BLOOD

william hill

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martes, 27 de julio de 2010

MUJERES -- BUKOWSKY (2parte)

MUJERES -- BUKOWSKY (2parte)


68

Eran las doce y media de un miércoles por la noche y yo estaba muy enfermo. Mi estómago estaba escocido pero me las arreglaba para ir metiéndome algunas cervezas. Tammie estaba conmigo y parecía de buen humor, Dancy estaba en casa de su abuela.

Aunque me sentía enfermo parecía, finalmente, que habían llegado buenos tiempos, simplemente dos personas sintiéndose juntas.

Se oyó una llamada en la puerta. La abrí. Era el hermano de Tammie, Jay, con otro joven, Filbert, un puertorriqueño bajito. Se sentaron y les di a cada uno una cerveza.

Vamos a una película porno —dijo Jay.

Filbert se quedó allí quieto. Tenía un bigote negro muy cuidadosamente cortado y su cara era bastante inexpresiva. No despedía ningún tipo de rayos. Pensé en términos tales como vacío, tabla, muerte y cosas así.

¿Por qué no dices nada, Filbert? —preguntó Tammie.

Él no abrió la boca.

Me levanté, fui a la cocina y vomité en el fregadero. Regresé y me senté. Tomé otra cerveza. Era muy cabreante no poder aguantar ni la cerveza. Simplemente me había pasado borracho demasiados días y noches seguidos. Necesitaba un descanso. Y necesitaba un trago. Sólo cerveza. Yo creía que podría tragar bien la cerveza. Me eché un buen trago.

La cerveza no se quedaba. Fui al baño. Tammie llamó a la puerta.

¿Hank, estás bien?

Me lavé la boca y abrí la puerta.

Estoy malo, eso es todo.

¿Quieres que me deshaga de ellos?

Claro.

Volvió con ellos.

Oíd, chicos, ¿por qué no subimos a mi casa?

Yo no me esperaba eso.

Tammie se había olvidado de pagar la cuenta de la luz, o no había querido, y se fueron a sentar con luz de velas. Se llevó una botella llena de cóctel Margarita ya mezclado que yo había comprado para ella aquel día.

Me senté a beber solo. La siguiente cerveza se quedó dentro.

Los pude oír hablando, al lado.

Entonces el hermano de Tammie se fue. Le vi pasar camino de su coche a la luz de la luna...

Tammie y Filbert se quedaron solos, a la luz de las velas.

Me quedé allí sentado con las luces apagadas, bebiendo. Pasó una hora. Pude ver los reflejos de las velas en la oscuridad. Miré a mi alrededor. Tammie se había dejado los zapatos. Cogí los zapatos y me acerqué hasta su apartamento. Su puerta estaba abierta. Le oí decirle a Filbert...

Bueno, de cualquier modo lo que quiero decir es que...

Me oyó acercarme.

¿Henry, eres tú?

Le lancé sus zapatos. Se quedaron tirados junto a la puerta.

Te olvidaste los zapatos —dije.

Oh, Dios te bendiga —dijo ella.



Hacia las diez y media de la mañana siguiente, Tammie llamó a la puerta. Le abrí.

Tú, maldita puta jodida.

No me hables así —dijo ella.

¿Quieres una cerveza?

Bueno.

Se sentó.

Bien, nos bebimos la botella de Margarita. Entonces mi hermano se fue. Filbert es un chico encantador. Se quedó allí quieto y apenas hablaba. «¿Cómo vas a volver a casa?», le pregunté, «¿Tienes coche?», y no tenía. Sólo se quedó allí sentado mirándome, entonces yo dije, «Bueno, yo tengo coche, te llevaré a casa». Así que le llevé a casa. La cosa es que como ya estaba allí me fui a la cama con él. Yo estaba muy borracha, pero él no me tocó. Dijo que tenía que levantarse temprano a la mañana siguiente para ir a trabajar. —Tammie se rió—. En un momento durante la noche trató de aproximárseme. Puse la almohada encima de mi cabeza y me entró la risa. El desistió. Después de que se fuera a trabajar fui a casa de mi madre y llevé a Dancy al colegio. Y ahora aquí estoy...



Al día siguiente, Tammie iba cargada de estimulantes. No paraba de entrar y salir de casa a toda velocidad. Finalmente me dijo:

Volveré esta noche. ¡Te veo por la noche!

Olvídalo.

¿Qué pasa contigo? Muchos hombres estarían contentos de verme esta noche.

Tammie cerró de un portazo. Había una gata preñada durmiendo en mi porche.

¡Largo de aquí, zanahoria!

Cogí la gata preñada y se la lancé. Fallé por un pelo y la gata cayó en un arbusto cercano.



La siguiente noche Tammie iba llena de anfetamina. Yo estaba borracho. Tammie y Dancy se pusieron a gritarme desde la ventana.

¡Vete a comer cagarrutas, so cagoncio! ¡JAJAJA!

¡Vete a comer cagarrutas, cagoncio!

¡Ah, balonazos! —contesté yo—. ¡Tetona de balones!

¡Vete a comer tripas de rata, cagoncio!

¡Cagoncio, cagoncio, cagoncio! ¡JAJAJAJA!

¡Sesos de chorlito —respondí—, chuparme las pelusas del ombligo!

Tú... —empezó Tammie.

De repente se oyeron varios disparos cercanos, en la calle o en el patio o en algún apartamento. Muy cerca. Era un barrio pobre con mucha prostitución y drogas, y ocasionalmente algún asesinato.

Dancy empezó a gritar desde la ventana:

¡HANK! ¡HANK! ¡VEN AQUÍ, HANK! ¡HANK, HANK, HANK! ¡DATE PRISA, HANK!



Fui corriendo. Tammie estaba en el suelo, con todo aquel pelo glorioso desparramado. Me vio.

Me han disparado —dijo débilmente—, me han disparado.

Señaló una mancha roja en sus pantalones. Ya no estaba bromeando. Estaba aterrorizada.

Parecía una mancha de sangre, pero estaba seca. A Tammie le gustaba utilizar mis pinturas. Me incliné y toqué la mancha. No le pasaba nada, excepto que había tomado muchas pastillas.

Escucha —le dije—, estás bien, no te preocupes...

Mientras salía por la puerta vino corriendo Bobby.

Tammie, Tammie. ¿Qué te pasa? ¿Estás bien?

Bobby evidentemente había tenido que vestirse, lo que explicaba la demora.

Cuando pasó junto a mí le dije rápidamente:

Tío, eres la hostia, siempre estás en mi vida.

Entró corriendo en el apartamento de Tammie seguido por el vecino de al lado, un vendedor de coches usados, chiflado declarado.



Tammie vino unos días más tarde con un sobre.

Hank, el casero me ha dado un anuncio de expulsión.

Me lo enseñó.

Lo leí con cuidado.

Parece que va en serio —le dije.

Le dije que le pagaría los atrasos, pero me dijo «¡Queremos que te vayas de aquí, Tammie!».

No puedes atrasarte tanto en el alquiler.

Mira, tengo el dinero, sólo que no me gusta pagar.

Tammie siempre iba a la contra. Su coche no estaba registrado, la licencia le había expirado hacía mucho, y conducía sin carnet. Dejaba el coche aparcado durante días en zonas amarillas, zonas rojas, zonas blancas, aparcamientos reservados... Cuando la policía la paraba borracha o colocada o sin su carnet de identidad, les hablaba y siempre la dejaban ir. Tiraba los tickets de aparcamiento dondequiera que se los diesen.

Conseguiré el teléfono del dueño. No pueden echarme a patadas de aquí. ¿Tienes su teléfono?

No.

En ese momento Irv, que tenía una casa de putas y que también era el matón de una casa de masajes, pasó por allí. Medía cerca de dos metros. También tenía mejor cabeza que los primeros 3.000 tíos que pudieras cruzarte por la calle.

Tammie salió corriendo:

¡Irv! ¡Irv!

El se paró y se dio la vuelta. Tammie le plantó delante las tetas:

¿Irv, tienes el número de teléfono del dueño de los apartamentos?

No, no lo tengo.

Irv, necesito el teléfono del dueño. ¡Dame su número y te la chupo!

No tengo el número.

Fue hasta su puerta y puso la llave en la cerradura.

¡Vamos, Irv, te hago una mamada si me lo dices!

¿Lo dices en serio? —preguntó él, dubitativo, mirándola.

Entonces abrió la puerta, entró y la cerró.



Tammie se fue corriendo a otra puerta y llamó. Richard abrió cautelosamente, con la cadena puesta. Era calvo, vivía solo, era religioso, tenía unos 45 años y veía la televisión continuamente, Era rosado y limpio como una mujer. Se quejaba continuamente de los ruidos de mi apartamento. No podía dormir, decía. El casero le dijo que se mudara. El me odiaba. Ahora una de mis mujeres estaba en su puerta. Mantuvo puesta la cadena.

¿Qué quieres? —farfulló.

Mira, cielo, quiero el número de teléfono del dueño de los apartamentos... Tú has vivido aquí muchos años. Sé que tienes ese número. Lo necesito.

Lárgate —dijo él.

Escucha, cielo, seré buena contigo... Un beso, te daré un enorme beso todo para ti.

¡Ramera! —dijo él—. ¡Buscona!

Richard cerró de un portazo. Tammie volvió a entrar en mi apartamento.

¿Hank?

¿Sí?

¿Qué es una ramera? Sé lo que es una rama, ¿pero qué es una ramera?

Una ramera, querida mía, es una puta.

¡Cómo se atreve ese sucio hijo de puta!

Tammie salió y continuó llamando a las puertas de los otros apartamentos. O bien no estaban o no contestaban.

¡No es justo! ¿Por qué quieren echarme de aquí? ¿Qué les he hecho?

No sé. Trata de recordar. Quizás salga algo.

No puedo pensar en nada.

Vente a vivir conmigo.

No aguantarías a la niña.

Tienes razón.



Pasaron los días. El dueño seguía sin dejarse ver, no le gustaba tratar con los inquilinos. El administrador estaba detrás de su aviso de expulsión. Incluso Bobby se hizo menos visible, tragando televisión, fumando su hierba y escuchando su estéreo.

¡Hey, tío —me dijo—, me empieza a disgustar tu chica! Está jodiendo nuestra amistad.

Tienes razón, Bobby.

69

Aquella noche sonó el teléfono. Era Mercedes. La había conocido después de una lectura poética que di en Venice Beach. Tenía unos 28 años, un buen cuerpo, piernas superiores y rostro interesante. Era una rubia más bien bajita, con ojos azules. Su pelo era largo y un poco ondulado. Fumaba continuamente. Su conversación era boba, y su risa sonora y falsa la mayor parte de las veces.

Había ido a su casa tras la lectura. Yo había tocado el piano y ella los bongos. Había una botella de Red Mountain. Había porros. Me emborraché demasiado para poder irme. Me había quedado a dormir allí yéndome luego por la mañana.

Oye —me dijo Mercedes—, ahora trabajo en este barrio. Podré ir a verte a menudo.

Muy bien.

Colgué. Sonó otra vez el teléfono. Era Tammie.

.—Mira, he decidido irme. Tendré casa en un par de días. Saca mí vestido amarillo del apartamento, ese que te gusta, y mis zapatos verdes. Todo el resto es basura. Déjalo.

Está bien.

Oye, estoy en la ruina. No tengo ni para comer.

Te enviaré cuarenta pavos para mañana por la Western Union,

Eres un cielo...

Colgué. Quince minutos más tarde apareció Mercedes. Llevaba una falda muy corta, sandalias y una blusa por encima del ombligo. También unos pequeños pendientes azules.

¿Quieres un poco de hierba? —preguntó.

Claro.

Sacó la hierba y los papelillos de su bolso y empezó a liar unos porros. Yo saqué cerveza y nos sentamos en el sofá a beber y a charlar.

No hablamos mucho. Jugué un poco con sus piernas y bebimos y fumamos durante un buen rato.



Finalmente nos desnudamos y nos fuimos a la cama, primero Mercedes y luego yo. Empezamos a besarnos y le trabajé el coño. Ella me agarró la polla. La monté. Mercedes la guió dentro. Tenía una buena agarradera allí abajo. Muy estrecha. Jugué un rato con ella, sacándola casi toda y moviendo la cabeza adelante y atrás. Entonces la metí hasta el fondo, lentamente, en plan perezoso. Luego de repente le di cuatro o cinco sacudidas salvajes y su cabeza cayó sobre la almohada de golpe.

Arrrggg... —dijo. Yo seguí con la marcha.

Era una noche muy calurosa y los dos sudábamos. Mercedes estaba colocada con los porros y la cerveza. Decidí acabar con alguna floritura. Enseñarle un par de cosas.

Bombeé una y otra vez. Cinco minutos. Diez minutos más. No podía correrme. Empecé a fallar, se me iba quedando blanda.

Mercedes se preocupó.

¡Hazlo! —pidió—. ¡Oh, hazlo, querido!

No sirvió de mucho. Me eché a un lado.

Era una noche insoportablemente calurosa. Cogí la sábana y me limpié el sudor. Podía oír mi corazón latiendo a rebato. Sonaba triste. Me preguntaba qué pensaría Mercedes.

Agonicé allí tumbado, con el badajo flaccido.

Mercedes giró su cabeza hacia mí. La besé. Besarse es más íntimo que joder. Por eso nunca me gustaba que mis novias besaran a los hombres. Hubiera preferido que se los jodiesen.

Seguí besando a Mercedes y mientras sentía estas cosas se me puso otra vez dura. Subí encima de ella, besándola como si fuera lo último que fuera a hacer en esta vida.

Mi polla penetró.

Esta vez supe que iba a conseguirlo. Podía sentir el milagro de ello.

Me iba a correr en su coño, la perra. Iba a verter mis jugos en su interior y no había nada que ella pudiera hacer para impedirlo.

Era mía. Yo era un ejército conquistador, era un violador, era su dueño, era la muerte.

Ella estaba indefensa. Su cabeza se debatía, me agarraba y gemía haciendo sonidos.

¡Arrrgg, uuggg, oh, oh... oooff... oooooh!

Mi verga se alimentaba con ello.

Hice un extraño sonido y luego me corrí.

Cinco minutos más tarde ella estaba roncando. Los dos estábamos roncando.



Por la mañana nos duchamos y vestimos,

Te llevaré a desayunar —dije yo.

Vale —dijo Mercedes—. Por cierto, ¿hemos jodido esta noche?

¡Por Dios! ¿No te acuerdas? ¡Debimos estar jodiendo por lo menos una hora!

No me lo podía creer. Mercedes parecía poco convencida.

Fuimos a un sitio pasada la esquina. Pedí huevos con bacon, café y una tostada. Mercedes pidió tortitas con jamón y café.

La camarera nos lo trajo. Tomé un poco de huevo. Mercedes echó salsa a sus tortitas.

Tienes razón —me dijo—, me has debido joder. Siento el semen cayéndome por la pierna.

Decidí no volver a verla.

70

Fui al apartamento de Tammie con unas cajas de cartón. Primero cogí las cosas que me había pedido. Luego encontré otras cosas, más vestidos y blusas, zapatos, una plancha, un secador, ropa de Dancy, platos y cubiertos, un álbum de fotos. Había una aparatosa silla de hierro que era suya. Llevé todas las cosas a mi casa. Tenía ocho o diez cajas repletas. Las apilé junto a la pared de mi sala.

Al día siguiente fui hasta la estación a recoger a Tammie y Dancy.

Tienes buen aspecto —me dijo Tammie.

Gracias.

Vamos a vivir en casa de mi madre. Podrías llevarnos allí. Ya no puedo luchar contra la expulsión. Además, ¿quién quiere vivir donde no se le quiere?

Tammie, saqué la mayoría de tus cosas. Están en cajas de cartón en mi casa.

Muy bien. ¿Las puedo dejar allí un tiempo?

Claro.



La madre de Tammie se fue a Denver a ver a una hermana y aquella noche me pasé por casa de Tammie a emborracharme. Tammie estaba cargada de pastillas. Yo no tomé ninguna. Cuando empecé con el cuarto paquete de seis cervezas dije:

Tammie, no sé lo que ves en Bobby. No existe.

Ella cruzó las piernas y balanceó el pie de un lado a otro.

El cree que su limitada charla es arrebatadora.

Ella siguió balanceando el pie.

Películas, televisión, hierba, tebeos, fotos porno, ése es su combustible.

Tammie movió el pie con más fuerza.

¿Te importa realmente?

Siguió agitando el pie.

iJodida zorra! —dije.

Fui hasta la puerta, la cerré fuertemente tras de mí y subí al Volks. Corrí entre el tráfico, colándome entre los huecos, destrozando el embrague y el cambio de marchas.

Llegué a mi casa y metí los cajones con sus cosas en mi coche. También discos, sábanas y juguetes. El Volks, por supuesto, no daba mucho de sí.

Volví a toda velocidad a casa de Tammie. Aparqué en doble fila y puse las luces rojas de prevención. Saqué las cajas del coche y las apilé en el porche. Las cubrí con sábanas y juguetes, llamé al timbre y me largué.

Cuando volví con el segundo cargamento el primero ya no estaba. Hice otra pila, llamé al timbre y me fui como un misil.

Cuando regresé con el tercer cargamento el segundo ya no estaba. Hice una nueva pila y llamé al timbre. Luego me fui otra vez mientras empezaba a amanecer.

Cuando volví a mi casa me tomé un vodka con agua y miré lo que quedaba. Estaba la silla de hierro y el secador de peluquería. Sólo podía hacer un viaje más. Tenía que decidir entre la silla o el secador. Las dos cosas no cabían en el Volks.

Me decidí por la silla. Eran las cuatro de la mañana. Estaba aparcado en doble fila con las luces puestas. Acabé el vodka con agua. Me sentía cada vez más borracho y débil. Agarré el sillón. Era muy pesado, lo llevé a mi coche. Lo dejé en el suelo y abrí la puerta derecha. Metí la silla. Luego traté de cerrar la puerta. Parte de la silla quedaba fuera. Traté de sacarla, pero había quedado trabada. Maldije y la empujé para dentro. Una de las patas fue a atravesar el parabrisas y se quedó asomada apuntando al cielo. La puerta seguía sin cerrarse. Ni siquiera se aproximaba a la cerradura. Traté de empujar la pata a través del parabrisas. No se movía. Estaba absolutamente acoplada. Traté de tirar para fuera. Nada. Desesperadamente tiré y empujé, tiré y empujé. Si venía la policía, estaba acabado. Después de un rato me di por vencido. Subí al asiento del conductor. No había sitio para aparcar en toda la calle. Bajé hasta el parking de la pizzeria, con la puerta abierta yéndose de un lado a otro. Lo dejé con la puerta abierta, con el sol ya bien alto. El parabrisas estaba roto, con la pata de la silla asomada. La escena entera era indecente, demencial. Era la imagen misma del crimen y el asesinato. Mi hermoso coche.

Subí por la calle de vuelta a mi casa. Me serví otro vodka con agua y telefoneé a Tammie.

Oye, nena, estoy en un aprieto. Tengo tu silla atravesada en mi parabrisas y no la puedo sacar ni meter y la puerta no se cierra. El parabrisas está roto. ¿Qué puedo hacer? ¡Ayúdame, por Dios!

Ya pensarás en algo, Hank.

Colgó.

Marqué otra vez.

Nena...

Colgó. La siguiente vez el teléfono estaba desconectado: bzzzz, bzzzz, bzzzz...

Me tumbé en la cama. Sonó el teléfono.

Tammie...

Hank, soy Valerie, acabo de llegar a casa. Quiero decirte que tu coche está en el parking de la pizzería con la puerta abierta.

Gracias, Valerie, pero es que no puedo cerrar la puerta. Hay una silla de hierro encajada con el parabrisas.

Oh, no me he dado cuenta de eso.

Gracias por la llamada.

Me dormí. Fue un sueño inquieto. Me iba a caer la papeleta.

Me desperté a las seis y veinte, me vestí y anduve hasta la pizzería. El coche seguía allí. Lucía el sol.

Me acerqué y cogí la silla. Seguía sin moverse. Estaba furioso, empecé a tirar y a sacudirla, maldiciendo. Cuanto más imposible parecía, más frenético me ponía. De repente se oyó un chasquido. Una pieza se quedó en mis manos. La tiré al suelo. Estaba inspirado, enérgico. Volví a mi tarea. Algo más se rompió. Los días en las fábricas, los días de descargar camiones, los días de sacar cajas de pescado congelado, los días de cargar terneras muertas sobre mis hombros estaban pagando su deuda. Yo siempre había sido tan fuerte como vago. Ahora estaba descuartizando la silla en pedazos. Finalmente salió del coche. Recogí las piezas sueltas y lo eché todo en el césped de un jardín.

Subí al Volks y encontré un sitio donde aparcar junto a mi casa. Todo lo que tenía ya que hacer era ir a un cementerio de coches de la Avenida Santa Fe y comprarme un parabrisas nuevo.

No había prisa. Entré, me bebí dos vasos de agua helada y me fui a la cama.

71

Pasaron cuatro o cinco días. Sonó el teléfono. Era Tammie.

¿Qué quieres? —le dije.

Oye, Hank, ¿conoces ese pequeño almacén que cruzas con tu coche cuando vienes a casa de mi madre?

Sí.

Bueno, pues ahora están de saldos. Entré y vi esta máquina de escribir. Sólo cuesta 20 pavos y funciona bien. ¡Por favor, cómpramela, Hank!

¿Para qué quieres una máquina de escribir?

Bueno, nunca te lo he dicho, pero siempre he querido ser escritora.

Tammie...

Por favor, Hank es la última vez que te pido algo. Seré toda la vida tu amiga.

No.

Hank...

Oh, mierda, está bien.

Te veré dentro de quince minutos en el puente. Quiero darme prisa antes de que alguien la compre. He encontrado un nuevo apartamento y Filbert y mi hermano me están ayudando a mudarme...

Pasados 15 o 25 minutos, Tammie no estaba en el puente. Volví a subir en el Volks y fui hasta el apartamento de su madre. Filbert estaba cargando cajas de cartón en el coche de Tammie. No me vio. Aparqué a media manzana de allí.

Tammie salió y vio mi coche. Filbert estaba subiendo en su coche. Tenía también un Volks, de color amarillo. Tammie le despidió con la mano y dijo:

¡Hasta luego!

Entonces vino andando por la calle hasta donde yo estaba.

Cuando llegó al lado de mi coche se tumbó en la calle y se quedó allí quieta. Yo esperé. Entonces se levantó y subió en mi coche.

Arranqué. Filbert estaba sentado en su coche. Al pasar a su lado le saludé con la mano. El no me devolvió el saludo. Sus ojos reflejaban tristeza. Sólo estaba empezando para él.

¿Sabes? —dijo Tammie—. Ahora estoy con Filbert.

Se me escapó una carcajada. No pude contenerme.

Mejor que nos demos prisa. Tal vez se hayan llevado la máquina de escribir.

¿Por qué no te compra Filbert la jodida máquina?

¡Mira, si no quieres comprarla sólo tienes que parar y dejarme salir!

Paré el coche y abrí la puerta.

¡Oye, hijo de puta, me dijiste que me ibas a comprar esa máquina! ¡Si no me la compras voy a empezar a gritar y a romperte las ventanas!

Está bien. La máquina es tuya.

Fuimos hasta el sitio. La máquina estaba allí.

Esta máquina ha pasado toda su vida en un asilo para enfermos mentales —nos dijo la señora.

Va a la persona adecuada —dije yo.

Le di a la señora los veinte y regresamos. Filbert se había ido.

¿No quieres entrar un rato? —me preguntó Tammie.

No, tengo que irme.

Fue capaz de entrar la máquina sin necesidad de ayuda. Era portátil.

72

Bebí toda la semana siguiente. Bebí día y noche y escribí 25 o 30 pesarosos poemas sobre amores perdidos.

El viernes por la noche sonó el teléfono. Era Mercedes:

Me he casado —dijo—, con el pequeño Jack. Tú lo conociste en la fiesta tras la lectura que diste en Venice. Es un buen chico y tiene dinero. Nos mudamos al Valle.

Muy bien, Mercedes, que tengas suerte.

Pero echo de menos el beber y charlar contigo. ¿Qué te parecería si me pasara por ahí esta noche?

De acuerdo.



En quince minutos estaba allí, liando canutos y bebiéndose mi cerveza.

El pequeño Jack es muy buen chico. Somos felices los dos juntos.

Mamé mi cerveza.

No quiero joder —dijo ella—, estoy cansada de abortos, estoy realmente cansada de abortos...

Inventaremos otra cosa.

Sólo quiero fumar, charlar y beber.

Eso no es bastante para mí.

Todo lo que los tíos queréis es joder.

A mí me gusta.

Bueno, yo no puedo joder, no quiero joder.

Relájate.

Sentados en el sofá, no nos besamos. Mercedes no era una buena conversadora. No tenía el menor interés. Pero tenía sus piernas, su culo, su cabello y su juventud. Yo había conocido algunas mujeres interesantes. Dios lo sabe, pero Mercedes no estaba muy alta en la lista.

Corrió la cerveza y circularon los porros. Mercedes todavía tenía el mismo trabajo en el Instituto de Relaciones Humanas de Hollywood. Tenía problemas con su coche. El pequeño Jack tenía una picha gorda y corta. Estaba leyendo Grapefruit de Yoko Ono. Estaba cansada de abortos. El Valle era agradable, pero echaba de menos Venice. Añoraba sus paseos en bicicleta por las aceras.



No sé cuánto tiempo hablamos, o ella habló, pero mucho, mucho más tarde dijo que estaba demasiado borracha para conducir hasta su casa.

Quítate la ropa y vete a la cama —le dije.

Pero sin joder —dijo ella.

No te tocaré el coño.

Se desnudó y se metió en la cama. Yo me desvestí y entré en el baño. Me vio salir con un tarro de vaselina.

¿Qué vas a hacer?

Tranquila, nena, tranquila.

Me puse vaselina en la polla. Luego apagué la luz y me metí en la cama.

Ponte de espaldas —le dije.

Le pasé un brazo por debajo y jugué con una teta, el otro lo pasé por encima y jugué con la otra teta. Me gustaba poner mi cara en medio de su pelo. Se me empalmó y la dirigí a su culo. La cogí de la cintura y me apreté contra el culo, duramente, entrando en ella.

Ooooooooh —dijo ella.

Empecé a trabajar. La metí más hondo. Sus nalgas eran grandes y blandas. Mientras la embestía empecé a sudar. La agarré del estómago y la clavé aún más hondo. Se iba haciendo más estrecho. Alcancé el final de su colon y ella gritó.

¡Cállate, condenada!

Era muy estrecha. La metí lo más que pude. Hacía una presa increíble. Mientras atacaba, sentí de repente un tirón en un costado, un dolor terrible y abrasador, pero continué. La estaba partiendo en dos, justo por la espina dorsal. Rugí como un loco y me corrí.

Luego caí sobre ella agotado. El dolor en el costado era criminal. Ella estaba llorando.

Maldita sea —le dije—. ¿Qué pasa contigo? No te he tocado el coño.

Me eché a un lado.



Por la mañana, Mercedes habló muy poco, se vistió y se fue a su trabajo.

Bueno, pensé, otra más.

73

La semana siguiente bebí menos. Iba al hipódromo a respirar aire puro, tomar el sol y caminar. Por la noche bebía, preguntándome por qué seguía todavía vivo, cómo funcionaba el destino. Pensé en Katherine, en Lydia, en Tammie. No me sentía muy bien.

La noche del viernes sonó el teléfono. Era Mercedes.

Hank, me gustaría pasarme por allí, pero sólo para charlar y fumar unos porros. Nada más.

Ven si quieres.

Mercedes estaba allí media hora más tarde. Tenía un aspecto sorprendente. Nunca había visto una minifalda tan corta como la que llevaba y sus piernas tenían una pinta espléndida. La besé con alegría. Ella se separó.

No pude andar durante dos días después de la última. No me desgarres el pendón otra vez.

De acuerdo, prometo que no lo volveré a hacer.

Fue más o menos lo mismo. Nos sentamos en el sofá con la radio puesta, charlamos, bebimos y fumamos. La besé una y otra vez. No podía parar. Ella actuaba como si lo desease, aunque insistía en que no. El pequeño Jack la amaba, el amor significaba mucho en este mundo.

Ya lo creo que sí —dije yo.

Tú no me amas.

Eres una mujer casada.

Yo no amo al pequeño Jack, pero me preocupo mucho por él y él me ama.

Me parece muy bien.

¿Has estado alguna vez enamorado?

Cuatro veces.

¿Qué ocurrió? ¿Dónde están ahora?

Una está muerta. Las otras tres están con otros hombres.

Hablamos mucho aquella noche y fumamos buena cantidad de porros. Hacia las dos de la mañana Mercedes dijo:

Estoy demasiado pasada para conducir hasta casa. Destrozaría el coche.

Quítate la ropa y vente a la cama.

Está bien, pero tengo una idea.

¿El qué?

¡Quiero verte sacudirte esa cosa! ¡Quiera verla estallar a chorros!

De acuerdo, eso está bien. Es un trato.

Mercedes se desnudó y fuimos a la cama. Yo me desnudé y me quedé de pie al borde de la cama.

Siéntate para que lo puedas ver mejor.

Mercedes se sentó en el borde. Escupí en mi palma y empecé a frotarme la polla.

¡Oh —dijo Mercedes—, está creciendo!

Uh huh...

¡Se está haciendo grande!

Uh huh...

Oh, es toda púrpura con venas enormes! ¡Cómo late! ¡Es horrible!

Ya.

Mientras me cascaba la polla la aproximé a su cara. Ella la observaba. Justo cuando me iba a correr paré.

Oh —dijo ella.

Oye, tengo una idea mejor...

¿Qué?

Menéamela tú.

Vale.

Empezó.

¿Lo estoy haciendo bien?

Un poco más fuerte. Y escupe en tu mano. Frótala toda, no sólo por la cabeza.

Muy bien... Oh, Dios, mírala... ¡Quiero verla chorreando jugo!

¡Sigue así, Mercedes! ¡OH, DIOS MIÓ!

Estaba a punto de correrme. Le aparté la mano de la polla.

¡Oh, maldito! —dijo Mercedes.

Se inclinó y la metió en su boca. Empezó a chupar y succionar, moviendo la lengua por todo lo largo de mi verga mientras sorbía.

¡Oh, maldita zorra!

Entonces quitó la boca de mi polla.

¿Qué haces? ¡Sigue! ¡Sigue! ¡Acábalo!

¡No!

¡Bueno, pues jódete entonces!

La eché en la cama y salté sobre ella. La besé viciosamente y conduje mi polla a su interior. Ataqué con violencia, bombeando una y otra vez. Rugí y me derramé. Lo vertí todo, sintiéndolo entrar, sintiéndolo humear dentro suyo.

74

Tuve que volar a Illinois a dar una lectura en la universidad. Odiaba las lecturas, pero ayudaban con el alquiler y quizás servían para vender libros. Me sacaron de East Hollywood, me lanzaron al aire con los ejecutivos y las azafatas y las bebidas heladas y las servilletitas y los cacahuetes para estropear el aliento.

Iba a encontrarme con el poeta William Keesing con el que había mantenido correspondencia desde 1966. Había visto por primera vez sus trabajos en las páginas de Bull, editado por Doug Fazzick, una de las primeras revistas en mimeografía y probablemente la cabecilla de la revolución mimeográfica. Ninguno de nosotros era literato en el sentido típico: Fazzick trabajaba en una fábrica de caucho, Keesing era un ex marine veterano de Corea que no hacía nada y lo mantenía su mujer, Cecilia. Yo trabajaba once horas por noche en una oficina de correos. Fue también por aquel entonces cuando apareció en escena Marvin con sus extraños poemas sobre demonios. Marvin Woodman era el mejor escritor demoníaco de América. Tal vez también de España y Perú. Yo en aquel tiempo estaba con la manía de las cartas. Me daba por escribir cartas de cuatro y cinco páginas a todo el mundo, pintando los sobres y papeles salvajemente con ceras. Fue cuando empecé a escribirme con William Keesing, ex marine, ex presidiario y drogadicto (le pegaba sobre todo a la codeína).

Ahora, años más tarde, William Keesing había conseguido un trabajo temporal en la universidad. Se las arreglaba para dar un par de clases alternándolas con la droga. Le dije que era un trabajo peligroso para cualquiera que desease escribir. Pero por lo menos enseñaba en su clase un montón de Chinaski.

Keesing y su mujer estaban esperándome en el aeropuerto. Llevaba mi equipaje conmigo y nos fuimos directamente al coche.

Dios —dijo Keesing—, jamás había visto en mi vida bajar alguien de un avión con esta pinta.

Llevaba el abrigo de mi difunto padre, que era demasiado grande. Mis pantalones eran demasiado largos, los bajos caían sobre los zapatos y eso estaba bien porque llevaba los calcetines rotos y los tacones desgastados. Odiaba a los peluqueros, así que me cortaba el pelo yo solo cuando no tenía una mujer que me lo hiciera. No me gustaba afeitarme y tampoco me gustaban las barbas largas, así que me cortaba la mía con tijeras cada dos o tres semanas. Tenía mal la vista pero no me gustaban las gafas, así que sólo me las ponía para leer. Tenía mis propios dientes pero no los tenía todos. Mi cara y mi nariz eran rojas de beber y la luz me hería los ojos, así que miraba a través de pequeñas rendijas entre mis párpados. Podría haber encajado en cualquier barrio de chabolas.

Nos alejamos en el coche.

Esperábamos a alguien diferente —dijo Cecilia.

¿Oh?

Me refiero a que tu voz es tan suave, y pareces muy educado. Bill esperaba que salieras del avión borracho y blasfemando, metiendo mano a las señoras...

Nunca voy exhibiendo mi vulgaridad. Espero a que aparezca en su momento.

Lees mañana por la noche —dijo Bill.

Muy bien, nos divertiremos esta noche y nos olvidaremos de todo.

Seguimos conduciendo.



Aquella noche Keesing se mostró tan interesante como sus cartas y poemas. Tuvo el buen sentido de no hablar de literatura excepto alguna vez de pasada. Hablamos de otras cosas. Yo no solía tener mucha suerte en el trato directo con los poetas, aunque sus poemas y cartas fueran buenos. Había conocido a Douglas Fazzick con resultados más que frustrantes. Era mejor mantenerse alejado de los otros escritores y simplemente hacer tu trabajo, o no hacerlo.

Cecilia se retiró temprano. Tenía que ir a trabajar por la mañana.

Cecilia se va a divorciar de mí —me dijo Bill—. No la culpo, está harta de mis drogas, mis vómitos, mi todo. Ha aguantado durante años. Ahora ya no puede continuar. No puedo hacerle el amor más que muy de vez en cuando. Ella se va con un adolescente. No la puedo culpar. Me he cambiado a otra habitación. Podemos ir ahí y dormir o puedo irme y dormir y tú te puedes quedar aquí o los dos nos podemos quedar aquí, a mí me da igual.

Keesing sacó un par de píldoras y se las tomó.

Vamos a quedarnos aquí —dije yo.

Realmente sabes echarte bebidas para adentro.

No hay otra cosa que hacer.

Debes tener unas tripas de acero.

No del todo. Me reventaron una vez. Pero cuando esos agujeros cicatrizan dicen que son más resistentes que la mejor soldadura.

¿Cuánto crees que durarás?

Lo tengo todo planeado. Moriré en el año 2000, cuando tenga 80.

Es extraño, ése es el año en que voy a morir yo, el 2000. He tenido incluso sueños sobre ello. Hasta soñé el día y la hora de mi muerte. De cualquier modo, en el año 2000.

Es un bonito número redondo. Me gusta.

Bebimos una hora o dos más. Yo me fui al dormitorio extra. Keesing durmió en el sofá. Cecilia aparentemente iba en serio en lo de sacárselo de encima.



A la mañana siguiente me desperté a las diez y media. Quedaba algo de cerveza. Empecé con una. Iba por la segunda cuando entró Keesing.

Cristo, ¿cómo lo haces? Amaneces como una rosa, ni que tuvieras dieciocho años.

Tengo algunas mañanas malas. Esta no es una de ellas, simplemente.

A la una tengo clase de literatura. Tengo que ponerme firme.

Tómate una blanca.

Necesito algo de comida en el estómago.

Cómete dos huevos pasados por agua. Ponles un toque de polvo de chile o pimentón.

¿Te cuezo un par?

Sí, gracias.

Sonó el teléfono. Era Cecilia. Bill habló un rato, luego colgó.

Se aproxima un tornado. Uno de los mayores en la historia del estado. Puede que pase por aquí.

Siempre ocurre algo cuando doy una lectura.

Vi que el cielo empezaba a oscurecerse.

Tal vez cancelen la clase. Es difícil de saber. Mejor como algo.

Bill puso los huevos.

No te entiendo —dijo—, ni siquiera pareces resacoso.

Tengo resaca todas las mañanas. Es normal. Estoy ya ajustado.

De todos modos sigues escribiendo buena mierda, a pesar de todo el bebistrajo.

No entremos en eso. Quizás sea la variación de coños. No hiervas demasiado los huevos.

Fui al baño y eché una cagada. El estreñimiento no era uno de mis problemas. Salía cuando oí a Bill gritar:

¡Chinaski!

Luego lo oí en el patio, vomitando. Volvió a entrar.

El pobre estaba realmente malo.

Toma un poco de levadura. ¿Tienes un Valium?

No.

Entonces espera diez minutos después de la levadura y te tomas una cerveza caliente. Ponla en un vaso ahora para que coja aire.

Tengo una benzedrina.

Tómatela.



Cada vez se iba nublando más. Quince minutos después de la benzedrina, Bill se dio una ducha. Cuando salió tenía buen aspecto. Se comió un sándwich de mantequilla de cacahuete con rodajas de plátano. Iba a conseguirlo.

Todavía quieres a tu mujer, ¿verdad? —le dije.

Cristo, sí.

Sé que no ayuda mucho, pero trata de pensar que a todos nos ha pasado alguna vez.

No ayuda.

Una vez que una mujer te da la espalda, olvídala. Te aman y de repente algo se da vuelta. Te pueden ver muriéndote en una cuneta, atropellado por un coche y pasarán a tu lado escupiéndote.

Cecilia es una mujer maravillosa.

Se iba haciendo más oscuro.

Vamos a beber más cerveza —dije.

Nos sentamos y bebimos cerveza. Se puso muy oscuro y el viento empezó a arreciar. No hablábamos mucho. Yo estaba contento de haberle conocido. Había en él muy poca palabrería falsa. Estaba cansado, quizás eso ayudase. Nunca había tenido suerte con sus poemas en USA. En Australia le adoraban, en cambio. Tal vez algún día lo descubrirían aquí. Puede que en el año 2000. Era un tío pequeño, duro y tenaz, sabías que era grande, sabías que había estado allí. A mí me gustaba.

Bebimos con calma, entonces sonó el teléfono. Era otra vez Cecilia. El tornado había pasado de largo, o algo así. Bill se iba a dar su clase. Yo iba a leer aquella noche. Bravo. Todo estaba en funcionamiento. Todos con empleo a tiempo completo.

Hacia mediodía, Bill metió su cuaderno y todo lo necesario en una cartera, cogió su bicicleta y se fue pedaleando a la universidad.

Cecilia llegó a casa un poco más tarde.

¿Salió Bill bien al trabajo?

Sí, se fue en la bicicleta. Tenía buen aspecto.

¿Cómo de bueno? ¿Iba pirado?

Qué va. Comió y todo.

Todavía le quiero. Hank. Sólo que no puedo seguir por más tiempo.

Entiendo.

No sabes lo mucho que tenerte aquí significa para él. Solía leerme tus cartas una y otra vez.

¿Eran sucias, eh?

No, divertidas. Nos hacían reír.

Vamos a joder, Cecilia.

Hank, ahora estás haciendo tu número.

Eres una cosita maciza. Déjame metértela.

Estás borracho. Hank.

Tienes razón, olvídalo.

75

Aquella noche di otra mala lectura. No me importaba. A ellos no les importaba. Si John Cage podía conseguir mil dólares por comerse una manzana, yo aceptaba quinientos más el billete de avión por ser un limón.

Después fue lo mismo. Los pequeños cipotillos y pequeñas nínfulas se acercaron con sus jóvenes cuerpos calientes y ojos de luz de piloto a que les firmase libros. Me hubiera gustado joderme una noche a cinco de ellas y sacarlas de mi vida para siempre.

Un par de profesores se acercaron y me sonrieron por ser tan gilipollas. Les hizo sentirse mejor, ahora se sentían como si tuviesen una oportunidad con la máquina de escribir.

Cogí el cheque y me fui. Iba a haber una pequeña reunión selecta en casa de Cecilia algo más tarde. Eso era parte del contrato no escrito. Cuantas más chicas mejor, pero en casa de Cecilia tenía muy pocas oportunidades. Lo sabía. Y seguro que a la mañana siguiente me despertaría en la cama solo.



Bill estaba otra vez enfermo a la mañana siguiente. Tenía clase a la una y antes de irse dijo:

Cecilia te llevará al aeropuerto. Yo me voy ya. Nada de despedidas pesarosas.

Está bien.

Bill cogió su cartera, se la puso a la espalda y fue a coger la bicicleta.

76

Llevaba en Los Ángeles cerca de una semana y media. Era por la noche. Sonó el teléfono. Era Cecilia, estaba sollozando.

Hank, Bill ha muerto. Eres el primero a quien llamo.

Cristo, Cecilia, no sé qué decir.

Te estoy tan agradecida de que vinieras. Bill no hizo otra cosa que hablar de ti después de que te fueras. No sabes lo que tu visita significó para él.

¿Qué ocurrió?

Se quejó de que se sentía muy mal y le llevamos a un hospital. Pasadas dos horas estaba muerto. Sé que la gente va a pensar que fue una sobredosis, pero no había tomado nada. Aunque me fuera a divorciar de él, yo le amaba.

Te creo.

No quiero molestarte con todo esto.

No pasa nada, Bill lo comprendería. Me ocurre que no sé qué decir para ayudarte. Estoy como en una especie de shock. Deja que te llame más tarde para ver qué tal te sientes.

¿Lo harás?

Seguro.

Ese es el problema con la bebida, pensé, mientras me servía un trago. Si ocurre algo malo, bebes para olvidarlo; si ocurre algo bueno, bebes para celebrarlo; y si no pasa nada, bebes para que pase algo.

Aun enfermo y desgraciado como estaba, Bill no tenía el aspecto de alguien que fuera a morirse. Había muchas muertes como aquélla y aunque conocíamos la muerte y pensábamos en ella casi todos los días, cuando ocurría una muerte inesperada, y cuando la persona era un excepcional y adorable ser humano, era duro, mucho, sin importar cuánta otra gente hubiera muerto con anterioridad, buena, mala o desconocida.

Llamé a Cecilia aquella noche, y la llamé otra vez la noche siguiente, y, una vez más, luego dejé de telefonear.

77

Pasó un mes. R. A. Dwight, el editor de Dogbite Press me escribió pidiéndome que hiciese un prólogo a los «Poemas selectos» de Keesing. Gracias a su muerte, Keesing estaba logrando al fin ser reconocido fuera de Australia.

Entonces llamó Cecilia.

Hank, voy a ir a San Francisco a ver a R. A. Dwight. Tengo algunas fotos de Bill y algunos manuscritos inéditos. Voy a hablar con Dwight para decidir lo que se publica. Pero antes quiero hacer una parada en Los Ángeles por un día o dos. ¿Puedes recogerme en el aeropuerto?

Claro. Puedes quedarte en mi casa, Cecilia.

-—Muchas gracias.

Me dio su hora de llegada y yo me fui a limpiar el retrete, restregar la bañera y cambiar las sábanas y fundas de almohada de mi cama.

Cecilia llegó en el vuelo de las diez de la mañana, para mí fue un infierno conseguir llegar, pero ella tenía una pinta estupenda, maciza, un poco rellena, llena de curvas, un aspecto del medio oeste, resplandeciente. Los hombres la miraban, tenía una peculiar manera de menear el trasero; parecía potente, ofensiva y sexy.

Esperamos el equipaje en el bar. Cecilia no bebió más que un zumo de naranja.

Me encantan los aeropuertos y los pasajeros de aeropuerto, ¿a ti no?

No.

La gente parece tan interesante.

Tienen más dinero que la gente que viaja en tren o autobús.

Pasamos por encima del Gran Cañón durante el viaje.

Sí, pilla de camino.

¡Estas camareras llevan unas faldas cortísimas! Mira, puedes verles las bragas.

Se llevan buenas propinas. Todas viven en barrios de lujo y conducen MGs.

¡Todo el mundo en el avión fue tan agradable! El señor que iba sentado a mi lado me quiso invitar a una copa.

Vamos a por tu equipaje.

R. A. me telefoneó diciéndome que había recibido tu prólogo para el libro de Bill. Me leyó un fragmento. Era precioso. Quiero darte las gracias.

Olvídalo.

No sé cómo devolverte el favor.

¿Estás segura de que no quieres una copa?

Muy pocas veces bebo. Quizás más tarde.

¿Qué es lo que más te gusta? Compraré algo para cuando vayamos a mi casa. Quiero que te sientas cómoda y relajada.

Estoy segura de que Bill nos está viendo ahora y de que se siente feliz.

¿Eso crees?

Sí.

Cogimos el equipaje y fuimos al aparcamiento.

78

Aquella noche me las arreglé para meterle dos o tres copas a Cecilia. Se olvidó de sí misma, cruzó altas las piernas y yo pude ver buena cantidad de flanco. Buen género. Duradero. Una ternera de mujer, con tetas y ojos de ternera. Había donde agarrar. Keesing había tenido buen ojo.

Ella estaba en contra de matar animales, no comía carne. Supongo que tenía bastante carne consigo misma. Todo era hermoso, me contaba, teníamos toda esta belleza en el mundo y todo lo que teníamos que hacer era inclinarnos y tocarla, estaba toda allí y era toda nuestra para tomarla.

Tienes razón, Cecilia —dije yo—, tómate otra copa.

No, me marea.

¿Qué hay de malo en marearse un poco?

Cecilia cruzó otra vez las piernas y sus muslos refulgieron. Se escapaban de la falda relampagueando.

Bill, no puedes usarla ahora. Eras un buen poeta, Bill, pero qué coño, dejaste tras de ti algo más que la poesía. Y tu poesía nunca tenía muslos y caderas como ésta.

Cecilia se tomó otra copa, luego lo dejó. Yo seguí.

¿De dónde venían las mujeres? La reserva era inacabable. Cada una de ellas era individual, diferente. Sus chochos eran diferentes, sus besos eran diferentes, sus pechos eran diferentes, pero ningún hombre podía bebérselas todas, eran demasiadas, cruzando sus piernas, volviendo locos a los hombres. ¡Vaya un festín!

Quiero ir a la playa. ¿Me vas a llevar a la playa. Hank?

¿Esta noche?

No, no esta noche, pero sí antes de que me vaya.

De acuerdo.

Cecilia habló de cómo habían abusado del indio americano. Luego me dijo que escribía, pero que nunca había querido publicar. Lo tenía todo en un cuaderno. Bill la había animado y ayudado con algunas de sus cosas. Ella le había ayudado a trasegar con la universidad. Por supuesto, sus conocimientos también habían ayudado. Y nunca faltaba codeína, siempre había estado enganchado con la codeína. Ella había amenazado con abandonarle una y otra vez, pero no consiguió nada. Ahora...

Bébete esto, Cecilia —dije yo—, te ayudará a olvidar.

Le serví uno bien grande.

¡Oh, no puedo beber todo eso!

Cruza las piernas más alto. Déjame ver más tus piernas.

Bill nunca me hablaba así.

Seguí bebiendo. Cecilia siguió hablando. Pasado un rato dejé de escuchar. Vino la medianoche y se fue. Llegó la madrugada.

Oye, Cecilia, vámonos a la cama. Estoy trompa.

Entré en el dormitorio, me desnudé y me metí bajo las sábanas. La oí entrar y meterse en el baño. Apagué la luz del dormitorio. Ella salió pronto y sentí cómo se metía por el otro lado de la cama.

Buenas noches, Cecilia —dije.

La atraje hacia mí. Estaba desnuda. Jesús, pensé. Nos besamos. Besaba muy bien. Fue un beso largo y cálido. Acabamos.

Cecilia.

¿Sí?

Joderemos otro día. Me eché a un lado y me puse a dormir.

79

Bobby y Valerie vinieron y yo los presenté.

Valerie y yo vamos a coger unas vacaciones y alquilar unas habitaciones junto al mar en Manhattan Beach —dijo Bobby—. ¿Por qué no os venís vosotros? Podemos partirnos el alquiler. Hay dos dormitorios.

No, Bobby, creo que no.

¡Oh, Hank, por favor! —dijo Cecilia—. ¡Adoro el mar! Hank, si vamos allí, hasta beberé contigo. ¡Lo prometo!

De acuerdo, Cecilia.

Fantástico —dijo Bobby—, nos vamos esta tarde. Os recogeremos hacia las seis. Cenaremos juntos.

Eso suena bien —dijo Cecilia.

Es divertido comer con Hank —dijo Valerie—. La última vez que salimos con él fuimos a este sitio de lujo y nada más entrar le dijo al maître: «¡Quiero una ensalada de col y patatas fritas para mis amigos aquí al momento! Doble de cada. ¡Y no le eche agua a las bebidas o me quedo con su chaquetilla y corbata!»

¡No puedo esperar! —dijo Cecilia.



Cecilia quiso dar un paseo alrededor de las dos. Atravesamos el patio. Vio las caléndulas. Se dirigió a una mata y metió la cara entre las flores, acariciándolas con los dedos.

¡Oh, son tan bonitas!

Se están muriendo, Cecilia. ¿No ves lo mustias que están? La contaminación las está matando.

Caminamos bajo las palmeras.

¡Hay pájaros por todas partes! ¡Centenares de pájaros, Hank!

Y docenas de gatos.



Fuimos hasta Manhattan Beach con Bobby y Valerie, nos instalamos en nuestro apartamento frente al mar y salimos a cenar. La cena estuvo bien. Cecilia se tomó una copa durante la cena y explicó su vegetarianismo. Tomó sopa, ensalada y yogurt; los demás tomamos filetes, patatas fritas, pan francés y ensalada. Bobby y Valerie robaron los frascos de la sal y la pimienta, dos cuchillos para carne y la propina que yo le había dejado al camarero.

Hicimos una parada para comprar licor, hielo y cigarrillos, luego regresamos al apartamento. Su única copa había puesto a Cecilia soltando risas y hablando sin parar. Ahora estaba explicándonos que los animales también tenían alma. Nadie se lo discutió. Era posible, lo sabíamos. De lo que no estábamos seguros era de si la teníamos nosotros.

80

Continuamos bebiendo. Cecilia tomó sólo una más y paró.

Quiero salir a contemplar la luna y las estrellas —dijo—. ¡Es todo tan hermoso ahí afuera!

Está bien, Cecilia.

Salió junto a la piscina y se sentó en una silla de mimbre.

Ahora sé por qué murió Bill —dije—. Murió desamparado, hambriento. Esta tipa no se enrolla para nada.

Ella dijo algo parecido de ti durante la cena, cuando estabas en el lavabo —dijo Valerie—. Dijo: «Oh, los poemas de Hank están tan llenos de pasión, pero como persona no llega a tanto».

Dios y yo no siempre elegimos el mismo caballo.

¿Ya te la has jodido? —me preguntó Bobby.

No.

¿Cómo era Keesing?

Estupendo. Pero me pregunto cómo pudo aguantar con ella. Quizás la codeína y las píldoras ayudasen. Tal vez era como una especie de superenfermera para él.

Que se joda —dijo Bobby—, vamos a beber.

Sí. Si tuviese que elegir entre beber y joder, creo que dejaría de joder.

El joder causa problemas —dijo Valerie.

Cuando mi mujer está fuera jodiéndose a algún otro, yo me pongo mi pijama, me echo las colchas encima y me pongo a dormir —dijo Bobby.

Es un tío frío —dijo Valerie.

Ninguno de nosotros sabe bien cómo usar del sexo, qué hacer con él —dije yo—. Para la mayoría de la gente el sexo es sólo un juguete, para echarlo a correr.

¿Qué hay del amor? —preguntó Valerie.

El amor está bien para aquellos que pueden soportar una sobrecarga psíquica. Es como tratar de llevar sobre tus espaldas un cubo lleno de basura a través de una enorme riada de orina.

¡Oh, no es tan malo!

El amor es una forma de prejuicio. Tengo muchos otros prejuicios.

Valerie se acercó a la ventana.

La gente está de juerga, tirándose en pelotas a la piscina, y ella está ahí sentada contemplando la luna.

Su hombre acaba de morir —dijo Bobby—, dale un respiro.

Cogí mi botella y me fui al dormitorio. Me quité los calzones y me eché en la cama. Nada estaba en armonía. La gente sólo abrazaba a ciegas lo que se le pusiese delante: comunismo, comida natural, zen, surfing, ballet, hipnotismo, terapia de grupo, orgías, paseos en bicicleta, hierbas, catolicismo, adelgazamiento, viajes, psicodelia, vegetarianismo, la India, pintar, escribir, esculpir, componer, conducir, yoga, copular, apostar, beber, andar por ahí, yogurt helado, Beethoven, Bach, Buda, Cristo, jugo de zanahorias, suicidio, trajes hechos a mano, viajes en jet, Nueva York, y de repente todo ello se evaporaba y se perdía. La gente tenía que encontrar cosas que hacer mientras esperaba la muerte. Supongo que estaba bien poder elegir.

Yo hice mi elección. Cogí la botella de vodka y me pegué un buen trago. Los rusos conocían el tema.

Se abrió la puerta y entró Cecilia. Tenía buena pinta con su cuerpo compacto. La mayoría de las mujeres americanas eran o bien muy delgadas o elefantiásicas. Si les dabas fuerte, algo se les rompía y se convertían en neuróticas y sus hombres en deportistas o alcohólicos u obsesos por los coches. Los noruegos, los islandeses, los finlandeses sabían cómo debía estar construida una mujer: amplia y sólida, con un gran trasero, grandes caderas, grandes flancos blancos, grandes cabezas, grandes bocas, grandes tetas, mucho pelo, grandes ojos, grandes agujeros de nariz, y abajo en el centro, lo bastante grande y lo bastante pequeño.

Hola, Cecilia, ven a la cama.

Se está muy bien ahí fuera por la noche.

Supongo que sí. Ven a decirme hola.

Entró en el baño. Apagué la luz del dormitorio.

Salió pasado un rato. La sentí subir a la cama. Estaba oscuro, pero algo de luz pasaba a través de las cortinas. Cogí la botella, se la pasé. Tomé un pequeño sorbo, luego me la devolvió. Estábamos sentados, apoyados con las almohadas en la cabecera. Nuestros muslos estaban pegados.

Hank, la luz era como una tenue pincelada. Pero las estrellas eran brillantes y hermosas. Te hace pensar, ¿no crees?

Sí.

Algunas de esas estrellas llevan muertas millones de años luz y todavía podemos verlas.

Me acerqué a ella y atraje su cabeza. Su boca se abrió. Estaba húmeda y fresca.

Cecilia, vamos a joder.

No quiero.

En cierto modo yo tampoco quería. Creo que lo había dicho por eso.

¿No quieres? ¿Entonces por qué besas así?

Creo que la gente debe esperar a conocerse.

Algunas veces no hace falta mucho tiempo.

No quiero hacerlo.

Salté de la cama, me puse mis calzones y llamé a la puerta de Bobby y Valerie.

¿Qué pasa? —preguntó Bobby.

No quiere joder conmigo.

¿Y qué?

Vamos a nadar un poco.

Es tarde. La piscina está cerrada.

¿Cerrada? Hay agua, ¿no?

Me refiero a que están apagadas las luces.

Me parece bien, ella no quiere joder conmigo.

No tienes traje de baño.

Tengo mis calzones.

Muy bien, espera un momento...



Bobby y Valerie salieron con unos bonitos trajes de baño perfectamente ajustados. Bobby me pasó un porro de colombiana y yo le di una calada.

¿Qué pasa con Cecilia?

Química cristiana.

Fuimos a la piscina. Era verdad, las luces estaban apagadas. Bobby y Valerie se tiraron juntos a la piscina. Yo me senté al borde, con las piernas metidas, bebiendo a morro de la botella de vodka.

Bobby y Valerie salieron juntos a la superficie. Bobby se vino nadando hasta el borde de la piscina. Tiró de uno de mis tobillos.

¡Vamos, so mierda! ¡Muestra tus cojones! ¡ÉCHATE!

Tomé otro trago de vodka, luego dejé la botella. No me tiré. Entré con cuidado poco a poco. Luego me solté. Era extraña la sensación del agua a oscuras. Me sumergí lentamente hacia el fondo. Medía uno noventa y pesaba más de cien kilos. Esperé a tocar el fondo y entonces subir dándome impulso. ¿Dónde estaba el fondo? Allí estaba, y a mí apenas me quedaba oxígeno. Me impulsé. Subí lentamente. Finalmente rompí la superficie.

¡Que se mueran todas las putas que me han tenido entre sus piernas! —grité.

Se abrió una puerta y un hombre salió corriendo de un apartamento de la planta baja. Era el administrador.

¡Hey, no se permite nadar a estas horas de la noche! ¡Las luces de la piscina están apagadas!

Nadé hasta donde él estaba, llegué al borde de la piscina y le miré.

Oye, mamón, me bebo dos barriles de cerveza diarios y soy luchador profesional. Soy por naturaleza un ser amable, ¡pero pienso nadar a estas horas y quiero esas luces ENCENDIDAS! ¡AHORA! ¡Sólo te lo voy a decir una vez!

Me alejé nadando.

Las luces se encendieron. La piscina se iluminó brillantemente. Era mágico. Me acerqué hasta donde estaba el vodka, lo agarré y tomé un buen trago. La botella estaba ya casi vacía. Miré hacia abajo y vi a Valerie y Bobby nadando en círculos entre sí bajo el agua. Eran buenos haciendo esas cosas, ligeros y ágiles. Qué raro que todo el mundo fuera más joven que yo.

Acabamos con la piscina. Me dirigí a la puerta del administrador con mis calzones mojados y llamé. Abrió la puerta. Me gustaba.

Eh, colega, ya puedes quitar las luces. He acabado de nadar. Eres un buen tipo, hombre, un buen tipo.

Regresamos al apartamento.

Tómate una copa con nosotros —dijo Bobby—, sé que estás algo jodido.

Entré y me tomé dos.

Valerie dijo:

¡Mira, Hank, tú y tus mujeres! No puedes jodértelas a todas, ¿lo sabes?

¡Victoria o muerte!

Duérmela, Hank.

Buenas noches, chicos, y gracias...



Volví a mi dormitorio. Cecilia estaba tumbada boca arriba y estaba roncando, «Gzzz, gzzz, ggzzz»...

Me pareció gorda. Me quité los calzones húmedos, subí a la cama y le sacudí el hombro.

Cecilia, ¡estás RONCANDO!

Oooh, oooh... lo siento.

Está bien, Cecilia. Es igual que si estuviésemos casados. Ya te cogeré por la mañana cuando esté más fresco.

81

Un ruido me despertó. Todavía no había mucha luz. Cecilia estaba de pie, vistiéndose.

Miré mi reloj.

Son las cinco de la mañana. ¿Qué estás haciendo?

Quiero ver salir el sol. ¡Adoro las salidas de sol!

Se nota que no bebes.

Volveré. Desayunaremos juntos.

No he sido capaz de tomar un desayuno durante cuarenta años.

Voy a ver el amanecer, Hank.



Encontré una botella de cerveza sin abrir. Estaba caliente. La abrí y me la bebí. Luego me dormí.



A las 10:30 de la mañana, alguien llamó a la puerta.

Adelante.

Eran Bobby, Valerie y Cecilia.

Acabamos de desayunar —dijo Bobby.

Ahora Cecilia quiere ir a dar un paseo por la playa con los pies descalzos —dijo Valerie.

Nunca había visto el Océano Pacífico, Hank. ¡Es tan bonito!

Me vestiré...

Caminamos por la playa. Cecilia parecía feliz. Cuando las olas llegaban hasta sus pies gritaba.

Seguid vosotros —les dije—, yo voy a buscar un bar.

Voy contigo —dijo Bobby.

Yo vigilaré a Cecilia —dijo Valerie...

Encontramos un bar cercano. Había sólo dos sitios vacíos. Nos sentamos. Bobby tenía a su lado un hombre. Yo, una mujer. Pedimos nuestras bebidas.

La mujer que estaba junto a mí tendría unos 26 o 27 años. Algo la había desgastado, sus ojos y boca parecían cansados, pero a pesar de ello mantenía una expresión firme. Su pelo era oscuro y bien peinado. Llevaba una falda y tenía buenas piernas. Su alma era puro topacio y podías verlo en sus ojos. Pegué mi pierna a la suya. Ella no la apartó. Acabé mi bebida.

Invítame a una copa —le dije.

Ella llamó al camarero.

Un vodka-7 para el caballero —le dijo.

Gracias...

Babette.

Gracias, Babette. Me llamo Henry Chinaski, escritor alcohólico.

Nunca he oído hablar de ti.

Lo mismo da.

Tengo una tienda junto a la playa. Joyas y baratijas. Sobre todo baratijas y porquerías.

En eso nos parecemos. Yo escribo muchas porquerías.

¿Si eres tan mal escritor, por qué no lo dejas?

Necesito comida, refugio y ropa. Invítame a otra copa.

Babette hizo un gesto al camarero y recibí una nueva copa.

Apretamos juntas nuestras piernas.

Soy una rata —le dije—, estoy estreñido y no se me levanta.

No sé nada de tus intestinos, pero eres una rata y sí se te levanta.

¿Cuál es tu número de teléfono?

Babette buscó una pluma dentro de su bolso.

Entonces entraron Cecilia y Valerie.

Oh —dijo Valerie—, aquí están estos cabritos. Te lo dije. ¡En el bar más cercano!

Babette se deslizó de su asiento. Salió por la puerta. La vi a través de la luna. Se alejaba por la acera y tenía todo un cuerpo. Era elástico y esbelto. Resbalaba contra el viento. Luego desapareció.

82

Cecilia estaba sentada viéndonos beber. Comprendí que la repelía. Yo comía carne. No tenía dios. Me gustaba joder. La naturaleza no me interesaba. Nunca votaba. Me gustaban las guerras. El espacio exterior me aburría. El béisbol me aburría. La Historia me aburría. Los zoos me aburrían.

Hank —dijo—, voy a salir un rato.

¿Qué ocurre fuera?

Me gusta ver cómo la gente nada en la piscina. Me gusta ver cómo se divierten.

Cecilia se levantó y salió.

Valerie se rió, Bobby se rió.

Muy bien, así no voy a pasar por sus bragas.

¿Lo deseas? —preguntó Bobby.

No es mi deseo sexual lo que se ha ofendido, es mi ego.

Y no te olvides de tu edad —dijo Bobby.

No hay nada peor que un viejo cerdo orgulloso —dije yo.

Bebimos en silencio.



Cerca de una hora más tarde volvió Cecilia.

Hank, quiero irme.

¿Adonde?

Al aeropuerto. Quiero volar a San Francisco. Tengo todo el equipaje listo.

Por mí está bien. Pero vinimos en el coche de Bobby y Valerie. Tal vez ellos no quieran irse todavía.

La llevaremos a Los Ángeles —dijo Bobby.



Pagamos la cuenta y subimos al coche, con Bobby al volante, Valerie a su lado y Cecilia y yo en el asiento trasero. Cecilia se apartó de mí todo lo que pudo.

Bobby puso el magnetófono. La música sacudió el asiento trasero como una ola. Bob Dylan.

Valerie pasó un porro. Le di una calada y traté de pasárselo a Cecilia. Se echó hacia el otro lado. Yo me incliné y le acaricié una rodilla, le di un apretón. Ella me apartó la mano.

¿Eh, qué tal vais ahí detrás? —preguntó Bobby.

Es el amor —le dije.

Conducimos cerca de una hora.

Aquí está el aeropuerto —dijo Bobby.

Te quedan dos horas —le dije a Cecilia—. Podemos ir a mi casa y esperar.

No importa —dijo Cecilia—, quiero ir ahora.

¿Pero qué vas a hacer dos horas en el aeropuerto? —pregunté.

Oh —dijo ella—. ¡Me encantan los aeropuertos!

Paramos delante de la terminal. Salí y saqué su equipaje. Estábamos juntos de pie. Entonces ella se me acercó y me dio un beso en la mejilla. La dejé irse sola.

83

Había accedido a dar una lectura en el Norte. Era la tarde anterior al recital y yo estaba sentado en un apartamento en el Holiday Inn bebiendo cerveza con Joe Washington, el promotor, y el poeta local Dudley Barry, junto a su novio, Paul. Dudley había salido fuera del armario y había proclamado que era homosexual. Era nervioso, gordo y ambicioso. Se desplazaba de un lado a otro.

¿Vas a dar una buena lectura?

No sé.

Mueves a las multitudes, ¿Jesús, cómo lo haces? La cola da la vuelta a la manzana.-

Les gustan las sangrías.

Dudley agarró a Paul por las nalgas.

¡Voy a empalarte, nene! ¡Luego me empalarás tú a mí!

Joe Washington estaba junto a la ventana.

Eh, mira, por ahí viene William Burroughs. Está en el apartamento vecino al tuyo. Va a leer mañana por la noche.

Me acerqué a la ventana. Sí, era Burroughs. Me di la vuelta y abrí otra cerveza. Estábamos en el segundo piso. Burroughs subió por las escaleras, pasó junto a mi apartamento, abrió su puerta y entró.

¿Quieres ir a verle? —me preguntó Joe.

No.

Voy a ir a verle un momento.

Muy bien.

Dudley y Paul estaban jugando a cogerse el culo. Dudley estaba riendo a carcajadas y Paul soltando risitas y ruborizándose.

¿Por qué no os lo hacéis en privado, tíos?

¿No es encantador? —dijo Dudley—. ¡Me encantan los chicos jóvenes!

A mí me interesan más las hembras.

No sabes lo que te pierdes.

Es cosa mía.

Jack Mitchell se lo hace con travestís. Escribe poemas sobre ellos.

Por lo menos tienen aspecto de mujer.

Algunos de ellos tienen mejor aspecto que muchas mujeres.

Bebí en silencio.



Joe Washington volvió.

Le dije a Burroughs que estabas en el apartamento de al lado. Le dije: «Burroughs, Henry Chinaski está en el apartamento de al lado». Y él dijo: «¿Oh, de verdad?». Le pregunté si quería verte. El dijo: «No».

Deberían poner neveras en estos sitios —dije—, la jodida cerveza se está quedando caliente.

Salí a buscar una máquina de hielo. Al pasar por la habitación de Burroughs le vi sentado en un sillón junto a la ventana. Me miró con indiferencia.

Encontré la máquina de hielo y regresé con hielo suficiente para llenar el lavabo y meter allí las cervezas.

No querrás entromparte mucho —dijo Joe—. Empiezas a trabarte con las palabras.

A ellos no les importa. Sólo quieren verme clavado en la cruz.

¿500 dólares por una hora de trabajo? —dijo Dudley—. ¿Llamas a eso una cruz?

Sí.

¡Menudo Cristo!



Dudley y Paul se fueron y Joe y yo nos fuimos a uno de los cafés del barrio donde se podía comer y beber. Encontramos una mesa. Lo primero que vimos fue a desconocidos viniendo a sentarse con nosotros. Todos hombres. Vaya mierda. Había algunas chicas bonitas, pero sólo sonreían y miraban, o no miraban ni sonreían. Me figuré que las que no sonreían me odiaban por mi actitud hacia las mujeres. Que se jodieran.

Estaban allí Jack Mitchell y Mike Tufts, ambos poetas. Ninguno trabajaba para vivir a pesar de que su poesía no les daba ni para pipas. Vivían de herencias y préstamos. Mitchell realmente era un buen poeta, pero no tenía mucha suerte. Se merecía algo mejor. Entonces apareció Blast Grimly, el cantante. Blast estaba siempre borracho. Yo nunca lo había visto sobrio. Había unos cuantos más en la mesa que no conocía.

¿Señor Chinaski?

Era una cosita dulce con un corto vestido verde.

¿Sí?

Era un antiguo libro de poemas que había escrito mientras estaba en la oficina de correos, Corre alrededor de la habitación y mío. Se lo firmé e hice un dibujo, luego se lo devolví.

¡Oh, muchas gracias!

Se marchó. Todos los cabrones que había alrededor mío habían asesinado toda probabilidad de acción.

Pronto había cuatro o cinco jarras de cerveza en la mesa. Pedí un sándwich. Bebimos durante dos o tres horas, luego volví al apartamento. Acabé con las cervezas que quedaban en el lavabo y me fui a dormir.



No recuerdo gran cosa de la lectura, pero me desperté al día siguiente solo. Joe Washington llamó a la puerta a las once de la mañana.

¡Eh, tío, fue uno de tus mejores recitales!

¿De verdad? ¿No te estás burlando de mí?

No, tú estabas allí. Aquí está el cheque.

Gracias, Joe.

¿Estás seguro de que no quieres ver a Burroughs?

Seguro.

Lee esta noche. ¿Te vas a quedar a oírle?

Voy a volver a Los Ángeles, Joe.

¿Le has oído leer alguna vez?

Joe, quiero darme una ducha y salir de aquí. ¿Me llevarás al aeropuerto?

Claro.



Cuando nos fuimos. Burroughs estaba sentado en su sillón junto a la ventana. No hizo el menor gesto de haberme visto. Yo le miré y seguí mi camino. Tenía mi cheque. Estaba ansioso por pasarme por el hipódromo.

84

Había estado teniendo correspondencia con una mujer de San Francisco durante varios meses. Se llamaba Liza Weston y se ganaba la vida dando clases de danza, incluido ballet, en su propio estudio. Tenía 32 años, había estado casada una vez y todas sus cartas eran largas y mecanografiadas impecablemente en papel rosado. Escribía bien, con inteligencia y sin exageración. Me gustaban sus cartas y le contestaba. Liza se apartaba de la literatura, se apartaba de los llamados grandes temas. Me escribía acerca de pequeños acontecimientos ordinarios, pero los describía con agudeza y humor. Un día me escribió diciéndome que iba a venir a Los Ángeles a comprar algo de ropa de baile y que si me gustaría conocerla. Le contesté que me apetecía bastante, y que se podía quedar en mi casa, pero que debido a la diferencia de edad, ella tendría que dormir en el sofá y yo en la cama. Te llamaré por teléfono cuando llegue, me respondió.

Tres o cuatro días más tarde sonó el teléfono. Era Liza.

Estoy en la ciudad —me dijo.

¿Estás en el aeropuerto? Te recogeré.

Cogeré un taxi.

Cuesta mucho.

Será lo más fácil.

¿Qué te gusta beber?

No bebo mucho. Lo que tú quieras...

Me senté y la esperé. Siempre me ponía nervioso en estas situaciones. Cuando finalmente llegaban casi no quería que ocurriese. Liza había mencionado que era guapa, pero no había visto ninguna foto suya. Yo una vez me había casado con una mujer. Le había prometido matrimonio sin conocerla más que por cartas. También escribía cartas inteligentes, pero mis dos años y medio de vida de casado demostraron ser un desastre. La gente solía ser mucho mejor en sus cartas que en la realidad. En esto se parecían a los poetas.

Di vueltas por la habitación. Entonces oí pasos por el camino del patio. Atisbé entre las cortinas. No estaba mal. Pelo moreno, un vestido desenfadado y chic, con una falda larga que le llegaba hasta los tobillos. Caminaba con gracia, manteniendo alta la cabeza. Una bonita nariz, boca ordinaria. Me gustaban las mujeres con trajes, me recordaban tiempos pasados. Llevaba una pequeña bolsa. Llamó a la puerta.

Entra —le dije abriendo la puerta.

Liza dejó la bolsa en el suelo.

Siéntate.

Llevaba muy poco maquillaje. Era guapa. Su pelo era estilizado y corto.

Le puse un vodka-7 y me preparé otro para mí. Parecía tranquila. Había un toque de sufrimiento en su rostro, había pasado por uno o dos períodos difíciles en su vida. Igual que yo.

Mañana voy a comprar algunos trajes. Hay una tienda en Los Ángeles que tiene cosas muy insólitas.

Me gusta ese traje que llevas. Una mujer completamente cubierta es excitante, pienso yo. Por supuesto, es difícil juzgar así su figura, pero te puedes hacer una idea.

Eres tal como pensaba. No estás asustado.

Gracias.

No eres demasiado tímido.

Voy por mi tercera copa.

¿Qué pasa después de la cuarta?

No gran cosa. La bebo y espero la quinta.

Salí a comprar el periódico. Cuando volví Liza tenía su larga falda recogida a la altura de las rodillas. Tenía buena pinta. Tenía finas rodillas y buenas piernas. El día (en verdad, la noche) se me estaba iluminando. Por sus cartas sabía que era una adicta de la comida natural como Cecilia. Sólo que no actuaba como Cecilia. O por lo menos no lo parecía. Yo estaba sentado en el otro lado del sofá y lanzaba continuamente miradas a sus piernas. Siempre había sido un hombre de piernas.

Tienes unas piernas muy bonitas —le dije.

¿Te gustan?

Subió un poco más su falda. Era enloquecedor. Toda aquella pierna fabulosa saliendo de la ropa. Era mucho mejor que una minifalda.

Después de la siguiente copa me puse a su lado.

Deberías venir a ver mi estudio de danza —dijo ella.

No sé bailar.

Claro que puedes bailar. Yo te enseñaré.

¿Gratis?

Claro. Eres muy ligero de pies para ser tan grandón. Puedo asegurar por tu manera de andar que serías un buen bailarín.

Es un trato. Yo dormiré en tu sofá.

Tengo un apartamento bonito, pero todo lo que tengo es una cama de agua.

Muy bien.

Pero me tienes que dejar que cocine para ti. Buena comida.

Suena bien.

Miré sus piernas. Entonces acaricié una de sus rodillas. La besé. Ella respondió como una mujer solitaria.

¿Me encuentras atractiva? —me preguntó.

Sí, por supuesto. Pero lo que más me gusta es tu estilo. Tienes un tono inusual.

Sabes ser galante, Chinaski.

Tengo que serlo. Casi tengo 60 años,

Parece que tuvieras 40.

Tú también sabes ser galante, Liza.

Tengo que serlo. Tengo 32.

Me alegro de que no tengas 22.

Y yo me alegro de que tú no tengas 32.

Esta es una buena noche —dije.

Ambos trasegamos nuestras copas.

¿Qué piensas de las mujeres? —preguntó ella.

No soy un pensador. Cada mujer es diferente. Básicamente parece que sean una combinación de lo mejor y lo peor, lo mágico y lo terrible. Estoy contento de que existan, de todas maneras.

¿Cómo las tratas?

Son- mejores conmigo que yo con ellas.

¿Piensas que eso está bien?

No está bien, pero así es.

Eres honesto.

No mucho.

Después de que compre esos trajes mañana, quiero probármelos. Tú puedes decirme el que más te gusta.

Claro. Pero a mí me gusta el típico traje largo. Con clase.

Compro de todos tipos.

Yo no compro ropa hasta que se me cae en pedazos.

Tu forma de vida es diferente.

Liza, después de esta copa me voy a la cama. ¿Te parece bien?

Por supuesto.

Le había puesto su ropa de cama en el suelo.

¿Tendrás sábanas suficientes?

Sí.

¿Está bien la almohada?

Seguro que sí.

Acabé mi copa, me levanté y cerré con llave la puerta principal.

No te estoy encerrando. Confía.

Lo hago...

Entré en el dormitorio, me desvestí, apagué la luz y me metí en la cama.

Ya ves —le dije—, no te he violado.

Oh —contestó ella—, mala suerte.

No acabé de creérmelo pero fue bueno oírlo. Me había hecho un número de cortesía. Liza no se iba a ir todavía.



Cuando me desperté la oí en el baño. ¿Debería quizás haberla cogido por banda? ¿Un hombre cómo podía saberlo? Generalmente, decidí, era mejor esperar, si importaban los sentimientos personales. Si las odiabas de primeras, era mejor jodértelas de entrada; si no, era mejor esperar, luego jodértelas y odiarlas más tarde.

Liza salió del baño con un vestido rojo de longitud media. Le sentaba bien. Era esbelta y distinguida. Se plantó frente al espejo de mi dormitorio, peinándose.

Hank, voy a ir a comprar la ropa. Quédate en la cama. Probablemente te sentirás mal después de toda aquella bebida.

¿Por qué? Los dos bebimos lo mismo.

Te oí vomitando en la cocina. ¿Qué te ocurrió?

Estaba asustado, supongo.

¿Tú? ¿Asustado? Pensé que eras el enorme, rudo, bebedor y jodedor de mujeres.

¿Te hice algo?

No.

Estaba asustado. Mi arte es mi temor. De ahí lo arranco.

Voy a comprar la ropa. Hank.

Estás enfadada. Te sientes humillada.

Desde luego que no. Volveré.

¿Dónde está la tienda?

En la calle 87.

¿La calle 87? ¡Hostia santa, eso es Watts!

Tienen los mejores trajes de la costa.

¡Es un barrio negro!

¿Eres anti-negros?

Yo soy anti-todo.

Cogeré un taxi. Volveré dentro de tres horas.

¿Esta es tu idea de venganza?

He dicho que volveré. Dejo mis cosas.

No volverás nunca.

Volveré. Sé arreglármelas sola.

Está bien, pero oye... no cojas un taxi.

Me levanté y cogí mis vaqueros, encontré las llaves de mi coche.

Toma, coge mi Volks. La matrícula es TRV 469, está justo ahí fuera. Pero ten cuidado con el embrague, y la segunda salta, especialmente al reducir, rasca.

Cogió las llaves y yo me volví a meter en la cama tapándome con las sábanas. Liza se inclinó sobre mí. La abracé, la besé en el cuello. Mi aliento apestaba.

Animo —me dijo—. Confía. Lo celebraremos esta noche y habrá un desfile de modas.

No puedo esperar.

Ya verás.

La llave plateada abre la puerta del conductor. La dorada es la llave de contacto.

Se fue con su vestido rojo. Oí cerrarse la puerta. Miré a mi alrededor. Su bolsa estaba allí todavía. Y había un par de zapatos suyos sobre la alfombra.

85

Cuando me desperté era la una y media de la tarde. Me di un baño y me vestí y revisé el correo. Había una carta de un joven de Glendale. «Querido señor Chinaski: Soy un joven escritor y creo que soy bueno, pero siempre me devuelven mis poemas. (¡Cómo entra uno en este juego? ¿Cuál es el secreto? ¿Quién se lo ha enseñado? Admiro mucho sus escritos y me gustaría pasarme por su casa y conversar con usted. Llevaría unos paquetes de cervezas y podríamos charlar. También me gustaría leerle algunos de mis poemas...».

El pobre gilipollas no tenía un orinal. Tiré su carta a la papelera.

Cerca de una hora más tarde regresó Liza.

¡Oh, he encontrado unos vestidos maravillosos!

Venía cargada de trajes. Entró en el dormitorio. Pasó un rato, entonces salió. Llevaba un traje largo de cuello alto y dio vueltas delante mío. Se le ajustaba al culo de forma gloriosa. Era dorado y negro, y llevaba zapatos negros. Hizo una especie de baile.

¿Te gusta?

Oh, sí... —Me senté y esperé.

Liza volvió al dormitorio. Luego salió con ano verde y rojo con reflejos plateados. Era éste un traje con la falda abierta y el ombligo al descubierto. Mientras desfilaba delante mío tenía una forma especial de mirarme a los ojos. No era coqueta ni sexy, era perfecta.

No recuerdo cuántos vestidos me enseñó, pero el último era desde luego fabuloso. Se le ajustaba a todo el cuerpo y llevaba aberturas en ambos lados de la falda. Mientras andaba, primero le salía una pierna fuera y luego la otra. El vestido era negro, relucía y tenía el escote bajo.

Me levanté mientras ella danzaba por la habitación y la agarré. La besé con vicio, doblándola hacia atrás. Seguí besándola y subiéndole la falda. Subí toda la parte de atrás de su falda y vi sus bragas, amarillas. Subí la parte delantera y empecé a empujar mi polla contra ella. Su lengua se metió en mi boca, estaba tan fría como si acabase de estar bebiendo agua helada. La fui empujando hasta el dormitorio, la eché en la cama y salté encima. Le quité las bragas amarillas y me quité mis propios calzones. Dejé ir a mi imaginación. Sus piernas estaban sobre mi cuello mientras yo la miraba. Aparté sus piernas, me fui para arriba y se la metí. Jugué un poco, usando diferentes velocidades y luego empecé con embestidas furiosas, embestidas de amor, embestidas lujuriosas, embestidas brutales. A veces se me salía, pero empezaba otra vez. Finalmente me dejé ir, le di unas pocas sacudidas más, me corrí y caí junto a ella. Liza continuó besándome. No estaba seguro si ella había llegado o no. Yo sí.



Cenamos en un sitio francés que servía también buena comida americana a precios razonables. Estaba siempre repleto, lo que nos dio tiempo para conocer el bar. Aquella noche dejé mi nombre como Lancelot Lovejoy, y estuve lo bastante sobrio como para reconocer la llamada 45 minutos más tarde.

Pedimos una botella de vino. Decidimos retrasar un poco la cena. No había mejor manera de beber que en una pequeña mesa cubierta con un mantel junto a una mujer estupenda.

Jodes —me dijo Liza— con el entusiasmo de un hombre que jode por primera vez y aun así jodes con un montón de inventiva.

¿Puedo escribir eso en mi servilleta?

Claro.

Puede que lo use alguna vez.

Simplemente no me uses a mí, es todo lo que te pido. No quiero ser sólo otra de tus mujeres.

No contesté.

Mi hermana te odia —dijo—, dice que todo lo que harás es utilizarme.

¿Qué ha pasado con tu clase, Liza? Estás hablando como cualquier otra.



Cuando volvimos a casa bebimos un poco más. Me gustaba cantidad. Empecé a abusar un poco de ella, verbalmente. Se mostró sorprendida, sus ojos se llenaron de lágrimas. Corrió a meterse en el baño, estuvo unos diez minutos y luego salió.

Mi hermana tenía razón. ¡Eres un bastardo hijo de puta!

Vámonos a la cama, Liza.

Nos desvestimos y nos metimos en la cama. La monté, sin preámbulos era mucho más difícil, pero finalmente entró. Empecé a trabajar. Le di y le di. Era otra noche de calor. Era como un mal sueño repetitivo. Empecé a sudar. Me contorsionaba y bombeaba. No avanzaba, no iba a conseguirlo. Le di una y otra vez. Finalmente me eché a un lado.

Lo siento, nena, demasiada bebida.

Liza deslizó lentamente su cabeza por mi pecho, por mi estómago, bajó y la cogió. Empezó a lamer y lamer y lamer, luego se la metió en la boca y fue a por ello...



Volví a San Francisco con Liza. Tenía un apartamento en lo alto de una colina. Era agradable. La primera cosa que hice fue cagar. Entré en el baño y me senté. Baldosas verdes por todas partes. Vaya una guarida. Me gustaba. Cuando salí, Liza me sentó en unos grandes almohadones, puso música de Mozart y me sirvió vino. Era la hora de comer y ella se metió en la cocina. De vez en cuando me servía otro vino. Yo siempre disfrutaba más estando en casas de mujeres que cuando ellas estaban en mi casa. Cuando estaba en sus casas siempre me podía marchar.

Me llamó a comer. Había una ensalada, té helado y un guiso de pollo. Estaba muy bueno. Yo era un cocinero pésimo. Sólo sabía freír filetes, aunque hacía un buen estofado de vaca, especialmente cuando estaba borracho. Me gustaba jugar con mis estofados de vaca. Les ponía de todo, y a veces realmente me pasaba.

Después de comer fuimos a dar una vuelta por el muelle del Pescador. Liza llevaba su coche con mucha cautela. Me ponía nervioso. Se paraba en un cruce y miraba en ambas direcciones. Aunque no viniese nadie se quedaba allí parada. Yo esperaba.

Liza, mierda, vamos. No viene nadie.

Entonces arrancaba. Así ocurría siempre con la gente. Cuanto más la conocías, más conocías sus excentricidades. Algunas veces sus excentricidades eran divertidas, al principio.

Caminamos por el muelle, luego fuimos a sentarnos en la arena. No se puede decir que hubiera mucha playa.

Me dijo que no había tenido un amante desde hacía tiempo. Cuando los hombres que conocía le hablaban de lo que era importante para ellos, lo encontraba incomprensible.

Las mujeres son muy parecidas —le dije—. Cuando preguntaron a. Richard Burton qué era lo primero que él miraba en una mujer, respondió: «Que tenga más de 30 años».

Empezó a oscurecer y regresamos a su apartamento. Liza sacó vino y nos sentamos en los almohadones. Abrió las persianas y contemplamos la noche. Empezamos a besarnos. Luego bebimos y nos besamos algo más.

¿Cuándo vas a volver a trabajar? —le pregunté.

¿Quieres que trabaje?

No, pero tienes que vivir.

Pero tú no estás trabajando.

En cierto modo, sí.

¿Te refieres a que vives sólo para escribir?

No, simplemente existo. Luego más tarde trato de recordar y escribo lo que me sale.

Yo sólo abro mi estudio de danza tres días a la semana.

¿Así te las arreglas?

Como en un baile.

Nos enrollamos más con los besos. Ella no bebió tanto como yo. Nos fuimos a la cama de agua, nos desnudamos y subimos. Había oído hablar de los polvos en camas de agua. Se suponía que eran grandiosos. Yo lo encontré dificultoso. El agua se movía y agitaba bajo nosotros, y mientras yo me iba para abajo, el agua se iba hacia los lados. En vez de atraerme a ella, la alejaba de mí. Quizás necesitase práctica. Comencé con mi rutina salvaje, tirándola del pelo, atacándola como si fuera una violación. A ella le gustaba, o eso parecía, haciendo pequeños sonidos de placer. La ataqué un poco más, entonces de repente pareció llegar al clímax, haciendo todos los sonidos adecuados. Eso me excitó y me corrí justo cuando acabó ella.

Nos lavamos y volvimos a los almohadones y el vino. Liza se quedó dormida con la cabeza en mi regazo. Me quedé allí sentado una hora o así. Luego me tumbé y aquella noche dormimos sobre aquellos almohadones.



Al día siguiente Liza me llevó a su estudio de danza. Compramos unos sandwiches y bebidas y los llevamos al estudio y los comimos. Era una sala muy amplia en un segundo piso. No había más que suelo vacío, un equipo de estéreo, unas cuantas sillas y unas cuerdas que colgaban del techo. Yo no sabía lo que nada de eso significaba.

¿Te enseño a bailar? —me preguntó.

No tengo muchas ganas —dije.

Los días siguientes fue parecido. Ni mal ni bien. Aprendí a arreglármelas algo mejor en la cama de agua, pero seguía prefiriendo una cama normal para joder.

Me quedé tres o cuatro días más, luego volví a Los Ángeles.

Seguimos escribiéndonos.

Un mes más tarde volvió a Los Ángeles. Esta vez, cuando llegó a mi puerta llevaba pantalones. Parecía diferente, no podía decir por qué, pero parecía diferente. No me apetecía estar sentado con ella y la llevé al hipódromo, al cine, a los combates de boxeo, a todos los sitios donde iba con las mujeres que me gustaban, pero algo se estaba perdiendo. Todavía había sexo, pero ya no era tan excitante. Me sentí como si estuviéramos casados.

Pasados cinco días Liza estaba sentada en el sofá y yo estaba leyendo el periódico cuando ella dijo;

Hank, esto no funciona ¿verdad?

No.

¿Cuál es el problema?

No lo sé.

Me voy a ir. No quiero estar aquí.

Tranquila, no es tan malo.

No lo entiendo.

Yo no contesté.

Hank, llévame al local de Women's Liberation. ¿Sabes dónde está?

Sí, está en el distrito de Westlake, donde antes estaba la escuela de arte.

¿Cómo lo sabes?

Una vez llevé allí a otra mujer.

Cerdo asqueroso.

Bien, y ahora...

Tengo una amiga que trabaja allí. No sé dónde está su apartamento ni la encuentro en la guía telefónica. Pero sé que trabaja en el edificio del Women's Lib. Me quedaré con ella un par de días. No quiero volver a San Francisco sintiéndome así...

Liza recogió sus cosas y las metió en la maleta. Salimos a coger el coche y la llevé a Westlake. Había llevado a Lydia una vez allí a una exposición de mujeres donde ella había presentado algunas de sus esculturas.

Aparqué fuera.

Esperaré a que te asegures de que tu amiga está ahí.

No hay problema, te puedes ir.

Esperaré.

Esperé. Liza salió, me despidió con la mano. Yo me despedí, puse en marcha el motor y me fui.

86

Estaba sentado en calzoncillos una noche una semana más tarde. Se oyó una ligera llamada en la puerta.

Un momento —dije. Me puse una bata y abrí la puerta.

Somos dos chicas de Alemania. Hemos leído tus libros.

Una parecía tener 19 años, la otra quizás 22.

Tenía dos o tres libros traducidos en Alemania en ediciones reducidas. Yo había nacido en Alemania en 1920, en Andernach. La casa donde había vivido de niño era ahora un burdel. No sabía hablar alemán, pero ellas hablaban inglés.

Entrad.

Se sentaron en el sofá.

Yo me llamo Hilda —dijo la de 19 años.

Yo Gertrude —dijo la de 22.

Yo Hank.

Pensamos que tus libros son muy tristes y muy divertidos —dijo Gertrude.

Gracias.

Preparé tres vodkas-7. Se bebieron lo suyo y yo lo mío.

Vamos de camino a Nueva York. Pensamos que podíamos hacer una parada —dijo Gertrude.

Dijeron que habían estado en México. Hablaban bien el inglés. Gertrude era más pesada, casi una bola de manteca; era todo tetas y culo. Hilda era flaca, parecía como si estuviese apretada... estreñida y rara, pero atractiva.

Mientras bebía, crucé las piernas. Se apartó mi bata.

¡Oh —dijo Gertrude—, tienes unas piernas muy sexy!

Sí —dijo Hilda.

Ya lo sé —dije yo.

Las chicas siguieron mi ritmo de bebida. Preparé tres más. Cuando me volví a sentar me aseguré de que la bata me cubriera convenientemente.

Chicas, os podéis quedar aquí unos días, descansad.

No contestaron.

O no tenéis por qué quedaros —dije—, no hay problema. Podemos charlar un rato. No quiero exigiros nada.

Apuesto a que conoces a un montón de mujeres —dijo Hilda—. Hemos leído tus libros.

Escribo ficción.

¿Qué es ficción?

La ficción es una mejora de la realidad.

¿Quieres decir que mientes? —preguntó Gertrude.

Un poco. No mucho.

¿Tienes novia? —preguntó Hilda.

No, ahora no.

Nos quedaremos.

Sólo hay una cama.

Vale.

Sólo una cosa...

-¿Qué?

Yo tengo que dormir en el medio.

Muy bien.

Seguí sirviendo bebidas y pronto nos disparamos. Llamé al almacén de licores.

Quiero...

Espere, amigo —dijo él—, no hacemos repartos a estas horas.

¿De verdad? Meto doscientos dólares al mes por tu tragadera.

¿Quién es?

Chinaski.

Oh, Chinaski... ¿Qué es lo que quería?

Se lo dije.

¿Sabe cómo venir?

Oh, sí.



Llegó en ocho minutos. Era el australiano gordo que estaba siempre sudando. Cogí los dos paquetes y los puse en una silla.

Hola, señoritas —dijo el barrigón. Ellas no contestaron.

¿Cuánto es, Arbuckle?

Bueno, son 17.94 dólares.

Le di uno de veinte. Empezó a rebuscar el cambio. —No hagas comedia. Cómprate una casa nueva.

¡Gracias, señor!

Entonces se inclinó hacia mí y me preguntó en voz baja: «Dios mío, ¿cómo lo consigue?».

Mecanografiando.

¿Mecanografiando?

Sí, unas 18 palabras por minuto. Le saqué fuera y cerré la puerta.



Aquella noche me fui a la cama con ellas. Yo en medio. Estábamos todos borrachos y primero agarré una, besándola y acariciándola, luego me volví y agarré a la otra. Fui de un lado a otro y era muy gratificador. Más tarde me concentré durante largo rato en una, luego me volví hacia la otra. Cada una aguardaba pacientemente. Yo estaba confuso. Gertrude era más caliente, Hilda era más joven. Dudaba, me ponía encima de cada una de ellas pero no se la metía. Finalmente me decidí por Gertrude. Pero no lo conseguí. Estaba demasiado borracho. Nos quedamos dormidos, con su mano agarrándome la polla y mis manos en sus tetas. Mi polla se bajó, sus tetas siguieron firmes.



Hacía calor al día siguiente y bebimos más. Llamé pidiendo comida. Puse el ventilador. No hablamos mucho. A estas alemanas les gustaba beber. Salieron y se sentaron en el viejo banco de mi porche. Hilda en shorts y sujetador y Gertrude en una ligera combinación rosada, sin sujetador ni bragas. Max, el cartero, llegó a casa. Gertrude recogió mi correo. El pobre Max por poco se desmaya. Pude ver la envidia y la incredulidad en sus ojos. Pero, por lo menos, él tenía seguro social...



Hacia las dos de la tarde Hilda dijo que iba a dar un paseo. Gertrude y yo entramos. Finalmente sucedió. Estábamos en la cama y nos desnudamos. Después de un rato nos metimos en ello. La monté y se la metí. Pero se fue bruscamente hacia la izquierda, como si hubiese una curva cerrada. Sólo recordaba una mujer igual, pero aquello había estado muy bien. Entonces empecé a pensar, me está engañando, no la tiene metida. Así que la saqué y se la volví a meter. Entró y de nuevo hizo un fuerte giro a la izquierda. Vaya mierda. O bien tenía un coño jodidamente extraño o no la estaba penetrando. Bombeé y sacudí mientras se me doblaba en aquel rudo giro.

Trabajé y trabajé. Entonces sentí como si estuviese tocando hueso. Era chocante. Me di por vencido y lo dejé.

Lo siento —dije—, parece que no es mi día.

Gertrude no contestó.

Nos levantamos y vestimos. Salimos a la sala, nos sentamos y esperamos a Hilda. Bebimos y esperamos. Hilda tardó un buen rato. Largo, largo rato. Finalmente llegó.

Hola —dije.

¿Quiénes son todos estos negros de tu barrio? —me preguntó.

No sé quiénes son.

Me dijeron que podía sacarme dos mil dólares por semana,

¿Haciendo qué?

No me lo dijeron.



Las alemanas se quedaron dos o tres días más. A mí se me seguía doblando hacia la izquierda con Gertrude aun cuando estaba sobrio. Hilda me dijo que estaba con Tampax, así que no era de gran ayuda.

Finalmente recogieron sus cosas y las llevé en mi coche. Llevaban grandes mochilas de lona que cargaban sobre sus espaldas. Hippies alemanas. Seguí sus instrucciones. Gira por aquí, gira por allí. Subimos más y más a las colinas de Hollywood. Estábamos en territorio rico. Había olvidado que había gente que vivía fabulosamente mientras la mayoría de los otros se desayunaban con su propia mierda. Cuando vivías donde yo vivía empezabas a creer que cualquier otro sitio era como tu propio cuchitril.

Aquí es —dijo Gertrude.

El coche estaba al comienzo de un largo camino privado. Arriba había una casa, una casa grande, grande, con todas las cosas en ella y a su alrededor que suelen tener estas casas.

Mejor nos dejas que vayamos andando—dijo Gertrude.

Sí —dije yo.

Salieron. Di la vuelta al Volks. Ellas se quedaron en la entrada despidiéndome, con sus mochilas en la espalda. Yo les dije adiós, luego me fui, puse punto muerto, y me dejé deslizar montaña abajo.

87

Me pidieron que diera una lectura en un famoso club, el Lancer, en Hollywood Boulevard. Accedí a leer dos noches. Iba a ir después de un grupo de rock, Los violadores. Me estaba metiendo vampirizado en el mogollón del show business. Me dieron algunos tickets y llamé a Tammie preguntándole si quería venir. Ella dijo que sí, así que la primera noche la llevé conmigo. Hice que la pusieran en primera fila. Nos sentamos en el bar esperando a que llegase mi turno. La actuación de Tammie fue similar a la mía. Se emborrachó pronto y empezó a ir de un lado a otro del bar hablando con la gente.

Cuando estaba a punto de salir yo, Tammie se iba cayendo sobre las mesas. Encontré a su hermano y le dije:

Hostia, llévatela de aquí, ¿quieres?

La sacó. Yo estaba también borracho, y más tarde me olvidé de que había pedido que la sacaran.

No di una buena lectura. El público estaba estrictamente metido en el rock y se perdían líneas y significados. Pero en parte yo también tenía la culpa. A veces tenía suerte con muchedumbres rockeras, pero no aquella noche. Me sentía a disgusto por la ausencia de Tammie, creo. Cuando volví a casa marqué su número de teléfono. Contestó su madre.

¡Su hija —le dije— es una ESCORIA!

Hank, no quiero oír esas cosas.

Colgó.



A la noche siguiente fui solo. Me senté en una mesa del bar y bebí. Una digna dama de cierta edad se acercó a mi mesa y se presentó. Enseñaba literatura inglesa y traía con ella a una de sus pupilas, una bola de manteca llamada Nancy Freeze. Nancy parecía estar pasando calor. Querían saber si yo accedería a responder a unas preguntas para la clase.

Disparen.

¿Quién es su autor favorito?

Fante.

¿Quién?

John F-a-n-t-e. Pregunta al polvo. Espera a la primavera, Bandini.

¿Dónde podemos encontrar sus libros?

Yo los encontré en la biblioteca central. Entre la quinta y la calle Olive.

¿Por qué le gusta?

Emoción total. Un hombre muy bravo.

¿Quién más?

Celine.

¿Por qué?

Le rajaron las tripas y se rió, y les hizo reír también. Un hombre muy bravo.

¿Cree usted en la bravura?

Me gusta verla donde sea, en animales, pájaros, reptiles, humanos.

¿Por qué?

¿Por qué? Me hace sentir bien. Es una cuestión de estilo frente a algo sin arreglo.

¿Hemingway?

No.

¿Por qué?

Demasiada basura, demasiada seriedad. Un buen escritor, finas sentencias. Pero para él la vida era siempre una guerra total. Nunca se dejaba, nunca bailaba.

Cerraron sus cuadernillos y se fueron. Demasiado mal. Tenía que haberles dicho que mis verdaderas influencias eran Gable, Cagney, Bogart y Errol Flynn.

La siguiente cosa que supe es que estaba sentado con tres guapas mujeres, Sara, Cassie y Debra. Sara tenía 32 años, una figura con clase, buen estilo y todo un corazón. Tenía un pelo rubio rojizo que le caía sobre los hombros, y unos ojos salvajes, ligeramente chiflados. También arrastraba una sobrecarga de compasión que era realmente excesiva y que obviamente pagaba por ella. Debra era judía con grandes ojos marrones y una boca generosa, muy cargada de carmín. Su boca destelleaba y me hipnotizaba. Supuse que tendría entre 30 y 35 años, y me recordaba a mi madre en 1935 (aunque mi madre había sido mucho más bella). Cassie era alta, con una larga cabellera rubia, muy joven, vestida con ropa cara, a la moda, hip, «in», nerviosa, bella. Se sentó pegada a mí, apretándome la mano, frotando su muslo contra el mío. Mientras apretaba mi mano vi que la suya era mucho mayor que la mía. (Aunque soy un hombre alto, me avergüenzan mis manos pequeñas. En mis trifulcas de juventud en Filadelfia conocí la importancia del tamaño de las manos. Cómo me las arreglé para ganar el 30 por cien de mis peleas es algo sorprendente.) De algún modo, Cassie veía que tenía una ventaja frente a las otras dos y yo, sin saber por qué, accedía.

Entonces tuve que leer, y aquella noche hubo mejor suerte. Era el mismo público, pero mi mente estaba concentrada. La muchedumbre se fue calentado progresivamente, con más salvajismo y entusiasmo. A veces eran ellos quienes conseguían que ocurriera, otras veces eras tú. Esto último era lo usual. Era como subir a un ring: tenías que sentir que les debías dar algo o no estar allí. Yo fintaba, y saltaba y esquivaba, y en el último round abría mi guardia y me iba a noquear al arbitro. La actuación es la actuación. Después del fracaso de la noche anterior mi éxito les debió parecer muy extraño. A mí ciertamente me lo parecía.



Cassie estaba esperando en el bar. Sara me pasó una nota amorosa con su número de teléfono. Debra no fue tan inventiva, simplemente escribió su número de teléfono. Por un momento, extrañamente, pensé en Katherine, luego invité a Cassie a una copa. Nunca había vuelto a ver a Katherine. Mi niñita de Texas, mi belleza de bellezas. Adiós, Katherine.

Oye, Cassie ¿me puedes llevar a casa? Estoy demasiado borracho para conducir. Una multa más por conducir borracho y la cago.

De acuerdo, te llevaré a casa. ¿Qué pasará con tu coche?

Que se joda. Lo dejo aquí.

Nos fuimos en su M.G. Era de película. En cualquier momento esperaba que me tirase en cualquier esquina. Tenía veintitantos años. Hablaba mientras conducía. Trabajaba para una compañía de música. Le encantaba. No tenía que estar en el trabajo hasta las diez y media y se iba a las tres.

No está mal —dijo— y me gusta. Puedo contratar y despedir, he ascendido, pero todavía no he tenido que despedir a nadie. Son gente buena y hemos sacado unos cuantos discos magníficos...

Llegamos a mi casa. Saqué el vodka. El pelo de Cassie le llegaba casi hasta el culo. Yo siempre había sido un hombre de pelo y de piernas.

Leíste realmente bien esta noche —dijo ella—. Eras una persona completamente diferente de la de la noche pasada. No sé cómo decirlo, pero en tus mejores momentos tienes esta especie de... humanidad. La mayoría de los poetas son unos mierdecillas pedantes.

A mí tampoco me gustan.

Y a ellos no les gustas tú.

Bebimos algo más y nos fuimos luego a la cama. Su cuerpo era fascinante, glorioso, estilo Playboy, pero desgraciadamente yo estaba borracho. De todas maneras se me puso dura, y bombeé y bombeé, agarré su larga cabellera, se la saqué de debajo y corrí mis manos por ella. Estaba excitado pero no pude hacerlo. Al final me eché a un lado, le di las buenas noches a Cassie y dormí un sueño culpable.



Por la mañana me sentí embarazado. Estaba seguro de que no volvería a ver más a Cassie. Nos vestimos. Eran cerca de las 10. Fuimos al M.G. y entramos. Yo no hablaba, ella no hablaba. Me sentía como un tonto, pero no había nada que decir. Volvimos al Lancer y allí estaba el Volks azul.

Gracias por todo, Cassie. No pienses cosas feas de Chinaski.

Ella no contestó. La besé en la mejilla y salí. Se fue con su M.G. Después de todo, era lo que Lydia decía: «Si quieres beber, bebe; si quieres joder, tira la botella».

Mi problema es que yo quería hacer las dos cosas.

88

Así que me sorprendió que un par de noches más tarde sonara el teléfono y fuera Cassie.

¿Qué estás haciendo, Hank?

Aquí sentado...

¿Por qué no vienes por aquí?

Me gustaría...

Me dio la dirección.

Tengo mucha bebida —dijo—, no tienes que traer nada.

Quizás no debería beber nada.

No te preocupes.

Si me lo pones tú, beberé. Si no, no.

No te preocupes por eso.

Me vestí, salté al Volks y fui para allá. ¿Cuántas vicisitudes podían ocurrirle a un hombre? Los dioses estaban de mi parte, aunque tarde. ¿Quizás fuese una prueba? ¿Quizás fuese un truco? Atraer a Chinaski y luego cortarle en rodajas. Sabía que eso acabaría ocurriendo. ¿Pero qué podías hacer tras una cuenta de 8 cuando sólo quedan dos asaltos para acabar el combate?



El apartamento de Cassie estaba en el segundo piso. Pareció alegrarse de verme. Un enorme perro negro saltó sobre mí. Era enorme, musculoso y macho. Puso sus patas sobre mis hombros y me lamió la cara. Lo aparté de un empujón. Se quedó allí moviendo el rabo y soltando extraños gruñidos. Era descomunal.

Este es Elton —dijo Cassie.

Fue a la nevera y sacó vino.

Esto es lo que vas a beber. Tengo mucho.

Llevaba un traje largo verde que le caía a la perfección. Era como una serpiente. Llevaba unos zapatos adornados con piedrecitas verdes y una vez más vi lo largo que era su pelo, no sólo largo sino abundante, tal masa de cabello era. Le llegaba casi hasta el culo. Sus ojos eran grandes y de color azul verdoso, algunas veces más azules que verdes y otras veces lo contrario, depende, de qué luz les diera. Vi dos de mis libros en su biblioteca, dos de los mejores.

Cassie se sentó, abrió el vino y sirvió dos copas.

El otro día conectamos los dos. Algo especial. No quería perderlo —dijo ella.

Yo disfruté —dije.

¿Quieres un aupador?

Vale.

Sacó dos. Cápsulas negras. Las mejores. Me tragué la mía con el vino.

Tengo el mejor camello de la ciudad. Nunca me engaña —dijo.

Muy bien.

¿Has estado alguna vez enganchado?

Traté algún tiempo con la coca, pero no aguantaba las bajadas. Me daba miedo entrar al día siguiente en la cocina porque había un cuchillo de carnicero. Aparte, 50 o 75 pavos diarios es algo que supera mis posibilidades.

Tengo algo de coca.

Paso.

Sirvió más vino.

No sé por qué, pero con cada nueva mujer parecía que fuese la primera vez, casi como si nunca antes hubiera estado con una. Besé a Cassie. Mientras la besaba, dejé correr una mano por todo aquel pelo.

¿Quieres que ponga música?

No, la verdad es que no.

Conocías a Dee Dee Bronson, ¿no?

Sí, rompimos.

¿Has oído lo que ocurrió?

No.

Primero perdió su trabajo, luego se fue a México. Conoció a un torero retirado. El torero la trató a patadas y se llevó todos sus ahorros, siete mil dólares.

Pobre Dee Dee: de mí a eso.

Cassie se levantó. La vi cruzar la habitación. Su culo se movía y vibraba bajo el apretado vestido verde. Volvió con papelillos y algo de hierba. Lió un porro.

Luego tuvo un accidente de coche.

No sabía conducir. ¿La conocías bien?

No, pero en el negocio se oyen cosas.

Vivir hasta que te mueres es un trabajo duro —dije.

Cassie me pasó el porro.

Tu vida parece en orden —me dijo.

¿De verdad?

Me refiero a que no te luces o tratas de impresionar como otros hombres. Tienes una naturalidad divertida.

Me gusta tu culo y también tu cabello —dije—, y tus labios y tus ojos y tu vino y tu casa y tus porros. Pero no estoy en orden.

Escribes mucho de mujeres.

Ya sé. A veces me pregunto sobre qué escribiré después de esto.

Tal vez no se acabe.

Todo se acaba.

Pásame el porro.

Claro, Cassie.

Dio una calada y luego la besé. Eché su cabeza hacia atrás tirándole del pelo. Forcé sus labios a abrirse. Fue largo. Luego la dejé.

¿Te gusta, no? —preguntó ella.

Para mí es más personal que joder.

Creo que tienes razón.



Fumamos y bebimos varias horas, luego nos fuimos a la cama. Nos besamos y jugamos. Fue bueno y duro y la cogí bien, pero pasados diez minutos supe que no iba a conseguirlo. Otra vez había bebido demasiado. Empecé a sudar y a cansarme. Di unas cuantas sacudidas más y lo dejé.

Lo siento, Cassie...

Vi cómo bajaba su cabeza hasta mi pene. Estaba todavía duro. Empezó a lamerlo. El perro subió de un salto a la cama y yo lo eché de una patada. Contemplé a Cassie chupándome la polla. La luz de la luna venía a través de la ventana y yo podía verla claramente. Cogió la punta de mi verga en su boca y la chupó suavemente. Luego se la metió toda y se lo hizo bien, corriendo su lengua arriba y abajo por todo lo largo mientras succionaba. Era glorioso.

Cogí con una mano su pelo y lo alcé por encima de su cabeza. Todo aquel pelo mientras me la chupaba. Duró largo tiempo pero al final me sentí a punto de correrme. Ella también lo notó y redobló sus esfuerzos. Empecé a soltar gemidos y pude oír al perro gimiendo en la alfombra conmigo. Me gustaba. Me eché hacia atrás lo más que pude para prolongar el placer. Entonces, acariciando y sujetando todavía su pelo, exploté en su boca.



Cuando me desperté a la mañana siguiente Cassie se estaba vistiendo.

No pasa nada —dijo—, puedes seguir durmiendo. Sólo asegúrate de cerrar la puerta cuando te vayas.

Está bien.

Después de que se fuera me di una ducha. Luego encontré una cerveza en la nevera, la bebí, me vestí, dije adiós a Elton, me aseguré de que la puerta quedaba cerrada, subí al Volks y volví a casa.

89

Tres o cuatro días más tarde encontré su nota y llamé a Debra. Me dijo que fuera a su casa. Me dio una dirección en Playa del Rey y fui hasta allí. Tenía un pequeño chalet con jardín frontal. Entré, aparqué y llamé al timbre. Era uno de ésos con dos tonos de campana. Debra abrió la puerta. Estaba igual que la recordaba, con una enorme boca de carmín, pelo corto, pendientes brillantes, perfume y casi continuamente, una amplísima sonrisa.

¡Oh, entra, Henry!

Lo hice. Había un tío allí sentado, pero era obviamente un homosexual, así que no tenía que enfrentarme con él.

Este es Larry, mi vecino. Vive en la casa de atrás.

Nos dimos la mano y me senté.

¿Hay algo para beber? —pregunté.

¡Oh, Henry!

Puedo ir a buscar algo. Podía haber traído, pero no sabía lo que te gustaba.

Oh, tengo algo.

Debra entró en la cocina.

¿Qué tal te va? —le pregunté a Larry.

No he estado muy bien, pero ahora voy mejor. Estoy haciendo autohipnosis. Hace maravillas.

¿Quieres beber algo, Larry? —preguntó Debra desde la cocina.

Oh, no, gracias...

Debra salió con dos vasos de vino tinto. La casa de Debra tenía una decoración muy recargada. Había algo en todas partes. Todo era lujoso y se oía música de rock saliendo de todas direcciones por pequeños altavoces.

Larry está practicando la autohipnosis.

Me lo ha dicho.

No sabes lo bien que duermo desde que la hago, no sabes lo bien que me siento.

¿Crees que todos deberíamos probarla?

Bueno, eso es difícil de decir. Pero puedo decir que conmigo funciona a las mil maravillas.

Voy a dar una fiesta la noche de Halloween, Henry. Va a venir todo el mundo. ¿Por qué no te animas? ¿De qué crees que podría ir disfrazado, Larry?

Los dos me miraron.

Bueno, no sé... —dijo Larry—. Realmente no sé. ¿Quizás?... oh, no... No creo.

El timbre ding-dongueó y Debra fue a abrir. Era otro homosexual sin camisa. Llevaba una máscara de lobo con la lengua colgando, una lengua enorme de goma saliendo de la boca. Parecía triste y deprimido.

Vincent, éste es Henry. Henry, éste es Vincent...

Vincent me ignoró. Se quedó allí con su lengua de goma.

He tenido un día horrible en el trabajo. No puedo aguantarlo más. Creo que lo voy a dejar.

Pero Vincent ¿qué vas a hacer? —le preguntó Debra.

No sé. Pero puedo hacer cantidad de cosas. ¡No tengo por qué estar comiéndome su mierda!

¿Vienes a la fiesta, verdad, Vincent?

Por supuesto. Lo he estado preparando durante días.

¿Te has memorizado tus frases para la obra?

Sí, pero esta vez creo que tenemos que representar la obra antes de hacer los juegos. La última vez, antes de empezar la obra estábamos tan borrachos por culpa de los juegos que no le hicimos justicia.

Muy bien, Vincent, lo haremos así.

Tras eso, Vincent y su lengua se dieron la vuelta y se fueron.

Larry se levantó.

Bueno, yo también me tengo que ir. Me alegro de haberte conocido.

Está bien, Larry.

Nos dimos la mano y Larry salió por la cocina y la puerta trasera hacia su casa.

Larry me ha servido siempre de mucha ayuda, es un buen vecino. Me alegro de que hayas sido amable con él.

El estuvo correcto. Demonio, estaba aquí antes que yo.

No hay nada sexual entre nosotros.

Ni entre nosotros tampoco.

Ya sabes a lo que me refiero.

Saldré a comprar algo de beber.

Henry, tengo de todo. Sabía que ibas a venir.

Debra volvió a llenar nuestros vasos. La miré. Era joven, pero parecía sacada de los años 30. Llevaba una falda negra que bajaba hasta la pantorrilla, zapatos negros con tacones altos, una blusa blanca de cuello alto, un lazo en el cuello, pendientes, pulseras, la boca de carmín, bastante rouge, perfume. Estaba bien construida con bonitos pechos y nalgas que meneaba al andar. Encendía continuamente cigarrillos, había colillas manchadas de carmín por todas partes. Me sentía de vuelta a la niñez. Ni siquiera llevaba pantys y de vez en cuando se estiraba las medias, mostrando lo justo de pierna, lo justo de rodilla. Era el tipo de chica que amaban nuestros padres.

Me habló de su negocio. Tenía algo que ver con papeleos de juzgado y abogados. La ponía frenética pero se ganaba bien la vida.

A veces me regañan por mi ineficacia, pero lo supero y me perdonan. ¡No sabes cómo son esos condenados leguleyos! Lo quieren todo inmediatamente, y no piensan en el tiempo que cuesta conseguirlo.

Los abogados y los doctores son los miembros más sobrevalorados y superpagados de la sociedad. Les sigue el mecánico del taller de la esquina. Luego el dentista.

Debra cruzó las piernas y se le subió un poco la falda.

Tienes unas piernas muy bonitas, Debra. Y sabes cómo vestirte. Me recuerdas a las chicas de la época de mi madre. Cuando las mujeres eran mujeres.

Eres muy cortés, Henry.

Sabes a lo que me refiero. Y es cierto especialmente en Los Ángeles. Una vez, no hace mucho, estuve fuera de la ciudad y cuando volví, ¿sabes cómo supe que estaba de vuelta?

Bueno, no...

Fue con la primera mujer con quien me crucé en la calle. Llevaba una falda tan corta que le veías con toda facilidad las bragas. Y a través de las bragas, perdóname, se le veían los pelos del coño. Supe que estaba otra vez en Los Ángeles.

¿Dónde estabas? ¿En Main Street?

Main Street, una mierda. Era el cruce Beverly y Fairfax.

¿Te gusta el vino?

Sí, y me gusta tu casa. Debería mudarme aquí.

Mi casero es celoso.

¿Hay alguien más que pueda ponerse celoso?

No.

¿Por qué?

Trabajo duro y sólo quiero volver a casa y relajarme por la noche. Me gusta decorar esto. Una amiga que trabaja para mí y yo vamos a ir mañana de anticuarios. ¿Te gustaría venir?

¿Estaré aquí por la mañana?

Debra no contestó. Me sirvió otra copa y se sentó junto a mí en el diván. Yo me incliné y la besé. Mientras lo hacía le subí la falda y miré de reojo aquella pierna de nylon. Tenía buena pinta. Cuando acabamos de besarnos se bajó otra vez la falda, pero yo ya me había aprendido aquella pierna de memoria. Se levantó y fue al baño. Oí la cadena del water. Luego hubo una pausa. Probablemente se estaría poniendo más carmín. Saqué mi pañuelo y me limpié la boca. El pañuelo quedó teñido de rojo. Finalmente estaba consiguiendo aquello que todos los chicos de la universidad menos yo habían conseguido. Los chicos bonitos ricos, dorados y bien vestidos con sus automóviles nuevos y yo con mis trajes de pelagatos y mi bicicleta rota.

Debra salió. Se sentó y encendió un cigarrillo.

Vamos a joder —le dije.

Debra entró en el dormitorio. Quedaba media botella de vino en la mesita. Me serví una copa y encendí uno de sus cigarrillos. Ella quitó la música de rock. Eso estuvo bien.

Todo estaba tranquilo. Me serví otra copa. ¿Debería quizás mudarme a este sitio? ¿Dónde pondría la máquina de escribir?

¿Henry?

¿Qué?

¿Dónde estás?

Espera. Sólo quiero acabar esta copa.

Muy bien.

Acabé la copa y luego me bebí lo que quedaba de la botella. Estaba en Playa del Rey. Me desnudé, dejando mi ropa en un montón descuidado sobre el sofá. Nunca había sido un elegante. Mis camisas estaban todas gastadas y deshilachadas, viejas de cinco o seis años, pasadas de moda. Lo mismo ocurría con mis pantalones. Odiaba las tiendas de ropa, odiaba a los empleados, actuaban como seres superiores, parecía que conocieran el secreto de la vida, tenían confidencias que yo desconocía. Mis zapatos estaban siempre viejos y rotos, también me disgustaban las zapaterías. Nunca compraba nada hasta que no tenía más remedio que sustituirlo, y eso incluía los automóviles. No era una cuestión de ahorro, simplemente no podía aguantar la idea de ser un comprador necesitando un vendedor, un vendedor siempre tan guapo, sabio y superior. Aparte, te robaba tiempo, tiempo que podías utilizar haraganeando o bebiendo.

Entré en el dormitorio sólo con los calzoncillos. Era consciente de mi blanca barriga escapando de ellos. Pero no hice el menor esfuerzo por encogerla. Me puse al borde de la cama, me bajé los calzones y me los quité. De repente me entraron ganas de beber más. Subí a la cama. Me metí bajo las colchas. Luego me acerqué a Debra. La abracé. Estábamos presionados juntos. Su boca estaba abierta. La besé. Su boca era como un coño húmedo. Estaba lista. Me di cuenta. No habría necesidad de preámbulos. Nos besamos y su lengua entró y salió de mi boca. La cogí entre mis dientes. Luego me subí encima de Debra y se la metí. Creo que era la manera en que su cabeza se echaba hacia un lado mientras la jodía. Me puso cachondo. Su cabeza estaba echada hacia un lado y pegaba en la almohada con cada embestida. De vez en cuando le volvía la cabeza y le besaba aquella boca roja de sangre. Finalmente estaba trabajando para mí. Me estaba jodiendo a todas las mujeres y chicas que había mirado con anhelo en las aceras de Los Ángeles en 1937, el último año malo de la Depresión, cuando un pedazo de culo costaba dos pavos y nadie tenía dinero ni esperanzas para nada. Había tenido que esperar tiempo para que llegara mi turno. Trabajé y bombeé, ¡estaba metiéndome en un polvo rojo, caliente e inútil! Agarré la cabeza de Debra una vez más y ataqué aquella boca de carmín otra vez mientras me derramaba en ella, en su diafragma.

90

El día siguiente era sábado y Debra preparó el desayuno.

¿Vas a venir a cazar antigüedades con nosotras?

Está bien.

¿Estás con resaca?

No muy mal.

Comimos en silencio durante un rato, entonces ella dijo:

Me gustó tu recital en el Lancer. Estabas borracho pero saliste airoso.

A veces no ocurre igual.

¿Cuándo vas a leer otra vez?

Me han estado llamando de Canadá. Para una fundación o algo así.

¡Canadá! ¿Puedo ir contigo?

Veremos.

¿Te quedas esta noche?

¿Quieres que me quede?

Sí.

Entonces sí.

Fantástico...



Acabamos el desayuno y yo fui al baño mientras Debra limpiaba los platos. Tiré de la cadena y me limpié, tiré otra vez de la cadena, me lavé las manos y salí. Debra estaba limpiando en el fregadero. La agarré por detrás.

Puedes usar mi cepillo de dientes si quieres —me dijo.

¿Tengo mal aliento?

Está bien.

Como un infierno.

También puedes ducharte si quieres...

¿Eso también...?

Para. Tessie no vendrá hasta dentro de una hora. Podemos limpiar las telarañas.

Entré y dejé correr el agua del baño. La única vez que me gustó ducharme fue en un motel. En la pared del baño había una foto de un hombre, moreno, con pelo largo, convencional, rostro guapo velado por la usual idiotez. Sonreía con dientes muy blancos. Yo cepillé lo que quedaba de mis dientes descoloridos. Debra había mencionado que su ex marido era psiquiatra.

Debra se duchó después que yo. Me serví una copita de vino y me senté en una silla a mirar por la ventana frontal. De repente me acordé de que me había olvidado de enviar a mi ex mujer el dinero de mantenimiento de la niña. Oh, bueno, lo haría el lunes.

Me sentí lleno de paz en Playa del Rey. Era bueno salir de la sucia covacha llena de mugrientos donde vivía. No había playa, y el sol nos caía encima sin clemencia. Estábamos todos locos de un modo u otro. Hasta los perros y los gatos estaban chalados, y los pájaros, y los repartidores de periódicos y las putas.

Para nosotros, en East Hollywood, los retretes nunca funcionaban bien y el mierda del fontanero del casero nunca los sabía arreglar. Quitábamos la cadena de la cisterna y la hacíamos funcionar manualmente. Los grifos goteaban, las cucarachas pululaban, los perros se cagaban en todas partes y las persianas estaban llenas de agujeros que permitían que se colaran moscas, mosquitos y todo tipo de insectos voladores.

Sonó el timbre, me levanté y abrí la puerta. Era Tessie. Tenía cuarenta y tantos años, un ave solitaria, una pelirroja con el pelo obviamente muerto.

Tú eres Henry, ¿verdad?

Sí. Debra está en el baño. Pasa y siéntate.

Llevaba una falda corta roja. Tenía buenos muslos. Sus tobillos y pantorrillas tampoco estaban mal. Tenía aspecto de que le encantara joder.

Fui al baño y llamé a la puerta.

Debra, Tessie está aquí...



El primer anticuario estaba a una manzana o dos de la costa. Aparcamos el Volks y entramos. Todo tenía el precio fijado, 800 dólares, 1.500... Viejos relojes, viejas sillas, viejas mesas. Los precios eran increíbles. Dos o tres empleados deambulaban por allí y se frotaban las manos. Evidentemente trabajaban con sueldo más comisión. El dueño debía conseguir las cosas prácticamente tiradas en Europa o en las montañas Ozark. Me aburría mirar aquellos precios desorbitados escritos cuidadosamente en etiquetas. Les dije a las chicas que esperaría en el coche.



Encontré un bar cruzada la calle, entré y me senté. Pedí una botella de cerveza. El bar estaba lleno de jóvenes de menos de 25 años. Eran rubios y delgados, o morenos y delgados, vestidos con pantalones y blusas perfectamente ajustados. Eran inexpresivos y plácidos. No había mujeres. Estaba encendido un gran televisor. No tenía sonido. Nadie lo miraba. Nadie hablaba. Acabé mi cerveza y me fui.

Encontré una tienda de licores y compré un paquete de seis cervezas. Volví al coche y me senté allí. La cerveza era buena. El coche estaba aparcado en el patio que había tras el anticuario. La calle de la izquierda estaba atestada de tráfico y observé a la gente aguardando pacientemente dentro de sus coches. Casi siempre había un hombre y una mujer, mirando fijamente al frente, sin hablar. Era, al final, para cada uno, cuestión de esperar. Esperabas y esperabas, para el hospital, el doctor, el fontanero, el manicomio, la cárcel, a que papá se matase. Primero la señal estaba roja, luego verde. Los ciudadanos del mundo comían alimentos y veían la televisión, se preocupaban de sus trabajos o de su falta de suerte, mientras esperaban.

Empecé a pensar en Debra y Tessie, que estaban en el anticuario. A mí realmente no me gustaba Debra, pero allí estaba, entrando en su vida. Me hacía sentir como un loco curiosón.

Seguí sentado, bebiendo. Iba por el último bote cuando finalmente salieron.

Oh, Henry —dijo Debra—, he encontrado la mesa de mármol más bonita que te puedas imaginar por sólo 200 dólares.

¡Es realmente fabulosa! —dijo Tessie.

Subieron en el coche. Debra apretó su pierna contra la mía.

¿Te has aburrido con todo esto? —me preguntó.

Puse en marcha el motor y fui hasta la tienda de licores. Compré tres o cuatro botellas de vino y cigarrillos.

Aquella zorra, Tessie, con su corta falda roja y sus medias, me vino al pensamiento mientras pagaba al tendero. Podría apostar a que se había chupado por lo menos a una docena de tipos sin pensarlo siquiera. Decidí que su problema era no pensar. No le gustaba pensar. Y eso estaba bien porque no había leyes ni reglas contra ello. ¡Pero cuando llegase a los 50 en unos pocos años, empezaría a pensar! Entonces se convertiría en una rabiosa mujer de supermercado, clavando su carrito en las espaldas de la gente, pegando patadas en los tobillos en la línea típica, pintarrajeada, con la cara reblandecida y arrugada y su cesta llena con queso de granja, patatas fritas, chuletas de cerdo, cebollas rojas y un cuarto de Jim Beam.

Volví al coche y regresamos a casa de Debra. Las chicas se sentaron. Yo abrí la botella y serví tres copas.

Henry —dijo Debra—, voy a ir a recoger a Larry. Me llevará en su camioneta a recoger la mesa. No necesitas acompañarme. ¿Contento?

Sí.

Tessie se quedará aquí a hacerte compañía.

Muy bien.

¡Y ahora portaros bien los dos!

Larry entró por la puerta trasera y se fue por la frontal con Debra. Larry arrancó la camioneta y se marcharon.

Bueno, estamos solos —dije yo.

Sí —dijo Tessie. Se sentó muy rígida, mirando fijamente hacia el frente. Acabé mi copa y fui al baño a echar una meada. Cuando salí, Tessie seguía sentada en el sofá muy quieta.

Me acerqué por detrás. Cuando llegué junto a ella la cogí de la barbilla y levanté su cara. Apreté mi boca contra la suya. Tenía una cabeza muy grande. Llevaba maquillaje púrpura bajo los ojos y olía a zumo de frutas, como de albaricoque. Llevaba unas finas cadenas de plata colgando de las orejas, y al final de cada cadena colgaba una bola, simbólica. Mientras nos besábamos exploré en su blusa. Encontré una teta y la abarqué con mi mano acariciándola. No llevaba sostén. Luego me aparté y saqué mi mano. Rodeé el sofá y me senté junto a ella. Serví dos copas.

Para ser un feo hijo de puta tienes muchos cojones —dijo ella.

¿Qué me dices de uno rápido antes de que vuelva Debra?

No.

No me odies. Sólo quiero alegrar la fiesta.

Creo que te estás pasando de la raya. Lo que acabas de hacer es grosero y obvio.

Supongo que me falta imaginación.

¿Y eres un escritor?

Escribo, pero más que nada hago fotografías.

Creo que te jodes a las mujeres sólo para escribir que te las has jodido.

No sé.

Yo creo que sí.

Está bien, está bien, olvídalo. Bebamos.

Tessie volvió a su copa. La acabó y dejó su pitillo. Me miró, moviendo sus largas pestañas postizas. Tenía como Debra una gran boca de carmín. Sólo que la boca de Debra era más oscura y no brillaba tanto. La de Tessie era de un rojo reluciente y sus labios refulgían, mantenía su boca abierta, pasándose continuamente la lengua por el labio inferior. De repente Tessie me cogió. Aquella boca se abrió sobre mi boca. Era excitante. Me sentí como si estuviese siendo violado. Se me empezó a empalmar la polla. Mientras me besaba, busqué por abajo y le subí la falda, corrí mi mano por su pierna izquierda mientras seguíamos besándonos.

Vamos —dije después del beso.

La llevé de la mano hasta el dormitorio de Debra. La eché sobre la cama. Me quité los zapatos y pantalones, luego le quité sus zapatos. La besé por largo rato, luego le subí la falda roja por encima de las caderas. No llevaba pantys, sino medias y bragas rosas. Le quité las bragas. Tessie tenía los ojos cerrados. Desde algún sitio del vecindario llegaba música sinfónica. Pasé un dedo por su coño, pronto se humedeció y abrió. Metí el dedo dentro, luego lo saqué y froté el clítoris. Era agradable y jugoso. La monté, le pegué algunas acometidas viciosas sin contemplaciones, luego lo hice con más lentitud y después fui a rajarla otra vez. Miré aquella cara depravada y simple. Realmente me excitaba. Embestía cegado.

Entonces Tessie me empujó fuera.

¡Quita!

¿Qué? ¿Qué?

¡He oído la camioneta! ¡Me despedirá! ¡Perderé el empleo!

¡No, no, tú, ZORRA!

La ataqué sin clemencia, apretando mis labios contra aquella reluciente y horrible boca mientras me corría en su interior, muy bien. Salté fuera. Tessie recogió sus zapatos y bragas y se fue corriendo al baño. Yo me limpié con mi pañuelo y arreglé las colchas de la cama, coloqué las almohadas. Mientras me abrochaba la cremallera se abrió la puerta. Salí a la sala.

Henry, ¿puedes ayudar a Larry a entrar la mesa? Es pesada.

Cómo no.

¿Dónde está Tessie?

Creo que está en el baño.

Seguí a Debra hasta la camioneta. Sacamos la mesa, la agarré y la llevé hasta la casa. Cuando entramos Tessie estaba en el sofá con un cigarrillo en la boca.

¡No dejéis caer la mercancía, chicos! —dijo.

¡No hay cuidado! —dije yo.

Lo entramos en el dormitorio de Debra y lo pusimos junto a la cama. Tenía otra mesa allí que quitó. Nos quedamos alrededor y miramos el mármol.

Oh, Henry, sólo doscientos... ¿Te gusta?

Oh, es muy bonita, Debra, muy bonita.

Me fui al baño, me lavé la cara y me peiné. Luego me quité los pantalones y calzoncillos y me lavé con tranquilidad las partes. Meé, tiré de- la cadena y volví a salir.

¿Quieres un vino, Larry? —le dije.

Oh, no, pero gracias...

Gracias por ayudar, Larry —dijo Debra.

Larry se fue por la puerta trasera.

¡Oh, estoy tan excitada! —dijo Debra.

Tessie se sentó con nosotros, bebió y charló durante unos 10 o 15 minutos, luego dijo:

Debo irme.

Quédate si quieres —dijo Debra.

No, no, debo irme. Tengo que limpiar mi apartamento, está hecho un desastre.

¿Limpiar tu apartamento? ¿Hoy? ¿Cuando tienes dos amigos encantadores con quienes beber? —dijo Debra.

Estoy aquí sentada pensando en todo el revoltijo y no puedo estar tranquila. No te lo tomes como algo personal.

Está bien, Tessie, puedes irte. Te perdonamos.

Muy bien, querida...

Se besaron en la puerta y Tessie se marchó. Debra me cogió de la mano y me llevó al dormitorio. Miramos la mesita de mármol.

¿Qué piensas realmente de ella, Henry?

Bueno, yo he llegado a perder 200 dólares en el hipódromo y no he tenido nada para mostrar luego, así que pienso que está bien.

Estará aquí a nuestro lado mientras durmamos esta noche.

¿Tal vez debería quedarme yo aquí al lado y tú acostarte con la mesa?

¡Estás celoso!

Por supuesto.

Debra se acercó a la cocina y salió con unos trapos y un frasco de algún fluido de limpieza. Empezó a restregar el mármol.

¿Ves? Hay una manera especial de tratar el mármol para que se acentúen las venas.

Me desvestí y me senté al borde de la cama en calzones. Luego me eché sobre la colcha y las almohadas. Luego me volví a sentar.

Oh, Cristo, te estoy desarreglando el salto de cama.

No pasa nada.

Fui a por dos copas. Le di una a Debra. La observé trabajando con la mesa. Entonces ella me miró.

¿Sabes? Tienes las piernas más hermosas que he visto nunca en un hombre.

¿No están mal para un vejete, eh, nena?

Nada mal.

Frotó la mesa un poco más y luego lo dejó.

¿Qué te ha parecido Tessie?

Bien. Me gusta.

Es buena trabajadora.

Sobre eso no sé.

No me gustó que se fuera. Creo que quería simplemente dejarnos a solas. La telefonearé.

¿Por qué no?

Debra cogió el teléfono. Habló con Tessie durante un rato. Empezó a oscurecer. ¿Qué pasaba con la cena? Ella estaba con el teléfono en el centro de la cama sentada sobre sus piernas. Tenía un bonito trasero. Debra se rió y luego se despidió. Me miró.

Tessie dice que eres dulce.

Fui a por más bebida. Cuando volví, el gran televisor en color estaba encendido. Nos sentamos juntos en la cama viendo la televisión, con las espaldas apoyadas en la cabecera, bebiendo.

Henry —me dijo—. ¿Qué vas a hacer el Día de Acción de Gracias?

Nada.

¿Por qué no vienes conmigo? Yo compraré el pavo. Vendrán dos o tres amigos.

De acuerdo, suena bien.

Debra se inclinó hacia delante y apagó la televisión. Parecía muy contenta. Luego apagó la luz. Fue al baño y salió envuelta en algo muy fino. Se metió en la cama a mi lado. Nos apretamos juntos. Mi polla se empalmó. Su lengua exploró mi boca. Tenía una lengua grande y cálida. Me bajé al pilón. Aparté el pelo y trabajé con mi lengua. Luego le di un poco con la nariz. Ella respondía. Volví a subir, la monté y se la clavé.

...Insistí e insistí. Traté de pensar en Tessie con su corta falda roja. No sirvió. Se lo había dado todo a Tessie. Bombeé una y otra vez.

Lo siento, nena, demasiada bebida. ¡Aah, siente mi corazón!

Puso su mano en mi pecho.

Sí que está en marcha —dijo.

¿Todavía estoy invitado para el Día de Acción de Gracias?

Claro, pobrecito mío, no te preocupes, por favor.

La besé deseándole buenas noches, me eché a un lado y me dormí.

91

A la mañana siguiente, después de que Debra se fuera al trabajo, me bañé, luego traté de ver la televisión. Iba desnudo hasta que me di cuenta de que se me podía ver desde la calle a través de la ventana. Así que me tomé un vaso de zumo de uva y me vestí. Finalmente, no se me ocurrió otra cosa que hacer más que pasarme por casa. Podía haber algo de correo, una carta de alguien. Me aseguré de que todas las puertas quedasen bien cerradas, me encaminé hacia el Volks, lo puse en marcha y volví a Los Ángeles.

Por el camino me acordé de Sara, la tercera chica que había conocido en el Lancer. Tenía su número de teléfono en mi cartera. Llegué a casa, eché una cagada y la telefoneé.

Hola —dije—, soy Chinaski, Henry Chinaski...

Sí, me acuerdo de ti.

¿Qué estás haciendo? Pensé que podía pasarme a verte.

Tengo que trabajar en mi restaurante. ¿Por qué no te pasas por él?

¿Es un sitio de comida natural, no?

Sí, te haré un buen sándwich saludable.

¿Oh?

Cierro a las cuatro. ¿Por qué no te pasas un poco antes?

Muy bien. ¿Cómo puedo llegar allí?

Coge un lápiz y te daré la dirección.

Escribí la dirección.

Te veré a las tres y media —dije.

Hacia las dos y media subí al Volks. En un punto de la autopista las instrucciones estaban un poco confusas y me hice un lío. Detestaba con toda mi alma las autopistas y los carteles de instrucciones. Giré en un sitio y me encontré en Lakewood. Entré en una gasolinera y llamé a Sara.

Restaurante Drop On —respondió.

¡Mierda! —dije.

¿Qué ocurre? Pareces enfadado,

¡Estoy en Lakewood! ¡Tus instrucciones se han jodido!

¿Lakewood? Espera.

Voy a volver. Necesito un trago.

¡Aguarda, quiero verte! Dime en qué calle de Lakewood estás y cuál es el cruce más cercano.

Dejé colgado el teléfono y fui a ver dónde estaba. Le di a Sara la información. Ella me volvió a dirigir.

Es fácil —me dijo—, ahora prométeme que vendrás.

De acuerdo.

Y si te vuelves a perder, llámame.

Lo siento, verás, es que no tengo sentido de la orientación. Siempre tengo pesadillas en que me pierdo. Creo que pertenezco a otro planeta.

No importa. Simplemente sigue mis instrucciones.

Volví al coche y esta vez fue fácil. Al rato estaba en la autopista de la costa buscando la desviación. La encontré. Me llevó a un distrito de tiendas sofisticadas cerca del mar. Conduje lentamente y lo encontré: Restaurante Drop On, un gran cartel pintado a mano. Había fotos y tarjetitas pegadas a la ventana. Un honrado sitio de comida natural. Por Júpiter, no quería entrar allí. Di la vuelta a la manzana y volví a pasar lentamente. Doblé a la derecha, luego otra vez a la derecha. Vi un bar, el Crab Haven. Aparqué fuera y entré.

Eran las 3:45 de la tarde y todos los asientos estaban cogidos. Me quedé de pie y pedí un vodka-7. Cogí el teléfono y llamé a Sara.

Hola, soy Henry. Estoy aquí.

Te he visto pasar dos veces. No tengas miedo, ¿dónde estás?

En el Crab Haven. Estoy tomando una copa. Llegaré allí pronto.

Está bien. No tardes.

Me tomé aquél y otro más. Encontré un taburete vacío y me senté en él. La verdad es que no quería ir. Apenas me acordaba de cómo era Sara.

Acabé la bebida y fui hasta allí. Salí, abrí la puerta acortinada y entré allí. Sara estaba detrás de la caja. Me vio.

¡Hola, Henry! —dijo—. Estaré contigo en un minuto.

Estaba preparando algo. Cuatro o cinco tíos estaban por allí sentados. Algunos estaban en un sofá. Otros en el suelo. Tenían todos veintitantos años, todos se parecían, iban vestidos con pantalones cortos, y lo único que hacían era estar sentados. De vez en cuando uno de ellos cruzaba las piernas o tosía. Sara era una mujer bastante guapa, esbelta, se movía dinámicamente. Clase. Su pelo era rubio rojizo. Tenía muy buena pinta.

Me ocuparé de ti —me dijo.

Está bien —dije.

Había una estantería con libros. Tres o cuatro de los míos. Encontré uno de Lorca y me senté y pretendí leer. De este modo no tendría que estar viendo a los tipos con sus pantalones cortos. Parecía que nada les hubiese tocado jamás, todos bien cuidados por sus mamas, protegidos, con una blanda capa de conformismo. Ninguno de ellos había estado en la cárcel, o trabajado con sus manos, ni siquiera le habrían puesto una multa de tráfico. Galancetes mamados de maizena, toda la panda.

Sara me trajo un sándwich natural.

Toma, prueba esto.

Comí el sándwich mientras los tíos mariposeaban por allí. Al final uno se marchó. Luego otro. Sara estaba limpiando. Sólo quedaba uno. Tendría unos 22 años y estaba sentado en el suelo. Parecía jorobado, su espalda se doblaba como un arco. Llevaba gafas con gruesos bordes negros. Parecía más solitario y desgraciado que los otros.

Eh, Sara —dijo—, vamos a salir esta noche a tomar unas cervezas.

Esta noche no, Mike. ¿Qué te parece mañana por la noche?

Está bien, Sara.

Se levantó y se acercó al mostrador. Dejó una moneda y cogió una galleta natural. Se quedó de pie en el mostrador comiéndose la galleta. Cuando acabó se marchó.

¿Te ha gustado el sándwich? —me preguntó Sara.

Sí, no estaba mal.

¿Puedes entrar la mesa y las sillas que están fuera?

Las entré.

¿Qué quieres hacer? —me preguntó.

Bueno, no me gustan los bares. El aire está viciado. Vamos a comprar algo de beber y vayamos a tu casa.

De acuerdo. Ayúdame a sacar la basura.

La ayudé a sacar la basura. Luego cerró el local.

Sigue mi furgoneta. Conozco un almacén que vende buen vino. Luego me sigues hasta mi casa.

La seguí. Había un póster de un hombre en la ventana trasera de su furgoneta. «Sonríe y sé feliz» me decía, y en la parte baja estaba su nombre, Drayer Baba.



Abrimos una botella de vino y nos sentamos en el diván de su casa. Me gustaba cómo estaba decorada. Se había construido todos los muebles ella misma, incluyendo la cama. Había fotos de Drayer Baba por todas partes. Era de la India y había muerto en 1971, asegurando ser Dios.

Mientras Sara y yo estábamos allí sentados bebiendo la primera botella, se abrió la puerta y entró un joven con dientes sobrepuestos, pelo largo y una barba muy larga.

Este es Ron, mi compañero de apartamento —dijo Sara.

Hola, Ron, ¿quieres un vino?

Ron se tomó un vino con nosotros. Luego una chica gorda y un tío con la cabeza afeitada entraron. Eran Perla y Jack. Se sentaron. Luego llegó otro joven. Se llamaba Jean John. Jean John se sentó. Luego vino Pat. Pat tenía una barba negra y pelo largo. Se sentó en el suelo a mis pies.

Soy poeta —me dijo.

Tomé un trago de vino.

¿Cómo consigues que te publiquen? —me preguntó.

Se lo das a los editores.

Pero yo soy desconocido.

Todo el mundo empieza siendo desconocido.

Doy lecturas tres noches a la semana. Soy actor, así que leo bastante bien. Me figuro que si leo mis cosas lo bastante, alguien querrá publicarlas.

No es imposible.

El problema es que cuando leo no aparece nadie.

No sé qué decirte.

Voy a imprimir mi propio libro.

Whitman lo hizo.

¿Vas a leer algunos de tus poemas?

Hostia, no.

¿Por qué no?

Sólo quiero beber.

Hablas mucho de la bebida en tus libros. ¿Crees que el beber ayuda a la gente a escribir?

No. Yo sólo soy un alcohólico que se hizo escritor para poder quedarme en la cama hasta mediodía.

Me volví hacia Sara.

No sabía que tenías tantos amigos.

Esto no es normal. No suele pasar.

Me alegro de haber comprado bastante vino.

Estoy segura de que se irán pronto.

Los otros estaban charlando. La conversación iba a su aire y yo dejé de escuchar. Sara tenía buena pinta. Cuando hablaba era inteligente e incisiva. Tenía un buen coco. Perla y Jack se fueron primero. Luego Jean John. Luego Pat el poeta. Ron se sentó a un lado de Sara y yo al otro. Sólo los tres. Ron se sirvió un vaso de vino. No podía culparle, era su casa. No podía esperar que se marchase. El ya estaba allí antes que yo. Serví a Sara un vaso y otro para mí. Después de acabármelo les dije:

Bueno, creo que me voy a ir.

Oh, no —dijo Sara—, no tan pronto. No he tenido tiempo de hablar contigo. Me gustaría, hablar contigo.

Miró a Ron.

¿Entiendes, no, Ron?

Claro.

Se levantó y se fue a la parte trasera de la casa.

Eh —dije yo—, no quiero dar pie a ninguna bronca.

¿Qué bronca?

Entre tú y tu compañero.

Oh, no hay nada entre nosotros. Ni sexo ni nada. Alquila la habitación trasera de la casa.

Oh.

Oí el sonido de una guitarra, luego cantar a voz en grito.

Ese es Ron —dijo Sara.

Simplemente aullaba y llamaba a los gorrinos. Su voz era tan mala que no hacía falta ningún comentario.

Ron cantó durante una hora. Sara y yo bebimos más vino. Ella encendió unas velas.

Toma, coge un bidi.

Cogí uno. Un bidi es un pequeño cigarrillo marrón de la India. Tenía un buen sabor agrio. Me volví hacia Sara y nos dimos nuestro primer beso. Besaba bien. La noche se presentaba bien.

Se abrió la puerta de colgantes y entró un joven en la habitación.

Barry —dijo Sara—, no quiero más visitas.

Se oyó un repiqueteo de colgantes y Barry desapareció. Preví futuros problemas: el lobo solitario no podía soportar el tráfico. No tenía nada que ver con los celos, simplemente me disgustaba la gente, las multitudes, en cualquier sitio, excepto en mis recitales. La gente me disminuía, me chupaba la sangre.

Nunca lo tuvisteis desde el principio —eso era lo que yo le decía al resto de la humanidad.

Sara y yo nos besamos de nuevo. Los dos habíamos bebido mucho. Sara abrió otra botella. Aguantaba bien el vino. No tengo idea de lo que hablamos. Lo mejor de Sara es que apenas hacía referencia a mis escritos. Cuando se acabó la última botella le dije a Sara que estaba demasiado bebido para conducir hasta casa.

Puedes dormir en mi cama, pero nada de sexo.

¿Por qué?

No se tiene sexo sin matrimonio.

¿Qué?

Drayer Baba no cree en ello.

A veces Dios se equivoca.

Jamás.

Está bien, vámonos a la cama.



Nos besamos en la oscuridad. Yo de cualquier manera era un chiflado de los besos, y Sara era una de las mejores besuconas que había conocido nunca. Tenía que recorrer todo el camino de vuelta hasta Lydia para encontrar algo comparable. Cada mujer era diferente, sin embargo, cada una besaba de forma distinta. Lydia estaría probablemente besando a algún hijo de puta en aquellos momentos, o aún peor, besándole los cojones. Katherine estaría durmiendo en Austin.

Sara tenía mi polla en su mano, jugando con ella, frotándola. Luego la apretó contra su coño. La frotó arriba y abajo, arriba y abajo por su coño. Estaba obedeciendo a su Dios, Drayer Baba. Yo no jugaba con su coño porque pensaba que a lo mejor ofendía a Drayer Baba. Sólo nos besábamos y ella frotaba mi polla contra su clítoris, o contra su vulva, o donde fuera. Esperé que la metiera dentro, pero ella siguió frotando. Los pelos me empezaron a irritar la polla. La aparté.

Buenas noches, nena —le dije, y me di la vuelta. Drayer Baba, pensé, tienes una condenada creyente en esta cama.



Por la mañana empezamos a refrotarnos otra vez con el mismo desenlace. Decidí que a la mierda, no necesitaba tales cosas.

¿Quieres darte un baño? —me preguntó Sara.

Sí.

Entré en el baño y dejé correr el agua. En un momento durante la noche le había dicho a Sara que una de mis locuras era darme tres o cuatro baños humeantes al día. La vieja terapia de agua.

La bañera de Sara admitía más agua que la mía y el agua era más caliente. Yo medía un metro noventa y sin embargo podía estirarme en la bañera. Antiguamente se hacían bañeras para emperadores y no para empleados de banco enanos.

Entré en la bañera y me estiré. Era magnífico. Luego me puse de pie y contemplé mi pobre polla frotada con pelos de coño. Duros tiempos, viejo amigo, pero ¿no era mejor eso que nada? Me volví a sentar en la bañera y me estiré todo lo largo. Sonó el teléfono. Hubo una pausa. Entonces Sara llamó a la puerta.

Entra.

Hank, es Debra.

¿Debra? ¿Cómo supo que estaba aquí?

Ha estado llamando a todas partes. ¿Le digo que llame luego?

No, dile que espere un momento.

Encontré una toalla grande y me envolví en ella. Salí a la sala principal. Sara estaba hablando con Debra por el teléfono.

Oh, aquí está...

Sara me entregó el teléfono.

¿Hola, Debra?

¿Hank, dónde has estado?

En la bañera.

¿La bañera?

Sí.

¿Acabas de salir?

Sí.

¿Qué llevas puesto?

Una toalla.

¿Cómo puedes sujetar la toalla mientras hablas por teléfono?

Lo consigo. La tengo enrollada a la cintura.

¿Ha ocurrido algo?

No.

¿Por qué?

¿Por qué, qué?

Me refiero a por qué no te la jodiste.

Mira, ¿crees que voy por ahí haciendo cosas así? ¿Piensas que es lo único que cuenta para mí?

¿Entonces no pasó nada?

Sí.

¿Qué?

Sí, nada.

¿Adonde vas a ir después de que salgas de allí?

A mi casa.

Ven aquí.

¿Qué hay de tus negocios de abogacía?

Está todo casi arreglado. Tessie se puede encargar de ello.

Está bien.

Colgué.

¿Qué vas a hacer? —me preguntó Sara.

Voy a ir a casa de Debra. Le dije que estaría allí en 45 minutos.

Pero yo pensaba que almorzaríamos juntos. Conozco un sitio mexicano muy bueno.

Mira, ella está por medio. ¿Cómo nos vamos a poner tranquilamente a comer y charlar nosotros dos solos?

Pensaba comer contigo.

Coño, ¿y cuándo alimentas a tu gente?

Abro a las once. Ahora son sólo las diez.

Está bien, vamos a comer...



Era un sitio mexicano en un desenfadado barrio hippie de Hermosa Beach. Tipos blandos e indiferentes. Muerte en la playa. Sólo respirar, llevar sandalias y pretender que éste era un mundo agradable.

Mientras esperábamos nuestro pedido Sara metió su dedo en un tarro de salsa picante, luego se lo chupó y lo volvió a meter otra vez. Inclinaba su cabeza sobre el tarro. Mechones de su pelo me miraban. Siguió metiendo el dedo en el tarro y chupándolo.

Oye —le dije—, hay otra gente que querrá usar esa salsa. ¡Me estás poniendo enfermo! Para ya.

No, si la rellenan cada vez.

Esperé que así lo hicieran. Entonces llegó la comida y Sara la atacó como una fiera, igual que Lydia solía hacerlo. Acabamos de comer, salimos, ella subió en su furgoneta y se fue a su restaurante y yo me fui en mi Volks hacia Playa del Rey. Me habían dado cuidadosas instrucciones para llegar allí. Pero eran confusas. De todos modos las seguí y llegué sin problemas. Era casi frustrante, porque parecía que cuando el stress y la locura eran eliminadas de mi vida diaria, no quedaba mucho de qué depender.

Entré en el patio de Debra. Vi un movimiento detrás de las cortinas. Me había estado esperando. Salí del Volks y cerré las dos puertas porque el seguro del coche me había expirado.

Llegué y ding-dongueé el timbre de Debra. Abrió la puerta y pareció alegrarse de verme. Estaba bien, pero cosas así eran las que impedían a un escritor hacer su trabajo.

92

No hice gran cosa el resto de la semana. Fui al hipódromo dos o tres veces y perdí siempre. Escribí un cuento verde para una revista porno, también 10 o 12 poemas, me masturbé y llamé a Sara y a Debra todas las noches. Una noche llamé a Cassie y se puso un hombre. Adiós, Cassie.

Pensé en las rupturas, lo difíciles que eran, pero normalmente sólo cuando rompías con una mujer podías encontrar otra. Tenía que probar mujeres para llegar a conocerlas bien, entrar en ellas. Podía inventarme personajes masculinos porque yo era uno, pero las mujeres para mí eran casi imposibles de ficcionalizar sin antes conocerlas. Así que las exploraba lo mejor que podía y encontraba dentro de ellas seres humanos. Entonces me olvidaba de la literatura, el hecho de escribir se quedaba en segundo término y a mí me poseía el episodio en sí. Cuando se acababa, la literatura era el residuo que quedaba de ello. Un hombre no necesitaba tener una mujer para sentirse real, pero no estaba mal conocer unas cuantas. Así, cuando el asunto se ponía mal, podía sentir lo que de verdad significaba sentirse solo y enloquecido, y así podía saber qué es lo que debería aportar cuando llegase el propio final.

Yo era sentimental respecto a muchas cosas: unos zapatos de mujer bajo la cama; unas horquillas olvidadas; la manera como decían «Voy a hacer pipí»...; cintas de pelo; pasear por el bulevar con ellas a la una y media de la tarde, sólo dos personas caminando juntas; las largas noches bebiendo y fumando, hablando; las discusiones; los pensamientos de suicidio; comer juntos y sentirse bien; las bromas, la risa saliendo de ninguna parte; sentir milagros en el aire; estar juntos en un coche aparcado; comparar pasados amores a las tres de la madrugada; que te dijeran que roncabas, oírlas roncar; madres, hijas, hijos, gatos, perros; algunas veces la muerte y otras el divorcio, pero siempre yendo adelante, siguiendo a través; leyendo a solas un periódico y comiendo un triste sándwich sintiendo náuseas porque ella ahora estuviese casada con un dentista tartamudo; hipódromos, parques, picnics; incluso cárceles; sus estúpidos amigos, tus estúpidos amigos; tu bebida, sus bailes; tus flirteos, sus flirteos; sus píldoras, tus polvos con otras personas y ella haciendo lo mismo; dormir juntos... No había juicios que hacer, aunque por necesidad uno tuviera que seleccionar. Más allá del bien y del mal era una cosa buena en teoría, pero para ir viviendo uno tenía que elegir: algunas eran más agradables que otras, otras simplemente estaban más interesadas en ti, y en ocasiones el exterior hermoso y el interior frío eran necesarios para polvos sangrientos y sin clemencia, como en una sangrienta y mierdosa película. Las simpáticas jodían mejor, la verdad, y después de pasar un tiempo con ellas parecían más hermosas, porque lo eran. Pensé en Sara, tenía algo extra. Si simplemente no estuviese Drayer Baba sosteniendo ese maldito signo de DETENTE.



Llegó el cumpleaños de Sara, el 11 de noviembre, el Día del Veterano. Nos habíamos visto dos veces más, una en su casa y otra en la mía. Había habido un alto sentido de la diversión y mucha expectativa. Era extraña, pero individual e inventiva; había felicidad entre nosotros... excepto en la cama... Ardía la excitación... pero Drayer Baba nos mantenía apartados. Yo estaba perdiendo la batalla contra Dios.

Joder no es tan importante —me decía ella.



Fui a un sitio de comida exótica en Hollywood Boulevard esquina con la Avenida Fountain. Tía Bessie, se llamaba. Los empleados eran gente odiosa, jóvenes chicos negros y jóvenes chicos blancos de alta inteligencia que habían caído en alto snobismo. Se comportaban a su aire e ignoraban e insultaban a los clientes. Las mujeres que allí trabajaban eran pesadas, soporíferas, llevaban amplias blusas azules y dejaban caer sus cabezas como si estuviesen en un somnoliento estado de vergüenza. Y los clientes eran mequetrefes grises que aceptaban los insultos y volvían siempre a por más. Los empleados no llegaron a meterse conmigo, así que pudieron vivir un día más...

Le compré a Sara su regalo de cumpleaños, Pensamientos de abeja, que eran los sesos de muchas abejas sacados de las colmenas con una aguja. Llevaba una cesta y en ella metí, junto a las secreciones de abeja, unos palillos chinos, sal marina, dos granadas (orgánicas), dos manzanas (orgánicas) y algunas pipas de girasol. Los sesos de abeja era lo principal, y me costaron muy caros. Sara había hablado de ello más de una vez, deseándolos, pero decía que no podía permitírselos.

Conduje hasta casa de Sara. También llevaba varias botellas de vino. De hecho, me había pulido ya una mientras me afeitaba. Raras veces me afeitaba, pero me había afeitado para el cumpleaños de Sara. Era una mujer buena. Tenía una mente encantadora y, extrañamente, su celibato era comprensible. Me refiero a la manera en que ella lo veía, tenía que ser preservado para un hombre bueno. No es que yo fuera exactamente un hombre bueno, pero su evidente clase podía pegar bien con mi evidente clase en una mesa de un café de París después de que finalmente yo me hiciera famoso. Era cariñosa, calmadamente intelectual y, lo mejor de todo, tenía esa loca mezcla roja en la dorada brillantez de su cabello. Era como si yo hubiese estado buscando ese color de pelo durante décadas... quizás desde aún antes.



Paré en un bar junto a la autopista de la costa y me tomé un doble vodka-7. Estaba preocupado con Sara. Decía que el sexo significaba matrimonio. Y parecía que lo decía en serio. Había en ella algo definitivamente célibe. Sin embargo, también me imaginaba que se las arreglaba de diversas formas y que yo no había sido el primero en frotar la polla contra su coño. Suponía que ella se sentía tan confusa como todo el resto del mundo. Por qué yo accedía a seguir sus historias era un misterio para mí. Ni siquiera quería tirármela en particular. Yo no estaba de acuerdo con sus ideas, pero de todas maneras me gustaba. Quizás me estaba haciendo un vago. Quizás estuviese cansado de sexo. Quizás finalmente me estaba haciendo viejo. Feliz cumpleaños, Sara.

Llegué a su casa y saqué mi cesta de salud. Ella estaba en la cocina. Me senté con mi cesta y mi vino.

¡Aquí estoy, Sara!

Salió de la cocina. Ron estaba fuera, pero ella había puesto su estéreo a todo volumen. Yo siempre había odiado los estéreos. Cuando vivías en barrios pobres, continuamente oías los ruidos de los demás, incluyendo sus polvos, pero lo más espantoso era verte forzado a escuchar su música a todo volumen, el vómito total durante horas. Encima dejaban generalmente sus ventanas abiertas, confiados en que tú tenías que disfrutar lo que ellos disfrutaban.

Sara había puesto un disco de Judy Garland. A mí más bien me gustaba Judy Garland, especialmente en sus últimos años. Pero de repente me pareció muy fuerte, ensordecedora, gritando sus rollos sentimentales.

¡Por el amor de Dios, Sara, baja eso!

Lo hizo, pero no mucho. Abrió una de las botellas de vino y nos sentamos en la mesa cara a cara. Me sentí extrañamente irritable.

Sara miró en la cesta y encontró los Pensamientos de abeja. Estaba excitada. Quitó la tapa y lo probó.

Es tan poderoso —dijo—, es la esencia... ¿Quieres probarlo?

No, gracias.

Estoy preparando la cena.

Muy bien, pero podía sacarte a cenar.

Ya he empezado a prepararla.

Entonces muy bien.

Pero necesito algo de mantequilla. Tendré que salir a comprarla. También necesito pepinos y tomates.

Yo los compraré, es tu cumpleaños.

¿Estás seguro de que no quieres Pensamientos de abeja?

No, gracias.

No puedes imaginarte cuántas abejas hacen falta para llenar esta jarra.

Feliz cumpleaños. Compraré la mantequilla y las demás cosas.

Me tomé otro vino, subí al Volks y conduje hasta una pequeña tienda de ultramarinos. Encontré la mantequilla, pero los pepinos y los tomates parecían pasados y mustios. Pagué la mantequilla y di vueltas por el barrio buscando un mercado mayor. Encontré uno, compré pepinos y tomates y regresé. Mientras subía por la carretera hacia su casa lo oí otra vez. Tenía el estéreo de nuevo a todo volumen. Mientras me acercaba más y más me fui poniendo peor; mis nervios estaban acercándose al punto de rotura, entonces saltaron. Entré en la casa con sólo la pastilla de mantequilla en mis manos; me había dejado los tomates y pepinos en el coche. No sé qué era lo que sonaba; estaba tan fuerte que no podía distinguir un sonido de otro.

Sara salió de la cocina.

¡MALDITA JODIDA! —grité.

¿Qué pasa? —me preguntó.

¡NO PUEDO OÍR!

¿Qué?

¡TIENES PUESTO ESE MALDITO TOCADISCOS MUY FUERTE! ¿NO LO ENTIENDES?

¿Qué?

¡ME VOY!

¡No!

Me di la vuelta y salí estruendosamente por la cortina de colgantes. Llegué al Volks y vi la bolsa de tomates y pepinos que me había olvidado. Los cogí y regresé a la casa. Nos topamos.

Le entregué la bolsa bruscamente.

Toma.

Luego me di la vuelta y me fui.

¡Tú, jodido, jodido, jodido hijo de puta! —me gritó.

Me lanzó la bolsa. Me dio en mitad de la espalda. Se dio la vuelta y entró corriendo en la casa. Miré los tomates y pepinos desperdigados por el suelo a la luz de la luna. Por un momento pensé en recogerlos. Luego me giré y me marché.

93

Llegó el día de la lectura en Vancouver, 500 dólares más billete de avión. El patrocinador, Bart Mcintosh, estaba nervioso respecto al cruce de la frontera. Yo iba a volar a Seattle, él me recogería allí y cruzaríamos la frontera en coche. Luego, después de la lectura yo volaría desde Vancouver a Los Ángeles. No entendía lo que significaba todo esto, pero accedí a ello.

Así que allí estaba, otra vez en el aire, bebiéndome un doble vodka-7. Metido con los vendedores y los ejecutivos. Llevaba mi maletita con camisas limpias, ropa interior, calcetines, tres o cuatro libros de poemas más diez o doce poemas nuevos manuscritos. Y un cepillo de dientes y la pasta. Era ridículo ir a algún sitio para cobrar dinero por leer poesía. No me gustaba y siempre me parecía absolutamente idiota. Trabajar como una muía hasta que tenías cincuenta años en trabajos miserables, sin sentido, y de repente estar volando a través del país con una copa en la mano.



Mcintosh me estaba esperando en Seattle y subimos a su coche. Fue un viaje agradable porque ninguno de los dos habló mucho. La lectura estaba patrocinada de forma privada, yo lo prefería a las patrocinadas por universidades. Las universidades estaban asustadas; entre otras cosas les asustaban los poetas de vida rastrera, pero por otro lado tenían curiosidad por conocerlos.

Había una larga cola en la frontera, con un centenar de coches enfilados. Los guardias solamente apuntaban la fecha y la hora. De vez en cuando apartaban un coche de la fila, pero normalmente sólo para hacerle un par de preguntas y dejarle seguir luego. Yo no podía entender el pánico de Mcintosh respecto a todo esto.

¡Tío —me dijo—, hemos pasado!

Vancouver no estaba lejos. Mcintosh paró delante del hotel. Tenía buen aspecto. Estaba junto al mar. Nos dieron la llave y subimos. Era una habitación agradable con una nevera y, gracias a algún alma caritativa, en la nevera había cerveza.

Toma una —le dije.

Nos sentamos y bebimos la cerveza.

Creeley estuvo aquí el año pasado —dijo él.

¿Ah, sí?

Esto es una especie de cooperativa-centro artístico autosuficiente. Tienen gran cantidad de miembros, espacio alquilado y todo eso. Ya se han vendido todas las entradas de tu espectáculo. Silvers dice que podía haber sacado mucho dinero si hubiera subido el precio de la entrada.

¿Quién es Silvers?

Myron Silvers. Es uno de los directores.

Ahora estábamos llegando a la parte idiota.

Te puedo enseñar la ciudad —dijo Mcintosh.

Está bien, puedo dar un paseo.

¿Qué hay de la cena? Por cuenta de la casa.

Sólo un sándwich. No tengo hambre.

Esperé que podría deshacerme de él después de cenar. No es que fuera un mal tipo, pero la mayoría de la gente no me interesaba.



Encontramos un sitio tres o cuatro manzanas más allá. Vancouver era una ciudad muy limpia y la gente no tenía pinta de vivir en una ciudad grande con todo lo que eso llevaba. Me gustó el restaurante. Pero cuando miré el menú vi que los precios eran algo así como un cuarenta por ciento más caros que en Los Ángeles. Me tomé un sándwich de rosbif y otra cerveza.

Me sentía bien estando fuera de Estados Unidos. Había una verdadera diferencia. Las mujeres tenían mejor aspecto, las cosas parecían más tranquilas, menos falsas. Acabé el sándwich, luego Mcintosh me llevó de vuelta al hotel. Le dejé en el coche y cogí el ascensor. Me duché y me quedé desnudo. Me asomé a la ventana y vi el mar. Mañana por la noche todo habría acabado, tendría su dinero y al mediodía volvería a estar en el aire. Demasiado. Bebí tres o cuatro botellas más de cerveza y me metí en la cama a dormir.



Me llevaron a la lectura una hora antes. Había un chico allí cantando. La gente hablaba mientras él actuaba. Las botellas chocaban, se oían risas. Una buena multitud borracha, mi tipo favorito de personal. Bebimos entre bastidores, Mcintosh, Silvers, yo y un par más.

Eres el primer poeta masculino que hemos tenido aquí desde hace mucho tiempo —dijo Silvers.

¿A qué te refieres?

Quiero decir que hemos tenido una larga colección de maricas. Es un buen cambio.

Gracias.



Les leí de verdad. Al final yo estaba borracho y ellos también lo estaban. Nos insultamos y nos reímos los unos de los otros, pero en general estuvo muy bien. Me habían dado el cheque antes de la lectura y eso me ayudó a hacerlo con más alegría.



Luego hubo una fiesta en una gran casa. Pasadas una o dos horas me encontré entre dos mujeres. Una era rubia, parecía que estuviese tallada en marfil, con unos hermosos ojos y hermoso cuerpo. Estaba con su novio.

Chinaski —me dijo después de un rato—, me voy contigo.

Espera un momento —le dije—, estás con tu novio.

Oh, mierda —dijo—. ¡No es nadie! ¡Me voy contigo!

Miré al chico. Tenía lágrimas en los ojos. Estaba temblando. Estaba enamorado, el pobre.

La chica del otro lado tenía el pelo castaño. Su cuerpo también estaba bien pero facialmente no era tan atractiva.

Ven conmigo —me dijo.

¿Qué?

Digo que me lleves contigo.

Espera un momento.

Oye, eres muy guapa pero no puedo ir contigo. No quiero hacer daño a tu amigo.

Que se joda el hijo puta. Es un mierda.

La chica morena me tiró del brazo.

Llévame contigo ahora o me largo.

Está bien —dije—, vámonos.

Encontré a Mcintosh. No parecía que estuviese haciendo gran cosa. Supuse que no le gustaban las fiestas.

Vamos, Mac, llévanos al hotel.

Había más cerveza. La chica morena me dijo que se llamaba Iris Duarte. Era mitad india y me contó que trabajaba haciendo la danza del vientre. Se puso de pie y me hizo una demostración. Estaba muy bien.

Necesitas el traje para conseguir el efecto completo —me dijo.

No, yo no.

Lo que quiero decir es que yo necesito uno, para que se vea bien, ya sabes.

Parecía india. Tenía nariz y boca india. Aparentaba unos 23 años, con ojos marrones oscuros. Hablaba con calma y tenía un cuerpo espléndido. Había leído tres o cuatro de mis libros. Muy bien.

Bebimos durante otra hora y luego nos fuimos a la cama. Le comí el coño, pero cuando la monté sólo conseguí agotarme sin resultados. Demasiado.



Por la mañana me lavé los dientes, me eché agua fría en la cara y volví a la cama. Empecé a jugar con su coño. Se humedeció y yo igual. Ataqué. La introduje, pensando en todo aquel cuerpo, todo aquel cuerpo joven y fabuloso. Ella tomó todo lo que yo le daba. Estaba buena, muy buena. Pasado un rato, se fue al baño.

Me estiré pensando lo bueno que había sido todo. Iris reapareció y se volvió a meter en la cama. No hablamos. Pasó una hora. Lo repetimos.



Nos lavamos y vestimos. Me dio su dirección y número de teléfono, yo el mío. Parecía en verdad encariñada conmigo. Mcintosh llamó a la puerta quince minutos más tarde. Llevamos a Iris a un cruce cercano a su trabajo. Resultó que en realidad trabajaba de camarera; lo de la danza del vientre era una ambición. La besé despidiéndome. Salió del coche. Se dio la vuelta y me dijo adiós con la mano, luego se fue. Contemplé aquel cuerpo mientras se alejaba.

Chinaski se apunta otro tanto —dijo Mcintosh, mientras tomaba el camino del aeropuerto.

No pienses nada —dije yo.

Yo también tuve algo de suerte.

¿Sí?

Sí, me quedé con tu rubia. —¿Qué?

Sí —se rió—, se vino conmigo.

¡Llévame al aeropuerto, hijo de puta!

Llevaba en Los Ángeles unos tres días. Tenía una cita con Debra aquella noche. Sonó el teléfono.

¡Hank, soy Iris!

¡Oh, Iris, qué sorpresa! ¿Cómo te va?

Hank, voy a volar a Los Ángeles. ¡Voy a verte!

¡Magnífico! ¿Cuándo?

Llegaré el miércoles antes del Día de Acción de Gracias.

¿El Día de Acción de Gracias?

¡Y puedo quedarme hasta el lunes!

De acuerdo.

¿Tienes un lápiz? Te daré mi número de vuelo.



Aquella noche Debra y yo cenamos en un bonito sitio junto al mar. Las mesas estaban apiñadas juntas y la especialidad era el marisco. Pedimos una botella de vino blanco y esperamos la comida. Debra tenía mejor aspecto que otras veces, pero me dijo que se le estaba acumulando mucho trabajo. Iba a tener que contratar a otra chica. Y era difícil encontrar a alguien eficiente. La gente era tan inepta.

Sí —dije yo.

¿Qué sabes de Sara?

La llamé por teléfono. Tuvimos una pequeña pelea. Traté de disculparme.

¿La has visto después de venir de Canadá?

No.

He ordenado un pavo de doce kilos para el Día de Acción de Gracias. ¿Lo trincharás?

Claro.

No bebas mucho esta noche. Ya sabes lo que pasa cuando bebes demasiado. Te conviertes en un pelele mojado.

De acuerdo.

Debra se inclinó hacia mí y cogió mi mano.

¡Mi dulce y querido pelele!

Sólo ataqué una botella de vino después de cenar. La bebimos con lentitud, sentados en su cama viendo la gigantesca televisión. El primer programa era penoso. El segundo era mejor. Era sobre un pervertido sexual y un chico de granja, subnormal. La cabeza del pervertido era transplantada al cuerpo del granjerito por un doctor loco y el cuerpo escapaba con dos cabezas y se iba a hacer todo tipo de cosas horribles. Me puso de buen humor.

Después de la botella de vino y del chico con dos cabezas monté a Debra y tuve buena suerte. Le pegué una galopada furiosa llena de inesperadas variantes e invenciones antes de disparar finalmente en su interior.



Por la mañana Debra me pidió que me quedara y la esperara hasta que volviera del trabajo. Me prometió hacerme una exquisita cena.

De acuerdo —dije yo.

Traté de dormir después de que se fuera, pero no pude. Me preguntaba qué hacer el Día de Acción de Gracias, cómo iba a decirle que no podía estar con ella. Me fastidiaba. Me levanté y di vueltas. Me di un baño. De nada me sirvió. Tal vez Iris cambiase de idea, tal vez su avión se estrellase. Podía llamar a Debra el Día de Acción de Gracias por la mañana diciéndole que iría.

Di vueltas por la casa sintiéndome cada vez peor. Quizás era por quedarme allí en vez de irme a mi casa. Era como prolongar la agonía. ¿Qué clase de mierda era yo? Podía realmente hacer unas cosas desagradables y canallescas. ¿Cuál era mi motivo? ¿Estaba tratando de sentirme culpable por algo? ¿Podía intentar decirme a mí mismo que era meramente una cuestión de investigación, un simple estudio de lo femenino? Simplemente estaba dejando que las cosas ocurrieran sin pensar en ellas. No consideraba nada más que mi propio placer egoísta y barato. Era como un pánfilo e irresponsable escolar. Era peor que una puta; una puta se quedaba con tu dinero y nada más. Yo jugaba con vidas y almas como si fueran mis juguetes. ¿Cómo podía llamarme a mí mismo un hombre? ¿Cómo podía escribir poemas? ¿En qué consistía yo? Era un Sade de quinta fila, sin su intelecto. Un asesino era más consecuente y honesto que yo. O un violador. Yo no quería que mi espíritu sirviera de juguete a alguien para hacer tonterías y cagarse encima. Eso lo sabía bien bajo cualquier circunstancia. La verdad es que yo no era bueno. Me daba cuenta mientras me pateaba de un lado a otro la alfombra. No era bueno. Lo peor es que me hacía pasar precisamente por lo que no era: un buen hombre. Era capaz de entrar en las vidas de la gente porque ellos confiaban en mí. Así hacía mi sucio trabajo. Estaba escribiendo El cuento de amor de la hiena.

Me planté en el centro de la sala, sorprendido por mis propios pensamientos. Me encontré sentado en el borde de la cama, llorando. Podía sentir las lágrimas con mis dedos. Mi cerebro era un torbellino, aunque me sentía cuerdo. No podía entender lo que me ocurría.

Cogí el teléfono y llamé a Sara a su restaurante.

¿Estás ocupada? —le pregunté.

No, acabo de abrir. ¿Estás bien? Tienes una voz rara.

Estoy en un pozo.

¿Qué quieres decir?

Bueno, le dije a Debra que pasaría el Día de Acción de Gracias con ella. Ella cuenta conmigo, pero ahora ha ocurrido algo.

¿Qué?

Bueno, no te lo he llegado a contar. Tú y yo no hemos tenido sexo todavía, ya sabes. El sexo hace las cosas diferentes.

¿Qué ocurrió?

Conocí a una danzarina del vientre en Canadá.

¿Sí? ¿Y estás enamorado?

No, no estoy enamorado.

Espera, viene un cliente, ¿te importa no colgar?

De acuerdo...

Me senté con el teléfono pegado a la oreja. Estaba todavía desnudo. Miré mi pene: ¡Tú, sucio hijo de puta! ¿Sabes todos los dolores de corazón que creas con tu estúpida hambre?

Seguí sentado cinco minutos con el teléfono en la oreja. Iba a ser una llamada cara. Por lo menos se la cargarían a Debra.

Ya estoy —dijo Sara—, sigue contando.

Bueno, cuando estuve en Vancouver le dije a la bailarina del vientre que viniera a verme a Los Ángeles.

¿Y?

Bueno, ya te he dicho que prometí a Debra pasar el Día de Acción de Gracias con ella...

También me lo prometiste a mí.

¿Sí?

Bueno, estabas borracho. Dijiste que como cualquier otro americano, no querías pasar ese día solo. Me besaste y me preguntaste si podíamos pasar la fiesta juntos.

Lo siento, no recordaba...

No importa. Espera... viene otro cliente...

Dejé el teléfono y me fui a servir una copa. Cuando regresé al dormitorio vi mi fláccido vientre en el espejo. Era feo, obsceno. ¿Por qué me toleraban las mujeres?

Cogí el teléfono con una mano y bebí con la otra. Sara volvió.

Está bien, sigue.

Bueno, la cosa es que la bailarina del vientre llamó la otra noche. Bueno, en verdad no es una bailarina del vientre, es una camarera. Dijo que iba a venir a Los Ángeles a pasar el Día de Acción de Gracias conmigo. Se la oía tan feliz.

Tuviste que haberle dicho que tenías un compromiso.

No lo hice...

No tuviste cojones.

Iris tiene un cuerpo fabuloso...

Hay otras cosas en la vida además de cuerpos fabulosos...

De cualquier manera, ahora tengo que decirle a Debra que no pasaré la fiesta con ella y no sé cómo.

¿Dónde estás?

Estoy en la cama de Debra.

¿Dónde está Debra?

Está en el trabajo. —No pude reprimir un sollozo.

No eres más que un viejo niño llorón e irresponsable.

Ya lo sé, pero tengo que decírselo. Voy a volverme loco.

Te metiste en esto tú solo. Tienes que arreglarlo tú solo.

Pensé que podrías ayudarme, pensé que a lo mejor podrías decirme qué hacer.

¿Quieres que te haga el quite? ¿Quieres que telefonee por ti?

No, no hace falta. Soy un hombre. Llamaré yo mismo. Le voy a telefonear ahora. Le voy a decir la verdad. ¡Voy a acabar con esta mierda!

Eso está bien. Cuéntame luego cómo acaba la cosa.

Es por culpa de mi niñez, sabes. Nunca supe lo que era el amor...

Llámame más tarde. Sara colgó.



Me serví otro vino. No podía entender qué había ocurrido en mi vida. Había perdido mi sofisticación, había perdido mi mundanidad, había perdido mi dura concha protectora. Había perdido mi sentido del humor respecto a los problemas ajenos. Quería que volviesen todas estas cosas. Quería que las cosas me resultaran fáciles. Pero de algún modo sabía que nunca volverían, por lo menos no de la forma adecuada. Estaba destinado a seguir sintiéndome culpable y desprotegido.

Traté de decirme a mí mismo que sentirse culpable era una especie de enfermedad. Que eran los hombres sin culpa los que hacían progresos en la vida. Hombres que eran capaces de mentir, de engañar, hombres que conocían todos los trucos. Cortés. El no iba jodiendo la marrana por ahí, ni tampoco Vince Lombards Pero por mucho que lo pensara, seguía sintiéndome mal. Decidí acabar con ello. Estaba listo. El trance de la confesión. Era de nuevo un católico. Hazlo y luego espera el perdón. Acabé el vino y telefoneé a la oficina de Debra.

Contestó Tessie.

¡Hola, nena! ¡Soy Hank! ¿Qué tal?

Todo muy bien. Oye, ¿no estás enfadada conmigo, verdad?

No, Hank. Fue un poco brusco, jajaja, pero divertido. Es nuestro secreto, de todas formas...

Gracias. Sabes, yo realmente no...

Ya sé.

Bueno, escucha, quiero hablar con Debra. ¿Está ahí?

No, está en el juzgado, transcribiendo.

¿Cuándo volverá?

Normalmente no vuelve a la oficina cuando va al juzgado. En caso de que lo haga, ¿quieres dejar algún mensaje?

No, Tessie, gracias.

Aquello lo jodió todo. Ni siquiera podía arreglar nada hablando. Estreñimiento confesional. Falta de comunicación. Tenía enemigos en las alturas.

Bebí otro vino. Me había preparado para aclarar las cosas y salir del embrollo. Ahora tenía que tragármelo entero. Me sentía cada vez peor. La depresión, el suicidio a menudo eran motivados por una falta de dieta adecuada. Pero yo había estado comiendo bien. Recordé los viejos tiempos, viviendo de una barra de caramelo al día, enviando relatos escritos a mano al Atlantic Monthly y a Harper's. En todo lo que pensaba era en comer. Si el cuerpo no se alimentaba, la mente también agonizaba. Pero ahora, en cambio, había estado comiendo condenadamente bien, y bebiendo buen vino. Eso quería decir que lo que ahora pensaba era probablemente lo cierto. Todo el mundo se imaginaba a sí mismo especial, privilegiado, excepcional. Hasta un viejo y feo jorobado regando un geranio en su porche. Yo me había imaginado a mí mismo especial porque había salido de las fábricas a los cincuenta años y me había hecho un poeta. Mierda caliente. Así que me cagaba en todo el mundo igual que todos los patrones y capataces se habían cagado en mí cuando estaba indefenso. Al final venía a ser lo mismo. Era un podrido y jodido borracho consentido con una fama muy menor.

Mi análisis no curó las quemaduras.

Sonó el teléfono. Era Sara.

Dijiste que telefonearías. ¿Qué ha ocurrido?

No estaba.

¿No estaba?

Está en el juzgado.

¿Qué vas a hacer?

Esperar y decírselo.

Muy bien.

No debería mezclarte en toda esta mierda.

No importa.

Quiero volver a verte.

¿Cuándo? ¿Después de la bailarina del vientre?

Bueno, sí.

¿Debo darte las gracias?

Te telefonearé...

De acuerdo. Te tendré los pañales preparados.

Me sumergí en el vino y esperé. Las 3, las 4, las 5. Finalmente me acordé de vestirme. Estaba sentado con una copa en la mano cuando llegó el coche de Debra. Aguardé. Ella abrió la puerta. Llevaba una bolsa con alimentos. Tenía muy buen aspecto.

¡Hola! —dijo—. ¿Cómo está mi ex pelele?

Fui hasta ella y la abracé. Empecé a temblar y a llorar.

¿Hank, qué pasa?

Debra dejó caer la bolsa en el suelo. Nuestra cena. La abracé con más fuerza. Sollozaba. Las lágrimas caían como vino. No podía parar. Parte de mí estaba allí, la otra parte quería salir corriendo.

¿Hank, qué es esto?

No puedo estar contigo el Día de Acción de Gracias.

¿Por qué? ¿Por qué? ¿Qué problema hay?

El problema es que yo soy ¡UNA GIGANTESCA MASA DE MIERDA!

Mi culpa se clavó más en mí y tuve un espasmo. Algo me dolía horriblemente.

Una bailarina del vientre viene desde Canadá a pasar el Día de Acción de Gracias conmigo.

¿Una bailarina del vientre?

Sí.

¿Es hermosa?

Sí, lo es. Lo siento, lo siento...

Debra me apartó de un empujón.

Deja que guarde la compra.

Cogió la bolsa y entró en la cocina. Oí la puerta de la nevera abrirse y cerrarse.

Debra —dije—, me voy.

No se oyó nada en la cocina. Abrí la puerta y salí. El Volks arrancó. Encendí la radio, puse las luces y conduje rumbo a Los Ángeles.

94

En la noche del miércoles me encontraba en el aeropuerto esperando a Iris. Me senté y contemplé a las mujeres. Ninguna de ellas, excepto una o dos tenían tan buen cuerpo como Iris. Había algo que no marchaba bien en mí: tenía una verdadera obsesión sexual. Me imaginaba estando en la cama con cada mujer que veía. Era una interesante manera de pasar el tiempo de espera en un aeropuerto. Mujeres: me gustaban los colores de sus ropas, su manera de andar, la crueldad de algunos rostros, de vez en cuando la belleza casi pura de una cara, total y encantadoramente femenina. Estaban por encima de nosotros, planeaban mejor y se organizaban mejor. Mientras los hombres veían el fútbol o bebían cerveza o jugaban a los bolos, ellas, las mujeres, pensaban en nosotros, concentrándose, estudiando, decidiendo, si aceptarnos, descartarnos, cambiarnos, matarnos o simplemente abandonarnos. Al final no importaba, hicieran lo que hicieran, acabábamos locos y solos.

Había comprado para Iris y para mí un pavo descomunal. Estaba en mi fregadero, asomando las patas. Día de Acción de Gracias. Probaba que habías sobrevivido otro año con sus guerras, inflación, desempleo, contaminación, presidentes. Era un gran revoltijo neurótico de clanes: borrachos escandalosos, abuelas, hermanas, tías, niños chillones, futuros suicidas. Y no hay que olvidarse de la indigestión. Yo no era diferente de los demás. Allí estaba el enorme pavo apalancado en mi fregadero, muerto, decapitado, totalmente destripado. Iris lo iba a asar para mí.

Había recibido una carta por correo aquella tarde. La saqué de mi bolsillo y la releí. Estaba remitida desde Berkeley.



Querido señor Chinaski:

Usted no me conoce pero soy una zorra atractiva. He salido con marineros y un conductor de camión, pero no me satisfacían. Quiero decir que jodíamos y luego nada más. No hay sustancia en esos hijos de puta. Tengo 22 años y una hija de 5, Aster. Vivo con un tío, pero no hay sexo, sólo vivimos juntos. Se llama Rex. Me gustaría ir a verle. Mi madre podría cuidar de Aster. Adjunto una foto mía. Escríbame si le parece bien. He leído algunos de sus libros. Son difíciles de encontrar en las librerías. Lo que me gusta de sus libros es que son fáciles de entender. Y también son divertidos.

Un abrazo

Tanya



Entonces llegó el avión de Iris. Fui a la ventana y la vi bajar. Tenía buena pinta. Se había recorrido todo el camino desde Canadá para verme. Llevaba una maleta. La saludé con la mano mientras entraba con los otros. Pasó la aduana y luego vino hacia mí. Nos besamos y se me empalmó un poco. Llevaba un vestido azul, práctico y ajustado, tacones altos y un pequeño sombrero coronando su cabeza. Era raro ver a una mujer con faldas. Todas las mujeres de Los Ángeles llevaban continuamente pantalones...

Como no teníamos que esperar su equipaje fuimos derecho a mi casa. Aparqué delante y entramos por el patio juntos. Se sentó en el sofá mientras yo le preparaba una copa. Iris miró mi biblioteca casera.

¿Has escrito todos esos libros?

Sí.

No tenía idea de que hubieses escrito tantos.

Los escribí.

¿Cuántos?

No sé. Veinte, veinticinco...

La besé, pasándole un brazo por la cintura, atrayéndomela. La otra mano la puse en su rodilla.

Sonó el teléfono. Me levanté y lo cogí.

¿Hank? —Era Valerie.

¿Sí?

¿Quién era ésa?

¿Quién era quién?

Aquella chica...

Oh, es una amiga de Canadá.

¡Hank, tú y tus malditas mujeres!

Sí.

Bobby quiere saber si tú y...

Iris.

Quiere saber si Iris y tú queréis venir a tomar una copa.

Esta noche no. Tengo cosas que hacer.

¡Esa chica tiene todo un cuerpo!

Lo sé.

Está bien, quizás mañana.

Quizás...



Colgué pensando que a Valerie probablemente también le gustaban las mujeres. Bueno, eso estaba bien.

Serví dos copas más.

¿A cuántas mujeres has esperado en aeropuertos? —me preguntó Iris.

No tantas como crees.

¿Has perdido la cuenta? ¿Cómo con tus libros?

Las matemáticas son uno de mis puntos más débiles.

¿Te gusta encontrarte con las mujeres en los aeropuertos?

Sí. —No recordaba que Iris fuera tan habladora.

¡Eres un cerdo! —Se rió.

Nuestra primera pelea. ¿Tuviste un buen vuelo?

Iba sentada al lado de un pelmazo. Cometí el error de dejar que me invitara a una copa. Me comió la oreja de tanto hablar.

Sólo estaba excitado. Eres una mujer sexy.

¿Es todo lo que ves en mí?

Por lo pronto veo mucho de eso. Tal vez vea otras cosas más adelante.

¿Por qué quieres tantas mujeres?

Es por culpa de mi niñez, sabes. Sin amor, sin afecto. Y en mi juventud tampoco tuve gran cosa. Estoy jugando a una especie de recuperación...

¿Sabrás cuándo habrás recuperado todo?

Me parece que por lo menos necesito toda otra vida.

¡Estás lleno de mierda!

Me reí.

Por eso escribo.

Me voy a dar una ducha y cambiarme.

Como quieras.

Fui a la cocina y levanté el pavo. Vi sus patas, su pelo púbico, su agujero, sus muslos; allí estaba. Me gustó que no tuviera ojos. Bueno, haríamos algo con aquella cosa. Ese era el siguiente paso. Oí la cadena del water. Si Iris no quería asarlo, lo asaría yo.

Cuando era joven, estaba deprimido todo el tiempo. Pero el suicidio ya no me parecía una posibilidad en mi vida. A mi edad quedaba ya muy poco que matar. Era bueno ser viejo, no importaba lo que dijeran. Era razonable que un hombre tuviera que llegar a los cincuenta años para escribir con un mínimo de claridad. Cuantos más ríos cruzabas, más sabías de ríos, es decir si sobrevivías a las turbulencias y a las rocas ocultas. Podía ser algo duro, a veces.

Iris salió. Llevaba puesto un vestido de una pieza azul y negro que parecía de seda. No era la típica chica americana, gustosa de apariencias desmesuradas. Ella era una mujer total, pero no te lo lanzaba a la cara. Las mujeres americanas llevaban aparatosas vestimentas que acababan haciéndolas parecer aún peor. Las únicas chicas americanas con naturalidad que quedaban estaban sobre todo en Texas y Louisiana.

Iris me sonrió. Tenía algo en cada mano. Alzó las manos por encima de la cabeza y empezó a hacer sonidos castañeantes. Empezó a bailar. O, aun más exactamente, a vibrar. Era como si estuviese siendo sacudida por corrientes eléctricas en el centro de su alma y que ese centro estuviese en su ombligo. Era encantador y puro, con el toque exacto de humor. La danza entera, mientras no apartaba los ojos de mí, tenía su propio significado, un extraordinario sentido de su propio valor.

Acabó y yo aplaudí, le serví una copa.

Pudo haber quedado mejor —dijo—. Se necesita un traje y música.

Me ha gustado mucho.

Iba a traer una cinta con la música, pero sabía que no tenías aparato.

En efecto, de todos modos fue fabuloso.

Le di un beso cariñoso.

¿Por qué no te vienes a vivir a Los Ángeles? —le pregunté.

Todas mis raíces están en el Noroeste. Me gusta. Mis padres. Mis amigos. Todo está allí ¿comprendes?

Sí.

¿Por qué no te vienes a Vancouver? Allá podrías escribir.

Supongo que podría. Podría escribir hasta en la cima de un iceberg.

Deberías intentarlo.

¿El qué?

Vancouver.

Ya lo intentó Malcolm Lowry. Se le incendió la casa.

Hay muchas casas.

¿Qué pensaría tu padre?

¿De qué?

De nosotros.

95

El Día de Acción de Gracias, Iris preparó el pavo y lo metió en el horno. Bobby y Valerie vinieron a tomar unas copas, pero no se quedaron mucho tiempo. Era refrescante. Iris llevaba otro vestido, tan fascinante como el otro.

Sabes —dijo—, no he traído bastante ropa. Mañana voy a ir con Valerie a comprar a Frederick's. Voy a comprar unos zapatos realmente matadores. Te gustarán.

Ya lo creo.

Entré en el baño. Había escondido la foto que me había enviado Tanya en el armario de las medicinas. Tenía el vestido levantado y no llevaba bragas. Se le podía ver el coño. Era una zorra atractiva.

Cuando salí, Iris estaba lavando algo en el fregadero. La agarré por detrás, le di la vuelta y la besé.

¡Eres un perro viejo cachondón! —me dijo.

¡Te voy a hacer sufrir esta noche, querida!

¡Sí, por favor!

Bebimos toda la tarde, luego atacamos el pavo hacia las cinco o las seis. La comida nos sobró. Una hora más tarde empezamos otra vez a beber. Nos fuimos temprano a la cama, hacia las diez. No tuve ningún problema. Estaba lo bastante sobrio para pegar una buena cabalgada. En el momento que empecé a dar caderazos supe que lo iba a conseguir. No traté de complacer particularmente a Iris. Sólo fui adelante y le pegué un polvo de caballo a la antigua. La cama botaba y ella se contorsionaba. Luego empezó a gemir. Frené un poco, luego embestí como un descosido y la hendí. Pareció que llegaba al clímax conmigo. Claro que un hombre nunca podía saber. Me eché a un lado. Siempre me había gustado el jamón canadiense.



Al día siguiente vino Valerie y se fue con Iris a comprar a Frederick's, el templo de las fantasías eróticas. El correo llegó una hora más tarde. Venía otra carta de Tanya. Era más intimista.



Henry, querido...

Iba andando por la calle hoy y estos tíos me silbaron. Pasé a su lado sin hacerles caso. Los que más odio son los lavacoches. Te gritan cosas y sacan la lengua como si realmente pudieran hacer algo con ella, pero no hay un solo hombre entre ellos que pueda hacer nada. Tú lo sabes.

Ayer fui a esta tienda de ropa a comprar unos pantalones para Rex. Rex me había dado el dinero. Es incapaz de comprar sus cosas. Es algo que aborrece. Así que fui a esta tienda de ropa para hombre y cogí un par de pantalones. Había allí dos tíos de mediana edad y uno de ellos era el sarcasmo en persona. Mientras estaba eligiendo los pantalones se acercó, me cogió la mano y la puso en su polla. Le dije: «Eso es todo lo que tienes? ¡Vaya mierdecita!». Se rió y dijo algo inteligente. Encontré un bonito par de pantalones para Rex, verdes con rayas blancas. A Rex le gusta el verde. Entonces viene el tío este y me dice, «Vente a uno de los probadores». Bueno, sabes, los tíos sarcásticos siempre me han fascinado, así que entré en el probador con él. El otro tío nos vio entrar. Comenzamos a besarnos y él se abrió la bragueta. Se le empalmó y me puso la mano en ella. Seguimos besándonos y él me subió el vestido y miró mis bragas en el espejo. Jugaba con mi culo. Pero su polla nunca se puso dura de verdad, sólo a medias, y así se quedó. Le dije que se dejara de bobadas. Salió del probador con la polla fuera y se la guardó enfrente del otro tío. Estaban riéndose. Yo salí y pagué los pantalones. Me los envolvió. «Dile a tu marido que escogiste los pantalones en el probador». Se rió. «¡No eres más que un jodido marica!» le dije, «¡y tu compadre no es más que otro jodido marica!». Y lo eran. Casi todos los hombres son unos maricas ahora. Es muy difícil para una mujer. Yo tenía una amiga que se casó con un tío y un día volvió a casa y se lo encontró con otro hombre en la cama. No es extraño que todas las chicas tengan que estar comprando vibradores estos días. Es una jodida mierda. Bueno, escríbeme. Un beso,

Tanya



Querida Tanya:

He recibido tus cartas y tu foto. Estoy sentado aquí solo después del Día de Acción de Gracias. Estoy con resaca. Me gusta tu foto. ¿Tienes más?

¿Has leído alguna vez a Celine? Me refiero al Viaje al fin de la noche. Después de aquello perdió los estribos y se volvió majareta, insultando a sus editores y lectores. Fue verdaderamente una pena. Su mente se disparó. Creo que llegó a ser un buen doctor. O quizás no. Tal vez su corazón no estuviese en ello. Quizás matase a sus pacientes. Eso hubiera hecho una buena novela. Muchos doctores lo hacen. Te dan una pastilla y te mandan a la calle de nuevo. Necesitan dinero para pagar lo que su educación les costó. Así que abarrotan sus salas de espera y despachan a los clientes de cualquier manera. Te pesan, toman tu presión sanguínea, te dan una píldora y te mandan a casa sintiéndote aún peor. Un dentista se quedará con los ahorros de toda tu vida, pero al menos hace algo por tus dientes.

De cualquier modo, todavía escribo y me las arreglo para pagar el alquiler. Encuentro tus cartas interesantes. ¿Quién te hizo la foto sin bragas? Un buen amigo, sin duda. ¿Rex? Verás ¡me estoy poniendo celoso! Es una buena señal ¿no? Llamémoslo interés. O curiosidad...

Vigilaré el buzón. ¿Habrá más fotos?

Tuyo, sí, sí,

Henry



Se abrió la puerta y entró Iris. Quité la hoja de la máquina de escribir y la puse boca abajo.

¡Oh, Hank! ¡Me he comprado los zapatos de puta!

¡Magnífico! ¡Magnífico!

¡Me los voy a poner para ti! ¡Seguro que te encantan!

¡Hazlo, nena!

Iris entró en el dormitorio. Cogí la carta de Tanya y la escondí bajo un taco de papeles.

Salió Iris. Los zapatos eran de un rojo brillante con unos tacones viciosamente altos. Parecía una de las mayores putas de todos los tiempos. No tenían respaldo de talón y se le podía ver todo el pie a través del material transparente. Iris caminó de un lado a otro. Tenía un cuerpo aún más provocativo, y el culo se convertía en una de las maravillas de la tierra, caminando sobre esos zapatos se elevaba a alturas celestiales. Era enloquecedor. Se paró y me miró por encima del hombro, sonriendo. ¡Qué maravillosa hinchapollas! Tenía más cadera, más culo, más pantorrilla que nadie que pudiera yo recordar! Corrí a servir dos copas. Iris se sentó y cruzó altas las piernas. Se sentó enfrente mío. Los milagros en mi vida seguían ocurriendo. No podía comprenderlo.

Tenía la polla dura, palpitante, pugnando por reventar mis pantalones.

Sabes lo que le gusta a un hombre —le dije.

Acabamos nuestra bebida. La llevé de la mano al dormitorio. La eché en la cama. Le subí el vestido y le bajé las bragas. Era un trabajo difícil. Se enganchaban en un zapato, con uno de los tacones, pero finalmente se las quité. Su vestido todavía cubría sus caderas. Levanté su culo y subí más el vestido. Ya estaba húmeda. Lo sentí con mis dedos. Iris estaba casi siempre húmeda, casi siempre a punto. Era totalmente disfrutable. Llevaba unas largas medias de nylon con ligas azules decoradas con rosas rojas.

Emplacé mi vara en la humedad. Sus piernas estaban levantadas en el aire y mientras la acariciaba veía aquellos zapatos de zorra en sus pies, con tacones rojos afilados como punzones. Iris estaba lista para otra jodida de caballo a la antigua. El amor era para los que tocaban la guitarra, católicos y locos del ajedrez. Aquella perra con sus zapatos rojos y largas medias, se merecía lo que iba a recibir de mí. Traté de rajarla, de partirla en dos. Contemplaba aquella extraña cara medio india a la suave luz del sol que se filtraba por las cortinas. Era como un asesinato. La tenía. No tenía escapada. La empalé rugiendo, llegando casi hasta su cabeza y partiéndola por la mitad.

Me sorprendió que pudiera levantarse sonriendo e irse al baño. Casi parecía feliz. Se le habían caído los zapatos y estaban tirados a un lado de la cama. Mi polla todavía estaba dura. Cogí uno de los zapatos y pasé mi polla por él. Era de puta madre. Luego lo dejé en el suelo. Mientras Iris salía del baño, todavía sonriendo, mi polla se bajó.

96

No ocurrió mucho más durante el resto de su estancia. Bebimos, comimos, jodimos. No hubo peleas. Dábamos largos paseos por la costa, comíamos en chiringuitos de marisco. No me preocupaba de escribir. Había momentos en que era mejor mantenerse apartado de la máquina. Un buen escritor sabía cuándo no escribir. Cualquiera podía mecanografiar. Yo no sólo era un buen mecanógrafo; también sabía hablar y conocía la gramática. Pero sabía cuándo no escribir. Era igual que joder. Tenías que descansar de vez en cuando. Tenía un viejo amigo que a veces me escribía cartas, Jimmy Shannon. Escribía seis novelas al año, todas sobre incesto. No era de extrañar que se muriera de hambre. Mi problema es que no sabía dejar descansar mi polla igual que mi máquina de escribir. Eso sólo sucedía porque las mujeres eran algo que se conseguía por rachas imprevisibles, así que tenías que conseguir el mayor número posible antes de que algún otro lo hiciese. Creo que el hecho de que yo dejara de escribir durante diez años fue una de las cosas más afortunadas que podían haberme ocurrido. (Supongo que algunos críticos dirán que fue una de las cosas más afortunadas que pudieron ocurrirles también a los lectores.) Diez años de descanso para ambas partes. ¿Qué ocurriría si dejara de beber durante diez años?



Llegó el día de dejar a Iris Duarte en el avión de regreso. Era un vuelo matinal, lo cual lo hizo difícil. Yo estaba acostumbrado a levantarme después del mediodía; era un buen remedio para las resacas y me haría vivir cinco años más. No sentía tristeza mientras la llevaba al aeropuerto. El sexo había estado de puta madre; nos habíamos reído. Difícilmente podía recordar una temporada más cabal, ninguno de los dos exigía nada y sin embargo había habido un calor tierno, no había sido algo falto de sentimiento, carne muerta acoplada con carne muerta. Detestaba tipos así de relaciones, el tipo de relaciones sexuales de Los Ángeles, Hollywood, Bel Air, Malibu, Laguna Beach. Extraños al conocerse, extraños al despedirse. Un gimnasio de cuerpos innominados masturbándose mutuamente. La gente amoral suele considerarse más libre, pero a menudo carecen de la capacidad de sentir o de amar. Así que se hacían swingers. Los muertos jodiendo con los muertos. No había juego ni humor en su práctica, era una cópula de cadáveres. La moral era restrictiva, pero estaba afianzada en la experiencia humana a través de los siglos. Algunas morales tendían a mantener a los hombres esclavizados en fábricas, en iglesias y fieles al estado. Otras morales simplemente tenían buen sentido. Era como un jardín lleno de frutas venenosas y frutas buenas. Tenías que saber cuál escoger y comer y cuál abandonar.



Mi experiencia con Iris había sido deliciosa y plena, aunque yo no estaba enamorado de ella ni ella de mí. Era fácil preocuparse y difícil no preocuparse. Yo me preocupaba. Nos sentamos en el Volks en la planta más alta del aparcamiento. Teníamos algo de tiempo. Tenía la radio encendida. Brahms.

¿Te volveré a ver? —le pregunté.

Creo que no.

¿Quieres una copa en el bar?

Me has convertido en una alcohólica, Hank. Estoy tan débil que apenas puedo caminar.

¿Sólo por la bebida?

No.

Entonces vamos a tomar una copa.

¡Beber, beber, beber! ¿Es eso en todo lo que puedes pensar?

No, pero es una buena manera de pasar momentos como éste.

¿No puedes plantarles cara a las cosas?

Puedo, pero prefiero no hacerlo.

Eso es escapismo.

Todo lo es: jugar al golf, dormir, comer, andar, discutir, correr, respirar, joder...

¿Joder?

Mira, estamos hablando como niños de colegio. Vamos a ver tu vuelo.

No estaba yendo bien. Yo quería besarla, pero sentía su reserva. Un muro. Iris no se sentía bien, lo vi, y yo tampoco.

De acuerdo —dijo ella—, iremos a comprobar mi vuelo y luego tomaremos una copa en el bar. Después me iré volando para siempre: llanamente, sencillamente, sin sufrimientos.

¡Está bien! —dije yo.

Y así fue.



Camino de vuelta: Por el Bulevar Century, bajando a Crenshaw, subiendo por la octava Avenida, luego por Arlington hacia Wilton. Decidí parar en mi lavandería y me fui a la derecha por el Bulevar Beverly. Entré en el patio que había detrás de Limpiezas Silverette y aparqué el Volks. Mientras lo hacía pasó una joven negra con un vestido rojo. Tenía un movimiento maravilloso de culo y una forma de andar aún más maravillosa. Entonces el edificio me tapó la vista. Aquella chica sabía moverse; era como si la vida les diese a unas pocas mujeres una gracia especial que restase a las otras. Ella tenía este tipo de gracia indescriptible.

Salí tras ella y la contemplé por detrás. La vi volver la cabeza y mirarme. Entonces se quedó parada, observándome por encima del hombro. Entré en la lavandería. Cuando salí con mis cosas, ella estaba parada junto a mi Volks. Lo metí todo en el asiento de atrás. Luego me fui a meter en el asiento del conductor. Ella se quedó parada delante mío. Tendría unos 27 años con una cara redonda e impasible. Estábamos los dos muy cerca.

Te he visto mirándome. ¿Por qué me mirabas?

Te pido disculpas. No quería ofender.

Quiero saber por qué me mirabas. Me estabas atravesando con la mirada.

Mira, eres una hermosa mujer con un hermoso cuerpo. Te he visto pasar y te miré. No pude remediarlo.

¿Quieres una cita para esta noche?

Bueno, eso sería magnífico, pero tengo un compromiso. Tengo cosas que hacer.

La rodeé y me metí en el coche. Ella se fue. Mientras lo hacía la oí murmurar, «Zopenco rijoso».



Abrí el correo. Nada. Necesitaba reestructurarme. Había perdido algo que necesitaba. Miré en la nevera. Nada. Salí, monté en el Volks y conduje hasta el Elefante Azul, una tienda de licores. Compré una botella de Smirnoff y algo de 7-Up. Mientras volvía hacia mi casa, por el camino me acordé de que me había olvidado los cigarrillos.

Bajé por Western Avenue, giré a la izquierda en Hollywood Bulevar y luego a la derecha en Serrano. Buscaba un estanco para comprar tabaco. Justo en la esquina de Serrano con Sunset estaba otra chica negra, una alta mulata con zapatos negros de tacón alto y una minifalda. Mientras estaba allí parada con su minifalda pude ver un atisbo de bragas azules. Empezó a caminar y yo conduje a su lado. Pretendió no darse cuenta de mi presencia.

¡Hey, nena!

Se paró. Yo pegué el coche al bordillo. Ella se acercó.

¿Cómo estás? —le pregunté.

Muy bien.

¿Eres de fiar?

¿Qué quieres decir?

Me refiero —dije — a que, ¿cómo puedo saber que no eres policía?

¿Cómo puedo yo saber que no eres policía?

Mírame a la cara, ¿tengo pinta de policía?

Está bien —dijo ella—, pasa la esquina y aparca. Yo acudo allí.

Doblé la esquina y aparqué enfrente del bar de sandwiches del señor Famous. Ella abrió la puerta y entró.

¿Qué es lo que quieres? —me preguntó. Tendría treintaitantos años, un gran diente de oro adornaba el centro de su sonrisa. Nunca le faltaría dinero.

Mamada —dije.

Veinte dólares.

De acuerdo. Vámonos.

Sube por la avenida Oeste hacia Franklin, dobla a la izquierda, ve a Harvard y gira a la derecha.

Cuando llegamos a Harvard no había sitio para aparcar. Finalmente dejé el coche en zona roja y salimos.

Sígueme —dijo.

Era un cochambroso edificio de muchos pisos. Justo antes de llegar al vestíbulo, se fue a la derecha y la seguí por una escalera de cemento, contemplando su culo. Era extraño, pero todo el mundo tenía un culo. Era casi triste. Pero yo no quería su culo. Bajamos por una rampa y luego subimos por otras escaleras de cemento. Estábamos utilizando una especie de salida de incendio en vez del ascensor. Yo no tenía la menor idea de sus razones para hacer una cosa así. Pero necesitaba el ejercicio, si quería llegar a escribir gruesas novelas en mi vejez, como Knut Hamsun.

Finalmente llegamos a su apartamento y ella sacó la llave. La agarré de la mano.

Espera un momento —le dije.

¿Qué pasa?

¿Tienes ahí dentro a un par de negrazos bastardos que me van a hacer picadillo y dejarme tirado en algún callejón?

No, no hay nadie aquí. Vivo con una amiga y no está en casa. Trabaja en los almacenes Broadway.

Dame la llave.

Abrí lentamente la puerta y luego le di una patada. Miré dentro. Llevaba mi navaja pero no la saqué. Ella cerró la puerta tras de mí.

Vamos al dormitorio —dijo.

Espera un momento...

Abrí bruscamente la puerta de un armario y miré entre la ropa. Nada.

¿Qué gilipolleces estás haciendo, tío?

¡Yo no hago gilipolleces!

Ay, la virgen...

Corrí dentro del baño y aparté de un manotazo la cortina de la ducha. Nada. Entré en la cocina y corrí la cortina de plástico que había debajo del fregadero. Sólo un mugriento cubo de basura. Examiné el otro dormitorio y el armario del mismo. Miré bajo la cama doble: una botella vacía de cerveza. Salí.

Ven aquí —dijo ella.

Era un pequeño dormitorio, una mínima alcoba. Sábanas sucias. La manta en el suelo. Me abrí la bragueta y la saqué.

20 dólares —dijo ella.

¡Pon tus labios en esta trompeta! ¡Déjala seca!

20 dólares.

Ya sé el precio. Gánatelo. Exprímeme los huevos.

20 dólares por anticipado...

¿Ah, sí? Te doy los veinte y ¿cómo sé que no llamarás a gritos a la policía? ¿Cómo sé que tu hermanito de dos metros que juega al baloncesto no va a venir con su navaja?

20 dólares, y no te preocupes. Te la chuparé. Te la chuparé bien.

No confío en ti, zorra.

Me abroché los pantalones y salí de allí corriendo, bajando por todos los escalones de cemento. Llegué al final, subí de un salto en el Volks y regresé a mi casa.



Comencé a beber. Mis estrellas no estaban en buen orden.

Sonó el teléfono. Era Bobby.

¿Dejaste a Iris en el avión?

Sí, Bobby, y quiero darte las gracias por mantener tus manos fuera por una vez.

Mira, Hank, eso es una obsesión tuya. Eres viejo y te traes a todas estas chicas jóvenes, entonces te pones nervioso cuando aparece un gato joven. Pierdes el culo.

Incertidumbre personal... falta de confianza en mí mismo ¿verdad?

Bueno...

Está bien, Bobby.

De cualquier manera, Valerie quería saber si te apetece venir a tomar una copa.

¿Por qué no?



Bobby tenía algo de chocolate malo, realmente malo. Nos lo fuimos pasando. Tenía muchas cintas nuevas para el estéreo. También tenía a mi cantante favorito, Randy Newman, y lo puso, pero sólo a medio volumen por exigencia mía.

Así que escuchamos a Randy y fumamos y entonces Valerie nos hizo un desfile de modas. Tenía una docena de conjuntos sexy de Frederick's, y por lo menos 30 pares de zapatos colgando detrás de la puerta del baño.

Salió balanceándose sobre unos tacones de quince centímetros. Apenas podía andar. Navegó por toda la habitación, en equilibrio sobre los tacones. Su culo se meneaba y sus pequeños pezones se erguían endurecidos a través de su blusa transparente. Llevaba una fina cadena de oro alrededor del tobillo. Se contoneaba y nos miraba, haciendo algunos encantadores movimientos sexuales.

Cristo —dijo Bobby—, ¡oh... Cristo!

¡Santa María la hostia madre de Dios! —dije yo.

Al pasar Valerie a mi lado la agarré del culo. Estaba por fin vivo, me sentía extraordinariamente bien. Valerie entró en el baño para hacer un cambio de vestido.

Cada vez que salía, Valerie tenía mejor pinta, enloquecedora, enfurecedora. Todo el proceso se estaba aproximando a un clímax.

Bebimos y fumamos y Valerie continuó saliendo con nuevas cosas. Un infierno de espectáculo.

Se sentó en mi regazo y Bobby tiró algunas fotos.

Siguió la noche. Entonces miré a mi alrededor y Valerie y Bobby habían desaparecido. Entré en el dormitorio y vi a Valerie en la cama, desnuda a excepción de sus zapatos de alto tacón. Su cuerpo era firme y esbelto.

Bobby estaba todavía vestido y estaba chupando los pechos de Valerie, pasando del uno al otro. Los pezones estaban alzados.

Bobby me miró.

Eh, viejo, te he oído presumir muchas veces de cómo comes coños. ¿Qué te parece esto?

Bobby se bajó y abrió las piernas de Valerie. Sus pelos del coño eran largos, rizados y enredados. Bobby empezó a lamer el clítoris. Era bastante bueno, pero le faltaba espíritu.

Espera un momento, Bobby, no lo estás haciendo bien. Déjame que te enseñe.

Bajé allí. Empecé desde lejos y me fui acercando. Entonces lo agarré bien. Valerie respondió. Demasiado. Me agarró la cabeza con sus piernas y no me dejaba respirar. Me apretaba las orejas. Aparté la cabeza de allí.

Bueno, Bobby, ¿has visto?

Bobby no contestó. Se dio la vuelta y entró en el baño. Yo estaba descalzo y sin pantalones. Me gustaba enseñar las piernas cuando bebía. Valerie se incorporó y me echó en la cama. Se inclinó y me tomó la polla con la boca. No era muy buena comparada con la mayoría. Comenzó con el viejo bombeo de cabeza y poco más tenía que ofrecer aparte de eso. Trabajó largo rato y yo vi que no lo iba a conseguir. Le aparté la cabeza, la puse en la almohada y la besé. Luego la monté. Había pegado unas 8 o 10 sacudidas cuando oí a Bobby detrás nuestro.

Tío, quiero que te vayas.

¿Qué coño pasa, Bobby?

Quiero que vuelvas a tu casa.

Me aparté, me levanté, salí a la sala y me puse mis pantalones y zapatos.

Eh, señor sangre fría —le dije a Bobby—, ¿qué te ocurre?

Sólo quiero que te vayas de aquí.

Muy bien, muy bien...

Volví a mi casa. Parecía que hubiera pasado mucho tiempo desde que había dejado a Iris Duarte en el avión. Debía haber llegado ya a Vancouver a estas alturas. Mierda, Iris Duarte, buenas noches.

97

Recibí una carta en el correo. Estaba remitida desde Hollywood.



Querido Chinaski:

He leído casi todos tus libros. Trabajo de mecanógrafa en un sitio de la avenida Cherokee. He colgado tu foto junto a mi escritorio. Es un cartel de una de tus lecturas. La gente me pregunta «¿Quién es ése?» y yo les digo, «Mi novio» y ellos dicen, «¡Dios mío!».

Le dejé a mi jefe uno de tus libros de relatos. La bestia con tres piernas y me dijo que no le había gustado. Dijo que no sabías escribir. Dijo que era mierda barata. Se enfadó mucho.

De cualquier manera, a mí me gustan tus cosas y me gustaría conocerte. Dicen que soy bonita y bien formada. ¿Te gustaría conocerme?

Con amor.

Valencia



Dejaba dos números de teléfono, uno del trabajo y otro de casa. Eran las dos y media de la tarde. Marqué el número del trabajo.

¿Sí? —respondió una voz de mujer.

¿Está Valencia?

Yo soy Valencia.

Soy Chinaski. Recibí tu carta.

Pensé que llamarías.

Tienes una voz sexy —le dije.

Tú también.

¿Cuándo puedo verte?

Bueno, esta noche no tengo nada que hacer.

Bien, ¿entonces esta noche?

De acuerdo. Te veré después del trabajo. Nos podemos encontrar en un bar del Bulevar Cahuenga, el Foxhole, ¿sabes dónde está?

Sí.

Entonces te veré a las seis...

Llegué y aparqué a la puerta del Foxhole. Encendí un cigarrillo y me quedé un rato sentado. Luego salí y entré en el bar. ¿Cuál era Valencia? Me quedé allí parado y nadie me dijo nada. Me acerqué a la barra y pedí un vodka-7 doble. Entonces oí mi nombre.

¿Henry?

Miré a mi alrededor y allí estaba una rubia sola en un rincón. Cogí mi bebida y fui a sentarme. Tendría unos 38 años y no estaba tan bien formada. Estaba un poco gorda. Sus tetas eran muy grandes, pero le caían fláccidas. Tenía pelo corto rubio. Estaba hecha pesadamente y parecía cansada. Llevaba pantalones, blusa y botas. Ojos azul pálido. Muchas pulseras en cada brazo. Su cara no revelaba nada, aunque puede que alguna vez hubiera sido hermosa.

Ha sido realmente un jodido día miserable —me dijo—, he escrito a máquina hasta romperme el culo.

Podemos salir otra noche cuando te sientas mejor —me apresuré a decirle.

Oh, mierda, no hay problema. Otra copa y me quedaré como una rosa.

Valencia se volvió hacia la camarera.

Otro vino.

Bebía vino blanco.

¿Cómo te va la literatura? —me preguntó—. ¿Has sacado nuevos libros?

No, pero estoy trabajando en una novela.

¿Cómo se va a llamar?

Todavía no tiene título.

¿Va a ser buena?

No sé.

Ninguno de los dos dijo nada durante un rato. Yo acabé mi vodka y pedí otro. Valencia simplemente no era mi tipo en ningún sentido. Me desagradaba. Hay gente así, a la que nada más conocerlas ya desprecias.

Hay una chica japonesa donde trabajo que hace todo lo posible para que me despidan. Yo lo tengo arreglado con el jefe, pero esta perra me hace insoportable la vida. Algún día le voy a dar una patada en el culo.

¿De dónde eres?

De Chicago.

No me gusta Chicago.

A mí sí.

Acabé mi bebida, ella la suya. Valencia me pasó su cuenta.

¿Te importa pagar esto? También me tomé una ensalada de gambas.



Saqué las llaves para abrir el coche.

¿Este es tu coche?

Sí.

¿Esperas que yo monte en un coche como éste?

Mira, si no quieres montar, no montes.

Valencia subió. Sacó su espejo y empezó a maquillarse la cara mientras conducíamos. Mi casa no estaba muy lejos. Aparqué.

Al entrar dijo:

Este sitio está hecho una guarrada. Necesitas a alguien que o arregle.

Saqué el vodka y el 7-Up y preparé dos copas. Valencia se quitó las botas.

¿Dónde está tu máquina de escribir?

En la mesa de la cocina.

¿No tienes un escritorio? Yo pensé que los escritores tenían escritorios.

Algunos no tienen ni siquiera mesas de cocina.

¿Has estado casado?

Una vez.

¿Qué es lo que fue mal?

Empezamos a odiarnos mutuamente.

Yo he estado casada cuatro veces. Todavía veo a mis ex maridos. Somos amigos.

Bebe.

Pareces nervioso.

Estoy bien.

Valencia acabó su bebida, luego se estiró en el sofá. Puso la cabeza sobre mi hombro. Yo empecé a acariciar su pelo. Le serví otra copa y volví a acariciar su pelo. Podía mirar dentro de su blusa y verle las tetas. Me incliné y le di un largo beso. Su lengua asaeteó mi boca. La odiaba. Se me empezó a empalmar la polla. Nos besamos otra vez y le metí mano por dentro de la blusa.

Sabía que te conocería algún día —me dijo.

La besé otra vez, en esta ocasión con cierto salvajismo. Sintió mi polla contra su cabeza.

¡Eh! —dijo.

No es nada.

Y un carajo. ¿Qué quieres hacer?

No sé.

Yo sí sé.



Valencia se levantó y fue al baño. Cuando salió estaba desnuda. Se metió bajo las sábanas. Yo me tomé otra copa, luego me desvestí y me metí en la cama. Aparté las sábanas. Vaya tetas descomunales. La mitad de ella eran tetas. Agarré una con mi mano lo mejor que pude y chupé el pezón. No respondió. Agarré las dos. Metí mi polla en medio. Los pezones seguían blandos. Acerqué mi polla a su boca y ella apartó la cara. Pensé en quemarle el culo con un cigarrillo. Vaya una masa de carne. Una buscona venida a menos. Las putas normalmente me ponían cachondo. Mi polla estaba dura pero mi espíritu no estaba en ello.

¿Eres judía? —le pregunté.

No.

Pareces judía.

No lo soy.

Vives en el distrito Fairfax ¿no?

Sí.

¿Tus padres son judíos?

¿Oye, a qué viene toda esta mierda judía?

No te avergüences. Algunos de mis mejores amigos son judíos.

Manipulé sus tetas otra vez.

Pareces asustado. ¿Es que te acojonas?

Le meneé la polla en su cara.

¿Parece esto acojonado?

Es horrible. ¿De dónde has sacado todas esas venas?

Me gustan.

La agarré del pelo y apreté su cabeza contra la pared chupándole los dientes mientras miraba fijamente a sus ojos. Luego empecé a jugar con su coño. Le costaba lo suyo. Al final se abrió y metí mi dedo. Luego empecé con el clítoris. Luego la monté. Mi polla estaba dentro de ella. Estábamos follando. No tenía el menor deseo de complacerla. Valencia estrechaba bien el chocho, pero no respondía. No me importaba. Embestí una y otra vez. Un polvo más. Una investigación. No había sensación de violación de por medio. La pobreza y la ignorancia alimentaban su propia razón. Ella era mía. Éramos dos animales en el bosque y yo la estaba matando. Se estaba corriendo, la perra. La besé y sus labios estaban finalmente abiertos. Metí mi lengua. Las paredes azules nos contemplaban. Valencia empezó a hacer pequeños sonidos. Yo me derramé.



Cuando salió del baño, yo ya estaba vestido. Dos copas preparadas en la mesa. Las bebimos.

¿Cómo es que vives en el distrito de Fairfax?

Me gusta.

¿Te llevo a casa?

Si no te importa.



Vivía a dos manzanas al este de Fairfax.

Aquí está mi casa —dijo—, la de la puerta con persiana.

Parece un sitio agradable.

Lo es. ¿Quieres entrar un rato?

¿Tienes algo de beber?

¿Te gusta el jerez?

Cómo no...

Entramos. Había toallas en el suelo. Las metió de una patada bajo el sofá al pasar. Luego salió con jerez. Del malo.

¿Dónde está el baño? —le pregunté.

Tiré de la cadena para tapar el sonido, luego vomité el jerez. Tiré otra vez de la cadena y salí.

¿Otra copa? —me preguntó.

Venga.

Han venido los niños, por eso el sitio está hecho una leonera.

¿Tienes niños?

Sí, pero Sam se hace cargo de ellos.

Acabé mi bebida.

Bueno, mira, gracias por la copa. Debo irme.

De acuerdo. Ya tienes mi número de teléfono.

Vale.

Valencia me acompañó hasta la puerta. Nos besamos. Luego me encaminé hacia mi coche. Monté y me marché. Di la vuelta a la esquina, paré en doble fila, abrí la puerta y vomité la otra copa.

98

Veía a Sara cada tres o cuatro días, en su casa o la mía. Dormíamos juntos, pero no jodíamos. Llegábamos muy cerca, pero nunca pasábamos de ese punto. Los preceptos de Drayer Baba se mantenían con firmeza.

Decidimos pasar las fiestas juntos en mi casa, la Navidad y Año Nuevo.

Sara llegó al mediodía del 24 en su furgoneta. La vi aparcar y luego salí a su encuentro. Llevaba maderas apiladas en la furgoneta. Iba a ser mi regalo de Navidad: me iba a- construir una cama. Mi cama era de broma. Un simple cuadrado de muelles, descuajaringado y herrumbroso. Sara había comprado también un pavo orgánico más los condimentos. Yo iba a pagar eso y el vino blanco. Y había pequeños regalos para cada uno de los dos.

Entramos las maderas y el pavo y accesorios y condimentos. Yo saqué mi caricatura de cama y puse un cartel: «Gratis». Se llevaron primero la cabecera, luego el somier herrumbroso y más tarde el colchón. Era un vecindario pobre.

Yo había visto la cama de Sara en su casa, había dormido en ella y me había gustado. Siempre me habían disgustado los colchones clásicos, por lo menos los que yo podía comprar. Había gastado la mitad de mi vida en camas que eran más a propósito para una lombriz que para un hombre de carne y hueso.

Sara había construido su propia cama y me iba a construir una igual. Una sólida plataforma de madera soportada por siete patas, cuatro en cada esquina y la séptima directamente en el medio, coronada por una firme cubierta de espuma de quince centímetros de grosor. Sara tenía buenas ideas. Yo aguantaba las patas y Sara clavaba los clavos. Era buena con el martillo. Sólo pesaba 49 kilos, pero sabía cómo clavar un clavo. Iba a ser una bonita cama.

No le costó mucho tiempo.

Luego la probamos, no sexualmente, mientras Drayer Baba sonreía por encima nuestro.



Dimos una vuelta buscando un árbol de Navidad. Yo no tenía un interés especial en comprar un árbol (las Navidades siempre habían sido un tiempo muy triste durante mi niñez), y cuando encontramos todos los viveros vacíos, la falta de un árbol no me importó gran cosa. Sara estaba triste mientras regresábamos, pero después de llegar y tomarse unas copas de vino blanco, recobró su buen humor y se puso a colgar adornos navideños, luces y purpurina por todas partes, casi toda la purpurina por mi pelo.

Había leído que la gente se suicidaba más la víspera y el día de Navidad que cualquier otro día. La fiesta tenía poco o nada que ver con el nacimiento de Cristo, aparentemente.

Toda la música de la radio era enfermante y la televisión aún peor, así que la apagamos y ella telefoneó a su madre en Maine.

Yo también hablé con la mamá y la verdad es que la mamá no parecía nada mal.

En un principio —me dijo Sara—, pensé en emparejarte con mamá, pero ella es un poco más vieja que tú.

Olvídalo.

Tiene buenas piernas.

Olvídalo.

¿Tienes prejuicios contra la vejez?

Sí, contra la vejez de todo el mundo menos la mía.

Te comportas como una estrella de cine. ¿Siempre has tenido mujeres 20 o 30 años más jóvenes que tú?

No cuando yo tenía 20 años.

Muy bien entonces. ¿Has tenido alguna vez una mujer más vieja que tú, me refiero a haber vivido con ella?

Sí, cuando yo tenía 25 viví con una mujer de 35.

¿Cómo te fue?

Fue terrible. Me enamoré.

¿Qué es lo que fue terrible?

Me hizo ir a la universidad.

¿Y eso fue terrible?

No era el tipo de universidad que tú piensas. Ella era la facultad y yo el cuerpo estudiantil.

¿Qué fue de ella?

La enterré.

¿Con honores? ¿La mataste?

La bebida la mató.

Feliz Navidad.

Claro. Háblame de los tuyos.

Paso.

¿Demasiados?

Demasiados, y aun así demasiado pocos.



Treinta o cuarenta minutos más tarde alguien llamó a la puerta. Sara se levantó y abrió. Entró una sex symbol. En Nochebuena. Yo no sabía quién era. Llevaba un traje de noche negro y ajustado y sus grandes tetas parecían que fueran a escapar del escote en cualquier momento. Era magnífica. Nunca había visto tetas como aquéllas, mostradas de aquella manera, excepto en las películas.

¡Hola, Hank!

Me conocía.

Soy Edie. Me conociste una noche en casa de Bobby.

¿Ah sí?

¿Estabas demasiado borracho como para acordarte?

Hola, Edie, ésta es Sara.

Estaba buscando a Bobby. Pensé que a lo mejor estaba aquí.

Siéntate y toma una copa.

Edie se sentó en un sillón a mi derecha, muy cerca de mí. Tendría unos 25 años. Encendió un cigarrillo y pegó un sorbo a su bebida. Cada vez que se inclinaba sobre la mesita del café yo estaba seguro de que iba a ocurrir, seguro de que aquellas tetas saldrían a respirar. Y tenía miedo de lo que yo pudiera hacer si aquello ocurría. No lo podía predecir. Nunca había sido un hombre de tetas, siempre un hombre de piernas. Pero Edie realmente sabía cómo hacerlo. Yo tenía miedo y miraba de reojo a sus tetas sin saber si quería que se saliesen o se quedasen dentro.

¿Conocías a Manny? —me preguntó—. Solía ir a casa de Bobby.

Sí.

Tuve que darle la papeleta. Era demasiado celoso, el cabrón. ¡Hasta contrató a un detective privado para que me siguiera! ¡Imagínate! ¡Ese simplón saco de mierda!

Ya.

¡Odio a los hombres que son unos mangantes! ¡Odio a los zarrapastrosos!

«Un buen hombre, en estos días, es difícil de encontrar» —dije yo—. Esa era una canción de la Segunda Guerra Mundial. También estaba «No te sientes bajo el manzano con nadie más que yo».

Hank, estás balbuceando... —dijo Sara.

Tómate otra copa, Edie —dije, y le serví otra.

¡Los hombres son tales mierdas! —continuó—. Entré el otro día en un bar. Iba con cuatro tipos, amigos. Nos sentamos a beber de un trago grandes vasos de cerveza, nos retamos, ya sabes, pasando simplemente un buen rato, no estábamos molestando a nadie. Entonces me vinieron ganas de jugar al billar. Me gusta jugar al billar. Creo que cuando una dama juega al billar, muestra su clase.

Yo no puedo jugar al billar —dije—, siempre rasgo el tapete. Y ni siquiera soy una dama.

Bueno, la cosa es que me levanté y me acerqué a la mesa y había un tío jugando solo. Me puse a su lado y le dije, «Oye, has tenido la mesa durante mucho tiempo. Mis amigos y yo queremos jugar un poco al billar. ¿Te importa dejarnos la mesa un rato?». Se volvió y me miró. Esperó. Entonces se rió sardónicamente y dijo: «De acuerdo».

Edie se animó y siguió su relato gesticulando con gran agitación mientras yo miraba sus tetas.

Me di la vuelta y les dije a mis amigos: «Tenemos la mesa». El tío estaba tirando su última bola cuando se le acerca un compadre suyo y le dice: «Eh, Ehnie, he oído que vas a dejar tu mesa». ¿Y sabes lo que le contesta este tío? Dice: «¡Sí, se la voy a dejar a esta zorra!». Yo lo oí y me cegué de ira. Este tío estaba inclinado sobre la mesa para darle a la bola. Yo cogí un palo de billar y le pegué en la cabeza lo más fuerte que pude. El tío se quedó tumbado sobre la mesa como muerto. Era conocido en el bar y tenía muchos amigos que se levantaron mientras mis amigos también se levantaban. ¡Chico, vaya trifulca! Pegando botellazos, rompiendo espejos... No sé cómo conseguimos salir de allí, pero el caso es que lo hicimos. ¿Tienes algo de mierda?

Sí, pero no lío muy bien.

Yo lo haré.

Edie lió un porro fino y apretado, como una profesional. Lo chupó y lo pegó, luego me lo pasó.

Así que volví la otra noche, sola. El dueño, que era el camarero, me reconoció. Se llama Claude. «Claude» le dije, «siento lo de ayer, pero ese tío de la mesa era un cabrón. Me llamó zorra».

Serví más copas. En otro minuto se le saldrían las tetas.

El dueño dijo: «Está bien, olvídalo». Parecía un buen tipo. «¿Qué bebes?» me dijo. Yo me paseé por el bar y me tomé dos o tres copas gratis y él me dijo: «¿Sabes? Podría necesitar una camarera».

Edie pegó una calada al porro y siguió:

Me habló de la otra camarera. «Atraía a los hombres, pero causaba muchos problemas. Jugaba con un hombre tras otro. Siempre estaba solicitada. Luego descubrí que estaba negociando por su lado. Utilizaba MI bar para vender su coño.»

¿De veras? —preguntó Sara.

Eso es lo que dijo. En cualquier caso, me ofreció contratarme de camarera, y dijo: «¡Sin triquiñuelas en el trabajo!». Le dije que cortara el rollo, que yo no era una de ésas. Pensé que quizás podría ahorrar algo de dinero para ir a la universidad a estudiar química y francés, es lo que siempre he querido. Entonces él dijo: «Ven aquí atrás, quiero enseñarte dónde guardamos las reservas de bebida y también quiero que te pruebes un uniforme que tengo. Aún no se ha estrenado y creo que es de tu tamaño». Así que entré con él en la pequeña trastienda a oscuras y él trató de agarrarme. Yo le aparté. Entonces me dijo: «Dame sólo un besito». «¡Vete a tomar por culo!» le dije. Era calvo y gordo y enano y tenía dientes postizos y lunares negros con pelos en las mejillas. Se abalanzó sobre mí y me agarró del culo con una mano y de una teta con la otra, tratando de besarme. Yo le volví a apartar de un empujón. «Tengo una mujer —dijo—, quiero a mi mujer, ¡no te preocupes!» Se echó otra vez sobre mí y yo le di una patada ya sabes dónde. Supongo que no tenía nada allí, ni siquiera se inmutó. «Te daré dinero», me dijo. «¡Seré bueno contigo!» Le dije que se comiera su mierda y se muriese. Así perdí otro trabajo.

Es una triste historia -—dije.

Oye —dijo Edie—, me tengo que ir. Feliz Navidad. Gracias por las bebidas.

Se levantó y yo la acompañé hasta la puerta, la abrí. Se fue por el patio. Yo regresé y me senté.

Hijo de puta —dijo Sara.

¿Qué pasa?

Si yo no hubiera estado aquí te la habrías jodido.

Apenas la conozco.

¡Todo ese tetamen! ¡Estabas aterrorizado! ¡Te daba miedo hasta mirarla!

¿Qué hará vagando por ahí en Nochebuena?

¿Por qué no se lo preguntaste?

Dijo que estaba buscando a Bobby.

Si yo no hubiera estado aquí te la habrías jodido.

No sé. No hay forma de saberlo.

Entonces Sara se levantó y chilló. Empezó a sollozar y se fue corriendo a la otra habitación. Me serví una copa. Las lucecitas de colores de las paredes lucían intermitentes.

99

Sara estaba preparando el pavo y yo estaba sentado en la cocina hablando con ella. Los dos estábamos bebiendo vino blanco.

Sonó el teléfono. Me levanté a cogerlo. Era Debra.

Sólo quería desearte feliz Navidad, pelele.

Gracias, Debra, que Santa Claus se porte bien contigo.

Hablamos un rato, luego volví a sentarme.

¿Quién era?

Debra.

¿Cómo está?

Bien, supongo.

¿Qué quería?

Desearnos felices fiestas.

Te gustará este pavo orgánico y la guarnición también. La gente come veneno, puro veneno. América es uno de los países donde el cáncer de colon está en auge.

Sí, a mí me duele mucho el culo, pero son las hemorroides. Ya me las cortaron una vez. Antes de operarte te meten una especie de serpiente por los intestinos con una pequeña luz incorporada y miran a ver si tienes cáncer. Es una serpiente muy larga. ¡Te la corren por todas las tripas!

Sonó otra vez el teléfono. Lo cogí. Era Cassie.

¿Hola, cómo estás?

Sara y yo estamos preparando un pavo.

Te echo de menos.

Feliz Navidad. ¿Cómo te va el trabajo?

Muy bien. Tengo vacaciones hasta el dos de enero.

¡Feliz año nuevo, Cassie!

¿Qué coño pasa contigo?

Estoy un poco volado. No estoy acostumbrado a beber vino en horas tan tempranas.

Llámame alguna vez.

Cómo no.

Volví a la cocina.

Era Cassie. La gente llama en Navidad. A lo mejor llama Drayer Baba.

No lo hará.

¿Por qué?

Nunca habló en voz alta. Nunca habló y nunca tocó el dinero.

Eso está muy bien. Déjame probar un poco de esa cosa.

Está bien.

No está mal.

Sonó otra vez el teléfono. Así solía ocurrir. Una vez que empezaba a sonar, no paraba. Entré en el dormitorio y respondí.

Hola —dije—. ¿Quién es?

Tú, hijo de perra, ¿no me conoces?

No, no caigo. —Era una mujer borracha.

Adivina.

¡Espera, ya sé! ¡Iris!

Sí, Iris. ¡Y estoy embarazada!

¿Sabes quién es el padre?

¿Y eso qué importa?

Supongo que tienes razón. ¿Cómo van las cosas en Vancouver?

Muy bien. Adiós.

Volví a la cocina.

Era la bailarina del vientre canadiense —le dije a Sara.

¿Qué tal está?

Está llena de alegría navideña.

Sara metió el pavo en el horno y salimos al salón. Hablamos de trivialidades un rato. Entonces sonó el teléfono de nuevo.

Hola —dije.

¿Eres Henry Chinaski? —era la voz de un joven.

Sí.

¿Eres Henry Chinaski, el escritor?

Sí.

¿De verdad?

Sí.

Bueno, somos una panda de tíos de Bel Air y nos gusta de verdad tu rollo, tío. ¡Lo apreciamos tanto que te vamos a recompensar, tío!

¿Ah, sí?

Sí, vamos a pasarnos por allí con unos cuantos paquetes de cerveza.

Meteros esa cerveza por el culo.

¿Qué?

¡He dicho que os metáis la cerveza por el culo!

Colgué.

¿Quién era? —preguntó Sara.

Acabo de perder tres o cuatro lectores de Bel Air, pero he salido ganando.

Se hizo el pavo y lo saqué del horno, lo puse en una fuente, aparté mi máquina de escribir y todos mis papeles de la mesa de la cocina y lo dejé allí. Empecé a trincharlo mientras Sara preparaba las verduras de acompañamiento. Nos sentamos. Llené mi plato y Sara el suyo. Tenía buena pinta.

Espero que ésa de las tetas no vuelva por aquí —dijo Sara. Parecía muy inquieta ante la idea.

Si viene, le daré un pedazo.

¿Qué?

He dicho que si viene le daré un pedazo. Tú puedes mirar —dije, señalando al pavo.

Sara gritó. Se levantó. Estaba temblando. Entonces se fue corriendo al dormitorio. Miré mi pavo. No podía comérmelo. Había apretado otra vez el botón equivocado. Salí al salón con mi copa y me senté. Esperé quince minutos y luego puse el pavo y las verduras en la nevera.



Sara volvió a su casa al día siguiente y yo me tomé un sándwich de pavo frío a las tres de la tarde. Hacia las cinco se oyó un terrible aporreamiento en la puerta. La abrí. Eran Tammie y Arlene. Iban de anfetamina. Entraron y empezaron a saltar por todas partes, las dos hablando a la vez.

¿Tienes algo de beber?

Mierda, Hank, ¿tienes algo de beber?

¿Cómo te han ido las jodidas Navidades, tío?

¿Cómo te han ido las jodidas Navidades?

Hay algo de cerveza y vino en la heladera —dije.

(Siempre puedes descubrir a un nostálgico porque llama al congelador la heladera.)

Entraron bailando en la cocina y abrieron la nevera.

¡Hey, hay un pavo?

Estamos hambrientas, Hank. ¿Podemos comer un poco de pavo?

Claro.

Tammie salió con un muslo y lo mordió.

¡Eh, este pavo está horroroso! ¡Necesita condimento!

Arlene salió con pedazos de carne en las manos.

Sí, necesita especias. ¡Está muy soso! ¿No tienes especias?

En la alacena —dije.

Saltaron y empezaron a rebuscar entre las especias. Luego las echaron sobre el pavo.

¡Ahora! ¡Esto está mejor!

¡Sí, ahora sabe a algo!

¡Pavo orgánico, mierda!

¡Sí, es mierda!

¡Quiero algo más!

Yo también. Pero necesita especias.

Tammie salió y se sentó. Acababa de comerse el muslo. Entonces cogió el hueso del muslo, lo mordió y lo partió por la mitad, luego empezó a masticarlo. Yo estaba atónito. Estaba comiéndose el hueso del muslo, dejando caer astillas en la alfombra.

¡Oye, te estás comiendo el hueso!

¡Sí, está bueno!

Tammie regresó corriendo a la cocina a por más.

Al rato salieron las dos, cada una con una botella de cerveza.

Gracias, Hank.

Sí, gracias, tío.

Se sentaron, mamando sus cervezas.

Bueno —dijo Tammie—, nos vamos.

¡Sí, nos vamos a violar a algún escolar!

¡Sí!

De un salto desaparecieron por la puerta. Entré en la cocina y miré en el refrigerador. El pavo parecía como si hubiese sido destrozado a zarpazos por un tigre. Las patas habían sido desgarradas. Parecía obsceno.



Sara vino la noche siguiente.

¿Cómo está el pavo? —preguntó.

Bien.

Entró y abrió la puerta de la nevera. Dio un grito. Salió corriendo.

Dios mío, ¿qué ha ocurrido?

Vinieron Tammie y Arlene. Creo que no habían comido en una semana.

Oh, es repugnante. ¡Me ataca el corazón!

Lo siento. Debería haberlas detenido. Iban dopadas de pastillas.

Bueno, sólo hay una cosa que puedo hacer.

¿El qué?

Puedo hacerte una buena sopa de pavo. Compraré unas verduras.

Está bien —le dije, y le di un billete de veinte.

Sara preparó la sopa aquella noche. Estaba deliciosa. Cuando se fue por la mañana, me dio instrucciones de cómo calentarla.



Tammie llamó a la puerta hacia las 4 de la tarde. La dejé entrar y se fue derecho a la cocina. Abrió la puerta del refrigerador.

¿Eh, sopa, huh?

Sí.

¿Está buena?

Sí.

¿Te importa si la pruebo?

En absoluto.

La oí encender la cocina. Luego la oí probarla.

¡Dios! (Esto está soso! ¡Necesita especias!

La oí echando las especias. Luego la probó.

¡Así está mejor! ¡Pero necesita más! Yo soy italiana, ya sabes. Ahora... esto... ¡Así está mejor! Ahora la calentaré, ¿puedo tomarme una cerveza?

Claro.

Salió con su botella y se sentó.

¿Me echas de menos? —me preguntó.

Nunca lo sabrás.

Creo que voy a conseguir otra vez trabajo en el Play Pen.

Magnífico.

Por ahí va gente espléndida, te dan buenas propinas. Un tío me dejaba cinco pavos cada noche de propina. Estaba enamorado de mí. Pero nunca me hizo la menor proposición. Sólo me miraba. Era extraño. Era un cirujano de recto y a veces se masturbaba al verme pasar. Podía olérselo, ya sabes.

Bueno, cada uno se monta la vida como puede...

Creo que la sopa está lista, ¿quieres un poco?

No, gracias.

Tammie entró y la oí sacando cucharadas de la cazuela. Estuvo así largo rato. Luego salió.

Me puedes prestar cinco pavos hasta el viernes.

No.

Entonces dame sólo un dólar.

Le di un puñado de calderilla. Llegaba a un dólar y treinta y siete centavos.

Gracias —dijo ella.

No hay de qué.

Luego se fue por la puerta.



Sara vino la noche siguiente. Raras veces venía tan a menudo, era algo que tenía que ver con las fiestas, todo el mundo andaba perdido, medio loco, asustado. Yo tenía preparado el vino blanco y serví copas para los dos.

¿Cómo va el restaurante?

Mal. Apenas sacamos para mantenerlo abierto.

¿Dónde están tus clientes?

Todos han dejado la ciudad. Se han ido a alguna parte.

Todos nuestros proyectos acaban haciendo agua.

No siempre. Hay gente a la que le sale todo bien.

Es verdad.

¿Cómo está la sopa?

A punto de terminarse.

¿Te gustó?

No he tomado mucha.

Sara entró en la cocina y abrió la puerta de la nevera.

¿Qué le ha pasado a la sopa? Parece extraña.

Oí cómo la probaba. Luego corrió al fregadero y la escupió.

¡Jesús, está envenenada! ¿Qué ha ocurrido? ¿Es que volvieron Tammie y Arlene a tomar sopa también?

Sólo Tammie.

Sara no gritó. Sólo tiró el resto de la sopa por el fregadero. La pude oír sollozando, tratando de contenerse. Aquel pobre pavo orgánico había pasado unas jodidas Navidades.

100

La Nochevieja era otra mala noche para mí. Mis padres siempre habían celebrado el Nuevo Año, escuchándolo aproximarse por la radio, ciudad por ciudad hasta que llegaba a Los Ángeles. Las tracas se disparaban y los pitos y las bocinas sonaban y los borrachos aficionados vomitaban y los maridos ligaban con las mujeres de otros y sus mujeres ligaban con quien podían. Todo el mundo se besaba y se agarraba del culo en los baños y armarios, y a veces abiertamente, especialmente a medianoche, y había terribles broncas familiares al día siguiente.

Sara llegó pronto. Se excitaba con cosas como la montaña mágica, las películas del espacio, Star Trek, con ciertas bandas de rock, las espinacas con crema y la comida pura, pero tenía mejor sentido común que cualquier otra mujer que hubiera conocido. Quizás solamente otra, Joanna Dover, podía competir con ella en sentido común y espíritu relajado. Sara tenía mejor pinta que cualquier otra de las mujeres que había tenido, así que este Año Nuevo no iba a ser tan malo después de todo.

Me acababa de desear «Feliz Año Nuevo» un idiota local de las noticias de televisión. Me disgustaba que me desease un feliz año nuevo gente desconocida. ¿Cómo sabía él quién era yo? Podía ser un hombre con un niño de cinco años colgado del techo y amordazado, cortándolo lentamente en pedacitos.

Sara y yo habíamos empezado a celebrarlo y beber, pero era difícil emborracharse cuando la mitad del mundo estaba esforzándose por emborracharse igual que tú.

Bueno —le dije a Sara—, no ha sido un mal año. Nadie me ha asesinado.

Y todavía eres capaz de beber todas las noches y levantarte todas las mañanas.

Si sólo pudiera aguantar otro año.

Eres un viejo toro alcohólico.

Alguien llamó a la puerta. No podía dar crédito a mis ojos. Era Dinky Summers, el tío del folk rock y su novia Janis.

¡Dinky! —grité—. Eh, mierda, tío, ¿qué ocurre?

No sé. Hank, se me ocurrió de repente pasarme.

Janis, ésta es Sara. Sara... Janis.

Sara fue a por dos copas. Las llené. La conversación no fue gran cosa.

He escrito unas diez canciones nuevas. Creo que me estoy haciendo mejor.

Yo creo que sí —dijo Janis—, de verdad.

Oye, tío, aquella noche que abrí tu acto... Dime Hank, ¿estuve tan mal?

Mira, Dinky, no quiero herir tus sentimientos, pero yo estaba bebiendo más de lo que estaba escuchando. Estaba pensando en mí mismo teniendo que salir allí y me estaba preparando para afrontarlo. Es algo que me hace vomitar.

Pero a mí me encanta salir ante la multitud y cuando conecto con ellos y les gustan mis canciones, me siento en el paraíso.

Escribir es diferente. Es algo que haces solo, no tiene nada que ver con una audiencia en vivo.

Puede que tengas razón.

Yo estaba allí —dijo Sara—, dos tíos tuvieron que ayudar a Hank a subir al escenario. Estaba borracho e indispuesto.

Oye, Sara —dijo Dinky—. ¿Tan mala fue mi actuación?

No, lo que pasa es que estaban impacientes por ver a Chinaski. Cualquier otra cosa les irritaba.

Gracias, Sara.

A mí no me gusta gran cosa el folk rock —dije.

¿Qué te gusta?

Casi todos los compositores alemanes clásicos y algunos rusos.

He escrito diez canciones nuevas.

¿Podemos oír alguna? —dijo Sara.

Pero no tienes la guitarra ¿verdad? —dije yo.

Oh, sí la tiene —dijo Janis—. ¡Siempre la lleva consigo!

Dinky se levantó, salió y cogió su instrumento en el coche. Se sentó con las piernas cruzadas en la alfombra y empezó a tocar, íbamos a tener entretenimiento en vivo. Empezó de inmediato. Tenía una voz plena y potente. Hacía resonar las paredes. La canción era sobre una mujer. Sobre un amor desdichado entre Dinky y una mujer. No era realmente mala. Quizás sobre un escenario con gente pagando pudiera estar bien. Pero era difícil decir lo mismo cuando estaba en la alfombra enfrente tuyo. Era mucho más personal y embarazoso. De cualquier modo, decidí que no era tan malo. Pero el chico tenía problemas. Estaba cogiendo edad. Los rizos dorados ya no eran tan dorados y la inocencia en los amplios ojos había decaído un poco. Pronto se iba a ver en dificultades.

Aplaudimos.

Demasiado, tío —dije.

¿Te gusta de verdad. Hank?

Moví mi mano en el aire.

Sabes, siempre he admirado tus escritos —dijo.

Gracias, hombre.

Atacó la segunda canción. También era sobre una mujer. Su mujer, una ex mujer había estado fuera toda la noche. Tenía algo de humor, pero no estaba seguro de que fuera deliberado. De cualquier manera. Dinky acabó y aplaudimos. Empezó con la tercera.

Dinky estaba inspirado. Tenía cantidad de volumen. Sus pies se movían de un lado a otro, siguiendo el ritmo con sus zapatillas de tenis y nosotros podíamos oírlos. En esos momentos, era él mismo, de alguna manera. No estaba bien y ni siquiera sonaba bien, pero el producto en sí era mucho mejor de lo que solías oír normalmente. Sentí que podía felicitarle sin reservas, por un momento. Pero si le mentías a un hombre respecto a su talento sólo porque estaba sentado enfrente tuyo, ésa era la mentira más imperdonable de todas, porque le estabas diciendo que siguiera, que continuara, lo cual para un hombre sin verdadero talento era la peor forma de desperdiciar su vida. Pero mucha gente hacía eso, sobre todo amigos y familiares.

Dinky fue a por la siguiente canción. Nos iba a dar las diez enteras. Escuchamos y aplaudimos, pero mi aplauso fue el más moderado.

La tercera línea no me gusta, Dinky —dije.

Pero es necesaria, sabes, porque...

Ya sé.

Dinky siguió. Cantó todas sus canciones. Le llevó largo rato. Nos dejaba algún descanso entre canción y canción. Cuando finalmente llegó el Año Nuevo, Dinky y Janis y Sara y Hank seguían juntos. Pero afortunadamente el asunto de la guitarra estaba archivado. A callar o a la calle.

Dinky y Janis se fueron hacia la una de la mañana y Sara y yo nos fuimos a la cama. Empezamos a jugar y a besarnos. Yo era, como ya he dicho, aficionado a los besos. Casi no podía aguantarlo. Los besos de primera eran raros, infrecuentes. Nunca lo hacían bien, ni en las películas ni en la televisión. Sara y yo estábamos en la cama, frotando nuestros cuerpos y besándonos de forma excepcional. Ella se dejó ir. En el pasado siempre había sido igual, con Drayer Baba vigilándonos desde las alturas. Me agarraba la polla y yo jugaba con su coño y ella acababa frotándome la polla por su coño y por la mañana me levantaba con toda la polla roja y escocida del cepillado.

Entramos en la parte del frote. Y de repente me cogió la polla y se la metió en la vagina.

Yo estaba anonadado. No sabía qué hacer.

Arriba y abajo ¿de acuerdo? O mejor, dentro y fuera. Era como montar en bicicleta: nunca te olvidabas. Agarré su cabellera rubia rojiza, pegué su boca a la mía y me corrí.

Se levantó y se fue al baño. Yo miré el techo azul de mi dormitorio y dije, Drayer Baba, perdónala.

Pero como él nunca hablaba ni tocaba el dinero, no pude esperar ni una respuesta ni que aceptara algo en pago.

Sara salió del baño. Su figura era tersa, estaba delgada y bronceada, radiante. Sara entró en la cama y nos besamos. Un simple beso de amor.

Feliz Año Nuevo —me dijo.

Nos dormimos, abrazados.

101

Había estado escribiéndome con Tanya, y la noche del 5 de enero me llamó por teléfono. Tenía una alta y excitada voz sexy como la que tenía Betty Boop.

Llego mañana por la tarde. ¿Me puedes recoger en el aeropuerto?

¿Cómo te reconoceré?

Llevaré una rosa blanca.

Magnífico.

Oye, ¿estás seguro de que quieres que vaya?

Sí.

Muy bien, allí estaré.

Dejé el teléfono. Pensé en Sara. Pero Sara y yo no estábamos casados. Un hombre tenía sus derechos. Yo era un escritor. Era un viejo indecente. Las relaciones humanas nunca solían funcionar. Sólo las dos primeras semanas tenían algo electrizante, luego los participantes perdían el interés. Las máscaras caían y la realidad aparecía: dementes, imbéciles, chiflados, rencorosos, sádicos, asesinos. La sociedad moderna había creado su propia especie y la había enfrentado entre sí. Era un duelo a muerte en un cerco sin salida. Lo más que podía uno esperar de una relación, decidí, eran dos años y medio como máximo. El rey Mongut de Siam tenía 9.000 esposas y concubinas; el rey Salomón del Antiguo Testamento tenía 700 esposas; Augusto el fuerte de Sajonia tenía 365 mujeres, una para cada día del año. Sanidad en números.

Marqué el número de Sara. Estaba.

Hola —dije.

Me alegro de que llames. Estaba pensando en ti.

¿Cómo va tu restaurante sólo para gente sana?

No ha sido un mal día.

Deberías subir los precios. Das las cosas tiradas.

Si me arruino no tendré que pagar impuestos.

Oye, alguien me ha llamado esta noche.

¿Quién?

Tanya.

¿Tanya?

Sí, nos hemos estado escribiendo. Le gustan mis poemas.

Vi la carta. La que te escribió. La dejaste por ahí. ¿Es la chica que te mandó una foto enseñando el coño?

Sí.

¿Y va a venir a verte?

Sí.

Hank, me siento mal, peor que mal. No sé qué hacer.

Va a venir. Le dije que la esperaría en el aeropuerto.

¿Qué es lo que intentas? ¿Qué significa esto?

Quizás no soy un hombre bueno. Hay muchas clases y grados, ya sabes.

Eso no contesta nada. ¿Qué pasa contigo? ¿Qué pasa conmigo? ¿Qué pasa con nosotros? Me horroriza que esto parezca un folletín, pero dejé que mis sentimientos quedaran envueltos...

Ella va a venir. ¿Esto es el final de lo nuestro, entonces?

Hank, no sé. Creo que sí. No puedo soportarlo.

Has sido muy amable conmigo. No estoy seguro de saber siempre lo que hago.

¿Cuánto tiempo se va a quedar?

Dos o tres días, supongo.

¿No sabes cómo me voy a sentir?

Creo que sí...

Bueno, llámame cuando se vaya, entonces veremos.

De acuerdo.



Entré en el baño y contemplé mi cara. Horrible. Me quité algunas canas de la barba y algo del pelo de alrededor de las orejas. Hola, muerte. Pero he vivido casi seis décadas. Te he dado tantas ocasiones de atraparme que hace ya mucho que debería estar en tus manos. Quiero ser enterrado cerca del hipódromo... donde pueda oír el galope final.



A la tarde siguiente estaba en el aeropuerto, esperando. Era temprano, así que me fui al bar. Pedí mi bebida y oí a alguien sollozar. Era una joven negra, de un color muy claro, con un ajustado vestido azul, y estaba intoxicada. Tenía sus pies encima de una silla y tenía subido el vestido, mostrando unas largas y suaves piernas de lo más sexy. Todos los tíos del bar la debían tener empalmada. Yo no podía parar de mirar. Estaba que ardía. Podía visualizarla en mi sofá, enseñando toda aquella pierna. Pedí otra copa y me acerqué. Me planté delante tratando de que no se me notara la erección.

¿Se encuentra usted bien? —pregunté—. ¿Hay algo que pueda hacer por usted?

Sí, invíteme a un Stinger.

Volví con el Stinger y me senté. Había quitado sus pies de la silla. Me senté a su lado. Ella encendió un cigarrillo y pegó su flanco al mío. Yo encendí un cigarrillo.

Me llamo Hank —dije.

Yo Elsie —dijo ella. Apreté mi pierna contra la suya, moviéndola arriba y abajo lentamente.

Trabajo en repuestos de fontanería —dije. Elsie no contestó.

El hijo de puta me dejó —dijo finalmente—. Le odio, Dios mío. ¡No sabes cómo le odio!

Le pasa a casi todo el mundo siete o nueve veces.

Probablemente, pero eso a mí no me ayuda. Quiero matarle.

Tómatelo con calma.

Me incliné y apreté su rodilla. Mi erección era tan fuerte que dolía. Estaba a punto de correrme.

Cincuenta dólares —dijo Elsie.

¿Por qué?

Por lo que quieras.

¿Te trabajas el aeropuerto?

-—Sí, vendo galletitas de los boy scouts.

Lo siento. Pensé que estabas con problemas. Tengo que encontrarme con mi madre dentro de cinco minutos.

Me levanté y me alejé. ¡Una buscona! Cuando miré hacia atrás, Elsie tenía otra vez los pies sobre la silla, enseñando más que nunca. Por poco vuelvo y mando al carajo a Tanya.

Llegó el avión de Tanya, aterrizando sin estrellarse. Yo me quedé plantado esperándola, un poco apartado de la caterva de familiares, enemigos y amantes. ¿Qué aspecto tendría? No quería pensar en eso. Llegaron los primeros pasajeros y aguardé.

¡Oh, mira ésa! ¡Si ésa fuera Tanya!

¡O ésa, Dios mío! Con todo ese muslamen, vestida de amarillo, sonriendo.

O aquélla... en mi cocina lavando los platos.

O esa otra... chillándome, con una teta asomando fuera.

Venían unas cuantas mujeres de verdad en aquel avión.

Sentí que alguien me daba un toque en la espalda. Me di la vuelta y detrás mío estaba esta niña pequeñita. Parecía tener unos 18 años, largo cuello delgado, un poco redonda de hombros, larga nariz, pero con pechos, sí, y piernas y un trasero, sí señor.

Soy yo —dijo.

La besé en la mejilla.

¿Traes equipaje?

Sí.

Vamos al bar. Odio esperar el equipaje.

Muy bien.

Eres tan pequeña...

Cuarenta y cinco kilos.

Jesús... —La partiría por la mitad. Sería como una violación a una niña.

Entramos en el bar y cogimos una mesa. La camarera pidió el carnet de identidad de Tanya. Ella lo tenía listo.

Aparentas 18 —dijo la camarera.

Ya lo sé —respondió Tanya con su voz de Betty Boop—, tomaré un whisky sour.

Yo un coñac —dije.

Dos mesas más allá, la mulata estaba sentada con el vestido subido casi hasta el culo. Sus bragas eran rosas. Me miraba fijamente. La camarera llegó con nuestras bebidas. Tomamos un sorbo. Vi a la mulata levantarse. Se acercó a nuestra mesa. Puso las dos manos sobre la mesa y se inclinó. Le apestaba el aliento a alcohol. Me miró.

¡Así que ésta es tu madre, eh cabrón!

Mi madre no pudo venir.

Elsie miró a Tanya.

¿Cuánto cobras, querida?

Vete a tomar por culo —dijo Tanya.

¿La chupas bien?

Lárgate o te pongo ese color doradito más morado que una pasa.

¿Cómo? ¿Con una bolsa de judías?

Entonces Elsie se alejó meneando el trasero. Volvió a su sitio y extendió de nuevo aquellas piernas gloriosas. ¿Por qué no podía tener a las dos? El rey Mongut tenía 9.000 esposas. Piensa: 365 días al año divididos entre 9.000. Sin peleas. Sin períodos menstruales. Sin sobrecarga psíquica. Sólo fiesta y fiesta y fiesta. Le debió costar mucho al rey Mogut morirse, o quizás le fue muy fácil. Pero no pudo haber término medio.

¿Quién era ésa? —preguntó Tanya.

Elsie.

¿La conoces?

Trató de engancharme. Pide 50 dólares por una mamada.

Me jode esa tía... He conocido a un montón de pizmientas, pero...

¿Qué es una pizmienta?

Una pizmienta es una negra.

Ah.

¿Nunca lo has oído?

Nunca.

Bueno, yo he conocido un montón de pizmientas.

Muy bien.

Tiene unas piernas acojonantes, sin embargo. Casi me pone cachonda.

Tanya, las piernas son sólo una parte.

¿Qué parte?

La mayor.

Vamos a por el equipaje...

Cuando nos íbamos Elsie gritó:

¡Adiós, mamá!

No supe a cuál de los dos se dirigía.

Una vez en mi casa, nos sentamos en el sofá a beber.

¿Te fastidia que viniera? —me preguntó Tanya.

Tú no me fastidias...

Tienes una novia. Me lo dijiste por carta. ¿Seguís juntos?

No sé.

¿Quieres que me vaya?

No.

Oye, creo que eres un gran escritor. Eres uno de los pocos escritores que puedo leer.

¿Sí? ¿Quiénes son los otros bastardos?

No puedo recordar sus nombres ahora.

Me incliné y la besé. Su boca estaba abierta y húmeda. Se prestó con facilidad. Era un número. Cuarenta y cinco kilos. Era como un elefante y una rana.

Tanya se levantó con su copa y se montó encima mío, dándome la cara. No llevaba bragas. Empezó a frotar su coño sobre mi erección. Nos abrazamos y besamos y ella siguió frotándose. Era muy eficaz. ¡Serpentea, pequeña niña culebra!

Entonces Tanya me desabrochó los pantalones. Me sacó la polla y se la metió de un golpe. Empezó a cabalgar. Podía hacerlo, con sus 45 kilos. Yo apenas podía pensar. Hice pequeños movimientos, encontrándomela de vez en cuando. A ratos nos besábamos. Era bestial: estaba siendo violado por una niña. Se movía, me tenía clavado, atrapado. Era una locura. Sólo carne, sin amor. Estábamos llenando el aire con el olor del puro sexo. Mi niña, niña mía, ¿cómo puede tu cuerpecito hacer estas cosas? ¿Quién inventó a las mujeres? ¿Con qué propósito? ¡Toma esa breva! ¡Y éramos unos perfectos extraños! Era como joderte tu propia mierda.

Se lo hacía como un mono en una cuerda. Tanya era una fiel lectora de todos mis trabajos. Arreció. Esta niña sabía. Sentía mi angustia. Atacó furiosamente, tocándose con un dedo el clítoris, con la cabeza echada hacia atrás. Estábamos cogidos los dos en el juego más viejo y excitante de todos. Nos corrimos juntos y duró y duró hasta que creí que mi corazón iba a pararse. Ella cayó sobre mí, pequeña y frágil. Toqué su pelo. Estaba sudando. Luego se apartó de mí y fue al baño.

Violación infantil, consumada. Enseñaban bien a los niños en estos días. El violador violado. Justicia final. ¿Sería una mujer «liberada»? No, simplemente era una calentorra.

Tanya salió. Tomamos otra copa. Condenada, empezó a reírse y a charlar como si nada hubiera ocurrido. Sí, eso era. Para ella había sido un simple ejercicio, como jugar al tenis o nadar.

Creo que me voy a tener que mudar de donde vivo —dijo—. Rex me está haciendo la vida imposible.

Oh.

Lo que quiero decir es que no tenemos sexo, nunca, pero aun así se muestra demasiado celoso. ¿Recuerdas la noche en que me llamaste?

No.

Bueno, después de colgar, arrojó el teléfono contra la pared.

Puede que esté enamorado de ti. Mejor que te portes bien con él.

¿Te portas tú bien con la gente que te quiere?

No, la verdad.

¿Por qué?

Soy infantil; no sé cómo manejarlo.

Bebimos hasta entrada la noche y luego nos fuimos a la cama. No había partido aquellos 45 kilos por la mitad. Ella podía aguantar más, mucho más.

102

Cuando me desperté unas horas más tarde, Tanya no estaba en la cama. Eran sólo las nueve de la mañana. La encontré sentada en el sofá bebiendo whisky.

Jesús, empiezas pronto.

Siempre me despierto a las seis de la mañana y me levanto.

Yo siempre me levanto al mediodía. Vamos a tener un problema.

Tanya le pegó al whisky y yo volví a la cama. Despertarse a las seis de la mañana era de locos. Sus nervios debían estar disparados. No era raro que no pesase nada.

Entró en el dormitorio:

Me voy a dar un paseo.

Bueno.

Volví a dormirme.



Cuando me volví a despertar, Tanya estaba encima mío. Mi polla estaba dura y metida en su coño. Me estaba cabalgando otra vez. Echaba la cabeza y arqueaba el cuerpo hacia atrás. Hacía todo el trabajo. Soltaba pequeños suspiros de placer y los suspiros se iban haciendo cada vez más frecuentes. Yo también empecé a hacer sonidos. Se hicieron más fuertes. Sentí cómo me venía. Estaba allí. Entonces ocurrió. Un buen clímax largo de lo más potente. Tanya desmontó. Yo todavía la tenía dura. Ella bajó su cabeza y mientras me miraba a los ojos, empezó a lamer la esperma que quedaba en la punta de mi polla. Como una doncella de limpieza.

Se levantó y fue al baño. Oí correr el agua de la bañera. Eran sólo las diez y cuarto. Volví a dormirme.

103

Llevé a Tanya a Santa Anita. La sensación del hipódromo era un aprendiz de jockey, de 16 años, que todavía montaba con dos kilos de ventaja. Era del Este y corría en Santa Anita por primera vez. El hipódromo ofrecía un premio de 10.000 dólares a la persona que acertara el ganador de la carrera de presentación, pero su entrada tenía que ser elegida de entre todo el resto de entradas. Había una urna para cada caballo donde metías tus esperanzas de pánfilo.

Llegamos a la cuarta carrera y los cabrones habían conseguido llenar el sitio con el reclamo. Todos los asientos estaban ocupados y no había sitio donde aparcar. Personal del hipódromo nos dirigió hacia un centro comercial próximo. Desde ahí nos acercaron en autobuses. Tendríamos que volver andando, después de la última carrera.

Esto es demencial. Mejor nos volvemos —le dije a Tanya.

Ella se echó un trago de whisky.

Qué coño —dijo—, ya estamos aquí.



Entramos. Yo conocía un sitio especial para sentarse, cómodo y soleado, y la llevé allí. El único problema era que los niños también lo habían descubierto. Corrían alrededor nuestro pataleando y gritando, pero era mejor que estar de pie.

Nos iremos después de la octava carrera —le dije a Tanya—. Los últimos no saldrán de aquí hasta medianoche.

Apuesto a que el hipódromo es un buen sitio para enganchar hombres.

Las furcias se trabajan el local del club.

¿Alguna vez te ha enganchado una aquí?

Una vez, pero no cuenta.

¿Por qué?

Porque era amiga mía.

¿No tienes miedo de coger alguna cosa?

Por supuesto, por eso la mayoría de los hombres sólo quieren mamadas.

¿Te gustan las mamadas?

Bueno, sí, claro.

¿Cuando apostamos?

Ahora mismo.

Tanya me siguió a las ventanillas de apuestas. Fui a la de 5 dólares. Ella se quedó a mi lado.

¿Cómo sabes a quién apostar?

Nadie lo sabe. Básicamente es un sistema simple.

¿Como qué?

Bueno, generalmente el mejor caballo es el que ofrece menos dividendos, y a medida que los caballos van siendo peores, los dividendos aumentan. Pero ocurre que dicho «mejor» caballo sólo gana un tercio de las veces con dividendos menores de 3 a 1.

¿Puedes apostar a todos los caballos?

Sí, si quieres arruinarte rápidamente.

¿Gana mucha gente?

Se dice que una de cada veinte o veinticinco personas gana.

¿Por qué vienen?

No soy psiquiatra, pero estoy aquí, y me imagino que más de un psiquiatra andará por aquí también.

Aposté 5 a ganador al caballo número 6, y salimos a ver la carrera. Yo siempre prefería los caballos de estirón temprano, especialmente si habían fallado en su última carrera. Los jugadores los llamaban «desinflables», pero siempre conseguías más beneficio por la misma cualidad con éstos que con los que se reservaban para atacar al final. Yo saqué cuatro a uno con mi «desinflable»; ganó por dos y medio cuerpos y pagó a 10,20 los 2 dólares. Iba ganando 25,50 dólares.

Vamos a tomar una copa —le dije a Tanya—, el camarero de aquí prepara los mejores Bloody Marys de toda California.

Fuimos al bar. Pidieron el carnet de identidad de Tanya. Conseguimos nuestras bebidas.

¿Cuál te gusta en la siguiente carrera?

Zag-Zig.

¿Crees que va a ganar?

¿Tienes tú dos tetas?

¿Te has dado cuenta?

Sí.

¿Dónde están los lavabos de señoras?

Tuerce a la derecha dos veces.

Tanya se fue y yo pedí otro Bloody Mary. Un negro se me acercó. Tendría unos 50 años.

Hank, hombre, ¿qué tal estás?

Me las arreglo.

Tío, te echamos de menos en la oficina de correos. Eras uno de los tíos más divertidos que han pasado por allí. De verdad que te echamos de menos.

Gracias, saluda a los chicos de mi parte.

¿Qué haces ahora, Hank?

Oh, le pego a una máquina de escribir.

¿Qué quieres decir?

Que le pego a una máquina de escribir...

Elevé las manos e hice el gesto de mecanografiar en el aire.

¿Te refieres a que eres mecanógrafo?

No. Escribo.

¿Qué escribes?

Poemas, relatos, novelas. Me pagan por eso.

Me miró. Luego se dio la vuelta y se fue.



Tanya volvió.

¡Un hijo de puta intentó ligárseme!

¿Oh? Lo siento. Debería haber ido contigo.

¡Era de lo más grosero! ¡Realmente odio a esos tipos! ¡Son repugnantes!

Si al menos tuvieran un poco de originalidad... podría ayudar. Pero simplemente no tienen la menor imaginación. Quizás por esto están solos.

Voy a apostar a Zag-Zig.

Te compraré un boleto...



Zag-Zig no llegó. Acabó flojamente, con el jockey barriendo la espuma a latigazos. Zag-Zig remató sin fuerzas y sólo batió a un caballo. Volvimos al bar. Un infierno de carrera para un ganador a 6 a 5.

Tomamos dos Marys.

¿Te gusta que te la chupen? —me preguntó Tanya.

Depende. Algunas lo hacen bien, la mayoría no.

¿Te has encontrado alguna vez amigos aquí?

Justamente hace poco, en la carrera anterior.

¿Una mujer?

No, un tío, un empleado de correos. Aunque la verdad es que no tengo amigos.

Me tienes a mí.

Cuarenta y cinco kilos de sexo rugiente.

¿Es eso todo lo que ves en mí?

Claro que no. También tienes esos enormes ojos.

No eres muy amable.

Vamos a atrapar la próxima carrera.

Abordamos la siguiente carrera. Ella apostó al suyo y yo al mío. Los dos perdimos.

Vámonos de aquí —dije.

Vale.



De vuelta en casa, nos sentamos en el sofá a beber. Realmente no era una mala chica. Llevaba vestidos y tacones altos, y sus tobillos estaban muy bien. No sabía muy bien qué esperaba ella de mí. No deseaba que se sintiera mal. La besé. Tenía una lengua larga y delgada que entraba y salía de mi boca como un dardo. Pensé en un pez plateado. Había tanta tristeza en todas las cosas, incluso cuando las cosas iban bien.

Entonces Tanya me desabrochó el pantalón y se metió mi polla en la boca. La sacó y me miró. Estaba de rodillas entre mis piernas. Me miraba a los ojos y corría la lengua alrededor del glande. Tras ella los últimos rayos de sol se filtraban a través de mis sucias cortinas. Luego empezó a trabajar. No tenía técnica en absoluto; no sabía cómo tenía que hacerse. Era simple bombeo y succión repetitiva. En plan de ataque grotesco estaba bien, pero era difícil correrse con ataques grotescos. Yo había estado bebiendo y no quería herir sus sentimientos. Así que entré en Fantasilandia. Estábamos los dos en la playa, y estábamos rodeados por 45 o 50 personas, de ambos sexos, la mayoría en traje de baño. Estaban apiñados alrededor nuestro en un círculo cerrado. El sol estaba alto, el mar iba y venía, y lo podías oír. De vez en cuando unas gaviotas volaban sobre nuestras cabezas.

Tanya me la chupaba mientras ellos observaban y yo oía sus comentarios:

¡Cristo, miradla cómo la coge!

¡Loca putilla barata!

¡Chupándosela a un tío 40 años mayor que ella!

¡Apartadla! ¡Está chiflada!

¡No, esperad! ¡Lo está consiguiendo!

¡Y MIRAD esa cosa!

¡HORRIBLE!

¡Hey! ¡Voy a metérsela por el culo mientras está haciéndolo!

¡Está LOCA! ¡CHUPÁNDOSELA A ESE VIEJO VERDE!

¡Vamos a quemarle la espalda con cerillas!

¡MIRADLA ACTUAR!

¡ESTA TOTALMENTE LOCA!

Me incliné, agarré la cabeza de Tanya y apreté mi polla hasta el centro de su cráneo.



Cuando salió del baño yo tenía preparadas dos copas. Tanya tomó un sorbo y me miró.

¿Te gustó, no? Podría jurarlo.

Ciertamente —dije yo—. ¿Te gusta la música sinfónica?

El folk-rock —dijo ella.

Me acerqué a la radio, puse el sintonizador en 160, la encendí y subí el volumen. Allí estábamos.

104

Llevé a Tanya al aeropuerto la tarde siguiente. Tomamos una copa en el mismo bar. La mulata no andaba por allí; toda aquella pierna estaba con algún otro.

Te escribiré —dijo Tanya.

Muy bien.

¿Crees que soy una zorra?

No. Te gusta el sexo y no hay nada malo en eso.

Tú eso lo sabes bien.

Yo soy bastante puritano, y los puritanos disfrutan del sexo más que nadie.

Tú actúas con más inocencia que cualquier otro hombre que yo haya conocido.

En cierto modo siempre me he mantenido virgen...

Me gustaría poder decir lo mismo.

¿Otra copa?

Claro.

Bebimos en silencio. Entonces llegó el momento de embarcar. Besé a Tanya delante del control de seguridad y luego bajé en el ascensor. La vuelta a casa transcurrió sin incidentes. Bueno, pensé, otra vez estoy solo. Debería ponerme a escribir como un condenado o volver a ser empleado de la limpieza en algún sitio. La oficina de correos nunca me volvería a admitir. Un hombre debía jugar su carta, como decían.

Llegué a casa. No había nada en el buzón. Me senté y llamé a Sara. Estaba en el restaurante.

¿Qué tal? —dije.

¿Se ha ido esa furcia?

Se ha ido.

¿Hace cuánto?

La acabo de dejar en el avión.

¿Te gusta?

Tiene algunas cualidades.

¿La quieres?

No. Oye, me gustaría verte.

No sé. Ha sido terriblemente duro para mí. ¿Cómo sé que no lo vas a hacer de nuevo?

Nadie está nunca seguro de lo que va a hacer. Ni siquiera tú.

Yo sé lo que siento.

Oye, ni siquiera te he preguntado lo que has estado haciendo, Sara.

Gracias, eres muy amable.

Me gustaría verte. Esta noche. Pásate por aquí.

Hank, no sé...

Pásate por aquí. Podemos hablar, simplemente.

Estoy muy quemada. He pasado unos días infernales.

Mira, vamos a plantearlo de esta manera: para mí, tú eres la número uno, y ni siquiera hay número dos.

Está bien. Me pasaré hacia las siete. Oye, hay dos clientes esperando...

Muy bien, te veré a las siete.



Colgué. Sara era realmente un alma buena. Perderla por una Tanya era ridículo. De todos modos, Tanya me había aportado algo. Sara se merecía mejor tratamiento por parte mía. La gente se debía entre sí ciertas lealtades aunque no estuviese casada. Por otra parte, la confianza se haría más profunda al no estar santificada por la ley.

Bueno, necesitábamos vino, buen vino blanco.

Salí, subí al coche y conduje hasta la tienda de licores que había junto al supermercado. Me gustaba cambiar de tiendas de licores frecuentemente porque los empleados empezaban a conocer tus hábitos si eras usuario fijo e ibas de día y noche a comprar grandes cantidades. Notaba cómo se preguntaban por qué no estaría ya muerto y eso me hacía sentir incómodo. Probablemente no pensaban nada de eso, pero un hombre se hace paranoico cuando pasa 300 resacas al año.

Encontré cuatro botellas de buen vino blanco en el nuevo sitio y salí con ellas. Cuatro chavales mexicanos estaban parados fuera.

¡Eh, señor, denos algo de dinero! ¡Eh, tío, danos algo de dinero!

¿Para qué?

Lo necesitamos, hombre, lo necesitamos, ¿no lo comprendes?

¿Para comprar Coca?

¡Pepsi-Cola, hombre!

Les di 50 centavos.



(INMORTAL ESCRITOR
AYUDA A GOLFOS CALLEJEROS)



Se fueron corriendo. Abrí la puerta del Volks y metí el vino. Justo en el mismo momento llegó velozmente una camioneta y la puerta se abrió violentamente. Una mujer salió rudamente de un empujón. Era una joven mexicana, de unos 22 años, sin tetas, vestida con pantalones grises. Su pelo negro estaba sucio y grasiento. El hombre de la camioneta le gritó:

¡MALDITA PUTA! ¡JODIDA PUTA GUARRA! ¡TE VOY A ROMPER EL CULO A PATADAS!

¡GILIPOLLAS! —le gritó ella—. ¡APESTAS A MIERDA!

El saltó de la camioneta y corrió a por ella. Ella se fue hacia la tienda de licores. El me vio y desistió de la caza, volvió a subir a la camioneta y salió rugiendo a toda velocidad del parking hacia Hollywood Boulevard.

Me acerqué a ella.

¿Estás bien?

Sí.

¿Puedo hacer algo por ti?

Sí, llévame a Van Ness. Esquina con Franklin.

De acuerdo.

Montó en el Volks y entramos en Hollywood. Doblé a la derecha, luego a la izquierda y llegamos a Franklin.

Tienes mucho vino, ¿no?

Sí.

Creo que necesito un trago.

Casi todo el mundo lo necesita, sólo que no lo sabe,

Yo lo sé.

Podemos ir a mi casa.

Bueno.

Di media vuelta con el coche.

Tengo algo de dinero —le dije.

Veinte dólares.

¿La chupas bien?

Mejor que nadie.

Cuando llegamos a mi casa le serví un vaso de vino. Estaba caliente, pero a ella no le importó. Yo me bebí otro vaso, también caliente. Luego me quité los pantalones y me tumbé en la cama. Ella me siguió. Me quité los calzoncillos. Ella bajó a lo suyo. Era terrible, sin la menor imaginación.

Esto es pura mierda, pensé.

Levanté la cabeza de la almohada.

Vamos, nena, ¡ponle ganas! ¿Qué coño estás haciendo?

Me estaba costando empalmarme. Ella la chupaba y me miraba a los ojos. Era la peor mamada que me habían hecho nunca. Actuó unos dos minutos, luego se apartó. Sacó el pañuelo de su bolso y escupió en él como si estuviera expectorando algo.

Eh —le dije—. ¿Qué estás tratando de venderme? No me he corrido.

¡Sí lo has hecho, sí lo has hecho!

¡Coño, no lo sabré yo!

Me lo has echado en la boca.

¡Corta el rollo! ¡Emplea tu boca para lo que debes!

Empezó otra vez pero igual de mal. La dejé actuar, esperando que ocurriera un milagro. Vaya una puta. Mamaba como un pato. Era como si sólo estuviera fingiendo que lo hacía, como si los dos lo estuviésemos fingiendo. Mi polla se ablandó. Ella continuó.

Bueno, bueno —dije—, déjalo. Olvídalo.

Cogí mis pantalones y saqué mi cartera.

Aquí están tus veinte. Ahora te puedes ir.

¿Qué te parece una cabalgada?

Ya me has dado una buena.

Quiero ir a Franklin esquina Van Ness.

Está bien.

Cogimos el coche y la llevé a Van Ness. Cuando me fui, la vi hacer dedo. A tomar por culo.

Cuando volví llamé otra vez a Sara.

¿Qué tal? —dije.

Va un poco lento, hoy.

¿Vas a venir esta noche?

Te dije que sí.

He comprado un buen vino blanco. Será como en los viejos tiempos.

¿Vas a volver a ver a Tanya?

No.

No bebas nada hasta que llegue yo.

De acuerdo.

Me tengo que ir... Acaba de entrar un cliente.

Bueno, te veré esta noche.

Sara era una mujer buena. Tenía que centrarme. Cuando un hombre necesitaba muchas mujeres, sólo era porque ninguna de ellas era buena. Un hombre podía perder su identidad jodiendo demasiado por ahí. Sara se merecía mucho más de lo que yo le daba. Ya era hora de que me portara como es debido. Me tumbé en la cama y pronto me quedé dormido.

Me despertó el teléfono.

¿Sí? —contesté.

¿Eres Henry Chinaski?

Sí.

Siempre he adorado tu obra. ¡Creo que no hay nadie que escriba mejor que tú!

Era una voz joven y sexy.

He escrito algunas cosas buenas.

Lo sé. Lo sé. ¿De verdad has vivido todos esos asuntos con mujeres?

Sí.

Oye, yo también escribo. Vivo en Los Ángeles y me gustaría ir a verte. Me gustaría enseñarte algunos de mis poemas.

No soy editor.

Ya lo sé. Verás, tengo 19 años. Sólo quiero pasarme a verte.

Tengo un compromiso esta noche.

¡Oh, cualquier noche de éstas!

No, no puedo verte.

¿De verdad eres Henry Chinaski, el escritor?

Te lo puedo asegurar.

Yo soy una chica atractiva.

Probablemente lo seas.

Me llamo Rochelle.

Adiós, Rochelle.

Colgué. Lo había hecho, por una vez.

Entré en la cocina, abrí un bote de vitamina E y me tomé varias pastillas con medio vaso de agua mineral. Iba a ser una buena noche para Chinaski. El sol estaba decayendo a través de las persianas, dándole un tono familiar a la alfombra, y el vino blanco estaba enfriándose en la nevera.

Abrí la puerta y salí al porche. Había un extraño gato allá fuera. Era una criatura enorme, con una luminosa piel negra y brillantes ojos amarillos. No se asustó de mí. Se me acercó ronroneando y se frotó contra una de mis piernas. Yo era un buen tipo y él lo sabía. Los animales sabían cosas así. Tenían instinto. Volví a entrar en casa y él me siguió.

Le abrí una lata de atún blanco, conservado en aceite de primera calidad. Peso neto 7 onzas.



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