James Montague Rhodes
CORAZONES PERDIDOS
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Fue en septiembre de 1811, según he comprobado, cuando se detuvo un coche de
alquiler en la puerta de Aswarby Hall, en el corazón de Lincolnshire. Un niño, que era
el único pasajero, saltó abajo en cuanto paró y se puso a mirar en torno suyo con viva
curiosidad durante el breve intervalo que transcurrió desde que sonó la campanilla
hasta que se abrió la puerta Vio una casa alta, cuadrada, de ladrillo rojo, de los tiempos
de la reina Ana; se le había añadido una portalada con pilares de piedra del más puro
estilo clásico de 1790; sus ventanas eran numerosas, altas, estrechas, con cristales
pequeños y gruesa carpintería blanca. Un frontón perforado por una ventana redonda
coronaba la fachada. Dos alas, a derecha e izquierda, comunicaban con el cuerpo central
mediante curiosas galerías acristaladas sostenidas por columnatas. En estas alas se
hallaban claramente las cuadras y los servicios de la casa. Cada una tenía una cúpula
ornamental rematada por una veleta dorada.
La luz del ocaso daba en el edificio haciendo brillar los cristales como si estuviesen
en llamas. Frente a la mansión se extendía un parque llano salpicado de robles y
bordeado de abetos que se recortaban contra el cielo. El reloj de la torre de la iglesia —
oculta tras la franja de árboles, y cuya veleta dorada era lo único de ella que recibía la
luz— estaba dando las seis, y sus tañidos llegaban blandamente arrastrados por el
viento. Todo contribuía a transmitir al espíritu del niño una impresión agradable,
aunque teñida de esa especie de melancolía propia de un atardecer de principios de
otoño, mientras esperaba a que le abriesen.
El coche le traía de Warwickshire, donde unos seis meses antes se había quedado
huérfano. Gracias al generoso ofrecimiento de su viejo pariente el señor Abney llegaba
ahora a Aswarby para quedarse. Fue un ofrecimiento inesperado, porque los que
conocían algo al señor Abney le consideraban una especie de austero recluso para el
que la llegada de un niño supondría un elemento nuevo y previsiblemente
incompatible con la rutina de la casa. La verdad es que se sabía muy poco de las
actividades y el carácter del señor Abney. Habían oído decir al profesor de Griego de
Cambridge que el hombre que más sabía sobre creencias religiosas de los últimos
paganos era el dueño de Aswarby. Desde luego, su biblioteca contenía todo lo
publicado hasta entonces sobre los Misterios, los poemas órficos, el culto a Mitra y los
neoplatónicos. En el vestíbulo enlosado de mármol se alzaba un hermoso grupo de
Mitra matando al toro, importado de levante a un coste considerable por el dueño. Éste
había publicado una descripción de dicho grupo en la Gentleman's Magazine, y había
escrito una notable serie de artículos en la revista Critical Museum sobre supersticiones
de los romanos durante el Bajo Imperio. En resumen, se le tenía por una persona
sumergida en los libros; por lo que causó una sorpresa enorme entre sus vecinos que se
hubiese enterado siquiera de la existencia de Stephen Elliott, su pariente huérfano, y
más aún que se hubiera ofrecido a acogerle en Aswarby Hall.
Pensara lo que pensase la vecindad, lo cierto es que el señor Abney —el alto, flaco
y austero señor Abney— parecía dispuesto a brindar a su jovencísimo primo una cálida
acogida. En el instante en que abrían la puerta de la entrada salió él precipitadamente
de su despacho frotándose las manos de satisfacción.
—¿Qué tal, muchacho, cómo estás? —dijo—. ¿Cuántos años tienes...? Quiero decir,
espero que no estés demasiado cansado del viaje como para no cenar, ¿verdad?
—No; gracias, señor —dijo el señorito Elliott—. Estoy bien.
—Buen chico —dijo el señor Abney—. ¿Y cuántos años tienes?
Parecía un poco raro que le hiciera dos veces la misma pregunta en los primeros
dos minutos de conocerse.
—Voy para los doce, señor —dijo Stephen.
—¿Y cuándo los cumplirás, pequeño? El doce de septiembre, ¿eh? Eso está bien;
eso está muy bien. Dentro de un año, casi, ¿no? Me gusta... ¡je, je!... me gusta anotar
estas cosas en mi libro. ¿Seguro que el doce? ¿Seguro?
—Sí; completamente seguro, señor.
—¡Bien, bien! Parkes, llévele a la habitación de la señora Bunch y que tome su té,
cena o lo que sea.
—Sí, señor —contestó el circunspecto señor Parkes; y condujo a Stephen a las
regiones inferiores.
La señora Bunch era la persona más amable y humana de cuantas Stephen había
tenido ocasión de conocer hasta ahora en Aswarby. Le hizo sentirse completamente a
gusto; al cuarto de hora habían hecho ya gran amistad; amistad que siguieron
conservando. La señora Bunch había nacido cerca de la residencia unos cincuenta años
antes de la llegada de Stephen, y llevaba veinte viviendo en ella. Así que si alguien
estaba al corriente de cuanto ocurría en la casa y en el contorno era ella; y no le
desagradaba ni mucho menos hacerse eco de cualquier novedad.
Naturalmente, había multitud de cosas en la residencia y en sus jardines que
Stephen, que era de inclinación aventurera y curiosa, estaba deseoso de que le
explicasen. «¿Quién construyó el templo del final del paseo de laureles? ¿Quién es el
anciano del cuadro de la escalera, sentado junto a una mesa con una calavera debajo de
la mano?» Éstas y otras preguntas por el estilo le quedaron aclaradas gracias a la
poderosa fuente de información que era la señora Bunch. Había otras, en cambio, cuya
explicación encontró menos satisfactoria.
Un atardecer de noviembre, Stephen se hallaba sentado ante la chimenea del
cuarto del ama de llaves pensando en todo lo que le rodeaba.
—¿Es bueno el señor Abney, e irá al cielo? —preguntó de repente, con esa
confianza tan típica de los niños en la capacidad de los mayores para resolver estas
cuestiones, cuya decisión se considera reservada a otros tribunales.
—¿Bueno? ¡Dios le bendiga! —dijo la señora Buch—. ¡El señor es la persona más
bondadosa que he conocido en mi vida! ¿No te he hablado nunca del niño que recogió,
puede decirse que de la calle, hará siete años? ¿O de la niña, a los dos años de entrar yo
a trabajar?
—No. ¡Ande, cuéntemelo, señora Bunch!... ¡Cuéntemelo ahora!
—Bueno —dijo la señora Bunch—; de la niña no me acuerdo muy bien. Sé que el
señor la trajo un día al volver de su paseo, y dio orden a la señora Ellis, que era el ama
de llaves entonces, de que la atendiese en todo. La pobre criatura no tenía a nadie (ella
misma me lo dijo), y vivió aquí con nosotros como unas tres semanas. Después, sea
porque tenía algo de sangre gitana o por lo que fuera, saltó de la cama una madrugada
antes de que los demás hubiéramos abierto los ojos, y desde entonces no hemos vuelto a
saber de ella. El señor movilizó a toda la comarca y mandó dragar todas las charcas;
pero yo estoy convencida de que se fue con los gitanos. Porque la noche en que
desapareció estuvieron cantando alrededor de la casa lo menos una hora; y Parkes
asegura que les oyó dar voces toda esa tarde en el bosque. ¡Pobrecilla!, era una niña
rarísima, y muy reservada; aunque yo me entendía con ella a las mil maravillas, porque
era muy casera. Curioso, ¿verdad?
—¿Y qué pasó con el niño? —dijo Stephen.
—¡Ah, pobre chico! —suspiró la señora Bunch—. Era extranjero; se llamaba
Jevanny, y apareció por el camino tocando su zanfoña un día de invierno. El señor le
hizo entrar en seguida, le preguntó de dónde venía, cuántos años tenía, cómo había
llegado, y dónde estaban sus parientes, todo con una amabilidad que no podía pedirse
más. Pero pasó lo mismo. Me parece que esos extranjeros son gente ingobernable; y una
madrugada cogió y se fue, igual que la niña. Estuvimos preguntándonos lo menos un
año por qué lo haría, y qué haría; porque no se llevó la zanfoña, que aún sigue en ese
anaquel.
Stephen se pasó el resto de la velada haciéndole preguntas a la señora Bunch y
tratando de sacarle unas notas a la zanfoña.
Esa noche tuvo un sueño extraño. Al final del pasillo de arriba, donde estaba su
dormitorio, había un cuarto de bañó que no se utilizaba. Estaba cerrado con llave; pero
la mitad superior de la puerta era de cristal, y dado que había desaparecido hacía
tiempo la cortina de muselina que lo había ocultado del pasillo, podía verse desde fuera
la bañera de plomo pegada a la pared de la derecha, de cara a la ventana.
La noche a la que me refiero, Stephen Elliott se descubrió a sí mismo mirando a
través del cristal de esa puerta. La luna entraba por la ventana, y Stephen observaba
fijamente una figura que había en la bañera.
Su descripción de lo que vio me recuerda lo que vi una vez en la famosa cripta de
la iglesia de St. Michan, en Dublín, que tiene la horrible propiedad de preservar los
cadáveres de la descomposición durante siglos. Era una figura indeciblemente delgada
y conmovedora, de un color ceniciento, envuelta en una prenda parecida a un sudario,
con sus finos labios contraídos en una leve y horrible sonrisa, y las manos fuertemente
apretadas en la región del corazón.
Y mientras la miraba, pareció brotar de ella un gemido lejano, casi inaudible, y
empezó a mover los brazos. El terror de la escena hizo retroceder a Stephen, y despertar
al hecho de que, efectivamente, se hallaba de pie en el frío entarimado del corredor, a
plena luz de la luna. Con un valor que no creó que sea corriente en los chicos de su
edad, se acercó a la puerta del cuarto de bañó a comprobar si estaba allí realmente la
figura del sueño. No estaba; así que regresó a la cama.
A la señora Bunch le causó honda impresión, a la mañana siguiente, lo que le
contó Stephen; al extremó de que volvió a poner una cortina en la puerta de cristal del
cuarto de bañó. El señor Abney, por su parte, al que contó también su experiencia en el
desayunó, se mostró enormemente interesado, y tomó notas al respecto en lo que
llamaba «su libró».
Se aproximaba el equinoccio de primavera, y el señor Abney se lo recordaba a
menudo a su joven pariente, añadiendo que los antiguos lo consideraron siempre una
época difícil para los jóvenes, que haría bien en cuidarse, cerrando la ventana durante la
noche, y que Censorinus hacía estimables comentarios sobre el particular.
Dos incidentes ocurrieron por entonces que impresionaron a Stephen.
El primero fue después de pasar una noche con sensación de opresión y
desasosiego... aunque no consiguió recordar qué había soñado. Ya por la tarde, la
señora Bunch estaba ocupada en coser el camisón de Stephen.
—¡Válgame Dios, señorito Stephen! —exclamó de repente con cierta irritación—,
¿qué ha hecho para dejar el camisón como unos zorros? ¡Mire el trabajó que da a las
pobres criadas que tienen que zurcir y remendar!
Efectivamente, la prenda tenía una serie de desgarrones de lo más deplorables
cuyo zurcido requería una aguja hábil. Estaban todos en el lado izquierdo del pecho:
unos surcos largos, paralelos, de unas seis pulgadas; algunos no llegaban a rasgar el
tejido. Stephen sólo pudo manifestar que ignoraba por completo su origen; estaba
seguro de el camisón no los tenía la noche anterior.
—Pero, señora Bunch —dijo—, son iguales que los arañazos que tiene por fuera la
puerta de mi cuarto; y le aseguró que no los he hecho yo.
La señora Bunch le miró boquiabierta; acto seguido cogió una vela, salió
apresuradamente de la habitación, y la oyó subir. Unos minutos después bajó.
—No sé, señorito Stephen —dijo—; es muy extrañó cómo han podido aparecer
esos arañazos ahí: están demasiado altos para ser de un perro ó de un gato, y menos
aún de una rata. Parecen hechos por las uñas de un chino, como nos contaba un tío mío
que estuvo en el negocio del té cuando éramos chicas. Yo que usted no le diría nada al
señor; pero cierre la puerta con llave cuando se vaya a acostar.
—Siempre lo hago, señora Bunch, después de rezar.
—¡Ah, buen chico! No se olvide nunca de rezar, y no le ocurrirá nada malo.
Dicho esto la señora Bunch se aplicó en coser los desgarrones del camisón,
quedándose pensativa de cuando en cuando, hasta que se hizo hora de acostarse. Esto
ocurrió un viernes por la noche, en marzo de 1812.
Durante la velada siguiente, el dúo habitual formado por Stephen y la señora
Bunch se vio aumentado con la llegada repentina del mayordomo, el señor Parkes, que
por regla general no salía de sus dominios. No se dio cuenta de que estaba Stephen;
además, entró más nervioso y menos circunspecto que de costumbre.
—Si el señor quiere vino por la noche que vaya él a buscarlo —fue su primer
comentario—. O lo subo de día, ó no lo subo, señora Bunch. No sé qué puede ser: lo
más probable es que sean las ratas ó el viento que se cuela en las bodegas; pero yo ya
tengo muchos años, y ya no lo soporto como cuando era joven.
—Vaya, señor Parkes; sería muy raro que hubiera ratas en esta casa, y usted lo
sabe.
—No lo voy a negar, señora Bunch; y aunque he oído contar muchas veces a los
hombres del astillero lo de la rata que hablaba, jamás me lo he creído; pero esta noche,
si llegó a pegar la oreja a la puerta de la cueva del fondo, seguro que me habría
enterado de lo que decían.
—¡Vamos, señor Parkes, no consiento que diga esas fantasías! ¡Ratas hablando en
la bodega! ¿Habráse visto?
—Bueno, señora Bunch, no quiero discutir con usted; lo único que digo es que si
va a la cueva del fondo y pega la oreja a la puerta, puede comprobar ahora mismo lo
que digo.
—¡Señor Parkes, está diciendo tonterías... que no está bien que oiga un niño! Va a
asustar al señorito Stephen.
—¡Cómo! ¿El señorito Stephen? —dijo Parkes reparando en la presencia del niño
—. El señorito Stephen, señora Bunch, comprende que le estoy gastando una broma.
La verdad es que el señorito Stephen comprendía demasiado para suponer que el
señor Parkes quisiera gastar ninguna broma. Mostró interés —un interés no del todo
grato— por el caso. Pero ninguna de sus preguntas consiguió sacarle al mayordomo
más detalles sobre su experiencia en la bodega.
Llegamos ahora al 24 de marzo de 1812. Fue un día de experiencias singulares
para Stephen; un día de viento y ruidos que llenaron la casa y el parque de un vago
desasosiego. Estando en la valla del jardín contemplando el parque, sintió como si
desfilara ante él un cortejo interminable de seres invisibles arrastrados por el viento,
irresistiblemente, sin objeto, mientras pugnaban en vano por detenerse, por sujetarse a
lo que fuera para poner fin a su vuelo y volver a entrar en contactó con el mundo de los
vivos del que habían formado parte.
Ese día, después de comer, dijo el señor Abney:
—Stephen, muchacho, ¿te importaría venir esta noche a mi despacho, a eso de las
once?; hasta esa hora estaré ocupado. Quiero enseñarte algo que tiene que ver con tu
vida futura, y es de suma importancia que conozcas. No se lo digas a la señora Bunch ni
a nadie de la casa; y es mejor que subas a tu habitación a la hora de siempre.
He aquí una nueva emoción que añadir a la vida. Stephen aprovechó con avidez la
ocasión que se le brindaba de permanecer levantado hasta las once. Esa noche, al subir,
se asomó a la puerta de la biblioteca y observó que el brasero que había visto a menudo
en un rincón de la estancia estaba delante de la chimenea; sobre la mesa había una
antigua copa plateada llena de vino tinto, y al lado unas hojas escritas. En el momento
de pasar Stephen el señor Abney estaba cogiendo pellizcos de incienso de una cajita
redonda y espolvoreándolo en el brasero; pero no oyó sus pasos.
El viento había cesado. La noche era tranquila y había luna llena. Hacia las diez,
Stephen estaba de pie juntó a la ventana abierta de su dormitorio contemplando el
campo. Pese a la quietud general, aún no se habían acallado los misteriosos habitantes
del bosque lejano bajó la luna. De cuando en cuando le llegaban del otro lado del
estanque gritos extraños como de seres errantes, perdidos, desesperados. Quizá eran
chillidos de lechuzas o gaviotas, aunque no sonaban exactamente igual que el graznido
de estas aves. ¿No se estaban acercando? Unos momentos después provenían de la
orilla más próxima. Y ahora parecían flotar en la zona de los arbustos. Cesaron a
continuación. Pero justo cuando Stephen se disponía a cerrar la ventana y volver a su
lectura de Robinson Crusoe advirtió dos figuras detenidas en el paseó de grava que se
extendía juntó a la residencia: las figuras de un niño y una niña, parecían; estaban el
uno al lado del otro y miraban hacia las ventanas. La de la niña le recordaba de manera
irresistible a la de la bañera que había visto en sueños. El chico le inspiraba un miedo
más intenso.
Mientras la niña permanecía inmóvil, medió sonriendo, con las manos apretadas
sobre el corazón, el chico, de figura delgadísima, cabello negro y ropa andrajosa, alzó
los brazos como en un gesto de amenaza y hambre y ansia insaciable. La luna iluminó
sus manos traslúcidas, y Stephen vio que tenía las uñas terriblemente largas y que las
atravesaba la luz. Y al alzar los brazos reveló un detalle espantoso: en el costado
izquierdo del pechó tenía abierto un negro., agujero. Y entonces le llegó a Stephen —
más al cerebro que al oído— uno de esos gritos hambrientos y desolados que habían
estado resonando en el bosque de Aswarby. Acto seguido la horrible pareja se desplazó
veloz y silenciosa por la grava, y dejó de verla.
Aunque indeciblemente asustado, decidió coger una vela y bajar al despacho del
señor Abney, porque casi era la hora a la que le había citado. El despacho ó biblioteca
daba a un lado del vestíbulo; y Stephen, acuciado por sus terrores, llegó en un abrir y
cerrar de ojos. No le fue tan fácil entrar. La puerta no estaba cerrada con llave, desde
luego, ya que la llave estaba puesta por fuera como de costumbre. Sus repetidas
llamadas no obtuvieron respuesta. El señor Abney estaba ocupado: le oía hablar. ¿Qué
ocurría? ¿Por qué trataba de gritar? ¿Y por qué se le ahogaba un gritó en la garganta?
¿Había visto también a los misteriosos niños? Pero ahora quedó todo en silenció, y la
puerta cedió al forcejeo aterrado y frenético de Stephen.
Sobre la mesa de escritorio del señor Abney se descubrieron ciertos papeles que
explicaron a Stephen Elliott lo ocurrido cuando tuvo edad suficiente para entenderlos.
He aquí los pasajes más relevantes:
«Era creencia firme y general entre los antiguos (de cuyo saber en esta materia he
tenido experiencias que me inducen a fiar en sus afirmaciones) que merced a
determinados procesos que para nosotros los modernos tienen algo de bárbaros, el
hombre puede alcanzar una muy notable expansión de las facultades espirituales; que,
por ejemplo, absorbiendo la personalidad de cierto número de individuos, se puede
lograr un total dominio sobre esos órdenes de seres espirituales que controlan las
fuerzas elementales de nuestro universo.
»Hay constancia de que Simón el Mago podía desplazarse por el aire, hacerse
invisible o adoptar las formas que quisiera en virtud del alma de un niño al que —para
utilizar el término calumnioso que emplea el autor de Clementine Recognitions— había
"asesinado". Además, en los escritos de Hermes Trimegisto encuentro consignado con
considerable detalle que pueden obtenerse idénticos resultados absorbiendo los
corazones de al menos tres seres humanos menores de veintiún años. A comprobar la
veracidad de esta fórmula he dedicado la mayor parte de los últimos veinte años,
escogiendo como corpora vilia de mi experimento a sujetos a los que podía suprimir
oportunamente sin que ocasionasen vacío alguno en la sociedad. La primera fase la
llevé a efecto eliminando a una tal Phoebe Stanley, niña de extracción gitana, el24 de
marzo de1792. La segunda, mediante la supresión de un italiano vagabundo llamado
Giovanni Paoli, la noche del23 de marzo de1805. La "víctima final" (por emplear un
término que repugna sobremanera a mi sensibilidad) va a ser mi primo Stephen Elliott.
Su día será este24 de marzo de1812.
»La mejor manera de lograr la requerida absorción es extraer el corazón in vivo,
reducirlo a cenizas, y mezclarlas con medio litro de vino tinto, preferentemente oporto.
Conviene guardar ocultos al menos los restos de los dos primeros sujetos; un cuarto de
baño en desuso o una bodega sirven perfectamente a este propósito. Puede que el
componente psíquico de los sujetos —que la terminología popular dignifica con el
nombre de espectros— ocasione alguna molestia. Pero un hombre de talante filosófico
—el único para el que es apropiado el experimento— concederá muy poca importancia
a los débiles esfuerzos de esas naturalezas por descargar su venganza sobre él. Pienso
con la más viva satisfacción en la existencia prolongada e independiente que el
experimento me conferirá si tiene éxito, no sólo poniéndome fuera del alcance de la
pretendida justicia humana, sino eliminando prácticamente la perspectiva misma de la
muerte».
El señor Abney fue encontrado en su silla, con la cabeza hacia atrás, el rostro
contraído en una expresión de rabia, miedo y dolor insoportable. En el costado
izquierdo tenía abierta una herida terrible que le dejaba el corazón al descubierto. No
tenía sangre en las manos, y el largo cuchillo que había sobre la mesa estaba intacto.
Seguramente le infligió esa herida un gato montés: la ventana del despacho estaba
abierta, y el dictamen del forense fue que el señor Abney había muerto víctima de
alguna alimaña. Pero la lectura de los papeles que acabo de citar llevaron a Stephen
Elliott a muy otra conclusión.
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