Historias de fantasmas
Charles Dickens
Índice
El manuscrito de un loco
La historia del viajante de comercio
La historia de los duendes que secuestraron a un enterrador
La historia del tío del viajante
El barón de Grogzwig
Una confesión encontrada en una prisión de la época de Carlos II
Para leer al atardecer
Juicio por asesinato
Fantasmas de Navidad
La novia del ahorcado
La visita del señor Testador
La casa hechizada. Los mortales de la casa
Para leer al atardecer
Uno, dos, tres, cuatro, cinco. Eran cinco.
Cinco correos sentados en un banco en el exterior del convento situado en la
cumbre del Gran San Bernardo, en Suiza, contemplando las remotas cumbre teñidas por
el sol poniente, como si se hubiera derramado sobre la cima de la montaña una gran
cantidad de vino tinto que no hubiera tenido tiempo todavía de hundirse en la nieve.
Este símil no es mío. Lo expresó en aquella ocasión el más vigoroso de los correos,
que era alemán Ninguno de los otros le prestó más atención de lo que me habían
prestado a mí, sentado en otro banco al otro lado de la puerta del convento, fumándome,
mi cigarro, como ellos, y también como ellos con templando la nieve enrojecida y el
solitario cobertizo cercano en donde los cuerpos de los viajeros retrasa dos iban
saliendo, y desaparecían lentamente sin que pudiera acusárseles de vicio en aquella fría
región
Mientras contemplábamos la escena el vino d, las cumbres montañosas fue
absorbido; la montaña, se volvió blanca; el cielo tomó un tono azul muy os curo; se
levantó el viento y el aire se volvió terrible mente frío. Los cinco correos se abotonaron
lo abrigos. Como un correo es el hombre al que resulta más seguro imitar, me abotoné el
mío.
La puesta de sol en la montaña había interrumpido la conversación de los cinco
correos. Era una vista sublime con todas las probabilidades de interrumpir una
conversación. Pero ahora que la puesta de sol había terminado, la reanudaron. Yo no
había oído parte alguna de su discurso anterior, pues todavía no me había separado del
caballero americano que en el salón para viajeros del convento, sentado con el rostro de
cara al fuego, había tratado de transmitirme toda la serie de acontecimientos causantes
de que el Honorable Ananias Dodger hubiera acumulado la mayor cantidad de dólares
que se había conseguido nunca en un país.
—¡Dios mío! —dijo el correo suizo hablando en francés, lo que a mí no me parece,
tal como les suele suceder a algunos autores, una excusa suficiente para una palabra
pícara, y sólo tengo que ponerla en esa lengua para que parezca inocente—. Si habla de
fantasmas...
—Pero yo no hablo de fantasmas —contestó el alemán.
—¿De qué habla entonces? —preguntó el suizo. —Si lo supiera—contestó el
otro—, probablemente sería mucho más sabio.
Pensé que era una buena respuesta y me produjo curiosidad. Por eso cambié de
posición, trasladándome a la esquina de mi banco más cercana a ellos, y así, apoyando la
espalda en el muro del convento, les escuché perfectamente sin que pareciera estar
haciéndolo.
—¡Rayos y truenos! —exclamó el alemán calentándose—. Cuando un determinado
hombre viene a verte inesperadamente, y sin que él lo sepa envía un mensajero invisible
para que tengas la idea de él et la cabeza durante todo el día... ¿cómo le llama a eso
Cuando uno camina por una calle atestada de gen te, en Frankfurt, Milán, Londres o
París, y piensa, que un desconocido que pasa al lado se asemeja a amigo Heinrich, y
luego otro desconocido se parece a tu amigo Heinrich, y empiezas a tener así la extraña
idea de que vas a encontrarte con tu amigo Heinrich... y eso es exactamente lo que
sucede, aunque unos creían que su amigo estaba en Trieste... ¿cómo le llama a eso?
—Tampoco eso es nada infrecuente —murmuraron el suizo y los otros tres.
—¡Infrecuente! —exclamó el alemán—. Es algo tan común como las cerezas en la
Selva Negra. Es algo tan común como los macarrones en Nápoles. ¡Y lo de Nápoles me
recuerda algo! Cuando la vieja marquesa Senzanima lanza un grito con las cartas de la
uija —y fui testigo, pues sucedió en una familia mía bávara y aquella noche estaba yo a
cargo del servicio—, digo que cuando la vieja marquesa se levanta de la mesa de cartas
blanca a pesar del carmín y grita: «¡mi hermana de España ha muerto! ¡He sentido en mi
espalda su contacto frío!»... y cuando resulta que la hermana ha muerto en ese
momento... ¿cómo le llama a eso?
—O cuando la sangre de San Genaro se licúa porque se lo pide el clero... como
todo el mundo sabe que sucede con regularidad una vez por año, en mi ciudad natal —
añadió el correo napolitano tras una pausa con una mirada cómica—. ¿Cómo llama a
eso?
—¡Eso!—gritó el alemán—. Pues bien, creo que conozco un nombre para eso.
—¿Milagro? —preguntó el napolitano con el mismo rostro pícaro.
El alemán se limitó a fumar y lanzar una carcajada; y todos fumaron y rieron.
—¡Bah! —exclamó el alemán un rato después—. Yo hablo de cosas que suceden
realmente. Cuando quiero ver a un brujo pago para ver a un profesional, y que mi dinero
merezca la pena. Suceden cosas muy extrañas sin fantasmas. ¡Fantasmas! Giovanni
Baptista, cuente la historia de la novia inglesa. Ahí no hay ningún fantasma, pero resulta
igual de extraño. ¿Hay alguien que sepa decirme qué?
Como se produjo un silencio entre ellos, miré a mi alrededor. Aquél que pensé
debía ser Baptista estaba encendiendo un cigarro nuevo. Enseguida empezó a hablar y
pensé que debía ser genovés.
—¿La historia de la novia inglesa? —preguntó—. ¡Basta! Uno no debería tomarse
tan a la ligera una historia así. Bueno, da lo mismo. Pero es cierta. Ténganlo bien en
cuenta, caballeros, es cierta. No todo lo que brilla es oro, pero lo que voy a contarles es
verdad. Repitió esa misma frase varias veces.
—Hace diez años, llevé mis credenciales a un caballero inglés que estaba en el
Long's Hotel, en Bond Street, Londres, quien pensaba viajar durante uno o quizá dos
años. El caballero aprobó mis credenciales, y yo le aprobé a él. Quería hacer unas
investigaciones y el testimonio que recibió fue favorable. Me contrató por seis meses y
mi acogida fue generosa. Era un hombre joven, de buen aspecto muy feliz. Estaba
enamorado de una hermosa y joven dama inglesa, de fortuna suficiente, e iban a casarse.
En resumen, lo que íbamos a emprender era viaje de bodas. Para el reposo de tres meses
durante el clima caluroso (estábamos entonces a principio de verano) había alquilado un
viejo palacio en la Riviera, a escasa distancia de la ciudad, Génova, en carretera que
conducía a Niza. ¿Conocía yo el lugar? Cierto, le dije que lo conocía bien. Era un
palacio viejo con grandes jardines. Era un poco desértico algo oscuro y sombrío, pues
los árboles lo rodeaba desde muy cerca, pero resultaba espacioso, antiguo, imponente y
muy cercano al mar. Me dijo que así lo habían descrito exactamente, y le complacía que
yo lo conociera. En cuanto a que estuviera algo de provisto de muebles, así sucedía con
todos los lugares de alquiler. Y en cuanto a que fuera un poco sombrío, lo había
alquilado principalmente por los jardines, y él y su amada pasarían a su sombra tiempo
veraniego.
»—¿Todo bien entonces, Baptista? –pregunté
»—Indudablemente; muy bien.
» Para nuestro viaje contábamos con un carruaje que acababan de construir para
nosotros y que e todos los aspectos resultaba conveniente. El matrimonio ocupó su
lugar. Ellos estaban felices. Yo me sentía feliz viendo que todo era brillante, viéndolo
tan bien situado, dirigiéndome a mi propia ciudad enseñándole mi lengua mientras
viajábamos a la doncella, la bella Carolina, cuyo corazón era alegre y risueño, y que era
joven y sonrosada.
» El tiempo volaba. Pero observé —¡y les ruego que presten atención a esto (y en
ese momento el correo bajó el volumen de su voz)—, a veces observé que mi señora se
encontraba meditabunda, de una manera muy extraña, de una manera que daba miedo,
de una manera desgraciada, y percibí en ella una vaga sensación de alarma. Creo que
empecé a darme cuenta de ello cuando ascendía colina arriba al lado del carruaje y el
amo iba por delante. En cualquier caso, recuerdo que quedó grabada en mi mente una
noche, en el sur de Francia, cuando me pidió que llamara al amo; y cuando éste vino y
caminó un largo trecho hablando con ella afectuosamente, poniendo una mano en la
ventanilla abierta para sujetar la de ella. De vez en cuando se reía alegremente, como si
se estuviera burlando de ella por algo. Al cabo de un rato, ella reía y entonces todo iba
bien de nuevo.
» Aquello me resultó curioso y le pregunté a la hermosa Carolina. ¿Se encontraba
mal el ama? No. ¿Desanimada? No. ¿Temerosa de los malos caminos, o los bandidos?
No. Pero lo que me resultó más misterioso fue que la bella Carolina no me mirara
directamente al darme la respuesta, sino que contemplara la vista.
» Pero un día me contó el secreto.
» —Si deseas saberlo —dijo Carolina—, he descubierto, escuchando aquí y allá,
que el ama está hechizada y obsesionada.
» —¿Y cómo?
» —Por un sueño. »
» —¿Qué sueño?
» —El sueño de un rostro. Durante tres noches antes de la boda vio un rostro en
sueños... siempre mismo rostro, y sólo ése.
» —¿Un rostro terrible?
» —No. El rostro de un hombre oscuro de muy agradable aspecto, vestido de negro,
con el cabello negro y mostacho gris... un hombre guapo, salvo por un aire reservado y
secreto, jamás había visto el rostro, ni otro que se le pareciera. En el sueño no hacía sino
mirarla fijamente, desde la oscuridad.
» —¿Volvió a tener ese sueño?
» —Nunca. Lo único que le preocupa es recordarlo”
—¿Y por qué le preocupa?
» Carolina sacudió la cabeza.
» —Eso es lo que quiere saber el amo —contestó bella—. Ella no lo sabe. Ella
misma se pregunta la razón. Pero la oí decirle a él anoche mismo que si encontrara un
cuadro de ese rostro en nuestra casa ¡ti liana (y tiene miedo de que así suceda) piensa
que no sería capaz de soportarlo.
» Puedo jurar (siguió diciendo el correo genovés que después de esto tuve miedo de
llegar al viejo palazzo, no fuera a encontrarse allí aquel malaventurado cuadro. Sabía
que había muchos cuadros, y conforme nos fuimos acercando al lugar deseé que toda la
galería de pintura hubiera caído en el cráter del Vesubio. Para empeorar las cosas,
cuando por fin llegamos a aquella parte de la Riviera hacía una noche lúgubre y
tormentosa. Tronaba, y en mi ciudad y sus alrededores los truenos son muy fuertes, pues
se repiten entre las altas colinas. Los lagartos salían y entraban por las hendiduras del
muro roto de piedra del jardín, como si estuvieran asustados; las ranas burbujeaban y
croaban a gran volumen; el viento del mar gemía y los árboles húmedos goteaban; y los
relámpagos... ¡por el cuerpo de San Lorenzo, qué relámpagos!
» Todos sabemos cómo es un palacio antiguo en Génova o sus cercanías... cómo lo
han manchado el tiempo y el aire del mar... cómo las pinturas de las paredes exteriores
se han ido cayendo dejando al descubierto grandes trozos de escayola... que las ventanas
inferiores están oscurecidas por barras de hierro oxidado... que el patio exterior está
cubierto de hierba... que los edificios exteriores están en ruinas... que todo el conjunto
parece dedicado al olvido. Nuestro palazzo era uno de los auténticos. Llevaba cerrado
varios meses. ¿Meses...? ¡Años! Olía a tierra, como a tumba. De alguna manera se había
introducido en la casa, sin ser capaz de salir de nuevo, el aroma de los naranjos de la
amplia terraza trasera, y de los limones que maduraban en la pared, y de algunos
matorrales que crecían por alrededor de una fuente rota. En todas las habitaciones había
un olor a vejez, que había crecido con el confinamiento. Penetraba en todos los armarios
y cajones. En las pequeñas salas de comunicación que había entre las habitaciones
grandes, aquello resultaba sofocante. Si dabas la vuelta a un cuadro, por volver al tema
de los cuadros, allí estaba ese olor, aferrándose a la pared detrás del marco, como una
especie de murciélago.
» Las persianas enrejadas estaban cerradas en toda la casa. Sólo vivían allí, para
atenderla, dos ancianas de aspecto horrible y cabellos grises; una de ellas con un huso,
sentada en el umbral dándole vueltas y murmurando, y que antes habría dejado entrar al
diablo que al aire. El amo, el ama, la bella Carolina y yo recorrimos el palazzo. Yo fui el
primero en entrar, aunque habría preferido ser el último, abriendo las ventanas y
persianas, y quitándome de encima las gotas de lluvia, las manchas de argamasa, y de
vez en cuando un mosquito durmiente, o una monstruosa, gruesa y manchada araña
genovesa.
» Cuando había encendido la luz en una habitación, entraban el amo, el ama y la
bella Carolina. Mirábamos entonces todos los cuadros, y pasaba yo a la habitación
siguiente. Secretamente el ama tenía un gran miedo a encontrarse con un cuadro que se
asemejara a aquel rostro... todos lo teníamos; pero no estaba. La Madonna y el Niño, San
Francisco, San Sebastián, Venus, Santa Catalina, ángeles, bandidos, frailes, iglesias en el
ocaso, batallas, caballos blancos, bosques, apóstoles, dogos, todos mis antiguos
conocidos tantas veces repetidos... así es. Pero no había un hombre guapo y oscuro
vestido de negro, reservado y secreto, de cabellos negros y mostacho gris que mirara al
ama desde la oscuridad; ése, no existía.
» Después de haber pasado por todas las habitaciones, contemplando todos los
cuadros, salimos a los jardines. Estaban hermosamente cuidados, pues habían contratado
un jardinero, y eran grandes y sombríos. En un lugar había un teatro rústico a cielo
abierto; el escenario era una pendiente verde; los bastidores, con tres entradas por un
lado, eran pantallas de hojas aromáticas. El ama movió sus ojos brillantes, incluso allí,
como si esperara ver el rostro saliendo a escena; pero todo estaba bien.
» —Bien, Clara —dijo el amo en voz baja—. Ya ves que no hay nada. ¿Eres
feliz?
» El ama se sentía muy animada. Enseguida se habituó a aquel feo palacio y
empezó a cantar, a tocar el arpa, a copiar los viejos cuadros y a pasear con el amo bajo
los árboles verdes y los emparrados el día entero. Ella era hermosa. Él se sentía feliz.
Solía echarse a reír y me decía, montando a caballo por la mañana antes de que
apretara el calor:
» —¡Baptista, todo va bien!
» —Así es, signore, gracias a Dios, todo va muy bien.
» No recibíamos visitas. Llevé a la bella al Duomo y a la Annunciata, al café, a la
ópera, al pueblo de Festa, a los jardines públicos, al teatro diurno, a las marionetas. La
hermosa estaba encantada con todo lo que veía. Y aprendió italiano milagrosamente.
¿Se había olvidado totalmente el ama de ese sueño?, le preguntaba a veces a Carolina.
Casi, contestaba la bella... casi. Estaba olvidándolo.
» Un día, el amo recibió una carta y me llamó.
» —¡Baptista!
» —¡Signore!
» —Se me ha presentado un caballero que cenará hoy aquí. Dice llamarse Signore
Dellombra. Dispón que cene como un príncipe.
» Era un nombre extraño que yo desconocía Pero últimamente había muchos
nobles y caballero perseguidos por los austriacos por sospechas políticas y algunos
habían cambiado de nombre. Quizá, éste fuera uno de ellos. ¡Altro! Dellombra era para
mí un nombre tan bueno como cualquier otro.
» Cuando llegó a cenar el Signore Dellombra (contó el correo genovés en voz
baja, tal como había hecho en otra ocasión), le llevé hasta la sala de recibir, el gran
salón del viejo palazzo. El amo le recibí¿ con cordialidad y le presentó a su esposa. Al
levantarse ésta le cambió el rostro, lanzó un grito y cayó desmayada sobre el suelo de
mármol.
» Entonces volví la cabeza hacia el Signore Dellombra y vi que iba vestido de
negro, que tenía un aire reservado y secreto, que era un hombre oscuro de muy buen
aspecto, de cabellos negros y mostacho gris.
» El amo levantó a su esposa en brazos y la llevé al dormitorio, donde yo envié
inmediatamente a la bella Carolina. Ésta me contó después, que el ama estaba aterrada
mortalmente, y que se pasó toda la noche pensando en el sueño.
» El amo se encontraba molesto y ansioso... más colérico, pero muy solícito. El
Signore Dellombra era un caballero cortés y habló con gran respeto y simpatía del
hecho de que el ama se encontrara tar enferma. El viento africano llevaba soplando
algunos días (así se lo habían dicho en su hotel de la Cruz de Malta), y él sabía que a
menudo era dañino. Deseaba que la hermosa dama se recuperara pronto. Pidió permiso
para retirarse y renovar su visita cuando pudiera tener la felicidad de saber que su esposa
estaba mejor. El amo no se lo permitió y cenaron a solas.
» Se retiró pronto. Al día siguiente llegó a caballo hasta la puerta para preguntar
por el ama. En aquella semana, lo hizo en dos o tres ocasiones.
» Lo que yo observé por mí mismo, unido a lo que la bella Carolina me contó, me
bastó para comprender que el amo había decidido curar a su esposa de su caprichoso
terror. Era todo amabilidad, pero se mantuvo sensato y firme. Razonó con ella que
estimular esas fantasías era provocar la melancolía, cuando no la locura. Que tenía que
ser ella misma. Que si lograba enfrentarse a su extraña debilidad y recibir felizmente al
Signore Dellombra tal como una dama inglesa recibiría a cualquier otro invitado, habría
vencido su fantasía para siempre. Para abreviar, el Signore regresó, y el ama le recibió
sin que se le notara ninguna preocupación (aunque todavía con ciertas limitaciones y
aprensiones), por lo que la noche pasó serenamente. El amo estaba tan complacido con
este cambio, y tan deseoso de confirmarlo, que el Signore Dellombra se convirtió en un
invitado constante. Era muy entendido en cuadros, libros y música, y su compañía habría
sido bien recibida en cualquier palazzo triste.
» Muchas veces observé que el ama no se había recuperado del todo. Delante del
Signore Dellombra bajaba la mirada e inclinaba la cabeza, o lo contemplaba con una
mirada aterrada y fascinada, como si su presencia tuviera sobre ella una influencia o un
poder malignos. Pasando de ella a él, solía verle en los jardines sombreados, o en la gran
sala iluminada a medias, podríamos decir que «mirándola fijamente desde la oscuridad».
Pero lo cierto es que yo no había olvidado las palabras de la bella Carolina al describir el
rostro del sueño.
» Tras su segunda visita, oí decir al amo:
» —¡Ya ves, mi querida Clara, ahora todo ha terminado! Dellombra ha venido y se
ha ido, y tu aprensión se ha roto como si fuera de cristal.
» —¿Volverá... volverá de nuevo? —preguntó el ama.
» —¿De nuevo? ¡Claro, una y otra vez! ¿Tienes frío? —le preguntó al ver que ella
se estremeció.
» —No, querido; pero ese hombre me aterra: ¿estás seguro de que tiene que volver
otra vez?
» —¡El hecho mismo de que me lo preguntes hace que todavía esté más seguro,
Clara! —contestó el amo alegremente.
» Pero ahora el amo estaba muy esperanzado en la recuperación completa de su
esposa, y cada día que pasaba lo estaba más. Ella era hermosa y él se sentía feliz.
» —¿Va todo bien, Baptista? —me preguntaba de vez en cuando.
» —Así es, signore, gracias a Dios; todo va muy bien.
» Para el carnaval, nos fuimos todos a Roma (dijo el correo genovés forzándose a
hablar un poco más alto). Yo había pasado fuera el día entero con un siciliano
amigo mío, también correo, que se encontraba allí con una familia inglesa. Al
regresar por la noche al hotel encontré a la pequeña Carolina, que nunca salía de
casa sola, corriendo aturdida por el Corso.
» —¡Carolina! ¿Qué sucede?
» —¡Ay, Baptista! ¡Ay, en el nombre del Señor! ¿Dónde está mi ama?
» —¿El ama, Carolina?
» —Se fue por la mañana... cuando el amo salió a su paseo diurno, me dijo que
no la llamara, pues estaba fatigada por no haber descansado durante la noche (había
tenido dolores) y se quedaría en la cama hasta la tarde, para levantarse así
recuperada. ¡Pero se ha ido!... ¡Se ha ido! El amo ha regresado, ha echado la puerta
abajo y ella ha desaparecido. ¡Mi bella, mi buena, mi inocente ama!
» Así lloraba, desvariaba y se debatía para que yo no pudiera sujetarla la
hermosa Carolina, hasta que acabó desmayándose en mis brazos como si le hubieran
disparado. Llegó el amo; en su actitud, su rostro y su voz no era ya el amo que
conocía yo: se parecía a sí mismo tanto como yo a él. Me cogió, y después de dejar
a Carolina en su cama del hotel al cuidado de una camarera, me condujo en un
carruaje furiosamente a través de la oscuridad, cruzando la desolada Campagna.
Cuando se hizo de día y nos detuvimos en una miserable casa de postas, hacía doce
horas que todos los caballos habían sido alquilados y enviados en distintas
direcciones. ¡Y fíjense bien en esto! Habían sido alquilados por el Signore
Dellombra, que había pasado por allí en un carruaje con una asustada dama inglesa
acurrucada en una esquina.
Tras emitir un prolongado suspiro, el correo genovés dijo que nunca había oído
que nadie la hubiera vuelto a ver más allá de ese punto. Lo único que sabía es que
se desvaneció en un infame olvido llevando a su lado el temible rostro que había
visto en su sueño.
—¿Y cómo llaman a eso? —preguntó con tono triunfal el correo alemán—.
¡Fantasmas! ¡Ahí no hay fantasmas! ¿Cómo llaman a esto que voy a contarles?
¡Fantasmas! ¡Aquí no hay fantasmas!
» En una ocasión (siguió diciendo el correo alemán) me contraté con un
caballero inglés, anciano y soltero, para recorrer mi país, mi Patria. Era un hombre
de negocios que comerciaba con mi país y conocía la lengua, pero que no había
estado nunca allí desde su adolescencia... y por lo que yo consideré que debían
haber transcurrido unos sesenta años.
» Se llamaba James y tenía un hermano gemelo llamado John, que era también
soltero. Un gran afecto unía a esos hermanos. Tenían un negocio común en
Goodman's Fields, pero no vivían juntos. El señor James habitaba en Poland Street,
esquina a Oxford Street, en Londres; y el señor John residía cerca de Epping Forest.
» El señor James y yo íbamos a partir para Alemania en una semana. El día
exacto dependería de un negocio. El señor John llegó a Poland Street (cuando yo
habitaba ya en la casa) para pasar esa semana con el señor James. Pero al segundo día
le dijo a su hermano:
» James, no me siento muy bien. No es nada grave, pero creo que estoy un poco
gotoso. Me iré a casa para que me cuide mi ama de llaves, que me entiende bien. Si
mejoro, regresaré para verte antes de que te vayas. Si no me pongo bien como para
proseguir la visita donde la dejé, tú puedes venir a verme antes de partir.
» El señor James dijo que por supuesto que así lo haría, y se estrecharon las
manos, las dos manos, tal como hacían siempre, tras lo cual el señor John pidió que le
trajeran su carruaje, ya anticuado, y se fue a casa.
» Dos noches después de eso, es decir, el día cuarto de la semana, me despertó de
un profundo sueño el señor James, entrando en mi dormitorio con un camisón de
franela y una vela encendida. Se sentó junto a mi cama y me dijo, mirándome:
» —Wilhelm, tengo razones para pensar que he cogido una extraña enfermedad.
» Me di cuenta entonces de que había en su rostro una expresión inusual.
» —Wilhelm —añadió—. Ni me asusta ni me avergüenza decirte lo que podría
tener miedo o vergüenza de decirle a otro hombre. Vienes de un país sensible en el que
se investigan las cosas misteriosas y no se rechazan hasta haber sido sopesadas y
medidas, o hasta que se descubre que no pueden sopesarse ni medirse, o en cualquier
caso hasta que se ha llega do a una solución aunque para ello se necesiten muchos
años. Acabo de ver ahora al fantasma de m hermano.
» He de confesar (dijo el correo alemán) que a oír aquello sentí que la sangre me
hormigueaba e cuerpo.
» Acabo de ver ahora mismo al fantasma de m hermano John —repitió el señor
James mirándome fijamente, por lo que pude darme cuenta de que sabía lo que estaba
diciendo—. Me encontraba sentado en la cama, sin poder dormir, cuando entró en m
habitación vestido de blanco, me miró fijamente pasó a un extremo de la habitación,
contempló unos papeles que había en mi escritorio, se dio la vuelta y sin dejar de
mirarme mientras pasó junto la cama, salió por la puerta. No estoy loco en absoluto, y
en modo alguno estoy dispuesto a conferir, ese fantasma una existencia externa fuera
de mí mismo Creo que es una advertencia de que estoy enfermo, y que sería
conveniente que me sangraran.
» Salí inmediatamente de la cama (contó el correo alemán) y empecé a vestirme
rogándole que no se alarmara, y diciéndole que yo mismo iría en busca del doctor.
Estaba ya dispuesto a hacerlo cuando oí que en la puerta de la calle llamaban tocando
e. timbre y golpeando con fuerza. Mi habitación estaba en un ático de la parte trasera, y
la del señor James se encontraba en el segundo piso, por el lado de la fachada, por lo
que acudimos a su habitación y levantamos la ventana para ver qué sucedía.
» —¿Está el señor James? —dijo el hombre que se encontraba abajo,
retrocediendo en la acera para poder vernos.
» —Así es —contestó el señor James—. ¿Y no eres tú Robert, el sirviente de mi
hermano?
» —Así es, señor. Lamento decirle, señor, que el señor John está enfermo. Está
muy mal, señor. Incluso se teme que pueda estar al borde de la muerte. Quiere verle,
señor. Tengo aquí un calesín. Le ruego que venga a verle sin pérdida de tiempo.
» El señor James y yo nos miramos el uno al otro. » —Wilhelm, esto es muy
extraño —me dijo—. ¡Me gustaría que vinieras conmigo!
» Le ayudé a vestirse, en parte en la habitación y en parte ya en el calesín; y
corrimos tanto que las herraduras de hierro de los caballos marcaron la hierba entre
Poland Street y el Forest.
» ¡Y ahora, presten atención! (Añadió el correo alemán). Fui con el señor James
hasta la habitación de su hermano, y allí vi y oí lo que voy a contarles.
» Su hermano estaba acostado en la cama, en el extremo superior de un dormitorio
alargado. Allí se encontraba su anciana ama de llaves, y otras personas. Creo que había
tres más, si no cuatro, y llevaban con él desde primera hora de la tarde. Estaba vestido
de blanco, como el fantasma, pero evidentemente aquello era necesario porque tenía
puesto el camisón. Se parecía al fantasma, necesariamente, porque miró ansiosamente
a su hermano cuando vio que entraba en la habitación.
» Pero cuando el hermano llegó al lado de la cama, se incorporó lentamente, y
mirándole con atención dijo estas palabras
» —¡James, ya me has visto esta noche... y ya lo sabes!
» Y después murió.
Cuando el correo alemán dejó de hablar, presté atención para conocer algo más de
esta extraña historia. Pero nadie interrumpió el silencio. Miré a mi alrededor y los
cinco correos habían desaparecido tan silenciosamente que era como si la montaña
fantasmal los hubiera absorbido en sus nieves eternas. Para entonces no me encontraba
en absoluto con un estado de ánimo suficiente para permanecer sentado a solas en
aquel horrible escenario, mientras caía sobre mí solemnemente el aire helado; o si
quieren que les diga la verdad, no tenía ánimos para estar sentado a solas en ninguna
parte. Por eso volví a entrar en el salón del convento y encontré al caballero americano,
que estaba todavía dispuesto a contarme la biografía del Honorable Ananias Dodger, y
yo a escucharla.
[De The Keepsake]
Juicio por asesinato
He observado siempre el predominio de una falta de valor, incluso entre personas
de cultura e inteligencia superiores, para hablar de las experiencias psicológicas
propias cuando éstas han sido de un tipo extraño. Casi todos los hombres tienen miedo
de que las historias de este tipo que puedan contar no encuentren paralelo o respuesta
en la vida interior de quien les oye, y, por tanto, sospechen o se rían de ellos. Un
viajero sincero que hubiera visto un animal extraordinario parecido a una serpiente
marina no tendría miedo alguno a mencionarlo; pero si ese mismo viajero hubiera
tenido algún presentimiento singular, un impulso, un pensamiento caprichoso, una
(supuesta) visión, un sueño o cualquier otra impresión mental notable, se lo pensaría
mucho antes de mencionarlo. Atribuyo en gran parte a esa reticencia la oscuridad en la
que se encuentran implicados estos temas. No comunicamos habitualmente nuestra
experiencia de estas cosas subjetivas lo mismo que lo hacemos con nuestras
experiencias de la creación objetiva. Como consecuencia, la experiencia general a este
respecto parece algo excepcional, y realmente es así por cuanto es lamentablemente
imperfecta.
En lo que voy a relatar no tengo intención de plantear, refutar o apoyar teoría
alguna. Conozco la historia del librero de Berlín. He estudiado el caso de la esposa de un
miembro ya fallecido de la Sociedad Astronómica Real tal como lo cuenta Sir David
Brewster, y he seguido minuciosamente los detalles de un caso mucho más notable de
ilusión espectral que se produjo en mi círculo de amigos íntimos. En cuanto a esto
último quizá sea necesario afirmar que quien lo sufrió (una dama) no estaba relacionada
conmigo ni siquiera mínimamente. Una suposición equivocada a ese respecto podría
sugerir una explicación de una parte de mi propio caso, pero sólo de una parte, que
carecería totalmente de fundamento. No puede hacerse referencia a que haya heredado
yo alguna peculiaridad desarrollada, ni he tenido antes en absoluto experiencia similar
alguna, ni la he tenido tampoco desde entonces.
Hace muchos años, o muy pocos, que eso no importa ahora nada, se cometió en
Inglaterra cierto asesinato que llamó mucho la atención. Nos enteramos de más
asesinatos de los necesarios conforme se van sucediendo y aumentando su atrocidad, y
de haber podido habría enterrado el recuerdo de aquel animal particular al tiempo que su
cuerpo era enterrado en la cárcel de Newgate. Me abstengo intencionadamente de
proporcionar la menor pista directa respecto al criminal.
Cuando se descubrió el asesinato no recayó ninguna sospecha sobre el hombre que
más tarde fue llevado a juicio, o más bien debería decir, en el deseo
de acercarme lo más posible a la precisión en mis hechos, que en ninguna parte se
sugirió públicamente que se tuviera tal sospecha. Como en aquel momento no se hizo
referencia alguna a él en los periódicos evidentemente era imposible que se incluyera en
ellos alguna descripción del asesino. Resulta esencial que se tenga en cuenta este hecho.
Cuando abrí durante el desayuno el periódico de la mañana incluía el relato de ese
primer descubrimiento y me resultó profundamente interesante por lo que lo leí con la
máxima atención. Lo leí do: veces, sino tres. El descubrimiento se había hecho en un
dormitorio, y cuando dejé el periódico tuve un destello, un impulso, en realidad no sé
cómo llamarlo, pues no encuentro palabra alguna que lc describa satisfactoriamente, en
el que me pareció ver que ese dormitorio pasaba a través de mi habitación, como si un
cuadro, por imposible que parezca, hubiera sido pintado sobre la corriente de un río
Aunque cruzó mi habitación de una manera casi instantánea, resultaba perfectamente
claro; tan claro que observé perfectamente, con una sensación di alivio, que el cadáver
no estaba en la cama.
Donde tuve esta curiosa sensación no fue en un lugar romántico, sino en mis
habitaciones de Picca dilly, muy cerca de la esquina de St. James Street Para mí fue algo
totalmente nuevo. En ese momento: me encontraba sentado en mi butaca y la sensación
se acompañó de un peculiar estremecimiento que cambió aquella de sitio. (Aunque hay
que tener et cuenta que la butaca podía moverse fácilmente sobra unas ruedecillas). Me
dirigí a una de las ventanas (la habitación, situada en el segundo piso, tenía dos
ventanas) para descansar la vista viendo el movimiento de Piccadilly. Era una hermosa
mañana otoñal y la calle estaba alegre y centelleante. Soplaba el viento. Al mirar hacia
fuera, observé que el viento sacaba del parque una buena cantidad de hojas caídas que
una ráfaga arrastró y formó con ellas una columna espiral. Cuando la columna cayó y se
dispersaron las hojas, vi a dos hombres al otro lado del camino, que iban desde el oeste
hacia el este. Uno iba detrás del otro. El primero se volvía a menudo para mirar por
encima del hombro. El segundo le seguía a una distancia de unos treinta pasos, con la
mano derecha levantada amenazadoramente. Atrajo primero mi atención la singularidad
y fijeza del gesto amenazador en un lugar tan público; y después la circunstancia notable
de que nadie le prestara atención. Ambos hombres seguían su camino entre los otros
viandantes con una suavidad que no resultaba coherente ni siquiera con la acción de
caminar sobre una acera; y que yo pudiera ver ni una sola persona les cedía el paso, les
tocaba o les miraba. Al pasar ante mi ventana, ambos miraron hacia arriba, hacia mí.
Contemplé los dos rostros con gran claridad y supe que sería capaz de reconocerlos en
cualquier lugar. Y no es que observara conscientemente algo que fuera muy notable en
alguna de sus caras, salvo que el hombre que iba el primero tenía una apariencia
inusualmente humilde, y el rostro del hombre que le seguía tenía el color de cera sucia.
Soy soltero y mi ayuda de cámara y su esposa constituyen todo el servicio. Trabajo
en una sucursal bancaria y ojalá que mis deberes como jefe de departamento fueran tan
escasos como popularmente se supone. Ese otoño me obligaron a permanecer en la
ciudad, cuando yo necesitaba un cambio. No estaba enfermo, pero tampoco me sentía
muy bien. Al lector le corresponde extraer las consecuencias que parezcan razonables
del hecho de que me sentía fatigado, la vida monótona me producía una sensación
depresiva y estaba «ligeramente dispéptico». Mi doctor, un hombre de fama, me aseguró
que mi estado de salud en aquella época no justificaba una descripción más poderosa, y
cito lo que él mismo me describió por escrito cuando se lo solicité. Conforme las
circunstancias del asesinato fueron revelándose gradualmente y atrayendo cada vez más
poderosamente la atención del público, las aparté de mi propia atención enterándome de
ellas lo menos posible en medio de la excitación general. Pero sabía que se había dictado
un veredicto de homicidio voluntario contra el supuesto asesino, y que había sido
conducido a Newgate hasta el juicio. Sabía también que su juicio se había pospuesto
hasta una de las sesiones del Tribunal Criminal Central, basándose en prejuicios
generales y en la falta de tiempo para la preparación de la defensa. Pude también saber,
aunque no lo creo, en qué momento se celebrarían las sesiones del juicio pospuesto.
Mi sala de estar, el dormitorio y el vestidor están todos en el mismo piso. Con el
vestidor sólo hay comunicación a través del dormitorio. La verdad es que en él hay una
puerta que en otro tiempo comunicaba con la escalera, pero desde hacía años una parte
de las tuberías de mi baño pasaba por ella. En ese mismo período, y como parte del
mismo arreglo, la puerta había sido claveteada y recubierta de lienzo.
Una noche me encontraba de pie en mi dormitorio, a una hora tardía, dando unas
instrucciones a mi criado antes de que éste se acostara. Me encontraba de cara a la
única puerta disponible de comunicación con el vestidor, que estaba cerrada. Mi criado
le daba la espalda a esa puerta. Mientras le estaba hablando vi que se abría y que un
hombre miraba hacia el interior, haciéndome señas en una actitud de ansiedad y
misterio. Era el mismo hombre que iba en segundo lugar por Piccadilly, y cuyo rostro
tenía el color de cera sucia.
Tras hacerme señas, retrocedió y cerró la puerta. Sin mayor retraso que el
necesario para cruzar el dormitorio, abrí la puerta del vestidor y miré en el interior.
Llevaba ya una vela encendida en la mano. No tuve ninguna expectativa interior de
que fuera a ver a esa persona en el vestidor, y no la vi allí.
Dándome cuenta de que mi criado parecía sorprendido, me volví hacia él y le dije:
—Derrick, ¿pensará que conservo el sentido si le digo que creí ver un...?
Mientras estaba allí, le puse una mano sobre el pecho y con un sobresalto
repentino se puso él a temblar violentamente y contestó:
—¡Oh, señor, claro que sí, señor! ¡Un cadáver haciéndole señas!
Estoy convencido de que John Derrick, mi criado fiel durante más de veinte años,
no tuvo la menor impresión de haber visto esa aparición hasta que le toqué. Cuando lo
hice, el cambio que se produjo en él fue tan sorprendente que creo absolutamente que
obtuvo su impresión, de alguna manera oculta, a través de mí y en ese preciso instante.
Le pedí a John Derrick que trajera un poco de brandy y le di una copa,
alegrándome de tomar yo otra. De lo que había sucedido antes del fenómeno de aquella
noche no le conté una sola palabra. Reflexionando sobre ello, estaba absolutamente
seguro de que nunca antes había visto ese rostro, salvo en aquella ocasión en
Piccadilly. Comparando la expresión que tenía al hacerme señas desde la puerta con la
expresión en el momento en que levantó la vista para mirarme, mientras yo estaba de
pie junto a la ventana, llegué a la conclusión de que en la primera ocasión había tratado
de adherirse a mi recuerdo, y de que en la segunda había querido asegurarse de que lo
recordaba inmediatamente.
Aquella noche no me resultó muy cómoda, aunque tenía la certidumbre, difícil de
explicar, de que la aparición no regresaría. Cuando llegó la luz del día caí en un sueño
profundo del que me despertó John Derrick, que vino junto a mi cama con un papel en
la mano.
Por lo visto ese papel había sido motivo de un altercado en la puerta entre su
portador y mi criado.
Se me citaba en él para que sirviera como jurado en la siguiente sesión del
Tribunal Criminal Central, en el Old Bailey. Como John Derrick sabía bien, nunca
antes me habían citado para ese jurado. Mi criado estaba convencido, aunque en este
momento no estoy seguro de si tenía razón o no, de que los jurados que se elegían
habitualmente tenían una calificación social inferior a la mía, y por eso se había
negado en principio a aceptar la citación. El hombre que la llevaba se tomó el asunto
con gran frialdad. Afirmó que mi asistencia o no le importaba en absoluto; la citación
estaba allí y el atenderla o no era un riesgo mío, no suyo.
Durante uno o dos días dudé si debía responder a esa llamada o no hacerle caso.
No era consciente de que se estuviera produciendo la menor atracción, influencia o
desviación misteriosa. De eso estoy tan absolutamente seguro como de cualquier otra
afirmación que haga aquí. Finalmente decidí que asistiría porque significaría una
interrupción en la monotonía de mi vida.
El día designado fue una mañana fría del mes de noviembre. En Piccadilly había
una niebla densa y oscura que se volvió claramente negra en los alrededores opresivos
del Tribunal de Temple. Los pasillos y escaleras del Palacio de justicia me parecieron
resplandecientemente iluminados con gas, y el propio tribunal estaba similarmente
iluminado. Creo que hasta que fui conducido por los oficiales al tribunal antiguo y lo
vi abarrotado de gente no sabía que ese día iba a juzgarse al asesino. Creo que hasta
que me ayudaron a entrar en el tribunal antiguo con considerable dificultad, no sabía a
cuál de los dos tribunales se me había citado. Pero no hay que toma esto como una
afirmación rotunda, pues no esto; totalmente seguro de que fuera así.
Tomé asiento en el lugar designado para que aguardaran los jurados y miré a mi
alrededor en e tribunal lo mejor que pude a través de la espesa nube de niebla y
alientos. Observé un vapor negro que colgaba como una cortina lóbrega por la parte
exterior de los grandes ventanales, y observé y presté atención al sonido ahogado de
las ruedas sobre la paja o el cascajo que cubrían la calle; presté también atención al
murmullo de las personas que allí se reunían, y que traspasaba de vez en cuando un
silbido agudo, o un saludo o una canción más fuertes que el resto. Poco después
entraron los jueces que eran dos, y tomaron asiento. El zumbido de tribunal decayó
mucho. Se ordenó que entrara e asesino. Y en el mismo instante en el que entró re
conocí en él al primero de los dos hombres que habían bajado por Piccadilly.
Si en ese momento hubieran pronunciado un nombre dudo que hubiera sido capaz
de responde de forma audible. Pero lo pronunciaron en sexto octavo lugar, y para
entonces fui capaz de decir «presente!» Y ahora, preste atención el lector. Cuando m
dirigí hacia mi asiento de jurado el prisionero, que había estado mirándolo todo
atentamente pero si dar signo alguno de preocupación, se agitó violentamente y llamó
por señas a su abogado. El deseo de prisionero de recusarme resultaba tan manifiesto
que produjo una pausa durante la cual el abogado, apoyando una mano en el banquillo
de los acusados, habló en susurros con su cliente mientras sacudía la cabeza. Más tarde,
aquel caballero me dijo que las primeras palabras aterradas que le dijo el prisionero
fueron: «¡Sea como sea, recuse a ese hombre!», pero como no le daba razón alguna
para ello, y admitió que ni siquiera conocía mi nombre hasta que lo pronunciaron en voz
alta y yo me presenté, no lo hizo.
Por las razones ya explicadas, la de que deseo evitar el revivir el recuerdo
desagradable de ese asesino, y también que un relato detallado de su largo juicio no es
en absoluto indispensable para mi narración, me limitaré a aquellos incidentes que se
relacionan directamente con mi curiosa experiencia personal y se produjeron en los diez
días y noches durante los que los miembros del jurado estuvimos juntos. Trato de que mi
lector se interese por eso, y no por el asesino. Es a eso, y no a una página del calendario
de Newgate, a lo que pido al lector que preste atención.
Me eligieron presidente del jurado. En la segunda mañana, después de que se
hubieran presentado pruebas durante dos horas (lo sé porque oí las campanadas del reloj
de la iglesia), al recorrer con la mirada a mis compañeros del jurado* me resultó
inexplicablemente difícil contarlos. Lo hice así varias veces, pero siempre con la misma
dificultad. En resumen, contaba uno de más.
Toqué al miembro del jurado que se sentaba junto a mí y le susurré:
—Le ruego que haga el favor de contarnos. Pareció sorprenderse con la petición,
pero gir ó la cabeza y contó el número de miembros.
—Bueno —contestó de pronto—, somos tres..., pero, no, no es posible. No. Somos
doce.
De acuerdo con las cuentas que hice aquel día—, teníamos siempre razón en el
detalle, pero en la cuenta general siempre nos salía uno de más. No había ninguna
aparición ni figura que pudiera explicarlo, pero para entonces tenía ya interiormente la
sensación de que la aparición estaba implicad en el error.
El jurado se albergaba en la London Taverr Dormíamos todos en una sala amplia
sobre mesa separadas, y estábamos constantemente a cargo bajo la vigilancia del oficial
que había jurado mar tenernos a salvo. No veo razón alguna para no incluir el nombre
auténtico de ese oficial. Era inteligente, muy cortés y servicial, y también (de lo que me
alegré al enterarme) muy respetado en la ciudad Tenía una presencia agradable, ojos
hermosos, un—, envidiables patillas negras y una voz agradable y sonora. Se llamaba
señor Harker.
Cuando por la noche se iba cada uno de los do( a su cama, colocaban la del señor
Harker cruzada e la puerta. En la noche del segundo día, como no m apetecía acostarme
y vi al señor Harker sentido e su cama, me acerqué y me senté junto a él, ofreciéndole un
pellizco de rapé. En cuanto la mano del señor Harker tocó la mía al coger el rapé de la
caja, sacudió un estremecimiento peculiar y pregunte
—¿Quién es ése?
Miré la habitación siguiendo la dirección de los ojos del señor Harker y vi de
nuevo la figura que esperaba: al segundo de los dos hombres que habían bajado por
Piccadilly. Me levanté y avancé unos pasos; después me detuve y, dándome la vuelta,
miré al señor Harker. Parecía despreocupado, se echó a reír y comentó con un tono
agradable:
—Pensé por un momento que teníamos otro miembro del jurado, y que le faltaba
una cama. Pero me doy cuenta de que fue un reflejo de la luna.
No hice revelación alguna al señor Harker, pero le invité a que paseara conmigo
hasta el extremo de la habitación y observé lo que hacía la figura. Se quedaba en pie
unos momentos junto a la cama de cada uno de los miembros del jurado, cerca de la
almohada. Se colocaba siempre al lado derecho de la cama, y siempre también cruzaba
hasta la cama siguiente pasando por los pies. Por la acción de su cabeza parecía que
simplemente se quedaba mirando pensativamente a cada uno de los jurados acostados.
No me prestó atención a mí, ni mi cama, que era la más próxima a la del señor Harker.
Después dio la impresión de salir por donde entraba la luz de la luna, a través de un
alto ventanal, como si subiera por un tramo de escaleras situado en el aire.
A la mañana siguiente, durante el desayuno, descubrimos que todos los presentes,
salvo el señor Harker y yo, habían soñado la noche anterior con el hombre asesinado.
Estaba ya convencido de que el segundo hombre que había bajado por Piccadilly
era el asesinado (por así decirlo), como si su testimonio inmediato así me lo hubiera
hecho saber. Pero aun así aquello sucedía de una manera para la que yo no me
encontraba preparado.
Durante el quinto día del juicio, cuando el fiscal estaba terminando su caso,
presentó una miniatura del asesinado que faltaba en su dormitorio cuando se descubrió
el hecho y que después fue encontrada en un lugar oculto en el que el asesino había
sido visto cavando en el suelo. Tras ser identificada por el testigo, la presentaron al
tribunal y luego la pasaron al jurado para que éste la inspeccionara. Mientras un oficial
vestido con una túnica negra se dirigía con la miniatura hacia mí, la figura del segundo
hombre que había bajado impetuosamente por Piccadilly surgió de la multitud, le cogió
la miniatura al oficial y me la entregó con sus propias manos, al mismo tiempo que en
un tono bajo y hueco me decía antes de que yo viera la miniatura, metida en una caja:
—Entonces yo era más joven, y la sangre no faltaba en mi rostro.
Después se interpuso entre mí y el jurado al que yo entregué la miniatura, y entre
éste y el siguiente, y así entre todos hasta que la miniatura volvió a mí. Sin embargo,
ninguno de los miembros del jurado lo detectó.
En la mesa, y en general cuando nos encerrábamos bajo la custodia del señor
Harker, como era natural, hablábamos mucho rato sobre las diligencias del día. En el
día quinto el fiscal cerró el caso por lo que, como esa parte de la cuestión se había
completado ante nosotros, nuestra discusión fue más animada y seria. Había entre
nosotros uno de los idiotas de inteligencia más cerrada que he visto nunca, que recibía la
evidencia más clara con las objeciones más absurdas, y a quien le ayudaban dos flojos
parásitos parroquiales; los tres pertenecían a las listas de jurados de un distrito tan
atacado por la fiebre que debían haber juzgado a quinientos asesinos. Hacia la media
noche, que era cuando algunos de nosotros nos disponíamos ya a acostarnos y esos
zopencos enredones armaban mayor alboroto, vi de nuevo al asesinado. Estaba de pie
tras ellos, ceñudo, y me hizo señas. Al ir hacia ellos e irrumpir en la conversación,
desapareció inmediatamente. Ése fue el inicio de una serie de apariciones producidas en
la larga habitación en la que éramos confinados. Siempre que un grupo de jurados se
unía a conversar, veía entre ellos la cabeza del asesinado. Y siempre que la comparación
de notas que hacían iba en contra de él, me hacía señas de una manera solemne e
irresistible.
Recuérdese que hasta el quinto día del juicio, en el que se presentó la miniatura,
nunca había visto la aparición en el tribunal. Cuando la defensa empezó el caso se
produjeron tres cambios. Me referiré primero a dos de ellos. La figura aparecía ahora
continuamente en el tribunal, y nunca se dirigía a mí, sino siempre a la persona que
estaba hablando en ese momento. Por ejemplo: a la víctima le habían abierto la garganta.
En el discurso inicial de la defensa se sugirió que el propio fallecido se la podía haber
cortado a sí mismo. En ese mismo momento la figura, con la garganta en la terrible
condición que acababa de describirse (y eso lo había ocultado antes), se puso de pie
junto al codo del que hablaba, moviendo hacia un lado y otro la tráquea, una vez con la
mano derecha y otra con la izquierda, sugiriendo vigorosamente a quien hablaba la
imposibilidad de que se hubiera podido infligir a sí mismo la herida con cualquier mano.
En otro caso, cuando un testigo de conducta, una mujer, informaba que el prisionero era
muy amable con la humanidad, en ese instante la figura se plantó en el suelo delante de
ella, le miró directamente a la cara y señaló el semblante maligno del prisionero
extendiendo el brazo y un dedo.
El tercer cambio, al que me referiré ahora, fue el que de manera más marcada y
notable me impresionó. No voy a teorizar sobre él; lo expreso con precisión, y nada más.
Aunque la aparición no era percibida por aquellos a los que se dirigía, cuando se
acercaba éstos invariablemente se alarmaban y turbaban. Tuve la impresión de que era
como si unas leyes que yo desconocía le impidieran revelarse plenamente a los demás,
pero que al mismo tiempo pudiera afectar sus mentes de una manera visible, silenciosa y
oscura. Cuando el defensor principal sugirió la hipótesis del suicidio, y la figura se
plantó junto al codo de tan ilustrado caballero, haciendo terribles gestos como si se
estuviera cortando la garganta, es innegable que el defensor titubeó en su discurso,
perdió durante varios segundos el hilo de su ingeniosa argumentación, se limpió la
frente con el pañuelo y se puso extremadamente pálido. Cuando la testigo de conducta
estuvo delante de la aparición, siguió con los ojos la dirección que le señalaba el dedo,
contemplando con gran vacilación y turbación el rostro del prisionero. Bastarán dos
ejemplos adicionales. En el octavo día del juicio, tras una pausa que se hacía siempre a
primera hora de la tarde para descansar y refrescarnos unos minutos, regresé a la sala
del juicio con los demás miembros del jurado poco antes de que entraran los jueces.
Encontrándome de pie en la zona que nos estaba destinada y mirando a mi alrededor,
pensé que la figura no estaba allí, hasta que elevé mis ojos a la galería y la vi inclinada
hacia delante sobre una mujer de apariencia muy decente, como si tratara de asegurarse
de si los jueces habían ocupado o no sus asientos. Inmediatamente después, la mujer
lanzó un grito, se desmayó y tuvieron que sacarla. Lo mismo sucedió con el venerable,
sagaz y paciente juez que dirigía el juicio. Cuando terminado el caso se concentraba en
sus papeles para el resumen, la víctima, entrando por la puerta del juez, avanzó hasta la
mesa de su señoría y miró ansiosamente por encima del hombro de éste las páginas de
notas que iba pasando. Entonces se produjo un cambio en el rostro de su señoría; su
mano se detuvo; tuvo ese estremecimiento peculiar que yo conocía tan bien, y exclamó
con vacilación:
—Caballeros, excúsenme unos momentos. Me siento algo oprimido por el aire
viciado —y tras decir eso, no se recuperó hasta beber un vaso de agua.
A lo largo de la monotonía de seis de aquello diez interminables días (los mismos
jueces y ayudantes en el tribunal, el mismo asesino en el banquillo de los acusados, los
mismos abogados en la mesa, el mismo tono de preguntas y respuestas elevándose
hasta el techo de la sala, el mismo ruido que hacía la pluma del juez, los mismos
ujieres saliendo, y entrando, las mismas luces que se encendían a la misma hora,
cuando todavía brillaba la luz natural de día, la misma cortina neblinosa en el exterior
d los grandes ventanales cuando había niebla, la misma lluvia goteando y produciendo
un ruido acompasado cuando llovía, un día tras otro las mismas huellas de los
vigilantes y el prisionero sobre el mismo serrín, las mismas llaves cerrando y abriendo
las mismas pesadas puertas), a través de toda esta fatigosa monotonía que me hacía
sentirme como si fuera el presidente del jurado desde hacia muchísimo, tiempo, y
Piccadilly hubiera florecido al mismo, tiempo que Babilonia, el asesinado no perdió
nunca un solo rasgo de claridad ante mis ojos, ni fue e momento alguno menos
evidente y perceptible que cualquier otra persona que allí hubiera. No debe, omitir,
pues es un hecho, que nunca vi que la aparición a la que doy el nombre de asesinado
mirara asesino. Una y otra vez me preguntaba por el motivo de que no lo hiciera, pero
el hecho es que nunca lo hizo.
Tampoco volvió a mirarme a mí desde que sacaron la miniatura hasta los últimos
minutos del juicio. Nos retiramos a deliberar a las diez horas menos siete minutos de la
noche. El idiota del grupo y los dos parásitos de su parroquia nos dieron tantos
problemas que por dos veces regresamos al tribunal para rogar que nos leyeran de
nuevo determinados extractos de las notas del juez. Nueve de nosotros no teníamos la
menor duda sobre los pasajes, ni creo que la tuviera nadie del tribunal; sin embargo, el
triunvirato de zopencos no tenía otro propósito que el de la obstrucción, y discutían por
cualquier motivo. Al final prevaleció nuestra opinión y el jurado volvió a entrar en la
sala a las diez y doce minutos.
El asesinado estaba en ese momento en pie directamente enfrente del jurado, al
otro lado de la sala. Cuando ocupé mi lugar, posó sus ojos en mí con la mayor
atención; pareció satisfecho y lentamente agitó un enorme velo gris que por primera
vez llevaba sobre el brazo, sobre la cabeza y sobre toda su figura. Cuando pronuncié el
veredicto, «culpable», desapareció el velo y con él todo lo que cubría, quedando vacío
ese espacio.
Cuando el juez preguntó al asesino, según la costumbre, si tenía algo que añadir
antes de que se dictara la sentencia de muerte, pronunció vagamente algo que en los
titulares de los periódicos del día siguiente fue descrito como «unas palabras audibles a
medias, incoherentes y vagas en las que creyó entenderse que se quejaba de no haber
tenido un juicio justo, porque el presidente del jurado estaba predispuesto contra él».
La notable declaración que hizo realmente fue ésta: «Señor, sabía que era un hombre
condenado desde el momento en que entró el presidente del jurado. Señor, sabía que
nunca me dejaría libre porque antes de apresarme apareció junto a mi cama por la
noche, me despertó y puso una soga alrededor de mí cuello».
[De All the Year Round
Fantasmas de Navidad
Me gusta volver a casa en Navidad. Todos lo hacemos, o deberíamos hacerlo.
Deberíamos volver a casa en vacaciones, cuanto más largas mejor, desde el internado en
el que nos pasamos la vida trabajando en nuestras tablas aritméticas, para así descansar.
Viajamos hasta casa a través de un paisaje invernal; por campos cubiertos por una niebla
baja, entre pantanos y brumas, subiendo prolongadas colinas, que se van volviendo
oscuras como cavernas entre las espesas plantaciones que llegan a tapar casi las estrellas
chispeantes; y así hasta que estamos en las amplias mesetas y finalmente nos detenemos,
con un silencio repentino, en una avenida. En el aire helado la campana de la puerta
tiene un sonido profundo que casi parece terrible; la puerta se abre sobre sus goznes y al
llegar hasta una casa grande las brillantes luces nos parecen más grandes tras las
ventanas, y las filas de árboles que hay frente a ellas parecen apartarse solemnemente
hacia los lados, como para dejarnos pasar. Durante todo el día, a intervalos, una liebre
asustada ha salido corriendo a través de la hierba cubierta de nieve; o el repiqueteo
distante de un rebaño de ciervos pisoteando el duro hielo ha acabado también, por un
minuto, con el silencio. Si pudiéramos verles sus ojos vigilantes bajo los helechos,
brillarían ahora como las gotas heladas de rocío sobre las hojas; pero están
inmóviles, y todo está callado. Y así, las luces se van haciendo más grandes, y los
árboles se apartan hacia atrás ante nosotros para cerrarse de nuevo a nuestra
espalda, como impidiéndonos la retirada, y llegamos a la casa.
Probablemente huele todo el tiempo a castañas asadas y otras cosas buenas y
reconfortantes, pues estamos contando historias de Navidad, historias de fantasmas, o
más vergonzosas para nosotros, alrededor del fuego de Navidad, y no nos hemos movido
salvo para acercarnos un poco más a él. Pero dejemos eso. Llegamos a la casa y es una
casa antigua, repleta de grandes chimeneas en las que la leña arde en el hogar sobre
viejas tenazas, y retratos horrendos (algunos de ellos con leyendas también horrendas)
miran con saña y desconfianza desde el entablado de roble de las paredes. Somos un
noble de edad mediana y damos una generosa cena con nuestro anfitrión y anfitriona y
sus invitados, es Navidad y la vieja casa está llena de invitados, y después nos vamos a
la cama. Nuestra habitación es muy antigua. Está recubierta de tapices. No nos gusta el
retrato de un caballero vestido de verde colocado sobre la repisa de la chimenea. En el
techo hay grandes vigas negras y para nuestro acomodo particular contamos con una
enorme cama negra a la que en los pies le sirven de apoyo dos figuras negras también
grandes que parecen salidas de dos tumbas de la antigua iglesia que tenía el barón en el
parque. Pero no somos un noble supersticioso, y no nos importa. ¡Todo v—, bien!
Despedimos a nuestro criado, cerramos la puerta y nos sentamos delante del fuego
vestido: con el camisón, meditando en muchas cosas. Final mente, nos metemos en la
cama. ¡Muy bien! No podemos dormir. Damos vueltas y más vueltas, pero no podemos
dormir. Las ascuas de la chimenea arden bien y dan a la habitación un aspecto fantasmal
No podemos evitar escudriñar, por encima del cobertor, las dos figuras negras y el
caballero... ese caballero vestido de verde y de apariencia perversa Con la luz
parpadeante dan la impresión de avanza y retroceder: lo cual, a pesar de que no seamos
et absoluto un noble supersticioso, no resulta agradable. ¡Muy bien! Nos ponemos
nerviosos... más y más nerviosos. Decimos: «esto es una verdadera es tupidez, pero no
podemos soportarlo; simularemos estar enfermos y llamaremos a alguien». ¡Muy bien
Precisamente vamos a hacerlo cuando la puerta cerrada se abre y entra una mujer joven,
de palidez mortal y de cabellos rubios y largos que se desliza hasta la chimenea, y se
sienta en la silla que hemos dejado allí, frotándose las manos. Nos damos cuenta
entonces de que su ropa está húmeda. La lengua se nos pega al velo del paladar y no
somos capaces de hablar, pero la observamos con precisión. Su ropa está húmeda, su
largo cabello está salpicado de barro húmedo, va vestida según la moda de hace do:
cientos años, y lleva en su ceñidor un manojo de 11, ves oxidadas. ¡Muy bien! Se sienta
allí y ni siquiera podemos desmayarnos del estado en el que no encontramos. Entonces
ella se levanta y prueba todas las cerraduras de la habitación con las llaves oxidadas, sin
que encuentre ninguna que vaya bien; después fija la mirada en el retrato del caballero
vestido de verde y con una voz baja y terrible exclama:
«¡El hombre lo sabe!» Después se vuelve a frotar las manos, pasa junto al borde de
la cama y sale por la puerta. Nos apresuramos a ponernos la bata, cogemos las pistolas
(siempre viajamos con ellas) y la seguimos, pero encontramos la puerta cerrada. Damos
la vuelta a la llave, miramos en el pasillo oscuro y no hay nadie. Lo recorremos tratando
de encontrar a nuestro criado. No es posible. Recorremos el pasillo hasta que despunta el
día y luego regresamos a nuestra habitación vacía, caemos dormidos y nos despierta
nuestro criado (nunca hay nada que le hechice a él) y el sol brillante. ¡Muy bien!
Tomamos un desayuno terrible y todos dicen que tenemos un aspecto extraño. Después
del desayuno paseamos por la casa con nuestro anfitrión, y le conducimos hasta el
retrato del caballero vestido de verde, y entonces se aclara todo. Se comportó con
falsedad con una joven ama de llaves unida en otro tiempo a esa familia, y famosa por su
belleza, que se ahogó en un lago y cuyo cuerpo fue descubierto al cabo de mucho tiempo
porque los ciervos se negaban a beber el agua. Desde entonces se ha dicho entre susurros
que ella atraviesa la casa a medianoche (pero que va especialmente a esa habitación, en
donde acostumbraba a dormir el caballero vestido de verde) probando las viejas
cerraduras con las llaves oxidadas. ¡Bien! Le contamos a nuestro anfitrión lo que hemos
visto, y una sombra cubre sus rasgos tras lo que nos suplica que guardemos silencio; y
así se hace. Pero todo es cierto; y lo contamos, antes de morir (ahora estamos muertos) a
muchas personas responsables.
Es infinito el número de casas antiguas con galerías resonantes, dormitorios
lúgubres y alas encantadas cerradas durante muchos años, por las cuales podemos
pasear, con un agradable hormigueo subiéndonos por la espalda y encontrarnos algunos
fantasmas, pero quizá sea digno de mención afirmar que se reducen a muy pocos tipos y
clases generales; pues los fantasmas tienen poca originalidad y «caminan» por caminos
trillados. Sucede, por ejemplo, que en una determinada habitación de un cierto salón
antiguo en donde se suicidó un malvado lord, barón, o caballero, hay en el suelo algunas
tablas de las que no se puede borrar la sangre. Raspas y raspas, como el actual dueño ha
hecho, o cepillas y cepillas; como hizo su padre, o friegas y friegas, como hizo su
abuelo, o quemas y quemas con ácidos fuertes, como hizo el bisabuelo, pero la sangre
seguirá estando allí, ni más roja ni más pálida, ni en mayor ni en menor cantidad;
siempre igual. En otra de esas casas hay una puerta encantada que nunca se abrirá; u otra
que nunca se cerrará; o un sonido de una rueda de hilar, o un martillo, o unos pasos, o un
grito, o un suspiro, un galope de caballos o el rechinar de unas cadenas. O hay un reloj
que a medianoche da trece campanadas cuando va a morir el cabeza de familia, o un
carruaje sombrío, negro e inmóvil que ve siempre en esos momentos alguien que
aguardaba cerca de las amplias puertas del patio del establo. O sucede, como en el caso
de Lady Mary, que fue a visitar una casa situada en los Highlands escoceses, y como
estaba fatigada por su largo viaje se retiró pronto a la cama y a la mañana siguiente dijo
con toda inocencia en la mesa del desayuno:
—¡Me resultó muy extraño que celebraran una fiesta a una hora tan tardía anoche
en este remoto lugar y no me hablaran de ella antes de que me acostara!
Entonces todos preguntaron a Lady Mary lo que quería decir. Y ésta contestó:
—Bueno, anoche todo el tiempo oí carruajes que daban vueltas y más vueltas
alrededor de la terraza, bajo mi ventana.
Entonces el dueño de la casa se puso pálido, lo mismo que su señora, y Charles
Macdoodle de Macdoodle hizo señas a Lady Mary de que no dijera más, y todos
guardaron silencio. Tras el desayuno, Charles Macdoodle le contó a Lady Mary que
según una tradición de la familia era un presagio de muerte que los carruajes dieran
vueltas por la terraza. Y así fue, pues dos meses más tarde moría la señora de la casa. Y
Lady Mary, que era doncella de honor en la Corte, contó a menudo esta historia a la
Reina Charlotte; y es por esto que el viejo rey decía siempre: «¿Cómo, cómo? ¿Qué,
qué? ¿Fantasmas, fantasmas? ¡No existen, no existen!» Y no dejaba de decir esa frase
hasta que se iba a la cama.
Y ahora bien, un amigo de alguien al que casi todos conocemos, cuando era un
joven que estaba cursando estudios tenía un amigo especial con e que había hecho el
pacto de que, si era posible que e espíritu retornara a esta tierra después de separarse del
cuerpo, aquel de los dos que muriera primero se le aparecería al otro. Nuestro amigo se
olvidó de ese pacto con el curso del tiempo; los dos jóvenes habían progresado en la
vida, habían tomado camino; divergentes y se habían separado. Pero una noche muchos
años después, estando nuestro amigo en e norte de Inglaterra, y quedándose a pasar la
noche en una posada de Yorkshire Moors, miró desde la cama hacia fuera; y allí, bajo la
luz de la luna, apoyado en un buró cercano a la ventana, y mirándole fijamente, vio a su
antiguo compañero de estudios Cuando éste se dirigió con solemnidad hacia la
aparición, ésta respondió en una especie de susurre pero bien audible:
—No te acerques a mí. Estoy muerto. He venido aquí para cumplir mi promesa.
¡Vengo del otro mundo, pero no puedo revelar sus secretos!
En ese momento empezó a volverse más pálido y se fundió, por así decirlo, con la
luz de la luna, desapareciendo en ella.
O está el caso de la hija del primer ocupante de lo pintoresca casa isabelina, tan
famosa en nuestra vecindad. ¿Ha oído hablar de ella? ¿No? Bueno, la hija salió una
noche de verano en el momento del crepúsculo; era una joven muy hermosa, de
diecisiete años de edad, y se disponía a coger flores del jardín: pero de pronto llegó
corriendo, aterrada, hasta el salón donde estaba su padre, a quien le dijo:
—¡Ay, querido padre, me he encontrado conmigo misma!
Él la cogió en sus brazos y le dijo que todo era una fantasía, pero ella replicó:
—¡Oh, no! Me encontré conmigo en el camino ancho, y yo estaba pálida, y recogía
flores marchitas, y giraba la cabeza y las levantaba!
Y aquella noche murió la joven; y se empezó a hacer un cuadro con su historia,
pero no se terminó nunca, y dicen que ha estado hasta hoy en algún lugar de la casa, con
el rostro vuelto hacia la pared.
O la historia del tío de la esposa de mi hermano, que volvía a casa cabalgando al
atardecer de un hermoso día y en una calle arbolada cercana a su casa vio a un hombre
de pie ante él en el centro mismo de la estrecha calzada.
«¿Qué hace ese hombre del manto ahí parado?», pensó. «¿Quiere que pase con el
caballo por encima de él?»
Pero la figura no se movió. Al verlo tan quieto tuvo una sensación extraña, pero
siguió avanzando, aunque aflojando el trote. Cuando estuvo tan cerca que llegó a tocarlo
casi con el estribo el caballo se asustó y la figura se deslizó hacia arriba, hasta la acera,
de una manera curiosa y nada natural: hacia atrás, sin que pareciera utilizar los pies,
hasta que desapareció. El tío de la esposa de mi hermano exclamó:
—¡Por el Dios de los cielos! ¡Si es mi primo Harry, el de Bombay!
Espoleó el caballo, que de pronto se había puesto a sudar profusamente, y
extrañándose de tan rara conducta dio la vuelta para dirigirse hacia la fachada de su casa.
Cuando llegó allí vio la misma figura, que pasaba en ese momento junto a la alargada
ventana francesa de la sala de estar, en la planta baja. Le pasó las bridas a un criado y se
dirigió presurosamente hacia la figura. Allí estaba sentada su hermana, a solas. Alice,
¿dónde está mi primo Harry?
—¿Tu primo Harry, John?
—Sí, el de Bombay. Acabo de encontrarme con él ahora en la avenida, y le vi
entrar aquí hace un instante.
Pero nadie había visto a nadie; y tal como después se supo, en ese mismo instante
moría en India aquel primo.
O está la historia de esa sensible y anciana dama soltera que murió a los noventa y
nueve años de edad manteniendo sus facultades hasta el último momento y vio
realmente al chico huérfano. Es una historia que a menudo se ha —contado
incorrectamente, pero de la que la verdad auténtica es ésta, lo sé porque en realidad es
una historia de nuestra familia, y ella era amiga de la casa. Cuando tenía unos cuarenta
años de edad, y seguía poseyendo una hermosura poco común (su amado murió joven,
razón por la cual ella nunca se casó, a pesar de tener numerosas ofertas), fijó su
residencia en un lugar de Kent, que su hermano, un comerciante con India, había
comprado recientemente.
Se contaba la historia de que en otro tiempo aquel lugar estuvo a cargo del tutor de
un joven; que ese tutor sería el segundo heredero y que mató
al muchacho con su tratamiento duro y cruel. Ella nada sabía de tales cosas. Se ha
dicho que en el dormitorio de ella había una jaula en la que el tutor solía encerrar al
muchacho. Es falso. Sólo había un gabinete. Ella se acostó, no hizo llamada alguna
durante la noche, pero por la mañana le dijo con toda tranquilidad a la doncella cuando
ésta entró:
—¿Quién es ese guapo mocito de aspecto abandonado que estuvo mirando hacia
fuera desde el gabinete toda la noche?
La doncella contestó lanzando un fuerte grito y echando a correr al instante. La
dama se sorprendió de aquello, pero era una mujer de notable fuerza mental, por lo que
se vistió ella sola, bajó las escaleras y acudió a reunirse con su hermano:
—Walter, toda la noche me ha estado inquietando un guapo mocito de aspecto
abandonado que constantemente miraba hacia fuera desde el gabinete que hay en mi
habitación, y que no puedo abrir. Ahí debe haber algún truco.
—Me temo que no, Charlotte —contestó el hermano—, pues es la leyenda de la
casa. Es el huérfano. ¿Qué es lo que hizo?
—Abrió la puerta con suavidad y miró hacia fuera. A veces penetraba uno o dos
pasos en la habitación. Entonces yo le llamaba, para animarle, y él se encogía, se
estremecía y volvía a meterse de nuevo, cerrando la puerta.
—Charlotte, el gabinete no tiene comunicación con ninguna otra parte de la casa,
y está cerrado con clavos.
Aquello era indudablemente cierto y dos carpinteros necesitaron una mañana
entera para abrir la puerta y poder examinar el gabinete. Sólo entonces Charlotte quedó
convencida de que había visto al huérfano. Pero lo terrible de la historia es que fue
visto sucesivamente por tres de los hijos de su hermano, todos los cuales murieron
jóvenes. En cada ocasión, el niño enfermaba, regresaba a casa con fiebre, doce horas
antes de la muerte, y le decía a su madre que había estado jugando bajo un cierto roble
que había en un prado con un chico extraño, un chico de buen aspecto, pero que
parecía abandonado, que era muy tímido y le hacía señas. A partir de esa experiencia
fatal los padres llegaron a saber que se trataba del huérfano, y que el destino del niño al
que había elegido como compañero de juegos estaba seguramente fijado.
La novia del ahorcado
Era una auténtica casa antigua de muy curios descripción, en la que abundaban las
viejas tallas las vigas, los tablones, y que tenía una excelente antigua caja de escalera
con una galería o escales superior separada de la primera por una curiosa estacada de
roble viejo o de caoba de Honduras. Es y seguirá siendo durante muchos años una casa
de notable pintoresquismo; y en la profundidad d los viejos tablones de caoba habitaba
un misterio grave, como si fueran lagunas profundas de agua o,, cura, como las que sin
duda habían existido entre ellos cuando eran árboles, dando al conjunto un carácter muy
misterioso a la caída de la noche.
Cuando nada más bajar del coche el señor Goodchild y señor Idle se presentaron
por primera vez en la puerta y penetraron en el sombrío y hermoso salón, fueron
recibidos por media docena d ancianos silenciosos vestidos de negro, todos exactamente
igual, que se deslizaron escaleras arriba junto a los serviciales propietario y camarero,
pero sin que pareciera que se estuvieran entrometiendo en su camino, o les importara si
lo estaban haciendo no, y que se apartaron hacia la derecha y la izquierda de la vieja
escalera cuando los huéspedes entraron en la sala de estar. Era un día claro y brillante,
pero al cerrar la puerta el señor Goodchild dijo: —¿Quién demonios son esos
ancianos?
Y poco después, cuando ambos salieron y entraron, no observaron que hubiera
anciano alguno. Desde entonces los ancianos no volvieron a reaparecer, ni siquiera uno
de ellos. Los dos amigos habían pasado una noche en la casa pero no habían vuelto a
verlos. El señor Goodchild paseó por la casa, revisó los pasillos y miró en las puertas,
pero no encontró ningún anciano; por lo visto, ningún miembro del establecimiento
echaba en falta a anciano alguno ni lo esperaba.
Otra circunstancia extraña llamó la atención de los dos amigos. Era que la puerta
de la sala de estar no se quedaba quieta un cuarto de hora entero. La abrían con
titubeos, o confiadamente, la abrían un poco, o mucho, pero siempre la volvían a cerrar
de golpe sin una palabra de explicación. Los dos amigos estaban leyendo, o
escribiendo, o comiendo, bebiendo, hablando o dormitando; la puerta se abría siempre
en un momento inesperado y ambos miraban hacia ella, la volvían a cerrar de nuevo y
no veían a nadie. Cuando esto había sucedido ya unas cincuenta veces, el señor
Goodchild le dijo a su compañero en tono de broma:
—Tom, empiezo a pensar que había algo raro en aquellos seis ancianos.
Llegó la segunda noche y ellos estaban escribiendo desde hacía dos o tres horas;
escribían una parte de las perezosas notas de las que se han sacado estas perezosas
páginas. Habían dejado de escribir, depositando las gafas sobre la mesa, entre ellos. La
casa estaba cerrada y tranquila. Alrededor de la cabeza de Thomas Idle, que estaba
acostado en su sofá, se hallaban suspendidas guirnaldas de humo fragante Las sienes
de Francis Goodchild se hallaban similarmente decoradas mientras estaba recostado
hacia, atrás en su sillón, con las dos manos entrelazada: tras la cabeza y las piernas
cruzadas.
Habían estado hablando de varios temas, sin omitir el de los extraños ancianos, y
se encontraban ocupados todavía en esa conversación cuando el señor Goodchild
cambió de actitud abruptamente a tiempo que se ponía a darle cuerda a su reloj.
Empezaban a sentirse lo bastante adormecidos como par, dejar de hablar por una
actividad tan ligera. Thomas ldle, que estaba hablando en ese momento, s, detuvo y
preguntó:
—¿Qué hora es?
—La una—contestó Goodchild.
Y como si hubiese ordenado algo a uno de lo, ancianos, y la orden fuera ejecutada
con prontitud (y a decir verdad todas las órdenes eran obedecida, así en aquel excelente
hotel), se abrió la puerta i apareció en ella uno de los ancianos. No entró, sino que se
quedó en pie con la mano en la puerta.
—¡Tom, por fin, uno de los seis! —exclamó el señor Goodchild con un susurro de
sorpresa—. ¿En qué puedo servirle, señor?
—¿En qué puedo servirle, señor? —repitió el anciano.
—Yo no llamé.
—La campana lo hizo —replicó el anciano.
Dijo campana de un modo profundo y potente, como si se estuviera refiriendo a la
campana de la iglesia.
—Creo que tuve el placer de verle ayer—comentó Goodchild.
—No puedo estar seguro de ello —fue la respuesta del ceñudo anciano.
—Creo que me vio, ¿no le parece?
—¿Le vi? —preguntó el anciano—. Claro que le vi. Pero veo a muchos que
nunca me ven a mí.
Era un anciano reservado, lento, terroso y estable. Un anciano cadavérico de
lenguaje calibrado. Un anciano que parecía incapaz de pestañear, como si le hubieran
clavado los párpados a la frente. Un anciano cuyos ojos, dos puntos de fuego, no tenían
más movimiento que el que le permitiría el hecho de tenerlos unidos con la nuca por
unos tornillos que le atravesaran el cráneo y estuvieran remachados y sujetos por el
exterior, entre su cabello gris.
La noche se había vuelto tan fría para la capacidad sensorial del señor Goodchild
que se estremeció. Comentó a la ligera, como excusándose:
—Me da la impresión de que hay alguien caminando sobre mi tumba.
—No —repuso el extraño anciano—. No hay nadie allí.
El señor Goodchild miró a ldle, pero éste estaba con la cabeza envuelta en humo.
—¿Que no hay nadie allí? —dijo Goodchild.
—No hay nadie en su tumba, se lo aseguro —contestó el anciano.
Había entrado y cerrado la puerta, y ahora se sentó. No se dobló para sentarse
como hacen las otras personas, sino que dio la impresión de hundirse mientras estaba
erguido, como si cayera en un cuerpo de agua, hasta que la silla le detuvo.
—Mi amigo, el señor Idle —dijo Goodchild, deseoso de introducir a una tercera
persona en la conversación.
—Estoy al servicio del señor Idle —dijo el anciano sin mirarle.
—Si vive usted aquí desde hace tiempo —empezó a decir Francis Goodchild.
—Así es.
—Entonces quizá pueda aclararnos una cuestión acerca de la cual mi amigo y yo
dudábamos esta mañana. Han ahorcado criminales en el castillo, ¿no es así?
—Así lo creo —contestó el anciano.
—¿Les colocan con el rostro vuelto hacia esa noble vista?
—Te colocan la cabeza de cara al muro del castillo —repuso el otro—. Cuando
estás colgado, ves que sus piedras se expanden y contraen violentamente, y una
expansión y contracción similares parecen tener lugar en tu propia cabeza y en tu
pecho. Luego se produce una acometida de fuego y un terremoto, y el castillo salta por
el aire y tú caes por un precipicio.
Daba la impresión de que le molestaba la corbata. Se llevó la mano a la garganta y
movió el cuello de un lado a otro. Era un anciano cuya cara estaba como hinchada, y la
nariz vuelta e inmóvil hacia un lado, como si tuviera un pequeño gancho insertado en
esa ventanilla. El señor Goodchild se sentía muy incómodo y empezó a pensar que la
noche era calurosa, en lugar de fría.
—Una potente descripción, señor —comentó.
—Una sensación potente —le corrigió el anciano.
El señor Goodchild volvió a mirar al señor Thomas Idle, pero Thomas estaba boca
arriba con el rostro atento y vuelto hacia el anciano, sin hacer señal alguna de
reconocimiento. En ese momento le pareció al señor Goodchild que unos hilos de fuego
salían de los ojos del anciano en dirección a los suyos, y que se quedaban allí. (El señor
Goodchild, al escribir el presente relato de su experiencia, afirma con la mayor
solemnidad que tenía la poderosa sensación de que desde ese momento le obligaban a
mirar al anciano a través de esos dos hilos de fuego).
—Debo decírselo —afirmó el anciano con una mirada pétrea y fantasmal.
—¿Qué? —preguntó Francis Goodchild.
—Usted sabe dónde sucedió. ¡Ahí!
El señor Goodchild no pudo saber en ese momento, ni nunca lo sabrá, si el anciano
señalaba a la habitación de arriba, o a la de abajo, o a cualquier habitación de la antigua
casa, o una habitación de alguna otra casa antigua de esa vieja ciudad. Se sintió
confundido por la circunstancia de que el índice de la mano derecha del anciano parecía
introducirse en uno de los hilos de fuego, encenderse el propio dedo y hacer una
embestida de fuego en el aire, como si señalara hacia algún lugar. Y tras señalar, deshizo
el gesto.
—Usted sabe que ella era una novia —dijo el anciano.
—Sé que todavía envían tarta nupcial —comentó el señor Goodchild titubeando—.
Esta atmósfera me resulta oprimente.
Ella era una novia, había dicho el anciano. Era una joven hermosa, de cabellos
blondos y ojos grandes que no tenía carácter ni propósito. Una nada débil, crédula,
incapaz e indefensa. No como su madre. No, no. Lo que reflejaba era el carácter del
padre.
La madre se había preocupado de asegurárselo todo para ella, para su propia vida,
cuando el padre de esta joven (una niña en aquel momento) murió (de un desvalimiento
total, no de otra enfermedad) y entonces él renovó la amistad que en otro tiempo había
tenido con la madre. Por dinero había dejado el campo libre al hombre de cabellos
blondos y ojos grandes (o la no entidad). Pudo tolerar eso por dinero. Y quería una
compensación en dinero.
Por ello regresó al lado de aquella mujer, la madre, volvió a enamorarla, bailó a su
alrededor y se sometió a sus caprichos. Ella descargó sobre él todo capricho que tuviera,
o pudiera inventar. Y él lo soportaba. Y cuanto más lo soportaba, más quería una
compensación en dinero, y más decidido estaba a obtenerlo.
¡Pero ay! Antes de que la obtuviera, ella le engañó. En uno de sus estados
imperiosos, se quedó congelada y no volvió a descongelarse. Una noche se llevó las
manos a la cabeza, lanzó un grito, se quedó rígida, permaneció en esa actitud varias
horas y murió. Y él no había obtenido, todavía, una compensación en dinero. ¡Qué el
infierno se la llevase! Ni un solo penique.
La había odiado durante toda esa segunda relación y había ansiado vengarse de
ella. Falsificó entonces la firma de ella en un documento en el que dejaba todo lo que
tenía a su hija, de diez años entonces, a quien traspasaba absolutamente todas sus
propiedades, y se designaba a sí mismo como el tutor de la hija. Cuando deslizó el
documento bajo la almohada de la cama en la que yacía ella, se inclinó sobre un oído
sordo de la muerta y susurró:
—Orgullosa amante, hace tiempo que había decidido que, viva o muerta, me
compensarías con dinero.
Y así sólo quedaban ya dos. Él y la hermosa y estúpida hija de cabellos blondos y
ojos grandes, que después se convertiría en la novia.
Él la sometió a disciplina. En una casa retirada, oscura y oprimente, la sometió a
disciplina con una mujer vigilante y poco escrupulosa.
—Mi digna dama —le dijo—: tiene ante usted una mente que ha de ser formada,
eme ayudará a formarla?
Aceptó el encargo. Pues también quería compensación en dinero, y la había
obtenido.
La joven fue formada para que tuviera miedo de él, y en la convicción de que no
podría escaparse. Desde el principio se le enseñó a considerarlo como a su futuro
esposo, al hombre que debía casarse con ella, el destino que la ensombrecía, la
certidumbre resignada de que nunca podría escapar. La pobre tonta era como cera blanca
y blanda en las manos de ellos, y adoptó la forma con la que la modelaron. se endureció
con el tiempo. Se convirtió en parte de si misma. Inseparable de sí misma hasta el punto
d que esa forma sólo se separaría de ella si le quitara la vida.
Durante once años había habitado en la casa o: cura y su tenebroso jardín. Él tenía
celos incluso d la luz y el aire que llegaban hasta ella, y procuraba mantenerla apartada.
Cegó las amplias chimenea: ocultó las pequeñas ventanas, dejó que una hiedra de fuertes
tallos se esparciera a su capricho por la fachada de la casa, que el musgo se acumulara
en lo frutales sin podar que había en el jardín de muro rojos, que la hierba creciera sobre
sus senderos ver des y amarillos. La rodeó de imágenes de pena y desolación. Procuró
que estuviera llena de miedo hacia el lugar y las historias que sobre él le contaban,
luego, con el pretexto de corregirla, la dejaba sola c la obligaba a que se encogiera en la
oscuridad Cuando la mente de la joven se encontraba más deprimida y llena de terrores,
entonces salía él de uno de los lugares en los que se ocultaba para vigilarla, se presentaba
como su único recurso.
Así, siendo desde su niñez la única encarnación que se presentaba ante su vida con
el poder de obligar y el poder de aliviar, el poder de atar y el pode de soltar, quedaba
asegurada la ascendencia sobre la debilidad de la joven. Tenía ella veintiún años y
veintiún días cuando él llevó a la tenebrosa casa a su boba, asustada y sumisa novia de
tres semanas.
Para entonces había despedido ya a la institutriz, lo que le faltaba por hacer lo
haría mejor solo, y una noche lluviosa llegaron al escenario de su prolongada
preparación. Ella se volvió hacia él en el umbral con la lluvia goteando desde el porche
y dijo:
—¡Ay, señor, ahí está el reloj de la muerte sonando para mí!
—¡Muy bien! ¿Y qué si así fuera? —respondió él. —¡Ay, señor! ¡Tráteme
amablemente y tenga piedad de mí! Le suplico que me perdone. ¡Si me perdona haré
cualquier cosa que usted quiera!
Eso se había convertido en la cantinela constante de la pobre tonta: « le suplico
que me perdone». «Perdóneme».
No merecía ni que la odiara, sólo sentía desprecio por ella. Pero ella había estado
mucho tiempo en su camino, y hacía también tiempo que él ya se había cansado, el
trabajo estaba cerca del final y tenía que realizarlo.
—¡Estúpida, sube las escaleras! —exclamó él.
Ella obedeció inmediatamente, murmurando: «haré todo lo que usted desee».
Cuando entró en el dormitorio de la novia, habiéndose retrasado un poco por las
fuertes cerraduras que tenía la puerta principal pues estaban solos en la casa, ya que
había dispuesto que el personal de servicio tuviera libre el día), la encontró acobardada
en la esquina más lejana, y allí de pie se apretaba contra las tablas de la pared como si
quisiera meterse entre ellas. Tenía su cabello blondo alborotado sobre el rostro, y sus
ojos grandes le miraban con un terror vago.
—¿De qué tienes miedo? Ven y siéntate a mi lado. —Haré todo lo que quiera. Le
suplico que me perdone, señor. ¡Perdóneme! —le dijo con su monótona cantinela, tal
como acostumbraba.
—Ellen, mañana tendrás que escribir esto, de propio puño y letra. También
procurarás que otros te vean atareada en hacerlo. Cuando lo hayas escrito todo
perfectamente, y corregido todos los errores, llama a dos personas que haya en la casa
y firma con tu nombre delante de ellos. Después métetelo en el pecho para que esté a
salvo, y cuando mañana por la noche me vuelva a sentar aquí, me lo das.
Así lo haré todo, con el máximo cuidado. Haré todo lo que usted desee.
—Entonces no tiembles ni vaciles.
—Haré todo lo posible para evitarlo... ¡si usted me perdona!
Al día siguiente ella se sentó en el escritorio e hizo todo tal como se lo habían
pedido. Con frecuencia él entraba y salía de la habitación, para observarla, y la veía
siempre escribiendo lenta y laboriosamente: repitiéndose en voz alta las palabras que
copiaba, con una apariencia totalmente mecánica, y sin preocuparse ni esforzarse por
entenderlas, salvo de cumplir el encargo. Él vio que seguía las órdenes que había
recibido en todos los aspectos; y por la noche, cuando estaban a solas de nuevo en el
mismo dormitorio de la novia, él acercó su silla junto al hogar, ella se le acercó
tímidamente desde su distante asiento, sacó el papel del pecho y se lo puso a él en la
mano.
Ese documento le concedía todas las posesiones de la joven en caso de que muriera.
Colocó a la joven ante él, cara a cara, para poder mirarla fijamente, y le preguntó con
numerosas y claras palabras, ni más ni menos que las necesarias, si sabía lo que iba a
pasar. Había manchas de tinta en el pecho de su vestido blanco, y hacía que su rostro
pareciera todavía más marchito, y sus ojos más grandes, cuando asintió con la cabeza.
Había manchas de tinta en la mano que extendió ante él poniéndose de pie, con la que se
alisó y arregló nerviosamente su falda blanca.
La cogió por el brazo, la miró al rostro todavía con mayor fijeza y atención, y le
dijo:
—¡Y ahora, muere! He terminado contigo.
Ella se encogió y lanzó un grito bajo y reprimido.
—No voy a matarte. No pondré en peligro mi vida por ti. ¡Muere!
Y a partir de ese momento, un día tras otro, una noche tras otra se sentó delante de
ella, en su tenebroso dormitorio, pronunciando la palabra o transmitiéndosela con la
mirada. Siempre que levantaba sus ojos grandes y carentes de significado desde las
manos en las que enterraba la cabeza hasta la figura rígida que estaba sentada en la silla
con los brazos cruzados y la frente enarcada, leía en los ojos del hombre: «¡muere!»
Cuando caía dormida, agotada, recuperaba estremecida la conciencia oyendo en
susurros: «¡muere!» Cuando caía en su viejo ruego de ser perdonada, la respuesta era
aún: «¡muere!» Después de haber pasado despierta y sufriendo la larga noche, cuando el
sol naciente llameaba en la habitación sombría, oía como saludo:
—¿Un día más y no te has muerto? ¡Muere! Encerrada en la desértica mansión,
apartada d toda la humanidad y entregada a esa lucha sin respiro alguno, llegó a esta
conclusión, que ella, o él, tenían que morir. Él lo sabía muy bien, y por ello con centró
su fuerza contra la debilidad de la mujer Una hora tras otra la sujetaba por un brazo
hasta que éste se ponía negro, y le ordenaba que muriera Y sucedió, una mañana
ventosa, antes del amanecer. Él calculó que debían ser las cuatro y media pero no podía
estar seguro porque se había olvidado de darle cuerda al reloj y se había parado. Ella se
había apartado de él durante la noche con gritos repentinos y fuertes, los primeros que
había expresa do así, y él tuvo que taparle la boca con las manos Desde ese momento
ella se había quedado quieta en la esquina entablada en la que se había dejado caer,, él la
había dejado y había vuelto a su silla, sentándose con los brazos cruzados y la frente
ceñuda.
Más pálida bajo la pálida luz, más incolora que, nunca en el amanecer plomizo, la
vio acercarse arrastrándose por el suelo hacia él: una ruina pálida deformada por los
cabellos, el vestido y los ojos salvajes, impulsándose hacia delante con una maní
doblada e irresuelta.
—¡Ay, perdóneme! Haré cualquier cosa. ¡Ay, señor, le ruego que me diga que
puedo vivir!
—¡Muere!
—¿Tan decidido está? ¿No hay esperanza para mí?
—¡Muere!
Ella tensó sus grandes ojos por la sorpresa y el miedo; la sorpresa y el miedo se
transformaron en reproche; y el reproche en una nada vacía. Estaba hecho. Al principio
él no se sintió muy seguro, salvo de que el sol de la mañana estaba colgando joyas en los
cabellos de la joven. Vio el diamante, la esmeralda y el rubí brillando en pequeños
puntos mientras la miraba, hasta que la levantó y la dejó sobre la cama.
Fue enterrada enseguida, y ahora todos se habían ido y él había tenido su
compensación.
Tenía pensado viajar. Eso no significaba que quisiera malgastar su dinero, pues era
un hombre ahorrativo y amaba terriblemente el dinero (en realidad, más que cualquier
otra cosa), pero se había cansado de la casa desolada y deseaba volverle la espalda y
olvidarla. Sin embargo, la casa valía dinero, y el dinero no debía tirarse. Decidió
venderla antes de partir. Para que no pareciera tan en ruinas y obtener así un precio
mejor, contrató algunos trabajadores para que asearan el jardín, cubierto de malas
hierbas; para que cortaran el tronco muerto, podaran la hiedra que caía en enormes
masas sobre las ventanas y el frente de la casa, y para que limpiaran los caminos, en los
que la hierba llegaba hasta la mitad de la pierna.
Él mismo trabajó con ellos. Trabajó más tiempo que ellos, y una tarde, al oscurecer,
se quedó trabajando a solas con el hocejo en la mano. Era una tarde de otoño y la novia
llevaba ya cinco semanas muerta.
«Está oscureciendo demasiado para seguir trabajando —se dijo a sí mismo—.
Terminaré por hoy» Detestaba la casa y le horrorizaba entrar en ella Contempló el
porche oscuro, que le aguardaba como si fuera una tumba y comprendió que era una
casa maldita. Cerca del porche, y cerca de donde t estaba, había un árbol cuyas ramas
ondulaban frente al mirador del dormitorio de la novia, donde todo había sucedido. De
pronto el árbol se meció le sobresaltó. Volvió a moverse, aunque la noche era tranquila.
Al levantar la vista y mirar hacia él, vi una figura entre las ramas.
Era la figura de un hombre joven. Miraba hacia abajo, mientras él levantaba la
vista; las ramas crujieron y se movieron; la figura descendió rápida mente y se deslizó
hasta hallarse frente a él. Era u joven esbelto, aproximadamente de la edad de la novia,
de largos cabellos de color castaño claro.
—¿Qué tipo de ladrón eres tú? —le preguntó cogiendo al joven por el cuello.
El joven, al moverse para quedar libre, le lanzó un golpe con el brazo que le dio en
la cara y la garganta. Se enzarzaron, pero el joven se liberó de él retrocedió gritando con
gran ansiedad y horror:
—¡No me toques! ¡Antes preferiría que me toca el diablo!
Se quedó quieto, con el hocejo en la mano, mirando al joven. Pues la mirada del
joven era como complemento de la última mirada de la novia, y n había esperado volver
a verla de nuevo.
—No soy un ladrón. Pero aunque lo fuera, no cogería una sola moneda de tu tesoro,
aunque con ella pudiera comprarme las Indias. ¡Asesino!
—¿Cómo?
—Hace ya casi cuatro años que me subí ahí por primera vez—dijo el joven
señalando hacia el árbol—. Me subí ahí para verla. La vi. Hablé con ella. Y me he
subido al árbol muchas veces para verla y escucharla. Yo era un muchacho, escondido
entre las ramas, cuando desde ese mirador me dio esto.
Le enseñó una trenza de cabello blondo atada con una cinta de luto.
—Su vida fue una vida de lamentaciones —siguió diciendo el joven—. Me dio esto
como prenda y señal de que estaba muerta para todos salvo para ti. De haber tenido más
edad, o de haberla visto antes, la habría salvado de ti. ¡Pero ya estaba atrapada en la tela
de araña la primera vez que me subí al árbol, y no podía hacer ya nada para liberarla!
Al decir estas palabras tuvo un ataque de sollozos y llantos: débilmente al
principio, y luego más apasionados.
—¡Asesino! Estaba subido al árbol la noche en que la trajiste de nuevo aquí. Aquí,
en el árbol, la oí hablar de la muerte que vigilaba en la puerta. Por tres veces estuve en el
árbol mientras te encerrabas con ella, matándola lentamente. Desde el árbol la vi yacer
muerta sobre la cama. Desde el árbol te he vigilado buscando pruebas y rastros de tu
culpa. Cómo lo hiciste sigue siendo un misterio para mí, pero te perseguiré hasta que
entregues tu vida al verdugo. Hasta ese momento no te librarás de mí. ¡La amaba! No
puedo conocer la piedad hacia ti. Ase no, ¡la amaba!
El joven, que había perdido el sombrero alba del árbol, tenía la cabeza pelada. Se
dirigió hacia puerta. Para llegar hasta ella tenía que pasar junto asesino. Cabían, entre
uno y otro, dos carruajes los antiguos, y el horror del joven, que se expresa abiertamente
en todos los rasgos de su rostro y toe los miembros de su cuerpo, siéndole muy difícil
soportar, le hacía mantenerse a distancia. Él (me refiero al otro) no había movido ni
mano ni pie des que se quedó quieto para mirar al muchacho. Ahí giró para seguirle con
la mirada. Cuando vio la m de color castaño claro ante él, vio también una curva rojiza
que iba desde su mano hasta la cabeza del muchacho. Y vio también desde el principio
dónde había caído, y digo había caído y no caería, pues percibió claramente que todo
había sucedido antes de c él lo hiciera. Le abrió la cabeza y se quedó allí, y el muchacho
cayó boca arriba.
Por la noche enterró el cuerpo, al pie del árbol En cuanto salió la luz de la mañana,
se dedicó a mover todo el terreno que había alrededor del árbol a cortar y podar los
matorrales y las hierbas que lo rodeaban. Cuando llegaron los trabajadores, no ha allí
nada sospechoso; y por ello nada sospechara
Pero en un momento había desbaratado to, sus precauciones destruyendo el triunfo
del p que durante tanto tiempo había preparado y c con tanto éxito había llevado a cabo.
Se había desembarazado de la novia, adquiriendo su fortuna sin poner en peligro su
vida; pero ahora, por una muerte con la que nada había ganado, se vería obligado a vivir
para siempre con una cuerda alrededor del cuello.
Desde ese momento vivió encadenado a la casa de la tristeza y el horror, que no
podía soportar. Temeroso de venderla o abandonarla, para evitar que pudieran descubrir
el cadáver, se vio obligado a vivir en ella. Contrató como criados a dos viejos, un
hombre y una mujer; y habitó en la casa, temiéndola. Durante mucho tiempo su mayor
dificultad fue el jardín. ¿Debía mantenerlo cuidado, tendría que permitir que volviera a
su antiguo estado de abandono, cuál sería la manera en la que probablemente llamaría
menos la atención?
Tomó una decisión intermedia consistente en trabajarlo él mismo, en las horas
libres de la tarde, pidiendo luego al viejo que le ayudara; pero nunca le dejaba a éste que
trabajara solo. Y él mismo hizo un emparrado junto al árbol, para poder sentarse allí y
ver que estaba a salvo.
Conforme cambiaban las estaciones, y con ellas el árbol, su mente percibía peligros
siempre cambiantes. Cuando tenía hojas, pensaba que las ramas superiores estaban
adoptando al crecer la forma de un hombre joven... que tomaban exactamente la forma
de aquel joven, sentado en una horquilla que se movía con el viento. Cuando caían las
hojas, pensaba que al caer del árbol formaban letras sugerentes, o que tendían a
amontonarse, sobre la tumba, formando un montículo típico de cementerio. Durante el
invierno, cuando el árbol estaba desnudo, creía que las ramas movían hacia él el
fantasma del golpe que había dado al joven, y le amenazaban abiertamente En la
primavera, cuando la savia ascendía por tronco, se preguntaba si con ella no subían
partículas secas de sangre. De esa manera cada año resultaba más evidente que el
anterior la figura del joven formada por hojas y agitándose al viento.
Sin embargo, siguió manejando más y más su dinero. Se dedicaba a negocios
secretos, al negocio d, oro en polvo, y a casi todos los negocios clandestinos que
producían grandes beneficios. En diez año había multiplicado tantas veces su dinero que
los comerciantes y transportistas que tenían tratos ce él no mentían en absoluto cuando
decían que había incrementado su fortuna doce veces.
Hace cien años que poseía esa riqueza, cuando gente podía perderse fácilmente.
Había oído que era el joven, por tener noticia de la búsqueda que había organizado pero
la búsqueda fue abandona y el joven olvidado.
La ronda anual de cambios en el árbol se había repetido diez veces desde que
enterrara el cadáver pie del árbol cuando se produjo en la zona una gran tormenta.
Comenzó a medianoche y azotó la zona hasta la mañana. Lo primero que oyó decir
aquel mañana al viejo criado fue que un rayo había golpeado el árbol.
Había derribado el tronco de una manerasorprendente, partiéndolo en dos mitades
marchitas una de ellas descansaba sobre la casa, y la otra sol una parte del viejo muro
rojizo del jardín, en el que había abierto un boquete con la caída. La fisura había abierto
el árbol hasta un poco por encima de la tierra, deteniéndose allí. Existía gran curiosidad
por ver el árbol, y al revivir sus antiguos miedos se sentó en su emparrado, como un
anciano, a observar a la gente que acudía a verlo.
Empezaron a llegar rápidamente, y en tan gran número que cerró la puerta del
jardín y se negó a dejar entrar a nadie. Pero unos científicos llegaron desde muy lejos
para examinar el árbol y en mala hora les dejó pasar... ¡que el diablo les confunda!
Los científicos querían cavar hasta la raíces para examinarlas atentamente, lo
mismo que la tierra que había encima. ¡Jamás, mientras él viviera! Le ofrecieron dinero
por ello. ¡Ellos! Hombres de ciencia a los que podría haber comprado por entero con un
trazo de su pluma. Les enseñó de nuevo la puerta del jardín, la cerró y aseguró con una
barra.
Pero estaban dispuestos a hacer lo que deseaban, por lo que sobornaron al viejo
criado, un miserable desagradecido que se quejaba siempre al recibir su salario de que le
estaba pagando poco, y se introdujeron en el jardín por la noche con linternas, picos y
palas para cavar junto al árbol. Él estaba acostado en la habitación de la torreta, al otro
lado de la casa, pues no se había vuelto a ocupar el dormitorio de la novia, pero soñó
enseguida con picos y palas y se levantó.
Acudió junto a una ventana alta de aquel lado, desde donde pudo ver las linternas, a
los científicos, y la tierra suelta formando un montículo que él mismo en otro tiempo
había hecho y había vuelto a poner en el suelo, y finalmente, surgió a la vista. ¡L,
encontraron! Lo iluminaron un momento. Se inclinaron sobre él hasta que uno de ellos
dijo:
—El cráneo está fracturado.
—Mira aquí los huesos —añadió otro.
—Y aquí la ropa —replicó otro más.
Y entonces el primero de ellos volvió a cavar exclamó:
—¡Un hocejo oxidado!
Al día siguiente dio cuenta de que estaba sometido a una vigilancia estricta y de
que no podía i a parte alguna sin que le siguieran. Antes de que transcurriera una semana
fue encarcelado y confinado. Gradualmente las circunstancias se fueros uniendo en su
contra, con desesperada malicia y terrible ingenio. ¡Vea cómo es la justicia de los
hombres, y cómo llegó hasta él! Acabó siendo acusado d haber envenenado a la joven en
su dormitorio. ¡Precisamente él, que cuidadosa y expresamente había evitado poner en
peligro un cabello de su cabeza por causa de la novia, y que la había visto morir por s
propia incapacidad!
Hubo dudas con respecto a cuál de los dos ases¡ natos debería juzgársele primero;
pero eligieron f auténtico, le consideraron culpable y le condenare a muerte. ¡Infelices
sedientos de sangre! Le habría considerado culpable de cualquier cosa, tan decid dos
estaban a quitarle la vida.
Su dinero no pudo salvarle y fue ahorcado. Élso yo, y fui ahorcado en el castillo de
Lancaster de cara al muro hace ya cien años.
Ante esa afirmación terrible el señor Goodchild trató de levantarse y gritar. Pero las
dos líneas de fuego que salían de los ojos del anciano y llegaban a los suyos, le
mantuvieron quieto y no pudo emitir un sonido. Sin embargo, su sentido del oído era
agudo y pudo darse cuenta de que el reloj daba las dos. ¡Y en cuanto el reloj dio esa hora
vio ante él a dos ancianos!
Dos.
Los ojos de cada uno de ellos se conectaban con los suyos mediante dos películas
de fuego; cada una exactamente igual a la otra; cada una dirigida hacia él en el mismo
instante; cada una rechinando los mismos dientes en la misma cabeza, con la misma
nariz torcida por encima, y la misma expresión difusa a su alrededor. Dos ancianos. Que
no se diferenciaban en nada, igualmente discernibles, con la copia de la misma
intensidad que el original, y el segundo tan real como el primero.
—¿A qué hora llegó a la puerta de abajo? —preguntaron los dos ancianos.
A las seis.
—¡Y había seis ancianos en las escaleras!
Después de que el señor Goodchild se limpiara el sudor de la frente, o intentara
hacerlo, los dos ancianos dijeron con una sola voz y utilizando la primera persona del
singular:
—Había sido anatomizado, pero todavía no habían unido mi esqueleto para
colgarlo en un gancho de hierro cuando empezó a susurrarse que la habitación de la
novia estaba encantada. Estaba encantada, y yo estaba allí. Nosotros estábamos allí. Ella
y yo lo estábamos. Yo, en la silla junto al hogar; ella, de nuevo una ruina pálida,
arrastrándose por el suelo hacia mí. Pero no era yo el que hablaba ya, y la única palabra
que ella me decía desde la medianoche hasta el alba era: «¡vive!»
» Allí estaba, además, la juventud. En el árbol plantado junto a la ventana.
Entrando y saliendo con la luz de la luna, mientras el árbol se inclinaba y estiraba. Desde
siempre estuvo él allí, observándome en mi tormento; revelándoseme a ratos, bajo las
luces pálidas y las sombras pizarrosas por las que entra y sale, con la cabeza pelada y un
hocejo clavado sesgadamente en su cabello.
» En el dormitorio de la novia, todas las noches hasta el amanecer, exceptuando un
mes al año, por lo que ahora le diré, él se esconde en el árbol y ella viene hacia mí
arrastrándose por el suelo, acercándose siempre, sin llegar nunca, visible siempre como
por la luz de la luna, tanto si ésta brilla como si no, diciendo siempre desde medianoche
hasta el alba su única palabra: «¡vive!»
» Pero en el mes en que me obligaron a abandonar esta vida, este mes presente de
treinta días, el dormitorio de la novia está vacío y tranquilo. Pero no mi antiguo
calabozo. No las habitaciones en las que durante diez años habité inquieto y temeroso.
Entonces son éstas las que están encantadas. A la una de la mañana, soy lo que vio
cuando el reloj dio esa hora: un anciano. A las dos de la mañana, soy dos ancianos. Y
tres a las tres. A las doce del mediodía soy doce ancianos, uno por cada ciento por ciento
de mis beneficios. Y cada uno de los doce con doce veces mi capacidad de sufrimiento y
agonía. Desde esa hora hasta las doce de la noche, yo, doce hombres que presagian
angustia y miedo, aguardan la llegada del verdugo. ¡A las doce de la noche, yo, doce
hombres desconectados, que oscilan invisibles fuera del castillo de Lancaster, con doce
rostros frente al muro!
» Cuando el dormitorio de la novia fue encantado por primera vez, se me hizo saber
que este castigo no cesaría nunca hasta que pudiera dar a conocer su naturaleza y mi
historia a dos hombres vivos al mismo tiempo. Años y años aguardé la llegada de dos
hombres vivos al dormitorio de la novia. Por medios que ignoro entró en mi
conocimiento la idea de que si dos hombres vivos con los ojos abiertos podían estar en el
dormitorio de la novia a la una de la mañana, me verían sentado en mi silla.
» Finalmente, los murmullos según los cuales la habitación estaba espiritualmente
turbada atrajeron a dos hombres a intentar la aventura. Apenas había aparecido en el
hogar a medianoche (me presenté allí como si el rayo me hubiera lanzado a la
existencia), cuando les oí subir las escaleras. Después les vi entrar. Uno de ellos era un
hombre activo, audaz y alegre, en el punto culminante de su vida, de unos cuarenta y
cinco años de edad; el otro, unos doce años más joven. Llevaban una cesta con
provisiones y botellas. Les acompañaba una mujer joven con leña y carbón para
encender el fuego. Una vez prendido éste, e hombre activo, audaz y alegre la acompañó
por el pasillo exterior a la habitación hasta estar seguro de que había bajado a salvo las
escaleras, y regresó riendo.
» Cerró la puerta, examinó el dormitorio, sacó, los contenidos de la cesta
colocándolos en la mes situada delante del fuego, llenó las copas, comió bebió. Su
compañero, tan alegre y confiado como, él, hizo lo mismo: aunque él era el jefe. Una
vez ce nados, colocaron las pistolas sobre la mesa, se volvieron de cara al fuego y
empezaron a fumar pipa de tabaco extranjero.
» Habían viajado juntos, habían pasado junto mucho tiempo y tenían numerosos
temas de conversación comunes. En mitad de la charla y las risas: el más joven hizo
referencia a que el jefe estaba dispuesto siempre para cualquier aventura; fuera aquella o
cualquier otra. Le contestó con estas palabra;
» —No es así, Dick; aunque no tema a nada más me temo a mí mismo.
» Su compañero pareció algo confuso con es respuesta, y le preguntó que en qué
sentido y cómo, tenía miedo a sí mismo.
» —Es muy fácil, Dick —le replicó—. Hay aquí ui fantasma que debe ser refutado.
¡Pues bien! No puedo responder de lo que provocaría mi fantasía si m hallara solo aquí,
o de qué trucos podrían hacer mi sentidos para engañarme si estuviera a merced d ellos.
Pero en compañía de otro hombre, y especial mente de ti, Dick, consentiría en retar a
todos lo fantasmas de los que en el universo se ha hablado » —No tenía la vanidad de
suponer que fuera de tanta importancia esta noche —respondió el otro. » —De tanta que,
por la razón que te he dado, por nada del mundo me habría ofrecido a pasar aquí la
noche a solas —replicó entonces el jefe, con mayor gravedad de la que había hablado
hasta entonces. » Faltaban pocos minutos para la una. El hombre más joven había dejado
caer la cabeza con su último comentario, y ahora la volvió a dejar caer más.
» —¡Despierta, Dick! —exclamó el jefe alegremente—. Las horas pequeñas son las
peores.
» Lo intentó, pero la cabeza volvió a caerle sobre el pecho.
» —¡Dick! —le presionó el jefe—. ¡Manténte despierto!
» —No puedo —murmuró el otro confusamente—. No sé qué extraña influencia
me está afectando. No puedo.
» Su compañero le miró con repentino horror y yo, aunque de una manera
diferente, sentí también un horror nuevo; pues estaba a punto de ser la una y sentí que
estaba llegando el segundo vigilante, y que pesaría sobre mí la maldición de tener que
enviarle a dormir.
» —Levántate y camina, Dick —gritó el jefe—. ¡Inténtalo!
» De nada sirvió que se colocara tras la silla del durmiente y lo agitara. Sonó la una
y yo me presenté ante el hombre de más edad, y él permaneció fijo ante mí.
» Me vi obligado a relatarle la historia a él solo, sin esperanza de beneficio. Sólo
para él fui un terrible fantasma que hacía una confesión totalmente inútil Comprendí que
siempre sería igual. Que dos hombres vivos juntos no llegarían nunca a liberarme
Cuando aparezco, los sentidos de uno de los dos quedan trabados por el sueño; él nunca
me verá ni me escuchará; siempre me comunicaré con un oyente solitario y nunca
servirá de nada. ¡Ay dolor, dolor, dolor
Mientras los dos ancianos se frotaban las mano,, con esas palabras, surgió en la
mente del señor Goodchild la idea de que se hallaba en la situación terrible de estar
prácticamente a solas con el espectro, y que la inmovilidad del señor Idle se explicaba
porque el encantamiento le había hecho quedarse dormido a la una. En el terror
indescriptible que le produjo este descubrimiento repentino, se esforzó a máximo para
liberarse de los cuatro hilos de fuego, que acabaron por partirse dejando un camino
abierto. Como ya no estaba atado, cogió del sofá al señor Idle y bajó precipitadamente
las escaleras con él.
—¿Qué sucede, Francis? —preguntó el señor Idle—. Mi dormitorio no está aquí
abajo. ¿Por qué diantres me estás transportando? Ahora puedo andar con un bastón. No
quiero que me transporten. Déjame en el suelo.
El señor Goodchild lo dejó en el suelo del viejo salón y le miró con ojos
enloquecidos.
—¿Qué estás haciendo? ¿Lanzándote como un idiota sobre alguien de tu propio
sexo para rescatar le o perecer en el intento? —preguntó el señor Idle con un tono
bastante petulante.
—¡El anciano! —clamó el señor Goodchild aturdido—. ¡Y los dos ancianos!
—La única anciana a la que pienso que te refieres —empezó a responder
desdeñosamente el señor ldle, al tiempo que a tientas se abría camino por la escalera con
la ayuda de su ancha balaustrada.
—Te aseguro, Tom —empezó a decirle el señor Goodchild ayudándole a su lado—
, que desde que te quedaste dormido...
—¡Ésa sí que es buena! —exclamó Thomas ldle—. ¡Si ni he cerrado un ojo!
Con la peculiar sensibilidad sobre el tema de la infeliz acción de quedarse dormido
fuera de la cama, destino de toda la humanidad, el señor ldle persistió en esa
declaración. La misma sensibilidad peculiar impulsó al señor Goodchild, al ser acusado
del mismo crimen, a repudiarlo con honorable resentimiento. Así por el momento
resultaba complicada la cuestión del anciano y de los dos ancianos, y poco después se
volvería imposible. El señor ldle dijo que todo era un lío formado por fragmentos
reordenados de las cosas que había visto y pensando durante el día. El señor Goodchild
respondió que cómo iba a ser así si no se había dormido. El señor ldle añadió que él era
el que no se había dormido, y que nunca se dormiría, mientras que el señor Goodchild,
por regla general, estaba dormido siempre. En consecuencia, se separaron para el resto
de la noche en la puerta de sus respectivos dormitorios, un poco enfadados. Las últimas
palabras del señor Goodchild fueron que en esa real y tangible antigua sala de estar de la
real y tangible posada (y suponía que el señor ldle no negaría la existencia de ésta),
había tenido todas aquellas sensaciones y experiencias, que estaban ahora a una o dos
líneas de completarse, y qué él lo escribiría todo e imprimiría todas las palabras. El
señor ldle replicó que lo hiciera si ése era su deseo... y lo era, y ahora está ya escrito.
[De The Lazy Tour of Two Idle Apprentices]
La visita del señor Testador
El señor Testator alquiló una serie de habitaciones en Lyons Inn, pero tenía un
mobiliario muy es caso para su dormitorio y ninguno para su sala de estar. Había vivido
en estas condiciones varios meses invernales y las habitaciones le resultaban muy des
nudas y frías. Un día, pasada la medianoche, cuando estaba sentado escribiendo y le
quedaba todavía mucho por escribir antes de acostarse, se dio cuenta d, que no tenía
carbón. Lo había abajo, pero nunca había ido al sótano; sin embargo, la llave del sótano
es taba en la repisa de su chimenea y si bajaba y abría e sótano que le correspondía podía
suponer que el carbón que en él hubiera sería el suyo. En cuanto a su lavandera, vivía
entre las vagonetas de carbón y lo barqueros del Támesis, pues en aquella época había
barqueros en el Támesis, en un desconocido agujero junto al río, en los callejones y
senderos del otro lado del Strand. Por lo que se refiere a cualquier otra persona con la
que pudiera encontrarse o le pudiera poner objeciones, Lyons Inn estaba llena de
persona dormidas, borrachas, sensibleras, extravagantes, que, apostaban, que meditaban
sobre la manera de renovar o reducir una factura... todas ellas dormidas ( despiertas pero
preocupadas por sus propios asuntos
El señor Testator cogió con una mano el cubo del carbón, la vela y la llave con la
otra, y descendió a las tristes cavernas subterráneas del Lyons Inn, desde donde los
últimos vehículos de las calles resultaban estruendosos y todas las tuberías de la
vecindad parecían tener el amén de Macbeth pegado a la garganta y estar tratando de
escupirlo. Tras andar a tientas de aquí para allá entre las puertas bajas sin propósito
alguno, el señor Testator llegó por fin a una puerta de candado oxidado en la que
ajustaba su llave. Tras abrir la puerta con grandes problemas y mirar al interior,
descubrió que no había carbón, sino un confuso montón de muebles. Alarmado por
aquella intrusión en las propiedades de otra persona, cerró de nuevo la puerta, encontró
su sotanillo, llenó el cubo y volvió a subir las escaleras.
Pero los muebles que había visto pasaban corriendo incesantemente por la mente
del señor Testator, como si se movieran sobre cojinetes, cuando a las cinco de la
mañana, helado de frío, se dispuso a acostarse. Sobre todo deseaba una mesa para
escribir, y el mueble que estaba al fondo del montón era precisamente un escritorio.
Cuando por la mañana apareció su lavandera, salida de su madriguera, para hacerle el té,
artificiosamente llevó la conversación al tema de los sotanillos y los muebles; pero
resultó evidente que las dos ideas no se conectaron en la mente de la criada. Cuando ésta
le dejó solo sentado ante el desayuno y pensando en los muebles, se acordó que el
cerrojo estaba oxidado y dedujo de ello que los muebles debían estar almacenados en los
sótanos desde hacía mucho tiempo... que quizá su propietario los había olvidado, o
incluso había muerto. Tras pensar en ello varios días, durante los cuales no pudo obtener
en Lyons Inn noticia alguna sobre los muebles, se desesperó y decidió tomar prestada la
mesa. Lo hizo aquella misma noche. Y no tenía la mesa cuando decidió tomar prestado
también un sillón; y todavía no lo tenía cuando pensó coger una librería, y luego un
diván, y luego una alfombra grande y otra pequeña. Para entonces se había dado cuenta
de que «se había aprovechado tanto de los muebles» que no podrían empeorar las cosas
si los tomaba prestados todos. Y en consecuencia, lo hizo así y dejó cerrado el sotanillo.
Siempre lo había cerrado tras cada visita. Había subido cada uno de los muebles en la
oscuridad de la noche, y en el mejor de los casos se había sentido tan perverso como un
ladrón de cadáveres. Todos los muebles estaban sucios y costrosos cuando los llevó a
sus habitaciones, y tuvo que pulirlos, como si fuera un asesino culpable, mientras
Londres dormía.
El señor Testator vivió en sus habitaciones amuebladas dos o tres años, o más, y
gradualmente se fue acostumbrando a la idea de que los muebles eran suyos. Era ésa una
sensación que le resultaba conveniente hasta que de pronto, una noche a una hora tardía,
escuchó unos pasos en las escaleras, y una mano que rozaba la puerta buscando el
llamador, y luego una llamada profunda y solemne que actuó como un resorte en el
sillón del señor Testator, lanzándolo fuera de él, pues con gran prontitud atendió a la
llamada,
El señor Testator se acercó a la puerta con una vela en la mano y encontró allí a
un hombre muy pálido y alto; estaba un poco encorvado; sus hombros eran muy altos,
el pecho muy estrecho y la nariz muy roja; un tipo verdaderamente cursi. Se envolvía
en un raído y largo abrigo negro que por delante se cerraba con más agujas que
botones, y oprimía bajo el brazo un paraguas sin mango, como si estuviera tocando una
gaita.
—Le ruego que me perdone, pero ¿puede usted informarme...? —empezó a decir,
pero se detuvo; sus ojos se posaron en algún objeto de la habitación.
—¿Si puedo informarle de qué? —preguntó el señor Testator observando
alarmado aquella detención.
—Le ruego que me perdone —prosiguió el desconocido—. Pero... no era ésta la
pregunta que iba a hacerle... ¿no estoy viendo un pequeño mueble que me pertenece?
El señor Testator había empezado a decir, tartamudeando, que no sabía, cuando el
visitante se deslizó a su lado introduciéndose en la habitación. Una vez dentro, con
unas maneras de duende que dejaron congelado hasta el tuétano al señor Testator,
examinó primero el escritorio, y dijo: «mío», luego el sillón, del que dijo: «mío», luego
la librería, y dijo: «mía»; luego dio la vuelta a una esquina de la alfombra y dijo:
«¡mía!» En resumen, inspeccionó sucesivamente todos los muebles sacados del
sotanillo afirmando que eran suyos. Hacia el final de la investigación, el señor Testator
se dio cuenta de que estaba empapado de licor y que el licor era ginebra, pero l;
ginebra no le volvía inestable ni en su manera de hablar ni en su porte, sino que le
añadía en ambos aspectos cierta rigidez.
El señor Testator se encontraba en un estado terrible, pues (según redactó la
historia) por primer; vez se dio cuenta plenamente de las consecuencias posibles de lo
que había hecho intrépida y descuidadamente. Después de que estuvieran un rato en
pie mirándose el uno al otro, con voz temblorosa empezó a decir:
—Señor, me doy cuenta de que le debo la explicación, compensación y restitución
más completa Los muebles serán suyos. Permítame rogarle que sin malos modos y sin
siquiera una irritación natura por su parte, podríamos tener un poco... .
—... de algo para beber —le interrumpió el desconocido—. Estoy de acuerdo.
El señor Testator había pensado decir «un poca de conversación tranquila», pero
con gran alivie aceptó la enmienda. Sacó una garrafa de ginebra estaba procurando
conseguir agua caliente y azúcar cuando se dio cuenta de que el visitante se había
bebido ya la mitad del contenido. Con el agua caliente y azúcar, la visita se bebió el
resto antes de llevar una hora en la habitación según las campanas de la iglesia de
Santa María del Strand; y durante el proceso susurraba frecuentemente para sí mismo:
«¡mío!
Cuando se acabó la ginebra y el señor Testator s preguntó lo que iba a suceder, el
visitante se levantó y dijo con creciente rigidez:
—Señor, ¿a qué hora de la mañana resultará conveniente?
—¿A las diez? —se arriesgó a sugerir el señor Testator.
A las diez entonces, señor, en ese momento estaré aquí —afirmó y luego se quedó
un rato contemplando ociosamente al señor Testator, para añadir—: ¡qué Dios le
bendiga! ¿Y cómo está su esposa?
El señor Testator (que no se había casado nunca) respondió con gran sentimiento:
—Con gran ansiedad, la pobre, pero bien en otros aspectos.
Entonces el visitante se dio la vuelta y se marchó, cayéndose dos veces por las
escaleras. Desde ese momento no volvió a saber de él. No supo si se había tratado de un
fantasma, o de una ilusión espectral de la conciencia, o de un borracho que no tenía
ninguna relación con el cuarto, o del dueño verdadero de los muebles, borracho, con una
recuperación transitoria de la memoria; no supo si había llegado a salvo a casa, o no
tenía casa alguna a la que ir; no supo si por el camino lo mató el licor, o si vivió en el
licor para siempre; no volvió a saber nada de él. Ésta fue la historia, traspasada con los
muebles y considerada auténtica por el que los recibió en una serie de habitaciones de la
parte superior de la triste Lyons Inn.
[De The Uncommercial Traveller]
La casa hechizada.
Los mortales de la casa
La casa que es el tema de esta obra de Navidad no la conocí bajo ninguna de las
circunstancias fantasmales acreditadas ni rodeada por ninguno de los entornos
fantasmagóricos convencionales. La vi a la luz del día, con el sol encima. No había
viento, lluvia ni rayos, no había truenos ni circunstancia alguna, horrible o indeseable,
que potenciaran su efecto. Más todavía: había llegado hasta ella directamente desde una
estación de ferrocarril; no estaba a más de dos kilómetros de distancia de la estación, y
en cuanto estuve fuera de la casa, mirando hacia atrás el camino que había recorrido,
pude ver perfectamente los trenes que recorrían tranquilamente el terraplén del valle. No
diré que todo era absolutamente común porque dudo que exista tal cosa, salvo personas
absolutamente comunes, y ahí entra mi vanidad; pero asumo afirmar que cualquiera
podría haber visto la casa tal como yo la vi en una hermosa mañana otoñal.
La forma en que yo la vi fue la siguiente.
Viajaba hacia Londres desde el norte con la intención de detenerme en el camino
para ver la casa.
Mi salud requería una residencia temporal en el campo, y un amigo mío que lo
sabía y que había pasado junto a ella, me escribió sugiriéndomela como un lugar
probable. Había subido al tren a medianoche, me había quedado dormido y luego
desperté y permanecí sentado mirando por la ventanilla en el cielo las estrellas del
norte, y me había vuelto a dormir para despertar otra vez y ver que la noche había
pasado, con esa convicción desagradable, habitual en mí, de que no había dormido en
absoluto; a este respecto, y en los primeros momentos de estupor de esa condición, me
avergüenza creer que me habría dispuesto a pelearme con el hombre que se sentaba
frente a mí si hubiera dicho lo contrario. Ese hombre que se sentaba frente a mí había
tenido durante toda la noche, tal como tienen siempre los hombres de enfrente,
demasiadas piernas y todas ellas muy largas. Además de esta conducta irrazonable
(que sólo cabía esperar de él), llevaba un lápiz y un cuaderno y había estado todo el
tiempo escuchando y tomando notas. Me habría parecido que esas irritantes notas se
referían a los traqueteos y sacudidas del coche, y me habría resignado a que las tomara
bajo la suposición general de que era un ingeniero, si no hubiera estado mirando
fijamente por encima de mi cabeza siempre que escuchaba. Era un caballero de ojos
saltones y aspecto perplejo, y su proceder resultaba intolerable.
La mañana era fría y desoladora (el sol todavía no estaba alto), y cuando miré
hacia fuera y vi la pálida luz de los fuegos de aquella comarca del hierro,
así como la pesada cortina de humo que había estado suspendida entre las
estrellas y yo, y ahora lo estaba entre yo y el día, me dirigí hacia mi compañero de
viaje y le dije:
—Le ruego que me perdone, señor, ¿pero observa algo particular en mí? —pues
en realidad parecía que estuviera tomando notas de mi gorra de viaje o de mi pelo con
una minuciosidad que daba a entender que se estaba arrogando demasiadas libertades.
El caballero de ojos saltones dejó de fijar la mirada que tenía puesta detrás de mí,
como si la parte posterior del coche estuviera a cien millas de distancia, y con una
elevada actitud de compasión hacia mi insignificancia dijo:
—¿En usted, señor... B.?
—¿B, señor? —pregunté yo a mi vez, calentándome. —No tengo nada que ver
con usted, señor —replicó el caballero—. Le ruego que me escuche... O. Enunció esta
vocal tras una pausa, y la anotó.
Al principio me alarmé, pues un lunático en el expreso, sin ninguna comunicación
con el revisor, resulta una situación grave. Me alivió el pensar que el caballero podía
ser lo que popularmente se llama un médium; perteneciente a una secta de la que
algunos miembros me merecen un respeto máximo, aunque no crea en ellos. Iba a
hacerle esa pregunta cuando me quitó la palabra de la boca.
—Espero que me excuse —dijo el caballero con, tono despreciativo—, si me
encuentro muy avanzado con respecto a la humanidad común como par—,
preocuparme por todo esto. He pasado la noche como en realidad paso ahora todo mi
tiempo, en una relación espiritual.
—¡Ah! —exclamé yo con cierta acritud.
—Las conferencias de la noche empezaron con este mensaje —siguió diciendo el
caballero mientras pasaba varias hojas de su cuaderno—: «las malas comunicaciones
corrompen las buenas maneras».
—Es sensato —intervine yo—. ¿Pero te es absolutamente nuevo?
—Es nuevo viniendo de los espíritus —contestó el caballero.
Sólo fui capaz de repetir mi anterior y agria exclamación y preguntar si podía ser
favorecido con el conocimiento de la última comunicación.
—Un pájaro en mano vale más que dos en el busque —anunció el caballero
leyendo con gran solemnidad su última anotación.
—Soy, verdaderamente, de la misma opinión —comenté yo—. Pero ano debería
ser bosque?
—A mí me llegó busque —replicó el caballero. Luego el caballero me informó que
en el curso de la noche el espíritu de Sócrates le había hecho esa revelación especial.
—Amigo mío, espero que se encuentre bien. En este coche del tren somos dos.
¿Cómo está usted? Aquí hay diecisiete mil cuatrocientos setenta y nueve espíritus,
aunque usted no pueda verlos. Pitágoras está aquí. No puede mencionarlo, pero espera
que a usted le sea cómodo el viaje.
También se había dejado caer Galileo con la siguiente comunicación científica:
«estoy encantado de verle, amico. ¿Cómo stá? El agua se congelará cuan do esté lo
bastante fría. Addio!» En el curso de la noche se había producido también el fenómeno
siguiente. El obispo Butler había insistido en deletrea su nombre, «Bubler», quien había
sido despedid destempladamente por las ofensas contra la ortografía y las buenas
maneras. John Milton (sospechoso de un engaño intencionado) había repudiado la
autoría del Paraíso Perdido, y había introducido como coautores de ese poema a dos
desconocidos caballeros llamados respectivamente Grungers y Scadging tone. Y el
príncipe Arturo, sobrino del rey Juan d Inglaterra, había informado que se encontraba
tolerablemente cómodo en el séptimo círculo, donde e: taba aprendiendo a pintar sobre
terciopelo bajo la dirección de la señora Trimmer y de María, la Reina d los Escoceses.
Si a todo esto le unimos la mirada del caballero que me favoreció con aquellas
revelaciones confidenciales que se me excusará mi impaciencia por ver el sol naciente y
contemplar el orden magnífico del vasto universo. En una palabra, estaba tan impaciente
por ello que me alegré muchísimo de bajarme en la estación siguiente y cambiar aquellas
nubes y vapore por el aire libre del cielo.
Para entonces hacía ya una mañana hermosa Mientras caminaba pisando las hojas
que había caído de los árboles dorados, marrones y rojizos, mientras contemplaba a mi
alrededor las maravilla de la creación y pensaba en las leyes inmutable inalterables y
armoniosas que las sostenían, la relación espiritual del caballero me pareció de lo más
pobre que podía contemplar este mundo. Y en ese estado de infiel llegué frente a la casa
y me detuve para examinarla atentamente.
Era una casa solitaria levantada en un jardín tristemente olvidado: un cuadrado de
unos dos acres. Pertenecía a la época de Jorge II; tan rígida, tan fría, tan formal y tan en
mal estado como podría desear el más leal admirador del cuarteto completo de Jorges.
Estaba deshabitada, pero hacía uno o dos años que la habían reparado, sin gastar mucho
dinero, para hacerla habitable; y digo de una manera barata porque lo habían hecho
superficialmente, por lo que aunque los colores se mantuvieran frescos, la pintura y la
escayola se estaban cayendo ya. Un tablero colgado sobre el muro del jardín, y más
inclinado por un lado que por el otro, anunciaba que «se alquila en condiciones muy
razonables, bien amueblada». Resultaba muy sombría por la proximidad excesiva de los
árboles, y en particular había seis altos álamos delante de las ventanas principales, lo que
las volvía excesivamente melancólicas, pues era evidente que la posición había sido muy
mal elegida.
Era fácil ver que se trataba de una casa evitada; una casa a la que rehuía el pueblo,
hacia el que se desvió mi vista por causa del campanario de una iglesia situado a menos
de un kilómetro; una casa que nadie aceptaría. Y la deducción natural era que tenía fama
de ser una casa encantada.
Ningún período de las veinticuatro horas del día y la noche me resulta tan solemne
como la primera hora de la mañana. Durante el verano suelo levantarme muy temprano
y me dirijo a mi habitación para una jornada de trabajo antes del desayuno, y en esas
ocasiones siempre me impresiona profundamente la quietud y soledad que me rodea.
Además de eso, siempre hay algo terrible en el hecho de estar rodeado por rostros
familiares dormidos, al hacernos pensar que aquellos que nos son más queridos y que
más nos quieren se sienten profundamente inconscientes de nosotros, en un estado
impasible que anticipa esa condición misteriosa a la que todos tendemos: la vida
detenida, los hilos rotos del ayer, el asiento abandonado, el libro cerrado, la ocupación
que ha sido abandonada sin que estuviera terminada... todo imágenes de la muerte. La
tranquilidad de esa hora es la tranquilidad de la muerte. El calor y el frío producen esa
misma asociación. Incluso un cierto aire que adoptan los objetos domésticos familiares
cuando emergen de las sombras de la noche pasando a la mañana, un aire de ser más
nuevos, tal como habían sido hace tiempo, tiene su contrapartida en el paso del rostro
gastado de la madurez o la vejez, con la muerte, al antiguo aspecto juvenil Además, en
esa hora vi una vez la aparición de m padre. Estaba vivo y bien, y no dijo nada, pero le
vi, la luz del día, sentado, dándome la espalda, en un<>
Reposaba la cabeza en su mano y no pude averiguar si estaba dormitando c
apesadumbrado. Sorprendido de verle allí, me enderecé en la cama, cambié de posición,
salí de ella, le observé. Como él no se moviera, me alarmé y la puse una mano en el
hombro, o lo que yo pensaba que lo era... pero no había nada.
Por todas estas razones, y también por otras que no es tan fácil explicar
brevemente, la primera hora de la mañana me resulta la más fantasmagórica. En ese
momento cualquier casa me parece encantada en mayor o menor medida; y una casa
encantada difícilmente puede parecérmelo más en otro momento.
Caminé hasta el pueblo pensando en el abandono de aquella casa y me encontré
con el dueño de la pequeña posada echando arena en el umbral. Le encargué el desayuno
y saqué el tema de la casa.
—¿Está hechizada? —pregunté.
El posadero me— miró, sacudió la cabeza y respondió:
—Yo no digo nada. —¿Entonces lo está?
—¡Bueno!... Yo no dormiría en ella —me espetó el posadero en un arranque de
franqueza que tenía la apariencia de la desesperación.
—¿Y por qué no?
—Si me gustara que sonaran todas las campanas de la casa sin que nadie las tocara;
y que golpearan todas la puertas de la casa sin que nadie llamara en ellas; y escuchar
todo tipo de pasos sin que ningún pie la recorriera; pues bien, entonces sí dormiría en
esa casa —explicó el posadero.
—¿Han visto a alguien allí?
El posadero volvió a mirarme y luego, con su anterior aspecto de desesperación,
gritó «¡Ikey!» en dirección al patio del establo.
El grito provocó la aparición de un hombre joven de hombros altos, rostro rojizo y
redondeado cabellos cortos de color arenoso, una boca muy ancha y húmeda, nariz
vuelta hacia arriba y un enorme chaleco con mangas de rayas moradas y botones d
madreperla que parecía crecer sobre él y estar a punto, si no se lo podaba a tiempo, de
taparle la cabeza colgarle por encima de las botas.
—Este caballero quiere saber si se ha visto a alguien en los Álamos —dijo el
posadero.
—Mujer capuchada con bullo —explicó lkey con gran viveza.
—¿Quiere decir «armando bulla», gritando? —No, señor, un pájaro.
—Ah, una mujer encapuchada con un búho ¡Cielos! ¿La vio a ella alguna vez?
—Vi al bullo.
—¿Y nunca a la mujer?
—No tan bien como al bullo, pero siempre va juntos.
—¿Y alguien ha visto a la mujer tan claramente como al búho?
—¡Que Dios le bendiga, señor! Muchísimos. —¿Quiénes?
—¡Que Dios le bendiga, señor! Muchísimos. —¿Por ejemplo el tendero que está
abriendo tienda allí enfrente?
—¿Perkins? Que Dios le bendiga, Perkins no acercaría al lugar. ¡No señor! —
comentó el joven con considerable fuerza—. No es muy listo, Perkins no es, pero no es
tan tonto como eso.
(En ese punto el posadero murmuró su confianza en la buena cabeza de Perkins.)
—¿Quién es, o quién fue, la mujer encapuchada del búho? ¿Lo sabe usted?
—¡Vaya! —exclamó Ikey levantándose la gorra con una mano mientras con la otra
se rascaba la cabeza—. En general dicen que fue asesinada mientras el búho cantaba.
Ese conciso resumen de los hechos fue todo lo que pude conocer, además de que un
joven, tan animoso y bien parecido como nunca he visto otro, había sufrido un ataque y
se había venido abajo después de ver a la mujer encapuchada. Y también que un
personaje descrito imprecisamente como «un buen tipo, un vagabundo tuerto, que
responde al nombre de Joby, a menos que le desafiaras llamándole por su apodo,
Greenwood, a lo que él contestaría: «¿Y por qué no? Y, aún así, ocúpate de tus asuntos»,
se había encontrado con la mujer encapuchada cinco o seis veces. Pero esos testigos no
pudieron ayudarme mucho, por cuanto el primero estaba en California y el último, tal
como dijo Ikey (y confirmó el posadero), estaría en cualquier parte.
Ahora bien, aunque contemplo con un miedo callado y solemne los misterios, entre
los cuales y este estado de la existencia se interpone la barrera del gran juicio y el
cambio que cae sobre todas las cosas que viven, y aunque no tengo la audacia de
pretender que sé algo de esos misterios, no por ello puedo reconciliar las puertas que
golpean, las campanas que suenan, los tablones del suelo que crujen, e insignificancias
semejantes, con la majestuosa belleza la analogía penetrante de todas las reglas divinas
que se me ha permitido entender, de la misma forma que tampoco había podido, poco
antes, uncir la relación espiritual de mi compañero de viaje con el carro d sol naciente.
Además, había vivido ya en dos casas encantadas, ambas en el extranjero. En una de ella
un antiguo palacio italiano que tenía fama de haber sido abandonado dos veces por esa
causa, viví solo meses con la mayor tranquilidad y agrado: a pesar c que la casa tenía
una docena de misteriosos dormitorios que nunca fueron utilizados y poseía en una
habitación grande en la que me sentaba a leer muchísimas veces y a cualquier hora, y
junto a la cu dormía, una sala hechizada de primera categoría Amablemente le sugerí al
posadero esas consideraciones. Y puesto que aquella casa tenía mala reputación, razoné
con él, diciéndole que cuántas cosas tienen mala fama inmerecidamente, y lo fácil que
manchar un nombre, y que si no creía que si él y empezábamos a murmurar
persistentemente por pueblo que cualquier viejo calderero borracho de vecindad se había
vendido al diablo, con el tiempo sospecharía que había hecho ese trato. Toda esa
prudente conversación resultó absolutamente ineficaz para el posadero, y tengo que
confesar que fue el mayor fracaso que he tenido en mi vida.
Pero resumiendo esta parte de la historia, lo de casa encantada me interesó y estaba
ya decidido a medias a alquilarla. Por ello, después de desayunar recibí las llaves de
manos del cuñado de Perkins, (fabricante de arneses y látigos que regenta la oficina de
correos y está sometido a una rigurosísima esposa perteneciente a la secta de la
segunda escisión del pequeño Emmanuel), y fui a la casa asistido por mi posadero y
por Ikey.
El interior lo encontré trascendentalmente lúgubre, tal como esperaba. Las
sombras lentamente cambiantes que se movían sobre el, proyectadas por los altos
árboles, resultaban de lo más lúgubre; la casa estaba mal situada, mal construida, mal
planificada y mal terminada. Era húmeda, no estaba libre de podredumbre, había en
ella un olor a ratas y era triste víctima de esa decadencia indescriptible que se apodera
de toda obra hecha con manos humanas cuando ésta ya no recibe la atención del
hombre. Las cocinas y habitaciones auxiliares eran demasiado grandes y se
encontraban demasiado alejadas unas de otras. Por encima y por debajo de las
escaleras, pasillos estériles se cruzaban entre las zonas de fertilidad que representaban
las habitaciones; y había un viejo y mohoso pozo sobre el que crecía la hierba, oculto
como una trampa asesina cerca de la parte de abajo de las escaleras traseras, bajo la
doble fila de campanas. Una de las campanas llevaba la etiqueta, sobre fondo negro
con descoloridas letras blancas, de AMO B. Me dijeron que ésa era la campana que
más sonaba.
—¿Quién era el Amo B.? —pregunté—. ¿Se sabe lo que hacía mientras el búho
ululaba?
—Tocaba la campana —contestó Ikey.
Me sorprendió bastante la destreza y rapidez con la que aquel joven lanzó contra
la campana su gorra de piel, haciéndola sonar. Era una campañia fuerte y desagradable
que produjo un sonido de le más destemplado. Las otras campanas tenían escrito el
nombre de las habitaciones a las que conducían sus cables: como «habitación del
cuadro», «habitación doble», «habitación del reloj», etcétera, Siguiendo hasta su
origen la campana del Amo B., descubrí que el joven caballero sólo tuvo un acomodo
de tercera categoría en una habitación triangular bajo el desván, con una chimenea
esquinera que indicaba que el Amo B. tenía que ser muy bajito para poder ser capaz de
calentarse con ella, y una parte frontal piramidal hasta el techo digna de Pulgarcito. El
empapelado de un lado de la habitación se había venido abajo totalmente llevándose
con él trozos de escayola, llegando casi a bloquear la puerta. Daba la impresión de que
el Amo B., en su condición espiritual, intentaba siempre tirar abajo el papel. Ni el
posadero ni Ikey pudieron sugerir el motivo de que hiciera esa tontería.
No hice ningún otro descubrimiento salvo que la casa tenía un desván inmenso y
de distribución irregular. Estaba moderadamente bien amueblada: aunque con escasez.
Algunos de los muebles, una tercera parte, eran tan viejos como la casa; lo demás
pertenecía a diversos períodos del último medio siglo. Para negociar sobre la casa me
enviaron a un comerciante de trigo del mercado de la ciudad. Fui ese mismo día y la
alquilé por seis meses.
A mediados de octubre me mudé allí con mi hermana soltera (me puedo permitir
decir que tiene treinta y ocho años, pues es muy hermosa, sensata y emprendedora).
Llevamos con nosotros a un mozo de caballos sordo, mi sabueso Turk, dos sirvientas y a
una joven a la que le llamaban Chica Extraña. Tengo razones para citar a la última de la
lista, miembro de las Huérfanas de la Unión de San Lorenzo, pues resultó un error fatal
y un compromiso desastroso.
El año estaba muriendo pronto, las hojas caían rápidamente, y fue un día frío
cuando tomamos posesión de la casa, cuya tristeza resultaba de lo más deprimente. La
cocinera (una mujer amable, pero de débil capacidad intelectual) rompió a llorar al
contemplar la cocina y pidió que su reloj de plata se le entregara a su hermana
(Tuppintock's Gardens, Ligg's Walk, Clapham Rise) en el caso de que le sucediera algo
por la humedad. La doncella, Streaker, fingió alegría, pero era la mayor mártir de todas.
La Chica Extraña, que nunca había estado en el campo, fue la única que quedó
complacida y tomó las disposiciones necesarias para sembrar una bellota en el jardín,
detrás de un roble, cerca de la ventana del fregadero.
Antes de oscurecer habíamos pasado por todas las desgracias naturales (en
oposición a las sobrenaturales), lógicas de nuestro estado. Informes desesperanzadores
subían (como el humo) desde el sótano porque no había rodillos, tampoco salamandra
(lo que no me sorprendió porque no sé lo que es), no había nada en la casa, y lo que
había estaba roto, pues sus últimos habitantes debieron vivir como cerdos... ¿cuál sería
el significado de lo que había dicho el posadero? A pesar de todos estos males, la Chica
Extraña se mostró alegre y ejemplar. Pero cuatro horas después de oscurecer ya
habíamos entrado en una cavidad sobrenatural y la Chica Extraña había visto «ojos» y
estaba histérica.
Mi hermana y yo acordamos reservar el encantamiento estrictamente para nosotros,
y mi impresión era, y sigue siendo, que yo no tenía que dejar que lkey, cuando ayudaba
a descargar la carreta, se quedara a solas con ninguna de las mujeres ni siquiera un
minuto. Sin embargo, tal como dije, la Chica Extraña había «visto ojos» (no pudimos
sacarle ninguna otra explicación) antes de las nueve, y a las diez ya le habíamos aplicado
tanto vinagre como para adobar un buen salmón.
Dejo al inteligente lector que juzgue por sí mismo mis sentimientos cuando, tras
estas circunstancias indeseables, hacia las diez y media la campanilla del Amo B.
empezó a sonar de la manera más furiosa y Turk se puso a aullar hasta que la casa entera
resonó con sus lamentaciones.
Espero no volver a encontrarme nunca en un estado mental tan poco cristiano como
aquel en el que viví durante unas semanas en relación con la memoria del Amo B. No sé
si su campanilla sonaba por causa de las ratas, o los ratones, lo s murciélagos, el viento o
cualquier otra vibración accidental, a veces por una causa y a veces por otra, y otras
veces por la unión de varias de ellas; pero lo cierto es que sonaba dos noches de cada
tres, hasta que concebí la feliz idea de retorcerle el cuello al Amo B. —en otras palabras,
cortar su campanilla—, silenciando a ese caballero, por lo que sé y creo, para siempre.
Pero para entonces la Chica Extraña había desarrollado tal progreso en su
capacidad cataléptica que había llegado a convertirse en un ejemplo brillante de ese
desgraciado trastorno. En las ocasiones más irrelevantes se quedaba rígida como un Guy
Fawkes privado de razón. Me dirigía a los criados de una manera lúcida señalándoles
que había pintado la habitación del Amo B., y quitado el papel, que había quitado la
campanilla del Amo B. evitando que sonara, y que puesto que podían suponer que ese
confundido muchacho había vivido y muerto, revistiéndose de una conducta no mejor
que la que incuestionablemente le habría llevado a un estrecho conocimiento entre él y
las partículas más afiladas de una escoba de abedul, en su actual e imperfecto estado de
existencia, ¿no podían suponer también que un simple y pobre ser humano, como era yo,
fuera capaz de esos despreciables medios de contrarrestar y limitar los poderes de los
espíritus descarnados del muerto, o de cualquier otro espíritu? Diría que en esos
discursos me volvía enfático y convincente, por no decir bastante complaciente, hasta
que sin razón alguna la Chica Extraña se ponía de pronto rígida desde los dedos de los
pies hacia arriba, y miraba entre nosotros como una estatua petrificada de la parroquia.
También Streaker, la doncella, tenía un incomodísimo atributo de la naturaleza.
Soy incapaz de decir si era de un temperamento inusualmente linfático o qué otra cosa le
sucedía, pero esta joven se convertía en una simple destilería dedicada a la producción
de las más grandes y transparentes lágrimas que he visto nunca. Unido a estas
características se daba en esas muestras lacrimosas una peculiar tenacidad de agarre, por
lo que en lugar de caer quedaban colgando de su rostro y nariz. En esas condiciones, y
sacudiendo suave y deplorablemente la cabeza, su silencio me afectaba más de lo que lo
habría hecho el admirable Crichton en una disputa verbal por una bolsa de dinero.
También la cocinera me cubría siempre de confusión, como si me colocara un vestido,
terminando la sesión con la protesta de que el río Ouse la estaba desgastando y
repitiendo dócilmente sus últimos deseos con respecto al reloj de plata.
Por lo que respecta a nuestra vida nocturna, estaba entre nosotros el contagio de la
sospecha y el miedo, y no existe tal contagio bajo el cielo. ¿La mujer encapuchada? De
acuerdo con los relatos estábamos en un verdadero convento de mujeres encapuchadas.
¿Ruidos? Con ese contagio abajo, yo mismo me quedaba sentado en el triste salón
escuchando, hasta haber oído tantos y tan extraños ruidos que hubieran congelado mi
sangre de no ser porque yo mismo la calentaba saliendo a hacer descubrimientos. Pruebe
el lector a hacerlo en la cama en la quietud de la noche; pruébelo cómodamente frente a
su chimenea, en la vida de la noche. Puede encontrar que cualquier casa está llena de
ruidos hasta llegar a tener un ruido para cada nervio de su sistema nervioso.
Repito que el contagio de la sospecha y el miedo estaba entre nosotros, y que no
existe ese contagio bajo el cielo. Las mujeres (que tenían todas la nariz en un estado
crónico de excoriación de tanto oler sales) estaban siempre listas y preparadas para un
desmayo, y bien dispuestas a hacerlo a la mínima. Las dos mayores destacaban a la
Chica Extraña en todas las expediciones que se consideraban muy arriesgadas, y ella
establecía siempre la fama de que la aventura lo había merecido regresando en estado
cataléptico. Si después de oscurecer la cocinera o Streaker subían, sabíamos que
acabaríamos por escuchar un golpe en nuestro techo; y eso sucedía con tanta
frecuencia que era como si andara por la casa un luchador administrando un toque de
su arte, una llave que creo que se llama «el subastador», a toda criada con la que se
encontraba.
Era inútil hacer nada. Era inútil asustarse, por el momento y por uno mismo, por
causa de un búho auténtico, y luego enseñar el búho. Era inútil descubrir, tocando
accidentalmente una discordancia en el piano, que Turk siempre aullaba en
determinadas notas y combinaciones. Era en vano ser un Radamanto de las campanas,
y si una desafortunada campana sonaba sin cesar, echarla abajo inexorablemente y
silenciarla. Era en vano dejar que el fuego subiera por las chimeneas, lanzar antorchas
al pozo, entrar furiosamente a la carga en las habitaciones y habitáculos sospechosos.
Cambiamos de servidumbre y la cosa no mejoró. La nueva escapó, y llegó una tercera
sin que mejorara nada. Finalmente, el cuidado confortable de la casa llegó a estar tan
desorganizado y echado a perder que una noche, abatido, le dije a mi hermana:
—Patty, empiezo a desesperar de que consigamos criados que vengan aquí con
nosotros, y creo que deberíamos abandonar.
Mi hermana, que es una mujer de considerable espíritu, contestó:
—No, John, no abandones. No te des por vencido, John. Hay otro modo.
—¿Y cuál es? —pregunté yo.
John, si no vamos a dejar que nos echen de esta casa, y por ningún motivo lo
vamos a permitir, a ti y a mí nos debe resultar evidente que debemos cuidarnos de
nosotros y tomar la casa total y exclusivamente en nuestras manos.
—Pero las criadas —dije yo.
—No las tengamos —contestó audazmente m hermana.
Como la mayoría de las personas que ocupar una posición semejante a la mía en
la vida, jamó; había pensando en la posibilidad de pasar sin la fie obstrucción de los
criados. La idea me resultó tar nueva cuando me la sugirió que la miré
dubitativamente.
—Sabemos que llegan aquí predispuestas a asustarse y contagiarse el miedo unas
a otras, y sabemos que se asustan y se contagian el miedo unas a otra; —comentó mi
hermana.
—Con la excepción de Bottles —comenté yo el tono meditativo.
(Me refería al mozo de establo sordo). Lo había cogido a mi servicio, y seguía
manteniéndolo, como un fenómeno de mal humor del que no podía encontrarse otro
ejemplo en Inglaterra.)
—Evidentemente, John —asintió mi hermana—. Salvo Bottles. ¿Y qué prueba
eso? Bottles no habla con nadie, y no escucha a nadie a menos que se le grite
desenfrenadamente, ¿y qué alarma ha producido o recibido Bottles? Ninguna.
Eso era absolutamente cierto; el individuo en cuestión se retiraba todas las noches
a las diez en punto a su cama, colocada encima de la cochera, sin más compañía que un
aventador y un cubo de agua. Había yo fijado en mi mente, como un hecho digno de
recordar, que si a partir de ese momento me colocaba sin anunciar en el camino de
Bottles, el cubo de agua caería sobre mi cabeza y el aventador me cruzaría el cuerpo.
Bottles tampoco se había enterado lo más mínimo de los numerosos alborotos que
montábamos. Hombre imperturbable y sin habla, se había sentado a tomar su cena
mientras Streaker se desmayaba y la Chica Extraña se volvía de mármol, y lo único
que hacía era coger otra patata o aprovecharse de la desgracia general para servirse
más ración de pastel del carne.
—Y por ello —siguió diciendo mi hermana—, descarto a Bottles. Y
considerando, John, que la casa es demasiado grande, y quizá demasiado solitaria, para
que la podamos mantener bien entre Bottles, tú y yo; propongo que busquemos entre
nuestros amigos a un número selecto de entre los más voluntariosos y dignos de
confianza, que formemos una sociedad aquí durante tres meses, ayudándonos unos a
otros en las tareas de la casa, que vivamos alegre y socialmente y veamos lo que
sucede.
Me sentí tan encantado con mi hermana que la abracé allí mismo y me dispuse a
poner en marcha su plan con el mayor ardor.
Por aquel entonces nos encontrábamos en la tercera semana de noviembre, pero
emprendimos las medidas con tanto vigor, y fuimos tan bien secundados por los
amigos en los que confiábamos, que todavía faltaba una semana para expirar el mes
cuando nuestro grupo llegó conjunta y alegremente y pasó revista a la casa encantada.
Mencionaré ahora dos pequeños cambios que realicé mientras mi hermana y yo
estábamos todavía solos. Se me ocurrió que no sería improbable que Turk aullara en la
casa durante la noche, en parte porque quería salir de ella, por lo que lo dejé en la
perrera exterior, pero sin encadenarlo; y advertí seriamente al pueblo que cualquiera
que se pusiera delante del perro no debía esperar separarse de él sin un mordisco en la
garganta. Luego, de modo casual, pregunté a Ikey si sabía juzgar bien una escopeta.
—Claro, señor, conozco una buena escopeta nada más verla —respondió él, y yo
le supliqué el favor de que se acercara a la casa y examinara la mía.
—Es una de verdad, señor —dijo Ikey tras inspeccionar un rifle de doble cañón
que unos años antes había comprado en Nueva York—. No hay ningún error sobre ella,
señor.
—Ikey—le dije yo—. No lo mencione, pero he visto algo en esta casa.
—¿No, señor? —susurró abriendo codiciosamente los ojos—. ¿La mujer
capuchada, señor?
—No se asuste —repliqué yo—. Era una figura bastante parecida a usted.
—¡Dios mío, señor!
—¡Ikey! —exclamé yo estrechándole las manos calurosamente; podría decir que
afectuosamente—. Si hay algo de verdad en esas historias de fantasmas, el mayor favor
que puedo hacerle es disparar a esa figura. ¡Y le prometo por el cielo y la tierra que lo
haré con esta escopeta si vuelvo a verla!
El joven me dio las gracias y se despidió con cierta precipitación tras rechazar un
vaso de licor. Le di a conocer mi secreto porque jamás había olvidado el momento en el
que lanzó la gorra a la campana; porque en otra ocasión había observado algo muy
semejante a un gorro de piel que yacía no muy lejos de la campana una noche en la que
ésta había roto a sonar; y porque había observado que siempre que venía él por la tarde
para consolar a las criadas luego nos encontrábamos mucho más fantasmales. Pero no
debo ser injusto con Ikey. Tenía miedo de la casa y creía que estaba hechizada; aun así,
estaba seguro de que él exageraría sobre el aspecto del encantamiento en cuanto tuviera
una oportunidad. El caso de la Chica Extraña era exactamente similar. Recorría la casa
en un estado de auténtico terror, pero mentía monstruosa y voluntariamente e inventaba
muchas de las alarmas que ella misma extendía y producía muchos de los sonidos que
escuchábamos Lo sabía bien porque les había estado vigilando a 1os dos. No es
necesario que explique aquí ese absurdo estado mental; me contento con observar que
ese es del conocimiento general de todo hombre inteligente que tenga una buena
experiencia médica, 1egal o de cualquier otro tipo de vigilancia; que es un estado mental
tan bien establecido y tan común como cualquier otro con el que están familiarizados los
observadores; y que es uno de los primeros elementos, por encima de todos los demás,
del que sospecha racionalmente; y que se busca estrictamente, separándola, cualquier
cuestión de este tipo
Pero volvamos a nuestro grupo. Lo primero que hicimos cuando estuvimos todos
reunidos fue echar suertes los dormitorios. Hecho eso, y después de que todo dormitorio,
en realidad toda la casa, hubiera sido minuciosamente examinado por el grupo completo,
asignamos las diversas tareas domésticas como si nos encontráramos entre un grupo de
gitanos, o u grupo de regatas, o una partida de caza o hubiéramos naufragado. Después
les conté los rumores concernientes a la dama encapuchada, el búho y el Amo B junto
con otros que habían circulado todavía con mayor firmeza durante nuestra ocupación de
la casa, relativos a una ridícula y vieja fantasma que subía y bajaba llevando el fantasma
de una mesa redonda; también a un impalpable borrico a quien nadie fu capaz nunca de
capturar. Creo realmente que los sirvientes de abajo se habían comunicado unos a otros
estas ideas de una manera enfermiza, sin transmitirlas en forma de palabras. Después,
solemnemente, nos dijimos unos a otros que no estábamos allí para ser engañados ni
para engañar, lo que nos parecía en gran parte lo mismo, y que con un serio sentido de la
responsabilidad seríamos estrictamente sinceros unos con otros y seguiríamos
estrictamente la verdad. Quedó establecido que cualquiera que escuchara ruidos
inusuales durante la noche, y deseara rastrearlos, llamaría a mi puerta; y acordamos
finalmente que en la noche duodécima, la última noche de la sagrada Navidad, todas
nuestras experiencias individuales desde el momento de la llegada conjunta a la casa
encantada serían comunicadas para el bien de todos, y que hasta entonces
mantendríamos silencio sobre el tema a menos que alguna provocación notable exigiera
que lo rompiéramos.
En cuanto al número y el carácter éramos como ahora describo: en primer lugar
estábamos nosotros dos, mi hermana y yo. Al echar las habitaciones a suertes, a mi
hermana le correspondió su dormitorio, y a mí el del Amo B. Después estaba nuestro
primo hermano John Herschel, llamado así por el conocido astrónomo; y supongo de él
que es mejor con un telescopio que como hombre. Con él estaba su esposa: una persona
encantadora con la que se había casado la primavera anterior. Consideré que, dadas las
circunstancias, había sido bastante imprudente el traerla con él, porque no se sabe lo que
una falsa alarma puede provocar en esos momentos, pero imagino que él conocerá bien
sus propios asuntos y sólo debo decir que de haber sido mi esposa en ningún momento
habría dejado de vigilar su rostro cariñoso brillante. Les correspondió la habitación del
reloj. . Alfred Starling, un joven inusualmente agradable, de veintiocho años, por el que
sentía yo el mayor agrado, le correspondió la habitación doble; la que había sido mía, y
que se designaba con ese nombre por tener en su interior un vestidor y que incluía dos
amplias y molestas ventanas que no conseguí evitar que dejaran de moverse fuera cual
fuera el tiempo, con viento o sin él. Alfredo es un joven que pretende ser «n pido» (tal
como entiendo yo el término, otra palabra para decir «vago»), pero que es muy bueno y
sensible para ese absurdo, y se habría distinguido antes d ahora si por desgracia su padre
no le hubiera dejad una pequeña independencia de doscientas libras <>
cuenta que su única ocupación e la vida ha sido la de gastar seiscientas. Sin embargo,
tengo la esperanza de que su banquero pueda entra en quiebra o que participe en alguna
especulación que garantice un veinte por ciento, pues estoy convencido de que si
consiguiera arruinarse su fortuna estaría hecha. Belinda Bates, amiga íntima de mi
hermana, y una joven deliciosa, amable e intelectual pasó a ocupar la habitación del
cuadro. Tiene verdadero talento para la poesía, unido a una verdadera seriedad para los
negocios, y «encaja», por utilizar un expresión de Alfred, en la misión de la Mujer, los
de techos de la Mujer, los errores de la mujer y todo, aquello que lleve la palabra Mujer
con una M mayúscula, o todo aquello que no es y debería ser, o que es y no debería ser.
—¡Mi queridísima y digna de alabanzas, que el cielo te siga haciendo prosperar!
—le susurré la primera noche cuando me despedí de ella en la puerta de la habitación
del cuadro—. Pero no te excedas. Y con respecto a la gran necesidad que hay, querida
mía, de que haya más empleos al alcance de la mujer de los que nuestra civilización les
ha asignado todavía, no arremetas violentamente contra los desafortunados hombres,
incluso aquellos hombres que a primera vista se interponen en tu camino, como si
fueran los opresores naturales de tu sexo; pues créeme, Belinda, que a veces se gastan
el salario entre esposas e hijas, hermanas, madres, tías y abuelas; y no toda la obra es
Caperucita y el Lobo, sino que tiene también otras partes.
Sin embargo, esto es una digresión. Como ya he mencionado, Belinda ocupaba la
habitación del cuadro. Nos quedaban tres aposentos: la habitación de la esquina, la
habitación del armario y la habitación del jardín. Mi antiguo amigo Jack Governor,
«estiró el catre», tal como él lo expresó, en la habitación de la esquina. Siempre he
considerado a Jack como el marinero de mejor aspecto que ha navegado nunca. Ahora
tiene canas, pero sigue tan guapo como hace un cuarto de siglo... qué va, mucho más
guapo. Es un hombre de hombros anchos, rollizo, alegre y bien constituido, con una
sonrisa franca, ojos oscuros y brillantes y cejas espesas. Las recuerdo bajo sus cabellos
oscuros y todavía parecen mejor por su tono plateado. Ha estado en todas partes en las
que ondea la bandera de la Unión, y he conocido a colegas suyos, en el Mediterráneo y
al otro lado de Atlántico, que se han animado sólo al oír mencionar ese nombre, y han
gritado:
—¿Conoce a Jack, Governor? ¡Entonces conoce: un príncipe!
¡Y eso es lo que es! Y, además, es un oficial de La marina de manera tan
inequívoca que si el lector lo viera salir de una choza de nieve esquimal vestido con
pieles de foca, se sentiría vagamente persuadido de que iba vestido con el uniforme
naval completo
En un tiempo, Jack había puesto su mirada brillante en mi hermana; pero se casó
con otra dama y se la llevó a Sudamérica, donde murió ésta. De ese hace doce años, o
más. Trajo con él a nuestra casi hechizada un pequeño barril de vaca salada; pues está
convencido de que cualquier vaca salada que no haya preparado él es pura carroña, por
lo que invariablemente, cuando va a Londres, incluye un trozo en su maleta ligera. Se
había ofrecido también, traer con él a un tal «Nat Beaver», un antiguo camarada suyo,
capitán de un mercante. El señor Beaver con una figura y un rostro como de madera, y
aparentemente tan duro como un bloque, resultó ser un hombre inteligente con todo un
mundo de experiencias marinas y un gran conocimiento práctico. A veces mostraba un
curioso nerviosismo, por lo visto consecuencia de una antigua enfermedad, pero rara
vez duraba muchos minutos. Le correspondió la habitación del armario, que habitó al
lado del señor Undery, mi amigo y procurador legal, quien acudió, como aficionado,
«para examinar esto», tal como él dijo, y que es mejor jugador de «whist» que toda la
lista de abogados, del extremo del principio hasta el del final.
Nunca me sentí más feliz en mi vida, y creo que ése era el sentimiento general entre
nosotros. Jack Governor, un hombre siempre de recursos maravillosos, se convirtió en el
jefe de cocina, e hizo algunos de los mejores platos que he comido nunca, incluyendo
unos «curries» inaccesibles. Mi hermana se dedicó a las tartas y dulces. Starling y yo
éramos ayudantes de cocina por turnos, aunque en las ocasiones especiales el jefe de
cocina «presionaba» al señor Beaver. Hacíamos muchos ejercicios y deportes al aire
libre, pero nada se olvidaba dentro de la casa, y no había mal humor ni malos entendidos
entre nosotros, por lo que nuestras tardes eran tan placenteras que al menos teníamos
una buena razón para no desear irnos a la cama.
Al principio tuvimos algunas alarmas nocturnas. La primera noche me despertó
Jack llevando en la mano un maravilloso farol de barco, que asemejaba las agallas de
algún monstruo de las profundidades, para decirme que «iba a arribar al palo principal»
para derribar la veleta. Era una noche tormentosa y puse objeciones, pero Jack llamó mi
atención sobre el hecho de que producía un sonido semejante a un grito de
desesperación, y añadió que si no se hacía así alguien iba a «invocar a un fantasma». Así
que subimos a la parte de arriba de la casa, donde apenas sí podía sostenerme por culpa
del viento, acompañados por el señor Beaver; y allí Jack, con el farol y todo, seguido por
el señor Beaver, subieron arrastrándose hasta la parte superior de la cúpula, situad—, a
unos diez metros por encima de la chimeneas, sir nada sólido sobre lo que sostenerse,
derribando fríamente la veleta hasta que ambos se sintieron tan animados por el viento y
la altura que llegué a pensar que nunca bajarían de allí. Otra noche volvieron aparecer
junto a mi puerta para derribar un sombrerete de chimenea. Otra noche se dedicaron a
cortas una tubería que sollozaba y sorbía. Otra noche descubrieron algo más. En varias
ocasiones, ambos, de la manera más fría, salieron simultáneamente por su; respectivas
ventanas agarrándose de las colchas de la cama, para «examinar» algo misterioso que
había en el jardín.
El compromiso que habíamos aceptado todos, se cumplió fielmente y nadie reveló
nada. Lo único que sabíamos era que, si la habitación de alguno estaba, hechizada, nadie
parecía tener peor aspecto por ello
El fantasma de la habitación del Amo B.
Cuando me instalé en la buhardilla triangular que tan distinguida fama había
obtenido, mis pensamientos se centraron, lógicamente, en el Amo B. Mis especulaciones
con respecto a él eran muchas y resultaban inquietantes. Si su nombre de pila fuese
Benjamin, Bissextile (por haber nacido en año bisiesto), Bartholomew o Bill. Si la
inicial perteneciese a su apellido, y si éste fuese Baxter, Black, Brown, Barker, Buggins,
Baker o Bird. Si fuese un inclusero, y por eso se le había bautizado como B. Si fuese un
muchacho con corazón de león, y por eso B. era una abreviatura de Britano. Si pudiese
ser pariente de una ilustre dama que animó mi propia infancia, y procedía de la sangre
de la Brillante Madre Bunch.
Me atormenté mucho con estas inútiles meditaciones. También traté de unir la
misteriosa letra con la apariencia y las actividades del fallecido, preguntándome si
vestiría Bien, llevaría Botas (no debía ser Bizco), era un chico Brillante, le gustaban los
Barcos, sabía jugar bien a los Bolos, tenía alguna habilidad como Boxeador, incluso si
en su Boyante y Baja edad se Bañaba en una máquina de Bañar en Bognor, Bangor,
Bournemouth, Brighton o Broadstairs, Botando como una Bola de Billar.
Así que para empezar me sentí hechizado por la letra B.
No pasó mucho tiempo hasta que me di cuenta de que nunca, ni por azar, había
soñado con el Ar B. ni con nada que le perteneciera. Pero en cuan despertaba del sueño,
a cualquier hora de la noche mis pensamientos se centraban en él, y deambulaban
tratando de unir su letra inicial con algo que fuera adecuado.
Pasé así seis noches preocupado en la habitación del Amo B. cuando empecé a
darme cuenta de que las cosas estaban yendo por mal camino.
Su primera aparición se produjo a primera he de la mañana, cuando empezaba a
iluminar la luz del día. Estaba de pie, afeitándome frente al espejo cuando descubrí de
pronto con consternación asombro que no me estaba afeitando a mí mismo un hombre
de cincuenta años, sino a un muchacho ¡Evidentemente el Amo B.!
Me eché a temblar y miré por encima del hombro, pero no había nadie allí. Volví a
mirar el espejo y vi claramente los rasgos y la expresión de un muchacho que se estaba
afeitando no para quitarse barba, sino para conseguir que le saliera. Extremadamente
turbado en mi mente, di varias vueltas F la habitación y volví frente al espejo, resuelto a
asesinarme y terminar la operación en la que me había turbado. Al abrir los ojos, que
había cerrado hasta recuperar la firmeza, vi en el espejo, mirándome, rectamente, los
ojos de un joven de veinticuatro veinticinco años. Aterrado por ese nuevo fantasma cerré
los ojos e hice un esfuerzo voluntarioso por recuperarme. Al abrirlos de nuevo vi en el
espejo afeitándose, a mi padre, quien hacía ya tiempo que había muerto. Incluso llegué
a ver a mi abuelo, a quien no había llegado a conocer.
Aunque muy afectado, lógicamente, por esas visitas asombrosas, decidí guardar el
secreto hasta el momento fijado para la revelación general. Agitado por una multitud
de pensamientos curiosos me retiré a mi habitación esa noche dispuesto a enfrentarme
a alguna experiencia nueva de carácter espectral. ¡No fue innecesaria mi preparación,
pues al despertar de un inquieto sueño exactamente a las dos de la madrugada imagine
el lector lo que sentí al descubrir que estaba compartiendo la cama con el esqueleto del
Amo B.!
Me levanté como impulsado por un resorte y el esqueleto hizo lo mismo. Escuché
entonces una voz quejumbrosa que decía:
—¿Dónde estoy? ¿Qué ha sido de mí?
Al mirar fijamente en esa dirección, percibí el fantasma del Amo B.
El joven espectro iba vestido siguiendo una moda obsoleta: o más bien que
vestido podía decirse que iba embutido en un paño de mezclilla de calidad inferior que
unos botones brillantes volvían horrible. Observé que, en una doble hilera, esos
botones llegaban hasta los hombros del joven fantasma dando la impresión de que
descendían por su espalda. Unas chorreras le cubrían el cuello. La mano derecha (que
vi con toda claridad que estaba manchada de tinta) la tenía sobre el estómago;
relacionando ese gesto con algunos granos que tenía en
su semblante, y con su aspecto general de sentir náuseas, llegué a la conclusión de
que era el fantasma de un muchacho que había tenido que tomas excesivas medicinas.
—¿Dónde estoy? —preguntó el pequeño espectro con voz patética—. ¿Y por qué
tuve que nacer en la época del calomelanos, y por qué me tuvieron que dar tanto
calomelanos?
Le contesté con la sinceridad más formal que por mi alma que no podía decírselo.
—¿Dónde está mi hermanita y dónde mi angélica y pequeña esposa, y dónde el
chico con el que iba a la escuela?
Le rogué al fantasma que se consolara, pero por encima de todas las cosas me
tomé muy seriamente la pérdida del muchacho con el que iba a la escuela. Traté de
convencerle, partiendo de mi experiencia humana, de que probablemente de haber
sabido lo que había sido de ese chico nunca le habría parecido bien. Le hice entender
que yo mismo, en mi vida posterior, me había encontrado con varios chicos de los que
habían sido compañeros de escuela, y ninguno de ellos había respondido a mis
expectativas. Le expresé mi humilde creencia de que ese muchacho no habría
respondido. Le hablé de un compañero mío que tenía un carácter mítico y que resulté
un engaño y un chasco. Le conté que la última ves que lo había visto fue en una cena
detrás de una enorme corbata blanca, sin ninguna opinión concluyente sobre ningún
tema, y una capacidad de silencioso aburrimiento absolutamente titánica. Le relaté que
como habíamos estado juntos en «Old Doylance's», se había invitado él solo a desayunar
conmigo (una ofensa social de la mayor magnitud); que en un intento de reavivar las
débiles ascuas de mi creencia en los muchachos de Doylance's, se lo había permitido, y
que resultó ser un vagabundo terrible que perseguía a la raza de Adán con inexplicables
ideas concernientes a la moneda y con la propuesta de que el banco de Inglaterra, so
pena de ser abolido, debía librarse instantáneamente y poner en circulación de Dios sabe
cuántos miles de millones de billetes de dieciséis peniques.
El fantasma me escuchó en silencio y con la mirada fija.
—¡Barbero! —me apostrofó cuando terminé.
—¿Barbero? —dije yo repitiendo la pregunta, pues no pertenezco a esa profesión.
—Condenado a afeitar constantemente a clientes cambiantes —añadió el
fantasma—... ahora yo... luego un hombre joven... luego a sí mismo... luego su padre...
luego su abuelo; condenado también a acostarse con un esqueleto cada noche, y a
levantarse con él cada mañana...
(Me estremecí al escuchar ese terrible anuncio.)
—¡Barbero! ¡Sígame!
Antes incluso de que pronunciara las palabras había sentido que un hechizo me
obligaría a seguir al fantasma. Lo hice así inmediatamente, y ya no me encontré en la
habitación del Amo B.
Muchas personas saben las largas y fatigosas jornadas nocturnas a las que se
sometía a las brujas que solían confesar, y que sin duda contaban exactamente la verdad;
sobre todo porque se las ayudaba con preguntas capciosas y porque la tortura estaba
siempre preparada. Pues afirmo que durante el tiempo en el que ocupé la habitación del
Amo B. el fantasma, que la tenía hechizada me condujo en expediciones tan largas y
salvajes como la que acabo de mencionar Claro que no me presentó a ningún anciano
andrajoso con rabo y cuernos de cabra (algo situado entro Pan y un ropavejero),
celebrando con ellos recepciones convencionales tan estúpidas como las de la vid, real
pero menos decentes; pero encontré otras cosa, que me parecieron tener mayor
significado.
Esperando que el lector confíe en que digo la ver dad, y en que seré creído, afirmo
sin vacilación que seguí al fantasma, la primera vez sobre una escoba, después sobre un
caballito balancín. Estoy dispuesto a jurar que incluso olí la pintura del animal, especial
mente cuando al calentarse con mi roce empezó brotar. Después seguí al fantasma en un
simón; una verdadera institución cuyo olor desconoce la generación actual, pero que de
nuevo estoy dispuesto a jurar que es una combinación de establo, perro cae sarna y un
fuelle muy viejo. (Para que me confirmes o me refuten, apelo en esto a las generaciones
anteriores.) Seguí al fantasma en un asno sin cabeza, un asno tan interesado por el estado
de su estómago que tenía siempre allí su cabeza, investigándolo; sobre potros que habían
nacido expresamente para cocea por detrás; sobre tiovivos y balancines de las ferias, en
el primer coche de punto, otra institución olvidad en la que el pasaje solía meterse en la
cama y el conductor les remetía las mantas.
No le molestaré con un relato detallado de todos los viajes que hice persiguiendo al
fantasma del Amo B., mucho más largos y maravillosos que los de Simbad el Marino, y
me limitaré a una experiencia que le servirá al lector para juzgar las múltiples que se
produjeron.
Me vi maravillosamente alterado. Era yo mismo, y, sin embargo, no lo era. Era
consciente de algo que había en mi interior, que había sido igual a lo largo de toda mi
vida y que había reconocido siempre en todas sus fases y variedades como algo que
nunca cambiaba, y, sin embargo, no era yo el yo que se había acostado en el dormitorio
del Amo B. Tenía yo el más liso de los rostros y las piernas más cortas, y había traído a
otro ser como yo mismo, también con el más liso de los rostros y las piernas más cortas,
tras una puerta, y le estaba confiando una proposición de la naturaleza más sorprendente.
La proposición era que deberíamos tener un harén.
El otro ser asintió calurosamente. No tenía la menor noción de respetabilidad, lo
mismo que me pasaba a mí. Era una costumbre de oriente. Era lo habitual del Califa
Haroun Alraschid (¡permítanme por una vez escribir mal el nombre porque está lleno de
fragancias a dulces recuerdos!), su utilización era muy laudable y de lo más digno de
imitación.
—¡Oh, sí! Tengamos un harén —dijo el otro ser dando un salto.
El hecho de que comprendiéramos que debía mantenerlo en secreto ante la señorita
Griffin t debió a que tuviéramos la menor duda con respecto al meritorio carácter de la
institución oriental nos proponíamos importar. Fue porque sabía que la señorita Griffin
estaba tan desprovista de simpatías humanas que era incapaz de apreciar la grandeza del
gran Haroun. Y como la señorita Griffin a quedar envuelta irremediablemente en el
mismo decidimos confiárselo a la señorita Bule.
Éramos diez personas en el establecimiento señorita Griffin, junto a Hampstead
Ponds; las damas y dos caballeros. La señorita Bule, quien según pensaba yo había
alcanzado la edad madura a los ocho o los nueve, ocupó el papel principal sociedad. En
el curso de ese día le hablé del tema y le propuse que se convirtiera en la favorita.
La señorita Bule, tras luchar con la timidez tan natural y encantadora resultaba en
su adorable sexo, expresó que se sentía halagada por la idea deseó saber las medidas que
proponíamos todo con respecto a la señorita Pipson. La señorita Bule que en Servicios y
Lecciones de la Iglesia completos en dos volúmenes con caja y llave había jurado a esa
joven dama una amistad compartiéndolo todo sin secretos hasta la muerte, dijo que
como a mi Pipson no podía ocultarse a sí misma, ni a mí Pipson no era un ser común.
Ahora bien, como la señorita Pipson tenía cabellos claros y rizados y ojos azules (lo
que se ajustaba a mi idea de cualquier ser femenino y mortal que se llamara Hada),
contesté rápidamente que consideraba a la señorita Pipson como un hada circasiana.
—¿Y entonces, qué? —preguntó pensativamente la señorita Bule.
Contesté que debía ser engañada por un mercader, traída hasta mí cubierta con
velos y vendida como esclava.
(El otro ser había pasado ya a ocupar el segundo papel masculino dentro del Estado
y designado como Gran Visir. Más tarde se resistió a que se hubiera dispuesto así de los
acontecimientos, pero le tiré del pelo hasta que cedió.)
—¿Y no me sentiré celosa? —quiso saber la señorita Bule haciendo la pregunta con
la mirada baja.
—Zobaida, no —contesté yo—. Tú serás siempre la sultana favorita; el principal
lugar en mi corazón, y en mi trono, serán siempre para ti.
Una vez segura de eso, la señorita Bule consintió en proponer la idea a sus siete
hermosas compañeras. En el curso de ese mismo día se me ocurrió que sabíamos que
podríamos confiar en un alma sonriente y afable llamada Tabby, que era la esclava servil
de la casa y no representaba más valor que una de las camas, y cuyo rostro estaba
siempre más o menos manchado de color plomo, por lo que tras la cena deslicé en la
mano de la señorita Bule una pequeña nota a ese efecto considerando que esas manchas
plomizas hubieran sido en cierta manera depositadas por el dedo de la providencia,
designaba a Tabby como Mesrour, el famoso jefe de los negros del harén.
Hubo dificultades para la formación de la deseada institución, como las hay
siempre en todo lo que exige combinaciones. El otro ser demostró tener u carácter bajo,
y al haber sido derrotado en sus aspiraciones al trono simuló tener escrúpulos de
conciencia para postrarse delante del califa; no se dirigiría a él con el título de jefe de los
fieles; le hablar de manera ligera e incoherente designándole como simple «compañero»;
y él, el otro ser, dijo que «n jugaría»... ¡jugar!, y fue en otros aspectos rudo ofensivo. Sin
embargo, esa disposición maligna fue derrotada por la indignación general de un haré
unido, y yo fui bendecido por las sonrisas de ocho de las más hermosas hijas de los
hombres.
Las sonrisas sólo podían concederse cuando señorita Griffin miraba hacia otra
parte, y aun entonces sólo de una manera muy cautelosa, pues había una leyenda entre
los seguidores del profeta que ella vio en un pequeño ornamento redondo en medio del
dibujo de la parte posterior de su chal. Por todos los días, después de la cena, nos
reuníamos durante una hora y entonces la favorita y el resto del harén real competían
acerca de quién era la que debía divertir el ocio del Sereno Haroun en su reposo de las
preocupaciones del Estado; que genera mente eran, como la mayoría de los asuntos de
Estado, de carácter aritmético, y el jefe de los fieles sólo era un amedrentado miembro
más.
En esas ocasiones, el entregado Mesrour, jefe los negros del harén, acudía siempre
(la señorita Griffin solía llamar a ese oficial, al mismo tiempo con gran vehemencia),
pero no actuaba jamás de una manera digna de su fama histórica. En primer lugar, su
forma de pasar la escoba por el diván del califa, incluso cuando Haroun llevaba sobre
sus hombros la túnica roja de la cólera (la pelliza de la señorita Pipson), aunque pudiera
hacerse entender en ese momento nunca quedaba satisfactoriamente explicada. En
segundo lugar, su forma de irrumpir en sonrientes exclamaciones de «¡vigile a sus
bellezas!» no era ni oriental ni respetuosa. En tercer lugar, cuando se le ordenaba
especialmente que dijera «¡Bismillah!», siempre exclamaba «¡aleluya!» Este oficial, a
diferencia de los demás de su categoría, siempre estaba de demasiado buen humor,
mantenía la boca demasiado abierta, expresaba su aprobación hasta un punto
incongruente, e incluso una vez —con ocasión de la compra de la hermosa circasiana
por quinientas mil bolsas de oro, y fue barata—, abrazó a la esclava, a la favorita, al
califa y a todos los demás. (¡Permítaseme decir, entre paréntesis, que Dios bendiga a
Mesrour, y que pueda tener hijos e hijas en ese tierno pecho que hayan suavizado desde
entonces muchos días terribles!)
La señorita Griffin era un modelo de decoro, y me cuesta encontrar palabras para
imaginar los sentimientos que habría tenido la virtuosa mujer de haber sabido que,
cuando desfilaba por la calle Hampstead abajo de dos en dos caminaba con paso
majestuoso a la cabeza de la poligamia y el mahometanismo. Creo que la causa principal
de que conserváramos nuestro secreto era una alegría terrible y misteriosa que nos
inspiraba la contemplación de la señorita Griffin en ese estado inconsciente, y una
sensación formidable, predominante entre nosotros, de que había un poder temible en
nuestro conocimiento de lo que no sabía la señorita Griffin (cuando en cambio sabía
todas las cosas que podían aprenderse en los libros). El secreto se mantuvo
maravillosamente, aunque en una ocasión estuvo a punto de traicionarse. El peligro, y la
escapatoria, se produjo un domingo. Estábamos los diez situados en una zona bien
visible de la iglesia, con la señorita Griffin a la cabeza, tal como hacíamos todos los
domingos, percibiendo el lugar de una manera profana, cuando acertaron a leer la
descripción de Salomón en su gloria. En el momento en que se referían así al monarca,
la conciencia me susurró: «¡también tú, Haroun!» El ministro oficiante tenía un defecto
en la vista y eso hacía que pareciera que estuviera leyendo personalmente para mí. Un
sonrojo carmesí, unido a una sudoración debida al miedo, cubrió mis rasgos. El Gran
Visir se quedó más muerto que vivo y todo el harén enrojeció como si la puesta de sol de
Bagdad brillara directamente sobre sus rostros maravillosos. En ese momento portentoso
se levantó la temible Griffin y vigiló con tristeza a los hijos del Islam. Mi propia
impresión fue la de que la Iglesia y el Estada habían iniciado con la señorita Griffin una
conspiración para descubrirnos, y que todos seríamos puestos en sábanas blancas y
exhibidos en la nave central. Pero el sentido de la rectitud de la señorita Griffin era tan
occidental, si se me permite la expresión en oposición a las asociaciones orientales, que
pensó que aquello era un disparate y nos salvamos.
He solicitado una reunión del harén sólo para preguntar si el jefe de los fieles
debería ejercer el derecho de besar en ese santuario del palacio en el que se dividían sus
habitantes sin igual. Zobaida reivindicó como favorita su derecho a rascarse, la hermosa
circasiana a poner el rostro como refugio en una bolsa verde de bayeta, pensada
originalmente para libros. Por otro lado, una joven antílope de belleza trascendente que
procedía de las fructíferas llanuras de Camdentown (adonde había sido llevada por unos
comerciantes en la caravana que dos veces por año cruzaba el desierto intermedio tras
las vacaciones), sostenía opiniones más liberales, pero reivindicaba que se limitara el
beneficio de éstas a ese perro e hijo de perro, el Gran Visir, quien no tenía derecho si no
estaba en cuestión. Finalmente la dificultad fue obviada mediante el nombramiento de
una esclava muy joven como delegada. Ésta, en pie sobre un escabel, recibió
oficialmente en sus mejillas los saludos dirigidos por el gracioso Haroun a las otras
sultanas y fue recompensada privadamente por las arcas de las damas del harén.
Y entonces, en la altura máxima del placer de mi éxtasis, me vi gravemente
turbado. Empecé a pensar en mi madre, y en lo que ella opinaría del hecho de que en el
solsticio estival me hubiera llevado a casa a ocho de las más hermosas hijas de los
hombres, sin que a ninguna de ellas se la esperara. Pensé en el número de camas que
habíamos hechos en nuestra casa, todas con los ingresos de mi padre, y en el panadero, y
mi desaliento se redobló. El harén y el malicioso Visir, adivinando la causa de la
infelicidad de su señor, hicieron todo lo posible por aumentarla Profesaron una fidelidad
sin límites y afirmaron que vivirían y morirían con él. Reducido a la máxima desdicha
por esas protestas de unión, permanecía despierto durante horas meditando sobre mi
terrible destino. En mi desesperación creo que había aprovechado la menor oportunidad
de caer de rodillas ante la señorita Griffin, declarando mi semejanza con Salomón y
rogando fuera tratado de acuerdo con las leyes violentas de mi país si no se abría ante mí
algún medio impensable de escape.
Un día salimos a pasear de dos en dos —con ocasión de lo cual el Visir había dado
sus instrucciones habituales de observar al muchacho de la barrera di portazgo, teniendo
en cuenta que si miraba profanamente (tal como hacía siempre) a las bellezas del harén
habría que ahorcarlo durante el curso de la noche— cuando sucedió que nuestros
corazones se vieron velados por la melancolía. Un inexplicable acto de la antílope había
sumido al Estado en la de gracia. En la representación que se había hecho el di anterior
por su cumpleaños, en la que grandes tesoros habían sido enviados en una canasta para
su celebración (ambas afirmaciones carentes de base), embaucadora había invitado en
secreto pero vehementemente a treinta y cinco príncipes y princesas vecinos a un baile y
una cena: con la estipulación especial de que «no se les iría a buscar hasta las doce». Tal
extravío del capricho de la antílope fue la causa de la sorprendente llegada ante la puerta
de la señorita Griffin, con diversos equipajes y variadas escoltas, de un abultado grupo
vestido de gala que se quedó en el escalón superior con grandes expectativas y fue
despedido con lágrimas. Al principio de la doble llamada que acompaña a estas
ceremonias, el antílope se había retirado a un ático trasero encerrándose con cerrojo en
él; con cada nueva llegada la señorita Griffin se iba poniendo más y más frenética hasta
que finalmente se la vio desgarrarse la parte delantera. La capitulación última por parte
de la ofensora la llevó a la soledad en el cuarto de la ropa a pan y agua, y produjo una
conferencia ante todo el grupo, de vengativa extensión, en la que la señorita Griffin
utilizó las expresiones siguientes: en primer lugar, «creo que todos lo sabían»; en
segundo lugar, «cada uno de ustedes es tan perverso como los demás»; en tercer lugar,
«son un grupo de seres mezquinos».
Dadas las circunstancias, caminábamos apesadumbrados; y especialmente yo, sobre
el que pesaban gravemente las responsabilidades musulmanas, me encontraba en un
bajísimo estado mental; entonces un desconocido abordó a la señorita Griffin y tras
caminar a su lado un rato hablando con ella, me miró a mí. Suponiendo yo que sería un
esbirro de la ley, y que había llegado mi hora, eché a correr al instante con el propósito
general de huir a Egipto.
Todo el harén empezó a gritar cuando me vieron correr tan rápido como me lo
permitían mis piernas (tenía la impresión de que girando por la primera calle a la
izquierda, y dando la vuelta a taberna, encontrar el camino más corto hacia las
pirámides), la señorita Griffin gritó detrás de mí, el infiel Visir corrió detrás de mí, y el
muchacho de la barrera de portazgo me acorraló en una esquina, como si fuera una
oveja, y me cortó el paso. Nadie me riñó cuan do fui apresado y conducido de regreso; la
señorita Griffin sólo dijo, con una amabilidad sorprendente que aquello era muy curioso.
¿Por qué había escapa do cuando el caballero me miró?
De haber tenido yo aliento para responder, m atrevo a decir que no habría
respondido; pero como no me quedaba aliento, por supuesto que no lo, hice. La señorita
Griffin y el desconocido me tomaron entre ellos y me condujeron de regreso al palacio
con escaso ánimo; pero en absoluto sintiéndome culpable (con gran asombro por mi
parte, no podía sentirme así).
Cuando llegamos allí entramos sin más en un salón y la señorita Griffin a su
ayudante, Mesrour, jefe de los oscuros guardianes del harén. Cuando le susurró algo,
Mesrour comenzó a derramar lágrima;
—¡Preciosa mía, bendita seas! —exclamó el oficial tras lo cual se volvió hacia
mí—. ¡Su papá está bastante malo!
—¿Está muy enfermo? —pregunté yo mientras corazón me daba un vuelco.
—¡Que el Señor le atempere los vientos, cordero mío! —exclamó el buen Mesrour
arrodillándose par que yo pudiera tener un hombro consolador sobre el que descansar mi
cabeza—. ¡Su papá ha muerte
Ante esas palabras, Haroun Alraschid huyó; el harén se desvaneció; desde ese
momento no volví a ver a ninguna de las ocho hijas más hermosas de los hombres.
Fui conducido a casa, y allí en el hogar estaba la Deuda al mismo tiempo que la
Muerte, y se celebró allí una venta. Mi propia camita estaba tan ceñuda mente vigilada
por un Poder que me era desconocido, nebulosamente llamado «El Comercio», que una
carbonera de latón, un asador y una jaula de pájaros tuvieron que ponerse en el lote, y
luego se empezó una canción. Así lo oí mencionar y me pregunté qué canción, y pensé
qué canción tan triste debió cantarse.
Después fui enviado a una escuela grande, fría y desnuda de muchachos mayores;
en donde todo lo que había de comer y vestir era espeso y grueso, sin resultar suficiente;
en donde todos, grandes y pequeños, eran crueles; en donde los muchachos lo sabían
todo sobre la venta antes de que yo hubiera llegado allí, y me preguntaron lo que había
conseguido, y quién me había comprado, y me gritaban. «¡Se va, se va, se ha ido!» En
ese lugar jamás dije que yo había sido Haroun, o que había tenido un harén; pues sabía
que si mencionaba mis reveses me sentiría tan preocupado que acabaría por ahogarme
en la charca embarrada que había junto al campo de juego, y se parecía a la cerveza.
¡Ay de mí, ay de mí! Ningún otro fantasma ha acosado la habitación del muchacho,
amigos míos, desde que yo la ocupé, salvo el fantasma de mi propia infancia, el de mi
inocencia, el de mis alegres creencias. Muchas veces he perseguido al fantasma; nunca
con esta zancada de adulto que podría alcanzarle, nunca con estas manos de adulto que
podría tocarle, nunca más con este corazón mío de adulto para retenerlo en su pureza. Y
aquí me veis planificando, tan alegre y agradecidamente como puedo mi destino de
agitar en la copa un cambio constante de clientes, y de acostarme y levantarme con el
esqueleto que se me ha asignado como mi compañero mortal.
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