EL ARMARIO
Hablábamos de mujeres galantes, la eterna conversación de los hombres.
Uno dijo:
—Voy a referir un suceso extraño.
Y era como sigue:
***
Un anochecer de invierno se apoderó de mí un abandono perturbador; uno de los terribles abandonos que dominan cuerpo y alma de cuando en cuando. Estaba solo, y comprendí que me amenazaba una crisis de tristeza, esas tristezas lánguidas que pueden conducirnos al suicidio.
Me puse un abrigo y salí a la calle. Una lluvia menuda me calaba la ropa, helándome los huesos. En los cafés no había gente. Y ¿Adónde ir? ¿Dónde pasar dos horas? Decidime a entrar en Folies-Bergére, divertido mercado carnal. Había escaso público; los hombres vulgares, y las mujeres, las mismas de siempre, las miserables mozas desapacibles, fatigadas, con esa expresión de imbécil desdén que muestran todas, no sé por qué.
De pronto descubrí entre aquellas pobres criaturas despreciables a una joven fresca, linda, provocadora. La detuve y brutalmente, sin reflexionar, ajusté con ella el precio de la noche. Yo no quería volver a mi casa.
Y la seguí. Vivia en la calle de los Mártires. La escalera estaba oscura. Subí despacio, encendiendo cerillas.
Ella se detuvo en el cuarto piso, y cuando entramos en su habitación, echando el cerrojo de su puerta, me preguntó:
—¿Piensas quedarte aquí hasta mañana?
—Eso me propongo; eso convinimos.
Bien, mi vida, lo pregunté por curiosidad. Aguárdame un minuto que enseguida vuelvo.
Y me dejó a oscuras. Oí cerrar dos puertas; luego me pareció que aquella mujer hablaba con alguien. Quedé sorprendido, inquieto. La idea de un chulo me turbó, aun cuando tengo bastante fuerza defenderme.
«Veremos lo que sucede», pensé.
Y afinando el oído, escuchaba. Se movían con grandes precauciones para no hacer ningún ruido. Luego sentí abrir otra puerta y me pareció que hablaban, pero muy bajo.
La moza volvió al fin con una bujía, diciéndome:
—Ya puedes entrar.
Entré, y pasando por un comedor donde sin duda nunca se come, me condujo a un gabinete alcoba.
—Ponte cómodo, mi vida.
Yo lo inspeccionaba todo y no encontraba cosa que pudiera causarme inquietud.
Ella se desnudó tan de prisa, que ya estaba en la cama cuando yo no me había quitado aún el abrigo.
Y riendo, prosiguió:
—¿Qué te ocurre? ¿Te has convertido en estatua de sal? Acaba y ven.
Así lo hice.
A los cinco minutos me daban intenciones de vestirme y escapar. Pero el maldito abandono que me amenazó en mi casa con tristezas crueles, me quitaba las energías, reteniéndome, a disgusto mío, en aquella cama pública. El encanto sensual que me había hecho sentir aquella criatura en el teatro, desapareció cuando la vi tan cerca y deseosa de complacerme. Su carne vulgar, semejante a la de todas, y sus besos insípidos, me desilusionaron.
Para entretenerme le hice varias preguntas:
—¿Hace mucho que vives en esta casa?
—El quince de febrero hará seis meses.
—Y antes, ¿en dónde vivías?
—En la calle Clauzel. Pero la portera la tomó conmigo y tuve que despedirme.
Relatóme con detalles minuciosos aquella historia.
De pronto sentí ruido cerca de nosotros; así como un suspiro; después un roce ligero, como si alguien se removiera sobre una silla.
Me senté con viveza en la cama, preguntando:
—¿Qué significa ese ruido?
Ella respondió tranquilamente:
—No te importe, mi vida; es en el otro cuarto. Como son tan delgadas las paredes, todo se oye. ¡Hacen unas casas! ¡De cartón!
Mi abandono era tan grande, que me arrebujé de nuevo entre sábanas. Y proseguimos la conversación. Movido por la estúpida curiosidad que induce a todos los hombres a conocer la primera falta de las mujeres galantes, como para encontrar en ellas un rastro de inocencia, tal vez evocada por una frase ingenua que ofrece la imagen del pudor perdido, pues aun cuando mienten se descubre alguna vez entre mentiras algo conmovedor, le dije:
—Vaya, cuéntame cómo cediste al primer amante.
—Yo era criada en el restaurante Marinero de Agua Dulce, y un señorito me forzó mientras le hacía la cama.
Recordé la teoría de un médico amigo, un observador filósofo que, por hacer servicio en un hospital de mujeres, conoce todas las flaquezas de las pobres criaturas victimas de la embestida brutal del macho errante con dinero en el bolsillo.
—Siempre—me decía—, siempre una moza es vencida por un hombre de su clase o condición. Tengo anotadas muchas observaciones acerca del asunto. Se acusa a los ricos de coger la flor de la inocencia entre las niñas pobres. No es verdad. Los. ricos pagan luego las flores tronchadas; las cogen en la segunda floración, pero no cortan jamás el primer capullo.
Reí, mirando a mi compañera.
—Ya sabes que conozco tu historia. El señorito no era el primero. Hubo antes otro.
—Te lo juro, mi vida.
—Mientes, mi cielo.
—No, no; te lo juro.
—Mientes... Vaya, dime la verdad.
Ella dudó, asombrada; yo continué.
—Soy adivino, somnámbulo. Ahora no me dices la verdad. Cuando te duermas yo haré que la digas.
Tuve miedo; era estúpida como todas, balbució:
—¿Cómo lo has adivinado?
—Vamos, dilo.
—¡Ah! La primera vez casi no fué nada. Para una fiesta contrataron a un gran cocinero. Desde que Alejandro llegó, dispuso de toda la fonda. El amo, el ama, estaban a sus órdenes, como si fuera un rey. Desde la cocina gritaba: «¡Manteca! ¡Huevos! ¡Coñac! » Y era necesario llevarle corriendo lo que pedía, porque si no se incomodaba mucho y daba miedo.
Cuando hubo acabado, sentóse a fumar su pipa frente a la puerta, y al pasar yo con una pila de platos, me dijo:
—Muchacha, vente conmigo a la ribera para enseñarme la campiña.
Fui con él como una tonta, y apenas llegamos a la orilla del río, me forzó con tal prisa, que apenas me di cuenta de lo que hizo. Luego se fue en el tren de las nueve. No le vi más.
—Y ¿así acabó todo?
—Creo que Angel es hijo suyo.
—¿Quién es Angel?
—Mi nene.
—¡Ah! Muy bien. Y luego dijiste al señorito que te había hecho la criatura, ¿no es cierto?
—Si.
—¿Tenia dinero el señorito?
—Algo. Me dejó una renta de trescientos francos.
Aquellas confianzas me divertían. Proseguí.
—Muy bien, mi cielo; muy bien. Sois menos tontas de lo que parece. Y ¿cuántos años tiene Angel?
—Doce. Hará su primera comunión en primavera.
—Bravo. Y desde que te ocurrió esa... desgracia... te dedicaste al oficio...
Suspiró, resignada.
—Se hace lo que se puede...
Un ruido, bastante fuerte, me hizo saltar de la cama. No me cabía duda; era el ruido que produce un cuerpo que se desploma y luego se levanta de nuevo agarrándose a la pared.
Cogí la bujía y miré alrededor, furioso. Ella se había levantado también, y trataba de contenerme, repitiendo:
—No es nada, mi vida; te aseguro que no es nada.
Pero yo, que sabía ya dónde se produjo el ruido, me dirigí a un armario que había junto a la cabecera de la cama y lo abrí de par en par...
Tembloroso, aterrado, con los ojos muy abiertos y brillantes, apareció un chiquillo anémico y débil agarrado a los barrotes de una silla, de la cual había caído, sin duda.
Al verme rompió a llorar, tendiendo los brazos hacia su madre.
—Yo no tengo la culpa, mamá; yo no tengo la culpa. Estaba dormido y me caí. No me castigues; yo no tengo la culpa.
Acercándome a la mujer, dije:
—¿Qué significa esto?
Ella, confusa y desalentada, respondió entre dientes:
—Ya lo ves. No gano bastante para tenerlo pensionista y no puedo pagar un cuarto mayor. Duerme conmigo cuando no hay nadie, y cuando alguien viene por una hora o dos, lo escondo en el armario. Pero cuando hay cliente para toda la noche se cansa y le duelen los riñones de dormir en la silla... Tampoco él tiene la culpa. Quisiera verte durmiendo en una silla, metido en un armario... Ya veríamos...
Irritándose, gritaba.
El niño seguía llorando.
Yo también sentía ganas de llorar.
Y volví a mi casa tristemente.
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Hace 3 años
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