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domingo, 7 de noviembre de 2010

El Visitante Y Otras Historias -- Dylan Thomas -- XIX


El Visitante Y Otras Historias


Dylan Thomas

 En la dirección del comienzo

(1938)

Un gran atardecer de primavera
en la ligera tienda plantada en el campo mecido por la brisa,
junto al mar y al bote encallado
de mástil de cedro, de popa adornada con conchas y picos,
plegada la vela de tono salmón y dos remos por aletas;
surcando el cielo en vuelo remoto gaviotas, gorriones, pelícanos y cigüeñas
hasta el confín del océano
y hasta el grano primero de una tierra infinita,
hilada en la testa de un copo de arena,
rodando un aro de plumas por la obscuridad de la primavera
del año del dolor y del delirio;
cuando las rocas, ojo de aguja, sombra de un nervio, corte del corazón,
hendidas fibras y tejidos de arcilla sintieron, en un fragor de odisea,
que las hojas de laurel se desprendían de la piedra lunar
como un astillado roble contra las olas innumerables e inmortales,
un hombre nació en la dirección del comienzo.

Y desde el sueño,
donde la Luna le había transportado
por las montañas de sus ojos y por los fuertes brazos que tras ella caen,
llenos de mares y de dedos que todo ven, hasta el mar batido,
combatió al borde de la noche y se dirigió hasta el comienzo
como un ganso que se remonta a las alturas
e invocó el nombre de las furias desde el índice turbulento de tumbas y aguas.
¿Quién era el extraño
venido como granizo, cortado en escarchas,
planta acuática de níveas hojas para sus cabellos,
más alto que el mástil de cedro,
entre la blanca lluvia del norte y el mar
preso de ballenas en las cuencas de los ojos,
de la ciudad de pescadores de la isla flotante?

Ella era salina y blanca,
se movía como un prado,
meciéndose en un filo y rodeada de pájaros,
habitando la noche su desasosegado corazón,
y él sintió sus manos entre las copas de los árboles
se zambulló una pluma, se deslizaron sus dedos sobre las voces–
y el mundo fue ahogándose
en la visión de una extraña sirena de hierbas, nieve y bestias marinas.
El mundo fue sorbido hasta la última gota del agua de sus lagos.
La catarata de la última partícula era una espuma devanada
que llegaba hasta la Tierra
como si la lluvia celestial se hubiera desplomado de las nubes
de cuello de tórtola como un maná de suaves y rendidas especias,
y como si el brusco granizo derramara en su caída
una nube de ceniza y flores o un aleteo de pérfida alimaña
que transpasara una pirámide levantada en barro
o un lento y majestuoso compás de humo y hojas.

En el centro mismo del encanto
era él un hombre de orilla en el profundo mar,
atado por la melena al ojo del pecho del cíclope,
con los muslos fatigados acordados en la voz de ella.
En la música que ella arrancaba de sus trenzas hirsutas
y que al aire lanzaba con su mano,
perecían ahogados los marineros y flotaban osos blancos.
Ella le arrebató los miedos
y por el bosque de su voz de pelo de serpiente
y demoledora le transportaba hacia la luz.
La revelación transpasaba sus paralizados miembros.
¿Cuál era su génesis,
la última centella del juicio
o el chorro de la primera ballena en la vastedad marina?
¿O la conflagración final, un fuego funeral, un cohete consumido,
o el punto donde la hojarasca de la primera primavera ascendía
por las barreras del mar,
y donde pulverizaban las cerraduras de los jardines
que chorreaban agua sobre la gran vela de la montaña?
¿De quién era la imagen en el viento,
la huella en el acantilado,
y el eco que golpeaba en busca de respuesta?

Ella tenía orlado el pelo de serpientes,
se deslizaba por el salado y saltarín prado,
por las crónicas y las peñas,
por las obscuras anatomías,
por el mismo mar anclado.
Ella bramó en el útero de la mula. Balbuceó en la galopante dinastía.
Voz grave en la vieja tumba, mantuvo al Sol su lengua queda y calma.
El observó su imagen proscripta,
trazada con el veneno de un mal sueño
y enmarcada contra el viento,
huella de su pulgar que se encorvaba por la mano
como una sombra retejida,
interrogación del eco conocido:
¿cuál es mi génesis,
la fuente de granito que se extingue
donde la llama primera funde el esculpido mundo,
o la hoguera de crines de león en el umbral de la última bóveda?

Aquella tarde una voz transpasó la luz
y viajó por las ondas del mar,
en una sola dirección
pareció salvar los escollos esquivos una voz
que surgía de allí donde el mar de oro verde cantárida tiñe la ruta del pulpo
que se arrastra entre la espuma,
desde los cuatro rincones del mapa
donde un querubín, en el perfil de una isla,
soplaba las nubes contra el mar.

Parte 2


La conversación de Navidad

(1947)

Niño: Hace ya años, años y años, cuando tú eras pequeño...
Yo: ...y había lobos en el País de Gales, y pájaros del color de rojas enaguas de franela que airosos se dibujaban contra el perfil de arpa de los montes, cuando íbamos a cantar y a revolcarnos, noches y días enteros, por cue­vas que olían a tardes de domingo encerradas en la humedad de la granja, y con quijadas de difuntos ahuyentábamos a los ingleses y a los osos...
Niño: Y tú no eres tan viejo como el vigé­simo segundo señor Benyon que aún se acuerda de cuando todavía no existía el motor. Hace años y años, cuando tú eras pequeño.
Yo: Sí, antes del motor, antes de que se hu­biera inventado la rueda misma, antes de que los caballos parecieran gentiles damiselas, cuan­do a pelo montábamos por las colinas de los felices delirios...
Niño: Tú no deliras tanto como la señora Griffith, la de esta misma calle, que dice que cuando mete las orejas en el agua del pantano oye hablar en galés a los peces. Cuando tú eras pequeño, ¿cómo era la Navidad?
Yo: Solía nevar.
Niño: También nevó el año pasado. Yo hice un muñeco de nieve y mi hermano vino a derri­barlo, yo entonces le di una paliza y luego por fin nos fuimos juntos a merendar.
Yo: Pero la nieve era entonces distinta. La nieve nuestra caía de los cielos como si la es­tuvieran vaciando a paletadas, blancas todas, me parece que era como un inmenso chal que abrigaba los campos, y se escurría esquiva de entre los brazos, las manos y los troncos de los árboles. En una sola noche la nieve dejaba en los tejados un musgo puro y venerable, su­bía como hiedra por todas las paredes y se posaba encima del cartero que llamaba a una puerta y lo hacía parecer una helada tormenta de blancas tarjetas de felicitación.
Niño: ¿Había carteros entonces también?
Yo: Con los ojos saltones y la nariz colo­rada, y los pies helados que se sacudían en los felpudos mientras llamaban a la puerta dando unos golpes muy varoniles. Pero los niños de dentro sólo oían un repiqueteo de campanas.
Niño: ¿El cartero aporreaba la puerta y se oía el timbre? ¿Eso dices?
Yo: Las campanitas estaban dentro de los niños y ellos las oían.
Niño: Yo sólo siento truenos de vez en cuan­do, nunca campanas.
Yo: También había campanas de iglesia.
Niño: ¿Dentro de los niños?
Yo: No, no, no, en los campanarios, blancos como la nieve y negros como el murciélago. Campanas que tañían obispos y cigüeñas. Y su alegre tantán se oía por toda la ciudad, envuel­ta en aquella inmensa venda de nieve, y se oía desde la espuma helada de los montes de man­tecado y azúcar y desde el crepitante mar. Era como si al pie de mi ventana reventaran de felicidad todas las iglesias, como si allí mismo se hubieran puesto a cantar todos los gallos de veleta.
Niño: Háblame de nuevo de los carteros.
Yo: Eran carteros muy normales, les gus­taba andar, les gustaban los perros, las Navi­dades y la nieve. Llamaban a las puertas que tenían aldabones azules...
Niño: El de la nuestra es negro.
Yo: Y allí se quedaban de pie en los por­ches pequeños y estáticos, pisando los felpudos blanquecinos, frotándose vigorosamente las ma­nos y resoplando fuerte, y aquellas bocanadas de aliento frío parecían fantasmas saliendo de sus bocas y se sacudían un tobillo contra otro como niños enrabietados.
Niño: ¿Y los regalos?
Yo: Ya, los regalos. Y el aguinaldo. Heladito de frío, con una rosa en el botón de su nariz, bajaba zumbando el cartero por la cuesta centelleante y gélida y en todas las casas le ofrecían una tacita de té. Iba encaramado en las botas aquellas tan aglomeradas de hielo que parecían cajones de pescado. El saco del correo le bailaba como una helada joroba, do­blaba vertiginosamente la esquina y al fin se esfumaba.
Niño: Cuéntame cosas de los regalos.
Yo: Estaban primero los regalos prácticos, bufandas dentro de las cuales podías desapa­recer como en tiempos de las diligencias, gran­des guantes como para un gigante acidioso. También pañuelos de rayas tejidos como de seda estirable y que llegaban hasta los pies. Y aquellas enormes boinas escocesas que se te calaban hasta los ojos y ya no veías más que aquella labor de remiendos para cubrir cazuelas, pellizas hechas de rabo de conejo, chubas­queros para víctimas de una tribu de reduc­tores de cabezas. Las tías, con aquella teoría de que la lana debe ir bien pegadita al cuerpo, te regalaban unas camisetas que picaban como sabañones y era entonces cuando uno se daba cuenta de por qué ellas se habían despellejado. Y también me regalaron una vez, ¡ay!, una bolsita de crochet, pero la tía que me la hizo ya pasó a mejor vida la pobre. Y libros sin viñe­tas donde unos niños a quienes se había pues­to tenazmente en guardia contra los peligros que entrañaba ir a patinar al estanque helado del señor Garge, acababan, con todo, yéndose a patinar y perecían ahogados. Y otros libros donde te lo decían todo acerca de la vida de las avispas.
Niño: ¿Y los regalos no prácticos?
Yo: La noche de Nochebuena yo colgaba a los pies de la cama mi media negra de calceta y me prometía siempre aguardar toda la noche despierto, entre la Luna y la nieve, para poder escuchar el trote de los renos encima del te­jado y ver bajar por el hueco de la chimenea la bota generosa, pero un polvillo de nieve me cegaba y a pesar de los esfuerzos que hacía por seguir con la vista fija en el fuego del ho­gar y en las sombras que nacían de las llamas, donde alcanzaba a reconocer el perfil de mi enorme media colgada, me había quedado ya dormido cuando se producía el temblor de la chimenea y el cuarto se llenaba del estallido blando y rojo de la Navidad. Y de repente, por la mañana, no había ya nieve por el suelo del dormitorio, pero la media rebosaba de puro llena y era como si tuviera vida por dentro. Si le dabas un pequeño apretón se estremecía como un ratoncillo. Olía a mandarina. Le col­gaba un bracito de peluche como si fuera el de una cría de canguro. Si la apretabas por el centro había algo que se espachurraba, apre­tabas otra vez y se volvía a despachurrar otra cosa. Arañabas la escarcha de los cristales y a través del garabato se podía ver un pajarito silencioso en medio de la nieve en la magní­fica soledad de la calle.
Niño: ¿Y había dulces?
Yo: Pues claro que los había. Merengues, huevos duros, caramelos de café con leche, azucarillos de menta y anís, rosquillas, budines, melindres y tortas de manteca. Y había tam­bién batallones de relucientes soldaditos de plomo, que se ponían en formación de com­bate aunque nunca llegasen a luchar. Y juegos de Serpientes, y el juego de la Escalera Loca, y el Mecano Sencillo para Pequeños Ingenie­ros (sí, sencillo para Leonardo). Y un pito con que hacíamos ladrar a los perros que desper­taban al vecino de al lado y le hacían aporrear la pared con un bastón y entonces se nos descolgaba el cuadro que allí había. Y un paquete de cigarrillos con uno colgado entre los labios, salías a la calle y te apostabas en una esquina a esperar inútilmente a que pasara una respe­table anciana a echarte la regañina para enton­ces tragártelo con una sonrisa burlona. Y luego, en la punta misma del calcetín, te encontrabas con una moneda de seis peniques fulgente como plata. Y al cabo, bajabas a desayunar bajo un techo lleno de globos.
Niño: ¿Y venían los tíos como en mi casa?
Yo: Siempre hay tíos por Navidad, los mis­mos tíos. La mañana de Navidad, tras los pitos que excitaban a los perros y los cigarrillos de chocolate, yo salía a recorrer la ciudad nevada en busca de pequeños mundos y siempre en­contraba algún pájaro muerto por el embar­cadero o junto a los columpios vacíos. Un jil­guero quizá, cuyo corazoncito aún latía tími­damente bajo el aterido buche. De las iglesias salían los señores y las señoras, con las meji­llas y las puntas de la nariz enrojecidas y el cabello albino, y se apiñaban en corrillos de donde sobresalían las negras plumas chillonas de los sombreros en contraste con el pagano blancor de la nieve. En las entradas de todas las casas había colgadas hojitas de acebo, y en todas las mesas se habían dispuesto botellas de cerveza, copitas de jerez, galletas, nueces y cucharitas de postre. Los gatos se acurrucaban junto a los bien nutridos fuegos de los hoga­res, a cuyo calor y chisporroteo se asaban cas­tañas. Y en los salones se sentaban unos seño­res bastante gordos que se habían despojado de los cuellos duros y que eran, casi con toda certeza, los tíos. Encendían unos enormes pu­ros y después de la primera bocanada, lo con­templaban prudentemente, luego le daban otra chupada, tosían y luego lo volvían a contem­plar en vertical, entre índice y pulgar, como si estuvieran esperando que explotase. Y había también unas cuantas tías, a quienes nadie quería ver por parte alguna de la casa, que se sentaban frágil y delicadamente en los bordes mismos de las sillas, temerosas de romperse cual tacitas ya gastadas. Pero no había dema­siada gente paseando por las calles nevadas: un viejecito, con hongo gris, guantes amarillos y polainas salpicadas de nieve, se daba su pa­seíto por el parque, todos los años, y daba la impresión de que no perdonaría el paseíto ni aunque fuera el día del juicio final. Y a veces dos robustos jovenzuelos, fumadores de pipa, sin abrigo y con bufandas que les bailaban al viento, se llegaban en una caminata hasta el desamparado mar para abrir el apetito y para limpiarse los pulmones, o quién sabe para qué, a pasearse entre las olas hasta no dejar de ellos más rastro que las dos nubéculas de rizo­so humo que salían de sus inextinguibles zarzas.
Niño: ¿Y no ibas a casa a almorzar el día de Navidad?
Yo: Sí, claro, siempre iba. Me sentaba al descuido y dejaba que me hiciera cosquillas en la nariz un aroma de salsas, pájaros, coñac y tartas de fruta, y entonces, de un callejón infestado de nieve, salía un muchacho que era exactamente igual que yo, con un cigarrillo de boquilla rosa y una sombra violeta en el ojo, chuleando y dándose aires. Lo detesté nada más verlo y ya estaba a punto de tocar mi pito de llamar al perro para ver si se le quitaba aquella cara de idiota, cuando de repente él, haciendo un guiño violeta, se llevó el pito a los labios y silbó tan estridente y exquisita­mente que a todas las ventanas de la calle se asomaron rostros de inflados carrillos y bocas entreabiertas por donde sobresalían pedazos de pavo.
Niño: ¿Y qué comíais el día de Navidad?
Yo: Pavo y budín caliente.
Niño: ¿Estaba bueno?
Yo: No era cosa de este mundo.
Niño: ¿Y qué hacíais después de comer?
Yo: Los tíos se sentaban frente a la chime­nea, se quitaban el cuello de la camisa, se desa­brochaban, trenzaban las manos con la cadena del reloj, daban un ronquidito y se dormían. Las madres, las tías y las hermanas andaban de acá para allá llevando y trayendo loza. El perro se ponía malo. La tía Beattie tenía que tomarse tres aspirinas, y la tía Hannah, que adoraba el oporto, se salía al centro del jardín lleno de nieve a cantar como un zorzal en pri­mavera. Yo me ponía a hinchar globos para ver hasta dónde resistían, y cuando explotaban, cosa que siempre acababa por suceder, los tíos se sobresaltaban y resoplaban fuertemente. En aquellas largas sobremesas, mientras los tíos roncaban como delfines y la nieve caía, yo me iba a sentar al cuarto de delante entre adornos y colgaduras chinas, mordisqueando un dátil, y trataba de hacer uno de los modelos guerre­ros siguiendo las instrucciones del mecano y acababa por salirme una cosa que más parecía un tranvía de vapor. Luego, a la hora del té, los tíos, ya recuperados, se sentaban a meren­dar tan contentos. Y en el centro de la mesa resplandecía con tono de marmórea tumba un gran bizcocho helado. Era el único día del año en que la tía Hannah le echaba ron al té. Y después de merendar teníamos música. Uno de los tíos tocaba el violín, uno de los primos cantaba Cerezo en flor y otro tío entonaba El tambor de Drake. La casa estaba muy caliente. La tía Hannah, que se había calentado con una copita de aguardiente, cantaba una canción en la que desfilaban un amor imposible, corazones desangrándose y mucha muerte, y luego otra en que decía que su corazón era como un nido. Y entonces todo el mundo se echaba a reír y yo me iba a la cama. Y a través de la ventana del dormitorio, al resplandor de la Luna y de aquella interminable nieve cenicienta, podía ver las luces de las ventanas de todas las otras casas de nuestra calle y oír un mur­mullo de música que, saliendo de todas ellas, poblaba el inminente anochecer. Cerraba el gas y me metía en la cama. Le decía algunas pala­bras a la próxima y sagrada obscuridad y por fin me dormía.
Niño: Pero todo eso parece una Navidad normal y corriente.
Yo: En efecto lo era.
Niño: Entonces las Navidades de cuando tú eras pequeño eran como las de ahora.
Yo: Diferentes sí lo eran, sí que lo eran.
Niño: ¿Y en qué eran diferentes?
Yo: Eso no te lo debo decir.
Niño: ¿Por qué no me lo debes decir? ¿Por qué para mí las Navidades son diferentes?
Yo: No debo decírtelo.
Niño: ¿Por qué no pueden ser las Navidades para mí igual que eran para ti cuando eras pe­queño?
Yo: No te lo debo decir. No debo. Porque estamos en Navidad.

Cómo llegar a ser poeta

(1950)

Con evidente exceso de confianza, me ha invitado un editor a escribir sobre este asunto.
¡Tantos otros asuntos como podía haberme sugerido! Los enredos de las escenas de seduc­ción en el teatro Watts-Dunton, Charles Mor­gan, mi personaje favorito de ficción, Mr. T. S. Eliot y la crisis del dolar, la influencia de Lau­rel en Hardy y de Hardy en Laurel... Como escribe Fowler en su Diccionario de Uso del Inglés, «cuántas palabras no se podrían decir de todas esas cosas si tales fueran mis temas de ensayo». Pero, contrariado artesano, volveré a mi tema original.
Ya de entrada, y a modo de nota supuesta­mente informativa, quiero aclarar que yo no considero la Poesía como un Arte ni Oficio, ni como la expresión rítmica y verbal de una necesidad o premura espirituales, sino simple­mente como el medio para un fin social, siendo dicho fin la consecución de un estado en socie­dad lo bastante sólido como para justificar que el poeta tienda a eliminar o se deshaga de ciertos amaneramientos, fundamentales en un primer período, en el habla, la indumen­taria y la conducta. Para justificar también ingresos económicos que satisfagan sus necesidades más apremiantes, de no haber sido aquél víctima ya del Mal de los Poetas o del Gran Basurero (Londres). Para justificar, en fin, una seguridad permanente ante el temor de tener que seguir escribiendo. No pretendo preguntarme si la poesía es cosa buena en sí misma, pregunta sin respuesta posible, sino tan sólo si puede convertirse en un buen ne­gocio.
Para empezar, presentaré al lector, aña­diendo comentarios que acaso vengan a resul­tar en ocasiones innecesarios, unos cuantos tipos de poetas que se han hecho con cierta autoridad social o financiera.
Primeramente están, aunque no sigamos un orden según la importancia, los poetas funcio­narios, a quienes se ha concedido el certificado de «líricos». Dichos poetas pueden a su vez subdividirse en dos clases diferentes según su aspecto físico. Está el poeta delgadito, de as­pecto más que imberbe, labios descaradamente sensuales y tan tentadores como un ponedero para una gallina, desprovisto de toda masculinidad, ojos empequeñecidos y enrojecidos por sus lecturas francesas –pues el francés es len­gua que no comprende–, instalado en un ático provinciano en su etapa de repelente juventud, la voz como uña de ratón raspando papel de estaño, nariz transparente e incoloro aliento. Y está también el poeta de gran papada y poblada pelambrera, fumador de pipa y de nariz peluda, de ojos penetrantes donde se refleja toda la sabiduría de Sussex, con el olor de los perros que detesta prendido en sus añosas ves­timentas, con la voz de un culto Airedale que ha aprendido a pronunciar las vocales en cur­sos por correspondencia, y amigo íntimo de Chesterton, a quien nunca llegó a conocer.
Veamos ahora de qué forma ha alcanzado nuestro hombre esa envidiable y actual posi­ción de Poeta que ha hecho rentable la Poesía.
Después de ingresar como funcionario en la Administración a una edad en que muchos de nuestros jóvenes poetas se refugian en la Radio, equivalente del Mar en nuestros días, queda en un principio sepultado bajo mon­tañas de papeles que, en años futuros, ha de despreciar, con mordacidad no exenta de re­torcida ironía, en su En torno a mis carpetas y anaqueles. Transcurridos unos años, empieza a asomarse por entre los archivos y expedien­tes donde vive su vida ordenadita y ratonil, y aquí picotea una miga de queso y allí una pizca de excrementos, valiéndose de sus pulgares sucios de tinta. Su oído, misteriosamente sen­sible, reconoce ya familiarmente el susurro de las hojas de los cartapacios. Y aprende muy pronto que un poema en la revista de los fun­cionarios es, si no un peldaño más, al menos un lametón en la dirección más adecuada. Y entonces escribe un poema. Y un poema, desde luego, sobre la Naturaleza. En él se confiesa el deseo de escapar de la aburrida rutina y de abrazar la nada sofisticada vida del labrador. Desea, pero sin escándalo, despertar con las aves. Manifiesta su opinión de que a su pe­queña fuerza más convendría la reja de un arado que la misma pluma que blande. Decoroso panteísta, se identifica con los riachue­los, los monótonos molinos, los rosados culitos de las lecheras, con las bermejas mejillas de los cazadores de ratas, con los zagales y los puercos, con el bisbiseo de los corrales y con las camuesas. Tienen sus poemas el aroma del campo, la campiña y las flores, el aroma de las axilas de Triptolomeo, de los graneros, henares y hogueras, y, sobre todo, el aroma de maizal. Se publica el poema. Bastará citar un breve extracto lírico de su comienzo:

The roaring street is hushed!
Hushed, do I say?
The wing of a bird has hrushed.
Time’s cobweds away.
Still, still as death, the air
over the grey stones!
And over the grey thoroughfare
I hear sweet tones!
A blackbird open its bill.
A blackbird, aye!–
And sing its liquid fill
from the London sky. *

* _
La calle estruendosa ha quedado en silencio
¿Silencio, digo?
El aleteo de un pájaro ha sacudido
las telarañas del Tiempo.
Plácido, plácido cual la muerte, el aire
sobre las piedras grises.
Y sobre la calle gris
dulces tonos siento.
Abre su pico un mirlo.
¡Un mirlo, ay!
Y derrama su líquida carga
desde los cielos de Londres.

Poco después de la publicación, recibe en un pasillo el saludo asentidor de Hotchkiss, de la «Inland Revenue», poeta a su vez de fin de semana, ya acreditado con dos pequeños volúmenes, media pulgada en el Quién es quién de la Poesía o en el Calendario Newbolt, ca­sado con una mujer de cuello anguloso y de­rrotado flequillo, propietario de un coche que siempre le lleva («le lleva», porque el coche se diría que anda solo) a Sussex –al modo en que el caballo de un reverendo trotaría im­pensadamente hasta las puertas de una taber­na–, y acreditado también con una monogra­fía, aún sin terminar, sobre la influencia de Blunden en la literatura religiosa.
Hotchkiss, en un almuerzo con Sowerby, de la Customs, a su vez figura literaria de cierta importancia que cuenta con una colum­na semanal en el Will o’ Lincoln’s Weekly y que tiene su nombre en el catálogo editorial de Obras Maestras del Club Quincenal (pre­cios reducidos para escritores y descuento del setenta y cinco por ciento en las obras com­pletas de Mary Webb para Navidad), comenta como al azar: «Sowerby, tiene usted en su de­partamento a un tipo bastante prometedor. El joven Cribbe. He estado leyendo parte de su Deseo de la garza...»
Y el nombre de Cribbe corre ya por los más fétidos círculos literarios.
A continuación se le pide su contribución, con un pequeño conjunto de poemas, para la antología de Hotchkiss, Gaitas nuevas que So­werby elogia –«un extraño don para la frase inolvidable»– en su Will o’ Lincoln’s. Cribbe envía copias de la antología, firmadas todas ellas laboriosamente: «Al más grande poeta de Inglaterra, en homenaje», dedicatoria repe­tida para los veinte poetas más insoportables del país. Alguno de estos delicados presentes reciben la correspondiente respuesta agradecida. Sir Tom Knight, interrumpiendo breve y aturdidamente sus momentos de contempla­ción y retiro en un inolvidable y único fin de semana, encuentra un momento para mandar­le unos garabatos escritos de su mano en papel timbrado con blasones. «Apreciado señor Crib­be –escribe sir Tom–, en mucho estimo su pequeño homenaje. Su poema Nocturno de los lirios puede compararse a cualquier Shanks. Siga, siga. Hay lugar para usted en este Olim­po.» Y aunque el poema de Cribbe no sea en realidad el Nocturno de los lirios, sino Al es­cuchar a Delius en el cementerio, la cosa no le molesta y archiva la carta después de qui­tarle de un soplido la caspa que traía, y siente en seguida la quemazón de reunir todos sus poemas para hacer con ellos, ¡misericordia!, un libro. El huso y el jilguero, dedicado «a Clem Sowerby, jardinero de verdes dedos en el Jardín de las Hespérides».
Aparece el libro. Se da cuenta de él, favo­rablemente, en Middlesex. Y Sowerby, dema­siado modesto como para hacer la reseña des­pués de dedicatoria tan gratificante, lo reseña, eso sí, con nombre supuesto. «Este joven poe­ta –escribe– no es, afortunadamente, tan "modernista" como para rendir reverencia a la iluminadora fuente de su inspiración. Crib­be llegará lejos.»
Y Cribbe va en busca de sus editores. Se le extiende un contrato: Stitch & Time se com­prometen a publicar su próximo libro a con­dición de hacerse con la opción de los derechos de sus próximas nueve novelas. Cribbe se avie­ne también a leer ocasionalmente manuscritos que le envíe la editorial, y vuelve a casa pro­visto de un paquete que contiene un libro sobre El desarrollo del movimiento oxoniense en Finlandia de un tal Costwold Major, tres tragedias en verso blanco que tienen a María Estuardo por protagonista, y una novela que lleva por título Mañana, Jennifer.
Hasta ese contrato, nunca había pensado Cribbe en escribir una novela. Pero sin desa­nimarse ante el hecho de no saber distinguir a la gente –el mundo es para él una amorfa masa indiferenciada, con la excepción de algu­nas celebridades y de sus jefes en el departa­mento, pues nada de lo que pueda decir o hacer la gente le interesa si no se relaciona con su carrera literaria–, no desanimándole tampoco lo limitado de su invención, compa­rable a la de una ardilla o una rueda de mo­lino, se sienta en una silla, se remanga la ca­misa, se afloja el cuello, aprieta bien la pipa y se pone a estudiar fervorosamente la mejor manera de alcanzar un éxito comercial sin te­ner talento alguno. Pronto llega a la conclu­sión de que las ventas rápidas y las famas efímeras sólo llegan de la mano de novelas fuertes con títulos tales como Dispuesto a todo o Los dados de la muerte, de novelas prole­tarias que tratan de la conversión al materia­lismo dialéctico de chicos de la calle, con títu­los del tipo de Lluvia roja para ti, Alf, o de novelas como Melodía en Jauja, con un obscuro protagonista ligeramente cojo llamado Dirk Conway y la historia de su amor con dos mu­jeres, la lasciva Ursula Mountclare y la peque­ña y tímida Fay Waters. Y en seguida descu­bre, en las orgullosas revistas de circulación mensual, que las ventas menos importantes resultarán de novelas como El zodíaco interior, de G. H. Q. Bidet, despiadado análisis de los conflictos ideológicos que surgen entre Philip Armour, físico impotente de fama internacio­nal, Tristram Wolf, escultor bisexual, y la vir­ginal, exótica y dinámica esposa de Philip, Ti­tania, profesora de Economía de los Balcanes, y estudio de cómo personajes tan altamente sensibilizados –con el perfume de la era post-sartriana– se relacionan mientras comparten un trabajo por el bien de la Existencia, en una clínica de la Unesco.
Nada de bobadas. Cribbe comprende, poco después de iniciar una exploración con teodo­lito y máscara antigás por las más densas pá­ginas de Foyle, que lo que hay que escribir es una novela que se venda con facilidad y sin sensacionalismo en provincias y capitales y que trate, casualmente, del nacimiento, educación, vaivenes económicos, matrimonios, separacio­nes y muertes de cinco generaciones de una familia algodonera del Lancashire. Esta novela, advierte en seguida, debe tener la forma de una trilogía y cada una de sus partes ha de llevar un título eficaz y frío, algo así como La urdimbre, La trama y El camino. Y se pone a trabajar. De las reseñas de la primera novela de Cribbe, pueden seleccionarse párrafos tales como: «Una caracterización excelente unida a una perfecta habilidad narrativa», «Una his­toria llena de acontecimientos», «el lector llega a conocer a George Steadiman, a su esposa Muriel, al viejo Tobías Matlock (personaje de­licioso) y a todos los habitantes de la Casa Loom como si se tratara de miembros de la propia familia», «la austeridad de los Northcotes se apodera del lector», «tan inglesa como la lluvia de Manchester», «Cribbe es un autén­tico monstruo», «un relato con la clase de Phyllis Bottome». A partir del éxito, Cribbe se asocia a un club de escritores y se convierte en solicitado conferenciante, y llega incluso a hacer con regularidad críticas en las revistas (El resplandor de la prosa), elogiando una de cada dos novelas que se le envían e invitando a cenar al Club Servile, en el que ha sido acep­tado recientemente, a uno de cada tres escri­tores jóvenes que conoce.
Cuando por fin aparece la trilogía comple­ta, Cribbe sube como la espuma, pasa a formar parte del comité del Club de escritores, asiste a los funerales que se celebran en honor de los hombres de letras muertos en el transcurso de los últimos cincuenta años, rescinde su viejo contrato, saca una nueva novela que es selec­cionada por un Club de lectores para su oferta mensual, y se le ofrece, en la casa Stitch & Time, un puesto de «consejero» que acepta, abandona la Administración, se compra una casa de campo en los alrededores de Londres («¿No te parece increíble que esté a sólo trein­ta millas de Londres? Mira, un somorgujo crestado». Y pasa volando un estornino) y... una secretaria con la que acaba casándose por sus dotes táctiles, ¿Poesía? Acaso de vez en cuando un soneto para el Sunday Times. Ocasionalmente un librito de versos («Fue mi pri­mer amor, sabes»). Pero ya no le preocupa más, por más que fuera ella quien le condu­jera hasta donde ahora se encuentra. ¡Lo ha conseguido!

Y ahora, vengamos a contemplar por un momento otra clase de poeta, muy diferente, a quien llamaremos Cedric. Si se quiere seguir los pasos de Cedric –cosa que le haría feliz y por la que no llamaría jamás a un policía de no ser el sargento terrible y siniestro de Mecklenburg Square, que parece un Greco–, debe nacerse en la sordidez de la clase media o debe asistirse a una de las escuelas propias de esa clase (escuela que, claro está, debe odiarse, pues resulta esencial ser un incomprendido desde el comienzo), y llegar a la universidad con una reputación sólida ya de futuro poeta y, a ser posible, con un aspecto que oscile en­tre el de oficial de la Guardia y el de querida de un fotógrafo de sociedad. Se me puede preguntar ahora que cómo es posible llegar con esa reputación ya firme de «poeta digno de observación». (La observación de poetas va camino de ser tan popular como la observación de pájaros. Y parece razonable suponer que llegará el día en que el estado se decida a com­prar las oficinas de El Poetastro para conver­tirlas en parque nacional.) Pues bien, dicha pregunta escapa a los límites de estas más que elementales notas mías, y es que, además, debe asumirse que todo aquel que opta por abrazar la carrera poética sabe perfectamente cómo jugar esa baza en caso necesario. Se requiere también que el tutor universitario de Cedric resulte ser íntimo amigo del director de su an­tiguo colegio. En fin, ya tenemos ahí a Cedric, conocido por unas cuantas mentes privilegia­das en gracia a sus sensibles poemas de ramas doradas, frondas preciosas, ambrosía del pri­mer beso discreto en las barrocas cavernas lu­nares (uno de los roperos del colegio), en los umbrales de la fama y el mundo rendido de admiración a sus pies como una fila de baila­rinas genuflexas.
Si la acción transcurriera en los años vein­te, el primer libro de poemas de Cedric, publi­cado mientras estudiaba todavía en la univer­sidad, podría muy bien titularse Laúdes y áspides. Tendría la nostalgia de una vida que nunca existió. Expresaría un hastío existencial. (Vio en cierta ocasión el mundo por la ven­tanilla de un tren y le pareció irreal.) Sería una mezcla discretamente chillona, un pastel astutamente evocativo elaborado con ciruelas arrancadas del árbol de los Sitwells y compa­ñía, un invernáculo dulcemente cacofónico de exótica horticultura y curiosidades cómico-eró­ticas, de donde he extraído estas líneas típicas:


A cornucopia of phalluses
cascade on the vermilion palaces
in arabesques and syrup rigadoons.
Quince-breasted Circes of the zenanas
do catch this rain of cherry-wigged bananas
and saraband beneath the raspberry moons. *

* _

Una cornucopia de falos
se derrama torrencial sobre bermellones palacios
en arabescos y almibarinos rigodones.
Circes de amembrillados pechos de los serra­llos
se apoderan de este diluvio de plátanos de tonos cereza
y danzan la zarabanda bajo lunas de frambuesa.

Y tras una trifulca con las autoridades aca­démicas, se pierde en los Registros nostálgicos, y ya es todo un hombre.
Si la acción ocurriera durante los treinta, el libro podría llamarse Paros, Yo te aviso, y podría ofrecer dos tipos de versos. Bien un verso largo, lánguido y descuidado en el ritmo, abruptamente quebrado y con imágenes de conciencia social:

After the incessant means-test of conspiratorial winter
scrutinizing the tragic history of each robbed branch,
look! the triumphant bourgeoning!
spring gay as a workers' procession
to the newly opened gymnasium!
Look! the full employment of the blossoms! *

* _

Tras la inspección constante del conspiratorio in­vierno
escrutador de la trágica historia de cada rama robada
¡ved el retoñar triunfante,
la primavera feliz cual procesión de obreros
hasta el gimnasio recién abierto!
¡Ved el pleno empleo de la flor!

O bien una composición atrevida atestada de lenguaje callejero y coloquial, con retazos de canciones, algo de la música rítmica de Kipling y cierta recargada tristeza.

We're sitting pretty
in the appalling city.
I know where we're going
I don't know where from but.
Take it from me, boy;
you are my cup of tea, boy;
we're sitting on a big black bomb. *

* _

¡Qué bien estamos
en la espantosa ciudad.
Sé adonde vamos
pero no sé de dónde venimos.
Vente conmigo, amigo;
sólo te quiero a ti, amigo;
estamos encima de una gran bomba negra.

¡Conciencia social! Ese es el lema. Y mien­tras se toma un café, confiesa que quiere pa­sarse unas largas vacaciones en «un sitio vivo de verdad» («Adrián es la única persona que sabe hacer café en esta isla brutal». «Oye, Rodney, ¿dónde compras estos deliciosos pastelitos de color rosa?» «Es un secreto.» «Venga, dime dónde. Y te digo yo cómo se prepara esa receta que el coronel de Basil se trajo de Ceilán, sólo lleva tres libras de mantequilla y una cáscara de mango»). «Sí, un sitio auténtica­mente vivo. O sea, vivo, ¿no? Como el Valle de Rhondda o así. O sea, es que a mí aquello de verdad que me atrae, o sea que te quedas allí como sin hacer nada, ¿no? ¡Libros, libros! Lo que importa es la gente. O sea, hay que conocer a los mineros.» Y se marcha con Regie a pasar unas largas vacaciones en Bonn. A lo cual ha de seguir un librito de escritos político-viajeros que le convierten ya en pro­mesa que años más tarde pasa a consagrarse y llega a desempeñar el puesto de secretario literario de la CIAM (Consejo Internacional de las Artes del Mañana).
Si Cedric escribiera en los años cuarenta, lo más probable es que se sintiera atrapado y sin salida en una especie de apocalíptico rebozo, y que su primer libro se titulase Ma­crocosmo de lágrimas o Heliogábalo en Pen­tecostés. Cedric puede entonces mezclar sus metáforas y tópicos como fangoso engrudo y empapar los símbolos de que se sirve con ran­cia leche de burra para que así gane el con­junto en viscosa verborrea.
Después, Londres y las reseñas. Reseñas, claro está, de obras de otros poetas. Es tarea sencilla si se hace mal y aunque al principio no lo parezca, acaba por resultar siempre muy gananciosa. El vocabulario que un autor cons­cientemente deshonesto de reseñas de poesía contemporánea debe de aprender es muy limi­tado. Corriente, en primer lugar, y luego, im­pacto, efecto, conciencia, zeitgeist, esfera de influencia, Audeniano, último Yeats, período de transición, constructivismo, ingeniosamen­te salpicado, contribución, interminable, la dra­mática y breve despedida de toda la obra de un poeta adulto y responsable. Hay unas cuan­tas reglas fundamentales que deben ser obser­vadas: cuando se escribe una reseña, de por ejemplo, dos libros de versos absolutamente distintos, póngase el uno frente al otro como si se hubieran escrito los dos para un mismo concurso. He aquí una ilustración del mecanismo tan valioso y tan evitador de innecesarios derroches: «Tras los comentarios poéticos del Sr. A, tan sutiles y bien trenzados que se di­rían epigramas, la narrativa heroica, prolija y sonora del Sr. B adquiere una resonancia ex­trañamente hueca si consideramos la riqueza de sus textos y la vibrante orquestación de los mismos.» Hay que decidirse con sumo cuidado a admirar apasionadamente a un poeta determinado, guste o no su poesía. Todo se va a cargar a su cuenta, se le va a convertir en un segundo yo, va a ser patentado, se va a llegar con él hasta la tumba. Su nombre ha de citarse gratuitamente en todas las reseñas: «E. es, por desgracia, un poeta excesivamente dado al rosicler (y no como Héctor Whistle)». «Al leer la admirable, si bien en ocasiones pedes­tre, traducción de D., echamos de menos ese templado ardor y esa consumada capacidad de Hector Whistle.» Téngase cuidado con la elección del poeta, no vaya uno a convertirse en cazador furtivo. Se impone la siguiente pre­gunta previa: «¿Es Hector Whistle pichón de otra escopeta?»
Léanse todas las demás reseñas de los libros que se han de reseñar antes de pronunciarse sobre ellos una sola palabra. Cítense fragmen­tos de poemas sólo en caso de urgencia, pues una reseña debe siempre de versar sobre quien la hace y nunca sobre el poeta. Cuidado con censurar a un mal poeta rico, a no ser que se trate de uno notoriamente malo, ya difunto o exiliado en América, pues no se suele tardar en acceder desde las reseñas poéticas a la direc­ción de quién sabe qué revista, y muy bien pudiera suceder que ese mismo mal poeta rico fuera su mecenas.
Volviendo a Cedric, supongamos que, como resultado de una comparación por él estable­cida entre la poesía de un joven adinerado y la poesía de Auden –en detrimento de éste–, se ha hecho con la dirección de una nueva pu­blicación literaria. (También puede haberse hecho con nueva vivienda. En caso contrario, debiera insistir en que la nueva publicación necesita locales más cómodos, y trasladar su sede a ellos.) El primer problema con que Ce­dric se enfrenta es el de cómo llamarla. No es tarea fácil, ya que la mayoría de los nombres desprovistos de significación –elemento esen­cial para el éxito del nuevo proyecto– han sido agotados ya. Horizonte, Polémica, Vendimia, Carabela, Semilla, Transición, Nuevo reino, Foco, Panorama, Acento, Apocalipsis, Arena, Circo, Cronos, Avisos, Viento y Lluvia. Sí, en efecto, ya han sido usados todos. Pero la mente de Cedric se devana incesantemente: Vacío, Volcán, Limbo, La piedra miliar, Necesidad, Erupción, Útero, Sismógrafo, Vulcano, Cogni­ción, Cisma, Datos, Fuego... y al fin, Clarobscuro, ya está. Lo demás es muy sencillo: sim­plemente editar.
Vayamos ahora muy someramente con otros métodos para convertir la poesía en empresa de alto rendimiento.
El Desmadre provinciano o el sistema de Viva-Rimbaud-y-a-por-ellos. Yo francamente no lo recomiendo mucho, pues son necesarias de­terminadas condiciones. Antes de aparecer avasalladoramente en un centro de actividad literaria –o sea el bar adecuado, en los primeros años, las casas adecuadas después, y finalmente los clubs adecuados– ha de tenerse detrás un cuerpo (la cabeza no es precisa) de versos fe­roces e incomprensibles. (Como ya he dicho antes, no es mi empeño describir cómo se lo­gran estos éxtasis gauchistas y verbosos. Hart Crane descubrió un buen día que escuchar bo­rracho a Sibelius le hacía ponerse a escribir hasta ya no poder más. Un amigo mío que ha padecido violentas jaquecas desde los ocho años, encuentra tan sencillo escribir así que tiene que hacerse nudos en el pañuelo para acordarse de que hay que parar de vez en cuan­do. Hay muchos métodos y siempre hay un camino si existe el deseo de un ligero delirio.) En fin, este poeta necesita estar en posesión de la constitución y la sed de un caballo que sólo se alimentara de sal, el pellejo de un hipo­pótamo, ilimitada energía, prodigioso engrei­miento, falta absoluta de escrúpulos y –más importante que nada, nunca estará de más in­sistir sobre este punto– una casa lejos de la capital adonde regresar cuando se deprima.
Me temo que tendré que pasar muy por alto otros tipos de mi clasificación.
Del poeta que tan sólo escribe porque quie­re escribir, a quien publicar o dejar de publi­car no le preocupa en absoluto, y que puede enfrentarse tranquilamente con la pobreza y el anonimato, de ése pocas cosas de valor pue­do decir. Este no es un hombre de negocios. La posteridad no es rentable.
Anotemos también otra clase de poesía, altamente no recomendada:
Poemas para tarjetas de felicitación: am­plio mercado, ganancias mínimas.
Poemas para las cajas de galletas: muy variable.
Poemas para niños: pueden acabar con el autor y con los niños.
Necrológicas en verso: es difícil competir con los valores tradicionales.
Poesía como forma de chantaje (por abu­rrimiento): peligroso. La víctima puede contraatacar con la lectura de su tragedia incom­pleta, «El termo», sobre la vida de san Ber­nardo.
Y finalmente: Poemas en las paredes de los retretes. La compensación es puramente psico­lógica.
Muchas gracias.

Los seguidores

(1952)

Eran las seis en punto de una tarde de in­vierno. Por los arcos iluminados de las farolas se dibujaba el chispear de una llovizna borrosa y menuda, y el resplandor amarillento de las luces se perfilaba sobre las aceras. Entre un chapoteo de botas de goma, alzados los cue­llos de sus impermeables, empapados los som­breros hongo, los más jóvenes salían de las oficinas de vuelta a casa, desafiando un viento de cardo...
Buenas noches, señor Macey.
¿Vienes por aquí, Charlie?
¡Uf, qué noche más asquerosa!
Buenas noches, señor Swan.
Y los mayores, colgados de los negros pa­jarracos de sus paraguas, se dejaban arrastrar, deslizándose por las estelas de la luz de gas, hacia sus cálidos, seguros hogares a prueba de tormenta, hacia esposas ya llamadas madres, perros pulgueros viejos y tiernos, y parloteos de radio.
Y las jóvenes oficinistas, chorreante el ca­bello bajo las capuchas, pintarrajeadas y per­fumadas, corrían entre risitas y cogidas del brazo tras los estridentes tranvías y chillaban al salpicarse las medias con el aceite irisado de los charcos entre las resbaladizas vías.
Dos muchachas estaban desvistiendo un maniquí en un escaparate.
¿Adonde vas a ir esta noche?
Depende de Arthur. Ahí viene ésa.
Edna, cuidado con la combinación.
Echaron los cierres de otra tienda.
Un niño que vendía periódicos voceaba muy suavemente desde un portal:
¡Terremoto en Japón! ¡Terremoto en Ja­pón!
El agua que goteaba de un canalón le es­taba empapando los periódicos, pero él seguía allí de pie quieto en su charquito.
La chica de la joyería, lisa y flaca, sin parar de lloriquear en un pañuelo, estaba echando con toda parsimonia los cierres metálicos y atracándolos con la barra de través. Bajo aquella lluvia gris parecía como si toda ella estuviera llorando.
Una apacible pareja enlutada estaba reti­rando las coronas expuestas delante de la flo­ristería y ya se perdían por la mortecina y olo­rosa obscuridad del interior. Después se apaga­ron las luces.
Un hombre con un globo atado a la visera empujaba una misteriosa carretilla hacia un callejón sin salida.
Un niño con cara de viejo, sentado en su cochecito, a la puerta de la taberna observaba con absoluta pasividad cuanto le rodeaba.
Era la tarde de invierno más triste que he visto en mi vida. Pasó junto a mí una pareja riéndose a carcajadas. El chico, guapo y anti­pático, llevaba a la chica cogida por la cintura y lo que hacía la cosa más triste es que a ella eso parecía hacerla tan feliz.
Leslie y yo habíamos quedado en la esqui­na de Crimea Street. Éramos más o menos de la misma edad, demasiado mayores y dema­siado pequeños. Leslie llevaba un paraguas cerrado que no usaba nunca, aunque a veces lo utilizaba para llamar a algún timbre. Se estaba dejando bigote pero no acababa de salirle del todo. Yo llevaba una visera a cuadros, que me solía ladear un poco. Nos saludamos muy serios:
Hola, viejo, buenas noches.
Buenas noches, Leslie.
Llegas puntual, ¿eh?
Una rubia maciza pasaba en aquel momen­to por allí correteando, muy pendiente de sí y dejando como un rastro de olor a conejo empapado. Llevaba unos zapatos de tacón alto que le chapoteaban por la suela y repiquetea­ban por el tacón. Leslie emitió, a su paso, un silbido admirativo pero bajito.
Primero vamos a tratar de negocios –le dije yo.
¡También tú...! –dijo Leslie.
Pero si está muy gorda...
A mí me gustan de esa talla –dijo Les­lie–. ¿Te acuerdas de Penélope Bogan? Y encima, casada.
Venga, hombre. Menuda pajarraca era aquélla. ¿Cuánto dinero tienes, Les?
Trece peniques. ¿Tú qué tal andas?
Estoy en medio chelín.
¿Adonde entonces? ¿A Las Brújulas?
En el Marlborough el queso lo dan gra­tis.
Nos pusimos a andar en dirección al Marl­borough sorteando varillas de paraguas, al tiempo que el aire ceñía contra nuestros cuer­pos los tenues impermeables al resplandor de las farolas. Los desperdicios callejeros, pape­les, cáscaras, colillas, grumos de porquería, empapados, revueltos y arrastrados por el ven­daval, se quedaban flotando en los canales de los desagües con un rumor que se mezclaba al reumático estruendo de los descarnados tranvías y al pitido ululante de un barco aban­donado en mitad de la bahía como una gran lechuza. Leslie dijo:
¿Y qué vamos a hacer luego, oye?
Podemos seguir a alguna chica.
¿Te acuerdas de aquella que seguimos por Kitchener Street, la que perdió el bolso?
Sí, se lo debías haber devuelto.
Para un mendrugo de pan con mermela­da que tenía dentro...
Venga, pasa –dije yo.
El Marlborough estaba frío y desierto. De las paredes humedecidas colgaban carteles di­versos: Prohibido cantar. Prohibido bailar. Prohibido vender. Prohibido jugar.
Anda, anímate a cantar –le dije a Les­lie–, luego bailo yo, echamos una partida de naipes por lo serio y acabo dejando aquí has­ta los tirantes.
La camarera, rubia platino y con un par de dientes de oro como un conejito millonario, se estaba limando y pintando las uñas. Cuando entramos hizo un alto para mirarnos y siguió pintándose y limándose las uñas sin ninguna convicción.
Se ve bien que no es sábado –dije yo–. Buenas noches. Dos pintas.
Y una libra esterlina –dijo Leslie tra­tando de hacerse el gracioso.
Dame tu dinero lo primero –le dije a Leslie bajito, y luego ya más alto para que se oyera–: Se nota mucho que no es sábado, no se ve ni un borracho.
Es que no hay ni un alma –dijo Les­lie.
Entre aquellas desconchadas y descolori­das paredes parecía imposible que se hubiera podido llegar a emborrachar nunca nadie. So­lían venir representantes que contaban chis­tes y se tomaban su whisky con soda, en com­pañía de mujeres teñidas y bulliciosas, de las de un-oporto-con-limón. Por aquellos rincones, los tristes clientes asiduos, cuando ya se les empezaba a trabar la lengua, se convertían en entes sublimes que inventaban pasados fla­mantes y se las daban de ricos, influyentes y famosos. Viejecitas réprobas vestidas de ne­gro acudían también a pimplar y cotillear. In­felices don nadies que se lanzaban a arreglar el mundo. Un tipo de pendientes, un tal Frilly Willy, tocaba un piano desvencijado que so­naba como un organillo dentro del agua, hasta que la mujer del tabernero decía «basta». Entraban y salían extraños, salían sobre todo. De los valles bajaban mineros a beber desatinadamente y era frecuente que formaran gres­ca. Siempre había como un ganso flotando por el aire denso de aquel inhóspito y sórdido local perdido: discusiones, risitas, bravucona­das, disparates y atrocidades, emociones, chá­charas necias, paz, nunca dejaba de haber algo en aquel monótono confín de la ciudad donde muere el ferrocarril. Pero aquella tarde era el bar más triste que he visto en mi vida.
Leslie dijo en voz baja: «¿Tú crees que nos fiará una cerveza?»
Espera un poco, hombre –susurré yo–. Hay que ablandarla primero.
Pero la camarera me había oído y me lan­zó una mirada que me traspasó como si estu­viera poniendo al descubierto toda mi vida desde mi primera cuna y luego sacudió la ca­beza como dejándome por imposible.
No sé lo que es –dijo Leslie mientras volvíamos por Crimea Street bajo la lluvia–, pero estoy como sin ganas esta noche.
Es que es la noche más triste del mun­do –dije.
Empapados y solitarios nos paramos a mi­rar las carteleras de un cine que llamábamos El Picadero. Una semana tras otra, durante años, habíamos entrado a sentarnos allí, al borde de aquellas desvencijadas butacas, en aquella parpadeante, húmeda y confortable obscuridad, al principio con nuestros caramelos y cacahuetes que crujían como disparos y lue­go con nuestros pitillos: de una marca especialmente barata que hubiera hecho reventar a un comedor de fuego.
¿Entramos a ver a Lon Chaney –dije– y a Richard Talmadge y a Milton Sills y a... a Noah Beary... y a Richard Dix y a Slim Summerville y a Hoot Gibson?
Suspiramos los dos melancólicamente.
Nos vamos haciendo viejos –dije.
Apretamos el paso y salpicábamos al arras­trar los pies a los que se cruzaban con noso­tros.
¿Por qué no abres el paraguas? –dije.
––No se puede. Mira a ver si puedes tú.
Lo intentamos los dos a la vez y se infló de repente la panza del paraguas. Las varillas atravesaron y rasgaron la tela y el viento azo­taba aquellos andrajos que se pusieron a re­zongar sobre nuestras cabezas como un despeluchado pájaro matemático. Lo quisimos ce­rrar, pero una varilla le asomaba ahora por los harapientos costillares. Leslie lo llevaba a rastras por la acera.
Una chica llamada Dulcie que iba corrien­do hacia el Picadero nos saludó sonriente y nos paramos con ella.
Ha pasado una cosa terrible –le dije.
Era tan tonta aquella chica, con quince años que tenía, que una vez se había comido una pastilla de jabón sólo porque Leslie le dijo que con eso se rizaba el pelo.
Ya sé –dijo ella–. Que se os ha roto el paraguas.
Te equivocas –dijo Leslie–. No es nues­tro este paraguas. Nos lo han tirado desde una azotea. ¿No lo notas?
Ella cogió el paraguas por el mango cuida­dosamente.
Ahí arriba hay uno que se dedica a tirar paraguas –dije–. Puede ser peligroso.
Ella se sonrió intranquila y luego se revol­vió silenciosa y angustiada cuando oyó que Leslie decía:
Sabe Dios, igual le da luego por tirar bastones.
O máquinas de coser –dije yo.
Espéranos aquí, Dulcie, que vamos a ha­cer una investigación –dijo Leslie.
Nos echamos a andar calle abajo y en cuanto doblamos la esquina salimos corriendo.
Al llegar al café Rabiotti dijo Leslie:
Nos hemos portado mal con Dulcie...
Pero ya no volvimos a hablar del asunto.
Una chica calada de lluvia nos rozó al pa­sar. Sin decir una palabra, nos pusimos a se­guirla. Andaba dando enormes zancadas, me­dio al galope, y nosotros la íbamos siguiendo sin perderle pie, primero por Inkerman Street y por el Paradise Passage más tarde.
No sé para qué tanto seguir a la gente –dijo Leslie–. Es una imbecilidad. Es que no sirve para nada. Te pones a mirar por la ventana para ver lo que hacen, te encuentras siempre con las cortinas echadas. Yo creo que sólo a ti y a mí se nos ocurren estas cosas.
Vete tú a saber –dije yo.
La chica dobló por St. Augustus Crescents una amplia mancha de niebla iluminada.
La gente siempre sigue a la gente. ¿Qué nombre te parece que le podemos poner a ésta?
Hermione Weatherby –dijo Leslie, que siempre acertaba con los nombres.
Hermione era esbelta y musculosa y caminaba bajo aquella punzante y molesta lluvia como una digna profesora de gimnasia.
Vete tú a saber lo que te puedes encon­trar por ahí. A lo mejor vive en una casa grande con todas sus hermanas...
¿Cuántas?
Siete. Todas llenas de amor. Y al llegar a casa se ponen kimonos y se echan encima de camas turcas a oír música y a cuchichearse cosas al oído y todo lo que están esperando es que llegue alguien así como tú y yo, gente perdida, y nos salen todas al encuentro coto­rreando como estorninos y nos ponen kimonos a nosotros también y ya de esa casa no sali­mos como no sea muertos. A lo mejor es una casa preciosa, bulliciosa, acogedora, como un baño caliente lleno de pájaros.
Déjate de pájaros en el baño –dijo Les­lie–. Igual llega a casa y se abre las venas. A mí me da igual lo que haga con tal de que sea interesante.
Ella dio un saltito, dobló la esquina y se metió por una calle donde suspiraban los árboles y relucían amigables luces en las ven­tanas.
Déjate de plumas en la bañera –dijo Les­lie.
Hermione se metió en el número trece de Miramar.
Miramar no sé cómo, como no sea con un periscopio –dijo Leslie.
Nos paramos en la acera de enfrente, al resplandor vacilante de una farola. Y cuando Hermione abrió la puerta nos acercamos de puntillas y nos metimos por un lateral hasta llegar a la parte trasera de la casa adonde daba una ventana que no tenía cortinas.
La madre de Hermione, cordial y gordita como una lechuza, estaba friendo patatas con su delantal puesto.
Tengo hambre –dije.
¡Chsss!
Llegamos al borde mismo de la ventana y en esto Hermione entró en la cocina. Ya era mayor, tendría unos treinta años, con un cor­te de pelo a lo garçon y ojos grandes y cálidos. Llevaba unas gafas de esas que se rematan en un cuernecito y llevaba un pichi a cuadros y una blusa blanca con chorrera. Parecía in­tentar componer la figura de una secretaria de película que sólo con quitarse las gafas, atusarse el pelo y ponerse de tiros largos se convertiría en un ser deslumbrante y lograría que su jefe Warner Baxter se pusiera nervioso y no parara hasta casarse con ella. Pero lo malo era que si Hermione se quitaba las ga­fas, no podía distinguir entre Warner Baxter y el cobrador de la luz.
Estábamos tan cerca de la ventana que oíamos el chisporroteo de las patatas.
¿Qué tal por la oficina, querida? Vaya un tiempo –dijo la madre de Hermione sin de­jar de vigilar las patatas.
¿A ésa qué nombre le pones, Les?
Hetty.
Todo en aquella cálida cocina, desde el bote de té y el reloj de la abuela hasta la gata con su ronroneo de tetera era bueno, aburrido y suficiente.
El señor Truscott ha estado insoportable –dijo Hermione calzándose las zapatillas.
¿Y el kimono? –dijo Leslie.
Toma una taza de té –dijo Hetty.
Todo es demasiado perfecto en esta rato­nera ––dijo Leslie–, ¿pero y las siete herma­nas como estorninos? –se quejó.
La lluvia empezó a arreciar. Ya caía a cán­taros sobre el negro jardín, sobre aquella con­fortable casita, sobre nosotros y sobre la ciu­dad escondida y callada. En aquel momento, en el refugio de Marlborough, el piano subma­rino seguiría destripando «Daisy» y las bulli­ciosas mujeres estarían sorbiendo como galli­nas el oporto de sus vasitos.
Hetty y Hermione se pusieron a cenar. Dos muchachos calados hasta los tuétanos las con­templaban con envidia.
Echa un poquito de salsa en las patatas –cuchicheó Leslie.
Y mira por dónde, Hermio­ne le obedeció.
¿Es que no pasa nunca nada en ninguna parte? –dije yo–. ¿En ninguna parte del mundo? Yo creo que todas esas historias de crímenes y violaciones se las inventan los pe­riódicos. Ya no queda pecado ni amor ni muer­te ni perlas ni divorcios ni abrigos de visón ni arsénico en el chocolate ni nada de nada...
Ya nos podrían poner un poquito de mú­sica para que bailáramos –dijo Leslie–. No todas las noches tienen dos tíos que vengan a verlas. Todas las noches desde luego que no. Por todas partes de la ciudad pululaba gen­te que no tenía nada que hacer ni sabía adon­de ir, gente sin un penique en el bolsillo, gente perdida bajo la lluvia. Pero no pasaba nada.
Me voy a coger una pulmonía –dijo Leslie.
La gata y el fuego acompasaban con un ronroneo el tictac del tiempo que se iba llevando nuestras vidas. Ya habían terminado de cenar Hetty y Hermione cuando después de un largo rato sin dirigirse la palabra se miraron sonrientes, confiadas y felices, en el seno de aquella cajita iluminada, se pusieron de pie y se quedaron frente a frente.
Va a pasar algo divertido –dije yo con voz muy tenue.
Ahora, ahora –dijo Leslie.
Ya ni siquiera hacíamos caso de aquella lluvia pertinaz.
Las dos mujeres se seguían mirando con una sonrisa silenciosa.
Ahora, ahora.
Y oímos cómo Hetty decía con un hilo de voz:
Trae el álbum, querida.
Hermione abrió un aparador, sacó un pá­lido álbum de fotos y lo puso en medio de la mesa. Luego ella y Hetty se sentaron y se pu­sieron a hojearlo.
Mira el tío Eliot, el que murió en Porthcawl –dijo Hetty–. Al que le daban calam­bres.
Y miraban con todo cariño al tío Eliot pero sin verlo.
Mira, Martha, las lanas, tú ya no te acor­darás de ella, querida, pero le daba por la lana, la lana y la lana. Quería que la enterra­sen con un jersey malva que tenía, pero su marido, que había estado en la India, no qui­so dar su brazo a torcer. Y mira tu tío Mor­gan –dijo Hetty– de los Kidwelly Morgan, ¿te acuerdas de él el día de la nevada?
Hermione pasó la página.
Mira a Myfanwy que se volvió loca de repente, ¿no te acuerdas? Estaba ordeñando la vaca. Tu primo Jim, el cura, hasta que se descubrió todo. Y nuestra Beryl –dijo Hetty.
Hablaba como si estuviera repitiendo una entrañable lección sabida de memoria, pero sabíamos que ella y Hermione estaban a la expectativa de algo. Hermione pasó otra pá­gina y cuando las dos se sonrieron con com­plicidad comprendimos que había llegado el tan anhelado momento.
Mi hermana Katinka –dijo Hetty.
La tía Katinka –dijo Hermione.
Y con­templaron la foto más de cerca.
¿Te acuerdas de aquel día en Aberystwyth Katinka? –dijo Hetty–, el día que salimos de excursión con los del coro...
Yo llevaba mi nuevo vestido blanco –di­jo una nueva voz.
Leslie me agarró la mano con fuerza.
Y un sombrero de paja con pajaritos –dijo nítidamente la voz aquella.
Hermione y Hetty no despegaban los la­bios.
A mí siempre me encantaron los pajari­tos en los sombreros. Bueno, las plumas, se entiende. Era el tres de agosto y yo tenía vein­titrés años.
Veintitrés ibas a cumplir en octubre –di­jo Hetty.
Es verdad, cariño –replicó la voz–. Yo era Escorpión. Nos encontramos con Douglas Pugh por el paseo y me dijo: «Hoy pareces una reina, Katinka.» Eso me dijo, que pare­cía una reina. ¿Y qué hacen, por cierto, esos dos chicos mirando ahí por la ventana?
Salimos de estampida por el callejón has­ta que aparecimos en St. August Crescent. La lluvia arreciaba como anegando la ciudad. Nos paramos a tomar aliento. Ni nos hablábamos ni nos mirábamos, seguimos andando bajo la lluvia y al llegar a la esquina de Victoria nos volvimos a parar.
Buenas noches, viejo –dijo Leslie.
Buenas noches –dije yo.
Y cada cual tiró por su lado.


Una historia

(1953)

... Si es que historia puede llamarse. Prin­cipio, en verdad, no tiene, final tampoco y casi nada en medio. Todo queda reducido a un día de excursión en autocar a Porthcawl –adonde, por cierto, el autocar nunca llegó–, en los tiempos en que yo era bastante más espigado y más simpático.
Estaba yo pasando por entonces una tem­porada con mi tío y su mujer. Aunque ella fuera mi tía, nunca se me había ocurrido con­siderarla más que como la mujer de mi tío, y esto no sólo a causa de la apariencia de gi­gante pelirrojo y estridente con que él parecía desbordar cada rincón de su cálido nido igual que un búfalo acorralado en una despensa, sino también porque ella, por su parte, se movía por la casa a pasitos sigilosos y como en sor­dina que parecían amortiguarse sobre almoha­dillas gatunas, y tan pronto se la veía quitando el polvo a los perritos de porcelana como po­niéndole la mesa al búfalo o bien afanada en preparar ciertas ratoneras por las que nunca se dejaba entrillar. Pero, eso sí, una vez que desaparecía de nuestra vista como por ensal­mo, a no ser por cierto chillidito agudo que se escapaba de sus labios, por el que llegaba a saberse que había volado a picotear su alpiste, podía uno incluso olvidarse de que jamás hu­biera estado ella en la habitación.
Por contra, allí estaba él siempre, acodado en el mostrador de la tiendecita que tenían en la parte delantera de la casa, con aquella panza de barco y aquellos tirantes que le apre­taban las carnes como maromas, atiborrado de comida y resoplando como un trombón. O si no, venga de atracarse en la cocina con raciones que habrían dejado saciada a una tripulación entera. A medida que comía era como si la casa se fuera volviendo más peque­ña y él parecía un oleaje rompiendo contra los muebles con aquel chaleco que se había convertido en una bulliciosa pradera llena de mondas, grasa, desperdicios y colillas después de una merendola, al tiempo que el fuego fo­restal de su cabellera crepitaba zigzagueando entre los jamones que colgaban del techo. Tan pequeña era ella que no alcanzaba a pegarle como no fuera encaramada en una silla, y así, todos los sábados por la noche la izaba él, se la ponía bajo el brazo y la depositaba en una de las sillas de la cocina desde cuya altura le era posible emprenderla a golpes contra mi tío con el primer trasto que le viniera a mano, que era siempre, por más señas, uno de los perritos de porcelana. Y los domingos, ya com­pletamente borracho, se ponía él a cantar con aquel vozarrón de tenor que tantos premios le había hecho ganar.
Cuando oí mencionar por vez primera la excursión me hallaba yo sentado sobre una saca de arroz, detrás del mostrador, a la som­bra de la tripa de tonel de mi tío, leyendo el anuncio de un desinfectante que era cuanta lectura había. Ya mi tío sólo llenaba la tienda, así que cuando se personaron el señor Ben­jamín Franklyn, el señor Weazley, Noah Bowen y Will Sentry, pensé que íbamos a reven­tar. Era como estar embutidos en un cajón con tufo a queso, trementina, picadura de ta­baco, migas de galleta, sebo y ropa sudada. El señor Benjamín Franklyn manifestó que ya había reunido el dinero necesario para el au­tocar y veinte cajones de cerveza rubia, y que había cobrado a cada uno una libra de más, cantidad que pensaba repartir entre los excur­sionistas cuando se hiciera la primera parada de refresco, y que ya estaba más que harto, dijo, de verse perseguido por Will Sentry.
Todo el día, vaya donde vaya –decía– lo llevo pegado a los talones como un perro faldero de un solo ojo. Me han salido una sombra y un perro. ¿A mí qué falta me hace ningún perro policía con bufanda?
Will Sentry se puso colorado y dijo:
¡Qué mentira! A mí que me registren.
Ya no puede uno tener ni intimidad –si­guió el señor Franklyn–. Se le pega a uno tanto que hasta miedo te da echar un paso atrás, no sea que vayas a aparecer sentado encima suyo. Lo que me maravilla –dijo– es no encontrármelo en la cama por las no­ches.
Porque le sentaría mal a tu mujer –dijo Will Sentry.
Y ahí volvió a enredarse Franklyn en explicoteos, que los demás trataban de paliar diciéndole: «No hagas caso a Will Sentry...» «El viejo Will lo hace sin mala intención...» «Sólo está con el ojo en el dinero, Benjie.»
¿Es que nadie se va a fiar de mí? –ex­clamó sorprendido el señor Franklyn.
Todos guardaron silencio, y al rato dijo Noah Bowen:
Ya sabes tú lo que es el comité. Desde lo de Bob el violinista todo el mundo anda con la mosca tras de la oreja.
¿Te crees que me voy a beber yo los fondos de la excursión igual que el violinista? –dijo el señor Franklyn.
Poder, podrías –susurró mi tío.
Yo dimito –dijo el señor Franklyn.
Mientras tengas nuestro dinero, no se acepta la dimisión –dijo Will Sentry.
El señor Weazley medió en plan concilia­dor y al cabo de un rato se pusieron todos a jugar a las cartas en la densa penumbra de aquella quesera. Mi tío estallaba en resopli­dos cada vez que ganaba, mientras el señor Weazley refunfuñaba a chirriditos. Yo acabé por quedarme dormido encima de aquella pra­dera grasienta que era el chaleco de mi tío.
Al domingo siguiente, cuando estábamos mi tío y yo tan tranquilos comiéndonos unas sar­dinas de lata –porque su mujer los domingos se negaba a dejarnos jugar a las damas–, el señor Franklyn entró en la cocina. La mujer de mi tío andaba también por allí, no sabría decir dónde. Tal vez estuviera metida en la caja del reloj de mi abuela, colgada de las pesas. Un poquito después la puerta volvió a abrirse y Sentry se coló de refilón sobando nerviosamente las alas de su sombrero hongo. Se sentó Franklyn en el sofá pequeño, los dos muy de negro, anaftalinados y tiesos, como si fueran de funeral.
He traído la lista –dijo el señor Fran­klyn–. Ya han pagado todos los socios. Pue­des preguntárselo a éste.
Mi tío se caló las gafas, se limpió la hirsuta boca con un pañuelo que era como desplegar la bandera británica, dejó encima de la mesa la cuchara con que andaba hurgando en las sardinas, cogió la lista de nombres del señor Franklyn, se quitó las gafas para así poder leer y fue poniendo junto a cada nombre una cruz.
Enoch Davies. Aja, buenos puños tiene ése. Pero nunca se sabe. Little Gerwain. Un bajo bien melodioso. El señor Cadwalladwr. Bien, bien. Ese puede dar la hora de partida mejor que un reloj. El señor Weazley. No fal­taba más. Hasta en París ha estado ése. Lásti­ma que se maree en los autocares. El año pa­sado tuvimos que parar nueve veces por su culpa, entre La Colmena y El Dragón Rojo. Noah Bowen. Un tipo tranquilo. Tiene lengua de tórtola. No hay quien discuta con él. Jenkins Loughor. Ese que no toque el dinero, que siempre lo hemos pagado muy caro. El señor Jervis. Tan pulcro él.
Pues el año pasado quiso meternos un cerdo en el autobús –dijo Will Sentry.
Tú a lo tuyo y deja a la gente tranquila –dijo mi tío.
Will Sentry se puso colorado.
Es el dueño de Simbad el Marino, hay que aguantarlo. El viejo O. Jones.
¿Y ése por qué? –dijo Will Sentry.
Porque el viejo O. Jones siempre ha ve­nido –dijo mi tío.
Eché un vistazo a la mesa de la cocina. La lata de sardinas había desaparecido. «Caram­ba –me dije–, la mujer del tío es más rápida que una centella.»
Cuthbert Johnny Fortnight. Menuda pa­peleta –dijo mi tío.
Le gusta meterse con las mujeres –dijo Will Sentry.
Y a ti también –dijo el señor Franklyn–. Pero te quedas con las ganas.
Por fin mi tío acabó aprobando la lista en­tera y tan sólo se detuvo indeciso al dar con uno de los nombres.
Si no fuera porque somos buenos cris­tianos a ése lo tirábamos al mar.
A tiempo estamos en Porthcawl –dijo el señor Franklyn.
Y no hizo más que marcharse, y ya llevaba detrás a no más de una pulgada, la sombra de Will Sentry con aquel claqueteo de sus re­lucientes botas domingueras sobre las baldo­sas de la cocina.
Y entonces, de repente, ahí estaba ya la mujer de mi tío apostada ante el aparador blandiendo un perro de porcelana.
«Caramba –volví a decirme–, qué diablo de mujer ésta, si es que puede llamársele mu­jer.»
Aún no habíamos dado la luz de la cocina y aparecía su figura perdida en un bosque de sombras en el que brillaban como ojos blan­cos y rosados los platos del aparador.
Oiga, señor Thomas –le dijo a mi tío con su vocecita aterciopelada–. Si usted se va el sábado de excursión, yo me largo a casa de mi madre.
«Anda, Dios, si tiene madre y todo –dije para mí–. Caray con el ratoncito descarado.»
La excursión o yo, señor Thomas.
Yo no lo hubiera pensado dos veces, pero pasó lo menos medio minuto antes de que mi tío dijera:
Pues bueno, Sarah, cariño, la excursión.
La levantó en vilo, se la puso bajo el bra­zo, la llevó hasta una silla de la cocina y entonces ella le dio un golpe en la cabeza con el perrito de porcelana. Y a continuación la de­positó en el suelo, momento que yo aproveché para dar las buenas noches.
El resto de la semana se estuvo la mujer de mi tío deslizando presurosa y sigilosamen­te por todos los rincones de la casa empuñan­do un plumero que blandía como si fuera un arco, mientras mi tío no cesaba de soplar y resoplar inflándose como un fuelle. Yo por mi parte me pasé todo el tiempo dando vueltas sin saber qué hacer. Por fin, a la hora del desa­yuno, el domingo por la mañana, la misma mañana de la excursión, hallé una nota sobre la mesa de la cocina. Decía: «Hay huevos en la despensa. No te olvides de quitarte las botas antes de meterte en la cama». Rápida como una centella, la mujer de mi tío se había lar­gado.
Cuando mi tío vio la notita, se sacó del bolsillo con un supremo esfuerzo aquella ban­dera que le servía de pañuelo y se sonó la na­riz con tal fanfarria y alboroto que los platos del aparador parecieron estremecerse.
Ya tenemos la misma de todos los años –dijo.
Y luego, mirándome, añadió:
Pero esta vez va a ser distinto. Tú te vas a venir a la excursión conmigo, y los demás que piensen lo que quieran.
El autocar llegó hasta la puerta de casa y cuando los excursionistas nos vieron a los dos juntitos allí tan planchaditos y endomingados se les oyó rezongar y gruñir como dentro de una jaula de gorilas.
¿Es que vas a traerte un niño? –pre­guntó el señor Franklyn cuando nos vio subir.
Y me dirigió una mirada terrorífica.
Los niños me dan mala espina –dijo el señor Weazley.
Este no ha pagado su parte –dijo Will Sentry.
Aquí no hay sitio para los niños. En los autocares se marean siempre.
¿Y tú qué, Enoch Davies? –dijo mi tío.
Igual podías haberte traído... mujeres.
Y por la forma en que esto sonó, parecía como si las mujeres fueran aún cosa peor que los niños.
Mejor eso que traer ancianos.
A mí los abuelos también me dan muy mala espina –dijo el señor Weazley.
¿Y qué vamos a hacer con él cuando ten­gamos que bajarnos a echar un traguito?
Yo soy abuelo –dijo el señor Weazley.
Veintiséis minutos para empezar –excla­mó un viejo que llevaba jipijapa, sin mirar siquiera el reloj.
E inmediatamente se olvidaron de mí.
¡Este señor Cadwalladwr! –decían to­dos.
Y el autocar se puso en marcha calle abajo. A las puertas de sus casas, unas cuantas mujeres se habían parado a contemplarnos como con cierto desdén. Un niño pequeño agi­taba la mano diciendo adiós y su madre vino a darle un tirón de orejas. Era una preciosa mañana de agosto.
Ya habíamos salido del pueblo y cruzado el puente y ya íbamos cuesta arriba en direc­ción al bosque cuando el señor Franklyn, que andaba pasando lista, clamó a voz en grito:
¿Dónde está el viejo Jones?
¿Que dónde está el viejo Jones?
Nos lo hemos olvidado.
Sin el viejo no se puede seguir.
Y aunque el señor Weazley no cesó de far­fullar imprecaciones durante todo el camino, dimos la vuelta y volvimos al pueblo hasta la taberna de El Príncipe de Gales, en donde el viejo Jones nos estaba aguardando pacientemente sin otra compañía que una bolsa de lona.
Yo no quería venir –dijo el viejo Jones, mientras lo aupaban al autocar dándole palmaditas en la espalda; luego lo sentaron no sin violencia y en seguida le pusieron una bo­tella en la mano–. Pero siempre acabo vi­niendo.
Y ya a cruzar el puente, y luego la cuesta arriba, y ya bordeando el verde esplendor del bosque por un camino zigzagueante y polvo­riento, entre pacíficas vacas y un revuelo de ánades, hasta volver a oírse la voz del señor Weazley:
¡Pararse, pararse, que me he dejado la dentadura en la repisa de la chimenea!
¿Y qué más da? –dijeron–. No te irás a comer a nadie, ¿verdad?
Y le dieron una botella con una pajarita.
Es que a lo mejor me apetece echar más de una sonrisita –dijo.
Lo que es tú... –contestaron.
¿Qué hora es, señor Cadwalladwr?
Ya sólo quedan doce minutos –repuso a gritos el viejecillo del jipijapa.
Y todos se pusieron a echarle maldiciones.
El autocar se detuvo frente al Rebaño de la Montaña, una taberna pequeña y triste, cuyo tejado de paja semejaba una peluca con pei­neta. En un mástil que había junto al retrete tremolaba la bandera de Siam. Yo sabía que era la bandera de Siam por la colección de cromos. A la puerta, el patrón iba dándonos la bienvenida uno a uno con afectuosa sonri­sa de lobo. Era un hombre alto y flaco, tenía los colmillos ennegrecidos, los ojos aplomados y un rizo grasiento en medio de la frente.
¡Hermoso día de agosto! –dijo al tiem­po que se llevaba una garra al rizo.
Idéntica bienvenida debía haberle dado al rebaño de la montaña antes de devorárselo –me dije.
Los excursionistas se metieron mugiendo y balando en el bar.
Quédate ahí cuidando del autocar –dijo mi tío–. Mira que nadie lo vaya a robar.
Como no lo roben las vacas –dije yo.
Pero mi tío ni me oía, dentro ya del bar y enfrascado en su concierto de placenteros resoplidos. Yo me quedé mirando a las vacas que tenía enfrente, y las vacas se quedaron mirándome a mí. ¡Qué otra cosa podíamos hacer! Pasaron cuarenta y cinco minutos con la parsimonia de una nube que cruza el cielo. El Sol relucía por encima de la solitaria carre­tera, sobre el niño perdido y no deseado y sobre los ojos acuosos de las vacas. En la obscuridad del bar, los demás, contentos y feli­ces, ya habían empezado a romper vasos. Por la carretera venía en bicicleta un cebollero con boina y una ristra de cebollas a modo de co­llar.
Quelle un grand matin, monsieur –dije yo.
Aquí tienes a un francés, muchacho –dijo al tiempo que se apeaba.
Yo le seguí hasta la puerta y pude echar un vistazo al interior del bar. Apenas acerté a reconocer a ninguno de los excursionistas. A todos se les había mudado el color. Pasa­ban del remolacha al castaño obscuro, retozan­do por entre la húmeda penumbra de aquel agujero como traviesos niños grandes, cuando en medio surgieron las barbas rojas y la desmedida panza de mi tío. Por el suelo, entre un mar de vidrios rotos, yacía el cuerpo del señor Weazley.
¡Otra ronda para todos! –decía Bob el violinista, un hombrecillo evanescente de brillantes ojos azules y grave sonrisa.
¡Mira que ponerte a raptar huérfanos!
Este niño se lo has comprado a los gi­tanos, ¿no?
Tened confianza en el viejo Bob, que nunca os defraudará.
Ya me vengaré yo de ésta –dijo Bob el violinista con una sonrisa de navaja–. Pero os perdono, chicos.
Y en medio del vicioso desenfreno de aque­lla confusa babel se oyó gritar:
Sal ahí fuera y verás lo que es bueno.
Déjalo mejor para más tarde.
Es que ahora es cuando a mí me ape­tece.
¡Mirad a Will Sentry cómo le bailan los pies!
Mirad cómo el señor Weazley le hace re­verencias al suelo.
El señor Weazley se puso en pie graznando como un ganso.
El chico ese me ha empujado a propósi­to –dijo señalándome con el dedo.
Y yo salí de allí a escape en busca de mis dulces y pacientes vacas.
El tiempo seguía deslizándose como una nube, las vacas remoloneaban, y en cuanto las tuve a la vista me puse a pegarles pedradas y entonces, sorprendidas, se alejaron a remolo­near a otra parte.
Mi tío dio un silbido, hinchando los mo­fletes como si estuviera inflando un globo y uno a uno, empezaron todos los excursionistas a desfilar tras él gimoteando. Habían dejado al Rebaño de la Montaña sin nada que abre­var. El cebollero había organizado una rifa, y el señor Weazley, que había ganado el pre­mio, llevaba colgada del cuello la ristra de cebollas.
¿Y de qué le sirve a uno, pregunto yo, una ristra de cebollas cuando se ha dejado la dentadura en la chimenea? –dijo.
Cuando miré por la ventanilla trasera del retumbante autocar, nuevamente en marcha, observé que, con la distancia, la taberna se iba haciendo cada vez más pequeña y la ban­dera de Siam, desde el mástil que había junto al retrete, ondeaba ahora a media asta.
El Toro Azul, El Dragón, La Estrella de Ga­les, Las Uvas Agrias, El Pastor, Las Campanas de Aberdovey; ¿qué otra cosa podía hacer, en medio de aquel salvaje agosto, sino tratar de aprenderme los nombres de cada una de aque­llas paradas, mientras me dejaban al cuidado del autocar? Y siempre que se pasaba por de­lante de una taberna, el señor Weazley, levan­tando el tono de su voz grave, exclamaba:
¡Parad, muchachos, que me falta aliento!
Y vuelta a lo mismo. La hora de cierre nada nuevo supuso a los excursionistas. Las puertas de las tabernas ya habían sido cerradas, pero detrás de ellas, mientras la hora de la siesta discurría plácidamente, todos seguían entonan­do ruidosamente cuantos himnos se les venían a la boca. Y cuando en El Chorro Mágico un policía, que se había colado por la puerta tra­sera, descubrió la presencia de aquel coro cervecero, Noah Bowen le susurró al oído:
Ssssh, la taberna está cerrada.
¿De dónde son ustedes? –preguntó el policía con voz azul y abotonada.
Y le dijeron de dónde.
Pues allí vive una tía mía –dijo el po­licía.
Y al rato ya estaba cantando con ellos Dormido en un nido...
Por fin nos volvimos a poner en marcha, el autocar iba dando tumbos en medio de aquel fragor de botellas y tenores, hasta que vinimos a parar a la orilla de un río que corría entre sauces.
¡Agua! –gritaron.
¡Porthcawl! –canturreó mi tío.
¿Dónde están los burros? –dijo el señor Weazley.
Y todos se precipitaron, tambaleantes, a chapotear entre las blancas y frías aguas de la corriente profiriendo alaridos. El señor Franklyn, que estaba intentado bailar una pol­ca en aquel suelo de resbaladizos guijarros, cayó al agua por dos veces.
Todo cuesta –dijo sin perder la dignidad, mientras, empapado, buscaba el refugio de la orilla.
¡Qué fría está! –exclamaban.
Está estupenda.
Está suave como ala de mosquito.
Esto es mejor que Porthcawl.
Y el crepúsculo, gentil y cálido, vino a po­sarse sobre los treinta seres que, empapados y beodos, se desentendían del mundo entero allí donde el mundo termina, al oeste del País de Gales. Y «¿quién va ahí?», le gritaba Will Sentry a un pato salvaje que remontaba el vuelo.
En El Rincón del Ermitaño se detuvieron a tomarse un ron con el que engañar al frío.
En 1898 yo jugué con el Aberavon –le dijo uno que había allí a Enoch Davies.
¡Mentira! –dijo Enoch Davies.
Puedo enseñarte fotos –dijo el otro.
Estarán falsificadas –dijo Enoch Davies.
Te puedo enseñar la camiseta.
La habrás robado.
Tengo amigos que lo pueden atestiguar –le repuso furibundo.
Los habrás comprado.
Al regreso a casa, a través de la hirviente obscuridad salpicada de Luna, el viejo O. Jones se puso a hacerse la cena en una cocinilla de alcohol, en pleno autocar. En mitad de los humos, el señor Weazley dejaba escapar su ronca tos azul. «Parad, parad –decía–, que me falta aliento.» Y todos nos bajamos al res­coldo de la Luna. No había a la vista taberna alguna. Así que se bajaron los cajones sobran­tes de cerveza y la cocinilla de alcohol con el viejo O. Jones agarrado a ella, se dispuso todo sobre la hierba, y se sentaron todos en círculo a beber y a cantar mientras el viejo O. Jones calentaba su puré y sus salchichas y la Luna volaba sobre nuestras cabezas. Y allí me eché a dormir contra el maltratado chaleco de mi tío, y ya en el suelo, Will Sentry le gritaba a la Luna pasajera:
¿Quién va ahí?

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