EL HIJO
Se habló, de sobremesa, acerca de un caso de aborto ocurrido por aquellos días en el pueblo. La baronesa decía, indignada:
—¿Es concebible siquiera tamaña monstruosidad? La muchacha, soltera, seducida por el mozo de una carnicería, había arrojado a su hijo a un precipicio. ¡Qué espanto! ¡Se demostró que la pobre criatura no había muerto en el acto!
El médico, que figuraba aquella noche entre los comensales del palacio, daba detalles horribles con toda tranquilidad, y hasta parecía admirarse del valor demostrado por aquella madre miserable, que tras dar a luz, sola, había hecho dos kilómetros a pie para asesinar a su criatura. Yrepetía una y otra vez:
—Tiene una constitución de hierro esa mujer. ¡Qué indomable energía necesitó para cruzar el bosque, llevando en brazos al pequeño que lloraba! ¡Me aterra el pensar en semejantes sufrimientos morales! ¡Figúrense ustedes los terrores de aquella alma, las desgarraduras de aquel corazón!. ¡Qué odiosa y despreciable es la vida! Prejuicios viles..., si, señora, prejuicios viles..., un falso sentimiento de la honra, más repugante que el crimen mismo; un cúmulo de sentimientos artificiosos. de odiosa respetabilidad, de decencia abominable, empujan al asesinato, al infanticidio, a desdichadas muchachas que han obedecido sin resistencia a la ley imperiosa de la vida. ¡Qué baldón para la Humanidad el haber establecido una moral semejante, convirtiendo en crimen el abrazo de dos seres!
La barónesa se había puesto pálida de indignación. Y replicó:
—Según eso, doctor, usted coloca el vicio por encima de la virtud y a la prostituta por delante de la mujer honrada. A la que se abandona a sus instintos vergonzosos la considera usted igual a la esposa sin tacha, que cumple con sus deberes en toda su integridad, de acuerdo con su conciencia.
El médico, hombre entrado en años y que había tenido que poner sus manos en muchas llagas, se levantó y dijo con voz firme:
—Usted, señora, habla de cosas que desconoce, porque no ha sentido en si misma las pasiones indomables. Déjeme usted que le relate un suceso reciente, del que fui testigo. ¡Señora baronesa, sea usted siempre indulgente, buena y misericordiosa! ¡Si usted supiese! ... ¡Desdichadas de aquella personas a las que la Naturaleza ha dotado de apetitos ínaplacables! Las gentes tranquilas, que han nacido sin instintos violentos, se conservan honradas por necesidad. A las personas que no se sienten nunca torturadas por los deseos furiosos les resulta fácil mantenerse dentro del deber. Yo veo a mujeres de la clase medía, frías de temperamento, rígidas de costumbres, de apetitos sin exageración y de pasiones moderadas, lanzar gritos de indignación cuando se enteran de las faltas de las mujeres caídas.
Usted, señora baronesa, duerme tranquila en un lecho pacifico en torno al cual no rondan los sueños febriles. Vive usted rodeada de personas parecidas a usted, de conducta igual que la de usted que se hallan defendidas por la castidad instintiva de sus sentídos. Apenas si tiene usted que luchar contra una simulación de arrebato de las pasiones. Cruza, a veces pensamientos nocivos únicamente por vuestro espíritu sin que vuestro cuerpo se revuelva en cuanto la idea tentadora roza su sensibilidad.
Pero en aquellas personas que por un azar nacieron apasionadas, señora, los sentidos son invencibles. ¿Podéis detener en su carrera al viento? ¿Podéis contener la mar embravecida? ¿Podéis encadenar las fuerzas de la Naturaleza? No. Los sentidos son también fuerzas de la Naturaleza, Igual que la mar y el viento
Levantan y arrastran al hombre, lanzándolo a la voluptuosidad. sin que él pueda resistir a la vehemencia de sus ansias. Las mujeres sin tacha son mujeres que carecen de temperamento. Abundan. Yo no atribuyo mérito a su virtud, porque no tienen que luchar. Pero, téngalo usted muy presente, una Mesalina o una Catalina no será jamás mujer casta. No puede serlo. ¡Ha nacido para la caricia vehemente! Los órganos de su cuerpo no se parecen a los vuestros; su carne es distinta, vibra, enloquece mucho más al contacto de otra carne; y cuando vuestros nervios no han sufrido sensación alguna, los de ella están trabajando, la conmueven y se enseñorean de ella. Veamos si es usted capaz de alimentar a un gavilán con esas semillitas redondas que da a su loro. Sin embargo, los dos son pájaros de pico corvo y fuerte. Pero sus instintos no son los mismos.
¡Los sentidos! Si supiera usted la fuerza que tienen! Ellos os hacen pasar noches enteras febril, con la piel cálida, el corazón latiendo precipitado y la imaginación aguijoneada por imágenes enloquecedoras. Mire usted, señora baronesa: las personas de principios inflexibles son, ni más ni menos, que gentes de naturaleza fría, que sienten celos desesperados de las otras, sin que ellas mismas se den cuenta.
El doctor hizo una pausa, y prosiguió:
—Escúcheme, señora: Llamare Elena. a la persona de la que voy a hablar; ésa si que era mujer sensual. Se le despertó la sensualidad desde su primera niñez. Aún antes de que empezase a hablar. Era una enferma, me dirá usted. ¿Por qué? ¿No serán más bien ustedes unas personas desvigorizadas? Me consultaron cuando sólo tenía doce años. Pude comprobar que era ya mujer, y que la acosaban, sin darle tregua, las ansias amorosas. No había más que verla para comprenderlo. Labios gruesos, vueltos hacia afuera, entreabiertos como flores; cuello fuerte, piel cálida, nariz grande, un poco ancha y palpitante; ojos grandes y brillantes, que encendían a los hombres con su mirada.
¿Quién era capaz de sosegar la sangre de aquel animal ardoroso? Se pasaba las noches llorando sin motivo alguno. Sentía angustias de muerte, porque le faltaba el macho.
La casaron, por fin, a los quince años. Dos más tarde, fallecía su marido, tuberculoso. Lo había agotado. Otro acabó de igual manera a los dieciocho meses. El tercero resistió cuatro años, y optó por separarse de ella. Aún estaba a tiempo.
Al quedarse sola, se propuso vivir castamente. Estaba imbuida de todos los prejuicios que ustedes tienen. Un buen día me mandó llamar, porque sufría crisis nerviosas que la tenían intranquila. Comprendí en seguida que su viudez la estaba matando. Se lo dije. Era una mujer honrada, señora baronesa. A pesar de los tormentos que sufría, se negó a echarse un amante, como yo se lo aconsejé.
En el pueblo decían que estaba loca. Salía de casa durante la noche y se daba grandes caminatas para domar las rebeldías de su cuerpo. Luego sufría síncopes, seguidos de espasmos aterradores.
Vivía sola, en un palacio próximo al de su madre, y a los de otros parientes suyos. Iba yo a visitarla de cuando en cuando, no habiendo qué hacer contra la ‘encarnizada voluntad de la Naturaleza, o contra la propia voluntad de aquella mujer.
Pues bien: una noche, a eso de las ocho, cuando yo acababa de cenar, llegó a mi casa. Así que estuvimos a solas, me dijo:
—Estoy perdida. ¡Me encuentro encinta!
Pegué un bote en mi silla.
—¿Cómo dice?
—¡Que estoy encinta!
—¿Usted?
—Sí, yo.
Bruscamente, con voz entrecortada, mirándome a los ojos, dijo:
—Estoy encinta de mi jardinero, doctor. Un día que me paseaba por el parque sufrí un mareo. El hombre me vio caer, acudió en mi ayuda, y me levantó en sus brazos para llevarme al palacio. ¿Hice yo algo? ¡Lo ignoro! ¿Lo abracé, lo besé? ¡Acaso sí! Usted está al corriente de mi desgracia de mi vergüenza. Sea como sea, me hizo suya. Soy culpable, porque volví a entregarme a él de igual manera al día siguiente, muchos más. ¡Se acabó! Ya me era imposible resistir.
La mujer dejó escapar un sollozo, y prosiguió con altivez:
—Le pagaba un tanto; prefería hacer eso antes que echarme amante, como usted me aconsejó. Me ha dejado embarazada. No tengo para usted recovecos ni vacilaciones. He intentado provocar el aborto. Me he bañado en agua casi hirviendo, he montado caballos muy ariscos, he hecho gimnasia en el trapecio, he tomado pócimas, ajenjo, azafrán y otras cosas más. Y no he conseguido nada. Usted conoce a mi madre y a mis hermanos, ¿verdad? Estoy perdida. Mi hermana está casada con un hombre honrado. Mi deshonra caerá sobre todos ellos. Y ¡qué decir de todos nuestros amigos, de la gente del pueblo, de nuestro buen nombre..., de mi madre...!
Rompió en sollozos. La tomé de las manos y procedí a interrogarla. Por último, la aconsejé que emprendiese un viaje largo y fuese a dar a luz lejos de la región.
Ella contestaba: «Sí..., sí..., sí...»; pero no parecía estar escuchándome.
Se marchó.
La hice varias visitas. Aquella mujer empezaba a desvariar. El pensamiento de aquel niño que iba creciendo en su vientre, de aquella ignominia vivía, se había clavado en su alma como aguda flecha. No dejaba un instante de pensar en ello, no se atrevía a salir de día, ni a recibir visitas por miedo a que se descubriese su secreto vergonzoso. Todas las noches se desnudaba delante de la luna del armario y contemplaba la deformación de su contorno; y después se metía una toalla en la boca para ahogar sus gritos, y se tiraba al suelo. Se levantaba veinte veces de la cama, encendía la luz, y volvía a ponerse frente al ancho espejo. que le presentaba la imagen de su cuerpo abultado. Y, entonces, fuera de si, se daba puñetazos en el vientre, queriendo matar al ser aquel que era su ruina. Se trabó una lucha terrible entre los dos. Pero él no se moría; al contrario, se movía constantemente como si se defendiese. Elena se revolcaba sobre el suelo entarimado para aplastar al que llevaba dentro. Durmió con un peso encima, para ahogarlo. Lo odiaba. como se odia al enemigo encarnizado que amenaza nuestra vida.
Tras estas luchas inútiles, tras estos forcejeos impotentes por desembarazarse de él, huía por los campos, corría desatinada, enloquecida de dolor y de espanto.
Un día la recogieron por la mañana en un arroyo, con los pies metidos en el agua, y la mirada extraviada; la gente supuso que se trataba de un acceso de locura, pero no imaginó la verdad.
Estaba atenazada por una idea fija. Arrancar de su cuerpo aquel. hijo maldito.
Durante una velada, se le ocurrió a su madre decirle riendo:
«¡Cómo estás engordando, Elena! Si tuvieses el marido en casa, yo hubiera creído que estás encinta.»
Estas palabras debieron de ser para ella una puñalada mortal. Dio por terminada su visita, y regresó inmediatamente a su propia casa.
¿Qué ocurrió allí? Volvió sin duda a contemplar durante largo rato su vientre hinchado; sin duda, se dio golpes en él, hasta causarse lastimaduras, y como todas las noches, hizo que chocase contra las esquinas de los muebles. Por último, bajó descalza a la cocina, abrió el armario y echó mano del cuchillo de gran tamaño con que trinchaban la carne. Subió otra vez a su habitación, encendió cuatro velas, y tomó asiento en una silla de mimbre, delante del espejo.
Entonces, irritada y movida de rencor contra aquel embrión desconocido y aterrorizador, resuelta a arrancárselo del seno y a matarlo al fin, a retorcerle el cuello y arrojarlo lejos de sí, buscó el sitio exacto donde se movía aquella larva, y dándose un golpe con la afilada cuchilla, se rajó el vientre.
Debió de actuar con gran rapidez y habilidad, porque consiguió agarrar a aquel enemigo al que hasta entonces no había podido llegar. Tiró de una pierna, lo arrancó del seno, e intentó tirarlo a las cenizas del hogar. Pero no había cortado las ligaduras que lo ataban a ella, quizá antes de darse cuenta de lo que tenía que hacer para arrancarlo de sí, cayó sin sentido, encinta de su hijo, ahogado en una oleada de sangre.
¿Cree usted, señora baronesa, que fue de veras culpable?
El médico se calló y esperó. La baronesa no contestó.
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