EL ZORRO Y EL BOSQUE
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Hubo fuegos artificiales aquella primera noche, algo inquietantes quizá, pues
recordaban otras cosas horribles, pero éstas eran hermosas realmente: cohetes que
subían en el aire antiguo y dulce de México, y chocaban con las estrellas convirtiéndolas
en fragmentos azules y blancos. Todo era agradable y suave. El aire era una mezcla de
muertos y vivos, de lluvias y polvos, del olor del incienso y el olor de las tubas de bronce
que lanzaban al aire los amplios compases de La Paloma. Las puertas de la iglesia
estaban abiertas de par en par, y parecía como si una enorme constelación amarilla
hubiese caído desde el cielo de octubre y ardiese ahora en los muros de piedra. Un millón
de velas esparcía colores y humos. Otros fuegos de artificio, más nuevos y mejores,
echaban a correr como cometas de cola recta por la plaza fresca y empedrada, golpeaban
contra las paredes de adobe del café y se elevaban luego como alambres incandescentes
hacia los altos campanarios donde sólo se veían los desnudos pies de unos niños que
saltaban de un lado a otro, volteando una y otra vez las monstruosas campanas, y
lanzando al aire una música monstruosa. Un toro llameante saltaba por la plaza
persiguiendo a los hombres, que reían a carcajadas, y a los niños, que corrían chillando.
-El año es 1938 -dijo William Travis, de pie al lado de su mujer, a orillas de la
vociferante multitud, con una sonrisa-. Un buen año.
El toro se precipitó contra ellos. La pareja se hizo a un lado y echó a correr bajo una
lluvia de fuego, alejándose del ruido y la música, la iglesia y la banda, bajo la luz de las
estrellas. El toro (un esqueleto de bambú y pólvora sulfurosa) pasó rápidamente llevado
en hombros por un vivaz mexicano.
Susan Travis se detuvo para tomar aliento.
-Nunca me he divertido tanto.
-Es maravilloso -dijo William.
-Seguirá, ¿no es cierto?
-Toda la noche.
-No Me refiero a nuestro viaje.
William frunció el ceño y se tocó el bolsillo del chaleco.
-Tengo cheques de viajero como para toda una vida. Diviértete. Y olvídate. Nunca nos
encontrarán.
-¿Nunca?
-Nunca.
Ahora alguien lanzaba al aire unos petardos gigantescos desde la torre del sonoro
campanario. Los petardos caían envueltos en chispas y humo y la multitud se apartaba, y
la pólvora ardía maravillosamente entre los pies de los bailarines y los móviles cuerpos.
Un apetitoso olor a tortas fritas llenaba el aire, y desde las terrazas de los cafés unos
hombres observaban la escena, con botes de cerveza en las manos oscuras.
El toro estaba muerto. El fuego ya no salía de las cañas de bambú. El nombre se sacó
la armazón de los hombros. Unos niños se acercaron a tocar la magnífica cabeza de
papel, los cuernos verdaderos.
-Vamos a ver el toro -dijo William.
Al pasar ante la puerta del café, Susan vio al hombre. Los observaba. Un hombre
blanco, con un traje blanco como la sal, corbata azul y camisa azul, y un rostro delgado y
quemado por el sol. Tenía el pelo rubio y lacio, y los ojos azules, y los seguía con la
mirada.
Susan no se hubiese fijado si no hubiera visto aquellas botellas agrupadas sobre la
mesa, junto al brazo blanquísimo: una panzuda botella de crema de menta, una clara
botella de vermouth, un frasco de coñac, y otras siete botellas de diversos licores. Y al
alcance de la mano se alineaban diez vasitos a medio llenar, de los cuales, y sin quitar los
ojos de la plaza, el hombre bebía, de cuando en cuando, arrugando los ojos y apretando
los labios delgados. En la otra mano humeaba un esbelto cigarro, y sobre una silla se
amontonaban veinte cajas de cigarrillos turcos, diez paquetes de habanos y algunos
frascos de agua de colonia.
-Bill...-murmuró Susan.
-Tranquilízate -dijo William-. No es nadie.
-Lo vi en la plaza esta mañana.
-No mires atrás. Sigue caminando. Haz como si miraras la cabeza del toro. Eso es.
Hazme alguna pregunta.
-¿Crees que será algún investigador?
-¡No han podido seguirnos!
-¡Pueden!
-Qué hermoso toro -le dijo William al dueño.
-No ha podido seguirnos a través de doscientos años, ¿no es cierto?
-Cuidado, por favor -dijo William.
Susan se tambaleó. William la tomó por el codo y la llevó a través de la multitud.
-No te desmayes. -William sonrió, tratando de tranquilizarla-. En seguida te sentirás
bien. Vayamos a ese café. Beberemos delante de ese hombre. Si es quien creemos, no
sospechará de nosotros.
-No, no puedo.
-Tenemos que hacerlo. Vamos. -Y añadió en voz alta, mientras entraban en el café-: Y
yo le dije a David: ¡Eso es ridículo!
Aquí estamos, pensó Susan. ¿Quiénes somos? ¿A dónde vamos? ¿Qué tememos?
Comienza por el principio, se dijo a sí misma, recurriendo a toda su cordura. Sintió bajo
los pies el piso de adobe.
Me llamo Ann Kristen. Mi marido se llama Roger Kristen. Vivíamos en el año 2155, en
un mundo malvado. Un mundo que como un enorme barco negro se alejaba de la costa
de la cordura y la civilización haciendo sonar su negra sirena en medio de la noche, con
dos billones de personas a bordo, dirigiéndose hacia la muerte, más allá de la orilla del
mar y de la tierra, hacia la locura y el fuego radiactivo.
Entraron en el café. El hombre los miraba fijamente.
Sonó un teléfono.
Susan se sobresaltó.
Recordó un teléfono que había sonado en el futuro, doscientos años después, una
clara mañana de abril de 2155.
-¡Ann, te habla Rene! ¿Lo sabes ya? Me refiero a Viajes por el Tiempo, Sociedad
Anónima. Viajes a Roma, al año 21 a. de C.; viajes a la batalla de Waterloo, ¡a cualquier
época, a cualquier lugar!
-Rene, bromeas.
-No. Clinton Smith salió esta mañana para Filadelfia, 1776. Viajes por el Tiempo, S. A.,
lo arregla todo. Es bastante caro. Pero, piensa... ¡Ver realmente el incendio de Roma, y a
Kublaikhan y Moisés, y el mar Rojo! Probablemente ya hay un aviso en tu correo
neumático.
Ann abrió el cilindro y allí estaba el aviso, impreso en una hoja metálica.
¡LOS HERMANOS WRIGHT EN KITTY HAWK!
¡ROMA Y LOS BORGIAS!
¡Viajes por el Tiempo S. A. lo viste a usted y lo mezcla con la multitud el día del
asesinato de César o Lincoln! Garantizamos enseñanza de cualquier idioma, para que
usted pueda visitar fácilmente cualquier civilización, cualquier año, sin molestias. Latín,
griego, norteamericano vulgar. ¡Elija el tiempo de sus vacaciones y ya no sólo el sitio!
La voz de Rene resonaba en el teléfono:
-Tom y yo salimos mañana para 1492. Están arreglándolo todo para que Tom pueda
embarcar en una de las carabelas de Colón. ¿No es asombroso?
-Sí -murmuró Ann, estupefacta-. ¿Y qué dice el gobierno de esta compañía de
máquinas del tiempo?
-Oh, la policía vigila el asunto. Temen que la gente rompa los convenios, se escape y
se esconda en el pasado. Todos tienen que dejar una garantía: su casa y sus bienes. Al
fin y al cabo estamos en guerra.
-Sí, la guerra -murmuró Ann-. La guerra.
Y allí, de pie, al lado del teléfono, Ann pensó: ésta es la oportunidad de la que tanto
hemos hablado yo y mi marido, la que hemos esperado durante años y años. No nos
gusta este mundo de 2155. Roger quiere dejar su trabajo en la fábrica de bombas, yo mi
puesto en el laboratorio de cultivos patógenos. Quizá logremos huir a través de los siglos
hasta un país salvaje donde nunca podrán encontrarnos ni traernos de nuevo aquí para
quemarnos los libros, censurarnos las ideas, aterrorizarnos las mentes, ensordecernos
con radios...
Estaban en México en el año 1938.
Susan contemplaba las manchadas paredes del café.
Los buenos trabajadores del Estado del Futuro podían descansar en el pasado. Y Ann
y Roger habían retrocedido hasta 1938, a la ciudad de Nueva York, y habían disfrutado de
los teatros y de la estatua de la Libertad que aún se alzaba, verde, en el puerto. Y al
tercer día se habían cambiado las ropas, los nombres, y habían huido.
-Tiene que ser -murmuró Susan, observando al hombre-. Esos cigarrillos, los cigarros,
los licores...
¿Recuerdas nuestra primera noche en el pasado?
Hacía un mes, en aquella primera noche, antes de venir a México, habían bebido los
licores raros, habían comprado y saboreado comidas insólitas, perfumes, cigarrillos, todo
lo que escaseaba en un futuro donde sólo la guerra era importante. Habían perdido la
cabeza. Habían entrado en tiendas, bares, cigarrerías, y habían ido, cargados de
paquetes, a encerrarse en el cuarto, a enfermarse de un modo maravilloso.
Y ahora ese desconocido hacía lo mismo. Sólo un hombre del futuro podía hacer eso,
un hombre que hubiese soñado años y años con cigarrillos y licores.
Susan y William se sentaron y pidieron una bebida.
El desconocido les examinaba las ropas, el pelo, las joyas... el modo de caminar y de
sentarse.
-Siéntate con naturalidad -dijo William entre dientes-. Como si hubieses usado estas
ropas toda la vida.
-Nunca debimos escaparnos.
-¡Dios mío! -dijo William-. El hombre viene hacia aquí. Déjame hablar.
El desconocido se inclinó ante ellos. Se oyó el leve entrechocar de los talones. Susan
se estremeció. ¡Ese ruido militar! Inconfundible como el de esos espantosos nudillos que
golpean la puerta en medio de la noche.
-Señor Roger Kristen -dijo el desconocido-, usted no se recoge los pantalones al
sentarse.
William se quedó helado. Se miró las manos que descansaban inocentemente sobre
sus piernas. El corazón de Susan latía apresuradamente.
-Usted me confunde -dijo William con rapidez-. No me llamo Krisler.
-Kristen -corrigió el desconocido.
-Soy William Travis -dijo William- y no veo en verdad por qué se interesa usted en mis
pantalones.
-Lo siento.-El desconocido apartó una silla y se sentó-. Digamos que pensé que lo
conocía porque no se recogió los pantalones. Todo el mundo lo hace. Pues si no, los
pantalones se deforman. Vengo de muy lejos, señor... Travis, y necesito compañía. Mi
nombre es Simms.
-Señor Simms, apreciamos de veras su soledad, pero estamos cansados. Mañana
salimos para Acapulco.
-Un sitio encantador. Justamente mañana buscaré allí a unos amigos. No deben de
andar muy lejos. Terminaré por encontrarlos. ¡Oh!, ¿la señora no se siente bien?
-Buenas noches, señor Simms.
William y Susan se alejaron hacia la puerta. William apretaba con fuerza el brazo de su
mujer. El señor Simms volvió a hablarles. No lo miraron -Ah, me olvidaba -exclamó el
hombre. Calló y luego dijo, lentamente-: 2155.
Susan cerró los ojos, y sintió que le faltaba el piso. Siguió caminando, a ciegas, hacia la
plaza iluminada.
Llegaron al cuarto del hotel y cerraron la puerta con llave. Susan se echó a llorar, y allí
se quedaron, de pie en la oscuridad, mientras el cuarto daba vueltas. A lo lejos estallaban
los petardos, y las risas llenaban la plaza.
-Qué hombre desfachatado -dijo William-. Sentado ahí, examinándonos de arriba a
abajo, como a animales, sin dejar de fumar sus malditos cigarrillos, sin dejar de beber.
¡Debí haberlo matado! -William parecía histérico-. Hasta tuvo el descaro de darnos su
nombre verdadero. El jefe de policía. Y ese asunto de mis pantalones. Dios mío. Debí
habérmelos recogido cuando me senté. Es un gesto automático en esta época. No lo hice,
y eso me diferenció de los demás. Ese es alguien que nunca usó pantalones, pensó
Simms, un hombre acostumbrado a los uniformes, a las modas del futuro. No tengo
perdón. Me he traicionado.
-No, no, fue mi modo de caminar. Estos tacos altos, eso fue. Nuestros cabellos recién
cortados. Todo en nosotros es raro e incómodo.
William encendió la luz.
-Está observándonos. Todavía no está seguro... no totalmente. No podemos
escaparnos ahora. Confirmaríamos sus sospechas. Iremos a Acapulco como si no pasara
nada.
-Quizá ya sabe a qué atenerse, y está jugando con nosotros.
-Es muy capaz. Le sobra tiempo. Puede entretenerse aquí, si quiere, y llevarnos de
vuelta al futuro en un instante. Puede engañarnos durante días enteros, riéndose de
nosotros.
Susan se sentó en la cama secándose las lágrimas que le cubrían el rostro, respirando
el viejo olor del incienso y la pólvora.
-No harán una escena, ¿no es cierto?
-No se atreverán. Esperarán a que estemos solos. Únicamente entonces podrán
meternos en la Máquina del Tiempo.
-Hay una solución entonces -dijo Susan-. No estemos nunca solos. Mezclémonos con
la gente. Podemos hacer un millón de amigos, visitar los mercados, dormir en las
municipalidades de todos los pueblos, pagar a la policía para que nos proteja hasta que
descubramos un modo de matar a Simms. Nos disfrazaremos con ropa nueva, como
mejicanos por ejemplo.
Se oyó el ruido de unos pasos.
Apagaron la luz y se desvistieron en silencio. Los pasos se alejaron. Una puerta se
cerró.
Susan se detuvo junto a la ventana y miró la plaza sombría.
-Así que ese edificio es una iglesia.
-Si.
-Siempre me pregunté cómo sería una iglesia. Nadie ha visto ninguna desde hace tanto
tiempo. ¿Podemos visitarla mañana?
-Es claro. Ven a acostarte.
Descansaron envueltos por las sombras del cuarto.
Una hora y media más tarde sonó el teléfono. Susan levantó el receptor.
-¿Hola?
-Los conejos pueden esconderse en el bosque -dijo una voz- pero el zorro acabará por
descubrirlos.
Susan colgó el receptor y se acostó de espaldas, rígida y helada.
Afuera, en el año 1938, un hombre con una guitarra tocó tres canciones, una después
de otra.
Durante la noche, Susan estiró la mano hasta casi tocar el año 2155. Sintió que los
dedos le resbalaban por la fresca superficie del tiempo, como por una tela ondulada, y oyó
el insistente taconeo de las botas y un millón de bandas que tocaban un millón de
marchas militares, y vio las cincuenta mil hileras de cultivos patógenos en sus tubos de
vidrio aséptico, y la mano que se adelantaba hacia ellos en esa enorme fábrica del futuro.
Los tubos de gérmenes de lepra, peste bubónica, tifus, tuberculosis... y luego la explosión.
Vio que la mano le ardía hasta convertirse en una pasa arrugada, y sintió una sacudida
tan grande que el mundo se alzó y cayó, los edificios se derrumbaron, y la gente sangró y
quedó tendida en el suelo, en silencio. Volcanes, máquinas, vientos, aludes, callaron
también, y Susan se despertó, sollozando, en la cama, en México, muchos años antes...
Por la mañana temprano, después de una única hora de sueño, William y Susan se
despertaron con el estruendo de unos ruidosos automóviles. Susan observó desde el
balcón de hierro a las ocho personas que salían charlando, gritando, de camiones y autos
adornados con rojos letreros. Un grupo de mexicanos rodeaba los camiones.
-¿Qué pasa? -le preguntó Susan a un niño.
El niño gritó algo desde la calle.
Susan se volvió hacia su marido.
-Una compañía norteamericana de películas que viene a filmar aquí.
William se estaba dando una ducha.
-Interesante -dijo-. Iremos a verlos. Creo que será mejor que no nos vayamos hoy.
Trataremos de confundir a Simms. Miraremos la filmación. Dicen que la técnica del cine
primitivo era algo sorprendente. Olvidémonos de nosotros.
De nosotros, pensó Susan. Durante unos segundos, bajo la luz brillante del sol, había
olvidado que en alguna parte, en ese mismo hotel, los esperaba un hombre, un hombre
que fumaba mil cigarrillos. Observó a los ocho felices y ruidosos norteamericanos y deseó
gritarles:
-¡Sálvenme, ocúltenme, ayúdenme! Tíñanme el pelo, píntenme los ojos, vístanme con
ropas raras. Necesito que me ayuden. ¡Soy del año 2155!
Pero las palabras se le atragantaron. Los funcionarios de Viajes por el Tiempo, S. A.,
no eran tontos. Antes de iniciar el viaje le ponían a uno en el cerebro una barrera
psicológica. No era posible decir dónde o cuándo se había nacido, ni hablar del futuro con
los hombres del pasado. El futuro y el pasado debían protegerse el uno del otro. Sólo con
esa barrera se podía viajar, sin vigilancia, a través de las edades. Los que viajaban por el
ayer no alteraban de ese modo el futuro. Aunque Susan sintiese unos terribles deseos de
hablar, no podía decir quién era ella, ni cuál era su vida.
-¿Vamos a desayunar? -dijo William.
El desayuno se servía en el gran comedor. Jamón con huevos para todos. La sala
estaba llena de turistas. Las gentes de la compañía cinematográfica -seis hombres y dos
mujeres- entraron riendo a carcajadas, moviendo las sillas. Susan se sentó cerca de ellos,
gozando de la cordialidad y la protección que brotaba del grupo, sin preocuparse ni
siquiera del señor Simms que bajaba por las escaleras, fumando intensamente su
cigarrillo. Simms la saludó con un movimiento de cabeza, y Susan le devolvió el saludo,
sonriendo, pues frente a ese grupo de gente de cine, ante veinte turistas, el hombre era
casi inofensivo.
-Quizá podamos conquistar a dos de esos actores -dijo William-. Decirles que se trata
de una broma, vestirlos con nuestros trajes, y hacerlos escapar en nuestro coche en un
momento en que Simms no pueda verles las caras. Si pueden engañarlo unas horas,
quizá podamos llegar a la ciudad de México. Tardará en encontrarnos.
-¡Eh!
Un hombre gordo, con el aliento lleno de alcohol, se inclinó hacia ellos.
-¡Turistas norteamericanos! -gritó-. Estoy tan cansado de estos nativos. ¡Los besaría,
de veras! -Les estrechó las manos-. Vamos, coman con nosotros. La desgracia necesita
compañía. Yo soy el señor Desgracia, ésta es la señorita Tristeza, y éstos son el señor y
la señora Odiamos-México. Todos lo odiamos. Hemos venido a filmar las primeras
escenas de una condenada película. El resto del reparto llegará mañana. Me llamo Joe
Melton; Soy el director. ¡Qué país infernal! Funerales en las calles, gentes que se mueren.
Vamos, vengan aquí. Júntense con nosotros. Levántennos el ánimo.
Susan y William se reían.
-¿No soy cómico? -preguntó el señor Melton mirando a sus acompañantes.
Susan se sentó junto a ellos.
-¡Maravilloso!
El señor Simms los miraba con furia.
Susan le hizo una mueca.
El señor Simms se adelantó entre las mesas y sillas.
-Señor Travis, señora -les dijo-, creí que desayunarían conmigo.
-Lo siento -dijo William.
-Siéntese, hombre -dijo el señor Melton-. Los amigos de mis amigos son también mis
amigos.
El señor Simms se sentó. Las gentes de la compañía cinematográfica hablaban a
gritos. El señor Simms dijo en voz baja:
-¿Durmieron bien?
-¿Usted no?
-No estoy acostumbrado a los colchones de resortes -explicó el señor Simms
cansadamente-. Pero no importa. Me pasé la mitad de la noche probando cigarrillos y
comidas. Raros, fascinantes. Todo un arco iris de sensaciones, estos antiguos vicios.
-No sabemos de qué habla -dijo Susan.
-Sigue la comedia. -El señor Simms se rió-. Todo es inútil. Lo mismo esta estratagema
de los grupos. Ya los veré a solas. Tengo una paciencia infinita.
-Oigan -interrumpió el señor Melton, con el rostro enrojecido-, ¿está molestándolos ese
individuo?
-No pasa nada.
-Avísenme y lo sacaremos de aquí a empujones.
Melton se volvió para gritar algo a sus compañeros.
El señor Simms continuó en medio de las risas:
-Vayamos al centro de la cuestión. Los seguí durante un mes por pueblos y ciudades, y
luego ayer, todo el día. Si vienen conmigo sin protestar, haré lo posible para que no los
castiguen. Siempre que usted, señor Kristen, vuelva a su trabajo en la fábrica de bombas
de hidrógeno.
-¡Oigan hablando de ciencia durante el desayuno! -observó el señor Melton, que había
escuchado el final de la frase.
Simms continuó, imperturbable:
-Piénsenlo. No pueden escapar. Si me matan. vendrán otros.
-No sabemos de qué habla.
-¡Basta! -dijo Simms, irritado-. ¡Usen su inteligencia! Saben muy bien que no podemos
permitir que se escapen. Otras gentes de 2155 querrían hacer lo mismo. Necesitamos
gente.
-Para matarla en la guerra -dijo William.
-¡Bill!
-No te preocupes, Susan. Le hablaremos en su mismo lenguaje. No podemos escapar.
-Excelente -dijo Simms-. En verdad, son ustedes unos románticos incorregibles.
Huyendo de sus responsabilidades.
-Huyendo del horror.
-Tonterías. Sólo una guerra.
-¿De qué hablan? -preguntó el señor Melton.
Susan quiso decírselo. Pero sólo podía hablar de generalidades. La barrera psicológica
admitía sólo eso. Generalidades, como las que discutían Simms y William.
-Sólo la guerra -dijo William-. ¡La mitad de la población mundial destruida por bombas
de lepra!
-Los habitantes del futuro -indicó Simms- están resentidos. Ustedes dos descansando
en una especie de isla tropical mientras ellos se precipitan en los abismos infernales. La
muerte quiere muerte. Se muere mejor si se sabe que a otros les pasa lo mismo. Es
bueno oír que no se está solo en la tumba. Soy el guardián de ese resentimiento
colectivo.
-¡Miren al guardián del resentimiento! -dijo el señor Melton a sus acompañantes.
-Cuanto más me hagan esperar, peor para ustedes. Lo necesitamos en la fábrica de
bombas, señor. Vuelvan. No habrá torturas. Más tarde, lo obligaremos a trabajar, y
cuando las bombas estén terminadas, ensayaremos en usted algunos nuevos y
complicados aparatos.
-Le propongo algo -dijo William-. Volveré con usted si mi mujer se queda aquí, lejos de
la guerra.
El señor Simms pensó unos instantes.
-Bueno. Estaré en la plaza dentro de diez minutos. Tenga listo el coche. Iremos a un
lugar donde no haya gente. La Máquina del Tiempo nos estará esperando.
Susan apretó con fuerza el brazo de su marido.
-¡Bill!
-No discutas. -William la miró-. Está decidido. -Y añadió dirigiéndose a Simms-: Una
cosa. Anoche pudo entrar en nuestra alcoba y secuestrarnos. ¿Por qué no lo hizo?
-Digamos que estaba divirtiéndome. ¿Qué les parece? -replicó perezosamente el señor
Simms, chupando otro cigarro-. Me disgusta dejar este clima maravilloso, este sol, estas
vacaciones. Lamento dejar los vinos y el tabaco. Oh, lo lamento de veras... En la plaza
entonces, dentro de diez minutos. Protegeremos a su mujer. Podrá quedarse aquí el
tiempo que quiera. Despídanse.
El señor Simms se levantó y salió del comedor.
-¡Ahí va el señor de los grandes discursos! -le gritó el señor Melton. Se volvió y vio a
Susan-. Eh, alguien está llorando. La mesa del desayuno no es sitio para llorar, ¿no es
cierto?
A las nueve y cuarto Susan miraba la plaza desde el balcón del hotel. El señor Simms
estaba allá abajo sentado en un fino banco de hierro, con las piernas cruzadas. Mordió la
punta de un cigarro y lo encendió cuidadosamente.
Susan oyó el ruido de un motor, y allá, de un garaje situado en lo más alto dc la calle,
salió el coche de William y descendió por la cuesta empedrada.
El auto se acercó velozmente. Cuarenta, cincuenta, sesenta kilómetros por hora. Las
gallinas saltaban en la calle. El señor Simms se sacó su blando sombrero dc paja, se
enjugó la frente rosada, se puso otra vez el sombrero, y vio el coche.
Se acercaba a ochenta kilómetros por hora, directamente hacia la plaza.
-¡William! -gritó Susan.
El coche golpeó estrepitosamente el cordón de la acera, dio un salto y corrió sobre las
losas hacia el banco verde del señor Simms. El hombre soltó su cigarro, dio un grito, y
alzó las manos. El coche lo golpeó. El cuerpo del señor Simms saltó en el aire y rodó por
la acera.
En el otro extremo de la plaza, con una rueda rota, el coche se detuvo. La gente corría.
Susan entró en el cuarto y cerró la ventana.
Al mediodía, pálidos, tomados del brazo, William y Susan salieron del palacio
municipal.
-Adiós, señor -dijo el alcalde-. Señor.
La pareja se detuvo en la plaza donde la multitud señalaba las manchas dc sangre.
-¿Te citarán otra vez? -preguntó Susan.
-No Ya me han preguntado bastante. Fue un accidente. Perdí el dominio del coche.
Hasta lloré ante ellos. Dios sabe que tenía que desahogarme. De cualquier modo. Tenía
ganas de llorar. Odié tener que matarlo. Nunca hice nada semejante.
-No te iniciar un juicio.
-Hablaron de eso, pero no. Hablé más rápidamente que ellos. Me creyeron. Fue un
accidente. Asunto terminado.
-¿Adónde iremos? ¿A la ciudad de México? ¿A Uruapán?
-El auto está en el taller de reparaciones. Estará listo a las cuatro de la tarde. Luego
escaparemos.
-¿No nos seguirán? ¿Simms estaría solo?
-No sé. Hemos ganado un poco de tiempo, me parece.
Las gentes de la compañía cinematográfica estaban saliendo del hotel. El señor Melton
se acercó corriendo hacia ellos.
-He oído lo que pasó. Mala suerte. ¿Está todo arreglado? ¿No quieren distraerse un
poco? Vamos a filmar algunas escenas en la calle. ¿Quieren mirar? Les hará bien.
William y Susan siguieron al señor Melton.
La cámara filmadora fue instalada sobre el empedrado de la calle. Susan miró el
camino que descendía, alejándose, y la carretera que llevaba a Acapulco y el mar,
bordeado por pirámides y ruinas, y pueblecitos de casas de adobe con muros amarillos,
azules y rojos, y llameantes buganvillas, y pensó: Andaremos por los caminos, nos
mezclaremos con grupos y multitudes, en los mercados, en los vestíbulos; pagaremos a la
policía para que nos vigilen, instalaremos cerraduras dobles; pero siempre rodeados de
gente, nunca solos, siempre con el temor de que la primera persona que pase a nuestro
lado sea otro Simms. No. Nunca sabremos si los hemos engañado. Y siempre, allá
adelante, en el futuro, estarán esperándonos, para quemarnos con sus bombas,
enfermarnos con sus gérmenes, ordenar que nos levantemos, que nos demos vuelta, que
saltemos a través del aro. Seguiremos huyendo por el bosque, y nunca nos detendremos,
y nunca volveremos a dormir.
Se había reunido una muchedumbre para observar la filmación. Susan observaba a la
gente y las calles.
-¿Ningún sospechoso?
-No. ¿Qué hora es?
-Las tres. El coche ya estará casi listo.
Las pruebas terminaron a las cuatro menos cuarto. El grupo volvió al hotel,
conversando animadamente. William se detuvo en el garaje.
-El coche estará arreglado a las seis -dijo saliendo del taller, pensativo.
-¿Pero no más tarde?
-No. No te preocupes.
Ya en el vestíbulo del hotel, William y Susan miraron a su alrededor buscando a alguien
que estuviera solo, alguien que se pareciese al señor Simms, alguien con el pelo recién
cortado, y envuelto en nubes de tabaco y perfume. Pero el vestíbulo estaba desierto. El
señor Melton comenzó a subir por la escalera y dijo:
-Bueno, ha sido un día terrible. ¿Quieren refrescarse un poco? ¿Martini? ¿Cerveza?
-Quizá. Un vaso.
El grupo invadió el cuarto del señor Melton. Se repartieron unas copas.
-Fíjate en la hora -dijo William.
La hora, pensó Susan. Si tuvieran algunas horas por delante. Sólo quería sentarse en
la plaza, durante todo un día de octubre, sin preocupaciones, sin pensamientos, con el sol
en los brazos y la cara, los ojos cerrados y el cuerpo inmóvil, sonriéndole al calor. Sólo
quería dormir al sol de México, dormir profundamente, fácilmente, felizmente, muchos,
muchos días...
El señor Melton abrió una botella de champaña.
-A una dama muy hermosa, a una dama que podría figurar en un film -dijo, alzando su
copa hacia Susan-. Tendría que sacarle una prueba.
Susan se rió.
-De veras -dijo Melton-. Es usted encantadora. Podría convertirla en una estrella de
cine.
-¿Y llevarme a Hollywood? -exclamó Susan.
-Lejos de este infierno de México, eso es.
Susan miró a William y ‚éste alzó una ceja y asintió en silencio. Sería un cambio de
escena, de ropas, de nombre, quizá. Y viajarían con otras ocho personas. Una buena
protección contra cualquier interferencia del futuro.
-Parece maravilloso -dijo Susan.
Sentía ya los efectos del champaña. La tarde se deslizaba suavemente. La reunión se
animaba a su alrededor. Por primera vez, después de muchos años, se sintió a salvo, y
bien, realmente feliz.
-¿Y qué clase de películas haría mi mujer? -preguntó William llenando otra vez su
copa.
-Bueno, a mí me gustaría una historia de suspense -dijo Melton-. La historia de una
pareja como ustedes.
-Siga.
-Una historia de guerra, quizá -dijo el director observando a contraluz el color de su
bebida.
Susan y William esperaban.
-La historia de una pareja que vive en una casita, en una callejuela, en el año 2155,
quizá -dijo Melton-. Sólo como un ejemplo, es claro. Pero esta pareja es alcanzada por
una guerra terrible: superbombas de hidrógeno, censura, muerte y entonces... -y aquí está
el nudo de la historia-... escapan al pasado, seguidos por un hombre que ellos suponen
lleno de maldad, pero que sólo trata de señalarles el camino del deber.
La copa de William cayó al piso.
-Y esta pareja -continuó el señor Melton- se mezcla confiadamente con un grupo de
gente de cine.
Así creen estar más seguros.
Susan se dejó caer en una silla. Todos observaban al director. El señor Melton bebió
un sorbo de vino.
-Ah, qué vino magnífico. Bueno, este hombre y esta mujer no comprenden, parece, qué
importantes son en ese futuro. Él, principalmente, es el hombre clave en la construcción
de una nueva bomba. Así que los policías no reparan en gastos o molestias para
encontrarlos, capturarlos y devolverlos al futuro. Al fin consiguen llevarlos a la habitación
de un hotel, donde nadie puede verlos. Estrategia. Los policías actúan solos, o en grupos
dc ocho. De ese modo no podrán fracasar. ¿No cree usted que sería una magnífica
película, Susan? ¿No lo cree usted, Bill?
El director vació la copa.
Susan, inmóvil, miraba el vacío.
-¿Un poco de champaña? -dijo el señor Melton.
William sacó su revólver e hizo fuego, tres veces. Uno de los hombres cayó al piso. Los
otros corrieron. Susan gritó. Una mano le cerró la boca. El revólver estaba ahora en el
suelo, y William forcejeaba tratando de librarse de los brazos de los hombres.
-Por favor -dijo el señor Melton sin moverse. La sangre le corría por los dedos-. No
empeoremos las cosas.
Alguien golpeó la puerta.
-¡Déjenme entrar!
-El gerente -dijo el señor Melton con sequedad. Señaló con la cabeza-. Vamos, rápido.
-¡Déjenme entrar! ¡Llamaré a la policía!
Susan y William volvieron los ojos hacia la puerta mirándose rápidamente.
-El gerente quiere entrar- dijo el señor Melton-. ¡Rápido!
Trajeron una cámara. Del aparato surgió un rayo de luz azul que recorrió la habitación.
El rayo se hizo más amplio, y los hombres, las mujeres se desvanecieron, uno a uno.
-¡Rápido!
Por la ventana, poco antes de desaparecer, Susan vio las tierras verdes y los muros
rojos, amarillos y azules morados, y los guijarros de la calle que descendían como las
aguas de un río, un hombre montado en un burro que se internaba entre las cálidas
colinas, y un niño que bebía naranjada (Susan sintió el líquido dulce en la garganta), y un
hombre sentado en la plaza, a la sombra de un árbol con una guitarra en las rodillas
(Susan sintió la mano sobre las cuerdas), y más allá, más lejos, el mar, el mar sereno y
azul (Susan sintió que las olas la envolvían y la arrastraban mar adentro).
Y Susan desapareció. Y luego William.
La puerta se abrió de par en par. El gerente entró acompañado por sus ayudantes.
El cuarto estaba vacío.
-¡Pero estaban aquí hace un momento! ¡Los vi entrar, y ahora... nada! -gritó el gerente-.
¡Las ventanas tienen rejas de hierro! ¡No han podido salir por ahí!
Al anochecer llamaron al cura. Y abrieron la puerta y el cura echó agua bendita en los
cuatro rincones, y bendijo la habitación.
-¿Qué haremos con esto? -dijo la camarera.
La mujer señaló el armario donde se amontonaban sesenta y siete botellas de
chartreuse, coñac, crema de cacao, ajenjo, vermouth y tequila, y ciento seis paquetes de
cigarrillos turcos, y ciento noventa y ocho cajas de cigarros habanos...
-
EL VISITANTE
-
Saul Williams despertó en una mañana tranquila. Miró por la abertura de la tienda y
pensó que la Tierra estaba muy lejos. A millones de kilómetros. Pero ¿qué podía hacer?
Tenía los pulmones llenos de «herrumbre de sangre». Tosía continuamente.
Se levantó a las siete. Era un hombre alto, delgado, enflaquecido por la enfermedad. El
aire de Marte apenas se movía. Los secos fondos del mar eran como una ancha llanura
silenciosa. El sol brillaba, claro y fresco, en el cielo vacío. Saul se lavó la cara y tomó su
desayuno.
Luego sintió el deseo de estar otra vez en la Tierra. Trataba, a lo largo del día, de
imaginarse en Nueva York. A veces, si se quedaba quieto, y ponía las manos de cierto
modo, llegaba a sentirlo. Podía sentir, casi, el aire de Nueva York. Pero la mayor parte de
las veces, todo era inútil.
Más tarde, aquella misma mañana, trató de morirse. Se acostó en la arena y le dijo a
su corazón que dejara de latir. Los latidos continuaron. Se imaginó a sí mismo saltando
desde lo alto de una roca o abriéndose las venas, pero se rió... le faltaba coraje.
Quizá si concentro mis pensamientos, pensó Saul, podría dormirme para siempre.
Trató de hacerlo. Una hora después se despertó con la boca llena de sangre. Se puso de
pie y lanzó un escupitajo, sintiendo lástima de sí mismo. Esta herrumbre. Te llena la boca
y la nariz; te sale por las orejas y las uñas. Y tardas un año en morirte. La única cura
posible era embarcarse en un cohete y desterrarse en Marte. No había cura en la Tierra, y
si uno se quedaba allí, contagiaba y mataba a otros hombres. Aquí estaba, pues,
sangrando continuamente, y solo.
Los ojos de Saul se achicaron. A lo lejos, junto a las ruinas de una vieja ciudad, vio a
otro hombre acostado sobre una gruesa manta.
Se acercó, y el hombre se movió débilmente.
-Hola, Saul -dijo.
-Otra mañana -dijo Saul-. Cristo, ¡qué solo me siento!
-Es el mal de los herrumbrados -dijo el hombre de la manta, sin moverse, muy pálido,
como si fuese a desaparecer si alguien lo tocaba.
-Si por lo menos pudieras hablar -dijo Saul bajando la vista hacia el hombre-. ¿Por qué
los intelectuales no se contagian y vienen a Marte?
-Conspiran contra ti, Saul -dijo el hombre cerrando los ojos, demasiado cansado como
para mantenerlos abiertos-. Alguna vez tuve fuerzas para ser un intelectual. Ahora, hasta
pensar me cuesta trabajo.
-Si pudiésemos hablar -dijo Saul Williams.
El otro se encogió de hombros con indiferencia.
-Ven mañana. Quizá tenga fuerzas para hablar de Aristóteles. Trataré de hacerlo. De
veras.-El hombre se encogió bajo el arbusto seco. Abrió un ojo-. ¿Recuerdas? Una vez,
hace seis meses, hablamos sobre Aristóteles. Tuve un buen día.
-Recuerdo -dijo Saul sin escuchar. Miró el mar seco-. Desearía estar tan enfermo como
tú. Quizá entonces no me importaría ser un intelectual. Quizá podría tener entonces un
poco de calma.
-Dentro de seis meses estarás tan mal como yo -dijo el agonizante-. Entonces sólo
querrás dormir y dormir. El sueño ser para ti como una mujer. Siempre volverás a ella,
porque es fresca, y buena, y fiel, y cariñosa. Sólo despertarás para pensar en dormirte
otra vez. Un hermoso pensamiento.
La voz del hombre era apenas un suave murmullo. Calló y comenzó a respirar
débilmente.
Saul se alejó.
A lo largo de las costas del mar muerto, como botellas vacías traídas por alguna ola del
pasado, yacían los cuerpos encogidos de los hombres. Saul podía verlos a todos, en la
curva de la playa. Uno, dos, tres... todos dormidos, mucho más enfermos que él, todos
con su reserva de víveres, hundidos en sí mismos, pues la conversación debilitaba, y el
sueño hacía bien.
Al principio se habían reunido algunas noches alrededor de las hogueras. Y habían
hablado de la Tierra lejana. Sólo hablaban de eso. De la Tierra, y de cómo corrían los
arroyos por las afueras de los pueblos, y del sabor de las tortas de frutilla, y del aspecto
de Nueva York en las primeras horas de la mañana al cruzar el río, en el ferry-boat, en
medio del viento salino.
Deseo la Tierra, pensó Saul. La deseo tanto que me hace daño. Deseo algo que nunca
volveré a tener. Todos la desean y a todos les duele no tenerla. Más que una comida o
una mujer o cualquier otra cosa. Sólo deseo la Tierra. La enfermedad nos aleja de las
mujeres. No las deseamos. Pero la Tierra, sí. La Tierra es algo para el alma, no para la
carne débil.
El metal brillante resplandeció en el cielo.
Saul alzó los ojos.
El metal brillante resplandeció otra vez.
Un minuto más tarde el cohete se posó en el fondo del mar. Se abrió una compuerta y
un hombre salió arrastrando su equipaje. Lo acompañaban otros dos hombres, envueltos
en trajes germicidas, y cargados con grandes cajones de alimentos. Los hombres
levantaron una tienda.
Pasó otro minuto y el cohete volvió hacia el cielo. El desterrado quedó solo.
Saul echó a correr. Se cansaba mucho, pero siguió corriendo y gritando.
-¡Hola! ¡Hola!
El joven examinó a Saul de pies a cabeza.
-Hola. Así que esto es Marte. Mi nombre es Leonard Mark.
-Yo soy Saul Williams.
Se dieron la mano. Leonard Mark era muy joven, de no más de dieciocho años; muy
rubio, de piel rosada, ojos azules, y rostro fresco, a pesar de la enfermedad.
-¿Cómo están las cosas en Nueva York? -preguntó Saul.
-Así -dijo Leonard Mark. Y miró a Saul.
Nueva York se levantó en el desierto, con sus edificios de piedra y sus calles barridas
por los vientos de marzo. Los anuncios de neón estallaron con colores eléctricos. Los
taxis amarillos se deslizaron por la noche tranquila. Se levantaron los puentes y los
remolcadores mugieron en los muelles nocturnos. Los telones se alzaron sobre brillantes
escenas musicales.
Saul se llevó bruscamente las manos a la cabeza.
-¡Basta! ¡Basta! -gritó-. ¿Qué me pasa? ¿Qué es esto? ¡Me vuelvo loco!
Las hojas brotaron en los árboles del Central Park, nuevas y verdes. Saul caminaba por
los senderos, bebiendo el aire.
-¡Basta, basta, tonto! -se gritó Saul a sí mismo. Se apretó la frente entre las manos-.
¡Esto no puede ser cierto!
-Lo es -dijo Leonard Mark.
Las torres de Nueva York se desvanecieron. Marte volvió.
Saul, de pie en el fondo del mar seco, miró fijamente al recién llegado.
-Usted -dijo, apuntando con un dedo a Leonard Mark-. Usted lo hizo. Con la mente.
-Sí -dijo Leonard Mark.
Se miraron en silencio unos instantes. Al fin, Saul le tomó la mano al joven desterrado y
se la sacudió, una y otra vez, diciéndole:
-Oh, me alegra mucho que haya venido. No sabe usted cuánto me alegra.
Bebieron el aromático y oscuro café en vasos de aluminio.
Era mediodía. Habían estado hablando durante toda la cálida mañana.
-¿Y esa habilidad tuya? -preguntó Saul por encima de su vaso, mirando fijamente al
joven Leonard Mark.
-Nací con ella -dijo Mark con los ojos puestos en su bebida-. Mi madre se encontraba
en Londres en el año 57, cuando estalló la ciudad. Nací diez meses más tarde. Mi
habilidad... no sé qué es. Telepatía y transmisión de pensamiento, me imagino. Me
ganaba la vida en los teatros. Viajaba alrededor del mundo. Leonard Mark, la maravilla
mental, decía la propaganda. Me las arreglaba muy bien. Casi todos creían que yo era un
charlatán. Ya sabes cómo se piensa generalmente de la gente de teatro. Sólo yo sabía
que no había trampa; pero no se lo decía a nadie. Era mejor así. Oh, algunos de mis
amigos más íntimos conocían la verdad. Tengo muchas habilidades. Ahora que estoy en
Marte podré emplearlas de veras.
-Me asustas realmente -dijo Saul, con el vaso inmóvil en la mano-. Cuando Nueva York
salió del suelo, creí que me había vuelto loco.
-Es una forma de hipnotismo que afecta a todos los sentidos a la vez: vista, oído, olfato,
gusto, tacto... a todos. ¿Qué te gustaría hacer ahora?
Saul dejó su vaso sobre la arena. Trató de no mover las manos. Se pasó la lengua por
los labios resecos.
-Me gustaría estar en un arroyo del pueblo de Mellin, en Illinois, donde me bañaba
cuando era chico. Me gustaría estar semidesnudo, nadando en ese arroyo.
-Bueno -dijo Leonard Mark, y movió un poco la cabeza.
Saul cayó hacia atrás, en la arena, con los ojos cerrados.
Leonard Mark lo observó.
Saul yacía sobre la arena. De cuando en cuando movía y agitaba las manos
nerviosamente. Abría la boca como en un espasmo. La garganta se le contraía y relajaba.
Saul comenzó a mover los brazos, con mucha lentitud, hacia arriba y hacia atrás,
respirando por la boca, inclinando la cabeza. Los brazos iban y venían en el aire cálido, y
rozaban la arena amarilla. El cuerpo giraba suavemente hacia uno y otro lado.
Leonard Mark terminó su café‚ sin quitar los ojos del inquieto y susurrante Saul,
acostado en el fondo del mar seco.
-Bueno -dijo Leonard Mark.
Saul se sentó frotándose la cara.
Después de un rato le dijo a Leonard Mark:
-Vi el arroyo... Corrí a lo largo de la orilla y me quité la ropa -añadió sin aliento y con
una sonrisa incrédula-. Y me metió en el agua y nadó.
-Me alegro -dijo Leonard Mark.
-Un momento. -Saul se metió una mano en el bolsillo y sacó su última barra de
chocolate-. Toma.
-¿Qué es esto? -Leonard Mark miró el regalo-. ¿Chocolate? No. No lo hago para que
me pagues. Me gusta que seas feliz. Guárdatelo. Si no convertiré el chocolate en una
serpiente de cascabeles y te morderá la mano.
-Gracias, gracias.-Saul se guardó el chocolate-. No sabes qué buena estaba el agua.-
Tomó la cafetera-. ¿Otro poco de café?
Mientras servía el café. Saul cerró un momento los ojos.
Veré a Sócrates, pensó. Sócrates y Platón y Nietzsche y Schopenhauer. Este hombre
es un genio. Aún más, ¡es algo increíble! Cuántos días tranquilos y largos, cuántas
noches frescas tendremos para conversar. No será un mal año, no, de ningún modo.
El café desbordó el vaso.
-¿Qué pasa?
-Nada -respondió Saul, confuso y sorprendido.
Iremos a Grecia, pensó. A Atenas. Si queremos, iremos a Roma y estudiaremos allí a
los escritores latinos. Visitaremos el Partenón y el Acrópolis. No sólo hablaremos;
estaremos, además, en el lugar indicado. Este hombre tiene ese poder. Cuando hablemos
del teatro de Racine, construirá un escenario y creará unos actores, todo para mí. Por
Dios, ¡nunca en la vida tuve nada mejor! Cuánto mejor es estar enfermo en Marte que allá
en la Tierra sano y sin estas habilidades. ¿Cuántos han visto un drama griego
representado en un anfiteatro del año 31 a. de C.?
¿Y si yo se lo pido, serena y seriamente, tomará este hombre el aspecto de
Schopenhauer y Darwin y Bergson y todos los otros pensadores antiguos? Sí, ¿por qué
no? ¡Hablar con Nietzsche en persona, con el mismo Platón!
Sólo hay un inconveniente. Saul se estremeció.
Los otros hombres. Los otros enfermos que yacían a lo largo del mar muerto.
Vio a lo lejos que los hombres se movían, acercándose.
Habían visto el resplandor del cohete, el descenso, la llegada del pasajero. Ahora
venían lentamente, penosamente, a saludar al terrestre.
Saul sintió frío.
-Oye -dijo- Mark, creo que será mejor que nos vayamos a las montañas.
-¿Por qué?
-¿Ves a esos hombres? Algunos están locos.
-¿De veras?
-Sí.
-¿Los ha puesto así la soledad?
-Sí, eso es. Vámonos. Será mejor.
-No parecen muy peligrosos. Se mueven lentamente.
-No te fíes de ellos.
Mark miró a Saul.
-Estás temblando. ¿Qué te pasa?
-No hay tiempo que perder -dijo Saul, levantándose rápidamente-. Vamos. ¿No
comprendes lo que va a pasar cuando descubran tu talento? Se pelearán por ti. Se
matarán... te matarán... Querrán guardarte para ellos.
-Oh, pero yo no pertenezco a nadie -dijo Leonard Mark. Miró a Saul-. No, ni siquiera a
ti.
Saul sacudió la cabeza.
-No he pensado en eso.
Mark se rió.
-¿No has pensado?
-No podemos discutir ahora -respondió Saul, parpadeando, con las mejillas
encendidas-. ¡Vamos!
-No quiero. Me quedaré aquí hasta que lleguen esos hombres. Eres un poco posesivo.
Mi vida es mía.
Saul sintió que se cegaba. La cara empezó a retorcérsele.
-Me has oído.
-Oh, cómo has cambiado -observó Mark-. Antes tan amigo y ahora...
Saul le lanzó un puñetazo. Fue un golpe rápido y preciso.
Mark se esquivó, riéndose.
-Ah, no.
Estaban en medio de Times Square. Los autos corrían hacia ellos, rugiendo, haciendo
sonar las bocinas. Los edificios ardientes se hundían en el aire azul.
-Es mentira -gritó Saul, trastabillando ante el impacto visual-. ¡Por amor de Dios, Mark,
no hagas eso! Vienen los hombres. ¡Te matarán!
Mark, sentado en el pavimento, se reía de su broma.
-Déjalos venir. ¡Puedo engañarlos a todos!
Nueva York distraía a Saul. Para eso estaba allí, para distraerlo, para retener su
atención con esa extraña belleza después de tantos meses de nostalgia. En vez de atacar
a Mark, Saul bebía la escena, extraña, pero familiar.
Cerró los ojos.
-No.
Y cayó hacia adelante, arrastrando a Mark. Las bocinas aullaron. Chirriaron los frenos.
Saul golpeó la mandíbula de Mark.
Silencio.
Mark yacía en el fondo del mar seco.
Tomándolo en sus brazos, Saul comenzó a correr pesadamente.
Nueva York había desaparecido. Solo se veía la anchura silenciosa del mar muerto, por
donde venían los hombres. Saul se encaminó hacia las colinas con su preciosa carga, con
Nueva York y los campos verdes y los viejos amigos. Cayó una vez y se levantó,
tambaleante. No dejó de correr.
La noche llenó la caverna. El viento entraba y volvía a salir, soplando sobre el fuego,
desparramando las cenizas.
Mark abrió los ojos. Estaba atado de pies y manos, con el cuerpo apoyado contra la
pared de la caverna, frente a las llamas.
Saul arrojó otro poco de leña al fuego. De cuando en cuando miraba nerviosamente,
como un gato, la entrada de la caverna.
-Eres un tonto.
Saul se sobresaltó.
-Sí -dijo Mark-, un tonto. Nos encontrarán. Aunque tengan que buscarnos durante seis
meses. Vieron a Nueva York, a lo lejos, como un espejismo. Y nos vieron en medio de la
calle. Sería muy raro que no nos siguieran.
-Volveré a escapar contigo -dijo Saul, con los ojos clavados en el fuego.
-Y ellos vendrán detrás.
-Cállate.
Mark sonrió.
-¿Cómo le hablas así a tu esposa?
-¡Ya me has oído!
-Oh, qué hermoso matrimonio... Tu avidez y mi habilidad mental. ¿Qué quieres ver
ahora? ¿Alguna otra escena de tu infancia?
Saul sintió que el sudor le corría por la frente. No sabía si Mark se burlaba de él.
-Sí -dijo.
-Muy bien -dijo Mark-. ¡Mira!
Unas llamas surgieron de las rocas. Saul tosió ahogado por el aire sulfuroso. Se
abrieron unos pozos de azufre. Las explosiones hicieron temblar la caverna. Saul daba
vueltas, a ciegas, tosiendo, quemándose, agonizando en ese infierno.
El infierno desapareció. Volvió la caverna.
Mark se reía.
Saul se inclinó hacia él.
-Tú... -dijo fríamente.
-¿Qué otra cosa esperabas? -exclamó Mark-. Arrastrado, atado, convertido en la
esposa intelectual de un hombre enfermo de soledad... ¿Crees que eso me gusta?
-Te desataré si me prometes que no escaparás.
-No puedo prometértelo. Soy libre. No pertenezco a nadie.
Saul se arrodilló.
-Pero tiene que ser así. ¿No me entiendes? Tiene que ser así. No puedo dejarte
escapar.
-Mi querido Saul, mientras me hables de ese modo, no conseguirás nada. Si hubieses
tenido un poco de sentido común, si hubieses actuado con inteligencia, hubiésemos sido
muy buenos amigos. Te habría complacido con esos pequeños favores hipnóticos. Al fin y
al cabo, poco me cuestan. En realidad me divierten. Pero lo estropeaste todo. Me querías
para ti. Temías que los otros me robaran. Oh, no me comprendes. Tengo poder suficiente
como para contentarte a ti y a todos estos hombres. Podíais haberme compartido, como
una cocina común. Me hubiese sentido como un dios rodeado de niños. Bondadoso,
caritativo... Me hubieseis hecho algunos regalitos... golosinas...
-¡Lo siento, lo siento mucho! -gritó Saul-. ¡Pero conozco muy bien a esos hombres!
-¿Y tú eres diferente? Lo dudo. Sal a ver si vienen. Me parece haber oído...
Saul corrió.
Al llegar a la entrada de la caverna ahuecó las manos, tratando de ver la hondonada
cubierta por la noche. Unas formas pálidas se movieron ligeramente. ¿Era sólo la brisa
que agitaba el cañaveral?
Saul sintió un estremecimiento... un estremecimiento leve y doloroso.
Volvió al interior de la caverna.
-No veo nada -dijo, y se quedó mirando las llamas rojizas-. ¡Mark!
Mark se había ido.
Unas rocas, unas piedras, unos guijarros, el fuego vacilante, los suspiros del viento. Y
él, Saul, incrédulo y atontado. Nada más.
-¡Mark, Mark, vuelve!
Mark se había librado trabajosamente de sus ataduras. Y fingiendo haber oído a los
otros hombres, lo había alejado, y se había ido... ¿a dónde? La caverna era profunda,
pero terminaba en una pared. Entonces, ¿dónde estaba?
Saul caminó alrededor del fuego. Sacó el cuchillo y se acercó a una roca. Sonriendo,
apoyó en la roca la punta del cuchillo. Sonriendo, hundió ligeramente el cuchillo. Luego
alzó el brazo para clavar profundamente la hoja.
-¡Cuidado! -gritó Mark.
La roca desapareció. Mark estaba otra vez allí. Saul dejó caer la mano. Las luces del
fuego jugaban en sus mejillas. Tenía una mirada de loco.
-No te salió bien -murmuró.
Se inclinó hacia adelante y rodeó con sus manos la garganta de Mark. Apretó con
fuerza. Mark no dijo nada, pero se movió, incómodo, y su mirada irónica le dijo a Saul
cosas que éste ya sabía.
Si me matas, decían los ojos, ¿qué pasará con tus sueños? Si me matas, ¿a dónde
irán las corrientes y los arroyos y las truchas? Mátame, mata a Platón, mata a Aristóteles,
mata a Einstein; sí, mátanos a todos. Vamos, estrangúlame. Te desafío.
Los dedos de Saul se aflojaron.
Unas sombras se movieron a la entrada de la caverna.
Los dos hombres se volvieron. Los otros estaban allí. Cinco de ellos, agotados por la
larga caminata, jadeantes, de pie ante el círculo de luz.
-¡Buenas noches! -exclamó Mark, riéndose-. ¡Entren, entren caballeros!
Al alba las peleas y la discusión duraban todavía. Mark estaba sentado entre los
hombres de ojos brillantes, frotándose las muñecas, libres ya de ataduras. Había creado
una sala de sesiones, con paneles de caoba, y una mesa de mármol ante la que se
habían instalado los hombres de ridículas barbas, sudorosos y malolientes, hombres
llenos de codicia que no quitaban los ojos de su tesoro.
-La mejor solución -dijo Mark al fin- será la de citarnos a ciertas horas, durante algunos
días de la semana. Los trataré imparcialmente. Seré un bien común, con entera libertad
para ir y venir. Un trato bastante justo. En cuanto a Saul, lo mantendremos a prueba.
Cuando demuestre que es una persona civilizada, le concederé un tratamiento o dos.
Hasta entonces no quiero ni verlo.
Los otros desterrados miraron sonriendo a Saul.
-Lo siento -dijo Saul-. No sabía lo que hacía. Todo es distinto ahora.
-Ya veremos -dijo Mark-. Esperaremos un mes, ¿qué les parece?
Los otros hombres miraron a Saul y sonrieron mostrando los dientes.
Saul no dijo nada. Miraba fijamente el piso de la caverna.
-Veamos -dijo Mark-. Los lunes serán su día, Smith.
Smith asintió con un movimiento de cabeza.
-Los jueves atenderé a Peter, durante una hora, aproximadamente.
Peter asintió.
-Los miércoles recibiré a Johnson, Haltzman y Jim.
Los tres hombres se miraron.
-El resto de la semana me dejarán solo, ¿me entienden? -dijo Mark-. Un poco será
siempre mejor que nada. Si no me obedecen, no actúo.
-Quizá podamos obligarlo a actuar -dijo Johnson. Vio que los otros hombres lo miraban-
. Escúchenme, somos cinco contra uno. Podemos obligarlo a hacer cualquier cosa. Si nos
ponemos de acuerdo saldremos ganando.
-No se dejen engañar -advirtió Mark.
-Escuchen un momento -dijo Johnson-. Nos está dando órdenes. ¿Por qué no se las
damos a él? Somos más, ¿no es cierto? ¡Y nos amenaza con no actuar! Bueno, déjenme
meterle una astilla bajo las uñas, calentarle la punta de los dedos con una limita, ¡y
veremos si no actúa! ¿Por qué no tener sesiones diarias, me pregunto?
-No le hagan caso -dijo Mark-. Está loco. No le crean. ¿Saben lo que quiere hacer?
Sorprenderlos descuidados, y matarlos a todos, uno por uno. Si, los matará. Y al fin
estaremos solos... él y yo.
Los hombres parpadearon. Miraron primero a Mark, y luego a Johnson.
-Por otra parte -dijo Mark- no pueden confiar en los otros. Esta es una conferencia de
imbéciles. Tan pronto como alguien se vuelva de espaldas caerá asesinado. Me atrevo a
anunciar que dentro de una semana todos ustedes estarán muertos, o casi muertos.
Un viento frío entró en la sala de caoba. La sala comenzó a disolverse y se convirtió
otra vez en una caverna. Mark estaba aburrido. La mesa de mármol se deshizo,
transformándose en unas gotas de agua, y se evaporó.
Los hombres se miraron sospechosamente con unos brillantes ojitos animales. Las
palabras de Mark eran ciertas. Se vieron a sí mismos sorprendiéndose unos a otros,
matándose... hasta que quedara un último afortunado que gozaría de ese tesoro
intelectual.
Saul los observó y se sintió solo y desorientado. Cuando uno se equivoca, qué difícil es
admitir el error, volverse atrás, empezar de nuevo. Todos estaban equivocados. Durante
mucho tiempo habían vivido como perdidos. Ahora estaban peor que perdidos.
-Y para empeorar las cosas -dijo Mark al fin- uno de ustedes tiene un revólver. Los
demás sólo tienen cuchillos. Pero uno, lo sé, tiene un revólver.
Todos dieron un salto.
-¡Búsquen! -dijo Mark-. Busquen al que tiene un revólver o son hombres muertos.
Los hombres se lanzaron unos contra otros, sin saber por donde empezar. Las manos
se retorcían. Todos gritaban. Mark los observaba, satisfecho.
Johnson cayó hacia atrás metiéndose la mano en la chaqueta.
-Muy bien -dijo-. Terminaremos ahora. Ahí va, Smith.
Y una bala hirió a Smith en el pecho. Smith cayó. Los otros hombres aullaron
apartándose. Johnson apuntó e hizo fuego, dos veces más.
-¡Basta! -gritó Mark.
Nueva York surgió alrededor de los hombres, desde las rocas hacia el cielo. El sol
brillaba en los edificios. El tren aéreo tronaba sobre las calles. Los remolcadores
resoplaban en el agua. La señora verde miraba a través de la bahía, con una antorcha en
la mano.
-¡Miren, idiotas!
Una constelación de capullos primaverales se abrió en el Central Park. El viento traía el
olor del césped recién cortado.
Y en el centro de Nueva York, aturdidos, se tambaleaban los hombres. Johnson hizo
fuego otras tres veces. Saul corrió hacia él. Se lo llevó por delante.
El revólver saltó, y salió otro tiro.
Los hombres dejaron de moverse.
Saul estaba echado sobre Johnson. Abandonaron la lucha.
El silencio era terrible. Los hombres vieron cómo Nueva York se hundía en el mar. Las
grandes armazones se doblaron, se retorcieron, se derrumbaron, con un silbido, un
gorgoteo, y un débil lamento, con un ruido de metal arruinado y de vejez.
Mark estaba de pie entre los edificios. Y luego, silenciosamente, como otro edificio, con
un agujero preciso y rojo en medio del pecho, se derrumbó.
Saul miró fijamente a los hombres y el cadáver.
Se incorporó con el revólver en la mano.
Johnson no se movió... Tenía miedo de moverse.
Todos cerraron los ojos y volvieron a abrirlos, pensando, quizá, que con ese acto
reanimarían a Mark.
El frío llenaba la caverna.
Saul miró distraídamente el arma que tenía en la mano. Dio un paso atrás y la arrojó
hacia el valle, sin mirar cómo caía.
Los hombres bajaron los ojos y miraron incrédulos el cadáver. Saul se agachó y tomó
entre sus manos una mano inerte.
-Leonard -dijo con suavidad-. Leonard.-Sacudió la mano-. Leonard.
Leonard Mark no se movió. Tenía los ojos cerrados.
Estaba enfriándose.
Saul se incorporó.
-Lo matamos nosotros -dijo, sin mirar a los hombres. Tenía en la boca un líquido
amargo-. El único a quien no queríamos matar. -Se llevó a los ojos una mano temblorosa-.
Traigan una pala. Entiérrenlo -dijo, alejándose-. No quiero volver a verlos.
Alguien salió en busca de una pala.
Saul estaba tan débil que no podía moverse. Tenía los pies clavados en el suelo, con
raíces que se hundían en la soledad y en el miedo, y en el frío de la noche. El fuego
estaba casi apagado. Sólo el doble claro de luna iluminaba las montañas azules.
Se oyó el ruido de una pala que se clavaba en la tierra.
-Al fin y al cabo no lo necesitamos -dijo una voz, demasiado alta.
La pala seguía su trabajo. Saul se alejó lentamente y se dejó caer al lado de un árbol
oscuro. Se sentó aturdido en la arena, con las manos sobre el vientre.
Dormir, pensó. Vamos a dormir ahora. Nos queda eso por lo menos. Dormir y tratar de
soñar con Nueva York y todo lo demás.
Cerró cansadamente los párpados. La sangre le llenó la nariz, la boca y los ojos.
-¿Cómo podía hacerlo? -se preguntó con una voz fatigada. Inclinó la cabeza sobre el
pecho-. ¿Cómo pudo traer aquí a Nueva York, y hacernos caminar por las calles?
Tratemos. No puede ser tan difícil. Piensa. Piensa en Nueva York -murmuró, mientras se
quedaba dormido. Nueva York y el Central Park, y la primavera de Illinois con los
manzanos en flor y la hierba verde.
No pudo hacerlo. No era lo mismo. Nueva York se había ido y nada podía hacerla
volver. Él, Saul, se levantaría todas las mañanas y caminaría por el fondo del mar muerto
buscando la ciudad de Nueva York, y daría la vuelta a Marte, sin poder encontrarla. Y al
fin se acostaría, demasiado cansado para caminar, tratando de descubrir la ciudad de
Nueva York dentro de su cabeza, pero sin poder encontrarla.
Lo último que oyó, antes de dormirse, fue la pala que subía y bajaba abriendo un
agujero donde, con un terrible estruendo metálico y envuelta en una nube de oro, color,
olor y sonido, Nueva York se derrumbó, cayó, y fue enterrada.
Saul lloró en sueños toda la noche.
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