LUNA SANGRIENTA
RAMSEY CAMPBELL
3ªparte
Craig y Vera estaban en su habitación cuando comenzaron a apagarse las luces de Moonwell. Hazel había insistido en que tendría que preguntar a los huéspedes que había alojado en su casa si no les importaría mudarse al hotel, y Vera había montado en cólera, convencida de que utilizaba a sus amigos como excusa para no invitar a sus padres, o bien que el inductor era Benedict. Toda aquella intriga de motivaciones, muestra de la vida familiar en su faceta más mediocre y neurótica, hacía que Craig se sintiera más atrapado que nunca en su vida; jamás había podido aguantarla, y ahora, aislado en el último piso de un hotel indiferente, con la negrura por perpetua compañera, todavía le irritaba más. ¿Cuánto tiempo aún iban a perder aquí, cuando deberían estar de regreso en su oficina solventando entresijos legales que, por muy complejos que fueran, ellos sabían desenredar? Su frustración constituía una razón más para que Vera se hubiera mostrado tan quisquillosa frente a su hija y, de la noche a la mañana, se hubiera echado diez años encima.
—No sufras, amor —le dijo sin venir mucho a cuento, y se sentó a su lado en la cama, desde donde ella contemplaba la ventana.
Al sumirse en tinieblas la plaza, Wilde estaba practicando un masaje a los hombros de su esposa.
—¡Dios nos asista! —murmuró Craig con un gesto de repulsa.
Se disponía a levantarse para ver qué había sucedido, cuando también el cuarto quedó en tinieblas. Por unos segundos retornó con la memoria a la galería de la mina, precipitándose hacia la oscuridad y tropezando contra la casa. Al hallar de nuevo a Vera, la abrazó.
—¿Qué es lo que ocurre ahora? —gritó ella quejumbrosamente.
—Es tan sólo una avería eléctrica, querida. Será mejor esperar a que la reparen. Estamos más seguros aquí que en ningún otro sitio —dictaminó Craig, con el presentimiento de que la oscuridad podía robarles todas sus capacidades, anulando, en breves instantes, la experiencia de una vida entera.
Ella se sentó repentinamente en la punta del lecho, como si de repente la impacientara el contacto de las manos de su marido, si bien él en seguida detectó qué era lo que había cambiado.
—Ya ves que no era nada —la apaciguó, preguntándose por qué experimentaba aquella necesidad de decírselo, de hacerle una de esas descripciones pomposas de lo obvio tan clásicas en el género humano—. Ya han arreglado las luces.
—¿Qué es esto? ¿De dónde proviene?
—Echaremos una ojeada, ¿quieres?
Tenía que ser la luna, repartiendo fulgores desde encima y detrás del hotel, transformando las calles que morían en los campos inmediatos a Moonwell en un anfiteatro de sombras, mas, de ser verdaderamente el astro, ¿no habría de alumbrar también aquellas extensiones en lugar de envolver todo el perímetro externo del pueblo en una noche cerrada? Craig alzó la guillotina de la salediza ventana y se asomó, con Vera asida a él. La luz brotaba del mismo hotel.
Antes de que localizaran su fuente, los lugareños comenzaron a afluir a la plaza mientras los seguidores de Mann, reunidos ante el frontis del edificio, entonaban sus himnos. Centenares de personas cayeron de rodillas y elevaron sus miradas. Absurdamente, Craig creyó que era él el centro de su atención, hasta que el sentido común le dijo que la turba ni siquiera podía verle.
—Es el evangelista. Ha hecho algún apaño para solucionar el problema, y esos necios le rinden pleitesía sólo porque tiene la única luz del pueblo.
—Son como mariposas nocturnas —musitó Vera. —O, mejor aún, como un rebaño de ovejas. Quizá no pueda culpárseles del fenómeno de la negrura, pero yo abrigo... —Wilde, metiendo al cabeza, escrutó la cara de su mujer, muy pálida bajo el indirecto resplandor. —¿Quién será el que ha apagado todos los circuitos? ¿Cómo diablos se las habrá ingeniado ese hombre para hacer que funcione una lámpara y ninguna más? Oh, Dios mío, pienso que es él el que ha urdido todo este fraude, a fin y efecto de tener a la población allí donde la quiere. Mírales bien: le toman por un santo, harían cualquier cosa que les pidiera. Me están viniendo unas ganas locas de presentarme en su habitación y encaramarme a este impostor ahora mismo.
—No lo hagas, Craig, por favor. —Vera atenazó el brazo de su esposo—. Se podría revolver todo el pueblo contra ti. ¡En el nombre del cielo, no interrumpas sus oraciones!
—Por lo menos, deja que haga una incursión por el pasillo para intentar averiguar qué es lo que está tramando.
—Pero yo no te acompañaré —se retrajo Vera desesperadamente.
—Harás bien en quedarte, cariño. No voy a tardar mucho.
Craig salió de la alcoba sin dar opción a su esposa a ponerle más trabas. Dado que el corredor no estaba enteramente a oscuras, cerró la puerta. Unas refulgencias se filtraban desde la habitación de Mann, ribeteando de hielo la moqueta en la zona de su umbral, reflejándose tenuemente en los apliques de las paredes. Aquello le provocaba un singular nerviosismo, pero antes se consumiría en el fuego del infierno que dejarse acobardar por las triquiñuelas del predicador. Recorrió de puntillas el tramo de pasillo, palpando sus manos el áspero diseño del empapelado. Estaba a medio camino cuando se entreabrió una puerta a su espalda y, del susto, el corazón saltó en su pecho.
—Craig, ven. Corre —urgió Vera en un siseo—. Se trata de la maestra que quería acogernos en su casa. Les está exhortando a no escucharle.
—¡Bravo por ella!
—Tendríamos que actuar, Craig. Se enfrenta sola a la comunidad en pleno.
El hombre volvió a su habitación. La maestra había dejado la plaza, pero pronto regresó. Antes de que abriera la boca, sin embargo, una mujerona pelirroja se interpuso en su camino. Dos tipos que estaban arrodillados se incorporaron y aprisionaron los brazos de la joven americana.
—Dejadla en paz, brutos —bramó Vera, y aporreó la repisa de la ventana.
—¡Dios mío! —protestó la maestra con una vocecilla que los Wilde apenas oyeron—. ¿No ven nada raro en lo que está aconteciendo aquí?
—Yo, sí —respondió Craig con voz sonora, pero inaudible a los de abajo.
La mujer del cabello rojizo dio una bofetada a la cautiva. Vera cerró los puños y los blandió con un temor que denotaba su enfado.
—Voy a bajar. A ver si se atreven a maltratar también a alguien que peina canas.
—Podrían hacerlo, Vera. Recuerda que somos forasteros.
—También somos los padres de Hazel, ¿no? Aunque, desde luego, nadie podría creerlo después de cómo nos han hacinado en un desván, igual que cachivaches inservibles. Por cierto, ¿dónde está Hazel? ¿Entremezclada acaso con esa plebe? ¿Por qué no hace nada?
Vera iba de un lado para otro de la estancia, presa de una enorme indignación. Abrió la puerta, pero viró tempestuosamente en dirección a la ventana. La maestra y quienes la apresaron se habían ido. Estaba pendiente de los sucesos de la plaza, de percibir a aquellos desaprensivos o a Hazel, en el momento en que Mann se puso a hablar.
—Ahora que no queda aquí ningún hereje, hagamos ostentación de nuestra fe para que la oscuridad se convierta en luz.
Vera apretó los nudillos contra sus dientes. La seductora voz parecía haberse originado en la misma alcoba, con ellos, y les abordaba personalmente, advirtiéndoles que no se interfirieran en nada. Craig pensó entretanto que todo aquello era una patraña, otro más de los recursos retóricos de Mann, aunque no pudo desechar una sensación como de que la voz había venido a su encuentro en la oscuridad.
Entonó la muchedumbre un salmo en el que invocaba al dios de sus antepasados, rogándole que iluminara sus tinieblas y ofreciéndose a el. Examinando a la masa de caras diminutas, blanquecinas y voceantes, a Craig le sobrevino el vértigo, la náusea, como si fuera a caer en medio de aquel cántico que le arrastraba y nublaba sus sentidos. Al rehusar Vera retirarse con él de la ventana, tuvo que cerrar los ojos. Estuvo así un buen rato —o quizá no fue tanto tiempo— antes de que Vera preguntase:
—¿Y ahora, que está pasando?
La multitud había enmudecido. La amalgama de caras se había girado hacia las alturas y miraba un punto, al parecer, más allá del hotel. La ilusión que en ellas había deprimió a Craig.
—Muéstranos tu luz, ¡oh Dios de nuestros padres y de los antecesores de éstos! —cantaban ahora.
Craig, para librarse de la aprensión que estaba creciendo en su garganta, quiso gritarles que no cedieran a aquella ignorancia supersticiosa. Entonces la luz bañó la villa como una inundación, y Wilde tomó conciencia de que había perdido su locuacidad.
Se dijo insistentemente que lo que veía eran las reverberaciones de la alcoba de Mann, descompuesto ante el irracional alborozo que se había adueñado de la muchedumbre, de aquella gente que vitoreaba, gesticulaba y daba brincos. Sacó medio cuerpo por la ventana, con Vera aferrada a su cintura. Cuando reparó en que era la luna tuvo un instante de perplejidad, de pánico, antes de que se impusiera la repulsa. ¿Cómo pudo ocurrírsele que Mann era el responsable de la aparición del astro y cómo pudo insinuárselo siquiera en su mente? No estaba tan decrépito, por el amor de Dios, ni fue nunca crédulo. Se ahogó en su propia rabia contra él mismo porque había sido vulnerable y contra Mann por haber sacado partido de la luna y de la chusma. Sin saber a ciencia cierta cuáles eran sus intenciones, estrujó la mano de Vera, la dejó en el ya radiante claro lunar y salió airosamente del cuarto.
Quedó deslumbrado al pasar al claroscuro del corredor. No importaba, a estas alturas se conocía al dedillo el camino. Le habría encantado que sus pisadas atronaran más en la moqueta, para dar testimonio al señor Mann de que se le acercaba alguien a quien no podría avasallar. La cavernosa quietud casi le hacía sentir que no estaba allí, mas el evangelista no tardaría en saber que sí estaba, ¡por Dios que sí! Entresacaría, si podía, la verdad del tejemaneje de Mann, y quizá podría llevar a unos pocos hasta los bastidores de su teatro para que vieran de dónde venía la luz que tanto les había fascinado. Estas candilejas, o la luna, delineaban todavía la puerta del evangelista. Craig puso una mano a cada lado del marco y, despreciando a sus artríticos huesos, se inclinó sobre la cerradura con objeto de espiarle.
Al principio no divisó más que un gran destello blanco. No distinguió lo que éste revelaba. Vislumbró también unos movimientos, antes de que un dolor en la nuca le obligara a enderezarse. De cualquier modo lo que vio no era Mann; de hecho, su inteligencia no pudo desentrañarlo lo más mínimo. ¿Se trataba de un animal, de un perro guardián? ¿No probaría su presencia suficientemente que el predicador guardaba secretos que no quería hacer públicos? Ciertamente, flotaba en el aire un olor que a Craig le recordó al de un zoológico. El gentío aplaudía y aclamaba a su ídolo para que volviera a la ventana, mientras Wilde conjeturaba que tal vez ni estaba en la alcoba. Cuanto antes lo confirmara, mejor. Se agachó, gimiendo, hasta quedar de rodillas, guiñó el ojo izquierdo y aplicó el derecho de nuevo a la cerradura. Necesitó unos momentos para aclarar el enfoque, y al hacerlo fue como si un garfio más frígido e inflexible que el metal le hubiera agarrado por el cogote. Había algo acuclillado, si así podía definirse, en el lecho de Mann.
Estaba desnudo. Tanto le impresionó aquello que, en un primer momento, fue lo único que asimiló, y a continuación trató de negar lo que veía. No podía ser una araña monumental acurrucada como en un nido, con las finas extremidades dobladas en torno a un hinchado cuerpo que tenía la superficie remendada igual que la luna. Los remiendos sugerían putrefacción, pero reptaban sobre la bulbosa masa, por encima o debajo de la piel. Chilló la mente de Craig que no estaba presenciando semejante escena, que si daba un par de pasos atrás todo terminaría. Las manos y los pies del ser de la cama asieron entonces las sábanas, arrugándolas bajo una luz que emitía más brillos que el claro de luna derramado a través de la ventana, y las extremidades elevaron el cuerpo de manera desigual, alargado el elástico cuello hacia el exterior. Le pequeñez de la cabeza, despoblada y protuberante, en comparación con el resto del cuerpo la emparentaba todavía más con una araña. Se meció aquella cabeza como si aspirara el júbilo popular, y Craig atisbo su semblante ya no sonriente, sino de mofa, ensanchada su boca en una mueca de voracidad. Aún era reconocible la cara de Mann.
En aquel instante el cerebro de Wilde padeció una ofuscación, un oscurecimiento de todo lo que en él había de vivo y chispeante, de todo lo que le permitía identificarse a sí mismo. Uno de los flacos y blancuzcos brazos se desplegó negligentemente fuera de la cama, como si Craig hubiera sido descubierto en su escondrijo detrás de la puerta. Quizá el miembro estaba creciendo, pues parecía capaz de alcanzar la puerta, de tal suerte que la larga mano fuera a abrirla de improviso y arrastrar al espía dentro de la alcoba. Wilde se tiró hacia atrás medio atragantado, tendiéndose en el suelo del pasillo allí donde no le tocaran los resplandores que rezumaban las rendijas de la puerta.
Al llenar sus ojos la penumbra, temió que iba a desmayarse. Gateó hacia atrás, lejos del rutilante contorno de aquella puerta que podía estallarle en el rostro; se puso luego torpemente en pie, arrancando sus uñas tiras del estampado papel del muro. No sabía hacia dónde huía, tan sólo que debía alejarse de la habitación donde tenía su cubil el ser con la faz de Godwin Mann. Cuando se abrió de golpe una puerta, arrojando sobre él un haz de luna, se convulsionó enloquecido antes de comprender que era Vera quien venía a buscarle.
La mujer corrió hasta su marido y afianzó sus brazos como para darle soporte.
—¿Craig, qué ha pasado? ¿Qué te sucede?
—Te lo explicaré más tarde —dijo el hombre, con una voz que persistía en pegarse a su garganta—. Ahora lo primordial es salir de aquí, y deprisa.
—Gracias a Dios que nos vamos. Deja que ponga la ropa en las maletas.
—No, no hay tiempo. Volveremos con mejor iluminación. Ahora hay que encontrar a Hazel.
—¿Ya has pensado en las escaleras? —apuntó ella, ojeando la negrura de la zona del ascensor—. No hay ventanas. Nos caeremos.
—Podemos sujetarnos a las barandillas y uno a otro. Venga, creía que te apetecería ver a Hazel. Debe de estar con toda esa gente.
Los labios de Craig se tensaron, temblando de miedo sobre todo a que la obstinación de Vera le llevara a exigir que viniera Hazel a ellos. Al fin, su esposa dio una sacudida de cabeza y esbozó una apenada sonrisa.
—Muy bien, veamos qué tiene esa pareja que argüir en su defensa —refunfuñó, y cerró la puerta de la alcoba.
El notó que se estremecía en la oscuridad, y masculló:
—Si lo prefieres, deja la puerta abierta.
—Sí, tal vez deberíamos hacerlo. ¡Oh, qué fastidio! Tengo la maldita llave en el bolso, dentro de la habitación. Eso es lo que ocurre por meterme prisas. Claro que, de todos modos, no me gusta dejar nuestras pertenencias a la vista de todos —concluyó Vera con un acento que sonó a bravata, y se encaminó a las escaleras.
En cierto sentido la ausencia de luz resultaba prometedora, si tal calificativo era aplicable. Significaba que no se había abierto la puerta de Mann, que el ser con la cara distorsionada no había abandonado la habitación. No podía haber visto algo tan espantoso, se regañó Craig severamente, aunque aquella puerta reventaba una vez y otra en su mente, vomitando al exterior un torrente de luminosidad y un objeto abultado. Fue a tientas, con la mente desquiciada hacia la escalera, pellizcándose contra la marquetería, lastimándose las uñas en las desigualdades del muro. Cuando su mano rozó las puertas del ascensor casi exhaló un grito, tan frío estaba el metal. Al menos aquello indicaba que habían llegado a la escalera, la cual se iniciaba al lado del hueco. Fue Vera quien tomó la iniciativa, y Craig sintió cómo palpaba el entorno, en una perfecta oscuridad, a la caza de la baranda.
—Aquí está —declaró por fin y acometió la bajada, tirando de su esposo.
Wilde se vio abocado a una sima negra y sin fondo. Se agarró a la pared, separando a Vera de la balaustrada.
—¿Qué sucede ahora? —preguntó ella en lo que era casi un exabrupto—. ¿Qué te propones?
—Querría ir arrimado al muro —murmuró Craig, deseoso de que su mujer bajara el volumen de voz igual que hacía él sin tener que aclararle por qué; horrorizado ante la perspectiva de que Vera indagara durante el descenso qué había encontrado en la última alcoba del pasillo, de que mencionarlo, simplemente, alarmara a la criatura—. Por el otro camino es inseguro.
—Adelante pues, si lo que pretendes es hacerlo todo tú solo. Pero ve despacio. Que yo esté más o menos insegura no te interesa lo más mínimo, ¿eh?
Craig necesitaba, en la medida de lo posible, llevar el control de la situación, necesitaba creer que les guiaba a ambos fuera del hotel con una premura cuya razón de ser Vera desconocía. Dejó que la mano de la mujer se cobijara rígidamente en la suya, a la par que posaba la palma libre en la pared opuesta al hueco de la escalera y daba el primer paso.
Tras un tramo de diez escalones la escalera trazó un recodo. Siete más les señalaron la anchura del hueco del ascensor, pasado el cual un nuevo giro conducía a la planta siguiente. Aumentaron las tinieblas al incrementarse también su confinamiento, y Craig no podía oír ya el vocerío de la plaza, no podía oír sino su trabajosa respiración, que la oscuridad parecía aplastarle contra el rostro. Vera hizo un alto faltando escasos peldaños para el segundo piso.
—¿Qué hay? —inquirió Craig, con un pavor que le asfixiaba.
—Suponía que éramos los únicos clientes que seguíamos en el hotel.
—Estoy convencido de que así es —tartamudeó Wilde, suprimiendo el recuerdo de la puerta a punto de abrirse, y de la pavorosa luz—. Los demás han salido a rezar. Vamos, reunámonos con Hazel.
Vera, empero, se quedó allí clavada.
—He oído algo, yo diría que una puerta. Quizá haya alguien más y crea que se ha quedado solo en la oscuridad.
Iba a llamarle. Craig levantó la mano como si la moviera un muelle. Lo malo era que, si intentaba taparle la boca, ella lucharía y estarían perdidos, la cosa con la cara de Mann sabría su paradero. Mientras dudaba, Vera se rió entre dientes.
—Naturalmente, tiene que ser él —proclamó, con una voz que rayaba en la temeridad—. El gran y superdotado Hijo de Dios Mann. Deberíamos pedirle que nos enseñe el camino, puesto que ésa es la que él considera su misión con la humanidad.
—Nos las compondremos sin él. —Craig miró de reojo al piso de arriba, mas la oscuridad seguía siendo total—. Seremos nosotros quienes se lo enseñemos —anunció, tan convincente como pudo.
—Tienes razón, podemos pasar sin ese hombre. Tú y yo juntos somos autosuficientes. Si eso es lo que quieren, eso tendrán —afirmó Vera con una fiereza que a su marido le pilló desprevenido, y reanudó el descenso a su lado.
Wilde dio un traspié al pisar el suelo del pasillo. Sus dedos tantearon la esquina y la congelada puerta del ascensor. Pensó, no sin ironía, que sólo restaban dos plantas más. Distaba una de la habitación de Mann, continuó discurriendo, pero aquello no era más que un hotel —por muy oscuro que estuviera—, un hotel que olía a limpiametales, aspirador de alfombras y ceniceros sin vaciar. Era su fantasía la que le hacía olfatear entre estos aromas una peste de reptil. Superadas ya las puertas metálicas, sus trémulos dedos le llevaron al otro tramo de escaleras.
Los escalones crujían bajo el andar de Vera pero no del suyo, seguramente porque él bajaba más cerca del muro. Adivinó que su esposa quería hablar y le dio un apretón con la mano, confiando en que así la disuadiría. Sus tímpanos vibraban por el esfuerzo de oír cualquier movimiento que se produjera en el hotel. Aligeró la marcha, orientándose por los ángulos que encuadraban el hueco del ascensor y atacando la última parte de aquella etapa con tanta rapidez como pudo sin suscitar las quejas de Vera. Tuvo un leve desfallecimiento en el rellano, pero ahora sólo había otros tres tramos entre ellos y el vestíbulo, menos aún para ver el final de la tiniebla. Hizo el consabido tanteo en busca de las puertas de metal, y su brazo se zambulló en la abertura donde tales puertas deberían haber estado, rumbo a la nada.
El pánico le incitó a hacer lo peor que podía ocurrírsele: soltar a Vera. Estaba tambaleándose en el borde del foso abierto, braceando como un náufrago, cuando su mujer tropezó con él, aferrándole y empujándole sin querer. Pero fue entonces cuando los nudillos de su mano derecha se golpearon dolorosamente en el canto de una puerta abierta y su puño rebotó en una pared, de tal modo que ambos fueron despedidos hacia atrás.
—Nos hemos salvado —susurró, jadeando, con las punzadas de su maltrecha mano y los latidos del corazón—. El ascensor quedó aquí parado. Procura no echárteme encima.
El hueco debía hundirse aún unos diez metros hasta el sótano, pero no era la mina, no había vuelto al horror de la caída. Oía que era un pozo de ascensor, oía el quedo chirriar del cable. Mas, mientras permanecía allí de pie dando a sus latidos cardíacos y a su resuello tiempo para estabilizarse, surgió en su mente una pregunta. ¿Por qué chirriaba el cable?
Era éste el ruido que había percibido durante toda la bajada, no unos crujidos en la escalera bajo las pisadas de Vera. Y quizá la puerta que oyó ella fue alguna de las que daban al hueco. Le vino a la mente la idea tan espeluznante que estuvo a punto de dar un nuevo e imprevisto tropezón, de que alguien se había dedicado a abrir puertas para acecharles a Vera y a él, alguien que se había deslizado cable abajo con la agilidad de una araña y que esperaba que, en su forzosa oscuridad, se lanzasen a sus largos brazos, a sus manos. Una fetidez de saurio flotó en el ambiente desde la oscuridad, y fue como si la negrura se hubiera congelado en su derredor, encadenándole, incapacitándole para forcejear o hablar. Fue Vera la que habló, tan vociferante que se aterrorizó por ella.
—No nos entretengamos en este lugar. ¡Podría ser peligroso!
Una cábala más paralizó a Craig, la de que su esposa fuera succionada por la oscuridad sin ni siquiera saber quién la había capturado, o —peor todavía— descubriéndolo en horripilante detalle, y de repente aquella misma cábala le impelió hacia adelante. Se internó en un vacío inconmensurable. Al topar con la pared, supo que era la escalera. Apresuró ciegamente el paso, colisionando contra las esquinas que festoneaban el hueco, perdiendo casi pie.
Las protestas de Vera ante su apresuramiento se aplacaron en cuanto apareció el último tramo. Una alfombra de luna se había extendido desde la entrada acristalada del espacioso vestíbulo hasta la base de la escalera. La mujer debía de pensar que se hallaban a salvo, pero Craig se sentía tan frágil como la porcelana, incluso después de rebasar las cerradas puertas del ascensor. Luchó para llevarse a sí mismo al convencimiento de que sus ojos le habían jugado una mala pasada al mirar por la cerradura, escarmentándole merecidamente, mas el impacto de su visión no era fruto de una mente enajenada. En la plaza la muchedumbre cantaba, agitaba las manos y se deshacía en ovaciones, si bien lo que trastornaba a Craig casi tanto como lo que antes había presenciado eran las expresiones que vio en todos los asistentes. Centenares de caras bañadas de luna se volvían devotamente hacia arriba, ansiosas de que Mann les concediera otra vez el éxtasis de su presencia.
50
—Esto hará salir a los lunáticos, señor Malasombra.
—Es lo que todos ellos estaban deseando, señor Melancolía.
—Todos menos los que aseguran que no hay nada en que creer.
—A ésos les espera una sorpresa que les sacará los ojos de sus órbitas.
—En especial al tipo de ahí dentro, que todavía no sabe si debe creer en nosotros.
—Resulta ser que, según su opinión, somos él mismo tirando su voz por la ventana.
—¡Qué descaro! Yo soy Eustace el Inútil, y estoy aquí fuera con vosotros.
—En todo caso, es más útil que el otro.
—La única broma que le queda es él mismo, y nadie la quiere.
—Resulta que él piensa que, si se queda ahí el tiempo suficiente, el mundo desaparecerá.
—Puede que él no lo reconozca tal y como es.
—Eso será, querrá usted decir, si se atreve a asomarse y mirarlo.
—Tiene miedo de mirar.
—Miedo de asomarse.
—Miedo de asomarse y vernos.
Estaban entonando cánticos; ahora se pusieron a danzar. Por la forma como sus iluminadas sombras se grababan en las cortinas, Eustace dedujo que habían unido sus brazos. Al menos así no podría constatar cuan largos eran; lo bastante, pensó, como para introducirse en el rincón donde se hallaba agazapado en su sillón, colocado lo más lejos de la ventana. No debía temer nada parecido: tan sólo intentaba desafiarle, virtualmente no paraban de decirlo... si es que sus voces eran reales. No tenía más que fijar su mirada en las sombras y dejar la mente en blanco, como ella quería, para creer que no veía sino los volúmenes de unos arbustos.
Sí, arbustos, con una salvedad: en su jardín no los había. Solamente podía sostener que las sombras eran algo natural a condición de descartar los recuerdos. Primero se habían extinguido todas las luces. La oscuridad fue casi un bálsamo, una excusa para la inactividad, un enemigo tan vasto que no cabía pensar en combatirlo. Se había sentido plácido, sin la obligación de tener que inventar historias sobre cuanto le sucedía. Los pregoneros de pavor en las calles no eran de su incumbencia. Se hallaba serenamente sentado en la penumbra cuando se coló la intrusa luna y, al ir a correr las cortinas e impedirle el acceso, distinguió tres figuras que bajaban de cabeza por la ladera del páramo.
—Vi tres formas que reptaban cuesta abajo —canturreó Eustace para sí mismo, para emborronar su memoria.
Debían de reptar sobre el dorso, pues divisó sus rostros, más blancos y lisos que la tripa de un caracol a excepción de sus sonrientes bocas. Y debían de querer que él los viera, para trastocarle o cuando menos para confundirle, ya que ¿cómo podían sonar sus voces como en apariencia sonaban ofreciendo aquel aspecto? No le convenía especular demasiado, de hacerlo les daría entrada en su persona, les ayudaría a irrumpir en su calma. Si estaban reñidos meditar y tener calma, sacrificaría sus meditaciones.
«Miedo de asomarse, miedo de mirar, miedo de asomarse y vernos.» Ahora movían sus brazos como predicadores del evangelio, y tuvo que cerrar los ojos; no toleraba la visión de las sombras de unos brazos que podían entrar en la estancia y atraparle. Las voces parecían ya más distantes, excluidas por la propia oscuridad de Gift. Acaso creían que no deseaba que el mundo desapareciera, mas para él aquello no era un desafío, sino una promesa.
Rebulló en su cerebro un pensamiento latente, aunque trató de arrullarlo y volverlo a dormir. ¿Y si les daba lo que ansiaban, retrayéndose en sí mismo hasta no servir de verdad para nada? En el fondo, se dijo a sí mismo, ese estado ya había llegado: era un inútil ante todos, en particular ante Phoebe Wainwright. Sin embargo, también era probablemente la única persona en Moonwell que sospechaba que ella precisaba ayuda.
Tal vez el aprieto de Phoebe no era distinto del suyo, una carestía de alimentos ahora que se había terminado la poca comida que guardaba en casa y que los tenderos mal le harían el favor de reponerle, aunque ellos no hubieran agotado sus existencias. Y un sentido de vacío porque ninguno de los dos tenía ya trabajo, nada en lo que escudarse para fingir que la vida proseguía normalmente. No obstante, pensó el hombre, la diferencia entre ellos estribaba en que su amada era digna de salvarse, siendo aquélla la razón de que sus verdugos —los de Eustace— trataran de engatusarle a fin de hacérsela olvidar, a Phoebe y a todos los demás.
No le apetecía en absoluto abrir los ojos y abandonar su cómoda oscuridad. Nada le preocupaba morir de inanición, pero consentir que le pasara lo mismo a Phoebe era harina de otro costal, si de verdad eran ésas sus únicas tribulaciones. Eustace mudó de postura, mientras reprimía el impulso de gritar a las danzantes y cantarinas sombras que le dejasen en paz. Entonces, se olió a sí mismo. Era el hedor de varios días sin lavarse, y se diría, además, que en algún momento se había mojado la ropa. Se levantó de la butaca, escociéndole todo el cuerpo de asco contra sí mismo, y corrió escaleras arriba hacia el cuarto de baño.
El claro de luna llenaba la estancia, realzando su blancura. El agua que espurrearon los grifos se asemejaba a leche. Se desnudó y preparó para entrar en la bañera, sin acordarse de que no había electricidad ni, por lo tanto, funcionaba el calentador. Asió el jabón líquido e improvisó una gélida espuma, con la que estaba frotando su piel cuando oyó un ruido en la ventana.
No miró. Sabía qué era el suave tamborileo: las manos estiradas desde el jardín, marcando el compás de la canción. Se sumó a ella, conteniendo las salvajes risotadas que amenazaban con alterar su voz hasta descontrolarla. Tan fuerte cantaba, que apenas notó que los otros habían cesado. Los dedos resbalaron en el batiente con un rechinar como de goma húmeda sobre cristal. Reflexionó que igual eso era todo, tratando de pasar por alto el hecho, que tal reflexión la dictaba su propia esperanza.
Se encorvó sobre la bañera y se aclaró el cuerpo rociándose con agua y tiritando; se restregó de forma vigorosa con la toalla y corrió al dormitorio para vestirse. En el espejo de la cómoda vio borrosamente su silueta, alargada debido al desgreñado cabello. Se inclinó a recoger el peine, en el instante en que alguien daba unos golpes en la ventana.
—¿Se os ha secado el magín? —farfulló—. Ésa es una broma ya manida y ha dejado de divertirme, de modo que largaos, os tendré informados de todo.
Se dio unos cuantos tirones de pelo con el cepillo de púas, que le rascó el cuero cabelludo; tardó varios minutos en deshacer aquella maraña. Ordenó las mechas lo mejor que pudo, maldiciendo por inercia el reflejo de la ventana y la forma que allí había. Esta vez era demasiado redondeada para tratarse de una mano. Se echó distraídamente el peine al bolsillo, dio media vuelta, y comenzó a chillar.
Faltaban la mayor parte de la nariz y un ojo. La mano que le hacía la exhibición tenía un dedo metido en la cuenca, un dedo que era como un largo y blanco gusano. El cabello parecía hierba mojada y apelmazada sobre la manchada frente. Pese a todo, Eustace reconoció la faz del padre O'Connell.
Sus alaridos, de furor y pánico al mismo tiempo, le descarnaron la garganta. Se abalanzó sobre la ventana y viró en el mismo arrebato para salir de la estancia, trastabillando por la escalera, casi ciego en su tormenta de emociones. Batalló contra el pestillo, abrió la puerta de un agresivo envite y se plantó en el sendero.
El jardín estaba desierto. Hizo una pronta inspección de la calle, de aquellas casas que eran como de cartón bajo la luna, y avistó tres pálidas y enjutas figuras al pie del monte, blandiendo una de ellas un objeto similar a una pelota. La mitad ultrajada de su ser le impulsaba hacia las criaturas, pero la racional vaciló al pisar el asfalto. ¿No tratarían de embaucarle para llevarle de allí?
Aunque tiritaban todos sus músculos de aversión y de desánimo, se forzó a sí mismo a darles la espalda. Nunca las cazaría, y quizá, si las perseguía hasta el páramo, harían algo peor que retarle. Que vinieran ellas si se atrevían, que se dejaran ver por la gente que regresaba a casa desde la plaza del pueblo. Eustace tenía que averiguar cómo estaba Phoebe.
La conmoción se manifestó cuando se giró hacia la calle principal. Empezaron a temblarle las piernas, y tuvo que buscar apoyo en la tapia del jardín para esperar el vómito. Una vez hubo conseguido tragar en lugar de expulsar, bordeó a trompicones el bancal y tomó la calle Mayor, mezclándose con la multitud. La gente le miraba con más compasión que hostilidad; algunos tenían los ojos demasiado en blanco para reparar en él. Avanzó gesticulante entre las tiendas, que estaban abriendo, y se adentró en el callejón.
La puerta interior de Phoebe se hallaba abierta. Lo vio ya antes de llegar a la otra, a la verja. Los rayos de luna se aglutinaban como una esterilla de bienvenida en el umbral. Quizá su amada acababa de salir. Eustace enfiló el crujiente sendero de grava, bajo el entretejido de marchitas parras.
Llamó dos veces en la puerta, pero no tuvo respuesta, ni un ínfimo sonido proveniente del interior. Respiró tan profundamente que puso su cabeza a dar vueltas, y entró. El salón comedor estaba vacío; la luna trepaba sobre los fósiles embebidos en la chimenea, dándoles un símil de vida; en la mortecina luz, la figura floral que había montado guardia en la cueva el año anterior parecía haberse apergaminado. El hombre escudriñó la fotografía, sin entender por qué le desasosegaba aún más, y registró la casa.
No había un alma. Olía a moho y desidia, excepto por una estela del embriagador perfume de Phoebe en el dormitorio. El cuerpo de ésta había dejado una concavidad en el colchón de su cama de matrimonio. Eustace rehuyó la mirada del difunto marido, atento desde la foto, y fue a la ventana con la esperanza de localizarla a ella. Reculó presto, temiendo que le vieran en su casa y asombrado de cuan comunes eran sus reacciones después de todo lo que había acontecido en Moonwell.
Tenía que encontrarla, o él mismo o encargándoselo a otros. El ambiente del domicilio apuntaba a un abandono demasiado prolongado. Retornó a paso ligero a la calle Mayor, donde los lugareños formaban colas en los comercios, renegando por el racionamiento de la comida como en los crueles tiempos de la guerra.
—Los granjeros han convocado una reunión para debatir qué puede hacerse —anunció el carnicero desde su establecimiento cuando Eustace entraba en la plaza.
La ladeada luna flotaba en el cielo, ahora despejado. Una de las ventanas superiores del hotel irradiaba la luz del satélite, pese a que no brillaba en ninguna otra. Eustace atravesó la plaza tan derecho como le fue posible y dobló en un recodo, hacia el solitario trecho de la misma calle Mayor donde se hallaba ubicada la comisaría de policía. Cerró la mano sobre el pomo de las puertas del porche, mas, oyendo gruñir a unos perros en lugar desconocido, titubeó. Mal sería que fuera dentro del cuartelillo, pensó, y procedió a abrir y penetrar en la oscuridad.
51
Al fin, los gruñidos desgarradores cedieron paso al silencio. Nick se resistió al instinto de apretarse contra los barrotes de su celda y comprobar qué estaba pasando en la sala del otro lado del pasillo. Le asustaba que los perros le asaltaran, surgiendo de la negrura e hincándole los dientes antes de que le diera tiempo a retraerse. Su incapacidad de socorrer al policía mientras los canes le despedazaban hasta la muerte había dejado al reportero debilitado y más expuesto que nunca a sus temores, a su indefensión. Estaba de pie a unos treinta centímetros en el interior de la celda, espiando a través de unos barrotes que oscilaban y se desplazaban con cada ojeada, cuando la letal manada se destacó del manto de tinieblas.
Se detuvieron al fondo del corredor y se sentaron. Los rayos que la luna mandaba entre las rejas de la celda centellearon en sus ojos. Se estaban relamiendo los bezos, humedecidos por un líquido que la luz teñía de negro. Aparte de sus lenguas, lo demás guardaba la inmovilidad de un monumento.
Nick pasó fugaz revista a la celda buscando un arma. Lógicamente, no había ninguna; incluso el catre estaba adosado a la pared. En sus bolsillos encontró un peine y un bolígrafo. Pero, si él no podía matar a los perros, tampoco ellos podían infligirle ningún daño. Se acercó a los barrotes y miró a los ojos a la bestia que ocupaba el centro de la terna.
—Si tuviera una pistola, aprendería a usarla sólo para dispararte —susurró.
El perro le devolvió una blanca y persistente mirada. Nick se agarró a las metálicas barras y le observó con afán hasta que se le irritaron los ojos. Un can no podía escrutar así a un ser humano.
—¿Qué aberración es ésta? —gruñó el periodista.
Pasara lo que pasase, no sería Nick el primero en desviar la vista. Estaba aún observando al animal, y comenzando a creer que le habían hipnotizado o que se mesmerizó él mismo, cuando advirtió que la celebración de la plaza había concluido. La realidad se encajó bruscamente en su sitio alrededor del reportero. ¿Cuánto tiempo hacía que la gente caminaba por delante de la comisaría sin que él lo notara? Empezó a dar voces pidiendo auxilio.
El ajetreo de la calle se interrumpió unos segundos, y luego un coro inició un himno. Cuanto más se desgañitaba Nick, con más fuerza cantaban. Calló de forma repentina, y no sólo por su cólera frente a ellos, una cólera que hacía palpitar su cabeza más penosamente que sus maltratados hombros. Se había dado cuenta de que, pese al escándalo que estaba armando, los perros no se habían inmutado.
Fingió una embestida para que se movieran, les mostró el puño entre los barrotes. Aquella pose de estatuas le enrabiaba y aterraba, pateó en las rejas y rugió a las bestias, hasta tomar conciencia de lo grotesco de su conducta. Se sentía a merced de sus muchas horas insomnes, ni siquiera recordaba cuántas habían transcurrido desde que durmió por última vez. Retrocedió y se sentó en el duro catre.
La calle parecía haberse vaciado. Estaba solo con los perros. Los costados de éstos se inflaban alternativamente, a la espera de algo o de alguien. Tuvo la tentación de lanzarles el peine o el bolígrafo, mas le retuvo el miedo a que ni aun entonces hicieran el menor movimiento. Cuando había pasado tanto rato contemplándoles que el mismo agotamiento suscitó en su mente la falaz visión de que, muy despacio, avanzaban hacia él, los tres se irguieron de veras y sin previo aviso.
Nick se replegó mecánicamente sobre sí mismo, pero no era él su objetivo. Los bichos se escurrieron con cautela en la amplia sala. Al principio el periodista pudo distinguirlos en la oscuridad, tres formas como tres nubes se retiraban hacia diferentes rincones de la estancia, mas en seguida les perdió. Pegó la faz a los barrotes, y vio que alguien abría las puertas del porche.
—¡Cuidado! —previno a quien fuese—. ¡Hay perros sueltos aquí dentro!
Un hombre, empero, se había asomado ya al edificio. Ojeó tímidamente su entorno, con la pequeña boca entreabierta bajo una ancha narizota, y adelantó un paso.
—¿Dónde está usted? ¿Qué decía? —demandó.
El bronco gruñir de los perros había alertado al visitante. Nick percibió que cruzaba los brazos frente al rostro para protegérselo y que, acto seguido, se lanzaba hacia una de las mesas.
—¡Por ahí no! —gimió el periodista, zarandeando inútilmente los barrotes, y casi cerró los ojos.
El hombre se agachó a cuatro patas y se escondió debajo de la mesa, en el instante en que sus atacantes le daban alcance. Quizá se introdujo allí para despistarles, pero la parte posterior del mueble tenía un sólido panel de madera: no había salida. Ni siquiera podía maniobrar en tan reducido espacio. Nick aporreó las barras y bramó hasta la ronquera contra las bestias mientras ellas cercaban a su víctima, de nuevo, gruñéndole, y sin saber el porqué se acordó de los dos artículos de su bolsillo. Extrajo con dificultad el peine, que se había enganchado en el forro, y lo arrojó igual que si fuera un cuchillo.
Aunque los barrotes le ayudaron a afinar la puntería, los perros estaban por lo menos a nueve o diez metros. Se dijo con cierto aturdimiento que había errado el tiro, a la vez que su proyectil sobrepasaba la mesa y acertaba a uno de los perros en el ojo. El animal reculó aullando, gañendo, sacudiendo la cabeza para aligerar el dolor. Como si aquello fuera una señal, la mesa en la que se había atrincherado el otro hombre se alzó del suelo, esparciendo papeles y metal, y arremetió ciegamente contra los canes.
Acorraló a uno contra el muro. Los frenéticos ladridos del perro y el eco de unos huesos al quebrarse hicieron dudar al tipo, antes de que elevara la mesa y la descargara con toda su energía sobre el enemigo.
—Adelante —le alentó Nick.
El hombre dio un repaso general por si había algún arma a mano, mientras los dos canes restantes convergían hacia él, casi a rastras sobre sus vientres, tensó los ennegrecidos bezos en torno a las encías, enseñando los ensalivados colmillos. Estalló el sujeto en una risa indecisa y asió el tirador del cajón de la mesa que él mismo acababa de incrustar en el muro.
¿Confiaba en hallar el arma allí dentro? Lamentablemente, el cajón estaba cerrado con llave. El hombre apuntaló un pie en la superficie de la mesa y dio un tirón, a la vez que se estrechaba el asedio de los perros, pero el cajón salió súbitamente, desparramando útiles de escritorio por el suelo, y el tipo quedó sujetando un armazón vacío.
—¡Dioses, no! —vociferó Nick, y tomaba aliento para urgir al otro a la fuga cuando éste se enajenó.
La esquina del cajón hirió a uno de los canes en un lado de la cabeza. El astilloso impacto fue tan estrepitoso, que Nick pensó que la madera se habría roto hasta que vio el chorro de sangre que el animal vertía al desplomarse en el suelo. El tercer agresor había iniciado la retirada, enseñando sus dientes tan por completo que se diría que iban a sesgarse sus bezos, al acosarle el hombre, esgrimiendo el cajón como guadaña. El extremo del pasillo obstruía la vista al reportero, aunque dedujo que el tipo había arrinconado al animal. Oyó un baque sordo y un aullido, y el perro apareció de nuevo ante sus ojos, tambaleándose y con el cráneo partido. El hombre le siguió, y con el cajón le castigó una y otra vez. De la consternación, pero con estímulo, pasó Nick a la náusea, y hubo de apartar la mirada hasta que terminó la carnicería.
El individuo dejó caer el cajón y se aproximó, con temblores en todo el cuerpo, a la celda.
—Jamás había hecho nada parecido —masculló.
Nick no pudo discernir si en realidad se estaba jactando o justificando.
—No le ha quedado otro remedio. ¿Podría traer la llave y sacarme de aquí?
El hombre hizo una pausa al final del corredor.
—Depende del motivo por el que le hayan arrestado.
—¿Acaso no me ha visto en la sesión de rezos? No comprendí lo que sucedía, ése es todo mi crimen.
—Ya somos dos. ¿Así que ahora encierran a la gente por no creer? Pues me sorprende no estar en la celda con usted. Dígame dónde debo buscar esa llave.
Nick esperaba que el tipo pudiera realizar aquella tarea ahora que estaba ostensiblemente deshecho por su encontronazo con los canes.
—Me temo que la llevaba encima el inspector. Está tendido en el suelo. Los perros le abatieron.
—¡Oh, no! —El hombre se sostuvo en el borde del corredor con una mano y se enjugó la frente con la otra, antes de empujarse lejos del muro y hacia la sala—. ¡Por Dios! —murmuró—. Miren esto. Por Dios, si es... no puedo... ¡Oh! —El periodista oyó que iba corriendo a un rincón para vomitar. Al fin volvió con la llave; a duras penas la metió en la cerradura y observó a Nick, con la tez como la cera, mientras abrían juntos la reja—. ¿Dónde piensa ir ahora? —preguntó en tono lastimoso.
—Tengo que encontrar a Diana Kramer. Deben de haberla confinado igual que a mí. Se ha peleado con una irlandesa de cabello pelirrojo.
—Era la señora Scragg, directora de la escuela. Podría tener a la señorita Kramer en su casa. Yo le guiaré allí, o cualquier otro sitio que se le antoje. —El hombre hizo al reportero un amago de sonrisa, inapropiado para su cara redonda y salpicada de sangre, y para sus también ensangrentadas manos—. Soy cartero.
52
El cuadro de la pared de los Scragg se inundó de luna, y dejó de ser un cuadro. La firma se disipó al derramarse la luz en el marco y en lo que contenía; una bruma comenzó a extenderse sobre las laderas de la colina. No, fluía demasiado aprisa para ser niebla; fluctuaba entre las vertientes hacia Diana, quien se sintió volar a su encuentro pese a que su persona física continuaba sentada en la desvencijada butaca, junto al muerto hogar. No pudo evitar arredrarse, escudándose tras su sentido de sí misma, a sabiendas de que, cualquiera que fuese el paisaje oculto tras la alba neblina, no era ya la colina.
—Le prohíbo que haga la crítica de mi pintura, señorita. Resérvela para sus alumnos, si aún queda en el mundo alguien tan estúpido como para readmitirla en la enseñanza.
La airada voz de la Scragg se difuminó detrás y debajo de Diana, que se sentía ahora tan insustancial como la niebla. No recordaba cuándo ingirió su última comida. Nada tenía de extraño que notara la cabeza ingrávida. ¿O había estado ayunando sin planearlo, preparándose para esto? Tal pensamiento resultó liberador, o por lo menos venció los postreros reductos de su resistencia. La blancura escapaba del marco a fin de ir hacia ella, bloqueándole la discorde voz de la señora Scragg, y el espíritu de Diana levitó, se zambulló en los vapores más allá del lienzo.
Se diría que su zambullida iba a ser eterna. No tenía noción de que existiera un encima y un debajo, solamente el concepto de una indescifrable vastedad. Se alegraba de no ver nada al otro lado de la bruma; su intuición la avisaba de que vislumbrar algo, por poco que fuese, sería más de lo que su mente podía asumir. Su vulnerabilidad era ya extrema aun así, navegando en alas de la niebla allí donde ésta fuese. Ni siquiera estaba segura de que se tratase de niebla. Se asemejaba más a un gas, el gas de una explosión que se expandía por una vastísima nada. Era el nacimiento de todo.
Y, si no lo era, ¿por qué no había podido ella asistir a su inicio? ¿Lo dirigía un intelecto superior, o constituía la supuesta explosión un simple imperativo del vacío que lo circundaba? No tenía ya la posibilidad de asirse a sus pensamientos, como tampoco la tenía de gobernar su aérea carrera ni su propia conciencia. Se sentía informemente vasta y a la vez menguada por las distancias temporales que surcaba. El abismo que estaba cruzando y lo sobrecogedor de su avance, reducía su vida a menos de una exhalación entre la aurora y el ocaso. Sus recuerdos quedaban rezagados, al otro lado de una sima de espacio y tiempo. Tan sólo la admiración y el terror la diferenciaba de la revuelta materia gaseosa y tórrida a la que pertenecía, propagándose por el infinito.
¿Tiempo? Para ella no significaba nada, de modo que, al empezar a aminorar perceptiblemente el ritmo de su viaje, no pudo determinar qué lapso había pasado. No se percató de que la masa de incandescencias se coagulaba hasta que vio la nada de detrás, sin el gas que le entelaba la vista. El sentido de aquella inmensa oscuridad a través de la cual discurrían otras nubes vaporosas, de nuevo más vastas que galaxias pero tan lejanas que eran apenas visibles, la encogió más todavía, y la amenazó con privarle del conocimiento. Agradeció profundamente que este conocimiento se inclinara hacia otros fenómenos, todavía vastos y portentosos pero, por contraposición, casi reconfortantes. El amasijo en cuyo centro se hallaba suspendida había comenzado a dividirse para formar las estrellas.
La asaltó una vez más la punzante impresión de que el tiempo no tenía ningún significado. Estaba experimentando un proceso que había durado millones de años. Su masiva violencia, la absorción de polvo y gas por núcleos candentes cuyo calor la abrasaba con sólo imaginarlo, la conmovía a un nivel más hondo que la conciencia, abriéndose todo su ser, como una flor, a tan ígneo poder. Advirtió su ente sensible que la galaxia describía una majestuosa rotación en el vacío, estirando unos brazos elipsoidales más allá de sus fronteras sensoriales, calculó —último poso de la sapiencia adquirida en la vida que había abandonado— que a unos cien millones de años luz. La sensibilidad a estas evoluciones la catapultó hacia fuera, a una estrella joven.
Aunque parecía no estar en ningún sitio concreto, pudo calibrar que se hallaba más cerca de la médula que de los límites. Giraba en su derredor una nebulosa con fragmentos de materia rocosa que crecían y colisionaban, atrayendo más materia en este crecimiento, creando mundos en ciernes. Se fijó su rumbo en los espacios hacia el tercer planeta y su satélite, y el tiempo volvió a acelerarse. Tierra y Luna trepidaron al iluminarse el Sol: ambos globos se partieron en volcanes de llameantes heridas. Se cerraron ahora las nubes sobre el planeta, y Diana creyó ver destellos acuáticos en la Luna, quizá incluso la calina de una atmósfera. Por vez primera intentó dominar la visión de la que era testigo, intentó no ser imantada por la Luna. Acaso era la forma en que bullía, en que se agitaba en su despertar bajo el bombardeo de las rocas de la nebulosa, detritos sobrantes ahora que los mundos se habían configurado, pero había algo en el satélite que la desagradaba.
¿La estaba arrastrando su propio resquemor hacia la Luna? Se dijo angustiada que la Tierra tenía mayor gravedad; debería ser capaz de capturarla, de alejarla del satélite. Pero no funcionaba así con el ente que ahora era, ni tampoco le sirvió la intentona de centrar su conciencia en la nebulosa de su entorno, la galaxia o cualquier astro susceptible de mantenerla al margen de la Luna. Esta ultima se dibujaba ahora debajo de ella, y la amarraba con fuerzas tan intangibles y sin sustancia como su mismo ser.
Por lo que vio, el satélite ya había fenecido. El agua y la atmósfera se habían evaporado y su orbe se mostraba reseco y hueco como una vaina en una telaraña. Había aún meteoritos semienterrados en su superficie, que desencadenaban la erupción de ingentes cráteres volcánicos. Aquellas turbulencias superficiales eran asociables a una corrupción interna, a una vida que medrase en la decadencia, empollándose. Mas no era eso lo que la aterrorizaba, lo que la llevaba a luchar para distanciarse de la Luna mientras estuviera todavía a tiempo. Presentía que, aunque agonizante, aquel universo albergaba una conciencia. Y la conciencia vigilaba a la Tierra.
Rezó para que tal vigilante no la hubiese detectado. Con toda seguridad, su propia insignificancia la salvaguardaba. Quedó infinitamente aliviada cuando sus percepciones se volcaron en la Tierra, que ahora se transformaba a gran velocidad, pese a que cada cambio suponía millones de años. También aquí continuaban lloviendo los meteoros, pero se incendiaban al penetrar en la atmósfera. Se resquebrajaron enormes continentes, flotando sus partes a la deriva mientras las tempestades azotaban el mundo. Brotaron montañas del corazón del planeta, los mares inundaron hondonadas y ayudaron a delinear nuevos continentes de perímetros casi reconocibles. Pronto nacería la vida tal como Diana la conocía. De repente, su raciocinio verificó lo que instintivamente ya sabía. Era la vida en la Tierra lo que el vigilante de la Luna acechaba con voraz apetito.
El pavor la movió a volverse hacia el satélite, la superficie muerta que sin embargo estaba violentamente viva con la lava que explotaba en los hirvientes cráteres, que caía luego más despacio de lo que lo habría hecho en la Tierra. La entidad íntegra de Diana clamó para que cesara la andanada meteórica, que dejara tranquilo a quienquiera que hubiese anidado en el decaído mundo, mas su voluntad era impotente ante las energías naturales del cosmos. Los movimientos de la corteza lunar eran exclusivamente geológicos, se argumentó a fin de serenarse. Tal vez no había nada peor que ver. Trató de olvidar cómo la vida debía de estar gestándose en los mares de su planeta, evolucionando en tierra firme hasta materializarse en criaturas de respetable tamaño, conspicuas ya. ¿Cuánto tardarían en aparecer los dinosaurios? Era como si sus aprensiones espoleasen al tiempo más y más deprisa hacia lo que temía, y al ver la transformación que, sinuosa, estaba desarrollándose sobre la Luna, el horror la abrumó.
En un primer momento la tomó por un eclipse causado por la Tierra, cuya sombra sumergía en negrura al satélite. Mas la oscuridad no progresaba como en un eclipse, sino cubriendo el contorno externo de la luna. Tuvo la alucinante sensación de que esta última se estaba empequeñeciendo. Si era así, algo tenía que devorarla, algo que empezaba a insinuarse ante la vista en su cara oscura.
A Diana le entró un irreflexivo miedo a que la Luna se tornara negra, a que la dejase en tinieblas con lo que el futuro le deparaba. No razonó que aquello podía ser preferible a ver. Mientras, desvalida, espiaba los cambios, unos zarcillos largos y de extrema palidez, en número de ocho o más, se desplegaron hacia los confines del astro. Uno se posó en el borde del inmenso cráter muerto sobre el que se encontraba ella. Hasta que el tentáculo abrazó este reborde no comprobó Diana que era más sólido que las fisuras con las que ella había identificado los misteriosos zarcillos. La oscuridad del contorno de la Luna era la sombra que su orbe proyectaba sobre el ser que había en su mitad posterior, el ser que había trepado desde el lado oculto y se agarraba como una araña cuyas patas abarcaran todo el globo.
Mientras su conciencia se esforzaba en retroceder, captó que, aunque espantosa en extremo, la visión era únicamente una imagen censurada de la realidad, la porción que su mente se permitía filtrar. Y quizá hasta aquello excedía a su resistencia, aquel atisbo de un cuerpo abotargado, blanco como sólo podía serlo un ente que hubiera pasado toda su monstruosa existencia en penumbras, y que ahora se recortaba en el disco de la luna.
No lo vislumbró más que unos breves momentos, pero le pareció un siglo. La escena la habría destruido, la habría dejado alienada en el vacío, de haber tenido que sufrirla más tiempo o de haber visto el rostro de la criatura. Al fin, aquel cuerpo que era más grande que la Luna se embutió metafóricamente en los zarcillos, sus vehículos, los cuales se fundían ya con los haces lunares. Vio Diana que la luz se vertía sobre la tierra, vio que tocaba el suelo y cobraba forma.
Sintió que había rebasado todas las barreras del terror. Contempló a la nueva estructura mientras patrullaba las también nuevas tierras, los neblinosos bosques. Al fortalecerse el claro de luna, el ser creció. El imponente, aunque famélico, tronco le recordó a una larva por los incesantes culebreos de su piel. La cabeza era descomunal comparada con el cuerpo, y Diana se las ingenió para no estudiar su cara más que como una máscara similar a los estigmas de la Luna. Cuando abrió la boca y metió sus brazos más largos que árboles en la guardia de su presa, sacándola viva, debatiéndose y chillando en sus manazas, procuró no pensar en el aspecto que ofrecía. Era una pieza mucho mayor que un ser humano, pero quedó patente que el coloso no estaba satisfecho. Su hambre buscaba algo más que el simple alimento.
Se sucedieron en la tierra días, meses, años y centurias. ¿Corría el tiempo de su visión tan arrolladoramente para saciar la voracidad del ser? Se abrieron los océanos, chocaron los continentes, se alzaron aserradas cadenas montañosas, casi como si aquel ingente parásito que campaba por sus respetos siempre que la Luna brillaba con intensidad tuviera perturbado al planeta. De nuevo el fluir del tiempo se suavizó, y Diana supo que pronto se satisfaría el apetito del ente. Se hallaba prisionera en sus visualizaciones, atraída ahora hacia un punto de luz roja en medio de una jungla. Podía ser una señal para la criatura que se había asociado a la luz lunar, aunque en ningún caso intencionada.
Era una hoguera en un claro. A su alrededor se habían apiñado unas figuras que andaban sobre dos piernas. Diana les tuvo más lástima que reconocimiento; todavía no se asemejaban mucho a personas humanas. No fue su pequeñez de lo que se compadeció, o al menos no tanto como de su faceta animal, que tan vulnerables les hacía. Pero, cuando levantaron los ojos y vieron que se agachaba vorazmente hacia ellos, rodeándoles con todas sus patas, su pánico sí fue humano.
Diana hubo de observar cómo se alimentaba, puesto que no podía zafarse. Averiguó de qué estaba hambriento: de todo aquello que distinguiera lo humano de lo bestial. Soportó inerme siglos de triunfo, mientras la carrera adoptaba también una dimensión más humana. Le vio deambular por las últimas eras glaciales, alumbrar con su inflado cuerpo los campos de hielo. Así debieron de originarse las leyendas de gigantes, a la vista de sus patas de arácnido elevándose hacia el cielo, ganando altura después de alimentarse. Tal vez nació también así la religión, los primitivos sacerdotes que imploraban al sol que retornase, que salvara a sus pueblos del hambre de la luna, una súplica que Diana vivió ahora como una reminiscencia del poder que la había envuelto al crearse las estrellas. Pero la Luna contó asimismo con espíritus conciliadores, prototipos de los druidas, hombres lo bastante preclaros como para invocar al cazador en su forma humana, la forma de un hombre tan resplandecientemente blanco que no podía mirársele a los ojos. Le prometieron sacrificios caníbales, sacralizar el satélite, y el ser que lo encarnaba debía otorgarles a cambio la capacidad de evolucionar y adquirir mayor fuerza en sus propias cacerías las noches de plenilunio, cuando él eligiera las mejores ofrendas. Diana quiso gritar a aquellos conciliadores que no negociaran en nombre de la humanidad, mas el pacto ya se había consumado; se estaba olvidando hasta el terrible objetivo de sus ritos, hibernado en el transcurso de los siglos. Sólo el apetito que tales ritos calmaron y el poder inhumano que habían alimentado se preservarían inmutables.
La humanidad avanzó. Prosperaron las civilizaciones. El culto a la luna fue domesticado, civilizado. Quienes actuaban en función de la luna llena fueron desterrados o tildados de locos o ajusticiados. La vieja religión no sobrevivió sino en los lugares más inaccesibles, donde el ser de la luna seguía hartándose a placer, ahuyentando por el esplendor de las ciudades. Sus efímeras apariciones dieron pábulo a leyendas de ogros, de monstruos que vagaban por los solitarios océanos. Vinieron luego los druidas que le llamaron Moonwell, y los romanos que trataron de aniquilarle mientras se hallaba preso en el cuerpo de aquel sacerdote. Lo único que lograron fue enfurecerle, excitarle a forjar un plan de venganza que fue madurando abyectamente a lo largo de los siglos, una venganza contra la raza humana.
La insondable tiniebla de la cueva no le había rendido. Al contrario, hizo que se incrementara su imperio sobre la oscuridad. Antes de que los despojos del druida acabaran de descomponerse, había convocado ya a ciegas criaturas de las más hondas cavernas para que amontonaran los pedazos del cadáver junto al cuerpo del soldado romano que se había autoinmolado, sin pensar que iba a alimentar a la entidad misma que pretendía destruir. Este hecho había retrasado la putrefacción, convirtiendo la amalgama en un simulacro de vida que se fue incubando a través de los siglos de oscuridad, en un cuerpo prefabricado que el ser podría habitar en su espera. Con el transcurso de los siglos se le fueron asimilando más sirvientes sin ojos. En el mundo exterior todavía se adoraba a la luna, una adoración que reafirmaba a quien aguardaba en el foso. En ocasiones extendía un tentáculo y apresaba mentes en las que yacía sepultada la memoria racial de los antiguos rituales y que, a partir de entonces, enloquecían o cambiaban con la luna. Si cazaban, compartía su alimento, él se nutría del espíritu mientras los otros comían la carne.
Aún le faltaba la fuerza necesaria para escalar de vuelta al astro. Una vez sus invidentes criados le izaron hasta la galería superior, el cuerpo artificial se hizo pedazos antes de ascender seis metros. Además, el ente quería que su portador fuera un humano, que tal fuese su primera victoria. Quizá el tiempo pasado en la cueva había sido una nimiedad para un ser inmortal, mas Diana se representó los años como lo que eran, como siglos. De todos modos, no pudo por menos que desear que se prolongaran cuando, en la boca de la cueva vio una luz que bajaba por el primer túnel. Dios la guardase a ella y al género humano, la espera había concluido. Mann estaba allí.
Le vio llegar al fondo y aventurarse en el pasadizo, soltando cuerda a su espalda. Bajo el casco, su rostro delataba la tensión de la osadía, con la piel de los pómulos casi translúcida. Le admiró muy a su pesar y, sobre todo, se horrorizó por su suerte. La luz del casco enfocó a quien aguardaba en la negrura, y Diana constató que la faz de Mann se llenaba de odio y de asombro.
Acaso lo que le asombró fue cuan diminuto era su adversario. Con el desgaste del tiempo, el amorfo cuerpo se había ajado hasta quedar casi en nada. Su insignificancia aparente debió de infundir valor al otro, pues se le acercó, pese a que Diana le rogó sin voz que huyera. El engendro se había concentrado en sí mismo y, tan pronto el predicador se puso a su alcance, dio un salto, el que había preparado durante centurias. Le atenazó con todos sus pútridos miembros y le amordazó aplicando su boca descarnada a la de él, acallando su alarido.
La repulsión había paralizado al evangelista. Diana tuvo que presenciar cómo los desintegrados labios abrían un sesgo en la ropa, cómo el pálido y deformado cuerpo empezaba a amoldarse al suyo en una fusión total. Lo último que le invadió fue la cara, sobreponiéndose venenosamente sus rasgos a aquella expresión aterrada y, luego, humanizándose en una socarrona réplica del semblante de Mann, de su sonrisa.
Fue casi un descanso para Diana sumirse en la tiniebla cuando la cosa que había sido Godwin Mann echó a un rincón el iluminado casco y se encaminó hacia la galería alta, hacia sus devotas presas. A su alrededor, en la oscuridad, unas criaturas sin ojos aguardaban su llamada. Aquello no fue más que el preámbulo, todo lo que sucedió en Moonwell después de que el ser disfrazado de Mann emergiera del foso fue una broma diabólica en la que el ente se regodeo de sus poderes y puso a prueba sus limitaciones. Pronto iba a cansarse de que le venerasen por equivocación, pronto perpetraría su venganza. La penumbra cerró estrechas filas en torno a Diana, atrapándola en su visión, mientras comprendía cuan completas serían aquella revancha y aquel goce, comprendía lo que planeaba hacerle al mundo.
53
Algo cayó sobre el pie de Phoebe Wainwright y la hizo volver en sí. Estaba desplomada en el rígido saliente de un lugar frío y en penumbra. Le colgaban los brazos sobre el borde, los senos le dolían por el aplastamiento y el dilatado vientre la arrastraba hacia abajo. Al erguir la espalda con vacilación y girarse para examinar el objeto caído, descubrió que era un libro de salmos. Había estado postrada en un banco. Se hallaba en la iglesia, aguardando la muerte.
Consiguió enderezar su desmañado cuerpo, temblándole las muñecas al sujetarse en el reclinatorio, y se sentó en el duro banco. Si aquello era morir, no resultaba nada aterrador. ¿Por qué había de serlo? Phoebe creía que la muerte natural era como traspasar un umbral, algo que se hacía de manera insensible. Ni siquiera la hinchazón de su panza le molestaba, pues había decidido que se la abultó el hambre. Su famélico organismo no tardaría en derrumbarse, y entonces vería de nuevo a su Lionel, no sólo la fotografía expuesta en la mesilla de noche. Sabría cuál era el secreto que había prometido contarle cuando volviera a casa aquel día en que jamás volvió. «Espera y verás, cariño», le había dicho, besándola en las dos mejillas antes de darle el ósculo auténtico en la boca, y ella esperó, esperó la jornada entera para averiguar qué era lo que encendía chiribitas tan brillantes en sus ojos, hasta que se presentó en su puerta el policía con cara femenina, tan atípicamente entristecido que no precisó oírle hablar. Ahora, el pesar, su vacío interior, se mitigarían por fin de forma definitiva. Había venido a la iglesia resuelta a ponerse en paz con Dios según sus propios códigos, y suponía que lo había hecho.
¿Por qué, entonces, parecía refrenarla en sus designios la idea de tener que completar una tarea? Con perezosa memoria, recordó que debería haber manifestado su perdón a Eustace Gift por lo que había dicho sobre ella en la asamblea, puesto que, verdaderamente, había dejado de importarle. Lamentaba que el hombre no hubiera tenido el coraje de comentarle sin reservas sus sentimientos, en vez de almacenarlos en su interior hasta vomitarlos de un modo tan intempestivo. Phoebe se secó una lágrima; siempre le había profesado un gran afecto, y quizá así se lo habría hecho saber de darle él la oportunidad. Esperaba que encontrase a alguien que le hiciera feliz.
¿Por qué sentía aún aquella congoja? Una remembranza en especial le desquiciaba los nervios, pero sin duda todo fue un sueño. Poco después de enterarse de las declaraciones junto a la cueva, soñó que Eustace la poseía, con su faz transformándose en la de Lionel y luego en un rostro sin facciones, una nada sonriente en la que se insertaban unos pequeñísimos y vivaces ojos azules. Había despertado desnuda en el lecho, cubierta por un rayo de luna que se derramaba entre sus muslos. Se repitió que había sido tan sólo un sueño. Lo que la preocupaba era cómo tenían que haber coaccionado a Eustace para que confesara así su amor.
El culpable era Godwin Mann, él y la histeria que había traído a Moonwell. Phoebe se puso tiesa, las manos que la apuntalaban al banco se apretaron en puños. Fue la influencia de Mann la que le hizo perder al bebé, el primer parto que se malograba en diez años, el primero de sus niños que moría porque los padres hubieran rechazado sus servicios. Por eso le rondaba la idea de que tenía algo pendiente. Debía obligar al predicador a enfrentarse a su responsabilidad en la muerte del pequeño.
La Luna avanzó por los bancos hacia el altar, reproduciendo en líneas desvirtuadas las imágenes de las vidrieras. ¿Era Mann consciente de su culpa, del sufrimiento que había causado? Seguramente se decía a sí mismo que actuaba por voluntad de Dios. Tal pensamiento encolerizó a Phoebe, preñó su cuerpo de un doloroso anhelo de encarársele. Y no descansaría en paz hasta que lo hiciera.
Poniéndose pesadamente en pie, echó un nostálgico vistazo a la iglesia. No quedaba mucho en ella para inspirar tal nostalgia. Las figuras condensadas en los largos ventanales tenían una delgadez anónima y antinatural: los rayos lunares las iluminaban de tal forma que uno de los grupos parecía tener un cuerpo común, mientras que las sombras de los sauces movían a todos sus componentes en una danza extravagante. No podía ser sólo la luz la que prestaba a la iglesia aquel empolvado aire de frialdad, de abandono. Era también obra de Mann, cuando proclamó que el padre O'Connell era menos divino que él. La Wainwright casi le inculpó asimismo de la muerte del sacerdote.
No se haría ningún bien a sí misma dejando volar su fantasía, menos aún ahora que se había levantado y el hambre la sacudía. Los brazos de la Luna tocaron el altar como para demostrar cuan vacío estaba, y la mujer vio a una enorme araña bajando de la palia. Retrocedió atropelladamente por el banco, sosteniéndose con ambas manos, y también el tacto la ayudó a recular de final en final de hilera de bancos hasta la parte posterior de la nave.
No iría lejos sin una vara. Fue cojeando entre los sauces del cementerio y se detuvo junto al roble. Se colgó de una rama, quebrándola con tal ímpetu que se estrelló contra el áspero tronco. Al menos tenía una muleta, y era además un respiro haber salido de la iglesia: estaba empezando a imaginar que la cabeza de una de las gárgolas, aún más deteriorada y llena de manchas que las otras que había en la empinada cubierta, había adoptado la cara del padre O'Connell, y sonreía en una mueca torva. Decidió que no volvería allí después de la confrontación con Mann. Estaría más solazada en casa, cerca de la fotografía de Lionel.
Anduvo por la calle Mayor hacia el hotel, oscilante y arrancando quejas a su bastón cada vez que se apoyaba en él. Tenderos y clientes sacaron la cabeza a su paso, pero nadie se brindó a ayudarla. Hubo de descargar aún más su peso en la vara al llegar a la desierta plaza. En el instante en que pisaba el pavimento frente al edificio, la rama se rompió.
Atravesó las puertas con mucho apuro y siguió adelante. El vestíbulo estaba repleto de acólitos de Mann, uno de los cuales dio un respingo y un enojado aullido al ver cómo Phoebe se acercaba haciendo eses a una butaca. La mujer se dejó caer en el asiento, jadeando y con la boca abierta. Al rato tomó aliento y se alzó para, de nuevo renqueante, encaminarse a la recepción, donde el director observaba con displicencia las sombras de la multitud labrada en la alfombra.
—¿Podría decirme el número de habitación del señor Mann? —preguntó la mujer.
—Nadie puede subir. —El tipo apartó la faz del puntal que era su mano en visera, brillante su frente ovalada a través de unas mechas pelirrojas, y estudió a la Wainwright—. Se ha quedado todas las habitaciones de la última planta. Mientras pague la factura, es asunto suyo.
Una matrona con una cruz en la canal de los pechos dio a Phoebe unas palmadas en el hombro.
—Ahora, Godwin sólo recibe tras previa cita.
—¡Ah! ¿Se nos ha vuelto elitista?
—Estoy desolado, señora, pero no puedo hacer nada —se disculpó el director.
El hombre se giró hacia la centralita del teléfono, para responder a un timbrazo de sonido similar a una inhalación de aire. Phoebe vio que se ponía tenso al oír por los auriculares una embaucadora voz que le decía:
—Envíemela, se lo ruego.
—Es usted el señor Mann, ¿verdad? —El director se había inclinado con cautela hacia el micrófono; estaba claramente desconcertado por el comportamiento de los mandos—. ¿A quién debo enviarle, señor?
—A la matrona.
Debía de haberla visto al cruzar la plaza y oído a través de la red telefónica, coligió Phoebe, asqueada por la reverencia que leyó en los semblantes de sus seguidores.
—¿Puedo hablar un minuto con él? —solicitó uno de aquellos.
—Siempre a su disposición —contestó el director, encogiéndose de hombros.
El sujeto, un hombre joven, se recogió sobre el micrófono como si fuera a arrodillarse.
—Godwin, ¿está usted seguro de que no quiere que le sirvan un bocado? A todos nos encantaría cederle una porción de nuestro plato.
—Aprecio vuestra lealtad —dijo la voz meliflua—, pero no hay razón para preocuparse. Nadie ha de quedarse sin comer. Por favor, que alguien acompañe a mi visitante hasta el piso.
Tantos fueron los voluntarios que se arracimaron alrededor de Phoebe, que ésta pensó que tenían la intención de transportarla en volandas. Al fin, dos hombres la agarraron por los brazos y la alejaron del mostrador. Uno de ellos encendió una linterna al alcanzar el extremo del vestíbulo y, juntos los tres, siguieron escaleras arriba la banda iluminada.
El murmullo del gentío se disipó al aupar los dos hombres a Phoebe en los últimos peldaños del primer piso. Le dieron soporte hasta el segundo, entre unos muros que parecían combarse como la carne viva al rozarles de soslayo la luz. El rellano estaba almohadillado de silencio, una respetuosa quietud que la mujer ansió romper. Iba la primera al subir a la tercera planta, pero los acólitos tuvieron que cogerla de los brazos cuando, tropezando inadvertidamente, se vino atrás.
—No creo que él se enfade si la escoltamos hasta la cúspide. Nos dio instrucciones de dejarle sólo en el caso de que hubiera una contraorden por su parte —explicó el hombre de la linterna.
Soltaron a la Wainwright en cuanto se hubo plantado en el último piso. La mujer, sujeta con ambas manos a la baranda, les vio retirarse, vio cómo la refulgencia de la luz oscilaba en el primer descansillo y desaparecía tras la curva. Se separó con ímpetu de la escalera y casi se muere del susto, pues había quedado a un metro de distancia del negro hueco del ascensor. Fue como pudo hasta la pared del pasillo y apoyó la espalda en ella, sin respiración.
Este piso del hotel desbordaba luz de luna. Su brillo era mayor al final del corredor, donde sus guías le habían dicho que se hallaba la alcoba de Mann, y ahora reparó en que entraba por su puerta abierta. Pero no podía ser que toda la luz manase de allí dentro. Daba igual, tal como había comenzado a temblar tampoco iba a ponerse a analizarlo ahora. Tal vez los tiritones no se debieran solamente a la debilidad; su hálito enturbiaba el aire al expulsarlo. Se reanimó un poco, e incluso se atrevió a acometer la travesía del pasillo, con la mano en la pared. En el momento en que pasaba frente a una puerta cerrada aquella voz suave, envolvente, afirmó:
—Me satisface mucho que lo haya conseguido, señora Wainwright. Quería que viniera por su propia iniciativa.
A Phoebe se le hizo un nudo en el cedido vientre.
—¿Se ha tomado la molestia de averiguar mi nombre? Eso es porque le remuerde la conciencia, ¿no? ¿Ha pensado que es usted, para variar, quien necesita ser perdonado?
La voz se rió, tan atrozmente que a Phoebe le faltó el resuello. Oyó un fuerte ruido metálico en la habitación abierta, que resonó como si toda la planta fuera a hundirse.
—Mi querida señora Wainwright, no es ése el motivo de que esté aquí.
Phoebe se dobló sobre un repentino aguijonazo que le retorció la tripa.
—Puede usted predecir las reacciones de sus adoradores —replicó con los dientes apretados—, pero no presuma de predecir también las mías.
—Sé sobre usted todo lo que me conviene, Phoebe. La he observado con especial interés desde que empezó a ocuparse de adornar la cueva.
—¿Cómo, desde entonces? Eso fue hace muchos años. —La mujer envaró ahora la espalda, con los ojos aún lacrimosos, y las palabras de la voz calaron en sus poros como el frío. Ojeó el palidecido corredor—. ¿Quién es usted? —espetó.
—¿No lo adivinas, después del tiempo que he pasado esperándote? Y, sin embargo, heme aquí, conociéndote mejor que nunca —declaró la voz insinuante en tono confidencial, con una modestia grotesca—. Vamos, Phoebe, ambos deseamos lo mismo, y por eso te lo he dado.
Phoebe buscó apoyo en el muro y abrazó fuerte su vientre. Los dolores le resultaban casi familiares, sus síntomas evidentes, pero era imposible.
—¿Sobre qué delira usted, condenado fanático? —rugió.
—Exactamente sobre lo que estás sintiendo. Es lo que tú intuyes, lo que siempre deseaste pero renunciaste a tener porque habías perdido a tu marido.
La Wainwright inició un penoso retroceso arrimada a la pared, oprimiéndose la panza con el brazo. Habría de soltarse para alcanzar la escalera, para lanzarse hacia ella. En todo caso, era mejor pasar de largo que arriesgarse al vértigo del abierto hueco del ascensor. Mas, cuando estaba enfrente del hueco, una mano salió de la alcoba de Mann.
Su mente trató de negar que fuera tal mano. Las manos no eran tan pálidas, ni tan manchadas, ni tan inquietas; los dedos no se movían como orugas. Además, era demasiado grande incluso en proporción al brazo que, la mujer lo vio con estupor, llegaba ya a mitad del pasillo. No obstante, al extenderse aquellos dedos sí creyó que formaban una mano, hasta que la luz que parecía aprisionar el miembro refulgió tan fulminantemente que las yemas esculpieron relámpagos de luz, una luz blanca que se le clavó en la inflada panza cual cinturón de lanzas de hielo. Phoebe se retrajo tambaleándose, agitando los brazos, y cayó despatarrada en el suelo pasado el hueco del ascensor.
—Ven a mí —invitó la voz embrujadora. Se había traicionado a sí mismo, pensó Phoebe dentro de su trance. Al hacer que se desmoronara con su peso a cuestas la había incapacitado para obedecer. Cerró los ojos y se conminó a morir antes de que la voz reclamara el acceso a otros de sus secretos, antes de que los espasmos del bajo vientre y la entrepierna ratificaran lo que aquel ser había anunciado.
—Ven a mí —insistió la voz perentoriamente, y Phoebe iba a ceder a una risa histérica cuando comprendió que no era a ella a quien hablaba.
Juntó los párpados más estrechamente, como si así hubiera de repudiar el ultraje, pero notó el contacto de largos dedos, o de gélidos rayos. Se rasgaron sus vestiduras, y algo se le escabulló de entre las piernas. Se llevó la muñeca a la boca, mordiéndola hasta que sus dientes toparon con el hueso, y se obligó a abrir los ojos.
Un bebé gateaba pasillo adelante, hacia la puerta luminosa, y alejándose de la mujer. Estaba muy rollizo y lucía una palidez nada saludable, pero se apañaba para desplazarse. Su cordón umbilical tiraba del gemelo, o de todos cuantos hermanos se encontraban aún en el útero de Phoebe y pateaban impacientes. Gateaba, sí, hacia la luz que se escanciaba en el del otro modo vacuo corredor, gateaba atendiendo a la llamada de quienquiera que le esperase en la alcoba de Mann.
Phoebe se movió en la moqueta, de manera que la cabeza quedara más próxima al bebé. Su misma endeblez la incitó al llanto. Rodó ahora para ponerse boca abajo, aullando de dolor, y logró agarrar al pequeño por los escurridizos hombros y atraerlo hacia si. Estaba ciego, sin ojos, y mal podía llamarse rostro a lo que debería haberlo enmarcado. El niño forcejeó en sus disminuidas garras, girando la cabeza a uno y otro lado, gesticulando como si pretendiera trepar en el aire. Un estremecimiento de horror ante él y ante ella misma por haberlo concebido, fuera como fuese, la convulsionó de arriba abajo, agotando sus últimas fuerzas. Sólo un pensamiento la mantenía activa: por muy horrenda que fuese la criatura, tenía vida, una vida que nadie sino ella podía proteger del ente de la habitación. Procuró no preguntarse quién era este ente, o cómo se había instalado en la alcoba, o para qué quería al recién nacido: tanto rehuyó pensar, que su mente se encogió hasta casi dejar de ser. Apretujó al escurridizo pequeño contra su pecho e hincó una rodilla en el suelo.
Por aquel esfuerzo estuvo a punto de desmayarse. Ahora, además de moribunda por hambre, también se desangraba. Apenas podía sostener al bebé: nunca llegaría a la escalera. No restaba más que un medio de robarle los niños al monstruo del cuarto de Mann, y aun aquél sería impracticable si no actuaba con rapidez. Tal certeza la empujó, de rodillas, hacia el hueco del ascensor, demasiado deprisa para arrepentirse. Cayó antes de que tomara la decisión de hacerlo, con el agotamiento y la sobrecarga de su vientre tirándola por el hueco. Murió de forma instantánea y aplastó al hijo ya alumbrado bajo su cuerpo. Mientras se precipitaba, juró que llevaría consigo a su prole dondequiera que fuese.
54
Al no recibir respuesta inmediata la discreta llamada de Eustace, Nick martilleó la puerta frontal de los Scragg. Había alguien sentado en la sala de estar, pero era lo único que el periodista pudo percibir ahora que la luna se hallaba situada encima del tejado. Abrió enérgicamente un hombre de pequeña estatura, con la cara contraída, mofletes encarnados y cejas muy pobladas.
—¿Por qué arman tanto jaleo? ¿Quiénes se creen que son?
—A mí ya me conoce, señor Scragg. Y el señor Reid es amigo de la señorita Kramer.
La ridícula cara escudriñó a Nick.
—Sí, la ayudó a organizar aquel follón cuando tratábamos de orar. Supuse que la policía se habría hecho cargo de usted.
—No esperaría que me tuvieran encerrado para siempre, ¿verdad? —El reportero recapacitó que no valía la pena mencionar a los perros. Ya descubrirían el cadáver, y a no mucho tardar—. El inspector sólo quería quitarnos de en medio a Diana y a mí hasta que terminara la asamblea. Me dijo que viniera a buscarla.
—¿Eso hizo? Me extraña que no haya venido él mismo.
—¿No le parece que está ya bastante atareado? —colaboró Eustace, con una risotada que a Nick no le sonó nada convincente.
—Tendría muchos menos engorros si todos en este pueblo entregaran su fe a Dios. Lo que no entiendo es por qué no ha mandado para liberarla a alguien en quien él sepa que podemos confiar.
«Eres demasiado menudo para ser un cancerbero, rata enana». Antes de que Nick asiera al director de escuela por las solapas y le insultara así en la cara, Eustace propuso con timidez:
—Si no nos cree, no tiene más que telefonearle.
—No te quepa ninguna duda de que lo haría si pudiera. —Scragg arrugó ahora la frente—. Hay algo que deseo puntualizar. Nadie en esta casa tiene la culpa de lo que pueda haberle ocurrido a su amiga.
—¿Qué le ha pasado? —demandó Nick—. Déjeme verla, o por Dios que le imputaré toda la responsabilidad.
—No use el nombre de Dios en vano delante de mí. Y permanezca muy cerca de mi persona, para que pueda vigilarle —dijo el director, en lo que era una última aserción de autoridad, e introdujo a ambos hombres en el estrecho vestíbulo.
Diana estaba sentada en la sombría sala, junto a la extinta chimenea. Se hallaba, al parecer, ensimismada en la contemplación de un cuadro que había en el muro, sobre la repisa. Un tipo flacucho y de cabello semicano pese a no sobrepasar la treintena frotaba, arrodillado frente a ella, sus ateridas manos. Se hizo a un lado al correr Nick hasta la americana y tomar en las suyas aquellas manos, tiritando cuando la joven le transmitió el helor de todo su cuerpo.
—¿Cuánto tiempo lleva así?
—Desde que se elevó la luna —explicó la señora Scragg a la espalda del reportero, en un tono desabrido pero con pretensiones de ser sentencioso.
Nick secó los labios de Diana, y vio que tenía la camiseta empapada.
—¿Por qué está tan mojada? —inquirió.
—La rocié con un poco de agua, eso es todo. He curado así a más de un niño atacado por nimiedades parecidas.
El periodista respiró hondo y trató de no perder la templanza.
—¿La ha visitado algún médico?
—Le ahorraré el trabajo de interrogarnos para luego poder acusarnos de no haberla cuidado. Delbert, aquí presente, lo ha intentado todo.
—Los dispensarios estaban cerrados —musitó el hombre del pelo gris.
Nick se dio cuenta de que no había nada más que saber. Una vez sacara a Diana, sana y salva, de la vivienda de los Scragg, podría hacer los planes oportunos.
—Écheme una mano, Eustace —indicó a su acompañante, y dio un ligero tirón del brazo de Diana con la esperanza de echarla a andar.
La joven se incorporó con presteza. Tan ágil y firme fue su gesto que Nick pensó que se había despertado, pero sus ojos nada miraban fuera de sí mismos. Ahora que estaba en pie, quedó inmóvil. Cuando volvió a agarrar su brazo caminó a su paso dejando atrás a los murmuradores Scragg, las claustrofóbicas dependencias y hasta el exterior de la casa. Eustace cerró la puerta.
—¿Quiere probar suerte otra vez con los doctores? En la penumbra, ese tipo podría haberse confundido de señas.
Atravesaron la calle Mayor hacia la acera donde había luna, y Diana, al bañar la luz su rostro, habló. Lo hizo con una voz que era un hilo quebradizo.
—El cielo va a desplomarse. A eso se referían. Ellos lo sabían bien.
—¿Qué historia es ésa, cariño? —susurró Nick, acariciando el brazo de la chica a través de su propia chaqueta, con la que la había arropado.
Notó a la joven liviana, hueca, ausente hasta extremos insospechados, y se le heló el corazón. Diana se enclaustró de nuevo en su mutismo al internarse en la sombra de un bancal, y Eustace les guió hasta un dispensario médico que había entre dos comercios.
Pulsó repetidas veces el botón metálico, el timbre resonó pero nadie lo atendía. En algún sitio Nick oyó un ruido como de insectos, un zumbar seco que también podían ser risitas apagadas. Condujo a Diana, siguiendo siempre los talones a Eustace, por las rúas marginales, que se fueron ensombreciendo a medida que la Luna se adentraba en la colina. El cartero fue a un dispensario, y luego a otro, mas en ninguno obtuvo respuesta.
—Me temo que éste era el último. ¿Intentamos llevarla a un hospital?
—¿Está muy lejos?
—A unos sesenta kilómetros.
—No llegaremos antes de que anochezca —desistió el reportero, pese a lo mucho que deseaba oírse decir que se equivocaba en su diagnóstico—. Lo dejaremos para mañana, si es que todavía no se ha recuperado. Lo que ahora necesita es descansar, ¿no opina usted igual?
—Puedo hacerlo perfectamente en mi casa. Es decir, a menos que usted prefiera... —añadió Eustace azorado, bajando la vista—. Es decir, que si tiene las llaves del chalet de su amiga...
—La casa de usted será un refugio excelente. Le agradezco su amabilidad.
Para Nick fue un desahogo seguirle fuera de aquellos parajes. La luz lunar se posaba en el pavimento de la calle donde vivía Eustace. En cuanto se expusieron a ella, los labios de Diana empezaron a moverse, pero no emitieron sonidos articulados. Fue estando ya en el salón del cartero cuando alzó una faz invidente, pero inquisitiva.
—Tengo que salir —aseveró con vehemencia—. Tengo que detenerle, que adelantarme a sus movimientos.
55
—No iré si Hazel no viene —se negó Craig.
Benedict se acuclilló frente a su asiento.
—Escúcheme, haga el favor. Ya hemos pasado por esto otra vez. No quiero dejar la casa desocupada con un equipo valorado en varios millares de libras. No digo que nadie vaya a aprovecharse de la oscuridad, pero es mejor tomar precauciones.
—Creía que ya lo habías hecho. Instalaste tu propia alarma. Además, tengo entendido que ya no se cometen delitos en Moonwell.
—No se ha cometido ninguno desde la llegada de Godwin, pero podrían trasladarse hasta aquí algunos ladrones de la ciudad si se han enterado de lo de las luces.
La mención de Mann tocó el punto flaco de los nervios de Craig, y trajo a su mente lo que había vislumbrado en la habitación del hotel. La tremebunda visión ganó nitidez al reconstruirla su memoria, tanto que Wilde habría querido hurgar con los nudillos en sus ojos hasta arrancársela.
—No iremos sin Hazel —recalcó en tono alterado.
—Aparte de otros motivos —argumentó Benedict—, me es imprescindible que alguien se quede para tomar nota de los mensajes. Algún trabajillo tendrá que caerme cuando vuelva la electricidad. Creo, francamente, que hacerse acompañar a casa es pedir demasiado.
—En primer lugar, nunca pedimos tal cosa —protestó Vera—. Y no finjáis ahora que no contáis los minutos que faltan para deshaceros de nosotros.
—Mamaíta, tan sólo estamos preocupados por vosotros —se quejó Hazel—. En las actuales circunstancias, la gente recela de los forasteros descreídos que no son capaces de integrarse en la oración.
—Sí, ya vimos cómo trataban a la maestra. Y vosotros os quedasteis allí como pasmarotes y les dejasteis hacer, ¿no es así?
—No teníamos por qué intervenir —dijo Benedict en su tono más probo—. Y no exageremos, la directora se limitó a retarla.
—No me iré de este pueblo hasta que me acompañes a su casa y pueda ver por mí misma que está bien —declaró Vera, cruzándose de brazos.
Los nervios de Craig volvieron a vibrar, como el encerado de un aula al arañarlo. Divisó, al otro lado de la ventana, la escalada de los rayos lunares por la vereda de la colina. Si se iban ahora en la furgoneta, trazarían su misma trayectoria hasta que llegasen al declive de la carretera de Sheffield. No debían posponer más la partida.
—Llevemos también a la señorita Kramer si quiere venir —concedió, con un temblor en los labios—, pero insisto en que no saldré sin Hazel.
Repitiéndose así debía de parecerles un viejo chiflado, pero quizá ésa sería la manera de que Benedict y Hazel le siguieran la corriente. Tenía que sacar de allí a las mujeres, y necesitaba a Benedict para conducir la camioneta; le temblaban tanto las manos que tuvo que sentarse encima. Una vez en el pueblo vecino o, mejor aún, de vuelta en su hogar de Sheffield, podría comunicarles la noticia de que algo horrible estaba aconteciendo en Moonwell, aunque sólo Dios sabía a quién podía enviarse para combatirlo.
—¿Cuánto rato vamos a perder discutiendo? Todavía no me he repuesto de lo sucedido y, lo que es más, temo que voy a empeorar —increpó a su yerno, con una astucia hija de la desesperación.
Estiró las manos para mostrárselas en la penumbra, y mucho le consternó advertir que apenas tenía que disimular.
—Pues vayamos a consultar a un médico —repuso Benedict, en el límite de su paciencia—. Pero Hazel no vendrá. Ya hemos transigido mucho con ustedes, rogando a nuestros amigos que se mudasen al hotel, y ahora ni siquiera se quedan.
—¿No va siendo hora de que alguien me pregunte a mí qué es lo que deseo hacer? —se cuadró Hazel.
—Supuse que comprenderías mis motivaciones, querida. Me es indispensable que permanezcas en casa en beneficio de nuestro negocio.
—Te he comprendido muy bien; pero eso no significa que tenga que obedecer siempre tus órdenes, aunque el nuestro sea un matrimonio cristiano. —Hazel echaba chispas por los ojos—. Exijo ver a mis padres a salvo y acomodados en su casa. Ya han sufrido lo suficiente sin tener que aguantar todas estas disputas. Si supiera conducir les llevaría yo misma. Y, además, durante nuestra escapada podríamos cargar provisiones en la furgoneta.
—Eso puedo hacerlo yo. No es necesario...
—Lo que podrías hacer tú es sentarte al volante y callar. Sería un cambio muy sano. Vosotros dos, ¿estáis listos?
—¿Y la señorita Kramer? —reclamó Vera.
—No vamos de gira campestre —rezongó Benedict—. Enfilaré directamente esa carretera y no pararé por nada ni por nadie.
—Dios te perdone si le ocurre algo. —Vera lanzó a su yerno una mirada inquisitiva—. Estoy demasiado exhausta para porfiar más, demasiado exhausta y demasiado vieja también. Cuanto antes abandone este pueblo de pesadilla, mejor será para todos.
Su ignorante exactitud estremeció a Craig. La salida se alargó más de lo debido: hubo que transportar las maletas al portaequipajes del vehículo, previa descarga de una serie de bultos, y luego Benedict pasó una exhaustiva y doble revista a su hogar, además de comprobar la alarma. Entretanto, la luna empezó a descender. Aún tendrían la bastante luz como para rebasar lo que quiera que fuese había interceptado en su anterior intentona al automóvil de Craig. Se animó el hombre a sí mismo, una luz que les llevaría al mundo normal. Vio a las dos mujeres en la camioneta, Hazel empeñada en ocupar el asiento trasero de tal modo que sus padres pudieran apretarse en el del pasajero.
—¡Todo a punto! —exclamó Craig, en voz tan alta como osó.
Benedict hizo un aspaviento como si le forzasen a ser descuidado, y se dirigió hacia el vehículo, tras cerrar la puerta principal y darle un par de sacudidas a título de prueba. Cuando giró la llave de contacto el motor estornudó y se caló.
«Habrá que apearse y empujar», se disponía a ofrecer Craig, pero los chirriantes mecanismos entraron en actividad y la furgoneta emprendió viaje hacia las afueras.
Wilde observó cómo se comprimía el pueblo a través del espejo retrovisor, pensó en todos aquellos habitantes que no sospechaban lo que había anidado en su villa, pensó también, con un sentimiento de culpabilidad, en la maestra y en su gentileza. ¿Qué podía hacer él? Si trataba de avisar a la gente, le calificarían de senil o de loco.
El vehículo aceleró pasado el disco local de limitación de velocidad, coronando la primera cuesta. Las colinas resplandecían muy blancas, la hierba y el brezo tenían la fragilidad de fósiles.
—Confío en que nos llegue la gasolina —comentó Benedict, como si ésa fuera otra comprobación que le hubiera estado vedada.
—Podrás repostar en cuanto salgamos a la carretera nacional.
Craig espoleó mentalmente a Benedict para ir más aprisa, y por una vez parecieron coincidir los flujos mentales de ambos hombres. La furgoneta se metió rauda en la sombra de la luna y rodó hacia la siguiente y descolorida panorámica. Recordando las cabezas de oveja que había visto en su primera aventura, Craig se fijó en la desolación de ahora. Siempre que un objeto blancuzco y de perfil no geométrico se asomaba a los faros desde una zanja, desviaba la vista a otra parte.
Otro repecho les llevó hasta plena luz lunar, en el linde de una sombra más densa. Craig se arriesgó a volver la vista atrás, más allá de Hazel, quien le sonrió con incertidumbre. El astro se hallaba aún a su vista, a pocos minutos del horizonte. Wilde casi deseó haber ido por los bosques, aunque era dudoso que hubiese superado la negrura que allí había.
La idea de la negrura le atacó una vez más los nervios. Evoco el desenlace de aquella otra excursión, con la cavernosa tiniebla que había obstaculizado su viaje. El vehículo abordó una subida más y bajó a toda carrera, y Craig reconoció la cresta que ahora tenía delante como la que entonces no se había atrevido a salvar.
Abrazó a Vera y notó que ésta se ponía en tensión. Quizá también ella había identificado el paraje y trataba de no alarmarse, o quizá fue él quien la alertó. La furgoneta corrió cuesta arriba, hacia el borde donde la iluminada calzada debía cortarse ante un cielo negro, y Wilde se sintió más proclive al rezo que nunca en su vida. «Déjanos pasar —imploró—, deja que Benedict traspase el muro.» Al aproximarse a la cima hubo de cerrar los ojos, preparándose para el chirriar de los frenos, para los chillidos de pánico.
Cuando sintió que la camioneta aligeraba en una pendiente, al principio sus párpados rehusaron abrirse. Mas Vera se relajó en sus brazos, y aquello le impulsó a mirar. Vio que los faros viraban en una curva sin vallas protectoras que daba, enfrente, a un risco pleno de luna. No había columbrado tal risco el día en que intentó irse de Moonwell.
—Lo hemos conseguido —murmuró.
Vera se arrebujó contra él para comunicarle que lo había entendido, a la par que Benedict le clavaba una mirada hiriente. La tiniebla se había cerrado sobre el vehículo, pero era tan sólo la sombra del monte que ya habían sobrepasado. ¿Alcanzarían a ver la carretera principal desde la próxima altitud? No podían tardar en avistarla ahora que habían dejado a su espalda la negrura sobrenatural. En las simas de su cerebro, más allá de la austeridad de toda una vida de escepticismo, Craig se preguntó qué relación habría entre la oscuridad y la criatura del hotel, se preguntó si el distanciamiento de aquélla presuponía librarse de su influencia. Mientras aquilataba minuciosamente tal concepto, la luna se ocultó tras el horizonte, poco antes de que concluyeran el ascenso del risco.
«Venga —apremió interiormente a Benedict—, por el amor de Dios, conduce más de prisa.» Quizá culminarían la escalada bajo el rayo de luna que, como niebla, se dispersaba todavía encima de su cumbre. Pero de súbito se esfumó hasta aquella pincelada, y todas las luces de la camioneta se apagaron a la vez.
Transcurrió un lapso angustiosamente largo antes de que Benedict pisara el pedal del freno. Craig tuvo tiempo de afianzar una mano en el tablero de mandos, de tal forma que ni Vera ni él salieran despedidos a través del parabrisas, pero el salto que dieron en el asiento por poco le dislocó la muñeca. Hazel chocó contra el respaldo, chillando.
—No te pongas histérica, Hazel —la amonestó Benedict—. Ya tengo bastantes problemas. No sé en qué habré ofendido a Dios para que me castigue así.
—Te hago notar que todo esto no te está sucediendo sólo a ti —replicó la joven, entrecortada la voz por el susto.
—Es cierto, pero soy el responsable de todos vosotros. No me distraigas más y déjame reflexionar. ¿Qué has hecho con la linterna? No la encuentro en su sitio.
—Lo último que recuerdo es que la tenías en el cobertizo.
—Jesús, María y José —invocó Benedict, y exhaló un grito ahogado, como si acabaran de propinarle un puntapié en el estómago—. Estas son las consecuencias de meterme tantas prisas. Y ahora esperaréis de mí que reemplace los fusibles sin ver lo que hago.
Para Craig, sus voces eran ecos lejanos en la penumbra. Estrechó entre sus brazos a Vera, que temblaba tanto más cuanto intentaba evitarlo, pero de algún modo la oscuridad se había interpuesto entre ellos: era incapaz de imprimir a su abrazo la fuerza deseada.
—Ya lo tengo —anunció Benedict.
Luego, estuvo callado tanto rato que al expectante Craig se le hacía difícil hasta inhalar. Se oyó un pequeño chasquido al extraer Eddings el fusible de al lado del volante, y otro más cuando encajó el de recambio. Sucedió a éstos toda una retahíla de ruidos semejantes, aunque más sonoros, y Wilde adivinó que su yerno probaba las luces sin ningún éxito.
—Hazel —dijo el joven con voz tajante—, oremos.
El acento fue como de reproche a su mujer. Craig entornó los ojos para que la niebla no le acuciara tan opresivamente, y escuchó cómo hacían un acto de contrición por todos sus pecados y prometían consagrar sus existencias a Dios. Aquello suscitó en él una feroz vergüenza ajena; y, sin embargo, anhelaba que sus preces surtieran efecto, les urgió a pedir que se arreglasen los circuitos. Pero Benedict dijo el «Amén» sin que hubieran pedido nada en concreto, y procedió una vez más a cambiar el fusible. La pieza nueva se colocó en su lugar con el inevitable chasquido y, antes de accionar los interruptores, el hombre respiró hondo. No funcionaron.
Benedict soltó ahora un suspiro estruendoso, agrio.
—Bien, no se me ocurre qué más puedo hacer. Nos hemos quedado en cuadro porque no tuve ocasión de recoger la linterna, y eso fue porque alguien perdía el tiempo enzarzándose en discusiones.
—Si eso es una pulla contra mis padres, Benedict...
—Cállate, mujer. Estoy tratando de pensar.
—A mi hija no le hables así —rugió Vera, y Craig dio un respingo por dentro.
Se hallaban todos al borde de la histeria, él más que ninguno. Si perdían el dominio y comenzaban a reñir unos con otros, tal vez no oirían nada de lo que bullía en la oscuridad circundante. La presunción, acertada, de que no estaban solos en aquella lobreguez le produjo a Wilde tales temblores en las piernas que temió que le diera un ataque de apoplejía. Se obligó a abrir los ojos para huir del recuerdo del engendro de la alcoba de Mann, pero éste continuó acechándole. Cuando Benedict habló, Craig hubo de contener un grito: tal era su desquiciamiento.
—Quiero disculparme por mis intemperancias —masculló el joven malhumorado—. No dejemos que los nervios se adueñen de nosotros. Os quedaré muy reconocido si guardáis todos un absoluto silencio mientras intento dar la vuelta. Conduciendo prudentemente, creo que seré capaz de regresar al pueblo sin mayores accidentes.
Alguien inspiró, pero recapacitó y se abstuvo de responder. Craig se devanó los sesos buscando un medio de disuadir a Benedict de devolverles a Moonwell. Si de veras se veía con ánimos de conducir a ciegas, ¿por qué no lo hacía siguiendo la carretera de Sheffield? Claro que acaso el vacío que les detuvo a ellos les estaba aguardando pasado el repecho. Atrajo a Vera hacia sí sin rechistar, y el joven inició las maniobras.
Antes de que remontaran el peralte, a Craig le dolía ya la mandíbula. La furgoneta cayó como a cámara lenta hacia el otro extremo de la calzada, crujiendo y gimiendo metálicamente, y Wilde tuvo miedo de que el motor se ahogase, tan despacio iban. Despacio, en efecto, pero no lo suficiente, pues de improviso la rueda delantera izquierda pisó la zanja.
Al tumbarse lateralmente el vehículo, Benedict puso la marcha atrás. La máquina reculó quejosa, virando salvajemente al intentar impedir su conductor que se despeñasen por el lado opuesto. Dio luego un salto adelante, después de que le pusieran la primera velocidad, y por fin se caló. Eddings tiró del freno de mano, parando la furgoneta en un tramo de asfalto liso. Habían llegado a la cima del monte, mas lo único que ésta les mostraba era que se hallaban rodeados de una negrura impenetrable.
Craig brincó en su asiento y se oprimió el pecho para aquietar su agitado corazón. Detrás de él, Hazel se levantó del suelo y reprimió un quejido.
—¿Te encuentras bien, cariño? —inquirió Vera, volviéndose a mirarla y separándose de su esposo.
—Tan sólo me he arañado el codo, mamá. Un rasguño que no es digno ni de comentarse.
La voz de Hazel fue premeditadamente animosa. En el instante en que Craig, con un gran decaimiento, se preguntaba qué harían una vez hubieran apurado la charla superficial para encubrir lo desesperado de su aprieto, Benedict susurró:
—¡Dios sea loado! Miren allí.
Wilde aguzó tanto la vista que sintió los ojos irritados. Al principio creyó que no veía más que el efecto deslumbrador de la oscuridad. Pero no, había una luz en suspenso sobre la pendiente, a la altura del parabrisas y sin duda a una cierta distancia, ya que iluminaba el trecho de calzada que tenía debajo: el hombre pudo distinguir blancas agujas de hierba en ambos flancos de la franja así delineada. Se dijo primero que se trataba de un fuego fatuo, mas al poco, en un alarde de perspicacia, comprendió que se trataba de un pájaro.
Parecía una composición de luz pálida. Todo el fulgor se concentraba en sus alas, unas alas borrosas que le sostenían quieto en el aire. Craig no veía sus ojos, ni la clase de pico que tenía. Se percató, en un examen más atento, de que era la luna la que le confería su luminosidad, ella o la luz que había inundado el pasillo del tercer piso del hotel. Aquella constatación le oprimió la garganta, le dejó mudo, hasta que oyó que Benedict arrancaba el motor.
—¿Qué estás haciendo? —logró preguntar con voz ronca.
La furgoneta se puso en movimiento y el pájaro voló delante de ella, concretándose las grandes y relucientes plumas de sus alas.
—Le sigo —contestó Benedict.
La fascinación que destilaba el joven dejó a Craig tan compungido, que apenas atinaba a hablar ni a respirar.
—¿A quién crees que sigues? —balbuceó.
—¿Es que no lo ve?
—No es lo que tú piensas. —Wilde coordinó como pudo el temblor de sus brazos para asirse al de su yerno y colgarse de él, mientras el otro intentaba conducir—. No confíes en ese pájaro. Es una falacia, una trampa vil donde las haya. Paremos y esperemos que vuelva a elevarse la luna.
Benedict liberó, como pudo, su brazo.
—Si no puede interpretarlo como lo que es, le compadezco. Gracias a Diana que algunos aún tenemos fe.
Hazel se inclinó sobre el hombro de Wilde.
—Es una señal del Señor, papá —le explicó, casi implorante.
Aumentó la marcha del vehículo. Craig percibía ahora a Vera, aureolada débilmente su faz por el resplandor que les precedía. Era una faz avejentada, mustia, con tan sólo un ansia de esperanza. El pájaro planeó con más rapidez, y se alejó del cuarteto el tramo alumbrado de calzada.
—Ni siquiera sabes en qué dirección vas, ¿no es verdad? —abroncó Wilde a Benedict—. No sabes más que yo hacia qué lado quedó encarado este trasto.
—La diferencia entre nosotros —persistió el yerno con medida suavidad— radica en que yo poseo el don de la fe.
El pánico se apoderó de Craig. Se visualizó a sí mismo indefenso y arrastrado por el fanatismo de Benedict hasta el lugar donde quería llevarles el ave que refulgía como el ente del cuarto de Mann. Rebuscó en el panel lateral la manecilla de la puerta.
—No iré contigo. Frena o saltaré de la furgoneta.
—No haga disparates. Siéntese tranquilamente y póngase en mis manos. Lo tengo todo controlado.
Wilde abrió con estrépito la portezuela.
—Detente ahora mismo —vociferó—, o juro que me tiraré.
Nunca entendió del todo lo que hizo entonces Benedict. El vehículo se paró en seco y, casi al mismo tiempo, salió disparado hacia delante. Tal vez lo que el joven pretendía era que la puerta se cerrase de golpe y quedase ella misma atrancada, pero lo que hizo fue abrirse por completo y trabarse. El ímpetu de la arrancada arrojó a Craig fuera de su asiento, fuera de la furgoneta, al mundo de las tinieblas.
«Aquí acaba todo», concluyó mientras caía, con torpe resignación. No había tenido tiempo ni para despedirse de Vera. Se estrelló entonces contra el reborde de la zanja. El impacto fue tal que tuvo la impresión de haberse reventado los pulmones, y le hendió además una lanza de agonía de las costillas hacia dentro. Una mano que, por lo visto, era lo único sobre lo que aún mandaba su cerebro se aferró al extremo de la oquedad y le aproximó al margen, desde donde, postrado, observó la furgoneta.
De momento pensó que el vehículo no iba a detenerse. Mas el motor pronto se estremeció, quedó en punto muerto y se apearon ambas mujeres, silueteadas bajo las ráfagas de aire.
—¿Dónde estás, Craig? —le llamó Vera—. Dime que te encuentras bien, no me asustes.
—Estoy aquí. Y sigo vivo. —Wilde se sentó ahora en el filo de la zanja, apoyándose en sus brazos enfermos, y bajó herméticamente los párpados hasta que hubieron remitido las punzadas de la caja torácica—. Pero no iré a ninguna parte en esa furgoneta —añadió, con un castañeteo de dientes.
Hazel le palpó delicadamente aquí y allí, notando que se contraía.
—Estás herido —dictaminó en una voz lastimera—. Déjate acompañar por Benedict y no te pasará nada, te lo prometo. Tú mismo has dicho que deberías ir al hospital.
—Ese ser no nos guiará a ningún hospital. —De repente, aquella solicitud de su hija enterneció a Craig casi hasta las lágrimas—. No te inquietes por mí, puedo andar. Aguardaré aquí mismo la salida de la luna.
Vera se arrodilló al lado de su esposo.
—¿No vendrás ni siquiera por mí? No puedes quedarte solo en la oscuridad.
—Mejor estaré que yendo en pos de esa criatura —aseveró Wilde pertinazmente—. Y eso es válido también para vosotros.
Benedict se bajó del vehículo y escudriñó la zona donde ellos se hallaban. Tras él, el pájaro continuó suspendido, con el grueso cuerpo pétreamente inmóvil entre dos abanicos de luz. Craig vio su pico como un carámbano, una estalactita larga y ahusada, y se persuadió de que no tenía ojos.
—Venga, mi buen suegro, no nos complique la vida —sermoneó Benedict—. Está asustando a las mujeres y perdiendo el tiempo. Por todos los santos, compórtese como un hombre.
Vera se aplicó la mano a la frente mientras Craig, cada vez más terco, se retraía en sí mismo.
—Id, Hazel —dijo confusamente—. Yo me quedaré con tu padre. Cuidad de vosotros mismos.
—No podemos dejarles, Benedict —apeló la joven a su marido.
—Es algo que sólo les incumbe a ellos, querida. Rezamos y nos fue dada una señal; volverle la espalda sería como rechazar a Dios. Lo único que os pido es que todo el mundo decida sin dilación si va a venir o no, porque no estoy dispuesto a escupir más al cielo.
Quedó unos segundos con los brazos en jarras, mirando a los otros. Al no recibir ninguna contestación, se dio drásticamente la vuelta y echó a andar hacia la furgoneta. El trío oyó deslizarse su portezuela hasta el punto de encaje, y Hazel, aunque dividida, se apartó unos pasos de sus padres.
—No puedo abandonarle a su suerte cuando ni siquiera sabe adónde va.
—Por supuesto que no, mi niña. Anda con él, nosotros nos tenemos el uno al otro —la alentó Vera.
Mientras Hazel corría hacia el vehículo, su madre se semiincorporó como si quisiera retenerla; mas no tardó en arrodillarse de nuevo junto a Craig. La puerta del pasajero se cerró de forma brusca, y la camioneta partió de inmediato. Los Wilde contemplaron con qué ligereza se iba la pareja tras la refulgente ave, y vieron cuán aprisa se empequeñecía ésta y cómo se desvanecía sobre el siguiente risco. Y la tiniebla estrechó su círculo sobre ellos.
56
Por fin la madre de Andrew dijo que pasaba a la casa de al lado para ver cómo estaba la anciana, pero él pensó que su verdadero motivo era alejarse del olor. Tan pronto volvieron a casa después de orar en la plaza, su madre había empezado a husmear aprensivamente y a hurgar bajo el mobiliario con el palo de la escoba.
—¿Qué bicho muerto hay ahí dentro? —demandó, estudiando en actitud colérica a Brian como si le recriminara su retraso en investigar qué le sucedía a la señorita Grane, su vecina.
June también había abierto las ventanas, para ventilar la casa de la fetidez y ojear el domicilio pleno de luna de la vieja dama.
—Es de las que iría a la iglesia aunque le faltaran ambas piernas —comentó, y a pesar de todo no la había visto ni en la plaza ni en el camino de regreso al hogar—. Esto tiene mal cariz. Voy a averiguar qué ocurre.
El padre de Andrew y la señorita Ingham fueron tras ella. El chico permaneció en la casa, aunque ahora le recordaba al pabellón de reptiles del zoológico, a aquel rincón sombrío, frío y pétreo que apestaba a los habitantes de las sombras. A su mamá no le había gustado nada el sitio: le había apremiado a salir antes de que se hicieran daño, algún ratero les «limpiara» los bolsillos o sufrieran cualquier otro percance que rehusó especificar. Andrew se acordaba bien de cómo fue empujado hasta la luz diurna, se acordaba de la tibieza del sol en su rostro, pero hoy le parecía la anécdota más remota que recordaba.
—Vete a por una escalera —ordenó su madre a su padre, con una voz tan chillona que Andrew pensó que le repugnaba tener que contar con su ayuda.
El pequeño fue hasta el sendero del jardín, al encuentro de la señorita Ingham. Estaba su papá haciendo un reconocimiento por la parte trasera del domicilio de la anciana cuando un sujeto con el nombre de Jesús bordado en el bolsillo del pectoral vino en busca de la profesora.
—La maestra a la que usted reemplaza es víctima de un ataque. Está en coma en casa del cartero. Ella misma se lo provocó, ya me entiende, y así debe decirlo en caso de que alguien intente insinuar lo contrario.
El padre reapareció en la fachada anterior.
—La señorita Crane esta ahí, pero no responde. No hará falta ninguna escalera —informó, y arremetió contra la puerta para echarla abajo.
Al atravesar los rayos de luna que alumbraban en sesgo el camino del jardín Brian pareció volverse súbitamente más poderoso, flexionando el cuerpo como Andrew nunca le había visto hacerlo. Así, replegado en sí mismo para el salto, presentaba una robustez mayor que la habitual. Cuando embistió, la hoja cedió al instante.
—Tú quédate aquí —mandó la madre de Andrew, como si aquél no fuera un espectáculo para hombres—. Señorita Grane —llamó, a la vez que se aventuraba en el interior. Mas enseguida cesaron sus voces y salió atropelladamente, moviendo la mano frente al rostro igual que si se lo abanicara—. Ha muerto. De inanición, a lo que parece —declaró, y miró furibunda a Andrew por fisgón.
—Avisaré a un médico si alguien me indica dónde puedo encontrarlo —ofreció el hombre que llevaba a «Jesús» en el bolsillo.
—Yo le acompaño —resolvió la madre de Andrew, y escrutó con dureza a su marido—. Tú encárgate de que el niño no se acerque.
Ni por asomo se habría acercado él a aquella casa, aunque sí se preguntó qué aspecto debía tener ahora la anciana señora; nunca había visto un cadáver. Fue a refugiarse junto a la señorita Ingham en su propio hogar. Su padre examinó brevemente la morada de la anciana, lamiéndose los labios, y les siguió. Ya en la sala, donde al menos la penumbra se moldeaba en forma de muebles, Andrew reunió valor para hablar.
—Papá, ¿qué es estar en coma?
—¿Cómo? —gruñó su padre como si le hubiera interrumpido en cábalas profundas—. Es algo parecido a dormirse y no poder despertar.
—La señorita Kramer se halla en ese estado —aclaró Letty Ingham—. Deberíamos rezar por ella. Siempre hay que rezar por los pecadores, Andrew. Ellos sobre todo necesitan las plegarias.
Andrew hincó prontamente la rodilla, apretando los párpados para conferir mayor fuerza, a sus preces. Voló su pensamiento junto a la señorita Kramer, y la vio como una Bella Durmiente que esperase ser sacada de su sueño. Anheló ser él el príncipe, o bien que lo fuera su padre, si así habían de ayudarla. Se olvidó de orar y casi se le escapó una exclamación, pues acababa de comprender qué podía hacerse.
—Amén —dijo la señorita Ingham, y se levantó—. Pobre señora —murmuró—. Y quizá haya otras como ella, muriéndose de hambre.
—No me sorprendería —convino el padre de Andrew con una voz indistinta.
—Tendría que organizar una patrulla de voluntarios para recorrer el pueblo y comprobarlo.
—Hágalo, si le parece bien —la animó el padre de nuevo en aquel tono extraño, ligero y sin sustancia—. Nosotros dos nos defenderemos muy bien.
—Ya lo supongo —repuso la señorita Ingham, espiando al hombre en la media luz.
«Es mi papá de siempre —espetó Andrew mentalmente a la maestra—, y se sentiría mejor si no le atosigarais tanto. Ya veréis todos lo que es capaz de hacer cuando la gente deje de tratarle como a un ogro.» La señorita Ingham se dirigió hacia la puerta, no sin antes lanzar una mirada atrás.
—No tardaré —aseguró, casi como una advertencia.
No bien oyó el repicar metálico de la verja, Andrew propuso:
—Papá, ¿por qué no ayudamos a la señorita Kramer?
—No soy médico, hijo.
—Eso ya lo sé —contestó el niño, riéndose ante la idea, ante el curioso cambio de voz de su papá—. Pero podrías llevarla a presencia del señor Mann, ¿no? El la curaría. Es una de las facultades de las personas maravillosas como él.
Su padre hizo un ruido como en sordina.
—Eres un buen chico, Andrew, pero no serviría de nada. Para empezar, ignoramos su paradero.
—Está en casa del cartero.
—¿Ah, sí? —El padre hizo un ademán de agacharse, como si intentara esconderse en la oscuridad, y un instante después se irguió en toda su estatura: por unos momentos, Andrew tuvo la sensación de que tiraban de él unos hilos invisibles—. Bien, en tal caso veré lo que puedo hacer —declaró con una débil voz—. Tú aguarda en un lugar seguro. O yo o una de las mujeres volverá antes de que lo pienses.
—No quiero —se rebeló, aterrorizado, el pequeño.
—¿No puedes pasar ni unos minutos sin compañía? Y no gimotees como un cachorro huérfano. Una vez yo esté fuera cierra con la «cadena» o cuando vuelva te enviaré a casa y allí estarás más solo que la una.
A Andrew no le afectó aquella muestra de mal genio que definía a su padre mejor que la conducta actual. Se agarró de la mano paterna al enfilar la centelleante calle. Casi toda la luz procedía ahora del hotel. La imagen del señor Mann resplandeciendo como un santo en un cuadro resecó la garganta del niño, y también los efluvios de saurio, que no se les despegaban ni aun fuera de casa. Al chiquillo le encantó andar presuroso hacia la plaza; no estarían tan cerca de la negrura ni de quienquiera que pululara en ella. ¿O acaso la luminosidad había devuelto a aquellas criaturas al fondo de la cueva? Claro que sí, tal era el motivo de que Dios encendiera por dentro al señor Mann.
Su padre hizo un repentino alto frente a la ventana del predicador, con los ojos tan blancos como bolas de mármol.
—Verás, hijo, preferiría que te quedaras en casa. No harás más que entorpecerme.
Más que ser abandonado, lo que horrorizaba al pequeño era dejar a su padre solo en la tiniebla.
—No me iré. Has dicho que podía acompañarte. Estaré muy calladito, haré lo que quieras, pero te suplico que no me mandes a casa.
Su papá ladeó la cabeza a fin de estudiarle. Sin duda era el juego de luz y sombras lo que impedía a Andrew ver su rostro adecuadamente. Bevan asió con más energía la mano de su hijo y cruzó la plaza arrastrándole, mientras el niño procuraba no perder de vista su emborronada faz, todo antes que mirar aquella sombra que le hacía la cabeza apepinada y las extremidades larguiruchas. Era la cara de su padre, aunque pareciera estirarse con avidez para salvar a la Bella Durmiente. La oscuridad y el hedor del reptil trazaron un cerco en su derredor en cuanto dejaron el hotel tras de sí, y el chico casi exhaló un grito de júbilo al tomar la calleja donde vivía el cartero.
—Llamo, ¿eh, papá?
Andrew soltó la garra de su padre y se adelantó a la carrera, frotándose los dedos contra los pantalones para librarse de aquel gélido y viscoso tacto que era sólo sudor, según se dijo él mismo. Entró en el jardín del cartero y cogió la helada aldaba. Tan resbaladiza tenía la mano, que apenas pudo dar los golpes.
El cartero se asomó por el salón, antes de acudir con premura a la puerta.
—¿Qué pasa, Andrew? ¿Has venido solo?
—No, con mi papá. Vamos a llevar a la señorita Kramer al hotel para que el señor Mann la ponga buena.
—Temo que eso no resultaría, chico. —El hombre espió con prevención el jardín, más allá de Andrew—. Tan pronto tengamos luz, la trasladaremos a un hospital.
—Una medida inútil —aseveró el padre de Andrew, entrando en escena y dando un empellón a su hijo, quien sintió un escalofrío sin poder explicarse el porqué—. Lo que le conviene es visitar a Godwin.
—Ni hablar —negó una voz masculina desde el interior de la casa—. Aceptaría cualquier proposición excepto ésa. Y es lo último que ella desearía, Eustace.
—Gracias de todos modos —dijo el cartero, y fue a cerrar.
Andrew vio que su papá doblaba la cintura. Era la misma flexión que hizo para derribar la puerta de la señorita Grane, aunque ahora el pequeño advirtió que su padre no se limitaba a recogerse en sí mismo, pues oyó cómo se desgarraban las costuras de su chaqueta, insuficientes ya para contener su corpulencia.
—¡No lo hagas, papá! —chilló, sin saber apenas lo que decía—. Regresemos a casa.
De repente se dio cuenta de que su padre había insistido en que le dejase solo para que no presenciara lo que estaba ocurriendo. El chaval se alegró miserablemente de la espesa penumbra: por lo menos no lo vería bien. Lo que sí pudo percibir fue que su papá relumbraba con un aura agusanada que se adhería a su torturada faz, a las manos y al cuerpo, allí donde éste se exhibía entre los descosidos de la ropa. La puerta se cerró, y el que había sido su padre dio un brinco.
57
En cuanto empezó el golpeteo en la puerta, Nick creyó que Diana iba a despertarse. Yacía en el lecho del cartero desde que éste le invitó a pasar y luego se retiró con su aire apocado, susurrando: «Imagino que ustedes dos querrán estar juntos, pero si necesitan algo me encontrarán en la planta baja». Había creído que les unía una relación más íntima de la que en verdad existía, recapacitó Nick, deseando, en bien de Diana, que Eustace hubiese acertado: al menos entonces podría haberle recordado a la muchacha experiencias compartidas, a fin de invocar su vuelta de doquiera que hubiese ido. Acarició su cabello moreno, largo, apartándolo de la sudorosa frente mientras repetía incansablemente su nombre. A no ser por su plan de ingresarla en el hospital con los primeros albores luminosos, no habría sabido qué objeto tenía su estancia en Moonwell.
Cuando reparó en que había de forzar los ojos para ver sus rasgos, se acercó nerviosamente a la ventana. La luna había descendido por detrás del páramo, aunque matizaban el cielo unas reverberaciones opalinas y vidriosas. Su cabeza trazó rápidamente el camino hasta su silla en la cabecera de la cama. ¿Se oscurecería el ambiente sin más al ponerse el astro, o tendrían que afrontar algo peor? Fue al cuarto de baño ahora que aún veía pese a la incipiente luz, y reanudó su vigilia.
Admiró el lustroso contorno del rostro femenino, de las largas piernas; se encorvó en el asiento y buscó su mano, que encontró laxa y fría. Estuvo tentado de tenderse a su lado en la creciente oscuridad, pero lo juzgó demasiado próximo a aprovecharse de la situación, demasiado próximo a correr aquel riesgo.
—¡Ojalá nos hubiéramos acostado cuando tuvimos la oportunidad! —se lamentó en voz baja, y los dedos de Diana apretaron los suyos.
Durante unos instantes, pensó que la joven le había oído. El afecto y el deseo de ella incendiaron sus entrañas, y dejó de temblar como antes. Se inclinó para incorporarla y tomarla en sus brazos. Pero la garra de Diana se tensó, apretujándole la mano, y comprendió que estaba esforzándose en despertar, que su cabeza bandeaba febrilmente en la almohada.
—Diana, estás soñando —dijo en voz sonora—. Despierta. Soy Nick Reid, ¿te acuerdas? Me tienes aquí, junto a ti.
La muchacha alzó la cabeza igual que un autómata, como si reaccionara ante un ruido alarmante, a la par que sus uñas se hundían en las de él. Alguien llamó a la puerta con la aldaba.
No podía haber oído ni presentido al visitante, se dijo Nick, pero tal era la impresión que daba. Contuvo el aliento y puso rígido el cuerpo para mantenerlo inmóvil, mientras Eustace abría diligentemente la puerta. Al escuchar la voz de un niño el periodista se relajó un poco, hasta que le llegaron sus palabras.
—No te apures —murmuró el reportero acariciando ahora la mano de su amiga, cuyo cuello se había proyectado frenéticamente—. No consentiré que nadie te lleve ante Godwin Mann.
Cuando a la voz infantil se sumó una de hombre, Nick trató de deshacerse de los atenazadores dedos de Diana, pero ella se le aferró como si fuese la única posibilidad que tenía de despertar.
—¡Ni hablar! —gritó, pues el adulto había sugerido que el evangelista era la solución—. Aceptaría cualquier proposición excepto ésa. Y es lo último que ella desearía, Eustace.
La otra mano de Diana afianzó también la suya. Cuando escudriñó, encogiendo los ojos en rendijas, la faz de la muchacha no pudo constatar que tenía todavía los ojos entornados, aunque le temblaban los párpados.
—Cierre la puerta, Eustace, por favor —urgió al cartero en un murmullo, y un momento después hubo un portazo—. Se terminaron tus salvadores —tranquilizó a Diana, en el mismo momento en que alguien se abalanzaba como un ariete sobre la hoja de la puerta.
Tal fue el encontronazo, que pareció que temblaran los cimientos de la casa. Varios seguidores del predicador debían de estar intentando arrancar la puerta y secuestrar a Diana. ¿Por qué chillaba el niño? Nick separo de las suyas las manos de la joven con toda la delicadeza que pudo.
—No iré muy lejos —le musitó.
Apenas pudo dejarla, tan ciega y, al parecer, indefensa se había abrazado a él. El suelo vibró bajo sus pies con un nuevo zarandeo de la puerta de entrada, y el periodista atravesó la habitación a tientas pero con celeridad. Había llegado al descansillo de la escalera cuando la hoja se astilló y abrió.
Era evidente que Eustace había luchado para mantenerla ajustada. Mas fue despedido hacia atrás, dando sus hombros en la pared un golpetazo como el de una alfombra que alguien sacudiese. Volvió a lanzarse hacia delante, en un gesto de dolor o para bloquear la entrada a los intrusos. Nick vio que vacilaba, retrocedía, y que estuvo en un tris de caerse, al avanzar hacia él una figura que ya había traspasado el umbral.
Desde el punto de mira del reportero parecía casi un hombre, salvo en que irradiaba una fosforescencia blancuzca y sórdida, como la de un cuerpo en putrefacción. Arremetió cual centella contra Eustace, lo capturó con manos largas y cenicientas, lo alzó, forcejeando, por encima de su cabeza y lo tiró como un trapo al interior de la sala. Hubo un estruendo de muebles rotos, el golpe sordo del cuerpo del cartero, y un gemido que fue apagándose poco a poco. La criatura levantó ahora su rostro, del que Nick no pudo ver sino las refulgencias, los ojos prominentes y una afilada dentadura, y detectó al reportero.
Estando Nick sujeto al extremo de la barandilla, muy tieso y con el cuerpo baldado por una aversión tan intensa que no podía moverse, apareció un niño en el vestíbulo. Sólo la aureola del otro ser le hacía visible.
—¡Cuidado, señorita Kramer! —exclamó el pequeño, con una voz que más se asemejaba a la de un viejo enfermo que a la de un crío de su edad—. No es ya mi papá, es un monstruo.
El chaval dio media vuelta y, sollozando, emprendió la fuga en la negrura, mientras la criatura diabólica subía la escalera.
Nick trató de alejarse de la barandilla, pero era como si sus manos se hubieran fundido con la madera. No pudo sino contemplar cómo la aparición se encaramaba hacia él, tan colgantes sus brazos que casi iba a cuatro patas, propagando la luz pútrida de su semblante igual que si tanteara la penumbra para localizarle. Su mueca era casi una excrescencia en la carne que, al estallar, remodelaba los rasgos en una forma nueva e inhumana. Los ojos podían compararse más a granos purulentos que a tales ojos, y su brillo no dimanaba, ciertamente, de una mirada de hombre. Nick tuvo la nauseabunda idea de que tal vez no veían. Tal vez por eso la cara estaba salida, olfateando, alerta a sus ruidos o a su olor.
La repulsión conmovió todo su ser, se le agarró a la garganta, y de pronto recuperó el uso del cuerpo. Se retrajo de la escalera y cruzó a trompicones el rellano hacia el dormitorio de Eustace, intentando pensar con rapidez qué habría allí que sirviera para defender a Diana. Hizo una pausa en la entrada misma del cuarto y le pasó revista, incapaz casi de distinguir ni aun el mobiliario, y de repente observó que la joven no se hallaba ya en el lecho.
—¡Por Jesucristo, no! —votó.
Oyó crujir los peldaños, cada vez más cerca, a la vez que una pestilencia propia de reptiles le producía arcadas. Se giró para escabullirse nuevamente al rellano y buscar a Diana en las otras dependencias, pero allí estaba ella, a su vera en la penumbra, a pocos centímetros del quicio de la puerta. Tal era la oscuridad que en un principio no había reparado en la joven, pero ahora la veía gracias al fulgor que se filtraba en el aposento, el pálido fulgor de la cosa que trepaba por la escalera y que había culminado ya su ascenso.
Diana tenía todavía los ojos cerrados, pero ahora que estaba de pie se había serenado. «Porque no ve lo que se nos viene encima —caviló Nick—. Dios se apiade de nosotros.» Encajó la puerta en la misma nariz del engendro, si es que aún la tenía, y trato de guiar a la joven hacia la ventana. Ella se quedó quieta. No pudo tampoco llevarla en volandas, debido tal vez a que el horror de lo que había visto había minado sus fuerzas. Corrió hasta la ventana y abrió del todo uno de los batientes, para comprobar que de nada serviría; incluso aunque consiguiera tomarla en brazos y saltar, caerían en la rocalla o en el camino de grava, de manera que cuando su enemigo fuera a por ellos les hallaría lisiados. Estaba asido al marco de la ventana como si de un arma se tratase, y sin saber por qué barruntó que podría serlo. Se quitó la chaqueta, se almohadilló con ella el puño y lanzó contra el cristal un directo con todas sus fuerzas.
El vidrio ni siquiera se agrietó. El periodista dio unos pasos atrás y embistió otra vez, incrustando el puño. El marco bailó en sus goznes, tintinearon en sus cuerdas los contrapesos de los visillos, pero el cristal no hizo más que vibrar. Y si vio sus vibraciones fue porque atrapaba el reflejo de la incisiva luz que contorneaba la puerta. Revolvía desesperadamente la estancia, en busca de un instrumento con el que hacerlo añicos, cuando se iluminó el dormitorio. La puerta comenzó a abrirse.
Nick alcanzó a Diana en el momento en que se desajustaba. Lo único que podía hacer ahora era quitarla de en medio, situarse entre ella y la criatura, distraer a esta última de su presa incitándole a perseguirle..., pero todas sus energías reunidas no bastaban para desplazar a la chica. Quedó allí, estática como una estatua de piedra, mientras el ser entraba en el cuarto.
Antes de que Nick le saliera al paso, le apresó la mano alargada de su atacante. Se cerraron en torno a su cuerpo unos dedos más glaciales que los de un cadáver, y su carne se convulsionó de pura repugnancia, pareció marchitarse con aquel tacto. La boca ensanchada hizo ostentación de sus dientes, los saltones ojos se abultaron aún más, y el reportero fue arrojado como un proyectil al muro donde se enmarcaba la ventana.
Nick logró interponer un brazo entre su cráneo y la pared. Incluso así el impacto le torció el cuello, descalabró su cabeza con un agónico martilleo. Al tratar de levantarse, la habitación le daba vueltas. Lo único que pudo hacer fue acurrucarse en el suelo e intentar recobrar el control de sus actos, mientras las tentaculares zarpas se alargaban hacia Diana, quien, a su vez, extendió las manos hacia ellas.
—Brian Bevan —dijo, tan afectuosamente como si se dirigiera a un niño.
Nick vio, en su aturdimiento, que los párpados de su amiga seguían bajos. No había percibido a la criatura que tenía delante; el periodista a duras penas soportaba mirarle ahora que asediaba a la joven no ya sólo con sus manos sino proyectando, como el caracol, sus ojos. Mas algo detuvo tantas antenas a escasos milímetros de Diana, algo que acaso fue su voz.
—Fuiste a él, ¿no es así? —masculló ésta—. ¿Qué te prometió, que te había escogido y podrías ser como él? ¡Pobre infeliz! Lo único que quiere es hacernos padecer hasta que se harte y se sienta preparado para perpetrar sus peores designios.
Puede que el ser comprendiera, o puede que respondiera a aquel dulce tono, pero las manos cejaron en su acoso y la sonriente cara se escondió, cabizbaja. Nick encontró la visión de su derrota casi tan terrible como su contacto, particularmente la retirada de los ojos hasta las cuencas.
—Muy bien. Combate contra él, no dejes que te transforme —susurró Diana con mayor apremio—. Continúas siendo Brian Bevan, el padre de Andrew. ¿Dónde se ha metido? ¿Dónde está tu hijo?
La cabeza se enderezó ante la mención del nombre del chico. En cuestión de segundos la faz se tornó humana, excepción hecha del inmundo resplandor y la sonrisa, ahora fúnebre, que todavía acechaba entre los labios. Habló el engendro con una voz también humana, y aquello fue para el periodista lo peor de todo.
—Andrew, regresa. Soy yo, papá —suplicó, y fue brincando, desconcertadamente aprisa, hacia la ventana.
Nick se agarró al alféizar interior y se impulsó hacia un lado. La criatura se precipitó a través del batiente cerrado, cayendo en la lluvia de cristales. Aparte del halo era ya casi un hombre, lo que motivó, acaso, el fracaso de su salto. Su cabeza colisionó contra el sendero, con tanta fragilidad que a Nick se le retorcieron las tripas. Al quedar el cuerpo inerte, se extinguieron los destellos.
El reportero no podía desviar la vista de donde se había estrellado, pese a lo oscuro que estaba, y por eso no notó en un primer instante que Diana se había aproximado a él. Al menos el mareo había cedido su puesto a una lacerante migraña, y no corría peligro de desmayarse. Al estudiar a Diana advirtió que ella también le escudriñaba, muy entristecida. ¿Cuánto rato hacía que tenía los ojos abiertos? ¿Había llegado a ver al engendro al que abordó? Nick no pudo por menos que ponerse nervioso, indeciso sobre si debía o no tocarla.
—Diana —le dijo, con voz tan queda como si no quisiera una respuesta—, cuéntame qué está sucediendo.
—Ya te hablaré, Nick, del ente que Mann había hecho revivir. Ahora lo sé todo sobre él.
—¿Cómo te has enterado?
Lo inquisitivo de la pregunta dibujó en el rostro de Diana una tristeza aún mayor.
—No tengas miedo de mí, Nick, ya hay bastante a lo que temer sin añadir más suspicacias. Tuve unas visiones cuando me tenían prisionera. El obligado ayuno también debió de contribuir. Quizá alguien había de saberlo para poder actuar, pero te aseguro que no es fácil. Ya casi ni me conozco a mí misma.
—A mí sigues pareciéndome Diana —afirmó Nick incómodo, y se aventuró a asir su mano, que temblaba—. Y me gusta que así sea. Pero dime, ¿qué es lo que sabes? ¿A qué nos enfrentamos?
—A todo aquello que ha asustado a la humanidad desde que vivíamos en cavernas, antes aún de convertirnos en hombres. A todo aquello que nos obstinamos en creer que ya no nos espanta. Hasta hoy se ha estado recreando en su venganza, supongo, pero ahora empieza a cansarse, y en cuanto le llegue el hastío dejará de jugar con nosotros. —Los temblores de la joven disminuyeron al ponerme tensa, al recordar—. Ignoro si podré atajarle, pero tengo que intentarlo.
—Puedes contar conmigo. O, mejor dicho, espero que lo hagas.
Cuando Diana apretó su mano para confirmárselo, Nick propuso:
—Antes que nada habría que ocuparse de Eustace. Está abajo. La criatura le atacó. —Ahora indagaría qué significaban sus palabras, y sabía que tendría que creerle; no restaba en él un gramo de escepticismo, tan sólo una cruda y vulnerable vacuidad allí donde lo hubo—. Has hablado de atajarle —repitió, remiso, mientras se encaminaban a la escalera—, y cuando estabas en trance insististe en que debías llegar la primera a algún sitio. ¿Adonde, Diana? ¿Qué hemos de prevenir?
—Debería haberme dado cuenta hace tiempo. He estado tan ciega como todos los demás. —Diana parecía mas reacia todavía a dar explicaciones que él a escucharlas—. Me pregunto en qué medida pudo influir en los acontecimientos ya antes de salir a la luz. Es demasiada coincidencia que se le ponga espontáneamente a tiro el medio de destruirnos a todos y hacer un festín con nuestras almas. ¿O se debe tan sólo al giro que ha dado el mundo? —La joven inspiró, y dijo—: Su objetivo es la base de misiles.
58
Eustace estaba dando la función de su vida al mejor público que jamás tuvo. No necesitaba verle detrás de la escena iluminada, le bastaba oír las risas estentóreas con que saludaban todo cuanto hacía. Hubo de esforzarse para mantener la expresión severa; un comediante no podía reírse de sus propias gracias. Ahora alguien le exhortaba desde los neblinosos palcos a que diese paso al siguiente número, pero Eustace no se sentía dispuesto a abandonar el espectáculo mientras ofreciera a la concurrencia lo que ésta quería. Quizá no volvería a tener otra ocasión tan magnífica. Cuando abrió la boca y avanzó un paso hacia el público las carcajadas aumentaron, y de súbito vio una escalerilla que conducía hasta él, al oscuro pasillo de platea. Se adelantó entre las candilejas, en sentido opuesto a aquella voz que vociferaba su nombre.
Los asistentes le jalearon para que continuara. Dondequiera que mirase, veía sus anchas sonrisas en la lobreguez. Paseó por el pasillo central, improvisando chascarrillos sobre algunas personas y sus centelleantes dientes, y ellas inclinaron hacia atrás las jocosas cabezas, como si así fueran a dilatarse más aún sus risas. ¿No se terminaría nunca aquel pasillo? No le importaba: podía prolongar su actuación hasta que lo deseasen, caminar sin tregua sobre una alfombra que notaba tan mullida como el musgo, y que ahora descendía. Todo lo que había de hacer a fin de diferir su partida era prescindir de la distante voz que le llamaba, todavía, por su nombre. Cuando volvió la mirada, el escenario no era mayor que una laguna de luz bajo una farola callejera.
Había ido demasiado lejos como para echarse atrás. En ambos flancos, hasta donde alcanzaba su vista, una multitud de manos se elevaba en el aire, aplaudiendo con unos sonidos peculiarmente amortiguados que se propagaban hacia la parte más oscura. Le urgían a proseguir, a bajar, porque aún había de actuar ante el público más exigente de todos. Un público que reclamaba ávidamente todo cuanto pudiera ofrecerle, y más todavía; que estaba hambriento de él, de su ser en cuerpo y alma.
Eustace no quería ir hasta allí, menos aún cuando oyó las risas. Ahora que era ya tarde las recibía con claridad, reconocía la hilaridad del señor de las tinieblas, su carcajada que, por un efecto multiplicador, brotaba de las incontables bocas adyacentes. Sus potentes ecos se sobreponían a aquella voz que no paraba de invocarle. Se congregó el público en el pasillo, riendo sus ocurrencias.
—No permitas que muera ahora —rogó el cartero a la voz lejana—. Si he de expirar, no dejes que sea en este lugar, elige cualquier otro.
La luz distante, empero, se había apagado; no había más que negrura, saturada de unas risas que le consumían, que le ofendían. Unas manos le atraparon y tiraron de él hacia las sombras.
Se debatió, repartió puñetazos a diestro y siniestro, hasta que le inmovilizaron los brazos contra el cuerpo. Aguzó la vista, penando por ver quién le había prendido y tumbado boca arriba. Meneó la cabeza con violencia, pese a que le dolía como si toda ella fuera una magulladura mayor que su cráneo.
—No me digas que me he quedado ciego —gimió.
—En absoluto, Eustace. —Era la voz que le había llamado desde el inicio— Lo que pasa es que está muy oscuro. Trajimos juntos a Diana hasta aquí, hasta su casa. Soy Nick Reid. ¿Lo recuerda?
El cartero recordó, quizá más pronta y totalmente de lo deseable. La tiniebla pareció sitiarle.
—¿Qué le ha sucedido a Brian Bevan? —inquirió.
—Ha muerto, Eustace. El mismo se mató.
No era aquello lo único que el cartero preguntaba, pero tal vez era todo lo que, por el momento, le interesaba saber.
—¿Ha herido a Diana? —indagó, incorporándose y viendo que se hallaba en el sofá de la sala.
—No, nuestra amiga está indemne. —La voz de Nick sonó ahora en otra dirección—. ¿Eres tú, Diana? Nos encontrarás donde nos dejaste. ¿Has podido dar con Andrew?
—No ha respondido a mi llamada —informó la joven, muy deprimida, mientras andaba hacia ellos—. Espero que haya podido reunirse con su madre antes de que se pusiera el cielo tan negro. Aún seguiría buscándole si no temiera ser oída.
—¿Y por qué ha de temerlo? —demandó Eustace.
—¡Oh, Eustace, te has repuesto! Bendito sea Dios, algo es algo. Debes de haberte golpeado la cabeza en el sofá al... —Tras una corta interrupción Diana retomó el hilo, con cierto apresuramiento—. Cualquiera en el pueblo es bueno para revolverse contra nosotros. No creo que puedan fingir durante mucho más tiempo que reina la normalidad. Para todos estos sucesos, querrán chivos expiatorios, lo que es sinónimo de «ateos».
—Entonces, habría que abandonar Moonwell. Tengo una linterna arriba, si es que todavía funciona.
—No nos sacaría de apuros, Eustace. Lo que hemos de hacer, hasta que tengamos luz natural, es camuflarnos en algún sitio donde no se les ocurra buscarnos cuando dé comienzo la caza de los chivos expiatorios.
—Sea como fuere, prefiero recoger mi linterna. —Eustace se puso en pie con un bamboleo, y agradeció que Nick le sostuviera—. Me las compondré —aseveró unos minutos después—. No es preciso que vayamos dándonos pisotones por toda la casa.
Subió a la planta superior con una mano en cada baranda. La linterna que guardaba en un cajón de la mesilla de noche no se encendió. Ya había fallado hacía unos meses, cuando una tremenda niebla le obligó a utilizarla en sus rondas, y era obvio que las pilas terminaron de descargarse. ¿Oía a lo lejos unas risotadas? Fue corriendo a la escalera, con una singular comezón en la piel. En el camino de descenso se sintió como si hubiera retornado al inclinado pasillo de su sueño.
—Estamos aquí, Eustace, aguardándote en el vestíbulo —anunció Diana. La joven rodeó con sus brazos a ambos hombres y les susurró—: Hemos de procurar hablar lo menos posible y siempre en voz muy baja, ¿de acuerdo? Ignoro hasta qué punto sabes lo que acontece, Eustace, pero seguramente ya lo habrás relacionado con Mann y el ser al que liberó en la cueva. En cuanto se ilumine el cielo, hemos de ponernos en movimiento y llegar a la base de misiles antes que él.
—¡Dios mío! ¿Se figura usted que...?
—Lo sé —dijo la mujer, tapándole la boca. Eustace no se veía capaz de resistir mucho tiempo callado. Conversar era para él la única forma de contrarrestar el poder de la negrura, sus propias elucubraciones sobre lo que les acechaba al abrigo de las sombras.
—«Dondequiera que vayáis, de Harry no os podréis esconder» —citó en un cuchicheo, con la voz atravesada en la garganta.
—Pero podría hallarse tan atareado en otro sitio que pasemos inadvertidos. Si no nos escapamos, nadie lo hará en nuestro lugar. Hay un lugar donde quizá estemos a salvo —indicó Diana, y vertió su sugerencia en el oído de uno, luego de otro, aplicando la mano a sus labios para pedirles silencio—. Ese lugar es la iglesia —fue lo que les dijo.
Los resplandores del hotel, donde había corrillos de personas que murmuraban, blanqueaban los tejados y dejaban las calles lóbregas. Al ajustarse los ojos de Eustace al contraste, vio un cuerpo masculino que yacía, descoyuntado, en el sendero del jardín. La machacada cabeza parecía desproporcionadamente grande, y no sólo a causa de la mancha líquida en la que se hallaba sumergido el rostro. Al darse media vuelta, con el vómito a punto, Diana le especificó:
—Es Brian Bevan. Ya no podemos socorrerle.
De todos modos, la joven se agachó para asir los hombros del cadáver y, tras obtener con la mirada la aprobación de Eustace, transportó —ayudada por ambos hombres— los restos hasta la casa, depositándolos en el sofá. El cartero tragó saliva reiteradamente, además de contener el resuello, hasta que estuvieron fuera y remitió la náusea.
La calleja estaba vacía, y también la calle Mayor. Los lugareños habían empezado a arracimarse de nuevo en torno a la luz, pero esta vez no en acción de gracias; el cartero no se entretuvo en preguntarse con qué decidirían suplirla. Diana, Nick y él fueron de puntillas y a toda prisa por la calle Mayor, distanciándose del hotel, hasta que al final de un recodo les dejó en una insondable tiniebla.
—Que nadie se altere —musitó Eustace—. Para eso estoy yo aquí.
Pero no era lo mismo en la oscuridad: el hombre había olvidado cuántas irregularidades presentaban los adoquines del empedrado, lo mal alineados que estaban algunos de los guardacantones de las calles secundarias. Guió a sus compañeros en fila india, con las manos de Diana en su cintura como si celebrasen una ciega danza ritual. Los sentidos de Eustace asumieron una agudeza neurótica; incluso creyó oler a sangre coagulada al pasar frente a la carnicería. En una ocasión, su mano, al palpar la pared, se metió en un portal abierto entre dos tiendas, y le aterrorizó que alguien rozase sus dedos en la negrura. Después de aquello, cada puerta se le apareció como la entrada de un cubil.
Para cuando se plantaron ante la verja de la iglesia, el cartero estaba más allá de todo alivio. Al internarse junto a sus acompañantes en la hierba, rehuyendo el sendero de gravilla, notó los montículos que hubo de pisar tan blandos como el pasillo teatral de su pesadilla. Encontró al fin la campanilla del acceso. Entraron en la nave y se dirigieron hacia el altar, lejos de las puertas. Se sentaron en un banco, Eustace al lado de Diana, casi sin tocarla. Fue así como comenzó la noche.
59
Andrew no sabía cuánto tiempo llevaba en el hotel cuando su madre le encontró agazapado en un rincón más oscuro del vestíbulo, cerca de la escalera. Los padres de sus compañeros de clase se habían preguntado si estaba bien, pero lo único que él quería era esconderse, pasar inadvertido, en la oscuridad. Se habría escurrido escaleras arriba de no haberlas hallado tan abarrotadas de visitantes que iban a ver al señor Mann. Anhelaba hallar un escondrijo donde nadie pudiera descubrirle: era indigno de la compañía de la gente después de lo que, por su culpa, le había pasado a su padre. Al llevar alguien a su madre hasta donde él estaba, se hizo un ovillo, porque si había alguien que pudiera adivinar que algo andaba mal era ella. Le horrorizaba sobre todo que le forzara a contárselo.
Su mamá echó a correr hacia el chico, le levantó de un tirón y le vapuleó.
—¿Qué te propones dándome un susto de muerte? Iba a dar parte a la policía, y por suerte tuve la idea de probar antes aquí. ¿Dónde está tu padre?
—Ha ido a ayudar a alguien —balbuceó Andrew, braceando para meterse otra vez en su rincón y ocultar la faz en la pared.
—¿Dónde está, si puede saberse? ¿Quién se ha creído que es, dejándote por ahí tirado sin decirme nada?
La mente del niño se zafó de sus preguntas y las concretó en una a la que sí podía contestar: ¿Dónde estaba ahora mismo su papá?
—No lo sé —masculló.
—Tal como se ha estado portando en las últimas semanas, ya tiene mérito que sepas que tienes un padre. ¿Qué clase de hombre es para abandonar a su hijo en esta penumbra? —Las palabras de su madre iban destinadas a los otros padres, que asintieron compasivamente, o bien chascaron con la lengua—. ¿Y a quién ha ido a ayudar su excelencia?
«A la señorita Kramer», habría querido proclamar Andrew. Por lo menos la ex maestra no estaba sola en casa del señor Gift, pero ¿qué daños podía haber infligido su papá a todos sus ocupantes? Habría traído a la señorita Kramer al hotel si él, Andrew, no le hubiera convertido en un monstruo. Y lo había hecho alimentando sospechas sobre su conducta, negándole su confianza. El señor Mann siempre decía que había que respetar a los padres, decía que había que tener fe, mas el chico pensaba que faltar a tales preceptos no era pecado mortal, si uno no podía evitarlo. Ahora veía cuan mortal era. Se había permitido dudar de su papá, y el demonio de la cueva había transformado a este último en algo similar a los lagartos que vivían en sus galerías. La primera vez que su padre le había necesitado, Andrew le falló.
Había huido de esta realidad tanto como de la visión de su papá. No recordaba qué apariencia había adoptado; la memoria era un pavoroso y oscuro pozo en su cabeza que él trataba de eludir. Tendría que haberse marchado de Moonwell, ya entonces nadie le habría encontrado. Merecía que le capturasen los seres que merodeaban en la oscuridad.
Sin embargo, existía una razón para que hubiese venido al hotel. Si su madre dejaba de mirarle tan iracunda, tal vez se acordaría de cuál era. Al fin ella dio media vuelta y ojeó el vestíbulo, las numerosas figuras ribeteadas por el fulgor que allí penetraba desde las alturas.
—Esperemos que dé la cara —rugió—. Le borraré para siempre la sonrisa. Bucearé hasta el fondo de sus entrañas y le extirparé sus triquiñuelas de una vez por todas.
Andrew casi no la escuchaba, pues acababa de recordar: tenía que ver al señor Mann. Ante él podía confesarse mejor que ante ningún otro, y tras la confesión se atrevería a pedirle consejo. El evangelista era el único con capacidad para salvar a su padre. Pero su madre exigiría saber adonde iba y por qué, y la simple perspectiva de tratar de explicárselo le oprimía la garganta, le empujaba a fugarse en la noche.
Cuando June se giró hacia él, el niño se encogió, hundiendo los codos en los costados, achaparrándose como si los intestinos le hubieran jugado una mala pasada, cosa que casi hicieron durante su carrera hasta el hotel.
—Ponte derecho, ya me has montado bastantes números —le reprendió su mamá—. Quédate aquí y que no se te ocurra moverte. Voy a comprobar si tu padre está en el edificio. Si es así, le cantaré las cuarenta en privado.
La idea de que su padre se hubiera mezclado entre el gentío hizo que el pequeño se agachara aún más, amilanado ante tal sinfín de posibilidades que de buena gana habría ceñido su cabeza con ambos brazos, exprimiéndola hasta triturar sus pensamientos. Mas si se hallaba en el hotel, ¿no impediría esta circunstancia que cambiara, ahora que el señor Mann lo había santificado? No bien hubo desaparecido su madre en el tumulto Andrew logró erguirse y se encaminó con andar furtivo hacia la escalera.
Un sujeto que lucía un Sagrado Corazón en el bolsillo de la camisa le cortó el paso.
—¿Dónde vas, «solete»?
—Deseaba ver al señor Mann —repuso Andrew en un susurro.
—Ahora no puede ser. Es él quien convoca a la gente por sus nombres —dijo el hombre, señalando el mostrador de recepción.
Una de las fieles damas del señor Mann se hallaba a la escucha en la centralita, enviando ayudantes en busca de quienes iban siendo llamados. Andrew observó cómo un hombre joven ascendía ufano la escalera, fijados sus labios en una sonrisa. Cayó el chico en la cuenta de que no había visto bajar a nadie; debía de haber en el piso docenas de personas, pronto no quedaría sitio para él.
—No sufras, hijo, no se ha olvidado ni de ti ni de nadie. No tardaremos en rezar todos juntos —vaticinó el tipo del corazón.
Andrew no juzgó el proyecto tranquilizador en lo más mínimo, y aquello le hizo sentirse peor que nunca: había pecado tan gravemente, que ni siquiera la oración le purificaría. Regresó a su rincón y, de nuevo, se agazapó, con la endurecida bola de la culpabilidad y el miedo en su estómago. Estaba frotándoselo, y mordiéndose el labio, cuando volvió su madre.
—O no está aquí o no se atreve a dar la cara. Más tarde o más temprano tendrá que venir, simulando que todo va bien, de eso no me cabe duda. Entonces aprenderá que no es éste un lugar apropiado para guardar secretos —refunfuñó para sí misma, esbozando una sonrisa amarga, antes de emprenderla con Andrew—. En nombre del cielo, niño, ¿qué tripa se te ha roto ahora? ¿No nos agobian ya suficientes preocupaciones para que encima tengas tú que ponerte así?
Apenas hubo cesado de desfogarse, June se acuclilló y posó las manos en los hombros de su hijo.
—No me hagas caso, Andrew, no era mi intención gritarte. ¿Te duele la barriga, mi querido bichito? ¿Estás hambriento? No me extraña, con todos los platos raros que has tenido que comer últimamente en casa. Hace demasiadas horas que no tomas nada. —Ahora cariñosa, su mamá le instó a enderezarse—. Vamos, ven conmigo y te encontraremos algún bocado. Se supone que esto es un hotel.
El director no estaba en el mostrador ni en su despacho, a menos que se hubiera acomodado en medio de las tinieblas que allí había. La madre de Andrew apremió al niño a avanzar, estrujando más sus hombros a medida que crecía su enfado. El dolor de estómago del chico se hizo sordo y se extendió por todo el organismo. Si cerraba los ojos, era casi como ocultarse; podía representarse a sí mismo en otro sitio, en alguna parte donde el sol brillara en el cielo. Ni siquiera notó que sus pies tropezaban. De haberle dejado sentarse su madre, se habría repantigado bajo los rayos solares.
Les detuvo una repentina reducción del vocerío. La mujer de la centralita había levantado la mano para imponer silencio.
—Escuchen —solicitó de los presentes—, escuchen el mensaje que Godwin nos manda. Dice que en la cocina hay alimentos para todos.
Ahora sí que se hizo el silencio, perturbado tan sólo por los lloriqueos infantiles, mientras los adultos asimilaban lo que aquello significaba. Finalmente todos prorrumpieron en una ovación, tan clamorosa que Andrew se cubrió los oídos con las manos. Las volvió a apartar al ver que un hombre se adelantaba a codazos entre la concurrencia y, ya en el mostrador, se giraba hacia ella con grandes aspavientos.
—Damas y caballeros, lamento tener que desilusionarles. Soy el director, y mucho me temo que apenas queda comida en el hotel.
—¿No debería cerciorarse antes de hablar? —le recomendó la madre de Andrew, con énfasis—. Hay niños que están en ayunas desde Dios sabe cuándo.
—No lo ignoro, señora, y desearía de todo corazón hacer algo por ellos. Pero puedo asegurarle que conozco bien mi hotel.
—Esto no sólo es un hotel. Ahora es la casa del Señor, más que ningún otro enclave de vuestra villa. No esté tan seguro de saber dónde termina lo imposible. Si no echa un vistazo en la cocina, nosotros lo haremos.
—¡Tenga fe! —chilló alguien mientras el director se acercaba a las puertas del comedor. Las abrió y se volvió, cruzado de brazos, frente a la multitud. Andrew advirtió cómo se ponían todos en tensión, prestos a arrollarle—. Pueden pasar y comprobarlo ustedes mismos —ofreció el hombre no sin apuros.
El gentío irrumpió en el comedor. Andrew notó la agitación de las planchas del firme al ser arrastrado. «No permitas que ceda el suelo», rezó. El director debería haberles avisado de que había demasiada gente, pero probablemente sabía que nadie desalojaría. Lo único que pudo hacer el pequeño fue seguir dando traspiés hacia las puertas de la cocina, o de lo contrario le habrían pisoteado.
La cocina estaba desierta. Los hornos de metal refulgían en las vagas luminiscencias que fluían desde la plaza; en el claroscuro se dibujaban, colgados en sendas hileras, sartenes y cuchillos. El director iba y venía por entre aquellas hileras.
—Lo siento —repitió, aunque su gesto ante la desabastecida cocina fue casi de triunfo—. Como pueden ver, no hay nada.
—¿No convendría que mirase en el frigorífico? —sugirió otra vez la madre de Andrew.
—Si insiste, lo haré encantado, pese a que no está en funcionamiento.
El hombre marchó resueltamente hacia el lechoso destello de la doble puerta del fondo, y accionó la pesada palanca que la desatrancaba. Retrocedió mientras se abría de par en par y se quedó clavado, de piedra, con los brazos fláccidos.
—¡Dios santo! —exclamó, casi sin voz.
La muchedumbre se abalanzó, y Andrew vio qué era lo que había dejado estupefacto al director. Detrás de las hojas metálicas, el hielo semiderretido goteaba en riachuelos por las paredes; al niño le pareció como si serpenteara el metal mismo que las revestía. La luz mortecina que se reflejaba en aquel hielo perfilaba lo que contenía la cámara. De cada gancho había suspendidos unos despojos descuartizados.
El director entró, chapoteando en el hielo deshecho, y estudió escrupulosamente la primera pieza de carne, cuya pálida superficie olisqueó y tanteó con dedos expertos.
—Ignoro de dónde procede y lo que es —admitió—. Desde luego, no puedo garantizar que sea comestible.
—Déjeme echarle una ojeada, señor. —Un sujeto ancho de espaldas se abrió camino a empellones, y Andrew oyó comentar que era el chef del hotel. El hombre examinó la vianda con toda atención, y se volvió hacia el gentío—. Creo que está en buen estado. Y si Godwin así lo afirma, no hay ni que cuestionárselo. Yo, en cualquier caso, no tengo inconveniente en catarla.
—Quiero que se me entienda con toda claridad —dijo el director rotundamente— que, lamentándolo mucho, no puedo responder de esta carne. Yo no asumo ninguna responsabilidad.
—No tiene que hacerlo. La palabra de Godwin nos basta —clamó la señora Scragg.
Otros empleados de la cocina se abrieron camino hacia el frigorífico. Probó uno de los fuegos, y se llevó una enorme sorpresa cuando se alumbraron, con una llama blancuzca que a Andrew le recordó- la luz que manaba de la ventana del señor Mann.
—¿Serían tan gentiles de regresar todos al vestíbulo? —demandó el chef—. En cuanto esté asada se lo notificaremos.
—Venga, volvamos a la sala —le secundó el director—. La clientela no tiene por qué entrar aquí.
Los lugareños marcharon en alegre tropel tras el hombre pelirrojo, y Andrew vio que algunas personas se relamían por anticipado.
Ya en el vestíbulo, la señora Scragg dirigió una plegaria.
—Te damos gracias, ¡oh Señor!, por otorgar a tu siervo la facultad de obrar este milagro...
Andrew se arrodilló, inclinó la cabeza y dijo el «Amén» al unísono con los otros, pero se sintió culpable por estar tan deseoso de alimentarse cuando su padre vagaba solo en la oscuridad.
La señora Scragg les tuvo a todos orando y entonando himnos mientras llegaban hasta ellos los aromas de la cocina. Aquellos efluvios incitaron a la congregación a cantar más fuerte, pero Andrew había empezado a marearse; la imagen de las mutiladas formas que colgaban de los ganchos no le tentaba, ni tampoco los olores de unos guisos que no tenían nada que ver con los de las carnes que conocía. ¿Bajarían a cenar los jóvenes que habían sido citados por el señor Mann, o a ellos les servirían arriba? Rezaba fervientemente por su padre en el instante en que una camarera anunció que podía pasar al comedor el primer turno.
Componían este grupo los ancianos y las familias con niños. Un viejo que tenía el párpado caído tomó asiento enfrente de Andrew y miró su plato con glotonería al ver que el pequeño no hacía más que jugar con las tajadas de blanca carne, humeantes en la penumbra.
—Cómetela, Andrew, y te encontrarás mejor —azuzó su madre al chaval, y degustó un bocado antes de ensartar en su tenedor otro para él—. Debe de ser cerdo, a juzgar por el sabor. No seas melindroso con la comida.
El chico se metió el trozo en la boca y a duras penas consiguió tragarlo. Trató de no mirar al anciano, que masticaba con la boca abierta como para exhibir el buen trabajo de su dentadura postiza; se diría que sonreía igual que lo hacía el señor Mann a quienes incurrían en el error. Cuando su madre fue a por la fuente que ofrecía una de las camareras, Andrew transfirió su acompañamiento al plato del viejo, quien le recompensó con un guiño de complicidad.
Tan pronto como June hubo apurado su ración, el niño salió corriendo hacia el vestíbulo. Tendría que haberse escabullido antes, se amonestó, mientras mamá se hallaba ocupada cenando y nadie subía a entrevistarse con el señor Mann. ¿Cómo podía colarse escaleras arriba? La gente abandonó el comedor dándose palmadas de satisfacción en el estómago, y tomó su vez el segundo turno. La señora Scragg se fue del hotel con una bandeja cubierta. Andrew cerró los ojos a fin de caldearse bajo el sol de su inventiva, mas cuando apenas había ajustado los párpados la señora Scragg volvió, lanzando berridos.
—Ahí fuera el mal anda suelto. Nuestro inspector de policía está muerto, descuartizado.
Se produjo un denso silencio, en el que los vecinos intercambiaron miradas temerosas y se agolparon al pie de la escalera, necesitados del señor Mann. Tomó entonces la palabra la madre de Andrew, con una voz que no era muy firme pero que fue fortaleciéndose.
—Si todavía hay crímenes en nuestra villa, es porque quedan unas cuantas personas que son adversas a Godwin. Yo sé dónde están algunas de ellas.
60
Geraldine tenía la sensación de haber pasado días, no horas, sentada junto a la cama del niño, acariciando aquella despejada frente tan semejante a la de Jeremy y asiendo su mano desde que empezó a ocultarse la luz de la luna. Una mano que ahora estaba tibia, relajada. Si el pequeño dormía, bien podía ausentarse un rato para averiguar qué hacía su marido.
Cuando les llamó mamá y papá, a Jeremy se le demudó el semblante. Se había soltado al tratar Geraldine de atraerle hacia la cabecera, y se cobijó en el pasillo que llevaba al dormitorio. Luego ella había intentado persuadirle de que montara guardia al pie del lecho mientras iba a al cocina, después de que el niño empezara a implorarles.
—Mamá, papá, ¿estáis aquí? Por favor, no volváis a dejarme nunca.
Si era de aquello de lo que Jeremy había huido, habría preferido que huyese también de su vida; independientemente ya de quién fuese el pequeño, ella no conviviría con nadie que pudiera sustraerse a tan conmovedora súplica. Pero, tan pronto la oyó subir al piso portando una fuente de refrigerio, su marido salió azoradamente del dormitorio, sin mirarla. Unos momentos más tarde oyó cerrarse con ímpetu la puerta trasera de la librería.
Era de presumir que estuviese en el local, sentado entre las estanterías vacías y rodeado de oscuridad. ¿Era tan sólo la presencia de un niño en casa lo que no podía superar, tener que compartir a Geraldine tras tantos años de vida en común o más bien le inquietaba la incertidumbre sobre la identidad del pequeño? Cualquiera de las razones suponía por sí misma un reto difícil de superar, y no debía dejar que se adaptara a ellas sin ayudarle. La mujer depositó la cálida manita sobre la colcha.
—¿Duermes? —preguntó, esperando que así fuese.
La mano buscó la suya de inmediato.
—Estoy despierto, mamá. Disfrutaba de mi felicidad. ¿No te pasa a ti igual?
—Claro que sí. —«Pero no es ése el caso de Jeremy», pensó Geraldine, mordisqueándose el labio—. ¿Estás calentito? ¿Te apetece quizá beber un poco más?
—No quiero nada salvo seguir aquí —dijo el niño con un tremor en su boca.
—Y seguirás mientras estemos nosotros, te lo prometo. Ahora tengo que ir abajo: ¿vienes conmigo, o me esperas aquí?
La otra mano infantil se aferró a la de Geraldine.
—No deseo levantarme en la oscuridad. Aquí me siento seguro.
—Muy bien, quédate en la habitación y yo iré al encuentro de tu... —No pudo pronunciar aquella palabra, no pudo llamar «papá» a Jeremy. Tomó aliento, y espetó—: ¿Qué nombre debo darte?
Él se rió como si Geraldine estuviera bromeando.
—Ya lo sabes, mamaíta.
—Sólo quería oírtelo decir —pretextó la mujer con un titubeo—. Me harías aún más feliz.
—El nombre que papá y tú me impusisteis, Jonathan.
Geraldine estrechó al niño contra sí y le tuvo abrazado hasta que fue capaz de hablar.
—Déjame llamar a tu padre —susurró—. Es muy importante que te oiga decir eso.
El pequeño se agarró a ella con ahínco.
—No permitirás que me eche, ¿verdad que no?
—Jona... —La mujer no pudo concluir el nombre. Era todo tan imprevisto, que sentía como si su reacción estuviera aún por llegar—. ¿Por qué iba a hacerte eso? —replicó, con tanta desenvoltura como le fue posible.
—Tengo el presentimiento de que no quiere verme aquí, mamá.
—Se está haciendo a la idea, eso es todo. Él nunca te repudiaría. ¿Habéis conversado mientras te preparaba el tentempié?
—Se ha negado a escucharme. Ni siquiera me ha mirado.
—¡Será tonto! La gente se porta así a veces, incluidos los papás. Deja que lo hable con él para ver qué pasa.
A regañadientes, el pequeño se soltó y volvió a acostarse. Geraldine estaba ya en la puerta cuando resonó un nuevo ruego en la cegadora tiniebla.
—Podré quedarme, ¿eh, mamaíta? Fue horrible el lugar donde tuve que estar todo aquel tiempo, antes de que me encontraseis. Era frío y oscuro, con seres pululando de acá para allá. Habría de volver allí si vosotros me rechazarais.
—Te doy mi palabra de que no. En cuanto haya localizado a papá, él mismo vendrá a confirmártelo.
Por unos instantes se resistió a abandonar la habitación, tanto porque el niño había invocado el miedo a la oscuridad, al ente que había obstruido su marcha en la carretera de los bosques, como porque temía que el chico se hubiera marchado cuando ella volviera. Resolvió, buscando a tientas la barandilla, que tenía que recuperar a Jeremy de dondequiera que sus cábalas le hubiesen llevado.
Descendió a la planta baja, cruzó la cocina y se asomó a la librería. La larga y desguarnecida sala no estaba sumida en una opaca tenebrosidad: le llegaba alguna luz del centro del pueblo donde, así lo dedujo Geraldine, el hotel había encendido todos los focos. Cuando entró en el local, un sombrío borrón que se apoyaba en la pared contraria a la ventana más iluminada rebulló, chocando con un anaquel. Era Jeremy.
—¿Quién va? —gritó.
—¿Quién puede ser sino yo, Gerry?
—No lo se —contestó el hombre con adustez—. Ya no sé nada de nada.
—Entonces no tiene sentido estar ahí solo, ¿no te parece? ¿Qué hacías reclinado en el muro, en medio de la penumbra?
—Esperar que desaparezca.
Geraldine no acabó de discernir si se refería a la penumbra que ella había mencionado.
—Gerry, tenemos que hablar.
—Sí, pero deja que hable yo. He reflexionado largamente. —Jeremy fue junto a su mujer; sus pisadas resonaban en las estanterías—. Puesto que tú lo dices, y al margen de lo que yo haya creído ver, acepto que haya un muchachito en el cuarto de huéspedes. Pero ¿por que hemos tenido que secuestrarle, en nombre de todo lo que nos es sagrado?
—No lo hemos hecho, Gerry. Ha venido por su propia voluntad.
—Trata de explicarle eso a cualquiera de los de ahí fuera. ¿No crees que ya han acumulado bastantes insidias para esgrimir en nuestra contra? No podemos permitirnos llamar su atención. ¡Por los clavos de Cristo! ¿No sabes quién podría ser ese niño?
—Sí —respondió Geraldine, sin poder aquietar su nerviosismo—. Pero quiero que te lo diga él mismo.
—¿Que me diga qué?
La mujer se dio cuenta de que Jeremy no la acompañaría a menos que se lo concretara.
—Gerry, se llama Jonathan.
—¡Oh, mierda! —Jeremy hundió los hombros con desaliento—. He comprendido tu insinuación, querida, pero se trata de una simple coincidencia. Y, aunque no me opongo a tu empeño en creer que Jonathan continúe vivo en alguna parte, no me vengas ahora diciendo que está arriba tan sólo porque a ti te gustaría. Lo que hay en esa habitación es un niño real, no un jodido fantasma, y tan sólo hay un sitio del que pueda proceder una criatura de carne y hueso. Pertenece a las legiones llegadas con Godwin Mann.
—Y qué hacía desnudo y tirado en el cementerio, allí donde deseábamos que estuviera Jonathan?
—¿Cómo voy a saberlo? Y, además, ¿qué importa? Te lo repito, crees únicamente lo que quieres creer. Yo pensaba que éramos distintos a los otros habitantes de Moonwell. —Jeremy prosiguió, con mayor ternura—: Quizá escapó de la tutela de sus padres porque no podía tragarse toda su represiva basura religiosa, y fugarse en cueros fue su manera de rebelarse. No seré yo quien se lo reproche. Como puedes figurarte, le ayudaría si estuviera en mi mano.
Geraldine se quedó atónita.
—¿Y qué sugieres que hagamos?
—No tenemos opción. Debemos sonsacarle de dónde ha salido y mandarle de vuelta, haciéndole prometer antes que no revelará que ha estado con nosotros.
—No te conozco, Jeremy. Me parece que ya no deseo convivir contigo.
—Si así es como te sientes, poco puedo hacer yo para cambiarlo. Pero, por amor de la honestidad que nos debemos el uno al otro, te confieso que empiezo a preguntarme si yo he llegado a conocerte a ti.
Geraldine se habría ido en el acto de no ser porque dejar a su esposo a solas en la oscuridad le producía un sentimiento de culpa. Caviló que, por mucho que se retrajesen más tarde de lo dicho, eso no alteraría su sentir respecto a Jonathan. Tal vez, si conseguía convencer a Jeremy de que escuchase lo que el niño tenía que decir... En aquel momento, el pequeño chilló:
—Mama, ¿qué ruidos son ésos?
La mujer se contagió del pánico que denotaba aquella voz, hasta que se percató de qué era lo que había oído.
—Alguien está cantando, Jonathan, cantando himnos.
—Queda bien patente que no le entusiasman —masculló Jeremy, como si este hecho ratificase su teoría.
—¿Por qué habrían de entusiasmarle si nosotros los detestamos?
Meditó Geraldine que acaso Jonathan había participado de los últimos ocho años de su vida desde el lugar donde estuviese. ¿No podría demostrarle a Jeremy quién era por ese procedimiento? Su marido se había vuelto de espaldas a ella, hacia los himnos. Los cánticos, que proliferaban por todo Moonwell, resonaban más cerca de lo que la mujer había supuesto. No se hizo cargo de cuan cerca estaban hasta que alguien aporreó la puerta. Oyeron la voz de June Bevan, chillona y disonante, a la vez que el himno se difuminaba.
—¡Abrid, sabemos que estáis ahí dentro! Queremos tener unas palabras con vosotros.
—¿Y bien, Jeremy? —consultó Geraldine, casi en calma.
Él envaró su cuerpo, levantó los hombros y acudió parsimonioso a la puerta. No era aquello lo que su mujer tenía en las mientes.
—Di lo que sea, June —invito—. Te escuchamos.
—No hablaré con una puerta. Ábrela y mírame a la cara.
Antes de que Geraldine pudiera impedírselo, Jeremy descorrió los pestillos que cerraban la entrada. Sin duda ansiaba la confrontación tras tantas horas de conjeturar en la oscuridad, pero, con su euforia, parecía haber olvidado su necesidad de encubrir a Jonathan. Cerró la puerta que conducía a la vivienda y cruzó velozmente la desolada, la retumbante sala para situarse al lado de su marido.
Los Scragg estaban con June, así como algunos de los hombres que habían acarreado los libros en la quema. Dos de ellos llevaban linternas, y enfocaron a los Booth.
—¿Qué pretenden permaneciendo en nuestra villa? —les imprecó la señora Scragg detrás de los blancos haces que sondeaban sus rostros.
Jeremy se echó a reír, como si hallara deliciosa su insolencia.
—No tenemos que pretender nada para vivir en una casa de nuestra propiedad. Si hemos de pedirles permiso, es la primera noticia.
—Quizá no dejamos la debida constancia de que no son personas gratas —gruñó un hombre.
Jeremy dio un paso al frente, bloqueando el acceso.
—¿Quiere romper otra ventana con nosotros como testigos? Será mejor que decida ponerse freno a sí mismo, amigo. La policía podría juzgar sus métodos menos benévolamente que usted.
Geraldine pensó, agitada, que así no irían a ninguna parte.
—Deseamos marcharnos más aún que ustedes perdernos de vista —se inmiscuyó—. Tenemos el propósito de irnos en cuanto claree. Nadie puede conducir en estas condiciones.
¿Qué tenía que hacer para librarse de aquella indeseable cuadrilla? Sus semblantes se habían vuelto herméticos al aludir Jeremy a la policía. Se disponía a preguntar a June, que evitaba sus ojos, si de veras buscaba pelea, cuando un débil gritito la dejó sin habla.
—¿Dónde estás, mami? ¿Hay alguien contigo?
—¿Qué es eso? —interrogó la señora Scragg—. Jesús, María y José! ¿Tienen a un niño ahí escondido?
—¿Y qué haríamos nosotros con un niño? —dijo Jeremy con una risotada mal fingida.
—Me horroriza imaginarlo —repuso June.
Booth alargó el brazo hacia el picaporte. «No te precipites —le exhortó Geraldine—, que crean que nos hemos hartado de ellos y cierras la puerta porque estás en tu casa.» Un espasmo la recorrió interiormente al oír la voz del primer piso.
—Estoy asustado —fue la implorante llamada del pequeño.
—¡Virgen santa, hay un niño en la casa! —bramó la señora Scragg.
Se hizo con una linterna y atravesó la puerta como un vendaval, después de que dos de los hombres empujaran a Jeremy a un lado y le sujetaran los brazos. Geraldine reculó. Lo único que ahora podía hacer era proteger a Jonathan, estar con él en el momento en que los extraños entraran por la fuerza en su dormitorio. Al ver que sus aprehensores obligaban a Jeremy a seguir a la señora Scragg, ella se encaminó, tanteando el terreno, a las dependencias posteriores.
Los intrusos se internaron en la cocina como pisándole los talones, y se oyó un estropicio de platos. El ruido la llenó de una furia tocada de torpor que ahora no tuvo tiempo de analizar. Cuando acometió los primeros peldaños las luces de las linternas la rebasaron, llegando a lo alto antes que ella. Corrió en el último tramo hacia el cuarto de Jonathan, con el corazón latiendo aún más deprisa al intuir el pánico que el chiquillo debía de experimentar ante la conmoción del piso inferior, ante las atronadoras pisadas.
—Ya todo ha pasado, Jonathan. Mamá está contigo —dijo a la tiniebla circundante, mas fue apartada de un manotazo al irrumpir la señora Scragg y escudriñar el dormitorio con la linterna.
El haz subió, oscilante, por la cama y encontró una pequeña figura acurrucada contra la cabecera: Jonathan.
—Estás a salvo, criatura —declaró la Scragg con una aspereza que quería ser, supuestamente, tranquilizadora—. Te aseguro que nadie volverá a hacerte daño porque yo lo impediré. ¿Quién eres? ¿Cómo te han metido aquí?
El niño comprimió los hombros contra el ángulo que formaban el lecho y el muro al avanzar la mujer hacia él.
—Soy Jonathan —informó con la boca pequeña, lleno de inseguridad—, Jonathan Booth. Vivo en esta casa junto a mi mamá y a mi papá.
—Déjate de pamplinas. Olvida las instrucciones que te han dado y cuéntame toda la verdad, como Dios te manda hacerlo. Sabemos que ellos no tienen hijos.
Jonathan se puso lívido. Geraldine intentó ir a su lado, pero la señora Scragg la arrojó desde el lecho hasta el último de los hombres, que le atenazó los brazos detrás de la espalda.
—No te preocupes, Jonathan —consoló a su niño, consiguiendo imprimir cierto equilibrio a su voz—. Han cometido una equivocación, pero no nos lastimarán. Ni siquiera ellos podrán herirte.
—Cierre su embustera boca o lo haremos nosotros —amenazó la señora Scragg, si bien dulcificó el tono al abordar de nuevo a Jonathan—. Vamos, chiquillo, dime la verdad. A la verdad nunca hay que tenerle miedo.
—Son ustedes quienes le atemorizan —denunció Geraldine tan sosegada como pudo, atribuyendo las fluctuaciones de los rasgos del niño a los vaivenes de la linterna—. Ya les ha dicho la verdad.
—Está espantado, sí, pero la culpa no es nuestra —se soliviantó June, y fue hasta la cama esquivando a la señora Scragg—. Deja que te mire, pajarito. No debes ponerte nervioso ante mí, yo tengo ya mi propio hijo. Ven conmigo y le conocerás. Está en el hotel, con su maestra. —Al ovillarse más aún el pequeño, la mujer se giró indignada hacia sus compañeros—. Sólo Dios sabe lo que le habrán hecho: alguna barbaridad sacada de sus libros obscenos, el Señor se apiade del desdichado crío.
—No le hemos hecho nada. Si verdaderamente desean enterarse de lo que ha pasado —intervino Jeremy, fulminando con los ojos a sus dos guardianes al aumentar éstos la opresión de sus brazos—, deberían cederme la palabra.
—No, Jeremy —objetó Geraldine, al percibir cómo la cara de Jonathan se reconcentraba en sí misma.
Al niño le asustaba más que a ella misma lo que su marido pudiera decir. Incluso alargó una pálida mano hacia su padre, en un gesto destinado a acallarle, pero a aquél le pasó inadvertido.
—Si está dispuesto a confesar sin tapujos —puntualizó ominosamente la señora Scragg—, le escucharemos.
—Ese crío no es nuestro hijo —comenzó Jeremy—. Nunca lo tuvimos.
—No, Jeremy —reiteró su demanda Geraldine, y el pequeño se restregó contra la pared como un animal enjaulado, asidas sus largas manos a las sábanas.
—El niño buscaba asilo y nosotros le recogimos —continuó Booth sin más dilaciones—. Afirmó llamarse Jonathan, el mismo nombre que íbamos a ponerle al hijo que perdimos. Le hemos atendido durante unas horas, pero no es nada nuestro, por mucho que él se obstine en creer lo contrario.
—A mí me ha parecido honrado —dictaminó el señor Scragg, que todavía no había despegado los labios, y se aproximó al lecho—. Y, ahora, explícate de una vez por todas —ordenó al pequeño en tono imperioso.
Al director de escuela se le atragantó la última sílaba, a la par que alzaba las manos como para escudarse del horror que vivía.
Durante todo el tiempo que pudo ampararse en esa idea, Geraldine se dijo que fallaban las pilas de las linternas. Pero no era la luz la que se atenuaba, era el semblante de Jonathan. Las facciones se diluían, embebiéndose en el cráneo. En el tembloroso resplandor, que la señora Scragg luchaba infructuosamente para desviar de la visión, la cabeza se fue desfigurando, y Geraldine la comparó a un globo que se deshinchara, la comparó a cualquier cosa capaz de desmentir la realidad de lo que estaba presenciando. Los ojos fueron los últimos en ser succionados, brillando de puro pánico, arrugándose las cuencas al sellarse igual que labios marchitos. Quedó la faz lisa a excepción de la boca, que tanto podía sonreír como sollozar en silencio. La agazapada criatura meneó ciegamente la cabeza, hasta que se impelió con los langarutos brazos y saltó entre Geraldine y la señora Scragg. Corrió a cuatro patas en la oscuridad, escaleras abajo y, ya en la planta, al exterior.
Al desvanecerse su escurridiza forma en la tiniebla Geraldine sintió que se le llevaba su alma, dejándola vacía, inservible y traicionada. Nada podía ya afectarla ni empeorar. Apenas reparó en la señorita Scragg, que se lanzó sobre ella y le escupió en el rostro.
—De modo que se ha aliado con el diablo, ¿eh? —la acusó la Scragg con una voz que rezumaba odio—. Benedict Eddings la vio practicar la brujería en el cementerio, mas ni aun así pudimos concebir qué era lo que planeaba. Esperemos que Godwin Mann sepa cómo tratarla —agregó, proyectando su cara caballar hacia la de la otra mujer—. Si no, algunos de nosotros recordamos muy bien qué castigo hay que darles a las brujas.
61
Tan pronto se sentía flotar, Diana empezaba a mordisquear las paredes interiores de su boca. Las tenía ya descarnadas; le ardían como el fuego, pero no se le ocurrió otro medio de aguantar despierta. No debía dormirse, por si acaso lo hacía ruidosamente. No podía arriesgarse a sufrir una recaída en sus visiones, pese a su impresión de que en algún lugar de su sueño se hallaba la clave de lo que tenía que hacer. Con toda probabilidad, la tiniebla no tardaría en levantar. Estaba acartonada como si hubiera pasado varios días sentada en el lúgubre banco de la iglesia. En el momento en que hubiese un simple albor en el cielo, se encaminarían hacia el coche.
Y entonces, ¿qué? ¿De verdad confiaba en llegar a la base de misiles sin que le cortasen el paso? Y, aunque lo lograse, ¿cómo se las ingeniaría para entrar? ¿Qué historia podía contarles a sus vigilantes que ellos escucharan con paciencia siquiera un poco? Al menos, sus dudas la mantenían alerta. «Sea quien sea el esbirro que envíen a detenerme —se alentó— no vacilaré en atropellarle con el vehículo.» Después de todo, Brian Bevan, o el ser en que se había convertido, resultó ser mortal. El ente de la cueva ya habría devorado su alma, cualquier alma muerta bajo su influencia, una influencia de alcance desconocido.
Repelió la evocación del rostro de Brian desfigurado por aquella mueca, que presentaba los ojos que la habían asediado, fuera de las órbitas. Había métodos para seguir despierta en los que no tenía por qué asumir el protagonismo el aspecto más amenazador de la negrura. Dio un ligero apretón a Nick y a Eustace. Al menos, mientras durmiesen no hablarían. Nick se rebulló, y la joven le dio unas palmadas en el costado a fin de aquietarle. El cartero soltó un ronquido que quedó interrumpido a media exhalación, al estremecerse él mismo en su modorra. ¿Deberían haberse turnado en las guardias? En cualquier caso, no había forma de calcular el tiempo transcurrido mientras perdurara aquella penumbra, y ella recelaba, además, de que el sueño la hundiera una vez más en su visión. Era de temer que, ya inmersa en ella, la criatura de la luna tomase conciencia de que existía. Se preguntó si no la había tomado mucho tiempo antes.
La aprensión recorrió su cuerpo como si fuese una chispa eléctrica. Recapacitó que aquello era positivo, al igual que cualquier circunstancia que la ayudara a no dormirse. Intentó acomodarse a la arquitectura que la rodeaba, prescindiendo del embozo de la negrura. Las líneas casi imperceptiblemente finas de su derecha debían de ser los contornos de dos de los ventanales, marcados por los destellos de la plaza, y le dieron una idea de las dimensiones de la iglesia. Volvieron a invadirla las sensaciones propias del lugar: la gelidez de la piedra, el crujido de los bancos, los olores a tierra y moho, cómo la oscuridad que se desplegaba delante amurallaba el recinto, cómo también el altar le parecía un volumen interpuesto entre ella y aquella muralla. Tan absorta estaba en captar tales detalles, a modo de vacuna contra el sopor, que al principio no se preguntó por qué, salvo el que ocupaban ellos tres, había de crujir ningún banco.
Giró remisa el cuello para echar un vistazo a la iglesia. La mitad trasera estaba todavía más oscura, no se dibujaba ni siquiera el canto de una vidriera. Quizá no era un banco lo que emitía aquellos crujidos sino una de las planchas protectoras del suelo, como solían hacerlo todas las planchas. En cuanto a los vahos mohosos, la causante era la tierra que se filtraba en las ranuras, aunque oliera más fuerte de lo normal. Diana contempló la nada hasta que pareció cernerse sobre ella, pero no tuvo más ruidos. Se dio la vuelta y Eustace se movió, barbotando algo ininteligible.
La joven le dio un masaje en los hombros para aplacar sus nervios. No sabía cuan seriamente se habían tomado Nick y el cartero eso de guardar silencio. No podía recriminarles que estuvieran menos convencidos que ella, ni aun después de los trances por los que habían pasado; no podía recriminarles que la oscuridad indujera en su ánimo el deseo de hacer algo, en vez de someterse a una espera interminable. Eustace se fue pacificando, y Diana suspiró quedamente.
Ahora que estaba ya del todo desvelada, también sus temores se despertaron. La nave se le apareció más glacial y espaciosa que antes, y el silencio adquirió una mayor vastedad, más similar al de una gruta que al de una iglesia. Confiaba en que el frío reinante no despabilara a sus compañeros. ¿O provenía aquel frío de ellos mismos más que del edificio? Sus temperaturas corporales descendían porque dormían, eso era lo que quería decir, no que tuvieran el tacto de los reptiles, de unos seres que habían adoptado las fisonomías de Nick y de Eustace bajo los esplendores de la plaza pero que, en la tiniebla, revertían a su auténtica naturaleza. Si el ente de la luna había podido transformar a Brian Bevan en un monstruo completamente inhumano, ¿podía desencadenar también el proceso inverso? No debía dejar suelta su imaginación, no debía permitir que la oscuridad penetrara en su cabeza. Pese a hacerse tales razonamientos, Diana hubo de combatir el arrebato de despertar a los hombres, aunque fuera sólo para oírles hablar. Cuando Eustace empezó a bisbisear, el sonido de su voz le fue tan agradable que no le hizo callar inmediatamente.
Pero no acababa de ser su voz. Era la voz que habría adoptado en una de sus sesiones humorísticas, pero más peculiar. El personaje discutía con otro de distinta entonación, hasta que se interfirió Eustace, diciendo que debían de estar bromeando. La joven zarandeó levemente al cartero, mas comprendió que lo que había oído no era ni más ni menos que lo que quería oír. Las voces, aunque sonoras, no difundían ecos por la iglesia.
Tan real le pareció aquello a Diana, que se encerró en sí misma. Visualizó a Eustace en un escenario entre dos formas imprecisas, que no paraban de hacer cabriolas, mientras él desempeñaba el papel de hombre recto y usaba todos los ardides que conocía para alargar el palique, para seguir actuando y no tener que dejar la escena e ir con los otros actores a los palcos, ante quienquiera que allí aguardase en las sombras. «Estás en la iglesia», se dijo la joven tan enérgicamente como pudo, frotándose la nuca sin plantearse el porqué. Al fin cesó el alboroto, y se entregó a lo que esperaba que fuese un descanso sin sueños.
Todavía resonaban voces, algunas muy lejanas que cantaban himnos y salmos. Ya las había oído con anterioridad, yendo y viniendo por la zona extrema de Moonwell. Por lo menos neutralizaban el silencio, sobre todo ahora que se acercaban. Pero cuando empezó a distinguir la letra de sus cantos, Diana quiso aferrarse a la esperanza de estar paranoica. Los buscadores, sus perseguidores, llegaron a la altura de la iglesia con un griterío que era ya inconfundible.
«¡Eustace Gift! —vociferaron unos—. Diana Kramer. —La joven pensó vehementemente que no sabían dónde buscarla, y aquello no podía significar sino que el ser de la luna tampoco la había localizado—. Y tu amigo, comoquiera que se llame —chilló otro—. Os conviene salir ahora mismo. Hemos encontrado a Brian Bevan donde lo escondisteis.»
Diana se aseguró a sí misma que nunca se les ocurriría registrar la iglesia. Trató de apaciguar a los dos hombres, que estaban muy inquietos. «Sosegaos —les conminó con la mente—, aquí no entrarán, van por ahí y pasaran de largo.» Se derramó entonces la luz a través de las ventanas, y ella sí les encontró, a la joven y a sus amigos.
Unos haces de linterna inundaron la pared de su izquierda, arrastrando los perfiles distorsionados de las vidrieras por la rugosa piedra, y se disgregaron a lo largo de toda la nave, resucitando a más figuras espectrales en las cristaleras y revolviendo sus cuerpos tricéfalos. Los buscadores no andaban peligrosamente cerca, pues Diana no había oído las puertas. Habían echado a la iglesia una ojeada y ahora se dirigían de nuevo a la plaza, entre cánticos para ahuyentar la negrura. Ni siquiera habían despertado a Nick ni a Eustace. Un último rayo de blanquinosa luminosidad surcó el interior al inspeccionar su portador el camposanto y, en el momento en que su luz exploró el fondo de la nave, Diana oyó nuevamente un crujido en la madera.
Ladeó la cabeza en tres cuartos, con tortícolis y un temblor en el cuello debido al esfuerzo que estaba haciendo para mantenerse inmóvil. No podía rondar nadie por las inmediaciones del pórtico, lo que oyó no podía ser más que el crepitar característico de los edificios viejos. Pero, al colarse angularmente el haz de linterna a través de la última vidriera, una figura sombría y erecta se dibujó más allá de los bancos.
Diana sacudió la cabeza, torciéndose el cuello. Se forzó a espiar a aquella forma que se adelantaba, que había posado ya la mano en el respaldo del banco del fondo. Vio entonces la negra tela de la manga, el brillo del collarín duro, y un somnoliento alivio se expandió por todo su ser. ¿Quién tenía más derecho que un sacerdote a visitar su iglesia? Recordó, sin embargo, que sólo había habido un clérigo en Moonwell, y al aguzar la vista advirtió que nada sustentaba el sucio, centelleante alzacuello de celuloide sino una escarnecedora ausencia. La viajera linterna tomó otros derroteros, abandonándola en las tinieblas.
La joven aguantó la respiración hasta que el latir de la sangre en su garganta pareció presto a sofocarla. Se sintió como si la oscuridad hubiera tendido cerco a su cabeza, presionándola sobre los hombros. Logró aspirar a intervalos espaciados, que era todo cuanto podía resistir ahora que había deducido que los vapores de moho no emanaban de la tierra. Le dolían los tímpanos con la quietud, con el anhelo de que no hubiera nada que oír. Mas el suelo comenzó de nuevo a crujir, más y más cerca.
Se instó a sí misma a no mover ni un músculo, pese a lo mucho que temblaba interiormente. No debía correr el riesgo de alertar a Nick y a Eustace. Mucho antes de que pudiera avisarles, o de que ellos se hubieran despejado lo suficiente como para comprender, la criatura incompleta que andaba pasillo adelante les habría dado alcance. No quería imaginar a los dos hombres tentando el terreno a fin de hurtarse a sus garras. Cabía la posibilidad de que no les descubriera si estaban totalmente inertes.
¿O sabía ya que estaban en la nave? ¿Le había mandado el ser de la luna porque, después de todo, no habían podido escamotearse?
«Por ahí viene llamándote el amigo que no tiene nada sobre el cuello», Diana oyó canturrear al engendro en la negrura que imperaba dentro y fuera de ella, y notó dentro de sí un arranque, unas ganas de saltar, de anunciar a voz en grito que aquí estaban, que terminase cuanto antes. No debía ceder al pavor: el padre O'Connell siempre fue cordial con ella, y seguramente ni aun sus despojos abrigarían intenciones funestas contra su persona. Pero, en cierto modo, la noción de que aquella cosa fuese a mostrarle cualquier tipo de benevolencia era todavía peor.
Las lentas y torpes pisadas fueron adentrándose en el pasillo. De pronto, se intercaló en sus turbios ecos el crujido de un banco. Era obvio que el ser buscaba soporte en los respaldos. ¿Y si sus dedos no atinaban con el de ellos y tocaban a Nick, o la mano que tenía Diana encima del hombro de éste? La joven acunó al reportero tan suavemente como pudo, con un cosquilleo en la piel y el corazón en vilo al ver que daba signos de despertarse. Depositó ahora la mano en su boca, en el instante en que los cansinos trancos y el hedor más intenso llegaban a su altura.
La joven adhirió su lengua al paladar como barrera a la fetidez; el corazón le dio un vuelco. Tal vez no era verdad que la abominación del pasillo estuviese titubeando junto a su banco, pero ella temió que no fuese a reemprender nunca su camino. Lo reemprendió un siglo después. Le oyó ir, dando traspiés, hacia el altar, donde se puso a tirar objetos: varios artículos de metal repicaron y golpearon en la tabla. Diana se preguntó, en un acceso de histeria que amenazaba con hacerla estallar en salvajes carcajadas, si intentaba decir misa. «Será una ardua tarea sin cabeza», ironizó, y apenas pudo tragarse la risa que asfixiaba su garganta.
Jamás supo cuánto rato había estado allí sentada, calmando a Nick y a Eustace siempre que hacían algún movimiento. Cuando divisó actividad delante, en la cabecera, tardó aún en razonar que era algo más que un efecto de la negrura sobre sus ojos. Pero sí, vislumbraba un vago y desgarbado contorno deambulando tras el rectángulo titilante que era el altar y, al desviar la mirada hacia los lados, vio a grandes rasgos las barrocas vidrieras. La luna había salido.
La joven flexionó los brazos, que acusaban la tortura de tantas horas estirados, y tapó las bocas de Nick y Eustace antes de dar unos leves toques en sus cabezas.
—Conservad los ojos cerrados —les murmuró—. Tantead el trayecto hasta el final del banco y doblad a la izquierda.
Diana confiaba en no ver más al ente del altar, confiaba en no tener que verle tampoco ella con mayor precisión al iluminarse la iglesia. Mas Nick se despertó muy excitado, y se deshizo de la mano que le amordazaba sin darle opción a reaccionar.
—¿Qué..., qué es eso? —tartamudeó el periodista, mirando fulgurantemente hacia el presbiterio—. Dios mío, ¿dónde estamos?
—No nos atacará, Nick. Vayamos a mi coche. Síguenos, Eustace —ordenó la joven, poniéndose en medio de los dos hombres para dirigir la estrategia.
Dio un empellón al periodista hacia el pasillo y remolcó a Eustace en su despertar, parpadeante aún. Acababa de iniciar Nick, pesadamente, la retirada cuando los desmañados despojos del sacerdote se apartaron del caos que había formado en el ara y echaron a correr en su dirección.
Diana se desmayó, pero no fue por verlo con las manos extendidas y listas para apresar a cualquiera que allí hubiese, o con el cuerpo, tan encorvado que se hacía ostensible la concavidad ósea y despellejada donde debería haberse asentado la cabeza, sino que fue por la velocidad a la que se movía el ser ahora que era consciente de su presencia. La embestida hacia Nick había paralizado al reportero. La joven tiró de él, introduciéndole otra vez en el banco, en el instante en que las ennegrecidas manos muertas iban a afianzarle. Al volverse, Diana chocó contra Eustace.
—Ve por el lateral —le siseó con apremio por encima de su hombro.
El ente decapitado les persiguió mientras reculaban por el banco. Cuando llegaron al pasillo, Eustace zancadilleó casi a Diana, el cadáver ambulante del padre O'Connell arreció su acometida, con el cuello como una sima abierta. Nick le esquivó brincando sobre los otros, y empleó toda su fuerza en volcar el banco.
Pesaba más de lo que a primera vista podía parecer. Se balanceó y luego, un segundo antes de que se hincaran en la piel del reportero las uñas crecidas como garfios del clérigo, perdió el equilibrio por fin, y se desplomó sobre el despojo. El muerto agitó todos sus miembros como un insecto sujeto por tenazas, batallando para liberarse del peso que le aplastaba, y entretanto el trío huyo hacia el pórtico, no sin antes arrojarle encima dos bancos más.
En un principio Diana no pudo determinar por qué no la aliviaba el hecho de hallarse fuera del templo. Las calles estaban desiertas en todo lo que abarcaba su vista, el nublado cielo resplandecía. Al cabo de un rato supo lo que la espantaba: ver la cara desnuda de la luna. Necesitaban su luz, mas ¿qué poderes enviaría ahora a su captura? Su sombra blanquecina, borrosa, fluctuaba entre las nubes, buscando una brecha. Se esbozó en la mente de la joven una imagen de pesadilla, la de una máscara colosal y sonriente que aguardase la oportunidad de escrutarla con ojos carentes de vida.
Nick, Eustace y ella entraron a hurtadillas y muy presurosos en el entramado de callejas que llevaban a su chalet. A la altura del hotel oyeron himnos y una confusa amalgama de voces, no todas jubilosas. Tan pronto se ofreció el coche a su vista, a Diana le asaltó la sospecha de que los buscadores hubieran manipulado el motor, para tenerla atrapada. Cuando se hubieron montado los dos hombres, mudos aún tras el encuentro en la iglesia, la joven se sentó al volante e hizo girar la llave de contacto. El vehículo arrancó al segundo intento. Circuló a marcha moderada por las calles, y ya en las afueras, con una plegaria sin palabras que ni siquiera en sus adentros pudo hilvanar, aceleró rumbo al páramo.
62
Andrew se había quedado en el hotel con la señorita Ingham. Una vez hubo partido su madre en busca de quienes ella culpaba de la muerte del policía, el chico volvió a cerrar los ojos y se sumó a las preces. Orar era más fácil que pensar y, a decir verdad, había unas cuantas cuestiones que ahora prefería quitarse de la cabeza. Aquellas de sus plegarias que no estaban dedicadas a la salvación de su padre eran también relativas a él, pues pidió a Dios que no permitiera que sus padres coincidieran en medio de la oscuridad mientras su papá no fuera su papá. Las gracias por lo que habían recibido merced al milagro que había hecho el señor Mann tocaron a su fin, pero el pequeño permaneció arrodillado, meciéndose a fin de no caerse.
—¿Te has quedado dormido, Andrew? —inquirió la señorita Ingham, y él abrió los ojos con mala conciencia.
El concurrido vestíbulo estaba todavía en sombras. Los fulgores que hasta él se tamizaban desde la plaza parecían emanar de las propias paredes. El rostro vigilante de la maestra delataba una gran angustia, que fue a menos cuando Andrew se irguió con dificultad y consiguió no desmoronarse.
—¿Estás seguro de que te encuentras bien? Has comido muy poco —dijo Letty Ingham. Al balbucear él que no le pasaba nada, su sonrisa renació—. Si lo deseas, ve a jugar con tus amigos.
Su madre le había recalcado que no debía alejarse de la señorita Ingham. Además, no estaba de humor para juegos, y menos aún cuando miraba a los otros niños bien alimentados y de rostros radiantes. La penumbra les confería una palidez idéntica a la de las formas que había visto trepar en la cueva del diablo. Algunos de los chavales mayores llegados de fuera de Moonwell formaban corros para entretenerse, en los que las oraciones se alargaban a medida que completaban el círculo, o hacían preguntas sobre la Biblia y, si se contestaba erróneamente, había que cumplir una penitencia. Andrew se sintió como un pecador por no querer integrarse, pero le preocupaban un sinfín de problemas que cuanto más los meditaba, más apenado se ponía.
—¿A quiénes ha ido a arrestar mi madre, señorita Ingham? ¿Qué será de ellos?
—No me hagas decirte nombres, Andrew. Siempre habrá gentes que rehúsen escuchar lo que Dios nos comunica, y eso significa que oirán a Satanás y éste hablará por su boca. —La maestra le dio unas palmadas en la cabeza y añadió—: Pero, respecto a lo que va a hacerse con esas personas, espero que se limiten a traerlas ante Godwin.
En tal caso, se interpondrían en su camino cuando él tratase de escabullirse al piso con objeto de verle. Tenía que subir primero, cuando no estuviera allí su madre para impedírselo.
—Creo que voy a jugar un rato como me ha sugerido —pretextó ante la maestra, y ella le dedicó una sonrisa que perturbó todavía más su conciencia culpable.
—¡Anda, si es Andrew! —exclamó Robert al encontrar el chico un oportuno juego cerca de la escalera—. Lo malo es que esto va a ser demasiado complicado para ti.
Andrew, sin embargo, logró retener en la memoria la larga oración del corro durante dos vueltas enteras, hasta que dio en pensar que, cuanto más tiempo pasara jugando, menos le quedaría para presentarse ante el señor Mann.
—Te lo advertí —le regañó relamidamente Robert cuando el pequeño se saltó una frase en la tercera ronda.
Andrew se salió del corro, enrojecida su faz por el rubor de la vergüenza y la culpabilidad, y también por el miedo a ser descubierto en su disimulado acercamiento a la escalera. Se dirigió allí de espaldas a la pared, como si no fuera a ningún sitio en particular, hasta que comprendió que aquélla era la mejor forma de dar la nota. Se volvió de cara al objetivo, con la cabeza girando más deprisa que el cuerpo, y avanzó titubeante, asiendo el remate de la baranda. De improviso, la señorita Ingham le interceptó.
—¿Adonde vas, Andrew? Tu madre ha dejado dicho que estuvieras siempre al alcance de mi vista.
El pesimismo se adueñó del chico, y sus extremidades se relajaron.
—Estoy cansado. Deseo reposar —gimoteó. Una anciana que estaba sentada en la vecindad, en una butaca, leyendo ensimismada una Biblia y ajustándose repetidamente las gafas a los ojos, elevó la vista y apagó su linterna-lápiz.
—Si el crío quiere dormir, mi cama está vacía. ¿Me permite que le lleve arriba? Mi habitación se encuentra aquí mismo, en el primer piso.
—Yo la acompañaré para ver dónde es.
Las dos mujeres se colocaron a los flancos de Andrew para auparle, y el pequeño se dio cuenta de que solo no habría podido subir. La anciana fue señalando el camino con el haz de la linterna en miniatura, enfocando el pasillo de la planta y los números de las habitaciones, que relucían como el carbón, hasta detenerse en el ciento nueve. Cuando su ocupante abrió la puerta, la alcoba se mostró cual un fantasmagórico espectro de sí misma, llena de formas refulgentes que parecían prontas a disolverse en la negrura. A Andrew no le hubiera molestado que lo hicieran, tan exhausto se sentía de golpe. Apenas notó que la desconocida le descalzaba mientras escarabajeaba, cerrados los ojos, hacia la almohada. Alguien le besó superficialmente en la frente, alguien también le arropó en las sábanas y se durmió.
Estaba demasiado extenuado para soñar. En el momento en que abrió de nuevo los ojos, horas más tarde, en la habitación había más luz; la luna había hecho acto de presencia detrás de las nubes. Se hallaba solo en el cuarto, quizá en el conjunto de la planta. Cuando se hubo despabilado lo bastante como para apartar el embozo y aventurarse en el corredor, todas las voces que oyó provenían de abajo. Fue de puntillas a la escalera. Alguien lloraba amargamente en el vestíbulo y, por un instante, creyó que se trataba de su madre. ¿Habría topado con su papá en la oscuridad? No debía acudir a su lado, o al menos no hasta que hubiera pedido socorro al señor Mann. Ahora que había descansado, se veía con fuerzas de seguir subiendo. «Por favor», imploró a quienquiera que le escuchara, e inició el ascenso al piso superior del hotel.
63
Se avecinaba la salida de la luna cuando Craig comenzó a ponderar por qué estaba tan calmado. A pesar del frío —si todavía lo hacía—, ya no tiritaba. Y la tiniebla era casi reconfortante; por lo menos no habría que conducir en su seno ni hallar la senda a pie, todo lo que de él se requería era que se acomodase en la blanda y herbácea ladera aledaña al asfalto y dormitase, como si acabara de concluir un picnic. Vera se había acurrucado en su hombro, lanzando exhalaciones que eran una tibia brisa en su cuello. Por primera vez desde tiempo inmemorial en sus vidas, ninguno de ellos tenía nada que hacer salvo sentarse y disfrutar de la ociosidad: sería superfluo intentar ni siquiera forjar planes. Aquello era el final, meditó el hombre en un ensueño, y si así era como sobrevenía nada veía en él de temible. Calibró entonces si no estaría tan plácido porque sabía que habían llegado a la antesala del fin, sabía que ya jamás dejarían las brumas.
Quizá la mera exposición les remataría; quizá ya había empezado a hacerlo. Ésa podía ser la razón de que hubiera dejado de sentir el frío: no porque Vera y él se dieran calor el uno al otro, sino porque las sensaciones corporales ya habían desertado. Su progresivo sentido de lo inminente era lo más cercano que nunca vivió a una intuición psíquica, acaso la única que jamás había necesitado. Especuló sobre si todo el mundo experimentaba igual, o por lo menos todos los que iban a expirar de muerte natural.
Hubo ya ocasiones en las que Wilde pensó que se moría, ocasiones en las que despertó de un respingo en medio de la noche, en que cada latido de su desbordado corazón parecía que sería el postrero. En todas ellas tuvo miedo, porque no estaba a punto. Ahora, en cambio, se consideraba preparado. En el caso peregrino de que tratasen de efectuar la travesía del páramo una vez saliera la luna, ¿qué sucedería? El último lugar en el mundo al que deseaba ir era Moonwell, pero no creía que estuviesen a tiempo de refugiarse en ningún otro. Y suponiendo que encontrasen una casa habitada, por ejemplo, ¿qué perspectivas se les ofrecían? Era preferible morir pacíficamente junto a Vera que vivir unos años degenerativos hasta convertirse en un niño incontinente y babeante: Dios le librase de que ni su mujer ni nadie hubiera de soportarle en tal estado. Más valía aceptar la cómoda oscuridad.
Se sorprendió a sí mismo confiando en no ver la luna de nuevo, lo que no haría sino dificultar su dulce huida. Cerró los ojos, tal vez para unirse al letargo de Vera. Caviló que, si había algo más allá de la muerte, era una eterna continuidad de los pensamientos o algo parecido, aunque uno no podía saber si también ellos se extinguían porque habría cesado de existir mucho antes. Nada le atraía más que aquella paz y muda comunión con su mujer. Entonces, Vera alzó la cabeza.
—¿Craig? —le llamó en un murmullo.
—Dime, mi amor —contestó el hombre, deseoso de volver a dormirse juntos mientras aún pudieran.
—¿Habrán pasado sanos y salvos al otro lado?
—¿Quiénes, Hazel y su marido? —Wilde se preguntó si Vera había olvidado lo que Brian perseguía, un pájaro luminiscente, la materialización de su fe particular—: Parecían saber adonde iban.
—Tenían que elegir por sí mismos, nosotros no podíamos entrometernos. Son jóvenes —afirmó la mujer, como si este factor garantizase su éxito—. Y me satisface pensar que, en el futuro, Brian no se saldrá siempre con la suya tan fácilmente.
Cuando Vera posó la cabeza en su hombro, Craig se figuró que se acunaba de nuevo en el sueño. Mas su esposa susurró:
—He estado recordando.
—¿De veras, cariño? —repuso él, y se percató de que, a menos que compartiesen sus recuerdos ahora, era probable que no tuviesen otras oportunidades de hacerlo—. ¿Y qué recordabas?
—Su primer día de escuela. ¿Te acuerdas de cómo cruzó la verja sin volver la vista hacia nosotros? Aquella noche nos explicó que sabía que, de habernos mirado, le habría costado mucho dejarnos, y que no quería ver a sus padres tristes.
»Y recordaba también la fiesta de fin de curso, cuando ganó el primer premio de aplicación en clase. Nos hizo un discurso muy solemne, diciendo que se lo debía todo a sus profesores y a nosotros, y nos dirigió aquella mirada como de disculpa por haber sacado tan buena nota en religión.
»O el día en que trajo a casa a su primer novio...»
—Sí.
¿Cómo se llamaba aquel muchacho? Wilde no pudo acordarse; los detalles secundarios se esfumaban ahora más rápidamente de su memoria. A él le había caído simpático, fue una lástima que Hazel terminara prefiriendo a Benedict. Quizás el primer pretendiente tenía demasiados puntos en común con su padre, lo que obviamente no era así en el caso de Eddings, o eso esperaba Craig. Sus meditaciones, no obstante, comenzaban a arrancarle del relativo sosiego que tenía y trató de sumergirse una vez más en la oscuridad donde se fundía con Vera.
—¿Y las primeras vacaciones en que disfrutamos de nuestra intimidad cuando tuvo la edad suficiente para irse con sus amigos? No nos acostumbrábamos a no tener que darle las buenas noches. También después de que se casara, ¿recuerdas?, pasé semanas yendo casi diariamente a su habitación para charlar con ella.
—Nunca fuimos a Grecia.
—No, no fuimos —convino Craig, extrañándose de que su esposa se hubiera puesto súbitamente tensa.
En cuanto lo entendió, no pudo por menos que abrir los ojos, en una tiniebla que ya no lo era tanto. Se había esforzado en disimular su impresión de que el fin se acercaba por temor a que Vera le trastornase, y todo aquel tiempo ella se había guardado las mismas premoniciones para sí, ocultándolas, adivinó Wilde, por si a él le afligía la idea de perderla. De pronto se afligió, le dolió sin límites, y sus ojos se anegaron de lagrimas.
—Quiero ir dondequiera que tú vayas —declaró, sobresaltado por el repentino agotamiento de su propia voz.
—Me aseguraré de que así sea. —Vera abrazó apasionadamente a su marido—. Si hay un Dios, no puedo creer que vaya a separarnos tan sólo porque nunca te infundió el don de la fe. No puedo creer que sea tan despiadado.
Aquello, a condición de que no lo examinase muy a conciencia, podía resultar alentador. De lo que se arrepentía Craig era de haber abierto los ojos. No lograba recobrar la calidez y la serenidad que les había unido, se hacía mil conjeturas sobre de dónde le vendría la muerte. Unas horas antes se había dicho que nada malo les ocurriría si permanecían sentados y quietos, y ahora no conseguía sustraerse al anhelo de poseer de veras tal certeza. El cielo empezaba a palidecer: vislumbraba el reborde de la cuesta sobre sus cabezas, en el lado opuesto de la carretera. Pronto los rayos lunares reptarían por la vertiente. El no deseaba sino que los dos juntos se confundieran, amablemente, con la oscuridad, mas era demasiado tarde. Le habría encantado cerrar sus pupilas y las de Vera, pero ahora estaba tan amedrentado que no podría sacar partido de aquella penumbra, pues algo pálido y desmesurado se movía aguadamente encima del monte.
—No son más que las nubes —musitó el hombre al apretujársele Vera.
Comprobó que, en efecto, eran nubes, pero no les gustó su manera de desplazarse, casi como si la luz de detrás las apartase igual que se corren unos cortinajes tupidos y pesados. Debía de ser sencillamente una hendidura entre las nubes que fluía sobre la cumbre, insistió Wilde para autoconvencerse. Había ahora un retazo de cielo claro encima de aquélla, un cielo de deslumbrantes tonalidades blancuzcas. De pronto, mucho más deprisa de lo deseable, la luminosidad vertió en la ladera, fosilizando el brezo, y acto seguido asomó tras la cima la frente de un cráneo descomunal.
—Es la luna —comentó Craig.
Por supuesto que lo era, aunque pareciera surgir con una rara avidez. Wilde observó que no estaba aún en el plenilunio. Tenía tan sólo un ojo, lo que sugería un guiño en su muerta faz, el guiño misterioso del conspirador que se dispone a revelar su secreto. El claro de luna se derramó pendiente abajo hasta una enorme peña que había en el margen de la carretera, enfrente de Craig y Vera, y el hombre forzó la vista a fin de columbrar las nubes que sin duda debían de navegar ante el astro, proyectando unas sombras que daban a la vertiente la apariencia de temblar y deslizarse alarmantemente. Mas nada cubría la luna. Se diría que el paisaje se ondulaba igual que las sábanas de un lecho, lecho del que se levantaba un satélite renacido. Luego el astro se despegó del monte y se inclinó hacia la pareja desde las alturas celestes, sonriéndoles con una mueca desvaída.
Craig no supo si fue él quien se retrajo o bien le tiró atrás un movimiento de traslación de la ladera, o ambos. Cayó en la sombra proyectada por el peñasco del otro lado de la carretera. Al principio no comprendió por qué Vera le abrazaba como para que nadie en la tierra pudiera soltarla, mas luego reparó, con una conmoción que casi le reventó el corazón dentro del pecho, en que ambos continuaban cayendo. No podía ser, chilló sin voz: en la oscuridad tenían tierra firme bajo los pies. Pero ahora, a la luz de la luna, no había sino un vacío.
Intentó enloquecidamente agarrarse al borde herboso: demasiado tarde. El panorama que embriagaba el astro desapareció, y Vera y él se hundieron en la negrura. Al final la pesadilla del infortunado Wilde se había hecho realidad, sentenciando también a su esposa. El sentido de la vacuidad que había debajo de ellos se le aglutinó en la garganta al hombre, le estranguló hasta que le asaltó el pánico de ahogarse antes de que tuviera lugar el impacto frente al que su cuerpo, todo su ser, se encogía. Mientras se precipitaban en un abrazo indisoluble, con los corazones latiendo tan violentamente que no se distinguía ya quién era quién, Craig ansió que Vera rezase, que rogara en sus preces que, al chocar contra el fondo, los dos reviviesen juntos en algún lugar.
64
Cuando el coche casi saltó del asfalto en un brusco viraje, Diana se decidió a aminorar la marcha. Habían perdido Moonwell de vista y sobrepasado el primer risco, y aquello, en buena lógica, ya contaba en su favor. Tenía que alcanzar la base de misiles con suma premura, pero no arriesgándose a tener un accidente.
Su visión no le había mostrado qué pasaría exactamente en la base. Había visualizado al personal yendo y viniendo con ciega obediencia, pero ella creía que sus rostros, los ojos transformados en perfectos remedos de la luna que refulgía en sus cuencas y brillaba a través de la carne inmediata, no eran sino una quimera. Lo que quiera que sucediese, se dijo, exigía luna llena. El disco lunar aún no había llegado a esta fase, un hecho que le ayudaba a vencer la urgencia de escapar a su tuerta mirada. Pensó con todas sus energías que no era más que un satélite, una noche de luna en el páramo.
Desde luego era algo peor, aunque de momento la joven no pudo colegir de qué se trataba. Mientras ascendía por la ladera siguiente, aprisionó su garganta el terror de lo que, acaso, anidaba detrás. El vehículo se caló en la cúspide, porque había levantado, inadvertidamente, el pie del pedal del gas, pero nada había que justificara tal hecho. El páramo se extendía a su alrededor, con sus blanqueadas ondulaciones astilladas por la hierba y las sombras bosquejando los contornos del brezo; unos árboles pequeños se agrupaban como bancos de niebla contra el cielo. Revestía aquella naturaleza la inmovilidad del hielo, y quizá en eso se cifraba el problema: la mortecina luz parecía haber absorbido su vida, casi podría decirse que Diana conducía sobre la superficie lunar. Salvo en que allí le habría faltado la respiración, se burló de sí misma, si bien recapacitó en que no respiraba tan desahogadamente como hubiese querido, debido a la mucha tensión que soportaba.
Con una soltura que la indujo a pisar más fuerte el acelerador, la luna la persiguió. Ahora un sector del cielo estaba encapotado, pero a la joven no le sirvió de consuelo. Una pálida masa culebreaba detrás de las nubes, mudando constantemente de forma, extendiendo sus venosos zarcillos de luz dondequiera que aquéllas se afinaban. Siempre que encontraba una brecha, el astro espiaba a Diana: era la suya una faz de gigante, muerta, inacabada, que jugaba al escondite. Pues bien, que jugase. Al fin y al cabo, no hacía nada anómalo. Pero la mujer presentía, sin poder evitarlo, que, cuanto más esperase que él o el ente al que dio origen tomara la iniciativa, peor sería. De repente, se saturó de cábalas y de silencio.
—Cuéntanos uno de tus chistes, Eustace —le espetó al cartero. Él la miró desde la parte trasera, por el retrovisor.
—Se me han olvidado todos los buenos.
Nick se volvió en el asiento del pasajero, que emitió crujidos metálicos.
—Yo, ahora mismo, me contentaría también con uno malo.
—Probablemente, todos los de mi repertorio lo eran. Pero no recuerdo ninguno. Ignoro dónde habrán ido.
—No sabría decir cuál es el peor chascarrillo que he oído —declaró Nick con afán provocativo—, pero debió de ser en alguna escena de las películas de Laurel y Hardy.
—Eso es un poco drástico, ¿no? Yo opino que ningún otro cómico del-mundo del celuloide les ha llegado nunca a la suela del zapato.
—Querrá decir que no llegarían ni con una pértiga de tres metros. Pondré un ejemplo. Laurel y Hardy se presentan ante el juez acusados de vagancia, y protestan su inocencia. «¿Sobre qué bases?», pregunta su señoría, y uno de ellos responde: «No estábamos en ninguna base, dormíamos en un banco del parque.» Y ésta es una de sus bromas inspiradas.
—El que habló así fue Laurel. Hardy no habría dicho nada parecido —intervino Diana—. Yo sostengo que conocían mejor el comportamiento de los niños que ningún otro actor de cine.
«Seguid charlando», les exhortó mentalmente la joven, y logró no sacar el pie del pedal al abordar el automóvil la segunda colina. El cielo se estaba despejando, el páramo se iluminaba, y no dominaba ya el paisaje una integral quietud. Tal vez aquellos movimientos que Diana no acababa de aprehender, movimientos que captaba una fracción de segundo tarde allí donde ponía la vista en las reverberantes colinas, eran proyecciones de las nubes, si bien podía ver nítidamente el huidizo alejamiento de sus sombras en los eriales. El coche cogió mayor velocidad al bajar la ladera, y la conductora se incorporó a la discusión sobre Laurel y Hardy en los tramos en que podía para desechar sus indefinidos miedos. Una fracción de su cerebro hallaba irresistiblemente divertido el espectáculo del trío debatiendo acerca «del Gordo y el Flaco» mientras se internaba en la desolada tierra, mas si se entregaba a la risa perdería el poco control que de sí misma le restaba.
La carretera trazó una curva, y Diana condujo directa hacia la luna. Ahogaban a ésta las últimas nubes, reducían su palor a una informe y perezosa mácula, que serpenteaba a la par que se iba aclarando. Las nubes retrocedieron de manera inexorable, y la joven notó que apenas podía respirar. El decadente ribete del astro sobresalía, acechante, por entre los cúmulos nubosos, que parecían retirarse atemorizados. Antes de haber reunido todo su valor, Diana se enfrentó cara a cara con la luna.
Se argumentó que estaba muerta: muerta como los huevos después de empollar. Y en verdad que se asemejaba a ellos, con el lado incompleto de su faz boqueando oscuramente. Pero se diría que no había muerto lo suficiente aquella máscara sin labios, con un solo ojo que, sonriente y evasiva, se ladeaba en el negro cielo. La criatura a la que dio la vida podía haber regresado a Moonwell, mas ella perseveraba sobre el mundo como un símbolo de su poder, no ya como un reflejo subordinado al sol. Su descolorida luz se difundía sin cortapisas sobre el páramo, arrebatándole todo matiz cromático, y la joven casi atisbo la actividad, el enjambre furtivo que la rodeaba en las laderas. Apretó el pedal tan hondo como pudo.
La conversación se agotaba, las réplicas de los hombres se espaciaban cada vez más. Diana no estaba segura de hasta qué punto veían lo que ella, mas no deseaba preguntarlo. Lo que deseaba, y localmente, era estimular la cháchara, aunque no atinaba con el tema; monopolizaba su concentración haber de conducir en la sinuosa ruta, un destellante y negruzco gusano que casi se enterraba en el blanco paisaje por el que hacía sus serpenteos. Transitaba en el centro mismo de la carretera, alejada de la zanja y la ominosa oscuridad que bordeaba el asfalto y que ahora era demasiado profunda, capaz de ocultar demasiados horrores.
El trayecto se desviaba bruscamente en lo alto de un risco y se apartó de la luna, que no por ello dejó de vigilar al coche con su inanimada sonrisa. El no tener que afrontarla reanimó a Eustace, quien repitió «Sobre qué bases» como si aún lo encontrara gracioso, o quisiera que lo fuera.
Nick mostró una risa forzada.
—Fue Laurel quien lo escribió, ¿verdad? O, al menos, suyos eran muchos de los números que escenificaban. Trasladó a Hollywood el teatro de variedades antes que dejarlo morir de muerte natural.
—«Sobre qué bases» —masculló otra vez Eustace—. No en qué bases, señor Malasombra. «En» equivale a «dentro», y cuanto más adentro se va, más chistes surgen.
—¿Qué es esto? —interpuso Nick, relajándose muy ostentosamente y pellizcando a Diana en el brazo—. Eustace va a improvisar una de sus galas. Tenga la seguridad de que somos un público adepto, Eustace.
La joven esperaba que fuera cierto: le sentaría bien un poco de distracción para olvidarse de lo que la rodeaba y centrarse más en la carretera, su única escapatoria, si verdaderamente lo era. Se había fijado en que, aparte de la luna y los arrinconados jirones de nubosidad, el cielo estaba negro, sin una sola estrella brillando sobre el páramo. Se prometió en su fuero interno que en alguna parte les aguardaba la visión de una bóveda estrellada y que, si alcanzaban a verla, tendrían una posibilidad.
—No te detengas, Eustace —suplicó.
—Van adentro y abajo, señor Melancolía. Parece que nunca tocarán fondo. Estarán juntos, de acuerdo, pero no creo que les agrade mucho la compañía. Bajo la luna de Moonwell no existe otra muerte que la provocada.
Nick carraspeó.
—Para mi gusto te acercas mucho al meollo, Eustace.
—Sí, todos nos acercamos. Forma parte de nosotros mismos, ¿eh, señor Malasombra? En menos que canta un gallo le tendremos ahí fuera. Ya me entiende, hablo de Harry el Lunático.
—¡Venga ya, Eustace!
El periodista estudió a Diana para ver cómo le afectaban las deformadas voces. Ella buscó su mano y la apretó, manejando el volante con la otra, observando fieramente la carretera que en realidad no serpenteaba igual que un oficio viviente, sino que dibujaba meandros sobre las mudables laderas. Sin duda aquellos cambios eran efecto de las brisas del páramo. Por alguna peculiar razón las voces de falsete, casi inhumanas, del asiento de atrás le impidieron mirar por el espejo.
—Debe usted tratar de levantarnos la moral —recordó Nick a Eustace—, de aligerar nuestras mentes. Ésa es la función de la comedia, siempre lo ha sido, por lo menos aquí y ahora, y a ello se debe. ¡Vamos!
—Estamos perdiendo a nuestro público, ¿verdad, señor Melancolía?
—Ni por asomo, señor Malasombra. Está con nosotros, o en cualquier caso lo está su gran rostro, ahí, encima del páramo. Nos ha mandado ese rostro para que compartamos con los actores una buena carcajada.
—¿Por qué no piensa un poquitín en Diana, Eustace? Después de todo, ha pasado por un tr... —La voz de Nick se extinguió al girarse en su asiento. Quedó petrificado en tal postura, con el cuerpo retorcido, con los dedos asiendo tan aferradamente el revestimiento de piel de la butaca que éste crujió—. Dios mío —susurró.
Diana tuvo que mirar entonces por el retrovisor, y sus manos se convulsionaron en el volante y lo hicieron virar hacia la zanja. Rectificó la maniobra y volvió al centro de la carretera; en un segundo se esfumaron las imágenes del espejo, mas luego hubo de contemplarlas de nuevo. Allí continuaban, dos caras albas flanqueando la de Eustace. Exceptuando sus locuaces bocas, las faces eran más homogéneas que la de la luna.
El cartero estaba en medio, acorralado, encogido al máximo sobre sí mismo, mirando de un lado a otro como si quisiera saltar en marcha. Diana constató compungida que no había abierto la boca durante un rato, que toda la verborrea provenía de sus fantasmales vecinos. Sus ojos se cruzaron con los de él a través del espejo, mas no pudo expresarle la pena y el terror que sentía. Lo único que sí podía hacer era parar el vehículo, aunque no tenía idea de cómo podrían ayudarle, ni ella ni Nick.
Al accionar el freno, Eustace pareció volver en sí. Irguió la cabeza y observó, pestañeando, el panorama.
—Siga adelante —apremió a la joven—. Conozco a estos bastardos. No les necesito, y ellos lo saben. Nunca les necesité.
El pie de Diana dejó el freno y quedó en suspenso sobre el pedal del gas. A ambos lados de Eustace, los semblantes sin rasgos asintieron muy ufanos.
—Por favor —rogó éste a Diana, con unos ojos que delataban desesperación—, no permita que la detengan. Si yo no puedo suprimirles, nadie podrá.
—¿Como voy a conducir —preguntó la joven, con la voz trémula con una risa consternada— llevando a semejantes pasajeros?
—No les haga caso. Ni usted tampoco, Nick, haga el favor. Es por el bien de todos.
El reportero ojeó a Eustace incrédulamente, mas pronto se volvió en su asiento y, furioso, examinó el camino que discurría entre ellos, aquellos trechos alumbrados de asfalto que eran el único sitio seguro al que podía mirar. Tenía los puños cerrados, y Diana se preguntó cuánto tiempo más aguantaría sin hacer nada. Quizá debería haberle dejado conducir, aunque creía estar mejor preparada que él para cualquier contingencia del viaje; pero, de todos modos, no era momento de cambiar de sitio. Tenía la convicción de que Eustace acertaba al propugnar que no se parasen en el páramo.
—Vamos, proseguid —incitaba éste a la horrenda pareja—. Haced lo peor de lo peor hasta quedar sin recursos. Más que divertidos, sois una burla macabra.
—Dentro de poco se le quitarán esas ganas de clavarnos el aguijón, ¿verdad, señor Melancolía?
—No tendrá con qué hacerlo, señor Malasombra. Mal puede aguijonear el bufón si le falta la cabeza.
—Puedo suscitar más carcajadas sin cabeza de las que jamás provocaréis vosotros con dos —replicó Eustace, al borde de la histeria—. ¡Por Dios, miraos bien! Cuando haya muerto no tendré esa pinta tan lastimosa. Y debo de saber de qué hablo, puesto que he perecido con bastante frecuencia —agregó, emitiendo una risotada a la medida de lo que él creía que merecía el comentario—. Ahora pago las consecuencias de pensar que erais dignos de ser inventados —farfulló entre dientes.
Sus compañeros de asiento se pusieron a cantar.
—«El clérigo está en el pozo y la noche en el sol. Nadie se irá hasta que Harry acabe con su horror.»
Oírles parlotear ya había sido bastante espantoso, con sus voces graves y discordantes que nunca daban con la cadencia correcta, sus voces desnudas de humanidad que habían sido enseñadas a vocalizar como las de los hombres; pero escuchar su canto fue aún peor. Diana se resistió a la tentación de escrutarles por el espejo todo el tiempo que pudo, hasta que tararearon jovialmente:
—«Todo el mundo aquí es el juguete de Harry el Lunático.»
Entonces, se atrevió a echar una ojeada. Tenían los flacuchos brazos alrededor de los hombros de Eustace y mecían sus impersonales cabezas de un lado al otro, ensanchando con los compases sus bocas. También balanceaban al cartero al ritmo de la canción. Los labios de éste temblaban de forma tan incontenible que no podía pronunciar palabra.
—No lo consientas, Eustace —murmuró Diana, y afianzó el brazo de Nick para evitar que se volviera a la vez que se obligaba a sí misma a atender a la carretera, la cual iniciaba un ascenso más.
—«Todo el mundo, troncos, piernas y cabezas» —entonaron las voces, y derivaron en cotorreo—. Espera que juguemos a mezclarlas, con el cráneo de ella en el cuerpo de él y viceversa. Será desternillante.
—No —negó Eustace, tan fría y diáfanamente que a Diana le dio un vuelco el corazón—. Os diré lo que es desternillante: yo. Hasta este preciso instante no he sabido cuánto. Escuchen bien, Nick y Diana. Voy a callarles del todo.
Un revoltijo de extremidades se hizo visible en el espejo retrovisor. En efecto, Eustace, para alejarlas de él, puso una mano en cada una de las caras, que eran como estómagos de babosas. La sola idea de tocarlas sobrecogió tanto a Diana que empezó a sudar y por la humedad de sus manos casi pierde el gobierno del volante,
—Te escuchamos, Eustace —dijo.
El cartero tragó saliva audiblemente y comenzó a discursear, no sin atropellarse.
—Damas, caballeros, y comoquiera que se llamen esos seres con grandes bocazas y sin ojos, déjenme que me presente. Soy en realidad un tipo corriente, salvo en que nací con los pies de otro y un par de piernas sacadas del almacén, o quizá es que a veces ellas y yo discrepamos sobre si he de caerme de bruces a la calle, pisar al perro del prójimo o quedarme de pie mientras hablo con alguien. Y, ¡oh, sí!, tenía un par de cabezotas dentro de la mía que eran muy aficionadas a platicar, especialmente cuando yo también lo intentaba. O, de cualquier modo, así era como yo las sentía. Así pues, les di nombre y dejé que se explayaran para poder fingir que no era yo, que yo no era tan calamitoso, lo que resultaba por mi parte una supina necedad, ¿no creen? Entiéndanme, aquello era lo que pasaba solamente en el escenario, nada en comparación con el lugar donde llegaban siempre que nadie, sino yo, las oía. Pero, en una y otra circunstancia, era yo en persona, tratando de disimular que no aborrecía a la humanidad en su conjunto ni me odiaba además a mí mismo, un sentimiento que todos albergan de tanto en tanto, estén o no dispuestos a admitirlo.
—Pretende hacer constar que no somos más que una parte de él, señor Malasombra.
—Me gustaría saber a qué parte cree que nos parecemos, señor Melancolía.
—Con esas caras, sois todavía menos que eso —se revolvió Eustace iracundo—. No me sorprende que me pisoteara a mí mismo si me ofuscabais la cabeza sin ni tan siquiera tener un ojo entre los dos.
Diana inhaló una bocanada, deseosa de refrenar el no sé qué que se le había atragantado. Era incontrolable. Un momento más tarde estaba riéndose a mandíbula batiente, incluso con dolor. No tenía la certidumbre de que hubiera algo cómico de lo que reírse, mas tal vez existía un punto en la acumulación del horror en el que había que hacerlo para no perder la cordura. Tanto se rió que se le empañaron los ojos y hubo de secárselos para no lanzar el vehículo fuera de la calzada. A su lado Nick también se desternillaba, batiendo las palmas de sus muslos y echando la cabeza atrás para desfogar su regocijo, y por último se les sumó el propio Eustace, pataleando en el suelo hasta que todo el coche se sacudió.
Su risa se heló de pronto, al carcajearse a su vez las criaturas que asediaban a Eustace.
—Dejemos que se diviertan —propuso uno en una sañuda imitación de la voz de Diana, y el otro contestó, parodiando la de Nick:
—Dejémosle ya. No nos interesa estar presentes cuando lleguen a su destino.
Un instante después las dos portezuelas traseras se cerraron ruidosamente y las escuálidas figuras se escurrieron zanja abajo.
—Yo no me fiaría de lo que dicen —sugirió Nick sin mucha firmeza.
Diana le sonrió, con más gratitud que humor, a la par que cavilaba si la voz que no era la de él se había referido a la base de misiles o a donde avanzaban ahora, bajo la luna alerta. Muy pronto estaría sobre sus cabezas, sobre las largas y gélidas vertientes que empezaban a alisarse, demostrándole que no había nada hasta el horizonte excepto los dominios del astro. Ya en el terreno se confundían la hierba, el brezo y los árboles: la vegetación se asemejaba más a una serie de esculturas de roca y de piedra, a una amorfa y espeluznante fúlgida cristalización del paisaje. Al coronar el coche la cresta de otra ladera, la joven hubo de forzarse a sí misma a escudriñar lo que había delante.
No era sino el enésimo y gradual desnivel, desconcertantemente análogo al que acababa de ascender. Podría haber sido un duplicado fotográfico de aquél, tan nulo se exhibía, tan desprovisto de perspectiva por el claro de luna. Diana no podía descartar la enervante sensación de haber accedido al enclave un momento después de que el panorama todo cesara de moverse, de que el asfalto se aposentara en su lugar y de que la intrincada y sobrenatural fluorescencia de las pendientes se congelara quedando inmóvil. El paisaje en su integridad amenazaba con ponerse en movimiento, un movimiento tan vasto, tan concertado, que tan sólo el pensarlo le cortaba el aliento.
Sin venir a cuento, Eustace comenzó a conversar. Quizá trataba de ayudarla a atravesar aquellos parajes, si bien no le contó uno de sus chistes: estaba recordando en voz alta su infancia, cómo su padre se burlaba de su torpeza y le inculcaba que debía reírse de sí mismo, cómo solía su madre referirle a su marido la última caída del niño hasta que él decidió coleccionar desastres de un modo deliberado, persuadido de que les hacían mucha gracia.
—Puede que los batacazos sean mi manera de honrar su memoria —declaró, con una nostalgia que mantuvo a la mujer atenta hasta que hubo llegado a la cumbre.
Se sumieron entonces en el silencio, y Diana no pudo ni hablar ni pensar. Habían llegado a una altiplanicie, una paramera por la que la carretera les guiaba sin irregularidades hacia el horizonte entre dos bajadas de escasa inclinación. Al margen de los esqueléticos brotes que salpicaban el llano, brotes que no eran ya vegetales, se hallaban en un universo anodino y aún dominado por la luna. Su quietud estaba tan preñada de terribles sorpresas, que el pie de la joven se alzó del acelerador.
Sería absurdo desandar lo andado. La idea de hacerlo la descorazonaba; empezaba a barruntar que el último grupo de montes no había sido sólo similar, sino idénticos como gotas de agua. No podía faltar mucho para la carretera general, y todo aquello con lo que se tropezara en el trayecto tenía por finalidad bloquearle el paso, lo cual entrañaba, obligatoriamente, que aún tenía una oportunidad. Bajó el pie con decisión y, al reanudar el vehículo su avance, a Nick se le soltó la lengua.
Diana apenas le oyó. Tomó su mano, pues el contacto era ahora mismo más valioso que la palabra, y le hacía sentirse más cerca de él. El hombre charlaba de los problemas de ser reportero, de cómo no podía uno escribir toda la verdad y, aunque así lo hiciera, los lectores creían que mentía, pero su voz no logró exorcizar la amenaza del páramo. Pese a que surcaban los llanos, cual venas, múltiples torrenteras, no corría agua por sus suberosos lechos. Descansaban rocas en las riberas de estos cauces y entre los laberínticos y fosforescentes arbustos, aunque quizá no todas fuesen lo que aparentaban: se diría que algunas tenían dientes, u oquedades donde en un tiempo hubo ojos y narices, mientras que otras conservaban únicamente las bocas. En ocasiones, al circular frente a arroyos o acequias que había divisado en los lindes, la mujer dejaba de verlos.
Los movimientos sigilosos se reanudaron. Ahora que era consciente de ellos, Diana detectó evidencias en todas partes: formas que podrían haber sido cantos rodados pero que ya no lo eran cuando los miraba de nuevo. ¿Cuánto tardarían en cerrar filas sobre el vehículo? Quizás aguardaban que la luna se situara verticalmente encima. Aceleró la marcha en la rectilínea calzada, e intentó escuchar la voz de Nick brindándose a introducir a Eustace en una empresa de Manchester donde podría estrenarse ante un público favorable. En un momento dado vio la cabeza de un policía en la cúspide de una cuesta sobrepuesta a la carretera, pero venció el impulso de frenar; el casco permaneció inmóvil, no se giró para observar el coche. Aún quedaban unos minutos antes de que el astro conquistara su cénit. ¿No bastaría con eso? ¿O no finalizaría nunca el plano y antinatural paisaje? Debería haber descendido hacia la carretera principal, pero no daba tales indicios. El pedal del gas iba nivelado con el firme; el paisaje pasaba a sus lados como una nebulosa; la luna se abrillantó tal como un faro, y las sombras se empequeñecieron. Fuera lo que fuese lo que vagaba, además de ellos, en las vertientes, Diana no dejaría que la hiciese vacilar. Pero sí vaciló con la visión que tenía enfrente, el objeto que, al aproximarse en plena aceleración, comprobó que ni era una peña ni estaba a pie de calzada. Por el contrario, se hallaba sobre el mismo asfalto, y era otro vehículo.
Nick y Eustace dieron un respingo en sus asientos, como si fuera aquélla la primera de las apariciones que osaban admitir. La conductora presionó el pedal, con mayor suavidad ahora que no estaban solos en los caminos. Advirtió enseguida que se trataba de una furgoneta, aparcada apuntando en la dirección que seguía el trío. Para cuando pudo leer el nombre de Benedict Eddings en las puertas posteriores, había notado que estaba medio salida de la carretera y con una rueda en la zanja.
Había dos personas en la parte frontal de la camioneta. Tenían las cabezas muy quietas. Diana alzó el pie al ponerse a su altura, con el corazón en un puño. La ventanilla del conductor estaba rota, había centenares de fragmentos de vidrio centelleando en el asfalto, bajo la luna. El coche rodó unos centímetros más, y las dos figuras quedaron a su vista: debían de ser Benedict y Hazel Eddings, pero habían arrasado sus caras. Un momento antes de poder apartar la mirada, una mirada obsesiva, la joven vio que les habían matado a picotazos.
Lanzó el coche a toda velocidad, temblándole las manos en el volante. Ni Nick ni Eustace se quejaron. Ella, alicaída, reflexionó que habían recorrido un largo trecho desde que trasladaran con todo respeto el cadáver de Brian Bevan. Pero la luna continuaba elevándose, fulgurando, y la calzada comenzó a trazar una cuesta abajo antes de volver a remontarse. ¿No podía estar la general detrás del siguiente risco? Lo único que le cabía hacer era conducir, orar, esperar, y no reparar en nada susceptible de apocarla en los sublunares montes.
Hubo, no obstante, algo de lo que no pudo zafarse: una figura acuclillada junto a la carretera, debajo mismo de la cumbre. Era como si admirase lo que se presentaba más allá, pero Diana comprendió de inmediato, al identificar al personaje, que no podía ser. Se trataba de Nathaniel Needham, y estaba ciego.
Needham no dio media vuelta ni se inmutó ante la proximidad del coche. Una vez se hubieron colocado detrás de él, la joven frenó, desechando sus muchos miedos. Bajó la ventanilla y le llamó por su nombre. ¿Estaba demasiado pendiente de lo que sucedía al otro lado del pico para desperdiciar un segundo atendiéndola? Quizás escuchaba voces que ella no oía. El viejo tenía el rostro orientado de tal modo respecto a la calzada que, sin apearse del automóvil, no podía verlo.
Le llamó una vez más, aunque la inquietaba atraer otra atención que la suya y, al fin, desistiendo, abrió la portezuela.
—Tengo que ir, Nick —justificó al aferrar su brazo el periodista—. Está ciego. No podemos abandonarle ahí fuera.
Dejó el motor en funcionamiento y echó a andar por el asfalto. No había rebasado aún la zanja que enmarcaba el trazado, y los dos hombres estaban ya escoltándola.
Diana salvó el hoyo, tan oscuro que su hondura parecía no tener fin, y enfiló el páramo. Al posar el pie temió que se desencadenara el ingente movimiento que tanto la asustaba, pero perduró la quietud. Needham no rebulló. La joven pisó cauta la maleza, aquella concatenación de tallas de brezo esculpidas por un esquizofrénico, caprichosamente intrincadas y lívidamente fúlgidas, que se ennegrecía al aplastarla y se desmenuzaba con indolente blandura, no como una roca. Estremeciéndose, corrió hasta Nathaniel.
Antes de alcanzarle cayó en la cuenta de que la franja superior del risco le obstaculizaba la visión de lo que había detrás. Y, de hecho, el anciano estaba en cuclillas como si fuera más de lo que su retina pudiera asimilar. La mujer se recordó a sí misma que no debía pensar en términos visuales, contrayendo su mente su propio sentido de vulnerabilidad en el extraterrenal páramo, bajo un atezado vacío y la vigilancia de la luna.
—Señor Needham —dijo, y le rozó el hombro.
Gracias a Dios, estaba tibio. Pero, al menearle más vigorosamente, el hombre se desplomó hacia ella. Vio entonces su semblante, y hubo de taparse la boca con la mano. Quizás después de todo, no anduvo desencaminada al aplicarle el léxico de los videntes. O le había sido dada la facultad de ver o él creyó haberla recobrado, ya que se había embutido los pulgares en las cavidades de sus ojos. Una tal conmoción podría haberle matado, o bien lo que causó esta conmoción fue lo que anidaba tras las montañas.
Un par de zancadas arriba pondrían a Diana en situación de contemplar lo que allí había, pero transcurrió una eternidad antes de que fuera capaz de moverse. Aunque Nick y Eustace iban tras sus talones, su compañía no le facilitaba las cosas. Al asomarse el trío a la cima, los hombres retrocedieron, arrastrándola casi a ella. Los dos maldijeron su suerte. Para Diana, en cambio, aquello era inexpresable. Los movimientos a gran escala que había recelado habían, pues, tenido lugar, y el resultado se hacía patente ante sus ojos, en el límite de su desesperada fuga. En sí mismo el espectáculo que aureolaba la sonriente luna no era terrible, y no obstante paralizaba el alma. Era Moonwell.
65
Andrew no había llegado al segundo piso del hotel cuando tuvo que sentarse en la escalera. Volvió la cabeza para ojear el tramo que llevaba directo a la planta. El pasillo estaba tenuemente iluminado, pero donde él se hallaba reinaba la penumbra. Se sintió a salvo, era improbable que le detectasen. Visitar al señor Mann le daba miedo.
No debía tenerlo. Iba en busca de auxilio. Tan sólo tendría que confesar que no había honrado a su padre, que fue desleal con él en los momentos en que más le necesitaba, y seguramente el predicador haría el resto. Era fundamental que creyese en el señor Mann. La última vez en que flaqueó su fe, provocó lo que le había pasado a su papá.
Trató de persuadirse a sí mismo de que el señor Mann era una especie de sacerdote. Se suponía que a los curas podía contárseles todo, incluso los más recónditos secretos: había que hacerlo, o se condenaba uno. Pero Godwin Mann era más semejante a un santo, a juzgar por cómo rutilaba y alimentaba a la comunidad. De ahí venía el susto de Andrew, mayor que el que tenía durante las esperas frente al despacho del señor Scragg, o también siempre que la señora Scragg le destacaba entre la multitud de escolares que jugaba en el patio. Se suponía asimismo que no había que temer a los santos, a menos, claro, que fuera uno tan pecador que quisiera esconderse de Dios. Él no podía ser tan perverso aún, pese a lo que le había hecho a su padre y los disgustos que solía dar a su madre. Y no podía escamotearse ante Diana, ya que el Señor conocía de antemano todas sus acciones. Lo que había de hacer era pedirle perdón, o bien pedírselo al señor Mann, que era un emisario enviado por el Padre para salvar a los hombres. Y, si alguien podía salvar al papá de Andrew, ése era el predicador Mann. El chico detuvo en aquel punto sus pensamientos, antes de que empezaran nuevamente a liarse, y se irguió. Tenía la piel tan erizada, que al sujetarse a la barandilla sintió como si la madera le clavara mil astillas. Los peldaños no eran uniformes, y como estaban desajustados se tambaleó. Se agarró con fuerza a la baranda para cubrir los diez escalones finales del piso segundo.
Limitaban el vacío corredor sendas ventanas tocadas de luna, cada una en una punta. Por lo menos no había nadie que le obstruyera el acceso al señor Mann. El pequeño caminó sobre la alfombra, que las sombras parecían acolchar, y sorteó raudo las puertas del ascensor hacia el tramo siguiente. Espió la oscuridad desde la base, y titubeó. La planta del señor Mann crujía por todos los rincones.
El predicador no podía estar solo allí arriba, no con todo aquel chirriar. Era indudable que las personas que había llamado a su habitación antes de darles de comer se hallaban aún en sus aposentos, rezando o celebrando una silenciosa ceremonia y Andrew nunca conseguiría acercársele. Durante un instante se sintió cohibido, pero aliviado; y ahora, después de haber ido tan lejos, no debía renunciar. Estaba seguro de que, en cuanto el señor Mann le viera, le haría un apañe, llevándole a un lugar donde el chico pudiera abrirse a él.
Andrew usó la barandilla para impulsarse y trató de no pensar en dónde se dirigía. «Cuenta los peldaños», se aconsejó, evocando cómo se había sulfurado su padre cuando no supo contar hasta diez; también en ese capítulo le había defraudado. Diez escalones hasta el recodo, igual que los Santos Mandamientos. Saltó veloz sobre el cuarto, como si no tuviera derecho a pisarlo. Se impuso otro alto antes de llegar al descansillo. Alguien caminaba por el pasillo del señor Mann.
El chico atenazó la barandilla, y tanto aguzó el oído que sus tímpanos le empezaron a zumbar. El sonido no era el de unas pisadas corrientes. Más bien le recordaba al ruido que se hacía al pasear los dedos por encima de una mesa: demasiadas extremidades en acción. Puede que alguien con muletas hubiera recurrido al señor Mann para que obrara una curación milagrosa. Se retiró el rumor por el pasillo, hacia la alcoba de Godwin Mann, y se hizo el silencio, a excepción del crujir de las tablas del entarimado suelo del aposento. Andrew asió la baranda con las dos manos entresudadas, y fue hasta el recodo.
Siete escalones superó antes de doblar el hueco —siete como los pecados capitales, lo que le movió a preguntarse cuántos habría cometido él— y divisar el piso tercero. Era el más brillante del hotel. Debía de ser por su carácter sacro. El chaval no vio sombras ni señales de vida, y ansió que no hubiera nadie; acababa de recordar que el señor Mann no consentía que nadie se confesara en privado. Corrió de puntillas hasta lo alto de la luminosa escalera.
El pasillo estaba desierto. Todas las puertas se hallaban cerradas, a excepción de la del señor Mann. El claro de luna no era aquí preciso, no con la luz que brotaba de la alcoba del predicador. No bien se acostumbraron sus ojos, el niño fue, a hurtadillas, hacia aquella blancura deslumbradora. Si alguien se había entretenido en la planta, se ocultó en los otros cuartos. A buen seguro que el señor Mann le dejaría quedarse, a buen seguro que no le obligaría a hacer su confesión delante de todos. Elevó el chico una callada plegaria para que le dejasen a solas con el predicador, y de repente dio un traspié y hubo de afianzar el pomo de una puerta a fin de equilibrarse. En el fondo del corredor, alguien había dicho:
—Eres tú.
—¿Señor Mann?
No podía oír, evidentemente, lo que el pequeño pensaba, salvo que Dios se lo hubiera revelado. Había quietud en el ambiente, a no ser por el crujir de la madera y unos desplazamientos en la habitación del evangelista. De nuevo Andrew los comparó al pertinaz tamborileo de unas manos, si bien con una sonoridad muy agrandada.
—Soy Andrew Bevan, señor Mann —insistió, con un volumen de voz mayor que el deseado—. Voy a la escuela. Quería verle porque...
Su voz se convirtió en una bola que le obturó la garganta, pues algo había salido, comprimiéndose, de la alcoba del señor Mann. A fin de cuentas, no había errado tanto con los sonidos. Era una mano, una mano blanquinosa, radiante por los cuatro poros y manchada de magulladuras como la luna hecha carne, y tenía la misma anchura que el pasillo. Quienquiera que fuese su propietario se hallaba en la habitación, llenándola de resonancias, las de un cuerpo inflado que se restregara contra las paredes e hiciera crepitar las planchas. Andrew se quedó quieto, agarrado al pomo, intentando gritar con una boca que estaba sellada por una tirantez extrema. Se alzó entonces la mano, arañando ambos muros, y un dedo enorme se cruzó como una lombriz. Le indicaba que se aproximase.
El chico sofocó un alarido y manipuló el pomo, tirando de él,
vapuleándolo frenéticamente. La habitación estaba cerrada con llave, mas Andrew no acertaba a soltar su asidero. No podía sino observar, alienado por el pánico, cómo la mano avanzaba de lado hacia él, cual una inundación de macilentas tripas de las que manaran grandes y culebreantes larvas. Se aflojó su vejiga, ardió la orina en su muslo, y la vergüenza le restituyó a su ser. Se propulsó lejos de la puerta, se bamboleó, giró precipitadamente sobre sí mismo y huyó tan veloz como se lo permitieron sus piernas. No se dio cuenta de que había pasado de largo el hueco de la escalera hasta que colisionó, o casi, con el extremo opuesto del corredor.
Todavía no podía chillar, ni siquiera cuando oyó a los dedos manosear las puertas del hueco del ascensor, unos dedos sin uñas, hinchados, que le buscaban palpando las paredes del pasillo en el que había quedado atrapado. Miró su entorno desesperadamente, entre sollozos, y vio enfrente una nueva puerta con la leyenda «Sólo para el Personal del Hotel» encima de una barra metálica. Se lanzó sobre la barra y la puerta cedió hacia dentro, tan instantáneo fue que a punto estuvo de caer de rodillas.
Se abría aquel paso a un tramo de escaleras de piedra que conducían a una trampilla, que debía de dar al tejado. Andrew se apoyó en el primer peldaño y se esmeró en encajar la puerta tras él; luego se ovilló, con temblores espasmódicos, en la fría piedra y rezó para que la mano no le encontrase. Pero la luz blanca se filtró a través del quicio, y alguien tanteó apresuradamente la barra metálica. Gritando al fin, preso en la oscuridad con sus propios y ahogados ecos, el chico trepó a la cubierta.
66
Diana apenas sabía por qué regresó al coche. La presencia de Moonwell hacía inútil cualquier determinación que tomase. El hotel resplandecía, descollando sobre las solitarias y umbrías calles como un helado y gigantesco fanal en el que todo hubiera de converger, incluidas las carreteras. La luna discurría ahora directamente sobre sus cabezas y no había dónde ocultarse, no había dónde ir como no fuese allí abajo. Cuando, al rato, volvió al camino, fue sobre todo para no tener que permanecer en el grotescamente selvático páramo e interponer distancia entre ella y el cadáver, cegado por dos veces, de Nathaniel Needham.
Ya junto al vehículo, Nick apresó su brazo. Tenía la mano rígida al tacto, exageradamente controlada.
—¿Conduzco yo? —propuso.
—¿Y adonde irás, Nick?
El reportero despegó los labios, los juntó de nuevo y se giró conturbado hacia Eustace.
—Podríamos votar.
—Por mí, conforme —dijo Diana—, pero eso no cambiará nada. Cualquiera que sea la dirección que tomemos, terminaremos de nuevo aquí. —Quizá tenía que ser así. Indudablemente, su visión encerraba algún otro propósito que el de torturarla; algo habría que pudiera hacerse—. No quiero acabar atrapada en los páramos y sin gasolina —añadió, pensando en lo absurdo que resultaba apelar a la razón bajo tales circunstancias.
—Una determinación prudente —comentó Eustace.
Nick estudió al cartero como para comprender si bromeaba. Miró luego, algo turbada, el transformado páramo, sus huellas oscureciendo aquella parodia de vegetación que no parecía haber visto jamás el sol, la refulgencia del cielo pasado el risco, una refulgencia aún más intensa que el artificial esplendor de la luna. El periodista se resignó, o fortaleció su ánimo.
—No sé si a usted le pasará igual, Eustace, pero yo no entiendo qué diablos está sucediendo —declaró en una frase eufemística. Al encogerse de hombros el cartero e intentar sonreírle sin mucho éxito, agregó—: Puesto que tú, Diana, tienes una idea más aproximada, habremos de ponernos en tus manos. Te acompañaremos dondequiera que resuelvas ir, ¿verdad, Eustace? Tal vez así terminaremos por comprender todo este condenado disparate.
Nada quedaba por decir. Diana tomó entre sus manos el rostro de Nick y le besó, un ósculo prolongado por si acaso era el último, tras lo cual dio a Eustace unos toques en el hombro para que dejase de desviar la mirada y le besó también a él, haciéndole sonrojar. Se montaron al fin en el vehículo, y la joven condujo a través de los crestones hacia la vertiente contraria.
El indicador del límite de velocidad relumbró desafiante desde el pie de la pendiente, echándoles encima la abultada cabeza de su sombra. Las cifras de su disco de metal, carentes ya de significado, eran como símbolos escritos en una lengua ignota. Unos bancales del color de tumbas ennegrecidas se elevaron de las brumas para ir a su encuentro. Los irreales páramos se cernían sobre ellos, los lindes de la carretera les acotaban el terreno. Cuando entraron en Moonwell, la luna descendió hacia las calles como lo haría una araña a la caza de su presa.
Tan pronto estuvo en el pueblo, en el extremo de la calle Mayor, Diana aparcó el vehículo. El retumbar de su portezuela al cerrarse resonó por las callejas, e hizo un gesto a Nick y a Eustace para que cerrasen las suyas con mayor cuidado. Hasta ahora no se había fijado en la magnitud del silencio. Deberían haber bajado a pie desde el páramo.
La joven lamentó haber estacionado su coche tan cerca de la iglesia. Una figura desgarbada rondaba por el interior, detrás de las vidrieras, detrás de las apelotonadas cabezas. El engendro había podido deshacerse del montón de bancos. En cuanto los hombres se hubieron apeado, ella se encaminó hacia la plaza, hacia el fulgor inclemente y mortífero del hotel.
Las calles no eran más tranquilizadoras que la iglesia. El claro de luna había dado una molesta opacidad a las cristaleras de casas y tiendas, y muchas de las terrazas se asemejaban a decorados de teatro, sin nada más que aire tras las fachadas. Los haces lunares consumían la sustancia de todo, dejaban a Diana y a sus acompañantes sin refugio. Allí donde la joven podía vislumbrar el interior de las estancias, las descubría blancas como si tuvieran una capa de polvo, abandonadas durante años, más muertas que el silencio que envolvía la población. Flotaba éste ominosamente detrás de ella y de los dos hombres, mofándose de las pisadas que no podían acallar. ¿Estaban solos en Moonwell, solos con la criatura de la luna? ¿Qué había hecho el ente con los habitantes y los seguidores de Mann? ¿Y con los niños? Ese pensamiento espoleó a la mujer a continuar, y Nick y Eustace hubieron de apresurarse para no quedarse rezagados. En el momento en que el hotel y la despoblada y fulgurante plaza se perfilaban ante sus ojos, unos lugareños les atacaron desde ambos lados del pavimento.
Tan prestos se abalanzaron que, al principio, Diana no reconoció sus satisfechas y blancuzcas faces. Tenía los brazos inmovilizados en la espalda cuando la señora Scragg se plantó ante ellos.
—¡Aja! Por eso nos mandó Godwin que esperásemos —dijo la Scragg en tono despectivo—, para que pudiéramos tenérnoslas con todos los malhechores de una sola vez.
—Yo no haría nada de lo que puedan arrepentirse después —le avisó Nick, rechinando sus dientes al empujar el carnicero sus retorcidos brazos hacia arriba—. Pude ir hasta un teléfono, y en mi periódico conocen nuestro paradero. Ahora mismo vienen hacia aquí más reporteros y fotógrafos.
—No malgaste su labia. Sabemos de sobra qué clase de embustero es —gruñó el carnicero en su oído—. Esta vez no se halla presente la ley para impedirme que le dé su merecido. Se trajo unos perros, ¿no es así?, por si topaba con alguien que entreviera su juego y pudiera hacerle frente. Deseará tener consigo a esos sabuesos antes de que hayamos acabado de escarmentarle.
Unos vítores que no demostraban ninguna alegría estallaron en el hotel. Todo el mundo se había replegado allí, aguardando que les tendieran la emboscada. La gente salió en tropel y se distribuyó por la plaza al marchar hacia ella la señora Scragg seguida, por la fuerza, de Diana y sus amigos. Estaban casi en la explanada cuando una mujer emitió un grito y se adelantó bamboleante entre la muchedumbre.
June Bevan detuvo sus inestables pasos en el linde de la plaza y estiró el cuerpo de un modo agresivo, con las uñas sacadas hacia los cautivos.
—¿Quién de vosotros asesinó a mi marido? —interrogó, en un siseo que era más como un chillido amortiguado.
—Señora Bevan —contestó Eustace, tratando de conservar la calma—, siento tener que decírselo, pero él mismo se mató.
A June se le desorbitaron los ojos y saltó sobre él, sin alcanzarle. Actuaba como impelida por el odio.
—¡No ensucies su nombre! —vociferó—. Dejó que Dios penetrase en su corazón. Él nunca se habría quitado la vida.
La señora Scragg intervino antes de que las uñas de June se hincasen en el semblante del cartero, que su aprehensor había echado hacia delante.
—No creo que el señor Gift diera muerte a su esposo, aunque se haya metido en otros líos. Si ha de valer en algo mi opinión, pienso que encubre a uno de esos dos. Godwin les sonsacará la verdad. No se harán viejos antes de que oigamos cantar de plano al culpable.
—Y cuando lo haga —aseguró el carnicero a June— le concederemos unos minutos a solas con él.
La señora Scragg, haciendo oídos sordos, se alejó hacia el centro de la plaza. Al abrirse un pasillo entre la multitud para franquearle el avance, Diana y los hombres fueron forzados a empellones a caminar tras ella, en dirección del hotel. Dondequiera que la joven posara los ojos encontraba rostros escrutadores, albos sus iris con la luz de la luna y aquella otra, la que dimanaba de la habitación de Mann. Eran las suyas miradas graníticas y desalmadas que anhelaban verla sufrir. Si daba un tropezón o hacía algún movimiento involuntario, prefería no plantearse hasta dónde podían llegar. Y lo peor era que les conocía a todos; algunos habían frecuentado su aula para hablarle de sus hijos. Mas, tal como estaban ahora, habría sido un suicidio recordárselo.
La joven apartó la vista, centrándola en el hotel. Las irradiaciones de la alcoba eran tan cegadoras, que en un primer momento supuso equivocadamente que habían descorrido las cortinas. ¿Qué aspecto debía de tener ahora el ser que se agazapaba tras sus pliegues? ¿Qué era lo que no quería que viese el gentío? Si ella lograba, por un procedimiento u otro, que se traicionara a sí mismo... Pero ni siquiera sabía si a la plebe le quedaba ya capacidad de discernir; era obvio que nadie se cuestionaba las intenciones de la letal criatura. Estaba absorta observando la ventana, tratando nerviosamente de distinguir qué se movía detrás del cortinaje, cuando su guardián la zarandeó para hacerla parar enfrente del hotel, y se hallo encarada a Geraldine y Jeremy.
También a ellos les tenían prisioneros. Aunque Diana no vislumbró en sus cuerpos señales de violencia, habían sido reducidos a poco menos que nada y en sus ojos no brillaba otra luz que la lunar. Ambos, empero, intentaron comunicarse con ella, hasta que la señora Scragg se interfirió.
—Nada de chácharas —prohibió—. No permitáis ni siquiera que se miren entre sí. Ignoramos cómo se transmiten los mensajes los de su calaña.
Fueron, pues, separados y obligados a erguirse en hilera frente al hotel.
—Podríamos obligarles a que se arrodillen para enseñarles qué es el respeto —sugirió la colérica señora Scragg y, al circular entre la turba un runrún aprobatorio, Diana y los otros fueron puestos de rodillas sin mayor miramiento. La Scragg paseó ante ellos como si pasara revista en el patio del colegio, antes de girarse hacia el hotel y clamar con voz estridente—: Se los hemos traído, Godwin. Aquí tiene a todos los que estaban en su contra y mantenían viva la maldad en Moonwell. ¿Quiere escuchar su confesión?
La mujerona esperó, respirando entrecortadamente y con los brazos en jarras. Del hotel no llegó más que silencio. Tal vez las cortinas de la brillante ventana se agitaron un poco, pero eso fue todo. ¿O sonó, por encima de la plaza, un quedo gemir? Nadie pareció oírlo salvo Diana, y al tratar ésta de incorporarse para escuchar mejor la forzaron a volver a su postura, con una brutalidad que la conminaba de forma inequívoca a callar. La señora Scragg no dio muestras de haber oído nada, pese a que estaba atenta a una respuesta.
—Oremos por ellos —ordenó, ceñuda, a la muchedumbre— y cantemos un himno. Luego les oiremos confesar.
La Scragg capitaneó a la plebe en una plegaria para que los pecadores vieran el error de sus conductas y, más siniestramente, para que realizaran un acto de contrición mientras quedara todavía tiempo. Cuando la multitud empezó a cantar «Más cerca de ti, Señor mi Dios», Diana cerró los ojos, ansiosa de recuperar sus visiones o, al menos, de recibir alguna inspiración sobre lo que podía hacer ahora. Era presumible que Delbert se hallase entre la turba, y sabía que abrigaba sus sospechas, mas ¿de qué iban a servirle? No se mostrarían más predispuestos a escucharle a él que a la joven misma. Inhaló esta última despacio y hondamente, en una intentona de desentenderse de los insufribles calambres que fustigaban sus agarrotadas piernas, mas el sosiego estaba ahora inaccesible. La mortal luz atravesaba la piel de sus párpados, el himno atronaba sus tímpanos con una advertencia. Expira tu tiempo, le decía, ponte en paz contigo misma o será demasiado tarde. De súbito se interrumpió la letanía, dejando unas pocas voces discordantes hasta que también ellas se apagaron. Diana constató que toda la concurrencia tenía la mirada puesta en el hotel.
Tuvo que hacer un esfuerzo para abrir los ojos, sobre todo después de que una mujer empezara a lanzar berridos. La visión en casa de los Scragg había sido ya más que pavorosa, y además era mucho lo que había ocurrido desde entonces, tanto que la joven temía no poder afrontar la apariencia que hubiera adoptado el evangelista. Oyó entonces las palabras de la chillona mujer, palabras casi incoherentes, y dedujo que era June. Levantó enseguida los párpados, y vio hacia donde miraban todos: no era a la ventana de Mann, sino al tejado. A horcajadas en el caballete, aferrado a él con las dos manos, estaba Andrew Bevan.
Aquella cubierta era endiabladamente empinada. Al claro de luna, la lisa pizarra era como de hielo. Andrew estaba encaramado por encima del hueco entre dos ventanas de gablete; si se soltaba, nada había que pudiera impedir su caída: acaso el canalón. Se le veía diminuto, torpe en su precaria sujeción y aterrorizado. «Haced lo que queráis —aleccionó Diana, muda, a todos los miembros de la muchedumbre mientras luchaba inútilmente para ponerse en pie—, pero procurad que mantenga el equilibrio.» En aquel instante June echó a correr, bramando el nombre de su hijo, reculando con el cuello torcido al perderle de vista bajo los salientes.
—¡Dios nos asista, tú también no! —era lo que gritaba.
Al alejarse la madre de su vista, Andrew adelantó el cuerpo, buscándola. Se resbaló y la losa de pizarra en la que había patinado se desprendió, bajó dando tumbos por el tejado y rebotó en la canal. La gente chilló al bracear el chico para aguantarse derecho, si bien pronto pudo agarrarse de nuevo al caballete y se aupó a la posición anterior.
—¿Mamá, estás ahí? —lloriqueó—. Me persigue el demonio de la cueva.
Diana no pudo reprimirse más.
—Andrew, soy la señorita Kramer —le invocó tan fuerte y claro como le fue posible—. Sujétate bien, no te abandones. Te bajaremos y podrás contárnoslo todo. Por ahora, piensa sólo en resistir. Mira tus manos, no el suelo.
«Y no pienses, especialmente —añadió en su fuero interno—, en quién te ha hostigado hasta ponerte en esa situación.» No soportaba imaginar el enfrentamiento entre el chaval y el ente del hotel. Ahogó una exclamación de dolor, pues su vigilante la había violentado una vez más para que se agachara obedeciendo a una mueca de June, que tenía la faz desfigurada por una animadversión inenarrable.
La Bevan retrocedió unas zancadas al ver sometida a Diana, y señaló a Andrew con un índice oscilante.
—Quédate ahí donde tú mismo te has colocado —rugió—. No te atrevas a moverte. Alguien vendrá con una escalera para rescatarte y traerte a mi presencia, y entonces veremos qué justificación me das, si no hubieran recaído ya sobre mí bastantes penalidades, ¡que Dios me ayude! —Su voz había perdido ya intensidad al girarse e imprecar con desabrimiento a los de la plaza—: ¿Quién ha ido a por la escalera? ¿Por qué tardan tanto? Dulce Jesús mío, ¿qué está haciendo ahora?
June se refería a Andrew. Los suspiros e interjecciones contenidos de la multitud la habían llevado a volcar de nuevo su interés en el tejado. El chico gateaba sobre el inclinado reborde, lanzando continuas ojeadas a la abertura por la que debía de haber trepado hasta la cubierta. Esta abertura no podía apreciarse desde la plaza, pues se hallaba al otro lado, pero la monstruosidad que emergía a través de ella era bien visible.
Las manos que atenazaban los brazos de Diana se aflojaron, y la joven se irguió dolorida. Antes de que atinara a llamar al pequeño e incluso a decidir qué iba a decirle, él se retrajo frente a quienquiera que le asediara en la mitad invisible del tejado. Extendió ambas manos como parapeto y trató de huir corriendo sobre la pizarra. En el primer paso pisó en falso, cayó sobre las láminas, tan a plomo que las quebró, y bajó rodando por la casi vertical pendiente.
Diana creyó que el desagüe le salvaría.
—¡Agárrate al canalón! —le indicó y, cojeando, recorrió unos metros para estar debajo si se descolgaba.
Tomó conciencia de varias cuestiones simultáneamente: tenía las piernas tan entumecidas que no llegaría a tiempo; los otros cautivos eran retenidos con más crueldad que antes en previsión de que se escaparan como ella lo había hecho; los dedos de Andrew habían fallado en la canal, y su infantil cuerpo se precipitaba ante el frontis del hotel.
—¡Que alguien le recoja! —exclamó.
Las docenas de personas que se hallaban en la vecindad inmediata al hotel parecían haberse quedado paralizadas. Lo único que hicieron, al estrellarse Andrew contra el empedrado con un golpe blando pero decisivo, fue dar un salto atrás.
June fue la primera en reaccionar, pero no llegó muy lejos. Se quejó de tal manera que no hay palabras para definir su angustia. Anduvo haciendo eses hacia su hijo y sufrió un vahído. El gentío se volvió contra Diana, como si ella fuera la responsable de que el pequeño se hubiera soltado del caballete. De todas formas, nadie estaba preparado para dar rienda suelta al salvajismo que se palpaba en el ambiente igual que una tempestad y, mientras avanzaba renqueando, la joven se dijo que bien podían permitirle acudir junto a Andrew, acompañarle en su postrer suspiro, de igual modo que la señorita Ingham acunaba su descalabrada cabeza. Entonces los niños se movieron a fin de oponerle un cordón humano, se movieron como si obedecieran a una orden que nadie había dado.
Lo que obligó a Diana a detenerse no fue su aunado movimiento, sino sus rostros. Quizá la muerta luminosidad exacerbaba sus fisonomías, pero los vio envejecidos, marchitos, como una sucesión de caras añejas y crueles, aliadas entre sí por la aversión. Se diría que les había invadido el mezquino espíritu de la señora Scragg, algo que a la joven americana siempre le preocupó cuando enseñaba en la escuela. Mas no fue la señora Scragg quien les puso en su camino, fue la criatura que había venido a Moonwell. ¿Por qué ese empeño en tenerla alejada de Andrew hasta que muriera? ¿Qué podía hacer ella que espantase a su adversario?
Vio un revoloteo de cortinas en la relumbrante ventana, y se asomó el semblante de Mann. Estaba demasiado inmerso en su halo de centelleos para delimitar rasgos o expresiones, dejando ya aparte la configuración actual del cuerpo al que estaba ligada aquella cabeza. Espiaba a Diana para verificar que no había hecho aquello de lo que era capaz, pero, ¡Dios del cielo! ¿qué recursos le quedaban?
Los niños habían rodeado a Andrew y a la señorita Ingham. Para acceder hasta el chico la joven tendría que pelear con ellos, y algunos resultarían heridos antes de que pudiera abrirse camino. Alguien la sujetó por detrás para asegurarse de que no lo intentara, le retorció nuevamente los brazos, hundió una huesuda rótula en su espalda y la obligó a arrodillarse. En aquel preciso momento, Diana comprendió que no importaba.
La comprensión la remitió al núcleo de sus visiones, a participar en el nacimiento de las estrellas, en el florecer de su propia entidad. Tal vez aquello la había hecho madurar para lo de ahora. La conciencia arraigó tan hondo en ella que no pudo darle forma, tan sólo seguirla allí donde la guiase. Acaso instigaría a Nick o a otros en su contra, eso lo sabía, pero carecía de importancia. Volvió la cabeza, hacia la rutilante faz de la ventana y habló con voz serena, meridiana, a la vez que Andrew exhalaba un último estertor.
—No puedes tenerle —sentenció, y se puso a cantar.
67
Hubo unos instantes en que Diana tuvo constancia de que lo que iba a hacer tanto podía ser un comienzo como un final, que estaba eligiendo para el resto de su vida sin saber cuáles eran sus alternativas. Lo que sí sabía, de un modo intuitivo, era que podía robarle a Andrew al ser de la luna, y eso no era una opción entre varias, era mucho más: salvo que obedeciera al instinto que aquella luz original había alertado en ella, no sólo condenaría al niño a horrores perpetuos, sino que traicionaría todo lo que siempre consideró bajo el nombre de vida.
Empezó a cantar antes de proponérselo, e ignoraba qué era lo que entonaba. Aquel instinto suyo era más antiguo que las palabras. Nunca poseyó una voz dotada para el canto, ni cuando dirigía los ensayos de sus alumnos en clase, y ahora apenas se oía a sí misma. Quizá eso significaba que la multitud no repararía en que estaba cantando, por lo menos no la encontraría lo bastante impertinente como para silenciarla. Si sospechaba por qué lo hacía, la despedazaría. Estaba solicitando que la muerte de Andrew fuese aceptada como un sacrificio.
La joven elevó los ojos y miró más allá de la luna. El cielo parecía más negro que nunca, excepción hecha de los puntos donde lo blanqueaban el astro y los brillos de Moonwell. Sin duda carecía de importancia el que su voz fuera débil; ningún sonido humano tenía la fuerza necesaria para cruzar aquella inmensa vastedad. No era ése el tipo de fuerza que aquí prevalecería. Lo único que quería era una señal, una contestación insinuada para mitigar el angustioso anhelo del sol que su cántico había puesto de relieve, y que ella había refrenado durante días porque no existía otro medio de acostumbrarse a lo que había pasado en Moonwell. Sintió su cantar como una llama moribunda, pero que incendiaba todo su organismo. Su cuerpo entero era similar a una gran llaga, y el cántico la llamada de socorro para su curación. Casi no había iniciado su canción y no era ya consciente de nada que no fuera la luna, silueteada intacta en el negruzco cielo, sonriente igual que una máscara arrancada de un rostro humano y montada sobre una negrura que temblaba con la vehemencia de su petición.
La rasposa voz de la señora Scragg vibró en los tímpanos de Diana.
—¿Qué es eso que aúlla? ¿Una especie de ensalmo de bruja? Está vertiendo toda su inmundicia sobre el pobre muerto. ¡Hacedla callar! ¡Que calle para siempre!
La cautiva apartó la mirada del cielo. Una punzante blancura llenó sus ojos, y acto seguido vio a la señora Scragg acechándola, exhibiendo sus puños. También la plebe la acosaba, contenta de tener una víctima que expiase su dolor por la muerte de Andrew, sus miedos, su sentido de indefensión. Incluso los niños de caras comprimidas y avejentadas avanzaban hacia ella, sin un amago de pesar en sus ojos, sin un vestigio de recuerdo de la relación que les unió en un pasado no tan tremendo. Diana meditó que debía de estar amenazando muy gravemente al ser de la luna, o no estaría tan deseoso de hacerla callar. El sufrimiento de su cuerpo, de su ser interior, tonificaba su canto, lo expulsaba de sus entrañas, y trató de proseguir en voz muy baja, para ganar unos segundos más, repitiéndose que el volumen de las notas era secundario. Una astilla de madera abrió un corte en su frente.
Así pues, habían comenzado a tirarle objetos. La iban a lapidar como bruja. La sangre fluyó por el borde de su mejilla y le empapó el cuello de la blusa. Se preguntó, aturdida, quién habría arrojado el madero, esperando que no hubieran sido los chiquillos, aunque partió de su sector. Se preguntó también por qué la señora Scragg parecía estar apabullada, cuando era indudable que la juzgaba merecedora del castigo y ella misma lo había fomentado. Se apercibió entonces de que la mujer examinaba el hotel, el sitio exacto de donde salió el proyectil.
Después de todo, no fue un lanzamiento deliberado. Lo que la lastimó era un trozo del armazón de la ventana de Mann. La cara del predicador se hallaba pegada al cristal, aplastada contra él de manera tan violenta que el vidrio se combaba hacia fuera, como si el del rostro no hubiera tenido tiempo de levantar la guillotina o no hubiera sabido hacerlo. Medio minuto más tarde explotó en pedazos, derramando madera y vidrios rotos por la plaza y entre los asistentes, y el ocupante de la alcoba de Godwin Mann se escurrió al exterior a través de lo que fuera el marco.
Aparecieron primero la cabeza y las manos. Aquélla era más una excrescencia o una blanquecina masa de intestinos que una cabeza, casi informe, de no ser por la burlesca faz de Mann que, como una gárgola, se proyectaba hacia la gente. Las manos, con sus dedos desproporcionadamente largos, doblaban el tamaño de la cabeza. Afianzaron los cantos del aserrado agujero dejado por la ventana, a la vez que otros dos apéndices se deslizaban a la vista de todos, asiéndose al alféizar. Entre los cuatro impulsaron el cuerpo abotargado y destellante, un cuerpo que colgaba tras ellos como el de una araña —la abertura a duras penas le permitió pasar condensando su carne invertebrada—, y Descendió sobre sus flacuchas y desiguales extremidades por la fachada frontal del hotel.
La multitud emitió un unánime alarido y huyó hacia los extremos de la plaza, arrimándose a las paredes. Los padres daban alguna que otra carrera para recoger y arrastrar a sus hijos, que de pronto quedaron aturdidos, perdidos, como correspondía a su edad. El hombre que retenía a Diana trató de empujarla fuera de la senda del ser, pero, al verla decidida a seguir allí plantada, la soltó y se distanció a trompicones del hotel.
Cuando aquel ser sin sombra llegó a la base de la pared pareció perder parcialmente su forma, antes de volver a recomponerse de un modo más horrible que nunca, sin que coincidiera la longitud ni aun de dos de sus miembros. Se giró y fue hacia Andrew, con el inflamado bulbo de su cuerpo balanceándose de un lado a otro. Husmeó su cabeza, igual que la de un ofidio, el cadáver del chico, sosteniendo oblicuo el rostro rígidamente risueño de Mann en el infecto amasijo.
Diana se percató de que no podía tocar a Andrew. Ésa era ya una conquista. La joven alzó su voz en un canto tan solitario, tan desesperado como debió de serlo la primera voz humana que retumbó en la noche primigenia de la humanidad. La tumefacta y reptante figura rodeó al niño y se encaró con ella.
Sabía muy bien que podía destrozarla. Podía desgajarle la cabeza del tronco. Nick y Eustace vinieron corriendo a flanquearla, mas lo único que lograban con ello, pensó Diana con una distante pena, era invitarles al mismo destino. La mujer eludió los ojos minúsculos que la escrutaban desde las socavadas cuencas de la cara de Mann, y se concentró en el cielo para articular su postrera súplica. Tragó aire y dejó que la invocación brotase mezclada al mismo hálito, en un cántico, ahora, más enardecido. Matizaban la pizarra del tejado unas inapreciables pinceladas de luz anaranjada.
El ser no había bajado tan sólo para reclamar, si podía, a Andrew. Escapaba de la amenaza del sol, que brillaba en todas las ventanas del piso tercero. ¿O quizá Diana no veía sino aquello que ansiaba? En cualquier caso, la visión despertó a su cuerpo de su sumiso estupor. Unos segundos después estaba danzando, olvidada la criatura que alargaba su parodia de rostro hacia el suyo. Danzaba sin mover los pies, meciendo el cuerpo igual que una llama, aquella llama suya que crecía palpablemente en dirección al cielo, azuzada por su voluntad. Tenía las manos juntas en un gesto de plegaria, y por un instante creyó notar como un aleteo de mariposas entre ellas. Las abrió vueltas hacia la bóveda del cielo ofrendando lo que contenían, y cantó con pasión, inconsciente de quién era o dónde estaba. No había sobre ella sino el cielo atezado. Ni siquiera a la luna era sensible.
Entonces, el negro cielo ardió en un incendio llameante.
Era el sol, pero su amanecer no guardaba similitud con ninguno de los que la mujer había visto jamás. La luz dorada rasgó la negrura en dos mitades para inundar el cielo como llamas sobre aceite, aclarándolo al proclamar su supremacía, desterrando a la luna. Todo aquello admiró Diana en los escasos instantes que mediaron antes de que sus ojos comenzaran a abrasarse.
—¡No miréis al sol, proteged vuestra vista! —previno a los presentes a voz en grito, y se cubrió la suya con ambas manos.
Pese a esta defensa los esplendorosos rayos solares traspasaron su carne, y su piel se tensó con el inesperado calor. Se decidió a mirar a través de los dedos y una rendija en sus párpados hasta tanto sus ojos pudieron resistirlo, lo que parecía una aberración en la plaza.
La luz diurna había colmado el lugar, y hasta las sombras que delineaba fueron bien recibidas. El sol se hallaba suspendido sobre los páramos como un deslumbrante disco de cristal. El ser inflado estaba achaparrado en el suelo, y la cabeza con el semblante de Mann inspeccionaba la plaza en busca de refugio, estirando en todas direcciones su cuerpo agusanado. Diana reparó en donde podía camuflarse de los rayos directos, y como una exhalación corrió, esquivándolo, hacia la escalera de entrada al hotel.
—Cerrado el paso —afirmó al volverse la criatura para enfrentársele.
Las radiaciones debían de estar debilitando sus fuerzas, y acaso la joven guardaba algo del poder del sol. De todas maneras, sabía que, si se empeñaba en atropellarla para pasar, poco le quedaría de vida una vez lo hubiera hecho. No restaba sino confiar en que la muchedumbre la emprendería contra la cosa y no contra ella. Pero, al parecer, aquellas personas que tenían los ojos abiertos eran incapaces de sustraerse al sol. La mayoría rezaban desgarradoramente; alguien trataba de iniciar un himno. Sólo Nick fue a auxiliarla, frotándose los párpados.
El ser imbricado con Mann arremetió contra Diana, que reculó por la escalera hasta apoyarse en las puertas del hotel y cerrar las manos en torno al picaporte. El ser se aprestó al ataque, perdiendo de nuevo sus contornos y encabritándose como un gigante de brazos tentaculares, con su cabeza repulsiva y pequeña sobre el larguirucho e inestable cuello y el rostro de Mann aún sonriente. Mas, de pronto, se posó a cuatro patas, tiznando su cuerpo el calentado asfalto, se giró y partió de la plaza entre vaivenes serpenteantes e irregulares.
La joven tenía que ver dónde iba. Cuando se lanzó a perseguirle, Nick la secundó. Al pasar cerca de los Booth, Geraldine pareció superar su ensimismamiento: dio un vistazo general, pestañeando, y tiró del brazo de Jeremy.
—Los niños —dijo—. Sus ojos resultarán dañados.
Los niños tenían los rostros ocultos en las ropas de sus respectivos padres, que continuaban alineados contra la pared de los edificios de la plaza. No obstante, Jeremy estuvo de acuerdo con su mujer.
—Pase lo que pase, no miréis al sol —dio instrucciones a la comunidad—. Cobijemos a los pequeños en el hotel para dar a sus ojos la oportunidad de acostumbrarse a la luz.
Diana dudó, temerosa por él. ¿De veras esperaba que la multitud siguiera sus indicaciones apenas unos minutos después de que le utilizaran como cabeza de turco? Pero la gente casi no se daba cuenta de su identidad, y además necesitaba clara y perentoriamente unas directrices después de todo lo acaecido. Quienes podían ver se encaminaron agradecidos hacia el hotel, mientras Geraldine y Jeremy ayudaban a los que, ciegos, andaban desorientados. La señora Scragg, reclinada en su esposo, pedía entre sollozos:
—Dulce Señor Jesús, devuélveme la vista. Hay aquí muchos que dependen de mí.
Cuando dos hombres prestaron ayuda a June para conducirla donde los otros, y Eustace elevó amorosamente el cuerpo de Andrew, Diana y Nick abandonaron la plaza.
Se diría que las calles, las casas y el cielo habían sido recreados por el sol, cada uno de ellos erigiéndose en un milagro independiente. La criatura amorfa no se dejaba ver, pero Diana sabía adonde encontrarla. Al internarse junto a Nick por la calle más próxima que empalmaba con la vereda del páramo, divisaron a su enemigo escalando por la vía más corta de la ladera. Sus patas se despellejaban bajo el astro del día, su cuerpo se agostaba como si su inmensa ancianidad se cobrase una vieja deuda. Mas todavía podía escarabajear sobre la roca y, en el momento en que Diana y el periodista coronaron el sendero, ahora anegado en claridad, se hallaba a medio camino de la cueva. Nick hizo una pausa para tomar aliento, y aferró el hombro de Diana.
—¿Podemos matarle? —preguntó entre jadeos.
—La luz del sol se encargará de eso, Nick.
De cualquier modo, al oír tal consulta la mujer deseó haberse provisto de un arma. Mientras corría por el socarrado páramo, en pos de la estela que el marchito cuerpo dejaba tras de sí, dio una rápida mirada en su derredor: una rama gruesa serviría... Pero el árbol más cercano estaba lejísimos. Las descarnadas patas habían acarreado ya al fluctuante ser hasta el borde de la cuenca de piedra que circundaba el foso. Diana aligeró el paso.
Estuvo en un tris de tropezar contra una roca que había en la linde de la senda, casi tan grande como su torso. Nick pensó al verla que podía ser lo que precisaban. Se aplicaron con ahínco a desenterrarla y la levantaron del suelo, resentidos sus brazos por el esfuerzo, magulladas ya y entumecidas sus manos. Transportándola entre ambos, treparon aprisa aunque torpemente la cuesta de la cuenca, concertándose el peso del pedrusco y la urgencia que el ser de la luna no se hubiera escabullido ya en su guarida, y se hallara a su alcance. No intuyó que podía haberse detenido para esperarles hasta que la cara de Mann, con sus hundidos ojos, surgió tras el borde sobre su serpentino cuello, y las colosales y desparejadas manos se extendieron hacia ellos.
El peso de la roca les contuvo indefensos entre los dos tentáculos, y Diana notó cómo la piedra resbalaba de sus manos y de las de Nick. Meditó desconsoladamente que habían fracasado. Tras tanto esfuerzo iban a ser los últimos sacrificados de la criatura lunar, las almas con las que ésta se sepultaría en su cubil. Pero entonces la roca cayó en el rostro vuelto hacia arriba de su rival, congelado en aquella horripilante sonrisa, y le machacó la cabeza.
Nick arrojó a su amiga a un lado y saltó él mismo de en medio al empezar las monumentales y deformadas manos a sacudirse en espasmos de agonía. Los dedos tantearon los sitios donde antes estaba la pareja, la buscaron ciegamente, hasta que se desplazaron para pulsar la piedra. Aunque el ser flaqueaba, aún pudo alzar su cuerpo entre convulsiones, tratando de tirarse hacia atrás. Diana tuvo la horrible noción de que se dejaría la cabeza debajo de la roca, que su cuerpo decapitado intentaría darles caza en el páramo. El ser intentó un último levantamiento con todas sus extremidades y extrajo su cabeza, aplastada y supurante, de la pétrea prisión.
No restaba mucho de los rasgos del predicador, y nada que fuera remotamente humano. Tal era su apariencia, que los dos se hicieron cruces de que pudiera moverse; pero se dirigió con andar tambaleante al pozo, meneando su ciega y arruinada cabeza a modo de despedida. Nick se adelantó hacia la roca para probar un segundo intento, y Diana fue tras él, aunque no veía cómo iba a beneficiarles. Al atenazar el pedrusco, la criatura tomó posiciones en la boca de la cueva, repleto de contusiones su consumido y purulento cuerpo. Se sujetó al borde con una mano ajada y plana, y se dejó caer.
No deberían haber consentido que llegase al foso. Deberían haberle atrapado bajo el sol, pero ahora era inútil decirlo. Diana fue, con precaución, hasta la cavidad. No captó ningún movimiento en su hondura, ni ruido tampoco; mas, al agazaparse y escudriñar la oscuridad, algo voló hacia la superficie.
Fue como un torbellino de júbilo, de liberación. La joven no pudo percibirlo de una manera más específica, salvo en que por un breve lapso de tiempo tuvo evocaciones de Craig y Vera, de Brian Bevan, del padre O'Connell. Sonreían pacíficamente, al igual que el aluvión de otras caras que vislumbró en un segundo tiempo.
—Son libres —se dijo a sí misma.
La luz del sol había triunfado, al menos, en eso. Sin embargo, tuvo asimismo una lejana percepción de actividad, de que algo vetusto y pútrido se sumía en la tiniebla tan abajo como podía. Desembarazó su mente volcándola en el resucitado paisaje, en las laderas de brezo y de hierba que rebosaban todavía más verdor que en primavera, en el acompasado vaivén de los árboles, las agrietadas tapias de mampostería que relucían bajo un cielo lustroso y frágil. Enlazó su mano con la de Nick y le observó para ver por qué, de repente, estaba tan vacilante. El reportero estudiaba el paraje atónito, como si no lo reconociera. La joven se sintió inmediatamente sola y melancólica.
—¡Oh, Nick! —dijo—. Sé lo que pasará ahora.
Al año siguiente
68
Nick estuvo a punto de pasar de largo de la carretera vecinal. Frenó después de leer el rótulo en el espejo retrovisor, y tuvo que aguardar que la carretera principal se despejara de los veloces vehículos que transitaban en ambas direcciones. Dio media vuelta, con los ojos entreabiertos al penetrar en ellos los rayos solares, y maniobró para entrar en la desviación. La población, según el mapa, no estaba lejos; tomaría un tentempié, eso le bastaría.
Unas colinas de piedra caliza se elevaban a ambos lados del asfalto, dándole una glacial acogida. Los helechos que revestían el terreno cedieron su puesto a los árboles, robles en su mayor parte, que repelían el calor de aquel día de principios de julio. Pasado el bosque, el periodista subió por un repecho desde donde se divisaba el pueblo. Detuvo el coche para gozar del paisaje.
Los bancales también calizos donde se asentaba la localidad formaban un anfiteatro para el más verdeante campo de su valle, un campo de deportes. Sobre las terrazas una calle que conducía a una carretera centelleante con las hileras de vehículos estacionados, comunicaba una capilla en el extremo más próximo del pueblo y una iglesia en el otro. Parecía sombrear todo aquello una forma gigantesca y multicolor como la naturaleza, un figura que se erguía encima de la población, en el despoblado altozano.
Debía de llevar allí desde el inicio del estío. Una luna diurna se dibujaba sobre ella, igual a una nube que hubiera dejado atrás el algodonoso cúmulo del horizonte. Las marcas de aquella luna eran tan azules como el cielo. Nick estuvo tanto rato contemplando al gigante floral, que él mismo se preguntó el porqué de su curiosidad; si no se espabilaba, llegaría tarde hasta para beber algo.
Reanudó la marcha bordeando los campos hasta el fondo de la hondonada, ascendiendo luego en el último tramo, y cuando aminoraba en acatamiento al disco que limitaba la velocidad vio otro poste junto a la carretera. «Por favor, conduzca despacio. Paso de ciegos», rezaba.
Cayó en la cuenta, sorprendido, de que lo había olvidado. Su periódico había informado de los acontecimientos, con más sensacionalismo y superficialidad de lo que a él le habría gustado. Un evangelista americano había revolucionado a los habitantes del pueblo en una suerte de histeria religiosa colectiva de tal calibre que docenas de personas se habían quedado ciegas por mirar al sol. El evangelista en cuestión debió de sucumbir también a la histeria, pues salió a vagabundear por los páramos y nunca regresó, precipitándose quizá en una galería minera abandonada. ¿No había, vinculada a ésta, una historia de perros? Sí, la localidad sufrió una carestía de alimentos y los hambrientos canes se lanzaron a las calles, matando a diversos lugareños, incluido un sacerdote cuyo cuerpo mutilado apareció más tarde en la iglesia. No era el lugar ideal para saborear tranquilamente una jarra de cerveza, y un bocadillo, pensó Nick, pero no había otro en varios kilómetros a la redonda. Esperaba que la exaltación de fe no hubiese ocasionado el cierre del bar local.
Una vez que rebasó la deshabitada capilla, con sus ventanas clavadas por maderas cruzadas y la enseña caída y llena de hierbajos, halló el pueblo bastante alegre. Si alguno de los transeúntes estaba ciego, no lo percibió al pasar. Paró en el paso de peatones para que cruzase un uniformado cartero. El hombre le echó un vistazo sin curiosidad, y casi dio un traspié contra el bordillo. Por un momento Nick se dijo que su cara le era vagamente familiar. Volvió a arrancar, circulando frente a una tienda de material de acampada y excursionismo, donde una mujer vestida de negro a pesar del caluroso día observaba la calle desde la puerta, y aparcó delante de El Soldado Manco.
Había numerosos ciegos sentados bajo las bajas vigas del mostrador público, asiendo cuidadosamente sus copas, gesticulando profusamente y sin mucha concreción, echando atrás las cabezas para reír con un desenfado que, por algún motivo, Nick encontró insólito. Pidió una jarra y el último bocadillo de queso, y estaba a medio beber su cerveza cuando advirtió que, además del camarero y él mismo, había otro vidente en el bar.
Estaba en una mesa del rincón, cerca de la barra. Era una mujer joven, de tez pálida, cara ovalada, ojos almendrados y verdosos y una larga cabellera morena. Al coincidir sus miradas, la chica le sonrió con una extraña nostalgia. El periodista comprendió que le había estado espiando desde que puso el pie en el establecimiento.
Podría haberse sentado con ella, y no haberse quedado solo, pero todos aquellos ciegos le azoraban; oirían cuanto dijese, aunque hablara discretamente. Apuró el líquido de su jarra, fue a dejarlo en la barra y, en el instante en que se giraba hacia la salida, la joven le preguntó:
—¿Qué le trae por aquí hoy?
—Voy de paso —respondió el periodista, especulando sobre si la mujer había puesto un énfasis especial en el «hoy» o se debía a su acento americano.
—¿Y qué le trae, a los Peaks? —insistió ella.
Se expresaba como una nativa, decía los Peaks y no Peak o el distrito de Peak.
—La carretera de Manchester —contestó Nick, y lo hizo con una voz irrazonablemente confidencial, sin saber a qué venía tanto secreto—. Soy un chico de la prensa. De hecho, subdirector de sección. Esta mañana he ido a Sheffield para hacer una entrevista.
—¡Ah! ¿No es usted reportero? —indagó la joven, en un tono para él indescifrable.
—No, ya no. ¿Y usted? Pertenecía al grupo que divulgó por aquí la doctrina evangelista, ¿no?
—No, esa gente se fue por donde había venido —dijo la mujer, sonriendo tan tristemente ante la pregunta que Nick tuvo un asomo de remordimiento—. Estaba aquí antes que ellos. Trabajo en la escuela.
—¿Es maestra?
—Sí, y ayudante del director desde que su esposa perdió la vista. —La desconocida añadió, tras un corto intervalo—: Soy también una vigilante.
—Sé a qué se refiere —aseveró el periodista, señalando con la barbilla a los bebedores invidentes, y al instante le asaltó la impresión de que se equivocaba del todo en su interpretación—. Deben de necesitar a personas como usted. Supongo que lo que les ocurrió fue una tremenda conmoción para ellos.
—Casi nadie se acuerda ni del desastre ni de lo que lo motivó —declaró ella, con un pesimismo que Nick halló inexplicable—. Han aprendido a desenvolverse en su propio pueblo, y siempre que requieren un guía nuestro cartero les echa una mano.
¿Quería que la entrevistase? ¿Era eso lo que insinuaba, lo que él no acababa de comprender? Pero, en el caso de que estuviera presto a hacerlo, su periódico había cubierto ya la noticia. Se sentía más incómodo que nunca. No debía entretenerse, pensó de mal humor, y se apartó de la barra.
—Bueno, adiós —se excusó, y agregó sin ninguna convicción—: No abandone la buena obra.
Durante todo el trayecto hasta la puerta de la calle Nick notó que ella le vigilaba. No comprendía cómo aquella mujer había podido afectarle tanto, pero le había contagiado su melancolía. Al agarrar el frío picaporte metálico le pasó por la mente la idea de volver atrás para preguntarle si se conocían de algo, pero abordarla así le pareció tan ridículo que lo que hizo fue salir presuroso del bar. Había reanudado el viaje y recorrido las afueras de la localidad, cuando recapacitó si realmente la había oído decirle: «Adiós, Nick».
Hizo un alto en el páramo y paseó su mirada sobre el pueblo. Tenía que haberlo imaginado, elaborando la fantasía de conocer a la joven profesora porque no lo había conseguido. Le desconcertó descubrir cuánto lo habría deseado. No tardaría en pasar nuevamente por aquellos contornos, aunque no estaba muy seguro de querer desviarse de la carretera nacional llegado el momento de escoger. El gigante manco compuesto de flores, ramas y granos se recortaba encima de una cueva que abría sus fauces en medio de una ladera aledaña a la villa, y Nick no atinaba a dilucidar cuál de aquellos elementos podía atraer más su retorno. Ya habría tiempo de pensarlo cuando volviese, si es que algún día volvía. Accionó la llave de contacto y se alejó a través del páramo desierto.
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