EL ÁLBUM DEL CANÓNIGO ALBERICO
***
Saint Bertrand de Comminges es un pueblo ruinoso de las estribaciones de los
Pirineos, no muy distante de Toulouse y próximo a Bagnéres-de-Luchon. Fue sede
episcopal hasta la Revolución, y posee una catedral que es visitada por cierto número
de turistas. En la primavera de 1883 llegó un inglés a este antiguo lugar, que no puedo
dignificar con el nombre de ciudad porque apenas si cuenta con un millar de habitantes.
Se trataba de un licenciado de Cambridge, que había venido expresamente de Toulouse
para visitar la iglesia de Saint Bertrand y había dejado en un hotel de dicha ciudad a dos
amigos suyos —arqueólogos menos entusiastas que él—, con la promesa de que se
reunirían con él a la mañana siguiente. A ellos les parecía que media hora era suficiente
para visitar la iglesia y proseguir a continuación el viaje a Auch, pero nuestro inglés se
había venido muy temprano ese día con el propósito de llenar todo un cuaderno de
anotaciones y gastar varias docenas de clichés, describiendo y fotografiando cada
rincón de la maravillosa iglesia que domina la pequeña colina de Comminges. Para
llevar a cabo satisfactoriamente dicho propósito, era necesario acaparar para todo el día
al pertiguero de la iglesia. Así que el pertiguero, o sacristán (prefiero llamarle de esta
otra manera, aunque sea inexacta), fue mandado llamar por la dama, de modales algo
bruscos, que regentaba el hotel del Chapeu Rouge; y cuando llegó, nuestro inglés
encontró en él un objeto de estudio especialmente interesante. Su interés no residía en
su aspecto personal de viejo encogido, seco y agostado, porque en eso era exactamente
igual que docenas de otros guardianes de iglesia franceses, sino en su extraña actitud
furtiva, o más bien de persona acosada y perseguida. Se volvía constantemente hacia
atrás y miraba de soslayo; los músculos de su espalda y de sus hombros parecían
encogerse en continua contracción nerviosa, como si a cada momento temiera
encontrarse entre las garras del enemigo. El inglés no sabía si considerarle una persona
obsesionada por una idea fija u oprimida por una conciencia intranquila, o tomarle por
un marido dominado por una mujer insoportable. Bien pensado, las probabilidades se
inclinaban del lado de esta última posibilidad; no obstante, daba la impresión de que su
perseguidor debía de ser aún más temible que una mujer de agrio carácter.
Pero el inglés (llamémosle Dennistoun) no tardó en encontrarse demasiado
absorto en sus anotaciones y demasiado ocupado con su cámara fotográfica para fijarse
en el sacristán, si no era de manera puramente casual. Siempre que reparaba en él, lo
encontraba cerca, con la espalda pegada contra la pared, o encogido en uno de los
suntuosos sitiales. Transcurrido cierto tiempo, Dennistoun acabó por preocuparse.
Comenzaron a asaltarle diversas sospechas: creía estar impidiendo que el anciano
disfrutase de su déjeuner, y a la vez pensó que el hombre desconfiaba de él, creyéndole
capaz de llevarse el báculo de San Beltrán o el cocodrilo disecado y polvoriento que
colgaba encima de la pila bautismal.
—¿Por qué no se va a casa? —le dijo por fin—. Puedo terminar mis notas yo solo
perfectamente; si quiere, puede dejarme encerrado. Tardaré lo menos dos horas en
terminar y usted va a coger un resfriado aquí, ¿no le parece?
—¡Santo Dios! —exclamó el vejete, a quien tal proposición pareció provocarle un
inexplicable terror—. ¿Cómo se le ocurre una cosa así? ¿Dejar a monsieur solo en la
iglesia? No, no; a mí me da lo mismo dos horas que tres. Ya he desayunado y no tengo
nada de frío; se lo agradezco mucho, monsieur.
«Muy bien, abuelo —dijo Densitoun para sus adentros—, se lo he advertido; ahora
aténgase a las consecuencias».
Antes de que transcurrieran las dos horas, los sitiales, el enorme órgano
desvencijado, la celosía del coro del obispo Juan de Mauléon, las vidrieras y tapicerías
que quedaban, los objetos de la cámara del tesoro, todo en fin, había sido detenida y
puntualmente examinado; el sacristán seguía pegado a la sombra de Dennistoun, y de
cuando en cuando, como si le pincharan, daba una presurosa carrerita y se pegaba a él,
cada vez que llegaba a su oído alguno de los extraños ruidos que turbaban el inmenso
vacío del edificio. Verdaderamente, eran muy extraños los ruidos aquéllos.
—Una de las veces —me contaba Dennistoun—, hubiera jurado que oí una risa
metálica en lo alto de la torre. Le lancé una mirada interrogante al sacristán. Se le habían
puesto blancos hasta los labios. «Es él..., él y nadie más que él; la puerta está cerrada».
Eso fue todo lo que me dijo; y nos estuvimos mirando el uno al otro durante un minuto
largo.
Hubo otro incidente que dejó no poco perplejo a Dennistoun. Examinaba un gran
cuadro oscuro que había colgado detrás del altar, uno de la serie que ilustraba los
milagros de San Beltrán. La composición del cuadro era casi indescifrable, pero tenía
una leyenda en la parte de abajo que rezaba así:
«Qualiter S. Bertrandus liberavit hominem quem diabolus diu volebat strangulare (Cómo
San Beltrán libró a un hombre a quien el Demonio hacía tiempo quería estrangular).
Dennistoun se volvió sonriente hacia el sacristán, con un comentario jocoso a
punto de escapársele de los labios, pero se quedó confundido al ver al viejo de rodillas,
contemplando el cuadro con los ojos de un suplicante en la agonía, las manos
fuertemente apretadas y las mejillas bañadas en lágrimas. Dennistoun fingió no darse
cuenta de nada, pero no pudo por menos de preguntarse: «¿Cómo puede afectarle tanto
a una persona un cuadro tan malo?» Le pareció entonces descubrir en esa actitud una
especie de clave del extraño comportamiento que tan desconcertado le había tenido
durante todo el día: ese hombre debía de ser un maniático; pero ¿cuál era su manía?
Eran cerca de las cinco; estaba oscureciendo, y la iglesia empezaba a poblarse de
sombras, en tanto que los curiosos ruidos —los pasos apagados y los murmullos de
voces que durante todo el día se habían estado oyendo— parecían hacerse más
frecuentes e insistentes, sin duda a causa de la luz evanescente y del consiguiente
aumento de la sensibilidad del oído.
Por primera vez empezaba el sacristán a dar muestras de impaciencia y de prisa.
Dejó escapar un suspiro de alivio cuando vio que por fin Dennistoun cerraba y
guardaba la cámara y el cuaderno, e hizo una seña hacia la puerta oeste de la iglesia,
que se hallaba situada debajo de la torre. Era la hora del Angelus. Dio unos cuantos
tirones a la dificultosa cuerda, y la gran campana Beltrana empezó a cantar arriba en la
torre, esparciendo su voz entre los pinos y los valles de rumorosos riachuelos,
exhortando a los habitantes de los montes solitarios a que se acordaran y repitieran la
salutación del Ángel a aquélla a quien llamó Bendita entre todas las mujeres. Con el
Angelus, pareció descender una inmensa paz sobre el pueblecito, y Dennistoun y el
sacristán salieron de la iglesia.
Ya en el umbral, iniciaron una conversación.
—Parece que a monsieur le interesaban los salterios de la sacristía.
—Efectivamente. Iba a preguntarle si hay biblioteca en el pueblo.
—No, monsieur, creo que hubo una que dependía del cabildo, pero ahora el
pueblo es insignificante... —aquí hizo una extraña pausa, como de indecisión; luego,
con una especie de precipitada determinación, prosiguió—: Pero si monsieur es amateur
des vieux livres, tengo en casa algo que podría interesarle. No está ni a cien metros de
aquí.
Todos los sueños dorados de Dennistoun de llegar a descubrir manuscritos
inestimables en los rincones inexplorados de Francia se agolparon de pronto en su
imaginación, para disiparse después. Sin duda, se trataba de algún insignificante misal
impreso por Plantin, alrededor de 1580. Seguramente. ¿Qué posibilidades había de que
un lugar tan próximo a Toulouse no hubiera sido saqueado tiempo atrás por
coleccionistas? Sin embargo, sería una tontería decirle que no. Si rehusaba se lo
reprocharía a sí mismo durante el resto de su vida. Así que se dirigieron allá. Por el
camino, Dennistoun volvió a pensar en la extraña vacilación y la repentina
determinación del sacristán, y se preguntó con cierto sonrojo si no le habría tomado por
un inglés adinerado y le estaría atrayendo hacia algún lugar apartado para robarle. De
modo que buscó la manera de iniciar una conversación con su guía para darle a
entender, como de pasada, que había quedado con dos amigos, los cuales vendrían a
reunirse con él al día siguiente por la mañana. Para sorpresa suya, esta revelación
pareció aliviar inmediatamente al sacristán de parte de la ansiedad que le oprimía.
—Eso está bien —dijo animado—, eso está pero que muy bien. Monsieur viajará
en compañía de sus amigos, les tendrá siempre a su lado. Es buena cosa eso de viajar en
compañía... a veces.
Pareció añadir esto último como movido por una reflexión ulterior, la cual sumió
de nuevo al pobre hombrecillo en honda melancolía.
No tardaron en llegar a la casa, que era una de las más grandes del contorno,
construida en piedra, con un escudo labrado encima de la puerta: el escudo de armas de
Alberico de Mauléon, descendiente colateral del obispo Juan de Mauléon, según me
había contado Dennistoun. Este Alberico había sido canónigo de Comminges de 1680 a
1701. Las ventanas superiores de la mansión estaban condenadas y el edificio entero
presentaba, como el resto de Comminges, un aspecto desolador.
Al llegar al umbral, el sacristán se detuvo un momento.
—A lo mejor —dijo—, a lo mejor, monsieur no tiene tiempo.
—Ya lo creo..., el tiempo que quiera, no tengo nada que hacer hasta mañana.
Veamos qué es lo que tiene.
En ese momento se abrió la puerta y apareció un rostro, un rostro mucho más
joven que el del sacristán, aunque tenía en cierto modo la misma expresión de angustia,
pero más que temor a un peligro personal parecía reflejar una especie de inquietud por
la seguridad del otro. Era, evidentemente, la hija del sacristán, y salvo esa expresión que
acabo de describir, la muchacha tenía un rostro bastante agraciado. Se animó
visiblemente al ver que su padre venía acompañado de un corpulento extranjero. Padre
e hija intercambiaron unas palabras, de las que Dennistoun sólo captó lo siguiente,
dicho por el sacristán: «Se ha estado riendo en la iglesia». Al oírlo, la muchacha se
limitó a lanzarle una mirada llena de terror.
Pero un minuto después se encontraba en el cuarto de estar de la casa, una
pequeña habitación de techo alto, suelo de baldosas de piedra, y poblada de sombras
vacilantes proyectadas por el fuego de leña que ardía en una gran chimenea. Un
crucifijo que llegaba casi hasta el techo, a uno de los lados, le daba cierto aire de
oratorio, la figura de Cristo estaba pintada de color carne, y la cruz era negra. Debajo
había un sólido arcón de cierta antigüedad. Después de traer la lámpara y acercar unas
sillas, el sacristán se dirigió al arcón y, con creciente excitación y nerviosismo, según le
pareció a Dennistoun, sacó un gran libro, envuelto en un paño blanco, que mostraba
una cruz toscamente bordada en hilo rojo. Aun antes de quitarle la envoltura de tela,
Dennistoun se sintió interesado por el tamaño y la forma del volumen. «Demasiado
grande para ser un misal —pensó—, pero tampoco creo que se trate de un antifonal;
puede que, en definitiva, haya dado con algo interesante». Un instante después, el libro
estaba abierto, y Dennistoun tuvo la corazonada de que por fin había encontrado un
gran libro en folio, encuadernado quizá a finales del siglo XVII, con el escudo del
canónigo Alberico de Mauléon estampado en oro sobre ambas tapas. Tendría unas
ciento cincuenta hojas, y en casi todas ellas había una página ilustrada de manuscrito.
Jamás había soñado Dennistoun con una colección de tal categoría, ni aun en los
momentos de más febril exaltación. En esta colección encontró diez hojas de una copia
del Génesis, ilustrada con láminas que debían de ser anteriores al año 700 d. J.C. A
continuación venía una serie completa de estampas de un salterio de factura inglesa,
que eran de lo más fino que había producido el siglo XII; pero quizá lo más valioso de
todo fueran las veinte hojas de escritura uncial, en latín, que, a juzgar por las pocas
frases que leyó aquí y allá, debieron pertenecer a algún antiguo tratado patrístico
desconocido. ¿Sería un fragmento del libro de Papías Sobre las Palabras de Nuestro
Señor, del que se sabía que había existido una copia en Nimes hasta el siglo XII? En
cualquier caso, había tomado una decisión: tenía que llevarse este libro a Cambridge,
aunque para ello se viese obligado a retirar todos sus fondos del Banco y le tocara
quedarse en Saint Bertrand hasta que le llegara el dinero. Miró al sacristán, tratando de
averiguar por su semblante si el libro estaba en venta. El sacristán estaba pálido y le
temblaban los labios.
—Si monsieur quiere examinar las últimas páginas... —dijo.
Monsieur fue pasando hojas para descubrir nuevos tesoros según avanzaba; y al
final del libro tropezó con dos folios, mucho más recientes de lo que había visto hasta el
momento, cosa que le dejó bastante perplejo. Consideró que datarían del tiempo del
desaprensivo canónigo Alberico, quien indudablemente debió de saquear la biblioteca
capitular de Saint Bertrand para componer esta inestimable colección. En la primera
hoja de papel había un plano minuciosamente detallado, en el que cualquier persona
entendida en la materia podía reconocer inmediatamente la nave sur y los claustros de
la iglesia de Saint Bertrand. Tenía unos signos extraños que parecían símbolos
planetarios, y unas cuantas palabras en hebreo en los ángulos; en la parte noroeste del
claustro había pintada una cruz color oro. Debajo del plano había unas líneas en latín
que decían así:
Responsa 12mi Dec. 1694. Interrogatum est: Inveniamne? Responsum est: Invenies.
Fiamne dives? Fies Vivamne invidendus? Vives. Moriarne in lecto meo? Ita.
(Respuestas del 12 de diciembre de 1694. Se lo preguntó: ¿Lo encontraré?
Respuesta: Lo encontrarás. ¿Seré rico? Lo serás. ¿Viviré envidiado? Vivirás. ¿Moriré en
mi lecho? Así será).
—Buen ejemplo de anotación de un buscador de tesoros... Me recuerda muchísimo
la del canónigo menor de la catedral vieja de San Pablo, monseñor Quatremain —
comentó Dennistoun, y pasó la hoja.
Lo que vio a continuación, según me ha confesado él mismo más de una vez, le
impresionó más de lo que nunca hubiera imaginado que podría impresionarle cualquier
dibujo o cuadro. Y aunque el que contempló ya no existe, se conserva una copia
fotográfica de él (la cual obra en mi poder) que corrobora plenamente esta declaración.
La lámina en cuestión era un grabado en sepia de finales del siglo XVII, y a primera
vista se diría que ilustraba una escena de la Biblia, a juzgar por la arquitectura (la
lámina representaba un interior) y los personajes, con ese sabor semiclásico que los
artistas de hace doscientos años consideraban apropiado para las ilustraciones bíblicas.
A la derecha había un rey en su trono, y el trono se alzaba sobre doce peldaños, y tenía
un dosel encima y un león a cada lado. Evidentemente, se trataba del rey Salomón.
Estaba inclinado hacia adelante, extendiendo el cetro con gesto autoritario; su
semblante reflejaba repugnancia y horror, aunque también denotaba firmeza dé
voluntad y seguridad en su poder. La mitad izquierda de la lámina era, sin embargo, lo
más extraño de todo. El interés se centraba decididamente ahí. En el pavimento, delante
del trono, había cuatro soldados rodeando a una figura encogida que luego describiré.
Un quinto soldado yacía en el suelo sin vida, con el cuello retorcido y los ojos como a
punto de saltarle de las órbitas. Los cuatro soldados miraban al rey. Sus rostros
reflejaban un intenso horror; de hecho, parecía que lo único que les impedía salir
corriendo era la absoluta confianza en su señor. Todo este terror lo suscitaba,
evidentemente, la criatura encogida del centro. Desisto por completo a expresar con
palabras la impresión que produce esta figura en el que la contempla. Recuerdo que
una vez le enseñé la fotografía del grabado a un profesor de morfología, persona
extraordinariamente sensata y carente de imaginación. Se negó rotundamente a pasar a
solas el resto de esa noche; días más tarde me contó que aún estuvo muchas noches sin
atreverse a apagar la luz al irse a dormir. No obstante, puedo dar al menos una idea de
los rasgos más sobresalientes. A primera vista sólo se ve una masa de pelo negro, tosco
y desgreñado. Luego, uno descubre que bajo ese pelo se esconde un cuerpo de
espantosa y casi esquelética delgadez, con los músculos pronunciados como cuerdas de
guitarra. Las manos son de una palidez sucia, y están cubiertas, como el cuerpo, de
largos pelos encrespados, y tienen forma de horribles garras. Los ojos, de un amarillo
llameante y negrísimas pupilas, están clavados en el rey con una especie de odio bestial.
Imaginad una de esas horribles arañas cazadoras de pájaros de Sudamérica en forma de
hombre, dotada de una inteligencia casi humana, y podréis haceros idea del terror que
inspira esa espantosa figura. El comentario de todos aquellos a quienes he enseñado la
estampa ha sido invariablemente el mismo: «Parece sacado de la realidad».
En cuanto se le pasó la primera impresión de horror, Dennistoun dirigió una
furtiva mirada a sus anfitriones. El sacristán se había tapado los ojos apretándoselos con
ambas manos; su hija, con la mirada fija en el crucifijo del muro, rezaba fervorosamente
el rosario.
Por fin, vino la pregunta:
—¿Está en venta este libro?
Se repitió la misma vacilación, la misma repentina determinación que había
notado antes, y llegó la respuesta deseada:
—Como guste, monsieur.
—¿Cuánto pide por él?
—Doscientos cincuenta francos.
No tenía sentido. A veces, hasta la conciencia de los coleccionistas es capaz de
conmoverse, y la de Dennistoun era más sensible que la de un coleccionista normal.
—¡Pero, hombre de Dios! —dijo una y otra vez—, su libro vale muchísimo más de
doscientos cincuenta francos, se lo aseguro..., muchísimo más.
Pero la respuesta fue invariable:
—Doscientos cincuenta francos; ni uno más.
Verdaderamente, no era cuestión de despreciar la ocasión. Pagó el dinero, firmó el
recibo, sellaron la transacción con un vaso de vino, y entonces el sacristán pareció
transfigurarse. Se le vio más animado, dejó de mirar furtivamente de soslayo, y hasta
reía o trataba de reír. Dennistoun se levantó para marcharse.
—¿Me concede el honor de acompañarle hasta el hotel, monsieur? —preguntó el
sacristán.
—¡Ah, no, gracias! No está ni a un centenar de pasos. Conozco el camino
perfectamente. Y hay luna.
El sacristán repitió su ofrecimiento dos o tres veces, y le fue rechazado otras
tantas.
—Entonces, llámeme si..., si viene al caso. Vaya siempre por el centro de la
calzada, las aceras están muy mal.
—Desde luego, desde luego —dijo Dennistoun, que ardía en deseos de examinar
su tesoro a solas; y salió al pasillo con el libro bajo el brazo.
Aquí le salió la hija al encuentro; al parecer, quería sacarle también un poco de
dinero por su cuenta. Tal vez, como Gehazi, quería «sacarle algo» al extranjero, a quien
su padre había respetado.
—Es una cruz de plata con una cadena para llevarla al cuello; ¿sería tan amable de
aceptarla, monsieur?
Bueno, en realidad Dennistoun no tenía el menor interés por este tipo de cosas.
¿Cuánto pedía por ella?
—Nada..., absolutamente nada. Acéptela como un regalo.
El tono en que dijo esto y lo demás era sincero, así que Dennistoun se vio obligado
a dar repetidas gracias, y se resignó a que le pusiera la cadena alrededor del cuello.
Realmente, parecía como si hubiera prestado algún servicio al padre y a la hija y no
supieran cómo agradecérselo. Cuando se puso en camino con su libro, se quedaron en
la puerta para verle marchar, y aún seguían allí cuando les hizo un último gesto de
adiós con la mano, desde la escalinata del Chapeau Rouge.
Terminada la cena, Dennistoun se encerró solo en su cuarto con su adquisición. La
patrona se había mostrado particularmente interesada cuando le contó que había estado
en casa del sacristán y que le había comprado un libro viejo. Le dio la impresión,
también, de haber oído más tarde una especie de cuchicheo entre ella y el propio
sacristán en la entrada de la salle à manger, las palabras finales de la conversación fueron
algo así como que «Pedro y Beltrán dormirán en la casa».
Durante todo este tiempo notó como una creciente sensación de inquietud que se
iba apoderando de él..., tal vez debida a una reacción nerviosa, tras la dicha de haber
descubierto semejante tesoro. Fuera lo que fuese, el caso es que se concretaba en una
especie de convicción de que había alguien detrás de él y se sentía más tranquilo con la
espalda pegada a la pared. Todo esto, naturalmente, carecía de importancia frente al
manifiesto valor de la colección que había adquirido. Y ahora, como he dicho, estaba
solo en su dormitorio, haciendo el recuento de los valiosos documentos del canónigo
Alberico, entre los que a cada momento descubría nuevas cosas fascinantes.
—¡Bendito canónigo Alberico! —dijo Dennistoun, que tenía la inveterada
costumbre de hablar consigo mismo—. Me pregunto dónde estará ahora. ¡Válgame
Dios! Cómo me gustaría que la patrona aprendiese a reír de una manera más alegre; esa
risa le hace a uno el efecto de que proviene de ultratumba. Media pipa nada más, ¿eh?
Convenido. ¿De cuándo será el crucifijo que la muchacha se ha empeñado en
regalarme? Supongo que del siglo pasado. Sí, seguramente. Es un poco incómodo llevar
algo alrededor del cuello..., no me siento a gusto. Lo más seguro es que su padre la ha
llevado puesta durante años. Creo que será mejor que la limpie antes de guardarla.
Se había quitado el crucifijo y lo había dejado sobre la mesa, cuando le llamó la
atención una cosa que vio sobre el tapete rojo, muy cerca de su codo izquierdo. Dos o
tres ideas acerca de qué podría ser aquello le cruzaron por la mente a incalculable
velocidad.
—¿Un cepillo limpiaplumas? No, seguro que no hay un objeto de ese tipo en toda
la casa. ¿Una rata? No, demasiado negra. ¿Una araña? Confío en la bondad divina de
que no..., que no lo sea. ¡Dios! ¡Dios! ¡Una mano como la del grabado!
Fue cuestión de un instante lo que tardó en reconocerla. Tenía una piel pálida y
macilenta que no recubría sino los huesos, y unos tendones espantosamente tensos;
unos pelos largos y espesos como jamás había visto en la de un ser humano; las uñas
sobresalían de los extremos de los dedos y se curvaban hacia dentro, afiladas, grises,
duras, rugosas.
Dennistoun saltó de la silla; un indecible terror mortal le paralizó el corazón. El ser
aquel, cuya mano izquierda descansaba sobre la mesa, se estaba incorporando por
detrás del respaldo de su silla, y su mano derecha se curvó por encima de su cuero
cabelludo. Estaba envuelto en unos trapos negros y andrajosos; un vello espeso le
cubría igual que en la ilustración. Su mandíbula inferior era estrecha, ¿cómo diría yo?,
hundida como la de una bestia; los dientes le asomaban detrás de los negros labios, y no
tenía nariz; sus ojos, de un amarillo llameante, sobre el que destacaban unas pupilas
negras e intensas, expresaban odio exultante y sed de destrucción: éstos eran los rasgos
más horribles de dicha visión. Y manifestaba una especie de inteligencia..., una
inteligencia superior a la de la bestia, pero inferior a la del hombre.
Las emociones que este horror suscitó en Dennistoun fueron el más intenso terror
físico y la más profunda abominación mental. ¿Y qué hizo él?
¿Qué podía hacer? Nunca ha llegado a saber con seguridad las palabras que dijo,
pero recuerda que habló, que agarró ciegamente el crucifijo, que el demonio hizo un
movimiento de abalanzársele, y que entonces exhaló un grito con la voz de un animal
fulminado por el dolor.
Pierre y Bertrand, los dos sirvientes que habían entrado precipitadamente, no
vieron nada, pero se sintieron empujados a un lado por algo que cruzó por en medio de
los dos, y encontraron a Dennistoun desmayado. Pasaron la noche sentados haciéndole
compañía, y a eso de las nueve de la mañana del día siguiente llegaron sus dos amigos.
Él, aunque trastornado y con los nervios deshechos, se había recuperado casi del todo.
Y dieron crédito a la historia que contó, pero no antes de haber visto el grabado y haber
hablado con el sacristán.
Poco antes de amanecer, el viejecillo había ido a la posada con no se sabe qué
pretexto, y escuchó con profundo interés lo que le contó la patrona. No se mostró
sorprendido.
—¡Es él..., es él! Lo he visto con mis propios ojos —fue su único comentario, y a
todas las preguntas que le hicieron, respondía siempre con lo mismo—: Deux fois je l'ai
vu; mille fois je l'ai senti.
No quiso decir nada acerca de la procedencia del libro, ni quiso referir detalle
alguno sobre sus experiencias.
—Pronto llegará mi hora y descansaré en paz. ¿Por qué se empeñan en
molestarme? —decía.
Nunca sabremos lo que él y el canónigo Alberico de Mauléon sufrieron. Detrás del
grabado fatídico había unas líneas escritas a mano que pueden arrojar alguna luz sobre
el caso:
Contradictio Salomonis cum demonio nocturno.
Albericus de Mauleone delineavit.
V. Deus in adiutorium.Ps. Qui habitat.
Sancte Bertrande, demoniorum effugator, intercede pro me
miserrimo.
Primum uidi nocte l2mi Dec. 1694: uidebo mox
ultimum. Peccaui etpassus sum, plura adhuc
passurus. Dec. 29, 1701
Nunca he llegado a saber exactamente qué es lo que pensaba Dennistoun de todos
estos acontecimientos que acabo de referir. Una vez me citó una frase del Eclesiástico:
«Hay espíritus que han sido creados para la venganza, y su furia ocasiona desastres».
En otra ocasión me dijo: «Isaías fue un hombre muy sensato; ¿no dijo algo acerca de los
monstruos de la noche que viven en las ruinas de Babilonia? Hoy en día estas cosas se
hallan fuera de nuestro alcance».
Hay otra confidencia suya que me impresionó y que no me atrevo a censurar.
Fuimos a Comminges el año pasado a visitar la tumba del canónigo Alberico. Se trata
de un gran túmulo de mármol con la efigie del canónigo con peluca y sotana, y una
frase de elogio a su sabiduría esculpida debajo. Dennistoun se detuvo a hablar un rato
con el vicario de Saint Bertrand, y cuando íbamos de regreso, me dijo:
—Espero que no esté mal lo que he hecho: ya sabes que soy presbiteriano... pero...
pero he pagado una misa con responso por el eterno descanso de Alberico de Mauléon.
Luego añadió con ligero acento escocés:
—No sabía que fueran tan caras.
El libro se conserva en la colección Wenworth de Cambridge. El grabado lo
fotografió Dennistoun y lo quemó inmediatamente después, el mismo día que salió de
Comminges, en su primera visita a ese lugar.
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