Dylan Thomas
Los enemigos
(1934)
Ya había amanecido en los verdes acres del valle de Jarvis y el señor Owen arrancaba la mala hierba de su jardín. Un poderoso viento le tiraba de la barba y a sus pies parecía bramar el mundo vegetal. Un grajo perdido en el cielo graznaba en busca de compañía. Al fin, su vuelo enfiló solitario el Oeste con un lamento en el pico. El señor Owen, irguiendo los hombros descansadamente, levantó la vista al cielo y contempló aquel obscuro batir de alas contra un rojo Sol. En su fría cocina, la señora Owen suspiraba ante un puchero de sopa. Tiempo atrás, el valle era tan sólo un albergue del ganado. Sólo los vaqueros bajaban de la colina para guiar con sus voces a las vacas y ordeñarlas después. Ningún extraño había pisado jamás el valle. El señor Owen había llegado hasta allí un atardecer de verano después de vagar solitario por toda la comarca. Aquel día y a aquella hora las vacas yacían plácidamente tumbadas y el arroyo saltaba cantando entre las guijas. «Aquí –pensó el señor Owen–, en medio de este valle, edificaré una casita pequeña con un jardín.» Y volviendo a trazar la misma ruta que lo había llevado hasta el valle por las ventosas colinas, regresó a su pueblo y contó a su mujer lo que había visto. Y así fue como acabó por levantarse entre los verdes campos una humilde casita. Plantaron en torno a ella un huerto y en torno al huerto se alzó un cercado que impedía el paso de las vacas.
Todo eso sucedió a principios de año. Ahora habían pasado otoño y verano. El jardín ya había florecido y desflorecido. La escarcha cubría la hierba. El señor Owen volvió a inclinarse sobre la Tierra para arrancar hierbajos y el viento retorcía las testas próximas del gramaje y arrancaba una oración de sus verdes fauces. Pacientemente iba arrancando y estrangulando los hierbajos, provocando en la Tierra un combate: entre sus dedos morían los insectos que habían excavado galerías allí donde había brotado la mala hierba. Y se iba cansando de matarlos y cansándose aún más de arrancar raíces y tallos podridos y verdes.
La señora Owen, asomada a las profundidades del puchero, había dejado a la sopa hervir con libertad. Bullía obscura y espesa hasta que vino a iluminarla el reflejo de un arco iris. Relucía, fulgente como el Sol y gélida como la estrella polar, entre los pliegues de su vestido donde ella tenía puesto el puchero con todo candor. Los posos del té del desayuno le habían anunciado la llegada de un extraño. La señora Owen se preguntaba qué le diría el puchero.
Por las raíces descuajadas culebreaba un gusano retorciéndose al tacto de los dedos y ciego en la luz. De pronto se había llenado la hondonada entera de viento, del gemir de las raíces, de alientos del bajo cielo. No sólo las mandrágoras chillan: las retorcidas raíces chillan también. Todos los hierbajos que el señor Owen arrancaba del suelo chillaban como niños de pecho. En el pueblecito del otro lado del monte, al compás del colérico viento, las ropas tendidas en los jardines se mecían en extrañas danzas. Y mujeres de inflados vientres sentían un golpe nuevo en las entrañas al inclinarse sobre artesas de agua hirviendo. La vida les corría por las venas, los huesos, y la carne que los envolvía, carne que tenía su estación y su clima mientras el valle envolvía las casas con la carne de su verde hierba.
Como una tumba profanada, la bola de cristal del puchero iba rindiendo su cadáver a los ojos de la señora Owen. Esta contemplaba los labios de las mujeres y los cabellos de los hombres que iban cobrando forma en la superficie de aquel mundo transparente. Pero de repente desaparecieron las formas como por ensalmo y ya sólo distinguía los perfiles de las colinas de Jarvis. Por el valle invisible que se abría bajo aquella superficie venía caminando un hombre con un sombrero negro. Si seguía su marcha acabaría por caerle en el regazo. «Por las colinas viene caminando un hombre con un sombrero negro», exclamó dirigiendo la voz al otro lado de la ventana. El señor Owen se sonrió y siguió desherbando. Fue en aquel tiempo cuando el reverendo Davies, perdido desde por la mañana, se apostó contra un árbol plantado en la divisoria de las colinas de Jarvis. Un ventarrón removía las ramas y la magnífica Tierra verdosa trepidaba incierta a sus pies. Dondequiera que dirigiese la vista, las lomas del monte se alzaban erizadas contra el cielo y dondequiera que buscase refugio de la tormenta, hallaba una atemorizada obscuridad. Cuanto más caminaba, más extraño se volvía el paisaje en torno suyo. Ora se remontaba hasta altitudes impensables, ora descendía vertiginoso por un valle no mayor que la palma de su mano. Los árboles se movían como seres humanos. Fue coincidencia providencial alcanzar la divisoria de los montes cuando el Sol llegaba a su cenit. El mundo se deslizaba entre dos horizontes y él se quedó junto a un árbol y contempló el valle. Había en la campiña una casita rodeada por un huerto. En torno a ella, bramaba el valle, como un boxeador se había plantado ante ella el viento, pero la casa permanecía impasible. Le pareció al reverendo que la casa había sido arrancada del caserío del pueblo por un ave gigantesca que la había depositado en medio de un tumultuario Universo.
Pero al compás que sorteaba los peñascosos riscos del monte se iba difuminando de la bola de la señora Owen. Una nube le arrebató el sombrero negro y ahora vagaba bajo la nube la sombra anciana de un fantasma con heladas estrellas en la barba y sonrisa de media luna. Nada sabía de esto el reverendo Davies, que se iba arañando las manos entre las peñas. Era viejo, se había emborrachado con el vino del oficio matinal y aquello que le brotaba de los cortes no era sino sangre humana.
Nada sabía tampoco de las transformaciones del globo el buen señor Owen que, con el rostro junto a la tierra, seguía arrancando los cuellos de los escandalosos hierbajos. Había oído la profecía del sombrero negro de boca de la señora Owen, y se había sonreído pues siempre sonreía ante la fe de aquélla en los poderes del misterio. Había levantado la cabeza al oír sus voces, pero con una sonrisa había preferido la llamada más clara de la Tierra. «Multiplicaos, multiplicaos», había dicho a los gusanos sorprendidos en las galerías y había hecho de ellos mitades pardas para que se alimentasen y creciesen por todo el huerto, para que salieran hasta los campos y llegaran a los vientres del ganado.
Nada de aquello sabía el señor Davies. Vio la figura de un hombre con barba industriosamente reclinado sobre el suelo. Vio que la casa era una hermosa imagen con el pálido rostro de una mujer apretado a la cristalera de una ventana. Y quitándose el sombrero negro, se presentó como párroco de un pueblo que estaba a unas diez millas de allí.
–Está usted sangrando –dijo el señor Owen.
Las manos del señor Davies estaban en verdad inundadas de sangre. Cuando la señora Owen observó las heridas del párroco, le hizo sentar en un sillón que había junto a la ventana y le preparó una taza de té.
–Le he visto a usted por el monte –dijo ella, y él le preguntó entonces que cómo había podido verle si las alturas estaban a tanta distancia.
–Tengo buena vista –respondió aquélla.
Y él no lo puso en duda. Aquella mujer tenía los ojos más extraños que él había visto nunca.
–Esto es muy tranquilo –dijo el reverendo.
–No tenemos reloj –dijo la mujer poniendo mesa para tres.
–Es usted muy amable.
–Somos amables con cuantos llegan hasta aquí.
El reverendo se preguntaba cuántos vendrían a parar a casa tan solitaria en medio del valle, pero decidió no hacer ninguna pregunta por miedo a que la mujer hallara una respuesta. Se dijo que la mujer tenía cierto misterio, que debía amar la obscuridad, pues todo estaba muy obscuro. Era ya demasiado mayor como para inquirir los secretos de la obscuridad, y ahora se sentía aún mayor con el traje talar deshecho en jirones y empapado y con las manos frígidas liadas entre las vendas que le había puesto aquella extraña mujer. Los vientos de la mañana podían ya con él, ya podía cegarle el repentino advenimiento de la obscuridad. La lluvia podía pasar a través suyo como pasa a través de los fantasmas. Viejo, canoso y cansado, se había sentado junto a la ventana y casi se hacía invisible perfilado contra las estanterías y el lienzo blanco del sillón.
Pronto estuvo lista la comida y el señor Owen entró desde el jardín sin lavarse.
–¿Bendecimos la mesa? –preguntó el señor Davies cuando los tres estuvieron sentados a la mesa.
La señora Owen cabeceó asintiendo.
–Oh, Dios Todopoderoso, bendice estos alimentos –dijo el señor Davies; levantó la vista mientras seguía la oración y observó que los Owen habían cerrado los ojos–. Gracias te damos, Señor, por los dones que Tú nos deparas –y notó que los labios de los Owen se movían imperceptiblemente.
No oía lo que decían pero supo que no pronunciaban la misma oración.
–Amén –dijeron los tres juntos.
El señor Owen, orgulloso en el comer, se inclinaba sobre el plato igual que se había inclinado sobre la Tierra. Afuera se distinguían el pardo cuerpo de la Tierra, el verde pellejo de la hierba y el pecho de las colinas de Jarvis. Un viento atería la Tierra animal y el Sol absorbía el rocío de los campos. En las orillas del mar, los granos de arena se estarían multiplicando mientras el mar rodaba por ellos. Sintió en la garganta la aspereza de los alimentos: le parecía que la corteza de la carne tenía un sentido y que también lo tenía el llevarse la comida a la boca. Observó, con repentina satisfacción, que la señora Owen tenía la garganta desnuda.
También ella estaba inclinada sobre su plato, pero jugueteaba por los bordes de éste con los dientes del tenedor. No comía porque se habían posado sobre ella los viejos poderes y no se atrevía siquiera a levantar la cabeza y a alumbrar el verdor de su mirada. Sabía decir por el sonido la dirección del viento en el valle. Sabía, por las formas de las sombras en el mantel, la situación del Sol. Oh, si pudiera volver a coger el globo y contemplar la extensión de obscuridad que cubría aquella luz invernal. Pero le rondaba por la cabeza una obscuridad que iba arrumbando la luz a su alrededor. Tenía a la izquierda un fantasma. Con todas sus fuerzas convocó a la luz intangible que halaba al fantasma y la mezcló con la obscuridad de su propia cabeza.
El señor Davies, como si un pájaro le estuviera chupando la sangre, sintió una desolación en las venas y, en un dulce delirio, contó sus aventuras por los montes, el frío y el viento que había pasado y cómo aquéllos habían subido y bajado ante sus ojos. Había estado perdido, dijo, y había encontrado un obscuro retiro en que refugiarse del intimidante viento. La obscuridad le había asustado y había vagado por el monte zarandeado por la mañana como un barco sin rumbo. Por todas partes se había sentido sacudido en el vacío o aterrorizado por las acuciantes tinieblas. No había lugar en que pudiera ir a parar un viejo, dijo apiadándose de sí. Por amor a su parroquia, amaba también las tierras que la rodeaban, pero el monte se había vencido a su paso o lo había levantado por los aires. Y porque amaba a Dios, amaba también la obscuridad donde los hombres de edad rendían culto al obscuro invisible. Pero ahora las cuevas de los montes se habían poblado de formas y voces que se burlaban de él porque era viejo.
«Tiene miedo de la obscuridad –pensó la señora Owen–, de la maravillosa obscuridad.»
El señor Owen pensó sonriente: «Tiene miedo del gusano de la tierra, de la copulación del árbol, del sebo viviente de las entrañas del mundo.»
Contemplaron al viejo y pareció más que nunca un fantasma. La ventana le dibujaba en torno a la cabeza un círculo difuso de luz.
De repente el señor Davies se arrodilló y se puso a rezar. No comprendía el frío de su corazón ni el miedo que le paralizaba al arrodillarse, pero mientras decía la oración que había de salvarlo, contempló los ojos sombríos de la señora Owen y la mirada risueña de su marido. De rodillas en la alfombra, a la cabecera de la mesa, miraba fijamente a la obscura mente y al burdo cuerpo obscuro. Los miraba y rezaba como un viejo dios acosado por sus enemigos.
El árbol
(1934)
Sobre la casita que a distancia se encaraba con las colinas de Jarvis, se alzaba una torre donde anidaban los pájaros mañaneros y en torno a la cual merodeaban de noche las lechuzas. Desde el pueblo se divisaba en el ventanuco de la torre una luz como de luciérnaga detrás de las vidrieras. Pero el interior del cuartucho sobre el cual hacían su nido los gorriones pocas veces estaba iluminado; de sus techos descascarillados pendían telas de araña, se dominaban desde él veinte millas a la redonda y sus rincones polvorientos con huellas de pezuña albergaban algún secreto.
El niño conocía la casita palmo a palmo, conocía los irregulares arriates y el cobertizo repleto de flores que desbordaban los tiestos, pero no lograba hallar la llave que abriera la puertecilla de la torre.
La casa cambiaba a vaivén de su capricho y los arriates podían tornarse mar, ribera o cielo. Cuando un arriate se convertía en una triste milla marina y él cruzaba navegando una superficie quebrada bajo las olas, del cobertizo surgía el jardinero como en un feraz islote de motorrales. También el jardinero, asido a un tallo, se hacía a la mar. A horcajadas de una escoba podía volar hasta donde el niño quisiera. El jardinero conocía todas las historias desde el principio del mundo.
–Al principio había un árbol –decía.
–¿Cómo era el árbol?
–Como aquel donde está silbando el mirlo.
–Es un halcón, es un halcón –exclamaba el niño.
El jardinero levantaba la vista hacia el árbol y veía un gigantesco halcón emperchado sobre una rama o un águila que se mecía al viento.
El jardinero amaba la Biblia. Cuando el Sol declinaba y el jardín se llenaba de gente, solía sentarse en el cobertizo a la luz de una vela y leía el pasaje del primer amor y la leyenda de la manzana y la serpiente. Pero lo que más le gustaba era la muerte de Cristo en un madero. En torno a él, los árboles formaban un cerco, y los tonos de sus cortezas y el fluir escondido de la savia por sus raíces le anunciaban el paso de las estaciones. Su mundo se tornaba y cambiaba al ritmo con que la primavera mudaba la desnudez del ramaje. De aquella Tierra en forma de manzana nacía su Dios como un árbol echando en los brotes a sus hijos que las brisas invernales arrastraban a la deriva. El invierno y la muerte se movían en el mismo viento. El jardinero, sentado en su cobertizo, leía la historia de la crucifixión, mientras contemplaba los tiestos en el alféizar las noches de invierno. En noches así solía pensar que el amor no era nada y que muchos de sus hijos se tronchaban.
El niño transfiguraba los arriates en sus juegos. El jardinero le llamaba por el nombre de su madre y, sentándoselo sobre las rodillas, le contaba las maravillas de Jerusalén y el nacimiento en un pesebre.
–En el principio era la ciudad de Belén –le susurraba al niño antes de que la campana del crepúsculo le reclamase al té.
–¿Dónde está Belén?
–Muy lejos –decía el jardinero–. Hacia el Este.
Al Este se alzaban las lomas de Jarvis, ocultando el Sol, al tiempo que los árboles levantaban de entre las yerbas la Luna.
El niño estaba en la cama. Contemplaba su caballo balancín y quiso tener alas para, montado en él, surcar los cielos de Arabia. Pero los vientos de Gales batían contra los visillos y subía un cri-cri de grillos desde la sucia parcela que había bajo la ventana. Sus juguetes estaban muertos. Se puso a llorar y luego lo dejó al no saber la razón de sus lágrimas. La noche era ventosa y fría, se encontraba calentito entre las sábanas, la noche era inmensa como el monte y él solo era un niño en su cama.
Cerró los ojos y vio una cueva más profunda que la obscuridad del jardín donde el primer árbol que había soltado imposibles pájaros se erguía solitario con un fulgor de fuego. Se escaparon lágrimas de sus párpados y pensó que el primer árbol estaba plantado muy cerca de él, como un amigo en el jardín. Saltó de la cama y se acercó de puntillas a la puerta. El caballo balancín se columpió sobre sus muelles y el niño, sobresaltado, se escurrió sigilosamente y volvió al lecho. Miró al caballito y estaba inmóvil. Volvió a levantarse otra vez, avanzó de puntillas sobre la alfombra, alcanzó la puerta, dio una vuelta al picaporte y escapó a todo correr. A ciegas, subió hasta el final de las escaleras, ya arriba, contempló los obscuros escalones que llegaban hasta la puerta de entrada, vio cómo una hueste de sombras se revolvía por los rincones y al oír sus sinuosas voces, imaginó las cuencas de sus ojos y la delgadez de sus brazos caídos. Eran sombras pequeñas, secretas y sin sangre, surgidas de invisibles armaduras y envueltas en cendales de tela de araña. Le tocaron en el hombro y le hablaron al oído en un susurro. Corrió escaleras abajo: ni una sombra en la entrada y los rincones vacíos. Extendió la mano, acarició la obscuridad, y creyó sentir que una seca cabeza de terciopelo se le escurría por entre los dedos rozándole las uñas como una bruma. Pero no había nadie. Abrió la puerta y las sombras se precipitaron en el jardín. Una vez en el sendero, sus temores le abandonaron. La Luna se había posado sobre los matorrales y la escarcha se extendía por la hierba. Llegó al término del sendero hasta el árbol iluminado más viejo aún que la luz con un hervor de bichos bajo la corteza y las ramas saliéndole del tronco como brazos helados de mujer. El niño tocó el árbol, éste se dobló a su tacto. Y una estrella que brillaba en el cielo más que ninguna se quemó sobre la torre de los pájaros con un fulgor que no alcanzó a alumbrar más que las deshojadas ramas, el tronco y las inquietas raíces. El niño se dirigió hacia el árbol sin vacilar. Rezó frente a él sus oraciones, arrodillado sumisamente sobre la ennegrecida leña que el viento de la noche había arrastrado. Y entonces, temblando de amor y de frío, volvió a correr entre los arriates de nuevo hacia casa.
Al Este de la comarca vivía un tonto que vagabundeaba por aquellos parajes, alimentándose del pan que le daban de limosna en las granjas. En cierta ocasión el párroco le había regalado un traje que cubría desmañadamente su escuálida figura y flotaba en el viento al pasar por los campos. Tenía los ojos tan abiertos y tan limpio el cuello que nadie podía negarse a sus súplicas. Y si pedía agua, leche le daban.
–¿De dónde eres?
–Del Este –decía.
Todos sabían que era un tonto, y le daban de comer por limpiar los jardines. Una vez, al clavar el rastrillo en el estiércol, oyó que del fondo de su corazón subía una voz. Echó mano de un montón de heno, atrapó un ratón, le hizo una carantoña en el hocico y lo dejó escapar.
Todo el día estuvo el niño pensando en el árbol, le acompañó en sus sueños toda la noche, mientras la Luna se alzaba sobre los campos. Una mañana, a mediados de diciembre, cuando el viento batía la casa desde las colinas más remotas y cuando aún la nieve de las horas obscuras blanqueaba los tejados y la hierba, salió corriendo hacia el cobertizo. El jardinero andaba componiendo un rastrillo que había encontrado roto. Sin decir una palabra, el niño se sentó a sus pies sobre un cajón de semillas y se quedó mirándole coser los dientes del rastrillo. Le pareció que nunca lo lograría con aquel alambre. Observó las botas del jardinero, húmedas de nieve, las rodilleras de sus pantalones, los botones desabrochados de su zamarra y los pliegues de la barriga que se adivinaban bajo una remendada camisa de franela. Miró sus manos ocupadas con los dorados nudos del alambre, eran unas manos toscas, pardas: había bajo sus rotas uñas manchas de tierra y en las puntas de los dedos un amarilleo de tabaco. El rostro del jardinero tenía una expresión decidida mientras pasaba el alambre por entre los dientes del rastrillo, presintiendo que se iban a desprender del mango. Al niño le impresionaron la fuerza y la suciedad del viejo, pero, al mirarle la larga y espesa barba blanca e impoluta como la nieve, recuperó en seguida la confianza. Era la barba de un apóstol.
–Le he rezado al árbol –dijo el niño.
–Reza siempre a los árboles –dijo el jardinero, que pensaba en el calvario y en el Paraíso.
–Le rezo al árbol todas las noches.
El alambre se escurrió por entre los dientes del rastrillo.
–Le he rezado a aquel árbol.
El alambre se rompió con un chasquido.
El niño, levantando el dedo por encima del invernadero señalaba el árbol que, a diferencia de los demás del jardín, no tenía huellas de nieve.
–Es el árbol mayor –dijo el jardinero, y el niño, encaramado ahora en el cajón, gritó con tanta fuerza que el malparado rastrillo cayó al suelo con estruendo.
–Es el primer árbol, el primero de que tú me hablaste. Al principio había un árbol, dijiste. Yo te oí –exclamó el niño.
–El mayor es tan bueno como los demás –dijo el jardinero con voz condescendiente.
–El primero de todos los árboles –murmuró el niño.
Reconfortado de nuevo por la voz del jardinero, le dirigió una sonrisa al árbol a través de los cristales, y el alambre volvió a escurrirse del rastrillo roto.
–Dios crece en los árboles raros –dijo el viejo–. Sus árboles vienen a extraños parajes a descansar.
Y mientras el jardinero desplegaba la historia de las doce estaciones de la cruz, el árbol agitaba sus ramas como saludando al niño. De los negros pulmones del jardinero surgió una voz de apóstol.
Le ayudaron a subir al árbol y le pusieron clavos en la tripa y en los pies. La sangre del Sol de mediodía, sobre el tronco del viejo árbol, teñía su corteza.
Desde las colinas de Jarvis, el tonto contemplaba el valle impoluto en cuyas aguas y praderas las brumas se levantaban y perdían.
Vio que el rocío se deshilachaba, que el ganado se miraba en los arroyos y que las obscuras nubes huían al rumor del Sol. Sobre los bordes de un cielo transparente apareció el Sol como un caramelo en un vaso de agua. El tonto sintió hambre cuando las primeras gotas invisibles de lluvia cayeron en sus labios, tomó en las manos unas briznas de hierba y, después de probarlas, le parecía notar su verdor en la lengua. Había luz en su boca y la luz era rumor en sus oídos: todo el valle era un dominio de luz. Ya conocía las colinas de Jarvis, por encima de las laderas del contorno se erguían sus perfiles, podían distinguirse a millas, y millas de distancia, pero nadie le había hablado nunca del valle al que se abrían las colinas. Belén, gritó el tonto al valle, meditando el sonido de las palabras e infundiéndoles toda la gloria de aquella mañana galesa. Se sintió hermano del mundo que le rodeaba, aspiró el aire igual que un recién nacido abraza y absorbe la luz. La vida del valle de Jarvis que era un vapor que ascendía de aquel cuerpo de árboles y prados y de aquel manojo de arroyos le prestaba sangre nueva. La noche le había secado las venas y el amanecer del valle le devolvía la sangre.
–Belén –dijo el tonto al valle.
El jardinero no tenía nada que darle al niño, así que, sacándose una llave del bolsillo, le dijo:
–Esta es la llave de la torre. El día de Nochebuena te abriré sus puertas.
Antes de obscurecer, el niño y él subieron las escaleras de la torre, metieron la llave en la cerradura, y la puerta, como la tapadera de una caja secreta, se abrió a su paso. El cuarto estaba vacío.
–¿Dónde están los secretos? –preguntó el niño, mientras contemplaba las enmarañadas vigas, las telarañas de los rincones y las vidrieras emplomadas.
–Basta con que te haya dado la llave –dijo el jardinero, que creía que en su bolsillo, junto con plumas de aves y semillas, se escondía la llave del Universo.
Como no había secretos, el niño se puso a llorar. Exploró una vez y otra la estancia vacía, pateaba el polvo tratando de hallar alguna disimulada trampa y golpeaba con los nudillos las desnudas paredes en busca de la hueca voz del cuarto que pudiera haber más allá de la torre. Pasó la mano por las telarañas de la ventana y a través del polvo divisó la nieve de la Nochebuena. Un mundo de colinas se escalonaba hasta el compás del cielo y cumbres que el niño nunca había visto alargaban los brazos a los copos de nieve. Se extendían ante él peñas y bosques, anchos mares de Tierra estéril y una marea nueva de cielos barriendo las negras playas. Hacia el Este, sombras de criaturas inefables y una madriguera de árboles.
–¿Quiénes son aquéllas?, ¿quiénes son?
–Son las colinas de Jarvis –dijo el jardinero–, que han estado ahí desde el principio.
Tomó al niño de la mano y lo apartó de la ventana. La llave volvió a introducirse en la cerradura.
Aquella noche el niño durmió bien, había una fuerza especial en la nieve y en la obscuridad, una música inalterable en el silencio de las estrellas y un silencio en el viento veloz. Belén estaba más cerca de lo que él esperaba.
La mañana de Navidad el tonto entró en el jardín. Tenía el pelo húmedo y los zapatos nevados, rotos y enfangados. Cansado del largo viaje desde las colinas de Jarvis y desmayado de hambre, se sentó junto al viejo árbol hasta donde el jardinero había arrastrado un tronco. Entrelazó los dedos, mirando los desolados parterres y las malas hierbas que crecían en los bordes del sendero. Por encima de un alero rojo sobresalía la torre como un árbol de piedra y cristal. Se subió el cuello del abrigo, pues un viento fresco golpeaba el árbol, se miró las manos y vio que rezaban. Entonces el miedo del jardín vino sobre él, los matorrales se habían vuelto enemigos y los árboles, en avenida hasta la verja, levantaban sus brazos pavorosamente. Mirando a las colinas el lugar parecía estar muy alto; desde el temblor de los penachos de una nueva montaña, parecía, en cambio, estar muy bajo. El viento soplaba aquí con fuerza rasgando rabiosamente el silencio, arrancando de las ramas viejas una voz judía. El silencio latía como un corazón. Sentado ante las crueles colinas, oyó una voz que desde su interior clamaba:
–¿Por qué me trajiste aquí?
No pudo decir por qué había venido, le habían dicho que viniera y alguien le había guiado, pero no sabía decir quién. De los arriates surgió una voz y empezó a diluviar.
–Dejadme –dijo el tonto, volviéndose contra el cielo–. Tengo lluvia en la cara y viento en las mejillas.
Y abrazó la lluvia.
Allí lo encontró el niño, al amparo del árbol, soportando la tortura del tiempo con divina paciencia, con una triste mueca de sonrisa en los labios y el cabello desaliñado al viento.
¿Quién era aquel extraño? Tenía fuego en los ojos y el cuello desnudo bajo el abrigo, pero sonreía sentado contra el árbol el día de Navidad.
–¿De dónde has venido? –preguntó el niño.
–Del Este –respondió el tonto.
No le había engañado el jardinero y la torre tenía un secreto. El árbol raído que relucía en la noche era el primero de todos los árboles.
Y volvió a preguntar:
–¿De dónde has venido?
–De las colinas de Jarvis.
–Ponte de pie contra el árbol.
El tonto, sonriendo todavía, se levantó y reclinó la espalda contra el tronco.
–Pon los brazos así.
El tonto extendió los brazos.
El niño escapó corriendo hacia el cobertizo, y al llegar a los arriates empapados, vio que el tonto no se había movido, que todavía seguía allá, con la espalda contra el árbol y los brazos abiertos erguido y sonriente.
–Déjame atarte las manos.
El tonto sintió cómo el alambre inútil del rastrillo le ceñía las muñecas, se le clavaba en la carne, y la sangre de las heridas manaba brillante y caía sobre el árbol.
–Hermano –dijo.
Y vio que el niño sostenía en la palma de la mano unos clavos de plata.
El mapa del amor
(1937)
–Aquí viven –dijo Sam Rib– las bestias de dos espaldas.
Señaló su mapa del Amor, cuadrátula de mares, islas y continentes extraños con una selva obscura en cada extremo. La isla de las dos espaldas, en la línea del ecuador, se encogía a su tacto como piel afectada de lupus y el mar de sangre que la rodeaba encontraba un nuevo movimiento en sus aguas. El semen, cuando subía la marea, rompía contra las bullentes costas; los granos de arena se multiplicaban; las estaciones se sucedían; el verano, con ardor paterno, daba paso al otoño y a los primeros aguijones del invierno, dejando que la isla conformase en sus recodos los cuatro vientos contrarios.
–Aquí –dijo Sam Rib, poniendo los dedos en las montañas de un islote– viven las primeras bestias del amor.
Y también la progenie de los primeros amores mezclados, como no ignoraba, con las matas que barnizaban sus verdes elevaciones, con su propio viento y la savia que nutría el primer chirrido de un amor que nunca, mientras no llegara la primavera, encontraba la respuesta nerviosa en las hojas correspondientes.
Beth Rib y Reuben señalaron el mar verde que rodeaba la isla. Este corría por entre las quebrazas como niño por sus primeras grutas. Marcaron los canales bajo el mar, dibujados esquemáticamente, que engarzaban la isla de las primeras bestias con las tierras palustres. Avergonzados de las plantas semilíquidas que brotaban del pantano, los venenos trazados a pluma que se cocían en las matas y la copulación en el barro secundario, los niños se ruborizaron.
–Aquí –dijo Sam Rib– hay dos meteoros que se mueven.
Siguió con el dedo los triángulos finamente dibujados de dos vientos y la boca de dos querubines arrinconados. Los meteoros se movían en un solo sentido. Se arrastraban individualmente por sobre las abominaciones de la ciénaga, gozosos del amor de sus propias lluvias y nevadas, del amor del ruido de sus propios suspiros y los placeres de sus propios padecimientos verdes. Los meteoros, garzón y doncella, se desplazaban en medio de aquel mundo agitado, tronando la tempestad marina bajo ellos, divididas las nubes en innúmeros anhelos de movimiento mientras ellos se limitaban a observar con descaro el descarnado muro de viento.
–Volved, oh pródigos sintéticos, al laboratorio de vuestro padre –declamó Sam Rib– y al cebado becerro del tubo de ensayo.
Señaló los cambios de dirección, en que las líneas dibujadas a pluma de los temporales ya separados sobrevolaban la profundidad del mar y la segunda fisura entre los dos mundos de amantes. Los querubes soplaron más fuerte; el viento de los dos meteoros trastocadores y las espumas del mar unificados continuaron su empuje; los temporales se detuvieron frente a la costa única de dos países acoplados. Dos torres desnudas sobre los dos-amores-en-un-grano de los millones de la arena combinaban aquéllos, según informaban las flechas del mapa, en un solo ímpetu. Pero las flechas de tinta los hacían retroceder; dos torres agostadas, húmedas de pasión, temblaban de terror a la vista de su primera cópula y dos sombras pálidas arrollaron la Tierra.
Beth Rib y Reuben escalaron la colina que proyectaba un ojo de piedra sobre el valle desguarnecido; corrieron colina abajo cogidos de la mano, cantando mientras lo hacían, y dejaron sus botitas en la hierba húmeda del primero de los veinte campos. En el valle había un espíritu que campearía cuando todas las colinas y árboles, todas las rocas y arroyos hubieran quedado enterrados bajo la muerte del Occidente. Y allí se alzaba el primer campo, donde el loco Jarvis, cien años atrás, había derramado su simiente en la entraña de una muchacha calva que había vagado desde su lejano país y yacido con él en los ayes del amor.
Y el cuarto campo, un lugar de maravillas, donde los muertos pueden retorcer las piernas de todos los borrachos desde sus tumbas marchitas y los ángeles caídos guerrean por sobre las aguas de los ríos. Plantado en el suelo del valle a una profundidad mayor de la que las ciegas raíces pudieran abrir tras sus compañeras, el espíritu del cuarto campo emergía de las tinieblas arrancando lo profundo y tenebroso de los corazones de todos los que bollan el valle a una treintena de kilómetros o más de las lindes del condado montañoso.
En el campo décimo y central, Beth Rib y Reuben llamaron a la puerta de los cortijos para preguntar por el enclave de la primera isla rodeada de colinas amantes. Llamaron a la puerta trasera y les espetaron un reproche fantasmal.
Descalzos y cogidos de la mano corrieron por los diez campos restantes hasta la orilla del Idris, donde el viento olía a algas marinas y el espíritu del valle estaba engarzado con la lluvia del mar. Pero llegó la noche, mano sobre muslo, y las figuraciones de las dilataciones sucesivas del río por entonces anieblado arrojó a su lado una nueva forma. Una forma isleña, amurallada de obscuridad, a un kilómetro río arriba. Furtivamente, Beth Rib y Reuben caminaron de puntillas hasta el agua murmuriante. Vieron que la forma crecía, desenlazaron sus dedos, se quitaron las ropas estivales y, desnudos, se precipitaron al río.
–Río arriba, río arriba –susurró ella.
–Río arriba –dijo él.
Flotaron río abajo cuando una corriente tiró con fuerzas de sus piernas, pero salvaron ésta y nadaron hacia la isla todavía en crecimiento. Brotó el barro del lecho del río y libó de los pies de Beth.
–Río abajo, río abajo –dijo ella y ambos forcejearon con el barro.
Reuben, rodeado de algas, luchó con las cabezas grises que pugnaban con sus manos y siguió a la muchacha hasta la orilla del valle de altura.
Sin embargo, mientras Beth seguía nadando, el agua le hizo cosquillas; el agua le presionaba su costado.
–Amor mío –exclamó Reuben, excitado por el cosquilleo de las aguas y las manos de las algas.
Y, al detenerse desnudos en el campo vigésimo, susurró ella:
–Amor mío.
Al principio, el miedo les hizo retroceder. Mojados como estaban, tiraron de las ropas hacia sí.
–Al otro lado de los campos –dijo ella.
Al otro lado de los campos, en la dirección de las colinas y la morada de montaña de Sam Rib, los niños corrieron como torres agostadas, abandonado su lazo, aturdidos por el barro y sufriendo el sonrojo producido por el primer cosquilleo del agua de la isla neblinosa.
–Aquí viven –dijo Sam Rib– las primeras bestias del amor.
Los niños escuchaban en el frescor de la mañana siguiente, demasiado asustados para rozarse las manos. Volvió a señalar la combada colina que daba a la isla e indicó el curso de los canales delineados que casaban barro con barro, verde marino con un verde más profundo y todas las montañas del amor y las islas en un solo territorio.
–He aquí los consortes vegetales, los consortes verdes, los granos –dijo Sam Rib– y las aguas divisorias que emparejan y se emparejan. El Sol con la hierba y la lozanía, la arena con el agua y el agua con la hierba perenne emparejan y se emparejan para gestación y fomento del globo.
Sam Rib se había casado con una mujer verde, al igual que el tío abuelo Jarvis lo había hecho con su muchacha calva; se había casado con una acuosidad femenina para gestación y fomento de los niños que se ruborizaban junto a él. Observó cómo las tierras pantanosas estaban tan cerca de la primera bestia que doblara la espalda, una colina el orbe de las bestias dobladas de abajo tan alta como la colina del tío abuelo que la noche pasada había enarcado el entrecejo y envuelto en cuescos. La colina del tío abuelo había herido los pies de los niños, pues los cebos y las botitas se habían perdido para siempre entre las matas del primer campo.
Al pensar en la colina, Beth Rib y Reuben se quedaron quietos. Oyeron decir a Sam que la colina de la primera isla era de descenso tan suave como la lana, tan lisa como el hielo para deslizarse. Recordaron el dócil descenso de la noche anterior.
–Colina mansa –dijo Sam Rib–, de subida trabajosa.
Lindando con la colina de los adolescentes había una blanca carretera de piedra y hielo señalada por los pies deslizantes o el trineo de los niños que bajaran; otra carretera, al pie, ascendía en un reguero de sangre y piedra roja señalado por las huellas vacilantes de los niños que subieran. El descenso era suave como lana. Un fallo en la primera isla y la colina ascendente se rodearía de una punzante masa de cuescos.
Beth Rib y Reuben, que nunca olvidarían los encorvados peñascos y los pedernales entre la hierba, se miraron por primera vez en aquel día. Sam Rib le había hecho a ella y lo moldearía a él, haría y moldearía al muchacho y a la joven conjuntamente hasta conformar un escalador doble que suspirase por la isla y se fundiera allí en un esfuerzo singular. Volvió a hablarles del barro, pero no quiso que se asustaran. Y que las grises cabezas de las algas estaban rotas y que nunca volverían a hincharse en las manos del nadador. El día del ascenso había transcurrido; restaba el primer descenso, colina en el mapa del amor, dos ramas de hueso y olivo en las manos infantiles.
Los pródigos sintéticos volvieron aquella noche a la estancia de la colina, a través de grutas y cámaras que corrían hasta el techo, distinguiendo el techo de estrellas y con la felicidad en sus manos cerradas. Ante ellos estaba el valle roturado y el pasto de los veinte campos nutría al ganado; el ganado de la noche se rebullía junto a las cercas o saltaba a las cálidas aguas del Idris. Beth Rib y Reuben corrieron colina abajo, aún bajo sus pies la ternura de las piedras; acelerando la marcha, descendieron el ijar de Jarvis, el viento en el cabello, azotando sus aletas palpitantes aromas marinos que soplaban del norte y del sur, donde no había ningún mar; y, reduciendo la velocidad, llegaron al primer campo y la linde del valle para encontrar sus botines venustamente dispuestos en un lugar hollado por alguna pezuña, en la hierba.
Se calzaron las botitas y corrieron por entre las hojas que caían.
–He aquí el primer campo –dijo Beth Rib a Reuben.
Los niños se detuvieron, la noche iluminada por la Luna siguiendo su curso, una voz surgiendo al filo de la obscuridad.
Dijo la voz:
–Vosotros sois los niños del amor.
–Y tú, ¿dónde estás?
–Soy Jarvis.
–¿Y quién eres?
–Aquí, queridos míos, aquí en la cerca, con una mujer sabia.
Pero los niños se alejaron corriendo de la voz que surgía del cercado.
–Aquí, en el segundo campo.
Se detuvieron para recuperar el aliento y una comadreja, produciendo su ruidito, pasó corriendo por sus pies.
–Cógete más fuerte.
–Yo te cogeré más fuerte.
Dijo una voz:
–Sujetaos más fuerte, niños del amor.
–¿Dónde estás?
–Soy Jarvis.
–¿Quién eres?
–Estoy aquí, aquí, yaciendo con una virgen de Dolgelley.
En el tercer campo, el hombre que correspondía a Jarvis penetraba a una muchacha verde y, mientras les llamaba niños del amor, penetraba al espectro de la joven y el aroma de suero de mantequilla de su aliento. Penetraba a una tullida en el cuarto campo, pues la torsión de los miembros femeninos prolongaban el amor, y maldijo a los niños indiscretos que le habían sorprendido con una amante de miembros tiesos en el quinto campo, delimitando las divisiones.
Una muchacha de la Cuenca del Tigre sujetaba con fuerza a Jarvis, y sus labios formaban sobre el cuello del hombre un corazón rojo y partido; allí estaba el campo sexto y rizado por los temporales, donde, apartándose del peso de las manos femeninas, vio el hombre la inocencia de ambos, dos flores que sacudían la oreja de un cerdo.
–Rosa mía –dijo Jarvis, pero el séptimo amor perfumaba sus manos, sus manos pulsadoras que sostenían el cancro de Glamorgan bajo la octava cerca. Del Corazón del Monasterio de Bethel, una mujer santa le sirvió por novena vez.
Y los niños, en el campo central, gritaron mientras diez voces subían, subían, bajaban de los diez espacios de la medianoche y el mundo cercado.
Era noche cerrada cuando respondieron, cuando los gritos de una voz respondieron compasivamente a la pregunta a dos voces que trinó en las rayas del aire que subía, subía y bajaba.
–Nosotros –dijeron– somos Jarvis, Jarvis bajo la cerca, en los brazos de una mujer, una mujer verde, una mujer calva como tejón, sobre una pata de paloma.
Contaron el número de sus amores ante los oídos de los niños. Beth Rib y Reuben oyeron los diez oráculos y se rindieron con timidez. Más allá de los campos restantes, entre los susurros de las diez últimas amantes, ante la voz del avejentado Jarvis, grisáceo su pelo en las últimas sombras, se precipitaron al Idris. La isla relucía, el agua parloteaba, había un ademán de miembros en cada caricia del viento que mellaba el río sereno. El se quitó las ropas estivales y ella dispuso los brazos como un cisne. El muchacho desnudo estaba a su espalda; y ella se volvió y lo vio zambullirse en los escarceos de su aguja. Tras ellos, morían las voces de los padres de ella.
–Río arriba –exclamó Beth–, río arriba.
–Río arriba –replicó él.
Sólo las cálidas aguas cartografiadas corrieron aquella noche sobre las playas de la isla de las primeras bestias, blanca bajo la Luna nueva.
La mujer y el ratón
(1936)
En los aleros del manicomio los pájaros anunciaban la llegada de la primavera. Su trino imperturbable no se rendía al lastimero aullido canino de un loco que alargando los brazos por entre las rendijas de una de las habitaciones superiores parecía desgarrar el cielo que se extendía entre su ventanuco y los nidos. El aire traía un fresco aroma hasta el blanco edificio y sus contornos. Por la tapia que lo separaba del mundo, el manicomio asomaba las verdes manecillas de sus árboles.
En los jardines los enfermos se hallaban sentados contemplando el Sol, las flores o la nada, o bien paseaban sosegadamente por los senderos de gravilla que crujían estremecidamente a su paso. Eran parterres donde hubieran podido corretear en silencio niños con trajes de colores. Había en todo el edificio una dulce expresión como si allí se supiera tan sólo de las cosas amables de la vida y de las emociones discretas. En una de las habitaciones centrales se encontraba un niño que se había seccionado con unas tijeras los pulgares.
A un lado del sendero principal que unía la verja con el edificio, ligeramente apartada de él, una niña con los brazos en alto hacía señas a los pájaros. En vano intentaba seducir a los gorriones articulando y retorciendo los dedos. «Tiene que ser primavera», dijo. Los gorriones cantaban exultantes, y al poco dejaron de cantar.
Volvió a sentirse el aullido de la habitación superior. Apresado entre los barrotes de la ventana aparecía el rostro del loco. Abría la enorme circunferencia de la boca y gruñía contra el Sol escuchando las inflexiones de sus voces con atención despiadada. Tenía los ojos, de mirada perdida, clavados contra los céspedes y sentía la rotación de los años que tenuemente retrocedían. Los barrotes de hierro se derretían bajo el Sol. Como una flor, se abrió en un latido una nueva habitación.
Se había despertado todavía en la obscuridad, y ahora escrutaba en el cabo del cerebro el sentido del sueño para que bajo cada uno de sus símbolos posara una claridad separada. Había símbolos olvidados, habían desfilado muy de prisa por un crujir de hojas, los gestos manuales de una mujer que se contoneaba en el firmamento, una lluvia y un rumor de viento. Recordaba la cara ovalada de la mujer y el color de sus ojos. Recordaba el tono de su voz, pero no lo que había dicho. Había estado paseando por la hierba y sus palabras habían caído con las hojas y había hablado con el viento que golpeteaba las cristaleras como un viejo.
En la tragedia loca de un griego había habido siete mujeres con idéntico rostro coronadas de un aro de cabellos locos y negros. Una a una habían pasado por la hierba y desaparecido después. Le habían vuelto la cara intolerablemente angustiada de dolor.
El sueño había cambiado ahora. Donde estuvieron las mujeres, había ahora una avenida de árboles. Los árboles de las márgenes se inclinaban y entrelazaban las manos y todo se tornaba un negro bosque. Se había visto a sí mismo, absurdamente desnudo, franquearlo hasta las profundidades. Al pisar un haz de leña, sintió una mordedura. De nuevo estaba ante él el rostro de la mujer. Aquel rostro fatigado era todo su sueño. Los cambiantes detalles, los celestiales cambios del sueño, los apalancados árboles y las dentelleantes ramas, todo lo demás no era sino la trama de su delirio. No era la sombra enfermiza del pecado lo que enturbiaba su rostro, era la enfermiza sombra de no haber jamás pecado y de no haber estado nunca bien.
Encendió la vela de la mesilla de madera que tenía junto a la cama. La llama confundió las sombras de la habitación y extrajo de la obscuridad deformadas figuras humanas. Oyó el reloj por vez primera. No había oído hasta entonces otra cosa que el viento del exterior y los claros sonidos de invierno del mundo nocturno. Mas ahora el ligero tictac se sentía como el corazón de un ser oculto allí. Ahora no oía a los pájaros de la noche. El sonoro reloj ahogaba su llanto o acaso el viento conmoviera gélidamente los entresijos de su plumaje. Recordó los negros cabellos de la mujer de los árboles y de las siete mujeres paseando por la hierba.
Ya no podía escuchar la voz de la razón. A su lado latía el pulso de un corazón nuevo. Dejó satisfecho que el sueño dictara su propio ritmo. Cuando el Sol se ponía, se levantaba una y otra vez y, bajo la negrura loca de las estrellas, paseaba por los montes mientras el viento acariciaba su pelo y su nariz. De lo alto de los montes salían a la obscuridad conejos y ratas consolados por las sombras de la hiriente luz del Sol. La mujer se había alzado también en la obscuridad y atrapaba centenares de estrellas y le enseñaba un misterio que pendía y brillaba en las alturas de la noche celestial, más allá de las constelaciones que se abrían al otro lado de los visillos.
Volvió a dormirse y despertó con el día. Mientras se vestía, un perro arañó la puerta. Lo dejó entrar y le acarició el húmedo hocico. Hacía demasiado calor para un día de invierno. Una brisa ligera no aliviaba la acidez del calor. Al abrir la ventana, los rayos oblicuos del Sol retorcieron sus imágenes en los haces implacables de luz.
Mientras comía trataba de no pensar en la mujer. Se había alzado de las profundidades de la obscuridad. Ahora se había perdido nuevamente, estaba ahogada o muerta. Al resplandor de la impoluta cocina, entre los blancos tablones, los candelabros de bronce, los platos de las estanterías y el fragor del reloj y la tetera, se sentía atrapado entre el creer y el no creer en ella. Ahora se fijaba en las líneas de su cuello. Vio su carne en el pan cortado, su sangre, que aún fluía por los canales de su misterioso cuerpo, en el agua de primavera.
Pero otra voz le decía que estaba muerta. Era la mujer de una historia de locos. Se obligó a escuchar la voz que repetía que estaba muerta. Muerta, viva, ahogada, en pie. Las dos voces se cruzaban por el cerebro. Se resistía a pensar que se hubiera apagado en ella la última chispa de vida. Está viva, viva, exclamaron las dos voces al tiempo.
Mientras estiraba las sábanas vio un block y sentándose a la mesa tomó con elegancia un lapicero. Por el monte sobrevoló un gavilán. Por delante de la ventana planearon unas gaviotas, con las alas distendidas e inmóviles, chirriando. En un agujero junto a las madrigueras, una rata amamantaba a su retoño mientras el Sol se remontaba hacia las nubes. Y él dejó el lapicero.
Una mañana de invierno, después de haber rasgado inútilmente el canto del gallo los ámbitos del jardín, aquella que con él había vivido tanto tiempo, surgió con todo el esplendor de su juventud. Había proclamado su voluntad de ser libre y de escapar de la ruta de sus sueños. Si no hubiera estado en el principio, no hubiera habido principio. Cuando él era niño, había danzado ella por su vientre, y había atizado sus infantiles entrañas. Y ahora por fin él había hecho nacer a quien le había acompañado desde el principio. Con él vivieron un perro, un ratón y una mujer de cabellos negros.
No es poco, pensó, la escritura que ante mí se extiende. Es la historia de la creación, la fábula del nacimiento. Otro ser se había generado de sí. No de sus entrañas, sino de su alma y de su cabeza fecunda. Había alcanzado él la casa de la colina donde el ser que llevaba en su interior madurara y naciera lejos de la mirada de los hombres. Entendió que el viento que traía el grito de la mujer había hablado en su último sueño. «Hazme nacer», había exclamado. Y él había dado el ser a esa mujer. Revestida de carne, la vida recibida le haría ahora caminar, hablar y cantar. Y supo también que era un ser absoluto sobre las impolutas páginas. Había un oráculo en la punta del lápiz.
Después de comer estuvo limpiando la cocina. Cuando hubo fregado hasta el último plato, contempló aquel espacio. En un rincón, junto a la puerta, se abría un agujero del tamaño de media corona. Halló una piececita de hojalata y la clavó tapando el agujero de modo que nada pudiera entrar ni salir por él. Se puso el abrigo y salió en dirección del mar y los montes.
De la irrumpiente marea saltaban quebradas las aguas hasta caer y encharcar las hendiduras de las rocas. Descendió hasta el semicírculo de la playa y los racimos de conchas no se rompían con sus pisadas. Sintió en un costado los latidos del corazón y volvió la mirada hacia el punto en que las rocas mayores trepaban desafiantes hacia los prados. Y allí, al pie del acantilado, le hacía frente la sonrisa dibujada en el rostro ovalado de la mujer. La espuma salpicaba su cuerpo desnudo y por entre los pies le corrían ligeras volutas de agua marina. Levantó la mujer la mano y se llegó hasta donde ella estaba.
Con el frescor del atardecer pasearon por el jardín de la casa. Al recubrir su desnudez mantenía la mujer toda su belleza. Los pies enguantados se deslizaban con la misma ligereza que si anduvieran descalzos. Su voz tenía la claridad de una campana y la cabeza sobresalía con dignidad elegante. En el paseo por los estrechos senderos, sintió acordes los chirridos de las gaviotas. Y ella señalaba con el dedo arbustos y pájaros, y alumbraba en alas y hojas placeres nuevos, nueva belleza en el fragor agitado de las aguas contra las guijas y vida nueva en las muertas ramas de los árboles.
–Qué tranquilo es este lugar –dijo ella contemplando la obscura acometida del mar en la ribera–. ¿Es siempre así?
–Cuando son aguas de tormenta, no –contestó–. Los niños juegan por el monte y los enamorados bajan a las orillas.
El atardecer se tornó noche tan de repente que en el mismo lugar que ella ocupaba se alzaba ahora una sombra lunar. La tomó de la mano y juntos corrieron hacia la casa.
–Antes de llegar yo, estabas muy solo –dijo ella.
Contra el hogar crepitó una brasa y él se echó hacia atrás y un movimiento de las manos mostró su susto.
–Te asustas con facilidad –dijo ella–. A mí no me asusta nada.
Pero repensó sus palabras y entonces dijo con voz queda:
–Tal vez un día no tenga piernas con que andar ni manos con que tocar ni corazón bajo el pecho.
–Mira las estrellas –dijo él–. Forman en el cielo una figura. Son letras que componen una palabra. Alguna noche levantaré la vista y leeré la palabra.
Pero ella le besó y apaciguó su temor.
El loco recordaba las inflexiones de su voz, oía de nuevo el susurro de sus prendas y veía la curvatura espléndida de su pecho. En los oídos le tronaba su propio aliento. Una niña en la playa hacía señas a los gorriones. Un niño ronroneaba en alguna parte y acariciaba los negros lomos de un caballo de madera que relinchaba y se tumbaba después plácidamente.
Durmieron abrazados la primera noche, unidos en la obscuridad. Las sombras, perdida su antigua deformidad, se habían perfilado y recortado con la presencia de la mujer.
Y las estrellas los contemplaban y fulgían en sus ojos.
–Mañana tendrás que contarme lo que sueñes –dijo él.
–Será lo que he soñado siempre –dijo ella–. Paseo por la hierba, voy y vengo por el mismo retazo hasta que me sangran los pies. Son siete imágenes de mí misma yendo y viniendo por el mismo lugar.
–Ese es mi sueño. Siete es un número mágico.
–¿Mágico? –dijo ella.
–Una mujer construye un hombre de cera y le clava un alfiler en el pecho, y el hombre muere. Existe un pequeño demonio que nos dice lo que ha de hacerse. Muere una mujer y se la ve pasear. Una mujer se convierte en monte.
Ella descansó la cabeza en los hombros del loco y se durmió.
Él la besó en la boca y le acarició el cabello.
Ella dormía y él no podía dormir. Miraba las estrellas en atenta vigilia. Ahogado en terrores, las aguas hambrientas se cernían sobre su cráneo.
–Tengo dentro un demonio –dijo.
Ella se revolvió al sonido de las palabras, pero de nuevo quedó su cabeza inmóvil y yaciente su cuerpo en el lecho frío.
–Tengo dentro un demonio, pero no le digo lo que ha de hacer. El demonio me levanta la mano y yo escribo, y de las palabras brota la vida. Ella es la mujer del demonio.
Emitió una queja de satisfacción y se acurrucó junto a él. El cálido aliento de la mujer recorría su cuello y el pie de aquélla reposaba en el suyo como un ratón. Observó la belleza de su sueño. Aquella belleza no podía haber nacido del mal. Dios, a quien había buscado en su soledad, había hecho esta mujer para ser su compañera de igual forma que había dado antes a Adán aquella costilla de su cuerpo llamada Eva.
Volvió a besarla y la vio sonreír en el sueño.
–Dios a mi lado –se dijo.
No había dormido con Raquel ni despertado con Leah. Tenía en las mejillas la palidez del amanecer. Con la uña acarició suavemente su rostro, y ella no se movió.
Pero no había habido en su sueño una mujer. Ni siquiera una hila de cabello femenino se había descolgado del cielo. Dios había descendido en una nube y la nube se había transformado en un nido de serpientes. El mezquino silbo de las serpientes había sugerido un rumor de aguas y en ellas había perecido ahogado. Se había hundido en los abismos, por debajo de los verdes escorzos y las pompas de los peces, en los abismos óseos del fondo del mar.
Y allá, detrás de una blanca cortina, se movían gentes sin propósito, entonando una letanía de palabras sin cordura.
–¿Qué has encontrado debajo del árbol?
–Un hombre de aire.
–No, no, debajo del otro árbol.
–Un feto dentro de una botella.
–No, no, debajo del otro árbol.
–Una ratonera.
Se había hecho invisible. No había más que su voz. Había cruzado en un vuelo un tramo de jardines caseros y la voz, enredada en una maraña de antenas de radio, le sangraba como si tuviera substancia. Desde unas hamacas, unos hombres escuchaban el vómito de unos altavoces:
–¿Qué has encontrado debajo del árbol?
–Un hombre de cera.
–No, no, debajo del otro árbol...
Nada recordaba sino retazos de frases, los movimientos de un hombro que se volvía, el rápido vuelo, la caída de las sílabas. Poco a poco, sin embargo, el sentido se venía aproximando a su cerebro. Ya podía traducir todos los símbolos de sus sueños y alzó el lapicero para que todo quedara claro y firme en el papel. Mas las palabras se resistían. Y cuando tomó asiento para escuchar más de cerca, el sonido ya no se sentía. Ella abrió los ojos.
–¿Qué estás haciendo? –dijo.
Dejó el papel y la besó antes de vestirse.
–¿Qué has soñado esta noche? –le preguntó a la mujer después del desayuno.
–Nada. He dormido, sólo eso. Y tú, ¿qué has soñado?
–Nada –repuso.
El grito exultante de la creación venía en el rumor del hervor del agua, llegaba hasta los cegadores reflejos de la loza y de las baldosas que ella barría con el candor de una pequeña que barre su casa de muñecas. Tan sólo se distinguía en ella el flujo desbordado de la creación, la majestad trascendente de ser y vivir en los pliegues insensibles de la carne que discurría por todo su cuerpo. Tras los horrores de la interpretación de los símbolos, no podía entender él por qué el mar apuntaba con la cresta de cada una de sus olas a las fértiles y remotas estrellas, por qué la agonizante marcha de la Luna trasponía aquella escena feroz.
Ella había dado forma a sus imágenes aquella tarde. Se inclinó levemente y enturbió la luz de la lámpara, y por cada uno de los poros de su mano surgía resplandeciente el óleo de la vida.
Y ahora en el jardín recordaban su primer paseo por él.
–Qué solo te sentías antes de que yo llegase.
–Qué pronto te asustabas.
Nada de aquella belleza se había perdido al cubrir su desnudez. Aunque él hubiera dormido a su lado, ahora le satisfacía conocer su cuerpo. La fue desnudando y luego la amó allí mismo, en un lecho de hierbas.
El ratón había estado aguardando la consumación. Arrugando los ojos, se deslizaba clandestinamente por el túnel que nacía en la pared de la cocina, sembrado de pequeños fragmentos de papel a medio roer. Sus pasitos quedos y frágiles avanzaban por la obscuridad, arañaban sus uñitas la madera. Clandestinamente procedía por el recinto abierto entre los muros y saludaba con un chillidito a la ciega luz que se filtraba por las grietas hasta limar definitivamente aquel telón de hojalata. Lentamente la luz de la Luna se iba posando sobre aquel espacio en que el ratón, persistente en su destrucción, iba ganando terreno a la claridad. Cayó la última barrera. Y ya estaba el ratón sobre las baldosas de la cocina.
Aquella noche el loco hablaba del amor en el jardín del Edén.
–Plantaron en Oriente un jardín y Adán fue a habitarlo. Hicieron de él a Eva, hueso de su hueso, carne de su carne. Vivían desnudos, como tú en las orillas del mar lo estabas, pero Eva no pudo ser tan bella. Comieron con el demonio y el demonio los vio desnudos y entonces cubrieron su desnudez. Por primera vez habían reconocido el mal en sus hermosos cuerpos.
–Tú viste, entonces, el mal en el mío –dijo ella– cuando estaba desnuda. Tan pronto estaba desnuda como vestida. ¿Por qué cubriste mi desnudez?
–No era bueno contemplarla –dijo él.
–Pero si era hermosa... Tú mismo has dicho que era hermosa –dijo ella.
–No era bueno contemplarla.
–Has dicho que el cuerpo de Eva era bello. Y sin embargo, dices que no era bueno contemplarme. ¿Por qué cubriste mi desnudez?
–No era bueno contemplarla.
–Sé bienvenido –dijo el demonio al loco–. Mírame bien. Crezco y crezco. Mira cómo me multiplico. Mira mis ojos tristes y griegos. Y el deseo vehemente de nacer en mi torva mirada. ¡Qué divertido!
–Soy un muchacho del manicomio que despluma a los pájaros. Recuerda los leones que murieron crucificados. ¡Quién sabe si no fui yo mismo quien abrió la puerta del sepulcro para que Cristo saliera!
El loco había escuchado la bienvenida una y otra vez. Constantemente desde aquel atardecer del segundo día que siguió al amor en el Paraíso, desde el día en que le había dicho a la mujer que no era bueno contemplar su desnudez, había escuchado la bienvenida y había visto que aquellas palabras, desprendidas de un arco de lluvia, habían ardido en el mar. Tan sólo una sílaba en los oídos, la primera de ellas, y ya él había comprendido que ninguna cosa de la Tierra podría salvarle, y que el ratón saldría.
Ya había salido el ratón.
El loco dio un grito a la niña que hacía señas a los pájaros: una bandada formaba en una rama apiñadamente.
–¿Por qué cubriste mi desnudez?
–No era bueno contemplarla.
–¿Por qué, no, no, debajo del otro árbol?
–No era bueno, encontré una cruz de cera.
Y mientras ella le preguntaba aturdida y dulcemente el porqué aquel a quien ella tanto amaba encontraba impúdica su desnudez, él sentía que los quebrados fragmentos de una vieja endecha se interponían en la pregunta.
–Así pues, ¿por qué? –decía ella–. ¿No, no, debajo del otro árbol?
Se oyó a sí mismo contestar:
–No era bueno, encontré una espina que hablaba.
Las cosas reales e irreales mudaban de lugar y, cuando un pájaro rompió en un trino, sintió que en aquella garganta se escondía un balbuceo de primavera.
Ella se alejó de su presencia con una sonrisa donde aún se dibujaba una pregunta y pasando la cresta de una loma, desapareció por la semiobscuridad en que la figura contorneada de una casa de campo semejaba otra mujer. Y luego volvió diez veces más con diez aspectos diferentes. Con su aliento le acariciaba la oreja, con el dorso de la mano rozaba la frialdad de sus labios, y en la distancia, a una milla, encendió las luces de la casa.
Contemplando las estrellas se hizo de noche. El viento cortaba la noche nueva. Muy de improviso se oyeron los gritos de un pájaro sobrevolando la espesura y el ulular hambriento de una lechuza en el lejano bosque.
El gran ojo verde y oriental de Sirio contradecía los latidos de su corazón. Se puso la mano ante los ojos, así no lo deslumbraría la estrella, y se encaminó calmosamente en dirección a la lucecita que brillaba en los alrededores de aquel hogar. Era la unión de todos los elementos: viento, fuego y mar, amor y desamor, todos enhebrando un círculo en torno a sí.
La mujer no estaba sentada junto al fuego, plegado el vestido y sonriente, según la había imaginado. Pronunció su nombre desde la escalera. Se acercó hasta el dormitorio vacío y luego la llamó por el jardín. Había desaparecido y todo el misterio de su presencia había dejado tras de sí el ámbito del hogar. Aquellas sombras que había creído ver difuminarse en el momento en que ella había aparecido, poblaban ahora los rincones con un murmullo de femeninas voces. Mientras subía las escaleras, sintió que las voces de las sombras se hacían cada vez más penetrantes y el lugar todo reverberaba con ellas y ya no podía escucharse el viento.
Se había dormido con lágrimas en las mejillas y dolor en el alma. Había llegado al fin a aquel mismo hueco de nube donde su padre solía sentarse.
–Padre –dijo–, he recorrido el mundo entero en busca de algo que mereciera ser amado, pero ya he desistido y sólo vago de un lugar a otro, entre horribles gemidos, reconozco en la voz de las ranas y los vencejos mi propia voz, distingo mi propio rostro en el rostro enigmático de las fieras.
Extendió los brazos esperando que descendiera la palabra desde aquella vieja boca escondida tras la blanca barba de heladas lágrimas. Y suplicó al viejo que hablase.
–Háblame, a mí, a tu hijo. Recuerda nuestras lecturas de los clásicos en las azoteas. Recuerda cómo tañías el arpa irlandesa hasta que los gansos, los siete gansos del Judío errante, se alzaban graznando por el aire. Háblame, padre, soy tu único hijo, el pródigo ido de los herbazales de los pequeños pueblos, ido del olor y el murmullo de las ciudades, ido de los desiertos de espinas y de los mares profundos. Eres un hombre sabio y viejo.
Seguía suplicando la palabra del viejo, pero, acercándose a él y contemplando su cara, distinguió entre la boca y los ojos un tinte de muerte, y un nido de ratones en la espesura de su barba helada.
Era una debilidad volar y, sin embargo, voló. Era una debilidad de la sangre ser invisible, y sin embargo lo era. Pensaba y soñaba impensadamente a la vez, conocía sus flaquezas y la locura de volar, pero no tenía la fortaleza de resistirse. Voló como un pájaro sobrevuela la campiña, pero pronto se había desvanecido el cuerpo del pájaro y ya era una voz voladora solamente. Los postigos de una ventana abierta le saludaban, tal como el espantapájaros saluda meciendo sus harapos al pájaro sabio, y se colaba por una ventana hasta posarse encima de una cama junto a una muchacha durmiente.
–Despierta, muchacha –dijo–, soy tu amante que llega de noche.
Ella despertó a su voz.
–¿Quién me llamaba?
–Te llamaba yo.
–¿Y dónde estás?
–Te estoy hablando al oído desde la almohada donde yace tu cabeza.
–¿Y quién eres tú?
–Soy una voz.
–Deja entonces de hablarme al oído y salta a mi mano para poder tocarte y acariciarte. Salta a mi mano, voz.
Se tumbó cálidamente en aquella palma.
–¿Dónde estás?
–En tu mano.
–¿En qué mano?
–En la mano izquierda que tienes sobre el pecho. Si cierras el puño me aplastarás. Estoy en las raíces de los dedos.
–Háblame.
–Yo tuve un cuerpo y fui siempre una voz. Como en verdad soy, así vengo hasta ti en la noche, voz de tu almohada.
–Sé quién eres. Eres la voz inmóvil y susurrante que no debiera escuchar. Me han dicho que no escuche la voz susurrante e inmóvil que habla de noche. Tienes que marcharte.
–Soy tu amante.
–No debo escucharte –dijo la muchacha, y cerró el puño súbitamente.
Sin temor de la lluvia, llegó hasta el jardín y enterró la cara en la Tierra húmeda. Con las orejas apretadas contra el suelo, sentía que el gran corazón que latía bajo el mantillo y la hierba se tensaba antes de hacerse pedazos. En sueños decía a cualquier figura:
–Levántame. Sólo peso diez libras. Soy ahora más ligero. Seis libras. Dos libras. Me asoma la espina dorsal por el pecho.
Como una llave se pierde en la maleza, así se había perdido el secreto de aquella alquimia que había tornado la pequeña rotación de los sentidos sin equilibrio en momentos de oro. En medio de la noche se había confundido un secreto, y la confusión de la locura que precedía a la muerte descendería sobre su cerebro como una bestia.
Escribió en el papel sin saber lo que escribía, aterrado ante la mirada de las palabras inolvidables.
Y esto es todo cuanto fue: había nacido una mujer, no de unas entrañas, sino de un alma y de una idea. Y aquel que de la nada le había dado el ser amó su obra y la obra le amó a él. Pero he aquí también que un milagro aconteció al hombre. El hombre se enamoró del milagro, pero no pudo retenerlo a su lado y el milagro se fue de él. Y con él vivían un perro, un ratón y una mujer de cabello negro. La mujer se marchó un día, y el perro murió.
Enterró al perro a un extremo del jardín. «Descansa en paz», le dijo al perro muerto. Pero la fosa era poco profunda, y las ratas que habitaban las galerías de la tumba mordisquearon la mortaja.
Vio en las aceras de la ciudad el paso vagabundo de la mujer, sus pechos tersos bajo un abrigo negro en que se habían apoyado las cabezas canas de hombres de edad. Su vida, lo sabía, duraría ya poco. Con él había pasado también su primavera. Tras el verano y el otoño, la edad profana que separa la vida y la muerte, seguiría el retorcido hechizo del invierno. Aquel que conoce las sutilezas de toda razón y percibe a las cuatro unidas en todos los símbolos de la Tierra, trastocaría la cronología de las estaciones. No llegaría a haber invierno.
Pensad ahora en la vieja efigie del Tiempo, en su luenga barba encanecida por un Sol egipcio, sus pies desnudos bañados de mar. Observad cómo arremeto contra nuestro personaje. He detenido su corazón, fragmentado como un orinal. No, no es una lluvia. Es el líquido humor de un corazón destrozado. Luna y parhelio refulgen en el mismo cielo. Aturdido por la vertiginosa persecución del Sol en pos de la Luna, y por el centelleo cegador de las estrellas, subo corriendo para leer de nuevo la historia del amor de un hombre y una mujer. Me echo en el suelo para observar el agujero de media corona en la pared perforado y las huellas de las pisadas de un ratón en el suelo.
Pensad ahora en la vieja efigie de las estaciones. Quebrad el ritmo y movimiento de las viejas imágenes, el trotar de primavera, el galopito del verano, la triste zancada del otoño y el paso arrastrado del invierno. Quebrad, pieza a pieza, el cambio continuo del movimiento hasta que se torne un zanquivano andar.
Pensad en el Sol, para quien no tengo otra imagen que un ojo reventado, y en la Luna rota.
Poco a poco el caos se fue haciendo menor y las cosas del mundo exterior ya no se transmutaban en las formas de su pensamiento. En torno suyo reinaba cierta paz, y de nuevo se oía una música de la creación trepidar sobre las aguas cristalinas, bajar del cielo sagrado hasta los húmedos confines de la Tierra por donde el mar flotaba. Lentamente fue cayendo la noche y el monte ascendía por las estrellas. Tomó el cuaderno y con letra clara escribió en la última página:
La mujer ha muerto.
Había en tal muerte cierta dignidad. Y el héroe que llevaba dentro parecía sobresalir con todo su poder. Él mismo que había dado ser a la mujer volvía ahora a llevársela. Y ella moría sin saber siquiera qué mano celestial se había posado sobre ella y la había poseído.
Se echó a andar cuesta abajo, paso a paso y en los labios se le dibujaba una sonrisa frente al mar. En la orilla sintió un latido cordial y se volvió a contemplar las rocas mayestáticas que trepaban por el verdor. Allí, al pie del promontorio, con la cara hacia él, yacía ella sonriente. El agua del mar iba cubriendo su desnudez. Él, entonces, se fue hacia ella y con las uñas le tocaba las frías mejillas.
Sumido en el último dolor, se hallaba en pie ante la ventana abierta de su dormitorio. Y la noche era una isla en un mar de sentido y misterio. Y la voz de la noche era una voz de resignación. Y la cara de la Luna era el rostro de la humildad.
Ya conocía el último portento antes de la tumba y el misterio que incomprensiblemente combina Cielo y Tierra. Sabía que su milagro no había podido mantenerse en presencia del ojo Sirio y del ojo de Dios. La mujer le había enseñado lo maravillosa que era la vida. Y ahora que ya sabía del placer de la sangre de los árboles y que conocía las profundidades de los pozos de las nubes, ahora habría de cerrar los ojos y morir. Abrió los ojos y miró las estrellas. Un millón de estrellas escribían la misma palabra. Y la palabra de las estrellas quedaba claramente impresa en el firmamento.
El ratón, que había salido del agujero, había aparecido por la cocina solitaria, por entre las sillas desvencijadas y las porcelanas rotas. Sus patitas se posaban plácidamente por aquel suelo pintado todo de grotescas figuras de niñas y pájaros. Y a hurtadillas volvió a meterse por el agujero y siguió excavando por las paredes. No había otro ruido en la cocina que los arañazos del ratón en la madera.
En los aleros del manicomio los pájaros trinaban y el loco, con el rostro aplastado contra las rejas, junto a los niños, aullaba al Sol.
En un banco, al lado del sendero de gravilla, una niña hacía gestos a los pájaros mientras que en un parterre bailaban de la mano tres viejecitas bobaliconamente y al son de un órgano italiano llegado del mundo de fuera.
–La primavera ha llegado –dijeron los guardianes.
El vestido
(1936)
Llevaban ya dos días siguiéndole por todo el contorno: al pie de las colinas, sin embargo, había logrado despistarlos y ahora, acurrucado tras unos matorrales amarillentos, les oía vocear mientras rastreaban con torpeza los hondos del valle. Apostado tras un árbol y desde los altos del horizonte, les había visto batir los prados como perros ojeadores, apaleando los setos e imitando un desmayado aullar hasta que la bruma, que había descendido inesperadamente desde un primaveral cielo, vino a ocultárselos de la vista. Era una bruma maternal que le arropaba por los hombros, bajo cuya rasgada camisa, la sangre se le secaba como en la hoja de un acero. Aquella bruma le calentaba: posada en sus labios, le servía de bebida y alimento. En medio de aquel mantillo de algodón, esbozó una sonrisa felina. Desviándose de la ladera en que se habían montado las guardias, se adentraba por la parte en que el bosque se espesaba, siguiendo una senda que acaso le llevara a la luz, al fuego y a un cuenco de sopa. Pensó entonces en el chisporroteo de brasas de una chimenea y en una joven madre, apostada ante el fuego, solitaria, imaginó sus cabellos. En ellos encontrarían sus manos un nido ideal. Corrió por entre los árboles hasta hallarse en una estrecha senda. ¿Qué dirección tomar allí? No sabía si caminar hacia la Luna o escapar de ella. La bruma la ocultaba y perdía, pero podía distinguir, por un rincón del cielo en que se había disipado, puntos de estrellas. Se puso a caminar hacia el norte, en la dirección de las estrellas, que musitaban un sordo canto, y sintió el chapoteo de sus pies sobre aquella esponja de Tierra.
Ahora había tiempo para poner en orden sus ideas, pero nada más ponerse a ello, un mochuelo gritó entre los árboles que se desplomaban sobre el camino, y se detuvo a hacerle un guiño compartiendo la melancolía de su lamento. El mochuelo se abalanzaría enseguida sobre un ratón. Lo estuvo contemplando, hasta que el persistente chirrido que emitía sentado en una rama acabó por asustarle. Unos metros más adelante, sintió que volaba por encima de él con un fresco grito. Pobre liebre, pensó, se la ha de llevar una comadreja. El camino subía hacia las estrellas, y el bosque, el valle y el recuerdo de las escopetas empezaron a desvanecerse a sus espaldas.
Oyó unos pasos. De entre la bruma surgió la figura de un viejo, radiante de lluvia.
–Buenas noches –dijo el viejo.
–Noches así... –dijo el loco.
El viejo, silbando, apresuró el paso en dirección a los árboles, que escoltaban los dos lados del sendero.
–Que me descubran los sabuesos –decía entre dientes el loco mientras se encaramaba por unos riscos–, que me busquen –y con la astucia de un zorro, volvió hasta el punto en que el camino de brumas se partía en tres brazos.
«Al demonio las estrellas», se dijo, y se echó a andar hacia la obscuridad.
A sus pies, el mundo era una pelota que pateaba en su carrera. Por encima de él, estaban los árboles. Oyó a lo lejos cómo un perro de caza se había quedado atrapado en una trampa y corrió más todavía pensando que acaso tuviera al enemigo en los talones. «Pato, muchachos, pato», exclamó igual que un cazador, pero con una vocecita tibia, como si estuviera señalando la estela de una estrella errante.
Cuando recordó de pronto que llevaba sin dormir desde su huida, dejó de correr. La lluvia, ya como fatigada de sacudir la Tierra, se había remansado y era un soplo de viento, briznas de cereal mecidas al vuelo. Si cogiera el sueño, el sueño sería una muchacha. Durante las dos últimas noches, mientras estuvo corriendo por entre desiertos parajes, había soñado que conocía a una muchacha. «Acuéstate», le decía ella, y tendía en el suelo su vestido como si fuera un lecho y se acostaba con él. Pero a mitad del sueño mientras la leña a sus pies crujía como un frufrú de vestido, había escuchado el vocerío de enemigos por el campo. Y había tenido que seguir y seguir corriendo, dejando el sueño bien atrás. Sol, Luna o negro cielo, había sorteado los vientos antes de iniciar su huida.
–¿Dónde anda Jack? –habían preguntado en el jardín del lugar del que había escapado.
–Por los montes con un cuchillo de carnicero –respondían con una sonrisa.
Pero había tirado el cuchillo contra un árbol y aún debía temblar estremecido en el tronco, y ahora sólo tenía, mientras corría sin parar por el frío, un sueño que le hacía bramar.
Y ella, sola en casa, estaba cosiéndose un vestido nuevo. Era un vestido de campesina, radiante de bordados de flores. Sólo unas puntadas más y ya estaría listo. Dos flores brotarían de sus pechos.
En el paseo del domingo, de la mano de su marido, por los campos y las calles del pueblo, los niños habrían de sonreír detrás de ellos. Su ceñida cintura levantaría una murmuración de viudas. Se deslizó en su vestido nuevo y comprobó, al mirarse en el espejo que había sobre la chimenea, que estaba más guapa de lo que hubiera podido soñar. Le hacía más blanco el rostro y más negra su obscura melena.
Un perro, levantando la cabeza, estremeció la noche con un aullido. Ella volvió dejando a un lado las visiones, se acercó a la ventana y corrió las cortinas. Fuera, andaban buscando a un loco. Tenía los ojos verdes, decían, y estaba casado. Decían que el loco había cortado los labios a su mujer porque sonreía a los hombres. Se lo habían llevado, pero él, después de robar un cuchillo en la cocina, había apuñalado a su celador y andaba escapado por el valle.
Desde lejos el loco vio una lucecita en la casa y se acercó hasta el seto del jardín sigilosamente. Sin llegar a verla, advirtió que el jardín tenía un cercado. Las manos se le habían desgarrado en las puntas de un oxidado alambre y bajo sus rodillas crepitaban unas hierbas húmedas. Después de deslizarse entre los alambres del cercado, las criaturas del jardín y sus escarchas vinieron a recibir su cabeza de flores. Se había destrozado los dedos, aún le manaban otras viejas heridas. Convertido en un hombre de sangre salió de la obscuridad del enemigo y alcanzó las escaleras. Y dijo en un murmullo: «Que no me disparen.» Y abrió la puerta.
Ella estaba en el centro de la habitación. Tenía suelta la melena y desabrochados los botones de la pechera del vestido. ¿Por qué aulló el perro tan desoladoramente en aquel instante? Asustada con el aullido y recordando viejas historias, se había dejado caer en una mecedora. ¿Qué habrá sido de la mujer del loco?, se preguntaba mientras se mecía. No podía imaginarse una mujer sin labios.
La puerta se había abierto silenciosamente. Él entró en la habitación con los brazos en alto y tratando de sonreír.
–Has vuelto –dijo ella.
Dio la vuelta a la silla y lo miró. Había sangre hasta en sus verdes ojos. Le puso la mano en la boca. «Que no disparen», dijo él.
Al mover el brazo, el vestido se le había abierto y él contempló maravillado la blancura de su frente, sus asustados ojos, su crispada boca y las flores de su vestido. El vestido bailaba ahora en medio de la luz. Ella vino a sentarse frente a él, cubierto de flores. «Duerme», dijo el loco. Y, de rodillas, dejó que su cabeza aturdida se reclinara contra el regazo de la mujer.
Los huertos
(1936)
Había soñado que en el pueblecito marinero habían roto en llamas un centenar de huertos y que todas las lenguas de fuego de aquella tarde sin viento batían por el follaje. Los pájaros habían remontado el vuelo huyendo de las nubéculas rojas que se formaban repentinamente sobre las ramas. Pero al descender la noche y salir la Luna y acompasarse el mar que dormía a tan sólo una milla, un viento apagó el fuego y los pájaros volvieron. Era él un granjero en un sueño que acababa como había empezado: con la mano carnosa y fantasmal de una mujer que señalaba los árboles. Trenzándose los cabellos claros y obscuros, sonreía la mujer a la figura hermana que se erguía impasible en una sombra circular junto a los muros del huerto. Los pájaros volaron hasta posarse en los hombros de su hermana sin temor a su cara de espantapájaros ni a la desnuda cruz de madera que se ocultaba bajo sus harapos. Él besó a la mujer y ella le devolvió el beso. Entonces vinieron los cuervos hasta sus brazos y ella le abrazó. El hermoso espantapájaros le estaba besando y señalaba los árboles mientras el fuego perecía.
Aquella mañana veraniega Marlais despertó con los labios todavía húmedos del beso. Era una historia aún más terrible que las historias de los venerables locos del Libro Negro de Llareggubb, pues la mujer del huerto y su hermana estaca de los muros eran los amantes eternos de un espantapájaros. Y los huertos ardientes del pueblo marino, y las nubes en las copas de los árboles, ¿qué harían con su amor de las mujeres que convocan a los pájaros? Todos los árboles del mundo podían arder desde las raíces a las hojas más altas, y él no derramaría una gota de agua contra las llamas del pasto más cercano. Ella era amante, y su hermana con pájaros en los hombros le sujetaba y abrazaba con más fuerza aún que la mujer de Llan-Asia.
Por la ventana de la buhardilla veía el cielo azul pálido y limpio posado sobre el laberinto de chimeneas y tejados, promesa de un hermoso día en los ríos del Sol. Allí, en el perfil de una chimenea, se alzaba su hijo de piedra y desnudo, y las tres comadres ciegas, despidiendo fuego por el cráneo y haciendo un corrillo al calor de cualquier día. Ningún hombre había vuelto su cabeza de veleta a contemplar a las muchachas pelirrojas y morenas del pueblo para convertirlas con su solo movimiento en pilares de piedra. Un viento llegado del fin del mundo había congelado a los paseantes de los tejados cuando el pueblo era sólo un puñado de casas. Y ahora un redondel de colinas de carbón, donde los niños jugaban a los indios, proyectaba su sombra sobre los negros bloques de las cien calles. Y las ciegas comadres de piedra se abrazaban junto a su hijo desnudo y a las vírgenes enladrilladas bajo las torres y los cuellos de los montes.
El mar corría a su izquierda, doce valles allá, pasando la cadena de volcanes y la gran piña de los bosques y las diez ciudades metidas en un agujero. Besaba las orillas de Glamorgan, donde media montaña se había desmoronado contra un bosque salvaje desde un racimo de ciudades estremeciendo el suelo del País de Gales. Pero ahora, pensaba Marlais, el mar está tranquilo y frío, lleno de delfines: corre en todas las direcciones desde su verde centro, lamiendo los cantos de la Tierra, dando voz a las conchas de las ardientes arenas de la arrumbada montaña. Las líneas del tiempo nunca confundirán con las azules superficies del mar y su lecho sin fondo. Pensó en el mar en movimiento. Cuando el Sol se hundía, el fuego se adentraba en las líquidas cavernas. Recordó, mientras se vestía, los cien fuegos en torno a las copas de los manzanos y el incierto sabor salobre del viento que perecía al levantar el hermoso espantapájaros su mano señaladora. Agua y fuego, manzanos y mar, dos hermanas y una bandada de pájaros, todo florecía y revoloteaba aquella mañana a mitad del verano en la buhardilla de la casa plantada en la ladera de la ciudad ennegrecida.
Afiló el lápiz y cerró el cielo, se echó para atrás el pelo enmarañado, ordenó los papeles de una historia infernal que tenía en el escritorio, y al garabatear con rabia sobre una página en blanco las palabras «mar» y «fuego» rompió la punta del lápiz. Ni el fuego iluminaba, aventuraba, ni encendía con sus impávidos signos las líneas de los renglones, ni el agua se cernía sobre las cegadas cabezas de las palabras no escritas. La historia estaba muerta. Érase un blanco árbol con manzanas donde una helada torre de lechuzas se columpiaba en un viento antártico. Unas muchachas desnudas, con los pezones de fresa, yacían al Sol en la arena y allí, junto a los mares de Azov o Karelia, una mujer, impía y gélida, se lamentaba. La montaña estaba en contra suya. Luchaba con las palabras como un hombre contra el Sol, y el Sol victorioso del mediodía se imponía a la historia sin vida.
Poned alrededor del mundo un anillo bicolor de cabello de mujeres, blanco y negro carbón contra el tinte veraniego de los límites de hierba y cielo, tallos de cuatro senos en las astas de los confines del mar del verano, ojos en las conchas marinas, dos árboles frutales en una montaña de carbón: así se devana a vuestros ojos la mañana, tornada atardecer, del pobre Marlais. Dos árboles frondosos ardían incandescentes bajo sus párpados, donde la noche más íntima llevaba por los escondrijos del cráneo hasta el primer e inmenso mundo del ojo lejano. Imaginad los brotes de un huerto nocturno, una mujer encantada de vértebras en reja quemándose las manos en las hojas, un hombre en llamas que a una milla del mar revuelca vuestro corazón con un viento: escrita queda así para vosotros la muerte en vida de Marlais en el giro circular de aquel día que discurría sin tiempo.
El mundo era la cosa más triste que había en torno y las estrellas del norte, donde la sombra burlona de la Luna daba vueltas, eran un estrago de rostros del sur. Sólo el arbolado pecho dentado del espantapájaros de la mujer podía mantener firme la cabeza como una manzana en la blanca madera inaccesible a los gusanos y sólo su solitario pecho de púas podía atravesar al gusano en el sueño que dormía bajo los párpados de su amor. Redonda y real, la Luna alumbraba a las mujeres de Llan-Asia y a las vírgenes transidas de amor de aquella calle.
La palabra está demasiado con nosotros. Levantó su lápiz y su sombra, torre de plomo y madera, se posó sobre el papel en blanco. Tomó con los dedos la torre del lápiz, la media luna de su uña pulgar salía y se ponía tras su tejado de plomo. La torre se derrumbó, se derrumbó la ciudad de palabras, las murallas de un poema, las simétricas letras. La luz declinaba entre las desintegradas cifras y el Sol desapareció en busca de una mañana desconocida y la palabra del mar se arrolló en el Sol. «Imágenes, todo imágenes –gritó a la torre derrumbada, y ya era de noche–. ¿A qué arpa pertenece el mar? ¿A qué ardiente vela el Sol?» Imagen de hombre, se puso en pie y descorrió los visillos. La paz, como una sonrisa, se paseaba por los tejados del pueblo. «Imágenes, todo imágenes», exclamó Marlais, saliendo por la ventana y pisando ya una superficie de tejados.
A su alrededor, relucían las pizarras en el humillo de las magníficas rimeras tejadas y por entre los vapores de las colinas. Debajo de él, en un mundo de palabras, los hombres se movían sin propósito escapando del tiempo. Valeroso en su desolación, se llegó hasta los bordes de los tejados y allí se detuvo alzado peligrosamente sobre el minúsculo tráfago y las luces de las señales urbanas. A sus pies se hallaba el juguete de la ciudad. Pasaban los coches de mazapán, cambiando y frenando, y deslizándose por los suelos de las guarderías hasta alcanzar las manos de un niño. Pero enseguida le venció la altura y sintió que las piernas tambaleantes se debilitaban con su peso y que el cerebro se le hinchaba como una vejiga de aire. Era la imagen de una ciudad niña que palpitaba en la confusión. Tenía polvo en los ojos, ojos que flotaban en el polvo que ascendía de las calles. Y ya en los tejados más bajos se tocó el pecho izquierdo. Muerte eran los fulgentes imanes de las calles; el viento le arrancó la visión de la muerte. Ahora estaba desnudado de temor, tenía la fuerza de los músculos nocturnos. Por las azoteas corrió hacia la Luna. La Luna se acercaba en la más fría gloria de su corte de estrellas empujando y arrastrando las aguas del mar. Y él observaba celoso su rumbo, buscando una palabra para cada uno de sus pasos en la dirección del cielo, clamando contra su imperturbable cara y confundido por sus máscaras diversas. Las máscaras de la muerte y la danza, cubriendo sus gigantescas facciones, transformaban el firmamento. Se revolvía tras una nube y volvía a parecer sonriente contra la pared del aire. Imágenes, todo eran imágenes, desde Marlais, batido y desharrapado, hasta la horrible ciudad, invisible él sobre los tejados a los ojos de la calle, ciega la calle a sus pies para su andariega palabra. La mano que se abría ante él era una vida de cinco dedos.
Un niño lloraba, pero el llanto se fue desvaneciendo. En un solo murmullo se confundieron las voces calmadas y enardecidas que rompían el común silencio, en uno solo el dolor de la mujer que proclamaba su desdicha retorciéndose por los tabiques y el de la dama elegante y contenida. La palabra está demasiado con nosotros, y la palabra muerta. Las nubes de muselina, aparecidas por entre las grandes viviendas, estallan en una lluvia fría sobre los suburbios. El granizo crepita contra las pistas de ceniza y los angélicos adoquines. Una sola cosa son lluvia y asfalto. Todo uno, granizo y ceniza, carne y áspero polvo. Por encima del zumbido de los hogares, lejos del territorio celeste y del cerco de hielo, preguntaba a cada sombra. Hombre entre fantasmas y fantasma embaucado, aún buscaba la última respuesta.
Incontestablemente se alzó la voz del niño desnudo por una boca de piedra que ya entonces no humeaba. «Quien se mueve locamente por entre nosotros, sobre los tejados, a mi frío costado de encarnado ladrillo y junto a las mujeres de las veletas heladas, quien anda por esta calle, quien recorre la noche entera sin amante bajo la imagen de los paraísos galeses del estío, tiene dos amantes hermanas a diez ciudades de aquí. Más allá de los bosques, a la izquierda, más allá del mar, sus amantes arden eternamente por él junto a un centenar de huertos.» Las voces de las comadres se alzaron incontestablemente. «Quien anda por las vírgenes de piedra es nuestro virgen Marlais, viento y fuego, el cobarde de los tejados ardientes.»
Se metió por una ventana que había abierta.
La roja savia de los árboles corría a borbotones desde la caldera de las raíces al fragor de la flor y las copas de los árboles, la noche aquella que siguió al paseo por el vacío. Se sentían como velas guardadas en un baúl que no pueden apagarse porque el calor de la cabeza sulfúrica de la hierba sigue ardiendo amarillenta bajo el cadáver del Sol. Y allí en un vuelo recorría, medio hombre, medio niebla, los círculos de manzanas planeando sobre el camino que llevaba del mar a la ciudad en pleno calor del mediodía mientras rompía el alba.
Y cuando el Sol, alzándose como un río sobre los montes, se ocultaba bajo un árbol, la mujer señaló los cien huertos y las bandadas de pájaros que rodeaban a su despertar. Era el segundo e intolerable despertar de una vida demasiado bella como para romperse, pero ya el sueño se había roto. Quien había andado junto a las vírgenes al lado de los huertos, era un virgen más, viento y fuego, y un cobarde en el destructivo venir de la mañana. Después de vestirse y desayunar, subió por esta calle hasta el final de la cuesta y volvió la vista hacia el mar invisible.
–Buenos días, Marlais –dijo un viejo sentado con seis galgos en la hierba ennegrecida.
–Buenos días, David Davies.
–Muy temprano te has levantado –dijo David Dosveces.
–Voy a dar un paseo hasta el mar.
–El mar de color de vino –dijo David Dosveces.
Marlais cruzó a grandes pasos las verdes sendas que llevaban hasta la divisoria del Valle de Whippet, tras el círculo de la ciudad, donde los árboles, retorcidos entre escorias y humos, se desgarraban al cielo y el negro suelo. Las ramas muertas parecían suplicar que las raíces levantaran en vilo la Tierra y abrieran una docena de canales vacíos para las hojas y el espíritu de la madera mascada, dejando en el valle un agujero para la savia de manos de topo, una larga tumba para el esqueleto de la última primavera que a través de Tierra antaño verde había brincado cuando los montes con perfiles despuntados de tenedor estaban tiesos y rígidos. Los árboles de Whippet eran los largos muertos del sur de la comarca. Cuantos habían sido tragados por la Tierra, cortada en tajo ahora, señalaban hacia la colina con aquellos dedos amenazadores con negras uñas-hojas. En el País de Gales, la muerte había convertido a los muertos galeses en aquellas mutiladas imágenes del valle.
El día era un pasar de días. Con la caída del hombre desde el Sol y con el pináculo de los primeros paraísos, los mediodías se sucedían en cada mediodía, en cada chinche de fuego, en cada asesino de cuento (las leyendas de los mares rusos se desvanecían al despertar los árboles con el incendio). Y todos los veranos del valle, todas las tardes del verano, antes monumentales, escarlatas y espléndidas, y ahora pétreas y mortecinas, resplandecían en el paseo del mar. Paseaba con firmeza por el valle ancestral donde sus antepasados se hallaban apostados por la colina escapando de su polvo de madera y llenos de gorriones. En la antesala del hoyo donde se contenía Llan-Asia como si una tumba guardara a toda una ciudad, se halló atrapado en el humo de los bosques y como un fantasma se descolgó por los barrios sencillos que se abrían por el interior de las raíces, hasta las empinadas calles.
–¿Dónde vas, Marlais? –le preguntó un cojo junto a un negro parterre.
–Hacia el mar, Mr. William Williams.
–El mar de sirenas lleno –dijo Will Peg.
Marlais salió del valle de tubérculos y llegó a la montaña baldía atravesando un valle de semillas y un campo de cormoranes. Sobre el cráneo de Prince Price un cuervo graznaba con infernal aliento. La tarde se rompió, la Tierra se contorsionaba y como un árbol o un relámpago, el viento, asomando entre las raíces, se cernía por escoria y humo al caer el crepúsculo. Rodeado de ecos, voces candentes y viajeras, y demonios con cuernos, se sentía vibrar en territorio enemigo al tiempo que la noche nueva se cernía como la pesadilla de un atardecer. «Que se derrumben los árboles –decían los polvorientos viajeros–, que los cantos se desfolien y se pudran y desaparezcan los tojos, que el movimiento ampuloso de los montes se trague a prados y Tierra por la tumba que conduce al Edén. Vientos de fuego, fósiles, bóvedas y ataúdes, puñado de polvo que al jardín conduce. Y allá la serpiente se enrosca al tronco del árbol de cuya piel se desgaja la chispa de manzana que lo hace vibrar. Un espantapájaros se ilumina sobre el tamiz de las ramas cimeras y, a uno en el círculo del Sol, se levantan todos los árboles nuevos formando un huerto en torno al crucifijo.» A la medianoche, dos valles más se abren a sus pies, valles obscuros en que se perfila la generosa palma de la montaña minera donde duermen dos ciudades. A la una de la madrugada pasaba por Aberbabel, que el valle sujetaba en un puño a sus pies. Ya no era ahora un joven, sino un legendario caminante, un hombre del pueblo que tenía por corazón un grillo. Pasó junto a la iglesia de Aberbabel, atajó por el camposanto donde las lápidas de piedra parecían inquietas y vio a un hombre en camisón con las mejillas coloradas, que andaba levitado.
Los valles pasaron. De las colinas rezumantes de agua, momentos de montaña, surgió el undécimo valle como una hora. Y el perfil de los cien huertos magnificados con el inmaculado resplandor de la Luna menguante aparecía ahora intemporalmente por el ojo de duende del telescopio, por el círculo de luz que como anillo nupcial coronaba la última colina al lado del mar. Tal era el espectáculo abierto tras el telescopio, y así era el mundo que Marlais vio al amanecer después de la primera de las once aventuras jamás contadas a ambos lados suyos, los muros irrompibles, más altos que los tallos de legumbre que fecundaron una historia en el techo del mundo, de piedra, tierra, escarabajo y árbol. Un cementerio ante él se perdía con el demonio de la cama y llevaba hasta el camino entre el mar y el pueblo donde los huertos florecían sobre las empalizadas de madera y los caminos se abrían en la dirección de los cuatro puntos cardinales. Hasta la cumbre de la colina subía una línea de piedras sorteadas de árboles, en la profundidad del paisaje, con la misma hondura de la historia del fuego final que atravesaba las cámaras del Edén, refrescaba una verde estructura tras un encarnado descenso. Y al fondo de todos los fondos, como piedra poblada de ciudades, como río enmarcado en un cristal de lugares, la colina donde ahora se hallaba. Ya no era un hombre del pueblo peregrino, sino Marlais el poeta, en la antesala de la ruina, al lado mismo de la muerte, sobre el Infierno mismo a su roja izquierda, hasta llegar al primero de los prados en que las manzanas no fecundadas iban a gritar fuego en el viento desde una media montaña que se derrumbaba hacia el oeste en dirección al mar. Como una figura en un dibujo, Marlais, en el centro y al mediodía, se hallaba en el interior de un círculo de manzanos y eran círculos concéntricos que se alargaban millas y millas hasta alcanzar un grupo de pueblos. Se tumbó en la hierba y el mediodía se le posó encima heridor. Durmió hasta que lo despertó un sonsonete que se sentía por el campo. Era la tarde apacible de los huertos de las hermanas y la hermana del pelo claro tocaba la campanita llamando al té.
Había llegado ya casi al final del viaje indescriptible. La muchacha rubia, en un prado que desde donde estaba Marlais formaba un declive de escalera, extendió un mantel sobre una piedra lisa. Puso en una taza té y leche y cortó el pan en rebanadas tan finas que podía verse Londres a través de ellas. Se quedó contemplando la escalera y el seto podado y transparente, y mientras Marlais subía con sus harapos y desaliñado, el pecho desnudo le brillaba bajo el Sol, y ella se levantaba, le sonreía y le ponía té. Este fue el final de las historias jamás contadas. Se sentaron en el prado junto a la mesa de piedra como amantes de merienda, demasiado enamorados como para poder siquiera intercambiar una palabra, con la familia contemplándolos desde un seto. Ella había tocado la campanita llamando a su hermana y había llamado a un amante que habitaba a once valles de allí. Las tazas de los otros amantes estaban vacías.
Y aquel que había soñado que cien huertos se echaban a arder vio de repente en la tarde apacible cómo a través de la floresta salían lenguas de fuego. Los árboles crepitaban y fulgían al Sol, los pájaros salían escapando al vuelo y en cada rama se levantaba una nubecilla roja, la corteza se desprendía como piel vieja y las nonatas y encendidas manzanas giraban enloquecidas devoradas por el haz de luz. Los árboles eran antorchas y fuegos de artificio, lentamente consumiéndose en el horno de los prados y formando un arco ardiente mientras que sobre los calcinados caminos se desplomaban las frutas carbonizadas y cenicientas.
Aquel que había soñado un sueño de niño con su mano carnosa y fantasmal en la tarde apacible, vio ahora, en el cenit del fuego, entre las astilladas raíces de la entrada del huerto, que ella levantaba pesadamente la mano señalando los pájaros y los árboles. El cielo llevaba una ráfaga de fuego alado y soplaba un aire de crepúsculo. Y mientras la noche llegaba, ella sonreía como en el corto sueño de los once valles de edad. Coja como Pisa, la noche se reclinaba contra los muros. Ninguna trompeta golpeará los muros del País de Gales hasta derribarlos antes del último chasquido musical. Señaló a su hermana en una sombra junto al jardín esfumándose y la figura de cabeza obscura con cuervos en los hombros apareció al lado de Marlais.
Este fue el final de una historia más terrible aún que las historias de los vivos en los hogares montañosos de las colinas de Jarvis, y el valle artificial que riega el Idris es un territorio de niños que lleva por el mar hasta el undécimo valle. Allí se escondía un sueño que no era sueño. El viento del mundo real vino a apagar los fuegos. Un espantapájaros apuntaba a los árboles extinguidos.
Todo eso había soñado antes del fuego y la extinción de las flores, antes del amanecer y del diluvio de sal, ya no era un sueño junto a los huertos. Besó a las dos hermanas secretas y el espantapájaros le devolvió el beso. Oyó que los pájaros revoloteaban por los hombros de su amante. Y contempló el pecho dentado, el ojo de púas y su mano leñosa y seca.
No hay comentarios:
Publicar un comentario