Y dijo Schahrazada:
HISTORIA PRODIGIOSA DE LA CIUDAD DE BRONCE
“Cuentan que en el trono de los califas Omniadas, en Damasco, se sentó un rey -¡sólo Alah es rey!- que
se llamaba Abdalmalek ben-Merwán. Le gustaba departir a menudo con los sabios de su reino acerca de
nuestro señor Soleimán ben Daúd (¡con él la plegaria y la paz!), de sus virtudes, de su influencia y de su
poder ilimitado sobre las tierras de las soledades, los efrits que pueblan el aire y los genios marítimos y
subterráneos.
Un día en que el califa, oyendo hablar de ciertos vasos de cobre antiguo cuyo contenido era una extraña
humareda negra de formas diabólicas, asombrábase en extremo y parecía poner en duda la realidad de hechos
tan verídicos, hubo de levantarse entre los circunstantes el famoso viajero Taleb ben-Sehl, quien confirmó
el relato que acababan de escuchar y añadió: “En efecto, ¡oh Emir de los Creyentes! esos vasos de
cobre no son otros que aquellos donde se encerraron, en tiempos antiguos a los genios que rebeláronse ante
las órdenes de Soleirnán, vasos arrojados al fondo del mar mugiente, en los confines de Moghreb, en el
Africa occidental, tras de sellarlos con el sello temible. Y el humo que se escapa de ellos es simplemente el
alma condensada de los efrits, los cuales no por eso dejan de tomar su aspecto formidable si llegan a salir al
aire libre.”
Al oír talas palabras, aumentaron considerablemente la curiosidad y el asombro del califa Abdalmalek,
que dijo a Taleb ben-Sehl: “¡Oh Taleb, tengo muchas ganas de ver uno de esos vasos de cobre que encierran
efrits convertidos en humo! ¿Crees realizable mi deseo? Si es así, pronto estoy a hacer por mí propio
las investigaciones necesarias. Habla.” El otro contestó: “¡Oh Emir de los Creyentes! Aquí mismo puedes
poseer uno de esos objetos, sin que sea precíso que te muevas y sin fatigas para tu persona venerada. No
tienen más que enviar una carta al emir Muza, tu lugarteniente en el país de los Moghreb. Porque la montaña
a cuyo pie se encuentra el mar que guarda esos vasos, está unida al Moghreb por una lengua de tierra
que puede atravesarse a pie enjuto. ¡Al recibir una carta semejante, el emir Muza no dejará de ejecutar las
órdenes de nuestro amo el califa!”.
Estas palabras tuvieron el don de convencer a Abdalmalek, que dijo a Taleb en el instante: “¿Y quién mejor
que tú ¡oh Taleb! será capaz de ir con celeridad al país de Mobhreb con el fin de llevar esa carta a mi
lugarteniente el emir Muza? Te otorgo plenos poderes para que tomes de mi tesoro lo que juzgues necesario
para gastos de viaje, y para que lleves cuantos hombres te hagan falta en calidad de escolta. ¡Pero date prisa
¡oh Taleb!” Y al punto escribió el califa una carta de su puño y letra para el emir Muza, la selló y se la dio a
Taleb, que besó la tierra entre las manos del rey, y no bien hizo los preparativos oportunos, partió con toda
diligencia hada el Moglhreb, a donde llegó sin contratiempos.
El emir Muza le recibió con júbilo y guardándole todas las consideraciones debidas a un enviado del
Emir de los Creyentes; y cuando Taleb le entregó la carta, la cogió, y después de leerla y comprender su
sentido, se la llevó a sus labios, luego a su frente, y dijo: “¡Escucho y obedezco!” Y en seguida mandó que
fuera a su presencia el jeique Abdossamad, hombre que había recorrido todas las regiones habitables de la
tierra, y que a la sazón pasaba los días de su vejez anotando cuidadosamente, por fechas, los conocirmentos
que adquirió en una vida de viajes no interrumpidos. Y cuando presentóse el jeique, el emir Muza le saludó
con respeto y le dijo: “¡Oh jeique Abdossamad! He aquí que el Emir de los Creyentes me transmite sus órdenes
para que vaya en busca de los vasos de cobre antiguos, donde fueron encerrados por nuestro señor
Soleimán ben-Daúd los genios rebeldes. Parece ser que yacen en el fondo de un mar situado al pie de una
montaña que debe hallarse en los confines extremos del Moghreb. Por más que desde hace mucho tiempo
conozco todo el país, nunca oí hablar de ese mar ni del camino que a él conduce; pero tú, ¡oh jeique Abdossamad!
que recoirrisite el mundo entero, no ignorarás sin duda la existencia de esa montaña y de ese
mar.
Reflexionó el jeique una hora de tiempo, y contestó: “¡Oh emir Muza ben-Nossair! No son desconocidos
para mi memoria esa montaña y ese mar; pero, a pesar de desearlo, hasta ahora no pude ir donde se hallan;
el camino que allá conduce se hace muy penoso a causa de la falta de agua en las cisternas, y para llegar se
necesitan dos años y algunos meses, y más aún para volver, ¡suponiendo que sea posible volver de una comarca
cuyos habitantes no dieron nunca la menor señal de su existencia, y viven en una ciudad situada, según
dicen, en la propia cima de la montaña consabida, una ciudad en la que no logró penetrar nadie y que
se llama la Ciudad de Bronce!”
Y dichas tales palabras, se calló el jeique, reflexionando un momento todavía, y añadió: “Por lo demás,
¡oh emir Muza! no debo ocultarte que ese camino está sembrado de peligros y de cosas espantosas, y que
para seguirle hay que cruzar un desierto poblado por efrits y genios, guardianes de aquellas tierras vírgenes
de la planta humana desde la antigüedad. Efectivamente, sabe ¡oh Ben-Nossair! que esas comarcas del extremo
Occidente africano están vedadas a los hijos de los hombres; sólo dos de ellos pudieron atravesarlas:
Soleimán ben-Daúd, uno, y El Iskandar de Dos-Cuernos, el otro. ¡Y desde aquellas épocas remotas, nada
turba él silencio que reina en tan vastos desiertos! Pero si deseas cumplir las órdenes del califa e intentar,
sin otro guía que tu servidor, ese viaje, por un país que carece de rutas ciertas, desdeñando obstáculos misteriosos
y peligros, manda cargar mil camellos con odres repletos de agua y otros mil camellos con víveres
y provisiones; lleva la menos escolta posible, porque ningún poder humano nos preservaría de la cólera de
las potencias tenebrosas cuyos dominios vamos a violar, y no conviene que nos indispongamos con ellas
alardeando de armas amenazadoras e inútiles. ¡Y cuando esté preparado todo, haz tu testamento, emir Muza,
y partamos!...
Al oír tales palabras, el emir Muza, gobernador del Moghreb invocando el nombre de Alah,, no quiso tener
un momento de vacilación; congregó a los jefes de sus soldados y a los notables del reino, testó ante
ellos y nombró como sustituto a su hijo Harún. Tras de lo cual, mandó hacer los preparativos consabidos,
no se llevó consigo más que algunos hombres seleccionados de antemano, y en compañía del jeique Abdossamad
y de Taleb, el enviado del califa, tomó el camino del desierto, seguido por mil camellos cargados
con agua y por otros, mil cargados con víveres y provisiones.
Durante días y meses marchó la caravana por las llanuras solitarias, sin encontrar por su camino un ser
viviente en aquellas inmensidades monótonas cual el mar encalmado. Y de esta suerte continuó el viaje en
medio del silencio infinito, hasta que un día advirtieron en lontananza como una nube brillante a ras del horizonte,
hacia la que se dirigieron. Y observaron que era un edificio con altas murallas de acero chino, y
soltenido por cuatro filas de columnas de oro que tenían cuatro mil pasos de circunferencia. La cúpula de
aquel palacio era de oro, y servía de albergue a millares y millares de cuervos, únicos habitantes que bajo el
cielo se veían allá. En la gran muralla donde abríase la puerta principal, de ébano macizo incrustado de oro,
aparecía una placa inmensa de metal rojo, la cual dejaba leer estas estas palabras trazadas en caracteres jónicos,
que descifró el jeique.Abdossamad y se las tradujo al emir Muza y a sus acompañantes:
¡Entra aquí para saber la historia de los domínadores!
¡Todos pasaron ya! Y apenas tuvieron tiempo para descansar a la sombra de mis torres.
¡Los dispersó la muerte como si fueran sombras! ¡Los disipó la muerte como a la paja el viento!
Con exceso se emocionó el emir Muza al oír las palabras que traducía el venerable Abdossamad, y mur-
.muro- “¡No hay más Dios que Alah! Luego dijo: “¡Entremos!” Y seguido por sus acompañantes, franqueó
los umbrales de la puerta principal y penetró en el palacio.
Entre el vuelo mudo de los pájarracos negros, surgió ante ellos la alta desnudez granítica de una torre cuyo
final perdíase de vista, y al pie de la que se alineaban en redondo cuatro filas de cien sepulcros cada una,
rodeando un monumental sarcófago de cristal pulimentado, en torno del cual se leía esta inscripción, grabada
en caracteres jónicos realzados por pedrerías:
¡Pasó cual el delirio de las fiebres la embriaguez del triunfo!
¿De cuántos acontecimientos no hube de ser testigo?
¿De qué brillante fama no gocé en mis días de gloria?
¿Cuántas capitales no retemblaron bajo el casco sonoro de mi caballo?
¿Cuántas cuidades no saqueé, entrando en ellas como el simoun destructor? ¿Cuantos imperios no destruí,
impetuoso como el trueno?
¿Qué de potentados no arrastré a la zaga de mi carro?
¿Qué de leyes no dicté en el universo?
¡Y ya lo veis!
¡La embriaguez de mi triunfo pasó cual el delirio de la fiebre, sin dejar más huella que la que en la arena
pueda dejar la espuma!
¡Me sorprendió la muerte sin que mi poderío rechazase, ni lograran mis cortesanos defenderme de ella!
Por tanto, viajero, escucha las, palabras que jamás mis labios pronunciaron mientras estuve vivo:
¡Conserva tu alma! ¡Goza en paz la calma de la vida, la belleza, que es calma de la vida! ¡Mañana se
apoderará de ti la muerte!
Mañana responderá la tierra a quien te llame: “¡Ha muerto! ¡Y nunca mi celoso seno devolvió a los que
guarda para la eternidad!”
Al oír estas palabras que traducía el jeique Abdossamad, el emir Muza y sus acompañantes no pudieron
por menos de llorar. Y permanecieron largo rato en pie ante el sarcofago y los sepulcros, repitiéndose las
palabras fúnebres. Luego se encaramaron a la torre, que se cerraba con una puerta de dos hojas de ébano,
sobre la cual se leía esta inscripción, también grabada en caracteres jónicos realzados por pedrerías:
¡En el nombre del Eterno, del Inmutable!
¡En el nombre del Dueño de la fuerza y del poder!
¡Aprende, viajero que pasas por aqui, a no enorgullecerte de las apariencias, porque su resplandor es engañoso!
¡Aprende con mi ejemplo a no dejarte deslumbrar por ilusiones que te precipitarían en el abismo!
¡Voy a hablarte de mi poderío!
¡En mis cuadras, cuídadas por los reyes que mis armas cautivaron, tenía yo diez mil caballos generosos!
¡En mis estancias reservadas, tenía yo como concubinas mil vírgenes descendientes de sangre real y otras
mil vírgenes escogidas entre aquellas cuyos senos son gloriosos, y cuya belleza hace palidecer el brillo de
la luna!
¡Diéronme mis esposas una posteridad de mil príncipes reales, valientes cual leones!
¡Poseía inmensos tesoros, y bajo mi dominio se abatían los pueblos y los reyes, desde el Oriente hasta los
limites extremos de Oocidente, sojuzgados por mis ejércitos invencibles!
¡Y creía eterno mi poderío, y afirmada por los siglos la duración de mi vida, cuando de pronto se hizo oir
la voz que me anunciaba los irrevocables decretos del que no muere!
¡Entonces reflexioné acerca de mi destino!
¡Congregué a mis jinetes y a mis hombres de a pie, que eran millares, armados con sus lanzas y con sus
espadas!
¡Y congregué a mis tributarios los reyes, y a los jefes de mi imperio, y a los jefes de mis ejércitos!
Y a presencia de todos ellos hice llevar mis arquillas y los cofres de mis tesoros, y les dije a todos:
“¡Os doy estas riquezas, estos quintales de oro y plata, si prolongáis sólo por un día mi vida sobre la tierra!”
¡Pero se mantuvieron con los ojos bajos, y guardaron silencio! ¡Hube de morir a la sazón! ¡Y mi palacio
se tornó en asilo de la muerte!
¡Si deseas conocer mi nombre, sabe que me llamé Kusch ben-Scheddad ben-Aad el Grande!
Al oír tan sublimes verdades, el emir Muza y sus acompañantes prorrumpieron en sollozos y lloraron largamente.
Tras de lo cual penetraron en la torre, y hubieron de recorrer inmensas salas habitadas por el vacío
y el silencio. Y acabaron por llegar a una estancia mayor que las otras, con bóveda redondeada en forma
de cúpula, y que era la única de la torre que tenía algún mueble. El mueble consistía en una colosal mesa de
madera de sándalo, tallada maravillosamente, y sobre la cual se destacaba en hermosos caracteres análogos
a los anteriores, esta inscripción:
-¡Otrora se sentaron a esta mesa mil reyes tuertos, y mil reyes que conservaban bien sus ojos! ¡Ahora son
ciegos todos en la tumba!
El asombro del emir Muza hubo de aumentar frente a aquel misterio, y como no pudo dar con la solución,
transcribió tales palabras en sus pergaminos; luego, conmovido en extremo, abandonó el palacio y
emprendió de nuevo con sus acompañantes el camino de la Ciudad de Bronce...
En este momento de su narración, Schahrazada vio aparecer la mañana, y se calló discreta.
PERO CUANDO LLEGÓ LA 341 NOCHE
Ella dijo:
... y emprendió de nuevo con sus acompañantes el camino de la Ciudad de Bronce.
Anduvieron uno, dos, y tres días, hasta la tarde del tercero. Entonces vieron destacarse a los rayos del
rojo, sol poniente, erguida sobre un alto pedestal, una silueta de jinete inmóvil que blandía una lanza de larga
punta, semejante a una llama incandescente del mismo color que el astro que ardía en el horizonte.
Cuando estuvieron muy cerca de aquella aparición, advirtieron que el jinete, y su caballo, y el pedestal eran
de bronce, y que en el palo de la lanza, por el sitio que iluminaban aún los postreros rayos del astro, aparecían
grabadas en caracteres de fuego estas palabras:
¡Audaces viajeros que pudisteis llegar hasta las tierras vedadas, ya no sabréis volver sobre vuestros pasos!
¡Si os es desconocido el camino de la ciudad movedme sobre mi pedestal con la fuerza de vuestros brazos,
y dirigíos hacia donde yo vuelva el rostro cuando quede otra vez quieto!
Entonces el emir Muza se acercó al jinete y le empujó con la mano. Y súbito, con la rapidez del relámpago,
el jinete giró sobre sí mismo y se paró volviendo el rostro en dirección completamente opuesta a la
que habían seguido los viajeros. Y el jeique Abdossamad hubo de reconocer que, efectivamente, habíase
equivocado y que la nueva ruta era la verdadera.
Al punto volvió sobre sus pasos la caravana, emprendiendo el nuevo camino, y de esta suerte prosiguió el
viaje durante dias y días, hasta que una noche llegó ante una columna de piedra negra, a la cual estaba encadenado
un ser extraño del que no se veía más que medio cuerpo, pues el otro medio aparecía enterrado en
el suelo. Aquel busto que surgía de la tierra, diríase un engendro monstruoso arrojado allí por la fuerza de
las potencias infernales. Era negro y corpulento como el tronco de una palmera vieja, seca y desprovista de
sus palmas. Tenía dos enormes alas negras, y cuatro manos, dos de las cuales semejaban garras de leones.
En su cráneo espantoso se agitaba de un modo salvaje una cabellera erizada de crines ásperas, como la cola
de un asno silvestre. En las cuencas de sus ojos llameaban dos pupilas rojas, y en la frente, que tenía dobles
cuernos de buey, aparecía el agujero de un solo ojo que abríase inmóvil y fijo, lanzando iguales resplandores
verdes que la mirada de tigres y panteras.
Al ver a los viajeros, el busto agitó los brazos dando gritos espantosos, y haciendo movimientos desesperados
como para romper las cadenas que le sujetaban a la columna negra. Y asaltada por un terror extremado,
la caravana se detuvo allí, sin alientos para avanzar ni retroceder.
Entonces se encaró el emir Muza con el jeique Abdossamad y le preguntó: “¿Puedes ¡oh venerable! decirnos
que significa esto?” El jeique contestó: “¡Por Alah, ¡oh emir! que esto supera a mi entendimiento!”
Y dijo el emir Muza: “¡Aproxímate, pues, más a él, e interrógale! ¡Acaso él mismo nos lo aclare!” Y el jeique
Abdossamad no quiso mostrar la menor vacilación, y se acercó al monstruo, gritándole: “¡En el nombre
del Dueño que tiene en su mano los imperios de lo Visible y de lo Invisible, te conjuro a que me respondas!
¡Dime, quién eres, desde cuándo estás ahí y por qué sufres un castigo tan extraño!”
Entonces ladró el busto. Y he aquí las palabras que entendieron luego el, emir Muza, el jeique Abdossamad
y sus acompañantes:
“Soy un efrit de la posteridad de Eblis, padre de los genn. Me llamo Daesch ben-Alaemasch, y estoy encadenado
aquí por la Fuerza Invisible hasta la consumación de los siglos.
“Antaño, en este país, gobernado por el rey del Mar, existía en calidad de protector de la Ciudad de
Bronce un ídolo de ágata roja, del cual yo era guardián y habitante al propio tiempo. Porque me aposenté
dentro de él; y de todos los países venían muchedumbres a consultar por conducto mío la suerte y a escuchar
los oráculos y las predicciones augurales que hacía yo.
“El rey del Mar, de quien yo mismo era vasallo, tenía bajo su mando supremo al ejército de los genios
que se habían rebelado contra Soleimán ben-Daúd; y me había nombrado jefe de ese ejército para el caso
de que estallara una guerra entre aquél y el señor formidable de los genios. Y, en efecto, no tardó en estallar
tal guerra,
“Tenía el rey del Mar una hija tan hermosa, que la fama de su belleza llegó a oídos de Soleimán, quien
deseoso de contarla entre sus esposas, envió un emisario al rey del Mar para pedírsela en matrimonio, a la
vez que, le instaba a romper la estatua de ágata, y a reconocer que no hay más Dios que Alah, y que Soleimán
es el profeta, de Alah y le amenazaba con su enojo y su venganza, si no se sometía inmedíatamente a
sus deseos.
“Entonces congregó el rey del Mar a sus visires Y a los jefes de los genn, y les dijo: “Sabed que Soleimán
me amenaza con todo género de calamidades para obligarme a que le de mi hija, y rompa la estatua
que sirve de vivienda a vuestro jefe Deasch ben-Alaemasch. ¿Qué opináis acerca de tales amenazas? ¿Debo
inclinarme a resistir?”
“Los visires contestaron “¿Y que tienes que temer del poder de Soleimán, ¡oh rey nuestro! ¡Nuestras
fuerzas son tan formidables como las suyas por lo menos, y sabremos aniquilarlas!” Luego encaráronse
conmigo y me pidieron mi opinión. Dije entonces: “¡Nuestra única respuesta para Soleimán será dar una
paliza a su ernisario!”. Lo cual ejecutóse al punto. Y dijimos al emisario: “¡Vuelve ahora para dar cuenta de
la aventura a tu amo!”
“Cuando enteróse Soleimán del trato infligido a su emisario, llegó al límite de la indignación, y reunió en
seguida, todas sus fuerzas disponibles, consistentes en genios, hombres, pajaros y animales. Confió a Assaf
ben-Barkhia el mando de los guerreros humanos, y a Domriat, rey de los efrits, el mando de todo el ejército
de genios, que ascendía a se sesenta millones, y el de los anímales y aves de rapiña recolectados en todos
los puntos del universo y en la islas y mares de la tierra. Hecho lo cual, yendo a la cabeza de tan formidable
ejército, Soleimán se dispuso invadir el país de mi soberano el rey del Mar. Y no bien llegó, alineó su ejército
en orden de batalla
“Empezó por formar en dos alas a los animales, colocándolos en líneas de a cuatro, y en los aires apostó
a las grandes aves de rapiña, destinadas a servir de centinelas que descubriesen nuestros movimientos y a
arrojarse de pronto sobre los guerreros para herirles y sacarles los ojos. Compuso la vanguardia con el ejército
de hombres, y la retaguardia con el ejército de genios; y mantuvo a su diestra a su visir Assaf ben-
Barkhia, y a su izquierda a Domriat, rey de los genios del aire. Él permaneció en medio, sentado en su trono
de pórfido y de oro, que arrastraban cuatro elefantes. Y dio entonces la señal de la batalla.
“De repente, hízose oír un clamor que aumentaba con el ruido de carreras al galope y el estrépito tumultuoso
de los genios, hombres, aves de rapiña y fieras guerreras; y resonaba la corteza terrestre bajo el azote
formidable de tantas pisadas, en tanto que retemblaba el aire con el batir de millones de alas, y con las exclamaciones,
los gritos y los rugidos.
“Por lo que a mí respecta, se me concedió el mando de la vanguardia del ejército de genios sometido al
rey del Mar. Hice una seña a mis tropas, y a la cabeza de ellas me precipité sobre el tropel de genios enemigos
que mandaba el rey Domriat. E intentaba atacar yo mismo al jefe de los adversarios, cuando le vi
convertirse de improviso en una montaña inflamada que empezó a vomitar fuego a torrentes, esforzándose
por aniquilarme y ahogarme con los despojos que caían hacia nuestra parte en olas abrasadoras. Pero me
defendí y ataqué con encarnizamiento, animando a los míos, y sólo cuando me convencí de que el número
de mis enemigos me aplastaría a la postre, di la señal de retirada y me puse en fuga por los aires a fuerza de
alas. Pero nos persiguieron por orden de Soleimán, viéndonos por todas partes rodeados de adversarios, genios,
hombres, animales y pájaros; y de los nuestros quedaron extenuados unos, aplastados otros, por las
patas de los cuadrúpedos, y precipitados otros desde lo alto de los aires, después que les sacaron los ojos y
les despedazaron la piel. También a mí alcanzáronme en mi fuga, que duró tres meses. Preso y amarrado
ya, me condenaron a estar sujeto a esta columna negra hasta la extinción de las edades, mientras que aprisionaron
a todos los genios que yo tuve a mis órdenes, los transformaron en humaredas y los encerraron en
vasos de cc.bre, sellados con el sello de Soleimán, que arrojaron al fondo del mar que baña las murallas de
la Ciudad de Bronce.
“En cuanto a los hombres que habitaban este país, no sé exactamente qué fue de ellos, pues me hallo encadenado
desde que se acabó nuestro poderío, ¡Pero si vais a la Ciudad de Bronce, quiza os tropeceis con
huellas suyas y lleguéis a saber su historia!”
Cuano acabó de hablar el busto, comenzo a agitarse de un modo frenético para desligarse de la columna.
Y temerosos de que lograra libertarse y les obligara a secundar sus esfuerzos, el emir Muza y sus acompañantes
no quisieron pérmanecer más tiempo allí, y se dieron prisa a proseguir su camino hacia la ciudad,
cuyas torres y murallas veían ya destacarse en lontananza.
Cuando sólo estuvieron a una ligera distancia de la ciudad, como caía la noche y las cosas tomaban a su
alrededor un aspecto hostil, prefirieron esperar al amanecer para acercarse a las puertas; y montaron tiendas
donde pasar la noche, porque estaban rendidos de las fatigas del viaje.
Apenas comenzó el alba por Oriente a aclarar las cimas de las montanas, el emir Muza despertó a sus
acompañantes, y se puso con ellos en camino para alcanzar una de las puertas de entrada. Entonces vieron
erguirse formidables ante ellos, en medio de la claridad matinal, las murallas de bronce, tan lisas, que diríase
acababan de salir del molde en que las fundieron. Era tanta su altura, que parecian como una primera
cadena de los montes gigantescos que las rodeaban, y en cuyos flancos incrustábanse cual nacidas allí mismo
con el metal de que se hicieron.
Cuando pudieron salir de la inmovilidad que les produjo aquel espectáculo sorprendente, buscaron con la
vista alguna puerta por donde entrar a la ciudad. Pero no dieron con ella. Entonces echaron a andar bordeando
las murallas, siempre en espera de encontrar la entrada. Pero no vieron entrada ninguna. Y siguieron
andando todavía horas y horas sin ver puerta ni brecha alguna, ni nadie que se dirigiese a la ciudad
o saliese de ella. Y a pesar de estar ya muy ayanzado el día, no oyeron dentro ni fuera de las murallas el
menor rumor, ni tampoco notaron el menor movimiento arriba ni al pie de los muros. Pero el emir Muza no
perdió la esperanza, animando a sus acompañantes para que anduviesen más aún; y caminaron así hasta la
noche, y siempre veían desplegarse ante ellos la línea inflexible de murallas de bronce que seguían la carrera
del sol por valles y costas, y parecían surguir del propio seno de la tierra.
Entonces el emir Muza ordenó a sus acompañantes que hicieran alto para descansar y comer. Y se sentó
con ellos durante algún tiempo, reflexionando acerca de la situación.
Cuando hubo descansado, dijo a sus compañeros que se quedaran allí vigilando el campamento hasta su
regreso, y seguido del jeique Abdossamad y de Taleb ben-Sehl, trepó con ellos a una alta montaña con el
propósito de inspeccionar los alrededores y reconocer aquella ciudad que no quería dejarse violar por las
tentativas humanas...
En este momento de su narración, Schahrazada vio aparecer la mañana, y se calló discreta.
PERO CUANDO LLEGÓ LA 343 NOCHE
Ella dijo:
... aquella ciudad que no quería dejarse violar por las tentativas humanas.
Al principio no pudieron distinguir nada en las tinieblas, porque ya la noche había espesado sus sombras
sobre la llanura; pero de pronto hízose un vivo resplandor por Oriente, y en la cima de la montaña apareció
la luna, iluminando cielo y tierra con un parpadeo de sus ojos. Y a sus plantas desplegóse un espectáculo
que les contuvo la respiración.
Estaban viendo una ciudad de sueño.
Bajo el blanco cendal que caía de la altura, en toda la extensión que podría abarcar la mirada fija en los
horizontes hundidos en la noche, aparecían dentro del recinto de bronce cúpulas de palacios, terrazas de casas,
apacibles jardines, y a la sombra de los macizos, brillaban los canales que iban a morir en un mar de
metal, cuyo seno frío reflejaban las luces del cielo. Y el bronce de las murallas, las pedrerías encendidas de
las cúpulas, las terrazas cándidas, los canales y el mar entero, así como las sombras proyectadas por Occidente,
amalgamábanse bajo la brisa nocturna y la luna mágica. Sin embargo, aquella inmensidad estaba sepultada,
como en una tumba, en el universal silencio. Allá dentro no había ni un vestigio de vida humana.
Pero he aquí que con un mismo gesto, quieto, destacában se sobre monumentales zócalos altas figuras de
bronce, enormes jinetes tallados en mármol, animales alados que se inmovilizaban en un vuelo estéril; y los
únicos seres dotados de movimiento en aquella quietud, eran millares, de inmensos vampiros que daban
vueltas a ras de los edificios bajo el cielo, mientras búhos invisibles turbaban el estático silencio con sus
lamentos y sus voces fúnebres en los palacios muertos y las terrazas solitarias.
Cuando saciaron, su mirada con aquel espectáculo extraño, el emir Muza y sus compañeros, bajaron de la
montaña, asombrándose en extremo por no haber advertido en aquella ciudad inmensa la huella de un ser
humano vivo. Y ya al pie de los muros de bronce, llegaron a un lugar donde vieron cuatro inscripciones
grabadas en caracteres jonicos, y que en seguida descifró y tradujo al emir Muza el jeique Abdossamad.
Decía la primera inscripción:
“¡Oh hijo de los hombres, qué vanos son tus cálculos! ¡La muerte está cercana; no hagas cuentas para el
porvenir; se trata de un Señor del Universo que dispersa las naciones y los ejércitos, y desde sus palacios de
vastas magnificencias precipita a los reyes en la estrecha morada de la tumba; y al despertar su alma en la
igualdad de la tierra, han de verse reducidos a un montón de ceniza y polvo!
Cuando oyó estas palabras, exclamó el emir Muza: “¡Oh sublimes verdades! ¡Oh sueño del alma en la
igualdad de la tierra! ¡Qué conmovedor es todo, esto!” Y copió al punto en sus pergaminos aquellas frases.
Pero ya traducía el jeique la segunda inscripción, que decía:
¡Oh hijo de los hombres! ¿Por qué te ciegas con tus propias manos? ¿Cómo puedes confiar en este vano
mundo? ¿No sabes que es un albergue pasajero, una morada transitoria? ¡Di! ¿Dónde están los reyes que
cimentaron los imiperios? ¿Dónde están los conquistadores, los dueños del Irak, de Ispahán y del Khorassán?
¡Pasaron cual si nunca hubieran existido!
Igualmente copió esta inscripción el emir Muza, y escuchó muy emocionado al jeique, que traducía la
tercera:
¡Oh hijo de los hombres! ¡He aquí que transcurren los días, y miras indiferente cómo corre tu vida hacia
el término final! ¡Piensa en el día del Juicio ante el Señor tu dueño! ¿Qué fue de los soberanos de la India,
de la China, de Sina y de Nubia? ¡Les arrojó a la nada el soplo implacable de la muerte!
Y exclamó el emir Muza: “¿Qué fue de los soberanos de Sina y de Nubia? ¡Se perdieron en la nada!” Y
decía la cuarta inseripcion:
¡Oh hijo de los hombres! ¡Anegas tu alma en los Placeres, y no ves que la muerte se te monta en los
hombros espiando tus movimientos! ¡El mundo es como una tela de araña, detrás de cuya fragilidad está
acechándote la nada! ¿A dónde fueron a parar los hombres llenos de esperanza y sus proyectos efímeros?
¡Cambiaron por la tumba los palacios donde habitan buhos ahora!
No pudo el emir Muza contener su emoción, y se estuvo largo tiempo llorando con las manos en las sienes,
y decía: “¡Oh el misterio del nacimiento y de la muerte! ¿Por qué nacer, si hay qué morir? ¿Por que vivir,
si la muerte da el olvido de la vida? ¡Pero sólo Alah conoce los destinos, y nuestro deber es inclinarnos
ante Él con obediencia muda!” Hechas estas reflexiones, se encaminó de nuevo al campamento con sus
compañeros, y ordenó a sus hombres que al punto pusieran manos a la obra para construir con madera y
ramajes una escala larga y sólida, que les permitiese subir a lo alto del muro, con objeto de intentar luego
bajar a aquella ciudad sin puertas.
En seguida dedicáronse a buscar madera y gruesas ramas secas; las mondaron lo mejor que pudieron con
sus sables y sus cuchillos; las ataron unas a otras con sus turbantes, sus cinturones, las cuerdas de los camellos,
las cinchas y las guarniciones, logrando construir una escala lo suficiente larga para llegar a lo alto de
las murallas. Y entonces la tendieron en el sitio más a propósito, sosteniéndola por todos lados con piedras
gruesas e invocando el nombre de Alah comenzaron a trepar por ella lentamente, con el emir Muza a la cabeza.
Pero quedáronse algunos en la parte baja de los muros para vigilar el campamento y los alrededores.
El emir Muza y sus acompañantes anduvieron durante algún tiempo por lo alto de los muros, y llegaron
al fin ante dos torres unida entre sí por una puerta de bronce, cuyas dos hojas encajaban tan perfectamente,
que no se hubiera podido introducir por su intersticio la punta de una aguja. Sobre aquella puerta aparecía
grabada en relieve, la imagen de un jinete de oro que tenía un brazo extendido y la mano abierta, y en la
palma de esta mano había trazados unos caracteres jónilcos que descifró en seguida el jeique Abdossamad
y los tradujo del siguiente modo: “Frota la puerta doce veces con el clavo que hay en mi ombligo.”
Aunque muy sorprendido de tales palabras, el emir Muza se acercó entonces al jinete y notó que efectivamente
tenía metido en medio del ombligo un clavo de oro. Echó mano e introdujo y sacó el clavo doce veces.
Y a las doce veces que lo hizo, se abrieron las dos hojas de la puerta, dejando ver una escalera de granito
rojo que descendía caracoleando. Entonces el emir Muza y sus acompañantes bajaron por los peldaños
de esta escalera, la cual les condujo al centro de una sala que daba a ras, de una calle en la que se estacionaban
guardias armados con arcos y espadas. Y dijo el emir Muza: “¡Vames a hablarles antes de que se inquieten
con nuestra presencia!”
Acercáronse, pues, a estos guardias, unos de los cuales estaban de pie con el escudo al brazo y el sable
desnudo, mientras otros permanecían sentados o tendidos. Y encarándose con el que parecía el jefe, el emir
Muza le deseó la paz con afabilidad; pero no se movió el hombre ni le devolvió la zalema; y los demás
guardias permanecieron inmóviles igualmente y con los ojos fijos, sin prestar ninguna atención a los que
acababan de llegar y como si no les vieran.
Entonces, por si aquellos guardias no entendian el árabe, el emir Muza dijo- al jeique Abdossamad: “¡Oh
jeique, dirígeles la palabra en cuantas lenguas conozcas!” Y el jeique hubo de hablarles primero en lengua,
griega; luego, al advertir la inutilidad de su tentativa, les habló en indio, en hebreo, en persa, en etíope y en
sudanés; pero ninguno de ellos comprendio una palabra de tales idiomas ni hizo el menor gesto de inteligencia.
Entonces dijo el emir Muza: “¡Oh jeique! Acaso estén ofendidos estos guardias porque no les saludaste
al estilo de su país. Conviene, pues, que les hagas zalemas al uso de cuantos países conozcas.” Y el
venerable Abdossamad hizo al instante todos los ademanes acostumbrados en las zalemas conocidas en los
pueblos de cuantas comarcas había recorrido. Pero no se movió ninguno de los guardias, y cada cual permaneció
en la misma actitud que al principio.
Al ver aquello, llegó al límite del asombro el emir Muza, sin querer insistir más; dijo a sus acompañantes
que le siguieran, y continuó su camino, no sabiendo a qué causa atribuir semejante mutismo. Y se decia el
jeique Abdossamad: “¡Por Alah, que nunca vi cosa tan extraordinaria en mis viajes!”
Prosiguieron andando así hasta llegar a la entrada del zoco. Como encontráronse con las puertas abiertas,
penetraron en el interior. El zoco estaba lleno de gentes que vendían y compraban: y por delante de las
tiendas se amontonaban maravillosas mercancías. Pero el emir Muza y sus acompañantes notaron que todos
los compradores y vendedores, como también cuantos se hallaban en el zoco, habíanse detenido, cual puestos
de común acuerdo, en la postura en que les sorprendieron; y se diría que no esperaban para reanudar sus
ocupaciones habituales más que a que se ausentasen los extranjeros. Sin embargo, no parecían prestar la
menor atención a la presencia de éstos, y contentábanse con expresar por medio del desprecio y la indiferencia
el disgusto que semejante intrusión les producía. Y para hacer aún más significativa tan desdeñosa
actitud, reinaba un silencio genneral al paso de los extraños, hasta el punto de que en el inmenso zoco abovedado,
se oían resonar sus pisadas de caminantes solitarios entre la quietud de su alrededor. Y de esta guisa
recorrieron el zoco de los joyeros, el zoco de las sederías, el zoco de los guarnicioneros, el zoco de los
pañeros, el de los zapateros remendones y el zoco de los mercaderes de especias y sahumerios, sin encontrar
por parte alguna el menor gesto benevolo u hostil, ni la menor sonrisa de bienvenida o burla.
Cuando cruzaron el zoco de los sahumerios, desembocaron en una plaza inmensa donde deslumbraba la
claridad del sol después de acostumbrarse la vista a la dulzura de la luz tamizada de los zocos. Y al fondo,
entre columnas de bronce de una altura prodigiosa, que servían de pedestales a enormes pájaros de oro con
las alas desplegadas, erguíase un palacio de mármol, flanqueado con torreones de bronce, y guardado por
una cadena de guardias, cuyas lanzas y espadas despedían de continuo vivos resplandores. Daba acceso a
aquel palacio una puerta de oro, por la que entró el emir Muza seguido de sus acompanantes.
Primeramente vieron abrirse a lo largo del edificio una galería sostenida por columnas de pórfido, y que
limitaba un patio con pilas de mármoles de colores; y utilizábase como armería esta galería, pues veíanse
allá por doquier, colgadas de las columnas, de las paredes y del techo, armas admirables, maravillas enriquecidas
con incrustaciones preciosas, y que procedían de todos los países de la tierra. En torno a la galería
se adosaban bancos de ébano de un labrado maravilloso, repujado de plata y oro, y en los que aparecían,
sentados o tendidos, guerreros en traje de gala, quienes por cierto, no hicieron movinuento alguno para impedir
el paso a los visitantes, ni para animarles a seguir en su asombrada exploración...
En este momento de su narración, Schahrazada vio aparecer la mañana, y se calló discreta.
PERO CUANDO LLEGÓ LA 345 NOCHE
Ella dijo:
... para impedir el paso a los visitantes, ni para animarles a seguir en su asombrada exploración.
Continuaron, pues, por esta galería, cuya parte superior estaba decorada con una cornisa bellísima, y vieron,
grabada en letras de oro sobre fondo azul, una inscripción en lengua jónica que contenía preceptos sublimes,
y cuya traducción fiel hizo el jeique Abdossamad en esta forma:
¡En el nombre del Inmutable, Soberano de los destinos! ¡Oh hijo de los hombres, vuelve la cabeza y verás
que la muerte se dispone a. caer sobra tu alma! ¿Dónde está Adán, padre de los humanos? ¿Dónde están
Nuh y su descendencia? ¿Dónde está Nemrod el formidable? ¿Dónde están los reyes, los conquistadores,
los Khosroes, los Césares, los Faraones, los emperadores de la India y del Irak, los dueños de Persia y de
Arabia e Iskandar el Bicornio? ¿Dónde están los soberanos de la tierra Hamán Y Karún, Y Scheddad, hijo
de Aad, y todos los pertenecientes a la posteridad de Canaán? ¡Por orden del Eterno, abandonaron la tierra
para ir a dar cuenta de sus actos el día de la Retribución!
¡Oh hijo de los hombres! no te entregues al mundo y a sus placeres! ¡Teme al Señor, y sírvele de corazón
devoto! ¡Teme a la muerte! ¡La devoción por el Señor y el temor a la muerte, son el principio de toda sabiduría!
¡Así cosecharás buenas acciones, con las que te perfumarás el día terrible del Juicio!
Cuando escribieron en sus pergaminos esta inscripción, que les conmovió mucho, franquearon una gran
puerta que se abría en medio de la galería y entraron a una sala, en el centro de la cual habla una hermosa
pila de mármol transparente, de donde se escapaba un surtidor de agua. Sobre la pila, a manera de techo
agradablemente coloreado, se alzaba un pabellón cubierto con colgaduras de seda y oro en matices diferentes,
combinados con un arte perfecto. Para llegar a aquella pila, el agua se encauzaba por cuatro canalillos
trazados en el suelo de la sala con sinuosidades encantadoras, y cada canalillo tenía un lecho de color
especial: el primero tenía un lecho de pórfido rosa; el segundo, de topacios; el tercero, de esmeraldas, y el
cuarto, de turquesas; de tal modo, que el agua de cada uno se teñía del color de su lecho, y herida por la luz
atenuada que filtraban las sedas en la altura, proyectaba sobre los objetos de su alrededor y las paredes de
mármol, una dulzura de paisaje marino.
Allí franquearon una segunda puerta, y entraron en la segunda sala. La encontraron llena de monedas antiguas
de oro y plata, de collares, de alhajas, de perlas, de rubíes y de toda clase de pedrerías. Y tan amontonado
estaba todo, que apenas se podía cruzar la sala y circular por ella para penetrar en la tercera.
Aparecía ésta llena de armaduras, de metales preciosos, de escudos de oro enriquecidos con pedrerías, de
cascos antiguos, de sables de la India, de lanzas, de venablos y de corazas del tiempo de Daúd y de Soleimán;
y todas aquellas armas estaban en tan buen estado de conservación que creríase habían salido la víspera
de entre las manos que las fabricaron.
Entraron luego en la cuarta sala, enteramente ocupada por armarios y estantes de maderas preciosas, donde
se alineaban ordenadamente ricos trajes, ropones suntuosos, telas de valor y brocados labrados de un
modo admirable. Desde allí se dirigieron a una puerta abierta que les facilitó el acceso a la quinta sala.
La cual no contenía entre el suelo y el techo más que vasos y enseres para bebidas, para manjares y para
abluciones: tazones de oro y plata, jofainas de cristal de roca, copas de piedras preciosas, bandejas de jade y
de ágata de diversos colores.
Cuando hubieron admirado todo aquello, pensaron en volver sobre sus pasos, y he aquí que sintieron la
tentación de llevarse un tapiz inmenso de seda y oro que cubría una de las paredes de la sala. Y detrás del
tapiz vieron una gran puerta labrada con finas marqueterías de marfil y ébano, y que estaba cerrada con cerrojos
macizos, sin la menor huella de cerradura donde meter una llave. Pero el jeique Abdossamad se puso
a estudiar el mecanismo de aquellos cerrojos, y acabó por dar con un resorte oculto, que hubo de ceder a
sus esfuerzos. Entonces la puerta giró sobre sí misma y dio a los viajeros libre acceso a una sala milagrosa,
abovedada en forma de cúpula, y construida con un mármol tan pulido, que parecía un espejo de acero. Por
las ventanas de aquella sala, a través de las celosías de esmeraldas y diamantes, filtrábase una claridad que
inundaba los objetos con un resplandor imprevisto. En el centro, sostenido por pilastras de oro, sobre cada
una de las cuales había un pájaro con plumaje de esmeralda y pico de rubíes, erguíase una especie de oratorio
adornado con colgaduras de seda y oro, y al que unas gradas de marfil unían al suelo, donde una magnífica
alfombra, diestramente fabricada con lana de colores gloriosos, abría sus flores sin aroma en medio de
su césped sin savia, y vivía toda la vida artificial de sus florestas pobladas de pájaros y animales copiados
de manera exacta, con su belleza natural y sus contornos verdaderos.
El emir Muza y sus acompañantes subieron por las gradas del oratorio, y al llegar a la plataforma se detuvieron
mudos de sorpresa. Bajo un dosel de terciopelo salpicado de gemas y diamantes, en amplio lecho
construido con tapices de seda superpuestos, reposaba una joven de tez brillante, de párpados entornados
por el sueño tras unas largas pestañas combadas, y cuya belleza realzábase con la calma admirable de sus
acciones, con la corona de oro que ceñía su cabellera, con la diadema de pedrerías que constelaba su frente,
y con el húmedo collar de perlas que acariciaba su dorada piel. A derecha y a izquierda del lecho se hallaban
dos esclavos, blanco uno y negro otro, armado cada cual con un alfanje desnudo y una pica de acero. A
los pies del lecho había una mesa de mármol, en la que aparecían grabadas las siguientes frases:
¡Soy la virgen Tadmor, hija del rey de los Amalecitas, y esta ciudad es mi ciudad! ¡Puedes llevarte
cuanto plazca a tu deseo, viajero que lograste penetrar hasta aquí! ¡Pero ten cuidado con poner sobre mí una
mano violadora, atraído por mis encantos y por la voluptuosidad!
Cuando el emir Muza se repuso de la emoción que hubo de causarle la presencia de la joven dormida,
dijo a sus acompañantes: “Ya es hora de que nos alejemos de estos lugares después de ver cosas tan asombrosas,
y nos encaminamos hacia el mar en busca de los vasos de cobre. ¡Podéis, no obstante, coger de este
palacio todo lo que os parezca; pero guardaos de poner la mano sobre la hija del rey o de tocar a sus vestidos.”
Entonces dijo Taleb ben-Sehl: “¡Oh emir nuestro, nada en este Palacio puede compararse a la belleza de
esta joven! Sería una lástima dejarla ahí en vez de llevárnosla a Damasco para ofrecérsela al califa. ¡Valdría
más semejante regalo que todas las ánforas de efrits del mar!” Y contestó el emir Muza: “No podemos tocar
a la princesa, porque sería ofenderla, y nos atraeríamos calamidades.” Pero exclamó Taleb: “¡Oh emir
nuestro! las princesas, vivas o dormidas, no se ofenden nunca por violencias tales.” Y tras de haber dicho
estas palabras, se acercó a la joven y quiso levantarla en brazos. Pero cayó muerto de repente, atravesado
por los alfanjes y las picas de los esclavos, que le acertaron al mismo tiempo en la cabeza y en el corazón.
Al ver aquello, el emir Muza no quiso permanecer ni un momento más en el palacio, y ordenó a sus
acompañantes que salieran de prisa para emprender el camino del mar.
Cuando llegaron a la playa, encontraron allí a unos cuantos hombros negros ocupados en secar sus redes
de pescar, y que correspondieron a las zalemas en árabe y conforme a la fórmula musulmana. Y dijo el emir
Muza al de más edad entre ellos, y que parecía ser el jefe: ¡Oh venerable jeique! venimos de parte de dueño
el califa Abdalmalek ben-Merwán, para buscar en este mar vasos con efrits de tiempos del profeta Soleimán.
¿Puedes ayudarnos en nuestras investigaciones y explicarnos el misterio de esta ciudad donde están
privados de movinuento todos los seres?” Y contestó el anciano: “Ante todo, hijo mío, has de saber que
cuantos pescadores nos hallamos en esta playa creemos en la palabra de Alah y en la de su Enviado (¡con él
la plegaria y la paz!); pero cuantos se encuentran en esa Ciudad de Bronce están encantados desde la antigüedad,
y permanecerán así hasta el día del Juicio. Respecto a los vasos que contienen efrits, nada más fácil
que prcurároslos, puesto que poseemos una porción de ellos, que una vez destapados, nos sirven para cocer
pescado y alimentos. Os daremos todos los que queráis. ¡Solamente es necesario, antes de destaparlos, hacerlos
resonar golpeándolos con las manos, y obtener de quienes los habitan el juramento de que reconocerán
la verdad de la misión de nuestro profeta Mohammed, expiando su primera falta y su rebelión contra la
supremacía de Soleimán ben-Daúd!” Luego añadió: “Además, también deseamos daros, como testimonio
de nuestra fidelidad al Emir de los Creyentes, amo de todos nosotros, dos hijas del mar que hemos pescado
hoy mismo, y que son más bellas que todas las hijas, de los hombres.”
Y cuando hubo dicho estas palabras, el anciano entregó al emir Muza doce vasos de cobre, sellados en
plomo con el sello de Soleimán, Y las dos hijas del mar, que eran dos maravillosas criaturas de largos cabellos
ondulados como las olas, de cara de luna y de senos admirables y redondos y duros cual guijarros
marinos; pero desde el ombligo carecían de las suntuosidades carnales que generalmente son patrimonio de
las hijas de los hombres, y las sustituían con un cuerpo de pez que se movía a derecha y a izquierda, de la
propia manera que las mujeres cuando advierten que a su paso llaman la atención. Tenían la voz muy dulce,
y su sonrisa resultaba encantadora; pero no comprendían ni hablaban ninguno de los idiomas conocidos, y
contentábanse con responder únicamente con la sonrisa de sus ojos a todas las preguntas que se les dirigían.
No dejaron de dar las gracias al anciano por su generosa bondad el emir Muza y sus acompañantes, e invitáronles,
a él y a todos los pescadores que estaban con él, a seguirles al país de los musulmanes, a Damasco,
la ciudad de las flores, de las frutas y de las aguas dulces. Aceptaron la oferta el anciano y los pescadores,
y todos juntos volvieron primero a la Ciudad de Bronce para coger cuanto pudieron llevarse de cosas
preciosas, joyas, oro, y todo lo ligero de peso y pesado de valor. Cargados de este modo, se descolgaron
otra vez por las murallas de bronce, llenaron sus sacos y cajas de provisiones con tan inesperado botín, y
emprendieron de nuevo el camino de Damasco, adonde llegaron felizmente al cabo de un largo viaje sin incidencias.
El califa Adbalmalek quedó encantado y maravillado al mismo tiempo del relato que de la aventura le hizo
el emir Muza; y exclamó: “Siento en extremo no haber ido con vosotros a esa Ciudad de Bronce. ¡Pero
iré, con la venia de Alah, a admirar por mí mismo esas maravillas y a tratar de aclarar el misterio de ese encantamiento!”
Luego quiso abrir por su propia mano los doce vasos de cobre, y los abrió uno tras de otro. Y
cada vez salía una humareda muy densa que convertíase en un efrit espantable, el cual se arrojaba a los pies
del califa y exclamaba: “¡Pido perdón por mi rebelión a Alah y a ti, ¡oh señor nuestro Soleimán!” Y desaparecían
a través del techo ante la sorpresa de todos los circundantes. No se maravilló menos el califa de la
belleza de las dos hijas del mar. Su sonrisa, y su voz, y su idioma desconocido le conmovieron y le emocionaron.
E hizo que las pusieran en un gran baño, donde vivieron algún tiempo para morir de consunción,
y de calor por último.
En cuanto al emir Muza, obtuvo del califa permiso para retirarse a Jerusalén la Santa con el propósito de
pasar el resto de su vida allí, sumido en la meditación de-las palabras antiguas que tuvo cuidado de copiar
en sus pergaminos. ¡Y murió en aquella ciudad despues de ser objeto de la veneración de todos los creyentes,
que todavía van a visitar la kubba donde reposa en la paz y la bendicion del Altísimo!
¡Y esta es ¡oh rey afortunado! -prosiguió Schahrazada- la histotoria de la Ciudad de Bronce!
Entonces dijo el rey Schahriar: “¡Verdaderamente, Schahrazada, que el relato es prodigioso!” vas a contarme
esta noche, si puedes, una historia más asombrosa que todas las ya oídas, porque me siento el pecho
más oprimido que de costumbre!”
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