VELANDO EL CADÁVER
Había muerto sin agonía, tranquilamente, como mujer cuya vida fué irreprochable; y descansaba ahora en la cama boca arriba, cerrados los ojos, tranquilas sus facciones, los largos cabellos blancos cuidadosamente peinados cual si hubiese hecho su tocado diez minutos antes de morir, y toda su fisonomía de difunta tan recogida, tan reposada, tan resignada, que se comprendía que un alma tiernísima había habitado en aquel cuerpo, que aquella anciana serena había llevado la más tranquila de las existencias, que en su fin no había habido ni sacudidas ni remordimientos.
De rodillas junto al lecho mortuorio, su hijo, un magistrado de principios inflexibles, y su hija Margarita, en religión la hermana Eulalia, lloraban amargamente.
Desde su infancia les había inculcado una irreprochable moral, enseñándoles la religión sin debilidades y el deber sin transacción. Él, el varón, se había hecho magistrado, y blandiendo la ley sacudía sin piedad a los débiles, a los desfallecidos; ‘ella, la muchacha, empapada en la virtud que la había bañado en aquella familia austera, se había casado con Dios, disgustada de los hombres. No habían conocido a su padre; lo único que sabían era que había hecho a su madre desgraciada; y no tenían más detalles acerca de él.
La religiosa besaba locamente una de las manos de la muerta, una mano de marfil semejante a la del Cristo amortajado. Al otro lado del cuerpo tendido, la otra mano de la difunta parecía tener todavía la colcha estrujada con ese errante gesto que se llama el decisivo; y la ropa había allí conservado pequeñas arrugas, como un recuerdo de los movimientos que preceden a la eterna inmovilidad. Unos ligeros golpes dados en la puerta hicieron que se alzasen los dos trastornados rostros, y el sacerdote, que acababa de cenar, entró nuevamente. Estaba rojo, sofocado por los comienzos de la digestión, pues había echado mucho coñac en el café para luchar contra la fatiga de las pasadas noches y la de la noche de vela que comenzaba.
Parecía triste; en su rostro se veía esa falsa tristeza del eclesiástico para quien la muerte es una manera de ganarse la vida. Hizo la señal de la cruz, y acercándose con su gesto profesional:
—Aquí estoy, pobres hijos míos —murmuró—, dispuesto a ayudarlos a pasar estas tristes horas.
Pero sor Eulalia se levantó súbitaamente:
—Gracias, padre mío; mi hermano y yo deseamos quedar solos con ella. Son éstos los últimos instantes que la veremos, y deseamos estar los tres solos, como en otra época, como cuando..., cuando... cuando éramos niños y nuestra po..., pobre madre…
No pudo acabar; tantas eran sus lágrimas, de tal modo la oprimía el dolor.
El sacerdote se inclinó, más alegre, pensando en su cama.
—Como gustéis, hijos míos—dijo. Se arrodilló, se santiguó, rezó, se levantó y salió despacito, murmurando:
—¡Era una santa!
La difunta y sus hijos quedaron solos. Un oculto reloj producía en la sombra un ruido regular, y por la abierta ventana los suaves perfumes del heno y de la madera penetraban con un lánguido claror de luna. De la campiña no llegaba ningún sonido más que el de las notas volantes de los sapos y, a veces, el ronquido de un insecto nocturno que penetraba como una bala y chocaba en la pared. Una infinita paz, una divina melancolía y una silenciosa serenidad rodeaban a aquella difunta, pareciendo huir con ella y echarse fuera de allí apaciguando la propia Naturaleza.
De pronto, el magistrado, de rodillas siempre y con la cabeza oculta entre las ropas del lecho, con voz lejana, desgarradora, lanzada a través de las mantas y las sábanas, gritó:
—¡Madre, madre, madre!
Y la hermana, echándose contra el suelo, dando en el entarimado con su frente de fanática, convulsionada, retorcida, vibrante, como en una crisis de epilepsia, gimió:
—¡Jesús, Jesús, madre, Jesús! Y, sacudidos por un huracán de dolor, ambos jadeaban, gemían amargamente.
Mucho tiempo después se levantaron y se quedaron mirando el querido cadáver. Y los recuerdos, esos recuerdos lejanos, ayer tan dulces y hoy tan crueles, se presentaban en su imaginación con todos esos pequeños detalles olvidados, esos pequeños detalles íntimos y familiares que hacen vivir de nuevo al ser desaparecido. Recordaban circunstancias, palabras, sonrisas, entonaciones de voz de la que ya no volvería a hablarles. La tornaban a ver feliz y tranquila, se repetían las frases que en otro tiempo les dirigiera con un ligero movimiento de la mano que ella empleaba a veces, como para llevar el compás, cuando pronunciaba un discurso importante.
Y la amaban como nunca la habían amado. Y comprendían, midiendo su desesperación, hasta qué punto iban ahora a verse abandonados.
Luego, poco a poco, la fuerza de la crisis fue disminuyendo como las lluviosas calmas siguen a las borrascas en el agitado Océano, y se pusieron a llorar de un modo más suave.
Era su sostén, su guía, toda su juventud, toda la alegre parte de su existencia lo que desaparecía; era su lazo con la vida, la madre, la mamá, la carne creadora, el punto de unión con los abuelos que no tenían ya.
Ahora quedaban solitarios, aislados; ya no podrían mirar tras sí.
La monja dijo a su hermano:
—Ya sabes que mamá tenía grande afición a leer sus viejas cartas; todas están ahí, en ese cajón. ¿No haríamos bien en leerlas a nuestra vez, reviviendo toda su vida en esta noche que hemos de pasar junto a ella? Sería como un camino del Calvario, como un conocimiento que haríamos con su madre, con nuestros viejos parientes desconocidos, cuyas cartas se encuentran ahí, y de quienes tan a menudo nos hablaba. ¿Te acuerdas?
*
Y tomaron del cajón unos diez legajos de papeles amarillentos, cuidadosamente sujetos y colocados unos contra otros. Depositaron encima de la cama estas reliquias y escogiendo una de ellas, sobre la cual estaba escrita la palabra «Padre», la abrieron y leyeron.
Eran esas viejas epístolas que se encuentran en los antiguos muebles familiares, esas epístolas que tienen el olor de otro siglo. La primera rezaba: «Querida mía»; y otra: «Mi hermosa hijita», y las otras: «Mi querida niña», y otras, por fin: «Mi querida hija.» Y de pronto la monja se puso a leer en voz alta, a leer nuevamente a la muerta su historia, todos sus dulces recuerdos. Y el magistrado, con un codo apoyado en la cama, le prestaba atención, fijos los ojos en su madre. Y el cadáver Inmóvil parecía feliz.
Interrumpiéndose, sor Eulalia dijo de pronto:
—Será menester meterlas en su tumba, hacerle un sudario de todo esto y amortajarla con él.
Y cogiendo otro legajo, sobre el cual nada había escrito, principió a leer como antes.
«Querida mía: Te amo hasta la locura. Desde ayer sufro como un condenado, achicharrado por tu recuerdo. Siento tus labios bajo los míos, tus ojos bajo mis ojos, tu carne bajo mi carne. ¡Te amo, te amo! Me has enloquecido. Mis brazos se abren, jadeo impulsado por un ansia inmensa de poseerte nuevamente. He conservado en mi boca el sabor de tus besos...»
El magistrado se había puesto en píe; la monja se interrumpió; le arrancó la carta, buscó la firma. No la llevaba el papel; sólo se leían estas palabras: «El que te adora»; el nombre era «Enrique». Su padre se llamaba Renato. Entonces el hijo, con rápidas manos, revolvió el paquete de cartas, tomó otra y leyó:
«No puedo vivir sin tus caricias...»
Y en pie, severo como en su tribunal, miró impasible a la muerta. La monja, erguida como una estatua, con algunas olvidadas lágrimas en los extremos de los ojos, contemplando a su hermano, esperaba. El atravesó entonces el aposento andando despacio, llegó a la ventana y, con la mirada perdida en la noche, meditó.
Cuando volvió la cabeza, sor Eulalia, ya secos los ojos, permanecía en pie, junto al lecho, baja la cara.
El avanzó, recogió vivamente las cartas y las fué echando revueltas en el cajón; en seguida corrió los cortinajes de la cama.
Y cuando el día hizo palidecer las bujías que ardían sobre la mesa, el hijo abandonó lentamente su sillón y, sin mirar ni una vez más a la madre, que había, condenándola, separado de ellos, dijo lentamente:
—Ahora, hermana mía, salgamos de aquí.
No hay comentarios:
Publicar un comentario