Andrés Díaz Sánchez
Mercenarios del Infierno
“Llegado desde el infierno”. VENOM.
Era el año 1411 del Señor. Los polacos luchaban a muerte contra los caballeros teutónicos, vencidos estos últimos por el soberano Ladislao II. Polonia triunfaba sobre el poder alemán. Mas todavía persistían ejércitos teutones, como aquél que asolara la ciudad de Cztesjow.
Era una fría y lluviosa tarde de otoño. El cielo encapotado invitaba a lúgubres reflexiones. La llanura bajo tal firmamento ofrecía aún peor aspecto: la enfangada planicie aparecía cubierta de cadáveres. La mayoría eran teutones, guerreros cuyas armaduras y cotas de malla se veían rajadas y abolladas. Los mercenarios de Wolfgang El Rojo, vencedores en aquella contienda cuyos frutos eran tres mil quinientos dieciocho muertos, deambulaban por entre los caídos, rapiñando las armas y los pertrechos aún servibles.
Sobre una alta loma esperaban cinco mil soldados polacos. Constituían la gran guardia de Cztesjow. Estaban comandados por el burgomaestre Otón, antaño famoso militar. Junto a éste permanecía el Abad Mayor Ivar.
Mil metros atrás del ejército polaco, Cztesjow levantaba sus altas y pétreas murallas. Ahora los habitantes podían respirar tranquilos, pues los teutones habían sido masacrados.
-Y todo gracias al esfuerzo de Wolfgang El Rojo y sus mercenarios -dijo el burgomaestre Otón. La lluvia repicaba sobre su casco. Pasó una mano sobre las crines del caballo. Era un hombre de espíritu marcial. Aún conservaba ese amargo gusto por las vistas de una batalla.
-El problema comienza ahora, pues hemos de pagarle -el Abad Mayor Ivar dirigió una mirada penetrante hacia Otón. Ivar era un político nato. Acostumbrado a una vida cómoda y lujosa, le fastidiaba tener que hallarse allí, sometido a la lluvia, a pesar de que un joven monje le librara de mojarse gracias al paraguas que su mano derecha sostenía. El muchacho, por contra, estornudó violentamente, calado hasta los huesos.
-Hay suficiente oro en las arcas de la ciudad -respondió Otón, con el ceño fruncido.
-Recordad que estamos en guerra, y en tiempos bélicos el oro redobla su valor.
-Nuestro rey Ladislao ha consolidado el Estado polaco. La guerra prácticamente ha acabado.
El Abad dirigió una mirada desdeñosa hacia el campo de batalla.
-Me parece impropio de personas civilizadas repartir sus riquezas con bárbaros mercenarios. Miradlos: sucios, desarrapados, sanguinarios... Son aún peores que los teutones. ¡Ni siquiera son católicos! Profesan adoración a dioses paganos; hay quien sostiene que ofrendan sacrificios al Maligno.
Se santiguó rápidamente.
-Pero vos y yo le prometimos a Wolfgang ese oro. Nuestros soldados están frescos. La Compañía de El Rojo ha hecho el trabajo sucio. Ahora se les debe pagar.
-Recordad que no hay prueba por escrito de tal contrato -el Abad Mayor sonrió maliciosamente-. Ese pacto fue una decisión apresurada, un error por nuestra parte.
Otón le miró con ojos escandalizados.
-¡Pero vos sabéis que, si no les pagamos, atacarán nuestra ciudad!
Ivar sacudió lentamente su oronda cabeza.
-Mi buen Otón, mirad fijamente el campo de batalla. Allá abajo hay unos ochocientos mercenarios, cansados y heridos tras la refriega. Aquí arriba, cinco mil soldados polacos. Podemos aplastarlos con facilidad.
-¿Sugerís que los exterminemos? ¡Son nuestros aliados!
-¡Son herejes y ateos! -Rugió el Abad Mayor-. ¡La mayoría ni siquiera están bautizados!
-¡El rey no lo aprobaría!
-El rey nunca lo sabrá. No haremos prisioneros. Éste no es momento para gastos superfluos. Nuestra ciudad nos lo agradecerá.
-Me niego -afirmó Otón-. Mercenarios o no, son hombres, soldados que han luchado por nuestra causa.
-Por nuestro dinero, no lo olvidéis. Además, un soldado nace para morir -los ojos de Ivar se clavaron en el burgomaestre-. Tal vez el rey Ladislao, cuando pase por aquí con sus ejércitos, llegue a conocer esos pequeños desfalcos que vos habéis realizado en el erario público de Cztesjow...
Otón desorbitó los ojos.
-¡No seríais capaz de contárselo!
-¿Seguro que no? -el Abad sonrió maliciosamente. De pronto, sus rasgos se endurecieron-. Burgomaestre Otón, vos sois el entendido en cuestiones bélicas.
Dad las órdenes pertinentes y acabad con los bárbaros mercenarios. Es hora de hacer limpieza.
Durante diez segundos, Otón luchó contra sí mismo. Al fin, apesadumbrado, hizo girar al caballo y llamó a voces a sus oficiales mayores.
-Lo haré -dijo con resignación-. Que Dios Nos perdone.
-Él lo hará -contestó el Abad-. Somos Sus siervos.
Las huestes polacas se movieron rápida y eficazmente. Cuando los más avispados oficiales de la Compañía Mercenaria comprendieron que les estaban rodeando, ya era demasiado tarde.
La infantería polaca, armada con largas picas ideadas para ensartar al enemigo antes de llegar al cuerpo a cuerpo, avanzaban a la carrera, cerrando el círculo en torno a los mercenarios. Éstos se agruparon, gritando rabiosamente, pues entendían que habían sido traicionados y que los polacos iban a exterminarlos.
Las picas empalaron a los mercenarios. El erial volvió a llenarse de hombres armados que luchaban para matar o morir. Cada soldado de fortuna valía por tres infantes, pero, aunque peleaban con nervio y denuedo, la superioridad numérica polaca no dejaba dudas acerca de quién vencería.
Las hachas silbaron bajo la lluvia, las espadas rajaban petos, camisolas y cotas de malla, las mazas aplastaban yelmos y corazas. El espantoso vocerío resultaba ensordecedor. Sobre el repiqueteo monótono de la lluvia oíase el rechinar brutal del acero. La vida y la muerte uníanse en un orgasmo enfermizo y arrasador. La lluvia mezclaba sangre y fango.
En menos de una hora, los polacos aullaban gritos de victoria. Algunos mercenarios aún sobrevivían. Entre ellos se hallaba Wolfgang El Rojo. A pesar de un serio tajo en el hombro izquierdo, permanecía en pie. Lo llevaron con el resto de los cautivos (cincuenta mercenarios y quinientos teutones). Los prisioneros marchaban en largas filas, custodiados por la caballería polaca.
Al fin, Wolfgang y los suyos pasaron cerca de los pabellones de mando polacos.
El burgomaestre Otón y el Abad Mayor Ivar contemplaban con rostro impasible las columnas de cautivos. Muchos de éstos pedían unirse a los vencedores. Mas esta vez no habría misericordia para los vencidos. Ingentes mercenarios paganos y ateos imploraban convertirse al catolicismo para así salvar sus vidas. En general, los presos suplicaban un sacerdote que les confesara antes del momento
final. El Abad Mayor Ivar, cruelmente, denegó tales permisos que normalmente se administraban a los prisioneros de guerra.
Cuando Wolfgang El Rojo, de melena color fuego y cuerpo hercúleo, descubrió a Ivar y Otón, rugió tal que una alimaña y salió de la fila de prisioneros. Echó a correr en dirección a los dos grandes pares de Cztesjow, esquivando milagrosamente las lanzas de los jinetes guardianes. Wolfgang logró descabalgar a un polaco y apoderarse de su alabarda. Clavó la punta en el caballo de otro jinete. El animal herido se encabritó y su amo cayó sobre un costado.
-¡Detenedlo! -rugió Otón.
El rostro de Ivar temblaba, temeroso. Comenzó a hacer retroceder su caballo. Los mercenarios cautivos se removían tumultuosamente. Pero una sección de arqueros polacos aplastó la rebelión a flechazos.
-¡Otón! -rugió Wolfgang, aún mientras peleaba contra cinco infantes polacos. La lluvia pegaba su leonina cabellera al rostro cosido a cicatrices-. ¡Nos habéis traicionado! ¡Te mataré! ¡Y a ti también, Abad Mayor! ¡Os mataré a los dos!
Una flecha le atravesó el muslo derecho. Cayó al fango. Otro dardo le rompió un hombro. Mas aquel hombre salvaje aulló un grito rabioso y, aunque cojo, siguió corriendo hacia la pareja mandataria.
La guardia personal del burgomaestre cerró filas, pero Wolfgang, totalmente enloquecido, cargó contra ellos y cayó con cinco soldados al suelo. Alguien le golpeó con una maza, rompiéndole un omóplato. Pero se levantó y saltó por encima de varios hombres. Ya sólo estaba a diez metros de Ivar y Otón, quienes lo observaban con hipnótico horror.
-¡Aunque muera, volveré para mataros! -gritó Wolfgang-. ¡Lo juro por mi alma!
Una flecha se le hundió en el ojo derecho y surgió por la sien izquierda.
Recibió nueve saetazos más en la espalda, abdomen y garganta. Gruñó y se desplomó, muerto.
Otón miraba con ojos desorbitados al líder mercenario. Ivar vomitaba, apoyado en su monje de confianza. Cuando se incorporó, el Abad estaba muy pálido. La lluvia volvía lustrosas sus fláccidas facciones.
-¡Matad a los prisioneros! -aulló-. ¡Matadlos!
En vano rogaron los teutones. Se les llevó a una hondonada baja. Los arqueros polacos dispusieronse alrededor suyo y dispararon hasta vaciar las aljabas.
Al cabo de veinte minutos, en la depresión no había más que cadáveres y flechas.
La lluvia arreció. Un trueno crujió desde las nubes. Los polacos volvían hacia su ciudad.
Aquella noche, Cztesjow sufrió la ira del Cielo: fantásticos relámpagos culebreaban con luz azulada sobre el manto nocturno. La lluvia era una cortina densa que tornaba a los hombres sombras borrosas y oscuras. Pequeñas riadas se deslizaban sobre el empedrado de las calles. El viento destrozó varias casuchas e hizo volar tejados como si fuesen hojas de árbol.
En la mansión del burgomaestre, Otón sufría pesadillas. El rostro de Wolfgang se le aparecía una y otra vez en sueños. Despertó, gritando, cubierto de sudor.
Destemplado, ordenó que le trajeran vino y carne. Ya había cenado, mas tenía la esperanza de que el yantar le liberaría de aquella plomiza desazón.
Fue entonces que a su mansión llegó un mensajero. Era un soldado de la guardia sita en la muralla externa Sur.
El chico, empapado de lluvia, con la tez blanca y los ojos espantados, le dio las nuevas:
-Señor, fuera de la ciudad hay un pequeño ejército, a menos de mil metros. Se acercan rápidamente hacia las murallas.
-¿Son teutones? -preguntó Otón.
-La lluvia impide distinguir sus banderas. Pero... no creo que sean... teutones, señor.
-¿En qué se basa esa creencia?
El muchacho tragó saliva ruidosamente.
-Señor, sería mejor que vos mismo los contemplarais.
Diez minutos después, Otón observaba desde una tronera en la fachada de la gran fortificación el amplio y oscuro barrizal. El oficial mayor de la guardia señaló con el índice hacia la llanura, más allá del enorme foso, ahora rebosante. Otón aguzó su mirada de águila, pero la lluvia furiosa era un velo grueso que obstaculizaba cualquier observación. Cuando ya el burgomaestre se disponía a abandonar el intento, un relámpago iluminó el mundo entero y bajo su luz distinguió, allá fuera, a menos de quinientos metros del foso, hombres armados, corriendo o andando. Al menos serían doscientos. Hubo algo en ellos que le
espantó.
El burgomaestre retrocedió. El trueno crujió violentamente. Miró a los oficiales, en cuyos ojos se reflejaba un leve temor, semejante al suyo.
-Teniente, reforzad las murallas y enviad parlamentarios a ese ejército. Quiero saber cuáles son sus intenciones. Movilizad a la soldadesca y reforzad la vigilancia en toda la defensa exterior. Cualquier nueva me será inmediatamente comunicada. Y nada de todo esto llegará a conocimiento de la población civil.
¿Entendido?
-Como ordenéis.
El oficial se marchó a la carrera.
El burgomaestre, seguido de sus mandos inmediatamente inferiores, repartió órdenes con rapidez y decisión. A pesar de ejercer la política, tenía alma de militar, así que estas situaciones le eran íntimamente agradables. Aun así, constantemente debía sofocar un extraño temor engarfiado en su espíritu, y no osó mirar de nuevo por las troneras.
Los parlamentarios no volvieron. Los observadores informaron que Cztesjow estaba rodeado por hombres armados, quizá unos dos mil. La lluvia hacía difícil una aproximación exacta. Las fuerzas de la urbe ascendían a más de seis mil hombres armados. En caso extremo, podría movilizarse a la población civil.
Fue entonces cuando el Abad Mayor Ivar se personó en el Centro de mando de la fortificación exterior. Le acompañaba su monje de confianza. El religioso jadeaba debido al esfuerzo que le había supuesto subir a la carrera la escalinata de la torre.
Los oficiales de Otón lo miraron con desconfianza. El burgomaestre les ordenó retirarse.
-Compruebo que no se te escapa ninguna noticia -dijo Otón, ya a solas con Ivar.
-Mi servicio de espionaje es eficaz. ¿Qué ocurre ahí afuera?
-Al parecer, vamos a ser atacados. Y no sabemos aún quiénes son los agresores.
Un joven muchacho, vestido con el uniforme de infantería, y un oficial mayor, entraron en el cuarto.
-¡Perdonad la intromisión, burgomaestre! -se disculpó el superior-. Escuchad a este soldado de la guardia, os lo ruego.
-Señor... -comenzó el joven, con voz temblorosa. La lluvia tornaba lustroso su rostro, en el que resaltaban los ojos desorbitados-. ¡La guardia del Nordeste ha caído!
Se hizo el silencio en la sala.
-¡Habla! -rugió Otón.
-Los... ¡Los asaltantes! ¡Señor, os lo juro! ¡Derribaron las piedras del muro exterior! Su fuerza es increíble... ¡No son humanos!
-¿Habéis reforzado la brecha? -preguntó inmediatamente Otón al oficial mayor.
Por alguna extraña razón, no dudaba de la palabra del joven.
-Si, Señor. He enviado hacia allá trescientos infantes.
-Sigue hablando -ordenó Otón al muchacho.
-Utilizaron un ariete metálico -continuó el joven-. Lograron cruzar con él el foso y golpearon en la base del muro, hasta abrir un enorme boquete en él.
-¿Romper el muro? -casi chilló Ivar.
Un trueno reventó sobre sus cabezas.
-Sí, Señor Abad Mayor -respondió humildemente el soldado-. Parece increíble, pero ocurrió. Les arrojamos flechas y piedras desde los parapetos. Pero ellos...
¡ellos volvían a levantarse, a pesar de ser heridos sin compasión!
-¿A qué te referías cuando dijiste que no eran humanos? -preguntó Otón.
El informador titubeó. Al fin, se persignó rápidamente y echó a hablar.
-¡Son diablos, Señor! Visten cotas de mallas y armadura, pero tienen cuernos y colmillos. ¡Y rabo! ¡Sus ojos son rojos, y algunos exhalan fuego por la boca!
¡Os lo juro por Dios Nuestro Señor!
-¡Blasfemo! -gritó Ivar-. ¡Estás loco! ¡Serás interrogado y juzgado por los inquisidores!
-¡No! -el mozo lloraba, histérico-. ¡Yo lo vi! ¡Lo vi!
-Llevaoslo -ordenó Otón.
El oficial mayor casi lo tuvo que sacar a rastras del cuarto.
Otón e Ivar cruzaron lúgubres miradas. Entonces, un oficial de la guardia penetró a la carrera en el cuarto. Su armadura ligera aún chorreaba agua de lluvia.
-¡Burgomaestre Otón! -el hombre luchaba contra el miedo y la desesperación-.
¡Todo el sector Oeste de la fortificación externa ha caído! Nuestros hombres lucharon denodadamente, pero sólo unos pocos logramos escapar. Los invasores son increíblemente fuertes... ¡y el acero no les afecta!
Otón vestía la armadura de batalla, incluido el yelmo de hierro. La lluvia empapaba su rostro, convulsionado por el horror.
Había ordenado movilizar a todo varón capaz de empuñar un arma. Un contingente de mil hombres armados quedaba encargado de establecer el orden entre la población civil, que a estas alturas ya habría perdido los nervios. Durante la última hora toda la muralla externa de Cztesjow había caído con pavorosa celeridad. Los soldados desertaban de sus puestos cuando contemplaban a los invasores. Y no había promesa o castigo capaz de hacerles volver al frente.
Al parecer, la fuerza invasora en realidad contaba con más de diez mil soldados, y continuaba cerrándose en círculo alrededor de la ciudad. Otón aún no quería creer lo que se contaba de los agresores: cuernos, piel escamosa, lengua viperina y ojos rojos y brillantes como polilla ahítas de sangre. Y ninguno de ellos moría: aun erizados de flechas y tajados brutalmente por hachas y espadas, seguían peleando sin disminuir su vigor.
No mostraban compasión: diezmaban a los polacos con la facilidad de la guadaña en el trigal. Y reían mientras lo hacían. No tomaban prisioneros.
La cuestión de salvar la ciudad había quedado obsoleta. Ahora se trataba de encontrar la mejor vía de escape. Otón había hecho multitud de planes con sus estrategas. La mejor forma, la única, de hacer huir a la población civil, aún segura en el centro de la ciudad, consistía en atacar sobre el enemigo con un ejército en cuña. Tal vez por la brecha pudieran huir los habitantes de Cztesjow. Por supuesto, era un plan imposible, pero había que intentarlo.
Otón siempre creyó ser capaz de empuñar el arma y morir luchando. Mas, cuando, desde aquella alta torre en el borde de la zona edificada, contempló a los enemigos, su resolución vaciló como una llama de vela golpeada por el viento.
Bajo la lluvia furiosa pudo distinguir una masa de seres levemente parecidos a hombres que empuñaban picas, hachas y espadas. Reían y aullaban locamente. Sus ojos brillaban con fulgor de rubí. Y se abrían paso alzando y bajando maquinalmente las armas, destrozando los cuerpos de quienes osaran cruzarse en su camino. Aquello parecía un enjambre de cuerpos rabiosos, una ola arrasadora de carne y metal.
En menos de veinte minutos llegarían a la torre desde cuya azotea el burgomaestre contemplaba la batalla.
Otón escuchó a uno de sus oficiales rezar el Padrenuestro. Nadie más osaba hablar. Sólo Borowsky, uno de sus mejores estrategas:
-Señor, hemos de retroceder.
-¿A dónde? -preguntó Otón con voz átona-. No hay posibilidad de salvación.
Valdría más que empuñáramos aquí y ahora nuestras armas y lucháramos hasta el final.
-Pero el plan para salvar a los civiles...
-Están ya muertos. Todos lo estamos. Los enemigos no nos permitirán huir. No atenderán a razones. ¿Es que no los veis? Son diablos. Van a aplastar entera nuestra ciudad.
Un capitán mayor echó a correr hacia las escaleras. Otón no se lo reprochó.
Otros pocos también huyeron, resbalando sobre el suelo de piedra encharcado. El horror había quebrantado su sentido de la disciplina.
Otón endureció el mentón.
-Dadme una espada y un escudo.
-Pero... ¡Señor!
-En vos queda el mando de la ciudad. Renuncio al cargo de burgomaestre. ¡Vuelvo a ser un simple soldado!
Rió a carcajadas, y más cuando empuñó la recta y larga espada y se embrazó el escudo.
Bajó celéricamente las escaleras. Su rostro apasionado y demente hizo huir a cuantos subordinados hallaba en su camino.
-Si hay que morir, ¡lo haré luchando! -gritó.
Su risa de loco resquebrajó la moral de los hombres, quienes se dispersaron confusamente. Pero muchos lo siguieron, enarbolando las armas, dispuestos a caer en liza. También los hubo que se arrodillaron y rezaron entre sollozos.
Otón no subió a ningún caballo. A los mozos de caballería les resultaba imposible controlarlos. El burgomaestre echó a correr sobre el fango en dirección a la multitud enemiga. Cerca de quinientos guerreros polacos le acompañaban, aullando, enloquecidos por el horror y la sed de sangre.
La lluvia le impedía ver los cuerpos de los enemigos, pero en la oscuridad resplandecían sus ojos de color bermellón. Otón descargó un espadazo en el cráneo de un luchador con garras descomunales y rostro de pesadilla. Le hendió la cabeza hasta la garganta. El ser seguía riendo, pese a soltar chorros de sangre humeante. Su aliento hedía a azufre. Una flecha rota surgía de entre sus costillas, cubiertas por el peto de la compañía de Wolfgang El Rojo. Otón paró un espadazo. Guerreó sin control alguno de sí mismo. El ejército polaco le alcanzó, como una marea de cotas de mallas, espadas y escudos. La infantería se abrió paso a tajo limpio. Un relámpago iluminó la escena, mostrando cuerpos sobre cuerpos, sangre que la lluvia se llevaba, demonios con patas de carnero y cola serpentina contra soldados aterrados y rabiosos.
La oscuridad volvió, y con ella el crujido del trueno enmudeciendo momentáneamente los gritos y el restallar de los aceros.
Otón sintió colmillos en el cuello. Alzó el brazo izquierdo y golpeó con el muñón, pues le habían amputado la mano de un hachazo. Cinco criaturas gargolescas lo apresaron con dedos inexpugnables, acarreándolo acto seguido fuera de la carnicería. Reían obscenamente y hablaban entre ellos en un idioma digno de reptiles.
Al fin lo arrojaron al suelo enfangado. Otón levantó la cabeza, molida a golpes.
Su único ojo sano distinguió, tras la cortina lluviosa, una figura que conocía:
Wolfgang El Rojo. Sus ojos brillaban como el vino tinto bajo el sol. Ahora poseía cola, un largo apéndice escamoso que latigueaba en todas direcciones.
-¡Wolfgang El Rojo! -aulló Otón-. ¡Sirves al Diablo!
Sonó como una acusación, mas Wolfgang rió a carcajadas.
-¡Ya le servía antes de morir! -contestó-. Pero deseaba tanto vengarme de Ivar y de ti que le vendí el alma a cambio de esta justa revancha. Un alma tan condenada como tu negro corazón. Mi señor Lucifer hizo revivir a las huestes de la Compañía Mercenaria y me prestó además unos cuantos de sus ejércitos infernales... ¡Todo para haceros pagar vuestra sucia traición!
Cara a cara con la muerte, hay hombres que se derrumban y sollozan. Pero otros la aman más que a cualquier otra mujer e inconscientemente la buscan durante toda la vida. Entonces, cuando la encuentran, alzan la cabeza y ríen loca y desafiantemente. Otón pertenecía a este segundo tipo.
-¡Acaba ya de una vez, Wolfgang, perro amargado! -gritó el burgomaestre-.
¡Vamos! ¿A qué esperas? ¡Mata también a Ivar, ese gordo clérigo, que corrió levantando sus faldones cuando olió el peligro!
-No te preocupes por Ivar... Otro Más Fuerte que yo se encargará de él.
Abrió la garra y un mercenario del Infierno le pasó un hacha descomunal.
Otón miró fijamente al rival, gruñendo como un perro de presa. Se debatió, pero le obligaron a arrodillarse y humillar la cabeza. Le despojaron del yelmo, el peto y la cota de mallas. Manos escamosas doblegaron su testa. Ahora mostraba el cuello, desnudo, brillante, mojado. El burgomaestre reía rabiosamente. De pronto, experimentó un chispazo de dolor. Estaba rodando sobre un charco. Su cuerpo decapitado, a un metro de él, temblaba espasmódicamente. Otón deseó gritar, aullar contra el mundo entero. Pero se hizo la Nada.
Ivar corría y tropezaba. Un pillo le había arrancado la túnica de terciopelo y ahora su larga ropa interior se le pegaba a las orondas carnes. Casi no podía ver a través de la lluvia. Cayó al suelo y durante un instante gateó en el fango. Los tumultuosos le despojaron del caballo y el cofre con las joyas. Su guardia personal huyó, abandonándole. También su monje de confianza.
La ciudad era un caos absoluto.
Un relámpago disipó brutalmente las tinieblas. En la calle, un demonio golpeó de revés con su maza a una muchacha, reventándole el cráneo. El monstruo reía alegremente. Una gárgola viviente devoraba las entrañas de un anciano recién degollado. Una partida de soldados infernales saltaba y correteaba sobre el suelo infestado de cadáveres. No dejarían ningún habitante con vida.
Ivar echó a correr de nuevo. Súbitamente, una mano le tomó del brazo.
-Venid conmigo, Abad Mayor. Yo os ayudaré.
Era un hombre vestido con lujosa armadura dorada. Su voz resultaba profunda, un oasis de calma en medio de aquel estrépito. Ivar se dejó llevar y al poco entraron en el más próximo edificio.
El Abad respiró profundamente, ahora a salvo de la lluvia. Se sentó sobre algo plano. Escuchóse el chocar del pedernal y el eslabón. El caballero desconocido sopló sobre una lámpara con paja seca y se hizo la luz. Llevó el candil hasta la mesa junto a la cual habíase sentado el Abad Mayor. Era un hombre delgado, alto, de porte imponente. Cuando se quitó el yelmo, tocado en la frente por una pequeña cabeza de león rugiente, Ivar descubrió un rostro masculino tan hermoso que le cortó la respiración.
-No os preocupéis, Abad Mayor -dijo aquel caballero, que tenía al tiempo facciones de adulto y de niño inocente. Mas sus ojos... En ellos podía haber de todo menos inocencia.
-¿Quién sois vos, que me habéis salvado de esas criaturas infernales? -preguntó Ivar, aún fascinado por su salvador.
-Yo soy su amo.
Ivar quedóse en silencio. Sus ojos trataban de desentrañar el misterio; mientras, el caballero sonreía plácida... y malignamente.
De pronto, Ivar comprendió. Y gritó. Cayó al suelo. Una cucaracha huyó a la carrera para no ser aplastada bajo su peso. El Abad retrocedió casi a rastras, hasta que su espalda chocó con una pared.
-¡Padre Nuestro y Señor Jesucristo, salvadme del Mal! -chilló el Abad, con los ojos horrorizados clavados en el desconocido.
El caballero dorado rió alegremente.
-Mi buen Abad, no debéis temerme -dijo, con voz suave-. A partir de hoy sois mío, de mi propiedad, y no sería correcto por vuestra parte mostrarse irrespetuoso con vuestro nuevo dueño. He subido para contemplar el trabajo de mis huestes. Y su labor me agrada.
-¡Retrocede, Maligno! -clamó Ivar-. ¡El Buen Dios me protege, porque yo Le he servido!
El caballero rió de nuevo. Clavó su mirada en Ivar.
-No. Me habéis servido a mí. Engañasteis a un mercenario llamado Wolfgang El Rojo. Y ello provocó una serie de hechos que han desembocado en el exterminio de miles de inocentes. Siempre me habéis servido, mi buen Abad, aunque sin saberlo.
Lo habéis hecho mejor que muchos de mis más fervientes lacayos. Y, aunque se dice que mi Reino está lleno de buenas intenciones, vos y yo sabemos que ése no es vuestro caso.
-No... -Ivar casi musitaba las palabras-. Yo... yo he contribuido a la construcción de catedrales... Cumplí con las bulas...
-Ntsch, ntsch... Gracias a vuestras maquinaciones y sed de poder, se ha incrementado el sufrimiento y el odio globales.
-¡No! -chilló Ivar-. ¡No acabaré en el Infierno! ¡He sido fiel a las Normas!
¡Subiré al Bendito Cielo!
-Permitidme dudarlo, Abad Mayor -sonrió de oreja a oreja-. Si estáis equivocado, en mi reino sufriréis un castigo acorde con vuestras acciones. Averigüemos quién de los dos lleva la razón.
Cerró su puño derecho. El corazón de Ivar dejó de latir.
El caballero dorado miró durante un instante el cadáver del religioso y después salió a la calle, aún poblada de diablos y muerte. Un relámpago iluminó la ciudad arrasada. El trueno retumbó ominosamente. La lluvia persistía.
Nota del autor: Cztesjow es una ciudad imaginaria. Igual ocurre con sus habitantes y la Compañía Mercenaria de Wolfgang El Rojo. Cualquier parecido con los sucesos acaecidos en esta historia es fruto de la casualidad.
Sí es verídico que durante el siglo XV los polacos lucharon denodadamente contra los teutones, y que el rey Ladislao II consolidó la soberanía polaca sobre el país. Como testimonio histórico, cabe citar un comentario acerca de la batalla de Tannenberg, en 1410, tras la cual los polacos quedaban como vencedores y los Caballeros Teutónicos conocían la derrota:
“En este combate encontraron la muerte cincuenta mil enemigos y cuarenta mil fueron hechos prisioneros. Fueron capturados cincuenta y un estandartes. Los vencedores se enriquecieron con los despojos del enemigo. Aunque cuesta trabajo creer las cifras de muertos, hay un medio de confirmarlas: a lo largo de algunas millas, el camino estaba cubierto de muertos. La tierra estaba impregnada de sangre y el aire se cubría con los gritos y lamentos de los moribundos. (Joannis Dlugossi seu Longini Canonici Cracoviensis Historiae Polonicae libri xi).”
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