LA DAMA DE LAS SOMBRAS
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I. DETTA Y ODETTA
Despojado de la jerga, lo que Adler dijo fue esto: el esquizofrénico perfecto - si es que
tal persona existe - sería el hombre o la mujer que no sólo ignora su(s) otra(s)
personalidad(es), sino que ignora por completo que algo anda mal en su vida.
Adler debió haber conocido a Detta Walker y Odetta Holmes.
... Último pistolero - dijo Andrew.
Había estado hablando durante un rato bastante largo pero Andrew siempre
hablaba y por lo general Odetta sólo lo dejaba fluir sobre su mente del mismo modo e
que uno deja fluir el agua tibia sobre la cara y el pelo cuando se da una ducha... Pero
esto hizo más que despertar su atención: la atrapó con un gancho.
- ¿Perdón?
- Oh, sólo era una columna en el diario - aclaró Andrew. No sé quién la escribió. No
me fijé. Alguno de esos políticos. Probablemente usted lo conoce, s'ita Holmes. Yo lo
quería, y lloré la noche en que lo eligieron...
Ella sonrió, conmovida a su pesar. Andrew decía que su charloteo incesante era algo
que no podía contener; algo de lo que no era responsable, era su parte irlandesa que le
salía, y por lo general no era nada - sólo parloteos y chisporroteos acerca de parientes y
amigos a los que ella nunca conocería, opiniones políticas a medio cocinar, misteriosos
comentarios científicos cosechados de una cantidad de misteriosas fuentes (entre otras
cosas, Andrew era un firme creyente en los platos voladores, a los que llamaba omnis) -
, pero esto la conmovió porque también ella lloró la noche en que lo eligieron.
- Pero no lloré el día en que ese hijo de puta - perdone mi francés, s'ita Holmes -,
cuando ese hijo de puta de Oswald le pegó un tiro, y desde entonces no he llorado, y ya
ha pasado... ¿cuánto, dos meses?
"Tres meses y dos días", pensó ella.
- Algo por el estilo, supongo.
Andrew asintió.
- Entonces leí esta columna (pudo ser en The Daily News), ayer, acerca de cómo es
probable que Johnson haga las cosas bastante bien, pero que no va a ser lo mismo. El
tipo dijo que Estados Unidos vio el paso del último pistolero del mundo.
- No me parece en absoluto que John Kennedy haya sido eso - dijo Odetta, y si su
voz sonó algo más afilada de lo que Andrew estaba acostumbrado a oír (que debió de
ser así, porque a través del espejo retrovisor ella lo vio hacer un guiño perplejo, un
guiño que más parecía una mueca), fue porque ella también se sintió conmovida por
esto. Era absurdo, pero también era un hecho. Había algo en esa frase (Estados Unidos
vio pasar al último pistolero del mundo) que tocó un punto profundo de su mente. Feo,
era falso. John Kennedy había sido un pacificador, un villano de látigo tipo Billy el
Niño, que era más el estilo de Goldwater), pero por alguna razón le había puesto la
carne de gallina.
- Bueno, el tipo decía que no iba a haber escasez matones en el mundo - continuó
Andrew, mirando nerviosamente por el espejo retrovisor. Mencionó a Jack Ruby, por
ejemplo, y a Castro, y al tipo ese de Haití.
- Duvalier - dijo ella. Papá Doc.
- Sí, ése, y Diem...
- Los hermanos Diem están muertos.
- Bueno, él dijo que Jack Kennedy era diferente, eso es todo. Dijo que sacaría el
arma, pero sólo si alguien más débil necesitaba que lo hiciera, y sólo si no se podía
hacer otra cosa. Dijo que Kennedy era bastante sabio como para saber que a veces
hablar no hacía ningún bien. Dijo que Kennedy sabía que si salía espuma por la boca
había que matar.
Sus ojos seguían mirándola con aprensión.
- Además, es sólo una columna que leí.
Ahora la limosina se deslizaba por la Quinta Avenida se dirigía hacia la parte oeste
del Central Park, con el emblema de Cadillac al final del capó, cortando el aire helado
de febrero.
- Sí - dijo Odetta suavemente, y los ojos de Andrew se tranquilizaron un poco. Lo
comprendo. No estoy de acuerdo, pero lo comprendo.
"Eres una mentirosa", dijo una voz dentro de su mente. Era una voz que oía con
bastante frecuencia. Incluso le había puesto un nombre. Era la voz del Aguijón "Lo
comprendes perfectamente y estás completamente de acuerdo. Miéntele a Andrew, si
te parece necesario, pero por el amor de Dios, mujer, no te mientas a ti misma."
Parte de ella, sin embargo, protestaba horrorizada. En un mundo que se había
convertido en un polvorín nuclear, sobre el que ahora estaban sentadas cerca de mil
millones de personas, era un error - tal vez un error de proporciones suicidas - creer
que existía una diferencia entre buenos tiradores y malos tiradores. Había demasiadas
manos temblorosas que sostenían encendedores cerca de demasiados fusibles. Este no
era un mundo para pistoleros. Si alguna vez hubo un tiempo para ellos, ya había
pasado.
¿O no?
Ella cerró un momento los ojos y se masajeó las sienes. Sentía que estaba por tener
uno de sus dolores de cabeza. A veces sólo amenazaban, como una ominosa
concentración de rayos y relámpagos en una calurosa tarde de verano, y luego
volaban... como esas feas tormentas que se ciernen en el verano, que a veces
simplemente se deslizan en una u otra dirección para arrojar sus truenos y relámpagos
en alguna otra parte.
Creía, sin embargo, que esta vez la tormenta iba a ocurrir. Llegaría completa, con
truenos, relámpagos y granizo del tamaño de pelotas de golf.
Por la Quinta Avenida, las luces de la calle se veían muy brillantes.
- ¿Y cómo estuvo Oxford, s'ita Holmes? - preguntó Andrew tentativamente.
- Húmedo. Por mucho que estemos en febrero, había mucha humedad. - Hizo una
pausa; se decía a sí misma que no diría las palabras que le trepaban por la garganta
como la bilis: se las tragaría para que volvieran a bajar. Decir esas palabras sería de
una brutalidad innecesaria. Lo que había dicho Andrew acerca del último pistolero del
mundo sólo había sido un poco más del parloteo incesante del hombre. Pero encima de
todo lo demás resultó un poquitín demasiado, y de todas maneras salió lo que se había
propuesto no decir. Su voz sonó tan calma y decidida como siempre, supuso, pero no se
engañó: podía reconocer un exabrupto donde lo oía. El esclavo liberado vino muy
rápidamente, por supuesto; le habían avisado con antelación. Sin embargo nos
retuvieron todo el tiempo que pudieron, y yo resistí todo el tiempo que pude, pero
supongo que ésta la ganaron ellos porque terminé mojándome encima. - Vio los ojos de
Andrew parpadear otra vez consternados y quiso detenerse pero no pudo. Eso es lo que
quieren enseñarle a uno, ¿se da cuenta? En parte porque lo asustan, supongo, y una
persona asustada es posible que no vuelva a su precioso Sur a molestarlos otra vez.
Pero creo que la mayoría (incluso los tontos, y de ninguna manera son todos tontos)
saben que, hagan lo que hagan, al final el cambio se producir, así que aprovechan para
degradarlo a uno mientras pueden. Quieren enseñarle a uno que puede ser degradado.
Uno puede jurar ante Dios, Jesucristo y toda la compañía de santos que no se ensuciar,
no se ensuciar, no se ensuciar, pero si lo retienen el tiempo suficiente, por supuesto
uno se ensucia. La lección es que uno no es más que un animal en una jaula, nada más
que eso, nada mejor que eso. Sólo un animal en una jaula. Así que me mojé encima.
Aún puedo oler el orín seco y esa maldita celda de detención. Ellos creen que
descendemos de los monos, ya sabe. Y así es exactamente como huelo en este mismo
momento.
- Un mono.
Vio los ojos de Andrew por el espejo retrovisor y sintió pena por el aspecto que
tenían. En algunas ocasiones el orín no era lo único que uno no podía contener.
- Lo lamento, s'ita Holmes.
- No - dijo ella masajeándose las sienes otra vez. Soy yo quien lo lamenta. Han sido
tres días agotadores, Andrew.
- Se nota - asintió él con una voz escandalizada, como de vieja solterona, que la hizo
reír a su pesar. Pero la mayor parte de ella no reía. Pensó que sabía dónde se estaba
metiendo, que había calculado perfectamente hasta qué punto las cosas podían
ponerse mal. Estaba equivocada.
Tres días agotadores. Bueno, era una manera de decirlo. Otra manera podría ser
que esos tres días en Oxford, Mississippi, habían sido una corta temporada en el
infierno. Pero había cosas que uno no podía decir. Cosas que uno moriría antes de
decir... a menos que se lo convocara para testificarlas ante el Trono de Dios Padre
Milagroso, donde, ella suponía, hasta las verdades que causaban esas tormentas
infernales en esa extraña jalea gris que está entre las orejas (los científicos dicen que
esa jalea gris no tiene nervios, pero si eso no es un disparate y medio ella no sabía qué
era) debían ser admitidas.
- Lo único que quiero es llegar a casa y bañarme, bañarme, bañarme, y dormir,
dormir, dormir. Luego supongo que me sentiré perfecta como la lluvia.
- ¡Pero claro! ¡Así es como se va a sentir! - Andrew quería disculparse por algún
motivo, y esto era lo más que se podía acercar. Y más allá de esto no quiso arriesgarse
a seguir conversando. Así que anduvieron los dos en un silencio desacostumbrado
hasta el victoriano edificio gris que estaba en la esquina de la Quinta con Central Park
Sur, un muy exclusivo y victoriano edificio de apartamentos color gris, y eso la
convertía, suponía ella, en un castigo para el edificio, y sabía que en esos pisos había
gente que no le hablaría a menos que tuviera absoluta necesidad de hacerlo, y en
realidad no le importaba. Además, ella estaba por encima de ellos, y ellos sabían que
ella estaba por encima. En más de una ocasión se le había ocurrido que a algunos
debía mortificarles muchísimo saber que vivía una negra en el piso más alto de este
bello y venerable edificio, donde las únicas manos negras que en una época se
permitían calzaban guantes blancos o tal vez los finos guantes de cuero negro de un
chófer. Tenía la esperanza de que les mortificara muchísimo, y se recriminaba a sí
misma por su vileza, por no tener sentimientos cristianos, pero efectivamente lo
deseaba, había sido incapaz de detener el pis que se derramaba por la entrepierna de
su hermoso calzón de seda importada, y también parecía incapaz de detener esta otra
corriente de pis. No era cristiano, era vil y casi tan malo... no, era peor, al menos en lo
que concernía al Movimiento, era contraproducente. Iban a ganarse los derechos que
necesitaban ganar, y probablemente sería este año: Johnson, atento al legado que le
dejó el presidente asesinado (y esperando tal vez clavar otro clavo en el cajón de Barry
Goldwater) haría algo más que mirar por encima el Acta de los Derechos Humanos; si
fuera necesario promulgaría la ley a la fuerza. Así pues, era importante minimizar
heridas y cicatrices. Había más trabajo que hacer. El odio no ayudaría a hacer ese
trabajo. El odio, en realidad, estorbaría.
Pero a veces uno odiaba de todas maneras.
La ciudad de Oxford le había enseñado eso también.
Detta Walker no tenía absolutamente ningún interés en el Movimiento y vivía en
un lugar mucho más modesto, el desván de un cochambroso edificio de apartamentos
de Greenwich Village. Odetta no sabía nada acerca del desván y Detta no sabía nada
acerca del piso victoriano, y el único que sospechaba que algo no andaba del todo bien
era Andrew Feeny, el chófer. Había comenzado a trabajar para el padre de Odetta
cuando Odetta tenía catorce años y Detta Walker prácticamente no existía en
absoluto.
A veces Odetta desaparecía. Estas desapariciones podían ser una cuestión de horas
o días. El verano anterior había desaparecido por tres semanas, y cuando Andrew
estaba a punto de llamar a la policía Odetta lo llamó una noche a él y le pidió que
llevara el coche como a las diez de la mañana siguiente; le dijo que pensaba salir de
compras.
Le temblaban los labios al gritarle: "¡S'ita Holmes! ¿Dónde se había metido?" Pero
ya antes le había hecho esa pregunta y sólo había recibido en respuesta miradas
perplejas, miradas verdaderamente perplejas, estaba seguro.
- Aquí mismo - decía ella. Qué le pasa, Andrew, aquí mismo... usted me ha estado
llevando a dos o tres lugares por día, ¿no? No estará un poco confundido de la cabeza,
¿verdad, Andrew?
Entonces se echaba a reír, y en el caso de sentirse especialmente bien (como a
menudo parecía sentirse después de sus desapariciones) le daba un pellizco en la
mejilla.
- Muy bien, s'ita Holmes - había dicho él. A las diez.
Esa vez espantosa en que ella desapareció durante tres semanas, Andrew colgó el
teléfono, cerró los ojos y elevó una rápida plegaria a la Santa Virgen por el regreso a
salvo de la s'ita Holmes. Luego llamó a Howard, el portero de su edificio.
- ¿A qué hora llegó?
- Hará unos veinte minutos, nada más - dijo Howard.
- ¿Quién la trajo?
- No sé. Ya sabes cómo es. Cada vez es un coche diferente. A veces estacionan a la
vuelta de la esquina y no los veo para nada, ni siquiera sé que está de vuelta hasta que
oigo el timbre y miro y veo que es ella. - Howard hizo una pausa y luego agregó - :
Tiene un terrible moretón en una mejilla.
Howard había tenido razón. Seguramente había sido un terrible moretón, y ahora
estaba mejorando. La s'ita Holmes apareció puntualmente a las diez de la mañana
siguiente con un soleado vestido de seda con rayas del espesor de los espaguetis (esto
era a finales de julio), y para entonces el moretón comenzaba a amarillear. Apenas
había hecho un somero esfuerzo por cubrirlo con maquillaje, como si supiera que un
esfuerzo mucho mayor para disimularlo sólo conseguiría atraer más la atención sobre
él.
- ¿Cómo se hizo eso, s'ita Holmes? - le preguntó.
Ella se echó a reír alegremente.
- Usted me conoce, Andrew... más torpe que nunca. Me resbaló la mano del asidero
cuando estaba saliendo ayer de la bañera. Tenía prisa porque no quería perderme el
noticiero nacional. Me caí y me golpeé el costado de la cara. - Odetta calibró la cara de
él. Ahora va a comenzar a torturarme con doctores y exámenes, ¿verdad? No se
moleste en contestarme: después de todos estos años puedo leerlo como un libro
abierto. No pienso ir, así que no se moleste en pedírmelo. Estoy perfectamente bien.
¡En marcha, Andrew! Me propongo comprar medio Saks', todo Gimbels, y entre uno y
otro comerme todo en el Four Seasons.
- Sí, s'ita Holmes - contestó él, y sonrió. Fue una sonrisa forzada, y forzarla no había
sido fácil. Esa magulladura no tenía un día de antigüedad; tenía una semana, por lo
menos... y de todas maneras, él sabía que las cosas no habían sido así. Durante la
semana anterior él la había llamado todas las tardes a las siete, porque si había un
momento en que se podía pescar a la s'ita Holmes en casa era cuando daban el
programa de Huntley-Brinkley. Una adicta regular de sus noticias era la s'ita Holmes.
Lo había hecho todas las noches, es decir, excepto la noche anterior. Se fue hasta allá y
engatusó a Howard para que le diera la llave maestra. Tenía la convicción creciente de
que ella había tenido precisamente el tipo de accidente que describió... sólo que en
lugar de hacerse un moretón o romperse un hueso pudo haber muerto, muerto sola, y
ahora mismo podía yacer muerta ahí. Entró en la casa, el corazón le latía con fuerza,
se sentía como un gato en una habitación oscura cruzada por las cuerdas de un piano.
Sólo que no había nada que justificara los nervios. Sobre la mesa de la cocina había
una mantequera y, a pesar de que estaba tapada, había estado ahí el tiempo suficiente
como para que le creciera una buena capa de moho. Había llegado ahí a las siete y diez
y se fue cinco minutos más tarde. En el curso de su rápido examen por el
departamento había mirado en el baño. La bañera estaba seca, las toallas dispuestas
prolija, casi austeramente, las numerosas agarraderas de la habitación lustradas
hasta obtener un luminoso brillo acerado sin manchas de agua.
Él sabía que el accidente descrito por ella no había sucedido.
Pero Andrew no creía tampoco que ella estuviera mintiendo. Ella creía lo que le
había contado.
Volvió a mirarla por el espejo retrovisor y vio que se masajeaba ligeramente las
sienes con las puntas de los dedos. No le gustaba. La había visto hacer eso muchas
veces antes de sus desapariciones.
Andrew dejó el motor en marcha para que ella pudiera seguir disfrutando de la
calefacción y fue hasta el baúl. Miró sus dos maletas con otra mueca. Por su aspecto
parecía que hombres petulantes de mentes pequeñas y cuerpos grandes las hubieran
pateado despiadadamente por todas partes, y las habían dañado de un modo en que no
se atrevieron a dañar a la s'ita Holmes en persona... la forma en que lo habrían dañado
a él, por ejemplo, de haber estado ahí. No era sólo el hecho de que fuera una mujer; era
una puerca negra, una presumida negra del norte, que iba a armar follón adonde nadie
la había llamado, y los tipos probablemente pensaron que se merecía la que le dieron.
El asunto es que además era una negra rica. El asunto es que para el público de
Estados Unidos ella era casi tan famosa como Medgar Evers o Martin Luther King. El
asunto es que su rica cara negra había salido en la tapa de la revista Time y que
entonces era un poco más difícil meterse con alguien así y luego decir: "¿Qué? No,
señor jefe, claro que no vimos a nadie así por aquí, ¿verdad, muchachos?" El asunto es
que era más difícil disponerse a lastimar a una mujer que era la única heredera de las
Industrias Dentales Holmes si había doce fábricas Holmes en el soleado Sur, una de
ellas justo en el municipio vecino de la ciudad de Oxford.
Así que le hicieron a las maletas lo que no se atrevieron a hacerle a ella.
Miró esas mudas indicaciones de su estancia en la ciudad de Oxford con vergüenza,
furia y amor, emociones tan mudas como las cicatrices del equipaje que había partido
con aspecto elegante para regresar pateado y vencido. Miró, temporalmente incapaz de
moverse, y lanzó una bocanada de aliento al aire helado. Howard había salido y se
acercaba para ayudar, pero Andrew todavía esperó un momento más antes de tomar
las asas de las maletas. "¿Quién es usted, s'ita Holmes? ¿Quién es usted en realidad?
¿Adónde va a veces, y qué hace, tan malo como para que deba inventar historias falsas
de lo que hace en esas horas o días que falta, incluso para usted misma?" Y un
momento antes de que llegara Howard pensó algo más, algo extrañamente apropiado:
"¿Dónde está el resto de usted?"
"¿Quieres dejar de pensar así? Si alguien por aquí va a pensar cosas de ese tipo será
la s'ita Holmes, pero ella no lo piensa, y entonces tú tampoco tienes que pensarlo."
Andrew sacó las maletas del baúl y se las tendió a Howard, quien preguntó en voz
baja:
- ¿Ella está bien?
- Creo que sí - respondió Andrew, en voz baja también. Sólo un poco cansada.
Cansada hasta la médula.
Howard asintió, asió las maltratadas maletas y se encaminó hacia adentro. Sólo se
detuvo el tiempo suficiente para tocarse la gorra con el dedo en un suave y respetuoso
saludo a Odetta Holmes, quien permanecía casi invisible detrás de los vidrios
polarizados de las ventanas.
Cuando se hubo ido, Andrew sacó el aparato de acero inoxidable que estaba
derrumbado en el fondo del baúl y comenzó a desplegarlo. Era una silla de ruedas.
Desde el 19 de agosto de 1959, unos cinco años y me dio antes, la parte de Odetta
Holmes, que iba desde las rodillas hacia abajo, había desaparecido lo mismo que esas
horas y días en blanco.
Antes del incidente del metro, Detta Walker sólo había estado consciente unas
pocas veces... como islas de coral que desde arriba a uno le parecen aisladas, pero que,
de hecho, son sólo nudos en la espina de un largo archipiélago que está casi
enteramente debajo del agua. Odetta no sospechaba en absoluto la existencia de Detta,
y Detta no tenía idea de que existiera una persona como Odetta... pero Detta por lo
menos comprendía claramente que algo estaba mal, que alguien estaba jodiendo en su
vida. La imaginación de Odetta novelaba toda clase de cosas que habían sucedido
cuando Detta estaba a cargo de su cuerpo; Detta no era tan inteligente. Ella creta
recordar cosas, algunas cosas por lo menos, pero buena parte del tiempo no recordaba
nada.
Al menos Detta estaba parcialmente enterada de los blancos.
Podía recordar el plato de porcelana. Eso podía recordarlo. Podía recordar cómo se
lo había deslizado en el bolsillo del vestido, mientras miraba todo el tiempo por encima
del hombro para asegurarse de que la Mujer Azul no estuviera ahí, espiando. Tenía
que asegurarse, porque el plato de porcelana le pertenecía a la Mujer Azul. El plato de
porcelana, comprendía Detta vagamente, era algo especial. Detta lo cogió por ese
motivo. Detta recordaba haberlo llevado a un lugar que conocía (aunque no sabía cómo
lo conocía) como Los Cajones, un agujero en la tierra lleno de humo y cubierto de
basura donde una vez había visto arder un bebé con piel de plástico. Recordaba haber
colocado cuidadosamente el plato sobre el suelo pedregoso y comenzar a pisarlo, luego
detenerse, recordaba haberse quitado las bragas de sencillo algodón blanco y
habérselas puesto en el bolsillo donde había estado el plato y luego haber deslizado
cuidadosamente el primer dedo de su mano izquierda en el corte donde el Viejo
Estúpido de Dios la había unido imperfectamente a las demás chicas y mujeres, pero
algo en ese lugar debía estar bien porque recordaba el sobresalto, recordaba cómo
quería apretar, recordaba no haber apretado, recordaba qué deliciosa le resultaba su
vagina desnuda, sin la braga de algodón entre ella y el mundo, y no apretó, no hasta
que apretó su zapato, su zapato de charol negro, no hasta
que su zapato apretó el plato, entonces apretó con su dedo en el corte del mismo
modo en que apretaba con su pie el plato de porcelana especial de la Mujer Azul,
recordaba cómo el zapato negro de charol cubrió la guarda azul en el borde del plato,
delicada como una tela de araña, recordaba la presión, sí, recordaba haber apretado en
Los Cajones, apretaba con el dedo y con el pie, recordaba la deliciosa promesa de dedo
y corte, recordaba que cuando el plato se partió con un frágil chasquido amargo, un
frágil placer similar la había atravesado como una flecha desde el corte hasta las
vísceras, recordaba el grito que había brotado de sus labios, un desagradable graznido
como el sonido de un cuervo espantado de un trigal, podía recordar haber mirado
tontamente los fragmentos del plato, luego haber sacado lentamente del bolsillo de su
vestido la braga de sencillo algodón blanco y habérsela puesto otra vez, ponerse la
braga, meter un pie y después el otro, como le enseñaron en un tiempo inmemorial que
navegaba a la deriva como la turba en la marea, ponerse la braga bien, porque primero
uno se la sacaba para hacer sus cosas, y luego se la volvía a poner, primero un
brillante zapato de charol y luego el otro, bien, las bragas estaban bien, podía recordar
claramente cómo se las subía por las piernas, las hacía pasar por las rodillas, una
costra en la rodilla izquierda casi a punto de caer para dejar una pielecita nueva de
bebé, limpia y rosada, sí, podía recordarlo tan claramente que pudo haber sido no una
semana atrás o ayer, pudo haber sido hace sólo un momento, podía recordar cómo el
elástico de la cintura había llegado al ruedo de su vestido de fiesta, el claro contraste
del algodón blanco contra la piel marrón, como la nata, sí, como eso, la nata de una
jarra si se la atrapa suspendida sobre el café, la textura, la braga que desaparece bajo
el ruedo del vestido, sólo que entonces el vestido era naranja violento y las bragas no
subían sino bajaban aunque seguían siendo blancas pero no de algodón, eran de
nailon, bragas baratas de nailon transparente, baratas en más de un sentido, y
recordaba habérselas sacado, recordaba cómo brillaban sobre el piso del Dodge DeSoto
'46, sí, qué blancas eran, nada digno como podría ser la ropa interior, sino un par de
bragas baratas, la chica era barata y era bueno ser barata, era bueno estar en venta,
estar en subasta, ni siquiera como una puta sino como una buena cerda de raza; no
recordaba el redondo plato de porcelana sino la redonda cara blanca de un muchacho,
algún sorprendido universitario borracho, que no era un plato de porcelana pero su
cara era tan redonda como lo había sido el plato de porcelana de la Mujer Azul, y había
algo en sus mejillas, algo como una guarda, y parecía tan azul como la guarda
filigranada que rodeaba el plato de porcelana especial de la Mujer Azul, pero eso era
sólo porque el neón rojo, el neón era estridente, en la oscuridad el neón del cartel del
motel hacía que pareciera azul la sangre que se derramaba por sus mejillas en los
lugares en que ella lo había arañado, y él había dicho por qué lo has hecho por qué por
qué, y entonces él bajó la ventanilla para vomitar y ella recordaba haber oído en la
máquina de discos a Dodie Stevens que cantaba algo acerca de unos zapatos tostados
con cordones rosados y un gran Panamá con una cinta de color púrpura, recordaba que
el sonido del vómito de él era como la grava en una mezcladora de cemento, y su pene,
que un momento antes fuera un lívido signo de exclamación que se elevaba de la
maraña hirsuta de su pubis, se derrumbaba en un débil signo blanco de interrogación,
recordaba que el ronco sonido pedregoso de su vómito se había detenido y luego había
vuelto a comenzar y ella pensó bueno creo que todavía no hizo lo suficiente para esta
fundación y se echó a reír, y presionó su dedo (que ahora venía equipado con una larga
uña limada) contra su vagina que estaba desnuda pero ya no estaba desnuda porque le
había crecido su propia maraña enzarzada, y entonces se produjo el mismo ágil
chasquido quebrado dentro de ella, y aún era tanto el dolor como el placer (pero mejor,
mucho mejor que nada en absoluto), y luego él estaba aferrándola ciegamente y le
decía en un tono quebrado y dolido negra de mierda e hija de puta, y ella seguía
riéndose igual, esquivándolo con facilidad mientras se subía la braga y abría la puerta
de su lado del coche; sintió el último manotazo ciego de los dedos de él en la espalda de
su blusa mientras salía corriendo a la noche de mayo, que estaba fragante de
madreselvas tempranas, la luz de neón rojo rosado tartamudeaba sobre la grava de
algún estacionamiento de posguerra, y ella metía las bragas, sus resbaladizas bragas
de nailon no en el bolsillo de su vestido sino en una cartera atiborrada con la animada
conglomeración adolescente de cosméticos, ella corría, la luz tartamudeaba, y entonces
tenía veintitrés años y no era un par de bragas sino una chalina de nailon y ella la
deslizaba casualmente dentro de su cartera mientras caminaba a lo largo de un
mostrador en la sección Lindas Ideas de Macy's... una chalina que a la sazón se vendía
a dólar con noventa y nueve centavos.
Barata.
Barata como la braga de nailon blanco.
Barata.
Como ella.
El cuerpo que habitaba era el de una mujer que había heredado millones, pero esto
no lo sabía y no importaba: la chalina era blanca, con un borde azul, y ahí estaba la
misma pequeña sensación de placer que irrumpía cuando se sentó en el asiento trasero
del taxi y, sin importarle la presencia del chófer, sostenía la chalina en una mano, la
miraba fijamente, mientras la otra mano se deslizaba por debajo de su falda de tweed
y por debajo de su braga blanca, y ese largo dedo oscuro se ocupaba de lo que era
preciso ocuparse en un solo toque despiadado.
Así pues, algunas veces se preguntaba, de un modo como distraído, dónde estaba
cuando no estaba aquí, pero en general sus necesidades eran demasiado repentinas y
exigentes como para cualquier contemplación extendida, y ella simplemente cumplía lo
que era necesario cumplir, hacía lo que había que hacer.
Rolando habría comprendido.
Odetta pudo haber ido en una limosina a cualquier parte, aun en 1959, a pesar de
que su padre todavía estaba vivo y ella no era tan fabulosamente rica como llegaría a
ser cuando él murió en 1962 y el dinero que se guardó para ella en un fideicomiso pasó
a su propiedad al cumplir los veinticinco años y ella estaba en condiciones de hacer lo
que le diera la gana. Pero aunque a ella le importó muy poco una frase acuñada uno o
dos años antes por un columnista conservador - la frase era "liberal de limosina" -, era
lo bastante joven como para no querer que la vieran así aunque lo fuera. No lo
bastante joven (¡o estúpida!) como para creer que unos tejanos descoloridos o las
camisas caqui que solía usar podían cambiar de alguna manera real su status esencial,
o el hecho de viajar en autobús o en metro cuando pudo haber usado el coche (pero
había estado lo suficientemente metida en sí misma como para no ver el dolor y la
profunda confusión de Andrew, ella le agradaba y pensó que debía ser algún tipo de
rechazo personal), pero lo bastante joven como para seguir creyendo que el gesto puede
algunas veces vencer (o al menos alterar) la verdad.
La noche del 19 de agosto de 1959 ella pagó por el gesto con la mitad de sus
piernas... y la mitad de su mente.
Odetta fue primero atraída, luego tironeada y por fin atrapada por la ola que
eventualmente se convertiría en una marejada. En 1959, cuando ella se involucró, lo
que eventualmente se conocería como el Movimiento no tenía nombre. Ella conocía
algunos de los antecedentes, sabía que la lucha por la igualdad estaba en marcha no
desde la Proclamación de la Emancipación sino casi desde que se llevó la primera
carga de esclavos a Estados Unidos (a Georgia, en realidad, la colonia que fundaron los
ingleses para librarse de sus criminales y deudores), pero para Odetta siempre parecía
comenzar en el mismo lugar, con las mismas tres palabras: No me muevo.
El lugar había sido un autobús urbano en Montgomery, Alabama, y las palabras las
había dicho una mujer negra llamada Rosa Lee Parks, y el lugar del que Rosa Lee
Parks no pensaba moverse era de la parte delantera del autobús hasta la parte
trasera, que era, por supuesto, la parte reservada a los negros. Mucho más tarde,
Odetta cantaba No nos moverán con todos los demás, y siempre le hacía pensar en
Rosa Lee Parks, y nunca lo cantaba sin un dejo de vergüenza. Era tan fácil cantar
"nosotros" con los brazos enlazados a los brazos de toda una multitud; era fácil incluso
para una mujer sin piernas. Tan fácil cantar nosotros, tan fácil ser nosotros. En ese
autobús no había un nosotros, ese autobús que debe haber apestado a cuero antiguo y
a años de humo de puros y cigarrillos, ese autobús con las tarjetas curvadas de
publicidad que decían cosas como LUCKY STRIKE L.S.M.F.T. y VAYA A LA IGLESIA
DE SU ELECCIÓN POR EL AMOR DE DIOS y ¡BEBA OVALTINA! ¡VERÁ QUÉ
DELICIA! y CHESTERFIELD, VEINTE MARAVILLOSOS CIGARRILLOS DEL
MEJOR TABACO, ningún nosotros bajo las miradas escépticas del conductor, los
veinte pasajeros entre los que ella estaba sentada, y las igualmente escépticas miradas
de los negros de la parte de atrás.
Ningún nosotros.
Ninguna marcha de miles de personas.
Sólo Rosa Lee Parks que comenzaba un maremoto con tres palabras: No me muevo.
Odetta había pensado: "Si yo pudiera hacer algo como eso - si yo pudiera ser así de
valiente - creo que podría ser feliz por el resto de mi vida. Pero no tengo dentro de mí
esa clase de coraje."
Había leído acerca del incidente Parks, pero al principio con escaso interés. Eso
llegó poco a poco. Era difícil decir exactamente cuándo o cómo atrapó y disparó su
imaginación ese movimiento racial, casi inaudible al principio, que había comenzado a
sacudir el Sur.
Alrededor de un año más tarde, un joven con el que estaba saliendo más o menos
regularmente comenzó a llevarla al Village, donde algunos de los jóvenes (y
generalmente blancos) cantantes folk que actuaban ahí habían agregado a su
repertorio ciertas canciones nuevas y sorprendentes. De pronto, junto con todos esos
viejos resoplidos acerca de cómo John Henry tomó su martillo y le ganó al nuevo
martillo a vapor (matándose en el proceso, la-la-la) y cómo Bar'bry Allen rechazó
cruelmente a su joven pretendiente enfermo de amor (y terminó muerta de vergüenza,
la-la-la), había canciones acerca de qué se sentía al estar triste y solo e ignorado en la
ciudad, qué se sentía al ser rechazado de un trabajo que uno podía hacer, sólo por
tener la piel del color equivocado, qué se sentía al ser llevado a una celda y recibir
latigazos del señor Charlie porque tienes oscura la piel y te has atrevido, la-la-la, a
sentarte en la sección de los blancos en el comedor del F.W. Woolworth's de
Montgomery, Alabama.
Absurdamente o no, fue sólo entonces cuando ella comenzó a sentir curiosidad
acerca de sus propios padres, y de los padres de sus padres, y los padres de éstos
también. Nunca llegó a leer Raíces; estaba en otro tiempo y otro mundo anteriores a
aquellos en que el libro fue escrito, o siquiera pensado, tal vez, por Alex Haley, pero
fue en esta época absurdamente tardía de su vida cuando por primera vez cayó en la
cuenta de que no demasiadas generaciones atrás sus progenitores fueron llevados en
cadenas por hombres blancos. Seguramente el hecho en sí se le había ocurrido antes,
pero sólo como una información sin verdadera temperatura como una ecuación, nunca
como algo que afectaba íntimamente su propia vida.
Odetta sumó todo lo que sabía y quedó azorada por la pequeñez del resultado. Sabía
que su madre había nacido en Odetta, Arkansas, la ciudad por la cual ella (la única
hija) recibió su nombre. Sabía que su padre había sido dentista en una ciudad
pequeña; que había inventado y patentado un nuevo sistema de fundas que durante
diez años quedó ahí inadvertido y aletargado y que luego, súbitamente, lo convirtió en
un hombre moderadamente rico. Sabía que diez años antes y cuatro después de la
repentina riqueza, había desarrollado una cantidad de otros procesos dentales, la
mayor parte de naturaleza ortodoncial o cosmética, y que, poco después de mudarse a
Nueva York con su esposa y su hija (que había nacido cuatro años después de que
registrara la patente original), fundó una compañía llamada Industrias Dentales
Holmes, que ahora era a los dientes lo que la aspirina a los analgésicos.
Pero cuando ella le preguntaba a su padre cómo había sido la vida durante todos los
años intermedios, los años en que ella aún no estaba y los años en que sí estaba, él no
se lo contaba. Le decía toda clase de cosas, pero no le contaba nada. Esa parte de sí
mismo quedó cerrada para ella. Una vez, su mamá, Alice - él la llamaba mamá, o a
veces Allie, cuando había tomado unas copas o se sentía bien -, le dijo: "Cuéntale lo que
pasó cuando esos hombres te dispararon, cuando ibas en el Ford por el puente
cubierto, Dan", y él le dirigió a la mamá de Odetta una mirada tan gris y censora que
su mamá, siempre con algo de gorrión, se encogió en el asiento y no dijo más.
Después de esa noche, Odetta lo intentó una o dos veces con su madre sola, pero fue
inútil. Si lo hubiera intentado antes, tal vez habría obtenido algo, pero como él no
quería hablar, ella tampoco hablaría. Se dio cuenta de que para él el pasado - esos
parientes, esos caminos de tierra roja, esas tiendas, esas cabañas con el suelo de tierra,
con ventanas sin vidrios, desprovistas de la pura y simple cortesía de una cortina, esos
incidentes de agravio y dolor, esos niños en el barrio vestidos con unos delantales que
en su origen habían sido bolsas de harina -, todo eso estaba enterrado para él como los
dientes muertos debajo de fundas perfectas y cegadoramente blancas. Él no hablaba,
tal vez no podía hablar, tal vez se infligió deliberadamente una amnesia selectiva; las
fundas de los dientes eran su vida en los Apartamentos Greymarl de Central Park
Sur. Todo lo demás quedaba escondido debajo de esa impenetrable cubierta exterior.
Su pasado estaba tan bien protegido que no había grieta alguna por la que uno se
pudiera deslizar, no había forma de atravesar esa barrera perfectamente enfundada
hacia la garganta de la revelación.
Detta sabía cosas, pero no conocía a Odetta y Odetta no la conocía a ella, así que ahí
también los dientes quedaban tan suaves y cerrados como un portón.
Ella tenía algo de la timidez de su madre, así como la dureza inexorable (y callada)
de su padre, y la única vez en que se atrevió a insistirle sobre el tema, a sugerirle que
le estaba negando lo que ella consideraba un merecido fondo de confianza nunca
prometido y que al parecer nunca iba a madurar, fue una noche en su biblioteca. Él
sacudió cuidadosamente su Wall Street Journal, lo cerró, lo dobló y lo dejó sobre la
mesita que estaba al lado de la lámpara de pie. Se quitó las gafas sin armazón y las
colocó encima del diario. Luego la miró, un negro delgado, delgado al punto de la
escualidez, con el pelo gris de rizos apretados que ahora se retiraba con rapidez de los
huecos cada vez más profundos de sus sienes, donde latían de una manera estable
unas venas tiernas como los resortes de un reloj. Sólo le dijo: "No hablo de esa parte de
mi vida, Odetta, ni pienso en ella. Sería inútil. Desde entonces el mundo se ha movido
mucho."
-
Rolando habría comprendido.
-
Cuando Rolando abrió la puerta que tenía escrita por encima las palabras LA
DAMA DE LAS SOMBRAS, vio cosas que no comprendió en absoluto, pero comprendió
que esas cosas no importaban.
Era el mundo de Eddie Dean, pero más allá de eso era sólo una confusión de luces,
personas y objetos, más objetos de los que hubiera visto en toda su vida. Cosas de
señoras, por el aspecto que tenían, y que al parecer estaban en venta. Algunas estaban
bajo vidrio; otras, dispuestas en tentadoras pilas y mostradores. Ninguna importaba
más que el movimiento mientras ese mundo fluía a los costados de la puerta que tenía
delante. La puerta eran los ojos de la Dama. Él miraba a través de ellos tal como había
mirado a través de los ojos de Eddie cuando Eddie avanzó por el pasillo del carruaje
celeste.
Eddie, por su parte, quedó atónito. En su mano el revólver tembló y cayó un poco. El
pistolero se lo pudo haber sacado con facilidad, pero no lo hizo. Sólo se quedó quieto.
Era un truco que había aprendido mucho tiempo atrás.
Ahora la visión a través de la puerta hizo uno de esos giros que al pistolero le
resultaban tan vertiginosos, pero para Eddie este mismo giro abrupto resultó
extrañamente tranquilizador. Rolando nunca había visto una película de cine. Eddie
había visto miles, y lo que estaba mirando era como una de esas tomas subjetivas de
películas como Noche de brujas o El resplandor. Sabía incluso cómo se llamaba el
aparato que usaban para hacerlo. Una zorra. Eso era.
- En La Guerra de las galaxias también - murmuró. La Estrella de la Muerte. Ese
golpe del copón, ¿recuerdas?
Rolando miró y no dijo nada.
Unas manos de color marrón oscuro entraron en lo que Rolando veía como una
puerta y lo que Eddie ya comenzaba a considerar como una especie de mágica pantalla
de cine... una pantalla de cine en la que, bajo circunstancias adecuadas, uno podría
meterse del mismo modo en que aquel tipo salía de la pantalla para entrar en el
mundo real en La rosa púrpura de El Cairo. Maliciosa película.
Hasta este momento Eddie no se había dado cuenta de lo maliciosa que era.
Sólo que del otro lado de la puerta por la que estaba mirando todavía no se había
hecho esa película. Era Nueva York, muy bien - el mismo sonido de las bocinas de los
taxis, por sordas y leves que fueran, de alguna manera lo proclamaban -, y era alguna
tienda de Nueva York en la que él había estado alguna vez, pero era... era...
- Es más viejo - murmuró.
- ¿Antes de tu tiempo? - preguntó el pistolero.
Eddie lo miró y se echó a reír brevemente.
- Sí, si quieres decirlo así, sí.
- Hola, señorita Walker - dijo una voz. La visión de la puerta se alzó tan
repentinamente que hasta Eddie se mareó un poco y vio a una vendedora que
obviamente conocía a la dueña de las manos negras. La conocía y no le gustaba, o bien
le temía. O ambas cosas. ¿Puedo ayudarla en algo?
- Éste. - La dueña de las manos negras levantó un pañuelo blanco con un borde azul
brillante. No te molestes en envolverlo, nena, sólo mételo en una bolsa.
- ¿En efectivo o con...?
- En efectivo, siempre es en efectivo, ¿no?
- Sí, está bien, señorita Walker.
- Me alegro mucho de que te parezca bien, querida. Se produjo una leve mueca en la
cara de la vendedora, Eddie alcanzó a pescarla en el momento en que se volvía. Tal vez
era algo tan simple como el hecho de que a uno le hable de ese modo una mujer a quien
la vendedora consideraría una "arrogante puerca negra" (otra vez era más su
experiencia en salas de cine que algún conocimiento de historia o incluso de la vida en
las calles como él la había vivido lo que provocaba este pensamiento, porque esto era
como ver una película hecha o ambientada en los años 60, algo como esa de Sidney
Steiger y Rod Poitier, En la oscuridad de la noche), pero podía ser algo más simple
todavía: la Dama de las Sombras de Rolando, blanca o negra, era una terrible hija de
puta.
Y realmente no importaba, ¿no? Nada de esto tenía la más mínima importancia. Él
se preocupaba por una sola cosa, una cosa y nada más, y ésta era irse, largarse de ahí.
Eso era Nueva York, casi podía oler Nueva York. Y Nueva York significaba caballo.
Casi podía oler eso también.
Sólo que había una dificultad, ¿no? Una dificultad de la gran puta.
Rolando observó cuidadosamente a Eddie, y a pesar de que en el momento que
quisiera podía haberlo matado seis veces, eligió mantenerse quieto y callado y dejar
que Eddie elaborara por sí mismo la situación. Eddie era muchas cosas, y muchas de
ellas no eran agradables (como alguien que conscientemente ha dejado que un niño
cayera hacia su muerte, el pistolero conocía la diferencia entre agradable y no del todo
bien), pero había una cosa que Eddie no era: no era estúpido.
Era un chico listo. Lo iba a entender. Lo entendió.
Miró a Rolando a su vez, sonrió sin mostrar los dientes, hizo girar una vez en su
dedo el revólver del pistolero, torpemente, como la parodia de la coda de fantasía de un
tirador en un espectáculo, y luego se lo alcanzó a Rolando, la culata primero.
- Esta cosa bien podría ser una palangana para lo que me iba a servir a mí,
¿verdad?
"Puedes hablar con talento cuando quieres - pensó Rolando. ¿Por qué eliges hablar
estúpidamente tan a menudo, Eddie? ¿Es porque crees que así hablan en el lugar
adonde fue tu hermano con sus armas?
- ¿Verdad? - repitió Eddie.
Rolando asintió.
- Si te hubiera pegado un tiro, ¿qué le habría pasado a esa puerta?
- No lo sé. Supongo que la única forma de averiguarlo sería intentarlo y ver.
- Bueno, ¿qué crees que pasaría?
- Creo que desaparecería.
Eddie asintió. Era lo mismo que creía él. ¡Puf! ¡Desaparecida por pura magia! Ahora
está, amigos míos, y ahora ya no est. No era en realidad diferente de lo que pasaría si
el dueño de un cine fuera a sacar un rifle de seis tiros y le disparara al proyector, ¿no?
Si le disparas al proyector, la película se detiene.
Eddie no quería que la película se detuviera.
Eddie quería lo que le correspondía.
- Puedes pasar solo - dijo Eddie lentamente.
- Sí.
- Algo así.
- Sí.
- Te metes de un soplo en su cabeza. Como te metiste de un soplo en la mía.
- Sí.
- Así que haces autostop para entrar en mi mundo, pero eso es todo.
Rolando no contestó. Hacer autostop era una de las expresiones que Eddie usaba a
veces y que él no comprendía con exactitud... pero pescó el sentido.
- Pero podrías pasar en tu propio cuerpo. Como en lo de Balazar. - Hablaba en voz
alta, pero en realidad se hablaba a sí mismo. A menos que me necesitaras para eso,
;verdad?
- Llévame contigo.
El pistolero abrió la boca, pero Eddie se apresuró en añadir:
- No ahora, no quiero decir ahora. Sé que podríamos causar un alboroto o algo por el
estilo si aparecemos ahí de golpe. - Se echó a reír algo salvajemente. Como un mago
que saca conejos de su sombrero, sólo que no hay sombrero, seguro. Lo sé. Vamos a
esperar a que esté sola, y entonces...
- No.
- Volveré contigo - dijo Eddie. Lo juro, Rolando. Quiero decir, sé que tienes que
hacer un trabajo, y sé que yo soy parte de ese trabajo. Sé que me salvaste el culo en la
Aduana, pero creo que yo salvé el tuyo en lo de Balazar... dime, ¿qué piensas?
- Creo que sí - contestó Rolando. Recordó cómo Eddie se había levantado detrás del
escritorio sin fijarse en el riesgo, y tuvo un instante de duda.
Pero sólo un instante.
- ¿Y entonces? Pedro le paga a Pablo. Una mano lava la otra. Lo único que quiero es
volver por unas horas. Comprar un poco de pollo para llevar, tal vez una caja de
Donuts. - Eddie asintió hacia la puerta, donde las cosas habían comenzado a moverse
otra vez. Entonces, ¿qué me dices?
- No - respondió el pistolero, pero por un momento apenas pensaba en Eddie.
Ese movimiento a lo largo del pasillo (la Dama, fuera quien fuera, no se movía como
una persona común) no era, por ejemplo, como el de Eddie, cuando Rolando miraba a
través de sus ojos, o (ahora que se detenía a pensarlo, cosa que nunca había hecho
antes, no más de lo que se había detenido a registrar verdaderamente la presencia
constante de su propia nariz en la zona inferior de su visión periférica) como su propio
movimiento. Cuando uno caminaba, la visión se convertía en un péndulo suave: pierna
izquierda, pierna derecha, pierna izquierda, pierna derecha, el mundo se balancea
atrás y adelante tan suave y gentilmente que después de un tiempo - poco después de
que uno comienza a caminar, suponía él - uno simplemente lo ignoraba. No había nada
de ese movimiento pendular en el andar de la Dama: ella sólo se movía con suavidad a
lo largo del pasillo como si anduviera sobre vías. Irónicamente, Eddie tenía esta misma
percepción... sólo que para Eddie la cosa parecía un travelling filmado sobre una zorra.
Esta percepción le había resultado tranquilizadora porque la conocía.
Para Rolando era extraña... pero en ese momento Eddie exclamaba con voz chillona:
- Bueno, ¿por qué no? ¿Por qué no, mierda?
- Porque tú no quieres pollo - dijo el pistolero. Sé cómo llamas las cosas que quieres,
Eddie. Quieres un chute. Quieres picarte.
- ¿Y qué? - Eddie gritó. ¿Qué hay si quiero un chute? ¡Te dije que volvería contigo!
¡Te lo prometí! O sea, lo prometí, mierda. ¿Qué más quieres? ¿Quieres que te lo jure
por la memoria de mi madre? ¡Muy bien, te lo juro por la memoria de mi madre!
¿Quieres que te lo jure por la memoria de mi hermano Henry? Muy bien, ¡lo juro! ¡Lo
juro! ¡LO JURO!
Enrico Balazar pudo habérselo dicho, pero el pistolero no necesitaba que personas
como Balazar le explicaran este hecho de la vida: nunca confíes en un yonki.
Rolando asintió hacia la puerta.
- Hasta después de la Torre, por lo menos, esa parte de tu vida está terminada.
Después de eso no me importa. Después de eso eres libre de irte al infierno de la
manera que quieras. Hasta entonces te necesito.
- Oh, eres un mentiroso hijo de la gran puta - protestó Eddie en voz baja. En su voz
no se notaba una emoción audible, pero el pistolero vio el resplandor de las lágrimas
en sus ojos. Rolando no dijo nada. Tú sabes que no habrá después, no para mí, ni para
ella, ni para el Cristo
que resulte ser el tercer tipo. Probablemente tampoco lo haya para ti. Te ves tan
jodidamente devastado como Henry en su peor momento. Si no morimos en el camino a
tu Torre, es más seguro que la mierda que moriremos al llegar allá, así que por qué me
mientes.
El pistolero sintió una suerte de remota vergüenza, pero sólo repitió:
- Al menos por ahora, esa parte de tu vida está terminada.
- ¿Ah sí? dijo Eddie. Bueno, voy a darte algunas noticias, Rolando. Yo sé lo que le va
a pasar a tu cuerpo verdadero cuando atravieses la puerta y te metas dentro de ella.
Lo sé porque lo he visto antes. No necesito tus armas. Te tengo agarrado por ese lugar
legendario donde crecen los pelos cortos, mi amigo. Puedes incluso volver la cabeza de
ella del mismo modo en que volvías la mía para observar lo que hago con el resto de ti
mientras no eres más que tu bendito ka. Me gustaría esperar a la caída de la noche, y
arrastrarte hasta el agua. Entonces podrás observar cómo las langostruosidades
destrozan lo que queda de ti. Pero es posible que tengas demasiada prisa para eso.
Eddie hizo una pausa. El chirriante romper de las olas y el constante silbido hueco
del viento parecían sonar muy alto.
- Así pues creo que simplemente usaré tu cuchillo para cortarte el pescuezo.
- ¿Y cerrar esa puerta para siempre?
- Tú dices que esa parte de mi vida esta terminada. Tampoco te refieres
simplemente al caballo. Te refieres a Nueva York, Estados Unidos, mi época, todo. Si
es así como son las cosas, quiero que esta parte de mi vida termine también. El
escenario es una mierda y la compañía apesta. A veces, Rolando, consigues que Jimmy
Swaggart parezca casi un tipo sano.
- Nos esperan grandes maravillas - dijo Rolando. Grandes aventuras. más que eso,
hay una búsqueda cuyo curso hay que seguir, y la oportunidad de redimir tu honor. Y
hay algo más. Tú podrías ser un pistolero. No tengo por qué ser el último, después de
todo. Está en ti, Eddie. Lo veo. Lo siento.
Eddie se echó a reír a pesar de que ahora las lágrimas le cruzaban las mejillas.
- ¡Oh, maravilloso, maravilloso! ¡Justo lo que necesito! Mi hermano Henry. Él era
un pistolero. En un lugar llamado Vietnam, eso es. Fue fantástico para él. Debiste
haberlo visto cuando tenía un buen cuelgue, Rolando. No podía llegar sin ayuda al
puto cuarto de baño. Si no había nadie a mano para ayudarlo, se quedaba ahí mirando
Los grandes de la lucha y se cagaba en los putos pantalones. Es fantástico ser un
pistolero. Lo veo claro. Mi hermano era un pringado y tú estás más loco que un
plumero.
- Tal vez tu hermano no tenía una clara idea del honor.
- Tal vez no. No siempre teníamos una imagen clara de eso en los Proyectos. Por lo
general estábamos demasiado ocupados fumando un porro o haciendo alguna otra cosa
importante como para ocuparnos de eso.
Eddie lloraba ahora con más fuerza, pero también se reía.
- Ahora tus amigos. Ese tipo del que hablas cuando estás dormido, por ejemplo, ese
zorro de Cuthbert...
El pistolero se sobresaltó a pesar de sí mismo. Todos sus largos años de
entrenamiento no pudieron evitar ese sobresalto.
- ¿Acaso ellos consiguieron esas cosas de las que tú hablas como un podrido sargento
de reclutamiento de los Marines? ¿Aventura? ¿Búsqueda? ¿Honor?
- Sí, ellos comprendían el honor - dijo Rolando lentamente, mientras pensaba en
todos los desaparecidos.
- ¿Obtuvieron más que mi hermano como pistoleros?
Rolando no contestó.
- Te conozco - dijo Eddie. He visto a un montón de tipos como tú. No eres más que
un chiflado del ala que canta "Adelante, soldados de Cristo" con una bandera en una
mano y un revólver en la otra. No quiero honor, no lo quiero. Sólo quiero cenar pollo y
un pico. En ese orden. Así que te lo digo: vete, atraviesa la puerta. Puedes hacerlo.
Pero en el momento en que te vayas mataré lo que queda de ti.
El pistolero no dijo nada.
Eddie sonrió torcidamente y con el dorso de sus manos se limpió las lágrimas de las
mejillas.
- ¿Quieres saber cómo llamamos a esto allá en mi barrio?
- ¿Cómo?
- Una postergación mexicana.
Por un momento se quedaron ahí mirándose el uno al otro, y luego Rolando miró
directamente hacia la puerta. Ambos habían notado en parte - Rolando algo más que
Eddie, tal vez - que hubo otro de esos virajes, esta vez hacia la izquierda. Aquí había
un arreglo de resplandeciente joyería. Algunas piezas estaban bajo un vidrio protector,
pero como la mayoría no lo estaba, el pistolero supuso que eran falsas... lo que Eddie
hubiera llamado bisutería. Las manos de color marrón oscuro examinaron algunas
cosas en lo que parecía sólo un modo superficial, y entonces apareció otra vendedora.
Se produjo algo de conversación que ninguno de ellos escuchó verdaderamente, y la
Dama ("Vaya una Dama", pensó Eddie) dijo que quería ver otra cosa. La muchacha se
alejó, y fue entonces que la mirada de Rolando volvió violentamente.
Reaparecieron las manos marrones, sólo que ahora tenían una cartera. La cartera
se abrió. Y de pronto las manos estaban juntando cosas - al parecer, casi con
seguridad, al azar - y las metían dentro de la cartera.
- Bueno, Rolando, es toda una tripulación la que estás juntando - dijo Eddie,
amargamente divertido. Primero te consigues tu yonki blanco, y luego una cleptómana
negra...
Pero Rolando ya se movía hacia la puerta entre los mundos, se movía con rapidez,
sin mirar a Eddie en absoluto.
- ¡Lo digo en serio! - gritó Eddie -, si cruzas, te corto el cuello, te corto el cuello de
m...
Antes de que pudiera terminar, el pistolero se había ido. Todo lo que quedó de él fue
su cuerpo débil respirando sobre la playa.
Por un momento Eddie simplemente se quedó ahí, no podía creer que Rolando lo
hubiera hecho, que realmente había seguido adelante y hecho esa estupidez a pesar de
su promesa - sincera y garantizada, joder - de las consecuencias que podía acarrear.
Se quedó ahí por un momento, girando los ojos como un caballo asustado al cernirse
una tormenta... salvo que, por supuesto, no había tormenta alguna, aparte de la que
tenía en la cabeza.
Muy bien. Muy bien, joder.
Podría ser sólo un momento. Es posible que fuera todo lo que el pistolero le diera, y
Eddie lo sabía muy bien. Echó una mirada hacia la puerta y vio cómo las manos
negras se congelaban con un collar dorado mitad dentro y mitad fuera de su cartera,
que ya centelleaba como el baúl del tesoro de un pirata. A pesar de que no podía oírlo,
Eddie sintió que Rolando estaba hablando con la dueña de las manos negras.
Sacó el cuchillo de la cartera del pistolero y luego se acercó al cuerpo débil que yacía
respirando delante de la puerta Los ojos estaban abiertos pero vacíos, girados hacia
arriba hasta quedar en blanco.
- ¡Mira, Rolando! - gritó Eddie. El viento monótono, idiota, incesante, sopló en sus
oídos. Joder, era como para volver loco a cualquiera. ¡Mira con mucho cuidado! ¡Quiero
que completes tu educación, coño! ¡Quiero que veas lo que sucede cuando te cagas en
los hermanos Dean!
Acercó el cuchillo a la garganta del pistolero.
-
II. CAMBIOS ACOTADOS
Agosto de 1959:
Cuando el interno salió media hora más tarde, encontró a Julio que estaba
recostado contra la ambulancia que aún estaba estacionada en la playa de emergencia
del Hospital Hermanas de la Misericordia en la calle 23. Julio tenía el talón de una de
sus botas puntiagudas enganchado en el parachoques delantero. Se había cambiado y
ahora llevaba pantalones de un rosa resplandeciente y una camisa azul con su nombre
bordado en letras doradas sobre el bolsillo izquierdo: el traje de su equipo de bolos.
George miró su reloj y vio que el equipo de Julio - Los Ultrasupremos - ya estaría
jugando.
- Pensé que ya te habías ido - dijo George Shavers. Era un interno en el Hermanas
de la Misericordia. ¿Cómo van a hacer tus muchachos para ganar sin el Gancho
Maravilla?
- Tienen a Miguel Basale para que ocupe mi lugar. Es irregular, pero a veces se
pone brutal. Se arreglarán. - Julio hizo una pausa. Tenía curiosidad por saber cómo
iba a salir. - Era el chófer, un cubano con un sentido del humor que tal vez él mismo
ignoraba tener, George no estaba seguro. Miró a su alrededor. Ninguno de los
paramédicos que habían viajado junto con ellos estaba a la vista.
- ¿Dónde están? - preguntó George.
- ¿Quiénes? ¿Los podridos Gemelos Bobbsey? ¿Dónde crees que está n?
Mamoneando por el Village. ¿Alguna idea de si podrá salir de ésta?
- No sé.
Trató de parecer sabio y conocedor acerca de lo desconocido, pero lo cierto es que
primero el residente de guardia y luego un par de cirujanos le sacaron a la mujer
negra de entre las manos casi más rápido de lo que uno podía decir santa María llena
eres de gracia (que era en realidad
lo que tenía en la punta de la lengua... la dama negra no parecía realmente que
fuera a durar mucho tiempo).
- Perdió una cantidad impresionante de sangre.
- Es algo serio.
George era uno de los dieciséis internos del Hermanas de la Misericordia, y uno de
los ocho asignados a un nuevo programa llamado Viaje de Emergencia. La teoría era
que si un interno viajaba con un par de paramédicos, en una situación de emergencia
esto podía significar la diferencia entre la vida y la muerte. George sabía que casi
todos los choferes y paramédicos pensaban que los internos eran unos mocosos que
tanto podían matar a un sábana roja como salvarlo, pero George creía que la idea
podía funcionar.
A veces.
En cualquier caso era muy bueno para las relaciones públicas del hospital, y a pesar
de que los internos del programa tendían a quejarse de las ocho horas extras (sin paga)
que esto significaba por semana, George Shavers más bien tenía la impresión de que la
mayoría se sentía como él mismo: orgulloso, duro, capaz de hacerse cargo de cualquier
cosa que le echaran encima.
Entonces llegó la noche en que el Tri-Star de la TWA se estrelló en Idlewild.
Sesenta y cinco personas a bordo, sesenta de las cuales resultaron lo que Julio llamaba
MAM - Muertos Ahí Mismo - y tres de los cinco restantes presentaban el aspecto de lo
que uno podría arrancar del fondo de un horno de carbón... sólo que lo que uno podía
arrancar del fondo de un horno de carbón no gritaba ni gemía ni pedía que alguien le
diera morfina o lo matara, ¿verdad? Si puedes soportar esto, pensaba más tarde,
cuando recordaba los miembros cortados que yacían entre los restos de bandejas de
aluminio y almohadillas de viaje y un trozo arrancado de cola con los números 17 y
una gran T roja y parte de una W, cuando recordaba el ojo que vio descansando sobre
una maleta Samsonite carbonizada, cuando recordaba un osito de felpa con ojos
contemplativos hechos con botones de zapatos junto a una pequeña zapatilla roja que
todavía llevaba dentro el pie de un niño. Si puedes soportar esto, niño, puedes soportar
cualquier cosa. Y lo llevaba bastante bien. Continuó llevándolo bastante bien durante
todo el camino de regreso a casa. Continuó llevándolo bastante bien durante una cena
tardía, un pavo Swanson que tomó mientras miraba la televisión. Se fue a dormir sin
ningún problema en absoluto, lo cual probaba más allá de la sombra de una duda que
seguía llevándolo bastante bien. Y entonces, en alguna hora muerta y oscura de la
madrugada, despertó de una pesadilla infernal, donde lo que descansaba sobre la
maleta Samsonite carbonizada no era el osito de felpa sino la cabeza de su madre y sus
ojos se habían abierto, y estaban carbonizados, eran los contemplativos e inexpresivos
ojos de botón del osito de felpa, y su boca se había abierto, y mostraba los colmillos
rotos que habían sido sus dientes hasta que un rayo tiró abajo el Tri-Star de la TWA
en su acercamiento final, y ella le había susurrado: "No pudiste salvarme, George,
hemos ahorrado para ti, nos apretamos el cinturón por ti, tu padre arregló ese
entuerto en el que te metiste con esa chica pero AUN ASÍ NO PUDISTE SALVARME,
MALDITO SEAS", y él se despertó gritando, y supo vagamente que alguien estaba
golpeando en la pared, pero para entonces ya estaba lanzándose al baño, y apenas
alcanzó la penitente posición de rodillas ante el altar de porcelana antes de que la cena
subiera por el ascensor express. Llegó en entrega especial, caliente y humeante y
oliendo aún a pavo procesado. Quedó ahí de cuclillas
y miró dentro del recipiente, vio los trozos de pavo a medio digerir, y las zanahorias
que no habían perdido nada de su brillo fluorescente original, y esta palabra cruzó su
mente en grandes letras rojas:
DEMASIADO
Correcto.
Era.
Iba a dejar el negocio de matasanos. Lo iba a dejar porque:
YA ERA DEMASIADO
Lo iba a dejar porque el lema de Popeye era: Esto es todo lo que puedo soportar y ya
no soporto más, y Popeye tenía toda la razón del mundo.
Hizo correr el agua en el baño y volvió a la cama y se quedó dormido casi
instantáneamente y al despertarse descubrió que aún quería ser médico, y era
endiabladamente bueno saber eso y estar seguro, hacía que todo el programa valiera la
pena, se llamara Viaje de Emergencia, Balde de Sangre o Dígalo con Mímica.
Aún quería ser médico.
Conocía a una señora que bordaba. Le pagó diez dólares que no podía permitirse
gastar para que le hiciera un cartelito de aspecto anticuado.
Decía:
SI PUEDES SOPORTAR ESTO, PUEDES SOPORTAR CUALQUIER COSA.
Sí. Correcto.
El sucio asunto del metro ocurrió cuatro semanas más tarde.
- Esa señora era más rara que la mierda, ¿sabes? - dijo Julio.
George soltó un suspiro interno de alivio. Si Julio no hubiera sacado el tema,
George suponía que él mismo no se habría atrevido. Él era un internista, y algún día
sería un médico hecho y derecho, ahora creía eso de verdad, pero Julio era un
veterano, y uno no quiere decir algo estúpido delante de un veterano. Él sólo se echaría
a reír y diría: "Bah, he visto esa mierda miles de veces, tío. Consíguete una toalla y
límpiate los mocos, que te están mojando toda la cara."
Pero aparentemente Julio no había visto algo así miles de veces, y eso estaba bien,
porque George quería hablar de eso.
- Era rara, sí que era rara. Era como si fueran dos personas.
Se sorprendió al ver que ahora era Julio el que parecía aliviado, y le atacó una
súbita vergüenza. Julio Estévez, quien por el resto de su vida no haría más que
conducir una limosina con un par de titilantes luces rojas encima, acababa de mostrar
más coraje del que él fue capaz de mostrar.
- Así es la cosa, doctor. Ciento por ciento. - Sacó un paquete de Chesterfield y se
metió uno en el costado de la boca.
- Estas cosas van a matarte, mi viejo - dijo George.
Julio asintió con la cabeza y le ofreció uno.
Fumaron en silencio durante un rato. Los paramédicos tal vez estuvieran
mamoneando por ahí, como había dicho Julio... o tal vez sintieron que ya habían
aguantado demasiado. George se había asustado, cierto, mejor no bromear con eso.
Pero también sabía que a la mujer la había salvado él, no los paramédicos. Y sabía que
Julio también lo sabía. Tal vez ése era realmente el motivo por el que Julio lo había
esperado. La anciana negra había ayudado, y el crío blanco que telefoneó a la policía
mientras todos los demás (salvo la anciana negra) se quedaban ahí plantados mirando
como si fuera una película o un programa de televisión o algo, una parte de un episodio
de Peter Gunn tal vez, pero al final todo cayó sobre George Shavers, un gato asustado
que trataba de cumplir con su deber lo mejor que podía.
La mujer había estado esperando el tren que Duke Ellington tenía en tan alta
estima: el legendario tren A. Sólo una bonita joven negra en tejanos y camisa caqui
que esperaba el legendario tren A para ir al centro, o a cualquier parte.
Alguien la empujó.
George Shavers no tenía la más mínima idea de si la policía había agarrado al cerdo
que lo hizo; ése no era asunto suyo. Su asunto era la mujer que había caído gritando en
el foso del túnel frente al legendario tren A. Fue un milagro que no hubiera dado en la
tercera vía; la legendaria tercera vía que le hubiera hecho lo mismo que el Estado de
Nueva York le hacía en Sing-Sing a los tipos malos que se ganaban un viaje gratis en
ese legendario tren A que los delincuentes llamaban El Viejo Chispas.
Tío, los milagros de la electricidad.
Ella trató de trepar fuera de los rieles, pero no le dio tiempo y el legendario tren A
entró en la estación chirriando y chillando y lanzando chispas al aire porque el
motorista lo había visto pero ya era tarde, demasiado tarde para él y demasiado tarde
para ella. Las ruedas de acero de ese legendario tren A le rebanaron las piernas en
vivo justo encima de las rodillas. Y mientras todos los demás (salvo el crío blanco que
telefoneó a la policía) se quedaron ahí haciéndose pajas (o tocándose las partes
pudendas, supuso George), la anciana negra saltó al foso dislocándose una cadera en el
proceso (luego el Intendente le daría una Medalla al Valor) y usó el turbante que tenía
en la cabeza para efectuar un torniquete en uno de los chorreantes muslos de la joven.
De un lado de la estación el joven blanco pedía a gritos una ambulancia y la vieja
negra pedía a gritos que alguien le echara una mano, algo para atar por el amor de
Dios, algo, cualquier cosa, y finalmente un tipo blanco de cierta edad, estilo hombre de
negocios, entregó su cinturón con cierta reticencia, y la vieja negra alzó los ojos hacia
él y dijo las palabras que al día siguiente se convertirían en el titular del Daily News
de Nueva York, las palabras que la convirtieron en una auténtica heroína, tan
americana como el pastel de manzana: "Gracias, hermano." Luego anudó el cinturón
alrededor de la pierna izquierda de la joven, a mitad de camino entre la entrepierna de
la joven y el lugar donde debió de haber estado su rodilla izquierda antes de que
llegara ese legendario tren A.
George ovó que alguien le decía a otro que las últimas palabras de la joven antes de
desmayarse habían sido "¡QUIÉN HA SIDO EL HIJEPUTA¡ ¡SI LO AGARRO LE
VOYA ROMPER EL CULO!"
El cinturón no tenía bastantes agujeros para que la anciana negra pudiera sujetarlo
donde correspondía, así que simplemente se quedó ahí y lo sostuvo ella misma, como si
fuera la vieja muerte, hasta que llegaron Julio, George y los paramédicos. George
recordaba la línea amarilla, cómo su madre le había dicho que nunca, nunca, nunca
debía pasar la línea amarilla del andén cuando estaba esperando el tren (legendario o
cualquier otro), el hedor a petróleo y electricidad cuando se metió entre las cenizas,
recordaba qué caliente estaba todo eso. El calor parecía brotar de él, de la anciana
negra, de la joven negra, del tren, del túnel, del cielo invisible por encima y del mismo
infierno por debajo. Recordó haber pensado con incoherencia: "Si ahora me tomaran la
presión reventaría el medidor", y entonces se calmó y pegó un grito para que le
alcanzaran su maletín, y cuando uno de los paramédicos trató de saltar al foso para
alcanzárselo él le dijo que se fuera a la mierda y el paramédico lo miró sorprendido,
como si realmente viera a George Shavers por primera vez, y efectivamente se fue a la
mierda.
George sujetó tantas venas y arterias como pudo y, cuando el corazón de la chica
comenzó a bailotear, le inyectó una jeringa llena de Digitalin. Llegó la sangre. La
trajeron los policías. "¿Quiere subirla, doctor?", le preguntó uno de ellos, y George le
contestó que todavía no, y sacó la aguja y comenzó a pasarle el jugo como si la
muchacha fuera una yonki que necesitara urgentemente una dosis.
Entonces dejó que la subieran.
Entonces la subieron.
En el camino, ella despertó.
Entonces comenzó lo raro.
Cuando los paramédicos la cargaron dentro de la ambulancia George le inyectó una
dosis de Demerol ella había comenzado a moverse y lloraba débilmente. Le dio una
dosis lo bastante fuerte como para asegurarse de que se quedaría quieta hasta llegar a
las Hermanas de la Misericordia.
Él estaba seguro en un noventa por ciento de que ella aún estaría con ellos cuando
llegaran allá, y ése era un gol de los buenos.
Cuando aún estaban a seis manzanas del hospital, sin embargo, los ojos de ella
comenzaron a parpadear. Lanzó un profundo gemido.
- Podemos inyectarla otra vez, doctor - dijo uno de los paramédicos.
George apenas se dio cuenta de que era la primera vez que un paramédico se
dignaba llamarlo de alguna otra manera que no fuera George, o peor, Georgie.
- No, no es necesario.
El paramédico no insistió.
George miró nuevamente a la muchacha negra y vio que sus ojos lo miraban a su
vez despiertos y atentos.
- ¿Qué me ha pasado? - preguntó.
George recordó al hombre que le dijo a otro hombre lo que presuntamente había
dicho la mujer (cómo iba a agarrar al hijo de puta y romperle el culo, etc.). Ese hombre
era blanco. En ese momento George decidió que había sido pura invención, inspirada
tal vez por esa extraña necesidad humana de volver situaciones naturalmente
dramáticas aún más dramáticas, o bien por simple prejuicio racial. Ésta era una mujer
culta e inteligente.
- Tuvo un accidente - explicó. Fue...
Ella cerró los ojos y él creyó que iba a dormir otra vez. Bien. Que otro le dijera que
había perdido las dos piernas. Alguien que ganara más de 7.600 dólares por año. Se
había corrido un poco a la izquierda porque quería controlarle otra vez la presión,
cuando ella volvió a abrir los ojos. Cuando lo hizo, George Shavers estaba mirando a
una mujer diferente.
- Un cabrón hijo de puta me cortó las piernas. Noto como si se hubieran ido. ¿Ésta
es la ambulancia?
- S-s-sí - contestó George. De pronto tuvo necesidad de beber algo. No
necesariamente alcohol. Sólo algo líquido. Su voz estaba seca. Esto era como mirar a
Spencer Tracy en El Dr. Jekyll y Mr. Hyde, pero de verdad.
- ¿Garraron al blanco hijo de puta?
- No - dijo George, y pensaba: "El tipo entendió bien, joder, el tipo realmente
entendió bien."
Notó vagamente que los paramédicos, que hasta ese momento habían estado
revoloteando (esperando tal vez que se equivocara en algo), ahora se retiraban hacia
atrás.
- Bien. Los cabrones blancos igual lo dejarían ir. Yo lo voa garrar. Le voa cortar la
polla. ¡Hijeputa! ¡Te digo lo que le voa cer a ese hijeputa! ¡Te digo una cosa, pedazo de
blanco hijeputa! ¡Te digo... digo...!
Sus ojos parpadearon y se cerraron otra vez y George pensó: "Si, duérmete, por
favor, duérmete, a mí no me pagan por esto, no entiendo esto, nos hablaron de
conmoción pero nadie habló de esquizofrenia como una de las... "
Sus ojos se abrieron. Apareció la primera mujer.
- ¿Qué clase de accidente fue? - preguntó. Sólo recuerdo haber salido del Hay...
- ¿Del Ay? - dijo él estúpidamente.
Ella sonrió un poco. Era una sonrisa dolorosa.
- El Hay Hambre. Es un bar.
- Oh, sí. Claro.
La otra, herida o no, lo había hecho sentir sucio y algo enfermo. Ésta lo hacía sentir
como un caballero en un relato del Rey Arturo, un caballero que logró rescatar
exitosamente a la Bella Dama de las fauces del dragón.
- Recuerdo haber bajado las escaleras hasta la plataforma, y después de eso...
- Alguien la empujó. - Sonaba estúpido, pero ¿qué problema había con eso? Era
estúpido.
- ¿Me empujaron delante del tren?
- ¿Perdí las piernas?
George trató de tragar saliva y no pudo.
En su garganta no parecía haber nada para engrasar la maquinaria.
- No enteras - dijo con futilidad, y ella cerró los ojos.
"Que sea un desmayo - pensó él entonces -, por favor que sea un d..."
Se abrieron, relampagueando. Se alzó una mano y cortó el aire a cuchillo en cinco
rajas a un centímetro de su cara; un poco más cerca y él mismo habría estado en el
Viaje de Emergencia para que le curaran la mejilla en lugar de salir a fumar un
Chester con Julio Estévez.
- ¡NO SON más QUE BLANCOS HIJEPUTAS! - gritó. Su cara era monstruosa, con
los ojos llenos de la propia luz del infierno. Ni siquiera era la cara de un ser humano.
¡VOA MATAR A CADA BLANCO HIJEPUTA QUE VEA! ¡VOA DARLES CON TODO!
¡VOA CORTARLES LOS HUEVOS Y ESCUPILES LA CARA! ¡VOA...!
Era una locura. Hablaba como una negra de chiste, Butterfly McQueen convertida
en un dibujito animado. La mujer - o la cosa - parecía también superhumana.
No era posible que esta cosa que aullaba y se retorcía acabara de pasar media hora
antes por una cirugía improvisada a cargo del metro. Mordía. Le pegaba zarpazos una
y otra vez. Los mocos le caían de la nariz. Los escupitajos le volaban de los labios. La
inmundicia le brotaba de la boca.
- ¡Inyéctela, doctor! - gritó uno de los paramédicos. Su rostro estaba pálido. ¡Por el
amor de Dios, inyéctela! - El paramédico trató de alcanzar la caja de medicamentos.
George le sacó la mano.
- Vete al carajo, cagón.
George volvió a mirar a su paciente y vio los ojos cultos y tranquilos de la otra que
lo miraban.
- ¿Voy a vivir? - preguntó en un tono coloquial de salón de té. Él pensó: "Ella no se
da cuenta de los cambios. No se da cuenta en absoluto." Y, después de un momento:
"Lo mismo que la otra, para el caso."
- Yo... - Tragó saliva, masajeó a través del guardapolvo su corazón galopante, y
entonces se ordenó a sí mismo tomar el control de la situación. Él le había salvado la
vida. Los problemas mentales que ella pudiera tener no le concernían.
- ¿Se siente bien? - le preguntó ella, y la genuina preocupación de su voz le hizo
sonreír un poco: ella se lo preguntaba a él.
- Sí, señora.
- ¿A cuál de las preguntas me responde?
Por un momento él no comprendió, luego sí.
- A las dos - le dijo, y tomó su mano. Ella se la apretó, y él miró sus radiantes ojos
iluminados y pensó: "Un hombre podría enamorarse", y fue entonces cuando su mano
se convirtió en una zarpa mientras ella le decía que era un blanco hijeputa, y que no
sólo le iba a garrar las pelotas, se las iba a masticar con los dientes por hijeputa.
Pegó un tirón y se miró la mano a ver si sangraba, mientras pensaba con
incoherencia que si sangraba iba a tener que hacer algo al respecto porque ella era
venenosa, la mujer era venenosa, y si ella lo mordía sería lo mismo que lo mordiera
una cobra o una cascabel. No había sangre. Y cuando volvió a mirar era la otra mujer,
la primera mujer.
- Por favor - decía -, no quiero morir. Por fav... - Entonces se desmayó y quedó
inconsciente, lo cual fue lo mejor para todos.
- Entonces, ¿qué te parece? - preguntó Julio.
- ¿Acerca de quién va ganar el campeonato? - George aplastó la colilla con el talón
de su mocasín. White Sox. Me juego la cabeza.
- ¿Qué te parece lo de la Dama?
- Creo que puede ser esquizofrénica - dijo George lentamente.
- Sí, eso ya lo sé. Pregunto qué va a pasarle.
- No lo sé.
- Necesita ayuda, viejo. ¿Quién va a dársela?
- Bueno, algo de ayuda ya le di - dijo George, pero sintió un calor en la cara, como si
se hubiera ruborizado.
Julio lo miró.
- Si lo que le diste es toda la ayuda que puedes darle, más vale que la dejes morir,
doctor.
George miró a Julio por un momento, pero descubrió que no podía soportar lo que
veía en sus ojos: no era una acusación, sino pura tristeza.
Así que se marchó.
Tenía cosas que hacer.
El Tiempo de la Invocación:
Hacia la época del accidente, la mayor parte del tiempo seguía siendo Odetta
Holmes la que estaba a cargo, pero Detta Walker había aparecido cada vez más, y lo
que a Detta más le gustaba era robar. No importaba que su botín fuera siempre
prácticamente basura o poco más, como tampoco importaba que a menudo ella lo
tirara todo después.
Lo que importaba era llevárselo.
Cuando en Macy's el pistolero entró en su cabeza, Detta gritó en una combinación
de furia, horror y terror, y sus manos se congelaron sobre la joyería barata que estaba
metiendo en su cartera.
Gritó porque cuando Rolando entró en su mente cuando pasó adelante, por un
momento ella lo sintió, como si dentro de su cabeza se hubiera abierto una puerta de
par en par.
Y gritó porque la presencia invasora y violadora era la de un puerco blanco.
No podía verlo, pero de todas maneras podía sentir su blancura.
La gente miró alrededor. Uno de los gerentes vio a la mujer que gritaba en la silla
de ruedas con la cartera abierta, vio una mano congelada en el acto de meter la
bijouterie dentro de una cartera que se notaba (aun a diez metros de distancia) que
valía tres veces más que toda la mercadería robada.
El gerente gritó "¡Eh, Jimmy!", y Jimmy Halvorsen, uno de los detectives de Macy's,
miró en torno y vio lo que estaba pasando. Comenzó a correr hacia la mujer que
gritaba en la silla de ruedas. No pudo evitar echar a correr - durante dieciocho años
había sido un policía de la ciudad y había sido formado en ese sistema -, pero ya
pensaba que éste iba a ser un asunto de mierda. Niños pequeños, lisiados, monjas,
ésos eran siempre asuntos de mierda. Apresar a esta clase de gente era como darle una
paliza a un borracho. Lloraban un poco delante del juez y luego se iban de paseo. Era
difícil convencer a los jueces de que los lisiados también podían ser una roña.
Pero aun así corrió.
Rolando se quedó momentáneamente horrorizado por el nido de serpientes lleno de
odio y revulsión en el que se encontraba y entonces oyó gritar a la mujer, vio al gran
hombre con la panza como una bolsa de patatas que corría hacia ella/él, vio la gente
que miraba y tomó el control.
De pronto él fue la mujer de las manos morenas. Sintió una extraña dualidad
dentro de ella, pero ahora no podía pensar en eso.
Hizo girar la silla y comenzó a impulsarla hacia adelante. El pasillo rodaba a los
costados de él/ella. La gente se apartaba a los lados. La cartera se había volcado y
dejaba a lo largo del suelo una ancha estela con las credenciales de Detta y los tesoros
robados. El hombre del vientre pesado patinaba sobre falsas cadenas de oro y barras
de lápiz de labios, y entonces se cayó de culo.
¡Mierda!, pensó furiosamente Halvorsen, y por un instante palpó debajo de su
americana, donde había una 38 en una pistolera. Luego recuperó la sensatez. Esto no
era una pequeña operación de drogas o un robo a mano armada; era una dama negra
lisiada en una silla de ruedas.
La hacía rodar como si estuviera en una carrera, pero de todas maneras no era más
que una dama negra lisiada. ¿Qué iba a hacer, dispararle? Sería fantástico, ¿no? ¿Y a
dónde podía irse? Al final del pasillo no había más que dos probadores.
Se incorporó, se masajeó el trasero dolorido, y salió tras ella otra vez, ahora
renqueando un poco.
La silla de ruedas entró en uno de los probadores a toda velocidad. La puerta se
cerró con un golpe, e hizo saltar el picaporte de la parte de atrás.
"Ya te tengo, hija de puta - pensó Jimmy. Y voy a darte un susto de órdago. No me
importa si tienes cinco huerfanitos y sólo un año de vida. No voy a lastimarte pero, oh,
nena, cómo te voy a hacer temblar los dientes."
Llegó al probador antes que el gerente, abrió la puerta de par en par, de un golpe
con el hombro izquierdo, y estaba vacío.
No había mujer negra.
No había silla de ruedas.
No había nada.
Miró al gerente con los ojos desorbitados.
- ¡El otro! - gritó el gerente. ¡El otro!
Antes de que Jimmy pudiera moverse, el gerente abrió de un golpe la puerta del
otro probador. Una mujer con una falda de algodón y un corpiño Playtex Living pegó
un chillido agudo y cruzó los brazos sobre su pecho. Era muy blanca, y muy
definitivamente nada lisiada.
- Perdóneme - dijo el gerente, y sintió que la cara se le inundaba de carmesí
ardiente.
- ¡Fuera de aquí, pervertido! - gritó la mujer con la falda de algodón y el corpiño.
- Sí, señora - dijo el gerente, y cerró la puerta.
En Macy's el cliente siempre tenía razón.
Miró a Halvorsen.
Halvorsen lo miró a él.
- ¿Qué mierda es esto? - preguntó Halvorsen. ¿Entró ahí o no?
- Sí, entró.
- ¿Y entonces dónde está?
Lo único que hizo el gerente fue sacudir la cabeza.
- Volvamos a arreglar un poco ese desastre.
- Tú arregla ese desastre - dijo Jimmy Halvorsen. Yo me siento como si me hubiera
partido el culo en nueve pedazos. - Hizo una pausa. Para decirte la verdad, mi querido
compañero, también me siento extremadamente confundido.
En cuanto el pistolero oyó el golpe de la puerta del probador que se cerraba tras de
sí, dio media vuelta a la silla, hacia el lado de la otra puerta. Si Eddie había hecho lo
que prometió, habría desaparecido.
Pero la puerta estaba abierta. Rolando la atravesó rodando con la Dama de las
Sombras.
-
III. ODETTA AL OTRO LADO
No mucho después, Rolando pensaba: "Cualquier otra mujer, lisiada o no, empujada
súbitamente por el pasillo hasta el final del comercio donde cometía sus negocios, sus
travesuras podríamos decir, por un extraño que se hubiera metido dentro de su cabeza,
un extraño que la empujara a un cuarto pequeño mientras cierto hombre detrás de ella
le gritaba que se detuviera, un extraño que súbitamente la hiciera girar, luego la
empujara otra vez por donde por lógica no había lugar para empujar, para encontrarse
de repente en un mundo por completo diferente... creo que cualquier otra mujer, bajo
estas circunstancias, casi con certeza habría preguntado antes que nada: "¿Dónde
estoy?""
Odetta Holmes, en cambio, preguntó casi plácidamente:
- ¿Qué es exactamente lo que se propone hacer con ese cuchillo, joven?
Rolando alzó la mirada hacia Eddie, que estaba agachado y sostenía el cuchillo a
menos de un centímetro sobre la piel. Aun con su extraña velocidad, no había forma en
que el pistolero pudiera moverse lo bastante rápido para evitar la hoja si Eddie se
decidía a usarla.
- Sí - dijo Rolando. ¿Qué te propones hacer?
- No lo sé - contestó Eddie; parecía completamente disgustado consigo mismo.
Cortar carnada, supongo. No parece que haya venido aquí a pescar, ¿verdad?
Arrojó el cuchillo hacia la silla de la Dama, pero muy a la derecha. Se clavó
vibrando en la arena hasta el mango.
La Dama entonces volvió la cabeza y comenzó:
- Me pregunto si podrían ustedes por favor explicarme dónde me han tra...
Se detuvo. Había dicho "me pregunto si podrían ustedes" antes de que su cabeza
hubiera girado lo suficiente como para ver que no había nadie detrás de ella, pero el
pistolero observó con verdadero interés que de todas maneras ella siguió hablando un
momento más, porque su condición hacía que ciertas cosas fueran verdades
elementales de su vida: si ella se había movido, por ejemplo, alguien debió haberla
movido. Pero detrás de ella no había nadie.
Nadie en absoluto.
Volvió a mirar a Eddie y al pistolero, con sus ojos oscuros preocupados, confundidos,
alarmados, y ahora preguntaba. ¿Dónde estoy? ¿Quién me empujó? ¿Cómo es que estoy
aquí? ¿Cómo es posible, para el caso, que esté vestida, cuando estaba en mi casa, en
bata, a punto de ver las noticias de las doce? ¿Quién soy yo? ¿Dónde queda esto?
¿Quiénes son ustedes?
"Ha preguntado quién es - pensó el pistolero. El dique se ha quebrado y se
desbordan las preguntas; eso era de esperar. Pero hay una pregunta ("¿Quién soy yo?")
que aún ahora creo que ella ignora haber preguntado."
O cuándo.
Porque lo había preguntado antes.
Antes incluso de preguntar quiénes eran ellos, preguntó quién era ella.
Eddie pasó la mirada del hermoso rostro joven/ viejo de la mujer negra en la silla de
ruedas a la cara de Rolando.
- ¿Cómo es que no lo sabe?
- No sabría decirlo. La conmoción, supongo.
- ¿La conmoción la llevó de vuelta hasta la sala de su casa, antes de que saliera
hacia Macy's? ¿Tratas de decirme que lo último que recuerda es estar sentada en bata
escuchando a algún pavo sin aliento cantar cómo encontraron en los cayos de Florida a
ese payaso, con la mano izquierda de Christa McAuliff apoyada en la pared de su
estudio junto a su mero premiado?
Rolando no contestó.
Más aturdida que nunca, la Dama dijo:
- ¿Quién es Christa McAuliff? ¿Es una de las desaparecidas de los Viajes de la
Liberación?
Ahora fue Eddie el que no contestó. ¿Viajes de la Liberación? ¿Qué mierda era eso?
El pistolero le echó una mirada que Eddie fue capaz de leer con bastante facilidad:
¿No puedes ver la conmoción?
"Sé lo que quieres decir, Rolando, muchacho, pero sólo tiene sentido hasta cierto
punto. Yo mismo me sentí un poco conmocionado cuando te metiste a lo loco en mi
cabeza, pero eso no me borró la memoria."
Hablando de conmociones, él mismo había tenido otro buen sobresalto cuando ella
atravesó la puerta. Él estaba de rodillas sobre el cuerpo inerte de Rolando, con el
cuchillo justo encima de la piel vulnerable de su garganta... pero lo cierto era que de
ninguna manera Eddie pudo haber usado el cuchillo. No en ese momento, en todo caso.
Él miraba por la puerta, hipnotizado, cómo avanzaba a toda velocidad por un pasillo de
Macy's, y otra vez se acordó de El resplandor, donde uno veía lo que veía el niñito
cuando andaba en su triciclo por los pasillos de ese hotel encantado. Recordó que el
niño había visto en uno de los pasillos a ese espeluznante par de mellizas muertas. El
final de este pasillo era mucho más mundano: una puerta blanca. Tenía un cartelito
con letras discretas que decía SOLO DOS PRENDAS A LA VEZ, POR FAVOR. Sí, era
Macy's, sin ninguna duda. Claro que sí.
Una mano negra apareció y abrió de golpe la puerta mientras una voz masculina
(voz de policía, si Eddie alguna vez oyó una, y oyó muchas en su tiempo) le gritaba
detrás que dejara eso, que no había salida, que así empeoraba las cosas para ella, las
empeoraba mucho, y por el espejo que estaba a la izquierda, Eddie tuvo una rápida
visión de la mujer negra en la silla de ruedas, y recordó haber pensado: "Dios, ya la
tiene, muy bien, pero se nota que esto a ella no la hace muy feliz."
Entonces la visión giró y Eddie se estaba mirando a sí mismo. La visión se precipitó
hacia el que veía, y él quiso protegerse los ojos con la mano que sostenía el cuchillo,
porque de pronto la sensación de mirar a través de dos pares de ojos le pareció
demasiado, demasiado loco, iba a volverse loco si no lo podía parar, pero todo sucedió
demasiado rápido como para que tuviera tiempo.
La silla de ruedas atravesó la puerta. Entró justo; Eddie oyó cómo rezongaban los
ejes a los costados. Al mismo tiempo oyó otro sonido: un denso rasguido que le hizo
pensar en cierta palabra en la que no podía pensar del todo porque ignoraba que la
conocía. Entonces la mujer rodó hacia él sobre la arena pesada, y ya no parecía una
loca furiosa, en realidad casi no parecía en absoluto la mujer que Eddie había
vislumbrado por el espejo, pero supuso que eso no era sorprendente; cuando uno
pasaba de pronto de un probador de Macy's a la costa marina de un mundo dejado de
la mano de Dios, donde había langostas del tamaño de un perro Collie pequeño, en
cierto modo le quita a uno el aliento. Acerca de esto, el propio Eddie se sentía capaz de
dar testimonio.
La mujer rodó algo más de un metro antes de detenerse, y eso fue todo lo que
avanzó a causa de la cuesta y la textura pedregosa de la arena. Sus manos ya no
empujaban las ruedas como debían haber hecho ("Cuando mañana te despiertes con
los hombros doloridos, señora, puedes culpar de eso al caballero Rolando", pensó Eddie
amargamente), sino que aferraban los brazos de la silla mientras contemplaba a los
dos hombres.
Detrás de ella, la puerta ya había desaparecido. ¿Desaparecido? Esto no era
exactamente así. Pareció envolverse en sí misma, como un pedazo de película que corre
hacia atrás. Esto comenzó a suceder justo cuando el detective de la tienda entró
violentamente por la otra puerta, la más mundana, la que estaba entre la tienda y el
probador. Llegaba en tromba, seguro de que la choriza había trabado la puerta, y
Eddie pensó que se iba a pegar un porrazo contra la pared opuesta, pero Eddie nunca
alcanzó a ver si esto sucedía o no. Antes de que desapareciera por completo el encogido
espacio de la puerta entre este mundo y aquél, Eddie vio que del otro lado todo
quedaba congelado.
La película se había convertido en una fotografía quieta.
Ahora lo único que quedaba era la huella de la silla de ruedas, que comenzaba en
una nada arenosa y corría poco más de un metro hasta donde estaban la silla y su
ocupante.
- ¿Alguien tendría la amabilidad de explicarme dónde estoy y cómo llegué aquí? -
preguntó, casi suplicó la mujer en la silla de ruedas.
- Bueno, hay algo que puedo decirte, Dorothy - le contestó Eddie. Ya no estás en
Kansas.
Los ojos de la mujer se llenaron de lágrimas. Eddie pudo ver cómo ella trataba de
contenerlas, pero no lo logró. Comenzó a sollozar.
Furioso (y también disgustado consigo mismo) Eddie se volvió hacia el pistolero,
quien se había puesto de pie tambaleándose. Rolando se movió, pero no hacia la llorosa
Dama. Fue en cambio a buscar su cuchillo.
- ¡Díselo! - le gritó Eddie. Tú la trajiste, así que vamos, amigo, ¡díselo! - Y después
de un momento agregó en voz más baja - : Y luego dime cómo es que no se recuerda a
sí misma.
Rolando no respondió. No de inmediato. Se agachó, encajó el mango del cuchillo
entre los dos dedos que le quedaban de la mano derecha, lo transfirió con cuidado a la
izquierda, y lo deslizó en su vaina al costado de uno de los cintos. Aún trataba de
dilucidar lo que había sentido dentro de la mente de la Dama. A diferencia de Eddie,
ella lo había combatido, lo combatió como una gata desde el momento en que él pasó
adelante hasta que atravesaron la puerta rodando. El combate comenzó en el momento
en que ella lo percibió. No hubo lapso alguno porque tampoco hubo sorpresa. Él lo
había experimentado, pero no había comprendido un ápice. Ninguna sorpresa ante la
invasión de un extraño en su mente, sólo la furia inmediata, el terror, y el comienzo de
una batalla para sacudírselo y quedar libre de él. Ella ni remotamente ganó la batalla
- él sospechaba que no podía ganarla -, pero eso no impidió que lo intentara con todas
sus fuerzas. Él había sentido a una mujer enferma de miedo, de ira y de odio.
Dentro de ella sólo había percibido oscuridad; era una mente enterrada en una
caverna.
Sólo que...
Sólo que en el momento en que pasaron por la puerta y se separaron, él deseó
desesperadamente rezagarse un momento más. En un momento podía decirle tantas
cosas. Porque la mujer que ahora estaba frente a ellos no era la mujer en cuya mente
él había estado. Cuando estuvo dentro de la mente de Eddie sintió como si estuviera en
un cuarto cuyas paredes temblaban y sudaban de miedo. Estar en la mente de la
Dama era como tenderse desnudo en la oscuridad mientras las serpientes venenosas le
trepaban por encima.
Hasta el final.
Ella había cambiado al final.
Y ahí apareció algo diferente, algo que le parecía de una importancia vital, pero que
no podía comprender o no podía recordar. Algo como
(una mirada)
la puerta misma, sólo que en la mente de ella. Algo acerca de
(tú rompiste el plato especial fuiste tú)
un repentino brote de entendimiento. Como en los estudios, cuando uno por fin
veía...
- Oh, vete a la mierda - dijo Eddie disgustado. No eres más que una máquina.
Pasó delante de Rolando, fue hasta donde estaba la mujer, se arrodilló a su lado, y
cuando ella lo rodeó con sus brazos y lo apretó con pánico, como los brazos de un
nadador que se ahoga, él no se retiró sino que puso sus propios brazos alrededor de
ella y la abrazó a su vez.
- No pasa nada - dijo él. Quiero decir, no es gran cosa, pero está bien.
- ¿Dónde estamos? - lloró ella. Yo estaba en mi casa mirando la televisión para ver
si mis amigos pudieron salir de Oxford con vida y ahora estoy aquí. ¡Y NI SIQUIERA
SÉ DÓNDE ES!
- Bueno, yo tampoco - le dijo Eddie, abrazándola más fuerte; comenzaba a acunarla
un poco -, pero supongo que estamos juntos en esto. Yo soy del mismo lugar que tú,
nuestra querida ciudad de Nueva York, y yo pasé por lo mismo, bueno, algo diferente,
pero podríamos decir que era el mismo principio, y ya verás que todo irá bien. - Luego
agregó, como si lo hubiera pensado después - : Siempre que te guste la langosta.
Ella lo abrazó y lloró y Eddie la acunó un poco entre sus brazos y Rolando pensó:
"Ahora Eddie se pondrá bien. Su hermano ha muerto, pero ahora tiene a otra persona
que cuidar, así que se pondrá bien."
Pero sintió una punzada: un dolor profundo que le recriminaba en su corazón. Era
capaz de disparar - con la mano izquierda, en todo caso -, de matar, de seguir y seguir,
de avanzar, despiadado y brutal, a través de kilómetros y años, incluso dimensiones, al
parecer, en busca de la Torre. Era capaz de sobrevivir, a veces incluso de proteger -
había salvado a aquel muchacho, Jake, de una muerte lenta en la estación, y de
consunción sexual por el Oráculo al pie de las montañas -, pero al final había dejado
morir a Jake. Y esto tampoco había sido un accidente; había cometido un acto
consciente de condenación. Los contempló a los dos, vio cómo Eddie la abrazaba y le
aseguraba que todo iba a salir bien. Él no hubiera podido hacer eso, y al pesar de su
corazón ahora se sumó un miedo furtivo.
Si renunciaste a tu corazón por la Torre, Rolando, ya has perdido. Una criatura sin
corazón es una criatura sin amor, y una criatura sin amor es una bestia. Ser una
bestia tal vez sea tolerable, a pesar de que el hombre que ha llegado a serlo
seguramente pagará al final el precio propio del infierno, pero i qué importa si
obtienes tu objetivo? ¿Qué importa si te propones, sin corazón, tomar por asalto la
Torre Oscura y ganarla? Si nada hay más que oscuridad en tu corazón, ¿qué puedes
hacer más que degenerar de bestia en monstruo? Ganar las propias metas como una
bestia sólo resultaría amargamente cómico, como darle una lupa a un elefantasma.
Pero ganar las propias metas como un monstruo...
Pagar con el infierno es una cosa. ¿Pero quieres poseerlo?
Pensó en Allie, y en la muchacha que una vez lo esperaba en la ventana, pensó en
las lágrimas que derramó sobre el cuerpo sin vida de Cuthbert. Oh, entonces él había
amado. Sí. Entonces.
"¡Yo quiero amar!", gritó, pero a pesar de que ahora Eddie también lloraba un poco
con la mujer en la silla de ruedas, los ojos del pistolero permanecieron tan secos como
el desierto que había cruzado para llegar a este océano sin sol.
Más tarde respondería a la pregunta de Eddie. Iba a hacer eso porque creía que era
bueno para Eddie permanecer en guardia. La razón por la que ella no recordaba era
simple. No era una mujer sino dos.
Y una de ellas era peligrosa. Eddie le contó lo que pudo; saltó el tiroteo pero fue
sincero en todo lo demás.
Cuando hubo terminado, ella se quedó en perfecto silencio durante un rato con las
manos juntas sobre el regazo.
Por las montañas cada vez más bajas caían unos arroyitos que se agotaban unos
kilómetros más hacia el este. De allí Rolando y Eddie habían tomado el agua mientras
avanzaban hacia el norte. Al principio había ido Eddie a buscarla porque Rolando
estaba demasiado débil. Más tarde se habían turnado los dos, y cada vez tenían que
llegar más lejos y buscar un poco más antes de encontrar agua. A medida que las
montañas se reducían, los arroyitos se volvían cada vez más escuetos, pero el agua no
los había enfermado.
Hasta el momento.
Ayer había ido Rolando, y aunque eso implicaba que hoy le tocaba a Eddie, fue el
pistolero otra vez; se echó al hombro las cantimploras escondidas y se alejó sin decir
una palabra. A Eddie esto le pareció raramente discreto. No quería que el gesto lo
conmoviera - nada que viniera de Rolando, al menos -, pero descubrió que de todas
maneras se había conmovido un poco.
Ella escuchaba atentamente a Eddie, sin decir nada y con los ojos fijos en él. En un
momento Eddie pensaba que ella le llevaba cinco años, en seguida le parecía que eran
quince. Había algo en lo que no tenía nada que adivinar: estaba enamorándose de ella.
Cuando él terminó, ella se quedó callada un momento, ahora sin mirarlo a él sino
más allá de él; miraba las olas que al anochecer traerían a las langostas, y con ellas
sus extrañas preguntas de abogado. Se había ocupado especialmente de describirlas
con todo cuidado. Era mejor que ella se asustara un poquito ahora y no que se asustara
muchísimo cuando ellas salieran a jugar. Suponía que ella no querría comerlas, no
después de haber oído lo que le hicieron a la mano y al pie de Rolando, no después de
haberles echado una buena mirada de cerca. Pero al final el hambre sería más fuerte
que el pica chica y el toma choma.
Sus ojos estaban lejos, distantes.
- ¿Odetta? - preguntó él cuando hubieron pasado tal vez cinco minutos. Ella le había
dicho su nombre. Odetta Holmes. Él pensó que era un nombre bellísimo.
Ella lo miró a su vez, algo sobresaltada al salir de su ensueño. Sonrió un poquito.
Dijo una palabra.
Ella continuó. Si hubiera hablado en voz más alta (o tal vez si él no se estuviera
enamorando) casi habría sido una conferencia. Tal como era, sonaba más lírico que
discursivo.
"Sólo que - tenía que seguir recordándose a sí mismo - todo esto no son más que
tonterías, y tú tienes que convencerla de eso. Por su bien."
- Es posible que haya recibido una herida en la cabeza - dijo ella. Tienen notables
expertos en el manejo de hachas y garrotes en la ciudad de Oxford.
-
La ciudad de Oxford.
-
Eso tocó una débil fibra de reconocimiento en algún punto remoto de la mente de
Eddie. Ella había dicho esas palabras en una suerte de ritmo que por alguna razón él
asoció con Henry... Henry y pañales mojados ¿Por qué? ¿Qué era? Ahora no importaba.
- ¿Tratas de decirme que crees que todo esto es una especie de sueño que tienes
mientras estás inconsciente?
- O en coma - dijo ella. Y no hace falta que me mires como si pensaras que es una
idea ridícula, porque no lo es. Mira esto.
Apartó cuidadosamente su cabello del lado izquierdo, y Eddie vio que lo llevaba
peinado a un lado no sólo porque le gustara el estilo. La vieja herida por debajo del
nacimiento del pelo tenía una fea cicatriz, no marrón sino de un color gris blancuzco.
- Supongo que has pasado muchos malos ratos en tus tiempos - le dijo.
Ella se encogió de hombros con impaciencia.
- Muchos malos ratos y mucha vida fácil - puntualizó. Es posible que todo se
compense. Te lo he enseñado sólo porque estuve en coma tres semanas cuando tenía
cinco años. En esa época soñaba muchísimo No puedo recordar lo que soñaba, pero
recuerdo que mi madre decía que mientras siguiera hablando no me iba a morir, y
parece que hablaba todo el tiempo, aunque mi madre decía que no podían entender
más que una palabra de cada doce. Recuerdo que los sueños eran muy vívidos.
Hizo una pausa y miró a su alrededor.
- Tan vívido como parece ser este lugar. Y también tú, Eddie.
Cuando ella pronunció su nombre a él le hormiguearon los brazos. Oh, le había
pegado, claro que sí. Le había pegado fuerte.
- Y él - agregó ella y se estremeció. Él parece lo más vívido de todo.
- Debemos parecerlo. Quiero decir, somos reales, pienses tú lo que pienses.
Ella le dedicó una sonrisa amable. Absolutamente descreída.
- ¿Cómo sucedió? - preguntó él. ¿Esa cosa en tu cabeza?
- No tiene importancia. Sólo quería decir que lo que sucedió una vez muy bien
podría volver a suceder.
- No, pero tengo curiosidad.
- Me golpeó un ladrillo. Era nuestro primer viaje al norte. Veníamos de la ciudad de
Elizabeth, Nueva Jersey. Vinimos en el coche Jim Crow.
- ¿Qué es eso?
Ella lo miró incrédula, casi burlona.
- ¿Dónde has estado metido, Eddie? ¿En un refugio antiaéreo?
- Soy de un tiempo diferente - dijo. ¿Puedo preguntarte qué edad tienes, Odetta?
- Tengo edad suficiente para votar, pero no tengo edad suficiente para el Seguro
Social.
- Bueno, supongo que eso me pone en mi lugar.
- Pero con gentileza, espero. - Y le sonrió con esa sonrisa radiante que le hacía
hormiguear los brazos.
- Yo tengo veintitrés años - dijo él -, pero nací en 1964... el año en el que tú vivías
cuando Rolando te tomó.
- Qué disparate.
- No. Yo vivía en 1987 cuando me tomó a mí.
- Bueno - musitó ella después de un momento. Ciertamente eso agrega mucho a tu
tesis de que todo esto es realidad, Eddie.
- El coche Jim Crow... ¿era donde tenía que quedarse la gente black?
- Los negros - corrigió ella. Llamar black a un negro es algo rudo, ¿no te parece?
- Hacia 1980, más o menos, vosotros mismos os llamaréis así - dijo Eddie. Cuando
yo era pequeño, llamarle negro a un chico black podía meterte en una pelea. Era casi
como llamarlo "carbonilla".
Por un momento ella lo miró con alguna incertidumbre, y luego volvió a sacudir la
cabeza.
- Cuéntame lo del ladrillo, entonces.
- La hermana menor de mi madre se iba a casar - explicó Odetta. Se llamaba Sofía,
pero mi madre siempre la llamaba Hermana Azul porque era el color que más le
gustaba. "O por lo menos le gustaba creer que le gustaba", que era lo que decía mi
madre. Así que yo siempre la llamaba Tía Azul, aun antes de conocerla. Fue una boda
muy hermosa. Luego hubo una recepción. Recuerdo todos los regalos.
Se echó a reír.
- A los niños los regalos siempre les parecen maravillosos, ¿verdad?
Él sonrió.
- Sí, tienes razón. Uno nunca olvida los regalos. Ni los que uno recibe, ni tampoco
los que reciben los demás.
- En esa época mi padre había comenzado a ganar dinero, pero lo único que yo sabía
era que íbamos tirando. Eso es lo que siempre decía mi madre y una vez, cuando le dije
que una niña con la que yo jugaba me había preguntado Si mi padre era rico, mi
madre me explicó que eso era lo que yo debía decir si alguna de mis compañeras me
hacía esa pregunta. Que íbamos tirando. Así que estaban en condiciones de regalarle a
Tía Azul un juego divino de porcelana, v recuerdo...
Su voz falló. Alzó una mano hasta la sien y se la masajeó con aire ausente, como si
en ese lugar estuviera comenzándole un dolor de cabeza.
- ¿Recuerdas qué, Odetta?
- Recuerdo que mi madre le dio uno especial.
- ¿Qué cosa?
- Perdona. Me duele la cabeza. Y se me traba la lengua. Y de todas maneras no sé
por qué me molesto en contarte todo esto.
- ¿Te importa?
- No, no me importa. Quería decir que mi madre le dio un plato especial de adorno.
Era blanco, con una delicada guarda azul filigranada que zigzagueaba todo alrededor
del borde.
Odetta sonrió brevemente. Eddie pensó que no era una sonrisa del todo cómoda.
Algo referido a ese recuerdo la perturbaba, y la forma, la urgencia con que esto parecía
volverse más importante que la situación extremadamente extraña en la que ella se
encontraba ahora, una situación que debería estar requiriendo toda o buena parte de
su atención, lo perturbaba a él.
- Puedo ver ese plato tan claramente como te veo ahora a ti, Eddie. Mi madre se lo
dio a Tía Azul y ella lloró y lloró cuando lo recibió. Creo que había visto un plato como
ése una vez cuando ella y mi madre eran niñas, sólo que por supuesto sus padres
nunca hubieran podido permitirse algo como eso. Ninguno de ellos tuvo algo especial
cuando eran pequeños. Después de la recepción, Tía Azul y su marido se fueron de
luna de miel a las Great Smokies. Se fueron en tren. - Miró a Eddie.
- En el coche Jim Crow - afirmó él.
- ¡Cierto! ¡En el coche Jim Crow! En esa época los negros viajaban y comían ahí. Eso
es lo que tratamos de cambiar en la ciudad de Oxford.
Ella lo miró, esperando casi seguramente que él insistiera en que ella estaba ahí,
pero él quedó atrapado otra vez en la telaraña de su propia memoria: pañales mojados
y esas palabras: Ciudad de Oxford. Sólo que de pronto aparecieron otras palabras, una
sola frase, pero podía recordar que Henry la cantaba una y otra vez hasta que su
madre le pedía que por favor se callara para poder escuchar a Walter Cronkite.
Que alguien investigue en las dunas. Ésas eran las palabras. Henry lo cantaba una
y otra vez en un tono monocorde y nasal. Trató de acordarse más pero no lo logró, y en
realidad no se sorprendió. En esa época él no podía tener más de tres años. Que
alguien investigue en las dunas. Las palabras le dieron escalofríos.
- Eddie, ¿estás bien?
- Sí. ¿Por qué?
- Porque temblabas.
Él sonrió.
- El Pato Donald debe haber caminado sobre mi tumba.
Ella se echó a reír.
- En cualquier caso, puedo decir que al menos no arruiné la fiesta. Ocurrió cuando
caminábamos de vuelta a la estación de tren. Pasamos la noche en casa de un amigo
de Tía Azul, y a la mañana siguiente mi padre llamó un taxi. El taxi llegó casi en
seguida, pero cuando el chófer vio que éramos de color se marchó a toda velocidad
como si se le estuviera incendiando la cabeza y el fuego le llegara al trasero. El amigo
de Tía Azul había partido antes hacia la estación con nuestro equipaje. Teníamos
mucho equipaje porque pensábamos pasar una semana en Nueva York. Recuerdo que
mi padre había dicho que no podía esperar para ver cómo se me iluminaba la cara
cuando diera la hora en el reloj de Central Park y todos los animales comenzaran a
bailar.
"Mi padre dijo que bien podríamos ir caminando hacia la estación. Mi madre se
mostró de acuerdo más rápida que la luz: dijo que era una buena idea, no había más
que un kilómetro y medio de distancia y sería bueno estirar las piernas después de
haber dejado atrás tres días en un tren y de tener por delante medio día más en otro.
Mi padre dijo que sí, y que además hacía un tiempo hermoso, pero creo que incluso a
los cinco años yo sabia que él estaba furioso y ella se sentía turbada y los dos tenían
miedo de llamar a otro taxi porque podía pasar lo mismo otra vez.
"Así que nos fuimos caminando por la calle. Yo iba por el lado de adentro porque mi
madre tenía miedo de que anduviera muy cerca del tránsito. Recuerdo que yo me
preguntaba si mi padre había querido decir que mi cara se iba a poner a brillar de
verdad o algo así cuando viera ese reloj en Central Park, y si eso no dolería, y fue
entonces cuando el ladrillo cayó sobre mi cabeza.
"Por un rato todo fue oscuridad. Luego comenzaron los sueños. Sueños vívidos.
Sonrió.
- Como este sueño, Eddie.
- ¿El ladrillo se cayó, o te lo tiró alguien?
- Nunca encontraron a nadie. La policía (esto me lo contó mi madre mucho después,
cuando yo tenía dieciséis años, más o menos) encontró el lugar donde pensaron que
había estado el ladrillo, pero también faltaban otros y había algunos que estaban
sueltos. Estaba en la parte de fuera de la ventana de una habitación de un cuarto piso
en un edificio de apartamentos evacuado y clausurado. Pero por supuesto había un
montón de gente que de todas maneras se quedaba ahí. Especialmente de noche.
- Claro - dijo Eddie.
- Nadie vio a ninguna persona dejar el edificio, así que quedó como un accidente. Mi
madre dijo que ella creía que efectivamente había sido un accidente, pero creo que
mentía. Ni siquiera se molestó en tratar de decirme lo que creía mi padre. Aún les
dolía a los dos la forma en que el taxista nos había echado una mirada y se había
largado. Fue eso más que ninguna otra cosa lo que les hizo creer que había habido
alguien ahí arriba, mirando por la ventana, que, al vernos llegar, decidió dejar caer un
ladrillo sobre los negros.
"¿Saldrán pronto tus criaturas langostas?
- No - contestó Eddie. No salen hasta el anochecer. Así que una de tus ideas es que
todo esto es un sueño comatoso como los que tenías cuando te golpeó el ladrillo. Sólo
que esta vez habría sido con un garrote o algo así.
- Sí.
- ¿Cuál es la otra?
Odetta tenía la cara y la voz bastante tranquilas, pero llenaba su cabeza una fea
maraña de imágenes que iban a parar todas a la ciudad de Oxford. ¿Cómo era esa
canción? Hay dos hombres muertos a la luz de la luna, / Pronto, que alguien investigue
en las dunas. No era exactamente así, pero estaba cerca. Cerca.
- Es posible que me haya vuelto loca - dijo.
Las primeras palabras que se le cruzaron a Eddie por la mente fueron: Si crees que
te has vuelto loca, estás chiflada.
Después de una breve consideración, sin embargo, no le pareció que éste fuera un
argumento apropiado para proponer.
En cambio se quedó un momento en silencio, sentado junto a la silla de ruedas, con
las rodillas flexionadas y sujetándose las muñecas con las manos.
- ¿Realmente eras un adicto a la heroína?
- Lo soy - confirmó él. Esto es como ser un alcohólico o consumir crack. No es algo de
lo que uno se pueda curar. Recuerdo que solía escuchar eso y mentalmente me decía:
"Sí, sí, claro, seguro", ya sabes, pero ahora lo comprendo. Todavía quiero, supongo que
una parte de mí va a querer siempre, pero la parte física pasó.
- ¿Qué es crack? - preguntó ella.
- Es algo que todavía no se había inventado en tu tiempo. Es algo que se hace con la
cocaína, sólo que es como convertir dinamita en una bomba atómica.
- ¿Tú lo tomabas?
- Joder, no. Lo mío era la heroína. Ya te lo he dicho.
- No pareces un adicto - dijo ella.
En realidad Eddie tenía un aspecto estupendo... es decir, si uno ignoraba el olor
salaz que desprendía su cuerpo y su ropa (podía enjuagarse y lo hacía, podía enjuagar
su ropa y lo hacía, pero al carecer de jabón no podía realmente lavarse ni lavarlas).
Había tenido el pelo corto cuando Rolando puso el pie en su vida (es lo mejor para
cruzar la Aduana, querido, y fíjate qué gran chiste resultó ser eso), y aún tenía un
largo respetable Todas las mañanas se afeitaba con el borde afilado del cuchillo de
Rolando, al principio con cautela, pero cada vez más confiadamente. Cuando Henry se
fue a Nam él era demasiado joven como para que el afeitarse fuera parte de su vida, y
en esa época tampoco era gran cosa para Henry; nunca se dejó la barba, pero a veces
pasaban tres o cuatro días antes de que mamá lo regañara para que "segara los
rastrojos". Cuando volvió, sin embargo, Henry se había convertido en un maniático del
afeitado (y también de otras cosas: talco para los pies después de la ducha; tres o
cuatro veces por día cepillado de dientes seguido de un buche de elixir bucal; la ropa
siempre colgada) y también convirtió a Eddie en un fanático. El rastrojo se segaba
cada mañana y cada tarde. Ahora tenía ese hábito metido hasta el hueso, lo mismo que
los otros que Henry le había enseñado. Incluyendo, naturalmente, el que se hacía con
una aguja. - ¿Estoy demasiado limpito? - le preguntó, sonriendo.
- Demasiado blanco - corroboró ella brevemente, y se quedó callada por un
momento, mirando hacia el mar con gesto sombrío. Eddie también se quedó callado. Si
existía una réplica para algo como eso, él lo ignoraba.
- Discúlpame - dijo ella. Eso ha sido muy descortés y muy injusto. No suelo decir
cosas así.
- Está bien.
- No está bien. Es como si una persona blanca dijera algo como "Vaya, nunca habría
adivinado que eras un negro" a alguien con la piel muy clara.
- Te gusta considerarte a ti misma más ecuánime - indicó Eddie.
- Yo diría que lo que nos consideramos a nosotros mismos y lo que realmente somos
rara vez tiene mucho en común, pero sí, me gusta considerarme a mí misma como
ecuánime, así que por favor acepta mis disculpas, Eddie.
- Con una condición.
- ¿Cuál? - Ella sonreía un poco otra vez. Eso era bueno. Le gustaba hacerla sonreír.
- Dale también a esto una oportunidad justa. Es la condición.
- ¿Darle una oportunidad justa a qué? - Ella sonaba ligeramente divertida. En
cualquier otra persona ese tono de voz le habría erizado; habría creído que le tomaban
el pelo, pero con ella era diferente. Con ella estaba perfectamente bien. Con ella casi
cualquier cosa estaría perfectamente bien.
- A que existe una tercera posibilidad: que esto esté ocurriendo realmente. Quiero
decir... - Eddie se aclaró la garganta. Yo no soy muy bueno en este tipo de mierda
filosófica, ya sabes, la metamorfosis o como coño se llame...
- ¿Te refieres a la metafísica?
- Quizá. No lo sé. Me parece. Pero sé que uno no puede andar por ahí negando lo
que le dicen sus sentidos. Porque, fíjate, si es cierta tu idea de que todo esto es un
sueño...
- Yo no dije sueño...
- Lo que hayas dicho, es más o menos a donde va a parar, ¿no? ¿Una realidad falsa?
Si un momento atrás hubo algo ligeramente condescendiente en su voz, ahora había
desaparecido.
- La filosofía y la metafísica podrán no ser tu fuerte, Eddie, pero debes de haber sido
un polemista fantástico en la escuela.
- Nunca estuve en los debates. Eso era para gays, para mamones y monstruos. Lo
mismo que el club de ajedrez. ¿A qué te refieres con mi fuerte? ¿Qué es un fuerte?
- Sólo algo que te gusta. ¿Y tú qué quieres decir con gays? ¿Qué son los gays?
Él se quedó mirándola por un momento y luego se encogió de hombros.
- Homosexuales. Putos. No importa. Podríamos pasarnos todo el día
intercambiándonos jergas. Pero no nos llevaría a ninguna parte. Lo que trato de decir
es que si todo esto es un sueño, podría ser mío y no tuyo. Tú podrías ser un producto de
mi imaginación.
La sonrisa de ella vaciló un poco.
- Tú... a ti nadie te golpeó.
- Nadie te golpeó a ti, tampoco.
Ahora su sonrisa desapareció por completo.
- Nadie que yo pueda recordar - corrigió con un tono afilado en la voz.
- ¡Ni yo tampoco! - dijo él. Tú me dijiste que en Oxford son duros. Bueno, esos tipos
de la Aduana no fueron precisamente un encanto cuando no pudieron encontrar la
droga que buscaban. Uno de ellos pudo darme un golpe en la cabeza con la culata de su
pistola. En este mismo momento yo podría estar en la sala de guardia de Bellevue,
soñándote a ti y a Rolando mientras ellos escriben sus informes, en los que explicarían
cómo fue que mientras estaban interrogándome me puse violento y tuvieron que
abatirme.
- No es lo mismo.
- ¿Por qué no? ¿Sólo porque tú eres esta inteligente y socialmente activa black lady
sin piernas, y yo no soy más que un reventado de Co-Op City? - Lo dijo con una
sonrisa, como broma amigable, pero ella lo miró con furia.
- ¡Me gustaría que dejaras de llamarme black!
Él suspiró.
- Está bien, pero me costará acostumbrarme.
- Debiste haber estado en el club de debates de todas maneras.
- Y una mierda - dijo él, y al ver el giro de los ojos de ella volvió a darse cuenta que
la diferencia entre ellos era mucho más amplia que el color; se hablaban el uno al otro
desde islas separadas. El agua que corría en medio era el tiempo. No importa. La
palabra había atrapado su atención. No quiero discutir contigo. Quiero que seas
consciente de que estás despierta, eso es todo.
- Podrías estar en condiciones de aceptar, al menos de forma provisional, conforme a
los dictados de tu tercera posibilidad en tanto esta... esta situación continuara, salvo
por una cosa: hay una diferencia fundamental entre lo que te ha pasado a ti, y lo que
me ha pasado a mí. Tan fundamental y tan grande que no la has visto.
- Entonces muéstramela.
- No hay discontinuidad en tu estado consciente. Hay una muy grande en el mío.
- No comprendo.
- Quiero decir que tú puedes dar cuenta de todo tu tiempo - dijo Odetta. Tu relato se
continúa de punto a punto: el avión, la incursión de ese... ese... la incursión de él...
Hizo un gesto con la cabeza hacia las colinas con clara expresión de disgusto.
- El escondite de la droga, los oficiales que te tomaron en custodia, todo el resto. Es
un cuento perfecto, no le faltan enlaces.
"En cuanto a mí, volví de Oxford, me fue a buscar Andrew, mi chófer, y me llevó de
vuelta a mi edificio. Me bañé y quería dormir... tenía un terrible dolor de cabeza, y el
sueño es la única medicina que me ayuda en algo cuando los dolores son realmente
fuertes. Pero era casi medianoche y pensé que antes vería las noticias. Algunos de
nosotros habíamos salido, pero una buena cantidad seguía detenida cuando nos
fuimos. Quería enterarme de lo que había pasado, si sus casos se habían resuelto.
"Me sequé, me puse la bata y me fui a la sala. Puse el noticiero de la televisión. El
locutor comenzó a hablar de un discurso que había dicho Jruschev acerca de los
consejeros estadounidenses en Vietnam. Dijo: "Tenemos un informe filmado de..." y
entonces desapareció y yo estaba rodando por esta playa. Tú dices que me has visto en
una suerte de puerta mágica que ahora se fue, y que yo estaba en Macy's, y que estaba
robando. Todo esto ya es bastante absurdo, pero aun cuando fuera así, podría robar
algo mejor que joyas de fantasía. Yo no llevo joyas.
- Más vale que vuelvas a mirar tus manos, Odetta - dijo Eddie suavemente.
Durante un tiempo muy largo ella pasó la mirada del "diamante" de su pulgar
izquierdo, demasiado grande y vulgar como para ser otra cosa que pasta, al gran ópalo
del dedo medio de su mano derecha, demasiado grande y vulgar como para ser otra
cosa que verdadero.
- Nada de esto está sucediendo - repitió ella con firmeza.
- ¡Pareces un disco rayado! - Por primera vez él estaba genuinamente enojado. Cada
vez que alguien abre un agujero en tu historieta tú simplemente te retiras a esa
mierda de "nada de esto está sucediendo". Debes ponerte al tanto, Detta.
- ¡No me llames así! ¡Odio ese nombre! - estalló ella de un modo tan estridente que
Eddie retrocedió.
- Disculpa. ¡Joder! No lo sabía.
- Pasé de la noche al día, de estar desnuda a estar vestida, de la sala de mi casa a
esta playa desierta. Y lo que verdaderamente sucedió es que algún cuellorrojo* tripudo
me pegó un garrotazo en la cabeza ¡y eso es todo!
- Pero tus recuerdos no se quedan en Oxford - dijo él suavemente.
- ¿Qué? - Incierta otra vez. O tal vez veía sin querer ver. Igual que con los anillos.
- Si fue en Oxford donde te pegaron, ¿cómo es que tus recuerdos no se detienen ahí?
- No siempre tienen mucha lógica estas cosas. - Ella se masajeaba otra vez las
sienes. Y ahora, Eddie, si a ti te da lo mismo, francamente me gustaría terminar esta
conversación. Mi dolor de cabeza ha regresado. Es bastante fuerte.
- Supongo que si las cosas tienen lógica o no depende de lo que uno quiera creer. Yo
te vi en Macy's, Odetta. Te vi robando. Tú dices que no haces esas cosas, pero también
me dijiste que no llevas joyas. Me has dicho eso a pesar de que miraste tus manos
varias veces mientras hablábamos. Esos anillos estaban ahí entonces, pero fue como si
no pudieras verlos hasta que yo te llamé la atención sobre ellos.
- ¡No quiero hablar de eso! ¡Me duele la cabeza!
- Muy bien. Pero sabes dónde perdiste la huella del tiempo, y no fue en Oxford.
- Déjame en paz - dijo ella con tono aburrido.
Eddie vio al pistolero avanzar penosamente en su camino de regreso con dos
cantimploras llenas, una atada a su cintura y la otra echada sobre sus hombros.
* Redneck: Miembro blanco de la clase rural del sur de Estados Unidos. Se llaman así porque en sus persecuciones a los
negros se identifican con un pañuelo rojo al cuello. (N. del T.)
- Me gustaría poder ayudarte - dijo Eddie -, pero, para eso, supongo que debería ser
real.
Se quedó un momento parado a su lado, pero ella tenía la cabeza inclinada y se
masajeaba constantemente las sienes con las puntas de los dedos.
Eddie fue al encuentro de Rolando.
- Siéntate. - Eddie tomó las cantimploras. Pareces deshecho.
- Sí. Estoy enfermando otra vez.
Eddie miró la frente y las mejillas encendidas del pistolero, sus labios agrietados, y
asintió.
- Esperaba que no sucediera, pero no me sorprende, amigo. No cumpliste todo el
ciclo. Balazar no tenía suficiente Keflex.
- No te comprendo.
- Si no tomas una droga con penicilina durante el tiempo suficiente, no matas la
infección. Sólo la mandas al subsuelo. Pasan unos días y la infección vuelve. Vamos a
necesitar más, pero al menos hay una puerta para ir a buscar. Mientras tanto sólo
tienes que tomártelo con calma. - Pero Eddie se sentía infeliz pensando en las piernas
que Odetta no tenía, y en los trechos cada vez más largos que era preciso recorrer para
encontrar agua. Se preguntó si Rolando pudo haber elegido un momento peor para
tener una recaída. Supuso que era posible; pero simplemente no se le ocurría cómo.
- Debo decirte algo acerca de Odetta.
- ¿Ése es su nombre?
- Ajá.
- Es un nombre encantador - afirmó el pistolero. - Sí. Yo pensé lo mismo. Lo que no
es muy encantador es el modo en que se siente con respecto a este lugar. No cree estar
aquí.
- Lo sé. Y yo no le gusto mucho, ¿verdad?
"No - pensó Eddie -, pero eso no impide que te considere como el guía de una
alucinación." No lo dijo, sólo asintió.
- Las razones son casi las mismas - dijo el pistolero. Te das cuenta de que ella no es
la mujer que yo traje. No lo es en absoluto.
Eddie se quedó mirándolo y luego de pronto asintió, excitado. Esa imagen borrosa
en el espejo... esa cara malhumorada... el hombre tenía razón. ¡Dios, por supuesto que
tenía razón! Ésa no era Odetta en absoluto.
Entonces recordó las manos que revolvían descuidadamente entre los pañuelos, y de
la misma manera descuidada se habían dedicado a la tarea de meter esas fantasías
baratas en su gran cartera... daba la impresión de que casi quería que la atraparan.
Los anillos habían estado ahí.
Los mismos anillos.
"Pero eso no significa necesariamente que hayan sido las mismas manos - pensó
salvajemente -, aunque no pudo creerlo más de un segundo. Él había estudiado esas
manos. Eran las mismas, delicadas de dedos largos."
- No - continuó el pistolero. No lo es. - Sus ojos azules observaron a Eddie con
cuidado.
- Sus manos...
- Escucha - advirtió el pistolero -, y escúchame cuidadosamente. Nuestras vidas
pueden depender de eso. La mía porque estoy enfermando otra vez, y la tuya porque te
has enamorado de ella.
Eddie no dijo nada.
- Ella es dos mujeres en el mismo cuerpo. Era una mujer cuando entré en ella, y
otra cuando regresé aquí.
Ahora Eddie no pudo decir nada.
- Había algo más, algo extraño, pero yo no lo comprendí o se me escapó. Parecía
importante.
Rolando miró más allá de Eddie, miró hacia la silla de ruedas en la arena, desolada
al final de su corta huella desde ninguna parte. Luego volvió a mirar a Eddie.
- Es muy poco lo que comprendo de esto, o de cómo pueden suceder estas cosas, pero
debes mantenerte en guardia. ¿Entiendes eso?
A los pulmones de Eddie parecía faltarles aire. Entendía - o tenía por lo menos la
comprensión de un tipo que va al cine y ha visto el tipo de cosas de las que le estaba
hablando el pistolero -, pero no le alcanzaba el aliento para explicarlo. Todavía no.
Sentía como si Rolando le hubiera quitado el aliento de una patada.
- Bien. Porque la mujer en la que entré del otro lado de la puerta era tan mortal
como esas langostas que salen al anochecer.
-
IV. DETTA AL OTRO LADO
"Debes mantenerte en guardia", había dicho el pistolero, y Eddie se había mostrado
de acuerdo, pero el pistolero sabía que Eddie ignoraba de qué estaba hablando; toda la
mitad posterior de la mente de Eddie, donde está o no está la supervivencia, no recibió
el mensaje.
Esto lo vio el pistolero.
Fue bueno para Eddie que lo viera.
En la mitad de la noche, los ojos de Detta Walker se abrieron de golpe. Estaban
llenos de la luz de las estrellas y de clara inteligencia.
Recordaba todo: cómo había luchado, como la habían atado a su silla, cómo se
habían burlado de ella llamándola "negra hija de puta, negra hija de puta". Recordó los
monstruos que salieron de las olas y recordó cómo uno de los hombres, el mayor, había
matado a uno de ellos. El joven había armado un fuego y lo había cocinado, y luego le
había ofrecido sonriendo carne de monstruo humeante pinchada en un palo. Recordó
haberle escupido a la cara, recordó cómo su sonrisa se había convertido en una mueca
de blanco furioso. Le había pegado en la cara y le había dicho: "Bueno, muy bien, ya
vendrás, negra hija de puta. Sólo es cuestión de esperar." Luego él y el Hombre Malo
de Verdad se habían reído y el Hombre Malo de Verdad había sacado un jamón, había
escupido en él y lo había cocinado lentamente sobre el fuego en la playa
de este extraño lugar al que la habían traído.
El olor de la carne que se cocinaba lentamente era seductor, pero ella se había
contenido. Incluso cuando el más joven hizo ondular un trozo cerca de su cara
cantando: "Muérdelo, negra hija de puta, vamos, muérdelo", ella se había quedado
sentada como una piedra, reprimida.
Luego se había dormido, y ahora estaba despierta, y las cuerdas con que la habían
atado habían desaparecido. Ya no estaba en su silla sino tendida sobre una manta y
debajo de otra, bastante lejos de la línea de la marea alta, donde esas
langostruosidades aún vagaban y preguntaban y atrapaban en el aire a esa
infortunada gaviota solitaria.
Miró a la izquierda y no vio nada.
Miró a la derecha y vio a dos hombres dormidos, envueltos en dos pilas de mantas.
El más joven estaba más cerca, y el Hombre Malo de Verdad se había quitado los
cintos y los había dejado a su lado.
Las armas aún estaban dentro.
"Cometiste un grave error, mamón", pensó Detta, y giró a su derecha. El crujido
pedregoso de su cuerpo sobre la arena resultaba inaudible bajo el viento, las olas, las
criaturas preguntonas. Se arrastró lentamente por la arena (ella misma como una
langostruosidad), con los ojos brillantes.
Llegó hasta donde estaban los cintos y sacó uno de los revólveres.
Era muy pesado, de culata muy suave y de algún modo independientemente fatal
en su mano. El peso no le molestaba. Tenía brazos fuertes, Detta Walker los tenía.
Se arrastró un poco más.
El hombre más joven no era más que una piedra que roncaba, pero el Hombre Malo
de Verdad se movió un poco en sueños y ella se quedó congelada con una mueca
tatuada en su cara hasta que él dejo de moverse.
'sun cabrón hijeputa. Fíjate bien, Detta. Fíjate, ta sigura.
Encontró el pestillo de la cámara, trató de moverlo hacia delante, no lo logró, y
entonces lo tiró hacia arriba. La cámara se abrió.
¡Cargado! ¡Ta basura tá cargada! Vassasé camin primero a ete cabronaso y ese
Hombre Malo de Verdá se va despertá y tú le darás una gran sonrisa - sonríe tesorito
así puedo ver dónde estás - y luego vassa sacudile el reló, ta.
Volvió a cerrar la cámara, comenzó a tirar del martillo... y luego esperó.
Cuando el viento levantó una ráfaga fuerte retiró el martillo del todo.
Detta apuntó el revólver de Rolando a la sien de Eddie.
El pistolero observó todo esto con un ojo medio abierto. La fiebre había regresado,
pero no muy alta todavía, no tan alta como para que tuviera que desconfiar de sí
mismo. Así pues, esperó; ese ojo medio abierto era el dedo en el gatillo de su cuerpo, el
cuerpo que siempre había sido su revólver cuando no había un revólver a mano.
Ella tiró del gatillo.
Clic
Por supuesto, clic
Cuando él y Eddie regresaron de su cambio de palabras con las cantimploras,
Odetta Holmes estaba profundamente dormida en su silla, echada a un costado. Le
prepararon una cama en la arena lo mejor que pudieron y la cargaron delicadamente
desde su silla de ruedas hasta las mantas extendidas. Eddie había estado seguro de
que se despertaría, pero Rolando sabía que no.
Él mató, Eddie preparó el fuego, y comieron. Guardaron una porción para Odetta.
Luego habían hablado, y Eddie dijo algo que le pegó a Rolando como el repentino
estallido de un relámpago. Fue demasiado brillante y demasiado breve como para
darle una comprensión total, pero vio mucho, del mismo modo en que se puede
discernir el trazado de la tierra con el resplandor de un solo y afortunado relámpago.
Pudo habérselo dicho a Eddie entonces, pero no lo hizo. Comprendió que debía ser el
Cort de Eddie, y cuando uno de los pupilos de Cort quedaba herido y sangrando por
algún golpe inesperado, la respuesta de Cort siempre había sido la misma: "Un niño no
comprende un martillo hasta que no se golpea el dedo contra el clavo. ¡Levántate y
deja de lloriquear, larva! ¡Has olvidado el rostro de tu padre! "
Así que Eddie se había quedado dormido, a pesar de que Rolando le había dicho que
debía mantenerse en guardia, y cuando Rolando estuvo seguro de que ambos dormían
(había tenido que esperar más tiempo por la Dama, que podía, creía él, ser artera),
había vuelto a cargar sus armas con cápsulas usadas, que desató (eso le produjo una
punzada de dolor), y dejó luego al lado de Eddie.
Luego esperó.
Una hora; dos; tres.
Al mediar la cuarta hora, cuando su cuerpo cansado y afiebrado pugnaba por
dormirse, le pareció observar que la Dama despertaba y él mismo se despertó por
completo.
La vio rodar sobre sí misma. Vio cómo convertía sus manos en zarpas y se
impulsaba por la arena hasta donde estaban los cintos con las armas. La vio sacar una
y acercarse a Eddie, hacer luego una pausa, con la cabeza inclinada, y las fosas nasales
que se inflaban y se contraían: hacían algo más que oler el aire, lo degustaban.
Sí. Ésta era la mujer que él había traído.
Cuando ella miró hacia el pistolero, él hizo más que fingir que dormía, porque ella
hubiera percibido la simulación; se durmió. Cuando sintió que la mirada de ella se
movía hacia otro lado se despertó y volvió a abrir ese solo ojo. Vio cómo ella comenzaba
a levantar el revólver - lo
hizo con menos esfuerzo del que había mostrado Eddie la primera vez que Rolando
lo vio hacer lo mismo - y apuntarlo hacia la cabeza de Eddie. Luego se detuvo, con la
cara llena de inexpresable astucia.
En ese momento ella le recordó a Marten.
Ella jugueteó con el cilindro; lo hizo mal al principio, luego lo abrió. Miró las
cabezas de las cápsulas. Rolando se puso tenso; primero esperó a ver si ella sabría que
ya habían sido usadas, después esperó a ver si ella volvería el revólver del revés para
mirar el otro extremo del cilindro, y ver que ahí sólo había vacío en lugar de plomo (en
un momento pensó cargar el revólver con cartuchos que hubieran fallado, pero sólo fue
por un momento; Cort les había enseñado que las armas en última instancia las carga
el Diablo, y un cartucho que falló una vez puede no fallar la segunda). Si ella hiciera
eso, él saltaría al instante.
Pero ella volvió a meter el cilindro, comenzó a mover el martillo... y luego volvió a
detenerse. Esperaba el momento en que el viento enmascarara ese solo y suave clic
Pensó: "Aquí hay otra. Dios, ésta es mala y no tiene piernas, pero es una pistolera,
tan seguro como que Eddie lo es."
Esperó junto con ella.
El viento levantó una ráfaga.
Ella terminó de amartillar el revólver y lo colocó a un centímetro de la sien de
Eddie. Con una sonrisa que era en realidad una mueca macabra, apretó el gatillo.
Clic
Él esperó.
Ella disparó otra vez. Y otra vez. Y otra vez.
Clic-Clic-Clic
- ¡Cabrón! - aulló, y dio vuelta el revólver con gracia líquida.
Rolando se encogió pero no saltó. Un niño no comprende un martillo hasta que no se
golpea el dedo contra un clavo.
Si lo mata, luego vas tú.
No importa, respondió inexorable la voz de Cort.
Eddie se removió. Y sus reflejos no eran malos; se movió con suficiente rapidez como
para evitar que lo dejaran inconsciente o lo mataran. En lugar de caer sobre la
vulnerable sien, la pesada culata del revólver le pegó en la mandíbula.
- Qué... ¡Joder!
- ¡CABRON! ¡BLANCO CABRON! - chilló Detta, y Rolando la vio alzar el revólver
por segunda vez. Y a pesar de que ella no tenía piernas y Eddie se alejaba rodando, eso
era todo lo que se atrevía a hacer. Si Eddie no había aprendido la lección ahora, nunca
la aprendería. La próxima vez que el pistolero le dijera a Eddie que se mantuviera en
guardia, Eddie lo haría, y además... la tipeja era rápida. No sería sabio en adelante
seguir dependiendo de la rapidez de Eddie ni tampoco de las flaquezas de la Dama.
Se desencogió, voló por encima de Eddie y la volteó hacia atrás, terminando encima
de ella.
- ¿Querés guerra, cabrón? - le chilló ella, y simultáneamente refregó su entrepierna
contra la ingle de él, y alzó el revólver que aún tenía en la mano por encima de la
cabeza de él. ¿Querés guerra? ¡Voy a darte lo que querés, siguro!
- ¡Eddie! - gritó él otra vez. Ahora no sólo gritaba sino que ordenaba. Por un
momento Eddie se quedó ahí, acuclillado, con los ojos muy abiertos y la sangre que le
manaba del mentón (ya había comenzado a hincharse), miraba fijo con los ojos muy
abiertos. "Muévete, ¿no puedes moverte? - pensó. ¿O es que no quieres?" Su fuerza
comenzaba a diluirse, y la próxima vez que ella le asestara otro de esos pesados
culatazos iba a romperle el brazo... eso si lograba levantar el brazo a tiempo. Si no, le
rompería la cabeza con él.
Entonces Eddie se movió. Atrapó el revólver en el movimiento hacia abajo y ella dio
un chillido, se volvió hacia él, lo mordió como un vampiro, lo maldijo en un dialecto de
albañil tan profundamente sureño que ni siquiera Eddie lo pudo comprender; para
Rolando fue como si la mujer hubiera comenzado inopinadamente a hablar en un
idioma extranjero. Pero Eddie fue capaz de arrancarle el revólver de la mano, y una
vez desaparecida la amenazante cachiporra, Rolando pudo sujetarla.
Ni siquiera entonces ella abandonó; continuó retorciéndose, empujando y
maldiciendo, mientras el sudor le cubría por entero el oscuro rostro.
Eddie se quedó mirando, abría y cerraba la boca como un pez. Se tocó
tentativamente el mentón, hizo una mueca de dolor, retiró los dedos, los examinó, y
también la sangre que había en ellos.
Ella aullaba que los mataría a los dos; ellos podían intentarlo y violarla, pero ella
los mataría con el coño, ya verían, era una cueva terriblemente hija de puta toda llena
de dientes alrededor de la entrada y si ellos querían intentarlo y explorar verían que
era así.
- Qué mierda... - dijo Eddie estúpidamente.
- Un cinto - resopló roncamente hacia él el pistolero. Tráelo. Voy a rodar con ella
para que ella quede encima de mí, y tú vas le agarras los brazos y le atas las manos
por detrás.
- ¡No lo harás JAMÁS! - aulló Detta y contorsionó su cuerpo sin piernas con tal
fuerza repentina que casi logra derribar a Rolando. Él sintió cómo ella trataba de subir
lo que le quedaba de su muslo derecho una y otra vez, quería darle en las pelotas.
- Yo... yo... ella...
- ¡Muévete, Dios maldiga el rostro de tu padre! - rugió Rolando, y Eddie por fin se
movió.
En el proceso de sujetarla y atarla, dos veces estuvieron a punto de perder el control
sobre ella. Pero por fin Eddie pudo aferrar sus muñecas con un nudo corredizo hecho
con el cinto de Rolando, cuando éste - usando todas sus fuerzas - logró juntarlas detrás
de ella (mientras se echaba hacia atrás para escapar a sus violentas arremetidas para
morderlo, como una mangosta se escapa de una serpiente); pudo evitar los mordiscos,
pero antes de que Eddie hubiera terminado el pistolero quedó empapado con saliva), y
luego Eddie la arrastro hacia afuera con la parte corta del nudo provisional. No quería
lastimar a esta cosa que se revolvía, aullaba y maldecía. Era mucho más fea que las
langostruosidades a causa de la mayor inteligencia que la informaba, pero él sabía que
también podía ser hermosa. No quería lastimar a la otra persona que el envase
contenía por ahí dentro en alguna parte (como una paloma viva metida muy dentro de
uno de los compartimentos secretos de la caja mágica de un mago).
Odetta Holmes estaba metida en alguna parte dentro de esta cosa chirriante y
aullante.
A pesar de que su última cabalgadura - una mula - había muerto hacía demasiado
tiempo como para recordar, el pistolero aún conservaba un pedazo de su ronzal (que en
su momento había sido un hermoso cabestro). Lo usaron para atarla a su silla de
ruedas, tal como ella se había imaginado (o falsamente recordado, lo que al final
resultaba ser lo mismo, ¿no es verdad?). Luego se alejaron de ella.
De no ser por las rastreras langostruosidades, Eddie habría ido hasta el agua a
lavarse las manos.
- Me siento como si estuviera a punto de vomitar - dijo en una voz que zigzagueó
hacia arriba y hacia abajo como si procediera de un adolescente.
- ¿Por qué no vais y os coméis la polla el uno al otro? - chilló la cosa que se revolvía
en su silla de ruedas. ¿Por qué no hacéis eso si le tenéis miedo al coño de una negra?
¡Venga! ¡Dale! ¿Por qué no os la chupáis el uno al otro? ¡Hacedlo ahora que podéis,
porque Detta Walker vassalir deta silla y os va a cortá las velitas blancas y chiquititas
y se las va a dar de comé a eso buitre rastrero de ahí!
- Ésta es la mujer dentro de la cual yo estaba. ¿Me crees ahora?
- Te creí antes - dijo Eddie. Te lo dije.
- Creías que creías. Creías con tu mente. ¿Ahora lo crees con todo? ¿Lo crees hasta
el fondo?
Eddie miró a la cosa que chillaba y se convulsionaba en su silla y luego miró hacia
otro lado, muy blanco salvo por el tajo en su mentón, que aún sangraba un poco. Ese
lado de su cara comenzaba a hincharse como un globo. - Sí - asintió. Joder, sí.
- Esa mujer es un monstruo.
Eddie comenzó a llorar.
El pistolero quiso consolarlo; no pudo cometer semejante sacrilegio (recordaba
demasiado bien a Jake) y se alejó hacia la oscuridad con la fiebre nueva que le ardía y
le dolía por dentro.
Esa misma noche, mucho más temprano, mientras Odetta aún dormía, Eddie dijo
que creía comprender tal vez lo que andaba mal en ella. Tal vez. El pistolero le
preguntó a qué se refería.
- Podría ser una esquizofrénica.
Rolando sacudió la cabeza. Eddie le explicó lo que entendía por esquizofrenia,
retazos de películas tales como Las tres caras de Eva y diversos programas de
televisión (generalmente seriales que él y Henry veían a menudo cuando estaban
drogados). Rolando había asentido. Sí. La enfermedad que Eddie describía parecía ser
la correcta. Una mujer con dos caras: una clara, otra oscura. Una cara como la que el
hombre de negro le había mostrado en la quinta carta del Tarot.
- ¿Y ellos no saben (estos esquizofrénicos) que tienen a otro?
- No - contestó Eddie. Pero... - Dejó la frase en el aire, mientras observaba a las
langostruosidades arrastrarse y preguntar, preguntar y arrastrarse.
- ¿Pero qué?
- Yo no soy un psicoanalista - dijo Eddie -, así que no sé realmente...
- ¿Un psicoanalista? ¿Qué es un psicoanalista?
Eddie se dio unos golpecitos en la sien.
- Un médico de la cabeza. Un médico de la mente. En realidad se llaman
psiquiatras.
Rolando asintió. Le gustaba más psicoanalista, porque la mente de la Dama era
demasiado complicada, dos veces más complicada de lo necesario.
- Pero se me ocurre que casi siempre los esquizos saben que hay algo que anda mal -
añadió Eddie. Porque tienen como lagunas. Tal vez me equivoque, pero yo siempre
pensé que eran dos personas que creen, cada una, tener amnesia parcial, por los
espacios en blanco que aparecen en sus memorias cuando la otra personalidad toma el
control. Ella... ella dice que lo recuerda todo. Realmente cree que lo recuerda todo.
- Creí que habías dicho que ella cree que nada de esto está sucediendo.
- Sí - dijo Eddie -, pero olvídate de eso por ahora. Lo que trato de decir es que, no
importa lo que ella crea, lo que recuerda va directamente desde la sala de su casa,
donde estaba en bata viendo las noticias de la medianoche, hasta aquí, sin ningún
resquicio en absoluto. No tiene ninguna idea de que alguna otra persona tomó el
control entre ese momento y cuando tú la agarraste en Macy's. Mierda, eso pudo haber
sido al día siguiente, incluso semanas más tarde. Sé que aún era invierno porque la
mayoría de los clientes en esa tienda andaba con abrigos...
El pistolero asintió. Las percepciones de Eddie comenzaban a agudizarse. Eso era
bueno. Había pasado por alto las botas y las bufandas, los guantes que sobresalían de
los bolsillos de los abrigos, pero de todas maneras era un comienzo.
... pero de otra manera es imposible saber cuánto tiempo Odetta fue esa otra mujer
porque ella misma no lo sabe. Creo que está en una situación en la que nunca antes
estuvo, y su manera de proteger ambos lados es esta historia de que le dieron un golpe
en la cabeza.
Rolando asintió.
- Y los anillos. Ver esos anillos le produjo una conmoción. Ella intentó que no se
notara, pero se notó igual.
- Si estas dos mujeres no saben que conviven en el mismo cuerpo - preguntó
Rolando -, y si ni siquiera sospechan que algo podría andar mal, si cada una tiene su
propia cadena independiente de recuerdos, en parte real y en parte armada para
cubrir los lapsos en que está la otra, ¿qué hemos de hacer con ella? ¿Cómo hemos
incluso de vivir con ella?
Eddie se había encogido de hombros.
- A mí no me lo preguntes. Ése es tu problema. Tú eres el que dice que la necesita.
Si hasta has arriesgado el cuello para traerla aquí.
Eddie pensó en esto un minuto, recordó haberse arrodillado sobre el cuerpo de
Rolando con el cuchillo de Rolando apenas rozando la garganta del pistolero, y
abruptamente se echó a reír sin ningún humor. "Arriesgaste el cuello
LITERALMENTE, macho", pensó.
Cayó un silencio entre ellos. En esos momentos Odetta respiraba tranquilamente.
Cuando el pistolero estaba por reiterarle a Eddie su advertencia de que se mantuviera
en guardia, y por anunciar (fuerte como para que oyera la Dama, por si acaso sólo
fingía) que estaba por retirarse, Eddie dijo la cosa que iluminó la mente de Rolando en
una sola llamarada repentina, la cosa que le hizo comprender al menos en parte lo que
tan desesperadamente necesitaba saber.
Fue al final, cuando franquearon la puerta.
Ella cambió al final.
Y él había visto algo, alguna cosa...
- ¿Sabes qué? - dijo Eddie, removiendo malhumorado los restos del fuego con la
zarpa partida de su presa de la noche. Cuando cruzaste con ella, me sentí como si yo
fuera un esquizo.
- ¿Por qué?
Eddie miró a Rolando, vio que hacía una pregunta seria por una seria razón - o
creía que lo era - y se tomó un minuto para pensar en la respuesta.
- Realmente es difícil de describir, viejo. Fue al mirar esa puerta. Eso fue lo que me
zapateó. Cuando ves a alguien moverse en esa puerta, es como Si uno se moviera con
ellos. Sabes a qué me refiero.
Rolando asintió.
- Bueno, yo lo veía como si fuera una película, da igual, no tiene importancia, hasta
el mismísimo final. Luego tú la hiciste girar hacia este lado de la puerta y por primera
vez me encontré mirándome a mí mismo. Fue como... - Pensó pero no pudo encontrar
nada. No sé. Debió de haber sido como mirarse en un espejo, supongo, pero no era eso,
porque... porque era como mirar a otra persona. Era como darse la vuelta de adentro
para afuera. Como estar en dos lugares al mismo tiempo. Mierda, no lo sé.
Pero el pistolero se quedó atónito. Eso era lo que había sentido cuando cruzaron; eso
era lo que le había ocurrido a ella, no, no sólo a ella, a ellos: por un instante Detta y
Odetta se miraron la una a la otra, no en la forma en que uno miraría su propia
imagen en el espejo, sino como personas separadas; el espejo se convirtió en el cristal
de una ventana, y por un instante Odetta había visto a Detta y Detta había visto a
Odetta, y ambas se habían sentido, igualmente horrorizadas.
"Cada una lo sabe - pensó sombríamente el pistolero. Tal vez no lo sabían antes,
pero ahora lo saben. Podrán tratar de ocultárselo a sí mismas, pero por un momento
vieron, supieron, y ese saber aún debe de estar ahí.
- ¿Rolando?
- ¿Qué?
- Sólo quería asegurarme de que no te habías quedado dormido con los ojos abiertos.
Porque por un momento parecía como si estuvieras, ya sabes, lejos de aquí y en otro
tiempo.
- Si es así, ya he vuelto - dijo el pistolero. Voy a retirarme. Recuerda lo que te he
dicho, Eddie: manténte en guardia.
- Voy a vigilar - dijo Eddie, pero Rolando sabía que, enfermo o no, sería él quien
vigilara esa noche.
Todo lo demás siguió a partir de eso.
Después del jaleo, Eddie y Detta por fin se volvieron a dormir (ella no se quedó
dormida en realidad, más bien cayó en un exhausto estado de inconsciencia en su silla,
colgada hacia un lado contra las cuerdas restrictivas).
El pistolero, sin embargo, yacía despierto.
"Tendré que enfrentarlas a las dos en una batalla - pensó, pero no necesitaba uno de
los analistas de Eddie para saber que esa batalla podía ser a muerte. Si ganara la
batalla la luminosa, Odetta, todo aún podría salir bien. Si la ganara la oscura, Detta,
todo seguramente se perdería con ella."
Sentía sin embargo que lo que realmente necesitaba hacer no era matar sino reunir.
Ya había reconocido mucho de lo que a él - a ellos - les resultaría valioso de la dureza
de las entrañas de Detta Walker, y la quería. Pero la quería bajo control. Tenían un
largo camino por delante. Detta creía que él y Eddie eran monstruos de alguna especie
a la que ella llamaba blancos cabrones. Esto era sólo un peligroso delirio, pero habría
monstruos verdaderos a lo largo del camino: las langostruosidades no eran los
primeros, y tampoco serían los últimos. La mujer luchó hasta caer en la que había
entrado y que esta noche había vuelto a salir de su escondite, podría resultar muy útil
en una pelea contra monstruos de ese tipo, si pudiera ser templada por la tranquila
humanidad de Odetta Holmes.... especialmente ahora que a él le faltaban dos dedos,
que casi se había quedado sin balas y cada vez tenía más fiebre.
"Pero ése es un paso adelante. Creo que si pudiera hacer que cada una reconociera a
la otra, eso las llevaría a una confrontación. ¿Cómo podría hacerse?"
Pasó la larga noche en vela, pensando, y a pesar de que sentía crecer la fiebre
dentro de sí, no encontró respuesta a su pregunta.
Eddie se despertó poco antes de que rompiera el alba, vio al pistolero sentado junto
a las cenizas del fuego de la noche anterior, envuelto en su manta al estilo indio, y se
unió a él.
- ¿Cómo te sientes? - le preguntó Eddie en voz baja. La Dama seguía durmiendo
bajo las cuerdas entrecruzadas, aunque de tanto en tanto se sacudía y murmuraba y
gemía.
- Muy bien.
Eddie le echó una mirada apreciativa.
- No lo parece.
- Gracias, Eddie - dijo el pistolero secamente.
- Estás temblando.
- Ya pasar.
La Dama se sacudió y murmuró otra vez, ahora una palabra que resultó casi
comprensible. Pudo haber sido Oxford.
- Dios, odio verla atada de esa forma - murmuró Eddie. Como un ternero en un
corral.
- Pronto despertará. Tal vez podamos desatarla cuando se despierte.
Fue lo más aproximado que cualquiera de los dos pudo decir en voz alta de cómo
esperaban que cuando la Dama de la silla abriera los ojos, la mirada tranquila, tal vez
ligeramente desconcertada de Odetta Holmes pudiera saludarlos. Quince minutos más
tarde, cuando los primeros rayos del sol pegaron sobre las colinas, esos ojos se
abrieron, pero lo que vieron los hombres no fue la mirada tranquila de Odetta Holmes
sino el loco fulgor de Detta Walker.
- ¿Cuántas veces me violasteis cuando dormía? - preguntó. Siento el coño
resbaladizo y ceroso, como si alguien estuviera ahí con un par de velitas blanquitas
que los blancos cabrones llamáis pollas.
Rolando suspiró.
- Pongámonos en marcha - ordenó, y se puso de pie con una mueca.
- Yo no voa ninguna pate con vosotros, cabrones - escupió Detta.
- Oh, sí que irás - recalcó Eddie. Lo siento terriblemente, mi querida.
- ¿Dónde creéis que voa ir?
- Bueno - dijo Eddie -, lo que había detrás de la Puerta número Uno no era tan
maravilloso, y lo que había detrás de la Puerta número Dos era aún peor, así que
ahora, en lugar de retirarnos como gente sana, vamos a seguir adelante y fijarnos a
ver qué hay detrás de la Puerta número Tres. Tal como se han venido dando las cosas,
no me sorprendería que fuera algo como Godzilla, o Hidra, el monstruo de las tres
cabezas, pero soy un optimista. Todavía espero la vajilla de cocina de acero inoxidable.
- Yo no voy.
- Claro que vienes - insistió Eddie y se colocó detrás de la silla. Ella comenzó a
luchar otra vez, pero los nudos los había hecho el pistolero, y sus movimientos de lucha
no hacían más que ajustarlos. Ella se dio cuenta en seguida y se detuvo. Era una
mujer llena de veneno pero estaba lejos de ser estúpida. Miró a Eddie por encima de su
hombro con una sonrisa que lo hizo retroceder un poco. A él le pareció la expresión
más malvada que en su vida había visto en una cara humana.
- Bueno, tal vez voa ir un poco - rectificó ella -, pero tal vez no tan lejos como tú
crees, muchacho blanco. Lo juro por Dios que no tan lejos como tú crees.
- ¿Qué quieres decir?
Otra vez esa inmunda sonrisa por encima de su hombro.
- Ya verás, muchacho blanco. - Su mirada, loca pero poderosa, voló brevemente al
pistolero. Ya veréis lo dos. Ya lo descubriréis.
Eddie tomó con sus manos los puños de bicicleta de las manijas para empujar la
silla de ruedas y salieron otra vez hacia el norte; ahora no sólo dejaban las marcas de
los pies, sino las huellas gemelas de la silla de la Dama mientras avanzaban por esa
playa aparentemente interminable.
El día fue una pesadilla.
Era difícil calcular distancias cuando uno se movía por un paisaje que cambiaba tan
poco, pero Eddie sabía que su progreso ahora era lento.
Y él sabía quién era responsable.
Oh, sí.
"Ya lo descubriréis lo dos", había dicho Detta, y no habían avanzado más de media
hora cuando comenzaron a descubrirlo.
Empujar.
Eso era lo primero. Empujar la silla de ruedas por una playa de arena fina hubiera
sido tan imposible como manejar un coche sobre nieve fresca y profunda. Aquella playa
pedregosa y adusta hacía que el movimiento de la silla fuera posible pero ni
remotamente fácil. Por un rato rodaba con bastante fluidez, traqueteando sobre las
caracolas y lanzando guijarros a ambos lados de las ruedas de goma dura... y entonces
llegaba a un trecho donde se había juntado arena más fina, y Eddie tenía que empujar
con fuerza, rezongando por lo bajo, para atravesarlo con la silla y su poco cooperadora
pasajera. La arena se aferraba ávida a las ruedas. Había que empujar y
simultáneamente echar el cuerpo hacia abajo contra las manijas de la silla, porque
ésta, si no, junto con su atada ocupante, se caerían de cara a la arena.
Detta se reía y cacareaba cada vez que él trataba de moverla sin su colaboración.
- ¿Qué tal, bomboncito? ¿La etás pasando bien ahí atrás? - le preguntaba cada vez
que la silla entraba en uno de esos tramos.
Cuando el pistolero se acercaba para ayudar, Eddie lo apartaba.
- Ya tendrás tu oportunidad - le decía. Vamos a hacerlo por turnos. "Pero creo que
mis turnos van a ser muchísimo más largos que los suyos - decía una voz en su cabeza.
Con el aspecto que tiene, veo que pronto va a tener suficiente con poder llevarse a sí
mismo, sin hablar de mover a la mujer en esta silla. No señor, Eddie, me temo que este
regalito es para ti. Es la venganza de Dios, ¿sabes? Te pasaste todos estos años como
un yonki y ¿a que no adivinas? ¡Por fin eres el empujador!"*. Lanzó una corta risita sin
aliento.
* Juego de palabras intraducible. En Estados Unidos, pusher (literalmente, "el que empuja") es el término usado en
argot para el vendedor de droga. (N. de la T.)
- ¿Qué es tan gracioso, blanquito? - preguntó Detta, y a pesar de que Eddie pensó
que su risa intentaba parecer sarcástica, sonaba un poquitín enojada.
"Se supone que esto no tiene gracia para mí - pensó. Ninguna gracia. Por lo menos
en lo que a ella concierne."
- No lo entenderías, niña. Déjalo estar.
- A ti voa dejarte estar antes questo termine - comentó ella. Voa dejarte a ti y a ese
compañero culorroto que tienes, voa dejarlos deparramados en pedazos por toda eta
puta playa. Siguro. Mientras tanto mejó guarda tu aliento pa' empujá. Me parece que
ya te fata un poco laliento.
- Bueno, habla tú por los dos entonces - jadeó Eddie. A ti nunca parece faltarte el
aliento.
- Voa echarte mi aliento, pichagris. O mejor voa echarte un pedo! ¡Voa echátelo
sobre tu cara muerta!
- Promesas, promesas. - Eddie tironeó de la silla fuera de la arena y entró a una
zona relativamente más transitable... al menos por un trecho. El sol no estaba aún
muy alto, pero él ya había comenzado a sudar.
"Éste será un día interesante e informativo - pensó. Ya lo puedo ver."
Detenerse.
Eso era lo siguiente.
Habían llegado a un trecho firme de la playa. Eddie empujó la silla a mayor
velocidad; pensaba vagamente que si podía conservar este poco de velocidad extra, tal
vez podría atravesar a puro ímpetu la próxima trampa de arena que le fuera a tocar.
De pronto la silla se detuvo. Se detuvo por completo. La barra horizontal del
respaldo le pegó un golpe a Eddie en el pecho. Lanzó un gruñido. Rolando miró a su
lado, pero ni siquiera los rápidos reflejos de gato del pistolero pudieron evitar que la
silla de la Dama se volcara exactamente como había amenazado hacer en cada una de
las trampas de arena La silla se volcó y Detta cayó junto con ella, atada e indefensa
pero riendo y cacareando salvajemente. Aún reía cuando Rolando y Eddie lograron por
fin enderezar la silla otra vez. Algunas de las cuerdas habían quedado tan apretadas,
que estarían cortándole cruelmente la carne, cortándole la circulación a sus
extremidades, tenía un tajo en la frente y la sangre le empastaba las cejas. Ella
continuó igual con su risa cacareada.
Cuando la silla estuvo otra vez sobre sus ruedas los dos hombres resoplaban sin
aliento. El peso combinado de la silla y la mujer debía sumar unos ciento treinta kilos,
en su mayor parte silla. A Eddie se le ocurrió que si el pistolero hubiera rescatado a
Detta de su propio tiempo, 1987, la silla pudo haber pesado tal vez treinta kilos menos.
Detta lanzó una risita, resopló, parpadeó para quitarse la sangre de los ojos.
- Mirad, chicos, mirad lo que mabéis hecho - dijo.
- Llama a tu abogado - murmuró Eddie. Llévanos a juicio.
- Y os habéis agotado pa ponerme otra vez tiesa. Os ha costado como diez minutos.
El pistolero tomó un pedazo de su camisa - buena parte ya había desaparecido, así
que el resto no importaba ahora demasiado - y llevó adelante su mano izquierda para
limpiar la sangre de su herida en la frente. Ella le lanzó un mordisco, y por el clic
salvaje que hicieron los dientes al juntarse, Eddie pensó que si Rolando hubiera sido
sólo un ápice más lento en retirar la mano, Detta Walker le habría emparejado el
número de dedos de sus manos.
Ella lanzó una risotada y lo miró con ojos perversamente regocijados, pero el
pistolero vio miedo escondido en el fondo de esos ojos. Ella le tenía miedo. Miedo
porque él era el Hombre Malo de Verdad.
¿Por qué era el Hombre Malo de Verdad? Tal vez era porque en algún nivel más
profundo, ella percibía lo que él sabía acerca de ella.
- Casi te agarro, pichagris - dijo ella. Esta vez casi te agarro. - Y cacareó como una
bruja.
- Sosténle la cabeza - dijo el pistolero con tono neutro. Muerde como una comadreja.
Eddie le sostuvo la cabeza mientras el pistolero le limpiaba con cuidado la herida.
No era ancha y no parecía profunda, pero el pistolero no se arriesgó; caminó
lentamente hasta el agua, empapó el pedazo de camisa en el agua salada y volvió.
Cuando se aproximaba ella comenzó a gritar.
- ¡No me toques con esa cosa! ¡No me toques con ese agua donde vienen esas cosas
venenosas! ¡Fuera! ¡Fuera!
- Sosténle la cabeza - dijo Rolando con el mismo tono neutro. Ella la sacudía de lado
a lado. No quiero correr ningún riesgo.
Eddie la sostuvo... y cuando ella trató de sacudirse para quedar libre, él se la
apretó. Ella vio que él no bromeaba y se quedó quieta de inmediato, y ya no mostró
temor alguno al trapo mojado. Había sido pura simulación, después de todo.
Sonrió a Rolando mientras él le lavaba la herida, mientras le limpiaba hasta la
última partícula aferrada de polvo.
- La vedá, tú pareces agotado y nada más - observó Detta. Tú pareces enfermo,
pichagris. No creo que puedassacé un viaje laigo. No creo que puedassacé nada
polestilo.
Eddie examinó los rudimentarios controles de la silla. Tenía un freno de mano de
emergencia que bloqueaba ambas ruedas. Detta había llevado su mano derecha hasta
ahí, había esperado pacientemente hasta considerar que Eddie iba lo bastante rápido,
y luego había accionado el freno, cayendo ella misma deliberadamente. ¿Por qué? Para
que perdieran tiempo, nada más. No había ninguna razón para hacer una cosa como
esa, pero una mujer como Detta, pensó Eddie, no necesitaba razones. Una mujer como
Detta se sentiría encantada de hacer cosas así por pura maldad.
Rolando aflojó un poco las ataduras para que la sangre pudiera fluir con mayor
libertad, y luego ató firmemente su mano lejos del freno.
- Eso etá muy bien, Don Hombre - dijo Detta, y le ofreció una sonrisa brillante con
demasiados dientes - Eso etá muy bien de todas maneras. Y encontraré otras formas
de bajaros la velocidá, muchachos. Toda clase de formas.
- Vamos - dijo el pistolero sin tono alguno.
- ¿Estás bien? - preguntó Eddie. El pistolero estaba muy pálido.
- Sí. Vámonos.
Comenzaron a andar por la playa otra vez.
El pistolero insistió en empujar por una hora y Eddie se lo permitió con reticencia.
Rolando pudo franquear la primera trampa de arena, pero Eddie tuvo que meterse y
ayudar a sacar la silla de la segunda. El pistolero jadeaba con fuerza; grandes gotas de
sudor le cubrían la frente.
Eddie lo dejó avanzar un poco más, y Rolando había ganado habilidad en evitar con
un rodeo los lugares donde la arena era lo bastante fina como para frenar las ruedas,
pero por fin la silla quedó atascada otra vez y Eddie apenas pudo soportar unos
instantes la visión de Rolando luchando para liberarla, jadeando, con el pecho que le
subía y le bajaba, mientras la bruja (que así fue como Eddie comenzó a pensar en ella)
lanzaba risotadas al aire y en realidad echaba el cuerpo para atrás en la silla para que
la tarea resultara tanto más difícil... Entonces con el hombro corrió al pistolero a un
lado y sacó la silla de la arena con un solo y enojado tirón. La silla traqueteó ahora y él
veía / sentía cómo ella se echaba hacia delante todo lo que le permitían las cuerdas con
la misteriosa presciencia que le permitía hacerlo exactamente en el momento
apropiado, tratando de precipitarse otra vez.
Rolando echó todo el peso de su cuerpo en el respaldo de la silla cerca de Eddie y
volvió a estabilizarse.
Detta giró la cabeza y les hizo un guiño de conspiración tan obscena que Eddie
sintió que la piel de gallina le trepaba por los brazos.
- Casi me lastimáis otra vez, muchachos - advirtió. Ahora tenéis que cuidarme. No
soy más que una vieja lisiada, así que ahora tenéis que cuidarme.
Se rió... se desternilló de risa.
A pesar de que Eddie se preocupaba por la mujer que era su otra parte - estaba muy
cerca de amarla tras el breve rato en que se habían visto y hablado -, sintió que las
manos le ardían en deseos de cerrarse en torno de su garganta para cortar esa risa,
cortarla para que nunca más pudiera volver a reír.
Ella volvió a mirar hacia atrás, vio lo que él pensaba como si lo hubiese tenido
impreso sobre su frente en tinta roja, y se rió mucho más fuerte. Lo desafiaba con los
ojos. Vamos, pichagris. Vamos. Quieres hacerlo. Vamos, hazlo.
"En otras palabras, no vuelques sólo la silla; vuelca también a la mujer - pensó
Eddie. Vuélcala para siempre. Eso es lo que ella quiere. Para Detta, que la mate un
hombre blanco podría ser el único objetivo verdadero de su vida."
- Vamos - dijo, y comenzó a empujar otra vez. Vamos a dar un paseo por la costa,
dulce amorcito, te guste o no.
- Vete a la mierda - escupió ella.
- Jódete, nena - respondió Eddie apaciblemente.
El pistolero caminaba a su lado con la cabeza baja. Cuando el sol indicaba que eran
como las once llegaron a un considerable promontorio de rocas y allí se detuvieron
durante aproximadamente una hora, a la sombra, mientras el sol trepaba al punto
más alto del día. Eddie y el pistolero comieron las sobras de la caza de la noche
anterior. Eddie le ofreció una porción a Detta, quien volvió a negarse; le dijo que sabía
lo que intentaban hacer, y que si querían hacerlo que lo hicieran a manos limpias, y
que dejaran de tratar de envenenarla. Así, dijo, sólo lo hacían los cobardes.
"Eddie tiene razón - pensó para sí el pistolero. Esta mujer elaboró sus propios
recuerdos. Sabe todo lo que le pasó anoche, a pesar de que realmente se durmió en
seguida."
Ella creía que le habían llevado trozos de carne que olían a muerte y putrefacción,
que habían usado eso para burlarse de ella, mientras ellos mismos comían filetes
condimentados y bebían algún tipo de cerveza de unos termos. Creía que de vez en
cuando ellos le acercaban trozos de su propia cena no contaminada, y los retiraban en
el ultimo momento, cuando ella trataba de pescarlos con los dientes... y que por
supuesto se reían al hacerlo. En el mundo (o al menos en la mente) de Detta Walker,
los blancos cabrones sólo hacían dos cosas a las mujeres morenas: las violaban o se
reían de ellas. O ambas cosas al mismo tiempo.
Era casi gracioso. La última vez que Eddie Dean había visto un filete fue durante
su viaje en el carruaje celeste, y Rolando no lo había visto desde que se hubo
terminado su charqui. Sólo los dioses sabían cuánto tiempo había pasado desde
entonces. En cuanto a la cerveza... mandó su mente hacia atrás.
Tull.
Había probado cerveza en Tull. Cerveza y filetes.
Dios, qué bueno sería tomar una cerveza. Le dolía la garganta, y habría sido tan
bueno tener una cerveza para refrescar ese dolor... Aún mejor que la astina del mundo
de Eddie.
Se retiraron a cierta distancia de ella.
- ¿No soy una compañía buena para chicos blancos? - les gritó ella. ¿O sólo queren
un tiraíta cada uno de sus velitas blancas de morondanga?
Echó la cabeza hacia atrás y lanzó tal risotada que las gaviotas volaron asustadas,
gritando, y abandonaron las rocas donde estaban reunidas en convención cuatrocientos
metros más allá.
El pistolero se sentó a pensar, con las manos oscilando entre las rodillas.
Finalmente levantó la cabeza y le dijo a Eddie:
- Sólo puedo entender una palabra de cada diez que dice.
- Entonces yo te gano - replicó Eddie. Entiendo por lo menos dos de cada tres. No
importa. La mayor parte se limita a blanco cabrón.
Rolando asintió.
- ¿Mucha de la gente de piel oscura habla así en el lugar de donde tú vienes? Su otro
yo no lo hacía.
Eddie sacudió con la cabeza y se rió.
- No, y te diré algo gracioso... bueno, por lo menos a mí me parece gracioso, pero tal
vez es sólo porque no hay demasiadas cosas por aquí como para reírse. No es real. No
es real, y ella ni siquiera lo sabe.
Rolando lo miró y no dijo nada.
- ¿Recuerdas cuando le lavaste la frente, cómo simuló tenerle miedo al agua?
- Sí.
- ¿Sabías que estaba simulando?
- Al principio no, pero lo supe bastante pronto.
Eddie asintió.
- Eso era una simulación. Pero es una actriz bastante buena y nos engañó por un
par de segundos. La forma en que habla también es un acto de simulación. Pero no es
tan bueno. Es tan estúpido, ¡tan estúpidamente exagerado y obvio!
- ¿Crees que simula bien sólo cuando sabe que está simulando?
- Sí. Ella habla como un cruce entre los morenitos de un libro que leí una vez
llamado Mandingo y Butterfly McQueen en Lo que el viento se llevó. Sé que no conoces
esos nombres, pero lo que trato de decirte es que habla como un cliché. ¿Conoces esa
palabra?
- Se refiere a lo que siempre dice o cree la gente que piensa poco o no piensa en
absoluto.
- Sí. Yo no hubiera podido decirlo ni la mitad de bien.
- ¿Todavía no os habéis sacudido las velitas chiquititas, muchachos? - La voz de
Detta se volvía cada vez más ronca y quebrada. O eh que tal vez no las podéis
encontrar. ¿Es eso?
- Vamos. - El pistolero se puso de pie lentamente. Se tambaleó por un momento, vio
que Eddie lo miraba, y sonrió. Me curaré.
- ¿Por cuánto tiempo?
- El tiempo que sea necesario - contestó el pistolero, y la serenidad de su voz le erizó
el corazón a Eddie.
Esa noche, el pistolero usó su último cartucho útil para la caza. A la noche siguiente
comenzaría a probar sistemáticamente con los dudosos, pero pensó que las cosas
serían más o menos como había previsto Eddie: iban a terminar matando a las
condenadas bestias a pedradas.
Fue igual que las otras noches: el fuego, cocinar, comer, aunque ahora comían de un
modo lento y carente de entusiasmo. "Sólo estamos sobreviviendo", pensó Eddie. Le
ofrecieron comida a Detta, quien gritó, y se rió, y maldijo y preguntó cuánto tiempo
iban a tomarla por una tonta, y entonces comenzó a tirar violentamente su cuerpo a un
lado y al otro, sin importarle cómo le apretaban las ataduras al hacerlo: sólo trataba de
volcar su silla para un lado o para el otro para que ellos tuvieran que levantarla antes
de sentarse a comer.
Justo antes de que lo lograra, Eddie la aferró y Rolando afirmó las ruedas con
piedras a cada lado.
- Puedo aflojar un poco las cuerdas si te quedas quieta - le ofreció Rolando.
- ¡Chúpame la mierda del culo!
- No comprendo si eso significa sí o no.
Ella lo miró con los ojos entrecerrados porque sospechaba un dejo sarcástico en esa
voz tranquila (Eddie también se lo preguntó si era así o no), y después de un momento
ella dijo de mal modo:
- Voa quedarme quieta. Tengo demasiada hambre pa soltar los diablos. ¿Vais a
dame aguna comida de verdá o me vais a dejá morir de hambre? ¿Eso queréis,
muchachos? Sois demasiado cagones pa matarme, y yo no voa comé nunca, NUNCA
voa comé veneno, así que eso es lo queay. Que me muera de hambre. Bueno, vamoavé,
siguro, claro, claro que vamoavé.
Les dedicó otra vez aquella siniestra sonrisa que helaba los huesos.
No mucho después se quedó dormida.
Eddie tocó el costado de la cara de Rolando. Rolando le echó una mirada pero no se
apartó.
- Estoy bien.
- Sí, ya veo, eres Jim el Dandy. Muy bien, Jim, voy a decirte algo; hoy no hemos
avanzado mucho.
- Lo sé. - También estaba la cuestión de que habían gastado el último cartucho útil,
pero ésa era una información de la que Eddie podía prescindir, al menos por esa noche.
Eddie no estaba enfermo, pero sí exhausto. Demasiado exhausto para más malas
noticias.
"No, no está enfermo, todavía no, pero si sigue adelante demasiado tiempo sin
descansar, si se cansa lo suficiente, entonces sí se va a enfermar."
En cierto sentido, Eddie ya estaba enfermo; ambos lo estaban. A Eddie se le habían
formado aftas en los costados de la boca y eczemas en la piel. El pistolero podía sentir
cómo se le aflojaban los dientes dentro de las encías, y en los pies, la carne entre los
dedos comenzó a resquebrajarse y sangrar, igual que la de los dedos que le quedaban
en las manos. Comían, pero comían lo mismo día tras día. Podían seguir así por un
tiempo, pero a la larga iban a morir tan seguramente como si murieran de inanición.
"Lo que tenemos es el Mal de los Barcos en tierra firme - pensó Rolando. Tan simple
como eso. Qué gracioso. Necesitamos fruta. Necesitamos verduras."
Eddie hizo un gesto con la cabeza hacia la Dama.
- Ella va a seguir poniendo las cosas difíciles.
- A menos que vuelva la otra que está dentro.
- Eso sería muy agradable, pero no podemos contar con eso - dijo Eddie. Tomó un
pedazo de zarpa ennegrecida y comenzó a garrapatear dibujos sin sentido en la tierra.
¿Tienes alguna idea de la distancia a la que puede estar la próxima puerta?
Rolando negó con la cabeza.
- Sólo pregunto porque si la distancia entre la número Dos y la número Tres es la
misma que entre la número Uno y la número Dos podemos llegar a estar metidos
profundamente en la mierda.
- Estamos metidos en la mierda ahora mismo.
- Hasta el cuello - accedió Eddie malhumorado. Sólo me preguntaba cuánto tiempo
más podré seguir remando.
Rolando le palmeó el hombro, un gesto de afecto tan raro que hizo parpadear a
Eddie.
- Hay una cosa que la Dama ignora - apuntó.
- ¿Ah, sí? ¿Qué cosa?
- Que nosotros, los blancos cabrones, podemos remar durante mucho tiempo.
Eddie se rió ante eso, se rió fuerte, amortiguando la risa contra su brazo para no
despertar a Detta. Ya había tenido bastante de ella por ese día, por favor y muchas
gracias.
El pistolero lo miró sonriendo.
- Voy a retirarme - dijo. Manténte...
... en guardia. Sí. Está bien.
Aullar fue lo siguiente.
Eddie se había quedado dormido en el mismo momento en que su cabeza tocó el
bulto anudado de su camisa, y pareció que sólo habían pasado cinco minutos cuando
Detta comenzó a aullar.
Se despertó de inmediato, listo para cualquier cosa, ya fuera algún Rey Langosta
que se alzaba de las profundidades para vengarse de sus hijas asesinadas o algún
horror que bajara de las colinas. En todo caso, pareció que se había despertado al
instante, pero el pistolero ya estaba de
pie, con un revólver en su mano izquierda.
Cuando vio que ambos estaban despiertos, rápidamente Detta dejó de gritar.
- Quería veos en pie, muchachos - dijo. Podría habé lobos. Podría sé que hubiera
lobos. Quería vé si sois rápidos por si veía algún lobo vení. - Pero en sus ojos no había
miedo; más bien resplandecían con vil diversión.
- Cristo - exclamó Eddie agotado. La luna había salido pero no estaba muy alta aún;
habían dormido menos de dos horas.
El pistolero guardó el revólver en su funda.
- No vuelvas a hacerlo - le advirtió a la Dama en la silla.
- ¿Y qué vassasé si lo hago? ¿Violarme?
- Si tuviéramos intenciones de violarte, a esta altura ya serías una mujer muy
violada - aseveró el pistolero con tono neutro. No vuelvas a hacerlo.
Se tendió otra vez y se echó la manta encima.
"Cristo, Cristo querido - pensó Eddie -, qué desastre, qué bruto...", y fue todo lo lejos
que llegó su pensamiento antes de quedar suspendido otra vez en un sueño exhausto y
entonces ella volvió a rasgar el aire con nuevos aullidos. Aullaba como una sirena de
bomberos, y Eddie se levantaba otra vez, con el cuerpo llameante de adrenalina, las
manos crispadas, y entonces ella volvía a reír, con la voz ronca y ajada. Eddie alzó la
mirada y vio que la luna había avanzado menos de diez grados desde que ella los
despertara por primera vez.
"Intenta seguir haciéndolo - pensó él abatido. Intenta permanecer despierta y
vigilarnos, y cuando se asegura de que bajamos al sueño más profundo, ese lugar
donde uno se recarga, entonces va a abrir su boca y va a comenzar a vociferar otra vez.
Piensa hacerlo y hacerlo y hacerlo hasta que ya no le quede voz para vociferar."
La risa de ella se detuvo abruptamente. Rolando avanzaba hacia ella, una forma
oscura bajo la luz de la luna.
- Léjate de mí, pichagris - dijo Detta, pero había un temblor nervioso en su voz. Tú
no me vassasé nada.
Rolando se quedó parado frente a ella y por un momento Eddie estuvo seguro,
completamente seguro, de que el pistolero había llegado al límite de su paciencia y
simplemente la aplastaría como a una cucaracha. En cambio, del modo más
sorprendente, dejó caer una rodilla frente a ella como un pretendiente a punto de
proponer matrimonio.
- Escucha - dijo, y Eddie apenas pudo dar crédito a la calidad sedosa de la voz de
Rolando. Pudo ver la misma sorpresa profunda en la cara de Detta, sólo que iba
acompañado por el miedo. Escúchame, Odetta.
- ¿Po qué me llamas O-Detta? Ese noé mi nombre.
- Cállate, bruta - ordenó el pistolero en un gruñido, y luego volvió a la misma voz de
seda. Si me oyes, y si en general puedes controlarla...
- ¿Po qué me hablas así? ¿Po qué me hablas como si hablaras con otra? ¡Deja esa
mierda blanca! ¡Para ya! ¿Me oyes?
- Manténla callada. Puedo amordazarla, pero no quiero hacer eso. Una mordaza
fuerte es un asunto peligroso. La gente se asfixia.
- ¡DEJA ESA BLANCA BASURA VUDÚ, CABRÓN!
- Odetta. - Su voz era un susurro, como la lluvia cuando comienza a caer.
Ella quedó en silencio, mirándolo fijo con ojos enormes. Eddie no había visto nunca
semejante combinación de odio y miedo en un par de ojos humanos.
- No creo que a esta bruta le importe nada morir por una fuerte mordaza. Ella
quiere morir, pero más todavía, tal vez, quiere que tú mueras. Pero tú no has muerto,
no hasta ahora, y no creo que Detta sea algo flamante en tu vida. Ella se siente
demasiado cómoda dentro de ti, como en su casa, y tal vez tú puedas mantener cierto
control sobre ella aun cuando todavía no puedas salir. No dejes que nos despierte por
tercera vez, Odetta. No quiero amordazarla. Pero si tengo que hacerlo, lo haré.
Se levantó, se alejó sin mirar hacia atrás, se enrolló otra vez bajo su manta, y se
quedó dormido.
Ella seguía mirándolo fijo, con los ojos muy abiertos y las fosas nasales
ensanchadas.
- Basura blanca vudú - susurró. Eddie se quedó tendido, pero esta vez pasó mucho
tiempo antes de que el sueño lo reclamara, a pesar de su profundo cansancio. Llegaba
hasta el borde, anticipaba los aullidos y volvía de un tirón.
Tres horas más tarde, más o menos, cuando la luna ya había pasado al otro lado, se
durmió por fin.
Esa noche Detta no aulló más, porque Rolando la había asustado, o porque quería
conservar la voz para futuros alaridos y excursiones, o - tal vez, sólo tal vez - porque
Odetta había oído y había practicado el control que el pistolero le pedía.
Eddie durmió por fin, pero despertó empapado y sin haber descansado. Miró hacia
la silla, esperando contra toda esperanza que estuviera Odetta, Dios, por favor, haz
que esté Odetta esta mañana...
- Ndía, panblanco - profirió Detta, y le dedicó su sonrisa de tiburón. Pensé que
ibassa domí hata el mediodía. Pero no puedes hacé nada polestilo, ¿vedá? Tenemo que
andá unos kilómetros, ¿no es así como es la cosa? ¡Seguro! Y creo que tú serás el que
tendrá que hacé todol trabajo, empujá y eso, porque lotro tipo, etipo elos ojos evudú,
ese tipo tá cada ve más paliducho ¡declarao que sí! ¡Sí! Ese tipo pronto no va comé
nada, ni esa caine rarita y ahumada que gualdáis pa cuando jugáis cada uno con la
velita blanca chiquitita del otro, panblanco. ¡Así que vamos, panblanco! Detta no quere
ser la que te retiene.
Los párpados y la voz bajaron ambos un poco; sus ojos le echaban miradas astutas
por el costado.
- No en la salida, polo menos.
"Eté vasé un día que recordarás, panblanco - prometían esos ojos astutos. Ete vasé
un día que recordarás dulante mucho, mucho tiempo. Siguro."
Ese día hicieron cinco kilómetros, tal vez algo menos. La silla de Detta se volcó dos
veces. Una vez lo hizo ella misma; deslizó otra vez sus dedos lenta e inadvertidamente
hasta el freno de mano y lo accionó. La segunda vez lo hizo Eddie sin ninguna ayuda,
al empujar demasiado fuerte en una de esas benditas trampas de arena. Eso fue cerca
del final del día, y lo que pasó fue que simplemente sintió pánico porque creyó que esta
vez no iba a ser capaz de sacarla, que no iba a poder. Así que con sus brazos
temblorosos le dio ese último y titánico tirón, y por supuesto fue demasiado fuerte, y se
volcó, y él y Rolando tuvieron que esforzarse para enderezarla otra vez. Terminaron la
tarea justo a tiempo. La cuerda que le pasaba por debajo del pecho ahora se había
corrido y le cruzaba tensa la tráquea. El eficiente nudo corredizo del pistolero la estaba
matando por asfixia. Su cara se había puesto de un extraño color azul, estaba a punto
de perder el conocimiento, pero aun así siguió resollando su pérfida risa.
"Déjala, ¿por qué no la dejas? - estuvo a punto de decir Eddie cuando Rolando se
inclinó rápidamente hacia delante para aflojar el nudo. ¡Deja que se ahogue! No sé si
quiere hacérselo a sí misma, como tú dijiste, pero sé lo que quiere hacernos a
NOSOTROS... ¡así que déjala ir!"
Entonces recordó a Odetta (aunque su encuentro había sido tan breve y parecía
haber ocurrido tanto tiempo atrás que el recuerdo se volvía cada vez más débil) y se
adelantó para ayudar.
El pistolero le alejó impaciente con una mano.
- Sólo hay lugar para uno.
Cuando la cuerda se aflojó y la Dama jadeaba roncamente por su aliento (que
expulsaba en ráfagas de su violenta carcajada), Rolando se volvió y miró críticamente
a Eddie.
- Creo que debemos detenernos a pasar la noche.
- Un poco más lejos. - Casi suplicaba. Puedo avanzar un poco más.
- ¡Siguro! Ete macho fuerte bueno pa cortá ota fila dalgodón y todavía le queda
suficiente pa dale una buena chupada a tu velita blanca chiquitita etainoche.
Ella seguía sin querer comer, y su cara se estaba convirtiendo en puras líneas y
ángulos rígidos. Sus ojos resplandecían en cuencas cada vez más profundas.
Rolando no le prestó la menor atención, sólo estudió a Eddie con cuidado.
Por fin asintió con la cabeza.
- Un trecho más. No muy lejos, sólo un trecho más.
Veinte minutos más tarde Eddie mismo decidió parar. Sentía los brazos como
gelatina.
Se sentaron a la sombra de las rocas; escucharon el canto de las gaviotas, miraron
la llegada de la marea, esperaron que el sol bajara y que las langostruosidades
salieran y comenzaran sus molestos interrogatorios entrecruzados.
Rolando le dijo a Eddie - en una voz demasiado baja para que Detta pudiera oírlo -
que tal vez se habían quedado sin cápsulas útiles. La boca de Eddie se tensó un poco
hacia abajo pero eso fue todo. Rolando estaba complacido.
- Así que tú mismo tendrás que apedrear a una de ellas - dijo Rolando. Yo estoy
demasiado débil como para sostener una piedra suficientemente grande como para
hacer el trabajo... y estar seguro.
Ahora Eddie fue el que estudió al otro con cuidado.
No le gustó lo que vio.
Con un gesto el pistolero interrumpió el escrutinio.
- No importa - sentenció. No importa, Eddie. Lo que es, es.
- Ka - dijo Eddie.
El pistolero asintió y sonrió débilmente.
- Ka.
- Kaka - añadió Eddie, y se miraron el uno al otro y ambos se echaron a reír.
Rolando se mostró desconcertado e incluso un poco asustado tal vez por el sonido
áspero que salió de su boca. Su risa no duró mucho tiempo. Cuando se detuvo parecía
distante y melancólico.
- ¿Esa risa quedecir que po fin se hicieron corré luno alotro? - les gritó Detta con la
voz ronca y debilitada. ¿Y cuándo se la van a meté? ¡Eso élo que yo quero vé! ¡Cómo se
la meten!
Eddie se ocupó de la caza.
Como antes, Detta se negó a comer. Eddie tomó un pedazo y comió la mitad como
para que ella pudiera ver, y luego le ofreció la otra mitad.
- ¡Nosseor! - exclamó, echándole una mirada relampagueante. ¡Nosseor! Lej pueto el
veleno ala otra punta. La que trata de daime.
Sin decir nada, Eddie tomó el resto del pedazo, se lo puso en la boca, masticó, tragó.
- No quedecí nada - puntualizó Detta malhumorada. Déjame en paz, pichagris.
Eddie no la dejó en paz.
Le trajo otro pedazo.
- Pártela tú por la mitad. Dame la parte que quieras. Yo me la comeré, y entonces
tú te comes el resto.
- No voa caé eniguno de tus trucos blancos, Don Chahlie. Léjate de mí, élo que te
dije, y léjate de mí élo que te quise decí.
Esa noche no gritó... pero a la mañana siguiente aún estaba ahí.
Ese día sólo hicieron tres kilómetros, a pesar de que Detta no hizo esfuerzo alguno
para volcar su silla; Eddie pensó que tal vez se volvía demasiado débil como para
intentar actos de sabotaje deliberado. O tal vez había comprendido que en verdad no
eran necesarios. Había tres factores fatales que se reunían inexorablemente: el
agotamiento de Eddie, el terreno, que después de días interminables de monotonía,
finalmente comenzaba a cambiar, y la condición de Rolando, que se deterioraba
visiblemente.
Había menos trampas de arena, pero era escaso el alivio. El terreno se volvía más
pedregoso, más y más un suelo pobre e improductivo y menos y menos arena (en
algunos lugares crecían unos arbustos y un poco de maleza, que casi parecían
avergonzados de estar ahí), y ahora aparecían tantas rocas grandes en esa extraña
combinación de tierra y arena que Eddie se encontró haciendo rodeos para evitarlas
como antes había tratado de desviar la silla de la Dama en torno de las trampas de
arena. Y pronto se dio cuenta de que ya no quedaba playa en absoluto. Las colinas,
unas cosas marrones y sin gracia, parecían estar cada vez más cerca. Eddie podía ver
los barrancos que ondulaban entre ellas, como abiertos a machete por un gigante
torpe. Esa noche, antes de quedarse dormido, oyó algo que sonaba como un gato muy
grande que aullaba por ahí.
La playa había parecido interminable, pero ahora se daba cuenta de que después de
todo tenía un final. Más adelante, en algún lugar, esas colinas simplemente iban a
suprimir su existencia. Las colinas erosionadas marchaban hacia el mar y luego
entraban en él, donde podrían convertirse primero en un cabo o algún tipo de
península, y luego en una serie de archipiélagos.
Eso le preocupaba, pero la condición de Rolando le preocupaba aún más.
Esta vez el pistolero no parecía arder tanto como desvanecerse; se perdía, se volvía
transparente.
Las líneas rojas habían vuelto a aparecer, y avanzaban implacablemente por el lado
de adentro del brazo derecho hacia el codo.
Durante los dos últimos días Eddie miró siempre adelante, escudriñaba la distancia
con la esperanza de ver la puerta, la puerta, la puerta mágica.
Durante los dos últimos días esperó que Odetta volviera a aparecer.
No aparecieron ni la una ni la otra.
Antes de quedarse dormido esa noche se le cruzaron dos pensamientos terribles,
como un mal chiste con final doble:
¿Y si no había puerta?
¿Y si Odetta Holmes estaba muerta?
- ¡Levántate y anda, cabrón! - chilló Detta y lo sacó de su inconsciencia. Creo que
ahora sólo seremos tú y yo, tesorito. Tu amigo me parece que pol fin se murió. Tu
amigo se la debe etar metiendo al mimo diablo en el infielno. Eddie miró la forma
acurrucada y enrollada de Rolando y por un terrible momento pensó que la hija de
puta tenía razón. Entonces el pistolero se removió, murmuró algo incomprensible y se
incorporó hasta quedar sentado.
- ¡Eh, mira quién etá aquí! - Detta había gritado tanto que ahora su voz por
momentos desaparecía casi completamente, no era más que un extraño susurro, como
un viento invernal que pasa por debajo de una puerta. ¡Creí que habíad muelto, Don
Hombre!
Lentamente Rolando se ponía de pie. Eddie seguía viéndolo como quien usa, para
hacerlo, las barras de una escalera invisible. Eddie sintió una especie de pena
iracunda, y ésta era una emoción conocida, raramente nostálgica. Después de un
momento comprendió. Era como cuando él y Henry veían combates por televisión y un
boxeador castigaba al otro, lo castigaba terriblemente, una y otra vez, y la multitud
pedía sangre a gritos, y Henry pedía sangre a gritos, pero Eddie sólo se quedaba ahí
sentado, sintiendo pena y enojo, un sordo disgusto; se quedaba ahí sentado y le
mandaba ondas de pensamiento al árbitro: Tienes que detener eso, tío ¿acaso estas
ciego, joder? ¡Ese tipo se está muriendo ahí arriba! ¡MURIENDO! ¡Detén esa puta
pelea!
No había manera de detener ésta.
Rolando miró a la mujer desde sus ojos asaltados por la fiebre.
- Hay mucha gente que pensó lo mismo, Detta. - Miró a Eddie. ¿Estás listo?
- Sí, eso creo. ¿Y tú estás listo?
- ¿Puedes?
- Sí.
Continuaron.
Alrededor de las diez Detta comenzó a masajearse las sienes con las puntas de los
dedos.
- Para - imploró. Me siento mal. Tengo gana de vomitá.
- Debe de ser toda esa comida que te comiste anoche - arguyó Eddie, y siguió
empujando. Debiste haber dejado el postre. Te dije que la torta cubierta de chocolate
era pesada.
- ¡Voavomitá! ¡Voa...!
- Deténte, Eddie - exclamó el pistolero.
Eddie se detuvo.
La mujer se sacudió galvánicamente en su silla, como si la hubiera atravesado una
corriente eléctrica. Sus ojos se abrieron muy grandes, mirando a la nada.
- ¡FUI YO LA QUE TE ROMPIÓ EL PLATO, APESTOSA DAMA AZUL! - chilló.
¡YO TE LO ROMPÍ Y ETOY MA CONTENTA QUE LA PUTA MADRE DE HABELO
HEC...!
Súbitamente se abalanzó hacia delante en la silla. De no haber sido por las cuerdas
se habría caído.
"Dios, está muerta, ha tenido un ataque y está muerta", pensó Eddie. Comenzó a
dar la vuelta a la silla, recordó lo astuta y tramposa que podía ser, y se detuvo tan
repentinamente como había comenzado. Miró a Rolando. Rolando lo miró a su vez del
modo más neutro, sus ojos no transmitían nada en absoluto.
Entonces ella gimió. Sus ojos se abrieron.
Sus ojos.
Los ojos de Odetta.
- Dios santo, he vuelto a desmayarme, ¿verdad? - inquirió. Siento que hayan tenido
que atarme. ¡Mis tontas piernas! Creo que podría incorporarme un poco si me...
Fue entonces cuando las piernas de Rolando se descalabraron lentamente y se
desvaneció a unos cincuenta kilómetros al sur del lugar donde finalizaba la playa del
Mar del Oeste.
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