Metzengerstein
Pestis eram vivus
moriens tua mor ero.
MARTÍN LUTERO
moriens tua mor ero.
MARTÍN LUTERO
El horror y la fatalidad han estado al acecho en todas las edades. ¿Para qué,
entonces, atribuir una fecha a la historia que he de contar? Baste decir que en la época de
que hablo existía en el interior de Hungría una firme aunque oculta creencia en las
doctrinas de la metempsícosis. Nada diré de las doctrinas mismas, de su falsedad o su
probabilidad. Afirmo, sin embargo, que mucha de nuestra incredulidad (como lo dísela
Bruyére de nuestra infelicidad) vient de ne pouvoir étre seuls2.
Pero, en algunos puntos, la superstición húngara se aproximaba mucho a lo
absurdo. Diferían en esto por completo de sus autoridades orientales. He aquí un
ejemplo: El alma —afirmaban (según lo hace notar un agudo e inteligente parisiense)—
nedemeure qu'une seule fois dans un corps sensible: au reste, un cheval, un chien, un homme
méme, n'est que la ressemblance peu tangible de ces animaux.
Las familias de Berlifitzing y Metzengerstein hallábanse enemistadas desde hacía
siglos. Jamás hubo dos casas tan ilustres separadas por una hostilidad tan letal. El origen
de aquel odio parecía residir en las palabras de una antigua profecía: «Un augusto
nombre sufrirá una terrible caída cuando, como el jinete en su caballo, la mortalidad de
Metzengerstein triunfe sobre la inmortalidad de Berlifitzing».
Las palabras en sí significaban poco o nada. Pero causas aún más triviales han tenido
—y no hace mucho— consecuencias memorables. Además, los dominios de las casas
rivales eran contiguos y ejercían desde hacía mucho una influencia rival en los negocios
del Gobierno. Los vecinos inmediatos son pocas veces amigos, y los habitantes del
castillo de Berlifitzing podían contemplar, desde sus encumbrados contrafuertes, las
ventanas del palacio de Metzengerstein. La más que feudal magnificencia de este último
se prestaba muy poco a mitigar los irritables sentimientos de los Berlifitzing, menos
antiguos y menos acaudalados. ¿Cómo maravillarse entonces de que las tontas palabras
de una profecía lograran hacer estallar y mantener vivo el antagonismo entre dos
familias ya predispuestas a querellarse por todas las razones de un orgullo hereditario?
2 En L’an deux mille quatre cents quarante, Mercier defiende seriamente la doctrina de la
metempsicosis, y J. d'Israeli afirma que «no hay ningún sistema tan sencillo y que repugne menos a
lainteligencia. Se dice asimismo que el coronel Ethan Allen, «el muchacho de las Montañas Verdes»,
era asimismo un firme convencido de la metempsicosis.
La profecía parecía entrañar —si entrañaba alguna cosa— el triunfo final de la casa más
poderosa, y los más débiles y menos influyentes la recordaban con amargo
resentimiento.
Wilhelm, conde de Berlifitzing, aunque de augusta ascendencia, era, en el tiempo de
nuestra narración, un anciano inválido y chocho que sólo se hacía notar por una
excesiva cuanto inveterada antipatía personal hacia la familia de su rival, y por un amor
apasionado hacia la equitación y la caza, a cuyos peligros ni sus achaques corporales ni
su incapacidad mental le impedían dedicarse diariamente.
Frederick, barón de Metzengerstein, no había llegado, en cambio a la mayoría de
edad. Su padre, el ministro G..., había muerto joven, y su madre, lady Mary, lo siguió
muy pronto. En aquellos días, Frederick tenía dieciocho años. No es ésta mucha edad en
las ciudades; pero en una soledad, y en una soledad tan magnífica como la de aquel
antiguo principado, el péndulo vibra con un sentido más profundo.
Debido a las peculiares circunstancias que rodeaban la administración de su padre,
el joven barón heredó sus vastas posesiones inmediatamente después de muerto aquél.
Pocas veces se había visto a un noble húngaro dueño de semejantes bienes. Sus castillos
eran incontables. El más esplendoroso, el más amplio era el palacio Metzengerstein. La
línea limítrofe de sus dominios no había sido trazada nunca claramente, pero su parque
principal comprendía un circuito de cincuenta millas.
En un hombre tan joven, cuyo carácter era ya de sobra conocido, semejante herencia
permitía prever fácilmente su conducta venidera. En efecto, durante los tres primeros
días, el comportamiento del heredero sobrepasó todo lo imaginable y excediólas
esperanzas de sus más entusiastas admiradores. Vergonzosas orgías, flagrantes
traiciones, atrocidades inauditas, hicieron comprender rápidamente a sus temblorosos
vasallos que ninguna sumisión servil de su parte y ningún resto de conciencia por parte
del amo proporcionarían en adelante garantía alguna contra las garras despiadadas de
aquel pequeño Calígula. Durante la noche del cuarto día estalló un incendio en las
caballerizas del castillo de Berlifitzing, y la opinión unánime agregó la acusación de
incendiario a la ya horrorosa lista de los delitos y enormidades del barón.
Empero, durante el tumulto ocasionado por lo sucedido, el joven aristócrata
hallábase aparentemente sumergido en la meditación en un vasto y desolado aposento
del palacio solariego de Metzengerstein. Las ricas aunque desvaídas colgaderas que
cubrían lúgubremente las paredes representaban imágenes sombrías y majestuosas de
mil ilustres antepasados. Aquí, sacerdotes de manto de armiño y dignatarios pontificios,
familiarmente sentados junto al autócrata y al soberano, oponían su veto a los deseos de
un rey temporal, o contenían con el fiat de la supremacía papal el cetro rebelde del
archienemigo. Allí, las atezadas y gigantescas figuras de los príncipes de
Metzengerstein, montados en robustos corceles de guerra, que pisoteaban al enemigo
caído, hacían sobresaltar al más sereno contemplador con su expresión vigorosa; otra
vez aquí, las figuras voluptuosas, como de cisnes, de las damas de antaño, flotaban en el
laberinto de una danza irreal, al compás de una imaginaria melodía.
Pero mientras el barón escuchaba o fingía escuchar el creciente tumulto en las
caballerizas de Berlifitzing —y quizá meditaba algún nuevo acto, aún más audaz—, sus
ojos se volvían distraídamente hacia la imagen de un enorme caballo, pintado con un
color que no era natural, y que aparecía en las tapicerías como perteneciente a un
sarraceno, antecesor de la familia de su rival. En el fondo de la escena, el caballo
permanecía inmóvil y estatuario, mientras aún más lejos su derribado jinete perecía bajo
el puñal de un Metzengerstein.
En los labios de Frederick se dibujó una diabólica sonrisa, al darse cuenta de lo que
sus ojos habían estado contemplando inconscientemente. No pudo, sin embargo,
apartarlos de allí. Antes bien, una ansiedad inexplicable pareció caer cerro un velo
fúnebre sobre sus sentidos. Le resultaba difícil conciliar sus soñolientas e incoherentes
sensaciones con la certidumbre de estar despierto. Cuanto más miraba, más absorbente
se hacía aquel encantamiento y más imposible parecía que alguna vez pudiera alejar sus
ojos de la fascinación de aquella tapicería. Pero como afuera el tumulto era cada vez más
violento, logró, por fin, concentrar penosamente su atención en los rojizos resplandores
que las incendiadas caballerizas proyectaban, sobre las ventanas del aposento.
Con todo, su nueva actitud no duró mucho y sus ojos volvieron a posarse
mecánicamente en el muro. Para su indescriptible horror y asombro, la cabeza del
gigantesco corcel parecía haber cambiado, entretanto, de posición. El cuello del animal,
antes arqueado como si la compasión lo hiciera inclinarse sobre el postrado cuerpo de su
amo, tendíase ahora en dirección al barón. Los ojos, antes invisibles, mostraban una
expresión enérgica y humana, brillando con un extraño resplandor rojizo como de
fuego; y los abiertos belfos de aquel caballo, aparentemente enfurecido, dejaban a la
vista sus sepulcrales y repugnantes dientes.
Estupefacto de terror, el joven aristócrata se encaminó, tambaleante, hacia la puerta.
En el momento de abrirla, un destello de luz roja, inundando el aposento, proyectó
claramente su sombra contra la temblorosa tapicería, y Frederick se estremeció al
percibir que aquella sombra (mientras él permanecía titubeando en el umbral) asumía la
exacta posición y llenaba completamente el contorno del triunfante matador del
sarraceno Berlifitzing.
Para calmar la depresión de su espíritu, el barón corrió al aire libre. En la puerta
principal del palacio encontró a tres escuderos. Con gran dificultad, y a riesgo de sus
vidas, los hombres trataban de calmar los convulsivos saltos de un gigantesco caballo de
color de fuego.
—¿De quién es este caballo? ¿Dónde lo encontrasteis? —demandó el joven, con voz
tan sombría como colérica, al darse cuenta de que el misterioso corcel de la tapicería era
la réplica exacta del furioso animal que estaba contemplando.
—Es vuestro, sire —repuso uno de los escuderos—, o, por lo menos, no sabemos que
nadie lo reclame. Lo atrapamos cuando huía, echando humo y espumante de rabia, de
las caballerizas incendiadas del conde de Berlifitzing. Suponiendo que era uno de los
caballos extranjeros del conde, fuimos a devolverlo a sus hombres. Pero éstos negaron
haber visto nunca al animal, lo cual es raro, pues bien se ve que escapó por muy poco de
perecer en las llamas.
—Las letras W. V. B. están claramente marcadas en su frente —interrumpió otro
escudero—. Como es natural, pensamos que eran las iniciales de Wilhelm Von
Berlifitzing, pero en el castillo insisten en negar que el caballo les pertenezca.
—¡Extraño, muy extraño! —dijo el joven barón con aire pensativo, y sin cuidarse, al
parecer, del sentido de sus palabras—. En efecto, es un caballo notable, un caballo
prodigioso... aunque, como observáis justamente, tan peligroso como intratable... Pues
bien, dejádmelo —agregó, luego de una pausa—. Quizá un jinete como Frederick de
Metzengerstein sepa domar hasta el diablo de las caballerizas de Berlifitzing.
—Os engañáis, señor; este caballo, como creo haberos dicho, no proviene de las
caballadas del conde. Si tal hubiera sido el caso, conocemos demasiado bien nuestro
deber para traerlo a presencia de alguien de vuestra familia.
—¡Cierto! —observó secamente el barón.
En ese mismo instante, uno de los pajes de su antecámara vino corriendo desde el
palacio, con el rostro empurpurado. Habló al oído de su amo para informarle de la
repentina desaparición de una pequeña parte de las tapicerías en cierto aposento, y
agregó numerosos detalles tan precisos como completos. Como hablaba en voz muy
baja, la excitada curiosidad de los escuderos quedó insatisfecha.
Mientras duró el relato del paje, el joven Frederick pareció agitado por encontradas
emociones. Pronto, sin embargo, recobró la compostura, y mientras se difundía en su
rostro una expresión de resuelta malignidad, dio perentorias órdenes para que el
aposento en cuestión fuera inmediatamente cerrado y se le entregara al punto la llave.
—¿Habéis oído la noticia de la lamentable muerte del viejo cazador Berlifitzing?—
dijo uno de sus vasallos al barón, quien después de la partida del paje seguía
mirándolos botes y las arremetidas del enorme caballo que acababa de adoptar como
suyo, i.e. redoblaba su furia mientras lo llevaban por la larga avenida que unía el palacio
con las caballerizas de los Metzengerstein.
—¡No! —exclamó el barón, volviéndose bruscamente hacia el que había hablado—.
¿Muerto, dices?
—Por cierto que sí, sire, y pienso que para el noble que ostenta vuestro nombre no
será una noticia desagradable.
Una rápida sonrisa pasó por el rostro del barón.
—¿Cómo murió?
—Entre las llamas, esforzándose por salvar una parte de sus caballos de caza
favoritos.
—¡Re ...al...mente! —exclamó el barón, pronunciando cada sílaba como si una
apasionante idea se apoderara en ese momento de él.
—¡Realmente! —repitió el vasallo.
—¡Terrible! —dijo serenamente el joven, y se volvió en silencio al palacio.
Desde aquel día, una notable alteración se manifestó en la conducta exterior del
disoluto barón Frederick de Metzengerstein. Su comportamiento decepcionó todas las
expectativas, y se mostró en completo desacuerdo con las esperanzas de muchas damas,
madres de hijas casaderas; al mismo tiempo, sus hábitos y manera de ser siguieron
diferenciándose más que nunca de los de la aristocracia circundante. Jamás se le veía
fuera de los límites de sus dominios, y en aquellas vastas extensiones parecía andar sin
un solo amigo —a menos que aquel extraño, impetuoso corcel de ígneo color, que
montaba continuamente, tuviera algún misterioso derecho a ser considerado como su
amigo.
Durante largo tiempo, empero, llegaron a palacio las invitaciones de los nobles
vinculados con su casa. «¿Honrará el barón nuestras fiestas con su presencia?» «¿Vendrá
el barón a cazar con nosotros el jabalí?» Las altaneras y lacónicas respuestas eran
siempre: «Metzengerstein no irá a la caza», o «Metzengerstein no concurrirá».
Aquellos repetidos insultos no podían ser tolerados por una aristocracia igualmente
altiva. Las invitaciones se hicieron menos cordiales y frecuentes, hasta que cesaron por
completo. Incluso se oyó a la viuda del infortunado conde Berlifitzing expresar la
esperanza de que «el barón tuviera que quedarse en su casa cuando no deseara estar en
ella, ya que desdeñaba la sociedad de sus pares, y que cabalgara cuando no quisiera
cabalgar, puesto que prefería la compañía de un caballo». Aquellas palabras eran sólo el
estallido de un rencor hereditario, y servían apenas para probar el poco sentido que
tienen nuestras frases cuando queremos que sean especialmente enérgicas.
Los más caritativos, sin embargo, atribuían aquel cambio en la conducta del joven
noble a la natural tristeza de un hijo por la prematura pérdida de sus padres; ni que
decir que echaban al olvido su odiosa y desatada conducta en el breve período
inmediato a aquellas muertes. No faltaban quienes presumían en el barón un concepto
excesivamente altanero de la dignidad. Otros —entre los cuales cabe mencionar al
médico de la familia— no vacilaban en hablar de una melancolía morbosa y mala salud
hereditaria; mientras la multitud hacía correr oscuros rumores de naturaleza aún más
equívoca.
Por cierto que el obstinado afecto del joven hacia aquel caballo de reciente
adquisición —afecto que parecía acendrarse a cada nueva prueba que daba el animal de
sus Broces y demoníacas tendencias terminó por parecer tan odioso como anormal aojos
de todos los hombres de buen sentido. Bajo el resplandor del mediodía, en la oscuridad
nocturna, enfermo o sano, con buen tiempo o en plena tempestad, el joven
Metzengerstein parecía clavado en la montura del colosal caballo, cuya intratable fiereza
se acordaba tan bien con su propia manera de ser.
Agregábanse además ciertas circunstancias que, unidas a los últimos sucesos,
conferían un carácter extraterreno y portentoso a la manía del jinete y a las posibilidades
del caballo. Habíase medido cuidadosamente la longitud de alguno de sus saltos, que
excedían de manera asombrosa las más descabelladas conjeturas. El barón no había
dado ningún nombre a su caballo, a pesar de que todos los otros de su propiedad los
tenían. Su caballeriza, además, fue instalada lejos de las otras, y sólo su amo osaba
penetrar allí y acercarse al animal para darle de comer y ocuparse de su cuidado. Era
asimismo de observar que, aunque los tres escuderos que se habían apoderado del
caballo cuando escapaba del incendio en la casa de los Berlifitzing, lo habían contenido
por medio de una cadena y un lazo, ninguno podía afirmar con certeza que en el curso
de la peligrosa lucha, o en algún momento más tarde, hubiera apoyado la mano en el
cuerpo de la bestia. Si bien los casos de inteligencia extraordinaria en la conducta de un
caballo lleno de bríos no tienen por qué provocar una atención fuera de lo común,
ciertas circunstancias se imponían por la fuerza aun a los más escépticos y flemáticos; se
afirmó incluso que en ciertas ocasiones la boquiabierta multitud que contemplaba a
aquel animal había retrocedido horrorizada ante el profundo e impresionante
significado de la terrible apariencia del corcel; ciertas ocasiones en que aun el joven
Metzengerstein palidecía y se echaba atrás, evitando la viva, la interrogante mirada de
aquellos ojos que parecían humanos.
Empero, en el séquito del barón nadie ponía en duda el ardoroso extraordinario
efecto que las fogosas características de su caballo provocaban en el joven aristócrata;
nadie, a menos que mencionemos a un insignificante pajecillo contrahecho, que
interponía su fealdad en todas partes y cuyas opiniones carecían por completo de
importancia. Este paje (si vale la pena mencionarlo) tenía el descaro de afirmar que su
amo jamás se instalaba en la montura sin un estremecimiento tan imperceptible como
inexplicable, y que al volver de sus largas y habituales cabalgatas, cada rasgo de su
rostro aparecía deformado por una expresión de triunfante malignidad.
Una noche tempestuosa, al despertar de un pesado sueño, Metzengerstein bajó como
un maníaco de su aposento y, montando a caballo con extraordinaria prisa, sé lanzó a
las profundidades de la floresta. Una conducta tan habitual en él no llamó especialmente
la atención, pero sus domésticos esperaron con intensa ansiedad su retorno cuando,
después de algunas horas de ausencia, las murallas del magnífico y suntuoso palacio de
los Metzengerstein comenzaron a agrietarse y a temblar hasta sus cimientos, envueltas
en la furia ingobernable de un incendio.
Aquellas lívidas y densas llamaradas fueron descubiertas demasiado tarde; tan
terrible era su avance que, comprendiendo la imposibilidad de salvar la menor parte del
edificio, la muchedumbre se concentró cerca del mismo, envuelta en silencioso y
patético asombro. Pero pronto un nuevo y espantoso suceso reclamó el interés de la
multitud, probando cuánto más intensa es la excitación que provoca la contemplación
del sufrimiento humano, que los más espantosos espectáculos que pueda proporcionarla
materia inanimada.
Por la larga avenida de antiguos robles que llegaba desde la floresta a la entrada
principal del palacio se vio venir un caballo dando enormes saltos, semejante al
verdadero Demonio de la Tempestad, y sobre el cual había un jinete sin sombrero y con
las ropas revueltas.
Veíase claramente que aquella carrera no dependía de la voluntad del caballero. La
agonía que se reflejaba en su rostro, la convulsiva lucha de todo su cuerpo, daban
pruebas de sus esfuerzos sobrehumanos; pero ningún sonido, salvo un solo alarido,
escapó de sus lacerados labios, que se había mordido una y otra vez en la intensidad de
su terror. Transcurrió un instante, y el resonar de los cascos se oyó clara y agudamente
sobre el rugir de las llamas y el aullar de los vientos; pasó otro instante y, con un sólo
salto que le hizo franquear el portón y el foso, el corcel penetró en la escalinata del
palacio llevando siempre a su jinete y desapareciendo en el torbellino de aquel caótico
fuego.
La furia de la tempestad cesó de inmediato, siendo sucedida por una profunda y
sorda calma. Blancas llamas envolvían aún el palacio como una mortaja, mientras en la
serena atmósfera brillaba un resplandor sobrenatural que llegaba hasta muy lejos;
entonces una nube de humo se posó pesadamente sobre las murallas, mostrando
distintamente la colosal figura de... un caballo.
entonces, atribuir una fecha a la historia que he de contar? Baste decir que en la época de
que hablo existía en el interior de Hungría una firme aunque oculta creencia en las
doctrinas de la metempsícosis. Nada diré de las doctrinas mismas, de su falsedad o su
probabilidad. Afirmo, sin embargo, que mucha de nuestra incredulidad (como lo dísela
Bruyére de nuestra infelicidad) vient de ne pouvoir étre seuls2.
Pero, en algunos puntos, la superstición húngara se aproximaba mucho a lo
absurdo. Diferían en esto por completo de sus autoridades orientales. He aquí un
ejemplo: El alma —afirmaban (según lo hace notar un agudo e inteligente parisiense)—
nedemeure qu'une seule fois dans un corps sensible: au reste, un cheval, un chien, un homme
méme, n'est que la ressemblance peu tangible de ces animaux.
Las familias de Berlifitzing y Metzengerstein hallábanse enemistadas desde hacía
siglos. Jamás hubo dos casas tan ilustres separadas por una hostilidad tan letal. El origen
de aquel odio parecía residir en las palabras de una antigua profecía: «Un augusto
nombre sufrirá una terrible caída cuando, como el jinete en su caballo, la mortalidad de
Metzengerstein triunfe sobre la inmortalidad de Berlifitzing».
Las palabras en sí significaban poco o nada. Pero causas aún más triviales han tenido
—y no hace mucho— consecuencias memorables. Además, los dominios de las casas
rivales eran contiguos y ejercían desde hacía mucho una influencia rival en los negocios
del Gobierno. Los vecinos inmediatos son pocas veces amigos, y los habitantes del
castillo de Berlifitzing podían contemplar, desde sus encumbrados contrafuertes, las
ventanas del palacio de Metzengerstein. La más que feudal magnificencia de este último
se prestaba muy poco a mitigar los irritables sentimientos de los Berlifitzing, menos
antiguos y menos acaudalados. ¿Cómo maravillarse entonces de que las tontas palabras
de una profecía lograran hacer estallar y mantener vivo el antagonismo entre dos
familias ya predispuestas a querellarse por todas las razones de un orgullo hereditario?
2 En L’an deux mille quatre cents quarante, Mercier defiende seriamente la doctrina de la
metempsicosis, y J. d'Israeli afirma que «no hay ningún sistema tan sencillo y que repugne menos a
lainteligencia. Se dice asimismo que el coronel Ethan Allen, «el muchacho de las Montañas Verdes»,
era asimismo un firme convencido de la metempsicosis.
La profecía parecía entrañar —si entrañaba alguna cosa— el triunfo final de la casa más
poderosa, y los más débiles y menos influyentes la recordaban con amargo
resentimiento.
Wilhelm, conde de Berlifitzing, aunque de augusta ascendencia, era, en el tiempo de
nuestra narración, un anciano inválido y chocho que sólo se hacía notar por una
excesiva cuanto inveterada antipatía personal hacia la familia de su rival, y por un amor
apasionado hacia la equitación y la caza, a cuyos peligros ni sus achaques corporales ni
su incapacidad mental le impedían dedicarse diariamente.
Frederick, barón de Metzengerstein, no había llegado, en cambio a la mayoría de
edad. Su padre, el ministro G..., había muerto joven, y su madre, lady Mary, lo siguió
muy pronto. En aquellos días, Frederick tenía dieciocho años. No es ésta mucha edad en
las ciudades; pero en una soledad, y en una soledad tan magnífica como la de aquel
antiguo principado, el péndulo vibra con un sentido más profundo.
Debido a las peculiares circunstancias que rodeaban la administración de su padre,
el joven barón heredó sus vastas posesiones inmediatamente después de muerto aquél.
Pocas veces se había visto a un noble húngaro dueño de semejantes bienes. Sus castillos
eran incontables. El más esplendoroso, el más amplio era el palacio Metzengerstein. La
línea limítrofe de sus dominios no había sido trazada nunca claramente, pero su parque
principal comprendía un circuito de cincuenta millas.
En un hombre tan joven, cuyo carácter era ya de sobra conocido, semejante herencia
permitía prever fácilmente su conducta venidera. En efecto, durante los tres primeros
días, el comportamiento del heredero sobrepasó todo lo imaginable y excediólas
esperanzas de sus más entusiastas admiradores. Vergonzosas orgías, flagrantes
traiciones, atrocidades inauditas, hicieron comprender rápidamente a sus temblorosos
vasallos que ninguna sumisión servil de su parte y ningún resto de conciencia por parte
del amo proporcionarían en adelante garantía alguna contra las garras despiadadas de
aquel pequeño Calígula. Durante la noche del cuarto día estalló un incendio en las
caballerizas del castillo de Berlifitzing, y la opinión unánime agregó la acusación de
incendiario a la ya horrorosa lista de los delitos y enormidades del barón.
Empero, durante el tumulto ocasionado por lo sucedido, el joven aristócrata
hallábase aparentemente sumergido en la meditación en un vasto y desolado aposento
del palacio solariego de Metzengerstein. Las ricas aunque desvaídas colgaderas que
cubrían lúgubremente las paredes representaban imágenes sombrías y majestuosas de
mil ilustres antepasados. Aquí, sacerdotes de manto de armiño y dignatarios pontificios,
familiarmente sentados junto al autócrata y al soberano, oponían su veto a los deseos de
un rey temporal, o contenían con el fiat de la supremacía papal el cetro rebelde del
archienemigo. Allí, las atezadas y gigantescas figuras de los príncipes de
Metzengerstein, montados en robustos corceles de guerra, que pisoteaban al enemigo
caído, hacían sobresaltar al más sereno contemplador con su expresión vigorosa; otra
vez aquí, las figuras voluptuosas, como de cisnes, de las damas de antaño, flotaban en el
laberinto de una danza irreal, al compás de una imaginaria melodía.
Pero mientras el barón escuchaba o fingía escuchar el creciente tumulto en las
caballerizas de Berlifitzing —y quizá meditaba algún nuevo acto, aún más audaz—, sus
ojos se volvían distraídamente hacia la imagen de un enorme caballo, pintado con un
color que no era natural, y que aparecía en las tapicerías como perteneciente a un
sarraceno, antecesor de la familia de su rival. En el fondo de la escena, el caballo
permanecía inmóvil y estatuario, mientras aún más lejos su derribado jinete perecía bajo
el puñal de un Metzengerstein.
En los labios de Frederick se dibujó una diabólica sonrisa, al darse cuenta de lo que
sus ojos habían estado contemplando inconscientemente. No pudo, sin embargo,
apartarlos de allí. Antes bien, una ansiedad inexplicable pareció caer cerro un velo
fúnebre sobre sus sentidos. Le resultaba difícil conciliar sus soñolientas e incoherentes
sensaciones con la certidumbre de estar despierto. Cuanto más miraba, más absorbente
se hacía aquel encantamiento y más imposible parecía que alguna vez pudiera alejar sus
ojos de la fascinación de aquella tapicería. Pero como afuera el tumulto era cada vez más
violento, logró, por fin, concentrar penosamente su atención en los rojizos resplandores
que las incendiadas caballerizas proyectaban, sobre las ventanas del aposento.
Con todo, su nueva actitud no duró mucho y sus ojos volvieron a posarse
mecánicamente en el muro. Para su indescriptible horror y asombro, la cabeza del
gigantesco corcel parecía haber cambiado, entretanto, de posición. El cuello del animal,
antes arqueado como si la compasión lo hiciera inclinarse sobre el postrado cuerpo de su
amo, tendíase ahora en dirección al barón. Los ojos, antes invisibles, mostraban una
expresión enérgica y humana, brillando con un extraño resplandor rojizo como de
fuego; y los abiertos belfos de aquel caballo, aparentemente enfurecido, dejaban a la
vista sus sepulcrales y repugnantes dientes.
Estupefacto de terror, el joven aristócrata se encaminó, tambaleante, hacia la puerta.
En el momento de abrirla, un destello de luz roja, inundando el aposento, proyectó
claramente su sombra contra la temblorosa tapicería, y Frederick se estremeció al
percibir que aquella sombra (mientras él permanecía titubeando en el umbral) asumía la
exacta posición y llenaba completamente el contorno del triunfante matador del
sarraceno Berlifitzing.
Para calmar la depresión de su espíritu, el barón corrió al aire libre. En la puerta
principal del palacio encontró a tres escuderos. Con gran dificultad, y a riesgo de sus
vidas, los hombres trataban de calmar los convulsivos saltos de un gigantesco caballo de
color de fuego.
—¿De quién es este caballo? ¿Dónde lo encontrasteis? —demandó el joven, con voz
tan sombría como colérica, al darse cuenta de que el misterioso corcel de la tapicería era
la réplica exacta del furioso animal que estaba contemplando.
—Es vuestro, sire —repuso uno de los escuderos—, o, por lo menos, no sabemos que
nadie lo reclame. Lo atrapamos cuando huía, echando humo y espumante de rabia, de
las caballerizas incendiadas del conde de Berlifitzing. Suponiendo que era uno de los
caballos extranjeros del conde, fuimos a devolverlo a sus hombres. Pero éstos negaron
haber visto nunca al animal, lo cual es raro, pues bien se ve que escapó por muy poco de
perecer en las llamas.
—Las letras W. V. B. están claramente marcadas en su frente —interrumpió otro
escudero—. Como es natural, pensamos que eran las iniciales de Wilhelm Von
Berlifitzing, pero en el castillo insisten en negar que el caballo les pertenezca.
—¡Extraño, muy extraño! —dijo el joven barón con aire pensativo, y sin cuidarse, al
parecer, del sentido de sus palabras—. En efecto, es un caballo notable, un caballo
prodigioso... aunque, como observáis justamente, tan peligroso como intratable... Pues
bien, dejádmelo —agregó, luego de una pausa—. Quizá un jinete como Frederick de
Metzengerstein sepa domar hasta el diablo de las caballerizas de Berlifitzing.
—Os engañáis, señor; este caballo, como creo haberos dicho, no proviene de las
caballadas del conde. Si tal hubiera sido el caso, conocemos demasiado bien nuestro
deber para traerlo a presencia de alguien de vuestra familia.
—¡Cierto! —observó secamente el barón.
En ese mismo instante, uno de los pajes de su antecámara vino corriendo desde el
palacio, con el rostro empurpurado. Habló al oído de su amo para informarle de la
repentina desaparición de una pequeña parte de las tapicerías en cierto aposento, y
agregó numerosos detalles tan precisos como completos. Como hablaba en voz muy
baja, la excitada curiosidad de los escuderos quedó insatisfecha.
Mientras duró el relato del paje, el joven Frederick pareció agitado por encontradas
emociones. Pronto, sin embargo, recobró la compostura, y mientras se difundía en su
rostro una expresión de resuelta malignidad, dio perentorias órdenes para que el
aposento en cuestión fuera inmediatamente cerrado y se le entregara al punto la llave.
—¿Habéis oído la noticia de la lamentable muerte del viejo cazador Berlifitzing?—
dijo uno de sus vasallos al barón, quien después de la partida del paje seguía
mirándolos botes y las arremetidas del enorme caballo que acababa de adoptar como
suyo, i.e. redoblaba su furia mientras lo llevaban por la larga avenida que unía el palacio
con las caballerizas de los Metzengerstein.
—¡No! —exclamó el barón, volviéndose bruscamente hacia el que había hablado—.
¿Muerto, dices?
—Por cierto que sí, sire, y pienso que para el noble que ostenta vuestro nombre no
será una noticia desagradable.
Una rápida sonrisa pasó por el rostro del barón.
—¿Cómo murió?
—Entre las llamas, esforzándose por salvar una parte de sus caballos de caza
favoritos.
—¡Re ...al...mente! —exclamó el barón, pronunciando cada sílaba como si una
apasionante idea se apoderara en ese momento de él.
—¡Realmente! —repitió el vasallo.
—¡Terrible! —dijo serenamente el joven, y se volvió en silencio al palacio.
Desde aquel día, una notable alteración se manifestó en la conducta exterior del
disoluto barón Frederick de Metzengerstein. Su comportamiento decepcionó todas las
expectativas, y se mostró en completo desacuerdo con las esperanzas de muchas damas,
madres de hijas casaderas; al mismo tiempo, sus hábitos y manera de ser siguieron
diferenciándose más que nunca de los de la aristocracia circundante. Jamás se le veía
fuera de los límites de sus dominios, y en aquellas vastas extensiones parecía andar sin
un solo amigo —a menos que aquel extraño, impetuoso corcel de ígneo color, que
montaba continuamente, tuviera algún misterioso derecho a ser considerado como su
amigo.
Durante largo tiempo, empero, llegaron a palacio las invitaciones de los nobles
vinculados con su casa. «¿Honrará el barón nuestras fiestas con su presencia?» «¿Vendrá
el barón a cazar con nosotros el jabalí?» Las altaneras y lacónicas respuestas eran
siempre: «Metzengerstein no irá a la caza», o «Metzengerstein no concurrirá».
Aquellos repetidos insultos no podían ser tolerados por una aristocracia igualmente
altiva. Las invitaciones se hicieron menos cordiales y frecuentes, hasta que cesaron por
completo. Incluso se oyó a la viuda del infortunado conde Berlifitzing expresar la
esperanza de que «el barón tuviera que quedarse en su casa cuando no deseara estar en
ella, ya que desdeñaba la sociedad de sus pares, y que cabalgara cuando no quisiera
cabalgar, puesto que prefería la compañía de un caballo». Aquellas palabras eran sólo el
estallido de un rencor hereditario, y servían apenas para probar el poco sentido que
tienen nuestras frases cuando queremos que sean especialmente enérgicas.
Los más caritativos, sin embargo, atribuían aquel cambio en la conducta del joven
noble a la natural tristeza de un hijo por la prematura pérdida de sus padres; ni que
decir que echaban al olvido su odiosa y desatada conducta en el breve período
inmediato a aquellas muertes. No faltaban quienes presumían en el barón un concepto
excesivamente altanero de la dignidad. Otros —entre los cuales cabe mencionar al
médico de la familia— no vacilaban en hablar de una melancolía morbosa y mala salud
hereditaria; mientras la multitud hacía correr oscuros rumores de naturaleza aún más
equívoca.
Por cierto que el obstinado afecto del joven hacia aquel caballo de reciente
adquisición —afecto que parecía acendrarse a cada nueva prueba que daba el animal de
sus Broces y demoníacas tendencias terminó por parecer tan odioso como anormal aojos
de todos los hombres de buen sentido. Bajo el resplandor del mediodía, en la oscuridad
nocturna, enfermo o sano, con buen tiempo o en plena tempestad, el joven
Metzengerstein parecía clavado en la montura del colosal caballo, cuya intratable fiereza
se acordaba tan bien con su propia manera de ser.
Agregábanse además ciertas circunstancias que, unidas a los últimos sucesos,
conferían un carácter extraterreno y portentoso a la manía del jinete y a las posibilidades
del caballo. Habíase medido cuidadosamente la longitud de alguno de sus saltos, que
excedían de manera asombrosa las más descabelladas conjeturas. El barón no había
dado ningún nombre a su caballo, a pesar de que todos los otros de su propiedad los
tenían. Su caballeriza, además, fue instalada lejos de las otras, y sólo su amo osaba
penetrar allí y acercarse al animal para darle de comer y ocuparse de su cuidado. Era
asimismo de observar que, aunque los tres escuderos que se habían apoderado del
caballo cuando escapaba del incendio en la casa de los Berlifitzing, lo habían contenido
por medio de una cadena y un lazo, ninguno podía afirmar con certeza que en el curso
de la peligrosa lucha, o en algún momento más tarde, hubiera apoyado la mano en el
cuerpo de la bestia. Si bien los casos de inteligencia extraordinaria en la conducta de un
caballo lleno de bríos no tienen por qué provocar una atención fuera de lo común,
ciertas circunstancias se imponían por la fuerza aun a los más escépticos y flemáticos; se
afirmó incluso que en ciertas ocasiones la boquiabierta multitud que contemplaba a
aquel animal había retrocedido horrorizada ante el profundo e impresionante
significado de la terrible apariencia del corcel; ciertas ocasiones en que aun el joven
Metzengerstein palidecía y se echaba atrás, evitando la viva, la interrogante mirada de
aquellos ojos que parecían humanos.
Empero, en el séquito del barón nadie ponía en duda el ardoroso extraordinario
efecto que las fogosas características de su caballo provocaban en el joven aristócrata;
nadie, a menos que mencionemos a un insignificante pajecillo contrahecho, que
interponía su fealdad en todas partes y cuyas opiniones carecían por completo de
importancia. Este paje (si vale la pena mencionarlo) tenía el descaro de afirmar que su
amo jamás se instalaba en la montura sin un estremecimiento tan imperceptible como
inexplicable, y que al volver de sus largas y habituales cabalgatas, cada rasgo de su
rostro aparecía deformado por una expresión de triunfante malignidad.
Una noche tempestuosa, al despertar de un pesado sueño, Metzengerstein bajó como
un maníaco de su aposento y, montando a caballo con extraordinaria prisa, sé lanzó a
las profundidades de la floresta. Una conducta tan habitual en él no llamó especialmente
la atención, pero sus domésticos esperaron con intensa ansiedad su retorno cuando,
después de algunas horas de ausencia, las murallas del magnífico y suntuoso palacio de
los Metzengerstein comenzaron a agrietarse y a temblar hasta sus cimientos, envueltas
en la furia ingobernable de un incendio.
Aquellas lívidas y densas llamaradas fueron descubiertas demasiado tarde; tan
terrible era su avance que, comprendiendo la imposibilidad de salvar la menor parte del
edificio, la muchedumbre se concentró cerca del mismo, envuelta en silencioso y
patético asombro. Pero pronto un nuevo y espantoso suceso reclamó el interés de la
multitud, probando cuánto más intensa es la excitación que provoca la contemplación
del sufrimiento humano, que los más espantosos espectáculos que pueda proporcionarla
materia inanimada.
Por la larga avenida de antiguos robles que llegaba desde la floresta a la entrada
principal del palacio se vio venir un caballo dando enormes saltos, semejante al
verdadero Demonio de la Tempestad, y sobre el cual había un jinete sin sombrero y con
las ropas revueltas.
Veíase claramente que aquella carrera no dependía de la voluntad del caballero. La
agonía que se reflejaba en su rostro, la convulsiva lucha de todo su cuerpo, daban
pruebas de sus esfuerzos sobrehumanos; pero ningún sonido, salvo un solo alarido,
escapó de sus lacerados labios, que se había mordido una y otra vez en la intensidad de
su terror. Transcurrió un instante, y el resonar de los cascos se oyó clara y agudamente
sobre el rugir de las llamas y el aullar de los vientos; pasó otro instante y, con un sólo
salto que le hizo franquear el portón y el foso, el corcel penetró en la escalinata del
palacio llevando siempre a su jinete y desapareciendo en el torbellino de aquel caótico
fuego.
La furia de la tempestad cesó de inmediato, siendo sucedida por una profunda y
sorda calma. Blancas llamas envolvían aún el palacio como una mortaja, mientras en la
serena atmósfera brillaba un resplandor sobrenatural que llegaba hasta muy lejos;
entonces una nube de humo se posó pesadamente sobre las murallas, mostrando
distintamente la colosal figura de... un caballo.
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