UN HIJO
La alegre primavera derramaba vida en el jardín lleno de flores por el que se paseaban los dos antiguos amigos senador el uno y el otro miembro de la Academia Francesa.
Ambos eran personas serias, muy lógicos en el discurrir pero solemnes, como gente de nota y de fama.
Empezaron charlando de política, y dijo cada cual lo que pensaba; no era aquélla una cuestión de ideas, sinó de hombres, porque en política tiene más importancia la personalidad que la razón. Removieron luego ciertos recuerdos personales, y después se callaron, siguiendo emparejados su paseo. La tibieza del aire empezaba a enervarlos.
Un gran encañado de alhelíes exhalaba sus aromas dulzones y suaves; flores de toda especie y matiz perfumaban la brisa, y un cítiso cargado de amarillos racimos de flores desparramaba a todos los vientos su tenue polvillo, vapor de oro que trascendía a miel y que llevaba por el espacio sus gérmenes embalsamados, como los polvos que preparan los perfumistas llevan la caricia de sus aromas.
El senador se detuvo para aspirar la nube fecundante y se quedó contemplando aquel árbol, que parecía un sol en todo su esplendor amoroso, desde el que alzaban el vuelo los gérmenes. Y dijo:
—¡Y pensar que estos átomos imperceptibles, de olor tan agradable, harán estremecerse a cien leguas de aqui la fibra y la savia de árboles hembras y producirán plantas con raíces, que se desarrollarán de un germen jgual que nosotros; que tendrán una existencia limitada, como nosotros, y que dejarán un día su puesto a otros de su misma esencia, del mismo modo que lo hacemos nosotros
Y agregó el señor senador, sin moverse de junto al citiso radiante, cuyos vivificadores perfumes se desprendían a cada estremecimiento del aire que lo rodeaba:
— ¡Ay guapo mozo, apurado te ibas a ver para calcular tus hijos! Aquí tenemos un fulano que los engendra sin gran trabajo, que los suelta sin remordimientos y que ya no se preocupa de ellos.
Entonces habló el académico:
—Poco más o menos, lo mismo que nosotros.
El senador reanudó su charla:
—Sí, no niego yo que no los abandonemos algunas veces; pero lo hacemos a sabiendas, y ahí está nuestra -superioridad.
Su acompañante movió la cabeza:
—No es eso lo que yo quiero decir; mi pensamiento es éste: que no hay hombre que no sea padre de hijos que él no conoce: los clasificados como de «padres desconocidos» y que él ha engendrado lo mismo que engendra este árbol, casi inconscientemente.
Si hiciésemos un recuento de las mujeres con quienes hemos tenido comercio amoroso, nos veríamos tan apurados como este cítiso que usted ha interpelado, si pretendiese enumerar su descendencia.
Si recapitulamos, tomando bien’ en consideración los contactos pasajeros, los de una hora, creo que no andaríamos descaminados al calcular en doscientas o trescientas las mujeres con las que hemos tenido relaciones íntimas entre los dieciocho y los cuarenta años.
¿Está usted seguro, amigo mío, de que entre tantas no ha habido por lo menos una a la que usted haya fecundado? Y en ese caso tiene usted en el arroyo o en presidio un pillastre de hijo que se dedica a robar o asesinar a las gentes honradas; es decir, a nosotros; y si no, una hija en algún lugar de mala nota, o, suponiendo que haya tenido la fortuna de que su madre la haya echado a la inclusa, estará hoy de cocinera en cualquier casa.
Piense, además, que casi todas las mujeres que llamamos «públicas» son madres de uno o dos hijos de padre desconocido, engendrados al azar de sus contactos amorosos de diez o veinte francos. Este oficio, como todos, tiene sus ganancias y sus quiebras. Un retoño de esta clase es una de las quiebras de la profesión. ¿Quién los engendró? Usted.... yo..., nosotros todos; los hombres que nos llamamos honrados. Son el fruto de una alegre cena en pandilla de amigos, de una noche de juerga, de una de esas horas en que nuestra carne retozona nos pide aparearnos con una hembra cualquiera.
Hijos nuestros son los ladrones, los merodeadores. la chusma. Siempre salimos ganando, pues podría darse el caso inverso, porque también estos tunantes son capaces de engendrar.
Quiero referirle una historia muy desagradable de la fui actor y de la que me remuerde la conciencia. Es un peso constante; más aún, una zozobra permanente, incertidumbre que nada consigue aplacar y que a veces me atormenta de un modo horrible.
A la edad de veinticinco años emprendí un viaje a pie por la Bretaña, acompañado por un amigo mío que hoy es consejero de Estado.
Al cabo de quince o veinte días de marchas desatinadas, después de visitar las costas del Norte y una parte del Finisterre, llegamos a Douarnez; desde allí, y en una sola etapa. nos trasladamos a la salvaje punta del Raz, en la bahía de los Trepassés, quedándonos a pasar la noche en un pueblo del que sólo recuerdo que su.nombre acababa en «of». Al día siguiente mi compañero tuvo que guardar cama, víctima de un extraño abatimiento. He dicho cama por rutina, pues teníamos por lecho dos simples haces de paja.
Quedarse enfermo allí era una locura. Le obligué a levantarse, y llegamos a Audierne a eso de las cuatro o cinco de la tarde.
Al día siguiente se sintió algo mejorado; nos pusimos de nuevo en camino, pero durante la marcha le atacó un malestar intolerable y apenas si conseguimos llegar, con gran trabajo, a Pont-L’Abbé. Allí, al menos, podíamos alojarnos en un mesón. Mi amigo se acostó; vino a verle un médico de Quimper y comprobó que estaba muy febril, pero sin concretar de qué provenía la fiebre.
¿Ha estado usted alguna vez en Pont-L’Abbé?...¿No?...
Es la población más bretona de la Bretaña por excelencia, que va desde la punta del Raz hasta Morbihan, región que encierra la esencia de las costumbres de las leyendas, de las usanzas bretonas. Es un rincón de tierra que sigue hoy lo mismo que ayer. Puedo decir que no ha cambiado, porque allí voy todos los años, por desgracia mía.
Tiene un viejo castillo que hunde el pie de sus torres en un gran estanque triste, muy triste, y por cuyo cielo la cruzan las aves de rapiña. Arranca de allí un río, que los barcos, de cabotaje remontan hasta la misma ciudad. Por las estrechas calles de casas antiguas pasan hombres con sombrero de copa, chaleco bordado y chupa de cuatro faldillas: la primera, no mayor que la palma de la mano, y que cubre apenas los omoplatos, y la última, que ternima exactamente donde empieza el fondillo del pantalón. Las jóvenes, altas, hermosas, frescachonas, llevan el pecho aplastado dentro de un justillo de paño que las rodeap como una coraza, las oprime y no deja siquiera adivinar sus senos turgentes y martirizados; su tocado es más extraño: llevan en las sienes dos placas bordadas en color, que les encuadran el rostro y sujetan los cabellos, del que caen en tabla por detrás de la cabeza y se doblan luego hacia arriba, juntándose en lo alto, sujetos por un gorrito de forma curiosa, que suele estar bordado con hilos de oro o de plata.
La criada de nuestro mesón tendría a lo sumo dieciocho años, y era de ojos muy azules, de un azul pálido, perforado por los dos puntitos negros de sus pupilas; los dientes, pequeños, apretados, puestos casi siempre al descubierto por su sonrisa, parecían capaces de triturar granito.
No sabía una sola palabra de francés, porque hablaba el bretón, como les ocurre a casi todos sus convecinos.
Mi amigo no mejoraba, y aunque no se le declaraba abiertamente ninguna enfermedad, el médico insistía en prohibirle que se pusiese en camino, obligándole a guardar reposo. Me pasaba, pues, los días junto a su cama, y la criadita entraba y salía constantemente, ya para servirle de comer, y para llevarle alguna infusión.
Yo le hacía siempre travesuras, cosa que la divertía, pero no nos hablábamos, cómo es de suponer, porque no podíamos entendernos.
Cierta noche que yo había velado hasta muy tarde junto a la cama del enfermo, me crucé, al volver a mi habitación con la mocita, que se recogía en la suya. La puerta de la mía estaba abierta; bruscamente, y sin reflexionar en lo que hacía, más bien por jugar que por otra cosa, la cogí por el talle y, sin darle tiempo a reaccionar, la metí en mi cuarto y cerré la puerta. Ella me miró azorada, enloquecida, espantada, no atreviéndose, sin duda, a gritar por miedo al escándalo, a que la despidiesen los amos, por de pronto, y a que le cerrase tal vez su padre las puertas de su casa.
Había empezado por. ser una broma; pero así que la tuve en mi habitación, me acometió el deseo de hacerla mía. Se trabó entre los dos una lucha larga y silenciosa, un cuerpo á cuerpo parecido al de los atletas, con tensiones de brazos, crispaduras y retorcimientos de cuerpo, respiración jadeante y sudores. Se defendía valerosamente; a veces golpeábamos un mueble, un tabique, una silla y entonces, sin soltarnos, permanecíamos inmóviles algunos. segundos, por temor a que con el ruido se hubiese despertado alguien; después reanudábamos la encarnizada lucha: yo, atacando, y ella, resistiendo.
Agotada, al fin, cayó al suelo y la hice mía allí mismo, brutalmente.
Así que pudo levantarse, corrió hacia la puerta, tiró del pestillo y huyó.
Apenas si tropecé con ella los días siguientes; no consentía que me acercase. Sanó mi camarada y nos preparamos a reanudar la marcha; la víspera de nuestra partida, a media noche, la vi entrar en mi cuarto, descalza, en camisa.
Se echó en mis brazos, me abrazó con frenesí y se quedo conmigo hasta el amanecer, besándome, acariciándome, llorando, sollozando, demostrándome su ternura y su desesperación como puede hacerlo una mujer que no sabe una palabra de nuestro idioma.
Antes de ocho días había ya olvidado aquella aventura tan vulgar y frecuente para el que viaja, por ser regla en los mesones que las criadas distraigan de ese modo a los viajeros.
No volví a acordarme de ella en treinta años, y tampoco en ese tiempo a Pont-L’Abbé.
Pero el año 1876 me llevó allí la casualidad, durante una excursión que hice a Bretaña, con objeto de documentarme para un libro y posesionarme bien del paisaje.
Lo encontré todo igual. Seguía el castillo bañando sus muros grisáceos en el estanque, a la. entrada de la pequeña ciudad, y el mesón estaba en el mismo sitio, aunque arreglado, renovado, con aspecto más moderno. Me recibieron, al llegar, dos jóvenes bretonas de unos dieciocho años, lozanas y amables, acorazadas en su estrecho justillo de paño, con su casquete plateado en la cabeza y sus grandes placas bordadas sobre las orejas.
Serían las seis de la tarde. Me senté a la mesa para cenar; el dueño atendía en persona a mi servicio, y la fatalidad me impulsó a preguntarle:
¿Ha conocido usted a los anteriores dueños de esta casa? Hace ya treinta años que me alojé aquí durante diez días. No le hablo de ayer.
Me contestó:
—Eran mis padres, caballero.
Le expliqué entonces cómo habla sido el detenerme, debido a la enfermedad de mi compañero. No me dejó terminar:
—Lo recuerdo perfectamente. Tendría yo entonces quince o dieciséis años. Dormía usted en la habitación del fondo, y su amigo, en una que da a la calle, y que ahora ocupo yo.
Solo entonces se me representó en la memoria con gran viveza la imagen de la criadita, y le pregunté:
—¿Se acuerda usted de una joven criadita que en aquel entonces tenía su padre? Si no me engaña el recuerdo, tenía unos ojos muy lindos y una hermosa dentadura.
—¡Ya lo creó que me acuerdo! Murió de parto al poco tiempo.
Extendió la mano hacia el establo, llamando mi atención un hombre, flaco y cojo, que removía el estiércol, y agregó:
—Ese es su hijo.
Me eché á reír:
—No tiene nada de guapo, y en nada se parece a su madre. Habrá salido, sin duda, al padre.
El mesonero dijo:
—Es posible, pero no .se llegó a saber quién era. Murió ella sin decirlo, y nadie sabía que tuviese novio. La noticia de que estaba encinta cayó como una bomba. Nadie quería creerlo.
Sentí una sacudida desagradable, una de esas punzada dolorosas que nos encogen el corazón cuando nos amenaza un pesar muy hondo. Volví la vista hacia el hombre del establo. Había sacado agua del pozo y avanzaba cojeando, cargado con dos cubos, haciendo un penoso esfuerzo con la pierna más corta. Iba desharrapado, horriblemente sucio, y sus cabellos enmarañados le caían en las mejillas como cuerdas retorcidas.
El mesonero siguió diciendo:
—Sirve para poco, y lo guardamos por caridad en la casa. Si hubiera recibido la educación que los demás, tal vez no hubiera llegado a lo que ha llegado; pero ¿cómo va a ser? Sin padre, sin madre, sin dinero. Mis padres tuvieron compasión del niño; pero en fin de cuentas no era nada suyo, como comprenderá.
Me callé.
Me dieron la misma habitación; no pegué, el ojo en toda la noche, pensando en aquel mozo de establo y planteándome la misma pregunta: «¿Y si fuese hijo tuyo, despues de todo? ¿Habré sido, pues, capaz de matar a la joven -aquella y de engendrar un ser como ése?» ¡Claro que era posible!
Tomé la resolución de hablar con aquél hombre y de averiguar exactamente la fecha de su nacimiento Bastaría una diferencia de dos meses en el cómputo para que desapareciesen mis temores.
Lo mandé llamar al día siguiente; pero tampoco hablaba palabra de francés. Parecía, además, no darse por enterado de nada, e ignoraba hasta su edad, que yo le pregunté valiéndome de una de las criadas.
Permanecía delante de mí con aire estúpido, dando vueltas al sombrero entre sus manazas huesudas y repugnantes, pero con algo que recordaba a su madre en la comisura de los labios y en el rabillo del ojo.
Vino el patrón y trajo el certificado de nacimiento de aquel desgraciado. Había nacido a los ocho meses y veintiocho días de mi paso por Pont-L’Abbé. Recordaba yo perfectamente que había llegado a Lorient el 15 de agosto. El certificado hacía constar: «Padre desconocido.» La madre se había llamado en vida- Juana Kerradec.
Mi corazón se puso a latir apresuradamente. Tan grande era mi emoción, que ni hablar podía; miraba a aquel bruto, cuyas largas guedejas amarillas parecían un estercolero más sórdido que el de la cuadra; el pobre diablo, desconcertado por mi mirada, volvía la cabeza a otro lado y hacía intención de retirarse.
Me pasé el día paseando a lo largo del riachuelo, sumido en dolorosas reflexiones. Pero ¿a qué conducía el reflexionar? No había medio de llegar a una conclusión definitiva. Horas y horas estuve pesando las razones en pro o en contra de mi presunta paternidad, desazonándome con toda clase de intrincadas suposiciones, para quedar siempre en la más horrible incertidumbre o caer en el convencimiento, más atroz todavía, de que aquel hombre era mi hijo.
Me retiré sin cenar a mi habitación. Estuve mucho rato sin conseguir conciliar el sueño; pero al fin me dormí, entre sobresaltos y pesadillas insoportables. Soñaba con aquel bribón, que se me reía en mis narices llamándome «papá»; de pronto se transformaba en un perro y me daba mordiscos en las pantorrillas; por mucho que yo corría, él me daba caza; pero en lugar de ladrar, hablaba, insultándome; más tarde comparecía él ante mis colegas de Academia, con objeto de que dictaminasen si yo era, en efecto, su. padre; uno de los académicos exclamaba: «¡No cabe duda alguna! Miren cómo se le parece.» En efecto, yo mismo reconocía el parecido. Me despertaba con aquella idea clavada en el cerebro y con unos deseos locos de ver de nuevo a aquel hombre, para comprobar si en efecto teníamos rasgos comunes.
Era domingo; me acerqué a él cuando iba a misa y le di cinco francos, al mismo tiempo que examinaba con ansiedad los rasgos de su cara. Soltó otra vez su risa estúpida, cogió el dinero y, desasosegado por la insistencia con que le miraba, se escapó, después de tartajear una frase confusa, que sin duda quería decir «gracias».
Transcurrió para mí el día tan angustioso como el anterior. Cerca ya de la noche llamé al hotelero y le dije, a la vuelta de mil precauciones, habilidades y disimulos, que aquel pobre diablo abandonado de todos y privado de todo había despertado mi interés y que deseaba hacer algo en favor suyo.
Aquel hombre me contestó:
—¡ No se le ocurra a usted semejante cosa! Es hombre perdido, y no sacará usted más que disgustos. Yo me sirvo de él para limpiar las cuadras, y no sirve para otra cosa. A cambió, lo mantengo y duerme en la cuadra misma. No necesita más. Si dispone usted de algún pantalón viejo, déselo, aunque a los ocho días lo tendrá hecho harapos.
No insistí, diciéndole que ya le diría lo que decidía.
Aquel granuja volvió por la noche con una borrachera espantosa; estuvo a pique de pegar fuego a la casa, golpeó bárbaramente a uno de los caballos con un azadón, y, en resumidas cuentas, mi generosidad tuvo como consecuencia que durmiese aquella noche al raso, bajo la lluvia y el barro.
Al día siguiente me suplicaron que no volviese a darle dinero. El aguardiente le ponía loco furioso, y en cuanto tenía una moneda en el bolsillo la empleaba en alcohol. El mesonero agregó:
—Darle dinero es como querer matarlo.
No lo había tenido nunca, jamás, salvo algunos céntimos que le tiraban los viajeros, y todos iban, sin remisión, a la taberna.
Me quedé horas enteras en la habitación, frente a un libro abierto, que simulaba leer, aunque, a decir verdad, tenía la mirada fija en aquel idiota, ¡hijo mío, hijo mío!, buscándole algún parecido con mi persona. A fuerza de buscar, creí distinguir en su frente y en el arranque de la nariz ciertas semejanzas, y acabé convencido de que existía el parecido, aunque lo disimulaba aquella horrible pelambrera de su cabeza y la diferencia en el vestir.
Si hubiese permanecido más tiempo, habrían llegado a sospechar algo; me marché, pues, con el corazón destrozado, dejando al mesonero algún dinero para que lo emplease en beneficio de su mozo de cuadras.
Seis años llevo ya con este pensamiento, con esta horrible incertidumbre, con esta odiosa duda encima. Una fuerza invencible me lleva todos los años a Pont.L’Abbé. Año tras año me impongo el castigo de ver cómo chapotea aquel bruto en su estercolero, imaginándome que se me parece y buscando en vano la manera de hacer algo por él. Y año tras año vuelvo aquí más lleno de indecisiones, de sufrimientos, de ansiedades.
He intentado educarlo; es irremediablemente idiota. He intentado hacerle la vida más llevadera; es un, borracho incorregible y gasta en alcohol todo el dinero que le dan, y cuando se le procura ropa nueva, él se las arregla muy bien para venderla y hacerse con dinero para beber.
He intentado tocar la fibra sensible de su amo, a fin de que lo trate con mayores consideraciones, con cargo a mi bolsillo, desde luego. El mesonero acabó mostrándose asombrado, y me contestó, con muy buen sentido:
—Caballero, cuanto haga por él servirá para su perdición. Es preciso que esté como preso. En cuanto puede holgar y darse buena vida, se convierte en un bicho maligno. Si usted desea hacer buenas obras, hay por ahí muchos niños abandonados; fíjese en uno que merezca la pena.
¿Qué podría contestarle?
Si yo dejase traslucir la más vaga sospecha de estas dudas que me atormentan, estoy muy seguro de que aquel cretino se las ingeniaría para explotarme, para comprometerme, para perderme. Pronto me llamaría «papá», igual que en mis sueños.
Cuando pienso que he matado a la made y que he fraguado la perdición de este ser atrofiado, larva de cuadra que ha prendido y crecido en el estiércol; de este hombre que en nada se hubiera diferenciado de los demás, si como los demás hubiese sido educado!...
No podría usted imaginarse la sensación rara, confusa e intolerable que experimento cuando lo tengo delante y pienso que aquello ha salido de mí, que está unido a mí por el íntimo lazo que une al padre con el hijo, y que, gracias a las terribles leyes de la herencia, es otro yo mismo en mil detalles, en su sangre y en su carne, y se dan en él 1os mismos gérmenes de enfermedades, idénticos fermentos de pasiones.
No se apaga jamás en mí la necesidad dolorosa que siento de verlo; y viéndolo, sufro; horas y horas me paso a la ventana viendo cómo recoge y acarrea los excrementos de los animales, y no dejo de pensar: «¡Es mi hijo!»
Y hasta, en ocasiones, me entran unos anhelos insufribles de abrazarlo; peró ni siquiera he llegado a tocar su puerca mano.
El académico se calló. Su acompañante, el político, dijo muy quedo:
—No cabe duda de que deberíamos prestar más atención a los hijos que no tienen padre.
Una ráfaga de aire atravesó el árbol amarillo, sacudiendo sus racimos de flores, y envolvió a los dos ancianos en una nube odorífera que ellos aspiraron a pleno pulmón.
El senador agregó:
—Sería una felicidad tener veinticinco años, y hasta dejar por ahí otro hijo como ése.
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