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domingo, 27 de diciembre de 2009

La Casa De Los Espíritus

LA CASA DE LOS

ESPIRITUS

Edward Bulwer-Lytton

-

Uno de mis amigos, hombre de letras y filósofo, me decía un día, medio en broma,

medio en serio:

—Imagine usted, querido amigo, que he descubierto una casa frecuentada, en pleno

centro de Londres.

—¿Realmente frecuentada? ¿Y por quién? ¿Por fantasmas?

—No puedo responder a esta pregunta. Esto es todo lo que yo sé: hace seis semanas,

mi mujer y yo, íbamos a la búsqueda de un apartamento amueblado. Al pasar por una

calle tranquila, vimos en la ventana de una casa un cartel: Apartamento amueblado. El

lugar nos convenía. Entramos en la casa. Nos gustó. Alquilamos el apartamento por

semanas y... lo abandonamos al cabo de tres días. Nada en el mundo habría podido

obligar a mi mujer a permanecer allí por más tiempo. Y debo decir que no me sorprendo

de ello.

—Pues ¿qué vieron?

—Le ruego me perdone. No tengo ningún deseo de pasar por un soñador

supersticioso. Tampoco querría, por otra parte, hacerle admitir, ante mi única afirmación,

lo que usted no podría creer sin el control de sus propios sentidos. Déjeme decirle que no

es tanto lo que hemos visto y oído (pues podría usted creernos víctimas de nuestra

imaginación, o de una impostura) lo que nos hizo salir de allí, como el indefinible terror

que se apoderaba de nosotros cada vez que pasábamos por delante de la puerta de una

habitación vacía, en la cual, por otra parte, jamás habíamos visto ni oído nada. Y lo más

extraño, es que por primera vez en mi vida, estuve de acuerdo con mi mujer —necia

mujer, por otra parte— y le concedí que después de tres noches de permanecer allí, no era

posible permanecer ni una más. La cuarta mañana, pues, llamé a la mujer que guardaba la

casa y nos servía, le dije que las habitaciones no eran de nuestro agrado, y que no

queríamos finalizar la semana. Ella respondió secamente:

—Ya sé por qué; ustedes, sin embargo, se han quedado más tiempo que ningún otro

inquilino. Son pocos los que han permanecido dos noches. Y ni uno ha quedado a la

tercera. Sin embargo, creo que han sido muy amables con ustedes.

—Ellos... ¿quiénes?, —pregunté yo, simulando una sonrisa.

—¡Oh, pues... los que frecuentan la casa, sean quienes fueren! Yo no me preocupo.

Los recuerdo hace muchos años, cuando yo vivía en la casa, pero entonces no como criada.

Sé que un día causarán mi muerte. Pero no me inquieto mucho pues soy vieja, y de todos

modos moriría pronto. Y entonces, seguiré con ellos en la casa.

La mujer hablaba con una tranquilidad tan aterradora, que realmente fue una especie

de temor lo que me impidió seguir la conversación. Pagué el alquiler de la semana, y mi

mujer y yo nos sentimos muy afortunados al poder irnos tan pronto.

—Me intriga usted —dije—, y nada me gustaría tanto como dormir en una casa

frecuentada. Deme la dirección, se lo ruego, de la casa que ha abandonado tan

vergonzosamente.

Mi amigo me dio la dirección, y cuando nos separamos, me dirigí directamente a la

casa indicada.

Está situada en el lado norte de Oxford Street, en un lugar triste y respetable.

Encontré la casa cerrada, sin ningún cartel en la ventana, y nadie me respondió cuando

llamé. Cuando iba a regresar, un muchacho que recogía botes de estaño por los

alrededores, me dijo.

—¿Desea usted algo de esta casa, caballero?

—Sí, he oído decir que estaba vacía.

—¡Déjelo! La mujer que la guardaba murió hace tres semanas, y nadie quiere vivir

allí aunque Mr. J... ofrezca mucho. Le ha ofrecido a mi madre que trabajaba en su casa

durante el día una libra a la semana para abrir y cerrar las ventanas, y ella ha rechazado su

oferta.

—¿La ha rechazado? ¿Por qué?

—La casa está encantada, y la mujer que vivía aquí, fue encontrada muerta en su

cama, con los ojos desmesuradamente abiertos. Dicen que el diablo la estranguló...

—¡Bah... habla de Mr. J.... ¿Es el propietario?

—Sí.

—¿Dónde vive?

—En G... Street, núm...

—¿Qué hace? ¿Qué negocios tiene?

—Nada, caballero, nada especial... un simple particular.

Di al muchacho la propina que merecía su información, y me fui a ver a Mr. J..., G...

Street, cuya calle se encontraba en el extremo de la que desembocaba en la casa encantada.

Fui lo bastante afortunado como para encontrarle en su casa. Era un hombre de edad, de

aspecto inteligente y maneras corteses.

Le dije mi nombre, y le expliqué francamente el asunto. Le dije haberme enterado de

que la casa estaba encantada, que tenía, muchos deseos de ver de cerca una casa que

gozara de una reputación tan equívoca, y que le estaría muy obligado si quisiera

permitirme alquilarla, aunque no fuera más que por una noche. Estaba dispuesto a pagar

este favor al precio que él quisiera.

—Caballero, —me dijo Mr. J... con gran cortesía—, la casa está a su disposición por

todo el tiempo que desee. El precio está fuera de discusión. Todas las ventajas serán para

mí, si usted consigue descubrir la causa de los extraños fenómenos que la privan

actualmente dé todo valor. No puedo alquilarla, pues me resulta imposible poner a una

sirvienta para mantener el orden y abrir la puerta. Desgraciadamente, está encantada —

me permito expresarme así— no solamente de noche, sino también de día. No obstante,

por la noche, los fenómenos son más desagradables, y a veces de un carácter netamente

alarmante. La pobre vieja que murió allí hace tres semanas, era una mendiga que habla

retirado de una «casa de trabajo», porque en su infancia había sido conocida por alguno de

mi familia, y otro tiempo había estado a punto de alquilar la casa de mi tío. Era una mujer

de una educación superior, y de espíritu sólido, la única, además, a quien pude convencer

de que viviera en la casa. De hecho, desde su muerte repentina, y después de la encuesta

del coronel que le dio una notoriedad en el vecindario, he acabado por desesperar de

encontrar a alguien que la ocupe, y menos aún un inquilino, y la he retirado

voluntariamente del alquiler durante un año, hasta que alguien pagara el interés y las

cargas.

—¿Cuánto tiempo hace que esta casa tiene un renombre tan siniestro?

—Difícilmente podría decírselo, pero hace ya varios años. La vieja de la que le he

hablado, decía que estaba ya encantada cuando ella la alquiló, hace de esto treinta o

cuarenta años. El hecho es que yo he pasado toda mi vida en las Indias, al servicio de la

Compañía. Volví a Inglaterra el año pasado para heredar la fortuna de uno de mis tíos, y

entre otras cosas, estaba esta casa. La encontré cerrada y vacía. Tenía la reputación de estar

encantada, y nadie quería vivir en ella. Yo me reía de esta historia que suponía vana. Gasté

algún dinero en reparar la mansión, añadiendo a su mobiliario antiguo algunos objetos

modernos, la puse en alquiler y la contraté por un año. El inquilino era un coronel de

media paga. Llegó con su familia, una hija y un hijo y cuatro o cinco criados. Todos

abandonaron la casa al día siguiente. Y aunque cada uno declaró haber visto una cosa

distinta de los demás, lo que todos habían visto era igualmente aterrador. No podía, en

conciencia, perseguir ni atacar al coronel por ruptura de contrato. Entonces alojé a la mujer

de la que le he hablado, dándole permiso para alquilar la mansión. No he tenido jamás ni

un solo inquilino que se haya quedado más de tres días. No le repetiré sus historias, pues

los mismos fenómenos no se han repetido jamás dos veces. Vale, más que juzgue por usted

mismo, y en vez de entrar en la casa con ideas preconcebidas, esté preparado únicamente

a ver o a oír algo anormal y adopte todas las precauciones que le apetezcan.

—Sí. Pasé en ella, no solamente una noche, sino tres horas a plena luz. Mi curiosidad

no quedó satisfecha, sino enfriada. No tengo deseo alguno de renovar la experiencia. No

puede achacarme, caballero, que no sea lo suficientemente franco. A menos que su interés

no esté excitado en alto grado, y sus nervios extremadamente templados, añadiré

honradamente que le aconsejo que no pase ni una noche en esta casa.

—Mi interés está sumamente excitado —repliqué—, y aunque sólo un cobarde se

atreve a presumir de sus nervios en situaciones totalmente extrañas y fuera de lo corriente,

los míos han estado de tal modo habituados a toda clase de peligros, que tengo derecho a

contar con ellos, incluso en una casa encantada.

Mr. J... no añadió nada. Tomó de su escritorio las llaves de la casa, me las dio y, tras

agradecerle cordialmente su franqueza y su amabilidad, me llevé mi trofeo.

Una vez en mi casa, impaciente por hacer la experiencia, llamé a mi hombre de

confianza, un joven de espíritu alegre, de temperamento poco temeroso y tan desprovisto

de prejuicios supersticiosos como el que más.

—F... —dije—, ¿recuerdas en Alemania, cuán decepcionados estuvimos al no

encontrar fantasmas en aquel viejo castillo que decían que estaba encantado por una

aparición sin cabeza? ¡Pues bien!, he oído hablar de una casa en Londres que, tengo

razones para creerlo, está realmente encantada. Tengo la intención de ir a pasar la noche

allí. Por lo que me han dicho, no hay duda que hay que ver y oír cosas horribles. Si te llevo

con migo, ¿puedo contar con tu presencia de espíritu suceda lo que suceda?

—¡Oh!, señor, tenga confianza en mí, se lo ruego, —respondió F..., haciendo una

mueca de placer.

—Muy bien; aquí están las llaves de la casa, y aquí la dirección. Ve, escógeme una

buena habitación, y puesto que el lugar está deshabitado desde hace varias semanas,

enciende un buen fuego, airea las habitaciones y asegúrate de que hay candelabros y

combustible. Toma mi revólver y mi daga, y ármate tú también así, y si no estamos

equipados contra una docena de fantasmas, somos una mala pareja de ingleses.

Tenía que resolver el resto del día, asuntos tan urgentes, que no volví a tener tiempo

de pensar en la aventura nocturna en la que había comprometido mi honor. Cené solo y

muy tarde, y leí mientras comía, según mi costumbre. Escogí uno de los volúmenes de

ensayos de Macaulay. Me dije que me llevaría el libro conmigo. Había en aquel volumen

tanta vida y tanta realidad, que me serviría de antídoto contra las influencias perniciosas

de la superstición.

Me lo puse en el bolsillo y, hacia las nueve y media, me dirigí tranquilamente hacia la

casa encantada. Llevaba conmigo uno de mis perros favoritos, un bull extremadamente

vivo, atrevido y vigilante, al que le gustaba merodear por los rincones oscuros y los

pasajes misteriosos, en busca de ratas; es decir el perro por excelencia, para la caza de los

fantasmas.

Era una noche de verano, pero fresca, con un cielo oscuro y cubierto. Había claro de

luna, una luna débil y sin brillo, pero era la luna al menos, y si las nubes lo permitían,

después de medianoche el cielo se aclararía.

Llegué a la casa, llamé, y mi criado acudió a abrirme con una alegre sonrisa.

—Todo perfecto, señor, y muy agradable.

—¡Oh! —dije yo, un poco contrariado—. ¿No has visto ni oído nada extraño?

—Oh, sí, tengo que confesar que he oído algo extraño.

—¿Qué?

—Unos pasos detrás de mí, y una vez o dos un ruido muy ligero, como un suspiro

muy cerca de mi oído, nada más.

—No pareces asustado.

—¡No lo estoy en absoluto, señor¡ Y la mirada valerosa del buen hombre, me aseguró

al menos una cosa, y es que sucediera lo que fuese, no me abandonarla.

Estábamos en el vestíbulo, con la puerta de entrada cerrada, y mi atención se había

apartado de mi perro. Había avanzado primero de bastante buen grado, pero se arrastraba

ahora cerca de la puerta, gimoteando por salir. Cuando le hube acariciado la cabeza, y le

hube animado, pareció reconciliarse con la situación y nos siguió a F... y a mí a través de la

casa, sin separarse ni una pulgada de mi lado, en lugar de aventurarse hacia delante, como

tenía por costumbre hacer en todos los lugares extraños.

Visitamos primero los sótanos, la cocina y las demás dependencias, especialmente las

bodegas, donde descubrimos algunas botellas de vino cubiertas de telas de araña, y que,

según todas las apariencias, no habían sido tocadas desde hacía años. Estaba claro que los

espíritus no eran aficionados a la botella. No descubrimos ninguna otra cosa que fuera

interesante. Había un siniestro patio rodeado de elevadas paredes cuyas piedras estaban

húmedas, y en donde, gracias a la humedad por una parte, y por otra parte al polvo y al

hollín, nuestros pies dejaban al pasar, huellas cenagosas. Allí apareció el primer fenómeno

extraño, del que fui testigo en aquélla extraña mansión. Vi delante de mí, formarse en el

mismo momento la huella de un pie, como si el pie estuviera allí. Me detuve, llamé a mi

criado, y le mostré la cosa. Delante de aquella huella se dibujó inmediatamente otra. La

vimos los dos. Avancé rápidamente hacia aquel lugar, y la huella avanzó, delante de mí;

era una huella pequeña, como la de un niño. La impresión era demasiado débil para que

pudiera distinguirse claramente su forma, pero a los dos nos pareció que debía ser la de

un pie desnudo.

Este fenómeno cesó, cuando llegamos a la pared opuesta, y no se produjo a la vuelta.

Subimos las escaleras, y entramos en las habitaciones de la planta bija, un comedor, un

saloncito, y una tercera habitación más pequeña aún, que aparentemente había estado

destinada a algún criado, las tres silenciosas como la muerte. Visitamos los salones que

nos parecieron decorados recientemente y muy nuevos. En la habitación que daba a la

fachada, me senté en un sillón. F... dejó sobre la mesa el candelabro que nos había

iluminado. Le dije que cerrara la ventana. Cuando se volvía para hacerlo, una silla,

abandonó silenciosa y rápidamente la pared de enfrente, y se paró delante de mí, a un

metro aproximadamente de mi sillón.

—¡Vaya! —dije riendo a medias—, esto es mejor que las mesas giratorias.

Mientras yo reía, mi perro volvió la cabeza y se puso a aullar.

F... no había visto el movimiento de la silla. En aquel momento trataba de

tranquilizar al perro. Yo seguía observando la silla e imaginé ver entonces una figura

humana, de un azul pálido vaporoso pero de un contorno tan impreciso, que difícilmente

podía dar crédito a mis sentidos. El perro estaba tranquilo.

—Toma esta silla que está delante de mí, y vuélvela a poner junto a la pared —le dije

a F...

F... obedeció.

—¿Ha sido usted, señor? —preguntó, volviéndose bruscamente.

—¿Yo? ¿El qué?

—Algo me ha tocado. Lo he notado claramente en el hombro... justamente aquí, mire

—No —dije yo—. Pero tenemos aquí, a algún bromista y, aunque no podamos

descubrir sus artificios, les prenderemos, antes de que logren asustarnos.

No nos quedamos por más tiempo en los salones; de hecho, eran tan húmedos y tan

lúgubres que prefería subir a las habitaciones donde había fuego encendido. Cerramos las

puertas con cerrojo, precaución que habíamos tomado en todas las habitaciones que

habíamos explorado en la planta baja.

La habitación que mi criado había escogido para mí, era la mejor del piso, grande,

con dos ventanas a la calle. La cama de pilares, que ocupaba un gran espacio, estaba

colocada delante del fuego, claro y brillante; una puerta en la pared izquierda, entre la

cama y la ventana, comunicaba esta habitación con la que mi criado se había reservado

para sí. Era ésta una pequeña habitación amueblada con un diván y no comunicaba con el

rellano por ninguna otra puerta, más que por la que se abría a la habitación que yo

ocupaba. A cada lado del hogar, había dos armarios sin cerradura formando cuerpo con el

muro, y recubiertos del mismo papel de un castaño deslucido. Examinamos las estanterías.

Encontramos solamente cintas de vestidos femeninos, nada más, tanteamos los tabiques,

evidentemente sólidos, y las paredes exteriores del edificio.

Habiendo terminado la inspección de aquellos aposentos, tras haberme calentado

unos instantes, y encendido mi cigarro, emprendí, acompañado de F..., nuevas

investigaciones. Sobre el rellano aparecía otra puerta. Estaba cerrada con doble llave.

—Señor —exclamó mi criado, sorprendido—, he abierto esta puerta al mismo tiempo

que las otras cuando vine antes. No ha podido ser cerrada por el interior, porque...

Antes de que hubiera acabado la frase, la puerta, que ninguno de nosotros había

tocado, se abrió tranquilamente por sí misma. Nos 'miramos un instante. El mismo

pensamiento nos acudió a la mente. Alguna intervención humana, podía al fin ser

descubierta. Me interné en la habitación, seguido de mi criado; una triste y pequeña

habitación blanca, sin muebles, con algunas cajas vacías y cestos en un rincón, y una

pequeña ventana cuyos postigos estaban cerrados; no había chimenea, y ninguna otra

puerta además de la que habíamos usado para entrar; no había alfombra en el suelo, el

parquet parecía muy viejo, desigual, remendado en algunos lugares según se veía por las

planchas claras, pero ni un ser viviente, ni un lugar visible donde alguien hubiera podido

ocultarse. Cuando inspeccionábamos con mayor detenimiento el lugar, la puerta que nos

había dejado paso, se cerró con tanta tranquilidad como se había abierto. Estábamos

cogidos.

En el primer momento, me sentí invadido de un indecible horror. No fue así con F...

—Dios mío, no crea que estamos cogidos en la trampa, señor. De una patada, podría

reducir esta hipócrita puerta a astillas.

—Prueba primero si puedes abrirla con las manos —dije yo, desembarazándome de

mi aprensión—, mientras yo abro las ventanas y miro al exterior.

Quité los seguros de los postigos; la ventana se abría al patio que he descrito ya; no

había ningún saliente visible, que cortara el corte a pico de la pared. El que bajara por

aquella ventana, no se detendría antes de caer en las piedras del patio.

F.... entre tanto, había tratado vanamente de abrir la puerta. Daba vueltas a mí

L a Casa De Los Espíritus E dward Bulwer-Lytton

alrededor, y me pidió permiso para emplear la fuerza. Y debo reconocer con toda justicia,

que lejos de despertarse en él terrores supersticiosos, la tranquilidad de sus nervios y su

alegría inquebrantable en circunstancias tan extrañas, excitaron mi admiración, y tuve, que

felicitarme por tener un compañero tan bien adaptado a todas las situaciones.

Le di, contento, el permiso que pedía. Pero aunque era un hombre de una fuerza

poco común, su fuerza fue tan inútil como su empeño. La puerta permaneció

inquebrantable, a pesar de los vigorosos golpes. Jadeante y palpitando, se detuvo. Me

encarnice a mi vez con a puerta, pero en vano. Cuando abandoné, la sensación de horror

me anegó nuevamente, pero ahora era un horror más frío y más obsesionante.

Experimentaba como si una extraña y terrible exhalación se desprendiera de las

hendiduras de aquel rugoso parquet, y llenara la atmósfera de una perniciosa influencia

hostil a la vida humana. La puerta ahora se estaba abriendo otra vez, tranquilamente,

como por su propia voluntad. Nos precipitamos al rellano. Vimos los dos una enorme luz

pálida, que se movía delante de nosotros, y subía las escaleras desde el rellano hacia las

azoteas.

Yo seguí al resplandor, y mi criado me siguió a mí. La luz entró a la derecha del

rellano, en un granero cuya puerta estaba abierta. Yo entré al mismo tiempo. La luz se

condensó en un minúsculo glóbulo excesivamente vivo y brillante; se inmovilizó un

instante sobre una cama, en un rincón, luego se puso a temblar y desapareció. Nos

acercamos a la cama y la examinamos; era una cama de dosel como se encuentran en los

graneros reservados a los criados. Sobre la cómoda que había al lado, descubrirnos un

viejo chal de seda muy estropeado, con una aguja olvidada en un desgarrón a medio coser.

El chal estaba cubierto de polvo, probablemente había pertenecido a la vieja que

había muerto hacía poco en la casa, y aquella podía ser su habitación. Tuve la curiosidad

de abrir los cajones; en ellos hablan viejos restos de ropas de mujer, y dos cartas atadas por

una estrecha cinta de seda, de un amarillo endeble. Me tomé la libertad de apoderarme de

las cartas. No encontramos en la habitación ninguna otra cosa digna de interés y la luz no

volvió a aparecer. Pero oírnos claramente, cuando nos disponíamos a salir, un ruido de

pasos sobre el suelo, justamente delante de nosotros. Recorrimos las otras buhardillas, y

los pases nos precedieron. No había nada que ver, sólo el ruido de pasos. Tenía las cartas

en la mano. Cuando bajábamos las escaleras, noté claramente que algo rozaba mi muñeca

y advertí como un ligero esfuerzo para quitarme las cartas. No hice otra cosa sino

apretarlas y el esfuerzo cesó. Volvimos a la habitación, y entonces me di cuenta de que mi

perro no nos había seguido. Estaba acurrucado junto al fuego, y temblaba. Yo estaba

impaciente por examinar las cartas, y mientras leía, mi criado abrió una cajita donde había

dejado las armas que yo le había ordenado que llevara. Las cogió, las dejó sobre la mesita a

la cabecera de mi cama, y se puso a apaciguar al perro, que pareció no ocuparse

demasiado de sus cuidados.

Las cartas eran breves, y llevaban fecha de treinta y cinco años antes. Eran

evidentemente las cartas de un amante a su amante, o de un marido a su joven esposa. No

solamente los términos, sino las alusiones a un precedente viaje, indicaban que su autor

había sido marino. La ortografía y la escritura eran las de un hombre poco letrado, y el

mismo lenguaje era violento. En los términos de ternura, se expresaba un rudo y salvaje

amor; pero aquí y allá aparecían ininteligibles alusiones a un secreto, no un secreto de

amor, sino algo parecido a un crimen.

«Debemos amarnos», es una de las frases que recuerdo, «Porque todos nos

detestarían si supieran...»

Y luego: «No dejes que nadie duerma en la misma habitación que tú, pues hablas,

mientras duermes».

Y de nuevo: «Lo que está hecho, hecho está. Y te repito que nada puede prevalecer

contra nosotros, a menos que los muertos vuelvan a la vida».

—No —dije yo—. Pero tenemos aquí, a algún bromista y, aunque no podamos

descubrir sus artificios, les prenderemos, antes de que logren asustarnos.

No nos quedamos por más tiempo en los salones; de hecho, eran tan húmedos y tan

lúgubres que prefería subir a las habitaciones donde había fuego encendido. Cerramos las

puertas con cerrojo, precaución que habíamos tomado en todas las habitaciones que

habíamos explorado en la planta baja.

La habitación que mi criado había escogido para mí, era la mejor del piso, grande,

con dos ventanas a la calle. La cama de pilares, que ocupaba un gran espacio, estaba

colocada delante del fuego, claro y brillante; una puerta en la pared izquierda, entre la

cama y la ventana, comunicaba esta habitación con la que mi criado se había reservado

para sí. Era ésta una pequeña habitación amueblada con un diván y no comunicaba con el

rellano por ninguna otra puerta, más que por la que se abría a la habitación que yo

ocupaba. A cada lado del hogar, había dos armarios sin cerradura formando cuerpo con el

muro, y recubiertos del mismo papel de un castaño deslucido. Examinamos las estanterías.

Encontramos solamente cintas de vestidos femeninos, nada más, tanteamos los tabiques,

evidentemente sólidos, y las paredes exteriores del edificio.

Habiendo terminado la inspección de aquellos aposentos, tras haberme calentado

unos instantes, y encendido mi cigarro, emprendí, acompañado de F..., nuevas

investigaciones. Sobre el rellano aparecía otra puerta. Estaba cerrada con doble llave.

—Señor —exclamó mi criado, sorprendido—, he abierto esta puerta al mismo tiempo

que las otras cuando vine antes. No ha podido ser cerrada por el interior, porque...

Antes de que hubiera acabado la frase, la puerta, que ninguno de nosotros había

tocado, se abrió tranquilamente por sí misma. Nos 'miramos un instante. El mismo

pensamiento nos acudió a la mente. Alguna intervención humana, podía al fin ser

descubierta. Me interné en la habitación, seguido de mi criado; una triste y pequeña

habitación blanca, sin muebles, con algunas cajas vacías y cestos en un rincón, y una

pequeña ventana cuyos postigos estaban cerrados; no había chimenea, y ninguna otra

puerta además de la que habíamos usado para entrar; no había alfombra en el suelo, el

parquet parecía muy viejo, desigual, remendado en algunos lugares según se veía por las

planchas claras, pero ni un ser viviente, ni un lugar visible donde alguien hubiera podido

ocultarse. Cuando inspeccionábamos con mayor detenimiento el lugar, la puerta que nos

había dejado paso, se cerró con tanta tranquilidad como se había abierto. Estábamos

cogidos.

En el primer momento, me sentí invadido de un indecible horror. No fue así con F...

—Dios mío, no crea que estamos cogidos en la trampa, señor. De una patada, podría

reducir esta hipócrita puerta a astillas.

—Prueba primero si puedes abrirla con las manos —dije yo, desembarazándome de

mi aprensión—, mientras yo abro las ventanas y miro al exterior.

Quité los seguros de los postigos; la ventana se abría al patio que he descrito ya; no

había ningún saliente visible, que cortara el corte a pico de la pared. El que bajara por

aquella ventana, no se detendría antes de caer en las piedras del patio.

F.... entre tanto, había tratado vanamente de abrir la puerta. Daba vueltas a mí

alrededor, y me pidió permiso para emplear la fuerza. Y debo reconocer con toda justicia,

que lejos de despertarse en él terrores supersticiosos, la tranquilidad de sus nervios y su

alegría inquebrantable en circunstancias tan extrañas, excitaron mi admiración, y tuve, que

felicitarme por tener un compañero tan bien adaptado a todas las situaciones.

Le di, contento, el permiso que pedía. Pero aunque era un hombre de una fuerza

poco común, su fuerza fue tan inútil como su empeño. La puerta permaneció

inquebrantable, a pesar de los vigorosos golpes. Jadeante y palpitando, se detuvo. Me

encarnice a mi vez con a puerta, pero en vano. Cuando abandoné, la sensación de horror

me anegó nuevamente, pero ahora era un horror más frío y más obsesionante.

Experimentaba como si una extraña y terrible exhalación se desprendiera de las

hendiduras de aquel rugoso parquet, y llenara la atmósfera de una perniciosa influencia

hostil a la vida humana. La puerta ahora se estaba abriendo otra vez, tranquilamente,

como por su propia voluntad. Nos precipitamos al rellano. Vimos los dos una enorme luz

pálida, que se movía delante de nosotros, y subía las escaleras desde el rellano hacia las

azoteas.

Yo seguí al resplandor, y mi criado me siguió a mí. La luz entró a la derecha del

rellano, en un granero cuya puerta estaba abierta. Yo entré al mismo tiempo. La luz se

condensó en un minúsculo glóbulo excesivamente vivo y brillante; se inmovilizó un

instante sobre una cama, en un rincón, luego se puso a temblar y desapareció. Nos

acercamos a la cama y la examinamos; era una cama de dosel como se encuentran en los

graneros reservados a los criados. Sobre la cómoda que había al lado, descubrirnos un

viejo chal de seda muy estropeado, con una aguja olvidada en un desgarrón a medio coser.

El chal estaba cubierto de polvo, probablemente había pertenecido a la vieja que

había muerto hacía poco en la casa, y aquella podía ser su habitación. Tuve la curiosidad

de abrir los cajones; en ellos hablan viejos restos de ropas de mujer, y dos cartas atadas por

una estrecha cinta de seda, de un amarillo endeble. Me tomé la libertad de apoderarme de

las cartas. No encontramos en la habitación ninguna otra cosa digna de interés y la luz no

volvió a aparecer. Pero oírnos claramente, cuando nos disponíamos a salir, un ruido de

pasos sobre el suelo, justamente delante de nosotros. Recorrimos las otras buhardillas, y

los pases nos precedieron. No había nada que ver, sólo el ruido de pasos. Tenía las cartas

en la mano. Cuando bajábamos las escaleras, noté claramente que algo rozaba mi muñeca

y advertí como un ligero esfuerzo para quitarme las cartas. No hice otra cosa sino

apretarlas y el esfuerzo cesó. Volvimos a la habitación, y entonces me di cuenta de que mi

perro no nos había seguido. Estaba acurrucado junto al fuego, y temblaba. Yo estaba

impaciente por examinar las cartas, y mientras leía, mi criado abrió una cajita donde había

dejado las armas que yo le había ordenado que llevara. Las cogió, las dejó sobre la mesita a

la cabecera de mi cama, y se puso a apaciguar al perro, que pareció no ocuparse

demasiado de sus cuidados.

Las cartas eran breves, y llevaban fecha de treinta y cinco años antes. Eran

evidentemente las cartas de un amante a su amante, o de un marido a su joven esposa. No

solamente los términos, sino las alusiones a un precedente viaje, indicaban que su autor

había sido marino. La ortografía y la escritura eran las de un hombre poco letrado, y el

mismo lenguaje era violento. En los términos de ternura, se expresaba un rudo y salvaje

amor; pero aquí y allá aparecían ininteligibles alusiones a un secreto, no un secreto de

amor, sino algo parecido a un crimen.

«Debemos amarnos», es una de las frases que recuerdo, «Porque todos nos

detestarían si supieran...»

Y luego: «No dejes que nadie duerma en la misma habitación que tú, pues hablas,

mientras duermes».

Y de nuevo: «Lo que está hecho, hecho está. Y te repito que nada puede prevalecer

contra nosotros, a menos que los muertos vuelvan a la vida».

Aquí había una frase subrayada, mejor escrita, que parecía trazada por una mano de

mujer. Y lo hacen. Al final de la carta más reciente, la misma mano femenina había trazado

estas palabras: «perdido en el mar el 4 de junio, el mismo día que...»

Dejé las cartas, y me puse a reflexionar sobre su contenido. Temiendo, sin embargo,

que este tipo de pensamientos me indispusiera mi sistema nervioso y determinado a

mantener mi espíritu en buen estado, en perspectiva de todo lo que aquella noche podía

aún ofrecerme de maravilloso, me levanté, dejé las cartas sobre la mesa, aticé el fuego aún

brillante y alegre, y abrí mi volumen de Macaulay. Leí tranquilamente hasta las once y

media. Me eché entonces completamente vestido, en la cama, y permití a mi criado que se

retirara a su habitación, recomendándole, no obstante, que se mantuviera despierto. Le

rogué igualmente que dejara abierta la puerta entre nuestras habitaciones y, solo al fin,

puse dos candelabros sobre la mesilla de noche. Dejé mi reloj al lado de las armas y cogí de

nuevo el Macaulay. Delante de mí el fuego brillaba, y en el hogar el perro parecía dormir.

Al cabo de unos veinte minutos, sentí pasar como una flecha, junto a mi mejilla, una

corriente de aire excesivamente fría. Pensé que la puerta de la derecha, que comunicaba

con el rellano se había abierto, pero no, seguía cerrada. Miré entonces a la izquierda y vi

que las llamas de las velas estaban inclinadas por un soplo tan violento como el viento. En

aquel momento, el reloj que se encontraba al lado del revólver abandonó lentamente la

mesa y aunque no había ninguna mano visible, desapareció. Habiéndome armado, me

puse a mirar el suelo; no había rastro del reloj. Tres golpes sordos lentos, se oyeron

claramente a la cabecera de la cama. Mi criado llamó.

—¿Es usted, señor?

—No. Estate alerta.

El perro se había levantado y, sentado sobre sus cuartos traseros, sus orejas se

agitaban vivamente de atrás hacia delante. Tenía los ojos fijos en mí con una mirada tan

extraña, que toda mi atención estaba atraída por él. Lentamente, se levantó, con el pelo

erizado, y se quedó rígido, con la mirada salvaje. Mi criado, salia de su habitación, y si he

tenido jamás la ocasión de ver el horror pintado sobre algún rostro humano, fue esta vez.

Si le hubiera encontrado en la calle, no hubiera podido reconocerle, tan alterado estaba su

rostro. Rápidamente, pasó junto a mí, diciendo en un soplo que parecía salir apenas de sus

labios:

—Deprisa, deprisa, ¡está detrás de mí! Llegó a la puerta del rellano, la abrió y se

precipitó hacia abajo. Yo le seguí involuntariamente, gritándole que se detuviera. Pero sin

oírme, bajaba dando tumbos por la escalera, golpeando la baranda, y saltando varios

peldaños a la vez. Desde donde yo estaba, oí que abría la puerta de la calle y la cerraba

detrás de sí. Estaba solo en la casa encantada.

Por un instante, permanecí indeciso, no sabiendo si seguir a mi criado. El orgullo y la

curiosidad me impidieron esta huida humillante. Me reintegré a mi habitación, cerrando la

puerta detrás de mí, y me dirigí prudentemente hacia el gabinete interior. No vi nada que

justificara el terror de mi criado. Examiné de nuevo cuidadosamente las paredes, para ver

si existía alguna puerta oculta. No encontré rastro alguno, ni una hendidura en el papel

castaño del tapizado.

¿Cómo había entrado, pues, en aquella habitación, fuese lo que fuese lo que le había

aterrado, sino a través de la mía? Volví a mi habitación, cerré con doble llave la puerta de

comunicación y me mantuve dispuesto y atento a la menor alarma. Advertí que el perro se

habla retirado a un rincón de la habitación, y se apretaba contra la pared, como si hubiera

querido abrirse paso con todas sus fuerzas. Fui hacia él y le hablé. La pobre bestia estaba

evidentemente aterrorizada. Mostraba los dientes, la saliva le manaba de la boca, y

ciertamente me hubiera mordido si la hubiera tocado. No parecía reconocerme. Aquel que

ha visto en el jardín zoológico un conejo fascinado por una serpiente, acurrucándose en un

rincón, puede formarse una idea del terror que el perro parecía experimentar. Todos mis

esfuerzos para apaciguarle fueron vanos, y temiendo que su mordedura fuera, en el estado

en que se encontraba, tan peligrosa como la de un perro rabioso, le dejé, coloqué mis

armas sobre la mesa, al lado del fuego, me senté y volví a mi Macaulay.

Con el objeto de que no parezca que trato de hacer creer al lector que me hallaba en

posesión de mayor valor, o presencia de ánimo de lo que puede concebir, voy a introducir

aquí, y ruego me perdonen, una o dos observaciones personales.

Como yo creo que la presencia de ánimo, o lo que se llama valor, es proporcional a la

costumbre de encontrarse en circunstancias que lo reclamen, diré que yo estaba más que

suficientemente familiarizado con los fenómenos maravillosos. Había encontrado casos

realmente extraordinarios en diferentes partes del mundo, casos que, si tuviera que

relatarlos, no serían dignos de crédito alguno, y no serían tenidos en cuenta como

influencias sobrenaturales. Mi teoría es que lo sobrenatural se confunde con lo imposible y

que lo que es reconocido como tal, proviene simplemente de la aplicación de leyes

naturales que ignoramos. Así, pues, si un fantasma se me aparece, yo no tengo derecho a

decir: «Vaya, existe lo sobrenatural», sino «Vaya, la aparición de un espíritu,

contrariamente a lo que había creído hasta ahora, entra en el dominio de las leyes

naturales y no de las sobrenaturales».

Así, pues, en todo lo que había visto y en todos los milagros que los aficionados de la

época al misterio han relatado como hechos, había siempre una intervención humana. En

el continente, se encuentran magos que afirman poder hacer salir a los espíritus.

Suponiendo incluso que sean sinceros, mientras que la forma material del mago está

presente, constituye el elemento esencial material, por el cual. a causa de ciertas

originalidades de constitución, ciertos fenómenos extraños se manifiestan a nuestros

sentidos. Admitiendo incluso los cuentos de la «Spirit Manifestation in América», tales

como la producción de música u otros sonidos, la escritura sobre papel sin el concurso de

una mano visible, los movimientos de objetos o muebles sin intervención humana

aparente, la vista y el contacto de manos que no parecen pertenecer a cuerpo alguno, se

encontrará siempre el médium, ser vivo capaz de conseguir semejantes fenómenos, a

causa de ciertas particularidades en su constitución. En una palabra, en el origen de todas

estas maravillas, suponiendo que no sean el resultado de una impostura, debe haber un

ser semejante a nosotros, por el cual, o bajo la influencia del cual, estos efectos caen sobre

nuestros sentidos.

Sucede así en el fenómeno ahora conocido con el nombre de mesmerismo o

magnetismo animal, en que el espíritu de la persona tratada está influenciado por un

agente material vivo. Suponiendo incluso que un paciente sometido al método de Mesmer

pueda realmente cumplir la voluntad de un hipnotizador que se halla a cien millas de

distancia, esta pasividad no es menos el resultado de una acción material; y es por medio

de un fluido material —llámenle eléctrico, o lo que quieran— que tenga el poder de

atravesar el espacio y de pasar a través de los obstáculos, que el efecto material es

transmitido de uno a otro.

De ahí que todo aquello de lo que había sido testigo, y lo que esperaba ver aún en

aquella extraña casa, me parecía causado por un médium tan mortal como yo mismo. Y

esta idea me preservaba necesariamente del terror que habrían experimentado a través de

las aventuras de esta memorable noche, aquellos que miran estos fenómenos como obra de

las fuerzas sobrenaturales y no como operaciones propias de la Naturaleza.

Así pues, todo lo que se presentaba o podía aún presentarse, se me aparecía como

procedente de alguien que tuviera el don natural de hacer aparecer tales cosas, y un

motivo para hacerlo, y yo sacaba de mi teoría un interés más filosófico que supersticioso.

Puedo decir sinceramente que estaba tan tranquilo como hubiera podido estarlo cualquier

sabio en espera de los efectos de una determinada combinación química que ofreciera, sin

embargo, algún peligro.

Naturalmente, cuanto más lograra tranquilizar a mi imaginación, más dispuesto

estaría mi espíritu para la observación que quería hacer, por esta razón, concentraba todo

mi pensamiento y todas mis miradas en el vigoroso y claro buen sentido de las páginas de

Macaulay.

Vine a observar que algo se interponía entre la página y la luz, pues la página se

encontraba oscurecida por una sombra. Lo que miré y vi me es difícil, por no decir

imposible de describir. Era una oscuridad del ambiente, siguiendo contornos poco

definidos. No puedo decir que se pareciera a un hombre, y no obstante aquello tenía más

parecido con una forma humana, o más bien su sombra, que con cualquier otra cosa. Se

alzaba, totalmente diferenciada del aire y de la luz, y sus dimensiones parecían enormes,

pues la parte de arriba, tocaba el techo. Cuando la miraba, fui presa de una impresión de

frío intenso. Si un iceberg se hubiera encontrado delante de mí, no me habría congelado

más, y, por otra parte, el frío que emanara de un iceberg hubiera sido puramente físico.

Estoy convencido de que aquel frío no era causado por el miedo. Seguía mirando y creo —

aunque no puedo precisarlo— que vi dos ojos mirándome desde lo alto. Por un instante,

creí verlos claramente, y al instante siguiente, parecían haber desaparecido. Pero dos rayos

de una luz azul pálido atravesaron varias veces la sombra, como si cayeran del lugar

donde me había parecido ver los ojos.

Traté de hablar, pero me faltó la voz. Pude solamente pensar: «¿Es esto miedo? No,

no es miedo». Traté de levantarme; en vano. De hecho, mi impresión era estar sujeto por

una fuerza irresistible, como un inmenso abatimiento, una impotencia total de luchar

contra una fuerza superior a las fuerzas humanas como la que se debe experimentar

físicamente en una tempestad en el mar, en una explosión, o ante cualquier terrible bestia

feroz, como un tiburón en el océano; pero en mí era una impresión moral. Otra voluntad

se oponía a la mía, era más fuerte que la mía, como el rayo, el fuego o el tiburón son

superiores, en fuerza material, al hombre.

Y ahora, a medida que esta impresión se desarrollaba en mí, era presa del horror, un

horror tal que ninguna palabra podría describirlo. Únicamente el orgullo, sino el valor, me

contenía aún, y pensaba: «Esto es el terror y no el temor; mi razón la rechaza. Una

alucinación..., no tengo miedo».

Con un violento esfuerzo, conseguí al fin tender la mano hacia el arma colocada

encima de la mesa, y cuando hacía este gesto recibí en el brazo y en el hombro un golpe

tal, que mi brazo cayó inerte a mi lado. Y para aumentar aún el horror de la situación, la

luz de las velas empezó a declinar suavemente, no era como si se hubieran apagado, sino

que la llama parecía alejarse gradualmente y así sucedía también con el fuego; la luz se

retiraba de los carbones; en algunos minutos, la habitación quedó sumida en la oscuridad.

La angustia que me cogió al sentirme en aquella habitación oscura, con aquella cosa

oscura cuyo poder se hacía sentir tan intensamente, me produjo una reacción nerviosa.

De hecho, mi terror había alcanzado un grado tal que mis sentidos me abandonaron,

y rompí el encanto. Lo rompí, efectivamente, pues encontré mi voz, pero esa voz era un

grito penetrante. Recuerdo que aullé, estas palabras: «No tengo miedo, mi alma no teme

nada», y en el mismo instante encontré fuerzas para levantarme. Inmediatamente, en las

tinieblas, me precipité hacia una de las ventanas, corrí la cortina y abrí las persianas; mi

primer pensamiento fue: «¡Luz!». Y cuando vi la luna alta, clara y tranquila, sentí una

alegría tal, que era capaz de compensar mi terror precedente. Era la luna, y más luz de los

faroles en la calle desierta.

Me volví hacia la habitación para mirar en el interior; la luna penetró en la sombra,

muy débil, pero era la luz. Como quiera que fuese, la cosa había desaparecido; sólo había

una sombra ligera que parecía ser la sombra misma de la otra sobre la pared opuesta. Mis

ojos se volvieron entonces hacia la mesa, una vieja mesa de caoba que no cubría tapete

alguno, y de debajo de esta mesa, surgió una mano, visible únicamente hasta el puño. Era

una mano aparentemente de carne y hueso como la mía, pero la mano de una persona de

edad, flaca, arrugada y pequeña, una mano de mujer. Se apoderó cuidadosamente de las

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cartas que se encontraban sobre la mesa; luego, cartas y mano se desvanecieron. En

seguida se repitieron los tres golpes sordos que había oído a la cabecera de la cama, antes

de que empezara aquel drama extraordinario.

Cuando cesaron, sentí que toda la habitación vibraba sensiblemente, y al extremo de

ésta se elevaron, como apareciendo del suelo, unas gotas o bolas de luz coloreada, verdes,

amarillas, rojas, azules. De arriba abajo, de atrás hacia delante, aquí y allá como un ballet,

las gotas empezaron a hallar, lentas o rápidas, cada una según su capricho. Una silla se

había movido y se había colocado al otro lado de la mesa. Y de repente, pareció salir la

forma de una mujer. Era realmente como la forma de un cuerpo, como una pálida figura

de muerta. El rostro era joven, de una extraña y conmovedora belleza. La garganta y los

hombros estaban descubiertos, y el resto del cuerpo envuelto en un amplio vestido de un

blanco de nube.

Estaba ocupada en peinar sus largos cabellos rubios que caían sobre los hombros, sus

ojos no estaban vueltos hacia mí, sino que miraban hacia la puerta. En un plano alejado, la

sombra se iba haciendo más densa. Y de nuevo, creí ver en lo alto dos ojos brillantes que

parecían mirar la forma de la mujer sentada. Como viniendo de la puerta, aunque ésta

permaneciera cerrada, surgió otra forma, igualmente clara, igualmente espantosa, la forma

de un hombre, y de un hombre joven. Llevaba el traje del siglo pasado, o una imagen de

este traje, pues ambos, hombre y mujer, no eran más que sombras impalpables, fantasmas,

simulacros. Y había algo grotesco aunque aterrador en el contraste entre los aderezos

rebuscados de sus formas corporales, con sus puños, sus puntillas y sus rizos, y el silencio

de fantasmas de éstos. Cuando el fantasma del hombre se acercaba al de la mujer, la

sombra se desprendió de la pared y los tres quedaron inmersos un instante en la

oscuridad. Cuando el pálido resplandor apareció nuevamente, los dos cuerpos parecían

presos en las garras de la sombra que se alzaba entre ellos; había ahora una mancha de

sangre en el pecho de la mujer. El fantasma del hombre estaba empalado en su espada, y

la sangre manaba rápidamente de los puños y de las puntillas; la sombra de la forma que

se alzaba entre ellos los recubrió: habían desaparecido.

De nuevo, surgieron las bolas de luz y empezaron a viajar y a girar, haciéndose cada

vez más numerosas y desordenadas en sus movimientos. La puerta que se encontraba a la

derecha del hogar, cerrada hasta entonces, se abrió, y en el dintel apareció una mujer de

edad. Tenía en sus manos las cartas, las mismas cartas sobre las que había visto cerrarse la

mano. Detrás de ella, oí un paso. La mujer dio una vuelta alrededor de la habitación como

para escuchar, y luego abrió las cartas y empezó a leerlas; por encima de su hombro, pude

ver el rostro lívido de un ahogado, pálido e hinchado, con los cabellos llenos de algas; a

sus pies, la forma de un cuerpo; al lado del cuerpo un niño acurrucado, un miserable niño,

asquerosamente sucio, con un rostro hambriento y unos ojos de bestia acorralada. Cuando

quise mirar el rostro de la vieja, las arrugas y los surcos desaparecieron, dando paso a una

cara joven, de mirada dura y glacial, pero joven. Luego, la sombra recubrió la visión, y

todo volvióse oscuro nuevamente.

Nada subsistía ya de todo aquello, más que la sombra sobre la que mis ojos se

volvieron y permanecieron fijos hasta que vi aparecer de nuevo sus ojos, unos ojos

malsanos de serpiente. Las pompas de luz reaparecieron también, y emprendieron su

danza desordenada y turbulenta, mezclándose con los rayos de la luna. Ahora, de estas

mismas partículas, nacían, como escamas de un huevo, cosas monstruosas que llenaron el

aire; larvas exangües, tan repugnantes, que no puedo describirlas mejor que recordando al

lector el movimiento intenso que únicamente el microscopio puede ofrecer a las miradas

en una gota de agua, por ejemplo; cosas transparentes, viscosas, ágiles, persiguiéndose

unas a otras, devorándose unas a otras, formas que jamás se han podido ver a simple vista.

Como sus contornos no tenían simetría, sus movimientos eran desordenados. No

había ningún orden en sus evoluciones, giraban a mi alrededor, y me rodeaban cada vez

más numerosas, rápidas y ligeras, apretándose encima de mi cabeza, trepando a lo largo

de mi brazo derecho, que yo había alzado involuntariamente para protegerme. En ciertos

instantes, me sentí tocado, pero no por ellas; eran unas manos invisibles que me tocaban.

Una vez, experimenté la sensación de unos dedos suaves y fríos contra mi garganta. Tuve

la impresión de que estaba en peligro, y concentré todas mis facultades en mi voluntad de

defenderme y resistir. Antes que nada, aparté mi mirada de la sombra, de aquellos

extraños ojos de serpiente, ahora netamente claros, porque sabía que era allí, y en ninguna

otra parte a mi alrededor, donde residía la voluntad, una voluntad mala, intensa, creadora

y activa, capaz de quebrar la mía.

La pálida atmósfera de la habitación, se iba haciendo roja como la atmósfera próxima

a una explosión. Las repugnantes larvas seguían creciendo, y ahora parecían borbotear en

un fuego. De nuevo la habitación vibró y dejó oír los tres golpes regulares; de nuevo todas

las cosas cayeron en la sombra, como si fuera de ella que emanara todo, y a ella, que todo

volviera.

Cuando la oscuridad cedió, la sombra había desaparecido. Solamente entonces,

cuando se había alejado, volvió a encenderse la llama de las velas, y también el fuego del

hogar. Toda la habitación se volvió calma, apacible, como antes de la visión. Las dos

puertas se habían vuelto a cerrar, y la puerta de comunicación estaba cerrada bajo doble

llave. En el rincón de la pared, donde se había acurrucado convulsamente, el perro seguía

tendido. Le llamé, y no hizo ningún movimiento; me acerqué: el animal estaba muerto, con

los ojos desorbitados, la lengua fuera, y la espuma en los labios. Experimenté una viva

sensación de tristeza ante la pérdida de mi pobre compañero, y también un

remordimiento. Me acusé de su muerte, y le creí muerto de miedo. Pero cuál no fue mi

sorpresa al advertir que tenía la nuca rota. ¿Había ocurrido en la oscuridad? ¿No había

requerido aquel acto la mano de un hombre como yo? ¿No había necesitado esta muerte

de una influencia humana? Tenía una buena razón para creerlo. No puedo sacar

deducciones, no puedo hacer otra cosa que relatar fielmente los hechos. Que el lector

deduzca de ellos lo que le plazca.

Otra circunstancia sorprendente, mi reloj se encontraba de nuevo en la mesa, de

dónde yo lo había visto desaparecer tan misteriosamente; pero estaba parado en el

momento en que había sido, por así decirlo, raptado; y después, a pesar de toda la pericia

del relojero, el hecho es que si se pone en marcha, lo hace de un modo extraño y poco

corriente durante algunas horas, y se detiene luego en un punto muerto..., pero este detalle

es insignificante.

No sucedió nada más durante el resto de la noche. Por otra parte, no tuve que

esperar mucho la llegada del día, pero no quise dejar la casa encantada hasta que fuera día

claro. Antes de irme, volví a la pequeña habitación donde mi criado y yo nos habíamos

quedado emocionados. Tenía claramente la impresión —y no sé claramente por qué— de

que era en aquella habitación donde se encontraba el mecanismo del fenómeno que había

tenido sus efectos en la mía.

Y aunque entrase ahora, a plena luz del día, con el sol brillando a través de los

cristales, sentí subir del suelo aquella misma impresión de horror que había

experimentado la víspera, agravada ahora por todo lo que había sucedido en mi

habitación. No pude soportar el permanecer allí más de medio minuto; bajé las escaleras, y

oí otra vez con claridad unos pasos delante de mí. Cuando abrí la puerta de la calle, oí

claramente una ligera risa. Volví a mi domicilio, creyendo encontrar a mi cobarde criado.

Pero no había hecho aún su aparición. No supe nada más de él durante tres días, fecha en

que recibí una carta procedente de Liverpool. Hela aquí.

«Señor, le pido humildemente perdón, aunque apenas puedo creer que me lo

conceda, a menos que, y Dios no lo quiera, no haya visto usted lo que yo vi. Sé que

necesitaré años para recobrarme. En cuanto a hallarme en estado de servir, desde luego

que no. Me voy, pues, a Melbourne, a casa de mi cuñado. El barco sale mañana. Tal vez el

largo viaje me hará bien. No hago más que estremecerme y temblar e imaginarme que

"aquello" me persigue. Le ruego humildemente, señor, que haga enviar mis ropas y los

sueldos que me debe, a mi madre, en Walworth. John sabe su dirección.»

La carta terminaba con otras excusas, un poco incoherentes y detalles explicativos

concernientes a los bienes de los que él se había ocupado.

Esta defección podrá tal vez suscitar la sospecha de que el hombre tenía deseos de ir

a Australia y se había aprovechado fraudulentamente de los acontecimientos de la noche.

No veo nada que pueda refutar esta opinión; aún más, pienso que les parecerá a muchas

personas la solución más probable de estos sucesos inexplicables. Mi fe en mi propia teoría

permanece íntegra. Volví por la noche a la casa, con desconfianza, para recoger los objetos

que había dejado allí y el cuerpo de mi pobre perro.

Nadie me turbó en mi tarea, y no se produjo ningún incidente notable, excepto al

subir y bajar las escaleras, que oí otra vez el ruido de pasos.

L a Casa De Los Espíritus E dward Bulwer-Lytton

Al salir de la casa, me dirigí a casa de mister J... Le devolví las llaves, le dije que mi

curiosidad estaba ampliamente satisfecha y empecé a relatarle rápidamente lo que había

sucedido; pero él me hizo callar y me dijo, muy cortésmente, que no encontraba ningún

interés en un misterio que jamás había sido resuelto.

Me decidí finalmente a hablarle de las dos cartas que había leído, así como de la

manera extraordinaria como habían desaparecido, y le pregunté si habían sido dirigidas a

la mujer que había muerto en la casa, y si había en su historia alguna cosa que pudiera

confirmar las sospechas que estas cartas podían suscitar. Mister J... pareció estremecerse, y

después de haber reflexionado durante algunos minutos, respondió:

—Sé pocas cosas de la historia de esta mujer, salvo, como le he dicho ya, que su

familia conocía a la mía. Pero usted reaviva algunas vagas sospechas que alimenté en otro

tiempo contra ella. Voy a hacer una encuesta y le informaré del resultado. Y entre tanto,

incluso aunque podamos admitir la creencia popular en el hecho de que una persona que

ha sido durante su vida el autor o la víctima de un crimen puede volver después de su

muerte al teatro de sus crímenes, haré observar que la casa ya estaba frecuentada por

extrañas visiones y ruidos raros antes de que esta mujer muriese. ¿Sonríe usted? ¿Qué

piensa?

—Digo que estoy convencido de que si vamos hasta el fondo del misterio,

encontraremos alguna influencia humana en la base de todo esto.

—¿Cómo? ¿Cree usted en una impostura? ¿Por qué razón?

—No en una impostura en el sentido ordinario de la palabra. Si yo estuviera sumido

en un profundo sueño del que no pudiera usted despertarme, y en este sueño pudiera

responder a preguntas con una precisión de la que sería incapaz estando despierto podría

decirle, por ejemplo, cuánto dinero tiene usted en los bolsillos, o escribirle sus propios

pensamientos, no es necesariamente una impostura, pero tampoco un efecto sobrenatural.

Yo podría estar, sin saberlo, sin estar presente en mí mismo, bajo una influencia

mesmérica impuesta a distancia por una persona que hubiera adquirido sobre mí un

poder cualquiera en un encuentro precedente.

—Pero si bien un hipnotizador puede afectar de este modo a una persona viva, ¿le

cree usted capaz de influir objetos inanimados, de desplazar sillas, o de abrir puertas?

—¿O de impresionar a los sentidos con el fin de hacerle creer en tales efectos, si usted

no ha estado nunca en relación con la persona en cuestión? No. Lo que comúnmente se

llama mesmerismo, no podría lograrlo; pero puede existir un poder semejante, o hasta

superior al mesmerismo, tal como el llamado antiguamente «magia». No llegaré a afirmar

que un poder semejante pueda estar igualmente aplicado a los objetos materiales. Pero si

fuera así, no sería contra la Naturaleza, sería, por el contrario, un raro poder que ésta

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otorga a ciertas constituciones particulares y cultivado por la práctica hasta llegar a un

grado extraordinario. Que un poder semejante pueda obrar sobre un muerto, es decir,

sobre ciertos pensamientos y recuerdos que el muerto pueda conservar, y obligar a que se

haga aparente a nuestros sentidos, no lo que algunos llaman vulgarmente «el alma», lo

cual está más allá del alcance humano, sino más bien algo como un fantasma de lo que ha

sido en la tierra el soporte visible, esto es una teoría muy antigua, y un poco pasada de

moda sobre la cual no aventuraría ninguna opinión. Pero no puedo admitir que este poder

sea sobrenatural. Déjeme ilustrar lo que acabo de decir, con una experiencia de Paracelsus,

descrita como fácil de hacer y que el autor de Curiosities of Literature cita como prueba:

«Una flor se marchita. La quemáis. Allí dónde han ido los elementos de esta flor, cuando

estaba viva, no lo sabéis; no podréis encontrarlos ni reunirlos. Pero podéis, por medio de

la química, de las cenizas de esta flor, hacer surgir un espectro de ésta, con todas las

apariencias de vida». Puede suceder así con los humanos. El alma ha escapado como la

esencia o los elementos de la flor... Pero podéis resucitar un espectro. Y este fantasma,

aunque la creencia popular lo tenga por el alma del difunto, no debe ser confundido con

ella. No es más que una imagen del muerto. Lo que más nos sorprende en las más

acreditadas historias de fantasmas, es la ausencia de lo que llamaremos «alma», es decir,

de una inteligencia superior libre de toda traba. Estas apariciones salen generalmente de

pequeños objetos o de la nada. Hablan raramente, y si esto sucede, expresan ideas que no

son superiores a las de la mayoría de los mortales. Espiritistas americanos han publicado

volúmenes de comunicaciones en prosa o en verso, que dicen y afirman haber sido hechas

por los muertos más ilustres, Shakespeare o Bacon. Estas comunicaciones no son

ciertamente de otro orden que las que habrían hecho personas de un cierto talento y de

una cierta educación aún en vida; son, en todo caso, sorprendentemente inferiores a lo que

Shakespeare, Bacon o Platón, escribieron, en vida. Y lo que es más notable todavía, no

contienen ninguna idea que no existiera ya sobre la tierra. Por ello, si tales fenómenos,

admitiendo que sean reales, pueden existir, veo que muchos de ellos la filosofía los puede

poner en duda, pero ninguno que pueda negar, y en todo caso, ninguno que sea

sobrenatural. Son únicamente ideas transmitidas de una manera o de otra —no hemos

descubierto aún el medio— de un espíritu mortal a otro espíritu mortal. Igualmente,

aunque el hecho de hacer bailar a las mesas, de hacer aparecer formas en un círculo

mágico o manos sin cuerpos apoderándose de ciertos objetos, o una sombra como la que se

me apareció a mí, hiele la sangre, estoy convencido de que todo está transmitido por

agentes materiales tales como ondas eléctricas. En ciertos organismos existen causas

químicas que pueden producir efectos seudomilagrosos de naturaleza química; en otros

circula un fluido eléctrico, y estos últimos pueden dar nacimiento a fenómenos eléctricos.

Estos fenómenos no difieren de la ciencia ordinaria más que en esto: que no tienen fin, ni

objeto, son totalmente pueriles y fútiles. No conducen a ningún resultado práctico, y por

esta razón, el mundo no los tiene en cuenta y los verdaderos sabios no los han cultivado.

Pero estoy absolutamente seguro de que en el origen le todo lo que he visto u oído, se

encuentra un hombre como yo; y estoy inconscientemente convencido de su existencia tan

sólidamente como de sus efectos, por la razón siguiente: me ha dicho usted mismo que no

ha habido dos personas que hayan observado los mismos fenómenos. ¡Pues bien! Observe

igualmente que no existen dos personas que hayan tenido jamás el mismo sueño.

Si se tratara de una impostura corriente, la maquinación estaría construida para dar

resultados apenas diferentes: si se tratara de un hecho de orden sobrenatural, emanando

del Todopoderoso, se produciría igualmente con un objeto bien definido Estos fenómenos

no pertenecen, pues, a ninguna de estas dos clases. Mi opinión es que proceden de un

espíritu en este momento muy alejado, y que no tiene intenciones muy claras; que estos

hechos son el resultado de pensamientos desviados, inestables, cambiantes y a medio

formar; en una palabra, que pueden ser los sueños de este espíritu, puesto en acción, y

hechos sustánciales sólo a medias; que este espíritu posee un inmenso poder, capaz de

poner la materia en movimiento, que es malvado y destructivo. Creo en una fuerza

material que ha matado a mi perro, y esta fuerza hubiera sido suficiente para matarme, si

me hubiera dejado subyugar por el terror, como fue el caso de mi perro, si mi inteligencia

y mi espíritu no me hubieran dado la fuerza de resistir por medio de la voluntad.

—¡Ha matado a su perro! Es aterrador. Efectivamente, es muy extraño que ningún

animal haya podido resistir el permanecer en aquella casa; ni siquiera un gato. Además,

no hay ratas ni ratones.

—El instinto de los animales les hace descubrir las influencias nefastas a su

existencia. La razón humana es menos sutil, pero es más resistente. Ya basta. ¿Ha

Comprendido usted mi teoría?

—Sí, aunque imperfectamente. Y acepto esta fantasía (y perdone el término), aunque

llena de rarezas, más fácilmente que la noción de fantasmas y de espectros de la que

estamos embebidos desde la infancia. Pero en cuanto a mi pobre casa, el mal sigue siendo,

el mismo. ¿Qué podré hacer de ella?

—Voy a decirle lo que yo haría. Estoy íntimamente convencido de que la pequeña

habitación sin amueblar, que se encuentra a la derecha de la puerta de la habitación que yo

he ocupado, es el punto de partida, receptáculo de las influencias que encantan la casa y le

aconsejo que desguarnezca las paredes, que cambie el suelo, e incluso que la destruya

completamente. He observado que se aparta del cuerpo principal, que está construida por

encima del patio, y que podría ser demolida sin causar perjuicio al resto de la mansión.

—Y piensa usted que haciendo esto...

—Tendrá que cortar los hilos del telégrafo. Pruébelo estoy convencido de que tengo

razón, y quiero pagar la mitad de los gastos, si usted me permite que dirija los trabajos.

—No, puedo soportar los gastos. En cuanto a lo demás, permítame que le escriba.

Unos diez días más tarde, recibí una carta de mister J... diciéndome que había

visitado la casa después de nuestra entrevista; que había encontrado las de cartas que yo

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había descrito y las había vuelto a guardar en el cajón de donde las había sacado; que las

había leído con la misma desconfianza que yo y que había empezado una encuesta

concerniente a la mujer a quien yo sugerí que las cartas, habían sido escritas. Parece ser

que treinta y seis años antes, un año antes de la fecha de las cartas, la mujer se había

casado en contra de la opinión de los suyos con un americano de un carácter muy especial;

de hecho, siempre había sido considerado como un pirata. La mujer era la hija de unos

comerciantes dignos, y había ocupado el cargo de directora en un parvulario, antes de su

matrimonio.

Tenía un hermano rico, según decían, padre de un niño de seis años. Un mes después

de la boda, el cuerpo de este hermano había sido encontrado en el Támesis cerca del

puente de Londres, llevaba en el cuello señales de violencia, pero los indicios no eran

suficiente para clausurar la encuesta de otro modo que con esta palabras. «Encontrado

ahogado». El americano y la mujer tomaron al niño a su cargo, pues el hermano difunto

había manifestado en vida la voluntad de que su hermana se ocupara de él, y si a él le

sucedía algo la instituía como heredera. El niño murió seis meses después; se supone que

fue por causa de negligencia y de malos tratos. Los vecinos atestiguaron haber oído gritos

durante la noche. El cirujano que le examino después de su muerte, dijo que estaba

subalimentado y que su cuerpo estaba cubierto de señales lívidas: Parece ser que durante

una noche de invierno, había tratado de escaparse, había saltado al patio, y tras intentar

escalar el muro, había sido encontrado por la mañana, muerto sobre las piedras. Pero

aunque hubo evidencia de crueldad, no había prueba alguna de asesinato, y la tía y su

marido pudieron excusarse, alegando la excesiva insubordinación y la perversidad del

niño, al que otros tachaban de pobre de espíritu. Sin embargo, tal como debía suceder a la

muerte del huérfano, la tía heredó la fortuna de su hermano.

Antes de que hubiera terminado el primer año de matrimonio, el americano

abandonó Inglaterra y no apareció más por aquí. Consiguió pasaje en un barco que se

hundió con cuerpos y bienes en el Atlántico dos años más tarde. La viuda vivía en la

opulencia. Pero algunos reveses de fortuna se abatieron sobre ella. Un banco quebró, fue

perdida una inversión, emprendió un pequeño comercio y fue reconocida como

insolvente; fue bajando cada vez más, desde gobernante hasta criada para todo, no

pudiendo conservar ningún empleo, aunque jamás tuvieron que achacarle nada decisivo.

Estaba considerada como una mujer sobria, honesta y particularmente tranquila en sus

costumbres; y no obstante, todo le salía mal; de este modo, había acabado por caer en la

«casa de trabajo» de donde mister J... la había sacado para emplearla en la misma casa

donde había reinado como dueña durante el primer año de su matrimonio.

Mister J... añadía que él había pasado una hora solo en la habitación vacía que yo le

había aconsejado que derribara, y que su impresión de angustia había sido tal, aunque no

hubiera oído ni visto nada, que se había decidido a desguarnecer las paredes y a cambiar

el recubrimiento del suelo, tal como yo le había aconsejado. Había contratado personal

para este efecto, e iban a empezar el día que yo tuviera a bien indicarle. El día fue fijado.

Me dirigí a la casa encantada; entramos en la lúgubre habitacioncita, levantamos el plinto

y luego el recubrimiento del suelo. Bajo las vigas encontramos, cubierta de basura, una

trampa apenas lo bastante ancha para permitir el paso de un hombre.

Estaba cerrada con candados y remaches. Al abrirla, descubrimos una pequeña

habitación, de cuya existencia jamás se había sospechado. En aquella habitación había una

ventana y una chimenea, pero, con toda evidencia, habían sido tapiadas las dos, muchos

años antes. Con la ayuda de velas, examinamos el lugar. Contenía únicamente algunos

muebles carcomidos, tres sillas, un banco de encina, una mesa, todo del estilo de hace

ochenta años. Había una cómoda junto a la pare donde encontramos, medio podridos, los

objetos de vestir como los usaban, hace un siglo, los caballeros de algún rango; hebillas de

acero y botones como llevan aún ahora en las levitas, una elegante espada y en un traje

que en otro tiempo había estado adornado con encajes de oro, pero que actualmente estaba

negrecido y sucio por la humedad, encontramos nueve guineas, algunas monedas de plata

y una ficha de marfil probablemente para una recepción de hacía mucho tiempo. Pero

nuestro principal descubrimiento fue una especie de caja fuerte de hierro, fija a la pared,

que nos costó mucho trabajo abrir.

En aquel cofre encontramos tres departamentos, dos pequeños cajones. Alineadas

sobre las tablas, había unas botellitas de cristal herméticamente cerradas. Contenían

esencias volátiles incoloras, sobre las cuales diré únicamente que no eran venenos; el

fósforo y el amoniaco entraban en la composición de algunas de ellas. Encontramos

también unos curiosos tubos de cristal, una pequeña barrita de hierro, con una pesada

maza de cristal de roca y otra de ámbar, así como un poderoso imán.

En uno de los cajones encontramos una miniatura en oro, cuyos colores tenían una

frescura notable aún a costa del tiempo que hacía que se hallaba allí. El retrato era el de un

hombre de edad madura, de unos cuarenta y siete o cuarenta y ocho años Era un rostro

sorprendente, de los más impresionantes. Si pueden ustedes imaginar alguna enorme

serpiente transformada en hombre y conservando, bajo los rasgos humanos, el carácter de

la serpiente, tendrán una imagen mejor de la que podría ofrecerles una descripción. Estos

eran los rasgos: amplitud y llaneza de la frente, elegancia puntiaguda de los contornos,

suavizando la fuerza de una mandíbula implacable, la mirada alargada, grande terrible,

con destellos verdosos como la esmeralda, una especie de tranquilidad imperturbable,

como nacida de la conciencia de un inmenso poder.

Maquinalmente, di vuelta a la miniatura para examinar el reverso, y en la cara

posterior observé un pentágono grabado. En medio de éste una escalera cuyo tercer

peldaño estaba formado por la fecha de 1765.

Al mirar desde más cerca, encontré un resorte; apretando éste, se abría la parte

posterior de la miniatura como una tapadera. En el lado interior de la tapadera, estaba

grabado: «A ti, Mariana, sé fiel en la vida y en la muerte a...»

Aquí seguía un nombre que no mencionaré, pues me resultaba algo conocido. Lo

había oído mencionar a los viejos en mi juventud como perteneciente a un charlatán

famoso que había causado sensación en Londres durante un año, y había huido del país

bajo acusación de doble asesinato, perpetrado en su propia casa, de su amante y su rival.

No dije nada de ello a mister J..., a quien entregué la miniatura.

Habíamos abierto sin dificultad el primer cajón del cofre, pero nos costó mucho

trabajo abrir el segundo: no estaba cerrado con llave, pero resistió a todos los esfuerzos,

hasta que insertamos en la hendidura la hoja de un cuchillo. Cuando lo abrimos,

encontramos en su interior un singular aparato de los más perfectos en su género.

Sobre un librito delgado, una plaqueta más bien, se encontraba un platillo de cristal

lleno de un líquido claro sobre el que flotaba una especie de brújula cuya aguja giraba

rápidamente. Pero en lugar de los signos ordinarios de la brújula, se podían leer siete

extraños caracteres, bastante semejantes a los que utilizan los astrólogos para designar a

los planetas, Un olor particular, ni fuerte ni desagradable, salía de aquel cajón recubierto

de una madera que enseguida identificamos como nogal.

Cualquiera que fuera la causa de aquel olor, producía un extraño efecto sobre los

nervios. Experimentamos los dos, así como los dos obreros que se encontraban en la

habitación, una sensación de dolor agudo que iba del extremo de los dedos hasta la raíz de

los cabellos. Impaciente por examinar la plaqueta, cogí el platillo. Al hacer esto, la aguja de

la brújula se puso a girar a una velocidad excesiva y sentí un golpe que se extendió por

todo el cuerpo, tan fuerte, que dejé caer el platillo al suelo. El líquido se derramó, el

platillo se rompió, la brújula rodó hasta el extremo de la habitación y en el mismo instante,

las paredes temblaron como si un gigante las hubiera sacudido.

Los dos obreros se quedaron tan asustados, que se lanzaron a la escalera por la que

habían bajado a la habitación.

Entre tanto, ya había abierto la plaqueta. Estaba encuadernada con cuero y cierre de

plata. Contenía una única hoja de pergamino, y en aquella hoja estaba escrito en el interior

de un doble pentágono, en viejo latín monástico, una frase que se puede traducir

literalmente por estas palabras: «Sobre todo objeto palpable que se encuentre en esta casa,

animado o inanimado, vivo o muerto, como se mueven las agujas, así actúa mi voluntad.

Maldita sea la casa y que sus habitantes sean atormentados para siempre».

No encontramos nada más. Mister J... quemó la plaqueta y su anatema. Arrasó hasta

los cimientos la parte del edificio que ocultaba la habitación secreta, y la que se encontraba

encima de ella. Tuvo entonces el valor de vivir él mismo en la casa durante un mes, y no

pudo encontrarse en todo Londres una casa más tranquila y más confortable.

En consecuencia, la alquiló, y su inquilino no se quejó jamás.

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