HISTORIA DEL MANDADERO Y DE LAS TRES DONCELLAS
“Había en la ciudad de Bagdad un hombre que era soltero y además mozo de cordel.
Un día entre los días, mientras estaba en el zoco, indolentemente apoyado en su espuerta, se paró delante
de él una mujer con un ancho manto de tela, de Mussul, en seda sembrada de lentejuelas de oro y forro de
brocado. Levantó un poco el velillo de la cara y aparecieron por debajo dos ojos negros, con largas pestañas,
y ¡qué párpados! Era esbelta, sus manos Y sus pies muy pequeños, y reunía, en fin, un conjunto de perfectas
cualidades. Y dijo con su voz llena de dulzura: “¡Oh mandadero! coge la espuerta y sígueme.” Y el
mandadero, sorprendidísimo, no supo si había oído bien, pero cogió la espuerta y siguió a la joven, hasta
que se detuvo a la puerta de una casa. Llamó y salió un nusraní, que por un dinar le dio una medida de
aceitunas, y ella las puso en la espuerta, diciendo al mozo: “Lleva eso y sígueme.” Y el mandadero exclamó:
“¡Por Alah! ¡Bendito día!” Y cogió otra vez la espuerta y siguió a la joven. Y he aquí que se paró ésta
en la frutería y compro manzanas de Siria; membrillos osmaní, melocotones de Omán; jazmunes de Alepo,
nenúfares de Damasco, cohombros del Nilo, limones de Egipto, cidras sultaní, bayas de mirto, flores de
henné, anémonas rojas de color de sangre, violetas, flores de granado y narcisos. Y lo metió todo en la espuerta
del mandadero, y le dijo: “Llévalo.” Y él lo llevó, y la siguió hasta que llegaron a la carnicería, donde
dijo la joven. “Corta diez artal de carne”. Y el carnicero cortó los diez artal, y ella los envolvió en hojas
de banano, los metió en la espuerta, y dijo: “Llévalo, ¡oh mandadero!” Y él lo llevó así, y la siguió hasta
encontrar un vendedor de almendras, al cual compró la joven toda clase de almendras, diciendo al mozo.
“Llévalo y sígueme.” Y cargó otra vez con la espuerta y la siguió hasta llegar a la tienda de un confitero, y
allí compró ella una bandeja y la cubrió de cuanto había en la confitería: enrejados de azúcar con manteca,
pastas aterciopeladas perfumadas con almizcle y deliciosamente rellenas, bizcochos llamados sabun, pastelillos,
tortas de limón, confituras sabrosas, dulces llamado muchabac, bocadillos huecos llamados lucmetel-
kadí, otros cuyo nombre es assabihzeinab, hechos con manteca, miel y leche. Después colocó todas
aquellas golosinas en la bandeja, y la bandeja encima de la espuerta. Entonces el mandadero dijo: “Si me
hubieras avisado habría alquilado una mula para cargar tanta cosa.” Y la joven sonrió al oírlo. Después se
detuvo en casa de un destilador y compró diez clases de aguas: de rosas de azahar y otras muchas; y varias
bebidas embriagadoras, como asimismo un hisopo para aspersiones de agua de rosas almizclada, granos de
incienso macho, palo de áloe, ámbar gris y almizcle, y finalmente velas de cera de Alejandría. Todo lo metió
en la espuerta, y dijo al mozo: “lleva la espuerta y sígueme.” Y el mozo la siguió, llevando siempre la
espuerta, hasta que la joven llegó a un palacio, todo de mármol, con un gran patio que daba al jardín de
atrás. Todo era muy lujoso, y el pórtico tenía dos hojas de ébano, adornadas con chapas de oro rojo.
La joven llamó, y las dos hojas de la puerta se abrieron. El mandadero vio entonces que había abierto la
puerta otra joven, cuyo talle, elegante y gracioso, era un verdadero modelo, especialmente por sus pechos
redondos y salientes, su gentil apostura, su belleza, y todas las perfecciones de su talle y de todo lo demás.
Su frente era blanca como la primera luz de la luna nueva, sus ojos como los ojos de las gacelas, sus cejas
como la luna creciente del Ramadán, sus mejillas como anémonas, su boca como el sello de Soleimán, su
rostro como la luna llena al salir.
Por eso, a su vista, notó el mozo que se le iba el juicio y que la espuerta se le venía al suelo. Y dijo para
sí “¡Por Alah! ¡En mi vida he tenido un día tan bendito como el de hoy!”
Entonces esta joven tan admirable dijo a su hermana la proveedora y al mandadero: “¡Entrad, y que la
acogida aquí sea para vosotros tan amplia como agradable!”
Y entraron, y acabaron por llegar a una sala espaciosa que daba al patio, adornada con brocados de seda y
oro, llena de lujosos muebles con incrustaciones de oro, jarrones, asientos esculpidos, cortinas y unos roperos
cuidadosamente cerrados. En medio de la sala había un lecho de mármol incrustado con perlas y esplendorosa
pedrería, cubierto con un dosel de raso rojo. Sobre él estaba extendido un mosquitero de fina
gasa, también roja, y en el lecho había una joven de maravillosa hermosura, con ojos babilónicos, un talle
esbelto como la letra aleph, y un rostro tan bello, que podía envidiarlo el sol luminoso. Era una estrella brillante,
una noble hermosura de.Arabia, como dijo el poeta:
¡El que mida tu talle, ¡oh joven! y lo campare por su esbeltez con la delicadeza de una rama flexible,
juzga con error a pesar de su talento! ¡Porque tu talle no tiene igual, ni tu cuerpo un hermano!
¡Porque la rama sólo es linda en el árbol y estando desnuda! ¡Mientras que tú eres hermosa de todos
modos, y las ropas que te cubren son únicamente una delicia más!
Entonces la joven se levantó, y llegando junto a sus hermanas, les dijo: “¿Por qué permanecéis quietas?
Quitad la carga de la cabeza de ese hombre.” Entonces entre las tres le aliviaron del peso. Vaciaron la espuerta,
pusieron cada cosa en su sitio, y entregando dos dinares al mandadero, le dijeron: “¡Oh mandadero!
vuelve la cara y vete inmediatamente.” Pero el mozo miraba a las jóvenes, encantado de tanta belleza y
tanta perfección, y pensaba que en su vida había visto nada semejante. Sin embargo, chocábele que no hubiese
ningún hombre en la casa. En seguida se fijó en lo que allí había de bebidas, frutas, flores olorosas y
otras cosas buenas, y admirado hasta el límite de la admiración, no tenía maldita la gana de marcharse.
Entonces la mayor de las doncellas le dijo: “¿Por qué no te vas? ¿Es que te parece poco el salario?” Y se
volvió hacia su hermana, la que había hecho las compras, y le dijo: “Dale otro dinar.” Pero el mandadero
replicó: “¡Par Alah, señoras mías! Mi salario suele ser la centesima parte de un dinar, por lo cual no me ha
parecido escasa la paga. Pero mi corazón está pendiente de vosotras. Y me pregunto cuál puede ser vuestra
vida, ya que vivís en esta soledad, y no hay hombre que os haga compañía. ¿No sabéis que un minarete sólo
vale algo con la condición de ser uno de los cuatro de la mezquita? Pero ¡oh señoras mías! no sois más que
tres, y os falta el cuarto. Ya sabéis que la dicha de las mujeres nunca es perfecta si no se unen con los hombres.
Y, coma dice el poeta, un acorde no será jamás armonioso como no se reúnan cuatro instrumentos: el
arpa, el laúd, la cítara y la flauta. Vosotras, ¡oh señoras mías! sólo sois tres, y os falta el cuarto instrumento:
la flauta. ¡Yo seré la flauta, y me conduciré como un hombre prudente, lleno de sagacidad e inteligencia,
artista hábil que sabe guardar un secreto!”
Y las jóvenes le dijeron: “¡Oh mandadero! ¿no sabes tú que somos vírgenes? Por eso tenemos miedo de
fiarnos de algo. Porque hemos leído lo que dicen los poetas: “Desconfía de toda confidencia, pues un secreto
revelado es secreto perdido.”
Pero el mandadero exclamó: “¡Juro por vuestra vida, ¡oh señoras mías! que yo soy un hombre prudente,
seguro y leal! He leído libros y he estudiado crónicas. Sólo cuento casas agradables, callándome cuidadosamente
las cosas tristes. Obro en toda ocasión según dice el poeta:
¡Sólo el hombre juicioso sabe callar el secreto! ¡Sólo los mejores entre los hombres saben cumplir sus
promesas!
¡Yo encierro los secretos en una casa de sólidos candados, donde la llave se ha perdido y la puerta está
sellada!”
Y escuchando los versos del mandadero, muchas otras estrofas que recitó y sus improvisaciones rimadas,
las tres jóvenes se tranquilizaron; pero para no ceder en seguida, le dijeron: “Sabe, ¡oh mandadero! que, en
este palacio hemos gastado el dinero en enormes cantidades. ¿Llevas tú encima con que indemnizarnos?
Sólo te podremos invitar con la condición de que gastes mucho oro. ¿Ácaso no es tu deseo permanecer con
nosotras, acompañarnos a beber, y singularmente hacernos velar toda la noche, hasta que la aurora bañe
nuestros rostros?” Y _la mayor de las doncellas añadió: “Amor sin dinero no puede servir de buen contrapeso
en el platillo de la balanza.” Y la que había abierto la puerta, dijo: “Si no tienes nada, vete sin nada.”
Pero en aquel momento intervino la proveedora, y dijo: “¡Oh hermanas mías! Dejemos eso, ¡por Alah! pues
este muchacho en nada ha de amenguarnos el día. Además, cualquier otro hombre no habría tenido con nosotras
tanto comedimiento. Y cuando le toque pagar a él, yo lo abonaré en su lugar.”
Entonces el mandadero se regocijó en extremo, y dijo a la que le había defendido: “¡Por Alah! A ti te debo
la primer ganancia del día.” Y dijeron las tres: “Quédate, ¡oh buen mandadero! y te tendremos sobre
nuestra cabeza y nuestros ojos,” Y en seguida la proveedora se levantó y se ajustó el cinturón. Luego dispuso
los frascos, clarificó el vino por decantación, preparó el lugar en que habían de reunirse cerca del estanque,
y llevó allí cuanto podían necesitar. Después ofreció el vino y todo el mundo se sentó, y el mandadero
en medio de ellas, en el vértigo, pues se figuraba estar soñando.
Y he aquí que la proveedora ofreció la vasija del vino y llenaron la copa y la bebieron, y así por segunda
y por tercera vez. Después la proveedora la llenó de nuevo y la presentó a sus hermanas, y luego al mandadero.
Y el mandadero, extasiado, improvisó esta composición rimada:
¡Bebe este vino! ¡Él es la causa de toda nuestra alegría! .¡Él da al que lo bebe fuerzas y salud! ¡Él es el
único remedio que cura todos los males!
¡Nadie bebe el vino origen de toda alegría, sin sentir las emociones más gratas! ¡La embriaguez es lo único
que puede saturarnos de voluptuosidad!
Después besó las manos a las tres doncellas, y vació la copa. En seguida, aproximandose a la mayor, le
dijo: “¡Oh señora mía! ¡Soy tu esclavo, tu cosa y tu propiedad!” Y recitó estas estrofas en honor suyo:
¡A tu puerta espera de pie un esclavo de tus ojos, acaso el más humilde de tus esclavos!
¡Pero, conoce a su dueña! ¡Él sabe cuánta s su generosidad y sus beneficios! ¡Y sobre todo, sabe cómo
se lo ha de agradecer!
Entonces ella le dijo ofreciéndole la copa: “Bebe, ¡oh amigo mío! que la bebida, te aproveche y la digieras
bien. Que ella te de fuerzas para el camino de la verdadera salud.”
Y el mandadero cogió la copa, besó la mano a la joven, y una voz dulce y modulada cantó quedamente
estos versos:
¡Yo ofrezco: a mi amiga un vino resplandeciente como sus mejillas, mejillas tan luminosas, que sólo la
claridad de una llama podría compararse con su espléndida vida!
Ella se digna aceptarlo, pero me dice muy risueña:
“¿Cómo quieres que beba mis propias mejillas?”
Y yo le digo: “¡Bebe, oh llama de mi corazón! ¡Este licor son mis lágrimas, su color rojo mi sangre, y su
mezcla en la copa es toda mi alma!
Entonces la joven cogió la copa de manos del mandadero, se la llevó a los labios y después fue a sentarse
junto a sus hermanas. Y todas empezaron a cantar, a danzar y a jugar con las flores exquisitas. Después siguieron
bebiendo en la misma copa hasta que comenzó a anochecer. Las jóvenes dijeron entonces al mandadero:
“Ahora vuelve la cara y vete, y así veremos la anchura de tus hombros.” Pero el mozo exclamo:
“¡Por Alah, señoras mías! ¡Más fácil sería a mi alma salir del cuerpo, que a mí dejar esta casa! ¡Juntemos
esta noche con el día, y mañana podrá cada uno ir en busca de su destino por el camino de Alah!” Entonces
intervino nuevamente la joven proveedora: “Hermanas, por vuestra vida, invitémosle a pasar la noche con
nosotras y nos reiremos mucho con él, porque es muy gracioso.” Y dijeron entonces al mandadero: “Puedes
pasar aquí la noche, con la condición de estar bajo nuestro dominio y no pedir ninguna explicación sobre lo
que veas ni sobre cuanto ocurra.” Y él respondió: “Así sea, ¡oh señoras mías!” Y ellas añadieron: “Levántate
y lee lo que está escrito encima de la puerta.” Y él se levantó, y encima de la puerta vio las siguientes
palabras, escritas con letras de oro:
No hables nunca de lo que no te importe, si no, oirás cosas que no te gusten.
Y, el mandadero dijo: “¡Oh señoras mías os pongo por testigo de que no he de hablar de lo que no me
importe”
En este momento de su narración, Schahrazada vio aparecer la mañana, y se calló discretamente.
PERO CUANDO LLEGÓ LA 10a NOCHE
Doniazada dijo: “¡Oh hermana mía! acaba la relación.” Y Schalhrazada contestó: “Con mucho agrado, y
como un deber de generosidad.” Y prosiguió:
He llegado a saber, ¡oh rey poderoso! que cuando el mandadero hizo su promesa a las jóvenes, se levantó
la proveedora, colocó los manjares delante de los comensales, y todos comieron muy regaladamente. Después
de esto, encendieron las velas, quemaron maderas olorosas e incienso, y volvieron a beber y comer todas
las golosinas compradas en el zoco, sobre todo el mandadero, que al mismo tiempo decía versos, cerrando
los ojos mientras recitaba y moviendo la cabeza. Y de pronto se oyeron fuertes golpes en la puerta,
lo que no les perturbó en sus placeres, pero al fin la menor de las jóvenes se levantó, fue a la puerta, y luego
volvió y dijo: “Bien llena va a estar nuestra mesa esta noche, pues acabo de encontrar junto a la puerta a
tres ahjam con las barbas afeitadas y tuertos del ojo izquierdo. Es una coincidencia asombrosa. He visto
inmediatamente que eran extranjeros, y deben venir del país de los Rum. Cada uno es diferente, pero los
tres son tan ridículos de fisonomía, que hacen reír. Si los hiciésemos entrar nos divertiríamos con ellos.” Y
sus hermanas aceptaron, “Diles que pueden entrar; pero entérales de que no deben hablar de lo que no les
importe, si no quieren oír cosas desagradables.” Y la joven corrió a la puerta, muy alegre, y volvió trayendo
a los tres tuertos. Llevaban las mejillas afeitadas, con unos bigotes retorcidos y tiesos, y todo indicaba que
pertenecían a la cofradía de mendicantes llamados saalik.
Apenas entraron, desearon la paz a la concurrencia, las jóvenes se quedaron de pie y los invitaran a. sentarse.
Una vez sentados, los saalik miraron al mandadero, y suponiendo que pertenecía a su cofradía, dijeron:
“Es un saalik como nosotros, y podrá hacernos amistosa compañía.” Pero el mozo, que los había oído,
se levantó de súbito los miró airadamente, y exclamó: “Dejadme en paz, que para nada necesito vuestro
afecto. Y empezad por cumplir lo que veréis escrito encima de esa puerta.” Las doncellas estallaron de risa
al oír estas palabras, y se decían: “Vamos a divertirnos con este mozo y los saalik.” Después ofrecieron
manjares a los saalik, que los comieron muy gustosamente. Y la más joven les ofreció de beber, y los saalik
bebieron uno tras otro. Y cuando la copa estuvo en circulación, dijo el mandadero: “Hermanos nuestros,
¿lleváis en el saco alguna historia o alguna maravillosa aventura con qué divertirnos?” Estas palabras los
estimularon, y pidieron que les trajesen instrumentos. Y entonces la más joven les trajo inmediatamente un
pandero de Mussul adornado con cascabeles, un laúd de Irak y una flauta de Persia. Y los tres saalik se pusieron
de pie, y uno cogió el pandero, otro el laúd y el tercero la flauta. Y los tres empezaron a tocar, y las
doncellas los acompañaban con sus cantos. Y el mandadero se moría de gusto, admirando la hermosa voz
de aquellas mujeres.
En este momento volvieron a llamar a la puerta. Y como de costumbre, acudió a abrir la más joven de las
tres doncellas.
Y he aquí el motivo de que hubiesen llamado:
Aquella noche, el califa Harún Al-Rachid había salido a recorrer la ciudad, para ver y escuchar por si
mismo cuanto ocurriese. Le acompañaba su visir Giafar-Al-Barmaki y el porta-alfanje Masrur, ejecutor de
sus justicias. El califa en estos casos acostumbraba a disfrazarse de mercader.
Y paseando por las calles había llegado frente a aquella casa y había oído los instrumentos y los ecos de
la fiesta. el califa dijo al visir Giafar: “Quiero que entremos en esta casa para saber qué son esas voces.” Y
el visir Giafar replicó: “Acaso sea un atajo de borrachos, y convendría precavernos por si nos hiciesen alguna
mala partida.” Pero el califa dijo: “Es mi voluntad entrar ahí. Quiero que busques la forma de entrar y
sorprenderlos.” Al oír esa orden, el visir contestó: “Escucho y obedezco.” Y Giafar avanzó llamó a la
puerta. Y al momento fue a abrir la más joven de las tres hermanas.
Cuando la joven hubo abierto la puerta, el visir le dijo: “¡Oh señora mía! somos mercaderes de Tabaria.
Hace diez días llegamos a Bagdad con nuestras géneros, y habitamos en el khan de los mercaderes. Uno de
las comerciantes del khan nos ha convidado a su casa y nos ha dado de comer. Después de la comida, que
ha durado una hora, nos ha dejado en libertad de marcharnos. Hemos salido, pero ya era de noche, y como
somos extranjeros, hemos perdido el camino del khan y ahora nos dirigimos fervorosamente a vuestra generosidad
para que nos perImitáis entrar y pasar la noche aquí. Y ¡Alah os tendrá en cuenta esta buena
obra!”
Entonces la joven los miró, le pareció que en efecto tenían maneras de mercaderes y un aspecto muy respetable,
por lo cual fue a buscar a sus dos hermanas para pedirles parecer. Y ellas le dijeron: “Déjales entrar.”
Entonces fue a abrirles la puerta, y le preguntaron: “¿Podemos entrar, con vuestro permiso?” Y ella
contestó: “Entrad.” Y entraron el califa, el visir y el porta-alfanje, y al verlos, las jóvenes se pusieron de pie
y les dijeron: “¡Sed bien venidos, y que la acogida en esta casa os sea tan amplia como amistosa! Sentaos,
¡oh huéspedes nuestros! Sólo tenemos que imponeros una condición: No habléis de lo que no os importe, si
no queréis oír cosas que no os gusten.” Y ellos respondieron: “Ciertamente que sí.” Y se sentaron, y fueron
invitados a beber y a que circulase entre ellos la copa. Después el califa miró a los tres saalik, y se asombró
mucho de ver que los tres estaban tuertos del ojo izquierdo. Y miró en seguida a las jóvenes, y al, advertir
su hermosura y su gracia, quedó aún más perplejo y sorprendido. Las doncellas siguieron conversando con
los convidados; invitándoles a beber con ellas, y luego presentaron un vino exquisito al califa, pero éste lo
rechazó, diciendo: “Soy un buen hadj”. Entonces la más joven se levantó y colocó delante de él una mesita
con incrustaciones finas, encima de la cual puso una taza de porcelana de China, y echó en ella agua de la
fuente, que enfrió con un pedazo de hielo, y lo mezcló todo con azúcar y agua de rosas, y después se lo presentó
al califa. Y él aceptó, y le dio las gracias, diciendo para sí: “Mañana tengo que recompensaría por su
acción y por todo el bien que hace.”
Las doncellas siguieron cumplierado sus deberes de hospitalidad y sirviendo de beber. Pero, cuando el
vino produjo sus efectos, la mayor de las tres hermanas se levantó, cogió de la mano a la proveedora, y le
dijo: “¡Oh hermana mía! levántate y cumplamos nuestro deber.” Y su hermana le contestó: “Me tienes a tus
órdenes.” Entonces la más pequeña se levantó también, y dijo a los saalik que se apartaran del centro de la
sala y que fuesen a colocarse junto a las puertas. Quitó cuanto había en medio del salón y lo limpió. Las
otras dos hermanas llamaron al mandadero, y le dijeron: “¡Por Alah! ¡Cuán poco nos ayudas! Cuenta que
no eres un extraño, sino de la casa.” Y entonces el mozo se levantó, se remangó la túnica, y apretándose el
cinturón, dijo: “Mandad y obedeceré.” Y ellas contestaron: “Aguarda en tu sitio.” Y a los pocos momentos
le dijo la proveedora: “Sígueme, que podrás ayudarme.”
Y la siguió fuera de la sala, y vio las perras de la especie de las perras negras, que llevaban cadenas al
cuello. El mandadero las cogió y las llevó al centro de la sala. Entonces la mayor de las hermanas se remangó
el brazo, cogió un látigo, y dijo al mozo: “Trae aquí una de esas perras.” Y el mandadero, tirando de
la cadena del animal, le obligó a acercarse, y la perra se echó a llorar y levantó la cabeza hacia la joven. Pero
ésta, sin cuidarse de ello, la tumbó a sus pies, y empezó a darle latigazos en la cabeza, y la perra chillaba
y lloraba, y la joven no la dejó de azotar hasta que se le cansó el brazo. Entonces tiró el látigo, cogió a la
perra en brazos, la estrechó contra su pecho, le seco las lágrimas y la besó en la cabeza, que le tenía cogida
entre sus manos. Después dijo al mandadero: “Llévatela, y tráeme la otra.” Y el mandadero trajo la otra, y
la joven la trató lo mismo que a la primera.
Entonces el califa sintió que su corazón se llenaba de lástima y que el pecho se le oprimía de tristeza, y
guiñó el ojo al visir Giafar para que interrogase sobre aquello a la joven, pero el visir le respondió por señas
que lo mejor era callarse.
En seguida la mayor de las doncellas se dirigió a sus hermanas, y les dijo: “Hagamos lo que es nuestra
costumbre.” Y las otras contestaron: “Obedecemos.” Y entonces se subió al lecho, chapeado de plata y de
oro, y dijo a las otras dos: “Veamos ahora lo que sabéis.” Y la más pequeña se subió al lecho, mientras que
la otra se marchó a sus habitaciones y volvió trayendo una bolsa de raso con flecos de seda verde; se detuvo
delante de las jóvenes, abrió la bolsa y extrajo de ella un laúd. Después se lo entregó a su hermana pequeña,
que lo templó, y se puso a tañerlo, cantando estas estrofas con una vez sollozante y conmovida:
¡Por piedad! ¡Devolved a mis párpados el sueño que de ellos ha huido! ¡Decidme dónde ha ido a parar
mi razón!
¡Cuando permití que el amor penetrase en mi morada, se enojó conmigo, el ceño y me abandonó?
Y me preguntaban: “¿Qué has hecho: para verte así, tú que eres de los que recorren el camino recto y
seguro? ¡Dinos quién te ha extraviado de ese modo!”
Y les dije; “¡No seré yo, sino ella, quiera os responda! ¡Yo sólo puedo deciros que mi sangre, toda mi
sangre, le pertenece! ¡Y siempre he de preferir veterla por ella a conservarla torpemente en mí!
“¡He elegido una mujer para poner en ella mis pensamientos, mis pensamientos que reflejan su imagen!
¡Si expulsara esa imagen, se consumirían mis entrañas con un fuego devorador!
“¡Si la vierais, me disculparíais! ¡Porque el mismo Alah cinceló esa joya con el licor de la vida; y con lo
que quedó de ese licor fabricó la granada y las perlas!”
Y me dicen: “¿Pero encuentras en el objeto amado otra cosa que lágrimas, peñas y escasos placeres?
¿No sabes que al mirarte en el agua límpida sólo verás tu sombra? ¡bebes de un manantial cuya agua
sacia antes de ser saboreada!”
Y yo contesto: “¡No creáis que bebiendo se ha apoderado de mí la embriaguez, sino sólo mirando! ¡No
fue preciso más; esto bastó para qué el sueño huyera por siempre de mis ojos!
“¡Y no son las cosas pasadas las que me consumen, sino solamente el pasado de ella! ¡No son las cosas
amadas de que me separé las que me han puesto en este estado, sino solamente la separación de ella!
“¿Podría volver mis miradas hacia otra, cuando toda mi alma está unida a su cuerpo perfumado a sus
aromas de ámbar y almizcle?”
Cuando acaba de cantar, su hermana le dijo: “¡Ojalá te consuele Alah, hermana mía!” Pero tal aflicción
se apoderó de la joven portera, que se desgarró las vestiduras y cayó desmayada en el suelo.
Pero al caer, como una parte de su cuerpo quedó descubierta, el califa vio en él huellas de latigazos y várazos,
y se asombró hasta el límite del asombro. La proveedora roció la cara de su hermana, y luego que recobró
el sentido, le trajo un vestido nuevo y se lo puso.
Entonces el califa dijo a Giafar: ¿No te conmueven estas cosas? ¿No has visto señales de golpes en el
cuerpo de esa mujer? Yo no puedo callarme, y no descansaré hasta descubrir la verdad de todo esto, y sobre
todo, esa aventura de las dos perras.” Y el visir contestó: “¡Oh mi señor, corona de mi cabeza! recuerda la
condición que nos impusieron: No hables de lo que no te importe, si no quieres oír cosas que no te gusten.”
Y mientras tanto, la proveedora se levantó, cogió el laúd; lo apoyó en su redonda seno, y se puso a cantar:
¿Qué responderíamos si vinieran a darnos quejas de amor? ¿Qué haríamos si el amor nos dañara?
¡Si confiáramos a un intérprete que respondiese en nuestro nombre, este intérprete no sabría traducir
todas las quejas de un corazón enamorado!
¡Y si sufrimos con paciencia y era silencio en ausencia del amado, pronto nos pondrá el dolor a las
puertas de la muerte!
¡Oh dolor!` ¡Para npsotros sólo hay penas y duelo: las lágrimas resbalan por las mejillas!
Y tú, querido ausente, que has huido de las miradas de mis ojos cortando las lazos que te unían a mis
entrañas.
Di, ¿conservas algún recuerdo de nuestro amor pasado, una huella, pequeña que dure a pesar del tiempo?
¿O has olvidado, con la ausencia, el amor que agotó mi espíritu y me puso en tal estado de aniquilamiento
y postración?
¡Si mí sino es vivir desterrada, algún día pediré cuentas de estos sufrimientos a Alah, nuestro Señor!
Al oír este canto tan triste, la mayor de las doncellas se desgarró las vestiduras, y cayó desmayada. Y la
proveedora se levantó y le puso un vestido nuevo, después de haber cuidado de rociarle la cara con agua
para que volviese de su desmayo. Entonces, algo repuesta, se sentó la joven en el lecho, y dijo a su hermana:
“Te ruego que cantes para que podamos pagar nuestrás deudas. ¡Aunque sólo sea una vez!” Y la proveedora
templó de nuevo el laúd y cantó las siguientes estrofas:
¿Hasta cuándo durarán esta separación y este abandono tan cruel? ¿No sabes qué a mis ojos ya no les
quedan lágrimas?
¡Me abandonas! ¿Pera no crees que rompes así la antigua amistad? ¡Oh! ¡si tu objeto era despertar mis
celos, lo has logrado!
¡Si el maldito Destino siempre ayudase a los hombres amorosos, las pobres mujeres no tendrían tiempo
para dirigir reconvenciones a los amantes infieles!
¿A quién me quejaré para desahogar un poco mis desdichas, las desdichas causadas por tu mano, asesino
de mi corazón?.. ¡Áy de mi! ¿Qué recurso le queda al que perdió la garantía de su crédito? ¿Cómo cobrar
la deuda?
¡Y la tristeza de mi corazón dolorido crece con la locura de mi deseo hacia tí! ¡Te busco! ¡Tengo tus
promesas! Pero tú ¿dónde estás?
¡Oh hermanos! ¡os lego la obligación de vengarme del infiel! ¡Que sufra padecimientos como los míos!
¡Que apenas vaya a cerrar los ojos para el sueño, se los abra en seguida el insomnio largamente!
¡Por tu amor he sufrido las peores humillaciones! ¡Deseo, pues, que otro en mi lugar goce las mayores
satisfacciones a costa tuya!
¡Hasta hay me ha tocado padecer por su amor! ¡Pero a él, que de mí se burla, le tocará sufrir mañana!
Al oír esto cayó desmayada otra vez la más joven de las hermanas; y su cuerpo apareció señalado por el
látigo.
Entonces dijeron los tres saalik: “Más nos habría valido no entrar en esta casa, aunque hubiéramos pasado
la noche sobre un montón de escombros, porque este espectáculo nos apena de tal modo, que acabará
por destruirnos la espina dorsal.” Entonces el califa, volviénlose hacia ellos, les dijo: “¿Y por qué es eso?”
Y contestaron: “Porque nos ha emocionado mucho lo que acaba de ocurrir.” Y el califa les preguntó: “¿De
modo que no sois de la casa?” Y contestaron: “Nada de eso. El que parece serlo es ese que está a tu lado.”
Entonces exclamó el mandadero: “¡Por Alah! Esta noche he entrado en esta casa por primera vez, y mejor
habría sido dormir sobre un montón de piedras.”
Entonces dijeron: “Somos siete hombres, y ellas sólo son tres mujeres. Preguntemos la explicación de lo
ocurrido, y si no quieren contestarnos de grado, que lo hagan a la fuerza.” Y todos se concertaron para
obrar de ese modo, menos el visir, que les dijo: “¿Creéis que vuestro propósito es justo y honrado? Pensad
que somos sus huéspedes, nos han impuesto condiciones y debemos cumplirlas Además, he aquí que se
acaba la noche, y pronto irá cada uno a buscar su suerte por el camino de Alah.” Después guiñó el ojo al
califa, y llevándole aparte, le dijo: “Sólo nos queda que permanecer aquí una hora. Te prometo que mañana
pondré entre tus manos a estas jóvenes, y entonces las podrás preguntar su historia.” Pero el califa rehusó y
dijo: “No tengo paciencia para aguardar a mañana.” Y siguieron hablando todos, hasta que acabaron por
preguntarse: “¿cuál de nosotros les dirigirá la pregunta?” Y algunos opinaron que eso le correspondía al
mandadero.
A todo esto, las jóvenes les preguntaron: “¿De qué habláis, buena gente?” Entonces el mandadero se levantó,
se puso delante de la mayor de las tres hermanas, y le dijo: “¡Oh soberana mía! En nombre de Alah
te pido y te conjuro, de parte de todos los convidados, que nos cuentes la historia de esas dos perras negras,
y por qué las has castigado tanto, para llorar después y besarlas. Y dinos también, para que nos enteremos,
la causa de esas huellas de latigazos que se ven en el cuerpo de tu hermana. Tal es nuestra petición. Y ahora,
¡que la paz sea contigo!” Entonces la joven les preguntó a todos. “¿Es cierto lo que dice este mandadero
en vuestro nombre?” Y todos, excepto el visir, contestaron “Cierto es,” Y el visir no dijo ni una palabra.
Entonces la joven, al oír su respuesta, les dijo: “¡Por Alah, huéspedes míos! Acabáis de ofendernos de la
peor manera. Ya se os advirtió oportunamente que si alguien hablaba de lo que no le importase, oiría lo que
no le había de gustar. ¿No os ha bastado entrar en esta casa y comeros nuestras provisiones? Pero no tenéis
vosotros la culpa, sino nuestra hermana, por haberos traído.”
Y dicho esto, se remangó el brazo, dio tres veces con el pie en el suelo, y gritó: “¡Holal ¡Venid en seguida!”
E inmediatamente se abrió uno de los roperos cubiertos por cortinajes, y aparecieron siete negros, altos
y robustos, que blandían agudos alfanjes. Y la dueña les dijo: “Atad los brazos a esa gente de lengua larga,
y amarradlos unos a otros.” Y ejecutada la orden, dijeron los negros: “¡Oh señora nuestral ¡Oh flor oculta a
las miradas de los hombres! ¿nos permites que les cortemos la cabeza?” Y ella contestó: “Aguardad una hora,
que antes de degollarlos he de interrogar para saber quiénes son.”
Entonces exclamó el mandadero: “¡Por Alah, oh señora mía! no me mates por el crimen de estos hombres.
Todos han faltado y todos han cometido un acto criminal, pero yo no. ¡Por Alah! ¡Qué noche tan dichosa
y tan agradable habríamos pasado si no hubiésemos visto a estos malditos saalik! Porque estos saalik
de mal agüero son capaces de destruir la más floreciente de las ciudades sólo con entrar` en ella.”
Y en seguida recitó esta estrofa:
¡Qué hermoso es el perdón del fuerte!
¡Y sobre todo; qué hermoso cuando se otorga al indefenso!
¡Yo te conjuro por la inviolable amistad que existe entre los dos: no mates al inocente por causa del culpable!
Cuando el mandadero acabó de recitar, la joven se echó a reir.
En este momento de su narración; Schahrazada vio aproximarse la mañana, y se calló discretamente.
PERO CUANDO LLEGÓ LA 11a NOCHE
Ella dijo:
He llegado a saber, ¡oh rey afortunado! que cuando la joven se echó a reír, después de haberse indignado,
se acercó a los concurrentes, y dilo: “Cantadme cuanto tengáis que contar, pues sólo os queda una hora de
vida. Y si tengo tanta paciencia, es porque sois gente humilde, que si fueseis de los notables, o de los grandes
de vuestra tribu, o si fueseis de los que gobiernan, ya os habría castigado.”
Entonces el califa dijo al visir: “¡Desdichados de nosotros, oh Giafar! Revélale quiénes somos, si no, va a
matarnos.” Y el visir contestó: “Bien merecido nos está.” Pero el califa dijo: '`No es ocasión oportuna para
bromas; el caso es muy serio, y cada cosa en su tiempo.”
Entonces la joven se acercó a los saalik, y les dijo: “¿Sois hermanos?” Y contestaron ellos; “¡No, por
Alah! Somos los más pobres de los pobres, y vivimos de nuestro oficio, haciendo escarificaciones y poniendo
ventosas.” Entonces fue preguntando a cada uno: “¿Naciste tuerto, tal como ahora estás?” Y el primero
de ellos contestó: “¡No, por Alah! Pero la historia de mi desgracia es tan asombrosa, que si se escribiera
con una aguja en el ángulo interior de un ojo, sería una lección para quien la leyera con respeto.” Y
los otros dos contestaron lo mismo, y luego dijeron los tres: “Cada uno de nosotros es de un país distinto,
pero nuestras historias no pueden, ser más maravillosas, ni nuestras aventuras más prodigiosamente extrañas.”.
Entonces dijo, la joven: “Que cada cual cuente su historia, y después se llevé la mano a la frente para
darnos las gracias, y se vaya en busca de su destino.
El mandadero fue el primero que se adelantó y dijo: “¡Oh señora mía! Yo soy sencillamente un mandadero,
y nada más. Vuestra hermana me hizo cargar con muchas cosas y venir aquí. Me ha ocurrido con vosoEste
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tras lo que sabéis muy bien, y no he de repetirlo ahora, por razones que se os alcanzan. Y tal es toda mi
historia. Y nada podré añadir a ella, sino que os deseo la paz.”
Entonces la joven le dijo: “¡Vaya! llévate la mano a la cabeza, para ver si está todavía en su sitio, arréglate
el pelo, y márchate:` Pero replicó el mozo: “¡Oh! ¡No, por Alah! No me he de ir hasta que oiga el relato
de mis compañeros.”
Entonces el primer saaluk entre los saalik, avanzó para contar su historia, y dijo:
HISTORIA DEL PRIMER SAALUK
“Voy a contarte, ¡oh mi señora! el motivo de que me afeitara las barbas y de haber perdido un ojo.
Sabe, pues, que mi padre era rey. Tenía un hermano, y ese hermano era rey en otra ciudad. Y ocurrió la
coincidencia de que el mismo día que mi madre me parió nació también mi primo.
Después pasaron los años, y después de los años y los días, mi primo y yo crecimos. He de decirte que,
con intervalos de algunos años, iba a visitar a mi tío y a pasar con él algunos meses. La última vez que le
visité me dispensó mi primo una acogida de las más amplias y más generosas, y mandó degollar varios carneros
en mi honor y clarificar numerosos vinos. Luego empezamos a beber, hasta que el vino pudo más que
nosotros. Entonces mi primo me dijo: “¡Oh primo mío Ya sabes que te quiero extremadamente, y te he de
pedir una cosa importante. No quisiera que me la negases ni que me impidieses hacer lo que he resuelto.” Y
yo le contesté: “Así sea, con toda la simpatía y generosidad de mi corazón.” Y para fiar más en mí, me hizo
prestar el más sagrado de los juramentos, haciéndome jurar sobre el Libro Noble. Y en seguida se levantó,
se ausentó unos instantes, y después volvió con una mujer ricamente vestida y perfumada, con un atavío tan
fastuoso, que suponía una gran riqueza. Y volviéndose hacia mí, con la mujer detrás de él, me dijo: “Toma
esta mujer y acompáñala al sitio que voy a indicarte.” Y me señaló el sitío, explicándolo tan detalladamente
que lo comprendí muy bien. Luego añadió: “Allí encontrarás una tumba entre las otras tumbas, y en ella me
aguardarás.” Yo no me pude negar a ello, porque había jurado con la mano derecha. Y cogí a la mujer, y
marchamos al sitio que me había indicado, y nos sentamos allí para esperar a mi primo, que no tardó en
presentarse, llevando una vasija llena de agua; un saco con yeso y una piqueta. Y lo dejó todo, en el suelo,
conservando en la mano nada más que la piqueta, y marchó hacia la tumba, quitó una por una las piedras y
las puso aparte. Después cavó con la piqueta hasta descubrir una gran losa. La levantó, y apareció una escalera
abovedada. Se volvió entonces hacia la mujer, y le dijo: “Ahora puedes elegir.” Y la mujer bajó en
seguida la escalera y desapareció. Entonces él se volvió hacia mí y me dijo: “¡Oh primo mío! te ruego que
acabes de completar este favor, y que, cuando haya bajado, eches la losa y la cubras con tierra, como estaba.
Y así completarás este favor que me has hecho. En cuanto al yeso que hay en el saco y en cuanto al
agua de la vasija, los mezclarás bien y después pondrás las piedras como antes, y con la mezcla llenarás las
junturas de modo que nadie, pueda adivinar que es obra reciente. Porque hace un año que estoy haciendo
este trabajo, y sólo Alah lo sabe.” Y luego añadió: “Y ahora ruega a Alah que no me abrume de tristeza por
estar lejos de ti, primo mío.” En seguida bajó la escalera, y desapareció en la tumba. Cuando hubo desaparecido
de mi vista, me levanté, volví a poner la losa, e hice, todo lo demás que me había mandado, de modo
que la tumba quedó como antes estaba.
Regresé al palacio, pero mi tío se haba ido de caza, y entonces decidí acostarme aquella noche. Después,
cuando vino la manana, comencé a reflexionar sobre todas las cosas de la noche anterior, y singularmente
sobre lo que me había ocurrido con mi primo, y me arrepentí de cuánto había hecho. ¡Pero con el arrepentímiento
no remediaba nada! Entonces volví hacia las tumbas y busqué, sin poder encontrarla, aquella en que
se había encerrado mi primo. Y seguí buscando hasta cerca del anochecer, sin hallar ningún rastro. Regresé
entonces al palacio y no podía beber, ni comer, ni apartar el recuerdo de lo que me había ocurrido con mi
primo, sin poder descubrir qué era de él. Y me afligí con una aflicción tan considerable, que toda la noche
la pasé muy apenado hasta la mañana. Marché en seguida otra vez al cementerio, y volví a buscar la tumba
entre todas las demás, pero sin ningún resultado. Y continué mis pesquisas durante siete días más, sin encontrar
el verdadero camino. Por lo cual aumentaron de tal modo mis temores, que creí volverme loco.
Decidí viajar, en busca de remedio para mi aflicción, y regresé al país de mi padre. Pero al llegar a las
puertas de la ciudad salió un grupo de hombres, se echaron sobre mi y me ataron los brazos. Entonces me
quedé completamente asombrado, puesto que yo era el hijo del sultán y, aquellos los servidores de mi padre
y también mis esclavos. Y me entró un miedo muy grande, y pensaba: “¿Quién sabe lo que le habrá podido
ocurrir a mi padre?” Y pregunté a los que me habían atado los brazos, y no quisieron contestarme. Pero poco
después, uno de ellos, esclavo mío, me dijo: “La suerte no se ha mostrado propicia con tu padre. Los
soldados le han hecho traición y el visir lo ha mandado matar. Nosotros estabamos emboscados, aguardando
que cayeses en nuestras manos.”
Luego me condujeron a viva fuerza. Yo no sabía lo que me pasaba, pues la muerte de mi padre me había
llenado de dolor. Y me entregaron entre las manos del visir que había matado a mi padre. Pero entre este
visir y yo existía un odio muy antiguo. Y la causa de este odio consistía en que yo, de joven, fui muy aficioEste
documento ha sido descargado de
nado al tiro de ballesta, y ocurrió la desgracia de que un día entre los días me hallaba en la azotea del palacio
de mi padre, cuando un gran pájaro descendió sobre la azotea del palacio del visir, el cual estaba en ella.
Quise matar al pájaro con la ballesta, pero la ballesta erró al pájaro, hirió en un ojo al visir y se lo hundió,
por voluntad y juicio escrito de Alah. Ya lo dijo el poeta:
¡Deja que se cumplan los destinos; no quieras desviar el fallo de los jueces de la tierra!
¡No sientas alegría ni aflicción por ninguna cosa, pues las cosas no son eternas!
¡Se ha cumplido nuestro destino; hemos seguido con toda fidelidad los renglones escritos por la Suerte;
porque aquel para quien, la Suerte escribió un renglón, no tiene más remedio que seguirlo!
Y el saaluk prosiguió de este modo
Cuando dejé tuerto al visir, no se atrevió a reclamar en contra mía, porque mi padre era el rey del país.
Pero esta era la causa de su odio.
Y cuando me presentaron a él, con los brazos atados, dispuso que me cortaran la cabeza. Entonces le dije:
¿Por qué me matas si no he cometido ningún crimen?” Y contestó: “¿Qué mayor crimen que éste?” Y señalaba
su ojo huero. Y yo dije: “Eso lo hice contra mi voluntad.” Pero él replicó: “Si lo hiciste contra tu
voluntad, yo voy a hacerlo con toda la mía.” Y dispuso: “¡Traedlo a mis manos!” Y me llevaron entre sus
manos.
Entonces extendió la mano, clavó su dedo en mi ojo izquierdo, y lo hundió completamente.
¡Y desde entonces estoy tuerto, como todos veis!
Hecho esto, ordenó que me matasen y me metiesen en un cajón. Después llamó al verdugo, y le dijo: “Te
lo entrego. Desenvaina tu alfanje y lleva a este hombre fuera de la ciudad; lo matas y le dejas allí para que
se lo coman las fieras.”
Entonces el verdugo me llevó fuera de la ciudad. Y me sacó de la caja con las manos atadas y los pies
encadenados, y me quiso vendar los ojos antes de matarme. Pero entonces rompí a llorar y recité estas estrofas:
¡Te elegí como firme coraza para librarme de mis enemigos, y eres la lanza y el agudo hierro con que
me atraviesan!
¡Cuando disponía del poder, mi mano derecha, la que debía castigar, se abstenía, pasando el arma a mi
mano izquierda, que no la sabía esgrimir! ¡Así obraba yo!
¡No insistáis, os lo ruego, en vuestros reproches crueles; dejad que sólo los enemigos me arrojen las flechas
dolorosas!
¡Conceded a mi pobre alma, torturada por los enemigos, el don del silencio; no la oprimáis más con la
dureza y el peso de vuestras palabras!
¡Confié en mis amigos para que me sirviesen de sólidas corazas; y así lo hicieron, pero en manos de los
enemigos y contra mí!
¡Los elegí para que me sirviesen de flechas mortales; y lo fueron, pero contra mi corazón!
¡Cultivé sus corazones para hacerlos, fieles; y fueron fieles, pero a otros amores!
¡Los cuidé fervorosamente para que fuesen constantes; y lo fueron, pero en la traición!
Cuando el verdugo oyó éstos versos, recordó que había servido a mi padre y que yo le había colmado de
beneficios, y me dijo: “¿Cómo iba yo a matarte, si soy tu esclavo?” Y añadió: “Escápate. ¡Te salvo la vida!
Pero no vuelvas a esta comarca, porque perecerías y me harías perecer contigo, según dice el poeta:
¡Anda! ¡Libértate, amigo, y salva a tu alma de la tiranía! ¡Deja que las casas sirvan de tumba a quienes
las han construido!
¡Anda! ¡Podrás encontrar otras tierras que las tuyas, otros países distintos de tu país, pero nunca hallarás
mas alma que tu alma!
¡Piensa que es muy insensato vivir en un país de humillaciones, cuando la tierra de Alah es ancha hasta
lo infinito!
¡Sin embargo... está escrito! ¡Está escrito que el hombre destinado a morir en un país no podrá morir
más que en el país de su destino! Pero, ¿sabes tú cuál es el país de, tu destino?...
¡Y sobre todo, no olvides nunca que el cuello del león no llega a su desarrollo hasta que su alma se ha
desarrollado, con toda libertad!
Cuando acabó de recitar estos versos le besé las manos, y mientras no me vi muy lejos de aquellos lugares
no pude creer en mi salvación.
Pensando que había salvado la vida, pude consolarme de haber perdido un ojo, y seguí caminando, hasta
llegar a la ciudad de mi tío. Entré en su palacio y le referí todo lo que le había ocurrido a mi padre y todo lo
qué me había ocurrido o mí. Entonces derramó muchas lágrimas, y exclamó “¡Oh sobrino mío! vienes a
añadir una aflicción a mis aflicciones y un dolor a mis dolores. Porque has de saber que el hijo de tu pobre
tío ha desaparecido hace muchos días, y nadie sabe dónde está.” Y rompió a llorar tanto, que se desmayó.
Cazando volvió en sí, me dijo: “Estaba afligidísimo por tu primo, y ahora se.aumenta mi dolor con lo ocurrido
a ti y a tu padre. En cuanto a ti, ¡oh hijo mío! más vale haber perdido un ojo que la vida.”
Al oírle hablar de este modo, no pude callar por más tiempo lo que le había ocurrido a mi primo, y le revelé
toda la verdad. Mi tío, al saberla, se alegró hasta el límite de la alegría; y me dijo: “Llévame en seguida
a esa tumba.” Y contesté: ¡Por Alah! no sé donde está esa tumba. He ido muchas veces a buscarla, sin
poder dar con ella.”
Entonces nos fuimos al cementerio, y al fin, después de buscar en todos sentidos, acabé por encontrarla.
Y yo y mi tío llegamos al límite de la alegría, y entramos en la bóveda, quitamos la tierra, apartamos la losa
y descendimos los cincuenta peldaños que tenía la escalera. Al llegar abajo, subió hacia nosotros una humareda
que nos cegaba. Pero en seguida mi tío pronunció la Palabra que libra de todo temor a quien la dice, y
es ésta: “¡No hay poder ni fuerza mas que en Alah, el Altísimo, el Omnipotente!”
Después seguimos andando, hasta llegar a un gran salón que estaba lleno de harina y de grano de todas
las especies, de manjares de todas clases y de otras muchas cosas. Y vimos en medio del salón un lecho cubierto
por unas cortinas. Mi tío miró hacia el interior del lecho, y vio a su hijo en brazos de aquella mujer
que le había acompañado, pero ambos estaban totalmente convertidos en carbón, como si los hubieran
echado en un horno.
Al verlos, escupió mi tío en la cara de su hijo, y exclamó: “Mereces el suplicio de este bajo mundo que
ahora sufres, pero aún te falta el del otro, que es mas terrible y más duradero.” Y después de haberle escupído,
se descalzó una babucha, y con la suela le dio en la cara.
En este momento de su narración, Schahrazada vio aproximarse la mañana, y discretamente no quiso
abusar del permiso que se le había concedido.
PERO CUANDO LLEGÓ LA 12a NOCHE
Ella dijo:
He llegado a saber, ¡oh rey afortunado! que el saaluk, mientras la concurrencia escuchaba su relato prosiguió
diciendo a la joven:
Después que mi tío dio con la babucha en la cara de su hijo, que estaba allí tendido y hecho carbón, me
quedé prodigiosamente sorprendido ante aquel golpe. Y me afligió mucho ver a mi primo convertido en
carbón, ¡tan joven como era! Y en seguida exclamé: “¡Por Alah! ¡oh tío mío! Alivia un poco los pesares de
tu corazón. Porque yo sufro mucho con lo que ha ocurrido a tu hijo. Y sobre todo, me aflige verlo convertido
en carbón, lo mismo que a esa joven, y que tú, no contento con esto, le pegues con la suela de tu babucha.”
Entonces mi tío me contó lo siguiente:
“¡Oh sobrino mío! Sabe que este joven, que es mi hijo, ardió en amores por su hermana desde la niñez. Y
yo siempre le alejaba de ella, y me decía: “Debo estar tranquilo, porque aún son muy jóvenes.” Sin embargo,
eché a mi hijo una reprimenda terrible y le dije: “¡Cuidado con esas acciones que nadie ha cometido
hasta ahora, ni nadie cometerá después! ¡Cuenta que no habría reyes que tuvieran que arrastrar tanta vergüenza
ni tanta ignominia como nosotros! ¡Y los correos propagarían a caballo nuestro escándalo por todo
el mundo! ¡Guárdete, pues, si no quieres que te maldiga y te mate!” Después cuidé de separarla a ella y de
separarle a él.
Así, pues, cuando mi hijo vio que le había separado de su hermana, debió fabricar este asilo subterráneo
sin que nadie lo supiera; y como ves, trajo a él manjares y otras cosas; y se aprovechó de mi ausencia,
cuando yo estaba en la cacería, para venir aquí con su hermana.
Con esto provocaron la justicia del Altísimo y Muy Glorioso. Y ella los abrasó aquí a los dos. Pero el suplicio
del mundo futuro es más terrible todavía y más duradero.”
Entonces mi tío se echó a llorar, y yo lloré con él. Y después exclamó: “¡Desde ahora serás mi hijo en
vez del otro!”
Pero yo me puse a meditar durante una hora sobre los hechos de este mundo y en otras cosas: en la
muerte de mi padre por orden del visir, en su trono usurpado, en mi ojo hundido, ¡que todos veis! y en todas
estas cosas tan extraordinarias que le habían ocurrido a mi primo, y no pude menos de llorar otra vez.
Luego salimos de la tumba, echamos la losa la cubrimos con tierra y dejándolo todo como estaba antes,
volvimos a palacio.
Apenas llegamos oímos sonar instrumentos de guerra, trompetas y tambores, y vimos que corrían los
guerreros, Y toda la ciudad se llenó de ruidos, del estrépito y del polvo que levantaban los cascos de los caballos.
Nuestro espíritu se hallaba en una gran perplejidad, no acertando la causa de todo aquello. Pero por
fin mi tío acabó por preguntar la razón de estas cosas, y le dijeron: “Tu hermano ha sido muerto por el visir,
que se ha apresurado a reunir sus tropas y a venir súbitamente al asalto de la ciudad, Y los habitantes han
visto que no podían ofrecer resistencia, y han rendido la ciudad a discreción.”
Al oír todo aquello, me dije: “¡Seguramente me matará si caigo en sus manos!” Y de nuevo se amontonaron
en mi alma las penas y las zozobras, y empecé a recordar las desgracias ocurridas a mi padre y a mi
madre, Y no sabía qué hacer, pues si me veían los soldados estaba perdido Y no hallé otro recurso que
afeitarme la barba, Así es que me afeité la barba, me disfracé como pude, y me escapé de la ciudad. Y me
dirigí hacia esta ciudad de Bagdad, donde esperaba llegar sin contratiempo y encontrar alguien que me
guiase al palacio del Emir de. los Creyentes, Harún Al Rachid, el califa del Amo del Universo, a quien quería
contar mi historia y mis aventuras.
Llegué a Bagdad esta misma noche, y como no sabía dónde ir, me quedé muy perplejo. Pero de pronto
me encontré cara a cara con este saaluk, y le deseé la paz y le dije: “Soy extranjero;” Y él me contestó: “Yo
también lo soy,” Y estábamos hablando, cuando vimos acercarse a este tercer saaluk, que nos deseó la paz
y nos dijo: “Soy extranjero.” Y le contestamos: “También lo somos nosotros.” Y anduvimos juntos hasta
que nos sorprendieron las tinieblas. Entonces el Destino nos guió felizmente a esta casa, cerca de vosotras,
señoras mías,
Tal es la causa de que me veáis afeitado y tenga un ojo saltado.” Cuando hubo acabado de hablar, le dijo
la mayor de las tres doncellas: “Está bien; acaríciate la cabeza y vete.”
Pero el primer saaluk contestó: “No me iré hasta que haya oído los relatos de los demás.”
Y todos estaban maravillados de aquella historia tan prodigiosa, y el califa dijo al visar: “En mí vida he
oído aventura semejante a la de este saaluk.”
Entonces el primer saaluk fue a sentarse en el suelo, con las piernas cruzadas, y el otro dio un paso, besó
la tierra entre las manos de la joven, y refirió lo que sigue:
HISTORIA DEL SEGUNDO SAALUK
“La verdad es, ¡oh señora mía! que yo no nací tuerto. Pero la historia que voy a contarte es tan asombrosa,
que si se escribiese con la aguja en el ángulos interior del ojo, serviría de lección a quien fuese, capaz
de instruirse.
Aquí donde me ves, soy rey, hijo de un rey. También sabrás que no soy ningún ignorante. He leído el Corán,
las siete narraciones, los libros capitales, los libros esenciales de los maestros de la ciencia. Y aprendí
también la ciencia de los astros y las palabras de los poetas. Y de tal modo me entregué al estudio de todas
las ciencias, que pude superar a todos los vivientes de mi siglo.
Además, mi nombre sobresalió entre todos los escritores. Mi fama se extendió por el mundo, y todos los
reyes supieron mi valía. Fue entonces cuando oyó hablar de ella el rey de la India, mandó un mensaje a mi
padre rogándole que me enviara a su corte, y acompañó a este mensaje espléndidos regalos, dignos de un
rey. Mi padre consintió, hizo preparar seis naves, llenas de todas las cosas, y partí con mi servidumbre.
Nuestra travesía duró todo un mes. Al llegar a tierra desembarcamos los caballos y los camellos, y cargamos
diez de éstos con los presentes destinadas al rey de la India. Pero apenas nos habíamos puesto en
marcha, se levantó una nube de polvo; que cubría todas las regiones del cielo y de la tierra; y así duró una
hora. Se disipó después, y salieron de ella hasta sesenta jinetes que parecían leones enfurecidos. Eran árabes
del desierto, salteadores de caravanas, y cuando intentamos huir, corrieron a rienda suelta detrás de nosotros
y no tardaron en darnos alcance. Entonces, haciéndoles señas con las manos, les dijimos: “No nos
hagáis daño, pues somos una embajada que lleva estos presentes al poderoso rey de la India.” Y contestaron
ellos: “No estamos en sus dominios ni dependemos de ese rey.” Y en seguida mataron a varios de mis servidores,
mientras que huíamos los demás. Yo había recibido una herida enorme, pero, afortunadamente, los
árabes sólo se cuidaron de apoderarse de las riquezas que llevaban los camellos.
No sabía yo dónde estaba ni qué había de hacer, pues me afligía pensar que poco antes era muy poderoso
y ahora me veía en la pobreza y en la miseria. Seguí huyendo, hasta encontrarme en la cima de una montaña,
donde había una gruta, y allí al fin pude descansar y pasar la noche.
A la mañana siguiente salí de la gruta, proseguí mi camino, y así llegué a una ciudad espléndida, de clima
tan maravilloso, que el invierno nunca la visitó y la primavera la cubría constantemente con sus rosas.
Me alegré mucho al entrar en aquella ciudad, donde encontraría, seguramente, descanso a mis fatigas y
sosiego a mis inquietudes.
No sabía a quién dirigirme, pero al pasar junto a la tienda de un sastre que estaba allí cosiendo, le deseé
la paz, y el buen hombre, después de devolverme el saludo, me invitó cordialmente a sentarme, y lleno de
bondad me interrogó acerca de los motivos que me habían alejado de mi país. Le referí entonces cuanto me
había ocurrido, desde el principio hasta el fin, y el sastre me compadeció mucho y me dijo: “¡Oh tierno joven,
no cuentes eso a nadie! Teme al rey de esta ciudad, que es el mayor enemigo de los tuyos y quiere
vengarse de tu padre desde hace muchos años.”
Después me dio de comer y beber, y comimos y bebimos en la mejor compañía. Y pasamos parte de la
noche conversando, y luego me cedió un rincón de la tienda para que pudiese dormir, y me trajo un colchón
y una manta, cuanto podía necesitar.
Así permanecí en su tienda tres días, y transcurridos que fueron, me preguntó: “¿Sabes algún oficio para
ganarte la vida?” Y yo contesté: ¡Ya lo creo! Soy un gran jurisconsulto, un maestro reconocido en ciencías,
y además sé leer y contar,” Pero él replicó. “Hijo mío, nada de eso es oficio. Es decir, no digo que no sea
oficio -pues me vio muy afligido-, pero no encontrarás parroquianos en nuestra ciudad. Aquí nadie sabe
estudiar, ni leer, ni escribir, ni contar. No saben más que ganarse la vida.” Entonces me puse muy triste y
comencé a lamentarme: “¡Por Alah! Sólo sé hacer lo que acabo de decirte.” Y el me dijo:
¡Vamos, hijo mío, no hay que afligirse de ese modo! Coge una cuerda y un hacha y trabaja de leñador
hasta que Alah te depare mejor suerte. Pero sobre todo, oculta tu verdadera condición, pues te matarían.” Y
fue a comprarme el hacha y la cuerda, y me mandó con los leñadores, después de recomendarme a ellos.
Marché entonces con los leñadores, y terminado mi trabajo, me eché al hombro una carga de leña, la llevé
a la ciudad y la vendí por medio dinar. Compré con unos pocos cuartos mi comida, guarde cuidadosamente
el resto de las monedas, y durante un año seguí trabajando de este modo. Todos los días iba a la tienda
del sastre, donde descansaba unas horas sentado en el suelo con las piernas cruzadas.
Un día, al salir al campo con mi hacha, llegué hasta un bosque muy frondoso que me ofrecía una buena
provisión de leña. Escogí un gran tronco seco, me puse a escarbar alrededor de las raíces, y de pronto el hacha
se quedó sujeta en una argolla de cobre. Vacié la tierra y descubrí una tabla a la cual estaba prendida la
argolla, y al levantarla, apareció una escalera que me condujo hasta una puerta. Abrí la puerta y me encontré
en un salón de un palacio maravilloso. Allí estaba una joven hermosísima, perla inestimable, cuyos encantos
me hicieron olvidar mis desdichas y mis temores. Y mirándola, me incliné ante el Creador, que la
había dotado de tanta perfección y tanta hermosura.
Entonces ella me miró y me dijo: “¿Eres un ser humano o un efrit?” Y contesté: “Soy un hombre.” Ella
volvió a preguntar: “¿Cómo pudiste venir hasta este sitio donde estoy encerrada veinte años?” Y al oír estas
palabras, que me parecieron llenas de delicia y de dulzura, le dije: “¡Oh señora mía!' Alah me ha traído a tu
morada para que olvide mis dolores y mis penas.” Y le conté cuanto me había ocurrido; desde él principio
hasta el fin, produciéndole tal lástima, que se puso a llorar, y me dijo: “Yo también te voy a contar mi historia.
“Sabe que soy hija del rey Aknamus, el último rey de la India, señor de la Isla de Ébano. Me casé con el
hijo de mi tío. Pero la misma noche de mi boda, me raptó un efrit llamado Georgirus, hijo de Rajmus y
nieto del propio Eblis, y me condujo volando hasta este sitio, al que había traído dulces, golosinas, telas
preciosas, muebles, víveres y bebidas. Desde entonces viene a verme cada diez días; se acuesta esa noche
conmigo, y se va por la mañana. Si necesitase llamarlo durante los diez días de su ausencia, no tendría más
que tocar esos dos renglones escritos en la bóveda, e inmediatamente se presentaría. Como vino hace cuatro
días, no volverá hasta pasadas otros seis, de modo que puedes estar conmigo cinco días, para irte uno antes
de su llegada.”
Y yo contesté: “Desde luego he de permanecer aquí todo ese tiempo.” Entonces ella, mostrando una gran
satisfacción, se levantó en seguida, me cogió de la mano, me llevó por unas galerías, y llegamos por fin al
hammam, cómodo y agradable con su atmósfera tibia. Inmediatamente los dos entramos en el baño. Después
de bañarnos, nos sentamos en la tarima del hammam, uno al lado del otro, y me dio de beber sorbetes
de almizcle y a comer pasteles deliciosos. Y seguimos hablando cariñosamente mientras nos comíamos las
golosinas del raptor.
En seguida me dijo: “Esta noche vas a dormir y a descansar de tus fatigas para que mañana estés bien
dispuesto.”
Y yo, ¡oh señora mía! me avine a dormir, después de darle mil gracias. Y olvidé realmente todos mis pesares.
Al despertar, la encontré sentada a mi lado, frotando con un delicioso masaje mis miembros y mis pies. Y
entonces invoqué sobre ella todas las bendiciones de Alah, y estuvimos hablando durante una hora cosas
muy agradables. Y ella me dijo: “¡Por Alah! Antes de que vinieses vivía sola en este subterráneo, y estaba
muy triste, sin nadie con quien hablar, y esto durante veinte años.
Por eso bendigo a Alah, que te ha guiado junto a mí”
Después, con voz llena de dulzura, cantó esta estancia:
¡Si de tu venida
Nos hubiesen avisado anticipadamente,
Habríamos tendido como alfombra para tus pies
La sangre pura de nuestros corazones y el negro terciopelo de nuestros ojos!
¡Habríamos tendido la frescura de nuestras mejillas!
Para tu lecho, ¡oh viajero de la noche!
¡Porque tu sitio está encima de nuestros párpados!
Al oír estos versos le di las gracias con la mano sobre el corazón, y sentí que su amor se apoderaba de todo
mi ser, haciendo que tendieran el vuelo mis dolores y mis penas. En seguida nos pusimos a beber en la
misma copa, hasta que se ausentó el día. ¡Y jamás en mi vida he pasado una noche semejante! Por eso
cuando llegó la mañana nos levantamos muy satisfechos uno de otro y realmente poseídos de una dicha sin
límites.
Entonces, más enamorado que nunca, temiendo que se acabase nuestra felicidad, le dije: “¿Quieres que te
saque de este subterráneo y que te libre del efrit?” Pero ella se echó a reír y me dijo: “¡Calla y conténtate
con lo que tienes! Ese pobre efrit sólo vendrá una vez cada diez días, y todos los demás, serán para ti.” Pero
exaltado por mi pasión, me excedí demasiado en mis deseos, pues repuse: “Voy a destruir esas inscripciones
mágicas, y en cuanto se presente el efrit, lo mataré. Para mí es un juego exterminar a esos efrits, ya sean
de encima o de debajo de la tierra.”
Y la joven, queriendo calmarme, recitó estos versos:
¡Oh tú, que pides un plazo antes de la separación y que encuentras dura la ausencia! ¿no sabes que es el
medio de no encadenarse? ¿no sabes que es sencillamente el medio de amar?
¿Ignoras que el cansancio es la regla de todas las relaciones, y que la ruptura es la conclusión de todas
las amistades?...
Pero yo, sin hacer caso de estos versos que ella me recitaba, di un violento puntapié en la bóveda...
En este momento de su narración, Schahrazada vio aparecer la mañana, y se calló discretamente.
PERO CUANDO LLEGÓ LA 13a
. NOCHE
El
He llegado a saber, ¡oh rey afortunado! que el segundo saaluk prosiguió su relato de este modo:
¡Oh señora mía! cuando di en la bóveda tan violento puntapié, la jovenme dijo: “¡He ahí el efrit! ¡Ya viene
contra nosotros! ¡Por Alah! ¡Me has perdido! Atiende a tu salvación y sal por donde entraste.”
Entonces me precipité hacia la escalera. Pero desgraciadamente, a causa de mi gran terror había olvidado
las sandalias y el hacha. Por eso, como había ya subido algunos peldaños, volví un poco la cabeza para dirigir
la última mirada a las sandalias y al hacha que habían sido mi felicidad; pero en el mismo instante vi
abrirse la tierra y aparecer un efrit enorme, horriblemente feo, que preguntó a la joven: “¿A qué obedece
esa llamada tan terrible con la que acabas de asustarme? ¿Qué desgracia te amenaza?” Ella contestó: “Ninguna
desgracia. Sentí una opresión en el pecho, a causa de mi soledad, y al levantarme en busca de alguna
bebida refrescante que reconfortara mi ánimo, lo hice tan bruscamente, que resbalé y fui a dar contra la cúpula.”
Pero el efrit dijo: “¡Cómo sabes mentir, desvergonzada libertina!” Después empezó a registrar el palacio
por todos lados, hasta encontrar mis babuchas y el hacha. Y entonces gritó: “¿Qué, significan estas
prendas? ¿Cómo han podido llegar aquí?” Y ella contestó: “Ahora las veo por primera vez. Acaso las llevarías
tú colgando a la espalda, y así las has traído.” El efrit, en el colmo del furor, dijo entonces: “Todo eso
son palabras absurdas, torpes y falsas. Y no han de servirte conmigo mala mujer.”
En seguida la puso sobre cuatro estacas clavadas en el suelo, y empezó a atormentarla, insistiendo en sus
preguntas sobre lo que había ocurrido. Pero yo no pude resistir mas aquella escena, ni escuchar su llanto, y
subí rápidamente los peldaños, trémulo de terror. Una vez en el bosque, puse la trampa como la había encontrado,
la oculté a las miradas cubriéndola con tierra. Y me arrepentí de mi acción hasta el límite del
arrepentimiento. Y me puse a pensar en la joven, en su hermosura y en los tormentos que le hacía sufrir
aquel miserable después de tenerla encerrada veinte años. Y aún me dolía más que la atormentase por causa,
mía. Y en ese momento me puse a pensar también en mi padre, en su reino y en mi triste condición de
leñador. ¡Esto fue todo!
Después seguí caminando, hasta llegar a la casa de mi amigo el sastre. Y lo encontré muy impaciente a
causa de mi ausencia, pues se hallaba sentado y parecía que lo estuviesen friendo al fuego en una sartén. Y
me dijo: “Como no veniste ayer, pasé toda la noche muy intranquilo. Y temí que te hubiese devorado alguna
fiera o te hubiera pasado algo semejante en el bosque; pero ¡alabado sea Alah que te guardó!” Entonces
le di las gracias por su bondad, entré en la tienda, y sentado en mi rincón empecé a pensar en mi desventura
y a reconvenirme por aquel puntapié tan imprudente que había dado en la bóveda. De pronto mi amigo el
sastre entró y me dijo: “En la puerta de la tienda hay un hombre una especie de persa, que pregunta por ti y
lleva en la mano, tu hacha y tus babuchas. Las ha presentado a todos los sastres de esta calle, y les ha dicho:
“Al ir esta mañana a la oración, llamado por el muecín, me he encontrado en el camino estas prendas y no
sé a quien pertenecen. ¿Me lo podríais decir vosotros?” Entonces los sastres reconocieron tu hacha y tus
sandalias y lo han encaminado hacia aquí. Y ahí está aguardándote en la puerta de la tienda. Sal, dale las
gracias, y recoge el hacha y las sandalias.” Pero al oír todo aquello me puse muy pálido, y creí desmayarme
de terror. Y hallándome en este trance, se abrió de pronto la tierra y apareció el persa. ¡Era el efrit! Había
sometido a la joven al tormento, ¡y qué tormento! Pero ella nada había declarado, y entonces él, cogiendo el
hacha y las babuchas, le dijo: “Ahora verás si no soy Georgirus, descendiente de Eblis. ¡Vas a ver si puedo
traer o no al amo de estas cosas!”
Y había empleado en las casas de los sastres la estratagema de que he hablado.
Se me apareció, pues, bruscamente, brotando del suelo, y sin perder un instante me cogió en brazos, se
elevó conmigo por los aires, y descendió después para hundirme con él en la tierra. Yo había perdido por
completo el conocimiento. Me llevó al palacio subterráneo en que había sido tan feliz, y allí vi a la joven,
cuya sangre corría por su cuerpo. Mis ojos se habían llenado de lágrimas: Entonces el efrit sé dirigió a ella
y le dijo: “Aquí tienes a tu amante.” Y la joven me miró y dijo: “No sé quién pueda ser este hombre. No le
he visto hasta ahora.”
Y replicó el efrit: “¿Cómo es eso? ¿Te presento la prueba del delito y no confiesas?” Y ella, resueltamente,
insistió: “He dicho que no le conozco.” Entonces dijo el efrit: “Si es verdad que no le conoces, coge
esa alfanje y córtale la cabeza. “Y ella cogió el alfanje, avanzó muy decidida y se detuvo delante de mí. Y
yo, pálido de terror, le pedía por señas que me perdonase, y las lagrimas corrían por mis mejillas. Y ella me
hizo también una seña con los ojos, mientras decía en alta voz: “¡Tú eres la causa de mis desgracias!” Y yo
contesté a esta seña con una contracción de mis ojos, y recité estos versos de doble sentido; que el efrit no
podía entender:
¡Mis ojos saben hablarte suficientemente para que la lengua sea inútil! ¡Sólo mis ojos te revelan los secretos
ocultos de mi corazón!
¡Cuando te apareciste, corrieron por mi rostro dulces lágrimas, y me quedé mudo, pues, mis ojos te decían
lo necesario!
¡Los párpados saben expresar también los sentimientos! ¡El entendido no necesita utilizar los dedos!
¡Nuestras cejas pueden suplir a las palabras! ¡Silencio, pues! ¡Dejemos que hable el amor!
Y entonces la joven, habiendo entendido mis súplicas, soltó el alfanje. Lo recogió el efrit, y entregándomelo,
dijo señalando a la joven: “Córtale la cabeza, y quedarás en libertad; te prometo no causarte ningún
daño,” Y yo contesté: “¡Así sea”' Y cogí el alfanje y avancé resueltamente con el brazo levantado. Pero
ella me imploraba, haciéndome señas con los ojos, como diciendo: “¿Qué daño te hice?'” Y entonces, se me
llenaron los ojos de lágrimas y arrojando el alfanje, dije al efrit: “¡Oh poderoso efrit! ¡Oh héroe robusto e
invencible! Si esta mujer fuese tan mala como crees, no habría dudado en salvarse a costa de mi vida. Y en
cambio ya has visto que ha arrojado el alfanje. ¿Cómo he de cortarle yo la cabeza, si además no conozco a
esta joven? Así me diesen a beber la copa de la mala muerte, no habría de prestarme a esa villanía.” Y el
efrit contestó a estas palabras: “¡Basta ya! Acabo de sorprender que os amáis. He podido comprobarlo.”
Y, entonces; ¡oh señora mía! cogió el alfanje y cortó una mano, de la joven y después la otra mano, y
luego el pie derecho y después el izquierdo. De cuatro golpes sacó las cuatro extremidades: Y yo, al ver
aquello con mis propios ojos, creí que me moría.
En ese momento la joven, guiñándome un ojo, me hizo disimuladamente una seña. Pero ¡ay de mí! el
efrit la sorprendió, y dijo: “¡Oh hija, de tal! Acabas de cometer adulterio con tu ojo.” Y entonces de un tajo
le cortó la cabeza. Despues, volviéndose hacia mí, exclamó, “Sabe, ¡oh tú ser humano! que nuestra ley nos
permite a los efrits matar a la esposa adúltera, y hasta lo encuentra lícito y recomendable. Sabe que yo robé
a esta joven la noche de su boda, cuando aún no tenía doce años. Y la traje aquí, y cada diez días venía a
verla, y pasábamos juntos la noche, pero hoy, al saber que me engañaba, la he matado. Sólo me ha engañado
con un ojo, con el que te guiñó al mirarte. En cuanto a ti, como no he podido comprobar tu falta, no te
mataré; pero de todos modos, algo he de hacerte para que no te rías a mis espaldas y para humillar tu vanidad.
Te permito elegir el mal que quieras que te cause.”
Entonces, ¡oh señora mía! al verme libre de la muerte, me regocijé hasta el límite del regocijo, y confiando
en obtener toda su gracia, le dije; “Realmente, no sé cuál elegir de entre todos los males; no prefiero
ninguno.” Y el efrit, más irritado que nunca, golpeó con el pie en el suelo, y exclamó: “¡Te mando que elijas!
A ver, ¿bajó qué forma quieres que te encante? ¿Prefieres la de un borrico? ¿La de un mulo? ¿La de un
cuervo? ¿La de un perro? ¿La de un mono?” Entonces yo, con la esperanza de un indulto completo y abusando
de su buena disposición, le respondí: “¡Oh mi señor Georgirus, descendiente del poderoso Eblis! Si
me perdonas, Alah te perdonará también, pues tendrá en cuenta tu clemencia con un buen musulmán que
nunca te hizo daño.” Y seguí suplicando hasta el límite de la súplica, postrándome humildemente entre sus
manos, y le decía: “No me condenes injustamente.” Pero él replicó: “No hables más si no quieres morir. Es
inútil que abuses de mi bondad, pues tengo que encantarte necesariamente.”
Y dicho esto me cogió, hendió la cúpula, atravesó la tierra y voló conmigo a tal altura, que el mundo me
parecía una escudilla de agua. Descendió después hasta la cima de un monte, y allí me soltó; cogió luego un
puñado de tierra, refunfuñó algo como un gruñido, pronunció en seguida unas palabras misteriosas, y arrojándome
la tierra, dijo: “¡Sal de tu forma y toma la de un mono!” Y al momento, ¡oh, señora mía! quedé
convertido en mono. ¡Pero qué mono! ¡Viejo, de más de cien años y de una fealdad excesiva! Cuando me
vi tan horrible, me desesperé y me puse a brincar, y brincaba, realmente. Y como aquello no me servía de
remedio, rompí a llorar a causa de mis desventuras. Y el efrit se reía de un modo que daba miedo, hasta que
por último desapareció.
Y medité entonces sobre las injusticias de la suerte, habiendo. aprendido a costa mía que la suerte no depende
de la criatura.
Después descendí al pie de la montaña, hasta llegar a lo más bajo de todo. Y empecé a viajar, y por las
noches me subía para dormir a la copa de los árboles. Así fui caminando durante un mes, hasta encontrarme
a orillas del mar. Y allí me detuve como una hora, y acabé por ver una nave, en medio del mar, que era impulsada
hacia la costa por un viento favorable. Entonces me escondí detrás de unas rocas, y allí aguardé.
Cuando la embarcación ancló y sus tripulantes comenzaron a desembarcar, me tranquilicé un tanto, saltando
finalmente a la nave. Y uno de aquellos hombres gritó al verme: “¡Echad de aquí pronto a ese bicho de
mal agüero!” Otro dijo: “¡Mejor sería matarlo!” Y un tercero repuso. “Sí; matémoslo con este sable.” Entonces
me eché a llorar, y detuve con una mano el arma, y mis lágrimas corrían abundantes.
Y en seguida el capitán, compadeciéndose de mí, exclamó: “¡Oh mercaderes! este mono acaba de implorarme,
y queda bajo mi protección. Y os prohibo echarle, pegarle u hostigarle.” Luego hubo de dirigirme
benévolas palabras, y yo las entendía todas. Entonces acabó por tomarme en calidad de criado, y yo hacía
todas sus cosas y le servía en la nave.
Y al cabo de cincuenta días, durante los cuales nos fue el viento propicio, arribamos a una ciudad enorme
y tan llena de habitantes, que sólo Alah podría contar su número.
Cuando llegamos, acercáronse a nuestra nave los mamalix enviados por el rey de la ciudad. Y llegaron
para saludarnos y dar la bienvenida a los mercaderes, diciéndoles: “El rey nos manda que os felicitemos por
vuestra feliz llegada, y nos ha entregado este rollo de pergamino para que cada uno de vosotros escriba en
él una línea con su mejor letra.”
Entonces yo, que no había perdido aún mi forma de mono, les arranqué de la mano el pergamino, alejándome
con mi presa. Y temerosos sin duda de que lo rompiese o lo tirase al mar, me llamaron a gritos y me
amenazaron; pero les hice seña de que sabía y quería escribir; y el capitán repuso: Dejadle. Si vemos que lo
emborrona, le impediremos que continúe; pero si escribe bien de veras, le adoptaré por hijo, pues en mi vida
he visto un mono mas inteligente.” Cogí entonces el cálamo, lo mojé, extendiendo bien la tinta por sus
dos caras, y comencé a escribir.
Y escribí cuatro estrofas, cada una con una letra diferente, e improvisadas en distinto estilo: la primera al
modo Rikaa, la segunda al modo Rihani, la tercera al modo Sulci y la cuarta al modo Muchik:
a) ¡El tiempo ha descrito ya los beneficios y los dones de los hombres generosos, pero desespera de poder
enumerar jamás los tuyos!
¡Después de Alah, el género humano no puede recurrir más que a ti, porque eres realmente el padre de
todos los beneficios!
b) Os hablaré de su pluma:
¡Es la primera, y el origen mismo de las plumas! ¡Su poderío es sorprendente! ¡Y ella es la que le ha
colocado entre los sabios más notables!
¡De esa pluma, cogida con las yemas de sus cinco dedos, han brotado y corren por el mundo cinco ríos
de elocuencia y poesía!
c) Os hablaré de su inmortalidad:
¡No hay escritor que no muera; pero el tiempo eterniza lo escrito por sus manos!
¡Así, pues, no dejes escribir a tu pluma más que aquello de que puedas enorgullecerte el día de la Resurrección!
d) ¡Si abres el tintero, utilízalo solamente para trazar renglones que beneficien a toda criatura generosa!
¡Pero si no has de usarlo para hacer donaciones, procura, al menos, producir belleza! ¡Y serás así uno
de aquellos a quienes se cuenta entre los escritores más grandes!
Cuando acabé de escribir les entregué el rollo de pergamino. Y todos los que lo vieron se quedaron muy
admirados. Después cada cual escribió una línea con su mejor letra.
Luego de esto se fueron los esclavos para llevar el rollo al rey. Y cuando el rey hubo examinado lo escrito
por cada uno de nosotros, no quedó satisfecho más que de lo mío, que estaba hecho de cuatro maneras
diferentes, pues mi letra me había dado reputación universal cuando yo era todavía príncipe.
Y el rey dijo a sus amigos que estaban presentes y a los esclavos: “Id en seguida a ver al que ha hecho
esta hermosa letra, dadle este traje de honor para que se lo vista, y traedle en triunfo sobre mi mejor mula al
son de los instrumentos.”
Al oírlo, todos empezaron a sonreír. Y el rey, al notarlo, se enojó mucho, y dijo: “¡Cómo! ¿Os doy una
orden y os reís de mí?” Y contestaron: “¡Oh rey del siglo! En verdad que nos guardaríamos de reirnos de
tus palabras; pero has de saber que, el que ha hecho esa letra tan hermosa no es hijo de Adán, sino un mono,
que pertenece al capitán de la nave.” Estas palabras sorprendieron mucho al rey, y luego, convulso de
alegría y estallando de risa, dijo: “Deseo comprar ese mono.” Y ordenó inmediatamente a las personas de
su corte que cogiesen la mula y el traje de honor y se fuesen a la nave a buscar al mono, y les dijo: “De todas
maneras, le vestiréis con ese traje de honor y le traeréis montado en la mula.”
Llegados a la nave me compraron a un precio elevada, aunque al principio el capitán se resistía a venderme,
comprendiendo, por las señas que le hice, que me era muy doloroso separarme de él. Después los otros
me vistieron con el traje de honor, montáronme en la mula y salimos al son de los instrumentos más armoniosos
que se tocaban en la ciudad. Y todos los habitantes y las criaturas humanas de la población se quedaron
asombrados, mirando con interés enorme un espectáculo tan extraordinario y prodigioso.
Cuando me llevaron ante el rey y lo vi, besé la tierra entre sus manos tres veces, permaneciendo luego inmóvil.
Entonces el monarca me invitó a sentarme, y yo me postré de hinojos. Y todos los concurrentes se
quedaron maravillados de mi buena crianza y mi admirable cortesía; pero el más profundamente maravillado
fue el rey. Y cuando me postré de hinojos, el rey dispuso que todo el mundo se fuese, y todo el
mundo se marchó No quedamos más que el rey, el jefe de los eunucos, un joven esclavo favorito y yo, señora
mía:
Entonces ordenó al rey qué trajesen algunas vituallas. Y colocaron sobre un mantel cuantos manjares
puede el alma anhelar y cuantas excelencias son la delicia de los ojos. Y el rey me invitó luego a servirme,
y levantándome y besando la tierra entre sus manos siete veces, me senté sobre mi trasero, de mono y me
puse a comer pulcramente, recordando en todo mi educación pasada.
Cuando levantaron el mantel, me levanté yo también para lavarme las manos. Volví después de lavármelas,
cogí el tintero, la pluma y una hoja de pergamino, y escribí lentamente estas dos estrofas ensalzando
las excelencias de la pastelería árabe:
¡Oh pasteles! ¡dulces, finos y sublimes pasteles; enrollados con los dedos! ¡Vosotros sois la triaca, el
antídoto de cualquier veneno! ¡Nada me gusta tanto, y constituís mi única esperanza, toda mi pasión!
¡El corazón se me estremece al ver un mantel bien extendido, en cuyo centro se aromatiza una kenafa
nadando sobre la manteca y la miel en una gran bandeja!
¡Oh kenafal ¡kenafa fina y sedosa como cabellera! ¡Mi deseo, por saborearte, ¡oh kénafa! llega a la
exageración! ¡Y me pondría en peligro de muerte al pasar un día sin que estuvieses en mi mesa! ¡Oh kenafa!
¡Y tú, jarabe! ¡adorable y delicioso jebe! ¡Aunque lo estuviera comiendo y bebiendo, día y noche, volvería
a desearlo en la vida futura!
Después de esto dejé la pluma y el tintero, y me senté respetuosamente a alguna distancia. Y no bien leyó
el rey lo que yo había escrito, se maravilló asombrosamente, y exclamó: “¿Es posible que un mono posea
tanta elocuencia, y sobre todo una letra tan magnífica? ¡Por Alah!... ¡es el prodigio de los prodigios!”
En aquel instante trajeron un juego de ajedrez, y el rey me preguntó por señas si sabía jugar, contestándole
yo que sí con la cabeza. Y me acerqué, coloqué las piezas y me puse a jugar con el rey. Y le di mate
dos veces. Y el rey no supo entonces qué pensar, quedándose perplejo, y dijo: “¡Si éste fuera un hijo de
Adán, habría superado a todos los vivientes de su siglo!”
Y ordenó luego al eunuco: “Ve a las habitaciones de tu dueña, mi hija, y dile: “¡Oh mi señora! Venid inmediatamente
junto al rey”, pues quiero que disfrute de este espectáculo y va un mono tan maravilloso.”
Entonces fue el eunuco, y no tardó en volver con su dueña, la hija del rey, que en cuanto me divisó se cubrió
la cara con el velo, y dijo: ¡Padre mío! ¿Cómo me mandas llamar ante hombres extraños?” Y el rey
dijo: “Hija mía, ¿por quién te tapas la cara, si no hay aquí nadie más que nosotros?” Entonces contestó la
joven: “Sabe, ¡oh padre mío! que ese mono es hijo de un rey llamado Amarus, y dueño de un lejano país.
Este mono está encantado por el efrit Georgirus, descendiente de Eblis, después de haber matado a su esposa,
hija del rey Aknamus, señor de las Islas de Ébano. Este mono, al cual crees mono de veras, es un hombre,
pero un hombre sabio, instruido y prudente.”
Sorprendido al oír estas palabras, me preguntó el rey: “¿Es verdad lo que dice de ti mi hija?” Y yo, con la
cabeza, le indiqué que era cierto, y rompí a llorar. Entonces el rey le preguntó a su hija: “¿Por qué sabes
que está encantado?” Y la princesa contestó: “¡Oh padre mío! Siendo yo pequeña, la vieja que había en casa
de mi madre era una bruja muy versada en la magia y me enseñó este arte. Más tarde me perfeccioné en
él, y aprendí más de ciento seasenta artículos mágicos, de los cuales el más insignificante me permitiría
transportar tu palacio con todas sus piedras y la ciudad entera detrás del Cáucaso y convertir en mar esta
comarca y en peces a cuantos la habitan.”
Y el, padre exclamó: “¡Por el verdadero nombre de Alah sobre ti, ¡oh hija mía! desencanta a ese hombre,
para que yo le nombre mi visir. Pero ¿es posible que tú poseas ese, talento tan enorme y que yo lo ignorase?
Desencanta inmediatamente a ese mono, pues debe ser un joven muy inteligente y agradable.” Y la princesa
respondió: “De buena gana y como homenaje debido.”
En este momento de su narración, Schaltrazada vio aparecer la mañana, y se calló discretamente.
PERO CUANDO LLEGÓ LA Y 14a NOCHE
Ella dijo:
He llegado a saber, ¡oh rey afortunado! que el segundo saaluk dijo a la dueña de la casa:
¡Oh mi señora! Al oír la princesa el ruego de su padre, cogió un cuchillo que tenía unas inscripciones en
lengua hebrea, trazó con él un círculo en el suelo, escribió allí varios renglones talismánicos, y después se
colocó en medio del círculo, murmuró algunas palabras mágicas, leyó en un libro antiquísimo unas cosas
que nadie entendía, y así permaneció breves instantes. Y he aquí que de pronto nos cubrieron unas tinieblas
tan espesas, que nos creímos enterrados bajo las ruinas del mundo. Y súbitamente apareció el efrit Geor--
girus bajo el aspecto más horrible, las manos como rastrillos, las piernas como mástiles y los ojos como tizones
encendidos. Entonces nos aterrorizamos todos, pero la hija del rey le dijo; “¡Oh, efrit! No puedo
darte la bienvenida ni acogerte con cordialidad.” Y contestó el efrit: “¿Por qué no cumples tus promesas?
¿No juraste respetar nuestro acuerdo de no combatirnos ni mezclarte en nuestros asuntos? Mereces el castigo
que voy a imponerte. ¡Ahora verás, traidora!” E inmediatamente el efrit se convirtió en un león espantoso,
el cual, abriendo la boca en toda su extensión, se abalanzó sobre la joven. Pero ella, rápidamente, se
arrancó un cabello, se lo acercó a los labios, murmuró algunas palabras mágicas, y en seguida el cabello se
convirtió en un sable afiladísimo. Y dio con él tal tajo al león, que lo abrió en dos mitades. Pero inmediatamente
la cabeza del león se transformó en un escorpión horrible, que se arrastraba hacia el talón de la joven
para morderla, y la princesa se convirtió en seguida en una serpiente enorme, que se precipitó sobre el
maldito escorpión, imagen del efrit, y ambos trabaron descomunal batalla. De pronto, el escorpión se convirtió
en un buitre y la serpiente en un águila, que se cernió sobre el buitre, y ya iba a alcanzarlo, después
de una hora de persecución, cuando el buitre se transformó en un enorme gato negro, y la princesa en lobo.
Gato y lobo se batieron a través del palacio; hasta que el gato, al verse vencido; se convirtió en una inmensa
granada roja y se dejó caer en un estanque que había en el patio.. El lobo se echó entonces al agua, la granada,
cuando iba a cogerla, se elevó por los aires, pero como era tan enorme cayó pesadamente sobre el
mármol y se reventó. Los granos, desprendiéndose uno a uno, cubrieron todo el suelo. El lobo se transformó
entonces en gallo, empezó a devorarlos, y ya no quedaba más que uno, pero al ir a tragárselo se le
cayó del pico, pues así lo había dispuesto la fatalidad, y fue a esconderse en un intersticio de las losas, cerca
del estanque. Entonces el gallo empezó a chillar, a sacudir las alas y a hacernos señas con el pico, pero no
entendíamos su lenguaje, y como no podíamos comprenderle, lanzó un grito tan terrible, que nos pareció
que el palacio se nos venía encima. Después empezó a dar vueltas por el patio, hasta que vio el grano y se
precipitó a cogerlo, pero el grano cayó en el agua y se convirtió en un pez. El gallo se transformó entonces
en una ballena enorme, que se hundió en el agua persiguiendo al pez, y desapareció de nuestra vista durante
una hora. Después oímos unos gritos tremendos y nos estremecimos de terror. Y en seguida apareció el efrit
en su propia; y horrible figura, pero ardiendo como un ascua, pues de su boca, de sus ojos y de su nariz salían
llamas y humo; y detrás de él surgió la princesa en su propia forma, pero ardiendo también como metal
en fusión; y persiguiendo al efrit, que ya nas iba a alcanzar. Entonces, temiendo que nos abrasase, quisimos
echarnos al agua, pero el efrit nos detuvo dando un grito espantoso, y empezó a resollar fuego contra todos.
La princesa lanzaba fuego contra él, y fue el caso que nos alcanzó el fuego de los dos, y el de ella no nos
hizo daño, pero el del efrit sí que nos lo produjo, pues una chispa me dio en este ojo y me lo saltó; otra dio
al rey en la cara, y le abrasó la barbilla y la boca, arrancándole parte de la dentadura, y otra chispa prendió
en el pecho del eunuco y le hizo perecer abrasado.
Mientras tanto, la princesa perseguía al efrit, lanzándole fuego encima, hasta que oímos decir: “¡Alah es
el único grande! ¡Alah es el único poderoso! ¡Aplasta al que reniega de la fe de Mohamed, señor de los
hombres!” Esta voz era de la princesa, que nos mostraba al efrit enteramente convertido en un montón de
cenizas. Después llegó hasta nosotros y dijo: “Aprisa, dadme una taza con agua.” Se la trajeron, pronunció
la princesa unas palabras incomprerisibles, me roció con el agua, y dijo: “¡Queda desencantado en nombre
del único Verdadero! ¡Por el poderoso nombre de Alah, vuelve a tu primitiva forma!”
Entonces volví a ser hombre, pero me quedé tuerto. Y la princesa, queriendo consolarme, me dijo: “¡El
fuego siempre es fuego, hijo mío!” Y lo mismo dijo a su padre por sus barbas chamuscadas y sus dientes
rotos. Después exclamó: ¡Oh padre mío! Necesariamente he de morir, pues está escrita mi muerte. Si este
efrit hubiese sido una simple criatura humana, lo habría aniquilado en seguida. Pero lo que más me hizo sufrir
fue que, al dispersarse los granos de la granada, no acerté a devorar el grano principal, el único que
contenía el alma del efrit; pues si hubiera podido tragármelo, habría perecido inmediatamente. Pero ¡ay de
mí! tardé mucho en verlo. Así lo quiso la fatalidad del Destino. Por eso he tenido que combatir tan terriblemente
contra el efrit debajo de tierra, en el aire y en el agua. Y cada vez que él abría una puerta de salvación,
le abría yo otra de perdición, hasta que abrió por fin la más fatal de todas, la puerta del fuego, y yo
tuve que hacer lo mismo. Y después de abierta la puerta del fuego, hay que morir necesariamente. Sin emuargo,
el Destino me permitió quemar al efrit antes de perecer yo abrasada. Y antes de matarle, quise que
abrazara nuestra fe, que es la santa religión del Islam, pero se negó, y entonces lo quemé. Alah ocupará mi
lugar cerca de vosotros, y esto podrá serviros de consuelo.”
Después de estas palabras empezó a implorar al fuego, hasta que al fin brotaron unas chispas negras que
subieron hacia su pecho. Y cuando el fuego le llegó a la cara, lloró, y luego dijo: “¡Afirmo que no hay más
Dios que Alah, y que Mohamed es su profeta!” No bien había pronunciado estas palabras, la vimos convertirse
en un montón de ceniza, próximo al otro montón que formaba el efrit.
Entonces nos afligimos profundamente. Gustoso habría yo ocupado su lugar, antes que ver bajo tan mísero
aspecto a aquella joven de radiante hermosura que tanto quiso favorecerme; pero los designios de Alah
son inapelables.
Al advertir el rey la transformación sufrida por su hija, lloró por ella, mesándose las barbas que le quedaban,
abofeteándose y desgarrándose las ropas. Y lo propio hice yo. Y los dos lloramos sobre ella. En seguida
llegaron los chambelanes, y los jefes del gobierno hallaron al sultán llorando aniquilado ante los dos
montones de ceniza. Y se asombraron muchísimo, y comenzaron a dar vueltas a su alrededor, sin atreverse
a hablarle. Al cabo de una hora se repuso algo el rey, y les contó lo ocurrido entre la princesa y el efrit. Y
todos gritaron; “¡Alah! ¡Alah! ¡Qué gran desdicha! ¡Qué tremenda desventura!”
En seguida llegaron todas las damas de palacio con sus esclavas, y durante siete días se cumplieron todas
las ceremonias de duelo y de pésame.
Luego dispuso el rey la construcción de un gran sarcófago para las cenizas de su hija, y que se encendiesen
velas, faroles y linternas día y noche. En cuanto a las cenizas, del efrit, fueron aventadas bajo la maldición
de Alah.
La tristeza acarreó al sultán una enfermedad que le tuvo a la muerte. Esta enfermedad le duró un mes
entero. Y cuando hubo recobrado algún vigor, me llamó a su presencia y me dijo: “¡Oh joven!, Antes de
que vinieses vivíamos aqui nuestra vida en la más perfecta dicha, libres de los sinsabores de la suerte. Ha
sido necesario que: tú vinieses y que viéramos tu hermosa letra para que cayesen sobre nosotros todas las
aflicciones ¡Ojalá no te hubiésemos visto nunca a ti, ni a tu cara de mal agüero, ni a tu maldita escritura!
Porque primeramente ocasionaste la pérdida de mi hija, la cual, sin duda, valía más que cien hombres. Después,
por causa tuya, me quemé lo que tú sabes, y he perdido la mitad de mis dientes, y la otra mitad casi ha
volado también. Y por último, ha perecido mi pobre eunuco, aquel buen servidor que fue ayo de mi hija.
Pero tú no tuviste la culpa, y mal podrías remediarlo ahora. Todo nos ha ocurrido a nosotros y a ti por voluntad
de Alah. ¡Alabado sea por permitir que mi hija te desencantara, aunque ella pereciese! ¡Es el Destino!
Ahora, hijo mío, debes abandonar este país, porque ya tenemos bastante con lo que por tu causa nos ha
pasado. ¡Alah es quien todo lo decreta!, ¡Sal, pues, y vete en paz!”
Entonces, ¡oh mi señora! abandoné el palacio del rey, sin fiar mucho en mi salvación. No sabía adonde ir.
Y recordé entonces todo cuanto me había ocurrido, desde el principio hasta el fin, cómo me habían dejado
sano y salvo los árabes del desierto, mi viaje y mis fatigas de un mes, mi entrada en la ciudad coma extranjero,
el encuentro con el sastre, la entrevista e intimidad tan deliciosa con la joven del subterráneo, el modo
de escaparme de las manos del efrit que me quería matar, todo, en fin; sin olvidar mi transformación en
mono al servicio después del capitán mercante, mi compra a elevado precio por el rey a consecuencia de mi
hermosa letra, mi desencanto, ¡en fin, todo! Pero más que nada, ¡hay de mí! el último incidente, que me hizo
perder un ojo. Pero di gracias a Alah, y dije: “¡Más vale perder un ojo que la vida! Después de esto, fui
al hammam a tomar un baño antes de salir de la ciudad. Entonces, ¡oh señora mía! me afeité la barba para
poder viajar seguro en calidad de saaluk. Desde aquella fecha no he dejado ni un día de llorar pensando en
las desgracias -que sobre mí han caído, y sobre todo en la pérdida de mi ojo izquierdo. Y cada vez que esto
me viene a la memoria, el ojo derecho se me llena de lágrimas, que no me dejan ver, aunque nunca me impedirán
pensar en estos versos del poeta:
¿Conoce Alah misericordioso mi afliccíón? ¡Las desdichas pesan sobre mí, y me he dado cuenta de ellas
demasiado tarde!
¡Pero haré acopio de paciencia frente a mis grandes desventuras, para que el mundo no ignore que he
tomado con paciencia algo que es mas amargo que la misma paciencia!
¡Porque la paciencia tiene su belleza, sobre todo, cuando es el hombre piadoso quien la practica! ¡De
todos modos, ha de ocurrir lo que, haya decidido Alah respecto a cada criatura!
¡Mi misteriosa amada conoce los secretos de mi lecho, y ninguno, aunque sea el secreto de los secretos,
puede ocultársele!
¡Al que diga que hay delicias en este mundo, contestadle que pronto conocerá días más amargos que el
jugo de la mirra!
Entonces salí de la ciudad aquella, viaje por varios países, atravesé sus capitales, y luego me dirigí a Bagdad,
la Morada de Paz, donde espero llegar a ver al Emir de los Creyentes para contarle cuanto me ha ocurrido.
Después de muchos días de viaje, he llegado esta misma noche a Bagdad, y encontré muy perplejo al
hermano que está ahí, al primer saaluk, y le dije: “¡La paz sea contigo!” Y él me contestó: “¡Y contigo la
paz, y la misericordia de Alah, y todas sus bendiciones!”
Entonces empecé a charlar con él, y se nos acercó el otro hermano, el tercer saaluk, quien después de desearnos
la paz, nos dijo que era extranjero. Y nosotros le dijimos: “También somos extranjeros, y hemos
llegado hoy a esta ciudad bendita.” Y echamos a andar juntos, sin que ninguno supiera la historia de sus
compañeros. Y la suerte y el Destino nos guiaron hasta esta puerta, y entramos en vuestra casa.
He aquí, ¡oh mi señora! los motivos de que me veas tuerto y con la barba afeitada.”
Entonces la dueña de la casa dijo al segundo saaluk: “Tu historia es realmente extraordinaria. Ahora alísate
un poco el pelo sobre la cabeza y ve a buscar tu destino por la ruta de Alah.”
Pero él respondió: “En verdad que no saldré de aquí sin haber oído el relato de mi tercer compañero.”
Entonces el tercer saaluk dio un paso y dijo:
¡Oh gloriosa señora! no creas que mi historia encierra menos maravillas que las de mis dos compañeros!
Porque mi historia es infinitamente más asombrosa aún.
Si sobre estos dos compañeros míos pesaron las desgracias, motivadas por el Destino y la fatalidad, otra
cosa fue respecto a mí. Sí estoy afeitado y tuerto, yo tengo la culpa, pues me atraje la fatalidad y llené mi
corazón de penas y zozobras. ¡Helo aquí! Soy rey, hijo de rey: Mi padre se llamaba Kassib y yo era su hijo.
Cuando murió el rey, mi padre, heredé su reino, y reiné y goberné con justicia, haciendo mucho bien entre
mis súbditos.
Pero tenía gran afición a los viajes por mar. Y no me privaba de ellos, porque la capital de mi reino estaba
junto al mar, y en una gran extensión marítima pertenecíanme numerosas islas fortificadas. Una vez quise
ir a visitarlas todas, y, mandé preparar diez naves grandes; y llenarlas de provisiones para un mes, dándome
a la vela. Esta visita duró veinte días, al cabo de los cuales, una noche se desencadenó contra nosotros
un viento contrario, que se prolongó hasta la aurora. Entonces, calmado un poco el viento y suavizado
el mar, al salir el sol vimos una isla, en la que podíamos detenernos. Fuimos a tierra, hicimos algo de comer,
y descansamos dos días en espera de que la tempestad terminara, y luego zarpamos. El viaje duró
otros veinte días, hasta que en uno de tantos perdimos la derrota, pues las aguas en que navegábamos eran
tan desconocidas para nosotros como para el capitán. Porque el capitán, realmente, no conocía este mar.
Entonces le dijimos al vigía: “Mira con atención el mar.”' Y el vigía subió al palo, descendió después y nos
dijo al capitán y a mí: “A la derecha he visto peces en la superficie del agua, y muy lejos, en medio de las
olas, una cosa que unas veces parecía blanca y otras negra.”
Al oír. estas palabras del vigía, el capitán sufrió un cambio muy notable en su color, tiró él turbante al
suelo, se mesó la barba, y nos dijo: “¡Os anuncio nuestra total perdida! ¡No ha de salvarse ni uno!” Luego
se echó a llorar, y con él lloramos todos. Yo le pregunté entonces: ¡Oh capitán! ¿Quieres explicarnos las
palabras del vigía?” Y contestó: “¡Oh mi señor! Sabe que desde el día que sopló el aire contrario, perdimos
la derrota, y hace de ello once días, sin que haya un viento favorable que nos permita volver al buen camino.
Sabe, pues, el significado de esa cosa negra y blanca y de esos peces que sobrenadan cerca de nosotros:
mañana llegaremos a una montaña de rocas negras que se llama la Montaña del Imán, y hacia ella han de
llevamos a la fuerza las aguas. Y nuestra nave se despedazará, porque volarán todos sus clavos, atraídos por
la montaña v adhiriéndose a sus laderas, pues Alah el Altísimo dotó a la Mentaña del Imán de una secreta
virtud que la permite atraer todos los objetos de hierro. Y no puedes imaginarte la enorme cantidad de cosas
de hierro que se han acumulado y colgado de dicha montaña desde que atrae a los navíos. ¡Sólo Alah sabe
su número! Desde el mar se ve relucir en la cima de esa montaña una cúpula de cobre amarillo sostenida
por diez columnas y encima hay un jinete en un caballo de bronce, y el jinete tiene en la mano una lanza de
cobre, y le pende del pecho una chapa de plomo grabada con palabras talismánicas desconocidas; Sabe, ¡oh
rey! que mientras el jinete permanezca sobre su caballo, quedarán destrozados todos los barcos que naveguen
en torno suyo, y todos los pasajeros se perderán sin remedio, y todos los hierros de las naves se irán a
pegar a la montaña. ¡No habrá salvación posible mientras no se precipite el jinete al mar!
Dicho esto, ¡oh señora mía! el capitán continuó derramando abundantes lágrimas, y juzgamos segura e
irremediable nuestra pérdida, despidiéndose cada cual de sus amigos.
Y así fue; porque apenas amaneció, nos vimos próximos a la montaña de rocas negras imantadas y las
aguas nos empujaban violentamente hacia ella, Y cuando las diez naves llegaron al pie de la montaña, los
clavos se desprendieron de pronto y comenzaron a volar por millares, lo mismo que todos los hierros, y todos
fueron a adherirse a la montaña. Y nuestros barcos se abrieron, siendo precipitados al mar todos nosotros.
Pasamos el día entero a merced de las olas, ahogándose la mayoría y salvándonos otros, sin que los que
no perecimos pudiéramos volver a encontrarnos, pues las corrientes terribles y los vientos contrarios nos
dispersaron por todas partes.
Y Alah el Altísimo; ¡oh señora, mía! me quiso salvar para reservarme nuevas penas, grandes padecimientos
y enormes desventuras. Pude agarrarme a uno de los tablones que sobrenadaban, y las olas y el
viento me arrojaron a la costa, al pie de la Montaña del Imán.
Allí encontré un camino que subía hasta la cumbre, y estaba hecho de escalones tallados en la roca. En
seguida invoqué el nombre de Alah el Altísimo, y...
En este momento de su narración, Schahrazada vio aparecer la mañana, y se calló discretamente.
PERO GUANDO LLEGÓ LA 15a. NOCHE
Ella dijo:
He llegado a saber, ¡oh rey afortunado! que el tercer saaluk, mientras permanecían sentados y cruzados
de brazos los demás, vigilados por los siete negros, que tenían en la mano el alfanje desnudo, prosiguió dirigiéndose
a la dueña de la casa:
Invoqué, pues, el nombre de Alah, le imploré, y me absorbí en el éxtasis de la plegaria. Y cuando el
viento cambió, por orden del Altísimo, logré subir a lo más alto de la montaña, agarrándome como pude a
las rocas y excavaciones: Y mi alegría por hallarme en salvo llegó hasta el límite de la alegría. Ya sólo me
faltaba llegar a la cúpula; lo conseguí al fin, y pude penetrar en ella. Entonces me puse de rodillas y di gracias
a Alah por haberme salvado.
Pero estaba tan rendido, que me eché en el suelo y me dormí. Y durante mi sueño oí que una voz me decía:
“¡Oh hijo de Kassib! cuando te despiertes cava a tus pies, y encontrarás un arco de cobre y tres flechas
de plomo, en las cuales hay grabados talismanes. Coge el arco y dispara contra el jinete que está en la cúpula,
y así podrás devolver la tranquilidad a los humanos, librándoles de tan terrible plaga. Cuando hieras al
jinete, este jinete caerá al mar y el arco se escapará de tus manos al suelo. Le cogerás entonces y lo enterrarás
en el mismo sitio en que haya caído. Y mientras tanto, el mar empezará a hervir, creciendo hasta llegar
a la cumbre en que te encuentras. Y verás en el mar una barca, y en la barca, a una persona distinta del jinete
arrojado al abismo. Esa persona se te acercará con un remo en la mano. Puedes entrar sin temor en la
barca. Pero guárdate bien de pronunciar el santo nombre de Alah, y no olvides esto por nada del mundo.
Una vez en la barca, te guiará ese hombre, haciéndote navegar por espacio de diez días, hasta que llegues al
Mar de Salvación. Y cuando llegues a este mar encontrarás a alguien que ha de llevarte a tu tierra. Pero no
olvides que para que todo eso ocurra no debes pronunciar nunca el nombre de Alah.”
Entonces, ¡oh señora mía! desperté y me dispuse animoso a ejecutar las órdenes de aquella voz. Con el
arco y las flechas encontradas disparé contra el jinete, lo derribé, y lo vi hundirse en el mar. El arco se me
escapó de la mano, y lo enterre en el mismo sitio en que había caído. En seguida el mar se agitó, hirvió y se
desbordó, llegando hasta la cumbre en que yo me hallaba. Y a los pocos instantes vi en medio del mar una
barca que se dirigía hacia la costa. Entonces di gracias a Alah el Altísimo. Y al aproximarse la barca advertí
en ella a un hombre de bronce que llevaba en el pecho una chapa de plomo con nombres y talismanes grabados.
Y cuando la barca llegó, entré en ella, pero sin decir palabra. Y el hombre de bronce me condujo durante
un día, durante dos, durante tres, y así sucesivamente, hasta diez días. Entonces vi unas islas a lo lejos.
¡Aquello era la salvación! Y me alegré hasta el límite de la alegría; pero tanta era la plenitud de mi
emoción y de mi gratitud hacia el Altísimo, que pronuncié el nombre de Alah y lo glorifiqué, exclamando:
“¡Alahu akbar! ¡Alahu akbar!”
Pero apenas dije tan sagradas palabras, el hombre de bronce se apoderó de mí, me arrojó al mar, y hundiéndose
a lo lejos, desapareció.
Estuve nadando hasta el anochecer, en que mis brazos, quedaron extenuados y rendido todo mi cuerpo.
Entonces, viendo aproximarse la muerte, dije la schehada, mi, profesión de fe, y me dispuse a morir. Pero
en aquél momento una ola más enorme que las otras vino desde la lejanía como una torre gigantesca y me
despidió con tal empuje, que me encontré junto a unas islas que había divisado en lontananza. ¡Así lo quiso
Alah!
Entonces trepé a la orilla, retorcí mi ropa, tendiéndola en el suelo para que se secase, y me eché a dormir,
sin despertar hasta por la mañana. Me puse mis vestidos secos, me levanté buscando donde ir, y me interné
en un pequeño valle fértil, recorriéndolo en todas direcciones, y así di una vuelta entera al lugar en que me
encontraba, viendo que me rodeaba el mar por todas partes. Y me dije: “¡Qué fatalidad la mía! ¡Siempre
que me libro de una desgracia caigo en otra peor!”
Mientras me absorbían tan tristes pensamientos, divisé que venía por el mar una barca con gente. Entonces,
temeroso de que me ocurriera algo desagradable, me levanté y me encaramé, a un árbol para esperar
los acontecimientos. Al arribar la barca salieron de ella diez esclavos con una pala cada uno. Anduvieron
hasta llegar al centro de la isla, y allí empezaron a cavar la tierra, dejando al descubierto una trampa. La levantaron,
y abrieron una puerta que apareció debajo. Hecho esto, volvieron a la barca, descargando de su
interior-y echándose a hombros gran cantidad de efectos: pan, harina, miel, manteca, carneros, sacos llenos
y otras muchas cosas; todo, en fin, lo que pueda desear, quien vive en una casa. Los esclavos siguieron
yendo y viniendo del subterráneo a la barca y de la barca a la trampa, hasta vaciar completamente aquella,
sacando luego trajes suntuosos y magníficos, que se echaron al brazo; y entonces vi salir de la barca, en
medio de los esclavos, a un anciano venerable, tan flaco y encorvado por los años y las vicisitudes, que
apenas tenia apariencia humana. Este jeique llevaba de la mano a un joven hermosísimo, moldeado realmente
en el molde de la perfección, rama tierna y flexible, cuyo aspecto hubo de cautivar mi corazón.
Llegaron hasta la puerta, la franquearon y desaparecieron ante mis ojos. Pero pasados unos instantes, subieron
todos menos el joven; entraron otra vez en la barca y se alejaron por el mar.
Cuando los hube perdido de vista, salté del árbol, corrí hacia el sitio donde estaba la trampa, que habían
cubierto otra vez de tierra, y la quité de nuevo. Entonces descubrí la trampa, que era de madera y del tamaño
de una piedra de molino, la levanté con ayuda de Alah, y vi que arrancaba de ella una escalera abovedada.
Descendí poseído de asombro sus peldaños de piedra, y me encontré al fin en un espacioso salón revestido
de tapices magníficos y colgaduras de seda y terciopelo. En un diván, entre bujías encendidas, jarrones
con flores y tarros llenos de frutas y de dulces, aparecía sentado el joven, que estaba haciéndose aire con un
abanico. Al verme se asustó mucho, pero yo le dije con mi más armoniosa voz: “¡La paz sea contigo!” Y él
contestó, tranquilizándose: “¡Y contigo sea la paz, la misericoria de Alah y sus bendiciones!” Yo le dije:
“¡Oh mi señor! Que tu corazón no se alarme. Aquí donde me ves, soy rey e hijo de un rey. Alah me ha
guiado hasta ti para sacarte de este subterráneo, al cual sin duda te trajeron para que murieses. Pero yo te libertaré.
Y serás mi amigo, pues me bastó verte para, estar predispuesto a tu favor.”
Entonces el joven, dibujando una sonrisa en sus labios, me invitó a que me sentase junto a él en el diván,
y me dijo: “Sabe, ¡oh señor mío! que no me trajeron a este lugar para que muriese, sino para librarme de la
muerte. Sabe también que soy hijo de un gran joyero, conocido en todo el mundo por sus riquezas y la
cuantía de sus tesoros. Las caravanas que van por cuenta suya a lejanos países para vender su pedrería a los
reyes y emires de la tierra han extendido su reputación por todas partes. Al nacer yo, siendo ya él de edad
madura, le anunciaron los maestros -de la adivinación que 'su hijo había de morir antes que su paore y su
madre; y mi padre, este día, a pesar del regocijo que le había causado mi nacimiento y la felicidad de mi
madre, que me dio al mundo después del término de nueve rieses, por voluntad de Alah, experimentó un
dolor muy grande, sobre todo cuando: los sabios que habían leído en los astros mi suerte le dijeron: “Matará
a tu hijo un rey, hijo de otro rey, llamado Kassib, cuarenta días después de que aquél haya arrojado al
mar al jinete de bronce de la montaña magnética.” Y mi padre el joyero quedó afligidísimo. Y cuidó de mí,
educándome con mucho esmero, hasta que hube cumplido los quince años. Pero entonces supo que el jinete
había sido echado al mar, y la noticia le apenó y le hizo llorar tanto, que en poco tiempo palideció su cara,
enflaqueció su cuerpo y toda su persona adquirió la apariencia de un hombre decrepito, rendido por los
años y las desventuras. Entonces me trajo a esta morada subterránea, la cual mandó construir para sustraerme
a la busca del rey que había de matarme cuando cumpliera yo los quince años, y yo y mi padre estamos
seguros de que el hijo de Kassib no podrá dar conmigo en esta isla desconocida. Tal es la causa de
mi estancia en este sitio.”
Entonces pensé yo: “¿Cómo podrán equivocarse así los sabios que leen en los astros? Porque, ¡por Alah!
este joven es la llama de mi corazón, y más fácil que matarlo me sería matarme.” Y luego le dije: “¡Oh hijo
mío! Alah Todopoderoso no consentirá nunca que se quiebre flor tan hermosa. Estoy dispuesto a defenderte
y a seguir aquí contigo toda la vida.” Y él me contestó: “Pasados cuarenta días vendrá a buscarme mi padre,
pues ya no habrá peligro.” Y yo le dije: “¡Por Alah! que permaneceré en tu compañía esos cuarenta días, y
después le diré a tu padre que te deje ir a mi reino, donde serás mi amigo y heredero del trono.”
Entonces el mancebo me dio las gracias con palabras cariñosas; y comprendí que era en extremo cortés y
correspondía a la inclinación que a él me arrastraba. Y empezamos a conversar amistosamente, regalándonos
con las vituallas deliciosas de sus provisiones, que podían bastar para un año a cien comensales.
Al acercarse el día me desperté y me lavé, llevando al joven la palangana llena de agua perfumada para
que asimismo se lavase, y preparé los alimentos y comimos juntos, hablando, jugando y riendo luego hasta
la noche. Y entonces pusimos la mesa y cenamos un carnero relleno de almendras, pasas, nuez moscada,
clavo y pimienta. Y bebimos agua dulce y fresca, y tomamos también sandía, melón, tortas y postelillos tan
finos y leves como una cabellera, en los cuales no se había escatimado la manteca, la miel, las almendras ni
la canela. Y así dejamos transcurrir, tranquilos y felices; hasta el día cuadragésimo. Este último día, como
tenía que venir su padre, el joven quiso darse un buen baño, y puse a calentar agua en el caldero vertiéndola
después en la tina de cobre y añadiéndole agua fría para hacerla más agrable. El joven entró en el baño, lavándose
y. Perfumándose.
Al despertarse quiso comer algo, y eligiendo la sandía más hermosa y colocándola en una bandeja, y la
bandeja, en un tapiz, me subí a la cama para coger el cuchillo grande, que pendía de la pared sobre la cabeza
del mancebo. Y he aquí que el joven, por divertirse, me hizo de pronto cosquillas en una pierna, produciéndome
tal efecto, que caí encima de él sin querer y le clavé el cuchillo en el corazón. Y expiró en seguida.
Al ver aquello, ¡oh señora mía! empecé a golpearme, y a gritar, y a gemir, y me desgarré las zopas, arrojándome
desesperado al suelo. Pero mi amigo muerto estaba, cumpliéndose el Destino para que no mintieran
las predicciones de los astrólogos. Alcé los ojos y las manos hacia el Altísimo, y repuse: “¡Oh, señor
del universo! Si he cometido un crimen, dispuesto estoy a que me castigue tu justicia.” En este momento
sentíame animoso ante la muerte. Pero ¡oh señora mía! nuestros anhelos nunca se satisfacen ni para el bien
ni para el mal.
Entonces, no siéndome posible soportar la estancia en aquel sitio, y además, como sabía que el joyero no
tardaría en comparecer, subí la escalera, salí y cerré la trampa, cubriéndola de tierra, como estaba antes.
Cuando me vi fuera, me dije: “Voy a observar ahora lo que ocurra; pero ocultándome, porque si no, los
esclavos me matarían con la peor muerte.” Y entonces me subí a un árbol copudo que estaba cerca de la
trampa, y allí quedó en acecho. Una hora más tarde apareció la barca con el anciano y los esclavos. Desembarcaron
todos, llegaron apresuradamente junto al árbol, y al advertir la tierra recientemente removida,
atemorizáronse, quedando abatidísimo el viejo. Los esclavos cavaron apresuradamente, y levantando la
trampa, bajaron con el pobre padre. Éste empezó a llamar a gritos a su hijo, sin que el muchacho respondiera,
y le buscaron por todas partes; hallándolo por fin tendido en el lecho con el corazón atravesado.
Al verle, sintió el anciano que se le partía el alma, y cayó desmayado. Los esclavos, mientras tanto, se
lamentaban y afligían; después subieron en hombros al joyero. Sepultaron el cadáver del joven envuelto en
un sudario, transportaron al padre dentro de la barca, con todas las riquezas y provisiones que quedaban
aún, y desaparecieron en la lejanía sobre el mar.
Entonces, apenadísimo, bajé del árbol, medité en aquella desgracia, lloré mucho, y anduve desolado todo
el día y toda la noche. De repente noté que iba menguando el agua, quedando seco el espacio entre la isla y
la tierra firme de enfrente. Di gracias a Alah, que quería librarme de seguir en aquel paraje maldito, y empecé
a caminar por la arena invocando su santo nombre. Llegó en esto la hora de ponerse el sol. Vi de
pronto aparecer muy a lo lejos como una gran hoguera, y me dirigí hacia aquel sitio, sospechando que estarían
cociendo algún carnero; pero al acercarme advertí que lo que hube tomado, por hoguera era un vasto
palacio de cobre que se diría incendiado por el sol poniente.
Llegué hasta el límite del asombro ante aquel palacio magnífico, todo de cobre. Y estaba admirando su
sólida construcción, cuando súbitamente vi salir por la puerta principal diez jóvenes de buena estatura, y
cuyas caras eran una alabanza al Creador por haberlas hecho tan hermosas. Pero aquellos diez jóvenes eran
todos tuertos del ojo izquierdo, y sólo no lo era un anciano alto y venerable, que hacía el número once.
Al verlos exclamé; “¡Por Alah, que es extraña coincidencia! ¿Cómo estarán juntos diez tuertos, y del ojo
izquierdo precisamente?” Mientras yo me absorbía en estas reflexiones, los diez jóvenes se acercaron, y me
dijeron: “¡La paz sea contigo!” Y yo les devolví el saludo de paz, y hube de referirles mi historia, desde el
principio hasta el fin, que no creo necesario repetirte, ¡oh señora mía!
Al oirla, llegaron aquellos jóvenes al colmo de la admiración, y me dijeron: “¡Oh señor! Entra en esta
morada, donde serás bien acogido. Entré con ellos, y atravesamos muchas salas revestidas con telas de raso.
En el centro de la última, que era la más hermosa y espaciosa de todas, había diez lechos magníficos formados
con alfombras y colchones, y entre aquéllos otra alfombra, pero sin colchón, y tan rica como las demás.
Y el anciano se sentó en ésta, y cada uno de los diez jóvenes en la suya, y me dijeron: “¡Oh señor!
Siéntate en el testero de la sala, y no nos preguntes acerca de lo que aquí veas.”
A los pocos momentos se levantó el viejo, salió y volvió varias veces, llevando manjares y bebidas, de lo
cual comimos y bebimos todos.
Después recogió las sobras el anciano, y se sentó de nuevo. Y los jóvenes le preguntaron: “¿Cómo te
sientas sin traernos lo necesario para cumplir nuestros deberes?” Y el anciano, sin replicar palabra, se levantó
y salió diez veces, trayendo cada vez sobre la cabeza una palangana cubierta con un paño de raso y
en la mano un farol, que fue colocando delante de cada joven. Y a mí no me dio nada, lo cual hubo de contrariarme.
Pero cuando levantaron las telas de raso, vi que las jofainas sólo contenían ceniza, polvo de carbón y
kohl. Se echaron la ceniza en la cabeza, el carbón en la cara y el kohl en el ojo derecho, y empezaron a laEste
documento ha sido descargado de
mentarse y a llorar, mientras decían: “¡Sufrimos lo que merecemos por nuestras culpas y nuestra desobediencia!”
Y aquella lamentación prosiguió hasta cerca del amanecer. Entonces se lavaron en nuevas palanganas
que les llevó el viejo, se pusieron otros trajes, y quedaron como antes de la extraña ceremonia.
Por más que aquello, ¡oh señora mía! me, asombrase con el más considerable asombro, no me atreví a
preguntar nada, pues así me lo habían ordenado. Y a la noche siguiente hicieron lo mismo que la primera,
y lo mismo a la tercera y a la cuarta. Entonces ya no pude callar más, y exclamé: “¡Oh mis señores! Os ruego
que me digáis por qué sois todos tuertos y a qué obedece el que os echéis por la cabeza ceniza, carbón y
kohl, pues, ¡por Alah! prefiero la muerte a la incertidumbre en que me habéis sumido.” Entonces ellos replicaron:
“¿Sabes que lo que pides es tu perdición?” Y yo contesté: “Venga mi perdición antes que la duda.”
Pero ellos me dijeron: “¡Cuidado con tu ojo izquierdo!” Y yo respondí: “No necesito el ojo izquierdo
si he de seguir en esta perplejidad.” Y por fin exclamaron: “¡Cúmplase tu destino! Te sucederá lo que nos
sucedió; mas no te quejes, que la culpa es tuya. Y después de perdido el ojo izquierdo, no podrás venir con
nosotros, porque ya somos diez y no hay sitio para el undécimo.”
Dicho esto, el anciano trajo un carnero vivo. Lo degollaron, le arrancaron la piel, y después de limpiarla
cuidadosamente, me dijeron: “Vamos a coserte dentro de esa piel; y te colocaremos en la azotea del palacio.
El enorme buitre llamado Rokh, capaz de arrebatar un elefante, te levantará hasta las nubes, tomándote
por un carnero de veras, y para devorarte te llevará a la cumbre de una montaña muy alta, inaccesible a todos
los seres humanos. Entonces con este cuchillo, de que puedes armarte, rasgarás la piel de carnero, saldrás
de ella, y el terrible Rokh, que no ataca a los hombres, desaparecerá de tu vista. Echa después a andar
hasta que encuentres un palacio diez veces mayor que el nuestro y mil veces más suntuoso. Está revestido
de chapas de oro, sus muros se cubren de pedrería, especialmente de perlas y esmeraldas. Entra por una
puerta abierta a todas horas, como nosotros entramos una vez, y ya verás lo que vieres. Allí nos dejamos
todos el ojo izquierdo. Desde entonces soportamos el castigo merecido y expiamos nuestra culpa haciendo
todas las noches lo que viste. Esa es en resumen nuestra historia, que más detallada llenaría todas las páginas
de un gran libro cuadrado. Y ahora, ¡cúmplase tu destino!”
Y como persistiera en mi resolución, diéronme el cuchillo, me cosieron dentro de la piel de carnero, me
colocaron en la azotea y se marcharon. Y de pronto noté que cargaba conmigo el terrible Rokh, remontando
el vuelo, y en cuanto comprendí que, me había depositado en la cumbre de la montaña, rasgué con el cuchillo
la piel que me cubría, y salí de debajo de ella dando gritos para asustar al terrible Rokh. Y se alejó
volando pesadamente, y vi que era todo blanco, tan ancho como diez elefantes y más largo que veinte camellos.
Entonces eché a andar muy de prisa, pues me torturaba la ímpaciencia por llegar al palacio. Al verlo, a
pesar de la descripción hecha por los diez jóvenes, me quedé admirado hasta el límite de la admiración. Era
mucho más suntuoso de lo que me habían dicho. La puerta, principal, toda de oro, por la cual entré, tenía a
los lados noventa y nueve puertas de maderas preciosas, de áloe y de sándalo. Las puertas de la salas eran
de ébano con incrustaciones de oro y de diamantes. Y estas puertas conducían a los salones y a los jardines,
donde se acumulaban todas las riquezas de la tierra y del mar.
No bien llegué a la primera habitación me vi rodeado de cuarenta jóvenes, de una belleza tan asombrosa,
que perdí la noción de mí mismo, y mis ojos no sabían a cuál dirigirse con preferencia a las demás, y me
entró tal admiración, que hube de detenerme, sintiendo que me daba vueltas la cabeza.
Entonces todas se levantaron al verme, y con voz armoniosa me dijeron: “¡Que nuestra casa sea la tuya!,
¡oh convidado nuestro! ¡Tu sitio está sobre nuestras cabezas y en nuestros ojos!” Y me ofrecieron asiento
en un estrado magnífico, sentándose ellas más abajo en las alfombras, y me dijeron: “¡Oh señor, somos tus
esclavas, tu cosa, y tú eres nuestro dueño y la corona de nuestras cabezas!”
Luego todas se pusieron a servirme: una trajo agua caliente y toallas, y me lavó los pies; otra me echó en
las manos agua perfumada, que vertía de un jarro de oro; la tercera me vistió un traje de seda con cinturón
bordado de oro y plata, y la cuarta me presentó una copa llena de exquisita bebida aromada con flores. Y
ésta me mirada, aquélla me sonreía, la de aquí me guiñaba los ojos, la de más allá me recitaba versos, otra
abría los brazos, extendiéndolos perezosamente delante de mí, y aquélla otra hacía ondular su talle. Y la
una suspirada: “¡ay!”, y otra: “¡huy!”, y ésta me decía: `¡Ojos míos!”, la de más allá: “¡Oh alma mía!”, la
otra: “¡Entraña de mi vida!”, y la otra: “¡Oh llama de mi corazón!”
Después se me acercaron todas, y comenzaron a acariciarme, y me dijeron: “¡Oh convidado nuestro,
cuéntanos tu historia, porque estamos sin ningún hombre hace tiempo, y nuestra dicha será ahora completa!”
Entonces hube de tranquilizarme, y les conté una parte de mi historia, hasta que empezó a anochecer.
Inmediatamente encendieron numerosas bujías, y la sala quedó iluminada como por el más espléndido
sol. Luego pusieron los manteles, sirvieron los manjares más exquisitos y las bebidas más embriagadoras, y
unas tañían instrumentos melodiosas, cantando con encantadora voz, otras bailaban, y yo seguía comiendo.
Después de estas diversiones, me dijeron: “Estáis cansado de resultas del viaje que habéis hecho, y hora
es ya de que toméis algún reposo; vuestro aposento está preparado; mas, antes de retiraros, escoged entre
nosotras una para que os sirva.”
Yo, señora, mía, no sabía cuál elegir, pues todas eran igualmente deseables. A ciegas alargué los brazos,
y cogí a una; ¡pero al abrir los ojos, los volví a cerrar, deslumbrado por su hermosura! Entonces aquella joven
me asió de la mano y me condujo al dormitorio.
Las siguientes noches, ¡oh señora mía! se deslizaron de la misma manera, cada noche con una de las
hermanas.
Un año completo duró esta felicidad. Llegó el final del año. La mañana del último día vi a todas las jóvenes
al pie de mi cama, sueltas las cabelleras, llorando amargamente, poseídas de un gran dolor, y me dijeran:
“Sabe, ¡oh luz de nuestros ojos! que hemos de abandonarte, como abandonamos a otros antes que a ti.
Eres, en realidad, el más libertino y agradable de todos. Por este motivo, no podremos vivir sin ti.” Y yo les
dije: “¿,Y por qué habéis de abandonarme? Porque yo tampoco quiero perder la alegría de mi vida, que está
en vosotras.” Ellas contestaron “Sabe que somos todas hijas de un rey, pero de madre distinta. Desde nuestra
pubertad vivimos en este palacio, y cada año pone Alah en nuestra camino un hermoso doncel que nos
agrada, como nosotras a él. Pero cada año hemos de ausentarnos cuarenta, días para visitar a nuestro padre
y a nuestras madres. Y hoy es el día de la marcha.” Entonces dije: “Pero delicias mías, yo me quedaré en
este palacio alabando a 'Alah hasta vuestro regreso.” Y ellas contestaron: “Cúmplase tu deseo. Aquí tienes
todas las llaves del palacio, que abren todas las puertas. Él ha de servirte de morada, puesto que eres su
dueño; pero guárdate muy bien de abrir la puerta de bronce que está en el fondo del jardín, porque no volverías
a. vernos y te ocurriría una gran desgracia. ¡Cuida, pues, de no abrir esa puerta!
Dicho esto, me abrazaron y besaron todas, una tras otra, llorando y diciéndome: “¡Alah sea contigo!” Y
partieron, sin dejar de mirarme a través de sus lágrimas.
Entonces, ¡oh señora mía! salí del salón en que me hallaba, y con las llaves en la mano empecé a recorrer
aquel palacio, que aún no había tenido tiempo de ver, pues mi cuerpo y mi alma habían estado encadenados
entre los brazos de las jóvenes. Y abrí con la primera llave la primera puerta.
Me vi entonces en un gran huerto rebosante de árboles frutales, tan frondosos, que en mi vida los había
conocido iguales en el mundo. Canalillos llenos de agua los regaban tan a conciencia, que las frutas eran de
un tamaño y una hermosura indecibles. Comí de ellas, especialmente bananas, y también dátiles, que eran
largos coma los dedos de un árabe noble, y granadas, manzanas y melocotones. Cuando acabé de comer di
gracias por su magnanimidad a Alah, y abrí la segunda puerta con la segunda llave.
Cuando abrí esta puerta, mis ojos y mi olfato quedaron subyugados por una inmensidad de flores que llenaban
un gran jardín regado por arroyos numerosos. Había allí cuantas flores pueden criarse en los jardines
de los emires de la tierra: jazmines, narcisos, rosas, violetas, jacintos, anémonas, claveles, tulipanes, renúnculos
Y todas las flores de todas las estaciones. Cuando hube aspirado la fragancia de todas las flores, cogí
un jazmín, guardándolo dentro de mi nariz para gozar su aroma, y di las gracias a Alah el Altísimo por sus
bondades.
Abrí en seguida la tercera puerta, y mis oídos quedaron encantados con las voces de numerosas aves de
todos los colores y de todas las especies de la tierra. Estaban en una pajarera construida- con varillas de áloe
y de sándalo. Los bebederos eran de jaspe fino y los comederos de oro. El suelo aparecía barrido y regado.
Y las aves bendecían al Creador. Estuve oyéndolas cantar; y cuando anocheció me retiré.
Al día siguiente me levanté temprano, y abrí la cuarta puerta con la cuarta llave. Y entonces, ¡oh, señora
mía! vi cosas que ni en sueños podría ver un ser humano. En medio de un gran patio había una cúpula de
maravillosa construcción, con escaleras de pórfido que ascendían hasta cuarenta, puertas de ébano, labradas
con oro y plata. Se encontraban abiertas y permitían ver aposentos, espaciosos, cada uno de los cuales contenía
un tesoro diferente, y valía cada tesoro más que todo mi reino. La primera sala, estaba atestada de
enormes montones de perlas, grandes y pequeñas, abundando las grandes, que tenían el tamaño de un huevo
de paloma y brillaban como la luna llena. La segunda sala superaba en riqueza a la primera, y aparecía
repleta de diamantes, rubíes rojos, rubíes azules y carbunclos. En la tercera había esmeraldas solamente; en
la cuarta, montones de oro en bruto; en la quinta, monedas de oro de todas las naciones; en la sexta, plata
virgen; en la séptima monedas de plata, de todas las naciones: Las demás salas estaban llenas de cuantas
pedrerías hay en el seno de la tierra y del mar: topacios, turquesas, jacintos, piedras del Yemen, comalínas
de los más viejos colores, jarrones de jade, collares, brazaletes, cinturones y todas las preseas, en fin, usadas
en las cortes de reyes y de emires.
Y yo, ¡oh señora mía! levanté las manos y los ojos y di gracias a Alah el Altísimo por sus beneficios: Y
así seguí cada día abriendo una o dos o tres puertas hasta el cuadrapésimo; creciendo diariamente mi asombro,
y ya no me quedaba, más que la llave de la puerta de bronce, y pensé en las cuarenta jóvenes, y me
sentí sumido en la mayor felicidad.
Pero el Maligno hacíame pensar en la llave de la puerta de bronce, tentándome continuamente, y la tentación
pudo más que yo, y abrí la puerta. Nada vieron mis ojos, mí olfato notó un olor muy fuerte y hostil a
los sentidos, y me desmayé, cayendo por la parte de fuera de la entrada y cerrándose inmediatamente la
puerta delante de mí. Guando me repuse, persistí en la resolución inspirada por el Cheitán, y volví a abrir,
aguardando a que el olor fuese menos penetrantes
Entré por fin, y me encontré en una espaciosa sala, con el suelo cubierto de azafrán y alumbrada por bujías
perfumadas de ámbar gris e incienso y por magníficas lámparas de plata y oro llenas de aceite aromático,
que al arder exhalaba aquel olor tan fuerte. Y entre lámparas; y candelabros vi un maravilloso caballo
negro con una estrella blanca en la frente, y la pata delantera derecha y la trasera izquierda tenían
asimismo manchas blancas en los extremos. La silla era de brocado y la brida una cadena de oro; el pesebre
estaba lleno de sésamo y cebada bien cribada; el abrevadero contenía agua fresca perfumada con rosas
Entonces, ¡oh señora mía! costo mi pasión mayor eran los buenos caballos, y yo el jinete más ilustre de
mi reino, me agradó mucho aquel corcel, y cogiéndole de la brida le saqué al jardín y lo monté; pero no se
movió. Entonces le di en el cuello con la cadena de oro. Y de pronto, ¡oh señora mía! abrió el caballo dos
grandes alas negras, que yo no había visto, relinchó de un modo espantoso, dio tres veces con los cascos en
el suelo, y voló conmigo por los aires.
En seguida, ¡oh señora mía! empezó todo a dar vueltas a mi alrededor, pero apreté los muslos y me sostuve
como buen jinete. Y he aquí que el caballo descendió y se detuvo en la azotea del palacio donde había
yo encontrado a los diez tuertos. Y entonces se encabritó terriblemente y logró derribarme. Luego se acercó
a mí, y metiéndome la punta de una de sus alas en el ojo izquierdo, me lo vació sin que pudiera yo impedirlo
y emprendió el vuelo otra vez, desapareciendo en los aires.
Me tapé con la mano el ojo huero, y anduve en todos sentidos par la azotea, lamentándome a impulsos
del dolor. Y de pronto vi delante de mí a los diez mancebos, que decían: “¡No quisiste atendernos! ¡Ahí tienes
el fruto de tu funesta terquedad! Y no puedes quedarte entre nosotros, porque ya somos diez. Pero te
indicaremos el camino para que marches a Bagdad, capital del Emir de los Creyentes Harún Al-Rachid, cuya
fama ha llegado a nuestros oídos y tu destino quedará entre sus manos.”
Partí, después de haberme afeitado y puesta este traje de saaluk, para no tener que soportar otras desgracias,
y viajé día y noche, no parando hasta llegar a Bagdad, morada de paz, donde encontré a estos dos tuertos,
y saludándoles, les dije: “Soy extranjero” Y ellos me contestaron: “También lo somos nosotros.” Y así,
llegamos los tres, a esta bendita casa, ¡oh señora mía!
¡Y tal es la causa de mi ojo huero y de mis barbas afeitadas!”
Después de oír tan extraordinaria historia, la mayor de las tres doncellas dijo al tercer saakik. “Te perdono.
Acaríciate un poco la cabeza y vete.”
Pero el tercer saaluk contestó: ¡Por Alah! No he de irme sin oír las historias de los otros.”
Entonces la joven, volviéndose hacia el califa, hacia el visir Giafar y hacia el porta-alfanje, les dijo:
“Contad vuestra historia.”
Y Giafar se le acercó, y repitió el relato que ya había contado a la joven portera al entrar en la casa. Y
después de haber oído a Giafar, la dueña de la morada les dijo:
“Os perdono a todos, a los unos y a los otros. ¡Pero marchaos en seguida!”
Y todos salieron a la calle. Entonces el califa dijo a los saalik: “Compañeros, ¿adónde vais?” Y éstos
contestaron: “No sabemos dónde ir.” Y el califa les dijo: “Venid a pasar la noche con nosotros.” Y ordenó a
Giafar: “Llévalos a tu casa y mañana me los traes, que ya veremos lo que se hace.” Y Giafar ejecutó estas
órdenes.
Entonces entró ere su palacio el califa, pero no pudo dormir en toda la noche. Por la mañana se sentó en
el trono, mandó entrar a los jefes de su Imperio, y cuando hubo despachado los asuntos y se hubieron marchado,
volvióse hacia Giafar, y le dijo Tráeme las tres jóvenes, las dos perras y los tres saaluk.” Y Giafar
salió en seguida, y los puso a todos entre las manos del califa. Las jóvenes se presentaron ante él cubiertas
con sus velos. Y Giafar les dijo: “No se os castigará, porque sin conocernos nos habéis perdonado y favorecido.
Pero ahora estáis en manos del quinto descendiente de Abbas, el califa. Harún Al-Rachid. De modo
que tenéis que contarle la verdad.”
Cuando las jóvenes oyeron las palabras de Giafar, que hablaba en nombre del Príncipe de los Creyentes,
dio un paso la mayor, y dijo: “¡Oh Emir de los Creyentes! Mi historia es tan prodigiosa, que si se escribiese
con una aguja en el ángulo interior de un ojo, sería una lección para quien la leyese con respeto.”
En este momento de su narración, Schahrazada vio aparecer la mañana, y se calló discretamente.
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