para navegar,
Buscaba peces,
Buscaba diferentes cosas,
(Yo soy el Individuo).
Hasta que me empecé a aburrir nuevamente.
Las tempestades aburren,
Los truenos, los relámpagos,
Yo soy el Individuo.
Bien. Me puse a pensar un poco,
Preguntas estúpidas se me venían a la cabeza.
Falsos problemas.
Entonces empecé a vagar por unos bosques.
Llegué a un árbol y a otro árbol;
Uegué a una fuente,
A una fosa en que se veían algunas ratas:
Aquí vengo yo, dije entonces,
¿Habéis visto por aquí una tribu,
Un pueblo salvaje que hace fuego?
De este modo me desplacé hacia el oeste
Acompañado por otros seres,
O más bien solo.
Para ver hay que creer, me decían,
Yo soy el Individuo.
Formas veía en la obscuridad,
Nubes tal vez,
Tal vez veía nubes, veía relámpagos,
A todo esto habían pasado ya varios días,
Yo me sentía morir;
Inventé unas máquinas,
Construí relojes,
Armas, vehículos,
Yo soy el individuo.
Apenas tenía tiempo para enterrar a mis muertos,
Apenas tenía tiempo para sembrar,
Yo soy el Individuo.
Años más tarde concebí unas cosas,
Unas formas,
Crucé las fronteras
Y permanecí fijo en una,especie de nicho,
En una barca que navegó cuarenta días,
Cuarenta noches,
Yo soy el Individuo.
Luego vinieron unas sequías,
Vinieron unas guerras,
Tipos de color entraron al valle,
Pero yo debía seguir adelante,
Debía producir.
Produje ciencia, verdades inmutables,
Produje tanagras,.
Di a luz libros de miles de páginas,
Se me hinchó la cara,
Construí un fonógrafo,
La máquina de coser,
Empezaron a aparecer los primeros automóviles,
Yo soy el Individuo.
Alguien segregaba planetas,
¡Arboles segregaba!
Pero yo segregaba herramientas,
Muebles, útiles de escritorio,
Yo soy el Individuo.
Se construyeron también ciudades,
Rutas
Instituciones religiosas pasaron de moda,
Buscaban dicha, buscaban felicidad,
Yo soy el Individuo.
Después me dediqué mejor a viajar,
A practicar, a practicar idiomas,
Idiomas,
Yo soy el Individuo.
Miré por una cerradura,
Sí. miré, qué digo, miré,
Para salir de la duda miré,
Detrás de unas cortinas,
Yo soy el Individuo.,
Bien.
Mejor es tal vez que vuelva a ese valle,
A esa roca que me sirvió de hogar,
Y empiece a grabar de nuevo,
De atrás para adelante grabar
El mundo al revés.
Pero no: la vida no tiene sentido.




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