Andrés Díaz Sánchez
Universo desierto
El Héroe, enfundado en su negra y brillante armadura, alzó la visera del yelmo para contemplar mejor el panorama. El Gran Desierto, la desolación absoluta, el mar de las dunas, se extendía hacia el infinito sobre un cielo eternamente azul oscuro. Sabía que, otrora, aquella gran bóveda apareció salpicada de constelaciones, de lunas y maravillosos planetas fulgentes.
Ahora no quedaba nada de aquello. El País de la Arena Roja fluía bajo sus botas y lo rodeaba en todas direcciones, como una titánica jaula de la que él no podía escapar.
El sudor se introdujo en sus ojos de color violeta claro y parpadeó varias veces. Miró la Piedra Guía, en la palma de su mano, cuya punta afilada permanecía quieta, apuntando siempre hacia la misma dirección. Debía seguir los dictados de su Piedra-Guía. Se acercó al zezzari y le palmeó el escamoso cuello. El animal lamió con su rasposa lengua bífida el brazo cubierto de hierro, mostrando dos hileras de mortales colmillos. La bestia, como su amo, parecía cansada, desolada.
El Héroe apretó las mandíbulas y se obligó a aplastar la pura desesperación. Sabía que había de continuar, siempre hacia allá donde la Piedra- Guía le condujera. Pero... ¿por qué? ¿Para qué? No conocía su misión. Tampoco podía recordar el pasado, salvo momentáneos estallidos nebulosos tragados por el olvido. Alguna vez debió poseer un nombre, instantes o eras atrás, pero lo había perdido, y únicamente se conocía a sí mismo como "El Héroe". ¿De dónde surgió? Una parte de sí le decía que en el País de la Arena Roja, en el Mundo Desértico, no existía el Tiempo y por tanto él había permanecido siempre
en tal lugar. Pero otra faceta de su ser, débil y sin embargo decidida a resistir, le rumoreaba sobre épocas lejanas, en que el todo fue distinto. Antes de la Catástrofe que convirtió el Universo en un rojizo desierto sin presente ni futuro, sin cambios ni esperanza.
El Héroe se llevó los puños al yelmo, a la altura de las sienes, y ahogó un sollozo. ¿Estaba loco? ¿Acaso un loco podía detectar y entender su propia locura? Cayó de rodillas y permaneció así durante un lapso de instantes o siglos.
Se incorporó, dominado por una ciega y sorda determinación. A pesar de todo, debía seguir la dirección de la Piedra-Guía. Sí, eso haría. Era El Héroe. Con eso bastaba y sobraba.
Montó en la gran silla sobre el zezzari y tomó las riendas. El animal se levantó sobre sus dos fuertes extremidades inferiores y echó a andar.
No había día o noche en el infinito País de 1a Arena Roja. Tan sólo desierto y un cielo sucio, oscuro y metálico.
A veces, escuchaba Las Voces. Provenían de todas las direcciones, parecían lejanas y sin embargo surgían de cada grano de arena bajo sus botas, de cada puñado de aire alrededor suyo. Su volumen subía y bajaba caprichosamente. Iban y venían como un viento inconstante. Las había infantiles
y también maduras. No existía alegría en ellas, sólo tristeza, ansiedad, y
un débil tono de ciega esperanza. Le resultaban incomprensibles, pero lo reanimaban, hacían circular los fluidos estancados de su titánico y añoso cuerpo, calmaban su sed y su hambre y prestaban vigor a sus músculos y nervios.
Cuando las Voces se tornaban mas y más poderosas, como a punto de apresar de algún modo al Héroe para liberarle de la infinita prisión en que estaba encerrado, invariablemente aparecían Los Gusanos.
Se trataba de enormes tubos flexibles de color gris, compuestos por una carne que parecía piedra dotada de vida. Surgían espectacularmente de la misma arena, levantándola en rojos surtidores. Eran diez veces mas anchos y veinte más altos que el propio Héroe. No tenían cabeza, cuello o extremidades, ni cualquier otra particularidad que embelleciera o deformara la rotunda monotonía de su cuerpo. Pero en su extremo anterior se abría un negro agujero, grande como el mismísimo zezzari que El Héroe montaba.
Los Gusanos expandían aquella oquedad y por ella succionaban Las Voces: desgarraban y tragaban el sonido, moldeándolo de una manera fantástica, sepultándolo en su interior. Vivían de Las Voces. ¿O tal vez vivían para silenciarlas?
El Héroe debía proteger Las Voces, lograr que continuaran sonando y vibrando en el caliente aire del Mundo Desértico. Comprendía de algún modo que Ellas tenían que ver con Él, con su propia supervivencia, con su agotadora lucha contra el País de la Arena Roja. Y espoleaba a su fiero zezzari, que rugía airadamente, pues era también, a su manera, un guerrero. El paladín se embrazaba el ovalado y brillante escudo negro y desenvainaba la espada Destrucción, de enorme y recta hoja. Acto seguido, cargaba contra el Gusano y tajaba el cuerpo rocoso con brutal ímpetu. Destrucción hendía el cuerpo del
monstruo, que sangraba un espeso y malsano humor gris.
El Gusano se retorcía en silencio, de su único orificio surgían afilados colmillos, bañados en pardo y amarillo. Y atacaba. Mordía aquí y allá, pero de forma lenta y torpe; y El Héroe, a lomos del rápido y ágil zezzari, lograba esquivar sus embates.
Quizás el Gusano cambiara de táctica y se hundiera en la arena; entonces, sólo las vibraciones del firme, como una línea de rápidas dunas, señalaban su trayectoria mientras perseguía al zezzari y su jinete. Para matarlo, El Héroe debía colocarse sobre los rápidos montecillos y hundir a
Destrucción en la carne cercana al orificio succionador. Lograda tal hazaña, el Gusano se debatía espasmódicamente y deshacía en un humor gris que la arena ávidamente tragaba, siempre sin emitir ruido alguno.
Pero sus compañeros le relevaban y El Héroe, de nuevo, tenía que matar o morir.
Había acabado al menos con cien Gusanos, pero su memoria le fallaba...
¿habrían sido mil? ¿O tal vez infinitos? Eterna parecía su estancia en el Mundo Desértico, e innumerables aquellas bestias que lo poblaban... Fuera como fuese, él debía continuar, en aquella lenta batalla contra la desesperación. Sólo podía seguir un camino: el que marcaba su Piedra-Guía.
Algo sí sabía con certeza: no había perdido un solo combate en su larga guerra contra los Gusanos. De ella le quedaban serias cicatrices. En su cuerpo de piel azul, dura y ajada, se abrían rajones y agujeros allá donde penetraron los colmillos mas afilados. También habíansele quebrado varias veces
todos los huesos... Pero las Voces lo curaban, cerraban sus heridas, soldaban roturas, colocaban articulaciones, restablecían el vigor. Tal era Su poder.
En un momento dado de aquella Eternidad, distinguió un punto brillante y verdoso sobre el sangriento horizonte. Espoleó al zezzari. Tras una inicial carrera, creyó volverse loco de alegría: se trataba de un oasis de espeso follaje y lagos cristalinos, donde bellas y fascinantes criaturas se desenvolvían y compenetraban de manera sencilla y natural. Oía Las Voces: cuanto más se acercaba al vergel, con mayor nitidez y fuerza las apreciaba.
Los Gusanos surgieron de la arena mas cercana al oasis y comenzaron a succionarlo: chupaban el color, las formas y los sonidos. Hacían desaparecer el único rastro de vida en el País de la Arena Roja.
- ¡No! –gritaba enronquecido El Héroe, mientras espoleaba a su zezzari- ¡NO!
Mas sabía que no llegaría a tiempo, y lágrimas de tristeza y amarga rabia surcaban su agrietada faz.
El oasis fue definitivamente engullido por los gordos Gusanos. El Desierto había vencido.
El Héroe sintió estallar algo en su cabeza y ante sus ojos el Universo se transformó en un mar sangriento y confuso. Hostigó a los Gusanos con saña, cortándolos, haciéndolos pedazos. Destrucción, su espada, tajaba y mataba y volvía a tajar y a matar. Los monstruos contraatacaron: sus largos colmillos causaron terribles heridas al Héroe. A pesar de todo, continuó luchando salvajemente, hasta que las bestias fueron todas exterminadas y él quedó de rodillas en la arena, sudoroso y jadeante, con la espada en su mano temblorosa.
Estaba otra vez solo y desesperado... Por su garganta ascendía un gran sollozo. Sintió la tentación de rendirse al infortunio. Pero se tragó el dolor y la debilidad y se levantó, apoyándose en Destrucción.
Cojeando, llegó hasta el zezzari y montó en la silla. Observó su Piedra- Guía y continuó el interminable viaje.
Fluyó una cantidad indefinida de Tiempo. Mató a decenas o cientos de Gusanos. Descubrió otros vergeles, cada vez más abundantes, de los que bebió agua y comió dulces frutos. Mas las extrañas criaturas que lo habitaban, aunque hermosas, no eran inteligentes. No existía nadie con quien conversar o a quien interrogar. Nadie le desvelaría los porqués. Aún así, seguía el camino de la Piedra-Guía, lleno de una fe que ganaba consistencia por momentos.
Los Gusanos eran cada vez más fuertes y realmente debía emplearse a fondo para vencerlos. Pero él experimentaba también un aumento de su vigor a medida que el Desierto cedía paso lentamente a bosques, ríos y montañas. Una vida y una belleza que él debía proteger de los Gusanos: las bestias devoraban aquellos vergeles con rabia y avaricia. En el País de la Arena Roja se libraba una guerra cruel entre dos mundos. Y cada bando tenía su propio ejército: Los Gusanos y El Héroe.
Tras ascender un monte de arena en el que brillaban charcos de vegetación, el Héroe descubrió, lejano, un árbol gigantesco. A medida que iba acercándose captaba más y más detalles; en realidad, se trataba de un palacio, de un castillo: sobre la corteza se levantaban capiteles, columnas, balcones, escalinatas y terrazas que albergaban fuentes y jardines. Tal vez en tiempos gozara de hermosura y solidez, mas ahora estaba carcomido por gordos Gusanos que se hundían en su tronco, horadando tal vez sus entrañas, devorándolo poco a poco, robándole la vida.
El Héroe parpadeó varias veces, con la mirada clavada en el gran vegetal.
Conoció el fin para el cual había sido creado: defender al Árbol y limpiarlo del Mal que lo carcomía. En su mano derecha, la Piedra-Guía se deshizo en polvo. Ya no le hacía falta. No viajaría más.
Cabalgó sobre el zezzari y se enfrentó a varios Gusanos menores, dándoles muerte.
Mas, cuando llegó a la base del inconmensurable tronco, grandes behemots, lombrices colosales armadas de temibles colmillos salieron en su busca. El Héroe comprendió que no lograría vencerlos. Eran demasiado poderosos. Moriría y se convertiría en arena, al igual que el Árbol, que los débiles oasis que había encontrado hasta ahora y que sin duda florecían tímidamente por todo el infinito País de la Arena Roja. El Universo volvería a ser Desierto, por completo. Sólo Desierto.
Sonaron Las Voces, primero como un rumor, después como un trueno que crecía majestuosamente. El Héroe experimentó un fuego que llenaba su cuerpo, una alegría salvaje, una decisión sin mancha. Bramó una carcajada y se lanzó gozoso a la batalla. Cercenó, tajó, pinchó, despedazó y aplastó. También su fiel zezzari guerreaba, desgarrando con sus mandíbulas, arañando con sus garras, pateando con sus pezuñas.
Aunque cubierto de sangre azulada, que surgía por decenas de heridas, El Héroe, siempre a lomos de su valiente montura, subió por rampas y escalinatas, abriéndose paso sin vacilaciones a través de un enjambre grisáceo y mortal. Sus ojos de color violeta claro brillaban locamente y un sudor febril recorría su piel. Destrucción ascendía y caía, volaba como un húmedo jirón, entonaba su silbante y letal melodía.
Y, con los ojos desorbitados y enloquecidos, El Héroe llegó por fin hasta el mismísimo salón central del Árbol- alacio, el alma del ser.
En el centro de la gigantesca estancia había un óvalo de un blanco deslucido, tres veces más grande que el propio Héroe. Aquel bello objeto latía débilmente. Un enorme Gusano, quizá el padre y la madre de todos los demás, lo devoraba poco a poco, succionando lentamente su color y su energía.
El Héroe descabalgó. Exhaló un desgarrado grito de guerra y avanzó poderosamente hacía la bestia gris. El Gusano le presentó su único agujero, de cuyos sucios bordes la carne se apartó para dejar emerger curvos y filosos colmillos. Permaneció un instante quieto y después atacó, como un
látigo gigante. El óvalo palpitaba ahora con mayor energía, tal que una pequeña estrella, y las Voces crecieron, hasta el punto de hacer peligrar los tímpanos del Héroe. Correspondían, claramente, a un niño, un hombre adulto y una mujer.
Sonaban excitadas, esperanzadas. El Héroe sabía que de alguna forma le imploraban. Cuando el Gusano ya se acercaba como un oscuro borrón, alzó la espada y se juró que no defraudaría a los Dioses.
Lucharon El Gusano y El Héroe, reyes de dos imperios antagonistas.
Combatieron como lo hacen las ondas de calor contra la ventisca helada o el esplendor de los soles contra los abismos de oscuridad.
Y, tras una eternidad de ira y esfuerzo, Destrucción penetró en la coronilla del Gusano, matándolo. La bestia se desintegró y, con él, todos sus vástagos.
El Héroe quedó quieto, experimentando orgullo y serenidad. Las Voces estallaban, los Dioses lloraban y reían, borrachos de felicidad.
El vencedor llegó hasta su fiel zezzari y le acarició la cabeza. El animal también parecía regocijado. Se asomó después a un balcón abierto en la corteza del Árbol-Palacio. El Desierto había desaparecido, ahora el bosque, la campiña, la montaña, el río y el mar se expandían por doquier. La vida volvía, imparable. Las criaturas recién nacidas, extrañas y bellas, luchaban por nacer y sobrevivir. Se fortalecían.
El Héroe abrió sus amplios brazos, y también se expandió. Todo él crecía, se intensificaba, llenaba este mundo cuyos cielos empezaban a cuajarse de luz, de soles y constelaciones. Su esencia se entrelazó con la de todas las partículas, hasta la más ínfima, del completo Universo. Estaba en todas ellas, las moldeaba, les insuflaba vida o las destruía, siguiendo un Plan. Se había convertido en todo el Universo, y el Universo, con sus infinitos cuerpos y estrellas y sus infinitas criaturas obedecían Sus Deseos.
Era Dios. Ahora lo sabía. Su opuesto, el Desierto, lo redujo y trató de destruirlo. Pero había vencido y se había encumbrado hasta el lugar que le correspondía en la Creación. En su Creación.
Contempló a Sus hijos, a los que Él proporcionaba energía para crecer y desarrollarse o se la quitaba, obligándolos a perecer. Recordó el nombre de aquellos seres, uno inanimados, otros no; unos grandes, otros pequeños. Eran los Pensamientos.
También supo que los Gusanos a los que destruyera y el Desierto que les dio nacimiento y estuvo a punto de acabar con Él obedecían al nombre de Olvido.
Su mundo, Su Universo, tenía un nombre propio que le llenó de placer y alegría: Mente.
Y ahora, por fin, conocía su propio nombre, el nombre de Dios:
Voluntad de Crecer, Voluntad de Vida, Voluntad de Poder. Voluntad de Ser.
Voluntad.
Las Voces crecieron. Podía comprenderlas y comprender el significado de sus palabras. Eran los propios Dioses de otros Universos, pues los había en número infinito. Voluntad reordenó a Sus criaturas, los Pensamientos, para que la Mente respondiera al mensaje de los otros Dioses mediante mecanismos que se extendían a nuevas, vastas y fantásticas regiones sobre las que Él tenía igualmente absoluto poder.
Y las Voces decían:
- ¡Hijo! –la mujer lloraba, abrazando la cabeza del niño tumbado en aquella cama de aquel moderno hospital- ¡Mi niño! ¡Hijo mío!
El pequeño tenía cables conductores de suero alimenticio conectados a sus brazos. Se le veía pálido y ojeroso, soñoliento. Parpadeó varias veces, como si hubiera despertado de un profundo sueño, y dijo, muy débil:
- ¿Mamá? Mamá, tengo sed...
- Sí, hijo, sí, yo te traeré agua –musitó la madre, tomando entre sus manos la cabeza del chico, mirándolo con infinito cariño.
Otro niño, unos tres años quizá mayor que el acostado, se hallaba alrededor. Hacía esfuerzos para no llorar, pero se limpió los ojos con el dorso de la mano.
- ¡Jo, menos mal que has vuelto! –exclamó, riendo y sorbiéndose los mocos- ¡Ya te echaba de menos!
Dos hombres, cerca de la cama, contemplaban también la escena.
Uno vestía una bata de médico y sonreía plácidamente. El otro hacía esfuerzos para contener la emoción.
- Dios mío... –dijo, con voz entrecortada- No puedo creerlo.
Después de tanto tiempo...
- Es extraño, sí, pero ha ocurrido. –dijo el médico, observando reflexivo al chico- Durante dos años su hijo ha permanecido sumido en coma estacionario. De pronto, despierta.
¿Y quién sabe por qué? Nadie. Aún conocemos demasiado poco sobre cómo funciona el cerebro.
El otro se volvió, con un deje de angustia.
- ¿Está... está bien? Quiero decir...
- Guarde cuidado, le hemos hecho varios análisis rápidos y se encuentra perfectamente. Es un niño sano y fuerte, así que estoy seguro de que tras un cierto tiempo de rehabilitación, le verá de nuevo correr y saltar.
El padre se cubrió la cara con las manos, se las pasó sobre el cabello y exhaló un fuerte suspiro en el que escapaban toda la tensión y el miedo soportados durante aquellos dos largos años.
- Enhorabuena. –el médico le tendió la mano, sonriendo de manera sincera- Su hijo ha vuelto.
- Gracias. –contestó el otro, estrechándosela- De veras, gracias.
Y se acercó a la cama, para abrazar al niño, quien los observaba a todos con el ceño fruncido, como tratando de recordar. Pero su mirada rápidamente se aclaró y las arrugas desaparecieron de su joven frente.
Sonrió.
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