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domingo, 27 de diciembre de 2009

NARRATIVA COMPLETA -- EDGAR ALLAN POE -- 1ªparte



NARRATIVA



COMPLETA



EDGAR ALLAN POE



Edgar A. Poe: su vida y sus obras



…algún maestro desventurado a quien la



inexorable Fatalidad ha perseguido



encarnizada, cada vez más encarnizada,



hasta que sus cantos no tengan más que



un solo estribillo, hasta que los cantos



fúnebres de su Esperanza hayan adoptado



este melancólico estribillo: «¡Nunca!



¡Nunca más!»



EDGAR A. POE, El cuervo



En su trono de bronce el Destino se burla,



de amarga hiel empapando su esponja,



y la Necesidad es para ellos tenaza.



THÉOPHILE GAUTIER, Tinieblas



I



En estos últimos tiempos compareció ante nuestros tribunales un desdichado cuya



frente estaba marcada por un raro y singular tatuaje. ¡Desafortunado! Llevaba él así



encima de sus ojos la etiqueta de su vida, como un libro su título, y el interrogatorio



demostró que aquel extraño rótulo era cruelmente verídico. Hay en la historia literaria



destinos análogos, verdaderas condenas, hombres que llevan las palabras «mala suerte»



escritas en caracteres misteriosos sobre las arrugas sinuosas de su frente. El ángel ciego



de la expiación se ha apoderado de ellos y los azota con uno y otro brazo para ejemplo



edificante de los demás. En vano su vida revela talento, virtudes, gracia: la sociedad



tiene para ellos un anatema especial y acusa en ellos las lesiones que les ha causado.



¿Qué no hizo Hoffmann para desarmar al Destino, y qué no realizó Balzac para conjurar



la fortuna? ¿Existe, pues, una Providencia diabólica que prepara la desgracia desde la



cuna, que arroja con premeditación naturalezas espirituales y angélicas en medios



hostiles, como a mártires en los circos? ¿Existen, pues, almas santas y destinadas al altar,



condenadas a ir hacia la muerte y hacia la gloria a través de sus propias ruinas? La



pesadilla de las Tinieblas, ¿asediará eternamente a esas almas elegidas? En vano se



agitan, en vano se forman para el mundo, para sus previsiones y asechanzas;



perfeccionarán la prudencia, taparán todas las salidas, acolcharán las ventanas contra



los proyectiles del azar; pero el Diablo entrará por el agujero de la cerradura. Una



perfección será la falla de su coraza, y una cualidad superlativa, el germen de su



condenación.



Para romperla, el águila, desde lo alto del cielo,



sobre su frente al aire soltará la tortuga,



pues ellos deben perecer fatalmente.



Su destino está escrito en toda su contextura, brilla con siniestro resplandor en sus



miradas y en sus gestos, circula por sus arterias con cada uno de sus glóbulos



sanguíneos.



Un célebre escritor de nuestro tiempo ha escrito un libro para demostrar que el poeta



no podía encontrar buen acomodo ni en una sociedad democrática ni en una



aristocrática, no más en una república que en una monarquía absoluta o templada.



¿Quién ha sabido, pues, replicarle perentoriamente? Yo aporto hoy una nueva leyenda



en apoyo de su tesis y añado un nuevo santo al martirologio; debo escribir la historia de



uno de esos ilustres desventurados, demasiado rica en poesía y pasión, que ha venido,



después de tantos otros, a hacer en este bajo mundo el rudo aprendizaje del genio entre



las almas inferiores.



¡Lamentable tragedia la vida de Edgar A. Poe! ¡Su muerte, horrible desenlace, cuyo



horror aumenta con su trivialidad! De todos los documentos que he leído he sacado la



convicción de que los Estados Unidos sólo fueron para Poe una vasta cárcel, que él



recorría con la agitación febril de un ser creado para respirar en un mundo más elevado



que el de una barbarie alumbrada con gas, y que su vida interior, espiritual, de poeta, o



incluso de borracho, no era más que un esfuerzo perpetuo para huir de la influencia de



esa atmósfera antipática. Implacable dictadura la de la opinión de las sociedades



democráticas; no imploréis de ella ni caridad ni indulgencia, ni flexibilidad alguna en la



aplicación de sus leyes a los casos múltiples y complejos de la vida moral. Diríase que



del amor impío a la libertad ha nacido una nueva tiranía: la tiranía de las bestias, o



zoocracia, que por su insensibilidad feroz se asemeja al ídolo de Juggernaut. Un biógrafo



nos dirá seriamente —bienintencionado es el buen hombre— que Poe, de haber querido



regularizar su genio y aplicar sus facultades creadoras de una manera más apropiada al



suelo americano, hubiese podido llegar a ser un autor de dinero (a money making



author). Otro —éste un cínico ingenuo—, que, por bello que sea el genio de Poe, más le



hubiera valido tener sólo talento, ya que el talento se cotiza más fácilmente que el genio.



Otro, que ha dirigido diarios y revistas, un amigo del poeta, confiesa que resultaba



difícil utilizarle, y que se veía uno obligado a pagarle menos que a otros, porque escribía



con un estilo demasiado por encima del vulgo. «¡Qué tufo a trastienda!», como decía



Joseph de Maistre.



Algunos se han atrevido a más, y uniendo la falta de inteligencia más abrumadora



de su genio a la ferocidad de la hipocresía burguesa, le han insultado a porfía, y después



de su repentina desaparición, han vapuleado ásperamente ese cadáver; en especial, el



señor Rufus Griswold, que, para aprovechar aquí la frase vengativa del señor George



Graham, ha cometido así una infamia inmortal. Poe, experimentando quizá el siniestro



presentimiento de un final repentino, había designado a los señores Griswold y Willis



para ordenar sus obras, escribir su vida y restaurar su memoria. Ese pedagogo-vampiro



ha difamado ampliamente a su amigo en un enorme artículo mediocre y rencoroso, que



precisamente encabeza la edición póstuma de sus obras. ¿No existe, pues, en América



una disposición que prohiba a los perros la entrada en los cementerios? En cuanto al



señor Willis, ha demostrado, por el contrario, que la benevolencia y el decoro van



siempre de consuno con el verdadero talento, y que la caridad con nuestros semejantes,



que es un deber moral, es también uno de los mandamientos del gusto.



Hablad de Poe con un americano: confesará acaso su genio, y hasta puede que se



muestre orgulloso de él; pero en tono sardónico, superior, que deja traslucir al hombre



positivo, os hablará de la vida disoluta del poeta, de su aliento alcoholizado que hubiera



ardido con la llama de una vela, sus hábitos de vagabundo. Os dirá que era un ser



errante y heteróclito, un planeta desorbitado que rondaba sin cesar desde Baltimore a



Nueva York, desde Nueva York a Filadelfia, desde Filadelfia a Boston, desde Boston a



Baltimore, desde Baltimore a Richmond. Y si, con el corazón conmovido por esos



preludios de una historia desconsoladora, dais a entender que tal vez no sea solamente



culpable el individuo, y que debe de ser difícil pensar y escribir cómodamente en un



país donde hay millones de soberanos —un país sin capital, hablando con propiedad, y



sin aristocracia—, entonces veréis sus ojos desorbitarse y despedir rayos, la baba del



patriotismo doliente subir a sus labios, y América, por su boca, lanzar injurias a Europa,



su vieja madre, y a la filosofía de los antiguos días.



Repito que, por mi parte, he adquirido la convicción de que Edgar A. Poe y su patria



no estaban al mismo nivel. Los Estados Unidos son un país gigantesco e infantil,



envidioso, naturalmente, del viejo continente. Orgulloso de su desarrollo material,



anormal y casi monstruoso, ese recién llegado a la Historia tiene una fe ingenua en la



omnipotencia de la industria; está convencido, como algunos desdichados entre



nosotros, de que acabará por tragarse al Diablo. ¡Tienen allá un valor tan grande el



tiempo y el dinero! La actividad material, exagerada hasta adquirir las proporciones de



una manía nacional, deja en los espíritus muy poco sitio para las cosas no terrenas. Poe,



que era de buena casta —y que, por lo demás, declaraba que la gran desgracia de su país



era no poseer una aristocracia racial, dado, decía él, que en un pueblo sin aristocracia el



culto de lo Bello sólo puede corromperse, aminorarse y desaparecer; que acusaba en sus



conciudadanos, hasta en su lujo enfático y costoso, todos los síntomas del mal gusto



característico de los advenedizos; que consideraba el Progreso, la gran idea moderna,



como un éxtasis de papanatas, y que denominaba los perfeccionamientos de la mansión



humana cicatrices y abominaciones rectangulares—, Poe era allá un cerebro



singularmente solitario. No creía más que en lo inmutable, en lo eterno, en el self-same,



y gozaba —¡cruel privilegio en una sociedad enamorada de sí misma!— de ese grande y



recto sentido a lo Maquiavelo que marcha ante el sabio como una columna luminosa a



través del desierto de la Historia. ¿Qué hubiera pensado, qué hubiera escrito el



infortunado, si hubiese oído a la teóloga del sentimiento suprimir el Infierno por amor al



género humano, al filósofo de la cifra proponer un sistema de seguros, una suscripción



de cinco céntimos por cabeza ¡para la supresión de la guerra y la abolición de la pena de



muerte y de la ortografía, esas dos locuras correlativas!, y a tantos y tantos otros



enfermos que escriben, «con la oreja inclinada hacia el viento», fantasías giratorias, tan



flatulentas como el elemento que se las dicta? Si añadís a esta visión impecable de la



verdad, auténtica dolencia en ciertas circunstancias, una delicadeza exquisita de



sentidos a la que atormentaría una nota falsa, una finura de gusto a la que todo, excepto



la exacta proporción, sublevara, un amor insaciable a lo Bello, que había adquirido la



potencia de pasión morbosa, no os extrañará que para un hombre semejante la vida



llegara a ser un infierno y que haya acabado mal; os admirará que haya él podido durar



tanto tiempo.



II



La familia de Poe era una de las más respetables de Baltimore. Su abuelo materno



había servido como quarter-master-general en la guerra de la Independencia, y La



Fayette le dispensaba una gran estimación y amistad.



Este, a raíz de su último viaje a los Estados Unidos, quiso ver a la viuda del general



y testimoniarle su gratitud por los servicios que le había hecho su marido. El bisabuelo



se había casado con una hija del almirante inglés MacBride, que estaba emparentado con



las más nobles casas de Inglaterra. David Poe, padre de Edgar e hijo del general, se



enamoró perdidamente de una actriz inglesa, Isabel Arnold, célebre por su belleza; se



fugó y se casó con ella. Para unir más íntimamente su destino al de ella, se hizo actor y



apareció con su mujer en diferentes teatros, en las principales ciudades de la Unión. Los



esposos murieron en Richmond, casi al mismo tiempo, dejando en el abandono y en la



penuria más completos a tres criaturas, una de las cuales era Edgar.



Edgar A. Poe había nacido en Baltimore, en 1813. Doy esta fecha de acuerdo con su



propia afirmación, pues él se elevó contra la aseveración de Griswold, que sitúa su



nacimiento en 1811. Si alguna vez el espíritu novelesco, para servirme de una frase de



nuestro poeta, ha presidido un nacimiento —¡espíritu siniestro y tempestuoso!—,



ciertamente, presidió el suyo. Poe fue, en verdad, hijo de la pasión y de la aventura. Un



rico negociante de la ciudad, mister Allan, se entusiasmó con aquel lindo e infortunado



a quien la Naturaleza había dotado de un aspecto encantador, y como no tenía hijos, le



adoptó. El niño se llamó, pues, de allí en adelante Edgar Allan Poe. Fue así criado en



una grata holgura y con la esperanza legítima de una de esas fortunas que dan al



carácter una soberbia certeza. Sus padres adoptivos se lo llevaron en un viaje que



hicieron a Inglaterra, Escocia e Irlanda, y antes de regresar a su país le dejaron en casa



del doctor Bransby, que dirigía un importante centro de enseñanza en Stoke-Newington,



cerca de Londres. Poe ha descrito en William Wilson aquella extraña casa, construida en



el viejo estilo isabelino, y también sus impresiones de colegial.



Volvió a Richmond en 1822 y prosiguió sus estudios en América bajo la dirección de



los mejores profesores del lugar. En la Universidad de Charlottesville, donde ingresó en



1825, se distinguió no sólo por una inteligencia casi milagrosa, sino también por una



profusión casi siniestra de pasiones —una precocidad realmente americana— que fue,



por último, la causa de su expulsión. Conviene señalar de paso que Poe había



demostrado ya, en Charlottesville, una aptitud de las más notables para las ciencias



físicas y matemáticas. Más tarde la empleará con frecuencia en sus extraños cuentos, y



obtendrá de ella medios absolutamente inesperados. Pero tengo razones para creer que



no es a ese orden de composiciones a las que él daba más importancia, y que —quizá



precisamente a causa de esa aptitud precoz— las consideraba como fáciles juegos de



manos, comparándolas con las obras de pura fantasía. Unas desdichadas deudas de



juego originaron una desavenencia pasajera entre él y su padre adoptivo, y Edgar —



hecho de los más curiosos y que prueba, pese a lo que se ha dicho, una dosis de



caballerosidad muy grande en su impresionable cerebro— concibió el proyecto de tomar



parte en las guerras de los helenos y de ir a luchar contra los turcos. Partió, pues, hacia



Grecia. ¿Qué fue de él en Oriente? ¿Qué hizo allí? ¿Estudió las costas clásicas del



Mediterráneo? ¿Por qué le encontramos nuevamente en San Petersburgo, sin pasaporte,



comprometido, y en qué clase de asunto, obligado a recurrir al ministro americano,



Henry Middleton, para librarse de la sanción rusa y volver a su casa? Se ignora; existe



ahí una laguna que él sólo hubiese podido llenar. La vida de Edgar A. Poe, su juventud,



sus aventuras en Rusia y su correspondencia han sido anunciadas largo tiempo por los



periódicos americanos, pero no han aparecido nunca.



De regreso en América, en 1829, expresó el deseo de ingresar en la escuela militar de



West-Point; fue admitido, en efecto, y allí, como en otras partes, dio pruebas de una



inteligencia admirablemente dotada, pero indisciplinable, siendo, al cabo de unos



meses, expulsado. Al mismo tiempo ocurría en su familia adoptiva un suceso que debía



tener las más graves consecuencias sobre su vida entera. La señora Allan, por quien



parece él haber sentido un afecto verdaderamente filial, falleció, y el señor Allan se casó



con una mujer muy joven. Y en esta época tuvo lugar una desavenencia doméstica, una



historia rara y tenebrosa que no puedo contar, porque no ha sido claramente explicada



por ningún biógrafo. No es, por tanto, extraño que él se haya separado definitivamente



del señor Allan, y que éste, que tuvo hijos de su segundo matrimonio, le haya excluido



por completo de su testamento.



Poco tiempo después de haber abandonado Richmond, Poe publicó un pequeño



tomo de poesías; fue realmente una aurora brillante. Para quien sabe sentir la poesía



inglesa, hay ya en él un acento extraterreno, la serenidad en la melancolía, la deliciosa



solemnidad, la experiencia precoz —iba a decir, creo, la experiencia innata— que



caracterizan a los grandes poetas.



La miseria le hizo ser soldado una temporada, y es de suponer que empleó los



pesados ocios de la vida de guarnición en preparar los materiales de sus futuras



composiciones, composiciones extrañas que parecen haber sido creadas para



demostrarnos que la singularidad es una de las partes integrantes de lo Bello. Al volver



a la vida literaria, el único elemento en que pueden respirar ciertos seres déclassés, Poe



fenecía en una extrema miseria, cuando un azar feliz le hizo mejorar. El propietario de



una revista acababa de fundar dos premios: uno, para el mejor cuento; otro, para el



mejor poema. Una letra singularmente bella atrajo la mirada de Mr. Kennedy, que



presidía el jurado, y le dio deseos de examinar por sí mismo los manuscritos. Y sucedió



que Poe había ganado los dos premios, aunque sólo uno le fue entregado. El presidente



del jurado sintió la curiosidad de ver al desconocido. El director del diario le llevó a un



joven de una belleza chocante, andrajoso, abrochado hasta la barbilla, y que tenía el



aspecto de un caballero tan orgulloso como hambriento. Kennedy se portó bien.



Presentó a Poe a un señor, Thomas White, que fundaba en Richmond el Southern



Literary Messenger. El señor White era un hombre audaz, pero sin ningún talento



literario; necesitaba un ayudante. Poe se encontró así, muy joven —a los veintidós años



—, director de una revista cuyo destino descansaba por entero en él. El creó esa



prosperidad. El Southern Literary Messenger reconoció desde entonces que era a aquel



excéntrico maldito, a aquel borracho incorregible, a quien debía su público y su



fructuosa notoriedad. En ese magazine es donde aparecieron por primera vez la



Aventura sin par de un tal Hans Pfaall y otros varios cuentos que los lectores verán



ahora desfilar ante sus ojos. Durante cerca de dos años, Edgar A. Poe, con un



maravilloso ardor, asombró a su público con una serie de composiciones de un nuevo



género y con artículos críticos cuya viveza, claridad y severidad razonadas estaban



hechas realmente para atraer las miradas. Aquellos artículos se ocupaban de libros de



todo género, y la sólida cultura que el joven había adquirido le sirvió de mucho.



Conviene saber que aquella tarea considerable la realizaba él por quinientos dólares; es



decir, por dos mil setecientos francos al año. Inmediatamente —dice Griswold, lo cual



quiere decir; «¡Se creía, pues, rico el muy imbécil!»— se casó con una muchacha bella,



encantadora, de un carácter amable y heroico, pero que no tenía un céntimo —añade el



propio Griswold en un tono de desdén—. Era la señorita Virginia Clemm, una prima



suya.



Pese a los servicios hechos a su diario, el señor White riñó con Poe al cabo de dos



años, aproximadamente. El motivo de esa ruptura estuvo, sin duda, en los ataques de



hipocondría y en las crisis alcohólicas del poeta, accidentes característicos que



ensombrecían su cielo espiritual, como esas nubes lúgubres que dan de pronto al paisaje



más romántico un aire de melancolía en apariencia irreparable. A partir de entonces,



veremos trasladar su tienda al desventurado, como un hombre del desierto, y



transportar su ligero petate a las principales ciudades de la Unión. Dirigió en todas



partes revistas o colaboró en ellas de una manera brillante. Difundió con deslumbradora



rapidez artículos críticos, filosóficos y cuentos henchidos de magia, que aparecieron



reunidos bajo el título de Tales of the Grotesque and the Arabesque, título notable e



intencionado, pues los adornos grotescos y arabescos rechazan la figura humana, y ya se



verá que por muchos conceptos la literatura de Poe es extra o sobrehumana. Sabremos,



por notas ofensivas y escandalosas insertadas en los periódicos, que Mr. Poe y su mujer



se encuentran enfermos de peligro en Fordham y en una absoluta miseria. Poco tiempo



después de la muerte de la señora Poe, el poeta sufrió los primeros ataques de delirium



tremens. Una nueva nota apareció de repente en un diario —ésta más que cruel—, en la



que se acusa su desprecio y su asco del mundo, creándole uno de esos procesos



tendenciosos, verdaderas requisitorias de la opinión, contra los cuales tuvo él siempre



que defenderse, una de las luchas más estérilmente fatigosas que conozco.



Sin duda, ganaba dinero, y sus trabajos literarios le permitían casi vivir. Pero poseo



pruebas de que él tenía que vencer sin cesar repugnantes dificultades. Soñó, como tantos



otros escritores, con una revista suya, quiso estar en su casa, y el hecho es que había



sufrido lo bastante para desear con ardor aquel cobijo definitivo de su pensamiento. A



fin de alcanzar ese resultado y conseguir una suma de dinero suficiente, tuvo que



recurrir a las lectures. Ya se sabe lo que son esas lectures, una especie de especulación, el



Colegio de Francia puesto a disposición de todos los literatos, pues el autor no publica



su lecture sino después de haber sacado de ella todos los ingresos que puede producir.



Poe había dado ya en Nueva York una lecture de «Eureka», su poema cosmogónico, que



había promovido incluso grandes discusiones. Pensó aquella vez dar lectures en su



tierra natal, Virginia. Contaba, como escribió a Willis, con hacer una gira por el Oeste y



el Sur y confiaba en el concurso de sus amigos literarios y de sus antiguas amistades de



colegio y de West-Point. Visitó, pues, las principales ciudades de Virginia y Richmond



contempló de nuevo a aquel a quien había conocido allí tan joven, tan pobre, tan



derrotado. Todos los que no habían visto a Poe desde el tiempo de su oscuridad



acudieron en masa para examinar a su ilustre compatriota. Y él apareció apuesto,



elegante, correcto, como el genio. Hasta creo que desde hacía algún tiempo había él



llevado su condescendencia al extremo de hacer que le admitiesen en una sociedad de



templanza. Escogió un tema tan amplio como elevado: El principio de la poesía, y lo



desarrolló con esa lucidez que es uno de sus privilegios. Creía, como verdadero poeta



que era, que la finalidad de la poesía es de la misma naturaleza que su principio, y que



no debe fijarse en otra cosa más que en sí misma.



La buena acogida que le dispensaron inundó su pobre corazón de orgullo y de gozo;



se mostraba de tal modo encantado, que hablaba de establecerse definitivamente en



Richmond y de acabar su vida en los lugares que su infancia le había hecho dilectos. Sin



embargo, tenía asuntos en Nueva York, y partió el 4 de octubre, quejándose de



escalofríos y de debilidad. Como siguiera sintiéndose bastante mal, al llegar a Baltimore,



el 6, por la noche, hizo llevar su equipaje al embarcadero, desde donde debía dirigirse a



Filadelfia, y entró en una taberna para tomar un excitante cualquiera. Allí, por



desgracia, se encontró con antiguos amigos y se detuvo más de la cuenta. A la mañana



siguiente, en las pálidas tinieblas del alba, fue encontrado un cadáver en la vía pública.



¿Debe decirse así? No, un cuerpo vivo aún, pero que la muerte había marcado ya con su



real sello. Sobre aquel cuerpo, cuyo nombre se ignoraba, no se hallaron ni papeles ni



dinero, y lo transportaron a un hospital. Allí murió Poe, la noche misma del domingo 7



de octubre de 1849, a la edad de treinta y siete años, vencido por el delirium tremens,



ese terrible visitante que había ya atacado su cerebro una o dos veces. Así desapareció



de este mundo uno de los más grandes héroes literarios, el hombre que había escrito en



El gato negro estas palabras fatídicas: «¿Qué enfermedad es comparable al alcohol?»



Esa muerte es casi un suicidio, un suicidio preparado desde hacía largo tiempo.



Cuando menos, provocó el escándalo. Fue grande el clamor, y la virtud dio salida a su



canto enfático, libre y voluntariosamente. Las oraciones fúnebres más indulgentes



tuvieron que dejar sitio a la inevitable moral burguesa, que se cuidó de no perder una



ocasión tan admirable. Mr. Griswold difamó; Mr. Willis, sinceramente afligido, se



comportó más que decorosamente. ¡Ay! El que había franqueado las alturas más arduas



de la estética, sumiéndose en los abismos menos explorados del intelecto humano; el



que, a través de una vida que se asemeja a una tempestad sin calma, había encontrado



medios nuevos, procedimientos desconocidos para asombrar la imaginación, para



seducir los espíritus sedientos de Belleza, acababa de morir en unas horas en un lecho



del hospital. ¡Qué destino! ¡Y tanta grandeza y tanto infortunio para levantar un



torbellino de fraseología burguesa, para convertirse en pasto y tema de los periodistas



virtuosos!



Ut declamatio fiars!



Estos espectáculos no son nuevos; es raro que un sepulcro reciente e ilustre no sea



un lugar de cita de escándalo. Por otra parte, la sociedad no ama a esos rabiosos



desventurados, y ya sea porque perturbaban sus fiestas o ya sea porque los considere de



buena fe como remordimientos, tiene ella, a no dudar, razón. ¿Quién no recuerda las



declamaciones parisienses a raíz de la muerte de Balzac, que murió, empero, de manera



correcta? Y en fecha más reciente aún —hace hoy, 26 de enero, un año justo—, cuando



un escritor de una honradez admirable, de una elevada inteligencia, y siempre lúcido,



fue discretamente, sin molestar a nadie —tan discretamente, que su discreción parecía



desprecio—, a exhalar su alma en la calle más negra que pudo encontrar, ¡qué



asqueantes homilías, qué asesinato refinado! Un periodista célebre, a quien Jesús no



enseñara nunca maneras generosas, encontró la aventura lo bastante jovial para



celebrarla con un burdo retruécano. Entre la nutrida enumeración de los derechos del



hombre que la sabiduría del siglo XIX repite tan a menudo y con tanta complacencia, se



han olvidado dos asaz importantes, que son: el derecho a contradecirse y el derecho a



marcharse.



Pero la sociedad mira al que se va como a un insolente; castigaría de buena gana



ciertos despojos fúnebres, como aquel infeliz soldado atacado de vampirismo a quien la



vista de un cadáver exasperaba hasta el frenesí. Y con todo, puede decirse que, bajo la



presión de determinadas circunstancias, después de un serio examen de ciertas



incompatibilidades, con firmes creencias en ciertos dogmas y metempsicosis; puede



decirse, sin énfasis y sin juego de palabras, que el suicidio es a veces el acto más



razonable de la vida. Y así se forma una compañía de fantasmas, ya numerosa, que nos



visita familiarmente, y en la que cada miembro viene a ensalzarnos su reposo actual y a



confiarnos sus persuasiones.



Confesemos, no obstante, que el lúgubre fin del autor de Eureka suscitó algunas



consoladoras excepciones, sin lo cual sería cosa de desesperarse y el mundo resultaría



insufrible. Mr. Willis, como ya he dicho, habló con honradez, y hasta con emoción, de



las buenas relaciones que había mantenido siempre con Poe. Los señores John Neal y



George Graham llamaron al señor Griswold al orden. El señor Longfellow —y ello es



tanto más meritorio cuanto que Poe le había maltratado cruelmente— supo alabar de



una manera digna de un poeta su elevada potencia como poeta y como prosista. Un



desconocido escribió que la América literaria había perdido su cabeza más poderosa.



Pero el corazón partido, el corazón desgarrado, el corazón traspasado por siete



puñales, fue el de la señora Clemm. Edgar era a la vez su hijo y su hija. «¡Rudo destino



—dice Willis, de quien tomo estos detalles casi textualmente—, rudo destino el que ella



velaba y protegía! Porque Edgar A. Poe era un hombre embarazoso; aparte de que



escribía con una fastidiosa dificultad y con un estilo demasiado por encima del nivel



intelectual corriente para poderle pagar caro, estaba siempre atosigado por apuros



monetarios, y con frecuencia él y su mujer enferma carecían de las cosas más precisas en



la vida.» Un día, Willis vio entrar en su despacho a una mujer, vieja, dulce, seria. Era la



señora Clemm. Buscaba trabajo para su querido Edgar. El biógrafo dice que se sintió



hondamente emocionado no sólo por el elogio perfecto, por la exacta apreciación que



hizo ella del talento de su hijo, sino también por todo su aspecto exterior, por su voz



suave y triste, por sus maneras un poco anticuadas, pero bellas y nobles. «Y durante



varios años —añade— hemos visto a esa infatigable servidora del genio, pobre y mal



vestida, de diario en diario para vender unas veces un poema, otras un artículo,



diciendo en ocasiones que estaba enfermo —única aplicación, única razón, invariable



disculpa que ella daba cuando su hijo se hallaba atacado momentáneamente de una de



esas esterilidades que conocen los escritores nerviosos—, sin permitir nunca que sus



labios soltasen una palabra que pudiera ser interpretada como una duda, como una falta



de confianza en el genio y en la voluntad de su bienamado.» Cuando su hija murió, ella



se consagró al superviviente de la destrozada batalla con un ardor maternal



acrecentado, vivió con él, le cuidó, le vigiló, defendiéndole contra la vida y contra él



mismo. «En verdad —termina Willis con una elevada e imparcial razón—, si la



abnegación de la mujer, nacida con un primer amor y mantenida por la pasión humana,



glorifica y consagra su objeto, ¿qué no dice en favor del que le inspiró una abnegación



como ésta, pura, desinteresada y santa como un centinela divino?» Los detractores de



Poe hubieran debido, en efecto, darse cuenta de que hay seducciones tan poderosas, que



no pueden ser sino virtudes.



Es de imaginar lo terrible que fue la noticia para la desdichada mujer. Escribió una



carta a Willis, de la cual son estas líneas:



«He sabido esta mañana la muerte de mi bienamado Eddie… ¿Puede usted



comunicarme algunos detalles, algunas circunstancias?… ¡Oh, no deje a su pobre amiga



en esta amarga aflicción!… Dígale al señor X que venga a verme; tengo que participarle



un encargo de mi pobre Eddie… No necesito rogarle que anuncie usted su muerte, y



que hable bien de él. Sé que lo hará. Pero recalque usted bien el hijo afectuoso que era



para mí, su pobre madre desolada…»



Esta mujer se me aparece grande y más que noble. Herida por un golpe irreparable,



sólo piensa en la reputación del que lo era todo para ella, y no basta para contestarle con



decir que era un genio; es preciso que sepan que era un hombre recto y afectuoso. Es



evidente que esa madre —antorcha y hogar encendidos por un rayo del más alto cielo—



ha sido dada como ejemplo a nuestras razas, muy poco preocupadas de la abnegación,



del heroísmo y de todo cuanto es más que el deber. ¿No era justo inscribir a la cabeza de



las obras del poeta el nombre de la que fue el sol moral de su vida? Aromará en su



gloria el nombre de la mujer cuya ternura sabía curar sus llagas, y cuya imagen volará



sin cesar por encima del martirologio de la literatura.



III



La vida de Poe, sus costumbres, sus modales, su ser físico, todo lo que constituye el



conjunto de su personalidad, se nos aparece como algo tenebroso y brillante a la vez. Su



persona era singular, seductora, y, como sus obras, estaba marcada por un indefinible



sello de melancolía. Por lo demás, él se hallaba notablemente dotado en todos los



sentidos. De joven había demostrado una rara aptitud para todos los ejercicios físicos, y



aun siendo pequeño de estatura, con pies y manos femeniles, mostrando todo su ser ese



carácter de delicadeza femenina, era más que robusto y capaz de maravillosas pruebas



de fuerza. En su juventud ganó una apuesta como nadador que supera la medida



ordinaria de lo posible. Diríase que la Naturaleza da a aquellos de quienes quiere



conseguir grandes cosas un temperamento enérgico, así como da una poderosa vitalidad



a los árboles encargados de simbolizar el duelo y el dolor. Esos hombres, de apariencia a



veces enfermiza, están forjados como atletas, son aptos para la orgía y para el trabajo,



prontos a los excesos y capaces de asombrosas sobriedades.



Hay algunos puntos relativos a Edgar A. Poe sobre los cuales existe un acuerdo



unánime, como, por ejemplo, su elevada distinción natural, su elocuencia y su belleza,



de la que, según dicen, se sentía un tanto vanidoso.



Sus maneras, mezcla singular de altivez y de dulzura exquisita, estaban llenas de



firmeza. Su fisonomía, sus andares, sus gestos, sus movimientos de cabeza, todo le



señalaba, máxime en sus días buenos, como un ser elegido. Toda su persona respiraba



una solemnidad penetrante. Estaba, en realidad, marcado por la Naturaleza, como esas



figuras de viandantes que atraen la mirada del observador y preocupan su memoria. El



propio pedante y agrio Griswold confiesa que, cuando fue a visitar a Poe y le encontró



pálido y enfermo aún por la muerte y la enfermedad de su mujer, se sintió conmovido



en alto grado no sólo por la perfección de sus modales, sino también por su fisonomía



aristocrática, por la atmósfera perfumada de su habitación, muy modestamente



amueblada. Griswold ignora que el poeta posee más que todos los otros hombres ese



maravilloso privilegio, atribuido a la mujer parisiense y a la española, de saber



adornarse con nada, y que Poe, enamorado de lo Bello en todas las cosas, hubiese



encontrado el arte de transformar una choza en un palacio de nueva clase. ¿No ha



escrito, con el talento más original y curioso, proyectos de mobiliarios, planos de casas



de campo, de jardines y de reformas de paisajes?



Existe una carta encantadora de la señora Frances Osgood, que fue una de las



amigas de Poe, y que nos da sobre sus costumbres, sobre su persona y sobre su vida



doméstica los más curiosos detalles. Esta dama, que era también un escritora



distinguida, niega valientemente todos los vicios y todas las faltas achacados al poeta.



«Con los hombres —dice a Griswold—, quizá fuese como usted le describe, y como



hombre puede usted tener razón. Pero yo afirmo el hecho de que con las mujeres era



muy distinto, y de que nunca ha habido mujer alguna que haya conocido a Mr. Poe que



no haya experimentado hacia él un profundo interés. Siempre se me apareció como un



modelo de elegancia, de distinción y de generosidad…



«La primera vez que nos vimos fue en Astor House. Willis me había dado en casa El



cuervo, sobre el cual el autor, me dijo, deseaba conocer mi opinión. La música misteriosa



y sobrenatural de ese poema extraño me penetró tan íntimamente, que, cuando supe



que Poe deseaba serme presentado, experimenté un sentimiento singular que se



asemejaba al espanto. Apareció él con su bella y orgullosa cabeza, sus ojos sombríos que



lanzaban una luz elegida, una luz de sentimiento y de pensamiento; con sus maneras



que eran una mezcla intraducible de altivez y de suavidad. Me saludó, tranquilo, serio,



casi frío; pero bajo aquella frialdad vibraba una simpatía tan marcada, que no pude por



menos de sentirme impresionada a fondo. A partir de aquel momento, hasta su muerte,



fuimos amigos…, y sé que en sus últimas palabras tuve mi parte de recuerdo, y que él



me dio, antes que su razón fuese derrocada de su trono de soberana, una prueba



suprema de su fiel amistad.



«Era, sobre todo en su interior, a la vez sencillo y poético, donde el carácter de Edgar



A. Poe se mostraba para mí bajo su mejor aspecto. Bromista, afectuoso, ingenioso; tan



pronto dócil como indómito, lo mismo que un niño mimado, tenía siempre para su



joven, dulce y adorada mujer, y para todos los que acudían, aun en medio de sus más



fatigosas labores literarias, una palabra amable, una sonrisa benévola, atenciones



graciosas y corteses. Se pasaba horas interminables ante su mesa, bajo el retrato de su



Leonora, la amada y la muerta, siempre asiduo, siempre resignado y fijando con su



admirable letra las brillantes fantasías que cruzaban su asombroso cerebro, sin cesar en



alerta. Recuerdo haberle visto una mañana más alegre y jovial que de costumbre.



Virginia, su dulce mujer, me había rogado que fuese a verlos, y me era imposible resistir



sus ruegos… Le encontré trabajando en la serie de artículos que ha publicado bajo el



título The Literature of New York. "Vea usted —me dijo, desplegando con una risa



triunfal varios pequeños rollos de papel (escribía sobre tiras estrechas, sin duda para



adaptar su copia a la justificación de los diarios)—; voy a mostrarle por la diferencia de



tamaños los diversos grados de estimación que tengo por cada miembro de su especie



literaria. En cada uno de estos papeles, uno de ustedes es vapuleado y discutido



particularmente. ¡Ven aquí, Virginia, y ayúdame!" Y los desplegaron todos, uno por uno.



Al final había uno que parecía interminable. Virginia, riendo, retrocedía hasta un



extremo de la habitación, cogiéndolo por una punta, y su marido hacia otro rincón, con



la otra punta. "¿Y quién es el afortunado —dije— que ha juzgado usted digno de esa



inconmensurable ternura?" "¿Ustedes la oyen? ¡Como si su vanidoso corazoncito no le



hubiese ya dicho que es ella!"



«Cuando me vi obligada a viajar por motivos de salud, sostuve una correspondencia



regular con Poe, obedeciendo en esto a las vivas instancias de su mujer, quien creía que



podía yo tener sobre él una influencia y un ascendiente saludables… En cuanto al amor



y a la confianza que existían entre su mujer y él, y que eran para mí un espectáculo



delicioso, no podría hablar de ellos con la convicción y el calor suficientes. No menciono



algunos pequeños episodios poéticos a los cuales le impulsó su temperamento



novelesco. Creo que era la única mujer a quien él amó de verdad…»



En las novelas cortas de Poe no hay nunca amor. Al menos, Ligeia, Eleonora, no son,



hablando con propiedad, historias de amor, ya que la idea principal sobre la que gira la



obra es otra por completo. Acaso él creía que la prosa no es lengua a la altura de ese



singular y casi intraducible sentimiento; porque sus poesías, en cambio, están



fuertemente saturadas de él. La divina pasión aparece en ellas, magnífica, estrellada,



velada siempre por una irremediable melancolía. En sus artículos habla a veces del amor



como de una cosa cuyo nombre hace temblar la pluma. En The Domain of Arnhaim



afirmará que las cuatro condiciones elementales de la felicidad son: la vida al aire libre,



el amor de una mujer, el desapego de toda ambición y la creación de una nueva Belleza.



Lo que corrobora la idea de la señora Frances Osgood referente al aspecto caballeresco



de Poe por las mujeres es que, pese a su prodigioso talento para lo grotesco y lo horrible,



no haya en toda su obra un solo pasaje que se refiera a la lujuria, ni siquiera a los goces



sensuales. Sus retratos de mujeres están, por decirlo así, aureolados; brillan en el seno de



un vapor sobrenatural y están pintados con la manera enfática de un adorador. En



cuanto a los pequeños episodios novelescos, ¿puede a uno extrañarle que un ser tan



nervioso, cuya sed por lo Bello era quizá su rasgo principal, haya cultivado a veces, con



un ardor apasionado, la galantería, esa flor volcánica, almizclada, para quien el cerebro



vehemente de los poetas es un terreno predilecto?



De su singular belleza personal, a la que se refieren varios biógrafos, el espíritu



puede, creo yo, hacerse una idea aproximada recurriendo a todas las nociones vagas,



características, contenidas en la palabra romántica, palabra que sirve generalmente para



representar los géneros de belleza que consisten sobre todo en la expresión. Poe tenía



una frente amplia, dominadora, en la que ciertas protuberancias revelaban las facultades



desbordantes que están encargadas de representar —construcción, comparación,



causalidad— y donde predominaban en un orgullo tranquilo el sentido de la idealidad,



el sentido estético por excelencia. Sin embargo, pese a esos dones, o aun a causa de esos



privilegios exorbitantes, aquella cabeza, vista de perfil, no presentaba tal vez un aspecto



agradable. Como en todas las cosas excesivas por un sentido, un déficit podía originarse



de la abundancia, una pobreza de la usurpación. Tenía unos ojos grandes, sombríos y



luminosos a la vez, de un color incierto y tenebroso, tendiendo al violeta; la nariz, noble



y sólida; la boca, fina y triste, aunque levemente sonriente; el cutis, moreno claro; el



rostro, de ordinario, pálido; la fisonomía, un poco distraída e imperceptiblemente



velada por una melancolía habitual.



Su conversación era de las más notables y con un fondo sustancioso. No era eso que



se llama un charlista presuntuoso —cosa horrible—, y, además, su palabra, como su



pluma, tenía horror a lo convencional; pero una amplia cultura, un rico vocabulario,



profundos estudios, impresiones recogidas en varios países, hacían de su palabra una



enseñanza. Su elocuencia, esencialmente poética, llena de método y moviéndose,



empero, fuera de todo método conocido, arsenal de imágenes sacadas de un mundo



poco frecuentado por la mayoría de los espíritus; un arte prodigioso para deducir de



una proposición evidente y en absoluto aceptable nociones secretas y nuevas, para abrir



sorprendentes perspectivas; en una palabra, el don de extasiar, de hacer pensar, de hacer



soñar, de arrancar las almas del fango de la rutina: tales cosas eran sus deslumbradoras



facultades, de las que muchas personas han conservado recuerdo. Pero sucedía a veces



—eso cuentan, al menos— que el poeta, complaciéndose en un capricho destructor,



arrastraba de nuevo con brusquedad a sus amigos a la tierra por obra de un cinismo



desconsolador y derrocaba, brutal, su obra, henchida de espiritualidad. Hay, por lo



demás, que señalar una cosa: que era muy poco exigente en la elección de sus oyentes, y



creo que el lector encontrará sin dificultad en la Historia otras inteligencias grandes y



originales para quienes toda compañía era buena. Ciertos espíritus, solitarios en medio



de la multitud, y que se nutren en el monólogo, prescinden de la delicadeza en materia



de público. Es, en suma, una especie de fraternidad basada en el desprecio.



De esa embriaguez —celebrada y reprochada con una insistencia que podría hacer



creer que todos los escritores de los Estados Unidos, excepto Poe, son ángeles de



sobriedad— hay que hablar, no obstante. Existen varias versiones plausibles, y ninguna



excluye las otras. Ante todo, estoy obligado a hacer observar que Willis y la señora



Osgood afirman que una cantidad muy pequeña de vino o de licor bastaba para



perturbar por completo su organismo. Es, por cierto, fácil de suponer que un hombre



tan verdaderamente solitario, tan profundamente desdichado, y que pudo considerar



con frecuencia todo el sistema social como una paradoja y una impostura; un hombre



que, acosado por un destino inexorable, repetía a menudo que la sociedad no implica



más que un tropel de miserables (Griswold refiere esto tan escandalizado como un



hombre que puede pensar lo mismo, pero que no lo dirá nunca); es natural, digo,



suponer que ese poeta, muy infantil en los azares de la vida libre, con el cerebro cercado



por un trabajo áspero y continuo, haya buscado algunas veces una voluptuosidad de



olvido en las botellas. Rencores literarios, vértigos del infinito, dolores hogareños,



insultos de la miseria.



Poe huía de todo ello en la negrura, como de una tumba preparatoria, de la



borrachera. Pero, por buena que parezca semejante explicación, no la encuentro lo



bastante amplia, y desconfío de ella a causa de su deplorable simplicidad.



He sabido que él no bebía como un ansioso, sino como un bárbaro, con una



actividad y una economía de tiempo totalmente americanas, como si realizase una



función homicida, como si tuviese algo en él que matar, a worm that would not die. Se



cuenta, además, que un día, en el momento de volver a casarse (habían corrido las



amonestaciones, y cuando le felicitaban por aquel enlace que le aportaba las más



elevadas condiciones de felicidad y de bienestar, habría él dicho: «Es posible que hayan



corrido las amonestaciones; pero fíjense bien en esto: ¡no me casaré!»), fue con una



borrachera atroz a escandalizar en la vecindad de la que debía ser su mujer, recurriendo



así a su vicio para librarse de un perjurio hacia la pobre muerta, cuya imagen vivía



siempre en él y a quien había cantado a maravilla en su Annabel Lee. Considero, pues,



en un gran número de casos el hecho infinitamente precioso de premeditación como es



sabido y comprobado.



Leo, por otra parte, en un largo artículo de Southern Literary Messenger —esa



misma revista cuya fortuna había él iniciado— que jamás la pureza y la perfección de su



estilo, jamás la claridad de su pensamiento y su ardor en el trabajo fueron alterados por



esa terrible costumbre; que la confección de la mayoría de sus excelentes trozos precedió



o siguió a alguna de sus crisis; que después de la publicación de Eureka se entregó



lamentablemente a su inclinación, y que en Nueva York, la mañana misma en que



aparecía El cuervo, cuando el nombre del poeta estaba en todas las bocas, él cruzaba



Broadway tambaleándose de un modo bochornoso. Observen ustedes que las palabras



precedido o seguido implican que la embriaguez podía servir de excitante lo mismo que



de descanso.



Ahora bien: es indudable que —parecidas a esas impresiones fugaces y chocantes,



tanto más chocantes en sus reapariciones cuanto más fugaces son, que siguen a veces a



un síntoma exterior, especie de advertencia como el sonido de una campana, una nota



musical o un perfume olvidado, las cuales son también seguidas de un suceso análogo a



otro suceso ya conocido y que ocupaba el mismo lugar en una cadena anteriormente



revelada; semejantes a esos singulares sueños periódicos que se repiten cuando



dormimos— existen en la borrachera no sólo encadenamientos de sueños, sino una serie



de razonamientos que necesitan, para reproducirse, del medio que les ha dado origen. Si



el lector me ha atendido sin repugnancia habrá adivinado ya mi conclusión: creo que en



muchos casos —no en todos, ciertamente— la embriaguez de Poe era un medio



mnemotécnico, un método de trabajo, método enérgico y mortal, pero apropiado a su



naturaleza apasionada. El poeta había aprendido a beber, como un escritor escrupuloso



se ejercita llenando cuadernos de notas. No podía resistir el deseo de hallar de nuevo las



visiones maravillosas o aterradoras, las concepciones sutiles que había encontrado en



una tempestad precedente: eran viejas amistades que le atraían, imperativas, y para



reanudar su relación con ellas tomaba el camino más peligroso, pero el más directo. Una



parte de lo que hoy produce nuestro goce es lo que le mató.



IV



De las obras de ese singular genio poco tengo que decir; el público mostrará lo que



de ellas piensa. Me sería difícil quizá, pero no imposible, esclarecer su método, explicar



su procedimiento, sobre todo en la parte de sus obras cuyo principal efecto reside en un



análisis bien manejado. Podría yo introducir al lector en los misterios de su fabricación,



extenderme largamente sobre esa porción de genio americano que le hace regocijarse de



una dificultad vencida, de un enigma explicado, de un tour de force realizado; que le



impulsa a divertirse con una voluptuosidad infantil y casi perversa en el mundo de las



probabilidades y de las conjeturas, y a crear mentiras a las cuales su arte sutil presta una



vida verdadera. Nadie negará que Poe es un prestidigitador maravilloso, y sé que



otorgaba sobre todo su estimación a otra parte de sus obras. Tengo que hacer algunas



observaciones más importantes, muy breves, en suma.



No es por sus milagros materiales, que le han dado, empero, su fama, por lo que él



conquistará la admiración de las gentes que piensan, sino por su amor a lo Bello, por su



conocimiento de las condiciones armónicas de la belleza, por su poesía profunda y



gimiente, siquiera trabajada, transparente y correcta como una joya de cristal; por su



admirable estilo, puro y singular —apretado como las mallas de una cota—,



complaciente y minucioso —y cuya más ligera intención sirve para llevar suavemente al



lector hacia un fin deseado—, y, en fin, sobre todo, por ese genio especialísimo, por ese



temperamento único que le ha permitido pintar y explicar de una manera impecable,



sorprendente, terrible, la excepción en el orden moral. Diderot, para escoger un ejemplo



entre cientos, es un autor sanguíneo. Poe es el escritor de los nervios, e incluso de algo



más, y el mejor que yo conozco.



En él, toda entrada en materia es atrayente sin violencia, como un torbellino. Su



solemnidad sorprende y mantiene el espíritu alerta. Percibe uno en seguida que se trata



de algo serio. Y lentamente, poco a poco, se desenvuelve una historia cuyo interés todo



se basa sobre una imperceptible desviación del intelecto, sobre una hipótesis audaz,



sobre una dosificación imprudente de la Naturaleza en la amalgama de las facultades. El



lector, apresado por el vértigo, se ve obligado a seguir al autor en sus atractivas



deducciones.



Ningún hombre, lo repito, ha contado con mayor magia las excepciones de la vida



humana y de la Naturaleza, los ardores de curiosidad de la convalecencia, los finales de



estación cargados de esplendores enervantes, los tiempos cálidos, húmedos y brumosos,



en que el viento del Sur ablanda y afloja los nervios como las cuerdas de un



instrumento, en que los ojos se llenan de lágrimas que no provienen del corazón; la



alucinación dejando lo primero sitio a la duda, y muy pronto convencida y razonadora



como un libro; lo absurdo instalándose en la inteligencia y rigiéndola como una lógica



espantosa, la histeria usurpando el sitio de la voluntad, la contradicción asentada entre



los nervios y el espíritu, y el hombre desacorde hasta el punto de expresar el dolor con



la risa. Él analiza lo que hay de más fugaz, sopesa lo imponderable y describe en una



forma minuciosa y científica, cuyos efectos son terribles, toda esa parte imaginaria que



flota en torno al hombre nervioso y le hace acabar mal.



El ardor mismo con que se arroja a lo grotesco por amor a lo grotesco, a lo horrible



por amor a lo horrible, me sirve para comprobar la sinceridad de su obra y la unión del



hombre con el poeta. He observado ya que en varios hombres ese ardor era con



frecuencia el resultado de una amplia energía vital inocupada, a veces de una obstinada



castidad y también de una profunda sensibilidad contenida. La voluptuosidad



sobrenatural que el hombre puede experimentar viendo correr su propia sangre; los



movimientos repentinos, violentos, inútiles; los fuertes gritos lanzados al aire, sin que el



espíritu mande a la garganta, son fenómenos a situar en el mismo orden.



En el seno de esta literatura en que el aire está enrarecido, el espíritu puede



experimentar esa gran angustia, ese miedo pronto a las lágrimas y ese malestar del



corazón que residen en los lugares inmensos y singulares. Pero la admiración es más



fuerte, ¡y, además, el arte es tan grande! Los fondos y los accesorios son en ella



apropiados al sentimiento de los personajes. Soledad de la Naturaleza o agitación de las



ciudades, todo está descrito en ella nerviosa y fantásticamente. Como a nuestro Eugene



Delacroix, que ha elevado su arte a la altura de la poesía grande, a Edgar A. Poe le



complace agitar sus figuras sobre fondos violáceos y verdosos en que se revelan la



fosforescencia de la podredumbre y el olor de la tormenta. La naturaleza que llaman



inanimada participa de la naturaleza de los seres vivos, y, como ellos, se estremece con



un temblor sobrenatural y galvánico. El espacio se ahonda por el opio; el opio da en él



un sentido mágico a todos los tonos, y hace vibrar todos los ruidos con una sonoridad



más significativa. A veces, lejanías magníficas, henchidas de luz y de color, se



abren de repente en sus paisajes, y se ve aparecer en el fondo de sus horizontes ciudades



orientales y arquitecturas vaporizadas por la distancia, donde el sol lanza lluvias de oro.



Los personajes de Poe, o más bien el personaje de Poe —el hombre de facultades



sobreagudizadas, el hombre de nervios relajados, el hombre cuya voluntad ardorosa y



paciente lanza un reto a las dificultades, aquel cuya mirada se clava con la rigidez de



una espada sobre objetos que se agrandan a medida que él los mira— es Poe mismo. Y



sus mujeres, todas dolientes y luminosas, muriendo de males extraños y hablando con



una voz que parece música, son él también, o, cuando menos, por sus raras aspiraciones,



por su saber, por su melancolía incurable, participan mucho de la naturaleza de su



creador. En cuanto a su mujer ideal, a su Titánida, se revela bajo diferentes retratos,



esparcidos en sus poesías demasiado escasas, retratos, o, mejor, modos de sentir la



belleza, que el temperamento del autor aproxima y confunde en una unidad vaga, pero



sensible, en la que vive más delicadamente acaso que en otra parte ese amor insaciable



de lo Bello, que es su gran título; es decir, el resumen de los títulos que él posee al efecto



y al respeto de los poetas.



Si tengo nueva ocasión, como espero, de hablar de este lírico, haré el análisis de sus



opiniones filosóficas y literarias, así como, en general, de las obras cuya traducción



completa tendría pocas probabilidades de éxito entre un público que prefiere con mucho



la diversión y la emoción a la más importante verdad filosófica.



CHARLES BAUDELAIRE



Método de composición1



Philosophy of composition, 1846



En una nota que en estos momentos tengo a la vista, Charles Dickens dice lo



siguiente, refiriéndose a un análisis que efectué del mecanismo de Barnaby Rudge:



"¿Saben, dicho sea de paso, que Godwin escribió su Caleb Williams al revés? Comenzó



enmarañando la materia del segundo libro y luego, para componer el primero, pensó en



los medios de justificar todo lo que había hecho".



Se me hace difícil creer que fuera ése precisamente el modo de composición de



Godwin; por otra parte, lo que él mismo confiesa no está de acuerdo en manera alguna



con la idea de Dickens. Pero el autor de Caleb Williams era un autor demasiado



entendido para no percatarse de las ventajas que se pueden lograr con algún



procedimiento semejante.



Si algo hay evidente es que un plan cualquiera que sea digno de este nombre ha de



haber sido trazado con vistas al desenlace antes que la pluma ataque el papel. Sólo si se



tiene continuamente presente la idea del desenlace podemos conferir a un plan su



indispensable apariencia de lógica y de causalidad, procurando que todas las



incidencias y en especial el tono general tienda a desarrollar la intención establecida.



Creo que existe un radical error en el método que se emplea por lo general para



construir un cuento. Algunas veces, la historia nos proporciona una tesis; otras veces, el



escritor se inspira en un caso contemporáneo o bien, en el mejor de los casos, se las



arregla para combinar los hechos sorprendentes que han de tratar simplemente la base



de su narración, proponiéndose introducir las descripciones, el diálogo o bien su



comentario personal donde quiera que un resquicio en el tejido de la acción brinde la



ocasión de hacerlo.



A mi modo de ver, la primera de todas las consideraciones debe ser la de un efecto



que se pretende causar. Teniendo siempre a la vista la originalidad (porque se traiciona



a sí mismo quien se atreve a prescindir de un medio de interés tan evidente), yo me



digo, ante todo: entre los innumerables efectos o impresiones que es capaz de recibir el



corazón, la inteligencia o, hablando en términos más generales, el alma, ¿cuál será el



único que yo deba elegir en el caso presente?



1 Esta es una de las aportaciones críticas más difundidas del escritor bostoniano y, aunque no forma



parte de su obra narrativa, sirva como introducción y posible aclaración sobre su actitud a la hora de



abordar la elaboraración de sus relatos, muy distante de la extendida y maniquea (hay críticos que se



regodean en escarbar las penurias y calamidades sufridas por aquellos escritores que catalogan de



“malditos”) que defiende una creatividad debida a impulsos de inspiración (cuando no a delirios



precursores de la escritura automática auspiciados por el exceso de alcohol o láudano) y más cecana a



aquella que defiende que el genio es un porcentaje nimio de inspiración y el resto… de transpiración.



Habiendo ya elegido un tema novelesco y, a continuación, un vigoroso efecto que



producir, indago si vale más evidenciarlo mediante los incidentes o bien el tono o bien



por los incidentes vulgares y un tono particular o bien por una singularidad equivalente



de tono y de incidentes; luego, busco a mi alrededor, o acaso mejor en mí mismo, las



combinaciones de acontecimientos o de tomos que pueden ser más adecuados para



crear el efecto en cuestión.



He pensado a menudo cuán interesante sería un artículo escrito por un autor que



quisiera y que pudiera describir, paso a paso, la marcha progresiva seguida en



cualquiera de sus obras hasta llegar al término definitivo de su realización.



Me sería imposible explicar por qué no se ha ofrecido nunca al público un trabajo



semejante; pero quizá la vanidad de los autores haya sido la causa más poderosa que



justifique esa laguna literaria. Muchos escritores, especialmente los poetas, prefieren



dejar creer a la gente que escriben gracias a una especie de sutil frenesí o de intuición



extática; experimentarían verdaderos escalofríos si tuvieran que permitir al público



echar una ojeada tras el telón, para contemplar los trabajosos y vacilantes embriones de



pensamientos. La verdadera decisión se adopta en el último momento, ¡a tanta idea



entrevista!, a veces sólo como en un relámpago y que durante tanto tiempo se resiste a



mostrarse a plena luz, el pensamiento plenamente maduro pero desechado por ser de



índole inabordable, la elección prudente y los arrepentimientos, las dolorosas



raspaduras y las interpolación. Es, en suma, los rodamientos y las cadenas, los artificios



para los cambios de decoración, las escaleras y los escotillones, las plumas de gallo, el



colorete, los lunares y todos los aceites que en el noventa y nueve por ciento de los casos



son lo peculiar del histrión literario.



Por lo demás, no se me escapa que no es frecuente el caso en que un autor se halle en



buena disposición para reemprender el camino por donde llegó a su desenlace.



Generalmente, las ideas surgieron mezcladas; luego fueron seguidas y finalmente



olvidadas de la misma manera.



En cuanto a mí, no comparto la repugnancia de que acabo de hablar, ni encuentro la



menor dificultad en recordar la marcha progresiva de todas mis composiciones. Puesto



que el interés de este análisis o reconstrucción, que se ha considerado como un



desiderátum en literatura, es enteramente independiente de cualquier supuesto ideal en



lo analizado, no se me podrá censurar que salte a las conveniencias si revelo aquí el



modus operandi con que logré construir una de mis obras. Escojo para ello El cuervo



debido a que es la más conocida de todas. Consiste mi propósito en demostrar que



ningún punto de la composición puede atribuirse a la intuición ni al azar; y que aquélla



avanzó hacia su terminación, paso a paso, con la misma exactitud y la lógica rigurosa



propias de un problema matemático.



Puesto que no responde directamente a la cuestión poética, prescindamos de la



circunstancia, si lo prefieren, la necesidad, de que nació la intención de escribir un



poema tal que satisficiera al propio tiempo el gusto popular y el gusto crítico.



Mi análisis comienza, por tanto, a partir de esa intención.



La consideración primordial fue ésta: la dimensión. Si una obra literaria es



demasiado extensa para ser leída en una sola sesión, debemos resignarnos a quedar



privados del efecto, soberanamente decisivo, de la unidad de impresión; porque cuando



son necesarias dos sesiones se interponen entre ellas los asuntos del mundo, y todo lo



que denominamos el conjunto o la totalidad queda destruido automáticamente. Pero,



habida cuenta de que coeteris paribus, ningún poeta puede renunciar a todo lo que



contribuye a servir su propósito, queda examinar si acaso hallaremos en la extensión



alguna ventaja, cual fuere, que compense la pérdida de unidad aludida. Por el



momento, respondo negativamente. Lo que solemos considerar un poema extenso en



realidad no es más que una sucesión de poemas cortos, es decir, de efectos poéticos



breves. Es inútil sostener que un poema no es tal sino en cuanto eleva el alma y te



reporta una excitación intensa: por una necesidad psíquica, todas las excitaciones



intensas son de corta duración. Por eso, al menos la mitad del "Paraíso perdido" no es



más que pura prosa: hay en él una serie de excitaciones poéticas salpicadas



inevitablemente de depresiones. En conjunto, la obra toda, a causa de su extensión



excesiva, carece de aquel elemento artístico tan decisivamente importante: totalidad o



unidad de efecto.



En lo que se refiere a las dimensiones hay, evidentemente, un límite positivo para



todas las obras literarias: el límite de una sola sesión. Ciertamente, en ciertos géneros de



prosa, como Robinson Crusoe, no se exige la unidad, por lo que aquel límite puede ser



traspasado: sin embargo, nunca será conveniente traspasarlo en un poema. En el mismo



límite, la extensión de un poema debe hallarse en relación matemática con el mérito del



mismo, esto es, con la elevación o la excitación que comporta; dicho de otro modo, con



la cantidad de auténtico efecto poético con que pueda impresionar las almas. Esta regla



sólo tiene una condición restrictiva, a saber: que una relativa duración es absolutamente



indispensable para causar un efecto, cualquiera que fuere.



Teniendo muy presentes en mí ánimo estas consideraciones, así como aquel grado



de excitación que nos situaba por encima del gusto popular y por debajo del gusto



crítico, concebí ante todo una idea sobre la extensión idónea para el poema proyectado:



unos cien versos aproximadamente. En realidad cuenta exactamente ciento ocho.



Mi pensamiento se fijó seguidamente en la elevación de una impresión o de un



efecto que causar. Aquí creo que conviene observar que, a través de este trabajo de



construcción, tuve siempre presente la voluntad de lograr una obra universalmente



apreciable.



Me alejaría demasiado de mi objeto inmediato presente si me entretuviese en



demostrar un punto en que he insistido muchas veces: que lo bello es el único ámbito



legítimo de la poesía. Con todo, diré unas palabras para presentar mi verdadero



pensamiento, que algunos amigos míos se han apresurado demasiado a disimular. El



placer a la vez más intenso, más elevado y más puro no se encuentra —según creo—



más que en la contemplación de lo bello. Cuando los hombres hablan de belleza no



entienden precisamente una cualidad, como se supone, sino una impresión: en suma,



tienen presente la violenta y pura elevación del alma —no del intelecto ni del corazón—



que ya he descrito y que resulta de la contemplación de lo bello. Ahora bien, yo



considero la belleza como el ámbito de la poesía, porque es una regla evidente del arte



que los efectos deben brotar necesariamente de causas directas, que los objetos deben ser



alcanzados con los medios más apropiados para ello —ya que ningún hombre ha sido



aún bastante necio para negar que la elevación singular de que estoy tratando se halle



más fácilmente al alcance de la poesía. En cambio, el objeto verdad, o satisfacción del



intelecto, y el objeto pasión, o excitación del corazón, son mucho más fáciles de alcanzar



por medio de la prosa aunque, en cierta medida, queden también al alcance de la poesía.



En resumen, la verdad requiere una precisión, y la pasión una familiaridad (los



hombres verdaderamente apasionados me comprenderán) radicalmente contrarias a



aquella belleza, que no es sino la excitación —debo repetirlo— o el embriagador



arrobamiento del alma.



De todo lo dicho hasta el presente no puede en modo alguno deducirse que la



pasión ni la verdad no puedan ser introducidas en un poema, incluso con beneficio para



éste; ya que pueden servir para aclarar o para potenciar el efecto global, como las



disonancias por contraste. Pero el auténtico artista se esforzará siempre en reducirlas a



un papel propicio al objeto principal que se pretenda, y además en rodearlas, tanto



como pueda, de la nube de belleza que es atmósfera y esencia de la poesía. En



consecuencia, considerando lo bello como mi terreno propio, me pregunté entonces:



¿cuál es el tono para su manifestación más alta? Éste había de ser el tema de mi



siguiente meditación. Ahora bien, toda la experiencia humana coincide en que ese tono



es el de la tristeza. Cualquiera que sea su parentesco, la belleza, en su desarrollo



supremo, induce a las lágrimas, inevitablemente, a las almas sensibles. Así, pues, la



melancolía es el más idóneo de los tonos poéticos.



Una vez determinados así la dimensión, el terreno y el tono de mi trabajo, me



dediqué a la busca de alguna curiosidad artística e incitante, que pudiera actuar como



clave en la construcción del poema: de algún eje sobre el que toda la máquina hubiera



de girar; empleando para ello el sistema de la introducción ordinaria. Reflexionando



detenidamente sobre todos los efectos de arte conocidos o, más propiamente, sobre todo



los medios de efecto —entendiendo este término en su sentido escénico—, no podía



escapárseme que ninguno había sido empleado con tanta frecuencia como el estribillo.



La universalidad de éste bastaba para convencerme acerca de su intrínseco valor,



evitándome la necesidad de someterlo a un análisis. En cualquier caso, yo no lo



consideraba sino en cuanto susceptible de perfeccionamiento; y pronto advertí que se



encontraba aún en un estado primitivo. Tal como habitualmente se emplea, el estribillo



no sólo queda limitado a las composiciones líricas, sino que la fuerza de la impresión



que debe causar depende del vigor de la monotonía en el sonido y en la idea. Solamente



se logra el placer mediante la sensación de identidad o de repetición. Entonces yo



resolví variar el efecto, con el fin de acrecentarlo, permaneciendo en general fiel a la



monotonía del sonido, pero alterando continuamente el de la idea: es decir, me propuse



causar una serie continua de efectos nuevos con una serie de variadas aplicaciones del



estribillo, dejando que éste fuese casi siempre parecido.



Habiendo ya fijado estos puntos, me preocupé por la naturaleza de mi estribillo:



puesto que su aplicación tenía que ser variada con frecuencia, era evidente que el



estribillo en cuestión había de ser breve, pues hubiera sido una dificultad insuperable



variar frecuentemente las aplicaciones de una frase un poco extensa. Por supuesto, la



facilidad de variación estaría proporcionada a la brevedad de una frase. Ello me condujo



seguidamente a adoptar como estribillo ideal una única palabra. Entonces me absorbió



la cuestión sobre el carácter de aquella palabra. Habiendo decidido que habría un



estribillo, la división del poema en estancias resultaba un corolario necesario, pues el



estribillo constituye la conclusión de cada estrofa. No admitía duda para mí que



semejante conclusión o término, para poseer fuerza, debía ser necesariamente sonora y



susceptible de un énfasis prolongado: aquellas consideraciones me condujeron



inevitablemente a la o larga, que es la vocal más sonora, asociada a la r, porque ésta es la



consonante más vigorosa.



Ya tenía bien determinado el sonido del estribillo. A continuación era preciso elegir



una palabra que lo contuviese y, al propio tiempo, estuviese en el acuerdo más



armonioso posible con la melancolía que yo había adoptado como tono general del



poema. En una búsqueda semejante, hubiera sido imposible no dar con la palabra



nevermore (nunca más). En realidad, fue la primera que se me ocurrió.



El siguiente fue éste: ¿cual será el pretexto útil para emplear continuamente la



palabra nevermore? Al advertir la dificultad que se me planteaba para hallar una razón



válida de esa repetición continua, no dejé de observar que surgía tan sólo de que dicha



palabra, repetida tan cerca y monótonamente, había de ser proferida por un ser



humano: en resumen, la dificultad consistía en conciliar la monotonía aludida con el



ejercicio de la razón en la criatura llamada a repetir la palabra. Surgió entonces la



posibilidad de una criatura no razonable y, sin embargo, dotada de palabra: como



lógico, lo primero que pensé fue un loro; sin embargo, éste fue reemplazado al punto



por un cuervo, que también está dotado de palabra y además resulta infinitamente más



acorde con el tono deseado en el poema.



Así, pues, había llegado por fin a la concepción de un cuervo. ¡El cuervo, ave de mal



agüero!, repitiendo obstinadamente la palabra nevermore al final de cada estancia en un



poema de tono melancólico y una extensión de unos cien versos aproximadamente.



Entonces, sin perder de vista el superlativo o la perfección en todos los puntos, me



pregunté: entre todos los temas melancólicos, ¿cuál lo es más, según lo entiende



universalmente la humanidad? Respuesta inevitable: ¡la muerte! Y, ¿cuándo ese asunto,



el más triste de todos, resulta ser también el más poético? Según lo ya explicado con



bastante amplitud, la respuesta puede colegirse fácilmente: cuando se alíe íntimamente



con la belleza. Luego la muerte de una mujer hermosa es, sin disputa de ninguna clase,



el tema más poético del mundo; y queda igualmente fuera de duda que la boca más apta



para desarrollar el tema es precisamente la del amante privado de su tesoro.



Tenía que combinar entonces aquellas dos ideas: un amante que llora a su amada



perdida. Y un cuervo que repite continuamente la palabra nevermore. No sólo tenía que



combinarlas, sino además variar cada vez la aplicación de la palabra que se repetía: pero



el único medio posible para semejante combinación consistía en imaginar un cuervo que



aplicase la palabra para responder a las preguntas del amante. Entonces me percaté de



la facilidad que se me ofrecía para el efecto de que mi poema había de depender: es



decir, el efecto que debía producirse mediante la variedad en la aplicación del estribillo.



Comprendí que podía hacer formular la primera pregunta por el amante, a la que



respondería el cuervo: nevermore; que de esta primera pregunta podía hacer una especie



de lugar común, de la segunda algo menos común, de la tercera algo menos común



todavía, y así sucesivamente, hasta que por último el amante, arrancado de su



indolencia por la índole melancólica de la palabra, su frecuente repetición y la fama



siniestra del pájaro, se encontrase presa de una agitación supersticiosa y lanzase



locamente preguntas del todo diversas, pero apasionadamente interesantes para su



corazón: unas preguntas donde se diesen a medias la superstición y la singular



desesperación que halla un placer en su propia tortura, no sólo por creer el amante en la



índole profética o diabólica del ave (que, según le demuestra la razón, no hace más que



repetir algo aprendido mecánicamente), sino por experimentar un placer inusitado al



formularlas de aquel modo, recibiendo en el nevermore siempre esperado una herida



reincidente, tanto más deliciosa por insoportable.



Viendo semejante facilidad que se me ofrecía o, mejor dicho, que se me imponía en



el transcurso de mi trabajo, decidí primero la pregunta final, la pregunta definitiva, para



la que el nevermore sería la última respuesta, a su vez: la más desesperada, llena de dolor



y de horror que concebirse pueda.



Aquí puedo afirmar que mi poema había encontrado su comienzo por el fin, como



debieran comenzar todas las obras de arte: entonces, precisamente en este punto de mis



meditaciones, tomé por vez primera la pluma, para componer la siguiente estancia:



¡Profeta! Aire, ¡ente de mal agüero! ¡Ave o demonio, pero profeta siempre!



Por ese cielo tendido sobre nuestras cabezas, por ese Dios que ambos adoramos,



di a esta alma cargada de dolor si en el Paraíso lejano



podrá besar a una joven santa que los ángeles llaman Leonor,



besar a una preciosa y radiante joven que los ángeles llaman Leonor".



El cuervo dijo: "¡Nunca más!."



Sólo entonces escribí esta estancia: primero, para fijar el grado supremo y poder de



este modo, más fácilmente, variar y graduar, según su gravedad y su importancia, las



preguntas anteriores del amante; y en segundo término, para decidir definitivamente el



ritmo, el metro, la extensión y la disposición general de la estrofa, así como graduar las



que debieran anteceder, de modo que ninguna aventajase a ésta en su efecto rítmico. Si,



en el trabajo de composición que debía subseguir, yo hubiera sido tan imprudente como



para escribir estancias más vigorosas, me hubiera dedicado a debilitarlas,



conscientemente y sin ninguna vacilación, de modo que no contrarrestasen el efecto de



crescendo.



Podría decir también aquí algo sobre la versificación. Mi primer objeto era, como



siempre, la originalidad. Una de las cosas que me resultan más inexplicables del mundo



es cómo ha sido descuidada la originalidad en la versificación. Aun reconociendo que en



el ritmo puro exista poca posibilidad de variación, es evidente que las variedades en



materia de metro y estancia son infinitas: sin embargo, durante siglos, ningún hombre



hizo nunca en versificación nada original, ni siquiera ha parecido desearlo.



Lo cierto es que la originalidad —exceptuando los espíritus de una fuerza insólita—



no es en manera alguna, como suponen muchos, cuestión de instinto o de intuición. Por



lo general, para encontrarla hay que buscarla trabajosamente; y aunque sea un positivo



mérito de la más alta categoría, el espíritu de invención no participa tanto como el de



negación para aportarnos los medios idóneos de alcanzarla.



Ni qué decir tiene que yo no pretendo haber sido original en el ritmo o en el metro



de El cuervo. El primero es troqueo; el otro se compone de un verso octómetro



acataléctico, alternando con un heptámetro cataléctico que, al repetirse, se convierte en



estribillo en el quinto verso, y finaliza con un tetrámetro cataléctico. Para expresarme sin



pedantería, los pies empleados, que son troqueos, consisten en una sílaba larga seguida



de una breve; el primer verso de la estancia se compone de ocho pies de esa índole; el



segundo, de siete y medio; el tercero, de ocho; el cuarto, de siete y medio; el quinto,



también de siete y medio; el sexto, de tres y medio. Ahora bien, si se consideran



aisladamente cada uno de esos versos habían sido ya empleados, de manera que la



originalidad de El cuervo consiste en haberlos combinado en la misma estancia: hasta el



presente no se había intentado nada que pudiera parecerse, ni siquiera de lejos, a



semejante combinación. El efecto de esa combinación original se potencia mediante



algunos otros efectos inusitados y absolutamente nuevos, obtenidos por una aplicación



más amplia de la rima y de la aliteración.



El punto siguiente que considerar era el modo de establecer la comunicación entre el



amante y el cuervo: el primer grado de la cuestión consistía, naturalmente, en el lugar.



Pudiera parecer que debiese brotar espontáneamente la idea de una selva o de una



llanura; pero siempre he estimado que para el efecto de un suceso aislado es



absolutamente necesario un espacio estrecho: le presta el vigor que un marco añade a la



pintura. Además, ofrece la ventaja moral indudable de concentrar la atención en un



pequeño ámbito; ni que decir tiene que esta ventaja no debe confundirse con la que se



obtenga de la mera unidad de lugar.



En consecuencia, decidí situar al amante en su habitación, en una habitación que



había santificado con los recuerdos de la que había vivido allí. La habitación se



describiría como ricamente amueblada: con objeto de satisfacer las ideas que ya expuse



acerca de la belleza, en cuanto única tesis verdadera de la poesía.



Habiendo determinado así el lugar, era preciso introducir entonces el ave: la idea de



que ésta penetrase por la ventana resultaba inevitable. Que al amante supusiera, en el



primer momento, que el aleteo del pájaro contra el postigo fuese una llamada a su



puerta era una idea brotada de mi deseo de aumentar la curiosidad del lector,



obligándole a aguardar; pero también del deseo de colocar el efecto incidental de la



puerta abierta de par en par por el amante, que no halla más que oscuridad, y que por



ello puede adoptar en parte la ilusión de que el espíritu de su amada ha venido a



llamar... Hice que la noche fuera tempestuosa, primero para explicar que el cuervo



buscase la hospitalidad; también para crear el contraste con la serenidad material



reinante en el interior de la habitación.



Así, también, hice posarse el ave sobre el busto de Palas para establecer el contraste



entre su plumaje y el mármol. Se comprende que la idea del busto ha sido suscitada



únicamente por el ave; que fuese precisamente un busto de Palas se debió en primer



lugar a la relación íntima con la erudición del amante y en segundo término a causa de



la propia sonoridad del nombre de Palas.



Hacia mediados del poema, exploté igualmente la fuerza del contraste con el objeto



de profundizar la que sería la impresión final. Por eso, conferí a la entrada del cuervo un



matiz fantástico, casi lindante con lo cómico, al menos hasta donde mi asunto lo



permitía. El cuervo penetra con un tumultuoso aleteo.



No hizo ni la menor reverencia, no se detuvo, no vaciló ni un minuto;



pero con el aire de un señor o de una dama, colgóse sobre la puerta de mi habitación.



En las dos estancias siguientes, el propósito se manifiesta aun más:



Entonces aquel pájaro de ébano, que por la gravedad de su postura y la severidad



de su fisonomía inducía a mi triste imaginación a sonreír:



"Aunque tu cabeza", le dije, "no lleve ni capote ni cimera,



ciertamente no eres un cobarde, lúgubre y antiguo cuervo partido de las riberas de la noche.



¡Dime cuál es tu nombre señorial en las riberas de la noche plutónica".



El cuervo dijo: "¡Nunca más!".



Me maravilló que aquel desgraciado volátil entendiera tan fácilmente la palabra,



si bien su respuesta no tuvo mucho sentido y no me sirvió de mucho;



porque hemos de convenir en que nunca más fue dado a un hombre vivo



el ver a un ave encima de la puerta de su habitación,



a un ave o una bestia sobre un busto esculpido encima de la puerta de su habitación,



llamarse un nombre tal como "¡Nunca más!".



Preparado así el efecto del desenlace, me apresuro a abandonar el tono fingido y



adoptar el serio, más profundo: este cambio de tono se inicia en el primer verso de la



estancia que sigue a la que acabo de citar:



Mas el cuervo, posado solitariamente en el busto plácido, no profirió..., etc.



A partir de este momento, el amante ya no bromea; ya no ve nada ficticio en el



comportamiento del ave. Habla de ella en los términos de una triste, desgraciada,



siniestra, enjuta y augural ave de los tiempos antiguos y siente los ojos ardientes que le



abrasan hasta el fondo del corazón. Esa transición de su pensamiento y esa imaginación



del amante tienen como finalidad predisponer al lector a otras análogas, conduciendo el



espíritu hacia una posición propicia para el desenlace, que sobrevendrá tan rápida y



directamente como sea posible. Con el desenlace propiamente dicho, expresado en el



jamás del cuervo en respuesta a la última pregunta del amante —¿encontrará a su amada



en el otro mundo?—, puede considerarse concluido el poema en su fase más clara y



natural, la de simple narración. Hasta el presente, todo se ha mantenido en los límites de



lo explicable y lo real.



Un cuervo ha aprendido mecánicamente la única palabra jamás; habiendo huido de



su propietario, la furia de la tempestad le obliga, a medianoche, a pedir refugio en una



ventana donde aún brilla una luz: la ventana de un estudiante que, divertido por el



incidente, le pregunta en broma su nombre, sin esperar respuesta. Pero el cuervo, al ser



interrogado, responde con su palabra habitual, nunca más: palabra que inmediatamente



suscita un eco melancólico en el corazón del estudiante; y éste, expresando en voz alta



los pensamientos que aquella circunstancia le sugiere, se emociona ante la repetición del



jamás. El estudiante se entrega a las suposiciones que el caso le inspira; mas el ardor del



corazón humano no tarda en inclinarle a martirizarse, así mismo y también por una



especie de superstición a formularle preguntas que la respuesta inevitable, el intolerable



"nunca más", le proporcione la más horrible secuela de sufrimiento, en cuanto amante



solitario. La narración en lo que he designado como su primera fase o fase natural, halla



su conclusión precisamente en esa tendencia del corazón a la tortura, llevada hasta el



último extremo: hasta aquí, no se ha mostrado nada que pase los límites de la realidad.



Pero, en los temas manejados de esta manera, por mucha que sea la habilidad del



artista y mucho el lujo de incidentes con que se adornen, siempre quedan cierta rudeza



y cierta desnudez que dañan la mirada de la persona sensible. Dos elementos se exigen



eternamente: por una parte, cierta suma de complejidad, dicho con mayor propiedad, de



combinación; por otra cierta cantidad de espíritu sugestivo, algo así como una vena



subterránea de pensamiento, invisible e indefinido. Esta última cualidad es la que le



confiere a la obra de arte el aire opulento que a menudo cometemos la estupidez de



confundir con el ideal. Lo que transmuta en prosa —y prosa de la más baja estofa—, la



pretendida poesía de los que se denominan trascendentalistas, es justamente el exceso



en la expresión del sentido que sólo debe quedar insinuado, la manía de convertir la



corriente subterránea de una obra en la otra corriente, visible en la superficie.



Convencido de ello, añadí las dos estancias que concluyen el poema, porque su



calidad sugestiva había de penetrar en toda la narración antecedente. La corriente



subterránea del pensamiento se muestra por primera vez en estos versos:



Arranca tu pico de mi corazón y precipita tu espectro lejos de mi puerta.



El cuervo dijo: "Nunca más".



Quiero subrayar que la expresión "de mi corazón" encierra la primera expresión



poética. Estas palabras, con la correspondiente respuesta, jamás, disponen el espíritu a



buscar un sentido moral en toda la narración que se ha desarrollado anteriormente.



Entonces el lector comienza a considerar el cuervo como un ser emblemático pero



sólo en el último verso de la última estancia puede ver con nitidez la intención de hacer



del cuervo el símbolo del recuerdo fúnebre y eterno.



Y el cuervo, inmutable, sigue instalado, siempre instalado



sobre el busto plácido de Palas, justo encima de la puerta de mi habitación;



y sus ojos parecen los ojos de un demonio que medita;



y la luz de la lámpara, que le chorrea encima, proyecta su sombra en el suelo;



y mi alma, fuera del círculo de aquella sombra que yace flotando en el suelo,



no podrá elevarse ya más, ¡nunca más!



Metzengerstein



Metzangerstein, 1932



Pestis eram vivus



moriens tua mor ero.



MARTÍN LUTERO



El horror y la fatalidad han estado al acecho en todas las edades. ¿Para qué,



entonces, atribuir una fecha a la historia que he de contar? Baste decir que en la época de



que hablo existía en el interior de Hungría una firme aunque oculta creencia en las



doctrinas de la metempsícosis. Nada diré de las doctrinas mismas, de su falsedad o su



probabilidad. Afirmo, sin embargo, que mucha de nuestra incredulidad (como lo dísela



Bruyére de nuestra infelicidad) vient de ne pouvoir étre seuls2.



Pero, en algunos puntos, la superstición húngara se aproximaba mucho a lo



absurdo. Diferían en esto por completo de sus autoridades orientales. He aquí un



ejemplo: El alma —afirmaban (según lo hace notar un agudo e inteligente parisiense)—



nedemeure qu'une seule fois dans un corps sensible: au reste, un cheval, un chien, un homme



méme, n'est que la ressemblance peu tangible de ces animaux.



Las familias de Berlifitzing y Metzengerstein hallábanse enemistadas desde hacía



siglos. Jamás hubo dos casas tan ilustres separadas por una hostilidad tan letal. El origen



de aquel odio parecía residir en las palabras de una antigua profecía: «Un augusto



nombre sufrirá una terrible caída cuando, como el jinete en su caballo, la mortalidad de



Metzengerstein triunfe sobre la inmortalidad de Berlifitzing».



Las palabras en sí significaban poco o nada. Pero causas aún más triviales han tenido



—y no hace mucho— consecuencias memorables. Además, los dominios de las casas



rivales eran contiguos y ejercían desde hacía mucho una influencia rival en los negocios



del Gobierno. Los vecinos inmediatos son pocas veces amigos, y los habitantes del



castillo de Berlifitzing podían contemplar, desde sus encumbrados contrafuertes, las



ventanas del palacio de Metzengerstein. La más que feudal magnificencia de este último



se prestaba muy poco a mitigar los irritables sentimientos de los Berlifitzing, menos



antiguos y menos acaudalados. ¿Cómo maravillarse entonces de que las tontas palabras



de una profecía lograran hacer estallar y mantener vivo el antagonismo entre dos



familias ya predispuestas a querellarse por todas las razones de un orgullo hereditario?



2 En L’an deux mille quatre cents quarante, Mercier defiende seriamente la doctrina de la



metempsicosis, y J. d'Israeli afirma que «no hay ningún sistema tan sencillo y que repugne menos a



lainteligencia. Se dice asimismo que el coronel Ethan Allen, «el muchacho de las Montañas Verdes»,



era asimismo un firme convencido de la metempsicosis.



La profecía parecía entrañar —si entrañaba alguna cosa— el triunfo final de la casa más



poderosa, y los más débiles y menos influyentes la recordaban con amargo



resentimiento.



Wilhelm, conde de Berlifitzing, aunque de augusta ascendencia, era, en el tiempo de



nuestra narración, un anciano inválido y chocho que sólo se hacía notar por una



excesiva cuanto inveterada antipatía personal hacia la familia de su rival, y por un amor



apasionado hacia la equitación y la caza, a cuyos peligros ni sus achaques corporales ni



su incapacidad mental le impedían dedicarse diariamente.



Frederick, barón de Metzengerstein, no había llegado, en cambio a la mayoría de



edad. Su padre, el ministro G..., había muerto joven, y su madre, lady Mary, lo siguió



muy pronto. En aquellos días, Frederick tenía dieciocho años. No es ésta mucha edad en



las ciudades; pero en una soledad, y en una soledad tan magnífica como la de aquel



antiguo principado, el péndulo vibra con un sentido más profundo.



Debido a las peculiares circunstancias que rodeaban la administración de su padre,



el joven barón heredó sus vastas posesiones inmediatamente después de muerto aquél.



Pocas veces se había visto a un noble húngaro dueño de semejantes bienes. Sus castillos



eran incontables. El más esplendoroso, el más amplio era el palacio Metzengerstein. La



línea limítrofe de sus dominios no había sido trazada nunca claramente, pero su parque



principal comprendía un circuito de cincuenta millas.



En un hombre tan joven, cuyo carácter era ya de sobra conocido, semejante herencia



permitía prever fácilmente su conducta venidera. En efecto, durante los tres primeros



días, el comportamiento del heredero sobrepasó todo lo imaginable y excediólas



esperanzas de sus más entusiastas admiradores. Vergonzosas orgías, flagrantes



traiciones, atrocidades inauditas, hicieron comprender rápidamente a sus temblorosos



vasallos que ninguna sumisión servil de su parte y ningún resto de conciencia por parte



del amo proporcionarían en adelante garantía alguna contra las garras despiadadas de



aquel pequeño Calígula. Durante la noche del cuarto día estalló un incendio en las



caballerizas del castillo de Berlifitzing, y la opinión unánime agregó la acusación de



incendiario a la ya horrorosa lista de los delitos y enormidades del barón.



Empero, durante el tumulto ocasionado por lo sucedido, el joven aristócrata



hallábase aparentemente sumergido en la meditación en un vasto y desolado aposento



del palacio solariego de Metzengerstein. Las ricas aunque desvaídas colgaderas que



cubrían lúgubremente las paredes representaban imágenes sombrías y majestuosas de



mil ilustres antepasados. Aquí, sacerdotes de manto de armiño y dignatarios pontificios,



familiarmente sentados junto al autócrata y al soberano, oponían su veto a los deseos de



un rey temporal, o contenían con el fiat de la supremacía papal el cetro rebelde del



archienemigo. Allí, las atezadas y gigantescas figuras de los príncipes de



Metzengerstein, montados en robustos corceles de guerra, que pisoteaban al enemigo



caído, hacían sobresaltar al más sereno contemplador con su expresión vigorosa; otra



vez aquí, las figuras voluptuosas, como de cisnes, de las damas de antaño, flotaban en el



laberinto de una danza irreal, al compás de una imaginaria melodía.



Pero mientras el barón escuchaba o fingía escuchar el creciente tumulto en las



caballerizas de Berlifitzing —y quizá meditaba algún nuevo acto, aún más audaz—, sus



ojos se volvían distraídamente hacia la imagen de un enorme caballo, pintado con un



color que no era natural, y que aparecía en las tapicerías como perteneciente a un



sarraceno, antecesor de la familia de su rival. En el fondo de la escena, el caballo



permanecía inmóvil y estatuario, mientras aún más lejos su derribado jinete perecía bajo



el puñal de un Metzengerstein.



En los labios de Frederick se dibujó una diabólica sonrisa, al darse cuenta de lo que



sus ojos habían estado contemplando inconscientemente. No pudo, sin embargo,



apartarlos de allí. Antes bien, una ansiedad inexplicable pareció caer cerro un velo



fúnebre sobre sus sentidos. Le resultaba difícil conciliar sus soñolientas e incoherentes



sensaciones con la certidumbre de estar despierto. Cuanto más miraba, más absorbente



se hacía aquel encantamiento y más imposible parecía que alguna vez pudiera alejar sus



ojos de la fascinación de aquella tapicería. Pero como afuera el tumulto era cada vez más



violento, logró, por fin, concentrar penosamente su atención en los rojizos resplandores



que las incendiadas caballerizas proyectaban, sobre las ventanas del aposento.



Con todo, su nueva actitud no duró mucho y sus ojos volvieron a posarse



mecánicamente en el muro. Para su indescriptible horror y asombro, la cabeza del



gigantesco corcel parecía haber cambiado, entretanto, de posición. El cuello del animal,



antes arqueado como si la compasión lo hiciera inclinarse sobre el postrado cuerpo de su



amo, tendíase ahora en dirección al barón. Los ojos, antes invisibles, mostraban una



expresión enérgica y humana, brillando con un extraño resplandor rojizo como de



fuego; y los abiertos belfos de aquel caballo, aparentemente enfurecido, dejaban a la



vista sus sepulcrales y repugnantes dientes.



Estupefacto de terror, el joven aristócrata se encaminó, tambaleante, hacia la puerta.



En el momento de abrirla, un destello de luz roja, inundando el aposento, proyectó



claramente su sombra contra la temblorosa tapicería, y Frederick se estremeció al



percibir que aquella sombra (mientras él permanecía titubeando en el umbral) asumía la



exacta posición y llenaba completamente el contorno del triunfante matador del



sarraceno Berlifitzing.



Para calmar la depresión de su espíritu, el barón corrió al aire libre. En la puerta



principal del palacio encontró a tres escuderos. Con gran dificultad, y a riesgo de sus



vidas, los hombres trataban de calmar los convulsivos saltos de un gigantesco caballo de



color de fuego.



—¿De quién es este caballo? ¿Dónde lo encontrasteis? —demandó el joven, con voz



tan sombría como colérica, al darse cuenta de que el misterioso corcel de la tapicería era



la réplica exacta del furioso animal que estaba contemplando.



—Es vuestro, sire —repuso uno de los escuderos—, o, por lo menos, no sabemos que



nadie lo reclame. Lo atrapamos cuando huía, echando humo y espumante de rabia, de



las caballerizas incendiadas del conde de Berlifitzing. Suponiendo que era uno de los



caballos extranjeros del conde, fuimos a devolverlo a sus hombres. Pero éstos negaron



haber visto nunca al animal, lo cual es raro, pues bien se ve que escapó por muy poco de



perecer en las llamas.



—Las letras W. V. B. están claramente marcadas en su frente —interrumpió otro



escudero—. Como es natural, pensamos que eran las iniciales de Wilhelm Von



Berlifitzing, pero en el castillo insisten en negar que el caballo les pertenezca.



—¡Extraño, muy extraño! —dijo el joven barón con aire pensativo, y sin cuidarse, al



parecer, del sentido de sus palabras—. En efecto, es un caballo notable, un caballo



prodigioso... aunque, como observáis justamente, tan peligroso como intratable... Pues



bien, dejádmelo —agregó, luego de una pausa—. Quizá un jinete como Frederick de



Metzengerstein sepa domar hasta el diablo de las caballerizas de Berlifitzing.



—Os engañáis, señor; este caballo, como creo haberos dicho, no proviene de las



caballadas del conde. Si tal hubiera sido el caso, conocemos demasiado bien nuestro



deber para traerlo a presencia de alguien de vuestra familia.



—¡Cierto! —observó secamente el barón.



En ese mismo instante, uno de los pajes de su antecámara vino corriendo desde el



palacio, con el rostro empurpurado. Habló al oído de su amo para informarle de la



repentina desaparición de una pequeña parte de las tapicerías en cierto aposento, y



agregó numerosos detalles tan precisos como completos. Como hablaba en voz muy



baja, la excitada curiosidad de los escuderos quedó insatisfecha.



Mientras duró el relato del paje, el joven Frederick pareció agitado por encontradas



emociones. Pronto, sin embargo, recobró la compostura, y mientras se difundía en su



rostro una expresión de resuelta malignidad, dio perentorias órdenes para que el



aposento en cuestión fuera inmediatamente cerrado y se le entregara al punto la llave.



—¿Habéis oído la noticia de la lamentable muerte del viejo cazador Berlifitzing?—



dijo uno de sus vasallos al barón, quien después de la partida del paje seguía



mirándolos botes y las arremetidas del enorme caballo que acababa de adoptar como



suyo, i.e. redoblaba su furia mientras lo llevaban por la larga avenida que unía el palacio



con las caballerizas de los Metzengerstein.



—¡No! —exclamó el barón, volviéndose bruscamente hacia el que había hablado—.



¿Muerto, dices?



—Por cierto que sí, sire, y pienso que para el noble que ostenta vuestro nombre no



será una noticia desagradable.



Una rápida sonrisa pasó por el rostro del barón.



—¿Cómo murió?



—Entre las llamas, esforzándose por salvar una parte de sus caballos de caza



favoritos.



—¡Re ...al...mente! —exclamó el barón, pronunciando cada sílaba como si una



apasionante idea se apoderara en ese momento de él.



—¡Realmente! —repitió el vasallo.



—¡Terrible! —dijo serenamente el joven, y se volvió en silencio al palacio.



Desde aquel día, una notable alteración se manifestó en la conducta exterior del



disoluto barón Frederick de Metzengerstein. Su comportamiento decepcionó todas las



expectativas, y se mostró en completo desacuerdo con las esperanzas de muchas damas,



madres de hijas casaderas; al mismo tiempo, sus hábitos y manera de ser siguieron



diferenciándose más que nunca de los de la aristocracia circundante. Jamás se le veía



fuera de los límites de sus dominios, y en aquellas vastas extensiones parecía andar sin



un solo amigo —a menos que aquel extraño, impetuoso corcel de ígneo color, que



montaba continuamente, tuviera algún misterioso derecho a ser considerado como su



amigo.



Durante largo tiempo, empero, llegaron a palacio las invitaciones de los nobles



vinculados con su casa. «¿Honrará el barón nuestras fiestas con su presencia?» «¿Vendrá



el barón a cazar con nosotros el jabalí?» Las altaneras y lacónicas respuestas eran



siempre: «Metzengerstein no irá a la caza», o «Metzengerstein no concurrirá».



Aquellos repetidos insultos no podían ser tolerados por una aristocracia igualmente



altiva. Las invitaciones se hicieron menos cordiales y frecuentes, hasta que cesaron por



completo. Incluso se oyó a la viuda del infortunado conde Berlifitzing expresar la



esperanza de que «el barón tuviera que quedarse en su casa cuando no deseara estar en



ella, ya que desdeñaba la sociedad de sus pares, y que cabalgara cuando no quisiera



cabalgar, puesto que prefería la compañía de un caballo». Aquellas palabras eran sólo el



estallido de un rencor hereditario, y servían apenas para probar el poco sentido que



tienen nuestras frases cuando queremos que sean especialmente enérgicas.



Los más caritativos, sin embargo, atribuían aquel cambio en la conducta del joven



noble a la natural tristeza de un hijo por la prematura pérdida de sus padres; ni que



decir que echaban al olvido su odiosa y desatada conducta en el breve período



inmediato a aquellas muertes. No faltaban quienes presumían en el barón un concepto



excesivamente altanero de la dignidad. Otros —entre los cuales cabe mencionar al



médico de la familia— no vacilaban en hablar de una melancolía morbosa y mala salud



hereditaria; mientras la multitud hacía correr oscuros rumores de naturaleza aún más



equívoca.



Por cierto que el obstinado afecto del joven hacia aquel caballo de reciente



adquisición —afecto que parecía acendrarse a cada nueva prueba que daba el animal de



sus Broces y demoníacas tendencias terminó por parecer tan odioso como anormal aojos



de todos los hombres de buen sentido. Bajo el resplandor del mediodía, en la oscuridad



nocturna, enfermo o sano, con buen tiempo o en plena tempestad, el joven



Metzengerstein parecía clavado en la montura del colosal caballo, cuya intratable fiereza



se acordaba tan bien con su propia manera de ser.



Agregábanse además ciertas circunstancias que, unidas a los últimos sucesos,



conferían un carácter extraterreno y portentoso a la manía del jinete y a las posibilidades



del caballo. Habíase medido cuidadosamente la longitud de alguno de sus saltos, que



excedían de manera asombrosa las más descabelladas conjeturas. El barón no había



dado ningún nombre a su caballo, a pesar de que todos los otros de su propiedad los



tenían. Su caballeriza, además, fue instalada lejos de las otras, y sólo su amo osaba



penetrar allí y acercarse al animal para darle de comer y ocuparse de su cuidado. Era



asimismo de observar que, aunque los tres escuderos que se habían apoderado del



caballo cuando escapaba del incendio en la casa de los Berlifitzing, lo habían contenido



por medio de una cadena y un lazo, ninguno podía afirmar con certeza que en el curso



de la peligrosa lucha, o en algún momento más tarde, hubiera apoyado la mano en el



cuerpo de la bestia. Si bien los casos de inteligencia extraordinaria en la conducta de un



caballo lleno de bríos no tienen por qué provocar una atención fuera de lo común,



ciertas circunstancias se imponían por la fuerza aun a los más escépticos y flemáticos; se



afirmó incluso que en ciertas ocasiones la boquiabierta multitud que contemplaba a



aquel animal había retrocedido horrorizada ante el profundo e impresionante



significado de la terrible apariencia del corcel; ciertas ocasiones en que aun el joven



Metzengerstein palidecía y se echaba atrás, evitando la viva, la interrogante mirada de



aquellos ojos que parecían humanos.



Empero, en el séquito del barón nadie ponía en duda el ardoroso extraordinario



efecto que las fogosas características de su caballo provocaban en el joven aristócrata;



nadie, a menos que mencionemos a un insignificante pajecillo contrahecho, que



interponía su fealdad en todas partes y cuyas opiniones carecían por completo de



importancia. Este paje (si vale la pena mencionarlo) tenía el descaro de afirmar que su



amo jamás se instalaba en la montura sin un estremecimiento tan imperceptible como



inexplicable, y que al volver de sus largas y habituales cabalgatas, cada rasgo de su



rostro aparecía deformado por una expresión de triunfante malignidad.



Una noche tempestuosa, al despertar de un pesado sueño, Metzengerstein bajó como



un maníaco de su aposento y, montando a caballo con extraordinaria prisa, sé lanzó a



las profundidades de la floresta. Una conducta tan habitual en él no llamó especialmente



la atención, pero sus domésticos esperaron con intensa ansiedad su retorno cuando,



después de algunas horas de ausencia, las murallas del magnífico y suntuoso palacio de



los Metzengerstein comenzaron a agrietarse y a temblar hasta sus cimientos, envueltas



en la furia ingobernable de un incendio.



Aquellas lívidas y densas llamaradas fueron descubiertas demasiado tarde; tan



terrible era su avance que, comprendiendo la imposibilidad de salvar la menor parte del



edificio, la muchedumbre se concentró cerca del mismo, envuelta en silencioso y



patético asombro. Pero pronto un nuevo y espantoso suceso reclamó el interés de la



multitud, probando cuánto más intensa es la excitación que provoca la contemplación



del sufrimiento humano, que los más espantosos espectáculos que pueda proporcionarla



materia inanimada.



Por la larga avenida de antiguos robles que llegaba desde la floresta a la entrada



principal del palacio se vio venir un caballo dando enormes saltos, semejante al



verdadero Demonio de la Tempestad, y sobre el cual había un jinete sin sombrero y con



las ropas revueltas.



Veíase claramente que aquella carrera no dependía de la voluntad del caballero. La



agonía que se reflejaba en su rostro, la convulsiva lucha de todo su cuerpo, daban



pruebas de sus esfuerzos sobrehumanos; pero ningún sonido, salvo un solo alarido,



escapó de sus lacerados labios, que se había mordido una y otra vez en la intensidad de



su terror. Transcurrió un instante, y el resonar de los cascos se oyó clara y agudamente



sobre el rugir de las llamas y el aullar de los vientos; pasó otro instante y, con un sólo



salto que le hizo franquear el portón y el foso, el corcel penetró en la escalinata del



palacio llevando siempre a su jinete y desapareciendo en el torbellino de aquel caótico



fuego.



La furia de la tempestad cesó de inmediato, siendo sucedida por una profunda y



sorda calma. Blancas llamas envolvían aún el palacio como una mortaja, mientras en la



serena atmósfera brillaba un resplandor sobrenatural que llegaba hasta muy lejos;



entonces una nube de humo se posó pesadamente sobre las murallas, mostrando



distintamente la colosal figura de... un caballo.



El duque de L'Omelette



The Duc de L'Omlette, 1832



Y pasó al punto a un clima más fresco.



COWPER



Keats sucumbió a una crítica. ¿Quién murió de una Andrómaca?3 ¡Almas innobles! El



duque De L'Omelette pereció de un verderón. L'histoire en est brève. ¡Ayúdame, espíritu



de Apicio!



Una jaula de oro llevó al pequeño vagabundo alado, enamorado, derretido,



indolente, desde su hogar en el lejano Perú a la Chaussée d'Antin; de su regia dueña, La



Bellísima, al duque De L'Omelette; y seis pares del reino transportaron el dichoso



pájaro.



Aquella noche el duque debía cenar a solas. En la intimidad de su despacho



reclinábase lánguidamente sobre aquella otomana por la cual había sacrificado su



lealtad al pujar más que su rey en la subasta... la famosa otomana de Cadêt.



El duque hunde el rostro en la almohada. ¡Suena el reloj! Incapaz de contener sus



sentimientos, su Gracia come una aceituna. En ese instante ábrese la puerta a los dulces



sones de una música y, ¡oh maravilla!, el más delicado de los pájaros aparece ante el más



enamorado de los hombres. Pero, ¿qué inexpresable espanto se difunde en las facciones



del duque? “Horreur!  chien  Baptiste!  L'oiseau! ah, bon Dieu! cet oiseau modeste que tu



as déshabillé de ses plumes, et que tu as servi sans papier!» Sería superfluo agregar nada: el



duque expira en un paroxismo de asco.



—¡Ja, ja, ja! —dijo su Gracia, tres días después de su fallecimiento.



—¡Je, je, je! —repuso suavemente el diablo, enderezándose con un aire de hauteur.



—Vamos, supongo que esto no es en serio —observó De L'Omelette— . He pecado,



c'est vrai, pero, querido señor... ¡supongo que no tendrá la intención de llevar a la



práctica tan bárbaras amenazas!



—¿Tan qué? —dijo su Majestad—. ¡Vamos, señor, desnúdese!



—¿Desnudarme? ¡Muy bonito en verdad? ¡No, señor, no me desnudaré! ¿Quién es



usted para que yo, duque De L'Omelette, príncipe de Foie-Gras, apenas mayor de edad,



autor de la Mazurquiada y miembro de la Academia, tenga que quitarme obedientemente



los mejores pantalones jamás cortados por Bourdon, la más bonita robe de chambre salida



3 Montfleury. El autor del Parnasse Réformé le hace decir en el Hades: L'homme donc qui voudrais savoir ce



dont je suis mort, qu’il ne demande pas s’il fût de fièvre ou de podagre ou d’autre chose, mais qu’il entende que ce



fût de “L’Andromache”.



de manos de Rombèrt, por no decir nada de los papillotes y para no mencionar la



molestia que me representaría quitarme los guantes?



—¿Que quién soy? ¡Ah, es verdad! Soy Baal-Zebub, príncipe de la Mosca. Acabo de



sacarte de un ataúd de palo de rosa incrustado de marfil. Estabas extrañamente



perfumado y tenías, una etiqueta como si te hubieran facturado. Te mandaba Belial, mi



inspector de cementerios. En cuanto a esos Pantalones que dices cortados por Bourdon,



son un excelente par de calzoncillos de lino, y tu robe de chambre es una mortaja de no



pequeñas dimensiones.



—¡Caballero —replicó el duque— , no me dejo insultar impunemente! ¡Aprovecharé



la primera oportunidad para vengarme de esta afrenta! ¡Oirá usted hablar de mí!



¡Entretanto... au revoir!



Y el duque se inclinaba, antes de apartarse de la satánica presencia, cuando se vio



interrumpido y devuelto a su sitio por un guardián. En vista de ello, su Gracia se frotó



los ojos, bostezó, encogióse de hombros y reflexionó. Luego de quedar satisfecho sobre



su identidad, echó una mirada a vuelo de pájaro sobre los alrededores.



El aposento era soberbio a un punto tal, que De L'Omelette lo declaró bien comme il



faut. No tanto por su largo o su ancho, sino por su altura... ¡ah, qué espantosa altura! No



había techo... ciertamente no lo había... Solamente una densa masa atorbellinada de



nubes de color de fuego. Su Gracia sintió que la cabeza le daba vueltas al mirar hacia



arriba. Desde lo alto colgaba una cadena de un metal desconocido de color rojo sangre;



su extremidad superior se perdía, como la ciudad de Boston, parmi les nuages. En su



extremo inferior se balanceaba un enorme fanal. El duque comprendió que se trataba de



un rubí; pero de ese rubí emanaba una luz tan intensa, tan fija, como jamás fue adorada



en Persia, o imaginada por Gheber, o soñada por un musulmán cuando, intoxicado de



opio, cae tambaleándose en un lecho de amapolas, la espalda contra las flores y el rostro



vuelto al dios Apolo. El duque murmuró un suave juramento, decididamente



aprobatorio.



Los ángulos del aposento se curvaban formando nichos. Tres de ellos aparecían



ocupados por estatuas de proporciones gigantescas. Su hermosura era griega, su



deformación egipcia, su tout ensemble francés. En el cuarto nicho, la estatua aparecía



velada y no era colosal. Veíase empero un tobillo ahusado, un pie con sandalia. De



L'Omelette llevó su mano al corazón, cerró los ojos, volvió a abrirlos y sorprendió a su



satánica majestad... cuando se sonrojaba.



¡Pero aquellas pinturas! ¡Kupris! ¡Astarté! ¡Astoreth! ¡Mil y la misma! ¡Y Rafael las ha



contemplado! Sí, Rafael estuvo aquí: ¡acaso no pintó la ... ? ¿Y no se condenó a causa de



ello? ¡Las pinturas, las pinturas! ¡Oh lujo, oh amor! ¿Quién, contemplando aquellas



bellezas prohibidas, tendría ojos para las exquisitas obras que, en sus marcos de oro,



salpican como estrellas las paredes de jacinto y de pórfido?



Empero, el corazón del duque desfallece. No se siente, como lo suponéis, marcado



por la magnificencia, ni embriagado por el intenso perfume de los innumerables



incensarios. C'est vrai que de toutes ces choses il a pensé beaucoup  mais! El duque De



L'Omelette está aterrado. ¡A través de la cárdena visión que le ofrece la sola ventana sin



cortinas se divisa el más espantoso de los fuegos!



Le pauvre Duc! No podía impedirse imaginar que las admirables, las voluptuosas, las



inmortales melodías que invadían aquel salón, a medida que pasaban filtrándose y



trasmutándose por la alquimia de las encantadas ventanas, eran los gemidos y los



alaridos de los condenados sin esperanza. ¡Y allí, allí, sobre la otomana! ¿Quién está ahí?



¡Es él, el petit-maître... no, la Deidad... sentado como si estuviera esculpido en mármol, et



qui sourit, con su pálido rostro, si amèrement!



Mais il faut agir... vale decir que un francés no se desmaya nunca de golpe. Además,



a su Gracia le repugna una escena... De L'Omelette ha recobrado todo su dominio. Ha



visto unos floretes sobre la mesa y unas dagas. El duque ha estudiado con B...; il avait tué



ses six hommes. Por lo tanto, il peut s'échapper. Mide dos armas y, con inimitable gracia,



ofrece la elección a su Majestad. Horreur! ¡Su Majestad no sabe esgrima!



Mais il joue! ¡Feliz idea! Su Gracia tuvo siempre una excelente memoria. Alguna vez



hojeó Le Diable, del abate Gualtier. Allí se dice que le Diable n'ose pas refuser un jeu



d'écarté.



¡Pero las probabilidades... las probabilidades! Remotísimas, desesperadas, es verdad;



empero, apenas más desesperadas que el duque mismo. Además, ¿no está en el secreto?



¿No ha leído al Pére Le Brun? ¿No era miembro del Club Vingt-et-un? Si je perds  dice



je serai deux fois perdu... quedaré dos veces condenado... voilà tout! (Y aquí su Gracia se



encogió de hombros.) Si je gagne, je reviendrai á mes ortolons... que les cartes soient préparées!



Su Gracia era todo cuidado, todo atención; su Majestad, todo confianza. Un



espectador hubiera pensado en Francisco y en Carlos. Su Gracia pensaba en su juego. Su



Majestad no pensaba: barajaba. El duque cortó.



Distribuyéronse las cartas. Diose vuelta la primera. ¡El rey! ¡Pero no... era la reina! Su



Majestad maldijo sus vestimentas masculinas. De L'Omelette se llevó la mano al



corazón.



Jugaron. El duque contaba. Había terminado la mano. Su Majestad contaba



lentamente, sonriendo, bebiendo vino. El duque escamoteó una carta.



—C'est á vous de faire —dijo su Majestad, cortando—. Su Gracia se inclinó, barajó las



cartas y levantóse en presentant leRoi.



Su Majestad pareció apesadumbrado.



Si Alejandro no hubiese sido Alejandro, hubiera querido ser Diógenes, y el duque



aseguró a su antagonista mientras se despedía de él, que s'il n'eût été De L'Omelette il



n’aurait point d’objection d’être le Diable.



Cuento de Jerusalén



A Tale of Jerusalem, 1832



Intensos rigidam in frontem ascendere canos



passus erat...



LUGANO



—Corramos hacia las murallas —dijo Abel-Phittim a Buzi-Ben-Leví y Simeón el



Fariseo, el décimo día del mes de Taammuz del año del mundo tres mil novecientos



cuarenta y uno—; corramos hacia las murallas que están cerca de la puerta de Benjamín,



en la ciudad de David, que dominan el campamento de los incircuncisos; porque es la



hora cuarta de la cuarta vela y el sol ha salido; y los idólatras, cumpliendo la promesa de



Pompeyo, deben de estar esperándonos con los corderos para el sacrificio.



Simeón, Abel-Phittim y Buzi-Ben-Leví eran los gizbarims o sub-recaudadores de las



ofrendas, en la santa ciudad de Jerusalén.



—Tienes razón —replicó el fariseo—, corramos; porque esta generosidad es



inusitada en los gentiles; y la inconstancia ha sido siempre una virtud de los adoradores



de Baal.



—Que no son constantes y que son traidores es tan cierto como el Pentateuco —dijo



Buzi-Ben-Leví—; pero eso sólo se refiere al pueblo de Adonai.



¿Se ha visto alguna vez que los ammonitas luchasen en contra de sus propios



intereses? Pienso que no son muy generosos al darnos corderos para el altar del Señor, a



cambio de treinta siclos de plata por cabeza.



—Sin embargo olvidas, Ben-Leví —contestó Abel-Phittim— que el romano



Pompeyo, que es el impío que ahora asedia la ciudad del Altísimo, no está seguro de



que no destinemos los corderos comprados para el altar para el sustento del cuerpo, más



bien que para el del espíritu.



—Pero ¡por las cinco puntas de mi barba! —gritó el fariseo, que era miembro de la



secta de los Magulladores (un pequeño grupo de santos cuyo modo de magullarse y



destrozarse los pies contra el pavimento era desde antiguo una espina y un reproche



para los devotos menos celosos, un obstáculo para los caminantes menos iluminados—,



¡por las cinco puntas de mi barba, que, como sacerdote, no puedo cortar!, ¿hemos vivido



para ver el día en que un blasfemo e idólatra romano nos va a acusar de saciar los



apetitos de la carne con los elementos más santos y consagrados? ¿Hemos vivido para



ver el día en que...?



—Dejemos de considerar los motivos del filisteo —interrumpió Abel-Phittim—,



porque ahora nos aprovechamos por primera vez de su avaricia o de su generosidad;



pero vayamos de prisa hacia las murallas, no sea que nos falten las ofrendas para el



altar, cuyo fuego nunca podrá extinguir la lluvia del cielo, y cuyos pilares de humo no



podrá abatir ninguna tempestad.



El punto de la ciudad hacia el que se apresuraban nuestros dignos gizbarims, y que



tenía el nombre de su arquitecto, el rey David, era considerado como el barrio mejor



fortificado de Jerusalén; estaba situado sobre la escarpada y alta colina de Sión. Allí un



foso ancho, profundo y circular, cavado en la sólida roca, era defendido por una muralla



de gran fortaleza, erigida sobre su borde interior. Esta muralla estaba adornada, a



espacios regulares, por torres cuadradas de mármol blanco; la más baja era de sesenta



codos y la más alta de ciento veinte. Pero, cerca de la puerta de Benjamín, la muralla



estaba interrumpida al borde del foso. Por el contrario, entre el nivel de la zanja y la base



de aquélla se levantaba perpendicularmente una roca de doscientos cincuenta codos de



altura, que formaba parte del escarpado del monte Moriah. Así, cuando Simeón y sus



compañeros llegaron a la cima de la torre Adoni-Bezek —la más alta de todas las que



rodean Jerusalén, y lugar señalado para parlamentar con el ejército sitiador—, vieron



abajo el campamento enemigo desde una altura superior en muchos pies a la pirámide



de Cheops, y en algunos al templo de Belus.



—Verdaderamente —suspiró el fariseo, mientras sentía vértigo al mirar hacia abajo



—, los incircuncisos son como las arenas a la orilla del mar o las langostas en el desierto.



El valle del Rey ha llegado a ser el valle de Adommin.



—Y sin embargo —añadió Ben-Leví—, no te será posible señalarme un filisteo; no, ni



uno solo, desde Aleph hasta Tau, desde el desierto hasta las murallas, que parezca



mayor que la letra Jod.



—¡Bajad la cesta con los siclos de plata! —gritó entonces un soldado romano con una



voz ronca y áspera que parecía salir de las regiones de Plutón—; bajad la cesta con esa



maldita moneda que estropea la boca de un noble romano cuando la pronuncia. ¿Así



mostráis vuestra gratitud a nuestro jefe Pompeyo, quien, condescendiente, ha



consentido en escuchar vuestras inoportunidades idólatras? El dios Febo, que es un



verdadero dios, ha emprendido su marcha en el carro hace una hora, y ¿no debíais estar



sobre las murallas a la salida del sol? ¡Aedepol! ¿Pensáis que nosotros, los



conquistadores de la tierra, no tenemos nada más que hacer que traficar en cada muralla



de la tierra con los perros? ¡Bajad el cesto! Os lo repito, y mirad bien que vuestro fraude



tenga el brillo y el peso exactos.



—¡El Elohim! —gritó el fariseo, mientras los recios acentos del centurión



retumbaban por el precipicio y venían a morir contra el templo—. ¡El Elohim! ¿Quién es



el dios Febo? ¿A quién invoca el blasfemo? Tú, Buzi-Ben-Leví, que eres experto en las



leyes de los gentiles y que has vivido entre los que se manchan con los teraphims, ¿es de



Nergal de quien habla el idólatra o de Ashimah o de Nibhaz o de Tartak o de



Adramalech o de Anamalech o de Succoth-benith o de Dagón o de Belial o de Baal-



Perith o de Baal-Peor o de Baal-Zebub?



—Ciertamente, no se trata de ninguno de ésos; pero anda con cuidado y no dejes que



se deslice la cuerda demasiado rápidamente entre tus dedos, porque podría engancharse



en aquella roca saliente que hay allá abajo y tirarías desgraciadamente las cosas santas



del templo.



Por medio de un rudo mecanismo, la pesada cesta fue descendida cuidadosamente



entre la multitud, y desde su altísimo pináculo veían a los romanos arremolinarse en



torno a ella; pero a causa de la gran altura y de la niebla predominante no podían



distinguir claramente sus operaciones.



Ya había pasado media hora.



—Llegaremos tarde —suspiró el fariseo, mirando al abismo entonces—; llegaremos



demasiado tarde. Seremos echados de nuestro empleo por los katholim.



—Nunca —respondió Abel-Phittim—, nunca más volveremos a festejarnos con la



grasa de la tierra; nunca más nuestras barbas serán perfumadas con incienso; nunca más



el fino lino del templo ceñirá nuestros ríñones.



—¡Raca! —juró Ben-Leví—. ¡Raca! ¿Tienen intención de robarnos el dinero del



mercado? ¡Oh, santo Moisés!, ¿están pesando los siclos del tabernáculo?



—¡Por fin han hecho la señal! —gritó el fariseo—. ¡Por fin han hecho la señal! ¡Tira,



Abel-Phittim! ¡Y tú, Buzi-Ben-Leví, ayuda también, porque los filisteos retienen aún el



cesto, o, de lo contrario, el Señor ha ablandado sus corazones y les ha hecho poner en él



un cordero de buen peso!



Y los gizbarims tiraban, mientras se balanceaba el cesto pesadamente entre la niebla,



que seguía haciéndose más densa.



—¡Maldición! —así exclamó al cabo de una hora Ben-Leví, cuando vio un poco



confusamente un objeto en el extremo de la cuerda—. ¡Maldición! Es un carnero de los



pastos de Enjedí, y tan arrugado como el valle de Josafat.



—Es el primer parido del rebaño —dijo Abel-Phittim—, lo conozco por el balido y la



inocencia de sus miembros. Sus ojos son más bellos que las joyas del pectoral, y su carne



es como la miel de Ebrón.



—Es un ternero cebado de los pastos de Basham —dijo el fariseo—. ¡Los gentiles se



han portado a las mil maravillas con nosotros! ¡Unamos nuestras voces en un salmo!



¡Con el sistro y con el salterio, con el arpa y la trompeta, con la cítara y el sacabuche!



Cuando el cesto llegó a unos pocos pies de distancia de los gizbarims, un ronco



gruñido descubrió a sus oídos un cerdo de un gran tamaño.



—¡Vamos, El Emanu! —exclamaron lentamente los tres, con los ojos levantados al



cielo.



Y cuando soltaron la bestia, se escapó corriendo por entre los filisteos.



—¡El Emanu! ¡Dios sea con nosotros! ¡Ésa es la carne innombrable!



Pérdida de aliento



Loss of breath, 1832



(Una historia que no es de “Blackwood” ni lo ha sido nunca)



¡Oh, no respires!, etc.



Melodías de Moore



—¡Oh, tú, desgraciada! ¡Oh, tu, zorra! ¡Oh, tú, víbora! —le dije a mi mujer a la



mañana siguiente de nuestra boda—. ¡Oh, tú, bruja! ¡Oh, tú, espanto! ¡Tú, bocazas!



¡Apestas a iniquidad! ¡Oh, tú, quintaesencia de todo lo que es abominable! Tú... tú...



En ese momento la agarré por el cuello, me puse de puntillas, y acercando mi boca a



su oído estaba a punto de dirigirle un nuevo epíteto oprobioso, que inevitablemente la



hubiera convencido, de haberlo podido pronunciar, de su insignificancia, cuando con



gran horror y asombro descubrí que yo había perdido la respiración.



Las frases “me he quedado sin respiración”, “he perdido el aliento”, aparecen con



bastante frecuencia en las conversaciones normales; pero jamás se me hubiera podido



ocurrir el pensar que el terrible accidente al que me refiero pudiera de hecho bona fide



ocurrir. Imagínense ustedes, es decir, si son ustedes personas imaginativas; imagínense,



digo, mi asombro, mi consternación, mi desesperación.



Tengo una virtud, no obstante, que nunca me ha abandonado del todo. Incluso en



mis más ingobernables estados de ánimo, mantengo aún mi sentido de la propiedad, et



le chemin des passions me conduit, como a Lord Edouard en “Julie”, á la philosopie véritable.



Aunque al principio no pude verificar hasta qué punto me había afectado aquel



suceso, decidí ocultárselo a toda costa a mi mujer hasta que ulteriores experiencias me



revelaran la extensión de mi asombrosa calamidad. Por lo tanto, alterando al instante la



expresión de mi cara, y sustituyendo mis congestionadas y distorsionadas facciones por



un gesto de traviesa y coqueta benignidad, le di a mi dama una palmadita en una mejilla



y un beso en la otra, y sin pronunciar una sílaba (¡demonios; no podía!) la dejé



asombrada por mi extraño comportamiento, y salí haciendo las piruetas de un pas de



zephyr.



Imagínenme entonces a salvo en mi boudoir privado, un terrible ejemplo de las malas



consecuencias de la irascibilidad: vivo, pero con todas las características de los muertos;



muerto, pero con todas las inclinaciones de los vivos. Una verdadera anomalía sobre la



faz de la tierra, totalmente calmado pero sin respiración.



¡Sí! Sin respiración. Hablo en serio al afirmar que carecía por completo de



respiración. No hubiera podido mover ni una pluma con ella, aunque mi vida hubiera



estado en juego, ni siquiera hubiera podido empañar la delicadeza de un espejo. ¡Cruel



destino! Aun así hallé algo de consuelo a mi primer paroxismo de dolor. Descubrí,



después de mucho probar, que mi capacidad de hablar que, a la vista de mi incapacidad



para continuar la conversación con mi esposa, había creído desaparecida por completo,



estaba sólo parcialmente disminuida, y descubrí que si en el transcurso de aquella



interesante crisis hubiera intentado hablar con un tono singularmente profundo y



gutural, podría haber seguido comunicándole mis sentimientos a ella; y que este tono de



voz (el gutural) no depende, por lo que pude ver, de la corriente de aire provocada por



la respiración, sino de ciertos movimientos espasmódicos de los músculos de la



garganta.



Dejándome caer sobre una Silla estuve durante cierto tiempo sumido en la



meditación. Mis reflexiones no eran, no cabe duda, precisamente consoladoras. Un



millar de imágenes vagas y lacrimosas se apoderaron de mi alma, e incluso pasó por mi



imaginación la idea del suicidio; pero es una característica de la perversidad de la



naturaleza humana el rechazar lo obvio y lo inmediato a cambio de lo equívoco y lo



lejano. Así, pues, me eché a temblar ante la idea de mi auto-asesinato, considerándola



decididamente una atrocidad, mientras la gata runruneaba a todo meter sobre la



alfombra, y el mismo perro de aguas jadeaba con gran asiduidad debajo de la mesa,



atribuyéndole ambos un gran valor a la fuerza de sus pulmones, y haciéndolo todo con



el evidente propósito de burlarse de mi incapacidad.



Oprimido por un tumultuoso alud de vagas esperanzas y miedos, oí por fin los



pasos de mi esposa que descendía por la escalera. Estando ya seguro de su ausencia,



volví con el corazón palpitante a la escena de mi desastre.



Cerrando cuidadosamente la puerta desde dentro, inicié una intensa búsqueda. Era



posible, pensaba yo, que oculto en algún oscuro rincón o escondido en algún cajón o



armario pudiera encontrar aquel objeto perdido que buscaba. Tal vez tuviera forma



vaporosa, incluso era posible que fuera tangible. La mayor parte de los filósofos son



muy poco filosóficos con respecto a muchos aspectos de la filosofía. No obstante,



William Godwin4 dice en su “Mandeville” que “las únicas realidades son las cosas



invisibles”, y esto, como estarán todos ustedes de acuerdo, era un caso típico. Me



gustaría que el lector juicioso lo pensara bien antes de afirmar que tal aseveración



contiene una injustificada cantidad de lo absurdo. Anaxágoras, como todos recordarán,



4 William Godwin (1756-1836). Novelista y teórico anarquista inglés, autor de Investigación sobre la



justicia política (1793) que establece los principios de un anarquismo pacífico. Fruto de su matrimonio



con la también novelista y teórica Mary Wollstonecraft (1759-1997), precursora del feminismo con



obras como Los derechos de la mujer (1792) –y que moriría durante el parto-, es el nacimiento de la



novelista Mary Wollstonecraft Shelley, autora del conocido Frankenstein o el nuevo Prometeo (1818).



mantenía que la nieve es negra, y desde entonces he tenido ocasión de comprobar que



esto es cierto.



Durante largo tiempo continué investigando con gran ardor, pero la despreciable



recompensa que obtuvo mi perseverancia no fue más que una dentadura postiza, dos



pares de caderas, un ojo y cierto número de billets-doux que el señor Windenough había



mandado a mi esposa. Tal vez sea oportuno señalar que esta confirmación de las



inclinaciones que mi dama sentía por el señor W. me produjeron poco desasosiego. Que



la señora Lackobreath admirara algo tan distinto de mí era un mal natural y necesario.



Yo soy, como todo el mundo sabe, de aspecto robusto y corpulento, siendo, al mismo



tiempo, de estatura un tanto baja. ¿A quién puede entonces extrañar que aquel conocido



mío, delgado como una espingarda y de una estatura que ha llegado a convertirse en



proverbial, encontrara gran estima a los ojos de la señora Lackobreath? Sin ser



correspondido, no obstante.



Mi trabajo, como ya había dicho antes, resultó infructuoso. Armario tras armario,



cajón tras cajón, rincón tras rincón, fueron examinados sin conseguir nada. No obstante,



en una ocasión, me pareció haber encontrado lo que buscaba, habiendo roto



accidentalmente, al hurgar en una cómoda, una botella de aceite de los Arcángeles de



Grandjean, el cual, siendo como es un agradable perfume, me tomo aquí la libertad de



recomendarles.



Con un gran peso en el corazón volví a mi Boudoir para buscar allí algún método



para eludir la agudeza de mi esposa hasta que pudiera hacer los arreglos necesarios



antes de abandonar el piáis, porque a este respecto ya había tomado una decisión. En un



clima extraño, siendo un desconocido, tal vez podría, con un cierto margen de



seguridad, intentar ocultar mi desgraciada calamidad: una calamidad calculada, más



aún incluso que la miseria, para privamos de los afectos de la multitud y para traer



sobre el pobre desgraciado la muy merecida indignación de la gente feliz y virtuosa. Mis



dudas duraron poco. Siendo por naturaleza un hombre de decisiones rápidas, me grabé



en la memoria la tragedia completa de “Metamora”. Tuve la buena suerte de recordar



que en la acentuación de este drama o, al menos, en la parte correspondiente al héroe,



los tonos de voz que eran para mí inalcanzables, resultaban innecesarios, y que el tono



que debía prevalecer monótonamente a todo lo largo de la obra era el gutural profundo.



Practiqué durante algún tiempo a la orilla de un pantano muy frecuentado. En este



caso, no obstante, careciendo de toda referencia a que Demóstenes hubiera hecho algo



similar, y más bien llevado por una idea particular y conscientemente mía. Cubiertas así



mis defensas, decidí hacer creer a mi esposa que me había visto súbitamente asaltado



por una gran pasión por el escenario. En esto mi éxito tuvo las proporciones de un



milagro; y me encontré en libertad de replicar a todas sus preguntas o sugestiones con



algún pasaje de la tragedia en mis tonos más sepulcrales y parecidos al croar de una



rana, lo que, según pude observar, se podía aplicar a casi cualquier circunstancia con



buenos resultados. No obstante, no se debe suponer que al recitar los dichos pasajes



prescindía de mirar con los ojos entrecerrados, de enseñar los dientes, de mover mis



rodillas, de arrastrar los pies o de hacer cualquiera de esas gracias innominables que



ahora se consideran con justicia características de un actor popular. Desde luego



hablaron de ponerme la camisa de fuerza, pero, ¡bendito sea Dios!, jamás sospecharon



que me hubiera quedado sin respiración.



Finalmente, habiendo puesto en orden mis asuntos, me senté a muy temprana hora



de la mañana en el correo que iba a..., dejando entrever, entre mis amistades, que



asuntos de la mayor importancia requerían mi inmediata presencia en aquella ciudad.



El coche estaba absolutamente atestado, pero en la incierta penumbra no había



forma de distinguir las facciones de mis compañeros de viaje. Sin oponer ninguna



resistencia acepté el ser colocado entre dos caballeros de colosales proporciones;



mientras que un tercero, una talla mayor, excusándose por la libertad que iba a tomarse,



se arrojó sobre mi cuerpo a todo lo largo que era y, durmiéndose al instante, ahogó



todas mis protestas en un ronquido que hubiera hecho enrojecer de vergüenza a los



bramidos del toro de Phalaris. Afortunadamente, el estado de mis facultades



respiratorias convertían la muerte por asfixia en un accidente totalmente fuera de la



cuestión.



No obstante, al ir aumentando la luz al acercarnos a la ciudad, mi torturador se



levantó, y ajustándose el cuello de la camisa, me dio las gracias muy amistosamente por



mi amabilidad. Viendo que yo permanecía inmóvil (todos mis miembros estaban



dislocados y mi cabeza vuelta hacia un lado), empezó a sentir cierta aprensión, y



despertando al resto de los pasajeros les comunicó con tono muy decidido que en su



opinión les habían metido durante la noche a un hombre muerto a cambio de un



hombre vivo y responsable, que además era su compañero de viaje; al llegar aquí me dio



un puñetazo en el ojo derecho, a modo de demostración de la veracidad de sus palabras.



A raíz de esto todos creyeron su deber tirarme de la oreja uno por uno (había nueve



en total). Un joven médico, habiendo aplicado un espejo de bolsillo a mi boca, y al



encontrarme carente de respiración, afirmó que lo que había dicho mi perseguidor era



cierto; y todo el grupo expresó su determinación de no aguantar pacíficamente tales



imposiciones en el futuro y de no dar un solo paso más de momento con un cadáver a



cuestas.



En consecuencia, fui arrojado fuera bajo la señal del “Crow” (taberna por delante de



la cual pasaba casualmente el coche en aquel momento), sin más contratiempos que la



fractura de mis dos brazos, por encima de los cuales pasó la rueda trasera izquierda del



vehículo. También debo hacer justicia al conductor y decir aquí que no se le olvidó tirar



detrás de mí el mayor de mis baúles, que cayó desgraciadamente sobre mi cabeza y me



fracturó el cráneo de una forma a la vez interesante y extraordinaria.



El dueño del “Crow”, que es un hombre hospitalario, al verificar que había en mi



baúl más que suficiente para indemnizarle por cualquier molestia que pudiera tomarse,



mandó buscar a un cirujano amigo suyo, y me puso en sus manos, junto con una factura



y un recibo por diez dólares.



El comprador me llevó a sus habitaciones y empezó inmediatamente con las



operaciones. Una vez que hubo cortado mis orejas, no obstante, descubrió señales de



vida. Hizo sonar entonces la campana y mandó a buscar a un farmacéutico de la



vecindad para consultarle. Por si sus sospechas con respecto a mi estado resultaban



finalmente confirmadas, él, mientras tanto, realizó una incisión en mi estómago,



guardándose varias vísceras para hacer la disección en privado.



El farmacéutico tenía la impresión de que yo estaba muerto de verdad. Yo intenté



refutar esta idea pateando y agitándome con todas mis fuerzas, y haciendo todo tipo de



furiosas contorsiones, ya que las operaciones del quirófano me habían devuelto en cierta



medida a la posesión de mis facultades. No obstante, todos mis esfuerzos fueron



atribuidos a los efectos de una nueva pila galvánica, con la cual el farmacéutico, que es



un hombre realmente informado, realizó diversos experimentos curiosos, en los cuales,



debido a la parte que yo jugaba en ellos, no pude evitar el sentirme profundamente



interesado. No obstante, era para mí una fuente de gran mortificación el que, a pesar de



haber hecho varios intentos por hablar, mis poderes en ese sentido estuvieran tan



disminuidos que ni siquiera podía abrir la boca; mucho menos, por lo tanto, dar la



réplica a algunas ingeniosas pero fantásticas teorías, a las cuales, en otras circunstancias,



mi profundo conocimiento de la patología Hipocrática podría haber suministrado una



rápida refutación.



Incapaz de llegar a ninguna conclusión, los dos hombres decidieron conservarme



para ulteriores exámenes. Fui trasladado a una buhardilla, y una vez que la mujer del



cirujano me hubo puesto calzoncillos y calcetines, y el propio cirujano me hubo atado las



manos y la mandíbula con un pañuelo de bolsillo, cerraron la puerta desde fuera y se



fueron a toda prisa a comer, dejándome solo y sumido en el silencio y la meditación.



Descubrí entonces, con gran satisfacción, que podría haber hablado de no haber



tenido la mandíbula atada con el pañuelo. Consolándome con esta idea estaba recitando



mentalmente algunos pasajes de la “Omnipresencia de la Deidad”, como tengo por



costumbre hacer antes de entregarme al sueño, cuando dos gatos de temperamento



veraz y vituperable que acababan de entrar por un agujero de la pared, saltaron



haciendo una cabriola a la Catalani y, aterrizando cada uno a un lado de mi cara, se



enzarzaron en una indecorosa discusión por la negligible posesión de mi nariz.



Pero, al igual que la pérdida de sus orejas, supuso el ascenso al trono de Cirus, el



Magián o Mige-gush de Persia, y al igual que la pérdida de su nariz, dio a Zopyrus la



posesión de Babilonia, así la pérdida de unas pocas onzas de mis facciones, resultaron



ser la salvación de mi cuerpo. Excitado por el dolor y ardiente de indignación, rompí al



primer intento mis ataduras y el vendaje. Mientras cruzaba el cuarto, dirigí una mirada



de desprecio a los beligerantes, y abriendo la ventana, con gran horror y desilusión por



su parte, me precipité por ella, con gran destreza.



El ladrón de correos W..., con quien yo tenía singular parecido, estaba en aquel



momento en tránsito desde la cárcel de la ciudad al cadalso erigido para su ejecución en



los suburbios. Su extrema debilidad y su perenne mala salud le habían supuesto el



privilegio de ir sin esposas, y vestido con su traje de ahorcado, muy similar al mío; yacía



cuan largo era en el fondo del carro del verdugo (que casualmente estaba bajo las



ventanas del cirujano en el momento de mi caída), sin más guardia que el conductor,



que iba dormido, y dos reclutas del sexto de infantería, que estaban borrachos: Quiso mi



mala suerte que cayera de pie al interior del vehículo. W..., que era un individuo con



grandes reflejos, vio su oportunidad. Saltando inmediatamente, salió del carro, y



metiéndose por una callejuela, se perdió de vista en un abrir y cerrar de ojos. Los



reclutas, despertados por la agitación, fueron incapaces de captar la transacción. Viendo,



no obstante, a un hombre exactamente igual que el felón de pie en medio del carro ante



sus ojos, llegaron a la conclusión de que el muy sinvergüenza (refiriéndose a W...) estaba



intentando escapar (así fue como se expresaron), y después de comunicarse el uno al



otro esta opinión, echaron un trago de aguardiente cada uno, y después me derribaron



con las culatas dé sus mosquetes.



No tardamos mucho en llegar a nuestro destino. Por supuesto, no había nada que



decir en mi defensa. Mi destino inevitable era ser colgado. Me resigné a ello por lo tanto,



con una sensación medio estúpida, medio sarcástica. Siendo poco cínico, sentía



aproximadamente lo mismo que sentiría un perro. El verdugo, no obstante, ajustó el



lazo alrededor de mi cuello. La trampilla se abrió.



Me abstendré de describir mis sensaciones en la horca, aunque sin duda podría



hablar al respecto, y es un tema sobre el que nadie ha sabido hablar con propiedad. De



hecho, para escribir acerca de semejante tema, es necesario haber sido ahorcado. Los



autores deberían limitarse a hablar de temas sobre los que han tenido experiencia. Así



fue como Marco Antonio compuso un tratado acerca de cómo emborracharse.



Podía, no obstante, mencionar, aunque sólo sea de pasada, que no me sobrevino la



muerte. Mi cuerpo estaba allí, pero no tema respiración que perder, aun colgado, y si no



hubiera sido por el nudo que había bajo mi oreja izquierda (que, por la textura, parecía



ser de procedencia militar), me atrevería a decir que do hubiera experimentado casi



ninguna molestia. En cuanto al tirón que sufrió mi cuello con la caída, resultó



simplemente un correctivo para la torcedura que me había producido el caballero gordo



del coche.



No obstante, y con muy buenos motivos, hice todo lo que pude porque la multitud



presenciara un espectáculo digno de las molestias que se habían tomado. Según dicen,



mis convulsiones fueron extraordinarias. Mis espasmos hubieran sido difíciles de



superar. El populacho pedía un encoré. Varios caballeros se desmayaron, y una gran



multitud de damas tuvieron que ser llevadas a sus casas con ataques de histeria. Pinxit



se aprovechó de la oportunidad para retocar, a partir de un bosquejo que hizo allí



mismo, su admirable cuadro de el Marsyas siendo desollado vivo.



Cuando ya les hube procurado suficiente diversión, consideraron que sería lo más



adecuado quitar mi cuerpo de la horca, tanto más cuanto que el verdadero reo había



sido capturado y reconocido entre tanto, hecho que yo tuve la mala suerte de no



conocer.



Por supuesto que todo el mundo manifestó gran simpatía por mí, y ya que nadie



reclamó mí cuerpo, se ordenó que fuera enterrado en un panteón público.



Allí, después de un intervalo de tiempo adecuado, fui depositado. El sacristán se fue



y me quedé solo. Una frase del “Descontento”, de Marston:



“La muerte es un buen muchacho,



y siempre tiene las puertas abiertas...”



me pareció en aquel momento una abominable mentira.



No obstante, arranqué la tapa de mi ataúd y salí. Aquel lugar era tremendamente



siniestro y húmedo, me empecé a sentir repleto de ennui. A modo de entretenimiento,



anduve a ciegas entre los numerosos ataúdes, dispuestos en orden a mi alrededor. Los



bajaba uno por uno, y abriéndolos, me dedicaba a especular acerca de las muestras de



mortalidad que habitaba en su interior.



Esto monologaba yo, tropezando con un cadáver congestionado, hinchado y



rotundo:



«Esto ha sido, sin duda, en el más amplio sentido de la palabra, un hombre infeliz,



desafortunado. Ha sido su terrible suerte el no poder andar normalmente, sino anadear,



pasar por la vida no como un ser humano, sino como un elefante; no como un hombre,



sino como un rinoceronte.



»Sus intentos de moverse en la vida han sido abortados, sus movimientos



circungiratorios, un palpable fracaso. Intentando dar un paso hacia adelante ha tenido la



desgracia de dar dos a la derecha y tres a la izquierda. Sus estudios se limitan a la poesía



de Crabbe. No puede haber tenido ni idea de lo maravilloso de una pirouette. Para él, un



pos de papillon no ha sido más que un concepto en abstracto. Jamás ha llegado a la



cumbre de una colina. Jamás ha podido divisar desde lo alto de un campanario la gloría



de ninguna metrópolis. El calor ha sido su enemigo mortal. En los días de perros, sus



días han sido los días de un perro. En ellos ha soñado con llamas y ahogos, con



montanas y más montañas, con Pellón sobre Ossa. Siempre le faltaba la respiración, en



una palabra, le faltaba la respiración. Le parecía extravagante tocar instrumentos de



viento. Él fue el inventor de los abanicos semovientes, las velas de viento y los ventila»



dores. Patrocinó a Du Pont, el fabricante de fuelles, y murió miserablemente al intentar



fumarse un cigarro. Su caso era uno por el que yo sentía gran interés, y con el que



simpatizaba en gran medida.



«Pero aquí —dije yo—, aquí, arrastrando despreciativamente de su receptáculo una



forma alta, delgada y de aspecto peculiar, cuya notable apariencia me hizo sentir una



indeseada sensación de familiaridad, aquí hay un desgraciado que no tiene derecho a



esperar ninguna conmiseración terrena».



Al decir esto, y para conseguir una más clara visión del individuo, le sujeté por la



nariz con el pulgar y el índice, y haciéndole asumir sobre el suelo la posición de sentado,



le mantuve así, con mi brazo extendido, mientras continuaba mi soliloquio.



“Que no tiene derecho —repetí— a esperar ninguna conmiseración terrena. En



efecto, ¿a quién se le podría ocurrir tener compasión de una sombra? Lo que es más,



¿acaso no ha disfrutado él ya de una parte más que suficiente de los bienes de la



mortalidad? Él fue el origen de los monumentos elevados, altas torres, pararrayos,



álamos de Italia. Su tratado acerca de “Tonos y Sombras” le ha inmortalizado. Editó con



distinguida habilidad la última edición de “”Al sur en el Bones”. Fue joven a la



Universidad y estudió Ciencias Neumáticas. Después volvió a casa, hablaba



incesantemente y tocaba la trompa. Favorecía el uso de la gaita. El capitán Barclay, que



caminó contra el Tiempo, fue incapaz de caminar contra él. Windham y Allbreath eran



sus escritores favoritos. Su artista favorito, Phiz. Murió gloriosamente mientras inhalaba



gas, levique flatu conrupitur, como la fama pudicitiae en Hieronymus5. Era



indiscutiblemente un...



—¿Cómo se atreve? ¿Cómo se atreve? —me interrumpió el objeto de mi



animadversión, jadeando y arrancándose con un esfuerzo desesperado la venda que



rodeaba sus mandíbulas—. ¿Cómo se atreve, Sr. Lackobreath a ser tan infernalmente



cruel como para pellizcarme la nariz de esa manera? ¿Acaso no vio usted que me habían



sujetado la mandíbula, y tiene usted que saber, si es que sabe algo, que tengo que



disponer de una enorme cantidad de aire? No obstante, si es que no lo sabe, siéntese y lo



verá. En mi situación, es realmente un gran descanso el poder abrir la boca, el poder



explayarse, poder comunicar con una persona como usted, que no se considera obligado



a interrumpir a cada momento el hilo del discurso de un caballero. Las interrupciones



son muy molestas, y deberían sin duda ser abolidas, ¿no le parece?... No conteste, se lo



ruego, conque hable una persona a la vez es suficiente. Cuando yo haya acabado, podrá



empezar usted. ¿Cómo demonios, señor, ha llegado usted aquí? Ni una palabra, se lo



ruego... por mi parte, yo llevo aquí algún tiempo. ¡un terrible accidente! ¿Habrá oído



hablar de ello, supongo? ¡Catastrófica calamidad! Pasaba yo por debajo de sus ventanas,



hace poco tiempo, en la época en la que tema usted la manía del teatro, y, ¡horrible



ocurrencia! Habrá oído usted decir eso de coger aire, ¿eh? ¡Silencio hasta que yo se lo



diga! ¡Pues yo cogí el aire de alguna otra persona! Siempre tuve demasiado del mío, y



me encontré con Blab en la esquina de la calle y no me dio la oportunidad de decir ni



una palabra, no conseguí meter una sílaba ni de costado, en consecuencia tuve un



ataque de epilepsia... Blab se escapó... ¡malditos sean los idiotas!... me dieron por muerto



y me metieron en este lugar... ¡todo muy bonito!... He oído todo lo que ha dicho acerca



5 Tenera res in feminis fama pudicitiae, et quasi flos pulcherrimus citoad marcescit auram, levique flatu



corrupitur, maxime, etc. (Hieronymus and Salviniam).



de mí... No había ni una sola palabra cierta en todo ello...



¡Horrible!... ¡Maravilloso!...



¡Repugnante!... ¡Odioso!... ¡Incomprensible!... etcétera, etcétera... etcétera... etcétera...



Resulta imposible concebir mi asombro ante un discurso tan inesperado, o el júbilo con



el que gradualmente me fui convenciendo de que el aire tan afortunadamente cogido



por aquel caballero (al que pronto identifiqué con mi vecino Windenough) era de hecho



la expiración que se me había perdido a mí durante la conversación con mi esposa. El



tiempo, el lugar y las circunstancias convertían aquello en algo más allá de toda



posibilidad de discusión. No obstante, no solté inmediatamente la probóscide del Sr.



W..., al menos no durante el largo período de tiempo durante el cual el inventor de los



álamos italianos continuó favoreciéndome con sus explicaciones.



En este sentido, mis actos estaban dominados por esa prudencia habitual que ha



sido siempre mi característica predominante. Reflexioné que podía haber aún muchas



dificultades en el camino de mi preservación, que sólo grandes esfuerzos por mi parte



podrían llevarme a superar. Muchas personas, consideré, son dadas a valorar las



comodidades que tienen en sus manos, por poco valiosas que puedan resultar a su



propietario, por muy molestas u onerosas que sean, en razón directa a las ventajas que



puedan obtener los demás de su posesión, o ellos mismos de su abandona ¿No sería tal



vez éste el caso del Sr. Windenough? Al manifestar mi interés por esa respiración que en



aquel momento estaba deseando perder de vista, ¿no estaría acaso poniéndome a



merced de los ataques de su avaricia? Hay muchos seres ruines en este mundo, recordé



con un suspiro, que no tendrían escrúpulos en jugar con ventaja incluso contra el vecino



de al lado, y (este comentario es de Epictetus) es precisamente en esos momentos en que



los hombres están más deseosos de librarse de la carga de sus propias calamidades, en



los que se sienten menos dispuestos a aliviar la carga de los demás.



Basándome en consideraciones similares a ésta, y manteniendo aún bien sujeta la



nariz del Sr. W..., me pareció propio lanzar mi respuesta.



—¡Monstruo! —empecé con un tono de la más profunda indignación—. ¡Monstruo!



E idiota con doble respiración... ¿os atrevéis acaso, digo, vos, a quien los cielos han



castigado por vuestras iniquidades con una doble respiración... Osáis vos, insisto,



dirigiros a mí con el tono familiar con el que os dirigiríais a un conocido?... “Miento” ¡El



cielo me valga! Y “estese callado”. ¡Cómo no! ¡Bonita conversación, sin duda, para un



caballero que disfruta de una sola respiración! Y todo esto, además, cuando yo tengo en



mis manos la posibilidad de aliviar la calamidad que usted, con tanta justicia, sufre; de



recortar lo superfino de su desgraciada respiración.



Al igual que Brutus, hice una pausa en espera de respuesta, con la cual, como si



fuera un tomado, me abrumó inmediatamente el Sr. Windenough. Protesta tras protesta,



y excusa tras excusa. No existía ningún término que no estuviera dispuesto a aceptar, y



yo no dejé de sacar ventaja de ninguno de ellos.



Una vez resueltos los preliminares, aquel conocido mío me dio la respiración, por lo



cual (después de examinarla cuidadosamente) le di un recibo.



Soy consciente de que para muchos yo seré culpable de hablar de una manera tan



prosaica de una transacción tan impalpable. Posiblemente piensen que debería haber



narrado con más detalle y minuciosidad un hecho por medio del cual, y esto es muy



cierto, se podría arrojar mucha luz sobre una interesante rama de la filosofía física.



Lamento no poder responder a todo esto. Tan sólo me puedo permitir dar una



pequeña pista a modo de respuesta. Dadas las circunstancias... aunque pensándolo



mejor creo que será mucho más seguro decir lo menos posible acerca de un asunto tan



delicado, tan delicadas, repito, que en aquel momento incluían los intereses de una



tercera persona, en cuyo sulfuroso resentimiento no tengo, de momento, ninguna gana



de incurrir.



No tardamos gran cosa, una vez hechos los arreglos precisos, en escaparnos de los



sótanos del sepulcro. La fuerza conjunta de nuestras resucitadas voces se hizo



rápidamente evidente. Scissors, el editor Whig, reeditó un tratado acerca de “La



naturaleza y origen de los ruidos subterráneos”. En las columnas de una gaceta



democrática apareció una respuesta, luego, una contrarréplica, una refutación y una



justificación. Tan sólo, después de haber abierto el panteón para decidir cuál de los dos



tenía razón, la aparición del Sr. Windenough y mía demostró a ambos que estaban



totalmente equivocados.



Bon-Bon



Bon-Bon, 1832



En cuanto se había pasado el dintel de la pequeña casa que habitaba nuestro filósofo,



en un callejón sin salida llamado Lefévre de Ruán, se veía una habitación profunda, baja



de techo, de antigua construcción. En un rincón se hallaba la cama del metafísico. Un



juego de cortinas y un canapé a la griega la rodeaban clásica y cómodamente. En el



ángulo opuesto yacían libros. Una gran chimenea se erigía frente por frente de la puerta.



A la derecha, en un armario entreabierto, se podía ver una batería formidable de botellas



etiquetadas.



En este lugar, una noche del invierno de 17..., hacía la una, Pedro Bon-Bon, habiendo



escuchado durante algún tiempo las palabras de sus vecinos y las alusiones a sus



singularidades, los puso a todos en la puerta, corrió el cerrojo echando pestes, y se echó



malhumorado en su viejo y cómodo sillón de cuero, cerca del fuego de la chimenea.



Era una noche terrible, como sólo se ven cada cien años. Nevaba furiosamente y toda



la casa oscilaba bajo las ráfagas de la tormenta. El viento silbaba por los intersticios de



los tabiques y se abismaba rabiosamente en la chimenea, doblando y desdoblando las



ropas de la cama o desordenando los papeles que dormían junto a los libros.



El metafísico no estaba en absoluto de humor. Notaba aquella agitación angustiosa



que produce la furia de una noche de tempestad. Llamó más cerca de sí a su gran perro



negro, y como se había sentado en el sillón con cierto malestar no pudo abstenerse de



echar una mirada recelosa hacia los rincones apartados de la estancia, de donde las



llamas rojas de la chimenea no llegaban a expulsar completamente las tinieblas.



Terminado ese examen, cuyo objeto exacto le hubiera sido imposible explicar, se puso



ante una mesita llena de libros y de papeles, y se dedicó a la corrección de un



voluminoso manuscrito que tenía que entregar al día siguiente.



Bon-Bon trabajaba desde hacía algún tiempo cuando «No tengo prisa, señor Bon-



Bon» murmuró de golpe, desde el fondo de la estancia, una voz humilde.



—¡Diablos! —exclamó nuestro héroe, sobresaltándose en su asiento, echando al



suelo la mesita y mirando estupefacto a su alrededor.



—Eso es —replicó, con calma, la voz.



—¿Quién es, eso? ¿Cómo ha llegado usted hasta aquí? —vociferó el metafísico. Su



mirada se había posado en algo que estaba extendido sobre la cama.



—Decía —dijo el intruso, sin inquietarse por las interrogaciones—, decía que puede



usted disponer de su tiempo, que el asunto que me ha traído aquí no es urgente, en una



palabra, que puedo perfectamente esperar a que haya usted terminado su Exposición.



—¿Mi exposición? Bien, pero, por Dios. ¿Cómo sabe usted, cómo ha llegado usted a



saber que yo escribía una Exposición?



—¡Pst! —respondió el intruso con voz baja.



Se levantó rápidamente del lecho y dio un paso hacia Bon-Bon, al acercarse, la



lámpara de hierro que colgaba del techo empezó a oscilar dando grandes sacudidas.



Nuestro filósofo, más que estupefacto, no se abstuvo de examinar el traje y la



apariencia del forastero. Las formas de su persona, delgada, pero de una altura mayor



que la habitual, saltaban a los ojos por lo detalladas, gracias a un traje negro y gastado



que le ceñía el cuerpo y que parecía ser, por el corte, del pasado siglo. El vestido había



sido cortado para alguien menos grande que su actual poseedor. En las muñecas y en



los tobillos se notaba la carne. Un par de brillantes hebillas en los zapatos contrastaban



con la extremada pobreza de lo restante. De la cabeza le colgaba una coleta



terriblemente larga. Unas gafas verdes, con cristales al lado, protegían sus ojos de la luz



e impedían a Bon-Bon el discernir su forma y su color. En toda la persona del forastero



no había ni la apariencia de una camisa. Pero una corbata blanca, estrecha, estaba



anudada cuidadosamente alrededor de su cuello, sus puntas colgaban



ceremoniosamente, rectas y paralelas. Esa corbata daba al forastero el aire de un clérigo.



La verdad es que otros detalles, ya fuese su empaque, ya sus maneras, hubiesen podido



servir para confirmar esa idea. En su oreja izquierda llevaba un instrumento parecido al



«stilus» de los antiguos. Del bolsillo de su traje asomaba un librito negro, con cierre de



acero, puesto, accidentalmente o no, de modo que se vieran las palabras «Ritual



Católico», impresas en letras blancas sobre el lomo. La fisonomía del intruso era



saturniana, de una palidez intensa y cadavérica. Las comisuras de sus labios se



inclinaban hacia abajo con una expresión de humildad muy sumisa. Tuvo también una



manera de juntar las manos, cuando avanzó hacia nuestro filósofo, un suspiro y una



mirada de tal beatitud que hubiese sido difícil no recibirle bien.



Toda huella de ira desapareció de la fisonomía de Bon-Bon, quien, una vez hubo



terminado el examen del desconocido, le estrechó cordialmente la mano y le condujo a



un sillón.



Se equivocaría quien atribuyera el cambio visible que se había producido en las



disposiciones de Bon-Bon, a alguna causa común. En verdad, Pedro Bon-Bon, según lo



que he podido averiguar por mi cuenta, era el menos capaz de todos los hombres de



dejarse imponer por una presencia extraña. Un observador, tan preciso como él, de los



hombres y de las cosas, no hubiese dejado de descubrir inmediatamente la verdadera



calidad del personaje que venía a reclamar su hospitalidad. Por no decir nada más, los



pies de su visitante eran de extraña conformación, y mantenía sobre su cabeza un



sombrero de altura notable. En la parte posterior de sus calzones se podía observar algo



que se agitaba, las oscilaciones súbitas de los faldones de su frac eran un hecho palpable.



Júzguese, pues, con qué sentimiento de satisfacción, Bon-Bon se encontraba de golpe



ante un personaje por el que sentía respeto. Pero nuestro filósofo era demasiado



diplomático para dejar escapar el menor indicio de las sospechas que le agitaban. No



entraba en sus miras el parecer que tenía conciencia del honor que se le hacía tan de



improviso. Tenía la intención de hacer hablar a su huésped, de sacarle alguna



importante noción ética, de escribir ese informe en la obra que iba a publicar y de



beneficiar con el a la humanidad al paso que el mismo se inmortalizaba. Añado que la



elevada edad del visitante y sus trabajos de ciencia moral, podían muy bien haberle



procurado el conocimiento de alguna verdad nueva.



Impulsado por estos profundos motivos, el filósofo rogó a su huésped que se sentara



mientras el mismo se apresuraba a echar algunos troncos de leña al fuego y a colocar



sobre la mesa vuelta a poner en pie unas botellas de vino. Acabados estos preparativos,



empujó su sillón enfrente de su visitante, se sentó en el y esperó a que el otro empezara



la conversación.



Pero los planes más hábilmente urdidos se frustran con frecuencia cuando se trata



de aplicarlos. A las primeras palabras del intruso, Bon-Bon se quedó pasmado.



—¡Veo que usted no me conoce, Bon-Bon! —dijo el hombre vestido de negro—.



¡Jajajá, jejé, jijijí, jojó, jujujú!



Y el diablo, abandonando su aire de santidad, abrió de oreja a oreja su boca, para



enseñar unos dientes quebrados parecidos a colmillos, y, echando su cabeza hacia atrás,



se rió insolentemente. El perro negro, acurrucándose sobre su barriga, le hizo coro y el



gato, huyendo de un salto, se puso a maullar en un rincón de la sala.



Bon-Bon no hizo nada parecido. Era demasiado hombre de mundo como para reír



como el perro o aullar de miedo como su gato. Todo lo más, experimentaba alguna



estupefacción al ver las letras blancas de las palabras Ritual católico en el libro de su



huésped, cómo cambiaron, súbitamente, de color y de forma, para convertirse en las



palabras Registro de condenados.



Tan extraña circunstancia dio a su respuesta el tono de turbación que no hubiese



tenido en ningún otro caso.



—A decir verdad, señor —dijo el filósofo—, yo creo que usted es, el..., es decir, que



yo creo, me imagino, tengo la idea muy contusa del honor notable...



—Oh, muy bien —interrumpió el intruso—, no diga más, ya veo lo que es —y,



quitándose las gafas verdes, limpió cuidadosamente los cristales y se las puso en el



bolsillo.



El incidente del libio había sorprendido a Bon-Bon, pero lo que entonces vio le



sorprendió todavía más.



Al levantar la cabeza, curioso por saber de que color tenía los ojos su huésped,



descubrió que no eran negros, ni grises, ni castaños, ni azules, ni de ningún otro color



celeste, terrestre o marítimo. En una palabra, Bon-Bon vio que su huésped no tenía ojos,



ni apariencia de haberlos poseído en época anterior, porque en el lugar donde debieran



hallarse normalmente, no había, me veo obligado a decirlo, sino un montón de carne



muerta.



La respuesta que recibió ante su sorpresa fue a la vez rápida, y satisfactoria.



—¿Ojos, mi querido Bon-Bon, ojos ha dicho usted? Oh, ya entiendo. Las historias



necias que de mí se explican le han dado a usted ideas falsas sobre mi rostro. ¡Ojos,



vamos! Los ojos, estimado Bon-Bon, están muy bien en su lugar, aquí, en la frente, me



dirá usted. Muy cierto, la frente de un gusanillo. Según usted, esos instrumentos de



óptica son indispensables, y, sin embargo, le voy a convencer de que mi visión es ¿más



penetrante que la de usted? He ahí una gata, una gata que percibo en el rincón, una gata



muy linda. Mírela, obsérvela bien. Ahora, Bon-Bon, respóndame ¿ve usted los



pensamientos, digo, los pensamientos que se engendran en este momento en su cerebro?



Esa es la cuestión. Usted no los ve. Ella cree que admiramos la longitud de su cola y la



profundidad de su espíritu. Ella acaba de decir que yo soy el más distinguido de los



eclesiásticos y usted el más superficial de los metafísicos. Ya ve usted que no soy del



todo ciego. Para personas de mi profesión, los ojos, como usted los entiende, serían un



engorro. A cada instante se expondrían a ser reventados por alguna vara de atizar el



fuego. Para usted esas maquinitas ópticas son muy necesarias. Vea de utilizarlas bien.



Pero mi visión es el alma.



En aquel momento, el huésped se sirvió vino y escanciando un chorro a Bon-Bon, le



invitó a beber sin cumplidos.



—Un buen libro, Bon-Bon —dijo, golpeando, con aire de protector, la espalda del



filósofo.



Éste dejó su vaso, después de haber seguido al pie de la letra las órdenes de su



huésped.



—Un buen libro, a fe mía; es un libro, según mi corazón; no obstante, la manera



como ha dividido usted el asunto podría ser retocada. Varios de sus principios me



recuerdan a Aristóteles. Este filósofo fue uno de mis amigos más íntimos. Yo le amaba



tanto por su horrible carácter como por la desenvoltura con que cometía sus yerros. No



hay sino la verdad sólida en todos sus escritos, y es la que yo le soplé por compasión



hacia su necedad. Supongo, Bon-Bon que usted sabe perfectamente a qué divina verdad



moral hago alusión.



—Yo ignoraba...



—¿Verdaderamente? No, pero fui yo quien dijo a Aristóteles que al estornudar los



hombres eliminan por la nariz el exceso de ideas.



—Lo cual es —aquí a Bon-Bon le entró hipo—, indudablemente, el caso.



El filósofo escanció otro vaso de vino y ofreció una toma de rapé a su visitante.



—Estaba también Platón —siguió el visitante, declinando modestamente la



tabaquera y el cumplido que ella implicaba—, por quien yo sentí, durante algún tiempo,



una afección de amigo.



—¿Ha frecuentado usted a Platón, mi querido anfitrión?



—¡Ah, pero me olvidaba; mil excusas! Me encontró en Atenas un día, en el Partenón,



y me dijo que no sabía qué hacer, que buscaba una idea desde hacía una eternidad. Yo le



rogué que escribiera Ò νονζ εοτω ανλοζ. Me dijo que lo haría y se fue a su casa. Yo



partí para las pirámides. Pero mi conciencia me reprochaba de haber revelado una



verdad, ni a un amigo. Me apresuré a volver a Atenas y llegué en el momento en que mi



filósofo escribía la palabra ανλοζ. Dándole un papirote a la lamda, la puse al revés, de



modo que hoy se lee Oνοζ εοτωανλοζÉsta es, como usted sabe,  la sentencia más



fundamental de la metafísica platónica.



—¿Ha estado usted en Roma? —preguntó el filósofo, mientras terminaba la segunda



botella e iba a buscar otra.



—Una vez solamente, Bon-Bon —dijo hablando gravemente, como un libro—. Hubo



una época en la que se produjo, en Roma, una anarquía de 5 años, durante los cuales la



República, privada de todos sus jefes, no tuvo otros magistrados que los tribunos del



pueblo, que no poseían legalmente ningún poder ejecutivo. En aquella época, y sólo en



ella, estuve yo en Roma. Yo no he tenido, pues, en la tierra ninguna relación con los



filósofos latinos.



—¿Qué piensa usted —un hipo—, qué piensa usted —un hipo— de Epicuro?



—¿Lo que pienso de Epicuro? —dijo el diablo sorprendido. ¡Espero que no tenga



nada que reprocharle a Epicuro! ¡Lo que pienso de Epicuro! ¿Es a mí a quien habla,



caballero? Yo soy Epicuro. Yo soy el que ha escrito, desde el primero al último, los 300



tratados reflejados por Diógenes Laercio.



—Eso es una mentira —dijo el metafísico, a quien el vino se le había subido a la



cabeza.



—Muy bien, muy bien, señor —dijo el huésped, aparentemente muy halagado—;



perfectamente bien.



—Eso es una mentira —repitió, sentenciosamente, el filósofo—. Eso —un hipo— es



una mentira.



—Ah, bien; como usted quiera —dijo el diablo, en tono conciliador.



Y Bon-Bon, después de haberle cantado las verdades a Su Majestad, juzgó a



propósito terminar la segunda botella.



—Como le decía, como le hacía observar hace unos instantes, en el libro que tiene



usted ahí, Bon-Bon, ciertas proposiciones son muy atrevidas. Por ejemplo, ¿qué diablos



quiere decir con todo su farragoso texto sobre el alma? Por favor diga caballero ¿qué es



el alma?



—El alma —un hipo— el alma —respondió el metafísico transportándose a su



manuscrito— es, indudablemente...



—No, señor.



—... sin ninguna contradicción.



—No, señor.



— ... incontestablemente.



— No, señor.



... es, sin dudarlo...



—No, señor.



—... —un hipo.



—No, señor.



—...y sin...



—No, señor, el alma no es nada que se parezca a eso.



Aquí, el filósofo, furioso, se dio prisa por acabar con una tercera botella.



—Bueno, señor, diga entonces ¿qué es el alma?



—No es ni esto, ni esto, señor Bon-Bon —replicó el intruso meditando—. Yo he



saboreado... es decir, he conocido a almas malas y a otras pasables.



El intruso hizo chasquear la lengua y habiendo dejado caer inconscientemente su



mano sobre el volumen de su bolsillo, fue presa de un violento acceso de estornudos.



Continuó:



—Hubo el alma de Cratino, pasable. Aristófanes, ¡una alma de ramo de flores...!



Platón, exquisita. No el Platón de usted, sino Platón, el poeta cómico. Su Platón hubiese



revuelto el estómago de Cerberus. ¡Qué horror! Después, veamos, hubo Noevius y



Andrómico, y Plauto y Terencio. Luego, Lucilio y Cátulo, y Naso y Quinto Flaccus, ese



querido Quinto, como yo le llamaba cuando me cantaba un Saeculare para mi diversión



particular, mientras que, por pura farsa, yo lo asaba clavado en mi espetón. Pero a esos



latinos les hace falta montante. Un buen griego, bien gordo, vale por una docena de ellos



y, además, no se pasa puesto en conserva. No se puede, ciertamente, decir lo mismo de



los Quírites... Probemos de nuevo su vino.



Bon-Bon se había resignado ya a no sorprenderse de nada y ocupóse de traer las



botellas pedidas. Notó, no obstante, un ruido que vagaba por la estancia como el de la



agitación de una cola. A ello no prestó el filósofo atención alguna y, aunque el huésped



se conducía de una manera muy indecente, se con tentó con dar una patada al perro,



para que se estuviera quieto.



El intruso continuó:



—Yo encontré que Horacio tenía mucho del gusto de Aristóteles. Ya sabe usted que



a mí me gusta la variedad. En cuanto a Terencio, no hubiera podido distinguirlo de



Menandro. Naso, con gran sorpresa mía, no era sino un Nicandro adulterado. Virgilio



me recordó mucho a Teócrito, Marcial me pareció Aquiloquio y Tito Livio era



positivamente Polibio y no otro.



Bon-Bon hipó de nuevo.



—Pero si tengo una debilidad, señor Bon-Bon, si tengo una debilidad es para los



filósofos. Sin embargo, deje que le explique que no puede cualquier diablo..., ¡hum!...,



que no puede cualquier hombre saber escoger a un buen filósofo. Los largos no valen



nada, y los mejores, si no se les descansa convenientemente, tienden a oler a rancio, por



culpa, quizá, de la bilis.



—¿Si no se les descansa?



—Hablo de su esqueleto.



—¿Qué pensará usted —otro hipo— de un médico?



—¡Oh, no me hable de ellos! ¡Pf!, sólo he conocido uno ese pícaro de Hipócrates. Olía



a carne pútrida, ¡oh, oh! Me resfrié lavándole en la Estigia y después me contagié del



cólera.



—Ese, ese —un hipo— ese miserable —exclamó Bon-Bon—, ese aborto —un hipo—



de Silena.



El filósofo se secó una lágrima.



—Después de todo —continuó el visitante—, si un buen diablo..., un hombre



correcto, digo, quiere vivir, por fuerza ha de tener más de un talento. Entre nosotros,



una buena cara es muestra de aptitudes diplomáticas.



—¿Cómo dice?



—A veces estamos mal de provisiones. Es preciso que usted lo sepa, en un clima



abrasador como el nuestro, raramente es posible conservar un alma viva mas de dos o



tres horas. Y después de la muerte, a menos que se escabechen inmediatamente —y un



alma escabechada nada vale—, empiezan a oler ¿Comprende usted? Cuando las almas



nos vienen por vía ordinaria, siempre es de temer que se averíen.



—¡Dios mío! —un hipo— ¿Pero cómo se las arregla?



Aquí, la lámpara de hierro empezó a dar vueltas con violencia y el diablo se



estremeció en su sillón. Con un suave suspiro volvió a tomar su fisonomía habitual;



después dijo simplemente a Bon-Bon con voz apagada:



—Quiero decirle una cosa, Bon-Bon: no se ha de jurar.



Bon-Bon quiso mostrar que había comprendido perfectamente y se conformó. Bebió



un buen trago y el visitante dijo:



—Hay varias maneras de salir de apuros. La mayoría de nosotros se muere de



hambre. Algunos se avalanzan sobre las almas escabechadas. Por mi parte, yo me las



procuro vivas. He descubierto que entonces ellas se conservan perfectamente.



—Pero ¿y el cuerpo? —un hipo—, ¿y el cuerpo?



—¡El cuerpo! ¿Qué pasa con el cuerpo? ¡Oh! ¡Ah! ¡Ya comprendo! ¿El cuerpo? ¡La



transacción no le concierne! En mi época hice innumerables compras de ese género y el



cuerpo no sufrió jamás. Hubo Caín, y Nemrod, y Nerón, y Calígula, y Denys, y



Pisístrato y otros muchos, que, al final de sus vidas, no han sabido lo que era una alma.



Y, no obstante caballero, esos hombres constituían el ornato de la sociedad. Pero, vamos



a ver, ¿no conoce usted a X igual que yo? ¿Acaso no se encuentra en posesión de todas



sus facultades mentales y corporales? ¿Quién compone epigramas más acerados?



¿Quién razona más espiritualmente? Vea; tengo el documento en el bolsillo —y,



diciendo estas palabras, sacó una cartera de cuero y extrajo de ella cierto número de



papeles.



Mientras los estaba hojeando, Bon-Bon percibió principios de nombres como Maqui,



Maza, Robesp, Geor, Calig, Elisab.



El intruso llegó, por fin, a una tira estrecha de amarillento pergamino y se dispuso a



leer en voz alta:



«Por consideración a ciertos dones espirituales difíciles de especificar, y, además a mil luises



de oro, yo, de 1 año y un mes de edad, transmito por la presente, al portador, todos mis derechos y



títulos de propiedad de la sombra llamada mi alma.



Firmado: X »



Aquí pronuncio un nombre que no me creo autorizado a escribir entero.



—Un hombre inteligente —continuó el visitante—, pero como usted, señor Bon-Bon,



se equivocaba sobre la naturaleza del alma. ¡Jaja, jeje, juju! ¿Concibe usted una sombra



guisada?



—¡Una sombra —hipo— guisada! —exclamó nuestro héroe cuyo espíritu se



iluminaba poco a poco con los discursos del ya pesado invitado—. Que me cuelguen —



un hipo— si soy un —un hipo— tan tonto. ¿Mi alma a usted señor? —un hipo.



—¿Su alma, señor Bon-Bon?



—Si, señor —un hipo—, mi alma es...



—¿Qué caballero?



—No es ni más ni menos que una sombra, señor.



—¿Acaso quiere decir...?



—Si, señor mi alma es —un hipo—, sí, señor.



—Yo no tengo intención...



—Mi alma es —un hipo— particularmente propia para —un hipo— ser preparada...



—¿Dónde, señor?



—En el horno.



—¡Ah!



—En salsa.



—¡Eh!



—Como guisado.



—¿De veras?



—Para hacer estofados y fricandós. Y vea, yo soy buen chico y se la quiero ceder —



un hipo— barato —y el filósofo dio un golpecito en la barriga de su invitado.



—No pensaba en ello —dijo este, levantándose de su butaca.



El metafísico miró a su visitante con los ojos muy abiertos.



—No tengo, por el momento —dijo el invitado.



—Y —un hipo—, ¿y bien, qué?



—No dispongo de fondos.



—¿Cómo-o-o?



—Por otra parte, sería poco delicado...



—¿Caballero?



—Que me prevaliera.



—...—un hipo.



—Del estado asqueroso, e indigno de un hombre decente, en el que usted se halla.



Aquí el visitante se inclinó y desapareció de una manera poco explicable.



Y cuando Bon-Bon intentó lanzar una botella a la cabeza del Malo, tocó la fina



cadena que colgaba del techo y sostenía la lámpara. Y, lámpara y Bon-Bon, rodaron por



el suelo.



Manuscrito hallado en una botella



Manuscript found in a bottle, 1833



Qui n'a plus qu'un moment à vivre



N'a plus rien à dissimuler.



AUINAULT – Atys



De mi país y mi familia poco tengo que decir. Un trato injusto y el paso de los años



me han alejado de uno y malquistado con la otra. Mi patrimonio me permitió recibir una



educación poco común y una inclinación contemplativa permitió que convirtiera en



metódicos los conocimientos diligentemente adquiridos en tempranos estudios. Pero



por sobre todas las cosas me proporcionaba gran placer el estudio de los moralistas



alemanes; no por una desatinada admiración a su elocuente locura, sino por la facilidad



con que mis rígidos hábitos mentales me permitían detectar sus falsedades. A menudo



se me ha reprochado la aridez de mi talento; la falta de imaginación se me ha imputado



como un crimen; y el escepticismo de mis opiniones me ha hecho notorio en todo



momento. En realidad, temo que una fuerte inclinación por la filosofía física haya teñido



mi mente con un error muy común en esta época: hablo de la costumbre de referir



sucesos, aun los menos susceptibles de dicha referencia, a los principios de esa



disciplina. En definitiva, no creo que nadie haya menos propenso que yo a alejarse de



los severos límites de la verdad, dejándose llevar por el ignes fatui de la superstición.



Me ha parecido conveniente sentar esta premisa, para que la historia increíble que debo



narrar no sea considerada el desvarío de una imaginación desbocada, sino la experiencia



auténtica de una mente para quien los ensueños de la fantasía han sido letra muerta y



nulidad.



Después de muchos años de viajar por el extranjero, en el año 18... me embarqué en



el puerto de Batavia, en la próspera y populosa isla de Java, en un crucero por el



archipiélago de las islas Sonda. iba en calidad de pasajero, sólo inducido por una especie



de nerviosa inquietud que me acosaba como un espíritu malévolo.



Nuestro hermoso navío, de unas cuatrocientas toneladas, había sido construido en



Bombay en madera de teca de Malabar con remaches de cobre. Transportaba una carga



de algodón en rama y aceite, de las islas Laquevidas. También llevábamos a bordo fibra



de corteza de coco, azúcar morena de las Islas Orientales, manteca clarificada de leche



de búfalo, granos de cacao y algunos cajones de opio. La carga había sido mal estibada y



el barco escoraba.



Zarpamos apenas impulsados por una leve brisa, y durante muchos días



permanecimos cerca de la costa oriental de Java, sin otro incidente que quebrara la



monotonía de nuestro curso que el ocasional encuentro con los pequeños barquitos de



dos mástiles del archipiélago al que nos dirigíamos.



Una tarde, apoyado sobre el pasamanos de la borda de popa, vi hacia el noroeste



una nube muy singular y aislada. Era notable, no sólo por su color, sino por ser la



primera que veíamos desde nuestra partida de Batavia. La observé con atención hasta la



puesta del sol, cuando de repente se extendió hacia este y oeste, ciñendo el horizonte



con una angosta franja de vapor y adquiriendo la forma de una larga línea de playa.



Pronto atrajo mi atención la coloración de un tono rojo oscuro de la luna, y la extraña



apariencia del mar. Éste sufría una rápida transformación y el agua parecía más



transparente que de costumbre. Pese a que alcanzaba a ver claramente el fondo, al echar



la sonda comprobé que el barco navegaba a quince brazas de profundidad. Entonces el



aire se paso intolerablemente caluroso y cargado de exhalaciones en espiral, similares a



las que surgen del hierro al rojo. A medida que fue cayendo la noche, desapareció todo



vestigio de brisa y resultaba imposible concebir una calma mayor. Sobre la toldilla ardía



la llama de una vela sin el más imperceptible movimiento, y un largo cabello, sostenido



entre dos dedos, colgaba sin que se advirtiera la menor vibración. Sin embargo, el



capitán dijo que no percibía indicación alguna de peligro, pero como navegábamos a la



deriva en dirección a la costa, ordenó arriar las velas y echar el ancla. No apostó vigías y



la tripulación, compuesta en su mayoría por malayos, se tendió deliberadamente sobre



cubierta. Yo bajé... sobrecogido por un mal presentimiento. En verdad, todas las



apariencias me advertían la inminencia de un simún. Transmití mis temores al capitán,



pero él no prestó atención a mis palabras y se alejó sin dignarse a responderme. Sin



embargo, mi inquietud me impedía dormir y alrededor de medianoche subí a cubierta.



Al apoyar el pie sobre el último peldaño de la escalera de cámara me sobresaltó un



ruido fuerte e intenso, semejante al producido por el giro veloz de la rueda de un



molino, y antes de que pudiera averiguar su significado, percibí una vibración en el



centro del barco. Instantes después se desplomó sobre nosotros un furioso mar de



espuma que, pasando por sobre el puente, barrió la cubierta de proa a popa.



La extrema violencia de la ráfaga fue, en gran medida, la salvación del barco.



Aunque totalmente cubierto por el agua, como sus mástiles habían volado por la borda,



después de un minuto se enderezó pesadamente, salió a la superficie, y luego de vacilar



algunos instantes bajo la presión de la tempestad, se enderezó por fin.



Me resultaría imposible explicar qué milagro me salvó de la destrucción. Aturdido



por el choque del agua, al volver en mí, me encontré estrujado entre el mástil de popa y



el timón. Me puse de pie con gran dificultad y, al mirar, mareado, a mi alrededor, mi



primera impresión fue que nos encontrábamos entre arrecifes, tan tremendo e



inimaginable era el remolino de olas enormes y llenas de espuma en que estábamos



sumidos. Instantes después oí la voz de un anciano sueco que había embarcado poco



antes de que el barco zarpara. Lo llamé con todas mis fuerzas y al rato se me acercó



tambaleante. No tardamos en descubrir que éramos los únicos sobrevivientes. Con



excepción de nosotros, las olas acababan de barrer con todo lo que se hallaba en



cubierta; el capitán, y los oficiales debían haber muerto mientras dormían, porque los



camarotes estaban totalmente anegados. Sin ayuda era poco lo que podíamos hacer por



la seguridad del barco y nos paralizó la convicción de que no tardaríamos en zozobrar.



Por cierto que el primer embate del huracán destrozó el cable del ancla, porque de no



ser así nos habríamos hundido instantáneamente. Navegábamos a una velocidad



tremenda, y las olas rompían sobre nosotros. El maderamen de popa estaba hecho



añicos y todo el barco había sufrido gravísimas averías; pero comprobamos con júbilo



que las bombas no estaban atascadas y que el lastre no parecía haberse descentrado. La



primera ráfaga había amainado, y la violencia del viento ya no entrañaba gran peligro;



pero la posibilidad de que cesara por completo nos aterrorizaba, convencidos de que, en



medio del oleaje siguiente, sin duda, moriríamos. Pero no parecía probable que el



justificado temor se convirtiera en una pronta realidad. Durante cinco días y noches



completos —en los cuales nuestro único alimento consistió en una pequeña cantidad de



melaza que trabajosamente logramos procuramos en el castillo de proa— la carcasa del



barco avanzó a una velocidad imposible de calcular, impulsada por sucesivas ráfagas



que, sin igualar la violencia del primitivo Simún, eran más aterrorizantes que cualquier



otra tempestad vivida por mí en el pasado. Con pequeñas variantes, durante los



primeros cuatro días, nuestro curso fue sudeste, y debimos haber costeado Nueva



Holanda. Al quinto día el frío era intenso, pese a que el viento había girado un punto



hacia el norte. El sol nacía con una enfermiza coloración amarillenta y trepaba apenas



unos grados sobre el horizonte, sin irradiar una decidida luminosidad. No había nubes a



la vista, y sin embargo el viento arreciaba y soplaba con furia despareja e irregular.



Alrededor de mediodía —aproximadamente, porque sólo podíamos adivinar la hora—



volvió a llamarnos la atención la apariencia del sol. No irradiaba lo que con propiedad



podríamos llamar luz, sino un resplandor opaco y lúgubre, sin reflejos, como si todos



sus rayos estuvieran polarizados. Justo antes de hundirse en el mar turgente su fuego



central se apagó de modo abrupto, como por obra de un poder inexplicable. Quedó sólo



reducido a un aro plateado y pálido que se sumergía de prisa en el mar insondable.



Esperamos en vano la llegada del sexto día —ese día que para mí no ha llegado y



que para el sueco no llegó nunca—. A partir de aquel momento quedamos sumidos en



una profunda oscuridad, a tal punto que no hubiéramos podido ver un objeto a veinte



pasos del barco. La noche eterna continuó envolviéndonos, ni siquiera atenuada por la



fosforescencia brillante del mar a la que nos habíamos acostumbrado en los trópicos.



También observamos que, aunque la tempestad continuaba rugiendo con interminable



violencia, ya no conservaba su apariencia habitual de olas ni de espuma con las que



antes nos envolvía. A nuestro alrededor todo era espanto, profunda oscuridad y un



negro y sofocante desierto de ébano. Un terror supersticioso fue creciendo en el espíritu



del viejo sueco, y mi propia alma estaba envuelta en un silencioso asombro.



Abandonarnos todo intento de atender el barco, por considerarlo inútil, y nos



aseguramos lo mejor posible a la base del palo de mesana, clavando con amargura la



mirada en el océano inmenso. No habría manera de calcular el tiempo ni de prever



nuestra posición. Sin embargo teníamos plena conciencia de haber avanzado más hacia



el sur que cualquier otro navegante anterior y nos asombró no encontrar los habituales



impedimentos de hielo. Mientras tanto, cada instante amenazaba con ser el último de



nuestras vidas... olas enormes, como montañas se precipitaban para abatirnos. El oleaje



sobrepasaba todo lo que yo hubiera imaginado, y fue un milagro que no zozobráramos



instantáneamente. Mi acompañante hablaba de la liviandad de nuestro cargamento y



me recordaba las excelentes cualidades de nuestro barco; pero yo no podía menos que



sentir la absoluta inutilidad de la esperanza misma, y me preparaba melancólicamente



para una muerte que, en mi opinión nada podía demorar ya más de una hora, porque



con cada nudo que el barco recorría, el mar negro y tenebroso adquiría más violencia.



Por momentos jadeábamos para respirar, elevados a una altura superior a la del



albatros... y otras veces nos mareaba la velocidad de nuestro descenso a un infierno



acuoso donde el aire se estancaba y ningún sonido turbaba el sopor del "kraken".



Nos encontrábamos en el fondo de uno de esos abismos, cuando un repentino grito



de mi compañero resonó horriblemente en la noche. "¡Mire, mire!" exclamó, chillando



junto a mi oído, "¡Dios Todopoderoso! ¡Mire! ¡Mire!". Mientras hablaba percibí el



resplandor de una luz mortecina y rojiza que recorría los costados del inmenso abismo



en que nos encontrábamos, arrojando cierto brillo sobre nuestra cubierta. Al levantar la



mirada, contemplé un espectáculo que me heló la sangre. A una altura tremenda,



directamente encima de nosotros y al borde mismo del precipicio líquido, flotaba un



gigantesco navío, de quizás cuatro mil toneladas. Pese a estar en la cresta de una ola que



lo sobrepasaba más de cien veces en altura, su tamaño excedía el de cualquier barco de



línea o de la compañía de Islas Orientales. Su enorme casco era de un negro profundo y



sucio y no lo adornaban los acostumbrados mascarones de los navíos. Una sola hilera de



cañones de bronce asomaba por las portañolas abiertas, y sus relucientes superficies



reflejaban las luces de innumerables linternas de combate que se balanceaban de un lado



al otro en las jarcias. Pero lo que más asombro y estupefacción nos provocó fue que en



medio de ese mar sobrenatural y de ese huracán ingobernable, navegara con todas las



velas desplegadas. Al verlo por primera vez sólo distinguimos su proa y poco a poco fue



alzándose sobre el sombrío y horrible torbellino. Durante un momento de intenso terror



se detuvo sobre el vertiginoso pináculo, como si contemplara su propia sublimidad



después se estremeció, vaciló y... se precipitó sobre nosotros.



En ese instante, no sé qué repentino dominio de mí mismo surgió de mi espíritu. A



los tropezones, retrocedí todo lo que pude hacia popa y allí esperé sin temor la



catástrofe. Nuestro propio barco había abandonado por fin la lucha y se hundía de proa



en el mar. En consecuencia, recibió el impacto de la masa descendente en la parte ya



sumergida de su estructura y el resultado inevitable fue que me vi lanzado con violencia



irresistible contra los obenques del barco desconocido.



En el momento en que caí, la nave viró y se escoró, y supuse que la consiguiente



confusión había impedido que la tripulación reparara en mi presencia. Me dirigí sin



dificultad y sin ser visto hasta la escotilla principal, que se encontraba parcialmente



abierta, y pronto encontré la oportunidad de ocultarme en la bodega. No podría explicar



por qué lo hice. Tal vez el principal motivo haya sido la indefinible sensación de temor



que, desde el primer instante, me provocaron los tripulantes de ese navío. No estaba



dispuesto a confiarme a personas que, a primera vista me producían una vaga



extrañeza, duda y aprensión. Por lo tanto consideré conveniente encontrar un escondite



en la bodega. Lo logré moviendo una pequeña porción de la armazón, y así me aseguré



un refugio conveniente entre las enormes cuadernas del buque.



Apenas había completado mi trabajo cuando el sonido de pasos en la bodega me



obligó a hacer uso de él. Junto a mí escondite pasó un hombre que avanzaba con pasos



débiles y andar inseguro. No alcancé a verle el rostro, pero tuve oportunidad de



observar su apariencia general. Todo en él denotaba poca firmeza y una avanzada edad.



Bajo el peso de los años le temblaban las rodillas, y su cuerpo parecía agobiado por una



gran carga. Murmuraba en voz baja, como hablando consigo mismo, pronunciaba



palabras entrecortadas en un idioma que yo no comprendía y empezó a tantear una pila



de instrumentos de aspecto singular y de viejas cartas de navegación que había en un



rincón. Su actitud era una extraña mezcla de la terquedad de la segunda infancia y la



solemne dignidad de un Dios. Por fin subió nuevamente a cubierta y no lo volví a ver.



* * *



Un sentimiento que no puedo definir se ha posesionado de mi alma; es una



sensación que no admite análisis, frente a la cual las experiencias de épocas pasadas



resultan inadecuadas y cuya clave, me temo, no me será ofrecida por el futuro. Para una



mente como la mía, esta última consideración es una tortura. Sé que nunca, nunca, me



daré por satisfecho con respecto a la naturaleza de mis conceptos. Y sin embargo no



debe asombrarme que esos conceptos sean indefinidos, puesto que tienen su origen en



fuentes totalmente nuevas. Un nuevo sentido... una nueva entidad se incorpora a mi



alma.



* * *



Hace ya mucho tiempo que recorrí la cubierta de este barco terrible, y creo que los



rayos de mi destino se están concentrando en un foco. ¡Qué hombres incomprensibles!



Envueltos en meditaciones cuya especie no alcanzo a adivinar, pasan a mi lado sin



percibir mi presencia. Ocultarme sería una locura, porque esta gente no quiere ver. Hace



pocos minutos pasé directamente frente a los ojos del segundo oficial; no hace mucho



que me aventuré a entrar a la cabina privada del capitán, donde tomé los elementos con



que ahora escribo y he escrito lo anterior. De vez en cuando continuaré escribiendo este



diario. Es posible que no pueda encontrar la oportunidad de darlo a conocer al mundo,



pero trataré de lograrlo. A último momento, introduciré el mensaje en una botella y la



arrojaré al mar.



* * *



Ha ocurrido un incidente que me proporciona nuevos motivos de meditación.



¿Ocurren estas cosas por fuerza de un azar sin gobierno? Me había aventurado a



cubierta donde estaba tendido, sin llamar la atención, entre una pila de flechaduras y



viejas velas, en el fondo de una balandra. Mientras meditaba en lo singular de mi



destino, inadvertidamente tomé un pincel mojado en brea y pinté los bordes de una vela



arrastradera cuidadosamente doblada sobre un barril, a mi lado. La vela ha sido izada y



las marcas irreflexivas que hice con el pincel se despliegan formando la palabra



DESCUBRIMIENTO.



* * *



Últimamente he hecho muchas observaciones sobre la estructura del navío. Aunque



bien armado, no creo que sea un barco de guerra. Sus jarcias, construcción y equipo en



general, contradicen una suposición semejante. Alcanzo a percibir con facilidad lo que el



navío no es, pero me temo no poder afirmar lo que es. Ignoro por qué, pero al observar



su extraño modelo y la forma singular de sus mástiles, su enorme tamaño y su excesivo



velamen, su proa severamente sencilla y su popa anticuada, de repente cruza por mi



mente una sensación de cosas familiares y con esas sombras imprecisas del recuerdo



siempre se mezcla la memoria de viejas crónicas extranjeras y de épocas remotas.



* * *



He estado estudiando el maderamen de la nave. Ha sido construida con un material



que me resulta desconocido. Las características peculiares de la madera me dan la



impresión de que no es apropiada para el propósito al que se la aplicara. Me refiero a su



extrema porosidad, independientemente considerada de los daños ocasionados por los



gusanos, que son una consecuencia de navegar por estos mares, y de la podredumbre



provocada por los años. Tal vez la mía parezca una observación excesivamente insólita,



pero esta madera posee todas las características del roble español, en el caso de que el



roble español fuera dilatado por medios artificiales.



Al leer la frase anterior, viene a mi memoria el apotegma que un viejo lobo de mar



holandés repetía siempre que alguien ponía en duda su veracidad. «Tan seguro es, como



que hay un mar donde el barco mismo crece en tamaño, como el cuerpo viviente del



marino."



* * *



Hace una hora tuve la osadía de mezclarme con un grupo de tripulantes. No me



prestaron la menor atención y, aunque estaba parado en medio de todos ellos, parecían



absolutamente ignorantes de mi presencia. Lo mismo que el primero que vi en la



bodega, todos daban señales de tener una edad avanzada. Les temblaban las rodillas



achacosas; la decrepitud les inclinaba los hombros; el viento estremecía sus pieles



arrugadas; sus voces eran bajas, trémulas y quebradas; en sus ojos brillaba el lagrimeo



de la vejez y la tempestad agitaba terriblemente sus cabellos grises. Alrededor de ellos,



por toda la cubierta, yacían desparramados instrumentos matemáticos de la más



pintoresca y anticuada construcción.



* * *



Hace un tiempo mencioné que había sido izada un ala del trinquete. Desde entonces,



desbocado por el viento, el barco ha continuado su aterradora carrera hacia el sur, con



todas las velas desplegadas desde la punta de los mástiles hasta los botalones inferiores,



hundiendo a cada instante sus penoles en el más espantoso infierno de agua que pueda



concebir la mente de un hombre. Acabo de abandonar la cubierta, donde me resulta



imposible mantenerme en pie, pese a que la tripulación parece experimentar pocos



inconvenientes. Se me antoja un milagro de milagros que nuestra enorme masa no sea



definitivamente devorada por el mar. Sin duda estamos condenados a flotar



indefinidamente al borde de la eternidad sin precipitamos por fin en el abismo.



Remontamos olas mil veces más gigantescas que las que he visto en mi vida, por las que



nos deslizamos con la facilidad de una gaviota; y las aguas colosales alzan su cabeza por



sobre nosotros como demonios de las profundidades, pero como demonios limitados a



la simple amenaza y a quienes les está prohibido destruir. Todo me lleva a atribuir esta



continua huida del desastre a la única causa natural que puede producir ese efecto.



Debo suponer que el barco navega dentro de la influencia de una corriente poderosa, o



de un impetuoso mar de fondo.



* * *



He visto al capitán cara a cara, en su propia cabina, pero, tal como esperaba, no me



prestó la menor atención. Aunque para un observador casual no haya en su apariencia



nada que puede diferenciarlo, en más o en menos, de un hombre común, al asombro con



que lo contemplé se mezcló un sentimiento de incontenible reverencia y de respeto.



Tiene aproximadamente mi estatura, es decir cinco pies y ocho pulgadas. Su cuerpo es



sólido y bien proporcionado, ni robusto ni particularmente notable en ningún sentido.



Pero es la singularidad de la expresión que reina en su rostro... es la intensa, la



maravillosa, la emocionada evidencia de una vejez tan absoluta, tan extrema, lo que



excita en mi espíritu una sensación... un sentimiento inefable. Su frente, aunque poco



arrugada, parece soportar el sello de una miríada de años. Sus cabellos grises son una



historia del pasado, y sus ojos, aún más grises, son sibilas del futuro. El piso de la cabina



estaba cubierto de extraños pliegos de papel unidos entre sí por broches de hierro, y de



arruinados instrumentos científicos y obsoletas cartas de navegación en desuso. Con la



cabeza apoyada en las manos, el capitán contemplaba con mirada inquieta un papel que



supuse sería una concesión y que, en todo caso, llevaba la firma de un monarca.



Murmuraba para sí, igual que el primer tripulante a quien vi en la bodega, sílabas



obstinadas de un idioma extranjero, y aunque se encontraba muy cerca de mí, su voz



parecía llegar a mis oídos desde una milla de distancia.



* * *



El barco y todo su contenido está impregnado por el espíritu de la Vejez. Los



tripulantes se deslizan de aquí para allá como fantasmas de siglos ya enterrados; sus



miradas reflejan inquietud y ansiedad, y cuando el extraño resplandor de las linternas



de combate ilumina sus dedos, siento lo que no he sentido nunca, pese a haber



comerciado la vida entera en antigüedades y absorbido las sombras de columnas caídas



en Baalbek, en Tadmor y en Persépolis, hasta que mi propia alma se convirtió en una



ruina.



* * *



Al mirar a mi alrededor, me avergüenzan mis anteriores aprensiones. Si temblé ante



la ráfaga que nos ha perseguido hasta ahora, ¿cómo no horrorizarme ante un asalto de



viento y mar para definir los cuales las palabras tomado y simún resultan triviales e



ineficaces? En la vecindad inmediata del navío reina la negrura de la noche eterna y un



caos de agua sin espuma; pero aproximadamente a una legua a cada lado de nosotros



alcanzan a verse, oscuramente y a intervalos, imponentes murallas de hielo que se alzan



hacia el cielo desolado y que parecen las paredes del universo.



* * *



Como imaginaba, el barco sin duda está en una corriente; si así se puede llamar con



propiedad a una marea que aullando y chillando entre las blancas paredes de hielo se



precipita hacia el sur con la velocidad con que cae una catarata.



* * *



Presumo que es absolutamente imposible concebir el horror de mis sensaciones; sin



embargo la curiosidad por penetrar en los misterios de estas regiones horribles



predomina sobre mi desesperación y me reconciliará con la más odiosa apariencia de la



muerte. Es evidente que nos precipitamos hacia algún conocimiento apasionante, un



secreto imposible de compartir, cuyo descubrimiento lleva en sí la destrucción. Tal vez



esta corriente nos conduzca hacia el mismo polo sur. Debo confesar que una suposición



en apariencia tan extravagante tiene todas las probabilidades a su favor.



* * *



La tripulación recorre la cubierta con pasos inquietos y trémulos; pero en sus



semblantes la ansiedad de la esperanza supera a la apatía de la desesperación.



Mientras tanto, seguimos navegando con viento de popa y como llevamos todas las



velas desplegadas, por momentos el barco se eleva por sobre el mar. ¡Oh, horror de



horrores! De repente el hielo se abre a derecha e izquierda y giramos vertiginosamente



en inmensos círculos concéntricos, rodeando una y otra vez los bordes de un gigantesco



anfiteatro, el ápice de cuyas paredes se pierde en la oscuridad y la distancia. ¡Pero me



queda poco tiempo para meditar en mi destino! Los círculos se estrechan con rapidez...



nos precipitamos furiosamente en la vorágine... y entre el rugir, el aullar y el atronar del



océano y de la tempestad el barco trepida... ¡Oh, Dios!... ¡y se hunde ... !



El Manuscrito hallado en una botella fue publicado por primera vez en 1831.



Muchos años más tarde tuve ocasión de ver los mapas de Mercator, en los cuales se ve al



océano precipitarse en el abismo norte del polo, siendo absorbido por las entrañas de la



tierra; Incluso el polo está representado por una roca negra elevándose a prodigiosa



altura. E. A. P.



La cita



The assignation, 1834



Venecia



¡Espérame allá! Yo iré a encontrarte



En el profundo valle.



(H

ENRY KING, obispo de Chichester

,



Funerales en la muerte de su esposa).



¡Hombre infortunado y misterioso, deslumbrado por el brillo de tu propia



imaginación y ardiendo en las llamas de tu propia juventud! ¡De nuevo te contemplo



con la imaginación! ¡Una vez más tu figura se alza ante mí! No; no como tú eres en el



frío valle de la sombra, sino como deberías ser, disfrutando de una vida de magnífica



meditación en aquella ciudad de oscuras visiones, tú, Venecia, Elíseo amado de las



estrellas, allí donde los amplios ventanales de los palacios paladianos descubren en



profundas y amargas miradas los secretos de sus silenciosas aguas. ¡Sí! lo repito como tú



deberías ser. Existen seguramente otros mundos distintos de éste; otros pensamientos



que los pensamientos de la multitud y otras especulaciones que las especulaciones de



los sofistas. ¿Quién, entonces, podría poner obstáculo a tu conducta? ¿Quién podrá



censurarte por tus horas visionarias o denunciar aquellas ocupaciones tuyas como una



pérdida inútil de tiempo, que no eran sino desbordamientos de tu inagotable energía?



Fue en Venecia, bajo el arco cubierto del Ponte di Sospiri, donde me encontré por



tercera o cuarta vez con la persona de quien hablo. Sólo muy confusamente recuerdo las



circunstancias de aquel encuentro. Sin embargo, recuerdo (¡ah! ¿cómo podría olvidarlo?)



la profunda medianoche, el Puente de los Suspiros, la belleza femenina y el romántico



ensueño que parecía cernerse sobre el estrecho canal.



Era una noche de insólita oscuridad. En el gran reloj de la Piazza habían dado las



cinco de la madrugada italiana. La plaza del Campanile estaba silenciosa y desierta y las



luces del viejo Palacio Ducal iban desvaneciéndose rápidamente. Regresaba a mi casa



desde la Piazetta, por el gran canal. Pero cuando mi góndola llegó a la desembocadura



del canal de San Marcos, una voz femenina estalló de pronto en el profundo silencio de



la noche con un grito salvaje, histérico y prolongado. Sobresaltado por aquel sonido, me



puse de pie, mientras el gondolero dejaba su único remo, que se perdió en las aguas



oscuras sin posibilidad alguna de recuperarlo, quedando, por tanto, abandonados al



curso de la corriente que va desde el canal más grande al pequeño. Como un enorme



cóndor de plumas negras, nuestra embarcación iba derivando hacia el Puente de los



Suspiros, cuando un millar de antorchas que flameaban en las ventanas y descendían la



escalinata del Palacio Ducal, convirtieron de pronto toda aquella profunda oscuridad en



un día lívido y sobrenatural.



Un niño, deslizándose de los brazos de su propia madre, había caído desde una



ventana superior de la alta estructura al fondo del oscuro y profundo canal. Las



tranquilas aguas se habían cerrado plácidamente sobre su víctima; y aunque mi góndola



era la única embarcación a la vista, muchos decididos nadadores se habían lanzado a la



corriente y buscaban en vano sobre la superficie el tesoro que sólo podía encontrarse, ¡



ay!, sólo podía encontrarse en el abismo. Sobre el ancho rellano de losas negras a la



entrada del palacio y unos cuantos escalones por encima del agua, se alzaba una figura



que nadie de los que entonces la vieron han podido olvidar jamás. Era la marquesa



Afrodita, la adoración de toda Venecia —la más bella de las bellas, la más hermosa allí



donde todas son bellas—; pero, sin embargo, joven esposa de un viejo e intrigante



Mentoni y madre de aquella bella criatura, su primer y único hijo, que ahora en las



profundidades del agua cenagosa estaría pensando con el corazón angustiado en las



dulces caricias de ella y agotando su pequeña existencia en esfuerzos desesperados para



pronunciar su nombre.



Ella estaba sola. Sus pies pequeños y plateados centelleaban en el negro espejo de



mármol que tenían debajo. Su cabello, medio suelto del peinado de baile, se enroscaba



entre una profusión de diamantes, rodeando su cabeza clásica, en bucles como los de la



joven Jacinta. Una túnica de gasa, de una blancura nívea, parecía ser lo único que cubría



su delicado cuerpo; pero el aire veraniego y de la medianoche era cálido, pesado y



tranquilo, y ningún movimiento en la estatuaria forma agitaba ni siquiera los pliegues



de aquella túnica tenue, que caía sobre ella como el pesado ropaje marmóreo cae sobre



Niobe. Sin embargo —parece extraño decirlo—, sus ojos grandes y brillantes no se



volvieron hacia aquella tumba donde su más brillante esperanza yacía enterrada, sino



que estaban fijos en una dirección completamente distinta.



La prisión de la vieja república es, coco yo, el edificio más importante de toda



Venecia; pero ¿cómo podía aquella mujer mirarlo tan fijamente entonces, cuando debajo



yacía enterrado su único hijo? Allá en la oscuridad, también en aquel oscuro nicho que



está precisamente frente a su ventana, ¿qué podía haber, pues, en sus sombras, en sus



cornisas solemnes, que la marquesa de Mentoni no hubiera podido admirar un millar de



veces antes? ¡Tonterías! ¿Quien no recuerda que en Ocasiones como aquélla, el ojo, como



un espejo roto, multiplica la imagen del dolor y ve en innumerables sitios distantes lo



que está al alcance de la mano?



Algunos escalones por encima de la marquesa, y bajo el arco de la puerta del



desembarcadero, se hallaba de pie, completamente vestida, la figura, semejante a la de



un sátiro, del mismo Mentoni. Estaba ocasionalmente ocupado en rasguear una guitarra



y parecía algo molesto con la misma muerte, y a intervalos daba órdenes para recuperar



a su hijo. Estupefacto y espantado, no era capaz de moverme de la postura que había



adoptado al oír el grito, y debía de presentar a los ojos del agitado grupo un aspecto de



aparecido cuando, con el semblante pálido y los miembros rígidos, flotaba ante ellas en



aquella fúnebre góndola.



Todos los esfuerzos resultaron inútiles. Muchos de los que se habían mostrado más



enérgicos en la busca acabaron cediendo a sus esfuerzos y desistieron ante un sombrío



desaliento. Las esperanzas de salvar al niño eran muy débiles. ¿Cuánto menos serían las



de la madre? Pero de pronto, de aquel oscuro sitio del que he hablado antes y que



formaba parte de la prisión de la vieja república frente a la ventana de la marquesa, una



figura embozada en una capa surgió a los rayos de luz proyectados por las antorchas, y



deteniéndose un momento sobre el borde del muro, se arrojó de cabeza al canal. Cuando



un instante después reapareció con el niño en sus brazos, todavía vivo y respirando,



sobre el enlosado de mármol junto a la marquesa, su capa, con el peso del agua que la



empapaba, se desprendió, cayendo en pliegues a sus pies, y los espectadores,



maravillosamente sorprendidos, descubrieron la graciosa persona de un hombre joven,



cuyo nombre tenía gran resonancia en Europa.



El salvador no dijo una palabra. Pero ¿y la marquesa? ... ¿Cogerá al niño? ¿ Lo



estrechará contra su corazón? ¿Lo cubrirá de caricias? Pero, ¡ay! los brazos de otro son



los que han tomado al niño del extranjero —los brazos de otro se lo han llevado dentro



del palacio . ¿Y la marquesa, repetimos? . ... Sus labios, sus hermosos labios, tiemblan.



Las lágrimas afluyen a sus ojos, aquellos ojos que como el canto de Plinio son "suaves y



casi líquidos". Sí, las lágrimas invaden sus ojos. Toda la mujer se estremece desde lo más



hondo de su ser y la estatua vuelve a la vida. La palidez de su semblante, la turgencia de



su pecho níveo, la misma pureza de sus pies de mármol, los vemos cubrirse de pronto



de un incontrolable carmín y un delicado estremecimiento sacude su delicado cuerpo



como el suave viento de Nápoles agita los plateados lirios entre la hierba.



¿Por qué se sonrojó de aquel modo la dama? Para esta pregunta no existe respuesta,



a no ser que su corazón maternal se haya olvidado de poner en sus menudos pies unas



chinelas y sobre sus hombros venecianos un ropaje mas conveniente. ¿Qué otra razón



posible podría haber sido la causa de su sonrojo? ¿A qué, sino a esto, podría deberse la



mirada de aquellos ojos que parecían suplicar apurados? ¿Cuál, en otro caso, sería el



origen del desacostumbrado palpitar de su pecho o la convulsiva agitación de su mano,



de aquella mano que de modo accidental quedó en la del extranjero mientras Mentoni



volvía a entrar en el palacio? ¿Qué razón podía tener el tono apagado, singularmente



quedo, de su voz, cuando susurró estas palabras sin sentido, que la dama pronunció



apresuradamente al despedirse?



—"Me has vencido dijo ella, si es que el murmullo del agua no me engañó—; tú has



vencido. Una hora después del amanecer nos encontraremos. ¡Que así sea!



El tumulto había cesado; se habían apagado las luces en el interior del palacio y el



extranjero, a quien entonces reconocí, permanecía solo sobre las losas. Se estremeció con



una incontenible agitación y sus ojos miraron en torno del canal, buscando una góndola.



Yo no podía menos de ofrecerle el servicio de la mía y él aceptó con cortesía. Después de



conseguir un nuevo remo en el desembarcadero, seguimos por el canal hasta su



residencia, mientras él rápidamente recobraba el dominio de sí mismo y hablaba de



nuestro ligero encuentro anterior, aparentemente en términos de gran cordialidad.



Existen algunos temas sobre los que me complazco en ser minucioso. La persona del



extranjero (y permítaseme nombrar con este título a quien para todo el mundo era



todavía un extranjero); la persona del extranjero era uno de estos temas. En estatura,



podía haber sido considerado más bien por debajo de la estatura media, aunque en los



momentos de intensa pasión su figura realmente crecía, y puede darse crédito a esta



afirmación. La ligera y casi delgada simetría de su persona prometía más aquella



decidida actividad que había demostrado en el Puente de los Suspiros que esa otra



fuerza hercúlea de la que se sabe había hecho gala sin esfuerzo alguno en otra ocasión



de más peligrosa necesidad. Su boca y su barbilla eran las de una deidad; sus ojos,



extraños, grandes y fluidos; sus tonos variaban desde el más brillante castaño al más



intenso azabache. Su cabello era negro y rizado, y su frente, de una anchura inusitada,



brillaba en ocasiones con el brillo intenso del marfil. El conjunto de sus facciones tenía



una regularidad clásica jamás igualada, excepto en el caso del emperador Cómodo. Con



todo, su semblante era uno de esos que todos los hombres vemos en algún momento de



nuestras vidas y que no volvemos a ver jamás. No tenía ninguna peculiaridad es decir,



no tenía ninguna expresión predominante para que quedara fija en la memoria; una



expresión, vista y olvidada en un instante, pero olvidada con un vago e incesante deseo



de recordarla de nuevo. No es que el espíritu de cada pasión fugaz dejara en cualquier



ocasión su clara imagen sobre el espejo de aquella cara, sino que aquel espejo, como los



espejos auténticos no retenía vestigio de la pasión cuando ésta se había desvanecido.



Al dejarle la noche de nuestra aventura el me pidió, de un modo que me pareció



apremiante, que fuera a visitarle muy temprano a la mañana siguiente. Poco después del



amanecer, me encontré, como habíamos convenido, en su Palazzo una de esos enormes



edificios de una sombría y, con todo fantástica pompa, que se alzaba sobre las aguas del



Gran Canal, en las cercanías del Rialto. Fui conducido, subiendo una ancha y curva



escalera de mosaico a una estancia cuyo resplandor sin igual me sorprendió al abrir la



puerta con un verdadero resplandor dejándome ciego y aturdido ante su lujo.



Sabía que mi amigo era rico. Se había hablado de sus posesiones en términos que yo



me había aventurado a llamar ridículamente exagerados. Pero cuando miraba a mi



alrededor veía que la riqueza de cualquier persona en Europa no podía haber



suministrado los medios para la principesca magnificencia que lucía y resplandecía por



doquier.



Aunque, como he dicho, había amanecido, la habitación todavía continuaba



brillantemente iluminada. De esta circunstancia, como del aire de agotamiento de mi



amigo, deduje que éste no se había acostado en toda la noche. En la arquitectura y



decoración de la cámara se advertía un propósito evidente de asombrar y admirar. Se



había prestado atención a eso que en decoración se llama conservación o armonía de las



normas nacionales. El ojo vagaba de un lugar a otro, sin detenerse en ninguno; ni en las



grotescas pinturas griegas, ni en las esculturas de los mejores tiempos italianos, ni en las



enormes tallas del arte más primitivo de los egipcios. Ricos tapices, por todas partes



temblaban por la vibración de una música tenue y melancólica, cuyo origen no se podía



descubrir. Los sentidos se saturaban de perfumes mezclados y contradictorios que se



exhalaban de incensarios extrañamente labrados, junto con multitud de llamas y



lenguas de fuego color esmeralda y violeta. Los rayos del recién salido sol se reflejaban



en el conjunto a través de las ventanas, que sólo tenían una sola lámina de vidrio color



carmesí. Brillando aquí y allá, con múltiples irisaciones, y entre cortinas que caían en



pliegues desde las cornisas como cataratas de plata fundida, los rayos de gloria natural,



mezclados al fin caprichosamente con la luz artificial, se esparcían confusamente en



suaves tonalidades sobre una alfombra de rico oro de Chile de aspecto líquido.



—¡Ja, ja, ja! ¡Ja, ja, ja!...—rió el propietario cuando entré en la habitación,



indicándome que me sentara y haciéndolo él mismo cuan largo era sobre una otomana



—. Veo —dijo, dándose cuenta de que yo no podía encajar del todo la holgura de tan



singular acogida—; veo que usted está sorprendido de mi estancia, de mis estatuas, de



mis cuadros, de la originalidad de conceptos en lo que se refiere a arquitectura y tapices.



Completamente borracho por mi magnificencia, ¿eh? Pero perdóneme, mi querido señor



(aquí su tono se hizo más cordial), perdóneme por mis risas poco caritativas. ¡Parecía



usted tan asombrado! Además, hay cosas tan cómicas, que una persona no tiene más



remedio que reír o morirse. Morir riendo debe de ser la muerte más gloriosa de todas.



Sir Thomas More, un hombre muy educado, como usted recordará, murió riendo.



También en las Absurdities, de la Ravisius Textor, hay una larga lista de personas que



tuvieron el mismo magnífico final. Sabe usted —continuó pensativamente— que en



Esparta, al oeste de la ciudadela, entre un caos de ruinas apenas visibles, existe una



especie de zócalo sobre el cual todavía son visibles las letras:



A A E M



Indudablemente, forman parte de la palabra completa:



LEAAEMA



Ahora bien, en Esparta había un millar de templos y capillas dedicados a un millar



de divinidades diferentes. ¡Qué extraño resulta que el altar de la Risa sea el que ha



sobrevivido a todos los demás! Pero en el presente ejemplo prosiguió con una singular



alteración de voz y expresión yo no tengo derecho a reírme a su costa. Es muy natural



que usted se haya asombrado. Europa no puede producir algo tan hermoso como esto:



mi pequeño salón real. Las demás habitaciones no son de ningún modo semejantes a



éstas, sino simples ejemplos de la insípida moda. Ésta es mejor que la moda, ¿verdad'?



Sin embargo, si llegara a conocerse, es seguro que despertaría una rabiosa envidia en



muchos, que para conseguirlo no tendrían inconveniente en desprenderse de su



patrimonio. Por eso lo he guardado contra el riesgo de una profanación. Con una única



excepción; usted es el único ser humano, además de mi criado y yo mismo, que ha sido



admitido en los misterios de estos recintos imperiales, desde que han sido adornados



como usted puede ver.



Me incliné en señal de reconocimiento. pues la abrumadora sensación de esplendor,



de perfume y música, junto con la inesperada excentricidad de su lenguaje y maneras,



me previno de expresar en palabras el reconocimiento de lo que podía considerarse



como un cumplido.



—Aquí —prosiguió levantándose y a apoyándose en mi brazo para recorrer la



habitación— hay pinturas que van desde los griegos a Cimbane, y desde Cimbane hasta



nuestros días. Muchos han sido seleccionados como usted ve, sin tener mucho en cuenta



las opiniones de la virtud. Son todos, sin embargo, una tapicería adecuada para una



cámara como ésta. Hay también algunas obras maestras de grandes desconocidos y



algunos bocetos sin acabar de artistas famosos en su día, cuyo nombre la perspicacia de



las academias ha dejado para el silencio para mí... ¿Qué le parece —dijo, volviéndose



bruscamente mientras hablaba— esta Madonna della Pietá?



—Es un Guido auténtico —exclamé con todo el entusiasmo propio de mi



temperamento, pues ya había estado observando detenidamente su incomparable



belleza—. Es un Guido auténtico! ¿Cómo ha podido conseguirlo? Sin ningún género de



dudas, esto significa en pintura lo que la Venus en la escultura.



—¡Ah! —dijo él pensativamente. ¡ La Venus! ¿La hermosa Venus? ¿La Venus de los



Médicis? ¿La de la cabeza diminuta y el cabello dorado? Parte de su brazo izquierdo (y



aquí su voz descendió tanto que le oía con dificultad) y todo el brazo derecho están



restaurados, y la coquetería de este brazo derecho, es, creo yo, la quintaesencia de la



afectación. ¡A mí deme usted a Canova! El Apolo también es una copia, de esto no cabe



duda. Y puede que yo sea necio y ciego, pero no puedo ver por ninguna parte la



jactanciosa inspiración del Apolo. No puedo remediarlo, compadézcame, pero prefiero



el Antinoo. ¿No fue Sócrates quien dijo que el escultor encuentra su estatua en el bloque



de mármol? Entonces Miguel Ángel no fue muy original en su pareado:



"Non ha l'attimo artista alcun concetto



Che un marmo solo in se non circonscriva".



Se ha observado, o debería ser observado, que en las maneras del verdadero



caballero encontramos una diferencia de las del hombre vulgar, sin ser capaces de



precisar con exactitud en qué consiste tal diferencia. Pudiendo aplicarse esta



observación al modo de ser de mi amigo, sentí que en aquella venturosa mañana podía



aplicarse aún más fecundamente a su temperamento y carácter moral. No puedo definir



mejor aquella peculiaridad de espíritu que parecía colocarle tan esencialmente aparte de



todos los demás seres humanos sino denominándolo un hábito de pensamientos



intensos y continuos que prevalecía aun en sus acciones más insignificantes —



entrometiéndose en sus momentos de alegría e interviniendo en sus relámpagos de la



misma como las serpientes que brotan de los ojos de las máscaras sonrientes que rodean



los templos de Persépolis.



No pude, sin embargo, menos de observar repetidamente, a través del tono medio



de ligereza y solemnidad en el que en seguida se refería a asuntos de poca importancia,



cierto aire trepidante, un poco de fervor nervioso en sus actos y en sus palabras, una



inquieta excitabilidad en sus maneras, que me pareció a veces incomprensible y en



algunas ocasiones me llenó de alarma. Además, frecuentemente solía detenerse en



medio de una frase cuyo comienzo había olvidado aparentemente y parecía escuchar



con la más profunda atención como si esperara de un momento a otro la llegada de un



visitante u oyera ruidos que sólo debían haber existido en su imaginación.



Fue durante una de aquellas ausencias o pausas de aparente abstracción, al volver



yo una pagina de la bella tragedia Orfeo, del poeta y erudito político Politian (la primera



tragedia italiana pura), cuyo libro reposaba junto a mí en una otomana, cuando encontré



un pasaje subrayado con lápiz. Era un pasaje hacia el final del tercer acto: un pasaje de la



mayor exaltación personal un pasaje que aunque manchado de impureza, no puede leer



ningún hombre sin un estremecimiento y ninguna mujer sin lanzar un suspiro. Toda la



página estaba salpicada de lágrimas recientes, y entremedias había una hoja intercalada



con los siguientes versos ingleses, escritos con una letra tan distinta a la peculiar de mi



amigo, que tuve alguna dificultad en reconocerla como suya.



Tú fuiste para mí, oh amor,



todo lo que mi espíritu anhelaba,



isla verde en el mar, fuente y santuario,



con guirnaldas de frutas y de flores,



oh amor, que fueron mías.



¡Ah hermoso sueño, por hermoso efímero!



¡Ab estrellada Esperanza que surgiste



para pronto morir! Una voz del futuro me reclama:



—¡Adelante! ¡Adelante!—. Mas se cierne



sobre el pasado (¡negro abismo!) mi alma



medrosa, inmóvil, muda.



¡Ay, ya no está conmigo



la luz de mi existencia!



«Ya nunca... nunca... nunca»



(así murmura el mar solemne



a las arenas de la playa),



ya nunca el árbol roto dará flores



ni el águila muriente alzará su vuelo.



Hoy mis días son vanos



y mis nocturnos sueños



andan allá donde tus ojos grises



miran, donde pisan tus plantas,



¡oh, en qué danzas etéreas, a la orilla



de itálicos arroyos!



¡Ay, en qué aciago día



por el mar te llevaron



robándote al amor, para entregarte



a caducos blasones mancillados!



¡Robándote a mi amor, a nuestra tierra



donde lloran los sauces en la niebla!



Que aquellos versos estuvieran escritos en inglés, lengua que no creía yo que



conociera mi amigo, me produjo una gran sorpresa. Sabía perfectamente la extensión de



sus conocimientos y del singular placer que él tomaba en ocultarlos de la observación,



para que me asombrara ante cualquier descubrimiento similar, pero el sitio donde



estaban fechados me produjo, tengo que confesarlo un poco de asombro. Había sido



escrito originariamente Londres y después cuidadosamente borrado, aunque no lo



suficiente como para que pudiera ocultarse a una mirada observadora. Repito que este



nombre me produjo no poco asombro, pues recordaba muy bien que en una



conversación anterior con mi amigo le había preguntado en particular si se había



encontrado alguna vez en Londres con la marquesa de Mentoni, la cual había residido



unos años de su matrimonio en aquella ciudad, y que su respuesta, si no me equivoco,



me dio a entender que él nunca había visitado la capital de la Gran Bretaña. Puedo



mencionar también que en más de una ocasión había llegado a mis oídos que (sin



prestar desde luego crédito a una noticia que parecía tan poco verosímil) la persona de



quien hablo era inglés no sólo por nacimiento, sino también por educación.



—Hay un cuadro —dijo él sin darse cuenta de que yo había advertido la tragedia —,



hay un cuadro que usted no ha visto.



Y descorriendo un tapiz, dejó al descubierto un retrato de cuerpo entero de la



marquesa Afrodita.



El arte humano no podía haber llegado a más en la pintura de su belleza



sobrehumana. La misma figura etérea que había yo visto de pie la noche anterior en las



escaleras del Palacio Ducal, se encontraba ante mí una ves más. Pero en la expresión de



aquel rostro, que brillaba de sonrisa por todas partes, se escondía (incomprensible



anomalía) ese tinte incierto de melancolía que siempre será inseparable de la perfección



de la belleza. Su brazo derecho se doblaba sobre su pecho y con el izquierdo señalaba a



un vaso curiosamente adornado. Sólo uno de sus pies de hada era visible; tocando



apenas la tierra, y apenas discernible en Ja brillante atmósfera que parecía rodear y



enmarcar su belleza, flotaban un par de alas delicadamente imaginadas. Mi mirada se



posó en la pintura de la figura de mi amigo y temblaron instintivamente en mis labios



las vigorosas palabras del Bussy d'Ambois de Champan:



Está erguido



Como una estatua romana. ¡Y así permanecerá



Hasta que la muerte lo haya vuelto mármol!



¡Vamos! dijo él finalmente, volviéndose hacia una mesa de plata maciza ricamente



labrada, sobre la que se veían unas cuantas copas de cristal fantásticamente talladas,



junto con dos grandes vasos decorados con el mismo y extraordinario modelo que el del



fondo del retrato y llenos de le que suponía ser vino de Johamnisberger—. ¡ Vamos! —



dijo él bruscamente—. ¡ Bebamos! Es muy pronto, pero bebamos. En realidad es muy



temprano —continuó pensativo, al tiempo que un querubín daba la hora con un pesado



martillo de oro y hacía resonar en la estancia la hora primera después de amanecer—. Es



muy temprano. ¡Bebamos! Bebamos en homenaje a ese espléndido sol que estas



brillantes lámparas y estos incensarios pretenden nominar!



Y luego de brindar conmigo. se bebió rápida y sucesivamente varías copas de vino.



—Soñar continuó, volviendo a adoptar el tono de su conversación inconexa,



mientras levantaba uno de los magníficos vasos a la luz de un incensario soñar ha sido



el objetivo de mi vida y para eso he hecho construir este retiro : para soñar. ¿Podía haber



levantado uno mejor en el corazón de Venecia? Mire usted a su alrededor: es verdad que



parece una mezcolanza de ornamentos arquitectónicos. La castidad jónica se ve



ofendida por los designios antediluvianos, y las esfinges de Egipto se tienden sobre



tapices de oro. Pero el aspecto que esto ofrece sólo puede resultar incongruente para los



apocados. La unidad de lugar, y especialmente la de tiempo, son los espantajos que



aterrorizan a los hombres en la contemplación de la magnificencia. En un tiempo yo



mismo fui un decorador: pero aquella sublimación de la tontería acabó por cansar mi



alma. Todo esto que me rodea es lo adecuado para llenar mis propósitos. Como esos



incensarios árabes, mi espíritu se retuerce en el fuego, y cl carácter delirante de todo este



escenario esta diseñado para las más extrañas visiones de esta tierra de auténticos



suenas, hacia la cual yo estoy ahora rápidamente partiendo después, se detuvo de



pronto, inclino la cabeza sobre su pecho y pareció escuchar un sonido que yo no podía



oír. Al final se irguió, miró hacia arriba y recitó los versos del obispo de Chichester:



Espérame allá! Yo iré a encontrarte



En el profundo valle.



Un momento después, confesó el poder del vino, arrojándose todo lo largo que era



sobre una otomana.



Entonces se oyeron pasos rápidos en la escalera, seguidos de un fuerte golpe en la



puerta.



Me dirigí inmediatamente hacia allí para evitar una segunda repetición, cuando un



paje de la casa de Mentoni se precipitó en la habitación y balbució con voz agotada por



la emoción algunas incoherentes palabras.



¡Mi señora, mi señora! ¡Envenenada! ¡Envenenada! ¡Oh hermosa Afrodita!



Aturdido, volé hacia la otomana e u tenté levantar al durmiente para darle la



sorprendente noticia, pelo sus miembros estaban rígidos, sus labios estaban lívidos sus



ojos, hasta hacía unos momentos brillantes, parecían sellados por la muerte.



Tambaleándome, retrocedí hasta la mesa; mi mano se deslizó sobre una copa rajada y



ennegrecida, y la conciencia de la total y terrible verdad sobrecogió repentinamente mi



alma.



Berenice



Berenice, 1835



Dicebant mihi sodales, si sepulchrum amicae visitarem,



Curas meas aliquantulum fore levatas.



E

BN Z

AIAT



La desdicha es muy variada. La desgracia cunde multiforme en la tierra. Desplegada



por el ancho horizonte, como el arco iris, sus colores son tan variados como los de éste, a



la vez tan distintos y tan íntimamente unidos. ¡Desplegada por el ancho horizonte como



el arco iris! ¿Cómo es que de la belleza ha derivado un tipo de fealdad; de la alianza y la



paz, un símil del dolor? Igual que en la ética el mal es consecuencia del bien, en realidad



de la alegría nace la tristeza. O la memoria de la dicha pasada es la angustia de hoy, o



las agonías que son se originan en los éxtasis que

pudieron haber sido

.



Mi nombre de pila es Egaeus; no diré mi apellido. Sin embargo, no hay en este país



torres más venerables que las de mi sombría y lúgubre mansión. Nuestro linaje ha sido



llamado raza de visionarios; y en muchos sorprendentes detalles, en el carácter de la



mansión familiar, en los frescos del salón principal, en los tapices de las alcobas, en los



relieves de algunos pilares de la sala de armas, pero sobre todo en la galería de cuadros



antiguos, en el estilo de la biblioteca, y, por último, en la naturaleza muy peculiar de los



libros, hay elementos suficientes para justificar esta creencia.



Los recuerdos de mis primeros años se relacionan con esta mansión y con sus libros,



de los que ya no volveré a hablar. Allí murió mi madre. Allí nací yo. Pero es inútil decir



que no había vivido antes, que el alma no conoce una existencia previa. ¿Lo negáis? No



discutiremos este punto. Yo estoy convencido, pero no intento convencer. Sin embargo,



hay un recuerdo de formas etéreas, de ojos espirituales y expresivos, de sonidos



musicales y tristes, un recuerdo que no puedo marginar; una memoria como una



sombra, vaga, variable, indefinida, vacilante; y como una sombra también por la



imposibilidad de librarme de ella mientras brille la luz de mi razón.



En esa mansión nací yo. Al despertar de repente de la larga noche de lo que parecía,



sin serlo, la no-existencia, a regiones de hadas, a un palacio de imaginación, a los



extraños dominios del pensamiento y de la erudición monásticos, no es extraño que



mirase a mi alrededor con ojos asombrados y ardientes, que malgastara mi niñez entre



libros y disipara mi juventud en ensueños; pero sí es extraño que pasaran los años y el



apogeo de la madurez me encontrara viviendo aun en la mansión de mis antepasados;



es asombrosa la parálisis que cayó sobre las fuentes de mi vida, asombrosa la inversión



completa en el carácter de mis pensamientos más comunes. Las realidades del mundo



terrestre me afectaron como visiones, sólo como visiones, mientras las extrañas ideas del



mundo de los sueños, por el contrario, se tornaron no en materia de mi existencia



cotidiana, sino realmente en mi cínica y total existencia.



Berenice y yo éramos primos y crecimos juntos en la mansión de nuestros



antepasados. Pero crecimos de modo distinto: yo, enfermizo, envuelto en tristeza; ella,



ágil, graciosa, llena de fuerza; suyos eran los paseos por la colina; míos, los estudios del



claustro; yo, viviendo encerrado en mí mismo, entregado en cuerpo y alma a la intensa y



penosa meditación; ella, vagando sin preocuparse de la vida, sin pensar en las sombras



del camino ni en el silencioso vuelo de las horas de alas negras. ¡Berenice! Invoco su



nombre... ¡Berenice! Y ante este sonido se conmueven mil tumultuosos recuerdos de las



grises ruinas. ¡Ah, acude vívida su imagen a mí, como en sus primeros días de alegría y



de dicha! ¡Oh encantadora y fantástica belleza! ¡Oh sílfide entre los arbustos de



Arnheim! ¡Oh náyade entre sus fuentes! Y entonces, entonces todo es misterio y terror, y



una historia que no se debe contar. La enfermedad —una enfermedad mortal— cayó



sobre ella como el simún, y, mientras yo la contemplaba, el espíritu del cambio la arrasó,



penetrando en su mente, en sus costumbres y en su carácter, y de la forma más sutil y



terrible llegó a alterar incluso su identidad. ¡Ay! La fuerza destructora iba y venía, y la



víctima..., ¿dónde estaba? Yo no la conocía, o, al menos, ya no la reconocía como



Berenice.



Entre la numerosa serie de enfermedades provocadas por aquella primera y fatal,



que desencadenó una revolución tan horrible en el ser moral y físico de mi prima, hay



que mencionar como la más angustiosa y obstinada una clase de epilepsia que con



frecuencia terminaba en

catalepsia

, estado muy parecido a la extinción de la vida, del



cual, en la mayoría de los casos, se despertaba de forma brusca y repentina. Mientras



tanto, mi propia enfermedad —pues me han dicho que no debería darle otro nombre—,



mi propia enfermedad, digo, crecía con extrema rapidez, asumiendo un carácter



monomaníaco de una especie nueva y extraordinaria, que se hacía más fuerte cada hora



que pasaba y, por fin, tuvo sobre mí un incomprensible ascendiente. Esta monomanía, si



así tengo que llamarla, consistía en una morbosa irritabilidad de esas propiedades de la



mente que la ciencia psicológica designa con la palabra

atención

. Es más que probable



que no me explique; pero temo, en realidad, que no haya forma posible de trasmitir a la



inteligencia del lector corriente una idea de esa nerviosa

intensidad de interés

con que en



mi caso las facultades de meditación (por no hablar en términos técnicos) actuaban y se



concentraban en la contemplación de los objetos más comunes del universo.



Reflexionar largas, infatigables horas con la atención fija en alguna nota trivial, en



los márgenes de un libro o en su tipografía; estar absorto durante buena parte de un día



de verano en una sombra extraña que caía oblicuamente sobre el tapiz o sobre la puerta;



perderme toda una noche observando la tranquila llama de una lámpara o los rescoldos



del fuego; soñar días enteros con el perfume de una flor; repetir monótonamente una



palabra común hasta que el sonido, gracias a la continua repetición, dejaba de suscitar



en mi mente alguna idea; perder todo sentido del movimiento o de la existencia física,



mediante una absoluta y obstinada quietud del cuerpo, mucho tiempo mantenida: éstas



eran algunas de las extravagancias más comunes y menos perniciosas provocadas por



un estado de las facultades mentales, en realidad no único, pero capaz de desafiar



cualquier tipo de análisis o explicación.



Pero no se me entienda mal. La excesiva, intensa y morbosa atención, excitada así



por objetos triviales en sí, no tiene que confundirse con la tendencia a la meditación,



común en todos los hombres, y a la que se entregan de forma particular las personas de



una imaginación inquieta. Tampoco era, como pudo suponerse al principio, una



situación grave ni la exageración de esa tendencia, sino primaria y esencialmente



distinta, diferente. En un caso, el soñador o el fanático, interesado por un objeto



normalmente no trivial, lo pierde poco a poco de vista en un bosque de deducciones y



sugerencias que surgen de él, hasta que, al final de una ensoñación

llena muchas veces de



voluptuosidad, el incitamentum

o primera causa de sus meditaciones desaparece



completamente y queda olvidado. En mi caso, el objeto primario era

invariablemente



trivial

, aunque adquiría, mediante mi visión perturbada, una importancia refleja e irreal.



Pocas deducciones, si había alguna, surgían, y esas pocas volvían pertinazmente al



objeto original como a su centro. Las meditaciones

nunca

eran agradables, y al final de la



ensoñación, la primera causa, lejos de perderse de vista, había alcanzado ese interés



sobrenaturalmente exagerado que constituía el rasgo primordial de la enfermedad. En



una palabra, las facultades que más ejercía la mente en mi caso eran, como ya he dicho,



las de la

atención; mientras que en el caso del soñador son las de la especulación

.



Mis libros, en esa época, si no servían realmente para aumentar el trastorno,



compartían en gran medida, como se verá, por su carácter imaginativo e inconexo, las



características peculiares del trastorno mismo. Puedo recordar, entre otros, el tratado del



noble italiano Coelius Secundus Curio,

De amplitudine beati regni Dei

[La grandeza del



reino santo de Dios]; la gran obra de San Agustín,

De civitate Dei

[La ciudad de Dios], y



la de Tertuliano,

De carne Christi

[La carne de Cristo], cuya sentencia paradójica:



Mortuus est Dei filius: credibile est quia ineptum est; et sepultus resurrexit: certum est quia



impossibile est

, ocupó durante muchas semanas de inútil y laboriosa investigación todo



mi tiempo.



Así se verá que, arrancada, de su equilibrio sólo por cosas triviales, mi razón se



parecía a ese peñasco marino del que nos habla Ptolomeo Hefestión, que resistía firme



los ataques de la violencia humana y la furia más feroz de las aguas y de los vientos,



pero temblaba a simple contacto de la flor llamada asfódelo. Y aunque para un



observador desapercibido pudiera parecer fuera de toda duda que la alteración



producida en la condición

moral

de Berenice por su desgraciada enfermedad me habría



proporcionado muchos temas para el ejercicio de esa meditación intensa y anormal,



cuya naturaleza me ha costado bastante explicar, sin embargo no era éste el caso. En los



intervalos lúcidos de mi mal, la calamidad de Berenice me daba lástima, y,



profundamente conmovido por la ruina total de su hermosa y dulce vida, no dejaba de



meditar con frecuencia, amargamente, en los prodigiosos mecanismos por los que había



llegado a producirse una revolución tan repentina y extraña. Pero estas reflexiones no



compartían la idiosincrasia de mi enfermedad, y eran como las que se hubieran



presentado, en circunstancias semejantes, al común de los mortales. Fiel a su propio



carácter, mi trastorno se recreaba en los cambios de menor importancia, pero más



llamativos, producidos en la constitución

física

de Berenice, en la extraña y espantosa



deformación de su identidad personal.



En los días más brillantes de su belleza incomparable no la amé. En la extraña



anomalía de mi existencia, mis sentimientos

nunca venían

del corazón, y mis pasiones



siempre venían de la mente. En los brumosos amaneceres, en las sombras entrelazadas



del bosque al mediodía y en el silencio de mi biblioteca por la noche ella había flotado



ante mis ojos, y yo la había visto, no como la Berenice viva y palpitante, sino como la



Berenice de un sueño; no como una moradora de la tierra, sino como su abstracción; no



como algo para admirar, sino para analizar; no como un objeto de amor, sino como tema



de la más abstrusa aunque inconexa especulación. Y

ahora

, ahora temblaba en su



presencia y palidecía cuando se acercaba; sin embargo, lamentando amargamente su



decadencia y su ruina, recordé que me había amado mucho tiempo, y que, en un



momento aciago, le hablé de matrimonio.



Y cuando, por fin, se acercaba la fecha de nuestro matrimonio, una tarde de



invierno, en uno de esos días intempestivamente cálidos, tranquilos y brumosos, que



constituyen la nodriza de la bella Alcíone estaba yo sentado (y creía encontrarme solo)



en el gabinete interior de la biblioteca y, al levantar los ojos, vi a Berenice ante mí.



¿Fue mi imaginación excitada, la influencia de la atmósfera brumosa, la incierta luz



crepuscular del aposento, los vestidos grises que envolvían su figura los que le dieron



un contorno tan vacilante e indefinido? No sabría decirlo. Ella no dijo una palabra, y yo



por nada del mundo hubiera podido pronunciar una sílaba. Un escalofrío helado cruzó



mi cuerpo; me oprimió una sensación de insufrible ansiedad; una curiosidad



devoradora invadió mi alma, y, reclinándome en la silla, me quedé un rato sin aliento,



inmóvil, con mis ojos clavados en su persona. ¡Ay! Su delgadez era extrema, y ni la



menor huella de su ser anterior se mostraba en una sola línea del contorno. Mi ardiente



mirada cayó por fin sobre su rostro.



La frente era alta, muy pálida, y extrañamente serena; lo que en un tiempo fuera



cabello negro azabache caía parcialmente sobre la frente y sombreaba las sienes



hundidas con innumerables rizos de un color rubio reluciente, que contrastaban



discordantes, por su matiz fantástico, con la melancolía de su rostro. Sus ojos no tenían



brillo y parecían sin pupilas; y esquivé involuntariamente su mirada vidriosa para



contemplar sus labios, finos y contraídos. Se entreabrieron; y en una sonrisa de



expresión peculiar los dientes de la desconocida Berenice se revelaron lentamente a mis



ojos. ¡Quiera Dios que nunca los hubiera visto o que, después de verlos, hubiera muerto!



El golpe de una puerta al cerrarse me distrajo, y, al levantar la vista, descubrí que mi



prima había salido del aposento. Pero de los desordenados aposentos de mi cerebro,



¡ay!, no había salido ni se podía apartar el blanco y horrible

espectro

de los dientes. Ni



una mota en su superficie, ni una sombra en el esmalte, ni una mella en sus bordes había



en los dientes de esa sonrisa fugaz que no se grabara en mi memoria. Ahora los veía con



más claridad que un momento

antes

. ¡Los dientes! ¡Los dientes! Estaban aquí, y allí, y en



todas partes, visibles y palpables ante mí, largos, finos y excesivamente blancos, con los



pálidos labios contrayéndose a su alrededor, como en el mismo instante en que habían



empezado a crecer. Entonces llegó toda la furia de mi

monomanía

, y yo luché en vano



contra su extraña e irresistible influencia. Entre los muchos objetos del mundo externo



sólo pensaba en los dientes. Los anhelaba con un deseo frenético. Todos las demás



preocupaciones y los demás intereses quedaron supeditados a esa contemplación. Ellos,



ellos eran los únicos que estaban presentes a mi mirada mental, y en su insustituible



individualidad llegaron a ser la esencia de mi vida intelectual. Los examiné bajo todos



los aspectos. Los vi desde todas las perspectivas. Analicé sus características. Estudié sus



peculiaridades. Me fijé en su conformación. Pensé en los cambios de su naturaleza. Me



estremecí al atribuirles, en la imaginación, un poder sensible y consciente y, aun sin la



ayuda de los labios, una capacidad de expresión moral. De mademoiselle Sallé se ha



dicho con razón

que tous ses pas étaient des sentiments

, y de Berenice yo creía seriamente



que

toutes ses dents étaient des ídées. Des idées

! ¡Ah, este absurdo pensamiento me



destruyó!

Des idées

!¡Ah, por eso los codiciaba tan deseperadamente! Sentí que sólo su



posesión me podría devolver la paz, devolviéndome la razón.



Y la tarde cayó sobre mí; y vino la oscuridad, duró y se fue, y amaneció el nuevo día,



y las brumas de una segunda noche se acumularon alrededor, y yo seguía inmóvil,



sentado, en aquella habitación solitaria; y seguí sumido en la meditación, y el

fantasma



de los dientes mantenía su terrible dominio, como si, con una claridad viva y horrible,



flotara entre las cambiantes luces y sombras de la habitación. Al fin irrumpió en mis



sueños un grito de horror y consternación; y después, tras una pausa, el ruido de voces



preocupadas, mezcladas con apagados gemidos de dolor y de pena. Me levanté de mi



asiento y, abriendo las puertas de la biblioteca, vi en la antesala a una criada, deshecha



en lágrimas, quien me dijo que Berenice ya no existía. Había sufrido un ataque de



epilepsia por la mañana temprano, y ahora, al caer la noche, ya estaba preparada la



tumba para recibir a su ocupante, y terminados los preparativos del entierro.



Me encontré sentado en la biblioteca, y de nuevo solo. Parecía que había despertado



de un sueño confuso y excitante. Sabía que era medianoche y que desde la puesta del sol



Berenice estaba enterrada. Pero no tenía una idea exacta, o por los menos definida, de



ese melancólico período intermedio. Sin embargo, el recuerdo de ese intervalo estaba



lleno de horror, horror más horrible por ser vago, terror más terrible por ser ambiguo.



Era una página espantosa en la historia de mi existencia, escrita con recuerdos siniestros,



horrorosos, ininteligibles. Luché por descifrarlos, pero fue en vano; mientras tanto,



como el espíritu de un sonido lejano, un agudo y penetrante grito de mujer parecía



sonar en mis oídos. Yo había hecho algo. Pero, ¿qué era? Me hice la pregunta en voz alta



y los susurrantes ecos de la habitación me contestaron: ¿

Qué era

?



En la mesa, a mi lado, brillaba una lámpara y cerca de ella había una pequeña caja.



No tenía un aspecto llamativo, y yo la había visto antes, pues pertenecía al médico de la



familia. Pero, ¿cómo había llegado

allí

, a mi mesa y por qué me estremecí al fijarme en



ella? No merecía la pena tener en cuenta estas cosas, y por fin mis ojos cayeron sobre las



páginas abiertas de un libro y sobre una frase subrayada. Eran las extrañas pero



sencillas palabras del poeta Ebn Zaiat:

«Dicebant mihi sodales, si sepulchrum amicae



visitarem, curas meas aliquantulum fore levatas»

. ¿Por qué, al leerlas, se me pusieron los



pelos de punta y se me heló la sangre en las venas?



Sonó un suave golpe en la puerta de la biblioteca y, pálido como habitante de una



tumba, un criado entró de puntillas. Había en sus ojos un espantoso terror y me habló



con una voz quebrada, ronca y muy baja. ¿Qué dijo? Oí unas frases entrecortadas.



Hablaba de un grito salvaje que había turbado el silencio de la noche, y de la



servidumbre reunida para averiguar de dónde procedía, y su voz recobró un tono



espeluznante, claro, cuando me habló, susurrando, de una tumba profanada, de un



cadáver envuelto en la mortaja y desfigurado, pero que aún respiraba, aún palpitaba,



¡aún

vivía

!



Señaló mis ropas: estaban manchadas de barro y de sangre. No contesté nada; me



tomó suavemente la mano: tenía huellas de uñas humanas. Dirigió mi atención a un



objeto que había en la pared; lo miré durante unos minutos: era una pala. Con un grito



corrí hacia la mesa y agarré la caja. Pero no pude abrirla, y por mi temblor se me escapó



de las manos, y se cayó al suelo, y se rompió en pedazos; y entre éstos, entrechocando,



rodaron unos instrumentos de cirugía dental, mezclados con treinta y dos diminutos



objetos blancos, de marfil, que se desparramaron por el suelo.



Morella



Morella, 1835



El mismo, por si mismo únicamente,



eternamente uno, y solo.



P

LATÓN,

Symposium



Consideraba yo a mi amiga Morella con un sentimiento de profundo, aunque muy



singular afecto. Habiéndola conocido casualmente hace muchos años, mi alma, desde



nuestro primer encuentro, ardió con un fuego que no había conocido antes jamás; pero



no era ese fuego el de Eros, y representó para mi espíritu un amargo tormento la



convicción gradual de que no podría definir su insólito carácter ni regular su vaga



intensidad. Sin embargo, nos tratamos, y el destino nos unió ante el altar; jamás hablé de



pasión, ni pensé en el amor. Ella, aun así, huía de la sociedad, y dedicándose a mí, me



hizo feliz. Asombrarse es una felicidad, y una felicidad es soñar.



La erudición de Morella era profunda. Como espero mostrar, sus talentos no eran de



orden vulgar, y su potencia mental era gigantesca. Lo percibí, y en muchas materias fui



su discípulo. No obstante, pronto comprendí que, quizá a causa de haberse educado en



Pressburgo ponía ella ante mí un gran número de esas obras místicas que se consideran



generalmente como la simple escoria de la literatura alemana. Esas obras, no puedo



imaginar por qué razón, constituían su estudio favorito y constante, y si en el transcurso



del tiempo llegó a ser el mío también, hay que atribuirlo a la simple, pero eficaz



influencia del hábito y del ejemplo.



Con todo esto, si no me equivoco, pero tiene que ver mi razón. Mis convicciones, o



caigo en un error, no estaban en modo alguno basadas en el ideal, y no se descubriría,



como no me equivoque por completo, ningún tinte del misticismo de mis lecturas, ya



fuese en mis actos o ya fuese en mis pensamientos.



Persuadido de esto, me abandoné sin reserva a la dirección de mi esposa, y me



adentré con firme corazón en el laberinto de sus estudios. Y entonces —cuando,



sumiéndome en páginas aborrecibles, sentía un espíritu aborrecible encenderse dentro



de mí— venía Morella a colocar su mano fría en la mía, y hurgando las cenizas de una



filosofía muerta, extraía de ellas algunas graves y singulares palabras que, dado su



extraño sentido, ardían por sí mismas sobre mi memoria. Y entonces, hora tras hora,



permanecía al lado de ella, sumiéndome en la música de su voz, hasta que se infestaba



de terror su melodía, y una sombra caía sobre mi alma, y palidecía yo, y me estremecía



interiormente ante aquellos tonos sobrenaturales. Y así, el gozo se desvanecía en el



horror, y lo más bello se tornaba horrendo, como Hinnom se convirtió en Gehena.

6



Resulta innecesario expresar el carácter exacto de estas disquisiciones que, brotando



de los volúmenes que he mencionado, constituyeron durante tanto tiempo casi el único



tema de conversación entre Morella y yo.



Los enterados de lo que se puede llamar moral teológica las concebirán fácilmente, y



los ignorantes poco comprenderían, en todo caso. El vehemente panteísmo de Fichte, la



palingenesia modificada de los pitagóricos, y por encima de todo, las doctrinas de la



Identidad tal como las presenta Schelling, solían ser los puntos de discusión que



ofrecían mayor belleza a la imaginativa Morella. Esta identidad llamada personal, la



define con precisión mister Locke, creo, diciendo que consiste en la cordura del ser



racional. Y como por persona entendemos una esencia inteligente, dotada de razón, y



como hay una conciencia que acompaña siempre al pensamiento, es ésta la que nos hace



a todos ser eso que llamamos nosotros mismos, diferenciándonos así de otros seres



pensantes y dándonos nuestra identidad personal. Pero el

principium individuationis

—la



noción de esa identidad que en la muerte se pierde o no para siempre— fue para mí en



todo tiempo una consideración de intenso interés, no sólo por la naturaleza pasmosa y



emocionante de sus consecuencias, sino por la manera especial y agitada como la



mencionaba Morella.



Pero realmente había llegado ahora un momento en que el misterio del carácter de



mi esposa me oprimía como un hechizo. No podía soportar por más tiempo el contacto



de sus pálidos dedos, ni el tono profundo de su palabra musical, ni el brillo de sus



melancólicos ojos. Y ella sabía todo esto, pero no me reconvenía.



Parecía tener conciencia de mi debilidad o de mi locura, y sonriendo, las llamaba el



Destino. Parecía también tener conciencia de la causa, para mí desconocida, de aquel



gradual desvío de mi afecto; pero no me daba explicación alguna ni aludía a su



naturaleza. Sin embargo, era ella mujer, y se consumía por días. Con el tiempo, se fijó



una mancha roja constantemente sobre sus mejillas, y las venas azules de su pálida



frente se hicieron prominentes. Llegó un instante en que mi naturaleza se deshacía en



compasión; pero al siguiente encontraba yo la mirada de sus ojos pensativos, y entonces



sentíase mal mi alma y experimentaba el vértigo de quien tiene la mirada sumida en



algún aterrador e insondable abismo.



¿Diré que anhelaba ya con un deseo fervoroso y devorador el momento de la muerte



de Morella? Así era; pero el frágil espíritu se aferró en su envoltura de barro durante



muchos días, muchas semanas y muchos meses tediosos, hasta que mis nervios



torturados lograron triunfar sobre mi mente, y me sentí enfurecido por aquel retraso, y



con un corazón demoníaco, maldije los días, las horas, los minutos amargos, que



6

Del latín gehenna, del hebreo Ge Hinnom. Como se sabe, Hinnom es el nombre del valle al sudeste de



Jerusalén, famoso por el bárbaro culto a Moloch. Y como también se sabe, Oehena es la denominación



del Infierno en la Biblia.



parecían alargarse y alargarse a medida que declinaba aquella delicada vida, como



sombras en la agonía de la tarde.



Pero una noche de otoño, cuando permanecía quieto el viento en el cielo, Morella me



llamó a su lado. Había una oscura bruma sobre toda la tierra, un calor fosforescente



sobre las aguas, y entre el rico follaje de la selva de octubre, hubiérase dicho que caía del



firmamento un arco iris.



—Éste es el día de los días —dijo ella, cuando me acerqué—; un día entre todos los



días para vivir o morir. Es un día hermoso para los hijos de la tierra y de la vida, ¡ah, y



más hermoso para las hijas del cielo y de la muerte!



Besé su frente, y ella prosiguió:



—Voy a morir, y a pesar de todo, viviré.



—¡Morella!



—No han existido nunca días en que hubieses podido amarme; pero a la que



aborreciste en vida la adorarás en la muerte.



—¡Morella!



—Repito que voy a morir. Pero hay en mí una prenda de ese afecto, ¡ah, cuan



pequeño!, que has sentido por mí, por Morella. Y cuando parta mi espíritu, el hijo vivirá,



el hijo tuyo, el de Morella. Pero tus días serán días de dolor, de ese dolor que es la más



duradera de las impresiones, como el ciprés es el más duradero de los árboles. Porque



han pasado las horas de tu felicidad, y no se coge dos veces la alegría en una vida, como



las rosas de Paestum dos veces en un año. Tú no jugarás ya más con el tiempo el juego



del Teyo; pero, siéndote desconocidos el mirto y el vino, llevarás contigo sobre la tierra



tu sudario, como hace el musulmán en la Meca.



—¡Morella! —exclamé—. ¡Morella! ¿cómo sabes esto?



Pero ella volvió su rostro sobre la almohada, un leve temblor recorrió sus miembros,



y ya no oí más su voz.



Sin embargo, como había predicho ella, su hijo —el que había dado a luz al morir, y



que no respiró hasta que cesó de alentar su madre—, su hijo, una niña, vivió. Y creció



extrañamente en estatura y en inteligencia, y era de una semejanza perfecta con la que



había desaparecido, y la amé con un amor más ferviente del que creí me sería posible



sentir por ningún habitante de la Tierra.



Pero, antes de que pasase mucho tiempo, se ensombreció el cielo de aquel puro



afecto, y la tristeza, el horror, la aflicción, pasaron veloces como nubes. He dicho que la



niña creció extrañamente en estatura y en inteligencia. Extraño, en verdad, fue el rápido



crecimiento de su tamaño corporal; pero terribles, ¡oh, terribles!, fueron los tumultuosos



pensamientos que se amontonaron sobre mí mientras espiaba el desarrollo de su ser



intelectual. ¿Podía ser de otra manera, cuando descubría yo a diario en las concepciones



de la niña las potencias adultas y las facultades de la mujer, cuando las lecciones de la



experiencia se desprendían de los labios de la infancia y cuando veía a cada hora la



sabiduría o las pasiones de la madurez centellear en sus grandes y pensativos ojos?



Como digo, cuando apareció evidente todo eso ante mis sentidos aterrados, cuando no



le fue ya posible a mi alma ocultárselo más, ni a mis facultades estremecidas rechazar



aquella certeza, ¿cómo puede extrañar que unas sospechas de naturaleza espantosa y



emocionante se deslizaran en mi espíritu, o que mis pensamientos se volvieran,



despavoridos, hacia los cuentos extraños y las impresionantes teorías de la enterrada



Morella? Arranqué a la curiosidad del mundo un ser a quien el Destino me mandaba



adorar, y en el severo aislamiento de mi hogar, vigilé con una ansiedad mortal cuanto



concernía a la criatura amada.



Y mientras los años transcurrían, y mientras día tras día contemplaba yo su santo, su



apacible, su elocuente rostro, mientras examinaba sus formas que maduraban, descubría



día tras día nuevos puntos de semejanza en la hija con su madre, la melancólica y la



muerta. Y a cada hora aumentaban aquellas sombras de semejanza, más plenas, más



definidas, más inquietantes y más atrozmente terribles en su aspecto. Pues que su



sonrisa se pareciese a la de su madre podía yo sufrirlo, aunque luego me hiciera



estremecer aquella identidad demasiado perfecta; que sus ojos se pareciesen a los de



Morella podía soportarlo, aunque, además, penetraran harto a menudo en las



profundidades de mi alma con el intenso e impresionante pensamiento de la propia



Morella. Y en el contorno de su alta frente, en los bucles de su sedosa cabellera, en sus



pálidos dedos que se sepultaban dentro de ella, en el triste tono bajo y musical de su



palabra, y por encima de todo —¡oh, por encima de todo!— en las frases y expresiones



de la muerta sobre los labios de la amada, de la viva, encontraba yo pasto para un



horrendo pensamiento devorador, para un gusano que no quería perecer.



Así pasaron dos lustros de su vida, y hasta ahora mi hija permanecía sin nombre



sobre la tierra. «Hija mía» y «amor mío» eran las denominaciones dictadas



habitualmente por el afecto paterno, y el severo aislamiento de sus días impedía toda



relación. El nombre de Morella había muerto con ella. No hablé nunca de la madre a la



hija; érame imposible hacerlo. En realidad, durante el breve período de su existencia, la



última no había recibido ninguna impresión del mundo exterior, excepto las que la



hubieran proporcionado los estrechos límites de su retiro.



Pero, por último, se ofreció a mi mente la ceremonia del bautismo en aquel estado de



desaliento y de excitación, como la presente liberación de los terrores de mi destino. Y



en la pila bautismal dudé respecto al nombre. Y se agolparon a mis labios muchos



nombres de sabiduría y belleza, de los tiempos antiguos, y de los modernos, de mi país



y de los países extranjeros, con otros muchos, muchos delicados de nobleza, de felicidad



y de bondad. ¿Qué me impulsó entonces a agitar el recuerdo de la muerta enterrada?



¿Qué demonio me incitó a suspirar aquel sonido cuyo recuerdo real hacía refluir mi



sangre a torrentes desde las sienes al corazón? ¿Qué espíritu perverso habló desde las



reconditeces de mi alma, cuando, entre aquellos oscuros corredores, y en el silencio de la



noche, musité al oído del santo hombre las sílabas «Morella»? ¿Qué ser más demoníaco



retorció los rasgos de mi hija, y los cubrió con los tintes de la muerte cuando



estremeciéndose ante aquel nombre apenas audible, volvió sus límpidos ojos desde el



suelo hacia el cielo, y cayendo prosternada sobre las losas negras de nuestra cripta



ancestral, respondió: «¡Aquí estoy!»?



Estas simples y cortas sílabas cayeron claras, fríamente claras, en mis oídos, y desde



allí, como plomo fundido, se precipitaron silbando en mi cerebro. Años, años enteros



pueden pasar; pero el recuerdo de esa época, ¡jamás! No desconocía yo, por cierto, las



flores y la vid; pero el abeto y el ciprés proyectaron su sombra sobre mí noche y día. Y



no conservé noción alguna de tiempo o de lugar, y se desvanecieron en el cielo las



estrellas de mi destino, y desde entonces se ensombreció la tierra, y sus figuras pasaron



junto a mí como sombras fugaces, y entre ellas sólo vi una: Morella. Los vientos del



firmamento suspiraban un único sonido en mis oídos, y las olas en el mar murmuraban



eternamente: «Morella.» Pero ella murió, y con mis propias manos la llevé a la tumba; y



reí con una risa larga y amarga al no encontrar vestigios de la primera Morella en la



cripta donde enterré la segunda.



Los leones



Lionizing, 1835



...Todo el mundo caminaba maravillado sobre los



diez dedos de sus pies.



Sátiras del Obispo Hall



Yo soy, es decir, fui un gran hombre; pero no soy ni el autor de

Junius

, ni el «hombre



de la máscara», porque mi nombre, según creo, es Robert Jones y nací en algún lugar de



la ciudad de Fum

-

Fudge.



El primer acto de mi vida consistió en cogerme la nariz con las dos manos. Mi madre



lo vio y me llamó «genio»; mi padre lloró de alegría y me regaló un tratado de



Nasología. Lo conocí bien a fondo antes de que me pusieran pantalones.



Por entonces comencé a vislumbrar cuál era para mí el camino del saber, y muy



pronto llegué a comprender que, con tal de que un hombre tuviese una nariz bastante



notable, podía, con sólo seguir su dirección, llegar a obtener el señorío de la moda. Pero



mi atención no se limitaba solamente a las teorías. Cada mañana yo le propinaba a mi



«proboscis» un par de tirones y me tragaba media docena de dramas.



Cuando llegué a la mayoría de edad, mi padre me preguntó un día si quería ir con él



a su despacho.



—Hijo mío —me dijo en cuanto tomamos asiento—, ¿cuál es el fin principal de tu



existencia?



—Padre, el estudio de la Nasología —le respondí.



—¿Y qué es la Nasología, Robert? —preguntó.



—Padre —respondí—, es la ciencia de las narices.



—¿Y puedes decirme, hijo, qué significa una nariz?



—La nariz, padre mío —respondí, muy sereno—, ha sido definida de formas muy



diversas por casi un millar de diferentes autores...



Me detuve y extraje mi reloj del bolsillo para añadir a continuación:



—Ahora son poco más o menos las doce del día. Tendremos tiempo para recorrerlos



todos antes de que sea medianoche. Así, pues, veamos, para comenzar: la nariz, según



Bartolinus, es esa protuberancia, esa corcova, esa excrescencia que...



—Basta, Robert —interrumpió el bondadoso viejo—, me siento anonadado,



asombrado, por la gran extensión de tu saber, realmente asombrado por mi vida...



Y al decir esto, se llevó una mano al corazón. Luego dijo:



—Ven aquí.



Acto seguido me tomó por el brazo, añadiendo:



—Tu educación puede considerarse ya terminada... Es ya hora de que te las arregles



tú solo, y no podrás hacer nada mejor que seguir la dirección de tu nariz, así, así y así...



Y al pronunciar estas últimas palabras me echó a puntapiés, escaleras abajo, hasta la



calle, concluyendo:



—¡De forma que vete de mi casa y que Dios te bendiga!



Como sentía en mi interior la inspiración «divina», aquel incidente me pareció más



feliz que desgraciado. Resolví, pues, seguir el consejo paternal. Decidí seguir a mi nariz.



Allí mismo le apliqué un tirón o dos, y escribí acto seguido un folleto sobre Nasología.



Todo Fum

-

Fudge se conmovió.



«¡Genio maravilloso!», dijo el

Quaterly

.



«¡Soberbio fisiólogo!», comentaba el

Westminster

.



«¡Inteligente compañero!», decía el

Foreign

.



«¡Excelente escritor!», dijo el

Edimburgh

.



«¡Profundo pensador!», dictaminó el

Dublin

.



«¡Gran hombre!», publicaba el

Bentley

.



«¡Alma divina!», aseguraba el

Fraser

.



«¡Uno de los nuestros!», aseveraba

Blackwood

.



—¿Quién será? —preguntó la señora Bas

-

Bleu.



—¿Quién será? —preguntó también la gruesa señorita Bas

-

Bleu.



—¿Dónde se encuentra? —inquirió la pequeña señorita Bas

-

Bleu.



Pero yo no hice caso de aquella gente y subí al taller de un artista.



Estaba pintando el retrato de la duquesa de Bendita Sea Mi Alma quien posaba



pacientemente; el marqués de Así guardaba el perrillo de lanas de la duquesa; el



marqués Esto Y Lo Otro jugueteaba con el frasquito de sales de la duquesa, y Su Alteza



Real No Me Toques se inclinaba sobre el respaldo de la silla de la duquesa.



Me aproximé al artista y alcé la nariz.



—¡Oh, qué hermosura! —suspiró la excelentísima señora.



—¡Vaya! —murmuró el marqués.



—¡Oh, qué indecencia! —gimió el conde.



—¡Oh, abominable! —gruñó Su Alteza Real.



—¿Cuánto quiere usted por su nariz? —preguntó el artista.



—¡Por su nariz! —gritó la excelentísima señora.



—Mil libras —respondí, tomando asiento.



—¡Magnífico! —replicó el artista, extasiado.



—Mil libras —repetí yo.



—¿Me la garantiza usted? —preguntó, volviendo mi nariz hacia la luz.



—Se la garantizo —contesté, expulsando por la nariz una fuerte racha de viento.



—¿Es completamente original? —inquirió el artista.



—¡Hum! —murmuré yo, volviéndola hacia arriba.



—¿No se ha tomado ninguna copia de ella? —preguntó el artista, examinándola con



un microscopio.



—Ninguna —dije yo, dándole un suave tirón.



—¡Admirable! —exclamó desarmado totalmente por la belleza de aquella maniobra.



—Mil libras —dije yo.



—¿Mil libras? —interrogó él.



—Exactamente —respondí.



—¿Un millar de libras? —volvió a preguntar.



—Eso es —dije.



—Las tendrá usted —respondió—. ¡Qué obra maestra!



Y a continuación allí mismo me extendió un cheque y tomó un boceto de mi nariz.



Alquilé habitaciones en Jermyh Street y envié a Su Majestad la noventa y nueve edición



de la Nasología, con un retrato de mi «proboscis». Aquel infeliz de Príncipe de Gales me



invitó a comer.



Todos los que asistimos al banquete éramos hombres de moda, muy solicitados.



Allí estaba un Platónico moderno. Citaba a Porfirio, a Jámblico, a Plotino, a Proclo, a



Jercles, a Máximo Tirio y a Siriano.



Estaba allí un apóstol de la perfección humana; hablaba de Turgot, Price, Priestley,



Condorcet, de Stäel y del «Ambicioso Estudiante de Mala Salud».



Estaba el señor Paradoja Positiva. Sostenía que todos los locos son filósofos y todos



los filósofos locos.



Estaba Estético Ethix. Hablaba del fuego, de la unidad y de los átomos; del alma



doble y del alma preexistente; de afinidad y discordancia; de la inteligencia primitiva y



de la homeomería.



Estaba Teólogos Teología. Hablaba de Eusebio y Arriano; de la Herejía y del



Concilio de Nicea; del puseísmo y del consustancialismo; de Homusios y Homoouisios.



Estaba Fricassé du Rocher de Concake. Mencionaba el Muritón o Lengua a la



Escarlata; coliflores con salsa

velouté

, ternera a la Saint Menehoult; escabeche a la Saint



Florentin; y de las jaleas de naranja

en mosaiques

.



Estaba Borrachín del Vaso Lleno. Se refirió al Latour y al Markbrünen; al Espumoso



y al Chambertin; al Richebourg y al Saint George; al Haubrion, al Leonville, y al Medoc;



al Barac y al Preignac; al Grave y al Saint Peray. Movió la cabeza al hablar del Clos de



Vougeot, y ya, cerrándosele los ojos, estableció la diferencia entre el Jerez y el



Amontillado.



Estaba el señor Tintonlintino de Florencia. Discutió acerca de Cimabue, Arpino,



Carpaccio y Argostino, de la tristeza de Caravaggio, de la amenidad de Albano, de los



colores de Ticiano, de las matronas holandesas de Rubens, y de las jocosidades de Jan



Steen.



Estaba el presidente de la Universidad de Fum

-

Fudge. Era de opinión que la Luna se



llamaba Bendis en Tracia; Bubastis en Egipto; Diana en Roma, y Artemis en Grecia.



Estaba el Gran Turco de Estambul. No podía menos de pensar que los ángeles eran



caballos, pollos y toros; que en el sexto cielo todo el mundo tiene mil cabezas; y que la



Tierra estaba sostenida por una vaca de color azul celeste con incalculable cantidad de



cuernos verdes.



Estaba Delfínus Políglota. Contó lo que había sido de las ochenta y tres tragedias



perdidas de Esquilo; de las cincuenta y cuatro oraciones de Iseo; de los trescientos



noventa y un discursos de Lisias; de los ciento ochenta tratados de Teofrasto; del octavo



libro acerca de las Secciones Cónicas de Apolonio; de los himnos y Ditirambos de



Píndaro; y de las cuarenta y cinco tragedias de Hornero el Joven.



Allí estaba Fernando Fitz

-

Fósil Feldespato. Nos informó acerca del fuego central y



de las formaciones terciarias; acerca de los aeriformes, fluidiformes y solidiformes;



acerca del cuarzo y de la greda; del esquisto y de la turmalina; del yeso y de la marga;



del talco y el calcáreo; de la blenda y la hornablenda; de la micacita y la malaquita; de la



cianita y la lepidocita; de la hematites y la tremolita; del antimonio y la calcedonia; del



manganeso y de todo lo que ustedes quieran.



Estaba yo. Hablé de mí; de mí, de mí, de mí..., de Nasología, de mi folleto, de mí.



Alcé la nariz altivamente y hablé de mí.



—¡Hombre maravilloso y agudo! —dijo el príncipe.



—¡Soberbio! —exclamaron sus invitados.



Y a la mañana siguiente. Su Excelencia la duquesa de Bendita Sea Mi Alma, vino a



visitarme.



—¿Vendrá usted a casa de Almack, adorable criatura? —me preguntó, aplicándome



un suave golpecito en la mejilla.



—Palabra de honor que iré —respondí.



—¿Con nariz y todo?



—Tan cierto como que estoy vivo —contesté.



—Pues bien, aquí está mi tarjeta, vida mía. ¿Puedo decir que irá usted?



—Querida duquesa, con todo mi corazón.



—¡No diga usted eso! Pero, ¿vendrá con toda su nariz?



—Sin que le falte nada, mi amor —dije yo.



Y aplicando un par de tirones a mi nariz, me encontré en casa de Almack.



Las salas estaban completamente abarrotadas.



—¡Ya viene! —gritó alguien en la escalera.



—¡Ya viene! —dijo alguien más cerca.



—¡Ya viene! —dijo alguien más cerca todavía.



—¡Ha venido! —exclamó la duquesa—. ¡Aquí está mi cariño!



Y asiéndome fuertemente con ambas manos, me besó tres veces en la nariz.



Acto seguido se produjo una gran sensación.



Diavolo!

—exclamó el conde Capricornutti.



—¡Dios nos guarde! —rezongó don Stiletto.



—¡Mil diablos! —exclamó el príncipe De Grenouille.



Tausend Teufel!

—refunfuñó el Elector de Bluddennuf.



No pude contenerme. Me puse furioso. Me volví bruscamente hacia Bluddennuf.



—¡Caballero, es usted un mandril! —le dije.



—¡Caballero! —replicó él, tras ligera pausa—.

Donner und Biltzen!



Aquello era lo que yo deseaba. Cambiamos nuestras tarjetas. En la Granja del Yeso, a



la mañana siguiente, le arranqué la nariz de un disparo. Y él acudió a mis amigos.



Bête!

—dijo el primero.



—¡Estúpido! —exclamó el segundo.



—¡Mastuerzo! —dijo el tercero.



—¡Asno! —dijo el cuarto.



—¡Badulaque! —gritó el quinto.



—¡Mentecato! —vociferó el sexto.



—¡Fuera de aquí! —ordenó el séptimo.



Al escuchar aquello me sentí abochornado y acudí a mi padre.



—Padre, ¿cuál es el principal fin de mi existencia? —le pregunté.



—Hijo mío —respondió—, sigue siendo el estudio de la Nasología; pero al convertir



en blanco de tiro la nariz del Elector te has pasado de la raya. Tienes una hermosa nariz,



verdad es; pero ahora, Bluddennuf ya no tiene ninguna. Tú has sido reprobado y él se



ha convertido en el héroe del día. Te concederé que en Fum

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Fudge la grandeza de un



hombre de moda está en proporción con el tamaño de su «proboscis»... Pero, ¡cielos!, no



hay manera de competir con un hombre de moda que no tiene «proboscis» en absoluto.



La incomparable aventura de un tal Hans Pfaall



The unparalled adventures of one Hans Pfall, 1835



Con el corazón lleno de furiosas fantasías,



de las que soy el amo,



Con una lanza ardiente y un caballo de aire,



Errando voy por el desierto.



(La canción de Tomás el loco)



Según los informes que llegan de Rotterdam, esta ciudad parece hallarse en alto



grado de excitación intelectual. Han ocurrido allí fenómenos tan inesperados, tan



novedosos, tan diferentes de las opiniones ordinarias, que no cabe duda de que a esta



altura toda Europa debe estar revolucionada, la física conmovida, y la razón y la



astronomía dándose de puñadas.



Parece ser que el día... de... (ignoro la fecha exacta), una vasta multitud se había



reunido, por razones que no se mencionan, en la gran plaza de la Bolsa de la muy



ordenada ciudad de Rotterdam. La temperatura era excesivamente tibia para la estación



y apenas se movía una hoja; la multitud no perdía su buen humor por el hecho de



recibir algún amistoso chaparrón de cuando en cuando, proveniente de las enormes



nubes blancas profusamente suspendidas en la bóveda azul del firmamento. Hacia



mediodía, sin embargo, se advirtió una notable agitación entre los presentes; restalló el



parloteo de diez mil lenguas; un segundo más tarde, diez mil caras estaban vueltas hacia



el cielo, diez mil pipas caían simultáneamente de la comisura de diez mil bocas, y un



grito sólo comparable al rugido del Niágara resonaba larga, poderosa y furiosamente a



través de la ciudad y los alrededores de Rotterdam.



No tardó en descubrirse la razón de este alboroto. Por detrás de la enorme masa de



una de las nubes perfectamente delineadas que va hemos mencionado, vióse surgir con



toda claridad, en un espacio abierto de cielo azul, una sustancia extraña, heterogénea



pero aparentemente sólida, de forma tan singular, dé composición tan caprichosa, que



escapaba por completo a la comprensión, aunque no a la admiración de la



muchedumbre de robustos burgueses que desde abajo la contemplaban boquiabiertos.



Qué podía ser? En nombre de todos los diablos de Rotterdam, ¿qué pronosticaba aquella



aparición? Nadie lo sabía; nadie podía imaginarlo; nadie, ni siquiera el burgomaestre,



Mynheer Superbus Von Underduk, tenía la menor clave para desenredar el misterio,



Así, pues, ya que no cabía hacer nada más razonable, todos ellos volvieron a colocarse



cuidadosamente la pipa a un lado de la boca y, mientras mantenían los ojos fijamente



clavados en el fenómeno, fumaron, descansaron, se contonearon como ánades,



gruñendo significativamente, y luego volvieron a contonearse, gruñeron, descansaron y,



finalmente... fumaron otra vez.



Entretanto el objeto de tanta curiosidad y tanto humo descendía más y más hacía



aquella excelente ciudad. Pocos minutos después se encontraba lo bastante próximo



para que se lo distinguiera claramente. Parecía ser... ¡Sí, indudablemente era una especie



de globo! Pero un globo como jamás se había visto antes en Rotterdam. Pues,



permítaseme preguntar, ¿se ha visto alguna vez un globo íntegramente fabricado con



periódicos sucios? No en Holanda, por cierto; y, sin embargo, bajo las mismísimas



narices del pueblo —o, mejor dicho, a cierta distancia sobre sus narices— veíase el globo



en cuestión, corno lo sé por los mejores testimonios, compuesto del aludido material que



a nadie se le hubiera ocurrido jamás para semejante propósito. Aquello constituía un



egregio insulto al buen sentido de los burgueses de Rotterdam.



Con respecto a la forma del raro fenómeno, todavía era más reprensible, pues



consistía nada menos que en un enorme gorro de cascabeles al revés. Y esta similitud se



vio notablemente aumentada cuando, al observarlo más de cerca, la muchedumbre



descubrió una gran borla n campanilla colgando de su punta y, en el borde superior o



base del cono, un círculo de pequeños instrumentos que semejaban cascabeles y que



tintineaban continuamente haciendo oír la torada de Betty Martin. Pero aún había algo



peor. Colgando de cintas azules en la extremidad de esta fantástica máquina, veíase, a



modo de navecilla, un enorme sombrero de castor parduzco, de ala extraordinariamente



ancha y de copa hemisférica, con cinta negra y hebilla de plata. No deja de ser notable



que muchos ciudadanos de Rotterdam juraran haber visto can anterioridad dicho



sombrero, y que la entera muchedumbre pareciera contemplarlo familiarmente,



mientras la señora Grettel Pfaall, al distinguirlo, profería una exclamación de jubilosa



sorpresa, declarando que el sombrero era idéntica al de su honrada marido en persona.



Ahora bien, esta circunstancia merecía tenerse en cuenta, pues Pfaall, en unión de



tres camaradas, había desaparecido de Rotterdam cinco años atrás de manera tate súbita



cama inexplicable, y hasta la fecha de esta narración todas las tentativas por



encontrarlos habían fracasado. Es verdad que se descubrieron algunos huesos que



parecían humanos, mezclados con un montón de restos de rara aspecto, en un lugar



muy retirado al este de la ciudad; y algunos llegaron al punto de imaginar que en aquel



sitio labia tenido lugar un horrible asesinato, del que Hans Pfaall y sus amigos habían



sido seguramente las víctimas. Pero no nos alejemos de nuestro tema.



El globo (pues ya no cabía duda de que lo era) hallábase a unas cien pies del suelo,



permitiendo a la muchedumbre contemplar con bastante detalle la persona de su



ocupante. Por cierto que se trataba de un ser sumamente singular. No debía de tener



más de dos pies de estatura, pero, aun siendo tan pequeño, no hubiera podido



mantenerse en equilibrio en una navecilla tan precaria, de no ser por un aro que le



llegaba a la altura del pecho y se hallaba sujeto al cordaje del globo. El cuerpo del



hombrecillo era excesivamente ancho, dando a toda su persona un aire de redondez



singularmente absurdo. Sus pies, claro está, resultaban invisibles. Las manos eran



enormemente anchas. Tenía cabello gris, recogido atrás en una coleta. La nariz era



prodigiosamente larga, ganchuda y rubicunda; los ojos, grandes, brillantes y agudos;



aunque arrugados por la edad, el mentón y las mejillas eran generosos, gordezuelos y



dobles, pero en ninguna parte de su cabeza se alcanzaba a descubrir la menor señal de



orejas. Este extraño y diminuto caballero vestía un amplio capote de raso celeste y



calzones muy ajustados haciendo juego, sujetos con hebillas de plata en las rodillas. Su



chaqueta era de un tejido amarillo brillante; un gorro de tafetán blanco le caía



garbosamente a un lado de la cabeza. Y, para completar su atavío, un pañuelo rojo



sangre envolvía su garganta, volcándose sobre el pecho en un elegante lazo de



extraordinarias dimensiones.



Habiendo bajado, como ya dije, a unos cien pies del suelo, el anciano y menudo



caballero se vio acometido por un intenso temblor, y no pareció nada dispuesto a



continuar su descenso aterra firma. Arrojando con gran dificultad una cantidad de arena



contenida en una bolsa de tela que extrajo penosamente, logró mantener estacionario el



globo. Procedió entonces, con gran agitación y prisa, a extraer de un bolsillo de su



capote una respetable cartera de tafilete. La sopesó con desconfianza, mientras la miraba



lleno de sorpresa, pues su peso parecía dejarlo estupefacto. Finalmente la abrió y,



sacando de ella una enorme carta atada con una cinta roja, que ostentaba un sello de



cera del mismo color, la dejó caer exactamente a los pies del burgomaestre, Mynheer



Superbus Von Underduk.



Su Excelencia se inclinó para recogerla. Pero el aeronauta, siempre muy agitado y sin



que nada más lo detuviera por lo visto en Rotterdam, procedió a efectuar activamente



los preparativos de partida, y, como para ello era necesario soltar parte del lastre a fin de



ganar altura, dejó caer media docena de sacos de arena sin preocuparse de vaciar su



contenido, y todos ellos cayeron infortunadamente sobre las espaldas del burgomaestre,



arrojándolo al suelo no menos de media docena de veces, a la vista de todos los



habitantes de Rotterdam. No debe suponerse, empero, que el gran Underduk dejó pasar



impunemente esta impertinencia del diminuto caballero. Se afirma, por el contrarío, que



en el curso de su media docena de caídas, emitió no menos de media docena de furiosas



bocanadas de humo de la pipa, a la cual se mantuvo aferrado con todas sus fuerzas y a



la cual está dispuesto a seguir aferrado (Dios mediante) hasta el día de su fallecimiento.



En el ínterin el globo remontó como una alondra y, alejándose sobre la ciudad,



terminó por perderse serenamente detrás de una nube similar a aquella de la cual había



emergido tan divinamente, borrándose para las miradas de los buenos ciudadanos de



Rotterdam. La atención se concentró, por lo tanto, en la carta, cuyo descenso y



consecuencias habían resultado tan subversivas para la persona y la dignidad de su



excelencia Von Underduk. Este funcionario no había descuidado en medio de sus



movimientos giratorios la importante tarea de apoderarse de la carta, la cual, luego de



atenta inspección, resultó haber caído en las manos más apropiadas, por cuanto



hallábase dirigida al mismo burgomaestre y al profesor Rubadub, en sus calidades



oficiales de presidente y vicepresidente del Colegio de Astronomía de Rotterdam. Los



susodichos dignatarios no tardaron en abrirla y hallaron que contenía la siguiente



extraordinaria e importantísima comunicación:



«A sus Excelencias Von Underduk y Rubadub, Presidente y Vicepresidente del



Colegio de Astrónomos del Estado, en la ciudad de Rotterdam.



»Vuestras Excelencias han de acordarse quizá de un humilde artesano llamado Hans



Pfaall, de profesión remendón de fuelles, quien, junto con otras tres personas,



desapareció de Rotterdam hace aproximadamente cinco años, de una manera que debió



considerarse entonces como inexplicable. Empero, si place a vuestras Excelencias, yo,



autor de esta comunicación, soy el aludido Hans Pfaall en persona. Mis conciudadanos



saben bien que durante cuarenta años residí en la pequeña casa de ladrillos emplazada



al comienzo de la callejuela denominada Sauerkraut, donde vivía en la época de mi



desaparición. Mis antepasados residieron igualmente en ella durante tiempos



inmemoriales, siguiendo como yo la respetable y por cierto lucrativa profesión de



remendón de fuelles; pues, a decir verdad, hasta estos últimos años, en que las gentes



han perdido la cabeza con la política, ningún honesto ciudadano de Rotterdam podía



desear o merecer un oficio mejor que el mío. El crédito era amplio, jamás faltaba trabajo



y no había carencia ni de dinero ni de buena voluntad. Pero, como estaba diciendo, no



tardamos en sentir los efectos de la libertad, los grandes discursos, el radicalismo y



demás cosas por el estilo. Personas que habían sido los mejores clientes del mundo ya



no tenían un momento libre para pensar en nosotros. Todo su tiempo se les iba en



lecturas acerca de las revoluciones, para mantenerse al día en las cuestiones intelectuales



y el espíritu de la época. Si había que avivar un fuego, bastaba un periódico viejo para



apantallarlo, y, a medida que el gobierno se iba debilitando, no dudo de que el cuero y



el hierro adquirían durabilidad proporcional, pues en poco tiempo no hubo en todo



Rotterdam un par de fuelles que necesitaran una costura o los servicios de un martillo.



»Imposible soportar semejante estado de cosas. No tardé en verme pobre como una



rata; como tenía mujer e hijos que alimentar, mis cargas se hicieron intolerables, y



pasaba hora tras hora reflexionando sobre el método más conveniente para quitarme la



vida. Los acreedores, entretanto, me dejaban poco tiempo de ocio. Mi casa estaba



literalmente asediada de la mañana a la noche. Tres de ellos, en particular, me



fastidiaban insoportablemente, montando guardia ante mi puerta y amenazándome con



la justicia. Juré que de los tres me vengaría de la manera más terrible, si alguna vez tenia



la suerte de que cayeran en mis manos; y creo que tan sólo el placer que me daba pensar



en mi venganza me impidió llevar a la práctica mi plan de suicidio y hacerme saltar la



tapa de los sesos con un trabuco. Me pareció que lo mejor era disimular mi cólera y



engañar a los tres acreedores con promesas y bellas palabras, hasta que un vuelco del



destino me diera oportunidad de cumplir mi venganza.



»Un día, después de escaparme sin ser visto por ellos, y sintiéndome más abatido



que de costumbre, pasé largo tiempo errando por sombrías callejuelas, sin objeto



alguno, hasta que la casualidad me hizo tropezar con el puesto de un librero. Viendo



una silla destinada a uso de los clientes, me dejé caer en ella y, sin saber por qué, abrí el



primer volumen que se hallaba al alcance de mi mano. Resultó ser un folleto que



contenía un breve tratado de astronomía especulativa, escrito por el profesor Encke, de



Berlín, o por un francés de nombre parecido. Tenía yo algunas nociones superficiales



sobre el tema y me fui absorbiendo más y más en el contenido del libro, leyéndolo dos



veces seguidas antes de darme cuenta de lo que sucedía en torno de mí. Como



empezaba a oscurecer, encaminé mis pasos a casa. Pero el tratado (unido a un



descubrimiento de neumática que un primo mío de Nantes me había comunicado



recientemente con gran secreto) había producido en mí una impresión indeleble y, a



medida que recorría las oscuras calles, daban vueltas en mi memoria los extraños y a



veces incomprensibles razonamientos del autor.



»Algunos pasajes habían impresionado extraordinariamente mi imaginación.



Cuanto más meditaba, más intenso se hacía el interés que habían despertado en mí. Lo



limitado de mi educación en general, y más especialmente de los temas vinculados con



la filosofía natural, lejos de hacerme desconfiar de mi capacidad para comprender lo que



había leído, o inducirme a poner en duda las vagas nociones que había extraído de mi



lectura, sirvió tan sólo de nuevo estímulo a la imaginación, y fui lo bastante vano, o



quizá lo bastante razonable para preguntarme si aquellas torpes ideas, propias de una



mente mal regulada, no poseerían en realidad la fuerza, la realidad y todas las



propiedades inherentes al instinto o a la intuición.



»Era ya tarde cuando llegué a casa, y me acosté en seguida. Mi mente, sin embargo,



estaba demasiado excitada para poder dormir, y pasé toda la noche sumido en



meditaciones. Levantándome muy temprano al otro día, volví al puesto del librero y



gasté el poco dinero que tenía en la compra de algunos volúmenes sobre mecánica y



astronomía práctica. Una vez que hube regresado felizmente a casa con ellos, consagré



todos mis momentos libres a su estudio y pronto hice progresos tales en dichas ciencias,



que me parecieron suficientes para llevar a la práctica cierto designio que el diablo o mí



genio protector me habían inspirado.



»A lo largo de este período me esforcé todo lo posible con conciliarme la



benevolencia de los tres acreedores que tantos disgustos me habían dado. Lo conseguí



finalmente,. en parte con la venta de mis muebles, que sirvió para cubrir la mitad de mi



deuda, y, en parte, con la promesa de pagar el saldo apenas se realizara un proyecto



que, según les dije, tenía en vista, y para el cual solicitaba su ayuda. Como se trataba de



hombres ignorantes, no me costó mucho conseguir que se unieran a mis propósitos.



»Así dispuesto todo, logré, con ayuda de mi mujer y actuando con el mayor secreto



y precaución, vender todos los bienes que me quedaban, y pedir prestadas pequeñas



sumas, con diversos pretextos y sin preocuparme (lo confieso avergonzado) por la forma



en que las devolvería; pude reunir así una cantidad bastante considerable de dinero en



efectivo. Comencé entonces a comprar, de tiempo en tiempo, piezas de una excelente



batista, de doce yardas cada una, hilo de bramante, barniz de caucho, un canasto de



mimbre grande y profundo, hecho a medida, y varios otros artículos requeridos para la



construcción .y aparejamiento de un globo de extraordinarias dimensiones. Di



instrucciones a mi mujer para que lo confeccionara lo antes posible, explicándole la



forma en que debía proceder. Entretanto tejí el bramante hasta formar una red de



dimensiones suficientes, le agregué un aro y el cordaje necesario, y adquirí numerosos



instrumentos y materiales para hacer experimentos en las regiones más altas de la



atmósfera. Me las arreglé luego para llevar de noche, a un lugar distante al este de



Rotterdam, cinco cascos forrados de hierro, con capacidad para unos cincuenta galones



cada uno, y otro aún más grande, seis tubos de estaño de tres pulgadas de diámetro y



diez pies de largo, de forma especial; una cantidad de cierta sustancia metálica, o



semimetálica, que no nombraré, y una docena de damajuanas de un ácido sumamente



común. El gas producido por estas sustancias no ha sido logrado por nadie más que yo,



o, por lo menos, no ha sido nunca aplicado a propósitos similares. Sólo puedo decir aquí



que es uno de los constituyentes del ázoe, tanto tiempo considerado como irreductible, y



que tiene una densidad 37,4 veces menor que la del hidrógeno. Es insípido, pero no



inodoro; en estado puro arde con una llama verdosa, y su efecto es instantáneamente



letal para la vida animal. No tendría inconvenientes en revelar este secreto si no fuera



que pertenece (como ya he insinuado) a un habitante de Nantes, en Francia, que me lo



comunicó reservadamente. La misma persona, por completo ajena a mis intenciones, me



dio a conocer un método para fabricar globos mediante la membrana de cierto animal,



que no deja pasar la menor partícula del gas encerrado en ella. Descubrí, sin embargo,



que dicho tejido resultaría sumamente caro, y llegué a creer que la batista, con una capa



de barniz de caucho, serviría tan bien como aquél. Menciono esta circunstancia porque



me parece probable que la persona en cuestión intente un vuelo en un globo equipado



con el nuevo gas y el aludido material, y no quiero privarlo del honor de su muy



singular invención.



»Me ocupé secretamente de cavar agujeros en las partes donde pensaba colocar cada



uno de los cascos más pequeños durante la inflación del globo; los agujeras constituían



un círculo de veinticinco pies de diámetro. En el centro, lugar destinado al casco más



grande, cavé asimismo otro pozo. En cada uno de los agujeros menores deposité un bote



que contenía cincuenta libras de pólvora de cañón, y en el más grande un barril de



ciento cincuenta libras. Conecté debidamente los .botes y el barril con ayuda de



contactos, y, luego de colocar en uno de los botes el extremo de una mecha de unos



cuatro píes de largo, rellené el agujero y puse el casco encima, cuidando que el otro



extremo de la mecha sobresaliera apenas una pulgada del suelo y resultara casi invisible



detrás del casco. Rellené luego los restantes agujeras y sobre cada uno coloqué los



barriles correspondientes.



»Fuera de los artículos enumerados, llevé secretamente al depósito uno de los



aparatos perfeccionados de Grimm, para la condensación del aire atmosférico. Descubrí,



sin embargo, que esta máquina requería diversas transformaciones antes de que se



adaptara a las finalidades a que pensaba destinarla. Pero, con mucho trabajo e inflexible



perseverancia, logré finalmente completar felizmente todos mis preparativos. Muy



pronto el globo estuvo terminado. Contendría más de cuarenta mil pies cúbicos de gas y



podría remontarse fácilmente con todos mis implementos, y, si maniobraba hábilmente,



con ciento setenta y cinco libras de lastre. Le había aplicado tres capas de barniz,



encontrando que la batista tenía todas las cualidades de la seda, siendo tan resistente



como ésta y mucho menos cara.



»Una vez todo listo, logré que mi mujer jurara guardar el secreto de todas mis



acciones desde el día en que habla visitado por primera vez el puesto de libros.



Prometiéndole, volver tan pronto como las circunstancias lo permitieran, le di el poco



dinero que me había quedado y me despedí de ella. No me preocupaba su suerte, pues



era lo que la gente califica de mujer fuera de lo común, capaz de arreglárselas en el



mundo sin mi ayuda: Creo, además, que siempre me consideró como un holgazán, come



un simple complemento, sólo capaz de fabricar casullas en el aíre, y que no dejaba de



alegrarla verse libre de mí. Era noche oscura cuando le dije adiós, y, llevando conmigo,



como aides de camp, a los tres acreedores que tanto me habían hecho sufrir,



transportamos el globo, con la barquilla y los aparejos, al depósito de que he hablado,



eligiendo para ello un camino retirado. Encontramos todo perfectamente dispuesto y, de



inmediato, me puse a trabajar.



»Era el primero de abril. La noche, como he dicho, estaba oscura; no se veía una sola



estrella y una llovizna que cala a intervalos nos molestaba muchísimo. Pero lo que más



ansiedad me inspiraba era el globo, el cual, a pesar de su espesa capa de barniz,



comenzaba a pesar demasiado a causa de la humedad; podía ocurrir asimismo que la



pólvora se estropeara. Estimulé, pues, a mis tres acreedores para que trabajaran



diligentemente, ocupándolos en amontonar hielo en torno al casco central y en remover



el ácido contenido en los otros. No cesaban de importunarme con preguntas sobre lo



que pensaba hacer con todos aquellos aparatos y se mostraban sumamente disgustados



por el extenuarte trabajo a que los sometía. No alcanzaban a darse cuenta, según



afirmaban, de las ventajas resultantes de calarse hasta los huesos nada más que para



tomar parte en aquellos horribles conjuros. Empecé a intranquilizarme y seguí



trabajando con todas mis fuerzas, porque creo verdaderamente que aquellos imbéciles



estaban convencidos de que había pactado con el diablo, y que lo que estaba haciendo



no tenía nada de bueno. Y mucho temía por eso que me abandonaran. Pude



convencerlos, sin embargo, mediante promesas de pago completo, tan pronto hubiera



dado término al asunto que tenía entre manos. Como es natural, interpretaron a su



modo mis palabras, imaginándose, sin duda, que de todas maneras yo terminaría por



obtener una gran cantidad de dinero en efectivo, y con tal de que les pagara lo que les



debía, más una pequeña cantidad suplementaria por los servicios prestados, estoy



seguro de que poco se preocupaban de cuanto ocurriera luego a mi alma o a mi cuerpo.



»Después de cuatro horas y media consideré que el globo estaba suficientemente



inflado. Até entonces la barquilla, instalando en ella todos mis instrumentos: un



telescopio, un barómetro con importantes modificaciones, un termómetro, un



electrómetro, una brújula, un compás, un cronómetro, una campana, una bocina,



etcétera; como también un globo de cristal, cuidadosamente obturado, y el aparato



condensador; algo de cal viva, una barra de cera para sellos, una gran cantidad de agua



y muchas provisiones, tales como pemmican, que posee mucho valor nutritivo en poco



volumen. Metí asimismo en la barquilla una pareja de palomas y un gato.



»Se acercaba el amanecer y consideré que había llegado el momento de partir.



Dejando caer un cigarro encendido como por casualidad, aproveché el momento de



agacharme a recogerlo para encender secretamente el trozo de mecha que, como ya he



dicho, sobresalía ligeramente del borde inferior de uno de los cascos menores. La



maniobra no fue advertida por ninguno de los tres acreedores; entonces, saltando a la



barquilla, corté la única soga que me ataba a la tierra y tuve el gusto de ver que el globo



remontaba vuelo con extraordinaria rapidez, arrastrando sin el menor esfuerzo ciento



setenta y cinco libras de lastre, del cual habría podido llevar mucho más. En el momento



de abandonar la tierra el barómetro marcaba treinta pulgadas y el termómetro



centígrado acusaba diecinueve grados.



»Apenas había alcanzado una altura de cincuenta yardas cuando, rugiendo y



serpenteando tras de mí de la manera más horrorosa, se alzó un huracán de fuego,



cascajo, maderas ardiendo, metal incandescente y miembros humanos destrozados que



me llenó de espanto y me hizo caer en el fondo de la barquilla, temblando de terror. Me



daba cuenta de que había exagerado la carga de la mina y que todavía me faltaba sufrir



las consecuencias mayores de su voladura. En efecto, menos de un segundo después



sentí que toda la sangre del cuerpo se me acumulaba en las sienes, y en ese momento



una conmoción que jamás olvidaré reventó en la noche y pareció rajar de lado a lado el



firmamento. Cuando más tarde tuve tiempo para reflexionar no dejé de atribuir la



extremada violencia de la explosión, por lo que a mí respecta, a su verdadera causa, o



sea, a hallarme situado inmediatamente encima de donde se había producido, en la línea



de su máxima fuerza. Pero en aquel momento sólo pensé en salvar la vida. El globo



empezó por caer, luego se dilató furiosamente y se puso a girar como un torbellino con



vertiginosa rapidez, y finalmente, balanceándose y sacudiéndose como un borracho, me



lanzó por encima del borde de la barquilla y me dejó colgando, a una espantosa altura,



cabeza abajo y con el rostro mirando hacía afuera, suspendido de una fina cuerda que



accidentalmente colgaba de un agujero cerca del fondo de la barquilla de mimbre, y en



el cual, al caer, mi pie izquierdo quedó enganchado de la manera más providencial.



»Sería imposible, completamente imposible, formarse una idea adecuada del horror



de mi situación. Traté de respirar, jadeando, mientras un estremecimiento comparable al



de un acceso de calentura recorría mi cuerpo. Sentí que los ojos se me salían de las



órbitas, una náusea horrorosa me envolvió, y acabé por perder completamente el



sentido.



»No podría decir cuánto tiempo permanecí en este estado. Debió de ser mucho, sin



embargo, pues cuando recobré parcialmente el sentimiento de la existencia advertí que



estaba amaneciendo y que el globo volaba a prodigiosa altura sobre un océano



absolutamente desierto, sin la menor señal de tierra en cualquiera de los límites del



vasto horizonte. Empero, mis sensaciones al volver del desmayo no eran tan angustiosas



como cabía suponer. Había mucho de locura en el tranquilo examen que me puse a



hacer de mi situación. Levanté las manos a la altura de los ojos, preguntándome



asombrado cuál podía ser la causa de que tuviera tan hinchadas las venas y tan



horriblemente negras las uñas. Examiné luego cuidadosamente mí cabeza, sacudiéndola



repetidas veces, hasta que me convencí de que no la tenía del tamaño del globo como



había sospechado por un momento. Tanteé después los bolsillos de mis calzones y, al



notar que me faltaban unas tabletas y un palillero, traté de explicarme su desaparición, y



al no conseguirlo me sentí inexpresablemente preocupado. Me pareció notar entonces



una gran molestia en el tobillo izquierdo y una vaga conciencia de mi situación comenzó



a dibujarse en mi mente. Pero, por extraño que parezca, no me asombré ni me horroricé.



Si alguna emoción sentí fue una traviesa satisfacción ante la astucia que iba a desplegar



para librarme de aquella posición en que me hallaba, y en ningún momento puse en



duda que lo lograría sin inconvenientes.



»Pasé varios minutos sumido en profunda meditación. Me acuerdo muy bien de que



apretaba los labios, apoyaba un dedo en la nariz y hacía todas las gesticulaciones



propias de los hombres que, cómodamente instalados en sus sillones, reflexionan sobre



cuestiones importantes e intrincadas. Luego de haber concentrado suficientemente mis



ideas, procedí con gran cuidado y atención a ponerme las manos a la espalda y a soltar



la gran hebilla de hierro del cinturón de mis pantalones. Dicha hebilla tenía tres dientes



que, por hallarse herrumbrados, giraban dificultosamente en su eje. Después de bastante



trabajo conseguí colocarlos en ángulo recto con el plano de la hebilla v noté satisfecho



que permanecían firmes en esa posición. Teniendo entre los dientes dicho instrumento,



me puse a desatar el nudo de mi corbata. Debí descansar varias veces antes de



conseguirlo, pero finalmente lo logré. Até entonces la hebilla a una de las puntas de la



corbata y me sujete el otro extremo a la cintura para más seguridad. Enderezándome



luego con un prodigioso despliegue de energía muscular, logré en la primera tentativa



lanzar la hebilla de manera que cayese en la barquilla; tal como lo había anticipado, se



enganchó en el borde circular de la cesta de mimbre.



»Mi cuerpo se encontraba ahora inclinado hacia el lado de la barquilla en un ángulo



de unos cuarenta y cinco grados, pero no debe entenderse por esto que me hallara sólo a



cuarenta y cinco grados por debajo de la vertical. Lejos de ello, seguía casi paralelo al



plano del horizonte, pues mi cambio de posición había determinado que la barquilla se



desplazara a su vez hacia afuera, creándome una situación extremadamente peligrosa.



Debe tenerse en cuenta, sin embargo, que si al caer hubiera quedado con la cara vuelta



hacia el globo y no hacia afuera como estaba, o bien si la cuerda de la cual me hallaba



suspendido hubiese colgado del borde superior de la barquilla y no de un agujero cerca



del fondo, en cualquiera de los dos casos me hubiera sido imposible llevar a cabo lo que



acababa de hacer, y las revelaciones que siguen se hubieran perdido para la posteridad.



Razones no me faltaban, pues, para sentirme agradecido, aunque, a decir verdad, estaba



aún demasiado aturdido para sentir gran cosa, y seguí colgado durante un cuarto de



hora, por lo menos, de aquella extraordinaria manera, sin hacer ningún nuevo esfuerzo



y en un tranquilo estado de estúpido goce. Pero esto no tardó en cesar y se vio



reemplazado por el horror, la angustia y la sensación de total abandono y desastre. Lo



que ocurría era que la sangre acumulada en los vasos de mi cabeza y garganta, que



hasta entonces me había exaltado delirantemente, empezaba a retirarse a sus canales



naturales, y que la lucidez que ahora se agregaba a mi conciencia del peligro sólo servía



para privarme de la entereza y el coraje necesarios para enfrentarlo. Por suerte, esta



debilidad no duró mucho. El espíritu de la desesperación acudió a tiempo para



rescatarme, y mientras gritaba y luchaba como un desesperado me enderecé



convulsivamente hasta alcanzar con una mano el tan ansiado borde y, aferrándome a él



con todas mis fuerzas, conseguí pasar mi cuerpo por encima y caer de cabeza y



temblando en la barquilla.



»Pasó algún tiempo antes de que me recobrara lo suficiente para ocuparme del



manejo del globo. Después de examinarlo atentamente, descubrí con gran alivio que no



había sufrido el menor daño. Los instrumentos estaban a salvo y no se había perdido ni



el lastre ni las provisiones. Por lo demás, los había asegurado tan bien en sus respectivos



lugares, que hubiese sido imposible que se estropearan. Miré mi reloj y vi. que eran las



seis de la mañana. Ascendíamos rápidamente y el barómetro indicaba una altitud de



tres millas y tres cuartos. En el océano, inmediatamente por debajo de mí, aparecía un



pequeño objeto negro de forma ligeramente oblonga, que tendría el tamaño de una



pieza de dominó, y que en todo sentido se le parecía mucho. Asesté hacía él mi



telescopio y no tardé en ver claramente que se trataba de un navío de guerra británico



de noventa y cuatro cañones que orzaba con rumbo al oeste-sudoeste, cabeceando



duramente. Fuera de este barco sólo se veía el océano, el cielo y el sol que acababa de



levantarse.



»Ya es tiempo de que explique a Vuestras Excelencias el objeto de mi viaje. Vuestras



Excelencias recordarán que ciertas penosas circunstancias en Rotterdam me habían



arrastrado finalmente a la decisión de suicidarme. La vida no me disgustaba por sí



misma sino a causa de las insoportables angustias derivadas de mi situación. En esta



disposición de ánimo, deseoso de vivir y a la vez cansado de la vida, el tratado



adquirido en la librería, junto con el oportuno descubrimiento de mi primo de Nantes,



abrieron una ventana a mi imaginación. Finalmente me decidí. Resolví partir, pero



seguir viviendo; abandonar este mundo, pero continuar existiendo... En suma, para



dejar de lado los enigmas: resolví, pasara lo que pasara, abrirme camino hasta la luna. Y



para que no se me suponga más loco de lo que realmente soy, procederé a detallar le



mejor posible las consideraciones que me indujeron a creer que un designio semejante,



aunque lleno de dificultades y de peligros, no estaba más allá de lo posible para un



espíritu osado.



»El primer problema a tener en cuenta era la distancia de la tierra a la luna. El



intervalo medio entre los centros de ambos planetas equivale a 59,9643 veces el radio



ecuatorial de la tierra; vale decir unas 237.000 millas. Digo el intervalo medio, pero debe



tenerse en cuenta que como la órbita de la luna está constituida por una elipse cuya



excentricidad no baja de 0,05484 del semieje mayor de la elipse, y el centro de la tierra se



halla situado en su foco, si me era posible de alguna manera llegar a la luna en su



perigeo, la distancia mencionada más arriba se vería disminuida. Dejando por ahora de



lado esa posibilidad, de todas maneras había que deducir de las 237.000 millas el radio



de la tierra, o sea, 4.000, y el de la luna, 1.080, con lo cual, en circunstancias ordinarias,



quedarían por franquear 231.920 millas.



»Me dije que esta distancia no era tan extraordinaria. Viajando por tierra, se la ha



recorrido varias veces a un promedio de setenta millas por hora, y cabe prever que se



alcanzarán velocidades muy superiores. Pero incluso así no me llevaría más de ciento



sesenta y un días alcanzar la superficie de la luna. Varios detalles, empero, me inducían



a creer que mí promedio de velocidad sobrepasaría probablemente en mucho el de



sesenta millas horarias, y, como dichas consideraciones me impresionaron



profundamente, no dejaré de mencionarlas en detalle más adelante.



»El siguiente punto a considerar era mucho más importante. Conforme a las



indicaciones del barómetro, se observa que a una altura de 1.000 pies sobre el nivel del



mar hemos dejado abajo una trigésima parte de la masa atmosférica total; que a los



10.600 pies hemos subido a un tercio de la misma, que a los 18.000 pies, que es



aproximadamente la elevación del Cotopaxi, sobrepasamos la mitad de la masa material



—o, por lo menos, ponderable— del aire que corresponde a nuestro globo. Se calcula



asimismo que a una altitud que no exceda la centésima parte del diámetro terrestre —



vale decir, que no exceda de ochenta millas—, el enrarecimiento del aire sería tan



excesivo que la vida animal no podría resistirlo, y, además, que los instrumentos más



sensibles de que disponemos para asegurarnos de la presencia de la atmósfera



resultarían inadecuados a esa altura.



»No dejé de reparar, sin embargo, en que estos últimos cálculos se fundan por entero



en nuestro conocimiento experimental de las propiedades del aire y de las leyes



mecánicas que regulan su dilatación y su compresión en lo que cabe llamar, hablando



comparativamente, la vecindad inmediata de la tierra; y que al mismo tiempo se da por



sentado que la vida animal es esencialmente incapaz de modificación a cualquier



distancia inalcanzable desde la superficie. Ahora bien, partiendo de tales datos, todos



estos razonamientos tienen que ser simplemente analógicos. La mayor altura jamás



alcanzada por el hombre es de 25.000 pies en la expedición aeronáutica de Gay-Lussac y



Biot. Se trata de una altura moderada, aun si se la compara con las ochenta millas en



cuestión, y no pude dejar de pensar que la cosa se prestaba a la duda y a las más amplias



especulaciones.



»De hecho, al ascender a cualquier altitud dada, la cantidad de aire ponderable



sobrepasada al seguir ascendiendo no se halla en proporción con la altura adicional



alcanzada (como puede deducirse claramente de lo ya dicho), sino en una proporción



decreciente constante. Resulta claro, pues, que por más alto que ascendamos no



podemos, literalmente hablando, llegar a un limite más allá del cual no haya atmósfera.



Mi opinión era que debía existir, aunque pudiera ser que se hallara en un estado de



infinita rarefacción.



»Por otra parte, sabia que no faltaban argumentos para probar la existencia de un



limite real y definido de la atmósfera más allá del cual no habría absolutamente nada de



aire. Pero una circunstancia descuidada por los sostenedores de dicha teoría me pareció,



si no capaz de refutarla por entero, digna, al menos, de ser considerada seriamente. Al



comparar los intervalos entre las sucesivas llegadas del cometa de Encke a su perihelio,



y después de tener debidamente en cuenta todas las perturbaciones ocasionadas por la



atracción de los planetas, parece ser que los períodos están disminuyendo



gradualmente; vale decir que el eje mayor de la elipse trazado por el cometa se está



acortando en un lento pero regular proceso de reducción. Ahora bien, esto debería



suceder así si suponemos que el cometa experimenta una resistencia par parte de ron



medio etéreo excesivamente rarefacto que ocupa la zona de su órbita, ya que semejante



medie, al retardar la velocidad del cometa, debe aumentar su fuerza .centrípeta



debilitando la centrífuga. En otras palabras, la atracción del sol estaría alcanzando cada



vez más intensidad y el cometa iría aproximándose a él a cada revolución. No parece



haber otra manera de explicar la variación aludida.



»Hay más: Se observa que el diámetro real de la nebulosidad del cometa se contrae



rápidamente al acercarse al sol y se dilata con igual rapidez al alejarse hacia su afelio.



¿No me hallaba justificado al suponer, con Valz, que esta aparente condensación de



volumen se origina por la compresión del aludido media etéreo, y que se va



densificando proporcionalmente a su proximidad al sol? El fenómeno que afecta la



forma lenticular y que se denomina luz zodiacal era también un asunte digno de



atención. Esta radiación tan visible en los trópicos, y que no puede confundirse con



ningún resplandor meteórico, se extiende oblicuamente desde el horizonte, siguiendo,



par lo general, la dirección del ecuador solar. Tuve la impresión de que provenía de una



atmósfera enrarecida que se dilataba a partir del sol, por lo menos hasta más allá de la



órbita de Venus, y en mi opinión a muchísima mayor distancia. No podía creer que este



medio ambiente se limitara a la zona de la elipse del cometa o a la vecindad inmediata



del sol. Fácil era, por el contrario, imaginarla ocupando la entera región de nuestro



sistema planetario, condensada en lo que llamamos atmósfera en los planetas, y quizá



modificada en algunos de ellos por razones puramente geológicas; vale decir,



modificada o alterada en sus proporciones (o su naturaleza esencial) por materias



volatilizadas emanantes de dichos planetas.



»Una vez adoptado este punto de vista, ya no vacilé. Descontando que hallaría a mi



paso una atmósfera esencialmente análoga a la de la superficie de la tierra, pensé que



con ayuda del muy ingenioso aparato de Grimm sería posible condensarla en cantidad



suficiente para las necesidades de la respiración. Esto eliminaría el obstáculo principal



de un viaje a la luna. Había gastado dinero y mucho trabajo en adaptar el instrumento al



fin requerido, y tenía plena confianza en su aplicación si me era dado cumplir el viaje



dentro de cualquier período razonable. Y esto me trae a la cuestión de la velocidad con



que podría efectuarlo.



»Verdad es que los globos, en la primera etapa de sus ascensiones, se remontaban a



velocidad relativamente moderada. Ahora bien, la fuerza de elevación reside por



completo en el peso superior del aire atmosférico comparado con el del gas del globo;



cuando el aeróstato adquiere mayor altura y, por consiguiente, arriba a capas



atmosféricas cuya densidad disminuye rápidamente, no parece probable ni razonable



que la velocidad original vaya acelerándose. Pero, por otra parte, no tenía noticias de



que en ninguna ascensión conocida se hubiese advertido una disminución en la



velocidad absoluta del ascenso; sin embargo, tal hubiera debido ser el caso, aunque más



no fuera por el escape del gas en globos de construcción defectuosa, aislados con una



simple capa de barniz. Me pareció, pues, que las consecuencias de dicho escape de gas



debían ser suficientes para contrabalancear el efecto de la aceleración lograda por la



mayor distancia del globo al centro de gravedad. Consideré que, si hallaba a mi paso el



medio ambiente que había imaginado, y si éste resultaba esencialmente lo que



denominamos aire atmosférico, no se produciría mayor diferencia en la fuerza



ascendente por causa de su extremado enrarecimiento, ya que el gas de mi globo no sólo



se hallaría sujeto al mismo enrarecimiento (con cuyo objeto le permitiría que escapara en



cantidad suficiente para evitar una explosión), sino que, siendo lo que era, continuaría



mostrándose específicamente más liviano que cualquier compuesto de nitrógeno y



oxígeno. Había, pues, una posibilidad —y muy grande— de que en ningún momento de



mi ascenso alcanzara un punto donde los pesos unidos de mi inmenso globo, el gas



inconcebiblemente ligero que lo llenaba, la barquilla y su contenido lograran igualar el



peso de la masa atmosférica desplazada por el aeróstato; y fácilmente se comprenderá



que sólo el caso contrario hubiera podido detener mi ascensión. Mas aun en este caso era



posible aligerar el globo de casi trescientas libras arrojando el lastre y otros pesos.



Entretanto, la fuerza de gravedad seguiría disminuyendo continuamente en proporción



al cuadrado de las distancias; y así, con una velocidad prodigiosamente acelerada,



llegaría, por fin, a esas alejadas regiones donde la fuerza de atracción de la tierra sería



superada por la de la luna.



»Había otra dificultad que me producía alguna inquietud. Se ha observado que en



las ascensiones en globo a alturas considerables, aparte de la dificultad respiratoria, se



producen fenómenos sumamente penosos en todo el organismo, acompañados



frecuentemente di hemorragias de nariz y otros síntomas alarmantes, que se van



agudizando a medida que aumenta la altura. No dejaba de preocuparme este aspecto.



¿No podía ocurrir que dichos síntomas continuaran en aumento hasta provocar la



muerte? Pero llegué a la conclusión de que no. Su origen debía buscarse en la progresiva



disminución de la presión atmosférica usual sobre la superficie del cuerpo y la



consiguiente dilatación de los vasos sanguíneos superficiales; no se trataba de una



desorganización capital del sistema orgánico, como en el caso de la dificultad



respiratoria, donde la densidad atmosférica resulta químicamente insuficiente para la



debida renovación de la sangre en un ventrículo del corazón. A menos que faltara esta



renovación, no veía razón alguna para que la vida no pudiera mantenerse, incluso en el



vacío; pues la expansión y compresión del pecho, llamadas vulgarmente respiración,



son acciones puramente musculares, y causa, no efecto, de la respiración. En una



palabra, supuse que así como el cuerpo llegaría a habituarse a la falta de presión



atmosférica, del mismo modo las sensaciones dolorosas irían disminuyendo; para



soportarlas mientras duraran confiaba en la férrea resistencia de mi constitución.



»Así, aunque no todas, he detallado algunas de las consideraciones que me



indujeron a proyectar un viaje a la luna. Procederé ahora, si así place a vuestras



Excelencias, a comunicaros los resultados de una tentativa cuya concepción parece tan



audaz, y que en todo caso no tiene paralelo en los anales de la humanidad.



»Habiendo alcanzado la altitud antes mencionada —vale decir, tres millas y tres



cuartos— arrojé por la barquilla una cantidad de plumas, descubriendo que aun



ascendía con suficiente velocidad, por lo cual no era necesario privarme de lastre. Me



alegré de esto, pues deseaba guardar conmigo todo el peso posible por la sencilla razón



de que no tenía ninguna seguridad sobre la fuerza de atracción o la densidad



atmosférica de la luna. Hasta ese momento no sentía molestias físicas, respiraba con



entera libertad y no me dolía la cabeza. El gato descansaba tranquilamente sobre mi



chaqueta, que me había quitado, y contemplaba las palomas con un aire de nonchalance.



En cuanto a éstas, atadas por una pata para que no volaran, ocupábanse activamente de



picotear los granos de arroz que les había echado en el fondo de la barquilla.



»A las seis y veinte el barómetro acusó una altitud de 26.400 pies, o sea casi cinco



millas. El panorama parecía ilimitado. En realidad, resultaba fácil calcular, con ayuda de



la trigonometría esférica, el ámbito terrestre que mis ojos alcanzaban. La superficie



convexa de un segmento de esfera es a la superficie total de la esfera lo que el senoverso



del segmento al diámetro de la esfera. Ahora bien, en este caso, el senoverso —vale decir



el espesor del segmento por debajo de mí— era aproximadamente igual a mi elevación,



o a la elevación del punto de vista sobre la superficie. «De cinco a ocho millas»



expresaría, pues, la proporción del área terrestre que se ofrecía a mis miradas. En otras



palabras, estaba contemplando una decimosextava parte de la superficie total del globo.



El mar aparecía sereno como un espejo, aunque el telescopio me permitió advertir que



se hallaba sumamente encrespado. Ya no se veía el navío, que al parecer había derivado



hacia el este. Empecé a sentir fuertes dolores de cabeza a intervalos, especialmente en la



región de los oídos, aunque seguía respirando con bastante libertad. El gato y las



palomas no parecían sentir molestias.



»A las siete menos veinte el globo entró en una región de densas nubes, que me



ocasionaron serias dificultades, dañando mi aparato condensador y empapándome



hasta los huesos; fue éste, por cierto, un singular rencontre, pues jamás había creído



posible que semejante nube estuviera a tal altura. Me pareció conveniente soltar dos



pedazos de cinco libras de lastre, conservando un peso de ciento sesenta y cinco libras.



Gracias a esto no tardé en sobrevolar la zona de las nubes, y al punto percibí que mi



velocidad ascensional había aumentado considerablemente. Pocos segundos después de



salir de la nube, un relámpago vivísimo la recorrió de extremo a extremo, incendiándola



en toda su extensión como si se tratara de una masa de carbón ardiente. Esto ocurría,



como se sabe, a plena luz del día. Imposible imaginar la sublimidad que hubiese



asumido el mismo fenómeno en caso de producirse en las tinieblas de la noche. Sólo el



infierno hubiera podido proporcionar una imagen adecuada. Tal como lo vi, el



espectáculo hizo que el cabello se me erizara mientras miraba los abiertos abismos,



dejando descender la imaginación para que vagara por las extrañas galerías



abovedadas, los encendidos golfos y los rojos y espantosos precipicios de aquel terrible e



insondable incendia. Me había salvado por muy poco. Si el globo hubiese permanecido



un momento más dentro de la nube, es decir, si la humedad de la misma no me hubiera



decidido a soltar lastre, probablemente no hubiera escapado a la destrucción. Esta clase



de peligros, aunque poco se piensa en ellos, son quizá los mayores que deben afrontar



los globos. Pero ahora me encontraba a una altitud demasiado grande como para que el



riesgo volviera a presentarse.



»Subíamos rápidamente, y a las siete en punto el barómetro indicó nueve millas y



media. Empecé a experimentar una gran dificultad respiratoria. La cabeza me dolía



muchísimo y, al sentir algo húmedo en las mejillas, descubrí que era sangre que .me



salía en cantidad por los oídos. Mis ojos me preocuparon también mucho. Al pasarme la



mano por ellos me pareció que me sobresalían de las órbitas; veía como distorsionados



los objetos que contenía el globo, y a éste mismo. Los síntomas excedían lo que había



supuesto y me produjeron alguna alarma. En este momento; obrando con la mayor



imprudencia e insensatez, arrojé tres piezas de cinco libras de lastre. La velocidad



acelerada del ascenso me llevó demasiado rápidamente y sin la gradación necesaria a



una capa altamente enrarecida de la atmósfera, y estuvo a punto de ser fatal para mi



expedición y para mí mismo. Súbitamente me sentí presa de un espasmo que duró más



de cinco minutos, y aun después de haber cedido en cierta medida, seguí respirando a



largos intervalos, jadeando de la manera más penosa, mientras sangraba copiosamente



por la nariz y los oídos, y hasta ligeramente por los ojos. Las palomas parecían sufrir



mucho y luchaban por escapar, mientras el gato maullaba desesperadamente y, con la



lengua afuera, movíase tambaleando de un lado a otro de la barquilla, como si estuviera



envenenado. Demasiado tarde descubrí la imprudencia que había cometido al soltar el



lastre. Supuse que moriría en pocos minutos. Los sufrimientos físicos que



experimentaba contribuían además a incapacitarme casi por completo para hacer el



menor esfuerzo en procura de salvación. Poca capacidad de reflexión me quedaba, y la



violencia del dolor de cabeza parecía crecer por instantes. Me di cuenta de que los



sentidos no tardarían en abandonarme, y ya había aferrado una de las sogas



correspondientes a la válvula de escape, con la idea de intentar el descenso, cuando el



recuerdo de la broma que les había jugado a mis tres acreedores, y sus posibles



consecuencias para mí, me detuvieron por el momento. Me dejé caer en el fondo de la



barquilla, luchando por recuperar mis facultades. Lo conseguí hasta el punto de pensar



en la conveniencia de sangrarme. Como no tenía lanceta, me vi precisado a



arreglármelas de la mejor manera posible, cosa que al final logré cortándome una vena



del brazo izquierdo con mi cortaplumas.



»Apenas había empezado a correr la sangre cuando noté un sensible alivio. Luego



de perder aproximadamente el contenido de media jofaina de dimensiones ordinarias, la



mayoría de los síntomas más alarmantes desaparecieron por completo. De todos modos



no me pareció prudente enderezarme en seguida, sino que, después de atarme el brazo



lo mejor que pude, seguí descansando un cuarto de hora. Pasado este plazo me levanté,



sintíéndome tan libre de dolores como lo había estado en la primera parte de la



ascensión. No obstante seguía teniendo grandísimas dificultades para respirar, y



comprendí que pronto habría llegado el momento de utilizar mí condensador. En el



ínterin miré a la gata, que había vuelto a instalarse cómodamente sobre mi chaqueta, y



descubrí con infinita sorpresa que había aprovechado la oportunidad de mi



indisposición para dar a luz tres gatitos. Esto constituía un aumento completamente



inesperado en el número de pasajeros del globo, pero no me desagradó que hubiera



ocurrido; me proporcionaba la oportunidad de poner a prueba la verdad de una



conjetura que, más que cualquier otra, me había impulsado a efectuar la ascensión.



Había imaginado que la resistencia habitual a la presión atmosférica en la superficie de



la tierra era la causa de los sufrimientos por los que pasa toda vida a cierta distancia de



esa superficie. Si los gatitos mostraban síntomas equivalentes a los de la madre, debería



considerar como fracasada mi teoría, pero si no era así, entendería el hecho como una



vigorosa confirmación de aquella idea.



»A las ocho de la mañana había alcanzado una altitud de diecisiete millas sobre el



nivel del mar. Así, pues, era evidente que mi velocidad ascensional no sólo iba en



aumento, sino que dicho aumento hubiera sido verificable aunque no hubiese tirado el



lastre como lo había hecho. Los dolores de cabeza y de oídos volvieron a intervalos y



con mucha violencia, y por momentos seguí sangrando por la nariz; pero, en general,



sufría mucho menos de lo que podía esperarse. Mi respiración, empero, se volvía más y



más difícil, y cada inspiración determinaba un desagradable movimiento espasmódico



del pecho. Desempaqué, pues, el aparato condensador y lo alisté para su uso inmediato.



»A esta altura de mi ascensión el panorama que ofrecía la tierra era magnífico. Hacia



el oeste, el norte y el sur, hasta donde alcanzaban mis ojos, se extendía la superficie



ilimitada de un océano en aparente calma, que por momentos iba adquiriendo una



tonalidad más y más azul. A grandísima distancia hacia el este, aunque discernibles con



toda claridad, veíase las Islas Británicas, la costa atlántica de Francia y España, con una



pequeña porción de la parte septentrional del continente africano. Era imposible



advertir la menor señal de edificios aislados, y las más orgullosas ciudades de la



humanidad se habían borrado completamente de la faz de la tierra.



»Lo que más me asombró del aspecto de lis cosas de abajo fue la aparente



concavidad de la superficie del globo. Bastante irreflexivamente había esperado



contemplar su verdadera convexidad a medida que subiera, pero no tardé en explicarme



aquella contradicción. Una línea tirada perpendicularmente desde mi posición a la tierra



hubiera formado la perpendicular de un triángulo rectángulo, cuya base se hubiera



extendido desde el ángulo recto hasta el horizonte, y la hipotenusa desde el horizonte



hasta mi posición. Pero mi lectura era poco o nada en comparación con la perspectiva



que abarcaba. En otras palabras, la base y la hipotenusa del supuesto triángulo hubieran



sido en este caso tan largas, comparadas con la perpendicular, que las dos primeras



hubieran podido considerarse casi paralelas. De esta manera el horizonte del aeronauta



aparece siempre como si estuviera al nivel de la barquilla. Pero, como el punto situado



inmediatamente debajo de él le parece estar —y está— a gran distancia, da también la



impresión de hallarse a gran distancia por debajo del horizonte. De ahí la aparente



concavidad, que habrá de mantenerse hasta que la elevación alcance una proporción tan



grande con el panorama, que el aparente paralelismo de la base y la hipotenusa



desaparezca.



»A esta altura las palomas parecían sufrir mucho. Me decidí, pues, a ponerlas en



libertad. Desaté primero una, bonitamente moteada de gris, y la posé sobre el borde de



la barquilla. Se mostró muy inquieta; miraba ansiosamente a todas partes, agitando las



alas y arrullando suavemente, pero no pude persuadirla de que se soltara del borde. Por



fin la agarré, arrojándola a unas seis yardas del globo. Pero, contra lo que esperaba, no



mostró ningún deseo de descender, sino que luchó con todas sus fuerzas por volver,



mientras lanzaba fuertes y penetrantes chillidos. Logró por fin alcanzar su posición



anterior, mas apenas lo había hecho cuando apoyó la cabeza en el pecho y cayó muerta



en la barquilla.



»La otra fue más afortunada, pues para impedir que siguiera el ejemplo de su



compañera y regresara al globo, la tiré hacia abajo con todas mis fuerzas, y tuve el placer



de verla continuar su descenso con gran rapidez, haciendo uso de sus alas de la manera



más natural. Muy pronto se perdió de vista, y no dudo de que llegó sana y salva a casa.



La gata, que parecía haberse recobrado muy bien de su trance, procedió a comerse con



gran apetito la paloma muerta, y se durmió luego satisfechísima. Sus gatitos parecían



sumamente vivaces y no mostraban la menor señal de malestar.



»A las ocho y cuarto, como me era ya imposible inspirar aire sin los más intolerables



dolores, procedí a ajustar a la barquilla la instalación correspondiente al condensador.



Dicho aparato requiere algunas explicaciones, y vuestras Excelencias deberán tener



presente que mi finalidad, en primer término, consistía en aislarme y aislar



completamente la barquilla de la atmósfera altamente enrarecida en la cual me



encontraba, a fin de introducir en el interior de mi compartimento, y por medio de mi



condensador, una cantidad de la referida atmósfera suficientemente condensada para



poder respirarla. Con esta finalidad en vista, había preparado una envoltura o saco muy



fuerte, perfectamente impermeable y flexible. Toda la barquilla quedaba contenida



dentro de este saco. Vale decir que, luego de tenderlo por debajo del fondo de la cesta de



mimbre y hacerlo subir por los lados, lo extendí a lo largo de las cuerdas hasta el borde



superior o aro al cual estaba atada la red del. globo. Una vez levantado el saco, cerrando



por completo todos los lados y el fondo, había que asegurar su abertura o boca, pasando



la tela sobre el aro de la red o, en otras palabras, entre la red y el aro. Pero si la red



quedaba separada del aro para permitir dicho pasó, ¿cómo se sostendría entretanto la



barquilla? Pues bien, la red no estaba atada de manera fija al aro, sino sujeta a éste



mediante una serie de presillas o lazos. Por tanto, sólo había que desatar unos cuantos



de estos lazos por vez, dejando la barquilla suspendida de los restantes. Insertada así



una porción de tela que constituía la parte superior del saco, volví a ajustar los lazos, ya



no al aro, pues ello hubiera sido imposible desde el momento que ahora intervenía la



tela, sino a una serie de grandes botones asegurados en la tela misma, a unos tres pies



por debajo de la abertura del saco; los intervalos entre los botones correspondían a los



intervalos entre los lazos. Hecho esto, aflojé otra cantidad de lazos del aro, introduje una



nueva porción de la tela y los lazos sueltos fueron a su vez conectados con sus botones



correspondientes. De esta manera pude insertar toda la parte superior del saco entre la



red y el aro. Como es natural, este último cayó entonces dentro de la barquilla, mientras



el peso de ésta quedaba sostenido tan sólo por la fuerza de los botones.



»A primera vista este dispositivo podría parecer inadecuado, pero no era así, pues



los botones eran fortísimos y estaban tan cerca uno del otro que sólo les tocaba soportar



individualmente un pequeño peso. Aunque la barquilla y su contenido hubiesen sido



tres veces más pesados, no me habría sentido intranquilo.



»Procedí luego a levantar otra vez el aro por dentro de la envoltura de goma elástica



y lo inserté casi a su altura anterior por medio de tres soportes muy livianos preparados



al efecto. Hice esto, como se comprenderá, a fin de mantener distendido el saco en su



terminación, de modo que la parte inferior de la red conservara su posición normal. Sólo



me faltaba ahora cerrar la abertura del saco, y lo hice rápidamente, juntando los pliegues



de la tela y retorciéndolos apretadamente desde dentro por medio de una especie de



tourniquet fijo.



»A los lados de este envoltorio ajustado a la barquilla había tres cristales espesos



pero muy transparentes, por los cuales podía ver sin la menor dificultad en todas las



direcciones horizontales. En la parte del saco que constituía el fondo había una cuarta



ventanilla del mismo género, que correspondía a una pequeña abertura en el piso de la



barquilla. Esto me permitía ver hacia abajo, pero, en cambio, no había podido ajustar un



dispositivo similar en la parte superior, dada la forma en que se cerraba el saco y las



arrugas que formaba, por lo cual no podía esperar ver los objetos situados en el cenit. De



todas maneras la cosa no tenía importancia, pues aun en el caso de haber colocado una



mirilla en lo alto, el globo mismo me hubiera impedido hacer uso de ella.



»A un pie por debajo de una de las mirillas laterales había un orificio circular, de tres



pulgadas de diámetro, en el cual había fijado una rosca de bronce. A esta rosca se



atornillaba el largo tubo del condensador, cuyo cuerpo principal se encontraba,



naturalmente, dentro de la cámara de caucho. Por medio del vacío practicado en la



máquina, dicho tubo absorbía una cierta cantidad de atmósfera circundante y la



introducía en estado de condensación en la cámara de caucho, donde se mezclaba con el



aire enrarecido ya existente. Una vez que la operación se había repetido varias veces, la



cámara quedaba llena de aire respirable. Pero, como en un espacio tan reducido no



podía tardar en viciarse a causa de su continuo contacto con los pulmones, se lo



expulsaba con ayuda de una pequeña válvula situada en el fondo de la barquilla; el aire



más denso se proyectaba de inmediato a la enrarecida atmósfera exterior. Para evitar el



inconveniente de que se produjera un vacío total en la cámara, esta purificación no se



cumplía de una vez, sino progresivamente; para ello la válvula se abría unos pocos



segundos y volvía a cerrarse, hasta que uno o dos impulsos de la bomba del



condensador reemplazaban el volumen de la atmósfera desalojada. Por vía de



experimento instalé a la gata y sus gatitos en una pequeña cesta que suspendí fuera de



la barquilla por medio de un sostén en el fondo de ésta, al lado de la válvula de escape,



que me servía para alimentarlos toda vez que fuera necesario. Esta instalación, que dejé



terminada antes de cerrar la abertura de la cámara, me dio algún trabajo, pues debí



emplear una de las perchas que he mencionado, a la cual até un gancho. Tan pronto un



aire más denso ocupó la cámara, el aro y las pértigas dejaron de ser necesarias, pues la



expansión de aquella atmósfera encerrada distendía fuertemente las paredes de caucho.



»Cuando hube terminado estos arreglos y llenado la cámara como acabo de explicar,



eran las nueve menos diez. Todo el tiempo que pasé así ocupado sufría una terrible



opresión respiratoria, y me arrepentí amargamente de la negligencia o, mejor, de la



temeridad que me había hecho dejar para último momento una cuestión tan importante.



Mas apenas estuvo terminada, comencé a cosechar los beneficios de mi invención. Volví



a respirar libre y fácilmente. Me alegró asimismo descubrir que los violentos dolores que



me habían atormentado hasta ese momento se mitigaban casi completamente. Todo lo



que me quedaba era una leve jaqueca, acompañada de una sensación de plenitud o



hinchazón en las muñecas, los tobillos y la garganta. Parecía, pues, evidente que gran



parte de las molestias derivadas de la falta de presión atmosférica habían desaparecido



tal como lo esperara, y que muchos de los dolores padecidos en las últimas horas debían



atribuirse a los efectos de una respiración deficiente.



»A las nueve menos veinte, es decir, muy poco antes de cerrar la abertura de la



cámara, el mercurio llegó a su límite y dejó de funcionar el barómetro, que, como ya he



dicho, era especialmente largo. Indicaba en ese momento una altitud de 132.000 pies, o



sea veinticinco millas, vale decir que me era dado contemplar una superficie terrestre no



menor de la trescientas veinteava parte de su área total. A las nueve perdí de vista las



tierras al este, no sin antes advertir que el globo derivaba rápidamente hacia el



nornoroeste. El océano por debajo de mi conservaba su aparente concavidad, aunque mi



visión se veía estorbada can frecuencia por las masas de nubes que flotaban de un lado a



otro.



»A las nueve y media hice el experimento de arrojar un puñado de plumas por la



válvula. No flotaron como había esperado, sino que cayeron verticalmente como una



bala y en masa, a extraordinaria velocidad, perdiéndose de vista en un segundo. Al



principio no supe qué pensar de tan extraordinario fenómeno, pues no podía creer que



mi velocidad ascensional hubiera alcanzado una aceleración repentina tan prodigiosa.



Pero no tardó en ocurrírseme que la atmósfera se hallaba ahora demasiado rarificada



para sostener una mera pluma, y que, por lo tanto, caían a toda velocidad; lo que me



había sorprendido eran las velocidades unidas de su descenso y mi elevación.



»A las diez hallé que no tenía que ocuparme mayormente de nada. Todo marchaba



bien y estaba convencido de que el globo subía con una rapidez creciente, aunque ya no



tenia instrumentos para asegurarme de su progresión. No sentía dolores ni molestias de



ninguna clase, y estaba de mejor humor que en ningún momento desde mi partida de



Rotterdam; me ocupé, pues, de observar los diversos instrumentos y de regenerar la



atmósfera de la cámara. Decidí repetirlo cada cuarenta minutos, más para mantener mi



buen estado físico que porque la renovación fuese absolutamente necesaria. Entretanto



no pude impedirme anticipar el futuro. Mi fantasía corría a gusto por las fantásticas y



quiméricas regiones lunares. Sintiéndose por una vez libre de cadenas, la imaginación



erraba entre las cambiantes maravillas de una tierra sombría e inestable. Había de



pronto vetustas y antiquísimas florestas, vertiginosos precipicios y cataratas que se



precipitaban con estruendo en abismos sin fondo. Llegaba luego a las calmas soledades



del mediodía, donde jamás soplaba una brisa, donde vastas praderas de amapolas y



esbeltas flores semejantes a lirios se extendían a la distancia, silenciosas e inmóviles por



siempre. Y luego recorría otra lejana región, donde había un lago oscuro y vago,



limitado por nubes. Pero no sólo estas fantasías se posesionaban de mi mente. Horrores



de naturaleza mucho más torva y espantosa hacían su aparición en mi pensamiento,



estremeciendo lo más hondo de mi alma con la mera suposición de su posibilidad. Pero



no permitía que esto durara demasiado tiempo, pensando sensatamente que los peligros



reales y palpables de mi viaje eran suficientes para concentrar por entero mi atención.



»A las cinco de la tarde, mientras me ocupaba de regenerar la atmósfera de la



cámara, aproveché la oportunidad para observar a la gata y sus gatitos a través de la



válvula. Me pareció que la gata volvía a sufrir mucho, y no vacilé en atribuirlo a la



dificultad que experimentaba para respirar; en cuanto a mi experimento con los gatitos,



tuvo un resultado sumamente extraño. Como es natural, había esperado que mostraran



algún malestar, aunque en grado menor que su madre, y ello hubiese bastado para



confirmar mí opinión sobre —la resistencia habitual a la presión atmosférica. No estaba



preparado para descubrir, al examinarlos atentamente, que gozaban de una excelente



salud y que respiraban con toda soltura y perfecta regularidad, sin dar la menor señal de



sufrimiento. No me quedó otra explicación posible que ir aún más allá de mi teoría y



suponer que la atmósfera altamente rarificada que los envolvía no era quizá (como había



dado por sentado) químicamente suficiente para la vida animal, y que una persona



nacida en ese medio pudría acaso inhalarla sin el menor inconveniente, mientras que al



descender a los estratos más densas, en las proximidades de la tierra, soportaría torturas



de naturaleza similar a las que yo acababa de padecer. Nunca he dejada de lamentar que



un torpe accidente me privara en ese momento de mi pequeña familia de gatos,



impidiéndome adelantar en el conocimiento del problema en cuestión. Al pasar la mano



por la válvula, con un tazón de agua para la gata, se me enganchó la manga de la camisa



en el lazo que sostenía la pequeña cesta y lo desprendió instantáneamente del botón



donde estaba tomada. Si la cesta se hubiera desvanecido en el aire, no habría dejado de



verla con mayor rapidez. No creo que haya pasado más de un décimo de segunda entre



el instante en que se soltó y su desaparición. Mis buenos deseos la siguieron hasta tierra,



pero, naturalmente, no tenía la menor esperanza de que la gata o sus hijos vivieran para



contar lo que les había ocurrido.



»A las seis, noté que una gran porción del sector visible de la tierra se hallaba



envuelta en espesa oscuridad, que siguió avanzando con gran rapidez hasta que, a las



siete menos tinca, toda la superficie a la vista quedó cubierta por las tinieblas de la



noche. Pero pasó mucho tiempo hasta que los rayos del sol poniente dejaron de iluminar



el globo, y esta circunstancia, aunque claramente prevista, no dejó de producirme gran



placer. Era evidente que por la mañana contemplaría el astro rey muchas horas antes



que los ciudadanos de Rotterdam, a pesar de que se hallaban situados mucho más al



este, y que así, día tras día, en proporción a la altura alcanzada, gozaría más y más



tiempo de la luz solar. Me decidí por entonces a llevar un diario de viaje, registrando la



crónica diaria de veinticuatro horas continuas, es decir, sin tomar en consideración el



intervalo de oscuridad.



»A las diez, sintiendo sueño, resolví acostarme por el resto de la noche; pene



entonces se me presentó una dificultad que, por más obvia que parezca, había escapado



a mi atención. hasta el momento de que hablo. Si me ponía a dormir, como pensaba,



¿cómo regenerar entretanto la atmósfera de la cámara? Imposible respirar en ella por



más de una hora, y, aunque este término pudiera extenderse a una hora y cuarto, se



seguirían las más desastrosas consecuencias. La consideración de este dilema me



preocupó seriamente, y apenas se me creerá si digo que, después de todos los peligros



que había enfrentado, el asunto me pareció tan grave como para renunciar a toda



esperanza de llevar a buen fin mi designio y decidirme a iniciar el descenso.



»Mi vacilación, empero, fue sólo momentánea. Reflexioné que el hombre es esclavo



de la costumbre y que en la rutina de su existencia hay muchas cosas que se consideran



esenciales, y que lo son tan sólo porque se han convertido en hábitos. Cierto que no



podía pasarme sin dormir; pero fácilmente me acostumbraría, sin inconveniente alguno,



a despertar de hora en hora en el curso de mi descanso. Sólo se requerirían cinco



minutos como máximo para renovar por completo la atmósfera de la cámara, y la única



dificultad consistía en hallar un método que me permitiera despertar cada vez en el



momento requerido.



»Confieso que esta cuestión me resultó sumamente difícil. Conocía, por supuesto, la



historia del estudiante que, para evitar quedarse dormido sobre el libro, tenía en la



mano una bola de cobre, cuya caída en un recipiente del mismo metal colocado en el



suelo provocaba un estrépito suficiente para despertarlo si se dejaba vencer por la



modorra. Pero mi caso era muy distinto y no me permitía acudir a ningún expediente



parecido; no se trataba de mantenerme despierto, sino de despertar a intervalos



regulares. Al final di con un medio que, por simple que fuera, me pareció en aquel



momento de tanta importancia como la invención del telescopio, la máquina de vapor o



la imprenta.



»Necesario es señalar en primer término que, a la altura alcanzada, el globo



continuaba su ascensión vertical de la manera más serena, y que la barquilla lo



acompañaba con una estabilidad tan perfecta que hubiera resultado imposible registrar



en ella la más leve oscilación. Esta circunstancia me favoreció grandemente para la



ejecución de mi proyecto. La provisión de agua se hallaba contenida en cuñetes de cinco



galones cada uno, atados firmemente en el interior de la barquilla. Solté uno de ellos y,



tomando dos sogas, las até a través del borde de mimbre de la barquilla, paralelamente



y a un pie de distancia entre sí, para que formaran una especie de soporte sobre el cual



puse el cuñete y lo fijé en posición horizontal.



»A unas ocho pulgadas por debajo de las cuerdas, y a cuatro pies del fondo de la



barquilla, instalé otro soporte, pero éste de madera fina, utilizando el único trozo que



llevaba a bordo. Coloqué sobre él, justamente debajo de uno de los extremos del cuñete,



un pequeño pichel de barro. Practiqué luego un agujero en el extremo correspondiente



del. cuñete, al que adapté un tapón cónico de madera blanda. Empecé a ajustar y a



aflojar el tapón hasta que, luego de algunas pruebas, conseguí el punto necesario para



que el agua, rezumando del orificio y cayendo en el pichel de abajo, lo llenara hasta el



borde en sesenta minutos. Esto último pude calcularlo fácilmente, observando hasta



dónde se llenaba el recipiente en un período dado.



»Hecho esto, lo que queda por decir es obvio. Instalé mi cama en el piso de la



barquilla, de modo tal que mi cabeza quedaba exactamente bajo la boca del pichel. Al



cumplirse una hora, el pichel se llenaba por completo, y al empezar a volcarse lo hacia



por la boca, situada ligeramente más abajo que el borde. Ni que decir que el agua,



cayendo desde una altura de cuatro pies, me daba en la cara y me despertaba



instantáneamente del más profundo sueño.



»Eran ya las once cuando completé mis preparativos y me acosté en seguida, lleno



de confianza en la eficacia de mi invento. No me defraudó, por cierto. Puntualmente fui



despertado cada sesenta minutos por mi fiel cronómetro, y en cada oportunidad no



olvidé vaciar el pichel en la boca del cuñete, a la vez que me ocupaba del condensador.



Estas interrupciones regulares en mí sueño me causaron menos molestias de las que



había previsto, y cuando me levanté al día siguiente eran ya las siete y el sol se hallaba a



varios grados sobre la línea del horizonte.



»3 de abril.—El globo había alcanzado una inmensa altitud y la convexidad de la



tierra podía verse con toda claridad. Por debajo de mí, en el océano, había un grupo de



pequeñas manchas negras, indudablemente islas. Por encima, el cielo era de un negro



azabache y se veían brillar las estrellas; esto ocurría desde el primer día de vuelo. Muy



lejos, hacia el norte, percibí una línea muy fina, blanca y sumamente brillante, en el



borde mismo del horizonte, y no vacilé en suponer que se trataba del borde austral de



los hielos del mar polar. Mi curiosidad se avivó, pues confiaba en avanzar más hacia el



norte, y quizá en un momento dado quedara colocado justamente sobre el polo.



Lamenté que mi grandísima elevación impidiera en este caso hacer observaciones



detalladas; pero de todas maneras cabía cerciorarse de muchas cosas.



»Nada de extraordinario ocurrió durante el día. Los instrumentos funcionaron



perfectamente y el globo continuó su ascenso sin que se notara la menor vibración.



Hacía mucho frío, que me obligó a ponerme un abrigado gabán. Cuando la oscuridad



cubrió la tierra me acosté, aunque la luz del sol siguió brillando largas horas en mí



vecindad inmediata. El reloj de agua se mostró puntual y dormí hasta la mañana



siguiente, con las interrupciones periódicas ya señaladas.



»4 de abril.—Me levanté lleno de salud y buen ánimo y quedé asombrado al ver el



extraño cambio que se había producido en el aspecto del océano. En vez del azul



profundo que mostraba el día anterior, era ahora de un blanco grisáceo y de un brillo



insoportable. La convexidad del océano era tan marcada; que la masa de agua más



distante parecía estar cayendo bruscamente en el abismo del horizonte; por un momento



me quedé escuchando si se percibían los ecos de aquella inmensa catarata. Las islas no



eran ya visibles; no podría decir si habían quedado por debajo del horizonte, hacia el



sur, o si la creciente elevación impedía distinguirlas. Me inclinaba, sin embargo, a esta



última hipótesis. El borde de hielo al norte se divisaba cada vez con mayor claridad. El



frío disminuyó sensiblemente. No ocurrió nada de importancia y pasé el día leyendo,



pues había tenido la precaución de proveerme de libros.



»5 de abril.—Asistí al singular fenómeno de la salida del sol, mientras casi toda la



superficie visible de la tierra seguía envuelta en tinieblas. Pero luego la luz se extendió



sobre la superficie y otra vez distinguí la línea del hielo hacía el norte. Se veía muy



claramente y su coloración era mucho más oscura que la de las aguas oceánicas. No



cabía dudar de que me estaba aproximando a gran velocidad. Me pareció distinguir



nuevamente una línea de tierra hacia el este y también otra al oeste, pero sin seguridad.



Tiempo moderado. Nada importante sucedió durante el día. Me acosté temprano.



»6 de abril.—Tuve la sorpresa de descubrir el borde de hielo a una distancia bastante



moderada, mientras un inmenso campo helado se extendía hasta el horizonte. Era



evidente que si el globo mantenía su rumbo actual, no tardaría en situarse sobre el



océano polar ártico, y daba casi por descontado que podría distinguir el polo. Durante



todo el día continuamos aproximándonos a la zona del hielo. Al anochecer los límites de



mi horizonte se ampliaron súbitamente, lo cual se debía, sin duda, a la forma esferoidal



achatada de la tierra, y a mi llegada a la parte más chata en las vecindades del círculo



ártico. Cuando la oscuridad terminó de envolvernos me acosté lleno de ansiedad,



temeroso de que pasáramos por encima de lo que tanto deseaba observar sin que fuera



posible hacerlo.



»7 de abril.—Me levanté temprano y con gran alegría pude observar finalmente el



Polo Norte, pues no podía dudar de que lo era. Estaba allí, justamente debajo del



aeróstato; pero, ¡ay! , la altitud alcanzada por éste era tan enorme que nada podía



distinguirse en detalle. A juzgar por la progresión de las cifras indicadoras de las



distintas altitudes en los diferentes períodos desde las seis a. m. del dos de abril hasta



las nueve menos veinte a. m. del mismo día (hora en la cual el barómetro llegó a su



limite), podía inferirse que en este momento, a las cuatro de la mañana del siete de abril,



el globo había alcanzado . una altitud no menor de 7.254 millas sobre el nivel del mar.



Esta elevación puede parecer inmensa, pero el cálculo sobre el cual la había basado era



probablemente muy inferior a la verdad. Sea como fuere, en ese instante me era dado



contemplar la totalidad del diámetro mayor de la tierra; todo el hemisferio norte se



extendía por debajo de mí como una carta en proyección ortográfica; el gran círculo del



ecuador constituía el límite de mi horizonte. Empero, vuestras Excelencias pueden



fácilmente imaginar que las regiones hasta hoy inexploradas que se extienden más allá



del círculo polar ártico, si bien se hallaban situadas debajo del globo y, por tanto, sin la



menor deformación, eran demasiado pequeñas relativamente y estaban a una distancia



demasiado enorme del punto de vista como para que mi examen alcanzara una gran



precisión.



»Lo que pude ver, empero, fue tan singular como excitante. Al norte del enorme



borde de hielos ya mencionado, y que de manera general puede ser calificado como el



límite de los descubrimientos humanos en esas regiones, continúa extendiéndose una



capa de hielo ininterrumpida (o poco menos). En su primera parte, la superficie es muy



llana, hasta terminar en una planicie total y, finalmente, en una concavidad que llega



hasta el mismo polo, formando un centro circular claramente definido, cuyo diámetro



aparente subtendía con respecto al globo un ángulo de unos sesenta y cinco segundos, y



cuya coloración sombría, de intensidad variable, era más oscura que cualquier otro



punto del hemisferio visible, llegando en partes a la negrura más absoluta. Fuera de



esto, poco alcanzaba a divisarse. Hacia mediodía, el centro circular había disminuido en



circunferencia, y a las siete p. m. lo perdí de vista, pues el globo sobrepasó el borde



occidental del hielo y flotó rápidamente en dirección del ecuador.



»8 de abril.—Noté una sensible disminución en el diámetro aparente de la tierra,



aparte de una alteración en su color y su apariencia general. Toda el área visible



participaba en grados diferentes de una coloración amarillo pálido, que en ciertas partes



Legaba a tener una brillantez que hacía daño a la vista. Mi radio visual se veis, además,



considerablemente estorbado, pues la densa atmósfera contigua a la tierra estaba



cargada de nubes, entre cuyas masas sólo alcanzaba a divisar aquí y allá jirones de la



tierra. Estas dificultades para la visión directa me habían venido molestando más o



menos durante las últimas cuarenta y ocho horas, pero mi enorme altitud actual hacía



que las masas de nubes se juntaran, por así decirlo, y el obstáculo se volvía más y más



palpable en proporción a mi ascenso. Pude notar fácilmente, empero, que el globo



sobrevolaba la serie de los grandes lagos de Norteamérica, y que seguía un curso hacia



el sur que pronto me aproximaría a los trópicos. Esta circunstancia no dejó de llenarme



de satisfacción y la saludé como un augurio favorable de mi triunfo final. Por cierto que



la dirección seguida hasta ahora me había inquietado mucho, pues era evidente que si se



mantenía por más tiempo no me darla posibilidad alguna de llegar a la luna, cuya órbita



se halla inclinada con respecto a la eclíptica en un ángulo de tan sólo 5° 8' 48". Por más



raro que parezca, sólo en los últimos días empecé a comprender el gran error que había



cometido al no tomar como punto de partida desde la tierra algún lugar en el plano de



la elipse lunar.



»9 de abril.—El diámetro terrestre apareció hoy grandemente disminuido, y —el



color de la superficie adquiría de hora en hora un matiz más amarillento. El globo



mantuvo su rumbo al sur y llegó a las nueve p. m. al borde septentrional del golfo de



México.



»10 de abril.—Hacia las cinco de la mañana fui bruscamente despertado por un



estrépito, semejante a un terrible crujido, que no alcancé a explicarme. Duró muy poco,



pero me bastó oírlo para comprender que no se parecía a nada que hubiera escuchado



previamente en la tierra. Inútil decir que me alarmé muchísimo, atribuyendo aquel



ruido a la explosión del globo. Examiné atentamente los instrumentos sin descubrir



nada anormal. Pasé gran parte del día meditando sobre un hecho tan extraordinario,



pero no me fue posible arribar a ninguna explicación. Me acosté insatisfecho, en un



estado de gran ansiedad y agitación.



»11 de abril.—Descubrí una sorprendente disminución en el diámetro aparente de la



tierra y un considerable aumento, observable por primera vez, del de la luna, que



alcanzaría su plenitud pocos días más tarde. A esta altura se requería una prolongada y



extenuante labor para condensar suficiente aire atmosférico respirable en la cámara.



»12 de abril.—Una singular alteración se produjo en la dirección del globo, y,



aunque la había anticipado en todos sus detalles, me causó la más grande de las



alegrías. Habiendo alcanzado, en su rumbo anterior, el paralelo veinte de latitud sur, el



globo cambió súbitamente de dirección, volviéndose en ángulo agudo hacia el este, y así



continuó durante el día, manteniéndose muy cerca del plano exacto de la elipse lunar.



Merece señalarse que, como consecuencia de este cambio de ruta, se produjo una



perceptible oscilación de la barquilla, la cual se mantuvo con mayor o menor intensidad



durante muchas horas.



»13 de abril.—Volví a alarmarme seriamente por la repetición del violento ruido



crujiente que tanto me había aterrorizado el día 10. Pensé mucho en esto, sin alcanzar



una conclusión satisfactoria. El diámetro aparente de la tierra decreció muchísimo y



subtendía desde el globo un ángulo de poco más de veinticinco grados. No se veía la



luna, por hallarse casi en mi cenit. Seguimos en el plano de la elipse, pero avanzando



muy poco hacia el este.



»14 de abril.—Rapidísimo decrecimiento del diámetro de la tierra. Hoy me sentí



fuertemente impresionado por la idea de que el globo recorrería la línea de los ápsides



hacia el punto del perigeo; en otras palabras, que seguía la ruta directa que lo llevaría



inmediatamente a la luna en aquella parte de su órbita más cercana a la tierra. La luna



misma se hallaba inmediatamente sobre mí y, por lo tanto, oculta a mis ojos. Tuve que



trabajar dura y continuamente para condensar la atmósfera.



»15 de abril.—Ni siquiera los perfiles de los continentes y los mares podían trazarse



ya con claridad en la superficie de la tierra. Hacia las doce escuché por tercera vez el



horroroso sonido que tanto me había asombrado. Pero ahora continuaba cada vez con



más intensidad. Por fin, mientras estupefacto y aterrado aguardaba de segundo en



segundo no sé qué espantoso aniquilamiento, la barquilla vibró violentamente y una



masa gigantesca e inflamada de un material que no pude distinguir pasó con un fragor



de cien mil truenos a poca distancia del globo.



»Cuando mi temor y mi estupefacción se hubieron disipado un tanto, poco me costó



imaginar que se trataba de algún enorme fragmento volcánico proyectado desde aquel



mundo al cual me acercaba rápidamente; con toda probabilidad era una de esas extrañas



masas que suelen recogerse en la tierra y que a falta de mejor explicación se denominan



meteoritos.



»16 de abril.—Mirando hacia arriba lo mejor posible, es decir, por todas las



ventanillas alternativamente, contemplé con grandísima alegría una pequeña parte del



disco de la luna que sobresalía por todas partes de la enorme circunferencia de mi globo.



Una intensa agitación se posesionó de mí, pues pocas dudas me quedaban de que



pronto llegaría al término de mi peligroso viaje. El trabajo ocasionado por el



condensador había alcanzado un punto máximo y casi no me concedía un momento de



descanso. A esta altura no podía pensar en dormir. Me sentía muy enfermo, y todo mi



cuerpo temblaba a causa del agotamiento. Era imposible que una naturaleza humana



pudiese soportar por mucho más tiempo un sufrimiento tan grande. Durante el



brevísimo intervalo de oscuridad, un meteorito pasó nuevamente cerca del globo, y la



frecuencia de estos fenómenos me causó no poca aprensión.



»17 de abril.—Esta mañana hizo época en mi viaje. Se recordará que el 13 la tierra



subtendía un ángulo de veinticinco grados. El 14, el ángulo disminuyó mucho; el 15 se



observó un descenso aún más notable, y al acostarme, la noche del 16, verifiqué que el



ángulo no pasaba de los siete grados y quince minutos. ¡Cuál habrá sido entonces mi



asombro al despertar de un breve y penoso sueño, en la mañana de este día, y descubrir



que la superficie por debajo de mí había aumentado súbita y asombrosamente de



volumen, al punto de que su diámetro aparente subtendía un ángulo no menor de



treinta y nueve grados! Me quedé como fulminado. Ninguna palabra podría expresar el



infinito, el absoluto horror y estupefacción que me poseyeron y me abrumaron. Sentí



que me temblaban las rodillas, que me castañeteaban los dientes, mientras se me erizaba



el cabello. ¡Entonces... el globo había reventado! Fue la primera idea que corrió por mi



mente. ¡El globo había reventado... y estábamos cayendo, cayendo, con la más



impetuosa e incalculable velocidad! ¡A juzgar por la inmensa distancia tan rápidamente



recorrida, no pasarían más de diez minutos antes de llegar a la superficie del orbe y



hundirme en la destrucción!



»Pero, a la larga, la reflexión vino en mi auxilio. Me serené, reflexioné y empecé a



dudar. Aquello era imposible. De ninguna manera podía haber descendido a . semejante



velocidad. Además, si bien me estaba acercando a la superficie situada por debajo, no



cabía duda de que la velocidad del descenso era infinitamente menor de la que había



imaginado. Esta consideración sirvió para calmar la perturbación de mis facultades y



logré finalmente enfrentar el fenómeno desde un punto de vista racional. Comprendí



que el asombro me había privado w gran medida de mis sentidos, pues no había sido



capaz de apreciar la enorme diferencia entre aquella superficie situada por debajo de mí



y la de la madre tierra. Esta última se hallaba ahora sobre mi cabeza, completamente



oculta por el globo, mientras la luna —la luna en toda su gloria— se tendía debajo de mí



y a mis pies.



»El estupor y la sorpresa que me había producido aquel extraordinario cambio de



situaciones fueron quizá lo menos explicable de mi aventura, pues el bouleverserment



en cuestión no sólo era tan natural como inevitable, sino que lo había previsto mucho



antes, sabiendo que debería producirse cuando llegara al punto exacto del viaje donde la



atracción del planeta fuera superada por la atracción del satélite —o, más precisamente,



cuando la gravitación del globo hacia la tierra fuese menos poderosa que su gravitación



hacia la luna. Ocurrió, sin duda, que desperté de un profundo sueño con todos los



sentidos embotados, viéndome frente a un fenómeno que, si bien previsto, no lo estaba



en ese momento mismo. En cuanto a mí cambio de posición, debió producirse de



manera tan gradual como serena; de haber estado despierto en el momento en que tuvo



lugar, es dudoso que me hubiera dado cuenta por alguna señal interna, vale decir por



alguna irregularidad o trastorne de mi persona o de mis instrumentos.



»Resulta casi inútil decir que, apenas hube comprendido la verdad y superada el



terror que había absorbido todas las facultades de mi espíritu, concentré por completo



mi atención en la apariencia física de la luna. Se extendía por debajo de mi como un



mapa, y, aunque comprendí que se hallaba aún a considerable distancia, los detalles de



su superficie se me ofrecían con una claridad tan asombrosa como inexplicable. La



ausencia total de océanos o mares e incluso de lagos y ríos me pareció a primera vista el



rasgo más extraordinario de sus características geológicas. Y, sin embargo, por raro que



parezca, advertí vastas regiones llanas de carácter decididamente aluvial, si bien la



mayor parte del hemisferio se hallaba cubierto de innumerables montañas volcánicas de



forma cónica que daban una impresión de protuberancias artificiales antes que



naturales. La más alta no pasaba de tres millas y tres cuartos, pero un mapa de los



distritos volcánicos de los Campos Flegreos proporcionaría a vuestras Excelencias una



idea más clara de aquella superficie general que cualquier descripción insuficiente



intentada aquí. La mayoría de aquellos volcanes estaban en erupción y me dieron a



entender terriblemente su furia y su potencia con los repetidos truenos de los mal



llamados meteoritos, que subían en línea recta hasta el globo con una frecuencia más y



más aterradora.



»18 de abril.—Comprobé hoy un enorme aumento de la masa lunar, y la velocidad



evidentemente acelerada de mi descenso comenzó a llenarme de alarma. Se recordará



que en las primeras etapas de mis especulaciones sobre la posibilidad de llegar a la luna,



había contado en mis cálculos con la existencia de una atmósfera alrededor de ésta, cuya



densidad fuera proporcionada a la masa del planeta; todo ello a pesar de las numerosas



teorías contrarias, y cabe agregar, de la incredulidad general sobre la existencia de una



atmósfera lunar. Pero además de lo. que ya he indicado a propósito del cometa de Encke



y la luz zodiacal, mi opinión se había visto vigorizada por ciertas observaciones de Mr.



Schroeter, de Lilienthal. Este sabio observó la luna de dos días y medio, poco después de



ponerse el sol, antes de que la parte oscurecida se hiciera visible, y continuó



observándola hasta que fue perceptible. Los dos cuernos parecían afilarse en una ligera



prolongación y mostraban su extremo débilmente iluminado por los rayos del sol antes



de que cualquier parte del hemisferio en sombras fuera visible. Poco después, todo el



borde sombrío se aclaró. Esta prolongación de los cuernos más allá del semicírculo debía



provenir, según pensé, de la refracción de los rayos solares por la atmósfera de la luna.



Calculé también que la altura de la atmósfera (capaz de refractar en el hemisferio en



sombras suficiente luz para producir un crepúsculo más luminoso que la luz reflejada



por la tierra cuando la luna se halla a unos 32° de su conjunción) era de 1.356 pies; de



acuerdo con ello, supuse que la altura máxima capaz de refractar los rayos solares debía



ser de 5.376 pies.



»Mis ideas sobre este tópico se habían visto asimismo confirmadas por un pasaje del



volumen ochenta y dos de las Actas Filosóficas, donde se afirma que durante una



ocultación de los satélites de Júpiter por la luna, el tercero desapareció después de haber



sido indiscernible durante uno o dos segundas, y que el cuarto dejó de ser visible cerca



del limbo.



»Está de más decir que confiaba plenamente en la resistencia o, mejor dicho, en el



sostén de una atmósfera cuya densidad había supuesto, a fin de llegar sano y salvo a la



luna. Si al fin y al cabo me había equivocado, no podía esperar otra cosa que terminar mi



aventura haciéndome mil pedazos contra la rugosa superficie del satélite. No me



faltaban razones para sentirme aterrorizado. La distancia que me separaba de la luna era



comparativamente insignificante, en tanto que el trabajo que me daba el condensadas no



había disminuido en absoluto y no advertía la menor indicación de que el



enrarecimiento del aire comenzara a disminuir.



»19 de abril.—Esta mañana, para mi gran alegría, cuando la superficie de la luna



estaba aterradoramente cerca y mis temores llegaban a su colmo noté, a las nueve, que la



bomba del condensador daba señales evidentes de una alteración en la atmósfera. A las



diez, tenía ya razones para creer que la densidad había aumentado considerablemente.



A las once, poco trabajo se requería en el aparato, y a las doce, después de vacilar un



rato, me atreví a soltar el torniquete y, notando que nada desagradable ocurría, abrí



finalmente la cámara de goma y la arrollé a los lados de la barquilla.



»Como cabía esperar, un violento dolor de cabeza acompañado de espasmos fue la



inmediata consecuencia de tan precipitado y peligroso experimento. Pero aquellos



trastornos y la dificultad para respirar no eran tan grandes como para hacer peligrar mi



vida, y decidí soportarlos lo mejor posible, en la seguridad de que desaparecerían



apenas llegáramos a las capas inferiores más densas. Empero nuestra aproximación a la



luna continuaba a una enorme velocidad, y pronto me di cuenta, con alarma, de que si



bien no me había engañado al suponer una atmósfera de densidad proporcionada a la



masa del satélite, me había equivocado al creer que dicha densidad, aun la más próxima



a la superficie, sería capaz de sostener el gran peso de la barquilla del aeróstato. Así



debería haber sido y en grado igual que en la superficie terrestre, suponiendo la



pesantez de los cuerpos en razón de la condensación atmosférica en cada planeta. Pero



no era así, sin embargo, como bien se veía por mi precipitada caída; y el por qué de ello



sólo puede explicarse con referencia a las posibles perturbaciones geológicas a las cuales



ya me he referido.



»Sea como fuere, estaba muy cerca del planeta, bajando a una velocidad terrible. No



perdí un instante, pues, en tirar por la borda el lastre, luego los cuñetes de agua, el



aparato condensador y la cámara de caucho, y por fin todo lo que contenía la barquilla.



Pero de nada me sirvió. Continuaba descendiendo a una terrible velocidad y me hallaba



a penas a media milla del suelo. Como último recurso, y después de arrojar mi chaqueta,



sombrero y botas, acabé cortando la barquilla misma, que era sumamente pesada; y así,



colgado con ambas manos de la red, tuve apenas tiempo de observar que toda la región



hasta donde alcanzaban mis miradas estaba densamente poblada de pequeñas



construcciones, antes de caer de cabeza en el corazón de una fantástica ciudad, en el



centro de una enorme multitud de pequeños y feísimos seres que, en vez de



preocuparse en lo más mínimo por auxiliarme, se quedaron corno un montón de idiotas,



sonriendo de la manera más ridícula y mirando de reojo al globo y a mí mismo.



Alejándome desdeñosamente de ellos, alcé los ojos al cielo para contemplar la tierra que



tan poco antes había abandonado, acaso para siempre, y la vi como un enorme y



sombrío escudo de bronce, de dos grados de diámetro, inmóvil en el cielo y guarnecida



en uno de sus bordes con una medialuna del oro más brillante. Imposible descubrir la



más leve señal de continentes o mares; el globo aparecía lleno de manchas variables, y se



advertían, como si fuesen fajas, las zonas tropicales y ecuatoriales.



»Así, con permiso de vuestras Excelencias, luego de una serie de grandes angustias,



peligros jamás oídos y escapatorias sin paralela, llegué por fin sano y salvo, a los



diecinueve días de mí partida de Rotterdam, al fin del más extraordinario de los viajes, y



el más memorable jamás cumplido, comprendido a imaginado por ningún habitante de



la tierra. Pero mis aventuras están aún por relatar. Y bien imaginarán vuestras



Excelencias que, después de una residencia de cinco años en un planeta no sólo muy



interesante por sus características propias, sino doblemente interesante por su intima



conexión, en calidad de satélite; coa el mundo habitado por el hombre, me halla en



posesión de conocimientos destinados confidencialmente al Colegio de Astrónomos del



Estado, y harto más importante que los detalles, por maravillosos que sean, del viaje tan



felizmente concluido.



»He aquí, en una palabra, la cuestión. Tengo muchas, muchísimas cosas que daría a



conocer con el mayor gusto; mucho que decir del clima del planeta; de sus maravillosas



alternancias de calor y frío; de la ardiente y despiadada luz salar que dura una quincena,



y la frigidez más que polar que domina en la siguiente; del constante traspaso de



humedad, por destilación semejante a la que se practica al vacío, desde el punto situado



debajo del sol al punto más alejado del mismo; de una zona variable de agua corriente;



de las gentes en sí; de sus maneras, costumbres e instituciones políticas; de su peculiar



constitución física; de su fealdad; de su falta de orejas, apéndices inútiles en una



atmósfera a tal punto modificada; de su consiguiente ignorancia del uso y las



propiedades del lenguaje; de sus ingeniosos medios de intercomunicación, que lo



reemplazan; de la incomprensible conexión entre cada individuo de la luna con algún



individuo de la tierra, conexión análoga y sometida a la de las esferas del planeta y el



satélite, y por medio de la cual la vida y los destinos de los habitantes del uno están



entretejidos con la vida y los destinos de los habitantes del otro; y, por sobre todo, con



permiso de vuestras Excelencias, de los negros y horrendos misterios existentes en las



regiones exteriores de la luna, regiones que, debido a la casi milagrosa concordancia de



la rotación del satélite sobre su eje con su revolución sideral en torno a la tierra, jamás



han sido expuestas, y nunca lo serán si Dios quiere, al escrutinio de los telescopios



humanos. Todo esto y más, mucho más, me sería grato detallar. Pero, para ser breve,



debo recibir mi recompensa. Ansío volver a mi familia y a mi hogar, y, como precio de



la luz que está en mi mano arrojar sobre importantísimas ramas de la ciencia física y



metafísica, me permito solicitar, por intermedio de vuestra honorable corporación, que



me sea perdonado el crimen que cometí al partir de Rotterdam, o sea la muerte de mis



acreedores. Tal es el motivo de esta comunicación. Su portador, un habitante de la luna



a quien he persuadido y adiestrado para que sea mi mensajero en la tierra, esperará la



decisión que plazca a vuestras excelencias, y retornará trayéndome el perdón solicitado,



si es posible obtenerlo.



»Tengo el honor de saludar respetuosamente a vuestras excelencias.



»Vuestro humilde servidor,



Hans Pfaall.»



Se afirma que, al concluir la lectura de este extraordinario documento, el profesor



Rubadub dejó caer al suelo su pipa, en el colmo de la sorpresa, mientras Mynheer



Superbus Von Underduk, luego de quitarse los anteojos, limpiarlos y ponérselos en el



bolsillo, olvidaba su dignidad al punto de girar tres veces sobre sus talones, en una



quintaesencia de asombro y admiración. No cabía la menor duda: el perdón sería



acordado. Así lo decidió redondamente el profesor Rubadub, y así lo pensó finalmente



el ilustre Von Underduk, mientras tomaba del brazo a su colega y, sin decir palabra, se



lo llevaba a su casa para deliberar sobre las medidas que convendría adoptar. Ya en la



puerta de la casa del burgomaestre, el profesor se atrevió a decir que, como el mensajero



había considerado prudente desaparecer —asustado mortalmente, sin duda, por la



salvaje apariencia de los burgueses de Rotterdam—, de muy poco serviría el perdón, ya



que sólo un selenita se atrevería a intentar un viaje semejante. El burgomaestre convino



en la verdad de esta observación, y el asunto quedó finiquitado. Pero no pasó lo mismo



con los rumores y las conjeturas. Una vez publicada, la carta dio origen a toda clase de



murmuraciones y pareceres. Algunos que se pasaban de listos quedaron en ridículo al



afirmar que aquello era una superchería. Pero entre gentes así, todo lo que excede el



nivel de su comprensión es siempre una superchería. Por mi parte no alcanzo a



imaginar en qué se fundaban para sostener semejante acusación. Veamos lo que decían:



Primero: Que ciertos bromistas de Rotterdam tenían especial antipatía a ciertos



burgomaestres y astrónomos.



Segundo: Que un enano de extraño aspecto, de profesión malabarista, a quien le



faltaban las orejas por haberle sido cortadas en castigo de algún delito, había



desaparecido de su casa, en la vecina ciudad de Brujas.



Tercero: Que los periódicos que forraban por completo el pequeño, globo eran



periódicos holandeses y, por tanto, no podían proceder de la luna. Eran papeles sucios,



sumamente sucios, y Gluck, el impresor hubiera Jurado por la Biblia que habían sido



impresos en Rotterdam.



Cuarto: Que el muy malvado borracho de Hans Pfaall en persona, y los tres



holgazanes que llama sus acreedores, habían sido vistos no hace más de dos o tres días



en una taberna de los suburbios, al regresar con dinero en los bolsillos de un viaje de



ultramar.



Finalmente: Que existía una opinión general, o que debería serlo, según la cual el



Colegio de Astrónomos de la ciudad de Rotterdam, al igual que todos los otros colegios



parecidos del mundo —para no mencionar a los colegios y astrónomos en general—, no



era ni mejor, ni más grande, ni más sabio de lo que hubiera debido ser.



Sombra



Shadow — A parable, 1935



En verdad, aunque yo marche a través



del valle de la Sombra...



Salmos

de D

AVID



Vosotros que me leéis, vosotros estáis todavía entre los vivos pero yo que escribo, yo



habré hace ya mucho tiempo partido para la región de las sombras. Porque, en verdad,



extrañas cosas sucederán, muchas cosas secretas serán reveladas, y bien de siglos



pasarán antes de que estas notas sean vistas por los hombres. Y cuando las hayan visto,



los unos no creerán, otros dudarán, y bien pocos de entre ellos encontrarán materia de



meditación en los caracteres que yo grabo sobre estas tabletas con un punzón de hierro.



El año había sido un año de terror, lleno de sentimientos más intensos que el terror,



sentimientos para los cuales no hay nombre en la tierra. Porque muchos prodigios y



signos habían tenido lugar, y de todos lados sobre la tierra y el mar, las alas negras de la



Peste se habían desplegado ampliamente. Aquellos sin embargo que eran sabios en



conocer las estrellas no ignoraban que los cielos tenían un aspecto de desgracia. Y para



mí, entre otros, el griego Oinos, era evidente que alcanzábamos el retorno de este



setecientos noventa y cuatro año en el que, a la entrada del Carnero, el planeta Júpiter



hace su conjunción con el rojo anillo del terrible Saturno. El espíritu particular de los



cielos, si no me equivoco grandemente, manifestaba su potencia no solamente sobre el



globo físico de la tierra sino también sobre las almas, los pensamientos y las



meditaciones de la humanidad.



Una noche, éramos siete en el fondo de un noble palacio, en una oscura ciudad



llamada Ptolemais, sentados alrededor de unos frascos de un vino púrpura de Chios. Y



nuestra estancia no tenía otra entrada que una alta puerta de bronce. Y la puerta había



sido trabajada por el artesano Corinnos, era de una rara manufactura y cerraba por



dentro. Paralelamente, negros tapices, protegiendo aquella cámara melancólica, nos



ahorraba el aspecto de la luna, de las estrellas lúgubres y de las calles despobladas. Pero



el presentimiento y el recuerdo del Azote no habían podido ser excluidos tan fácilmente.



Había alrededor de nosotros, cerca de nosotros, cosas de las cuales no puedo dar cuenta



fácilmente —cosas materiales y espirituales—, una pesadez en la atmósfera —una



sensación de ahogo, una angustia—, y, por encima de todo, esa terrible manera de vivir



que subsiste en las personas nerviosas cuando los sentidos están cruelmente vivos y



despiertos y las facultades del espíritu permanecen embotadas y sin fuerza. Un peso



mortal nos agobiaba. Se extendía sobre nuestros miembros, sobre el amueblado de la



sala, sobre los vasos en los cuales bebíamos, y todas las cosas parecían oprimidas y



postradas en este aniquilamiento. Todo, excepto las llamas de las siete lámparas de



hierro que iluminaban nuestra orgía. Se alargaban en delgadas redes de luz, inmutables,



quemando pálidas e inmóviles; y, en la mesa de ébano alrededor de la cual estábamos



sentados, y que su brillo transformaba en espejo, cada uno de los invitados contemplaba



la palidez de su propia cara y el relumbre inquieto de los ojos apagados de sus



camaradas. Sin embargo, desplegábamos nuestras risas y estábamos alegres a nuestra



manera —una manera histérica— y cantábamos canciones de Anacreonte —que no son



sino una locura— y bebíamos largamente —aunque la púrpura del vino nos recordaba



la púrpura de la sangre—. Mas había en la habitación un octavo personaje, el joven



Zoilus. Muerto, tendido a lo largo y amortajado, él era el genio y el demonio de la



escena. ¡Ay! Él no tomaba parte en nuestra diversión, salvo que su rostro, convulso por



el mal, y sus ojos, en los cuales la Muerte no había apagado sino a medias el fuego de la



peste, parecían prestar a nuestra alegría tanto interés como los muertos son capaces de



participar en la alegría de aquellos que deben morir. Pese a que yo, Oinos, sintiese los



ojos del difunto fijos en mí, me esforzaba sin embargo en no comprender la amargura de



su expresión y miraba obstinadamente a las profundidades del espejo de ébano y



cantaba con voz alta y sonora las canciones del poeta de Teos. Pero gradualmente mi



canto fue cesando y los ecos, rodando a lo lejos entre las negras tapicerías de la sala, se



hicieron débiles, intintos, y se desvanecieron. Y he aquí que del fondo de esos tapices



negros se alzó una sombra, oscura, indefinida. Una sombra parecida a aquella que la



luna, cuando está baja en el cielo, es capaz de dibujar tras el cuerpo de un hombre. Pero



no era la sombra ni de un hombre ni de un Dios ni de ningún ser conocido. Y temblando



un instante entre las tapicerías, se quedó al fin, visible y derecha, sobre la superficie de



la puerta de bronce. Pero la sombra era vaga, sin forma, indefinida. Aquella no era la



sombra ni de un hombre ni de un dios, no era la sombra ni de un dios de Grecia, ni la de



un dios de Caldea, ni tampoco la de ningún dios egipcio. Y la sombra reposaba sobre la



puerta de bronce y bajo la cornisa y no se movía y no pronunciaba ni una palabra, pero,



fijándose cada vez más, permaneció inmóvil. Y la puerta sobre la cual la sombra



reposaba estaba, si mal no recuerdo, contra los pies del joven Zoilus amortajado. Pero



nosotros, los siete compañeros, habiendo visto la sombra, viendo como salía de entre los



tapices, no osábamos contemplarla fijamente. Bajábamos los ojos y seguíamos



contemplándonos en las profundidades del espejo de ébano. Y a la larga, yo, Oinos, me



atreví a pronunciar unas palabras en voz baja y pregunté a la sombra su morada y su



nombre. Y la sombra respondió:



—Yo soy SOMBRA y mi morada está al lado de las Catacumbas de Ptolemais, y muy



cerca de esas sombras planas infernales que rodean al impuro canal de Caronte.



Y entonces, los siete, nos incorporamos horrorizados de nuestros asientos y



quedamos temblorosos, estremecidos, espantados. Porque el timbre de la voz de una



sombra no era el timbre de un solo individuo, sino el de una multitud de seres. Y



aquella voz, variando sus inflexiones de sílaba en sílaba, caía confusamente en nuestras



orejas imitando los acentos conocidos y familiares de mil y mil amigos desaparecidos.



El rey Peste



(Historia que contiene una alegoría)



King Pest the first. A tale containing an allegory, 1835



Los dioses sufren y autorizan muy bien entre los reyes



cosas que les horrorizan en los caminos de la canalla.



Ferrex y Parrex,

B

UCKHURST



Alrededor de la medianoche, durante una noche del mes de octubre, bajo el reinado



caballeresco de Eduardo III, dos marineros pertenecientes a la tripulación del Free-and-



Easy, goleta de comercio que hacía el servicio entre l'Ecluse (Bélgica) y el Támesis, y que



a la sazón estaba al ancla en este río, fueron muy maravillados al encontrarse sentados



en la sala de una taberna de la parroquia dc San Andrés, en Londres, taberna en cuya



enseña lucía el nombre del Alegre lobo de mar.



La sala, aunque mal construida, ennegrecida por el humo, baja de techo, y semejante



por otra parte a todos los chamizos de aquella época, era sin embargo, en opinión de



grotescos grupos de bebedores diseminados aquí y allá, lo suficientemente bien



apropiada para el cometido al cual estaba destinada.De entre aquellos grupos, nuestros



dos marineros formaban, creo, el más interesante e incluso el más notable. Aquel que



parecía ser el de más edad, y al que su compañero llamaba con el característico nombre



de Legs

7

, era también y con mucho el más alto de los dos. Podía muy bien tener seis pies



y medio y la inclinación habitual de sus hombros parecía la consecuencia obligada de



una estatura tan prodigiosa. Su exceso en altura era sin embargo compensado por unas



deficiencias en otros aspectos. Era excesivamente flaco y hubiera podido, tal como



afirmaban sus camaradas, cuando estaba borracho, sustituir a la driza de la cabeza del



mástil, y, cuando estaba sobrio, al cuchillo del foque. Pero evidentemente estas bromas y



otras análogas no habían nunca producido efecto alguno sobre los músculos tensos del



lobo de mar. Con sus pómulos salientes, su gran nariz de halcón, su mentón huidizo, su



mandíbula inferior deprimida y sus enormes ojos protuberantes, la expresión de su



fisonomía, aunque teñida de una especie de indiferencia obstinada hacia todas las cosas,



no era sin embargo menos solemne y seria y se situaba más allá de toda imitación y de



toda descripción.



El marinero más joven era, en toda su apariencia, extranjero, y, al revés y a la



recíproca de su compañero. Un par de piernas arqueadas y gordezuelas soportaban su



persona pesada y abombada, y sus brazos singularmente cortos y gruesos, terminados



7

Piernas.



por unos puños más que ordinarios, pendían y se balanceaban a sus costados como los



alerones de una tortuga de mar. Unos ojos pequeños, de un color impreciso,



centelleaban, profundamente hundidos, en su cabeza. Su nariz estaba metida dentro de



la masa de carne que rodeaba su cara redonda, llena y empurpurada, y su grueso labio



superior se reposaba complacientemente sobre el inferior, todavía más grueso, con aire



de satisfacción personal aumentado por la costumbre que tenía el propietario de dichos



labios de ir lamiéndoselos de rato en rato. Contemplaba evidentemente a su compañero



de a bordo con un sentimiento mitad de admiración, mitad de burla, y, a veces, cuando



lo contemplaba de cara, tenía el aspecto de un sol empurpurado contemplado, antes de



ponerse, en la cima de las rocas de Ben-Nevis.



Mientras, las peregrinaciones de la digna pareja por las distintas tabernas de la



vecindad durante las primeras horas de la noche habían sido variadas y habían estado



llenas de acontecimientos. Pero los fondos, incluso los más vastos, no son eternos y era



ya con los bolsillos vacíos que nuestros dos amigos se habían aventurado dentro de la



taberna en cuestión.



En el momento preciso en que comienza esta historia, Legs y su compañero Hugh



Tarpaulin estaban sentados, cada cual con los codos apoyados en la amplia mesa de



roble, en mitad de la sala, con las mejillas entre las manos. Al amparo de un gran



botellón de humming-stuff no pagado, miraban de reojo las palabras siniestras: No hay



tiza

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—que no sin asombro ni indignación por parte de ambos aparecían escritas sobre la



puerta con caracteres de tiza— esa imprudente tiza que osaba declararse ausente. Y no



es que la facultad de descifrar los caracteres escritos —facultad considerada entre la



gente llana de aquellos tiempos como un poco menos cabalística que el arte de trazarlos



— hubiese podido, en estricta justicia, ser imputada a los dos discípulos del mar. Pero



había, por decir la verdad, un cierto retorcimiento en el aire de las letras —y en el



conjunto mismo de ellas no sé qué indescriptible aspecto— que presagiaba, en la



opinión de los dos marinos, una condenada sacudida y un tiempo muy feo, y que les



decidieron de golpe, siguiendo el lenguaje metafórico de Legs, a cuidar de las bombas



de achique, a ceñir todo el trapo y a huir delante del viento. En consecuencia, habiendo



consumido lo que en la botella quedaba de cerveza, sólidamente agarrados a sus cortos



justillos, finalmente tomaron impulso y se lanzaron hacía la calle. Tarpaulin, es verdad,



entró dos veces en la chimenea, al tomarla por la puerta, pero al fin su fuga se efectuó



felizmente y, una media hora después de la medianoche, nuestros dos héroes habían



equilibrado su paso y caminaban formando eses bien precisas a lo largo de una



callejuela oscura en dirección a la escalera de San Andrés, ardientemente perseguidos



por la tabernera del Alegre lobo de mar.



Muchos años antes de que transcurriera esta historia, lo mismo que muchos años



después de que hubiera transcurrido, toda Inglaterra, pero más particularmente la



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No se fía.



metrópoli, vibraba periódicamente al grito siniestro de «¡La Peste!». La City estaba en



gran parte despoblada y, en aquellos horribles barrios vecinos al Támesis, entre aquellas



callejuelas y negros pasajes, estrechos e inmundos, que el Demonio de la Peste había



elegido, se suponía entonces, como lugar de su natalicio, no se podía sino encontrar,



pavoneándose, más que al Espanto, al Terror y a la Superstición.



Por orden del Rey, aquellos barrios estaban condenados, prohibida a toda persona,



bajo pena de muerte, penetrar en sus espantosas soledades. Sin embargo, ni el decreto



del monarca ni las enormes barreras alzadas a la entrada de las calles, ni tampoco la



perspectiva de aquella repugnante muerte, que, casi seguro, engullía al miserable al que



ningún peligro podía apartar de la aventura, no impedía que las habitaciones



desamuebladas y deshabitadas fueran despojadas por la mano de una rapiña nocturna,



del hierro, del cobre, de los plomos, en fin de todo artículo que pudiera convertirse en



objeto de un lucro cualquiera.



Se pudo particularmente constatar, a cada invierno, a la apertura anual de las



barreras, que las cerraduras, los cerrojos y las cavas secretas no habían protegido más



que mediocremente aquellas amplias provisiones de vinos y licores que, vistos los



riesgos, varios de los comerciantes que tenían tienda en la vecindad, se habían



resignado, durante el período de exilio, a confiar a garantía tan insuficiente.



Pero, entre el pueblo aterrorizado, muy pocas gentes atribuían aquellos hechos a la



acción de manos humanas. Los Espíritus y los Goblins de la peste, los Demonios de la



fiebre, tales eran para las clases populares los verdaderos autores de la desgracia. Y se



contaban sin cesar unos cuentos para helar la sangre en las venas que, a la larga, toda



aquella masa de edificios condenados fue rodeada del terror como por un sudario. Y



hasta el mismo ladrón, a menudo espantado por el horror supersticioso que sus propias



depreciaciones había creado, dejaba el amplio circuito del barrio maldito, lo abandonaba



a las tinieblas, al silencio, a la peste y a la muerte.



Fue a través de una de esas temibles barreras de las que he hablado, y las cuales



indicaban que la región situada más allá estaba condenada, por donde Legs y el digno



Hugh Tarpaulin, que desembocaron frente a ella saliendo de una calleja, donde su



carrera quedó repentinamente interrumpida. No era cuestión de volver sobre sus pasos



y tampoco había tiempo que perder, pues aquellos que les daban caza les iban pisando



los talones. Para dos marineros de pura sangre, trepar por el basto andamiaje no era más



que un juego y, exasperados por la doble excitación de la carrera y de los licores,



saltaron resueltamente al otro lado y, luego, reemprendieron su ebria carrera con gritos



y aullidos, se perdieron pronto en aquellas profundidades complicadas y malsanas.



Si no hubiesen estado borrachos hasta el punto de haber perdido su sentido moral,



sus pasos vacilantes habrían sido paralizados por los horrores de su situación. El aire era



frío y brumoso. Entre el césped alto y vigoroso que les subía basta los tobillos, los



adoquines sueltos yacían en un espantoso desorden. Casas enteras derruidas taponaban



las calles. Las miasmas más fétidas y deletéreas reinaban por todas partes y, gracias a



aquella pálida luz que, incluso a medianoche, emana siempre de una atmósfera



vaporosa y pestilencial, se habría podido distinguir, yaciendo en las aceras y en las



calles, pudriéndose en las habitaciones sin ventanas, la carroña de diversos ladrones



nocturnos detenida por la mano de la peste en la perpetración de su fechoría.



Pero no sería el poder de las imágenes, de las sensaciones y los obstáculos de



cualquier naturaleza, las que detendrían la carrera de aquellos dos hombres que,



naturalmente bravos, y sobre todo aquella noche, llenos hasta los bordes de coraje y de



humming-stuff, se habrían intrépidamente arrojado, todo lo derecho que su estado les



hubiera permitido, en las mismas fauces de la Muerte. Adelante, adelante iba siempre el



siniestro Legs, resonaban los ecos de ese desierto solemne de gritos semejantes al



terrible aullido de guerra de los indios; y con él, siempre a su lado, trotaba el barrigudo



Tarpaulin, agarrado al justillo de su camarada, más ágil, y sobrepasando incluso a este



último en sus valerosos esfuerzos vocales mediante mugidos de bajo extraídos de las



profundidades de sus pulmones estentóreos.



Evidentemente habían alcanzado la plaza fuerte de la peste. A cada paso o a cada



caída, su carrera se hacía más horrible y más infecta, los caminos más estrechos y más



embrollados. Grandes piedras y vigas caían de cuando en cuando de los tejados



descalabrados y daban testimonio, mediante sus caídas pesadas y funestas, de la



prodigiosa altura de las casas circundantes. Y, cuando les era menester hacer un



esfuerzo enérgico para abrirse paso entre los frecuentes montones de escombros, no era



raro que sus manos cayeran sobre un esqueleto o se metieran entre un amasijo de carnes



descompuestas.



De golpe, los dos marineros tropezaron contra un amplio edificio de siniestra



apariencia. Un grito más agudo que de costumbre surgió del gaznate del exasperado



Legs y fue respondido desde el interior por una explosión rápida, sucesiva, de gritos



salvajes, demoníacos, casi unos estallidos de risa. Sin asustarse de aquellos sonidos que,



por su naturaleza, en semejante lugar, en un momento así, hubieran solidificado la



sangre en pechos menos irreparablemente incendiados, nuestros dos borrachos se



lanzaron con la cabeza gacha contra la puerta, la derribaron, y se abatieron en mitad del



suelo con una oleada de imprecaciones.



La sala en la cual cayeron resultó ser el almacén de un empresario de pompas



fúnebres. Pero una trampilla, abierta en un rincón del suelo, cerca de la puerta, daba a



una letanía de cavas cuyas profundidades, como lo proclamó un tintineo de botellas que



se rompían, estaban bien surtidas de su habitual contenido. En medio de la sala, había



una mesa puesta —y en medio de la mesa, por lo que parecía, un gigantesco bol lleno de



punch—, con botellas de vinos y licores compitiendo con potes, jarras y frascos de toda



forma y de toda especie, todo desparramado en profusión sobre la mesa. Y alrededor de



ella, sobre caballetes fúnebres, se sentaba una sociedad de seis personas. Voy a intentar



describirlas una a una.



Frente a la puerta de entrada, y un poco más arriba que sus compañeros, estaba



sentado un personaje el cual parecía presidir la fiesta. Era un ser descarnado, de gran



talla, y Legs se quedó estupefacto al encontrarse frente a alguien más flaco que él. Su



cara era tan amarilla como el azafrán, pero ninguno de sus rasgos, a excepción de uno



solo, no era lo suficientemente notable como para merecer una descripción particular.



Ese rasgo único consistía en una frente tan anormalmente y tan feamente alta que se



hubiese dicho era un bonete o una corona de carne superpuesta a su cabeza natural. Su



boca rechinante estaba plegada por una expresión de espectral afabilidad, y sus ojos,



como los ojos de cualquier persona sentada a la mesa, brillaban con ese singular barniz



que procura los humos de la embriaguez. Este caballero estaba vestido de pies a cabeza



con un manto de terciopelo de seda negra, ricamente bordado, que flotaba



negligentemente al rededor de su talle a la manera de una capa española. Su cabeza



estaba abundantemente erizada de esas plumas con las que adornan los carruajes



funerarios y que él balanceaba de un lado al otro con un aire de consumada afectación;



en su mano derecha sostenía un gran fémur humano, con el cual acababa de golpear,



por lo que parecía, a uno de los miembros de la asamblea para pedirle una canción.



Frente a él, con la espalda vuelta hacia la puerta, había una dama cuya



extraordinaria fisonomía no le cedía en nada. Aunque tan alta como el personaje que



acabamos de describir, la dama no tenía derecho alguno a quejarse de una delgadez



anormal ya que, evidentemente, estaba en el último período de la hidropesía y por su



aspecto se parecía mucho a la enorme barrica de cerveza de Octubre que se alzaba,



desfondada por arriba, justo a su lado, en un rincón de la cámara. Su cara era



singularmente redonda, roja y llena, y, la misma particularidad, o más bien la ausencia



de particularidad que ya he mencionado en el caso del presidente, marcaba su



fisonomía, es decir, que un solo rasgo de su cara merecía una caracterización especial. El



hecho es que el clarividente Tarpaulin vio en seguida que la misma observación podía



aplicarse a todas las personas allí reunidas; cada cual parecía haber acaparado para él



solo un pedazo de fisonomía. En la dama en cuestión, ese pedazo era la boca. Una boca



que comenzaba en la oreja derecha y que corría hasta la oreja izquierda dibujando un



abismo terrorífico de forma que sus muy cortos colgantes de oreja se hundían a cada



instante en la sima. Sin embargo, la dama se veía que desplegaba todos sus esfuerzos



para conservar la boca cerrada y darse un aire de dignidad. Su atuendo consistía en un



sudario recién almidonado y planchado, con un cuellecito plisado en muselina de



batista.



A su derecha estaba sentada una dama joven y minúscula a la cual la obesa parecía



patrocinar. Esta delicada y pequeña criatura dejaba ver en el temblor de sus dedos



corroídos, en el tono lívido de sus labios y en la ligera mancha héctica que sombreaba su



tez, por otra parte ya plúmbea, manifestaba los síntomas evidentes de una tisis



desenfrenada. Un aire de alta distinción, sin embargo, se extendía por toda su persona;



llevaba de manera graciosa y del todo desenvuelta una amplia y hermosa mortaja del



más fino lino de las Indias. Sus cabellos caían en bucles sobre su cuello. Una dulce



sonrisa lucía en su boca. Pero su nariz, extremadamente larga, delgada, sinuosa, flexible



y purulenta, colgaba demasiado más abajo que su labio inferior. Y esta trompa, pese a la



forma delicada con la que ella la desplazaba de vez en cuando, moviéndola de derecha a



izquierda con su lengua, daba a su fisonomía una expresión un tanto equívoca.



Al otro lado, a la izquierda de la dama hidrópica, estaba sentado un hombre viejo y



bajito, hinchado, asmático y gotoso. Sus mejillas reposaban sobre sus hombros como dos



enormes botas de vino de Oporto. Con sus brazos cruzados y una de sus piernas



envuelta en vendajes y reposando sobre la mesa, parecía mirarse a sí mismo como si



tuviera derecho a alguna consideración. Extraía evidentemente mucho orgullo de cada



pulgada de su envoltura personal, pero experimentaba un placer más especial todavía al



atraer las miradas por su color tan vistoso. Cierto es que sobre todo ese vestido no debía



haberle costado mucho dinero y que era de una naturaleza tal que le caía bien, pues no



era sino una de esas fundas de seda curiosamente bordadas que en Inglaterra, y en otros



lugares también, cuelgan en lugares bien visibles por encima de las casas de las grandes



familias ausentes.



A su lado, a la derecha del presidente, se sentaba un caballero con grandes medias



blancas y un calzón de algodón. Todo su ser se sacudía de una forma risible por culpa



de un tic nervioso que Tarpaulin denominaba las angustias de la embriaguez. Sus



mandíbulas, recién afeitadas, estaban estrechamente apretadas con un vendaje de



muselina y sus brazos, ligados de la misma forma por las muñecas, no le permitían



servirse libremente de los licores que había en la mesa, una precaución necesaria, en



opinión de Legs, dado el carácter embrutecido de su cara de biberón. Sin embargo, un



par de orejas prodigiosas, que sin duda era imposible disimular, surgían en el espacio y,



de vez en cuando, se las veía como sacudidas por un espasmo al son de cada tapón que



se hacía saltar de las botellas.



El sexto y último, sentado frente al biberón, tenía un aire singularmente tieso y,



estando afectado de parálisis, hablando seriamente, debería sentirse muy poco a gusto



dentro de su incómoda vestimenta. Estaba ataviado (atavío quizás único en su género)



con un hermoso ataúd de caoba completamente nuevo. La parte alta se abría como una



tapa y caía sobre su cabeza como un capuchón; dándole a toda la cara una fisonomía de



indescriptible interés. Unas bocamangas aparecían practicadas a ambos costados, tanto



por comodidad como por elegancia. Pero este atavío sin embargo impedía al desdichado



cualquier movimiento y le obligaba a mantenerse quieto en su sitio, lo mismo que a sus



compañeros, y, como quiera que estaba apoyado contra su catafalco e inclinado según



un ángulo de cuarenta y cinco grados, sus dos grandes ojos a flor de cabeza giraban y



asaeteaban hacia el techo sus terribles globos blancuzcos, como en un absoluto asombro



de su propia enormidad.



Delante de cada convidado estaba puesto medio cráneo, del cual se servía a guisa de



copa. Por encima de sus cabezas pendía un esqueleto humano, por medio de una cuerda



atada a una de sus piernas y fijada a una argolla del techo. La otra pierna, que no estaba



sujeta, surgía del cuerpo en ángulo recto, haciendo danzar y piruetear a toda la carcasa



temblorosa cada vez que un soplo de viento se abría paso en la sala. El cráneo de la



espantosa cosa colgante contenía una cantidad de carbón encendido que arrojaba sobre



toda la escena un resplandor vacilante pero vivo, iluminando los féretros y todo el



material del empresario de pompas fúnebres que aparecía apilado a gran altura en la



habitación, contra las ventanas, impidiendo que ningún rayo de luz pudiese escapar a la



calle.



A la vista de esta extraordinaria asamblea y su decorado todavía más extraordinario,



nuestros dos marinos no se condujeron con todo el decoro que hubiera cabido esperar



de ambos. Legs, apoyándose contra el muro cerca del que se encontraba, dejó caer su



mandíbula inferior aún más bajo de lo que acostumbraba y desplegó sus grandes ojos



sobre el panorama que a ellos se ofrecía; mientras, Hugh Tarpaulin, se agachaba un poco



para poner su nariz al nivel de la mesa y, poniéndose las manos sobre las rodillas,



estalló en una risa inmoderada e intempestiva, es decir, en un largo, ruidoso y



ensordecedor rugido.



Mientras, sin ultrajarse ante una conducta tan prodigiosamente grosera, el gran



presidente sonrió muy graciosamente a nuestros intrusos —les hizo con su cabeza de



plumas negras una seña llena de dignidad— y, levantándose, tomó a cada uno de ellos



por el brazo y los condujo hacia un asiento que las otras personas de la compañía



acababan de prepararles. Legs no ofreció la menor resistencia y se sentó donde le



indicaban mientras que el galante Hugh, apartando el caballete de un lado de la mesa,



fue a instalarse al lado de la damisela tísica, con gran alegría, y sirviéndose un cráneo de



vino tinto se lo tragó en honor de una más íntima relación. Pero, ante esta presunción, el



rígido gentleman del ataúd pareció singularmente exasperado, y la cosa hubiese podido



dar lugar a las más serias consecuencias si el presidente no hubiese, en aquel momento,



picado sobre la mesa con su cetro para atraer la atención de todos los asistentes al



discurso siguiente:



—La feliz ocasión que se nos ofrece nos impone el deber de...



—¡Quieto ahí! —le interrumpió Legs con aire de gran seriedad—, quieto ahí un



poco, te digo, y dinos primero quién eres y qué hacéis aquí, vestidos como feos



demonios y zampándoos el retuercetripas de nuestro honesto camarada Will Wimble el



enterrador y todas sus provisiones que tenía guardadas para el invierno.



Ante esta imperdonable muestra de mala educación, toda la extraña sociedad se



incorporó a medias sobre sus pies y profirió un montón de gritos diabólicos, parecidos a



aquellos primeros que habían atraído la atención de los dos marineros. El presidente, no



obstante, fue el primero en recuperar su sangre fría y, finalmente, volviéndose hacia



Legs, con gran dignidad, reemprendió su discurso:



—Será con perfecta aquiescencia que satisfaremos una curiosidad razonable por



parte de unos huéspedes tan ilustres, pese a que ellos no hayan sido invitados. Sabed



pues que yo soy el monarca de este imperio y que reino —aquí sin menoscabo alguno



con este título: el Rey Peste I.



«Esta sala que ustedes suponen muy injuriosamente ser la tienda de Will Wimble, el



empresario de pompas fúnebres, un hombre al que no conocemos, y cuya apelación



plebeya no había oído jamás, antes de esta noche, despellejado nuestras reales orejas,



esta sala, digo, es la Sala del Trono de nuestro Palacio, consagrada a los consejos de



nuestro reino y a otros destinos de un orden sacro y superior.



»La noble dama sentada frente a Nos es la Reina Peste, nuestra Serénísima Esposa.



Los otros personajes ilustres que ustedes contemplan son nuestra familia y llevan la



marca del origen real en sus nombres respectivos: Su Gracia el Archiduque Pest-Ífero,



Su Gracia el Duque Pest-Ilencial, Su Gracia el Duque Tem-Pestuoso y Su Alteza



Serenísima la Archiduquesa Ana-Peste.



»En lo que respecta —siguió— a vuestra pregunta, relativa a los asuntos que nos



traíamos aquí en consejo, nos sería ocioso responder que tales asuntos conciernen a



nuestro interés real y privado y, así pues concerniéndonos a nosotros mismos, no tienen



en absoluto importancia si no es para nosotros. Pero, en consideración al trato que



ustedes podrían reivindicar en su calidad de huéspedes y de extranjeros, no



desdeñaremos decirles que estamos aquí esta noche —preparados por profundas



búsquedas y cuidadosas investigaciones— para examinar, analizar y determinar



perentoriamente el espíritu indefinible, las incomprensibles cualidades y la naturaleza



de estos inestimables tesoros de la boca, vinos, cervezas y licores de esta excelente



metrópoli, para, al hacerlo así, no solamente alcanzar nuestro objeto sino también para



aumentar la verdadera prosperidad de este soberano que no es de este mundo, que



reina sobre todos nosotros, cuyos dominios no tienen limites, y cuyo nombre es: ¡la



Muerte!».



—¡Cuyo nombre es Davy Jones! —exclamó Tarpaulin sirviendo a la dama sentada a



su lado un cráneo lleno de licor y sirviéndose otro para él.



—¡Profano granuja! —dijo el presidente volviendo su atención hacia el digno Hugh



—, ¡profano y execrable guasón! Nos, hemos dicho que en razón de esos derechos que



en absoluto nos sentimos inclinados a violar, incluso en tu sucia persona, Nos



condescendemos a responder a tus groseras e intempestivas preguntas. Sin embargo,



creemos que, vista vuestra profana intrusión en nuestro consejo, es nuestro deber



condenaros, a ti y a tu compañero, a cada uno un galón de black-strap —que beberéis a



la prosperidad de nuestro reino—, de un solo trago, y de rodillas, tras lo cual seréis



libres, el uno y el otro, de seguir vuestro camino o de quedaros con nosotros y compartir



los privilegios de nuestra mesa, según vuestro gusto personal y respectivo.



—Tal cosa sería de la más absoluta imposibilidad —replicó Legs, a quien los grandes



aires y la dignidad del rey Peste I habían sin duda inspirado algunos sentimientos de



respeto, y que se había levantado y apoyado contra la mesa mientras el monarca



hablaba—, pues, si le plugo a Su Majestad, no veo cómo sería posible meter en mi cala ni



la cuarta parte de ese licor del cual acaba de hablar Su Majestad. No voy a hablarle de



todas las mercancías que desde esta mañana hemos cargado a nuestro bordo a modo de



lastre, ni le mencionaré tampoco los diversos ales

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y licores que hemos embarcado esta



noche en distintos puertos, pero si precisaré que, por el momento, tengo un fuerte



cargamento de humming-stuff, tomado y debidamente pagado en la enseña dcl Alegre



lobo de mar. Vuestra Majestad querrá pues ser lo bastante graciosa para tomar con



buena voluntad este hecho, porque yo no quiero de forma alguna beber ni una gota más,



y menos aún de una gota de esa sucia agua de sentina que responde al nombre de blackstrap.



—¡Amarra eso! —interrumpió Tarpaulin, tan asombrado por lo largo del speech de



su camarada como por la naturaleza de su negativa—. ¡Amarra eso, marinero de agua



dulce! ¡Muy pronto habrás soltado el mango, Legs, te lo digo yo! Mi quilla todavía es



ligera, mientras que la tuya, lo confieso, me parece un poco escorada. Y, en cuanto a tu



parte de carga, pues muy bien, antes que quitarle un solo grano, yo ya encontraré lugar



para ella a mi bordo, pero...



—Ese arreglo —le interrumpió el presidente— está en completo desacuerdo con los



términos de la sentencia o condena, ya que su naturaleza es médica y por lo tanto



inconmutable y sin apelación. Las condiciones que os hemos expuesto serán cumplidas



al pie de la letra y sin un minuto de vacilación, pues de lo contrario Nos decretaremos



que seáis atados juntos por el cuello y los talones, y debidamente ahogados como



rebeldes en la barrica de cerveza de Octubre que veis allí.



—¡Qué sentencia! ¡Menuda sentencia! ¡Equitativa, juiciosa sentencia! ¡Un glorioso



decreto! ¡Una muy digna, muy irreprochable y muy santa condena! —exclamaron a la



vez todos los miembros de la familia Peste. El rey hizo plegar su frente en innumerables



arrugas; el hombrecito gotoso resopló como un fuelle; la dama de la mortaja de lino hizo



ondular su nariz a derecha e izquierda, el caballero del calzón convulsionó sus orejas; la



dama del sudario abrió las fauces como un pez en la agonía; y el hombre del ataúd de



caoba pareció todavía más tieso y rodó los ojos hacia el techo.



—¡Jo, jo! —tronó Tarpaulin ahogándose de risa y sin miramientos ante la agitación



general—. ¡Jo, jo, jo! ¡Jo, jo! Yo decía, cuando el señor Rey Peste nos condenaba, que en



cuanto a la cuestión de dos o tres galones más o menos de black-strap que esa bagatela



no era nada para un buen y sólido barco como yo, incluso aunque estuviera bien



cargado. Pero cuando se trata de beber a la salud del Diablo (¡al que Dios absuelva!) y



ponerme de rodillas delante de la villana Majestad que tenemos ahí, lo que yo sé, tan



bien como sé que soy un pecador, ¡es que no soy Tim Hurlygurly el follador! En cuanto



al por qué no lo sea, es algo que sobrepasa los medios de mi inteligencia...



No le fue posible acabar tranquilamente su discurso, pues, al nombre de Tim



Hurlygurly todos los convidados saltaron de sus asientos.



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El ale es un tipo de cerveza inglesa, negra y amarga.



—¡Traición! —gritó Su Majestad el Rey Peste I.



—¡Traición! —gritó el pequeño hombre de la gota.



—¡Traición! —croó la Archiduquesa Ana Peste.



—¡Traición! —marmoteó el gentleman de las mandíbulas atadas.



—¡Traición! —gruñó el hombre del ataúd.



—¡Traición! ¡Traición a Su Majestad! —gritó la mujer de la enorme bocaza mientras



cogía por la parte posterior de sus calzones al infortunado Tarpaulin, que en ese



momento precisamente se estaba llenado de licor un cráneo, y lo levantaba vivamente



en el aire y lo metía sin más ceremonia dentro del enorme barril desfondado y lleno de



su cerveza favorita. Agitándose de aquí para allá durante unos segundos, como una



manzana en un bote de ponche, desapareció finalmente en el torbellino de espuma que



sus esfuerzos habían naturalmente levantado en el líquido ya de por sí altamente



espumoso.



Pero el gran marinero no vio con resignación el chasco de su camarada. Precipitando



al Rey Peste a través de la trampa abierta, el valiente Legs la cerró violentamente a



continuación con un juramento, y corrió al centro de la sala. Allí, agarrando el esqueleto



colgado encima de la mesa, tiró de él con tanta energía que consiguió arrancarlo al



tiempo que se apagaban los últimos rayos de luz, y lo arrojó contra cl hombrecillo



gotoso rompiéndole el cerebro. Precipitándose luego con todas sus fuerzas contra el



fatal tonel lleno de cerveza de Octubre y de Hugh Tarpaulin, lo volcó en un instante y lo



hizo rodar. Surgió de él un diluvio de licor tan furioso, tan impetuoso, tan invasor, que



la sala fue inundada de un muro al otro mientras la mesa se derrumbaba con todo su



contenido, los caballetes caían, el lebrillo de punch se precipitaba contra la chimenea y



las damas se convulsionaban en sendos ataques de nervios. Pilas de artículos fúnebres



se debatían de un lado a otro. Los frascos, las jarras, las gruesas botellas vestidas de



junquillo se confundían en un espantoso revoltillo mientras las garrafas con su faldón de



mimbre chocaban desesperadamente contra los bocoyes acorazados de cuerda. El



hombre de las angustias quedó ahogado al momento, el gentleman paralítico navegaba



hacia mar adentro en su ataúd, y el victorioso Legs, cogiendo por el talle a la gorda



dama del sudario, se precipitó con ella a la calle, y puso rumbo bien derecho en



dirección al Free-and-Easy, ciñendo bien el viento y remolcando al temible Tarpaulin,



quien, habiendo estornudado tres o cuatro veces, jadeaba y resoplaba tras él en



compañía de la Archiduquesa Ana Peste.



Cuatro bestias en una



El hombre cameleopardo



Four best in one, 1936



Chacun a ses vertus.



"Xerxes" (Crebillón)



Antíoco Epífanes es generalmente visto como el Gog del profeta Ezequiel. Este



honor es, empero, más propiamente atribuido a Cambises, el hijo de Ciro. Y ciertamente



el carácter del monarca sirio no necesita ningún otro ornamento. Su acceso al trono, o



mejor dicho, su usurpación de la soberanía, unos ciento setenta años antes de Cristo; su



intento de saquear el templo de Diana en Efeso; su implacable hostilidad hacia los



Judíos; su profanación al Santo de los Santos; y su miserable muerte en Tebas, luego de



un tumultuoso reinado de once años, son circunstancias bastante relevantes, y



generalmente han sido mucho más reportadas por los historiadores de esta época, que



su impía, vil, cruel, tonta y antojadiza conjunción de hechos que hicieron el sumatoria



de su vida privada y reputación.



Vamos a suponer, amado lector, que estamos ahora en el año tres mil ochocientos



treinta, y vamos, por unos minutos, a imaginarnos a nosotros mismos dentro de una de



las más grotescas habitaciones humanas, la remarcable ciudad de Antioquía. Se asegura



que en Siria y otras naciones, hubo dieciséis ciudades con el mismo nombre, aparte de la



que estoy aludiendo particularmente. Pero la nuestra es aquella denominada Antioquía



Epidafne, por su vecindad con el pequeño pueblo de Dafne, donde tenemos un templo



dedicada a tal divinidad. Fue construido por (hay, sin embargo, alguna disputa sobre



esta materia) Seleuco Nicanor, el primer rey del país después de la muerte de Alejandro



Magno, en memoria de Antíoco, su padre, y se convirtió inmediatamente en residencia



de la monarquía siria. En los tiempos florecientes del Imperio Romano, fue una usual



estación del prefecto de las provincias de Medio Oriente; y muchos de los emperadores



pasaron aquí gran parte de sus tiempos. Pero percibo que hemos llegado a la ciudad



misma. Pero, ascendamos por su almenaje, y lancemos nuestra vista sobre el pueblo y



los vecinos.



¿Qué río ancho y rápido es que fuerza su camino, con innumerables saltos, a través



de las salvajes montañas, y finalmente a través de las salvajes construcciones?



Es el Orontes, y es la única traza de agua a la vista, con la excepción del



Mediterráneo, que se expande, como un ancho espejo, a través de doce millas hacia el



sur. Todos han visto el Mediterráneo, pero déjenme decirles, hay algunos que han dado



miradas furtivas sobre Antioquía. Estos, unos pocos, como usted y yo, han tenido, al



mismo tiempo, las ventajas de una moderna educación. Por consiguiente desisten de



reconocer el mar, y prestan completa atención a la masa de casas que permanecen bajo



nuestro. Ustedes recordarán que es el año del mundo tres mil ochocientos treinta.



Donde más tarde, por ejemplo, en el año de nuestro Señor mil ochocientos cuarenta y



cinco, no tendríamos tal extraordinario espectáculo. En el Siglo Diecinueve Antioquía



está —o mejor tendríamos que decir, estará— e un lamentable estado de decaimiento.



Ha estado, para esta época, totalmente destruída, en de tres diferentes períodos, por tres



terremotos sucesivos. Por consiguiente, al decir verdad, lo poco que pudo haber



quedado, será encontrado en un estado tan desolado y ruinoso que el patriarca debería



mudar su residencia a Damasco. Esto está bien. Veo que aprovecha mi consejo, y dedica



la mayoría de su tiempo a reconocer los lugares para



... Satisfacer vuestros ojos



Con las memorias y las cosas famosas



Que más honran a esta ciudad.



Le pido perdón; había olvidado que Shakespeare no florecería hasta dentro de



diecisiete siglos y medio. Pero ¿la apariencia de Epidaphne no me justifica en llamarla



grotesca?



"Está bien fortificada; y a este respecto, está tan en deuda con la naturaleza como con



el arte."



Muy cierto.



"Hay un gran número de palacios estatales."



Los hay.



"Y los numerosos templos, suntuosos y magníficos, pueden ser tranquilamente



comparados con los más laudados de la antigüedad."



Todo esto tengo que admitirlo. Aún tenemos una infinidad de chozas de barro, y



caramancheles abominables. No podemos sino percibir abundancia de suciedad en cada



esquina, y, no sería por el poderoso humo de idólatras inciensos, no tendría duda que



encontraríamos una intolerable pestilencia. ¿Alguna vez vio calles tan insufriblemente



estrechas, o casas tan milagrosamente altas? ¡Qué lóbrega se ven sus sombras



proyectadas sobre el piso! Es que si no fuera que las lámparas pendientes de las



interminables columnatas son mantenidas encendidas aún de día, tendríamos sin duda



la oscuridad del Egipto en el tiempo de la desolación.



"¡Ciertamente es un lugar extraño! ¿Cuál es el significado particular de todas estas



singulares construcciones? ¡Mire! Son torres encima de otras, y todas apuntan hacia lo



que yo tomo por el Palacio Real."



Este es el nuevo Templo del Sol, que es adorado en Siria bajo el título de Elah



Gabalah. Más adelante, un notorio Emperador Romano instituiría su culto en Roma, y



consecuentemente tomó del mismo su apodo: Heliogábalo. Me atrevo a decirle que eche



un vistazo a la divinidad dentro del templo. No necesitará mirar hacia arriba, al cielo; su



arca no está arriba, al menos no el arca adorada por los sirios. Esta deidad es encontrada



en el interior de aquella construcción. Es adorada bajo la figura de un gran pilar que está



en la punta de un cono o pirámide, donde se connota el fuego.



"¡Escucha! ¿Quién puede de aquellos ridículos seres, estar, medio desnudo, con su



rostro pintado, gritando y gesticulando al gentío?"



Algunos son charlatanes de feria. Otros pertenecen a la raza de los filósofos. La



mayoría, empero, aquellos especialmente que machacan al populacho con palos, son los



principales cortesanos del palacio, ejecutando como tarea pesada, alguna laudable vis



cómica del rey.



"¿Pero, qué tenemos aquí? ¡Cielos! ¡El pueblo es abarrotado junto a bestias salvajes!



¡Qué terrible espectáculo, de peligrosa extravagancia!"



Terrible, con su permiso; pero no tanto como para ser peligroso. Cada animal si



usted se toma la molestia de observar, está siguiendo, muy tranquilamente, a su amo.



Algunos pocos son guiados con sogas alrededor del cuello, pero estos son mayormente



los menos o solamente especies tímidas. El león, el tigre, y el leopardo están enteramente



sin ningún freno. Todos han sido entrenado sin dificultad para la presente profesión, y



siguen a sus respectivos dueños como si fueran una especie de valets-de-chambre. Es



verdad, hay ocasiones en las que la Naturaleza se asegura sus dominios violados, pero



por entonces si un hombre era devorado o si un toro consagrado era sacrificado, eran



circunstancias de muy poca monta para ser menos que inferiores en Epimanes.



"¿Pero, qué extraordinario tumulto escucho? Seguramente este es un ruido alto para



la ciudad. Debe ser el principio de alguna conmoción de inusual interés."



Si, indudablemente. El rey ha ordenado algún espectáculo novel, algunas



exhibiciones de gladiadores en el hipódromo, o quizás la masacre de los prisioneros



escitas, o la incendio de su nuevo palacio, o la demolición de algún enorme templo, o tal



vez la muerte en la hoguera de algunos judíos. Los gritos se acrecientan. Los alaridos de



risas ascienden a los cielos. El aire se vuelve disonante con instrumentos de viento, y



horrible con el clamor de un millón de gargantas. Dejémoslo descender, por amor a la



diversión, y veamos que pasa. ¡Pero cuidado! Aquí estamos en la calle principal, la calle



de Timarco. Un mar de gente viene por esta vía, y encontraremos una gran dificultad en



detener la ola. Ellos vienen desbordando el callejón desde la calle Heracles, que



desemboca directamente en el palacio. Por consiguiente, debe ser probable que el Rey



esté entre los alborotadores. Si, escucho los gritos del líder proclamando su



advenimiento en la pomposa fraseología del Este. Debemos echar un vistazo a esta



persona cuando pase por el templo de Ashimah. Podemos salvaguardarnos en el



vestíbulo del santuario; él estará aquí enseguida. En mientras podemos examinar esta



imagen. ¿Qué es? ¡Oh! Es el dios Ashimah en persona. Tú lo percibes, sin embargo, que



no es un cordero, ni una cabra ni un sátiro ni tampoco el dios Pan de los Arcadianos.



Aún todas estas apariencias han sido dadas, pido perdón, serán dadas, por los



entendidos de futuras épocas, al dios Ashimah de los sirios. Ponlo en tus lentes, y dime



que es. ¿Qué es?



"¡Dios bendito! ¡Es como un mono!"



Cierto, como un babuino; pero de ninguna manera es menos que una deidad. Su



nombre es una derivación del griego Simia, (¡que grandes tontos son los arqueólogos!)



¡Pero mira! ¡Mira! Aquel pilluelo harapiento que corre a toda prisa. ¿A dónde va? ¿Por



qué está llorando? ¿Qué es lo que dice? ¡Oh! ¡Dice que el rey está viniendo triunfante;



que está vestido de protocolo; que acaba de dar muerte, con sus propias manos, a un



centenar de israelitas encadenados! A raíz de esta hazaña, el mendigo está loándolo



hasta los cielos. ¡Escucha! Aquí viene una tropa. Han hecho un himno latino sobre el



valor del rey, y lo están cantando a medida que marchan.



Mille, mille, mille,



Mille, mille, mille,



Decollavimus, unus homo!



Mille, mille, mille, mille, decollavimus!



Mille, mille, mille,



Vivat qui mille mille occidit!



Tantum vini habet nemo



Quantum sanguinis effudit!



Lo que puede ser interpretado como:



¡Ciento, ciento, ciento,



Ciento, ciento, ciento,



Nosotros, con un guerrero, hemos matado!



¡Ciento, ciento, ciento, ciento, cantamos ciento de nuevo!



¡Viva! Cantemos



Larga vida a nuestro rey,



Quien golpea a un centenar tan valiente



¡Viva! Bramemos,



Él nos ha dado más



Galones de sangre



Que todas las jarras de vino de Siria!



"¿Puedes escuchar el sonido de las trompetas?"



Si: ¡el rey está llegando! ¡Mira! La gente está pasmada de admiración, y abren sus



ojos al cielo en reverencia. ¡Él viene, está viniendo, aquí está!



"¿Quién? ¿Dónde? ¿El rey? No puedo verlo, no puedo decir que lo esté percibiendo."



Entonces tú debes estar ciego.



"Es muy posible. No veo nada más que un tumultuoso tropel de idiotas y locos, que



se postran ante un gigantesco cameleopardo, y se esfuerzan para darle un beso en las



patas del animal. ¡Mira! La bestia acaba de patear a uno de los de la chusma, luego a



otro y a otro. Ciertamente no puedo dejar de admirar al animal por la excelente



utilización que hace de sus patas."



¡Gentuza! ¡Por qué estos son los ciudadanos nobles y libres de Epidaphne! ¿A qué



bestias te refieres? Te cuidado que no seas oído por casualidad. ¿No percibes que el



animal tiene el rostro de un hombre? ¡Por qué, mi querido señor, este cameleopardo no



es otro que Antíoco Epífanes, Antíoco el Ilustre, Rey de Siria, el más potente de todos los



autócratas del Oriente! Es verdad, que también es nombrado, a veces, como Antíoco



Epimanes, Antíoco el loco, pero es a causa de que toda la gente no tiene la capacidad de



apreciar sus méritos. Es también cierto que en este momento está camuflado bajo la piel



de una bestia, y está haciendo su mejor intento por interpretar el rol de un



cameleopardo; pero esto lo hace para el mejor mantenimiento de su dignidad real.



Además, el monarca posee una gigantesca estatura, y sus vestiduras, por consiguiente,



no son nunca indecorosas ni tampoco muy grandes. Nosotros podemos, sin embargo,



presumir que podría haberlas adoptado por alguna ocasión especial. Tal, si me permites,



la masacre del centenar de judíos. ¡Con que dignidad superior, el monarca deambula en



cuatro patas! Su cola es sujetada, como tu puedes percibir, por sus dos concubinas



principales, Elina y Argelais; y su presencia sería mucho más agradable si no fuera por



las protuberancias de sus ojos, que parecen ciertamente arrancar fuera de su cabeza, y el



excéntrico color de su rostro es indescriptible a causa de la gran cantidad de vino que ha



ingerido. Sigámosle al hipódromo, adónde se está encaminando, y escuchemos el



cántico triunfal que acaba de comenzar:



¿Quién es el Rey sino Epífanes?



Dilo si lo sabes



¿Quién es el Rey sino Epífanes?



¡Bravo! ¡bravo!



No hay nadie como Epífanes,



No, no hay nadie como él.



¡Así que destruye el templo,



Y póstrate al sol!



¡Una buena y vigorosa canción! El populacho lo vitorea como el 'Príncipe de los



Poetas', también como 'Gloria del Oriente', 'Placer del Universo' y como 'Más Admirable



de los Cameleopardos'. Ellos han entonado su efusión, ¿los escuchas? Ahora lo cantan



de nuevo. Cuando arriba al hipódromo, será coronado con la corona de los poetas,



anticipadamente por su victoria en las próximas Olimpíadas.



"¡Pero, buen Júpiter! ¿Qué sucede con la multitud a nuestras espaldas?"



¿Qué dices? ¡Oh, ah! Ya veo, mi amigo. Es bueno que hables a tiempo. Vayamos a un



lugar seguro lo más rápido posible. ¡Aquí! Ocultémonos bajo el arco de este acueducto,



y te diré en un momento acerca del origen de esta conmoción. Se volvió como lo había



anticipado. La singular apariencia del cameleopardo y la cabeza de un hombre,



hubieron, en apariencia, realizado alguna ofensa a las nociones de diversión decente, en



general, por los animales salvajes domesticados en la ciudad. Como resultado se ha



desatado un motín, y, como es usual en estos casos, todos los esfuerzos humanos son



inútiles para mitigar a la turba. Varios de los sirios han sido devorados; pero la voz



general de los patriotas cuadrúmanos parece ser la de comer al cameleopardo. 'El



Príncipe de los Poetas', por consiguiente, debe correr por su vida. Sus cortesanos le han



dejado solo, y sus concubinas han seguido tal excelente ejemplo. 'El Placer del Universo'



¡qué arte para tal triste prédica! 'Gloria del Oriente' ¡qué arte para qué peligro de



masticación! En consecuencia nunca miró tan lastimosamente su cola; iba a ser



arrastrado indudablemente hacia el fango, y no había nadie que le ayude. No mires



detrás tuyo a esta inevitable degradación; pero ten coraje, emplea tus piernas con vigor,



¡y vete del hipódromo! Recuerda a este Antíoco Epífanes. Antíoco el Ilustre, también



'Príncipe de los Poetas', 'Gloria del Oriente', 'Placer del Universo', y el 'Más Admirable



de los Cameleopardos'. ¡Cielos! Qué rapidez estás desplegando! ¡Qué capacidad de



huida que demuestras! ¡Corre, Príncipe! ¡Bravo, Epífanes! Bien hecho, Cameleopardo.



¡Glorioso Antíoco! ¡Corre! ¡Brinca! ¡Vuela! ¡Cómo una flecha lanzada de una catapulta, él



escapa del hipódromo! ¡Cabriola! ¡Grita! ¡Está ahí! Esto es bueno; por que has sido



'Gloria del Oriente', y has sido el segundo en alcanzar las puertas del Anfiteatro, ya que



no hay cachorro de oso en Epidaphne que no hubiese roído tu osamenta. Salgamos,



¡marchémonos!, ya que no podremos con nuestros oídos modernos siquiera soportar el



vasto estruendo que está por comenzar para celebrar el escape del rey. ¡Escucha! Ya ha



comenzado. ¡Mira! Toda la ciudad está revuelta.



"¡Seguro, esta es la ciudad más populosa del este! ¡Qué cantidad de gente! ¡Qué



conglomeración de personas de todas las edades! ¡Qué multiplicidad de sectas y



naciones! ¡Qué variedad de vestimentas! ¡Qué Babel de lenguajes! ¡Qué rugidos de



bestias! ¡Qué tintineo de instrumentos! ¡Qué parcela de filósofos!"



Vamos, debemos irnos.



"¡Espera un momento! Veo una vasta barahúnda en el hipódromo; ¿cuál es el



significado de esto?, te suplico me digas."



¿Eso? ¡Oh, no es nada! Los nobles y los ciudadanos libres de Epidafne estando, como



ellos declararon, satisfechos con la fe, valor, sabiduría y divinidad de su rey, y teniendo



ocasión de presenciar, además, su reciente agilidad sobrehumana, piensan que deben



ceñirle la frente (en añadidura a su corona poética) con el lauro de la victoria en la



carrera pedestre, un lauro que es evidente que él deberá obtener durante las próximos



Juegos Olímpicos, y que, por consiguiente, está consiguiendo anticipadamente.

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