EL CUERNO
DEL HORROR
E. F. Benson
**
Durante los últimos diez días Alhubel había estado cubierto de sol bajo el
radiante clima invernal propio de su altura, superior a los mil ochocientos metros.
Desde el amanecer hasta el crepúsculo, el sol (que tan sorprendente resultaba para
quienes hasta ahora lo habían asociado con un disco pálido y tibio que brillaba
vagamente a través del aire turbio de Inglaterra) había abierto su camino llameante a
través de un azul de chispas, y todas las noches la helada serena y quieta había hecho
que las estrellas titilaran como polvo de diamantes iluminado. Antes de la Navidad
había caído nieve suficiente para contentar a los esquiadores, y la pista grande, sobre
la que nevaba todas las noches, había dado a los patinadores por la mañana una
nueva superficie sobre la que realizar sus gracias resbaladizas. El bridge y el baile
servían para distraer la mayor parte de la noche, y a mí, que disfrutaba por primera
vez de las alegrías de un invierno en Engadine , me parecía que una tierra y un cielo
nuevos habían sido iluminados, calentados y refrigerados especialmente en beneficio
de aquellos que, como yo mismo, habían sido lo bastante inteligentes como para
reservar sus días de vacaciones para el invierno.
Pero en esas condiciones ideales se produjo una ruptura: una tarde un velo
vaporoso fue cubriendo el sol, y valle arriba, desde el noroeste, un viento helado que
había recorrido millas de distancia sobre laderas cubiertas de hielo comenzó a batir
los tranquilos salones de los cielos. Muy pronto se fue cubriendo de nieve, primero
en copos pequeños que se movían casi horizontalmente ante el aliento congelado, y
más tarde en copos tan gruesos como de plumón de cisne. Durante los quince días
anteriores el destino de las naciones y la vida y la muerte me habían parecido de
menos importancia que realizar determinados trazados de las cuchillas de patinaje
sobre el hielo con la forma y el tamaño adecuados, pero ahora me parecía que la
consideración primordial era la de regresar al hotel buscando abrigo: era más
prudente abandonar los giros entre las rocas antes de quedar congelado.
Había acudido allí con mi primo, el profesor Ingram, famoso fisiólogo y
alpinista. En la serenidad de la última quincena había hecho él un par de notables
ascensiones invernales, pero aquella mañana la sabiduría que tenía para el tiempo le
había llevado a desconfiar de los signos celestes, y en lugar de intentar el ascenso del
Piz Passug, había aguardado a comprobar si se justificaban sus recelos. Se había
quedado sentado por ello en el salón del admirable hotel, con los pies apoyados en
las tuberías de la calefacción y la última entrega de la correspondencia de Inglaterra
en sus manos. Incluía un panfleto concerniente al resultado de la expedición al monte
Everest, que acababa de leer atentamente cuando entré yo.
—Un informe muy interesante—dijo pasándomelo—. Y la verdad es que
merecen conseguirlo el próximo año. Pero quién sabe lo que pueden entrañar esos
dos mil últimos metros. Casi dos mil metros más cuando ya has subido cerca de siete
mil no parece mucho, pero por el momento nadie sabe si la estructura humana puede
soportar el esfuerzo a esa altura. Quizás no afecte sólo a los pulmones y el corazón,
sino también al cerebro. Pueden producirse alucinaciones delirantes. De hecho, diría
que los escaladores sufrieron ya una de esas alucinaciones, de no ser porque sé que
no fue así.
—¿A qué te refieres? —pregunté.
—Ya sabrás que creyeron ver a gran altitud las huellas de un pie humano
descalzo. A primera vista eso parece una alucinación. ¿Qué hay más natural que un
cerebro excitado y estimulado por la altura extrema interpretara ciertas marcas en la
nieve como las huellas de un ser humano? A esa altitud todo órgano corporal está
esforzándose al máximo para realizar su trabajo, y el cerebro se fija en esas marcas de
la nieve y dice: «Sí, tengo razón, estoy haciendo mi trabajo y veo marcas en la nieve
que afirmo son huellas humanas». Tú sabes que incluso a la altitud a la que nos
encontramos el cerebro se muestra inquieto y ansioso, y me hablaste de la viveza de
los sueños que tuviste anoche. Multiplica por tres ese estímulo con su consiguiente
ansiedad e inquietud, y verás lo natural que resulta que el cerebro albergue ilusiones.
Al fin y al cabo, ¿qué es el delirio que suele acompañar a la fiebre alta sino el esfuerzo
del cerebro para realizar su trabajo bajo la presión de la condición febril? ¡Está tan
ansioso por seguir percibiendo que percibe cosas que no existen!
—Y sin embargo no crees que esas huellas humanas fueran ilusiones —dije yo
—. Me dijiste que así lo habrías creído de no ser por alguna otra cosa.
Se removió en su silla y se quedó un momento mirando por la ventana. El aire
se había vuelto espeso ahora por la densidad de los grandes copos de nieve que
transportaba el ventarrón del noroeste.
—Así es —añadió él—. Con toda probabilidad eran huellas humanas
auténticas. Espero que fueran las de un ser que se parezca más a un hombre que a
cualquier otra cosa. El motivo de que diga eso es que sé que esos seres existen.
Incluso he tenido muy cerca a la criatura, llamémosla así, que podría dejar esas
huellas, y te aseguro que, a pesar de mi curiosidad intensa, no deseé tenerla más
cerca. Si la nevada no fuera tan densa podría enseñarte el lugar en donde la vi.
Señaló por la ventana, más allá del valle, hacia donde se elevaba la enorme torre
del Ungeheuerhorn, con el pico de roca tallada arriba como una especie de
gigantesco cuerno de rinoceronte. Por lo que vi, la montaña sólo era practicable por
un lado, y eso sólo para los mejores escaladores; por los otros tres una sucesión de
repisas y precipicios los volvían imposibles de escalar. Seiscientos metros de roca
perpendicular formaban la torre; abajo se extendían ciento cincuenta metros de
cantos rodados, y hasta el borde de éstos crecían bosques densos de pino y alerces.
—¿En el Ungeheuerhorn? —pregunté.
—Sí. Hasta hace veinte años nadie lo había escalado, y yo mismo, como otros
muchos, empleé mucho tiempo tratando de encontrar una ruta en él. Mi guía y yo
pasamos a veces hasta tres noches en la choza que hay bajo el glaciar de Blumen,
merodeando por los alrededores, y sólo por un golpe de suerte encontramos la ruta,
pues la montaña parece todavía más impracticable desde el lado alejado que desde
éste. Pero un día encontramos en el costado una fisura larga y transversal que
conducía a una plataforma transitable; partía de allí un pasillo de hielo en pendiente
que no se veía hasta que lo estabas pisando. Pero no necesité meterme en él.
La sala grande en la que nos hallábamos sentados se estaba llenando de alegres
grupos empujados allí por la repentina tormenta y nevada, aumentando el cacareo
de las animadas lenguas. Además la orquesta, esa herencia invariable de la hora del
té en los establecimientos suizos, había comenzado a afinar los instrumentos para
atacar el habitual popurrí de las obras de Puccini. Un momento después empezaban
las azucaradas y sentimentales melodías.
—¡Qué contraste tan extraño! —observó Ingram—. Aquí estamos sentados,
calientes y cómodos, dejando que estas melodías infantiles acaricien agradablemente
nuestros oídos mientras en el exterior la gran tormenta se va haciendo más violenta a
cada momento, arremolinándose alrededor de los austeros riscos del
Ungeheuerhorn: el Cuerno del Horror, pues eso es lo que fue en realidad para mí.
—Quiero oír toda la historia —intervine yo—. Cada detalle: si la historia es
breve, alárgala. Quiero saber por qué es tu Cuerno del Horror.
—Pues bien, Chanton y yo (él era mi guía) solíamos pasar varios días
merodeando por los riscos, avanzando un poco por un lado para luego vernos
detenidos, y ganando quizás ciento cincuenta metros por otro lado para vernos
enfrentados después a un obstáculo insuperable, hasta el día en que, por suerte,
encontramos la ruta. A Chanton no le gustaba ese trabajo, por alguna razón que yo
no podía ni sospechar. No era por la dificultad o el peligro de la escalada, pues era el
hombre con menos miedo que he conocido nunca frente a las rocas y el hielo, pero
siempre insistía en que abandonáramos la montaña y regresáramos a la cabaña de
Blumen antes del crepúsculo. No se sentía tranquilo ni siquiera cuando habíamos
regresado a nuestro abrigo y habíamos cerrado la puerta con una barra, y me
acuerdo bien de una noche en la que, mientras cenábamos, escuchamos a un animal,
probablemente un lobo, que aullaba en algún lugar del exterior. Se apoderó de él un
pánico auténtico, y creo que no pegó ojo hasta el amanecer. Se me ocurrió entonces
que pudiera existir alguna leyenda horripilante acerca de la montaña, relacionada
posiblemente con su nombre, por lo que al día siguiente le pregunté el motivo de que
se llamara el Cuerno del Horror. Al principio evadió la pregunta y dijo que, lo mismo
que el Schreckhorn, debía ese nombre a sus precipicios y a las rocas caídas; pero
cuando le presioné un poco reconoció que existía una leyenda que le había contado
su padre. Se suponía que había allí criaturas que vivían en sus cuevas, de forma
humana y cubiertas de un pelo negro y largo salvo en el rostro y las manos. Su
estatura era baja, aproximadamente un metro veinte, pero su agilidad y fuerza eran
prodigiosas y debían ser los restos de alguna raza salvaje y primitiva. Parecía que se
hallaban todavía en una fase ascendente de la evolución, o eso conjeturé yo, pues se
contaba que algunas veces habían raptado chicas jóvenes, pero no como presa, ni
para someterlas al destino de los cautivos de los caníbales, sino para tener
descendencia. También habían raptado a hombres jóvenes para emparejarlos con las
mujeres de su tribu. Tal como te digo, daba la impresión de que esas criaturas
tendieran hacia la humanidad.
» Como es natural no me creí una palabra, sobre todo pensando en el día de
hoy. Quizás hace siglos pudieran haber existido esos seres, y por la tenacidad
extraordinaria de la tradición las noticias sobre ellos pudieron ser transmitidas de
generación en generación y escucharse todavía en los hogares de los campesinos. En
cuanto a su número, Chanton me contó que un hombre que gracias a su velocidad
con los esquíes pudo escapar para contar la historia vio en una ocasión a tres de ellos
juntos. Afirmó que aquel hombre no era otro que su abuelo, a quien una tarde de
invierno se le hizo de noche mientras cruzaba los densos bosques que hay bajo el
Ungeheuerhorn, y Chanton suponía que aquellos seres habían descendido a altitudes
tan bajas buscando alimento por causa de la severidad del clima invernal, pues en
todas las otras ocasiones sólo se les había visto entre las rocas de la propia cumbre.
Habían perseguido a su abuelo, que entonces era un hombre joven, a un paso
extraordinariamente rápido, corriendo a veces erguidos como hombres, y otras veces
a cuatro patas, a la manera de los animales, y sus aullidos eran como el que habíamos
escuchado aquella misma noche en la cabaña de Blumen. Ésa fue, en todo caso, la
historia que me contó Chanton, y lo mismo que te pasa a ti la consideré como una
absurda superstición. Pero al día siguiente tuve motivos para reconsiderar mi
opinión.
» Ese día, después de una semana de exploración, fue cuando dimos con la
única ruta actualmente conocida hasta nuestra cumbre. Partimos en cuanto hubo luz
suficiente para escalar, pues como podrás imaginarte es imposible escalar esas rocas
dificilísimas con la luz de la luna o de una linterna. Vimos la fisura alargada de la
que te he hablado, exploramos la plataforma que desde abajo parecía terminar en el
vacío, y formando una escalera con los picos ascendimos por el pasillo que sube
desde allí. De ahí en adelante hay una escalada en roca de considerable dificultad,
pero sin descubrir nada angustioso, hacia las nueve de la mañana estábamos arriba.
No nos quedamos allí mucho tiempo, pues cuando el sol calienta en ese lado de la
montaña se corre el riesgo de que caigan piedras al soltarse del hielo que las sujeta, y
cruzamos presurosamente la plataforma en la que las caídas son más frecuentes.
Después teníamos que descender por la larga fisura, lo que no era muy difícil, y
habíamos terminado nuestro trabajo a mediodía, encontrándonos los dos, como
podrás imaginar, en un estado de euforia máxima.
» Se abría entonces ante nosotros una larga y fatigosa caminata por entre los
enormes cantos rodados que habían caído al pie del risco. Allí la ladera es muy
porosa y se extendían grandes cuevas hasta la montaña. Nos habíamos desatado en
la base de la fisura y estábamos deshaciendo el camino como mejor sabíamos entre
aquellas rocas caídas, muchas de ellas más grandes que una casa, cuando al rodear
una de ellas vi algo que evidenciaba que las historias que me había contado Chanton
no eran ningún fragmento de una superstición tradicional.
» A menos de veinte metros de mí estaba uno de esos seres de los que Chanton
había hablado. Estaba allí desnudo, calentándose boca arriba con el rostro vuelto
hacia el sol, que sus ojos estrechos contemplaban sin pestañear. En cuanto a la forma
era totalmente humano, aunque el crecimiento del pelo, que cubría por igual
miembros y tronco, ocultaba casi totalmente su piel bronceada. Pero el rostro carecía
de pelo, salvo en las mejillas y la barbilla, lo que me permitió contemplar un
semblante de bestialidad sensual y malévola que me dejó horrorizado. De haber sido
un animal, apenas habría sentido un estremecimiento ante su grosero animalismo; el
horror estaba en el hecho de que era un hombre. Estaba allí tumbado junto a un par
de huesos roídos, y terminada la comida se relamía perezosamente los labios
protuberantes, de los que brotaba como un ronroneo de alegría. Con una mano se
rascaba el pelo grueso del vientre, con la otra sujetaba uno de los huesos, que en ese
momento se partió por la mitad bajo la presión de sus dedos. Pero mi horror no se
basó en la información acerca de lo que les ocurría a quienes eran apresados por esos
seres; se debía tan sólo a la proximidad de algo tan humano y tan infernal. La
cumbre, que tanta satisfacción y euforia nos había producido sólo unos momentos
antes al lograr coronarla, se convirtió verdaderamente para mí en un
Ungeheuerhorn, pues era el hogar de unos seres más horribles de los que habría
podido producir el delirio de una pesadilla.
» Chanton estaba unos doce pasos detrás de mí, y con un movimiento hacia
atrás de la mano le indiqué que se detuviera. Después, retrocediendo yo mismo con
infinita precaución, para no atraer la mirada de esa criatura, rodeé la roca por el otro
lado, susurrándole lo que había visto, y con el rostro demudado dimos un largo
rodeo, escudriñando desde cada esquina y agachados, pues no sabíamos si al
siguiente paso daríamos con otro de esos seres, o si por la boca de una de las cuevas
de la ladera aparecería otro de esos rostros temibles y sin pelo, llevando esa vez los
pechos y la señal de la mujer. Eso habría sido lo peor de todo.
» La suerte nos favoreció, pues nos abrimos camino entre los cantos rodados y
las piedras sueltas, que en cualquier momento habrían podido crujir y traicionarnos,
sin que se repitiera mi experiencia, y cuando nos encontramos entre los árboles
corrimos como si las propias Furias nos persiguieran. Ahora entendía, aunque creo
que no soy capaz de transmitirlo, los recelos de la mente de Chanton cuando me
hablaba de aquellos seres. Era su humanidad misma lo que los volvía tan terribles, el
hecho de que fueran de nuestra misma raza, pero de un tipo tan abismalmente
degradado que el más brutal e inhumano de los hombres habría parecido angélico en
comparación.
La música de la pequeña banda había terminado antes que la narración, y los
grupos de conversadores sentados junto a la mesa de té se habían dispersado. Se
detuvo un momento.
—Lo que experimenté entonces fue un horror del espíritu, del que
verdaderamente creo no haberme recuperado totalmente —siguió diciéndome—.
Entonces vi lo terrible que puede ser un ser vivo, y en consecuencia lo terrible que
era la vida misma. Supongo que en todos nosotros habita algún germen heredado de
esa bestialidad inefable, y quién sabe si, aunque parece haberse vuelto estéril con el
curso de los siglos, no podrá fructificar de nuevo. Cuando vi tomar el sol a esa
criatura contemplé el abismo del que hemos salido a rastras. Y esas criaturas están
tratando de salir ahora, si es que existen todavía, pues lo cierto es que en los últimos
veinte años no se sabe de nadie que los haya visto, hasta que encontramos esta
historia de las huellas vistas por los escaladores del Everest. Si la historia es
auténtica, si el grupo no las confundió con las huellas de algún oso, o por qué no de
unos pasos humanos, es como si todavía existiesen esos restos varados de la
humanidad.
Ingram había contado bien su historia; pero sentados en esa habitación cálida y
civilizada no me había comunicado de una forma viva el horror que, claramente,
había sentido él. Acepto que intelectualmente podía apreciar su horror, pero la
verdad es que mi espíritu no se estremeció interiormente.
—Resulta extraño que tu gran interés por la fisiología no venciera tus
vacilaciones. Estabas contemplando una forma de hombre que probablemente es más
remota que los más antiguos restos humanos. ¿Acaso no había algo en tu interior que
te decía que aquello tenía un significado apasionante?
Lo negó con un gesto.
—No: lo único que quería era escapar. Tal como te he dicho, no era el terror
hacia lo que nos podía aguardar si nos capturaban, según la historia de Chanton; era
un horror absoluto ante la criatura. Me estremecí ante aquello.
Aquella noche aumentó la violencia de la nevada y la tormenta, y dormí
inquieto, saliendo una y otra vez del sueño por los fuertes golpes del viento al
sacudir mis ventanas, como si exigiera imperiosamente ser admitido. Venía en
ráfagas hinchadas entremezcladas con extraños ruidos cuando menguaba un
momento, con aleteos y quejidos que se convertían en gritos cuando retornaba su
furia. Sin duda esos ruidos se mezclaron en mi conciencia amodorrada y
somnolienta, y en una ocasión salí de la pesadilla imaginando que las criaturas del
Cuerno del Horror estaban en mi balcón golpeando los cerrojos de la ventana. La
tormenta pasó antes de que amaneciera y al despertar vi la nieve cayendo rápida y
densa en el aire. La nevada prosiguió tres días sin cesar, y cuando acabó la siguió una
helada como nunca en mi vida había experimentado. Una noche el termómetro
marcó cuarenta y cinco grados bajo cero, y más la noche siguiente, por lo que no era
capaz de imaginar el frío que debía hacer en los riscos del Ungeheuerhorn. Creí que
sería suficiente para acabar por completo con sus habitantes secretos: ese día, hacía
veinte años, mi primo había perdido una oportunidad de estudio que probablemente
no volvería a tener ni él ni ningún otro.
Una mañana recibí la carta de un amigo que me decía que había llegado a la
vecina estación invernal de St. Luigi, y me proponía que fuera a patinar con él
durante la mañana para almorzar después juntos. El lugar se encontraba a unos
cuatro kilómetros si se tomaba el camino de las laderas bajas cubiertas de bosques de
pinos, por encima de las cuales se encontraban los bosques empinados bajo las
primeras pendientes rocosas del Ungeheuerhorn. Llevando a la espalda una mochila
con los patines, me deslicé con los esquíes sobre las pendientes arboladas y tomé una
pendiente que en un suave descenso que me conducía hasta St. Luigi. El día estaba
encapotado, las nubes oscurecían totalmente las cumbres más altas, aunque el sol
resultaba visible, pálido y sin brillo, por entre la niebla. Pero mejoró conforme pasaba
la mañana y pude deslizarme hacia St. Luigi bajo un firmamento centelleante.
Patinamos, almorzamos y después, como parecía que retornaba el mal tiempo, inicié
el viaje de regreso hacia las tres.
Apenas había entrado en los bosques cuando por arriba se espesaron las nubes
y madejas e hilachas de éstas comenzaron a descender entre los pinares que cruzaba
mi camino. Diez minutos más tarde su opacidad había aumentado tanto que apenas
sí podía ver a un par de metros delante de mí. Enseguida me di cuenta de que debía
haberme salido del camino, pues me cerraban el paso matorrales con las puntas
cubiertas de nieve, y al retroceder para encontrarlo de nuevo confundí totalmente la
dirección. Pero aunque el avance era difícil sabía que bastaba con que siguiera
ascendiendo, pues de ese modo llegaría a la cresta de las colinas bajas y podría
descender desde allí al valle abierto en donde estaba Alhubel. De modo que seguí
avanzando, dando traspiés y resbalando, e incapaz por el espesor de la nieve de
quitarme los esquíes, pues de haberlo hecho me habría hundido hasta las rodillas a
cada paso. El ascenso proseguía y al mirar el reloj vi que hacía ya casi una hora que
había salido de St. Luigi, período más que suficiente para completar el viaje. Seguía
todavía aferrado a la idea de que, aunque debía de haberme alejado unos minutos de
la ruta adecuada, con toda seguridad llegaría a la parte de arriba y podría encontrar
el camino descendente hasta el siguiente valle. Fue entonces cuando observé que la
niebla se iba llenando de un color rosado, y aunque deduje por ello que el crepúsculo
debía estar próximo, me consolé pensando que sin duda la niebla se levantaría en
cualquier momento descubriéndome mi posición. Pero el hecho de que pronto fuera
a anochecer me obligaba a defenderme mentalmente contra esa desesperación de la
soledad que roe el corazón de un hombre perdido en el bosque o en una ladera hasta
el punto de que, aunque tiene todavía mucho vigor en sus miembros, pierde la
fuerza nerviosa y no puede hacer otra cosa que tumbarse y abandonarse a lo que le
reserva el destino... Lo que escuché entonces me hizo pensar que la soledad era en
realidad una bendición, pues había un destino peor que el de estar solo. Lo que oí se
asemejaba al aullido de un lobo y procedía de un lugar no muy alejado de mí, donde
la cresta —¿era una cresta?— seguía elevándose recubierta de pinos.
Repentinamente el viento sopló a mi espalda agitando la nieve congelada de las
ramas de los pinos y barriendo la niebla lo mismo que una escoba barre el polvo del
suelo. Ante mí se extendía radiante el cielo sin nubes, cargado ya del color rojo del
crepúsculo, y delante vi que había llegado a la linde misma del bosque que durante
tanto tiempo había recorrido. Pero no encontré delante ningún valle en el que
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pudiera penetrar, sino la fuerte pendiente de cantos rodados y rocas que se elevaban
al pie del Ungeheuerhorn. ¿De dónde procedía entonces el grito de lobo que me
había paralizado el corazón? Pude verlo.
A menos de veinte metros había un tronco caído y se apoyaba en él uno de los
habitantes del Cuerno del Horror: era una mujer. Estaba envuelta por una espesa
capa de cabellos grises y en forma de mechones, desde la cabeza le caía el pelo sobre
los hombros y el pecho, del que colgaban unos pechos marchitos y oscilantes. Al
mirarle el rostro entendí lo que había sentido Ingram, pero no sólo con la mente, sino
también con un estremecimiento del espíritu. Jamás una pesadilla había dado forma
a un semblante tan terrible; la belleza del sol y las estrellas, y de los animales del
campo y de la amigable raza de los hombres no podía expiar una encarnación tan
infernal del espíritu de la vida. Un bestialismo insondable modelaba la boca babeante
y los hombros estrechos; contemplé el abismo mismo, y supe que desde ese abismo
en cuyo borde yo me inclinaba habían subido, escalándolo, generaciones de hombres.
¿Y si esa plataforma se deshacía delante de mí y me enviaba directamente a sus
profundidades inferiores...?
Ella sostenía con una mano los cuernos de una gamuza que luchaba y pateaba.
Un golpe de una pata trasera del animal dio en su muslo seco, y ella, con un gruñido
de cólera, cogió la pata con la otra mano, y con la facilidad con la que un hombre
puede sacar de su vaina un tallo de hierba de la pradera, se la arrancó del cuerpo
dejando la piel desgarrada colgando alrededor de la herida abierta. Entonces,
llevándose a la boca el miembro rojo y sangrante, lo chupó como haría un niño con
un palo de caramelo. Sus dientes oscuros penetraron en la carne y los cartílagos y
después se relamió los labios con un sonido de satisfacción. Dejó entonces la pata a
un lado, volvió a contemplar el cuerpo de la presa, que se estremecía ahora en sus
convulsiones mortales, y con un dedo y el pulgar le sacó un ojo. Le clavó los dientes
y crujió como una nuez de cascara blanda.
Debí pasar algunos segundos observándola en pie, preso de una indescriptible
catalepsia de terror, mientras a través de mi cerebro repiqueteaba la orden que el
pánico enviaba a mis miembros encogidos: «Vete, vete mientras tengas tiempo».
Recuperando la capacidad de mis músculos y articulaciones, traté de colocarme tras
un árbol para ocultarme a esa aparición. Pero la mujer —¿debo llamarla así?— debió
captar el movimiento, pues levantó la vista que tenía fija en el festín vivo y me vio.
Inclinó el cuello, dejó caer su presa y, alzándose a medias, comenzó a moverse hacia
mí. Al hacerlo abrió la boca y lanzó un aullido como el que había oído un momento
antes. Le respondió otro, aunque débil y distante.
Deslizándome, con las puntas de los esquíes tropezando en los obstáculos que
había bajo la nieve, me lancé colina abajo entre los pinos. El sol descendente se
hundía ya bajo una elevación montañosa por el oeste, enrojeciendo con sus últimos
rayos la nieve y los pinos. La mochila, con los patines dentro, se sacudía de un lado
para otro a mi espalda, y una rama baja de un pino me había quitado de la mano un
bastón de esquiar, pero no podía permitirme ni un sólo segundo para recuperarlo.
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No miraba hacia atrás y no sabía a qué velocidad iba mi perseguidora, o si todavía
me perseguía, pues toda mi mente y mi energía, que volvían a funcionar a pleno
rendimiento por la tensa situación de pánico, estaban dedicadas a alejarme colina
abajo y salir del bosque tan rápidamente como me lo pudieran permitir mis piernas.
Durante unos momentos no oí otra cosa que la nieve que siseaba a mi paso, y el
crujido de los matorrales cubiertos de nieve bajo mis pies, hasta que muy cerca y
detrás de mí volvió a sonar el aullido de lobo y escuché unos pasos distintos a los
míos.
La cinta de la mochila se había movido, y como dentro los patines se agitaban
de un lado a otro, rozaba y presionaba mi garganta, impidiendo que entrara
libremente el aire que, bien lo sabía Dios, mis fatigados pulmones necesitaban
desesperadamente, por lo que sin detenerme la deslicé para dejar libre el cuello y la
sostuve con la mano que había quedado libre por la pérdida del bastón. Con ese
cambio me moví con algo más de facilidad, y no muy distante pude ver entonces,
más abajo, el camino del que me había apartado. Si podía llegar hasta él, el
deslizamiento más suave me permitiría seguramente distanciar a mi perseguidora,
pues incluso en un terreno más accidentado sólo lentamente se aproximaba a mí, y la
visión de esa cinta que se extendía sin impedimentos colina abajo permitió que un
rayo de esperanza cruzara el pánico negro de mi alma. Con esa esperanza llegó
también el deseo insistente de ver quién o qué me perseguía, por lo que me permití
una mirada hacia atrás. Era ella, la bruja a la que había visto entregada a su
horripilante comida; sus largos pelos grises volaban hacia atrás con el movimiento,
su boca parloteaba y farfullaba, sus dedos se movían como asiendo algo, como si se
hubieran cerrado ya sobre mí.
Pero el camino ya estaba cerca y supongo que esa proximidad me hizo dejar de
ser precavido. Un grupo de arbustos cubiertos de nieve se hallaba en mi camino, y
creyendo que podría saltar por encima de él tropecé y caí ahogándome en la nieve.
Muy cerca de mí escuché un ruido maníaco, mitad grito y mitad risotada, y antes de
que pudiera recobrarme sus dedos estaban agarrándome el cuello, con una fuerza
que me hacía pensar que lo tenía metido en un torno de acero. Pero mi mano
derecha, aquella con la que sujetaba la mochila de los patines, estaba libre, y con un
movimiento desde atrás hacia adelante la lancé en toda la longitud de la correa, y
supe que mi golpe desesperado había dado en algún lugar del objetivo. Antes incluso
de que pudiera mirar sentí que se relajaba el apretón en mi cuello, al tiempo que algo
caía encima del matorral mismo que me había atrapado. Me puse en pie y me di la
vuelta.
Allí estaba ella, agitándose y estremeciéndose. El talón de uno de los patines,
traspasando la piel delgada de la mochila, le había golpeado en una sien, de la que
brotaba sangre, pero a unos cien metros vi a otra de esas figuras que bajaba hacia allí,
dando grandes saltos. El pánico volvió a sobrecogerme y me apresuré a recorrer el
camino liso y blanco que llevaba hasta las luces del pueblo. Ni una sola vez me
detuve en mi camino: no volvería a tener seguridad hasta que hubiera regresado a las
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guaridas de los hombres. Me precipité contra la puerta del hotel y grité pidiendo que
me dejaran entrar, aunque sólo hubiera tenido que girar el asa para hacerlo; y una
vez más, como cuando Ingram me contó su historia, encontré el sonido de la banda,
las voces conversando y también estaba allí él; levantó la vista y se puso rápidamente
en pie ante mi ruidosa entrada.
—También yo los he visto —grité—. Mira mi mochila. ¿No hay sangre en ella?
Es la sangre de uno de ellos, una mujer, una bruja que mientras yo la miraba arrancó
la pata de una gamuza, y me persiguió por ese maldito bosque. Yo...
No sé si fui yo quien dio la vuelta, o si la habitación pareció girar a mi
alrededor, pero me oí caer sobre el suelo, y en el siguiente instante de conciencia me
encontré en la cama. Allí estaba Ingram, que me dijo que estaba totalmente a salvo, y
otro hombre, un desconocido, que pinchaba mi brazo con la aguja de una jeringa, y
me tranquilizaba...
Uno o dos días más tarde pude dar una descripción coherente de mi aventura, y
tres o cuatro hombres armados con escopetas siguieron mi rastro. Encontraron el
matorral con el que había tropezado junto al cual un charco de sangre había
empapado la nieve, y siguiendo las huellas de mis esquíes dieron con el cuerpo de
una gamuza a la que le habían arrancado una de las patas traseras y le habían
vaciado un ojo. Eso es lo único que puedo aportar al lector para corroborar mi
historia, y personalmente imagino que la criatura que me persiguió no murió por
causa de mi golpe, o que sus compañeros se llevaron el cadáver... en cualquier caso,
el incrédulo puede merodear por las cuevas del Ungeheuerhorn para ver si sucede
algo que pueda convencerle.
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