Las 3.47 de la madrugada
David Langford
Dekker estaba soñando. En su sueño había nebulosas de brillantes colores, una ladera de blanda hierba, una mujer cuyos ojos y sonrisa eran lo más maravilloso del mundo... Pero el sueño se agrió. Espirales de tinta mezclándose con agua clara; conocidos matices oscuros desparramando sus tintes en el paisaje particular de Dekker. Sin transición, Dekker se quedó de repente solo, mirando atónito el imprevisto espectáculo que ofrecía su brazo desnudo. No sentía ningún tipo de dolor; sin embargo, un agujero redondo y negro se le había abierto en la carne, y de él salían delgadísimos pelos; pelos delgadísimos que eran antenas de insectos tanteando el aire. Se aprestó a ponerse una venda, pero los bichos se sumergieron, agitándose, y de repente, más agujeros pequeños se le fueron abriendo por las carnes. Contrajo las mandíbulas y notó como sus dientes se quebraban con una desagradable sensación: como si mascase barras de tiza o estuviese arañando con el rastrillo la cazuela de barro que apareció un día en él jardín. Al igual que desde una doble visión soñolienta, le parecía estar observando el próximo paso desde el interior y el exterior de sus ojos al mismo tiempo; sus ojos, incluso los globos oculares.
—¡No...!
De repente, el lejano rincón de la conciencia que sabía que todo era un sueño tomó el control y su infierno particular se colapsó, apareciendo en una negra y sofocante habitación con las piernas y los brazos agarrotados, y con un sabor en la boca parecido al que habría dejado un animal que hubiese anidado allí durante la noche, un animal de costumbres sucias y desagradables. Se frotó los legañosos ojos y rodó penosamente hasta el otro extremo de la cama, donde tenía el despertador.
De nuevo las 3.47 de la madrugada.
El corazón le latía desaforadamente; señales de terror recorrían sus venas. Los riñones le urgían a realizar una excursión escalera abajo; pero Brian Dekker ya había pasado antes por eso. A este tipo de sueños seguía siempre una secuencia de terror en la cual la más terrible oscuridad le aguardaba en la escalera; los escalones cubiertos con la blanda alfombra eran tan invitadores como los desmoronados y legamosos peldaños que descienden hasta la cripta de un mausoleo. Encender la luz no era una solución; eso simplemente alejaba la oscuridad más allá de las puertas, al corredor y a la escalera, y en ese corredor podía estar esperando, acechante, algo dispuesto a tirársele encima. Mejor se quedaba en la cama.
Las 3.47 de la madrugada. Seguía temblando. Se quedó mirando los dígitos de color rojo, esperando que saltase el 7. ¿Era la cuarta o la quinta vez?
El 3.47 no tenía nada de milagroso. Sólo que cuando uno conectaba aquel reloj digital, algún mecanismo interno seleccionaba dicha hora de inmediato; y si se quería ajustar correctamente el tiempo, había que manipular los mandos, que estaban en la parte trasera; y si se producía un corte del fluido eléctrico, al volver la luz el reloj se fijaba de nuevo en las 3.47. Fuera como fuese, siempre la misma hora.
Dekker había comprado el nuevo despertador porque el ruido del viejo lo mantenía despierto hasta que lo introducía dentro del cajón o lo ponía debajo de la almohada, en cuyo caso la alarma sonaba demasiado débil como para despertarlo a la mañana siguiente. El nuevo reloj electrónico tenía un zumbido penetrante que despertaba a Dekker de inmediato, y además era bastante silencioso; el único problema era su luminosidad roja: discreta durante el día, pero escandalosa por la noche; se la podía ver incluso a través de los párpados cerrados. Solucionó el problema durmiendo de espaldas al reloj; un triunfo genuino, una victoria del hombre sobre la máquina. Ahora sólo le quedaba superar la costumbre de despertarse tan temprano con un extraño jadeo asmático, un jadeo cuya única excepcionalidad consistía en que lo despertaba por completo antes de que hubiese podido aspirar el aire suficiente como para emitir un grito.
Cinco noches ya. Cinco, una detrás de otra. Cinco veces, las cosas que más odiaba en el mundo: antenas de insectos tocándole la piel, dientes quebrándose y cayendo; odiaba a los dentistas. Y lo peor que podía sucederle a nadie: ceguera y malformación; sus ojos podrían quedar...
No. Nada de pensarlo otra vez, en aquella tétrica oscuridad. «Concéntrate en cosas reales —se dijo—, eventos tranquilizadores, hechos concretos, como en las novelas de detectives.»
«Muy bien, inspector —pensó—, le contaré todo lo que sé. Sueño el mismo sueño cada noche, desde hace cinco. Cinco días seguidos. El sueño es, es... tal como ya se lo he descrito. Cada noche me despierto aterrado a las 3.47 de la madrugada. Sí, demasiado asustado para salir de la cama. Ridículo, ¿eh?... Por supuesto que lo he intentado con somníferos. No estoy loco, ¿sabe? Cada noche, durante los últimos cinco días, he sido machacado por ese temor, un temor millones de veces más fuerte que cualquier pastilla, cinco noches, una detrás de otra...
»¿Cada noche desde que compré el despertador? ¿Por qué?... Ah sí. Es un detalle importante. Estoy seguro.»
Luego se quedó dormido; los somníferos lo rescataron de la vigilia y lo sumieron en una suave y cálida oscuridad, en la que no había ni sueños ni pensamientos, únicamente una imagen fugaz de una mujer pálida y morena, cuyos rasgos no se parecían a los de las indias o las pakistaníes que Dekker solía encontrar en la ciudad o en el trabajo...
Por la mañana el reloj zumbó muy eficientemente, y Dekker se deslizó escalera abajo tentando las paredes; un dolor de cabeza, que intuía era del tipo provocado por una hemorragia cerebral, le hacía gruñir de rabia. Se tomó una, dos, tres tabletas de paracetamol con el café del desayuno, y dejó que la tercera se le deshiciese en la lengua, dejándole un sabor recio, como si estuviese tragando chapas de metal. La treta psicológica de intentar relajarse, cepillándose los dientes, lavándose y afeitándose, no le aportó ninguna mejoría; pensó en el trabajo, en las facturas que debía revisar y las declaraciones del impuesto sobre el valor añadido que estaba preparando, y el estómago se le sacudió convulsivamente. Optó por usar el teléfono.
—Hola, ¿el despacho de Jenkins y Grey? Sí, bien. Soy Brian Dekker... ¿Podría decirle al señor Grey que hoy no iré, que estoy enfermo? Gracias... Adiós.
El médico estuvo de acuerdo.
—Necesita un descanso. Ha estado trabajando en exceso.
—Tengo sueños terribles —empezó a contarle Dekker.
—Ha estado trabajando demasiado. Su ficha dice que no ha estado de baja en los últimos tres años. Ridículo. Todos necesitamos un descanso de vez en cuando.
—Me desvelo cada noche, a la misma hora...
—Le recetaré un tónico reconfortante. Tenga. Y aquí la baja para una semana. Venga a verme dentro de siete días si no se encuentra mejor. ¡El siguiente!
—Sí, pero... ¿qué me dice de esas pesadillas?
—Tómeselo con calma. ¡El siguiente!
A Dekker no le daba mucha confianza el jarabe embotellado que le había suministrado el farmacéutico a cambio de la receta. Y decidió tomar algunas precauciones suplementarias por su cuenta. De vuelta a casa pasó por el supermercado para hacerse con una botella de whisky, ni muy caro ni muy barato.
El resto del día se lo pasó holgazaneando por la casa y leyendo novelas policíacas o periódicos.
«NUEVA HUELGA EN MARCHA. CRISIS EN ORIENTE MEDIO. ESCÁNDALO EN UNA FÁBRICA MALAYA», proclamaban los titulares, mientras en el piso de arriba el despertador iba pasando sus lentos y luminosos dígitos de neón rojo.
Alrededor de las ocho de la tarde Dekker calentó en el horno un pastel de verduras algo dudoso, y se lo comió con alubias cocidas.
A las nueve ya había limpiado los platos. Abrió la botella de whisky y se sirvió una buena medida en un vaso alto. No tenía especial predilección por el whisky, pero pensó que mejor si probaba a apurarlo con buen estilo. ¡Salud! Se levantó, llevando consigo el vaso, llegó hasta la puerta de la sala y desde allí avanzó en una oscuridad espesa y acechante.
Trató de recordar la letra de una canción que tenía en la punta de la lengua. Intentaba emparejar las palabras con la melodía. ¿Cómo era? Tum, tummity tum... Era divertido, no lograba recordar la melodía; y sin embargo la letra estaba allí, danzando incansable en su cabeza.
Por entonces, el nivel de la botella de whisky había sufrido una seria mengua, y Dekker, en un alarde de inmensa devoción, se fue en busca del tónico que le recetase el doctor aquella misma mañana. Después de algunos intentos, poco exitosos, de llenar con el jarabe una cucharilla de café, se largó un buen trago. El sabor de la pócima le espoleó en busca de la botella de whisky.
A eso de las once tuvo de repente la desagradable sensación de estar totalmente sobrio, y de que vientos helados le silbaban en la cabeza, mientras que sus brazos y piernas no querían moverse apropiadamente. Las imágenes afloraban a su cerebro con nítida claridad. Recordaba la agonía que sentía al ver las antenas de los insectos agitándose sobre su piel con movimientos intermitentes. Recordaba el doloroso terror de sentir sus dientes cuarteándose y crujiendo como barras de tiza. Recordaba, aunque intentaba olvidarlo, la sensación de notar su cabeza inflándose como un balón, sus globos oculares hinchándose hasta que era incapaz de cerrar los párpados, aunque lo intentase con todas sus fuerzas. Sus ojos hinchándose hasta...
—¡No, no, nooooo! —gimió, tratando de incorporarse y cayendo.
...estallar en pequeñas y húmedas explosiones gelatinosas, al igual que una ebullición descontrolada; aquello goteaba por sus mejillas cual lentas y enormes lágrimas, mientras restos desgarrados de los globos oculares pendían de las cuencas...
Se las arregló para intentar servirse más whisky. Y acabó vertiendo más sobre su regazo que en el vaso. Inclinó el vaso sobre sus ateridos labios, y derramó el resto. Toda la habitación zumbaba y le daba vueltas. El vaso se le escurrió de entre los dedos.
A las doce estaba inconsciente.
A las 3.47 de la madrugada estaba inconsciente.
A las 10.45 de la mañana siguiente se despertó.
Luego, tras haber vaciado su estómago un par de veces y dominado su dolor de cabeza con algunas pastillas, Dekker volvió a reflexionar sobre su problema con el sueño.
—No se trataba de una prueba, ni siquiera de un experimento realizado bajo control —se dijo en voz alta—, pero quizás estando ebrio pueda mantenerme alejado de las pesadillas... Ahora bien, si ese maldito despertador tiene algo que ver con todo ello, puede que no haya tenido los sueños simplemente porque ayer no llegué a subir al piso de arriba para dormir...
»Lo mejor sería que me desprendiera del despertador. Pero eso sería estúpido. Pura superstición. No es la calavera de un ahorcado, ni un talismán diabólico de Transilvania. Es únicamente un maldito despertador que sólo tiene un par de meses; un par de semanas quizá...
Volvió a pasar otra tranquila pero dolorosa velada. Una fotografía en The Times —otra vez información sobre una fábrica de componentes electrónicos en Malaysia— captó su atención. La mujer que empaquetaba los aparatos de radio por muy poco dinero al día porque no había ningún otro trabajo..., la mujer de la fotografía, le resultó familiar por unos instantes, y después, al mirarla de nuevo más cuidadosamente, no encontró ninguna referencia que le resultase familiar. Ésa fue la única sensación en todo el día que alteró su anodina monotonía.
Al anochecer todavía no se sentía completamente bien, pero una noche sin pesadillas le había dado bastante confianza. Le sacó la lengua al despertador cuando se introdujo en la cama, estiró las sábanas y dejó que la oscuridad lo rodease amistosamente. Pronto se sumergió en el sueño.
Sin embargo, después de bastantes aventuras en extraños y ardientes países, volvió a ser atrapado por el diabólico sueño. Vagaba delirante en la oscuridad, dentro del difuminado espacio en el que cosas con patas brotaban de su piel, donde los dientes mascaban arena y desaparecían, donde los ojos se hinchaban cual balones horrendos...
Dekker se despertó jadeante con las últimas imágenes de terror martilleándole en las sienes, para ver ante sí los dígitos 3.47 llameando en la noche. Pulsó el interruptor de la luz tratando de alejar de sí la oscuridad, y quedó tumbado sobre la cama, temblando y sudando. Su mente era un mapa vacío lleno de temor, dentro del cual, sin que supiese de dónde venía, le bailaba en la memoria la idea de que los sueños, incluso los más complejos, se supone que sólo se desarrollan durante unos escasos segundos de tiempo real. En tan poco espacio de tiempo se podían cebar muchas locuras angustiantes, pensó mientras permanecía allí tumbado con un pánico infantil hacia la oscuridad y trataba de contener su impulso de taparse la cabeza con las sábanas y las mantas. Al igual que las imágenes de un calidoscopio, girando lentamente, pasó del terror al agotamiento, y del agotamiento a la soñolencia; alejado de su cuerpo, de la cama y de las 3.47, Dekker se sumergió en las nebulosas márgenes de la duermevela. Allí, por un instante, una pálida mujer morena lo miraba fijamente, con una sonrisa incómoda.
—No es nada personal, pero...
¿Había añadido algo más, sin palabras? Sus manos estaban ocupadas con un reloj digital desmantelado.
Tenía la impresión de que le habían puesto un enchufe en la cabeza. A través de la conexión le llegaba una ducha de chispas brillantes que lo conmocionó hasta la rigidez. La noche se tomó informe, vacía de miedos y de pesadillas, cuando conectó el familiar rostro de sus sueños (tan familiar que estaba seguro de haberlo contemplado cada una de las noches en que soñó) con la foto de The Times. Mujeres reunidas en asamblea. «ESCÁNDALO EN UNA FÁBRICA MALAYA.»
Se sentó y alcanzó el despertador, que ahora señalaba las 3.50. El aparato zumbó en su mano cuando lo alzó, como una cosa viva y cálida que temblara de miedo y cuyo corazón latiera tan fuertemente que dejase oír un leve zumbido. Lo había adquirido mediante uno de esos anuncios en la prensa que promocionan aparatos a precios muy económicos. Se lo mandaron por correo. No llevaba impresa ninguna marca. Pero recordaba que en el reverso, al darle la vuelta, había visto, grabada en el frágil plástico, la inscripción: MALAYSIA.
Estuvo a punto de echarse a reír. Dejó el reloj sobre la mesita, apagó la luz, y se dispuso a volver a conciliar el sueño.
Empezó a imaginarse una mujer malaya, explotada en una fábrica de componentes electrónicos, que realiza su propio sabotaje industrial al incluir, entre los circuitos que monta por tan poco dinero, una maldición. Sólo pensarlo le causaba hilaridad, pero se le heló la sonrisa en los labios ante la posibilidad de que su fantasía tuviese un origen verídico.
«Podría ser —pensó—. Pero ¿qué le he hecho yo a ella?
»Bueno —se respondió—, uno compra estas baratijas y con ello contribuye a que la fábrica prospere.
»Sin embargo..., es ridículo. Quiero decir, ¿cómo se puede llegar a creer en una maldición por motivaciones políticas? ¿Por el derecho al trabajo, por el derecho a la huelga, por el derecho a clavar alfileres en figuras de cera?
»Y de todos modos, ¿por qué no?»
A la mañana siguiente alimentaba de nuevo otro dolor de cabeza. Dekker miró los periódicos y se encontró con dos fotos de mujeres malayas oprimidas. Se sintió agitado por la idea de que había cierta similitud entre las caras de la fotografía y el rostro que veía en sus sueños; aunque ninguna de ellas tenía, en realidad, ningún parecido con éste. Uno podría pensar que eso demostraba, precisamente, que no era una imagen que se le había colado de rondón en la mente al estudiar las fotos de The Times. Uno podría pensar, incluso, que eso demostraba que era real.
Se comió el bacon (grasiento) y los huevos (quemados), y subió al piso de arriba en busca del ajado ejemplar del libro sobre magia y religión que había comprado hacía años. La rama dorada. Ese era. Apareció entre pilas de antiguas revistas de ciencia ficción, en lo que los agentes inmobiliarios denominaban el segundo dormitorio y que Dekker conocía como habitación de los trastos.
En la versión abreviada de La rama dorada (por todos los demonios, la obra completa llegaba a los doce volúmenes) se hablaba de los malayos en numerosas ocasiones. Dekker las repasó todas. La primera de ellas trataba sobre figuras de cera, y curiosamente comentaba: «... perfora el ojo de la imagen, y tu enemigo quedará ciego».
Cerró el libro convulsivamente. No quería ni oír hablar de ojos.
Bien, si desmantelaba el reloj, ¿acaso iba a encontrar en su interior la imagen de un cadáver moldeada en cera, acechándole entre los circuitos impresos? Desafortunadamente, el objeto era una unidad precintada; abrirlo significaba destruirlo. Lo cual no sería una mala idea; realmente era algo a tener presente. Volvió a abrir el libro y en la página 105 encontró: «Los malayos tienen la creencia de que un destello luminoso en el ocaso puede provocar fiebres a una persona débil».
Entonces, ¿qué pensarían de los dígitos de neón, destellando fulgores rojizos durante toda la noche?
Más adelante se leía: «Seguramente, en ningún otro lugar del mundo el arte de arrebatar por la fuerza el alma a una persona es cultivado con mayor dedicación —o llevado al más alto refinamiento— que en la península malaya».
Ningún comentario específico, nada acerca de antenas o dientes, nada que indicase cómo una maldición podía reptar entre los circuitos impresos. ¿Qué más se podía esperar de un libro editado en 1922? No había nada sobre la significación esotérica de las 3.47 de la madrugada... «Todo mental, querido Brian... No eres más que una persona débil a la que han provocado unas fiebres. Los psicólogos farfullarían algo así como neurosis compulsivas. Te despiertas con una pesadilla a las 3.47 y de algún modo eso hace que tu propio despertador interior se conecte a esa hora, día tras día, pero sólo si duermes cerca de ese despertador, puesto que el fondo psicológico de la cuestión está encadenado a esos dígitos de neón rojo. Esos números que se pueden ver resplandeciendo en la oscuridad, incluso con los ojos cerrados.
Durante el día Dekker se tragó muy concienzudamente su dosis del tónico prescrito. Y por la tarde se le ocurrió otra idea, algo que podía romper el maleficio y acabar de una vez por todas con el asunto. Antes de acostarse, puso astutamente la alarma a las 3.30 de la madrugada.
Un zumbido gimiente le apartó de sus vagos e inocuos devaneos oníricos, despertándolo con la misma gentileza que si le hubiesen lanzado un cubo de agua helada sobre el estómago. Las 3.30 le observaban concienzudamente. En la sorprendente oscuridad que le rodeaba, no había ni el más mínimo indicio de amenaza u opresión. Dekker encendió la luz de la mesita y luego se incorporó para encender la de la habitación.
«He roto el maleficio —se dijo con alivio—. Podré observar las 3.47 reluciendo en el despertador sin ninguna pesadilla a la vista. ¡Y eso concierne, igualmente, a las larvas que anidan en mi subconsciente!»
Aunque bien iluminada y cálida, la habitación tenía algo extraño, como si las paredes fuesen meros tabiques en un vestíbulo enorme de cemento húmedo y los ecos resonaran de un lado a otro hasta apagarse. «Son las primeras horas de la madrugada las que provocan esa sensación —pensó Dekker—. El espíritu humano está en su punto más bajo justo antes del amanecer... ¿No dijo eso alguien?»
Las 3.42.
El único sonido en la habitación era el discreto zumbido del despertador. Se sentó en la cama, dominado por sus temores, deseando que el reloj dejara de avanzar.
Las 3.44.
Las 3.45.
Las 3.46.
La última cifra parecía estática, sin moverse durante horas. El tiempo subjetivo se estiraba más y más, como plastilina, al igual que esas pesadillas eternas contenidas en unos pocos segundos de sueño.
«Entre la medianoche y el alba, cuando el pasado es pura decepción...» ¿Dónde había leído esa frase?
Estaba con ese pensamiento en la cabeza cuando notó un cosquilleo sobre los brazos, como si las antenas de unos insectos le estuviesen tanteando la piel.
«¡Dios mío —pensó—. Esto es histeria. No, no quiero mirarme debajo de las mangas. No quiero. Es como esas beatas a las que les brotan llagas, como estigmas, en los lugares apropiados. Sospecho que veré eso y los dientes y el resto.
»Son sólo imaginaciones.»
Sin embargo, tenía la seguridad de que había algo bajo las mangas de su pijama. Se negó a mirar. Apretó las mandíbulas y, con un crujido blando, se le deshicieron los dientes hasta convertirse en polvo.
Sin embargo, esta vez la sensación no fue indolora como en sus pesadillas; gritó salvajemente, y fragmentos diminutos le volaron entre los labios. Quiso cerrar los ojos, pero éstos se habían hinchado ya de tal manera que no pudo bajar los párpados; se le estaban dilatando dolorosamente.
«¡Histeria! ¡Alucinación! ¡Tiene que ser eso! ¡Por favor!» Una parte de su mente sollozaba una y otra vez. Y en alguna otra parte de su exacerbada conciencia, junto con sus llantos, el pálido rostro de una mujer morena le sonreía amargamente.
La hinchazón de sus ojos era increíble. Se le nubló y distorsionó la visión. Se postró sobre el lecho cuando criaturas de largas patas aparecieron sobre el dorso de sus manos y más dientes se le partieron cual trozos de tiza. Se dejó ir, ansiando desesperadamente refugiarse en el sueño que tenía antes de...
...las 3.47 de la madrugada.
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