LA TUMBA
El diecisiete de julio de mil ochocientos ochenta y tres, a las dos y media de la mañana, el guarda del cementerio de Béziers, que vivía en un pequeño pabellón en el extremo del campo de los muertos, fue despertado por los ladridos de su perro encerrado en la cocina.
Bajó al punto y vio que el animal olfateaba debajo de la puerta ladrando con furia, como si algún vagabundo merodease alrededor de la casa. El guarda Vincent cogió entonces su escopeta y salió con precaución.
El perro echó a correr en dirección a la avenida del general Bonnet y se paró en seco junto al mausoleo de la señora Tonloiseau.
Avanzando entonces con precaución, el guarda vislumbró enseguida una lucecita hacia la avenida Malenvers. Se deslizó entre las tumbas y fue testigo de un acto horrible de profanación.
Un hombre había desenterrado el cadáver de una mujer joven sepultada la víspera, y la sacaba en ese momento de la tumba.
Una pequeña linterna sorda, colocada sobre un montón de tierra, alumbraba aquella escena repugnante.
Tras lanzarse sobre aquel miserable, el guarda Vincent lo derribó, le ató las manos y lo condujo al puesto de policía.
Era un joven abogado de la ciudad, rico y bien considerado, que se llamaba Courbataille.
Fue juzgado. El ministerio fiscal recordó los actos monstruosos del sargento Bertrand1 y conmocionó al auditorio.
Escalofríos de indignación recorrían la multitud. Cuando se sentó el magistrado estallaron gritos de: «¡A muerte! ¡A muerte!» Al presidente del tribunal le costó gran esfuerzo que se restableciera el silencio.
Luego dijo en tono grave:
—Acusado, ¿qué tiene usted que decir en su defensa?
Courbataille, que no había querido abogado, se puso en pie. Era un joven guapo, alto, moreno, de cara franca, rasgos enérgicos y mirada audaz.
Del público brotaron silbidos.
Él no se alteró, y empezó a hablar con voz algo velada, algo baja al principio, pero que fue afirmándose poco a poco.
—Señor presidente,
»Señores jurados:
»Tengo muy poco que decir. La mujer cuya tumba violé había sido mi amante. La amaba.
»La amaba no con un amor sensual, no con una simple ternura de alma y corazón, sino con un amor absoluto, completo, con pasión desesperada.
»Escúchenme:
»Cuando la conocí por primera vez, al verla sentí una sensación extraña. No fue sorpresa ni admiración, no fue lo que se llama un flechazo, sino un sentimiento de bienestar delicioso, como si me hubieran metido en un baño de agua tibia. Sus gestos me seducían, su voz me fascinaba, al mirarla toda su persona provocaba en mí un placer infinito. Me parecía además que la conocía hacía mucho, que ya la había visto. Llevaba en ella un no sé qué de mi propio espíritu.
»Me parecía una especie de respuesta a un llamamiento lanzado por mi alma, a ese llamada vaga y continuada que lanzamos a la Esperanza durante todo el curso de nuestra vida.
»Cuando la conocí un poco más, el solo pensamiento de volver a verla me turbaba de un modo exquisito y profundo; el contacto de su mano y la mía suponía tal delicia para mí que antes nunca lo hubiera imaginado; su sonrisa derramaba en mis ojos una alegría frenética, me daba deseos de correr, de bailar, de rodar por el suelo.
»Así pues se convirtió en mi amante.
»Fue más que eso, fue mi vida misma. Yo no esperaba nada más en la tierra, no deseaba nada, nada más. No anhelaba nada más.
»Al día siguiente se le declaró una fluxión de pecho. Ocho días más tarde, expiraba.
»Durante las horas de agonía, el asombro y el espanto me impidieron comprender bien y reflexionar.
«Cuando estuvo muerta, la desesperación brutal me dejó tan aturdido que no tenía siquiera pensamiento. Lloraba.
»Durante todas las horribles fases del entierro, mi dolor agudo y furioso seguía siendo un amor de loco, una especie de dolor sensual, físico.
«Luego, cuando hubo partido, cuando estuvo enterrada, mi espíritu se aclaró de pronto y pasé toda una serie de sufrimientos morales tan espantosos que hasta el amor mismo que ella me había dado resultaba caro a tal precio. Entonces me obsesionó esta idea fija: “Nunca más volveré a verla.”
«Cuando se piensa en esto durante todo un día, se apodera de uno la demencia. ¡Piensen! ¡Un ser que te adora, un ser único, porque en toda la extensión de la tierra no existe otro que se le parezca! Ese ser se ha entregado a vosotros, crea con vosotros esa unión misteriosa que se llama el Amor. Sus ojos os parecen más vastos que el espacio, más fascinantes que el mundo, esos ojos claros donde sonríe la ternura. Ese ser os ama. Cuando os habla, su voz derrama una oleada de felicidad.
»¡Y de golpe desaparece! ¡Piensen! Desaparece no solo para ustedes, sino para siempre. Está muerto. ¿Comprenden esta palabra? Nunca, nunca, nunca, en ninguna parte volverá a existir ese ser. Nunca esos ojos mirarán ya nada; nunca esa voz, nunca una voz semejante, entre todas las voces humanas, pronunciará de la misma forma una siquiera de las palabras que pronunciaba la suya.
»Nunca ningún rostro volverá a nacer semejante al suyo. ¡Jamás, jamás! Se guardan los moldes de las estatuas; se conservan las marcas que permiten reconstruir los objetos con los mismos contornos y los mismos colores. Pero ese cuerpo y esa cara nunca volverán a reaparecer sobre la tierra. Y sin embargo nacerán millares de criaturas, millones, miles de millones, y mucho más aún, y entre todas las mujeres futuras ésa no volverá a renacer. ¿Es posible? Pensando en ello, uno se vuelve loco.
»Ha vivido veinte años, no más, y ha desaparecido para siempre, para siempre, para siempre.
»Ella pensaba, sonreía, me amaba. Nada más. Las moscas que mueren en otoño son tantas como nosotros en la creación. Nada más. Y yo pensaba que su cuerpo, su cuerpo fresco, cálido, tan dulce, tan blanco, tan hermoso, iba a pudrirse en el fondo de un ataúd bajo tierra. Y su alma, su pensamiento, su amor, adónde?
»¡No volver a verla! ¡No volver a verla! Me atormentaba la idea de ese cuerpo descompuesto que, sin embargo, acaso yo pudiera reconocer. ¡Y quise contemplarlo una vez más!
»Salí con una azada, una linterna y un martillo. Salté la tapia del cementerio. Encontré el agujero de su tumba; aún no lo habían tapado por completo.
»Descubrí el féretro. Y levanté una tabla. Un olor abominable, el aliento infame de las putrefacciones subió hasta mi cara. ¡Oh, su lecho, perfumado de lirios!
»¡Abrí sin embargo el ataúd, y hundí dentro mi linterna encendida, y la vi. ¡Tenía la cara azulada, tumefacta, espantosa! De su boca había fluido un líquido negro.
»¡Ella! ¡Era ella! Me sobrecogí de horror. ¡Pero estiré el brazo y cogí su pelo para atraer hacia mí aquella cara monstruosa!
»Fue entonces cuando me detuvieron.
»Toda la noche guardé, como se guarda el perfume de una mujer tras un abrazo amoroso, el aroma inmundo de aquella podredumbre, el aroma de mi amada.
»Hagan ustedes de mí lo que quieran.»
Un extraño silencio se dejó caer sobre la sala. Todos parecían esperar algo más. Los jurados se retiraron para deliberar.
Cuando regresaron al cabo de unos minutos, el acusado parecía no temer nada e incluso faltarle la capacidad de pensar.
El presidente, con las fórmulas de costumbre, le anunció que sus jueces lo declaraban inocente.
Él no hizo ni un gesto, y el público aplaudió.
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