LA RABIA
Mi querida Genoveva: Me pides que te cuente mi viaje de boda. Me atreveré? ¡Ah! ¿Por qué no me dijiste algo, por qué no me diste a entender algo? Yo, ignorante, no sabia nada; pero absolutamente nada. ¡Me parece bien! Hacia dieciocho meses que te casaste, dieciocho meses que lo sabes todo, tú, mi amiga del alma, que antes eras tan comunicativa conmigo, y en ocasión tan dificultosa no tuviste ni caridad para prevenirme. Si me hubieses advertido, si hubieses despertado siquiera mi curiosidad, si me hubieses dejado entrever la menor sospecha, me habrías ahorrado una simpleza de que aún me avergüenzo, de la cual se reirá mi marido toda la vida; y es tuya la culpa.
He quedado en ridículo para siempre; cometí una estupidez, cuyo recuerdo no se borra fácilmente. Y tú podías evitarlo. ¡Ah, si yo lo hubiera sabido!
Prométeme que no te reirás de mí, si quieres que te diga lo que pasó.
No; no es una comedia, es un drama.
Me casé por la tarde, y debíamos tomar el tren de la noche para el viaje de novios; ya lo sabes, yo distaba mucho de parecerme a Paulina, cuyas aventuras nos ha referido tan graciosamente Gyp en su bonita novela En torno del matrimonio.
Y si mamita me hubiese dicho como la señora de Haütretan dice a su hija: «Tu marido te oprimirá entre sus brazos, y...», yo no podría responder como Paulina, riendo: «No sigas, no me hace falta preparación; estoy al tanto de lo que debe ocurrirme...»
Yo lo ignoraba todo, y mamá, la pobre mamá, conmovida, no se atrevió a insinuarme la menor idea referente a un suceso tan escabroso.
A las cinco desfilaban ya los invitados; el coche nos aguardaba para llevarnos a la estación.
Aún me parece ver a los criados cargando los baúles, y oigo la voz de papá, cascada por el llanto, que a duras penas podía contener. Los hombres han de ser fuertes. Al despedirse de mí, besándome y abrazándome, dijo: « ¡Valor, hijita!», como si fuesen a sacarme una muela. En cambio, mamá estaba hecha un mar de lagrimas. Mi marido apresuraba la despedida, procurando acortar aquella situación difícil. Yo, completamente dichosa, en aquel momento, sin embargo, lloraba también. De pronto sentí que me tiraban de la falda: era Bijou, al cual había olvidado por completo, no haciéndole ninguna caricia; y el animalito me daba su adiós a su manera. Me enternecí, y cogiéndole—ya sabes que no abulta más que un puño—, le cubrí de besos. Me gusta mucho acariciar a los animalitos; el contacto de su piel me produce una sensación agradable, un escalofrío delicioso.
El perrito estaba loco de alegría, y agitándose y lamiéndome, de pronto, me clavó los dientes en la nariz, No pude contener un grito, y solté a Bijou, porque la menuda herida me dolía y sangraba. Toda la familia se alarmó. Pidieron agua, vinagre, hilas y mi cariñoso marido me hizo la cura. No era nada; una rozadura insignificante. Al cabo de cinco minutos nos fuimos.
Pensábamos permanecer mes y medio en Normandía, y a media noche llegamos a Dieppe.
Ya sabes de qué modo me gusta el mar. Comuniqué a mi esposo mi deseo de no acostarme sin haberlo visto, y comprendí que mi pretensión le contrariaba. «¿Tienes ya sueño?»—le pregunté riendo, y respondió—: «No tengo sueño; pero comprenderás que tengo un ansia de hallarme solo contigo»
Su respuesta me sorprendió y dije:
«¿Solo conmigo? ¿Pues no hemos venido solos en el vagón» «Sí—replicó sonriendo—, pero un vagón de tren, aun estando solos no puede compararse con una alcoba nupcial»
«También en la playa estaremos solos a estas horas...—insistí—. Nadie nos acompañará.»
Decididamente mi proyecto no era de su gusto, pero accedió afectuoso: «Lo que tú quieras, ángel mío.»
¡Espléndida noche! Una de esas noches que inspiran ideas grandiosas y vagas, casi más que pensamientos, emociones; algo asi como un ansia de abrir los brazos, de extender las alas, de abarcar el cielo,... ¡qué sé yo! Algo así como si fuéramos de pronto a comprender lo incomprensible, a conocer lo desconocido.
Respiramos el ensueño, la poesía penetrante del ambiente, una delicia ultraterrena, un encanto que tal vez irradian las estrellas, la luna, la plateada y rugiente superficie del mar. Son los más bellos instantes de la vida, y que no nos permiten adivinar la otra existencia, como la revelación de lo que podía ser..., o de lo que será.
Sin embargo, mi esposo mostraba impaciencia, inquietud.
«¿Tienes frío?»—le preguntaba yo; y él me respondía negativamente.
Quise comunicarle mi entusiasmo.
«¿No ves a lo lejos un buque? Parece que se ha dormido sobre las aguas. Míralo... ¿Dónde podíamos disfrutar lo que disfrutamos aquí? Yo pasaría aquí toda la noche... ¿Quieres que aguardemos a ver salir el sol?»
Creyendo que me burlaba, me arrastró casi violentamente hasta el hotel. Si yo hubiera sospechado... ¡Ah miserable!
Cuando estuvimos en nuestras habitaciones, me sentí avergonzada, cohibida, sin saber por qué; te lo juro. Le rogué que me dejara sola para desnudarme y meterme en la cama.
Y ahora llega lo dificultoso, No sé cómo decírtelo. Haré lo posible para darme a entender.
Creyó malicia mi extremada inocencia, y fingimiento mi absoluta ignorancia; supuso que mi abandono, confiado y sencillo, era un estudio, una táctica, y no se preocupó de las delicadas atenciones precisas para que semejantes misterios no sorprendan y resulten siquiera tolerables a una criatura que no está preparada ni advertida.
Primero temí que se hubiera vuelto loco, y después me aterró la idea de morir a sus manos. El miedo no deja lugar a la reflexión; poseída por el miedo, sin razonar, imaginé cosas horribles en un segundo. Todas las gacetillas de los periódicos donde se refieren sucesos extraordinarios, crímenes complicados, todas las relaciones de fieros dramas conyugales, acudieron a mi memoria, ¿No podía ser un malvado quien me trataba de aquel modo? Me defendí, le rechacé como pude, y, defendiéndome desesperadamente, hasta le arranqué un mechón de pelo y una guía del bigote; al fin, conseguí librarme de sus garras con un. supremo esfuerzo, y gritando «¡Socorro! ¡Socorro!», me precipité, casi desnuda, por la escalera.
Se abrieron a mis gritos, ante mí, varias habitaciones, asomando a las puertas hombres en camisa, con la palmatoria en la mano. Me arrojé desatinada en los brazos de uno de ellos, implorando su protección. Otro detuvo a mi marido.
No puedo precisarte lo que ocurrió entonces. Vocearon, se golpearon y acabaron riendo a carcajadas, unas carcajadas ruidosas y estremecidas. ¡Qué manera de reír! Toda la casa se reía, desde los desvanes hasta las bodegas. Resonaban en los corredores y en las alcobas ecos de hilaridad; los cocineros y las doncellas, se retorcían de tanto reír en las buhardillas, y el mozo de guardia rodaba sobre su colchón, como si se hallase accidentado, en el vestíbulo.
Imagínate, mujer. ¡En una fonda!
Volví a verme sola con mi esposo, el cual me ofreció algunas ligeras nociones del caso, como explican los maestros, antes de realizarlo, un experimento de química. El hombre no se mostraba muy satisfecho; yo lloré toda la noche, y en cuanto amaneció, huimos de allí.
Pero aún hay más.
Al día siguiente llegamos a Pourville, que sólo es un embrión de balneario. Mi esposo me agobiaba con sus atenciones y sus ternuras. Pasado el primer sofocón, parecía muy satisfecho. Avergonzada y desolada por mi aventura de la víspera, procuré mostrarme todo lo amable y dócil que pude; pero, no te imaginarás todo el horror, la repugnancia, casi el odio que me inspiró Enrique, al revelarme del todo el infame secreto que se oculta con tanto afán a las muchachas. Me sentía desconsolada, con una tristeza mortal, arrepentida, y espoleada por el deseo de volver al hogar paterno, a mi vida sin azares, de soltera. Llegamos a Etretat. Los bañistas se hallaban hondamente preocupados por un horrible suceso: acababa de morir una joven a la cual había mordido un perrito rabioso. Al enterarme, sacudió mi cuerpo un escalofrío. Me dolió al instante la mordedura de mi perrito —de cuyo accidente ya no me acordaba siquiera—, y sentí un cosquilleo extraño.
Por la noche no me fue posible dormir, sobresaltada, olvidándome por completo de mi marido. ¡También yo podía morir de hidrofobia! Por la mañana le hice referir detalladamente al camarero la historia de la víctima. ¡Qué angustia! Pasé todo el día paseando por la playa, sin hablar, meditando: «¡Morir de hidrofobia! ¡ Qué muerte tan horrible! »...
Mi esposo me preguntaba:
«¿En qué piensas? Te veo triste.»
Y le respondía:
«No estoy triste; no pienso nada.»
Mis ojos se fijaban desvanecidos en el mar, en los campos, en las alquerías; pero sin ver nada preciso. Nadie hubiera podido saber lo que me atormentaba, y a nadie hubiera comunicado yo mis pensamientos. Sentía un dolorcillo, un verdadero dolor en la nariz. Quise retirarme.
Apenas de regreso en la fonda, me encerré, sola, para examinar la mordedura. No pude ver nada, y, sin embargo, era indudable que me dolía.
Escribí a mamá una carta breve, ansiosa—que debió de causarle mucha sorpresa—pidiéndole una respuesta categórica y urgente a insignificantes preguntas. Y cuando hube firmado, añadí esta posdata.
«Sobre todo, no dejes de hablarme del perrito; me interesa mucho.»
A la mañana siguiente, se me atravesaba la comida, no pude tragar ni un bocado, pero no consentí que llamaran al médico. Recostada en la arena, veía como se chapuzaban los bañistas. Los había gordos y flacos, pero todos me parecieron horribles o ridículos. Yo no tenía humor de burla ni ganas de risa, y pensaba:
«¡Qué felices deben de ser todos! No les ha mordido un perro, como a mí, como a la desventurada que ya murió. Nada temen y nada les apura. Vivirán mientras yo muero. Pueden saltar y alegrarse; divertirse a su gusto, satisfechos.»
A cada momento me llevaba la mano a la nariz, palpándome. ¿No se hinchaba? Y de regreso en la fonda, me encerré sola para mirarme al espejo. ¡Sí! Tenía ya otro color. ¡Estaba próxima la muerte!
Por la noche, sentí de pronto una ternura inexplicable hacia mi esposo, una ternura desesperada. Le creí amable y busqué apoyo en su brazo. Estuve a punto veinte veces de confesarle mi secreto espantoso; pero me contuve.
Abusó ferozmente de mi abandono y de mi languidez. Me faltaron fuerza y voluntad para resistirle. Al día siguiente, recibí carta de mamá, contestando a mis preguntas, pero sin decirme ni una sola palabra del perrito. De pronto pensé: «Habrá muerto y trata de ocultármelo.» Quise ir inmediatamente al telégrafo para librarme de tantas dudas en pocas horas; pero me detuvo esta reflexión: «Tampoco sabré la verdad; si el animalito ha muerto, no se atreverán a decírmelo.» Me resigné a pasar otros dos días de angustia y escribí de nuevo. En mi carta pedía que nos facturasen al perro, para que me acompañara y me distrajera, porque me aburría un poco.
Por la tarde, comencé a sentir temblores. No cogía un vaso de agua sin que se me derramara la mitad. Era lamentable mi situación. Al anochecer, huyendo a mi esposo, me fui a la iglesia, y recé mucho.
Al salir de la iglesia, me dolió más que nunca la nariz; y entrando en una farmacia expliqué al farmacéutico el caso de una señora mordida por un perro y le pregunté qué seria prudente hacer. El farmacéutico era un hombre muy afable y servicial; me dio toda clase de instrucciones pero yo las iba olvidando a medida que iba él explicándolas; a tal punto estaba perturbado mi espíritu. Solamente retuve un consejo: «Los purgantes han estado con frecuencia indicados» Y compré varias botellas de no sé qué medicamentos «para enviárselos a la paciente»
Los perros que me salían al paso por la calle me horrorizaban, y me costaba gran esfuerzo contenerme y no echar a correr. También me pareció sentir deseo de morderlos.
Pasé toda la noche horriblemente agitada; mi marido se aprovechó. Al día siguiente, recibí carta de mamá, excusándose de facturar al perrito por temor a que padeciese hambre o ser abandonado tantas horas en una perrera del ferrocarril. Entendí que no podía enviármelo, que sin duda estaba muerto.
No dormí en toda la noche. Mi esposo roncaba; se despertó varías veces. Mi abatimiento era mayor a cada instante.
Quise bañarme y estuve a punto de caer desmayada en cuanto metí los pies en el mar; tanto me impresionó el frío del agua. Las piernas, temblorosas, apenas podían sostenerme; pero ya no me dolía la nariz.
Casualmente, me salió al encuentro el médico director de los baños; un hombre muy amable. Con habilidad suma, encaminó la conversación según mi conveniencia. Le dije que un perrito me había mordido en la nariz, algunos días antes, y pregunté qué sería necesario hacer si la inflamación sobreviniera. Riendo, me contestó:
«En su caso, no se me ocurre más que un remedio, señora mía: ponerse narices postizas, de cartón.»
Y segura de que yo no le había comprendido, añadió:
«O decirle a su esposo que tenga cuidado.»
No quedé más tranquila ni más enterada.
Enrique parecía estar aquella noche más alegre y más satisfecho que nunca. Fuimos al concierto, y antes que acabará me propuso que nos retirásemos y accedí porque todo me resultaba indiferente.
Me revolvía, sin cesar, fatigosa, inquieta en la cama; los nervios, alterados y vibrantes, no me dejaban punto de reposo. Enrique tampoco dormía. Suavemente me acariciaba, me besaba, como si hubiera comprendido al fin mi sufrimiento y tratase de aplacarlo con su ternura. Yo recibía sus caricias sin emocionarme, sin comprenderlas.
Pero de pronto, una sensación extraordinaria, violenta, enloquecedora, me hizo estremecer. Lancé un grito espantoso y desasiéndome del hombre que me tenía oprimida, salté al suelo y fui a desplomarme junto a la puerta. ¡Era la hidrofobia; la horrible hidrofobia. No habla salvación para mí.
Enrique me recogió, asustado, curioso de saber lo que yo sentía. Resignada, insensible, aguardando la muerte próxima, creía yo que después de algunas horas de tranquilidad, vendría otra conmoción violenta, y otra, y otra, repitiéndose hasta la crisis mortal.
Me dejé llevar a la cama, y al amanecer, las irritantes obsesiones de mi esposo, provocaron otro desequilibrio, que fue más duradero. Yo ansiaba chillar, morder, arañar, era terrible, pero menos doloroso de lo que yo temía.
Las ocho daban cuando me dormí; no había dormido en cuatro noches.
A las once me despertó una voz adorada. Era mamá, que asustada por mi correspondencia, quiso verme. llevaba en la mano un canastillo, dentro del cual, un bicho ladraba. Lo abrí con inquietud, esperanzada y vacilante a un tiempo. Y el perrito saltó sobre mi cama, lamiéndome, bailoteando, revolcándose, loco de alegría.
Pues bien, Genoveva; tampoco entonces comprendí...
Pero a la noche siguiente...
¡Oh la imaginación! ¡Cómo trabaja! ¡Y pensar que yo supuse!... ¡Que simpleza!, ¿verdad?
No he confesado a nadie —comprenderás la razón— mis torturas de aquellos cuatro días. ¡Mira tú que si Enrique lo supiera!... Ya se burla bastante de mí por el escándalo que armé la primera noche.
Sin embargo, sus burlas no me desagradan.
Me voy acostumbrando.
Nos acostumbramos a todo en la vida...
Mi querida Genoveva: Me pides que te cuente mi viaje de boda. Me atreveré? ¡Ah! ¿Por qué no me dijiste algo, por qué no me diste a entender algo? Yo, ignorante, no sabia nada; pero absolutamente nada. ¡Me parece bien! Hacia dieciocho meses que te casaste, dieciocho meses que lo sabes todo, tú, mi amiga del alma, que antes eras tan comunicativa conmigo, y en ocasión tan dificultosa no tuviste ni caridad para prevenirme. Si me hubieses advertido, si hubieses despertado siquiera mi curiosidad, si me hubieses dejado entrever la menor sospecha, me habrías ahorrado una simpleza de que aún me avergüenzo, de la cual se reirá mi marido toda la vida; y es tuya la culpa.
He quedado en ridículo para siempre; cometí una estupidez, cuyo recuerdo no se borra fácilmente. Y tú podías evitarlo. ¡Ah, si yo lo hubiera sabido!
Prométeme que no te reirás de mí, si quieres que te diga lo que pasó.
No; no es una comedia, es un drama.
Me casé por la tarde, y debíamos tomar el tren de la noche para el viaje de novios; ya lo sabes, yo distaba mucho de parecerme a Paulina, cuyas aventuras nos ha referido tan graciosamente Gyp en su bonita novela En torno del matrimonio.
Y si mamita me hubiese dicho como la señora de Haütretan dice a su hija: «Tu marido te oprimirá entre sus brazos, y...», yo no podría responder como Paulina, riendo: «No sigas, no me hace falta preparación; estoy al tanto de lo que debe ocurrirme...»
Yo lo ignoraba todo, y mamá, la pobre mamá, conmovida, no se atrevió a insinuarme la menor idea referente a un suceso tan escabroso.
A las cinco desfilaban ya los invitados; el coche nos aguardaba para llevarnos a la estación.
Aún me parece ver a los criados cargando los baúles, y oigo la voz de papá, cascada por el llanto, que a duras penas podía contener. Los hombres han de ser fuertes. Al despedirse de mí, besándome y abrazándome, dijo: « ¡Valor, hijita!», como si fuesen a sacarme una muela. En cambio, mamá estaba hecha un mar de lagrimas. Mi marido apresuraba la despedida, procurando acortar aquella situación difícil. Yo, completamente dichosa, en aquel momento, sin embargo, lloraba también. De pronto sentí que me tiraban de la falda: era Bijou, al cual había olvidado por completo, no haciéndole ninguna caricia; y el animalito me daba su adiós a su manera. Me enternecí, y cogiéndole—ya sabes que no abulta más que un puño—, le cubrí de besos. Me gusta mucho acariciar a los animalitos; el contacto de su piel me produce una sensación agradable, un escalofrío delicioso.
El perrito estaba loco de alegría, y agitándose y lamiéndome, de pronto, me clavó los dientes en la nariz, No pude contener un grito, y solté a Bijou, porque la menuda herida me dolía y sangraba. Toda la familia se alarmó. Pidieron agua, vinagre, hilas y mi cariñoso marido me hizo la cura. No era nada; una rozadura insignificante. Al cabo de cinco minutos nos fuimos.
Pensábamos permanecer mes y medio en Normandía, y a media noche llegamos a Dieppe.
Ya sabes de qué modo me gusta el mar. Comuniqué a mi esposo mi deseo de no acostarme sin haberlo visto, y comprendí que mi pretensión le contrariaba. «¿Tienes ya sueño?»—le pregunté riendo, y respondió—: «No tengo sueño; pero comprenderás que tengo un ansia de hallarme solo contigo»
Su respuesta me sorprendió y dije:
«¿Solo conmigo? ¿Pues no hemos venido solos en el vagón» «Sí—replicó sonriendo—, pero un vagón de tren, aun estando solos no puede compararse con una alcoba nupcial»
«También en la playa estaremos solos a estas horas...—insistí—. Nadie nos acompañará.»
Decididamente mi proyecto no era de su gusto, pero accedió afectuoso: «Lo que tú quieras, ángel mío.»
¡Espléndida noche! Una de esas noches que inspiran ideas grandiosas y vagas, casi más que pensamientos, emociones; algo asi como un ansia de abrir los brazos, de extender las alas, de abarcar el cielo,... ¡qué sé yo! Algo así como si fuéramos de pronto a comprender lo incomprensible, a conocer lo desconocido.
Respiramos el ensueño, la poesía penetrante del ambiente, una delicia ultraterrena, un encanto que tal vez irradian las estrellas, la luna, la plateada y rugiente superficie del mar. Son los más bellos instantes de la vida, y que no nos permiten adivinar la otra existencia, como la revelación de lo que podía ser..., o de lo que será.
Sin embargo, mi esposo mostraba impaciencia, inquietud.
«¿Tienes frío?»—le preguntaba yo; y él me respondía negativamente.
Quise comunicarle mi entusiasmo.
«¿No ves a lo lejos un buque? Parece que se ha dormido sobre las aguas. Míralo... ¿Dónde podíamos disfrutar lo que disfrutamos aquí? Yo pasaría aquí toda la noche... ¿Quieres que aguardemos a ver salir el sol?»
Creyendo que me burlaba, me arrastró casi violentamente hasta el hotel. Si yo hubiera sospechado... ¡Ah miserable!
Cuando estuvimos en nuestras habitaciones, me sentí avergonzada, cohibida, sin saber por qué; te lo juro. Le rogué que me dejara sola para desnudarme y meterme en la cama.
Y ahora llega lo dificultoso, No sé cómo decírtelo. Haré lo posible para darme a entender.
Creyó malicia mi extremada inocencia, y fingimiento mi absoluta ignorancia; supuso que mi abandono, confiado y sencillo, era un estudio, una táctica, y no se preocupó de las delicadas atenciones precisas para que semejantes misterios no sorprendan y resulten siquiera tolerables a una criatura que no está preparada ni advertida.
Primero temí que se hubiera vuelto loco, y después me aterró la idea de morir a sus manos. El miedo no deja lugar a la reflexión; poseída por el miedo, sin razonar, imaginé cosas horribles en un segundo. Todas las gacetillas de los periódicos donde se refieren sucesos extraordinarios, crímenes complicados, todas las relaciones de fieros dramas conyugales, acudieron a mi memoria, ¿No podía ser un malvado quien me trataba de aquel modo? Me defendí, le rechacé como pude, y, defendiéndome desesperadamente, hasta le arranqué un mechón de pelo y una guía del bigote; al fin, conseguí librarme de sus garras con un. supremo esfuerzo, y gritando «¡Socorro! ¡Socorro!», me precipité, casi desnuda, por la escalera.
Se abrieron a mis gritos, ante mí, varias habitaciones, asomando a las puertas hombres en camisa, con la palmatoria en la mano. Me arrojé desatinada en los brazos de uno de ellos, implorando su protección. Otro detuvo a mi marido.
No puedo precisarte lo que ocurrió entonces. Vocearon, se golpearon y acabaron riendo a carcajadas, unas carcajadas ruidosas y estremecidas. ¡Qué manera de reír! Toda la casa se reía, desde los desvanes hasta las bodegas. Resonaban en los corredores y en las alcobas ecos de hilaridad; los cocineros y las doncellas, se retorcían de tanto reír en las buhardillas, y el mozo de guardia rodaba sobre su colchón, como si se hallase accidentado, en el vestíbulo.
Imagínate, mujer. ¡En una fonda!
Volví a verme sola con mi esposo, el cual me ofreció algunas ligeras nociones del caso, como explican los maestros, antes de realizarlo, un experimento de química. El hombre no se mostraba muy satisfecho; yo lloré toda la noche, y en cuanto amaneció, huimos de allí.
Pero aún hay más.
Al día siguiente llegamos a Pourville, que sólo es un embrión de balneario. Mi esposo me agobiaba con sus atenciones y sus ternuras. Pasado el primer sofocón, parecía muy satisfecho. Avergonzada y desolada por mi aventura de la víspera, procuré mostrarme todo lo amable y dócil que pude; pero, no te imaginarás todo el horror, la repugnancia, casi el odio que me inspiró Enrique, al revelarme del todo el infame secreto que se oculta con tanto afán a las muchachas. Me sentía desconsolada, con una tristeza mortal, arrepentida, y espoleada por el deseo de volver al hogar paterno, a mi vida sin azares, de soltera. Llegamos a Etretat. Los bañistas se hallaban hondamente preocupados por un horrible suceso: acababa de morir una joven a la cual había mordido un perrito rabioso. Al enterarme, sacudió mi cuerpo un escalofrío. Me dolió al instante la mordedura de mi perrito —de cuyo accidente ya no me acordaba siquiera—, y sentí un cosquilleo extraño.
Por la noche no me fue posible dormir, sobresaltada, olvidándome por completo de mi marido. ¡También yo podía morir de hidrofobia! Por la mañana le hice referir detalladamente al camarero la historia de la víctima. ¡Qué angustia! Pasé todo el día paseando por la playa, sin hablar, meditando: «¡Morir de hidrofobia! ¡ Qué muerte tan horrible! »...
Mi esposo me preguntaba:
«¿En qué piensas? Te veo triste.»
Y le respondía:
«No estoy triste; no pienso nada.»
Mis ojos se fijaban desvanecidos en el mar, en los campos, en las alquerías; pero sin ver nada preciso. Nadie hubiera podido saber lo que me atormentaba, y a nadie hubiera comunicado yo mis pensamientos. Sentía un dolorcillo, un verdadero dolor en la nariz. Quise retirarme.
Apenas de regreso en la fonda, me encerré, sola, para examinar la mordedura. No pude ver nada, y, sin embargo, era indudable que me dolía.
Escribí a mamá una carta breve, ansiosa—que debió de causarle mucha sorpresa—pidiéndole una respuesta categórica y urgente a insignificantes preguntas. Y cuando hube firmado, añadí esta posdata.
«Sobre todo, no dejes de hablarme del perrito; me interesa mucho.»
A la mañana siguiente, se me atravesaba la comida, no pude tragar ni un bocado, pero no consentí que llamaran al médico. Recostada en la arena, veía como se chapuzaban los bañistas. Los había gordos y flacos, pero todos me parecieron horribles o ridículos. Yo no tenía humor de burla ni ganas de risa, y pensaba:
«¡Qué felices deben de ser todos! No les ha mordido un perro, como a mí, como a la desventurada que ya murió. Nada temen y nada les apura. Vivirán mientras yo muero. Pueden saltar y alegrarse; divertirse a su gusto, satisfechos.»
A cada momento me llevaba la mano a la nariz, palpándome. ¿No se hinchaba? Y de regreso en la fonda, me encerré sola para mirarme al espejo. ¡Sí! Tenía ya otro color. ¡Estaba próxima la muerte!
Por la noche, sentí de pronto una ternura inexplicable hacia mi esposo, una ternura desesperada. Le creí amable y busqué apoyo en su brazo. Estuve a punto veinte veces de confesarle mi secreto espantoso; pero me contuve.
Abusó ferozmente de mi abandono y de mi languidez. Me faltaron fuerza y voluntad para resistirle. Al día siguiente, recibí carta de mamá, contestando a mis preguntas, pero sin decirme ni una sola palabra del perrito. De pronto pensé: «Habrá muerto y trata de ocultármelo.» Quise ir inmediatamente al telégrafo para librarme de tantas dudas en pocas horas; pero me detuvo esta reflexión: «Tampoco sabré la verdad; si el animalito ha muerto, no se atreverán a decírmelo.» Me resigné a pasar otros dos días de angustia y escribí de nuevo. En mi carta pedía que nos facturasen al perro, para que me acompañara y me distrajera, porque me aburría un poco.
Por la tarde, comencé a sentir temblores. No cogía un vaso de agua sin que se me derramara la mitad. Era lamentable mi situación. Al anochecer, huyendo a mi esposo, me fui a la iglesia, y recé mucho.
Al salir de la iglesia, me dolió más que nunca la nariz; y entrando en una farmacia expliqué al farmacéutico el caso de una señora mordida por un perro y le pregunté qué seria prudente hacer. El farmacéutico era un hombre muy afable y servicial; me dio toda clase de instrucciones pero yo las iba olvidando a medida que iba él explicándolas; a tal punto estaba perturbado mi espíritu. Solamente retuve un consejo: «Los purgantes han estado con frecuencia indicados» Y compré varias botellas de no sé qué medicamentos «para enviárselos a la paciente»
Los perros que me salían al paso por la calle me horrorizaban, y me costaba gran esfuerzo contenerme y no echar a correr. También me pareció sentir deseo de morderlos.
Pasé toda la noche horriblemente agitada; mi marido se aprovechó. Al día siguiente, recibí carta de mamá, excusándose de facturar al perrito por temor a que padeciese hambre o ser abandonado tantas horas en una perrera del ferrocarril. Entendí que no podía enviármelo, que sin duda estaba muerto.
No dormí en toda la noche. Mi esposo roncaba; se despertó varías veces. Mi abatimiento era mayor a cada instante.
Quise bañarme y estuve a punto de caer desmayada en cuanto metí los pies en el mar; tanto me impresionó el frío del agua. Las piernas, temblorosas, apenas podían sostenerme; pero ya no me dolía la nariz.
Casualmente, me salió al encuentro el médico director de los baños; un hombre muy amable. Con habilidad suma, encaminó la conversación según mi conveniencia. Le dije que un perrito me había mordido en la nariz, algunos días antes, y pregunté qué sería necesario hacer si la inflamación sobreviniera. Riendo, me contestó:
«En su caso, no se me ocurre más que un remedio, señora mía: ponerse narices postizas, de cartón.»
Y segura de que yo no le había comprendido, añadió:
«O decirle a su esposo que tenga cuidado.»
No quedé más tranquila ni más enterada.
Enrique parecía estar aquella noche más alegre y más satisfecho que nunca. Fuimos al concierto, y antes que acabará me propuso que nos retirásemos y accedí porque todo me resultaba indiferente.
Me revolvía, sin cesar, fatigosa, inquieta en la cama; los nervios, alterados y vibrantes, no me dejaban punto de reposo. Enrique tampoco dormía. Suavemente me acariciaba, me besaba, como si hubiera comprendido al fin mi sufrimiento y tratase de aplacarlo con su ternura. Yo recibía sus caricias sin emocionarme, sin comprenderlas.
Pero de pronto, una sensación extraordinaria, violenta, enloquecedora, me hizo estremecer. Lancé un grito espantoso y desasiéndome del hombre que me tenía oprimida, salté al suelo y fui a desplomarme junto a la puerta. ¡Era la hidrofobia; la horrible hidrofobia. No habla salvación para mí.
Enrique me recogió, asustado, curioso de saber lo que yo sentía. Resignada, insensible, aguardando la muerte próxima, creía yo que después de algunas horas de tranquilidad, vendría otra conmoción violenta, y otra, y otra, repitiéndose hasta la crisis mortal.
Me dejé llevar a la cama, y al amanecer, las irritantes obsesiones de mi esposo, provocaron otro desequilibrio, que fue más duradero. Yo ansiaba chillar, morder, arañar, era terrible, pero menos doloroso de lo que yo temía.
Las ocho daban cuando me dormí; no había dormido en cuatro noches.
A las once me despertó una voz adorada. Era mamá, que asustada por mi correspondencia, quiso verme. llevaba en la mano un canastillo, dentro del cual, un bicho ladraba. Lo abrí con inquietud, esperanzada y vacilante a un tiempo. Y el perrito saltó sobre mi cama, lamiéndome, bailoteando, revolcándose, loco de alegría.
Pues bien, Genoveva; tampoco entonces comprendí...
Pero a la noche siguiente...
¡Oh la imaginación! ¡Cómo trabaja! ¡Y pensar que yo supuse!... ¡Que simpleza!, ¿verdad?
No he confesado a nadie —comprenderás la razón— mis torturas de aquellos cuatro días. ¡Mira tú que si Enrique lo supiera!... Ya se burla bastante de mí por el escándalo que armé la primera noche.
Sin embargo, sus burlas no me desagradan.
Me voy acostumbrando.
Nos acostumbramos a todo en la vida...
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