BLOOD

william hill

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domingo, 19 de septiembre de 2010

ANGELES -- DEMONIOS

El diablo y Peter Stoltz
John Flanders
**

El combate contra el diablo es un tema muy importante en la obra de John Flanders, conocido también en todo el mundo bajo el seudónimo de Jean Ray. A menudo, en sus cuentos, el hombre se rebela contra el demonio, y por muy horrible que éste pueda ser, el hombre tiene a su disposición un arma formidable: la plegaria.
El ilustre autor -muerto en 1964- tenía, sin embargo, una cierta simpatía por el Ángel Caído, así como por todos los personajes fuera de serie. Un día le oímos discutir con monseñor el prelado de la abadía de Averbode y en el trascurso de esa discusión John Flanders/Jean Ray trataba de convencer a este dignatario de la Iglesia que Judas debía de ser beatificado porque le correspondió la obligación de cometer el crimen más horrible de todos los tiempos, y aún recordamos cómo monseñor elevaba los brazos al cielo al escuchar tal blasfemia...
En Les Derniers Contes de Canterbury (Los últimos cuentos de Canterbury), Jean Ray ha hecho igualmente hablar al diablo como si fuera un gran melancólico, cuando dice al narrador: «...En momentos semejantes yo pienso que el Otro ha olvidado... los amantes que lloran porque van a estar separados durante un tiempo y un espacio ínfimos; la madre que vive orgullosa de su hijo; el padre que transforma el júbilo de la hijita en una alegría sin límites... ¡Pues bien! Yo he sentido el inmenso valor de estas lágrimas, de este orgullo, de esta alegría, y he experimentado con ello una de las más profundas felicidades humanas: la tristeza...»
No olvidemos que en las páginas que siguen el diablo toma a su vez una forma tan... humana, que nosotros sentimos ante él, igualmente, un profundo sentimiento de tristeza.
Esta historia no la olvidaréis jamás.

Permitidme algunas reflexiones antes de dar comienzo a esta historia. Hay muchas gentes que se consideran muy religiosas, que creen firmemente en Dios y sus mandamientos, y que, sin embargo, sonríen con incredulidad cada vez que oyen hablar del diablo.
La razón de esta actitud hay que buscarla tal vez en la manera convencional en que se le ha representado hasta ahora: cola partida, cuernos, garras y pezuñas. Se olvida al hacer esto que el Ángel Caído fue en un tiempo la más hermosa de todas las criaturas celestes.
El Espíritu de las Tinieblas conserva aún el poder suficiente para tomar la forma que desee. Si se exteriorizase -lo que ocurre rara vez en el curso de los siglos-desmentiría su inteligencia superior y terrorífica al tomar una forma que produjese espanto. Conoce el valor de la invisibilidad y es un virtuoso en esto. Pero apenas es capaz de evitar la sensación de horror que produce en los mortales cuando está cerca. Es quizá el último instinto que les queda a los hombres. De la misma manera que la gacela siente la presencia del león, el hombre percibe cuando el Malo se aproxima. De modo que...

Cada vez que Peter Stolz regresaba a su cuarto experimentaba durante algunos momentos una sensación de horror. Me gustaría poner entre comillas la expresión alemana «das Grauen». y no sólo porque esta historia transcurre en la más maravillosa de las pequeñas ciudades alemanas, Hildesheim, sino porque es una palabra que pierde su verdadero valor al traducirla. Aunque quizá se trata tan sólo de un sentimiento subjetivo por mi parte.
Stolz era un simple obrero. Ya que he comenzado la historia con una introducción, podría añadir ahora algunos comentarios.
Lo insólito y lo misterioso no son privilegios de los hombres cultos o bien situados. Alcanzan Igualmente a las gentes comunes y ordinarias, pues el azar es ciego y ya que hay un mayor número de corrientes que privilegios, el mayor número de probabilidades corresponde a los primeros. Es una cuestión de lógica.
StoIz era oriundo de Mecklembourg-Strelitz y debido a su carácter nervioso había trabajado en muchos lugares en Schwerin, Hambourg y Hannover, antes de llegar a la zapatería de Oswald Grün, en Hildesheim.
Hildesheim es, como ya he dicho, una ciudad encantadora que ha conseguido mantener el aspecto medieval.
Sin embargo, Stolz no vivía en una mansión obscura con escaleras crujientes y ventanitas verdes. Al contrario, tenía una habitación en una casa de construcción moderna con gas y electricidad. El mobiliario provenía de una importante fábrica de Hannover.
Su habitación era limpia y confortable. Sin embargo, cada vez que entraba en ella, Peter sentía un escalofrío. Por fortuna era una sensación pasajera. Así que el joven no se sentía demasiado molesto, en vista sobre todo de que el alquiler era muy razonable y la propietaria, la señora Keller, simpática y servicial.
Por precaución, había tratado de informarse a través de su patrón y sus compañeros de trabajo en la posada Zum Treppchen, donde tomaba sus comidas, de si el lugar estaba tal vez encantado.
La casa de la señora Keller se encontraba un poco apartada, como la mayoría de las casas modernas de Hildesheim. Nunca, desde que fue construida, le dijeron, había ocurrido allí nada raro. El lugar mismo, que había sido en un tiempo pradera comunal, no tenía ninguna leyenda. No se trataba entonces de fantasmas ni de ningún otro «Ungeheuer». Si existían algunos en Hildesheim debía ser en las casas antiguas que se agrupaban en torno de la Brunnenplatz, donde tanta sangre se derramó en otro tiempo.
Stolz tenía veintiún años y estaba exento del servicio militar porque durante los primeros días de su trabajo en Schwerin había perdido un dedo de la mano izquierda en un accidente. Esto hacía que disfrutase de una pequeña pensión, ya que el accidente ocurrió por culpa de uno de sus superiores.
Oswald Grün, que lo había contratado como mano de obra, pronto se dio cuenta de que Stolz conocía un poco de contabilidad y así acabó por darle un puesto en el despacho, con un ligero aumento de sueldo. Grün gustaba de la conversación y ya que los trabajos de contabilidad en la pequeña zapatería no eran demasiado importantes, a menudo venia a charlar con su joven empleado. Poco a poco le otorgó no sólo su confianza, sino también su amistad.
Fue él el primero que aconsejó a Peter establecer una relación más estrecha con la propietaria del inmueble donde se alojaba.
-La señora Keller es una mujer extraordinaria, Peter -le dijo-. Tiene casi cuarenta años, pero apenas si representa treinta. Durante cinco años estuvo casada con el viejo Jacob Keller, que un día que estaba borracho se cayó al río y se ahogó. Le ha dejado sin duda una buena fortuna, porque había especulado mucho en la Bolsa durante toda su vida y siempre con una suerte extraordinaria.
Stolz no pudo por menos de reconocer que la mujer era en efecto muy bonita, con sus cabellos negros como la noche, sus profundos ojos sonrientes y sobre todo su figura bien llena, que tan apreciada es por los alemanes.
-¿No has pensado nunca en tomar tus comidas en casa, Peter? Es una lástima, porque es una cocinera de primera clase. No .comprendo cómo sigues soportando los filetes mal hechos, las salchichas sin gusto y esa sopa que parece agua, que te sirven en el Zum Treppchen.
-Ella no me lo ha propuesto nunca -respondió el joven.
-Tú tienes una lengua para hablar y preguntárselo, y no pierdes nada con ello, siendo como eres buen mozo -respondió Grün.
Peter era realmente muy hermoso. Todas las muchachas que se cruzaban con él en la calle tenían que reconocerlo.
El dinero no significaba mucho para él. La posible fortuna del difunto Jacob Keller le dejaba indiferente. Pero lo que sí le gustaba era regalar su estómago.
A partir de entonces, al regresar por la noche a la casa olfateaba los maravillosos olores que salían de la cocina. En su imaginación se representaban todas aquellas delicias: asado de oca, bistec con cebollas, paté de carpa, pastel de naranja...
Con cualquier pretexto llamaba a la puerta de la señora Keller.
Ella le recibía siempre con amabilidad y le ofrecía una taza de café, un vasito de aguardiente, o un licor de limones que hacía ella misma. Un día que los olores eran particularmente embriagadores, el muchacho se lo dijo y la señora Keller le preguntó si podía adivinar lo que había preparado para la cena.
-Salchichas de Francfort con coles -dijo Peter.
-¡Qué tontería! ¿Como es posible eso? No, un pastel de perdiz que acaba de salir del horno.
-¡Pastel de perdiz! ¿De veras? -exclamó el joven.
-Ya juzgará por sí mismo -contestó; la propietaria y le invitó a cenar con ella en la intimidad del comedor.
-Quéjate lo más que puedas de lo que te sirven en la posada -le aconsejó Grün al día siguiente-. Yo sé que tu patrona detesta al posadero. porque el viejo Jacob se dejó muchos billetes en el Zum Treppchen antes de ir a beber el agua de Innerste.
El siguiente mes de mayo se celebró la boda. La señora Hilda Stolz tenía diecisiete años más que su segundo esposo, pero esto no impidió que Peter fuese envidiado por todos los solteros de la villa de Hildesheim.
Continuó trabajando como contable con Oswald Grün, a pesar de que su mujer le aseguró que podía instalarse como rentista si así lo deseaba. Un año después tuvieron una niña a la que dieron el nombre de Berthe, como la difunta madre de Peter.
Pronto empezó a dibujarse el carácter muy especial de la niña. No le gustaba jugar, no reía nunca y permanecía horas enteras sin hablar ni moverse. Era, sin embargo, una niña muy bonita. Tenía los cabellos rubio-rojizos como los de su padre y ojos negros y profundos como los de su madre.
La niña creció sin problemas ni enfermedades. Era obediente, pero poco cariñosa. Tenía una voz cristalina, pero no hablaba nunca sin que le dirigiesen antes la palabra y aun en estos casos la respuesta era lo más breve posible, cortés, pero fría y sin demostrar interés alguno.
Berthe tenía tres años cuando Peter empezó a enseñarle a escribir y se sorprendió mucho de la gran inteligencia que demostraba la niña.
-Es como si supiera ya todo lo que voy a enseñarle -le dijo a Oswald Grün.
El viejo zapatero inclinó la cabeza sin saber qué decir. Sus consejos habían contribuido en gran manera al matrimonio de Peter Stolz con la viuda Keller. Ahora Grün empezaba a arrepentirse de su intervención. Hablaba lo menos posible de todo lo que se refería a la pareja y siempre parecía encontrar alguna excusa para rechazar las invitaciones de su contable para ir a su casa.
Este cambio comenzó a producirse el día en que Oswald Grün cambió de «Stammtisch». Durante muchos años había sido cliente fiel de una vieja cervecería en la Hirschengasse, que cerró sus puertas a la muerte de su dueño.
Grün, que empezaba a sentirse viejo y débil, ya no quería dar largos paseos. El Zum Treppchen quedaba cerca de su casa y, aunque era cierto que allí se comía muy mal, la cerveza por el contrario era excelente. Grün tomó la costumbre de ir allí todos los días a beber su jarra, con gran satisfacción de Hugo Krone, propietario de la taberna.
Hugo Krone era hijo de Wolfram Krone, notario de la Hochstrasse, que no había hecho nunca grandes negocios, pero que era respetado por todos. Había puesto todas sus esperanzas en su hijo Hugo, quien después de estudiar humanidades en la Universidad de Hannover se inscribió en la de Heidelberg para estudiar Derecho. Dos años más tarde confesó a su padre que quería abandonar estos estudios para dedicarse a .las ciencias naturales.
El viejo notario sintió una gran pena, pero dio su aquiescencia, pues no sabía negarle nada a su hijo único.
A partir de este día Hugo se había dedicado exclusivamente al estudio de las ciencias, pero de un género muy especial. Había trabado conocimientos con Friedrich Salzsieder, un pastor luterano que había colgado los hábitos, y que era ahora un maestro en magia.. Es necesario decir que Salzsieder era una autoridad en la materia. Cuando no estaba borracho, pues amaba la bebida aún más que su especialidad, escribió algunos libelos sobre demonología que fueron traducidos inmediatamente al francés y al inglés. A partir de este momento empezó a tomarse a sí mismo muy en serio. Después de una disertación que dio sobre el Heptamerón mágico y que fue muy apreciada por los eruditos en la materia, escribió un estudio sobre los espíritus demoníacos, tema en el que se deleitaban los ocultistas de la época.
A Salzsieder no le gustaban los neófitos del estilo de Hugo Krone, pero el joven tenía siempre los bolsillos llenos de dinero y esto era algo que el demonólogo estaba dispuesto a acoger con cariño.
Las exigencias de Hugo hacia su padre fueron. haciéndose más grandes cada vez, a medida que pasaban los meses. Pero el padre no se negaba nunca, aunque los dispendios exorbitantes de su retoño acabaron al fin con casi todos sus bienes. La mayor parte de este dinero iba a parar a los bolsillos de Salzsieder, que organizaba numerosas orgías y perdía el resto en las mesas de juego. Es cierto que Hugo participaba de todo ello y que Salzsieder le inició como contrapartida en sus poderes y conocimientos ocultos.
Entonces llegó el fin imprevisto. En el mismo día, Hugo perdió a su maestro y a su padre.
Salzsieder, que estaba envuelto en un enredo poco limpio, hizo sus maletas y se marchó a Francia, mientras Wolfram Krone moría de un infarto.
Hugo regresó a Heidelberg para rendir un último homenaje a su padre y enterarse de labios de su apoderado que la pequeña fortuna del difunto había quedado reducida a doscientos thalers. Este dinero desapareció en pocas semanas en la taberna Zum Treppchen. Después de esto, el tabernero le hubiese echado a la calle con mucho gusto, a no ser por su hija, que estaba en edad de contraer matrimonio y sentía gran inclinación por el altivo estudiante.
Se celebró la boda, el tabernero se retiró a una casita de campo que tenía en la Selva Negra y Hugo Krone se convirtió en propietario del Zum Treppchen.
En el momento en que hemos dado comienzo a nuestra historia Hugo Krone tenía ya cuatro hijas casaderas. Todas ellas eran bastante feas y le hubiese gustado ofrecer una a su cliente Peter Stoltz. Se murmuraba en efecto que el viejo Oswald Grün había llegado a sentir tanto cariño por su joven contable que a su muerte le iba a dejar en herencia la zapatería y todos sus ahorros. El mismo Grün había hablado de esto.
Ahora sabemos por qué la viuda Keller no soportaba oír mencionar el nombre del Zum Treppchen. Por parte del tabernero la desilusión fue grande cuando Stoltz se casó con la viuda de Jacob Keller en lugar de con una de sus hijas. Más tarde contaremos lo que se habló entre Krone y Oswald Grün delante de dos jarras de cerveza y que fue la causa del cambio de actitud de este último.
Mientras tanto, os estaréis preguntando sin duda qué es lo que había pasado con la antigua habitación de Peter, donde tenía tan desagradables sensaciones cuando entraba. Inmediatamente después de su compromiso, la señora Keller le había ofrecido un cuarto mucho mejor, con vistas sobre el jardín.
-Mi futuro esposo no es ya un huésped cualquiera –le había dicho sonriente.
Peter había aprovechado la oportunidad para hablarle de aquella sensación de angustia que experimentaba cada vez que entraba en el cuarto. No se fijó en que ella tenía los ojos bajos cuando le respondió:
-En ese caso voy a cerrar para siempre esta condenada habitación. Nadie más entrará allí en el futuro.
La habitación en cuestión estaba situada en el piso alto, en el que Peter no había vuelto a poner los pies, ya que no tenía nada que hacer allí.
Peter se había convertido en un marido modelo. Le gustaba sentarse en su sillón fumando su pipa y regalarse con los excelentes platos que le preparaba su mujer. No buscaba hacerse muchos amigos. Vivía únicamente para su esposa y su hijita, aunque le hubiera gustado que la niña fuese un poco más alegre y despierta. Pero ya que era en cambio tan buena y obediente, no podía ni quería quejarse.
Berthe tenía cuatro años cuando ocurrió el drama que había de trastornar la vida de Peter Stolz y destruir su felicidad.
Un día, hacia las diez de la mañana, el joven se sintió desfallecer de pronto. A instancias de su patrón dejó el trabajo y se dirigió a su domicilio.
La casa estaba vacía. Esto no le sorprendió demasiado, pues era casi seguro que a aquella hora su mujer estaría haciendo las compras en el mercado vecino. Más raro le pareció el hecho de no encontrar a su hija ni en la cocina ni en el comedor, que era donde estaba habitualmente. Su mujer no se llevaba nunca a la niña con ella cuando iba a hacer las compras, porque la pequeña se ponía muy nerviosa en las calles donde había mucha gente. Berthe se negaba categóricamente a abandonar la casa y éste era en realidad el único motivo por el que a veces cogía una rabieta.
Peter gritó el nombre de la niña. Pero no obtuvo respuesta.
Recorrió la casa sin encontrarla. Por fin subió al piso de arriba y abrió la puerta del antiguo cuarto, no sin cierta repugnancia.
Berthe estaba sentada en una butaca cerca de la chimenea. Blanca y fría como el mármol miraba fijamente con ojos que parecían no ver nada.
Peter corrió escaleras abajo como un loco. En aquel momento llegaba su esposa.
-¡Está muerta! -gritó él-. En la habitación. ¡Muerta en una butaca!
La señora Hilda no dijo nada. Subió a la habitación y regresó en seguida para tranquilizar a su marido.
-No está muerta -le aseguró-. No es más que una crisis nerviosa, como otras que ya ha tenido antes. No te lo había dicho nunca para que no te preocupara. Tranquilízate, Peter. Vete a dar un paseo durante una hora y cuando vuelvas para el almuerzo Berthe estará ya perfectamente.
Stolz obedeció sin pensar. Fue hasta la orilla del río y se puso a mirar a los pescadores. Estaba empezando a llover y la frescura de la llovizna refrescó su fiebre.
Era mediodía cuando volvió a la casa. En la cocina no encontró a Hilda ni a Berthe. Las llamó a las dos en alta voz. Pero sólo le respondió el eco débil de su propia llamada. La cocina estaba apagada. No llegó hasta él ningún olor de comida sabrosa, como era costumbre. Sin embargo, la mesa estaba puesta, pero con un solo cubierto y con un plato de fiambres.
Encima de su servilleta encontró una carta:

«Mi querido Peter:
»Creo que has averiguado al fin mi secreto. Si no es así, no tardarás mucho en descubrirlo. Sé que te Causo pena ahora, pero el tiempo conseguirá borrarla. Todavía eres joven. Berthe y yo desapareceremos para siempre de tu vida. No nos busques, porque sería inútil y no vas a encontrarnos.
»Ve uno de estos días a ver al abogado Storchwald. El te pondrá al corriente de mis últimas voluntades. Es muy posible que si tratas de olvidarnos encuentres de nuevo la felicidad.
»Pero recuerda, si a veces piensas en nosotros, que tanto Berthe como yo te hemos querido de todo corazón.
»HILDA»

Peter no podía entender nada. ¿Por qué le habían abandonado su mujer y su hija, y cuál era el secreto de que hablaba Hilda?
Una hora más tarde fue a lamentarse cerca de su viejo amigo Grün.
El viejo le escuchó hasta que hubo concluido. Luego, sacudió la cabeza con muestras de dolor y dijo:
-Más pronto o más tarde, esto tenía que ocurrir. Ven conmigo a casa de Hugo Krone. Él te explicará todo.
Krone les hizo pasar a un pequeño cuartito y prohibió a su mujer y a sus hijas que les interrumpiesen. Empezó por hacer un breve resumen de su propia vida, habló de Salzsieder, de sus estudios interrumpidos y de las ciencias ocultas. Luego, le hizo unas cuantas preguntas:
-Peter -dijo-. ¿No habías notado nunca nada anormal en casa de tu mujer?
-No. Siempre fue para mí una esposa modelo en todos los aspectos.
-Ellas lo son casi siempre -dijo Krone-. Sin embargo, reflexiona durante unos instantes.
-Sí -dijo Peter-, ahora que lo pienso, a veces se quedaba inmóvil, casi rígida, durante más de una hora. Miraba fijamente a un punto lejano y si yo le dirigía la palabra no me contestaba. Al principio lo encontré muy extraño y le pregunté qué es lo que .le faltaba. Pero siempre me respondía con evasivas, insistiendo en que no tenía por qué preocuparme. Al final, dejé de pensar en ello y no le hice más preguntas a este respecto.
-Exacto -dijo Krone-. Podría enseñarte algunos libros en los que Salzsieder ha descubierto con todo detalle situaciones como éstas. En tales momentos, tu mujer estaba... hum... ausente. Era como si tú hubieras estado en compañía de una estatua de madera, o de mármol. Ella se encontraba en otra parte... ¿Dónde? Prefiero no decírtelo, porque no tengo las pruebas suficientes y tampoco quisiera tenerlas. Pero ¡tu mujer era un súcubo!
-¿Un qué? -preguntó Peter, que no conocía este término extraño.
-Así es como se llama a las criaturas infernales, los demonios que toman la forma de una mujer para seducir a los hombres, a fin de someterlos. A veces, no puedo negarlo, con un amor verdadero.
Peter escondió el rostro entre las manos. Todo esto le parecía ridículo, insensato.
-Piensa en el «das Grauen» qué experimentabas cada vez que ponías el pie en tu antigua habitación -le recordó Krone-. Puedo darte incluso una explicación de este fenómeno.
Peter le miró con ojos extraviados.
-Lo que te repugnaba en estos momentos -continuó diciendo Krone- era la presencia invisible de una muerte diabólica. La Muerte que te estaba acechando en esta habitación. Cuándo se hubiese hecho contigo, nadie puede decirlo. Pero en esta habitación tú estabas destinado a morir. Al viejo Jacob Keller lo pescaron en las aguas del río, pero no te engañes. ¡El viejo no se había ahogado! Arrojaron su cadáver al Innerste después que murió en aquel cuartito donde había vivido durante muchos años. O mejor dicho: donde fue aniquilado por aquella Muerte que le estaba acechando. El amor de una súcubo se paga siempre de esta manera.
-Pero yo... -dijo Peter-, ¡yo estoy vivo!
-Ella te ha querido con AMOR -respondió Krone solemnemente-. Por eso te cambió de cuarto. Y si se ha ido ahora ha sido de nuevo por el deseo de salvarte.
Stolz permaneció inmóvil en su asiento, abrumado por estas palabras.
Hugo Krone continuó:
-No conozco lo bastante las ciencias ocultas para poder explicarte en qué consisten los deberes de estos demonios femeninos. Pero pienso que ella no cumplió con los suyos como debía. y allí... donde tiene su sitio... estas negligencias no se perdonan. Ah, una cosa, ¿cómo se desarrolló tu matrimonio religioso, Peter?
El joven dejó escapar un suspiro.
-Ahora que lo menciona, debo confesar que me dio la impresión de un sacramento bien extraño. Delante del magistrado civil todo fue bien. En la iglesia, fue diferente. Fui con Hilda a una pequeña aldea, a cinco o seis millas de distancia de Heidelberg. Me había dicho anteriormente: «Quiero que nuestro matrimonio religioso lo celebre un viejo sacerdote que conozco desde hace mucho.» No encontré nada que oponer. La iglesia en cuestión era muy vieja, casi en ruinas y olía fuertemente a sebo. Un hombrecito, tan viejo como el edificio y de aspecto insignificante, recitó a toda prisa algunas palabras que a mí me parecieron algo como latín, y luego nos unió las manos. Llevaba guantes y tenía una voz tan baja que era casi inaudible.
-¿Cruz? ¿Biblia? -preguntó Krone.
-Por lo que puedo recordar..., no. Pero no le di ninguna importancia en aquel momento.
-Jacob Keller me contó aproximadamente lo mismo, a propósito de su boda con ella. Y si la señora Keller no me tenía demasiada simpatía no era a causa de los pocos thalers que su marido se había dejado en mi establecimiento, sino porque temía que yo supiese demasiado.
-Resulta sorprendente -murmuró Grün- que esta diablesa no te haya hecho nunca ningún daño.
Krone sonrió.
-El Heptamerón nos enseña que los íncubos o demonios masculinos conservan casi todo su poder cuando toman forma humana. Pero que no ocurre lo mismo con los súcubos, o demonios femeninos. El único poder que tienen es el de conducir a los hombres que caen entre sus garras a la muerte... o al infierno.
-Pero conmigo ella no ha actuado así -dijo Peter con voz triste.
-Cierto. y es por esto por lo que guardarás de ella un buen recuerdo, a pesar de lo que es, o ha sido -concluyó Krone con voz solemne.

A pesar de las cosas horribles que sabía ahora, Peter no era capaz de alejar de su corazón la imagen de Hilda y de Berthe. Regresó a la casa donde había sido siempre tan feliz, Era por la tarde y aún había bastante luz, aun cuando los pájaros empezaban ya a buscar el refugio de sus nidos.
Recorrió la casa entera, murmurando entre dientes: «Hilda... Berthe... Adiós...» Así llegó a la habitación maldita del piso alto.
Qué extraño, pensó. Ya no sentía ninguna angustia al traspasar el umbral. Por el contrario, la pieza le pareció íntima y acogedora. Estaba reflexionando sobre todo esto, cuando de pronto se sintió cegado por una claridad deslumbrante.
Del piso y de los muros brotaban llamas que se enroscaban en el mobiliario, devoraban las cortinas y se abalanzaban también sobre él. La huida parecía imposible, ya que el fuego le impedía llegar hasta la puerta o la ventana.
Con gran asombro, Peter sintió en este momento una mano menuda que cogía la suya y tiraba de él. Pasó así sin dificultad alguna entre las llamas, que más bien parecían recular para dejarle paso. Descendió las escaleras, que también estaban ardiendo, llegó hasta la puerta y allí se sintió fuera de peligro.
Entonces la manita invisible se retiró de la suya y Peter escuchó, desde muy lejos, una voz fina y llena de dulzura que le decía:
-Adiós, papá querido...

Algunos días más tarde se enteró de que la casa estaba asegurada en una firma de Hannover, que le pagó la prima sin discusión.
El abogado Storcwald le entregó a su vez toda la fortuna de la señora Hilda. Esta fortuna era tan enorme que Peter no llegaba a dar crédito a sus oídos y el jurista tuvo que repetir por tres veces la cifra.
Y así la vida continuó para Peter Stolz.
Oswald Grün, al morir, le legó también su zapatería y sus ahorros.
El joven fue a alojarse en la posada del Zum Treppchen, aunque hubiese podido permitirse una mansión de gran lujo, con mayordomo y sirvientes.
Sólo con Hugo Krone podía hablar, de vez en cuando, de Hilda y de Berthe.
Tres años más tarde se casó con Lisa, la más joven y la menos fea de las tres hijas de Krone. Era una muchacha muy fiel. y devota, que se cuidaba mucho de él, pero que no llegó nunca a hacerle feliz.

Mucho, mucho tiempo
R. A. Lafferty
**

¿Han oído hablar de los monos, la máquina de escribir y las obras completas de Shakespeare? Lo mismo le sucedió a Michael... ¡pero él se dispuso a demostrarlo!

No termina con uno... comienza con un gemido.
Era un amanecer separador... Incandescencia para la que todas las luces posteriores son como candiles... Calor para el que el calor de todos los soles posteriores no es más que una cerilla quemada. Las polaridades que crean la tensión para siempre.
Y en el medio de todo hubo un gemido, la primera sacudida que indicaba que el tiempo había empezado.
Los dos Desafíos eran más altos que el radio del espacio que estaba naciendo; y una débil criatura Boshel, se encontraba en el medio, demasiado acobardada como para aceptar ningún desafío.
¡Eh! ¿Hasta cuándo vais a estar fuera? —gruñó Boshel.
El Acontecimiento Creativo era la Revuelta, dividiendo el Vacío en dos. Las dos partes se formaron oponiendo Naciones de Luz dividida sobre el escarpado abismo. Dos Campeones estaban frente a frente, con una amargura que nunca ha pasado... Michael envuelto en fuego blanco... y Helel, hinchado con un resplandor negro y púrpura. Y sus seguidores con ellos. Esto se ha alegorizado como Aceptación y Rechazo, y como Dios y Diablo; pero al principio hubo la Polaridad con la que se sostiene el Universo.
Entre ellos, como un pigmeo, se encontraba Boshel, solo, lleno de una gimiente duda.
Si vas a venir con nosotros, saca el metal primordial —rugió Helel como una crujiente tormenta, mientras se dirigía a sus seguidores, hecho una furia, para formar un nuevo núcleo.
¡Eh, vosotros! ¿Vais a volver antes de la noche? —musitó Boshel.
¡Oh! ¡Vete al infierno! —rugió Michael.
Cuidado con ese pequeño juramento —observó Helel—. Todavía no hay fuego suficiente para incendiar un edificio.
Las dos grandes multitudes se separaron, y Boshel se quedó solo en el vacío. Aún estaba allí cuando se produjo una segunda y pequeña sacudida y el tiempo comenzó de veras, reventando la vaina y convirtiéndola en un chorro de chispas que viajaron y crecieron. El seguía estando allí cuando las chispas adquirieron forma y movimiento; y continuó estando allí cuando la vida comenzó a aparecer en las pequeñas manchas de hollín desprendidas de las chispas. Permaneció allí durante mucho, mucho tiempo.
¿Qué vamos a hacer con esa pequeña sabandija? —le preguntó un subordinado a Michael—. No podemos dejarle ahí, ensuciando el paisaje para siempre.
Iré a preguntarlo —dijo Michael.
Y así lo hizo. Pero a Michael se le dijo que la responsabilidad era suya; que Boshel tendría que ser castigado por su indecisión; y que dependía de Michael seleccionar el castigo adecuado y comprobar que éste se llevara a cabo.
¿Sabes que hizo tartamudear el tiempo al principio? —le dijo Michael al subordinado—. Colocó un elemento de azar que lo afectó todo. Por eso tiene que tratarse de un castigo que tenga algo que ver con el tiempo.
¿Tienes alguna idea? —preguntó el subordinado.
Ya pensaré en algo —dijo Michael.
Bastante después de aquello, Michael estaba hojeando un libro una tarde, en una librería de Los Ángeles.
Aquí dice —entonó Michael— que si seis monos fueran colocados ante seis máquinas de escribir y mecanografiaran durante un espacio de tiempo suficiente, mecanografiarían con exactitud todas las palabras de Shakespeare. El tiempo es algo de lo que disponemos a montones. Intentémoslo, Kitabel, y veamos cuánto tiempo tarda.
¿Qué es un mono, Michael?
No lo sé.
¿Qué es una máquina de escribir?
No lo sé.
¿Qué es Shakespeare, Mike?
Todo el mundo puede hacer preguntas, Kitabel. Reúne todas esas cosas y empecemos de una vez con el proyecto.
Parece que va a tratarse de un proyecto muy largo. ¿Quién lo supervisará?
Boshel. Es natural que sea él. Le enseñará a ser paciente y a tener sentido del orden, imprimirá sobre él la majestuosidad del tiempo. Es exactamente la clase de castigo que he estado buscando.
Reunieron las cosas y se volvieron hacia Boshel.
En cuanto el proyecto esté terminado, Bosh, habrá pasado tu período de espera. Entonces te podrás unir al grupo y disfrutar con el resto de nosotros.
Bueno, eso es mejor que permanecer aquí, sin hacer nada —observó Boshel—. El asunto podría ir más rápido si pudiera educar a los monos y hacer que lo copiaran todo.
No, el mecanografiado tiene que hacerse al azar, Bosh. Fuiste tú quien introdujiste el factor azar en el universo. Así es que, ahora, sufre las consecuencias.
¿Tiene que corresponder la copia con alguna edición en particular?
Con la edición «Blackstone Readers» del Treinta y Siete. Y estos volúmenes que tengo aquí servirán perfectamente —contestó Michael—. He tenido una charla con los monos y están dispuestos a aplicarse a la tarea. Me ha costado ochenta mil años conseguir que pudieran hablar, pero eso no representa nada cuando hablamos de tiempo.
¡Vaya! ¿Acaso hablamos alguna vez de tiempo? —protestó Boshel.
He hecho un trato con los monos. Serán inmunes a la fatiga y al aburrimiento. Pero a ti no puedo prometerte lo mismo.
Bueno, Michael, como esto puede durar bastante, me pregunto si no podría tener alguna especie de reloj para ir comprobando qué tal de rápidas van saliendo las cosas.
Así es que Michael le hizo un reloj. Era un cubo de piedra de un parsec de arista.
No tienes que darle cuerda, Bosh. No tienes que hacerle nada —le explicó Michael—. Un pequeño pájaro llegará cada milenio y afilará su pico en esta piedra. Podrás contar el paso del tiempo por la disminución de la piedra. Es un buen reloj, y sólo tiene una parte móvil, que es el pájaro. No te garantizo que hayas podido terminar todo el proyecto cuando haya desaparecido la piedra, pero al menos podrás saber el tiempo que ha pasado.
Es mejor que nada —dijo Boshel—, pero esto va a ser una pesadez. Creo que ese concepto del tiempo es algo medieval.
Así soy yo —dijo Michael—. Sin embargo, te diré lo que puedo hacer, Bosh. Te puedo encadenar a esa piedra y hacer que otro gran pájaro se lance sobre ti en picado y te arranque trozos de hígado. Eso mismo estaba escrito en otro libro, en aquella librería.
Me haces morir de risa, Mike. No será necesario. Pasaré el rato de algún modo.
Boshel hizo que los monos se pusieran a trabajar. Estaban condicionados para que pulsaran las teclas de las máquinas de escribir al azar. Al cabo de un corto período de tiempo (según cuentan el tiempo las Grandes Criaturas), los monos ya habían producido palabras enteras de Shakespeare: «Permitir», que se encuentra en la escena dos del primer acto de Ricardo III; «Ir», que está en la escena dos del acto segundo de Julio César; y «Ser»; que aparece en la primera escena y acto de La tempestad. Boshel se sentía muy animado.
Al cabo de algún tiempo, uno de los monos produjo dos palabras de Shakespeare, una detrás de la otra. Para entonces, el mundo hogar de Shakespeare (que era también el mundo donde se encontraba aquella librería de Los Ángeles donde naciera tan gran idea) ya había desaparecido desde hacía tiempo.
Al cabo de otro tiempo, los monos habían llegado ya a escribir frases enteras. Para entonces, ya había transcurrido bastante tiempo.
El problema con aquel pequeño pájaro era que su pico no parecía necesitar estar muy afilado cuando llegaba una vez cada mil años, Boshel descubrió que Michael le había jugado una mala pasada de serafín y había estado alimentando al pájaro con natillas blandas. El pájaro daba dos o tres ligeros picotazos a la piedra, y después se marchaba para no volver hasta al cabo de otros mil años. Sin embargo, al cabo de no más de mil visitas, ya se notaba un inconfundible arañazo en la piedra. Era una señal esperanzadora.
Boshel comenzó a comprender que la cosa se podía hacer. Finalmente, uno de los monos —y no precisamente el más brillante— produjo una frase completa: «¿Qué dices tú, tirano?» Y en ese mismo instante sucedió otra cosa. Fue algo sorprendente para Boshel, pues era la primera vez que lo veía. Pero lo tendría que ver miles de millones de veces antes de terminar.
Una mancha de polvo cósmico, situada en las regiones más alejadas del espacio, se encontró con otra mancha. Esto no tendría que haber sido nada raro; siempre había manchas que se encontraban con otras. Pero este caso fue diferente. Cada mancha —en la dirección opuesta—, había sido la más alejada de todo el cosmos. Ya no podía alejarse más que a aquella distancia. La mancha (un numerosísimo conglomerado de mundos habitados) miró a la otra mancha con ojos e instrumentos y vio sus propios ojos e instrumentos devolviéndole su misma imagen. Lo que veía la mancha era a sí misma. La esfera cósmica tetradimensional había quedado completada. La primera mancha se había encontrado a sí misma, saliendo de la otra dirección, y el espacio quedó transvertido.
Después, todo él se derrumbó. Las estrellas desaparecieron una tras otra y miríada tras miríada. ¡Holocaustos de caída! Todos los orbes obscurecidos cayeron en el vacío, que estaba al fondo. En el vacío no quedó nada, excepto una vaina cerrada y unas cuantas cosas más, fuera de contexto, como Michael y sus asociados, y Boshel y sus monos.
Boshel se sintió incómodo por un momento. Se había acostumbrado al aspecto del universo en expansión. Pero no tenía por qué sentirse incómodo. Todo empezó de nuevo.
Pasaron silenciosamente unos cuantos miles de millones de siglos. Una vez más, la vaina explotó formando un chorro de chispas que viajaron y crecieron. Adquirieron forma y movimiento y la vida volvió a aparecer sobre los abismos arrojados por aquellas chispas.
Y esto ocurrió una y otra vez. Cada ciclo parecía condenadamente largo mientras estaba sucediendo; pero, mirándolo retrospectivamente, los ciclos eran solamente como una luz parpadeante que se encendiera y se apagara. Y, en la Larga Retrospección, eran como un alternador de alta frecuencia, que producía un increíble número de tales ciclos por cada instante y continuaba por eras. Pero Boshel estaba empezando a aburrirse. No había otra palabra con la que poder expresarlo.
Cuando sólo se habían completado unos pocos miles de millones de ciclos cósmicos, había una hendidura tan grande en la piedra-roca, que se podía meter un caballo dentro. El pequeño pájaro ya había hecho innumerables viajes para afilar su pico. Y, para entonces, Pithekos Pete, el más rápido de los monos, ya había escrito por casualidad La Tempestad, perfecta y completa. Todos se estrecharon las manos, ángel y monos. Por el momento, era algo positivo.
Pero el momento no duró mucho. Pete, en lugar de seguir mecanografiando furiosamente, por casualidad, para producir el resto de las obras, escribió su propia versión mejorada de La Tempestad. Boshel estaba furioso.
¡Pero si es mejor, Bosh! —protestó Pete—. Y tengo algunas ideas sobre el arte teatral que realmente lo elevarán.
¡Claro que es mejor! Pero no queremos nada mejor. Sólo queremos tener la misma rima ¿Es que no os dais cuenta de que estamos elaborando un problema de probabilidades casuales? ¡Oh, cabezas de chorlito!
Déjame tener ese maldito libro durante un mes, Bosh, y te copiaré todo lo que hay ahí al pie de la letra, y habremos terminado —sugirió Pithekos Pete. —¡Las reglas, cabezas vacías, las reglas! —rugió Boshel—. Tenemos que guiarnos por las reglas. Sabéis que eso no está permitido y, además, sería descubierto. Por mucho que me duela decirlo, tengo razones para sospechar que uno de mis propios monos y asociados aquí presentes es un informador. Nunca conseguiríamos hacerlo.
Después de este breve malentendido, las cosas fueron mejor. Los monos se aplicaron a cumplir con su tarea. Y al cabo de un número de ciclos, expresados por nueve seguido de ceros suficientes para extenderse alrededor del universo hasta un período justo anterior a su colapso (el radio y la circunferencia de la esfera final son, evidentemente, lo mismo), quedó preparada por fin la primera versión completa.
Era errónea, desde luego, y tuvo que ser rechazada. Pero había en ella menos de treinta mil errores; eso presagiaba grandes cosas y un triunfo final.
Más tarde (¡pero podía ser aún más tarde!) llegaron a acercarse bastante. Cuando la hendidura de la piedra-reloj podía contener ya un sistema solar de tamaño medio, consiguieron una versión en la que sólo había cinco errores.
Llegará —dijo Boshel—. Llegará con el tiempo. Y el tiempo es lo único de lo que disponemos en gran cantidad.
Tarde —mucho, mucho más tarde—, pareció que ya disponían de una copia perfecta y, para entonces, el pájaro ya había desgarrado casi la quinta parte de la masa de la gran piedra, todo ello con sus visitas milenarias.
El propio Michael leyó la versión y no pudo encontrar ningún error. Pero no era definitivo, desde luego, porque Michael era un lector impaciente y apresurado. Se necesitaron tres lecturas para verificarlo, pero las esperanzas nunca fueron tan altas. Transcurrió la segunda lectura, llevada a cabo por un ángel mucho más cuidadoso, y que se pronunció diciendo que era una versión perfecta, letra por letra. Pero el lector había terminado su lectura a últimas horas de la noche y podía haber mostrado cierta falta de cuidado al final.
Y pasó la tercera lectura, que comprendió las treinta y siete obras, y todos los poemas al final. Esta última lectura fue realizada por Kitabel, el propio ángel escribiente, que fue nombrado para llevarla a cabo. Estaba a punto de firmar el certificado, cuando se detuvo.
Hay algo que parece atascado en mi mente —dijo, y sacudió la cabeza para intentar despejarse—. Hay algo como un eco que no está del todo correcto. No quisiera cometer una equivocación.
Había escrito «Kitab...», pero no había terminado aún la firma.
No podré dormir esta noche si no pienso en ello —se quejó—. Si había algo, no estaba en las obras de teatro. Sé que estaban perfectas. Debe de tratarse de algo que había en los poemas... algo situado bastante cerca del final..., alguna disonancia. O bien la propia edición original tenía algún fallo, alguna línea escrita mal a propósito, o bien se trata de un error en la transcripción que mi ojo ha pasado por alto, pero que recuerda mi oído. Reconozco que, cuando ya me encontraba hacia el final, me sentía un poco adormilado.
¡Oh! ¡Por todos los mundos que fueron hechos firma! —rogó Boshel.
Si has esperado todo este tiempo, no te morirás por esperar un poco más, Bosh.
No apuestes por eso, Kit. Estoy a punto de estallar. Te lo aseguro.
Pero Kitabel volvió a la copia y lo encontró..., era un verso en el Fénix y la Tortuga:

Desde esta sesión queda vedada
Toda ave de ala tirana,
Salvo el águila, pluma soberana:
Mantened esta norma observada.

Eso era lo que decía el libro. Y lo que Pithekos Pete había escrito era casi lo mismo, pero no exactamente lo mismo:

Desde esta sesión queda vedada
Toda ave de ala tiranna,
Salvo el águila, pluma soberanna:
Maldita máquinna, la n está atascada.

Y si no han visto nunca llorar a un ángel, las palabras no podrán describir el espectáculo que dio Boshel.
Esta misma noche siguen mecanografiando, por casualidad, porque aquella última copia, tan cercana a la victoria, se produjo hace poco menos de un millón de miles de millones de ciclos. Y sólo hace un momento —al principio del presente ciclo—, uno de los monos consiguió escribir de un tirón, y por casualidad, no menos de nueve palabras completas de Shakespeare.
Aún hay esperanza. Y, a estas alturas, el pájaro va ha socavado aproximadamente la mitad de la masa de la roca.


Abril en Paris
Ursula Kroeber Le Guin
**


El profesor Barry Pennywither estaba sentado en una buhardilla fría, sombría y no apartaba los ojos de la mesa que estaba ante él, sobre la que descansaban un libro y una cáscara de pan. El pan había sido su cena, el libro el trabajo de toda su vida. Los dos estaban secos. El doctor Pennywither suspiró, y después se estremeció. Aunque los departamentos de los pisos inferiores de la antigua casa eran bastante elegantes, la calefacción se apagaba el 1 de abril, pasara lo que pasara ese día era 2 de abril, y había cellisca. Si el doctor Pennywither alzaba un poco la cabeza podía ver desde su ventana las dos torres cuadradas de Notre Dame de Paris, inciertas y cerniéndose en el crepúsculo, tan cercanas que casi podían tocarse; porque la Isla de Saint Louis, donde el vivía, es como una pequeña barcaza remolcada río abajo detrás de la Isla de la Cité, donde se yergue Notre Dame. Pero no alzó la cabeza. Tenía demasiado frío.
Las grandes torres se hundieron en la obscuridad. El doctor Pennywither se hundió en el desánimo. Miraba su libro con aversión. Gracias a él había ganado un año en París: publicar o morir, dijo el decano de Facultades, y él había publicado, y lo habían recompensado con una licencia de un año sin enseñar, sin paga. El Munson College no podía permitirse pagar a profesores que no enseñaban. Así que con sus trabajosos ahorros había regresado a París, a vivir otra vez como un estudiante en una buhardilla, a leer manuscritos del siglo XV en la Biblioteca, a ver florecer los castaños a lo largo de las avenidas. Pero no había funcionado. Tenía cuarenta años, demasiado viejo para buhardillas solitarias. La cellisca agostaría las flores en capullo de los castaños. Y su trabajo lo tenía enfermo. ¿A quién le importaba su teoría, la Teoría Pennywither, respecto a la misteriosa desaparición del poeta François Villon en 1463? A nadie. Porque después de todo su Teoría sobre el pobre Villon, el delincuente juvenil más grande de todos los tiempos, era sólo una teoría y no podría demostrarse nunca, no a través de un abismo de quinientos años. No podía demostrarse nada. ¿Y además qué importaba si Villon murió en la horca de Montfaucon o (como pensaba Pennywither) en un burdel de Lyon en camino a Italia? A nadie le importaba. Ya nadie amaba lo suficiente a Villon. Nadie amaba al doctor Pennywither, tampoco; ni siquiera el doctor Pennywither. ¿Por qué iba a hacerlo? Un pedante asocial, soltero, mal pago, sentado a solas en un desván sin calefacción de una vivienda sin restaurar tratando de escribir otro libro ilegible.
-Soy poco realista -dijo en voz alta con otro suspiro y otro escalofrío. Se levantó y quitó la frazada de la cama, se envolvió en ella, se sentó así abrigado ante la mesa, y trató de encender un Gauloise Bleue. El encendedor chasqueó en vano. Suspiró una vez más, se levantó, tomó una lata de maloliente fluido francés para encendedores, se sentó, se envolvió otra vez en su capullo, llenó el encendedor, y lo hizo chasquear. El fluido se había desparramado un poco. El encendedor se encendió, y también el doctor Pennywither, de las muñecas en adelante.
-¡Demonios! -exclamó, con llamas azules saltando de sus nudillos, y se puso en pie de un salto agitando los brazos locamente, gritando "¡Demonios!" y encolerizado con el Destino. Nada salía bien. ¿Qué sentido tenía todo? Eran las 08:12 de la noche del 2 de abril de 1961.

Un hombre estaba sentado con los hombros encorvados ante una mesa, en un cuarto frío, alto. A través de la ventana que estaba tras él las dos torres cuadradas de Notre Dame se erguían en el ocaso primaveral. Frente a él, sobre la mesa, había un trozo de queso y un libro enorme, con cerrojos de hierro, manuscrito. El libro se llamaba (en latín) De la Primacía del Elemento Fuego sobre los Otros Tres Elementos. Su autor lo miraba con aversión. Cerca, sobre una pequeña estufa de hierro hervía a fuego lento un pequeño alambique. Jehan Lenoir acercaba su silla con un movimiento mecánico hacia la estufa de vez en cuando, un par de centímetros, en busca de calor, pero su mente estaba concentrada en problemas más profundos. "¡Demonios!" dijo al fin (en francés medieval tardío), cerró el libro de un golpe y se levantó. ¿Qué pasaba si su teoría estaba equivocada? ¿Qué pasaba si el agua era el elemento primordial?
¿Cómo puede uno demostrar algo semejante? ¡Tiene que haber algún modo, algún método para estar seguro, absolutamente seguro, de un solo hecho! Pero cada hecho llevaba a otros, se armaba un enredo monstruoso, y las Autoridades se oponían, y sea como fuere nadie leería su libro, ni siquiera los miserables pedantes de la Sorbona. Olfateaban herejía. ¿Qué sentido tenía? ¿Qué había de bueno en esa vida pasada en la pobreza y la soledad, si no había aprendido nada, simplemente adivinado y teorizado? Se paseó por la buhardilla, furioso, y después se quedó inmóvil.
-¡Muy bien! -le dijo al Destino-. ¡Perfecto! ¡No me has dado nada, así que tomaré lo que necesito!
Se dirigió a uno de los montones de libros que cubrían la mayor parte del piso, sacó de un tirón un volumen de debajo de uno de ellos (rayando el cuero y lastimándose los nudillos cuando los infolios de encima cayeron en avalancha), lo depositó con violencia sobre la mesa y empezó a estudiar una de sus páginas. Después, aún con una decidida y fría expresión rebelde, preparó lo necesario: sulfuro, plata, tiza... Aunque la habitación estaba cubierta de polvo y desordenada, su pequeño banco de trabajo se veía ordenado y bien dispuesto. Pronto estuvo listo. Entonces hizo una pausa.
-Esto es ridículo -murmuró, mirando por la ventana hacia la obscuridad donde uno ahora sólo podía adivinar las dos torres cuadradas. Un vigilante pasó abajo dando la hora en voz alta, las ocho de una noche límpida y fría. Todo estaba tan inmóvil que pudo oír cómo el agua del Sena lamía las orillas. Se encogió de hombros, frunció el entrecejo, tomó la tiza y trazó una pulcra estrella de cinco puntas en el piso, cerca de la mesa, después alzó el libro y empezó a leer con voz clara pero tímida:
-Haere, haere, audi me...
Era un encantamiento largo, y en su mayor parte insensato. Su voz se apagó. Se quedó de pie, aburrido y molesto. Recorrió más rápido las últimas palabras, cerró el libro, y después cayó hacia atrás contra la puerta, con la boca muy abierta, los ojos clavados en la figura enorme, informe que estaba parada dentro de la estrella, iluminada sólo por las azules llamas vacilantes de sus garras feroces, ondulantes.

Barry Pennywither pudo controlarse al fin y apagar el fuego enterrando las manos en los pliegues de la frazada con la que estaba envuelto. Ileso pero perturbado, volvió a sentarse. Miró su libro. Después lo miró con más atención. Ya no era delgado y gris y llevaba como título Los últimos años de Villon: investigación de posibilidades. Era grueso y marrón y se titulaba Incantatoria Magna. ¿Sobre su mesa? Un manuscrito invalorable proveniente del año 1407, del que existía una sola copia indemne en la Biblioteca Ambrosiana de Milán. Miró lentamente a su alrededor. La boca se le fue abriendo lentamente. Observó una estufa, el banco de trabajo de un químico, dos o tres docenas de montones de libros increíbles encuadernados en cuero, la ventana, la puerta. Su ventana, su puerta. Pero encogida contra la puerta se veía una pequeña criatura, negra e informe, desde la que surgía un seco sonido traqueteante.
Barry Pennywither no era un hombre muy valiente, pero era racional. Pensó que había enloquecido, y por lo tanto dijo con bastante firmeza:
-¿Es usted el diablo?
La criatura se estremeció y traqueteó.
A modo de experimento, dando un vistazo hacia la invisible Notre Dame, el profesor hizo la señal de la Cruz.
Ante esto la criatura se crispó; no retrocedió, se crispó. Después dijo algo con voz débil, pero en un inglés perfecto -no, en un francés perfecto- no, en un francés bastante extraño:
-Mais vous estes de Dieu -dijo.
Barry se irguió y la escrutó.
-¿Quién es usted? -preguntó, y la criatura alzó un rostro muy humano y contestó con voz humilde:
-Jehan Lenoir.
-¿Qué está haciendo usted en mi cuarto?
Hubo una pausa. Lenoir dejó de estar de rodillas y se irguió, en toda su estatura de un metro sesenta.
-Este es mi cuarto -dijo al fin, aunque con gran cortesía.
Barry paseó la mirada por los libros y alambiques que lo rodeaban. Hubo otra pausa.
-¿Entonces cómo llegué aquí?
-Yo lo traje
-¿Usted es doctor?
Lenoir asintió, con orgullo. Toda su actitud había cambiado.
-Sí, soy doctor -dijo-. Sí, yo lo traje aquí. ¡Si la naturaleza no quiere cederme el conocimiento, entonces puedo conquistar a la propia naturaleza, puedo obrar un milagro! Al diablo con la ciencia entonces. Yo era científico... -miró a Barry con los ojos ardientes-. ¡Ya no! Me llaman idiota, hereje. ¡Por Dios, soy algo peor que eso! ¡Soy un hechicero, un mago negro, Jehan el negro! La magia funciona, ¿verdad? Entonces la ciencia es una pérdida de tiempo. ¡Ja! -dijo, pero en realidad no parecía triunfante-. Me gustaría que no hubiese funcionado -dijo con más calma, paseándose de aquí para allá entre los infolios.
-A mí también -dijo el huésped.
-¿Quién es usted? -Lenoir alzó una mirada desafiante hacia Barry, aunque había una diferencia de casi treinta centímetros entre ambos.
-Barry A. Pennywither. Soy profesor de francés en el Munson College de Indiana, de licencia en París para proseguir mis estudios de francés medieval tar... -se detuvo. Acababa de tomar conciencia del tipo de acento que tenía Lenoir-. ¿En qué año estamos? ¿En qué siglo? Por favor, doctor Lenoir... -El francés parecía confundido. Los significados de las palabras cambian tanto como su pronunciación-. ¿Quién gobierna este país? -gritó Barry.
Lenoir se encogió de hombros, con el movimiento típico de un francés (hay cosas que nunca cambian).
-Luis es rey -dijo-. Luis XI. La vieja araña mugrienta.
Se quedaron mirándose el uno al otro como indios de madera durante cierto tiempo. Lenoir fue el primero en hablar.
-¿Entonces usted es un hombre?
-Sí. Escuche, Lenoir, creo que usted... su encantamiento... tiene que haber chapuceado un poco.
-Es evidente -dijo el alquimista-. ¿Usted es francés?
-No.
-¿Es inglés? -los ojos de Lenoir ardieron-. ¿Es usted un mugriento anglo?
-No. No. Soy de Norteamérica. Vengo de... de su futuro. Del siglo veinte después de Cristo -Barry se ruborizó. Sonaba tonto, y él era un hombre modesto. Pero sabía que no se trataba de un espejismo. El cuarto en el que se encontraban, su cuarto, se veía nuevo. No con cinco siglos de edad. Descuidado, pero nuevo. Y la copia de Albertus Magnus que estaba junto a su rodilla era nueva, encuadernada en suave y flexible piel de becerro, con las letras doradas refulgentes. Y allí estaba Lenoir con su manto negro, no de traje, en casa...
-Le ruego que se siente, señor -estaba diciendo Lenoir. Y agregó, con la cortesía espléndida aunque abstraída del erudito pobre-: ¿Le cansó el viaje? Tengo pan y queso, si quiere hacerme el honor de compartirlos.
-Estaban sentados a la mesa masticando pan y queso. Al principio Lenoir intentó explicar por qué había probado con la magia negra.
-Estaba harto -dijo-. ¡Harto! Hace veinte años que soy esclavo de la soledad, ¿por qué? Por el conocimiento. Para aprender algunos de los secretos de la Naturaleza. No pueden aprenderse.
Clavó el cuchillo un centímetro en la madera de la mesa, y Barry saltó. Lenoir era un hombrecito delgado, pero evidentemente apasionado. Tenía un rostro magnífico, aunque pálido y enjuto: inteligente, alerta, vivaz. A Barry le recordaba el rostro de un famoso físico atómico, cuya fotografía había aparecido en los diarios hasta 1953. Por alguna razón la semejanza lo impulsó a decir:
-Algunos sí, Lenoir; hemos aprendido un poco, aquí y allá...
-¿Qué? -dijo el alquimista, escéptico, pero curioso.
-Bueno, no soy científico...
-¿Puede hacer oro? -sonreía mientras preguntaba.
-No, no creo, pero ellos hacen diamantes.
-¿Cómo?
-Con carbón, hulla, entiende: sometida a mucho calor y presión, según creo. La hulla y el diamante son carbón, entiende, el mismo elemento.
-¿Elemento?
-Como le decía, yo no soy...
-¿Cuál es el elemento primordial? -gritó Lenoir, con los ojos en llamas, el cuchillo en la mano.
-Hay unos cien elementos -dijo Barry fríamente, ocultando su alarma.
Dos horas después, una vez que le arrancó a Barry hasta la última gota de los restos del curso de química de la facultad, Lenoir se abalanzó fuera, a la noche, y reapareció poco más tarde con una botella.
-¡Oh, maestro mío -exclamó-, pensar que le ofrecí sólo pan y queso! -Era un agradable burgundy, cosecha 1477, un buen año. Después de que bebieron una copa juntos Lenoir dijo-: Si pudiese devolverle el favor...
-Puede. ¿Conoce el nombre del poeta François Villon?
-Sí -dijo Lenoir con cierta sorpresa, pero sólo escribía basuras en francés, sabe, no en latín.
-¿Sabe cómo o cuándo murió?
-Oh, sí; ahorcado aquí en Montfaucon, en el 64 o el 65, con una pandilla de malhechores como él. ¿Por qué?
Dos horas después la botella estaba vacía, sus gargantas estaban secas, y el vigilante había dado las tres de una madrugada límpida y fría.
-Jehan, estoy agotado -dijo Barry-. Será mejor que me envíe de vuelta.
El alquimista era demasiado cortés, se sentía demasiado agradecido y tal vez también demasiado cansado como para discutir. Barry se paró rígidamente dentro de la estrella de cinco puntas, una alta figura envuelta en una frazada marrón, fumando un Gauloise Bleue.
-Adieu -dijo Lenoir con tristeza.
-Au revoir -contestó Barry. Lenoir empezó a leer el encantamiento hacia atrás. La vela parpadeó, su voz se dulcificó:
-Me audi, haere, haere -leyó, suspiró, y alzó los ojos. La estrella de cinco puntas estaba vacía. La vela parpadeó-. ¡Pero aprendí tan poco! -exclamó Lenoir dirigiéndose al cuarto vacío. Después golpeó el libro abierto con los puños y dijo-: Y un amigo como ese... un verdadero amigo...

Fumó uno de los cigarrillos que le había dejado Barry: se había aficionado al tabaco en seguida. Durmió, sentado ante la mesa, durante un par de horas. Cuando despertó caviló un momento, volvió a encender la vela, fumó el otro cigarrillo, después abrió el Incantatoria y empezó a leer en voz alta:
-Haere, haere...
-Oh, gracias a Dios -dijo Barry, saliendo con rapidez de la estrella de cinco puntas y estrechando la mano de Lenoir-. ¡Escuche, regresé allí, a este cuarto, este mismo cuarto, Jehan! Pero antiguo, horriblemente antiguo, usted no estaba allí... Pensé: Dios mío, ¿qué he hecho? Vendería mi alma por regresar, por estar con él... ¿Qué puedo hacer con lo que he aprendido? ¿Quién me creería? ¿Cómo puedo probarlo? ¿Y a quién demonios podría decírselo en todo caso? ¿A quién le importa? No podía dormir, me quedé sentado y gemí durante una hora...
-¿Se quedará?
-Sí. Mire, traje esto: por si usted me invocaba -avergonzado, exhibió ocho paquetes de Gauloises, varios libros, y un reloj de oro-. Podría venderlo por un buen precio -explicó-. Sabía que los francos en billetes no servirían de mucho.
Al ver los libros impresos los ojos de Lenoir refulgieron de curiosidad, pero siguió inmóvil.
-Amigo mío -dijo-, usted dijo que vendería el alma... sabe... yo también. Pero no lo hicimos. ¿Cómo pasó esto, después de todo? Que los dos seamos hombres. No demonios. Sin pactos firmados con sangre. Dos hombres que vivieron en este cuarto...
-No sé -dijo Barry-. Lo desentrañaremos más tarde. ¿Puedo vivir con usted, Jehan?
-Haga de cuenta que está en su casa -dijo Lenoir con un gesto elegante que abarcó el cuarto, los estantes de libros, los alambiques, la vela que palidecía. Al otro lado de la ventana, gris sobre gris, se alzaban las dos grandes torres de Notre Dame. Era el amanecer del 3 de abril.
Después del desayuno (costras de pan y cáscaras de queso) salieron y subieron a la torre sur. La catedral se veía como siempre, aunque más limpia que en 1961, pero el panorama le provocó una fuerte impresión a Barry. Lo que veía era un pueblito. Dos islas pequeñas cubiertas de casas; sobre la ribera derecha se amontonaban más casas dentro de un muro fortificado; sobre la ribera izquierda unas pocas calles sinuosas rodeaban el colegio superior; y eso era todo. Las palomas arrullaban en la piedra calentada por el sol, entre las gárgolas. Lenoir, que ya había visto el panorama, estaba tallando la fecha (en números romanos) sobre un parapeto.
-Vamos a festejar -dijo-. salgamos al campo. Hace dos años que no me muevo de la ciudad. Iremos allí -señaló una verde colina brumosa sobre la cual apenas se veían un molino de viento y unas pocas chozas-. A Montmartre, ¿eh? Me dijeron que hay buenas tabernas.

La vida de ambos pronto se asentó en una serena rutina. Al principio Barry se ponía un poco nervioso en las calles atestadas de gente. Pero en un manto negro que le sobraba a Lenoir, lo único que lo denunciaba como extraño era la altura. Probablemente fuera el hombre más alto en la Francia del siglo quince. El nivel de vida era bajo y los piojos inevitables, pero Barry nunca había valorado mucho la comodidad; lo único que extrañaba realmente era el café en el desayuno. Una vez que compraron una cama y una navaja -Barry había olvidado la suya- y que lo presentaron al dueño de casa como M. Barrie, un primo de Lenoir que venía de Auvernia, quedó resuelto todo lo que tenía que ver con la vida doméstica. El reloj de Barry rindió un precio tremendo: cuatro piezas de oro, lo suficiente como para vivir durante un año. Lo vendieron como una asombrosa y nueva máquina para medir el tiempo que provenía de Iliria, y el comprador, un chambelán de la Corte que buscaba un regalo espléndido para obsequiarle al rey, miró la inscripción -Hamilton Bros., New Haven, 1881- y movió la cabeza en un sabio movimiento afirmativo. Por desgracia fue encerrado en una de las mazmorras del Rey Luis por cortesanos perversos de Tours antes de que presentara el obsequio, y el reloj aún debe de estar allí, detrás de un ladrillo de las ruinas de Plessis; pero esto no perturbó a los dos eruditos. Por las mañanas vagaban contemplando la Bastilla y las iglesias, o visitando a diversos poetas menores en los que estaba interesado Barry; después del almuerzo discutían la electricidad, la teoría atómica, la fisiología, y otras cuestiones en las que estaba interesado Lenoir, y llevaban a cabo pequeños experimentos químicos y anatómicos, por lo general sin éxito; después de la cena simplemente hablaban. Charlas tranquilas, interminables, que recorrían los siglos pero siempre terminaban allí, en el cuarto en penumbras con la ventana abierta sobre la noche primaveral, en su amistad. Después de dos semanas era como si se hubieran conocido de toda la vida. Eran perfectamente felices. Sabían que no harían nada con lo que cada uno había aprendido del otro. ¿En 1961 cómo podría Barry probar su conocimiento del París antiguo, en 1482 cómo podría Lenoir probar la validez del método científico? No les molestaba. En realidad nunca habían esperado que les prestaran atención, Sencillamente habían deseado aprender.

Así que eran felices por primera vez en sus vidas; tan felices, en verdad, que ciertos deseos antes siempre subyugados al deseo del conocimiento, empezaron a despertar.
-Supongo que nunca pensaste mucho en el matrimonio, ¿verdad? -dijo Barry una noche.
-Bueno, no -contestó su amigo, vacilante-. Es decir, estoy en las órdenes menores... y parecía irrelevante...
-Y costoso. Además, en mis tiempos, ninguna mujer que se respetara quería compartir el tipo de vida que llevo. Las mujeres norteamericanas son unas criaturas tan condenadamente equilibradas y eficientes y encantadoras, aterrorizantes...
-Y las mujeres de aquí son chiquitas y morenas, como escarabajos, con los dientes picados -dijo Lenoir hoscamente.
Esa noche no hablaron más sobre mujeres. Pero sí lo hicieron en la siguiente; y en la próxima; y en la otra, para festejar la disección exitosa del sistema nervioso central de una rana embarazada, bebieron dos botellas de Montrachet del 74 y se emborracharon.
-Invoquemos una mujer, Jehan -dijo Barry en tono bajo, lascivo, sonriendo como una gárgola.
-¿Y si esta vez hacemos que se alce un demonio?
-¿Hay realmente mucha diferencia?
Rieron como locos, y trazaron una estrella de cinco puntas.
-Haere, haere -empezó Lenoir; cuando le dio hipo, lo reemplazó Barry. Leyó las últimas palabras. Hubo una ráfaga de aire frío, con olor a pantano, y en la estrella de cinco puntas apareció un ser de ojos enloquecidos y largo cabello negro, desnudo por completo, aullando.
-Mujer, por Dios -dijo Barry.
-¿Lo es?
Lo era.
-Oye, toma mi capa -dijo Barry, porque ahora el pobre ser estaba con la boca abierta y temblando. Le puso la capa sobre los hombros. Ella se la acomodó con un movimiento mecánico, murmurando-: Gratias ago, domine.
-¡Latín! -gritó Lenoir-. ¿Una mujer que habla latín?
Le llevó más tiempo a él recobrarse de esa conmoción que a Bota superar la suya. Al parecer era esclava en la servidumbre del subprefecto de Galia del norte, que vivía en la isla más pequeña de la barrosa ciudad isleña llamada Lutecia. Hablaba el latín con un fuerte acento celta, y ni siquiera sabía quien era emperador de Roma en su época. Realmente bárbara, dijo Lenoir con desprecio. Y lo era: una bárbara ignorante, taciturna, humilde y de pelo enredado, piel blanca y claros ojos grises. La habían despertado de un sueño profundo. Cuando la convencieron de que no soñaba, supuso evidentemente que aquello era alguna broma de su amo extranjero y todopoderoso, el subprefecto, y aceptó la situación sin más trámites.
-¿Debo servirles, amos míos? -preguntó con timidez pero sin malhumor, mirando a uno y a otro.
-A mí no -gruñó Lenoir, y agregó en francés, dirigiéndose a Barry-: Adelante; yo dormiré en la despensa. -Y se fue.
Bota alzó los ojos hacia Barry. Ningún galo, y pocos romanos, tenían una estatura tan magnífica; ningún galo, ningún romano le había hablado nunca con tal bondad.
-Su lámpara -(era una vela, pero ella nunca había visto una vela)- está casi consumida -dijo-. ¿La apago?

Por dos sueldos adicionales al año el dueño de casa les permitió usar la despensa como segundo dormitorio, y Lenoir dormía ahora otra vez solo en la habitación principal de la buhardilla. Observaba el idilio de su amigo con un interés meditabundo, nada celoso. El profesor y la muchacha esclava se amaban con delectación y ternura. El placer que sentían empapaba a Lenoir con olas de júbilo protector. Bota había llevado una vida brutal, tratada siempre como mujer pero nunca como ser humano. En una breve semana floreció, se reanimó, revelando bajo su suave pasividad una naturaleza alegre, inteligente.
-Te estás transformando en una parisiense hecha y derecha -oyó que la acusaba Barry una noche (las paredes del altillo eran delgadas). Ella contestó:
-Si supieras lo que es para mí no estar siempre defendiéndome, siempre temerosa, siempre sola...

Lenoir se incorporó en su catre y caviló. Alrededor de la medianoche, cuando todo estaba en silencio, se levantó y preparó sin hacer ruido las pizcas de sulfuro y plata, trazó la estrella de cinco puntas, abrió el libro. Leyó con mucha suavidad el encantamiento. Su rostro se veía preocupado.
-En el interior de la estrella apareció un perrito blanco. Se asustó y dejó caer la cola, después se adelantó con timidez, olfateó la mano de Lenoir, alzó la cabeza hacia él con ojos líquidos y dejó escapar un gemido modesto, suplicante. Un cachorro perdido... Lenoir lo acarició. El perrito le lamió las manos y saltó alrededor de él, loco de alivio. En el collar de cuero blanco tenía una plaquita de plata grabada: "Jolie, Dupont, 36 rue de Seine, París VIé."
Jolie se acostó; después de mordisquear una costra de pan, se enroscó debajo de la silla de Lenoir. Y el alquimista abrió el libro otra vez y leyó, nuevamente con suavidad, pero ahora sin timidez, sin miedo, sabiendo lo que pasaría.

Al salir de su despensa-dormitorio-cuarto-de-luna-de-miel por la mañana, Barry se detuvo en seco en el umbral. Lenoir estaba sentado en la cama, mimando a un cachorro blanco, y sumergido en la conversación con la persona sentada al pie de la cama, una pelirroja vestida de plata. El cachorro ladró. Lenoir dijo:
-¡Buenos días!
La mujer sonrió maravillosamente.
-Por todos los santos -murmuró Barry (en inglés). Después dijo-:Buenos días. ¿De cuándo es usted?
El efecto era el que provocaría Rita Hayworth, sublimada: ¿Hayworth más la Mona Lisa, tal vez?
-De Altair, a unos siete mil años de ahora -dijo elle, con una sonrisa aún más maravillosa. Su acento francés era peor que el de un estudiante de primer año consagrado al fútbol-. Soy arqueóloga. Estaba excavando en las ruinas de París III. Lamento hablar tan mal el idioma; como es lógico sólo lo conocemos por inscripciones.
-¿De Altair? ¿La estrella? Pero usted es humana... creo...
-Nuestro planeta fue colonizado por la Tierra hace unos cuatro mil años... es decir, dentro de tres mil años. -Rió con su risa maravillosa, y miró a Lenoir-. Jehan me lo explicó todo, pero sigo confundida.
-¡Fue peligroso intentarlo otra vez, Jehan! -lo acusó Barry-. Hemos sido muy afortunados, sabes.
-No -dijo el francés-. Afortunados no.
-Pero después de todo estás jugando con magia negra... Escuche no conozco su nombre, señora.
- Kislk -dijo ella.
-Oiga, Kislk -dijo Barry sin un sólo tropiezo-, la ciencia de ustedes debe de estar fantásticamente adelantada: ¿existe algún tipo de magia? ¿Existe o no? ¿Pueden las leyes de la Naturaleza quebrarse realmente, como parecemos estar haciendo?
-Nunca he visto u oído hablar de un caso de magia certificado.
-¿Entonces qué ocurre? -rugió Barry-. ¿Por qué ese estúpido encantamiento antiguo funciona para Jehan, para nosotros, ese único encantamiento, y aquí, en ninguna otra parte, para nadie más en cinco... no, ocho... no, quince mil años de historia registrada? ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Y de dónde vino ese condenado cachorro?
-El cachorro estaba perdido -dijo Lenoir, con su rostro moreno muy grave-. En algún lugar cercano a esta casa, en la Île Saint-Louis.
-Y yo estaba clasificando fragmentos de vasijas -dijo Kislk, también con gravedad-, en el emplazamiento de una casa, Isla 2, Pozo 4, Sector D. Era un hermoso día de primavera, y yo lo odiaba. Lo detestaba. El día, el trabajo, la gente que me rodeaba -miró otra vez al enjuto y pequeño alquimista, con una mirada larga, serena-. Intenté explicárselo a Jehan anoche. Hemos mejorado la raza, entienden. Somos todos muy altos, saludables y hermosos. No tenemos emplomaduras en los dientes. Todos los cráneos de Norteamérica Primitiva tienen emplomaduras en los dientes... Algunos de nosotros somos morenos, otros blancos, otros de piel dorada. Pero todos hermosos, y saludables, y bien adaptados, y agresivos, y exitosos. Nuestras profesiones y la proporción de éxito son preplanificados para nosotros en los Hogares Preescolares Estatales. Pero de vez en cuando hay una falla genética. Yo, por ejemplo. Fui entrenada como arqueóloga porque los Maestros vieron que en realidad no me gustaba la gente, la gente viva. La gente me aburría. Todos parecidos a mí por fuera, todos extraños a mí por dentro. Cuando todos se parecen, ¿dónde queda el hogar?... Pero ahora he visto un cuarto poco higiénico con calefacción insuficiente. Ahora he visto una catedral que no está en ruinas. Ahora he conocido a un hombre vivo que es más bajo que yo, con dientes en mal estado y mal genio. ¡Ahora estoy en casa, estoy donde puedo ser yo misma, ya no estoy sola!
-Sola -dijo Lenoir con suavidad dirigiéndose a Barry-. Soledad, ¿eh? La soledad es el encantamiento, la soledad es más fuerte... En realidad no parece sobrenatural.
Bota estaba espiando más allá del umbral, con el rostro enrojecido entre su cabello negro enmarañado. Sonrió con timidez y le dio los buenos días a la recién llegada en un cortés latín.
-Kislk no conoce el latín -dijo Lenoir con inmensa satisfacción-. Tenemos que enseñarle a Bota un poco de francés. Francés es el idioma del amor, según dicen, ¿eh? Vamos, salgamos y traigamos algo de pan. Tengo hambre.
Kislk ocultó su túnica plateada bajo la útil y anónima capa, mientras Lenoir se ponía su manto negro comido por las polillas. Bota se peinó, mientras Barry se rascaba pensativo una picadura de piojo del cuello. Después salieron a comprar las cosas para el desayuno. El alquimista y la arqueóloga interestelar iban primero, hablando en francés; la esclava gala y el profesor de Indiana los seguían, hablando en latín, tomados de la mano. Las calles estrechas estaban atestadas, brillaban con la luz del sol. Sobre ellos Notre Dame elevaba sus dos torres cuadradas contra el cielo. Junto a ellos el Sena era recorrido por ondas suaves. Era abril en París, y sobre las riberas del río florecían los castaños.

Ángeles tutelares
C. S. Lewis
**
El Monje, como lo llamaban, se sentó en la silla de campaña, junto a la litera y miró por la ventana las arenas ásperas de Marte, y el cielo negro azulado. No pensaba iniciar el «trabajo» hasta que pasaran otros diez minutos. Desde luego, no lo habían llevado allí para eso. Era el meteorólogo del grupo y su trabajo como tal estaba ya casi terminado; había averiguado cuanto se podía averiguar. No podía hacer nada más, dentro del limitado radio de aquella investigación, hasta que transcurrieran por lo menos veinticinco días. Y la meteorología no había sido el verdadero móvil del viaje. Había elegido pasar tres años en Marte, como el más próximo equivalente moderno de la vida de un eremita en el desierto. Había venido a meditar: a continuar la lenta y perpetua reconstrucción de esa estructura interior que era, a su juicio, la finalidad principal de la existencia. Transcurrieron los diez minutos de reposo. Comenzó con la fórmula acostumbrada: «Dulce y paciente Maestro, enséñame a tener menos necesidad de los hombres y a amarte más.» Y emprendió la tarea. No había tiempo que perder. Sólo tenía por delante seis meses de aquel yermo sin vida, sin sufrimiento, sin pecado. Tres años eran un plazo breve... pero, cuando llegó el grito, se levantó de la silla con la ejercitada prontitud de un marinero.
El botánico de la cabina inmediata respondió al mismo grito con una maldición. En aquel momento había tenido el ojo clavado al microscopio. Era enloquecedor. Interrupciones constantes. En aquel campamento infernal costaba tanto concentrarse como en el centro mismo de Piccadilly. Y su tarea era ya una carrera contra el tiempo. Faltaban seis meses... y apenas había comenzado. La flora de Marte, aquellos organismos diminutos, inverosímilmente tenaces, capaces de sobrevivir en condiciones poco menos que imposibles, eran un festín para toda la vida. No haría caso al grito. Pero en esto sonó el timbre. Llamaban a todos a la sala principal.
La única persona que no hacía nada, por decirlo así, cuando llegó el grito, era el capitán. Para ser más exactos, diremos que trataba, como de costumbre, de no pensar en Clare, y de continuar redactando el diario oficial. Clare seguía interrumpiéndolo desde sesenta y cinco millones de kilómetros de distancia. Era ridículo. «Hubiésemos necesitado todas las manos...» escribió. Manos... sus propias manos. Mirándolas fijamente sintió que acariciaba el cuerpo vivo de Clare, cálido y frío, blando y firme, que se entregaba y resistía. «Cállate, que es algo muy querido», le dijo a la foto sobre el escritorio. Y de vuelta al diario, hasta las palabras fatales: «...me había causado cierta ansiedad». Ansiedad... ¿Qué le pasaría a Clare en aquel momento? ¿Dónde estaría? ¿Qué sería de ella? Podía ocurrir cualquier cosa. Había sido una decisión estúpida. ¿Qué otro recién casado hubiese aceptado esa tarea? Pero había parecido tan razonable... Tres años de horrible separación, pero luego... todo lo mejor de la vida. Le habían prometido un puesto con el que no se hubiera atrevido a soñar unos meses antes. Ya nunca tendría que volver al espacio exterior. Y a la vuelta, habría muchas compensaciones: las conferencias, el libro, probablemente un título. Habría muchos hijos. Sabía que ella los deseaba, y de un modo curioso (como empezaba a comprenderlo) a él le ocurría lo mismo. Pero, cuernos, el diario. Comenzó un nuevo párrafo... Y de pronto llegó el grito.
Era uno de los dos jóvenes técnicos quien había gritado. Habían estado juntos desde la cena. Paterson, de pie en el umbral de la cabina de Dickson, se apoyaba en un pie y luego en otro, moviendo atrás y adelante la puerta, mientras Dickson, sentado en la litera, esperaba a que Paterson se marchara.
-¿De qué hablas, Paterson? -dijo-. ¿Quién comentó algo de una pelea?
-Como quieras, Bobby -dijo el otro-, pero ya no somos amigos como antes. Tu lo sabes bien. ¡Oh, no soy ciego! Te pedí que me llamaras Clifford. Y tú siempre te muestras frío, indiferente.
-¡Vete al diablo! -gritó Dickson-. Estoy dispuesto de veras a ser un buen amigo tuyo y de cualquier otro, pero todas esas tonterías... como si fuéramos dos colegialas... francamente, no las soporto. De una vez por todas...
-Oh, mira, mira, mira -dijo Paterson. Fue entonces cuando Dickson gritó, y llegó el capitán y tocó la campana. Veinte segundos después, todos se agrupaban detrás de la ventana principal, Una nave del espacio acababa de posarse suavemente a ciento cincuenta metros del campamento.
-¡Oh! -exclamó Dickson-. Vienen a relevarnos antes del plazo.
-Maldición -gruñó el botánico-. Ahora que...
Cinco viajeros bajaban de la nave. Los trajes del espacio no ocultaban que uno de ellos era enormemente grueso; no había nada de notable en los otros.
-Abran la compuerta -dijo el capitán.
Las botellas de las reducidas reservas pasaban de mano en mano. El capitán había descubierto que el jefe de los viajeros era un viejo conocido, Ferguson. Dos eran jóvenes de aspecto corriente, agradable, pero, ¿los otros dos?
-No entiendo -dijo el capitán-. ¿Qué significa...? Es decir estamos contentísimos de verlos, desde luego, pero ¿qué es esto?
-¿Dónde están los otros del grupo? -dijo Ferguson.
-Hemos tenido dos bajas -dijo el capitán-. Sackville y el doctor Burton. Fue algo lamentable. Sackville se empeñó en probar lo que llamamos berro marciano. Se volvió loco furioso, a los dos minutos. Derribó a Burton de un puñetazo y un destino fatal quiso que Burton cayera de mal modo, contra esa mesa; se rompió la nuca. Atamos a Sackville y lo acostamos en una litera, pero murió a las pocas horas.
-¿No tuvo la precaución de probarlo antes en un cobayo? -preguntó Ferguson.
-Sí -dijo el botánico-. Eso fue lo más terrible. El cobayo sobrevivió, aunque se comportó de un modo muy raro. Sackville concluyó erróneamente que la substancia era alcohólica. Imaginó haber inventado una nueva bebida. Muerto Burton, además, no quedaba nadie capaz de hacer una buena autopsia de Sackville. El análisis de la planta muestra...
-¡Ahhh...! -interrumpió un visitante, que aún no había hablado-. No simplifiquemos excesivamente. No creo que la substancia vegetal sea la verdadera explicación. Hay tensiones y desviaciones. Están todos ustedes, sin darse cuenta, en una condición muy inestable, por razones que no son ningún misterio para un psicólogo experimentado.
El sexo de este personaje no era muy evidente. Tenía el pelo muy corto, la nariz muy larga, los labios presuntuosamente apretados, la barbilla saliente y un aire autoritario. Científicamente hablando, la voz era de mujer. Pero nadie dudó del sexo del viajero más próximo, la persona gorda.
-¡Oh, querida! -jadeó-. No ahora. No puedo más. Me siento débil y nerviosa. Me pondré a chillar si sigues. ¿No tienes a mano un poco de oporto y limón? ¿No? Bueno, me las arreglaré con otro sorbo de ginebra. Qué estómago el mío.
Quien hablaba era manifiestamente hembra y tal vez ya setentona. Se había teñido el pelo, con resultados poco felices, de color mostaza. Los polvos de arroz que se había echado en la cara apestaban a perfume barato y eran como montículos de nieve en los valles de las arrugas y las papadas múltiples.
-Cállese -rugió Ferguson-. Y ustedes, por favor, no le den de beber. Ni una gota.
-Es un gruñón, como ve -dijo la vieja, suspirando, y mirando tiernamente a Dickson.
-Perdónenme -dijo el capitán-. Pero, ¿quiénes son estas... damas? Y ¿qué significa todo esto?
-Se lo explicaré en seguida -declaró la mujer flaca, carraspeando-. Quienes conocen las tendencias de la opinión mundial sobre los problemas sociales, y psicológicos de la intercomunicación planetaria saben bien que este progreso reclama inevitablemente ajustes ideológicos de largo alcance. Los psicólogos reconocen que la inhibición de las necesidades biológicas más imperiosas, en períodos prolongados, han de tener, probablemente, resultados imprevisibles. Los pioneros de los viajes por el espacio están expuestos a este peligro. Sólo las gentes retrógradas permitirían que unos supuestos principios morales impidieran proteger a estos hombres. Hemos de armarnos de coraje, pues, y reconocer que la inmoralidad, como se la llamó hasta ahora, no es ya contraria a la ética...
-No entiendo nada -interrumpió el Monje.
-Quiere decir -explicó el capitán, que era un buen lingüista -que la llamada fornicación no es ya un acto inmoral.
-Exactamente, mi pequeño -dijo la gorda a Dickson-. Un pobre muchacho necesita de cuando en cuando una mujer. Es muy natural.
-Lo que se precisaba, por consiguiente -continuó la flaca-, era un equipo de mujeres abnegadas, decididas a dar el primer paso. Desde luego, serían despreciadas por gentes ignorantes. Pero algo las consolaría: la idea de cumplir una función indispensable en la historia del progreso humano.
-Quiere decir que vas a tener con quien acostarte, precioso -explicó la gorda a Dickson.
-Me parece muy bien -dijo Dickson con entusiasmo-. Más vale tarde que nunca. Pienso, sin embargo, que no han podido traer muchas chicas en esa nave. ¿Y por qué no están aquí? ¿Vienen en viaje?
-Nuestro llamado -prosiguió la flaca, quien aparentemente no había advertido la interrupción- no tuvo mucho eco, es cierto. El primer contingente de la Organización Femenina de Alta Terapéutica Afrodisíaca (OFATA) no es quizá... bueno, el más idóneo. Muchas excelentes mujeres, universitarias como yo, distinguidas profesoras, se han mostrado curiosamente convencionales. Pero, al menos, se ha comenzado -concluyó animosamente-. Y aquí nos tienen.
Hubo, durante cuarenta segundos, un silencio abrumador. Luego, Dickson, que ya había torcido la cara varias veces, se puso muy colorado; recurrió a un pañuelo, sofocó lo que pareció un estornudo, se incorporó bruscamente y volvió la espalda al grupo, levemente encorvado, sacudiendo los hombros.
Paterson se levantó de un salto y corrió hacia Dickson, pero la gorda, luego de gruñidos y esfuerzos infinitos, también dejó su asiento.
-Déjalo tranquilo -le gritó Paterson-. Los hombres como tú no sirven de nada.
Un momento después, los enormes brazos rodeaban a Dickson, sumergiéndolo en un cálido y tambaleante cariño maternal.
-Vamos, vamos, mi chiquitín -dijo la gorda-. Verás que marchará perfectamente. No llores, mi cielo. Pobre chiquitín. Cálmate. Verás qué bien lo pasarás.
-Creo -dijo el capitán- que el chiquitín no está llorando; está riéndose.
Fue en ese instante cuando el Monje propuso que pasaran a la mesa.

Junto con el último bocado, Dickson, la gorda había conseguido sentársele al lado, y bebía de cuando en cuando de la copa del joven, dijo a los técnicos recién llegados:
-Me gustaría mucho ver la nave de ustedes. ¿Podemos ir?
Era de esperar que los dos hombres, luego de haber pasado tanto tiempo encerrados, y que acababan de sacarse los trajes del espacio, se resistieran a vestírselos de nuevo y a volver a la nave. Tal fue, desde luego, la opinión de la gorda.
-No los molestes, querido -dijo-. Están hartos de ese viejo trasto, lo mismo que yo. No conviene que se agiten ahora, en plena digestión.
Los dos jóvenes, sin embargo, se mostraron muy animosos.
-Claro que sí -dijo el primero-. Yo mismo iba a proponerlo.
-Yo iré también -dijo el otro.
Los tres salieron de la cámara de aire en tiempo record. Cruzaron la arena, subieron por la escala y se quitaron rápidamente los cascos.
-¿Quién tuvo la idea de echarnos encima ese par de zorras? -dijo Dickson.
-¿No lo sabe? -dijo el viajero que hablaba con acento popular londinense-. Las gentes de allá abajo pensaban que el tiempo les parecería a ustedes demasiado largo. Qué ingratos.
-Muy gracioso -dijo Dickson-. Pero para nosotros no es cosa de broma.
-Lo mismo digo -replicó el visitante con acento de Oxford-. Las tuvimos pegadas a nosotros, durante ochenta y cinco días. Comenzaron a aplacarse luego del primer mes.
-Dígamelo a mí -comentó el londinense.
Hubo una pausa de disgusto.
-Pero explíquenme -insistió Dickson-, ¿cómo, entre todas las mujeres del mundo, eligieron a estos dos monstruos?
-No pretendería usted la reina de las coristas en el fondo del más allá -dijo el londinense.
-Querido amigo -explicó el otro-, ¿no es todo muy claro? ¿Qué mujer puede venir voluntariamente a este sitio espantoso, a alimentarse con raciones cuarteleras y ofrecer sus encantos a media docena de desconocidos? No las alegres chicas, amigas de la diversión, pues saben que no hay alegría en Marte. Menos la prostituta profesional, mientras encuentre clientela en el barrio más sórdido de Liverpool o Los Ángeles. La que vino ya no tiene esa probabilidad. La otra es una chiflada de la nueva ética.
-Simple, ¿no es cierto? -comentó el londinense.
-Cualquiera pudo haberío previsto, excepto esos necios de arriba -dijo el otro.
-La única esperanza que nos queda es el capitán -dijo Dickson.
-Mire, hermano -dijo el londinense-, si espera que nos llevemos de vuelta a estos esperpentos, olvídelo en seguida. No. Nuestro capitán tendría que vérselas con un motín, si lo intentara. Pero no lo intentará. Ya ha soportado lo suyo. Como nosotros. Ahora, les toca a ustedes.
-Es justo -dijo el otro-. Hemos soportado lo insoportable.
-Bien -dijo Dickson-, dejemos que los jefes libren la batalla. Pero hay cosas que superan todos los límites. Esa maldita pedante...
-Es profesora de una universidad popular.
-Bien -dijo Dickson luego de una larga pausa-, iban a mostrarme la nave. Tal vez eso me distraiga.
La gorda hablaba con el Monje.
-...y, ¡oh, padre!, usted pensará que es mi mayor pecado. No me retiré cuando hubiera podido hacerlo. Cuando murió mi cuñada... mi hermano quería instalarme en su casa, pues no le faltaba dinero. Pero yo continué, ay de mí, continué.
-¿Por qué, hija mía? -preguntó el Monje-. ¿Es que le gustaba?
-Nada de eso, padre. Nunca tuve mucha afición al oficio, Pero, mire, padre, yo era atractiva en ese entonces, aunque ahora no pueda imaginárselo... y esos caballeros disfrutaban tanto conmigo...
-Hija -sentenció el Monje-, no está usted muy lejos del Reino. Pero cometió un error. El deseo de dar es meritorio. Pero, si da usted un billete falso, no por eso lo hace bueno.
El capitán había dejado también la mesa, muy rápidamente, pidiéndole a Ferguson que lo acompañara a la cabina. El botánico corrió detrás.
-Un momento, capitán, un momento -dijo, excitado-. Soy un hombre de ciencia. Estoy trabajando ya a toda presión. No he de quejarme de todos esos deberes que interrumpen constantemente mi trabajo. Pero, si piensa usted que perderé todavía más tiempo acompañando a esas horribles mujeres...
-Espere a que le ordene algo que pueda considerarse ultra-vires -dijo el capitán-. La protesta es prematura.
Paterson se quedó con la flaca. De las mujeres sólo le interesaba el aparato auditivo. Le gustaba hacer confidencias a las mujeres; quejarse ante ellas de la inconstancia y la crueldad de los hombres. Lamentablemente, la dama entendía que la conversación sólo tenía dos fines: la terapéutica afrodisíaca o la instrucción psicológica. En realidad, no veía razón alguna para que las dos operaciones no se efectuaran simultáneamente; sólo las personas sin preparación podían concentrarse únicamente en una idea. La diferencia estaba comprometiendo el éxito de la charla. Paterson se impacientaba; la dama se mostraba brillante y tranquila como un témpano.
-Pero como le decía -gruñó Paterson-, me parece indigno que un hombre se muestre amable y...
-Lo que confirma mi tesis. Esas tensiones y desajustes son inevitables en un ambiente anormal. Sí, hay que librar al remedio de esos prejuicios sentimentales o lascivos, igualmente malos, que la era victoriana...
-Pero no se lo he contado aún. Escuche. Hace sólo dos días...
-Un momento. Habría que pensar en el remedio como inyección necesaria. En cuanto pensáramos...
-De acuerdo. La asociación remedio-placer, es una fijación de la adolescencia, y ha, causado mucho mal. Racionalmente...
-Mire, creo que se sale del tema...
-Un momento.
El diálogo continuó.

Habían visto ya la nave. Era una maravilla. Nadie recordó luego quién fue el primero en decir: «Cualquiera puede manejar una nave semejante.»
Ferguson se quedó sentado, fumando calladamente, mientras el capitán leía la carta. Cuando se inició la conversación, el buen humor reinaba en la cabina, y nadie se decidía a encarar seriamente el problema.
-Sin embargo -dijo al fin el capitán-, hay también un aspecto serio. Ante todo, ¡qué impertinencia!
-Recuerde -observó Ferguson -que la situación de ustedes es completamente nueva.
-¿Nueva? No me haga reír. Somos como los hombres de los balleneros, o los tripulantes de los veleros antiguos, los pioneros del Oeste. La gente siempre sintió hambre cuando no hay comida.
-Amigo, olvida usted la nueva psicología.
-Creo que esas dos horribles mujeres han aprendido ya una psicología todavía más nueva, desde que llegaron. ¿Creen allí realmente que todos los hombres son tan combustibles? ¿Que nos echaremos encima de cualquier mujer?
-Ay, amigo, así es. Dirán que usted y su gente son todos anormales. No quisiera volver trayendo concentrados de hormonas.
-¿No habría entonces otros voluntarios que quienes pueden o creen poder prescindir de las mujeres?
-No olvide la nueva ética.
-Oh, no me hable de eso. Sólo los enamorados o los monjes han intentado alguna vez mantenerse castos. Una minoría, y lo intentarán en Marte lo mismo que en la Tierra. La mayoría no se negó nunca al placer. Los profesionales no lo ignoran. No hay puesto o guarnición militar sin prostíbulos. ¿Quiénes son los asesores que tuvieron esta idea estúpida?
-Oh. Una banda de mujeres maduras, casi todas con pantalones, aficionadas a todo lo sexual, a todo lo científico, y que quieren sentirse importantes. Esta iniciativa les dio tres placeres a la vez.
-Bien, Ferguson. No pienso quedarme con la veterana ni con la catedrática. Usted...
-No, no. Yo cumplí mi tarea. No estoy dispuesto a llevarme de vuelta ese ganado en pie. Y mis muchachos piensan lo mismo. Habría amotinamiento y crímenes a bordo.
-Pues tiene que hacerlo, porque yo...
En ese instante, llegó de afuera una luz enceguecedora. La cabina se sacudió.
-¡Mi nave! ¡Mi nave! -gritó Ferguson.
Los dos hombres observaron la arena desierta. La astronave había despegado perfectamente.
-Pero, ¿qué ha sucedido? -preguntó el capitán-. ¿Habrán sido capaces...?
-Amotinamiento, deserción y robo de una nave del gobierno -dijo Ferguson-. Eso es lo que ha sucedido. Mis dos muchachos y su Dickson regresan a la Tierra.
-Demonios, las pasarán mal. Los juzgarán y...
-Ay, es muy cierto. Y creen que el precio es barato. ¿Por qué? Ya lo entenderá antes de dos semanas.
En los ojos del capitán hubo de pronto una luz de esperanza.
-¿No se habrán llevado a las mujeres? -preguntó.
-Un poco de juicio, amigo, un poco de juicio. Y si ya no le queda juicio, abra las orejas.
En el rumor de excitada conversación que llegaba cada vez más claramente de la sala principal, se distinguían unas voces femeninas, intolerables.
Mientras se preparaba para la meditación de la noche, el Monje pensó que se había concentrado demasiado, quizá, en «necesitar menos» y que por esto mismo tendría que seguir un curso (superior) de amar más. Luego, torció la cara en una sonrisa donde no todo era júbilo. Estaba pensando en la gorda. Un acorde exquisito de cuatro notas. La primera: el horror de lo que ella había hecho y sufrido. La segunda: piedad. La tercera, cómica: la pobre mujer creía que aún despertaba deseos. Y la cuarta: la mujer se ignoraba a sí misma. Auxiliada por la gracia y una apropiada, aunque pobre, dirección espiritual, quizá descubriera en ella misma otro encanto muy distinto, y seguiría así el camino de la luz, uniéndose a la Magdalena.
Pero... un momento. Había todavía una quinta nota en el acorde.
-¡Oh, Maestro! -murmuró-. Perdóname, aunque quizá te divierta. Pensé que me habías traído a sesenta millones de kilómetros para mí propio bienestar espiritual.

Los demonios
Robert Sheckley
**

Arthur Gammet caminaba por la Segunda Avenida. Era un lindo día primaveral, no demasiado frío; lo bastante como para resultar vigorizante. Un día perfecto para vender seguros. Bajó de la acera en la calle 9.
Y desapareció.
¿Ha visto eso? —preguntó el ayudante del carnicero a su patrón.
Ambos estaban apoyados contra el frente del negocio mirando pasar la gente.
¿Si vi qué cosa? —preguntó el carnicero, un hombre corpulento y de tez rojiza.
Ese hombre del abrigo. Desapareció.
¡Aja! —dijo el carnicero—. Habrá girado por la 9, ¿y qué?
El ayudante no había visto que Arthur girara por la 9, ni a la derecha ni a la izquierda, y tampoco lo había visto cruzar. Había desaparecido, estaba seguro. Pero ¿cómo insistir en eso? ¿Adonde va a parar uno si le dice al patrón que está equivocado? Además, el tipo del abrigo podría haber girado por la 9, después de todo. ¿Por dónde, si no?
Pero Arthur Gammet ya no estaba en Nueva York. En verdad había desaparecido.
En algún sitio, no necesariamente sobre la Tierra, un ser llamado Nelsebú miraba fijamente un pentágono. En el interior de la figura había algo que él no había llamado. Nelsebú puso cara agria, tenía sobradas razones para sentirse enojado. Había pasado años desenterrando fórmulas mágicas, experimentando con hierbas y esencias, leyendo los mejores libros de hechicería y brujería. Había puesto sus conocimientos en un gigantesco esfuerzo ¿y qué resultaba de eso? Aparecía un demonio que no tenía nada que ver.
Naturalmente, cabían muchos errores. La mano herida del cadáver... podía ser la de un suicida, pues no se podía confiar ni en el mejor de los comerciantes. O quizá la línea del pentágono estaba ligeramente ondulada; eso era muy importante. O tal vez había cambiado el orden de las palabras que formaban el conjuro. Con que una sola sílaba fuera entonada equivocadamente bastaba para provocar algo así.
De cualquier modo, la cosa ya no tenía remedio. Nelsebú apoyó un hombro cubierto de escamas rojas contra la enorme botella que estaba a sus espaldas y se rascó el otro con una uña similar a una daga. Como solía ocurrir cuando se sentía perplejo, su cola espinosa se agitó con movimientos inseguros.
Al menos tenía un demonio, cualquiera que fuese.
Pero ese individuo que estaba en el interior del pentágono no se parecía a ningún demonio convencional. Esos pliegues flojos de carne gris, por ejemplo... Bueno, claro que los relatos históricos eran muy poco exactos. No importaba mucho a que especie de seres sobrenaturales pertenecía: tendría que servir. De eso estaba seguro. Nelsebú acomodó sus pies provistos de cascos bajo el cuerpo y aguardó a que el extraño hablara.

Arthur Gammet estaba demasiado aturdido como para hablar. En cierto momento había estado caminando hacia la oficina de seguros, pensando en sus propios asuntos, disfrutando del buen aire de comienzos de primavera. Al descender de la acera en la Segunda Avenida y la calle 9... había aterrizado allí. ¿Dónde quedaba ese "allí"?
Inclinándose ligeramente logró ver, a través de la espesa niebla que llenaba el cuarto, un inmenso monstruo cubierto de escamas rojas sentado en cuclillas. A su lado había algo similar a una botella, pero de tres metros de altura. Aquel ser tenía una cola espinosa con la que se estaba rascando la cabeza mientras clavaba en Arthur sus ojillos de cerdo. Arthur trató de retroceder apresuradamente, pero no logró dar más de un paso. Notó que estaba dentro de un área delimitada con tiza: algo le impedía pasar por sobre las líneas blancas.
Al fin la criatura quebró el silencio, diciendo:
Ya ves, ahora te tengo en mi poder.
No eran ésas las palabras que pronunciara: los sonidos eran totalmente extraños. Pero de algún modo Arthur comprendió el pensamiento que expresaban. No se trataba de una transmisión telepática: más bien, era como si estuviera traduciendo un idioma extranjero de modo automático y coloquial.
Confieso que estoy bastante desilusionado —prosiguió Nelsebú, al ver que el demonio capturado no respondía—. Todas nuestras leyendas dicen que los demonios son seres horrendos, de cinco metros de altura; dicen que tienen alas y una cabeza diminuta y un agujero en el pecho que arroja chorros de agua tría.
Arthur Gammet se quitó el abrigo y lo dejó caer a sus pies. Consideró vagamente la idea de que los demonios pudieran eyectar chorros de agua fría, Ese cuarto era un horno. Su traje gris se había convertido en una masa de tela arrugada empapada en sudor.
Con ese pensamiento llegó la aceptación: aceptó la existencia de la criatura roja, de las líneas de tiza que no podía atravesar, del cuarto caldeado... Todo.
En libros, revistas y películas había visto que cualquier hombre puesto en una situación extraña suele decir: "Pellízquenme; debo estar soñando", o " ¡Dios mío, esto no puede ser: estoy loco o borracho!" Arthur no tenía la menor intención de decir cosas tan absurdas como ésas. Por una parte, a aquella enorme criatura roja no le gustaría mucho; por otra sabía que no estaba soñando, ni borracho ni loco. En su vocabulario no había palabras adecuadas para expresarlo, pero él lo sabía. Un sueño era una cosa, y ésta era otra totalmente distinta.

Las leyendas no dicen que los demonios puedan quitarse la piel —dijo Nelsebú, pensativo, mientras contemplaba el abrigo caído a los pies de Arthur—. ¡Qué interesante!
Esto es un error —dijo Arthur, con firmeza.
La experiencia adquirida como agente de seguros le prestaba ahora gran utilidad. Esta acostumbrado a tratar con toda clase de gente y a sortear todo tipo de situaciones enrevesadas. Era evidente que esa criatura había tratado de atraer a un demonio. Nadie tenía la culpa de que hubiese invocado a Arthur Gammet. El pobre parecía estar bajo la impresión de que "él" era un demonio, y era necesario rectificar inmediatamente ese error.
Soy agente de seguros —dijo.
La criatura meneó su enorme cabeza cornamentada y agitó la cola de un lado a otro, en señal de disgusto.
Las funciones que cumplas en el otro mundo no me interesan en lo más mínimo, —gruñó—. No me importa qué clase de demonio eres.
Pero le digo que no soy un ...
¡No mientras! —aulló Nelsebú, lanzándole una mirada iracunda desde una esquina del pentágono—. Sé que eres un demonio. ¡Y quiero "drasto"!
¿Drasto? No sé que...
Ya conozco todas sus tretas demoníacas —dijo Nelsebú, calmándose con visible dificultad—. Sé muy bien, y tú también lo sabes, que cuando se conjura un demonio éste debe conceder un deseo. Te he conjurado y quiero drasto. Cinco mil kilos de drasto.
Drasto... —balbuceó Arthur, incómodo, desde el rincón más apartado del monstruo y su peligrosa cola.
Drasto, o vuto, o hakatinny, o sup-der-up. Todo es lo mismo.
Arthur Gammet comprendió que hablara de dinero. Aunque ese argot le era desconocido, no había forma de confundir el sentido involucrado en esas palabras. Sin duda alguna drasto era la moneda corriente en ese país.
Cinco mil kilos no es mucho —dijo Nelsebú con una sonrisa taimada—. Para ti no lo es. Deberías alegrarte de que yo no sea como esos tontos que piden la inmortalidad.
Arthur se alegró.
¿Y si no lo hago? —inquirió.
Una arruga en el ceño de Nelsebú reemplazó a la sonrisa.
En ese caso me veré forzado a conjurarte nuevamente... dentro de la botella.
Arthur contempló la botella verde que se alzaba sobre la cabeza del monstruo. Era ancha en la base opaca y se afinaba hasta el cuello delgado. Si aquel ente lograba meterlo allí, jamás podría escapar por ese cuello. Si el ente lograba meterlo allí. Y Arthur no dudaba de que lo lograría.

Nelsebú volvió a sonreír con más ironía que nunca.
Claro que no hay motivos para tomar medidas tan drásticas. No te costará mucho conseguirme cinco mil kilos de buen sup-der-up. Con sólo un ademán de la mano puedes hacerme rico.
Hizo una pausa y su sonrisa se tornó más zalamera.
¿Sabes? —prosiguió— Esto me ha llevado mucho tiempo. Leí muchos libros y gasté un montón de “Vuto".
De pronto su cola azotó el suelo como una bala que rebotara sobre granito.
¡No trates de jugarme una mala pasada! —gritó.
Arthur descubrió que la fuerza de la tiza se extendía hacia arriba hasta donde él podía alcanzar. Con mucha cautela se recostó contra la pared invisible y descubrió que lo sostenía.
Cinco mil kilos de oro. Evidentemente, la criatura era algún mago. Dios sabía de dónde. Tal vez de otro planeta. Había tratado de conjurar un demonio que le concediera un deseo, y allí estaba él. Quería obtener algo por su mediación: de lo contrario allí estaba la botella. Todo era irrazonable, pero Arthur Gammet comenzaba a sospechar que la mayor parte de los magos eran irrazonables.
Trataré de conseguirte el drasto —dijo Arthur, comprendiendo que debía decir algo—. Pero para eso debo regresar al... ejem... submundo. No es cierto que se pueda hacer con un ademán de la mano.
Está bien —dijo el monstruo, con una mirada libidinosa—. Confiaré en ti. Pero recuerda que puedo traerte de regreso cuando quiera, de modo que no trates de escaparte. ¡Ah, me llamo Nelsebú!
¿Tienes algo que ver con Belcebú? —preguntó Arthur.
Era mi bisabuelo —replicó Nelsebú, echándole una mirada suspicaz—. Un gran soldado. Lástima que...
Nelsebú se interrumpió bruscamente, lleno de cólera.
¡Ustedes los demonios lo saben muy bien! ¡Vete! ¡Y trae ese drasto!
Arthur Gammet volvió a desaparecer.

Se materializó en la esquina de la Segunda Avenida y la calle 9, donde desapareciera anteriormente. El abrigo estaba a sus pies; tenía las ropas empapadas en sudor. Se tambaleó un poco antes de recuperar el equilibrio, puesto que había estado recostado contra el muro de energía en el momento en que Nelsebú lo enviara de regreso. Tras recoger su abrigo volvió de prisa a su departamento. Por fortuna había poca gente alrededor. Dos amas de casa dieron un respingo y se apartaron rápidamente. Un caballero vestido con mucha elegancia parpadeó cuatro o cinco veces y dio un paso adelante como si quisiera preguntar algo; por último cambió de idea y se alejó precipitadamente hacia la calle 8. El resto pareció no reparar en él o no preocuparse en absoluto.
Ya en su departamento de dos ambientes, Arthur hizo un débil intento por descartar todo aquello como si fuera un sueño. Falló lamentablemente, no tenía más remedio que calcular sus posibilidades.
Tal vez pudiera conseguir el drasto, siempre que descubriera de qué se trataba. Ese elemento de tanto valor para Nelsebú podía ser cualquier cosa. Plomo, quizás, o hierro. Aun así sus escasos recursos quedarían exhaustos.
Podía acudir a la policía. Y lo encerrarían en un asilo. Estaba fuera de cuestión.
O no conseguir el drasto... y pasar el resto de sus días en una botella. También estaba fuera de cuestión.
No le quedaba sino aguardar a que Nelsebú volviera a conjurarlo y averiguar qué era el drasto. Quizá fuera tierra, tierra común; si Nelsebú podía conseguir transporte, la obtendría en la granja de su tío en Nueva Jersey.
Arthur Gammet telefoneó a la oficina para comunicar que estaba enfermo y que faltaría varios días. Después se preparó un bocadillo en la cocina, orgulloso de su buen apetito. No cualquiera era capaz de enfrentar la grave posibilidad de verse encerrado en una botella sin perder las ganas de comer. Limpió la cocina y se cambió de ropas, poniéndose un traje ligero. Eran las cuatro y media de la tarde. Se tendió en la cama y aguardó. A eso de las nueves y media desapareció. Has vuelto a cambiar la piel —comentó Nelsebú—. ¿Dónde está el drasto?.
Y caminó en torno al pentágono retorciendo ansiosamente el rabo.
No lo tengo escondido tras la espalda —indicó Arthur, volviéndose a mirarlo—. Necesito más información.
Y adoptó una pose indiferente, recostado contra las líneas invisibles que irradiaban de la pared.
También necesito tu promesa de que me dejarás tranquilo una vez que te haya conseguido eso.
Por supuesto —respondió Nelsebú alegremente—. De cualquier modo, sólo puedo pedir un deseo. ¿Sabes qué haré? Te ofreceré el gran juramento de Satanás. Como sabes, lo compromete a uno para siempre.
¿Satanás?
Uno de nuestros primeros presidentes —dijo Nelsebú con aire de gran respeto—. Mi bisabuelo Belcebú sirvió a sus órdenes. Por desgracia... ¡oh, bueno, tú ya sabes todo eso!
Nelsebú pronunció el gran juramento de Satanás. Era en verdad impresionante. Mientras lo decía, las neblinas azules de la habitación se tiñeron de rojo en los bordes y los contornos de la enorme botella se alteraron de un modo horripilante bajo la luz difusa. Arthur sudaba a chorros aun con el traje de verano. Le habría venido bien ser uno de esos demonios que exhalaban frío.
Ya está —dijo Nelsebú, erguido en medio de la habitación, con la cola enroscada en torno a la cintura.
En sus ojos había una mirada extraña, la mirada de quien recuerda glorias pasadas. Comenzó a ir y venir frente al pentágono, arrastrando la cola.
Ahora ¿qué clase de información quieres?
Descríbeme ese drasto.
Bueno, es suave, pesado...
Podía ser plomo.
Y amarillo.
Oro.
¡Hum! —dijo Arthur, contemplando la botella—. ¿No suele ser gris algunas veces?
No. Es siempre amarillo. A veces tiene un tinte rojizo.
Oro, sin lugar a dudas. Arthur contempló aquel monstruo escamado que iba y venía con ansiedad apenas contenido. Cinco mil kilos de oro. Eso equivalía a... No, no valía la pena hacer el cálculo. Imposible.
Necesito algún tiempo —dijo—. Unos sesenta o setenta años. Oye, te llamaré en cuanto...
Nelsebú le interrumpió con una rotunda carcajada. Por lo visto, Arthur acababa de tocar su rudimentario sentido del humor, pues se apretaba las caderas, aullando de risa.
¡Sesenta o setenta años! ——gritaba. La botella se estremeció; hasta las líneas del pentágono parecieron ondular.
¡Te daré sesenta o setenta minutos! ¡Si no, a la botella!
Espera un momento —pidió Arthur desde el otro extremo del pentágono—. Necesito un poco de... ¡Aguarda!
Acababa de ocurrírsele una idea; sin lugar a dudas, la mejor idea de su vida. Más aún, era una idea propia.
Necesito la fórmula exacta que empleaste para invocarme —dijo Arthur—. Debo verificar que todo esté en orden con la oficina principal.
El monstruo, colérico, lo llenó de maldiciones. El aire se tornó negro y purpúreo; la botella tintineó, vibrando en el tono de la, voz de Nelsebú; el cuarto entero pareció hervir. Pero Arthur Gammet se mantuvo firme. Explicó pacientemente al monstruo, siete u ocho veces, que no serviría de nada embotellarlo, puesto que así jamás se reuniría con el oro. Sólo quería la fórmula, y eso no debía ser tan...
Al fin la consiguió.
¡Y nada de tretas! —tronó Nelsebú, indicando la botella con manos y cola.
Arthur asintió débilmente y reapareció en su propio cuarto.

Pasó los días siguientes en una frenética búsqueda por la ciudad de Nueva York. Algunos de los ingredientes eran fáciles de encontrar, como la rama de muérdago y el sulfuro. El musgo de cementerio resultó más complicado, al igual que el ala izquierda de murciélago. En cambio otra cosa lo tuvo perplejo por algún tiempo: la mano herida del hombre asesinado. Finalmente consiguió una en un negocio que se especializaba en satisfacer los requerimientos de los estudiantes de medicina. El comerciante le garantizó que la mano pertenecía al cuerpo de un hombre fallecido de muerte violenta. Arthur sospechó que el hombre sólo trataba de seguirle el juego, pero no podía hacer nada al respecto.
Entre otras cosas compró una botella grande. Resultó muy barata, para su sorpresa. Vivir en Nueva York tenía sus compensaciones. Por lo visto, no había nada, absolutamente nada que no se pudiera comprar.
Tres días después tenía ya todos los materiales necesarios. En la medianoche del tercer día los acomodó en el suelo de su departamento. En la ventana brillaba la luz de la luna; le faltaba un cuarto para ser luna llena, pero el conjuro no especificaba con mucha claridad en que fase debía realizarse el hechizo. Todo parecía estar en orden. Arthur dibujó el pentágono, encendió las velas, quemó el incienso y comenzó a cantar. Suponía que siguiendo estrictamente las indicaciones podría conjurar a Nelsebú. Entonces expresaría el deseo de que Nelsebú lo dejara en paz. Parecía perfecto.
Mientras entonaba la fórmula se esparcieron por el cuarto las neblinas azules; pronto vio que algo crecía en el centro del pentágono.
¡Nelsebú! — gritó.
Pero no era Nelsebú.
En el pentágono había un ser de quince metros de altura; tuvo que encorvarse hasta tocar casi el suelo con la cabeza a fin de caber en el departamento. Era algo pavoroso, dotado de alas, con cabeza muy pequeña y un agujero en el pecho.
Arthur Gammet había conjurado a un demonio que no tenía nada que ver con Nelsebú.
¿Qué significa esto? —preguntó el demonio, lanzando un chorro de agua helada por el pecho.
El agua golpeó contra las paredes invisibles del pentágono y cayó al suelo. Aquel ademán debió ser mero reflejo, pues el cuarto de Arthur estaba fresco.
Quiero que cumplas mi deseo —dijo Arthur.
El demonio era azul y delgado hasta lo increíble; sus alas eran sólo dos vestigios. Golpearon una o dos veces contra la estructura ósea del demonio antes de que éste contestara:
No sé quién eres ni cómo me has traído aquí. Pero eres inteligente, sin lugar a dudas.
Nada de charlas —replicó Arthur, nervioso, mientras se preguntaba cuánto tardaría Nelsebú en volver a conjurarlo. Quiero cinco mil kilos de oro.
También se lo conoce como drasto, hakatinny o sup-der-up.
En cualquier momento podía encontrarse dentro de una botella.
Bueno —dijo el demonio congelante—. Pareces estar bajo la errónea impresión de que yo soy...
Tienes veinticuatro horas.
— No soy rico —dijo el demonio—. Apenas un pequeño comerciante. Pero si me das tiempo...
Si no, a la botella —dijo Arthur.
Al señalar la gran botella que había puesto en el rincón comprendió que jamás podrían caber en ella los quince metros de demonio.
La próxima vez que te conjuré tendré una botella lo bastante grande como para que quepas en ella—agregó—. No sabía que eras tan alto.
He oído contar que alguna gente desaparece —musitó el demonio—. Esto es lo que pasa. El submundo. De cualquier modo, nadie me lo creería.
Consígueme ese drasto —dijo Arthur—. ¡Vete!
El demonio congelante desapareció.
Arthur Gammet sabía que no podía permitirse más de veinticuatro horas, y aun así era calcular las cosas con márgenes demasiado estrechos: ¿cómo saber cuando decidiría Nelsebú que ya le había dado bastante tiempo? No había forma de adivinar lo que haría aquel monstruo escamoso si se sentía desilusionado por tercera vez. Hacia el final del día, Arthur se encontró aferrado a la rejilla de la calefacción. ¡De poco le serviría cuando lo conjuraran otra vez! Pero era consolador tener algo firme donde aferrarse.
Además, era una vergüenza haberse visto obligado a actuar así con el demonio congelante. Era bien obvio que el demonio no era tal, así como tampoco Arthur lo era. Bueno, jamás lo metería en la botella. Si Nelsebú no se mostraba satisfecho no serviría de nada hacerlo.

Por último volvió a murmurar el encantamiento.
Tendrás que ensanchar tu pentágono —dijo el demonio congelante, incómodamente agachado—. No tengo lugar para...
¡Vete! —dijo Arthur.
Borró febrilmente el pentágono y volvió a dibujarlo, empleando en esa oportunidad toda el área de la habitación. Arrinconó la botella en la cocina (era la misma botella, pues no había logrado encontrar una de quince metros) y se instaló en el ropero. Entonces repitió la fórmula. Una vez más aquellas espesas neblinas azules se retorcieron sobre él.

No te apresures —dijo el demonio congelante desde el interior del pentágono—. Aún no tengo el sup-der-up. Se ha producido un embotellamiento, puedo explicártelo todo.
Batió las alas para aventar las neblinas. Detrás de él había una botella de tres metros de altura. En su interior, verde de rabia, estaba Nelsebú. Parecía gritar, pero la botella taponada no dejaba oír sus gritos.
Conseguí la fórmula en la biblioteca —dijo el demonio—. Casi me desmayo cuando eso funcionó. Siempre he sido un comerciante testarudo, ¿sabes?. No me gustan estas cosas sobrenaturales. Pero hay que hacer frente a los hechos. De cualquier modo, aquí tengo este demonio...
Señaló la botella con uno de sus flacos brazos y explicó:
No quiere colaborar, así que lo embotellé. El demonio congelante recibió con un suspiro la sonrisa de Arthur: era un alivio, aunque fuera momentáneo.
Oye, no quiero que me embotelles —prosiguió el demonio congelante—. Tengo mujer y tres hijos. Tú comprendes, con la depresión que hay en seguros y todo eso, no podría conseguir cinco mil kilos de drasto ni con un ejército. Pero en cuanto convenza a este demonio de que...
No te preocupes por el drasto —dijo Arthur—. Llévate el demonio contigo y mantenlo envasado. En la botella, por supuesto.
Lo haré — dijo el agente de seguros de las alas azules
Y con respecto al drasto...
Olvídate de eso —respondió Arthur calurosamente—. Después de todo los agentes de seguro tenemos que apoyarnos mutuamente. ¿Te ocupas de hurtos e incendios?
Estoy más en la línea de accidentes —respondió el otro.
Pero te diré: he estado pensando...
Nelsebú rabiaba y profería juramentos en el interior de la botella. Los dos agentes de seguros seguían analizando los pormenores de su profesión.



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